historia de la historiografía de américa 1950-2000

Tomo I Historiografía de América del Norte boris berenzon gorn georgina calderón aragón coordinadores generales

historia de la historiografía de américa 1950-2000

Tomo I Historiografía de América del Norte

Boris Berenzon Gorn Georgina Calderón Aragón Coordinación del tomo I

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO Dirección General de Asuntos del Personal Académico Facultad de Filosofía y Letras instituto panamericano de geografía e historia Este libro fue elaborado en el marco del proyecto de investigación IN403902 (“Historia de la historiografía de América 1950-2000”) respaldado por el Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica (papiit) que coordina la Dirección General de Asuntos del Personal Académico (dgapa) de la Universidad Nacional Autó- noma de México.

Publicación correspondiente al Proyecto de Asistencia Técnica, financiado por elI nstituto Panamericano de Geografía e Historia (ipgh), titulado “Historia de la historiografía de América 1950-2000”.

Las opiniones expresadas en la presente publicación así como el contenido y forma en notas, información y reseñas son de exclusiva responsabilidad de sus autores.

Primera edición: 2009

DR © 2009. Instituto Panamericano de Geografía e Historia Ex Arzobispado 29, Colonia Observatorio, C. P. 11860 México, Distrito Federal www.ipgh.org

DR © 2008. Universidad Nacional Autónoma de México Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, C. P. 04510 México, Distrito Federal www.unam.mx

ISBN (unam) 978-607-02-0421-0 (obra completa) ISBN (unam) 978-607-02-0441-8 (tomo I)

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

Impreso y hecho en México Índice

Prólogo Miguel León-Portilla...... 7

Presentación ¿Transitar el tiempo espacio americano 1950-2000? Georgina Calderón Aragón y Boris Berenzon Gorn ...... 11

Historiografía Diplomática

Historiografía diplomática en México Patricia Galeana...... 21

La historiografía diplomática en Estados Unidos a través de la revista Diplomatic History: 1990-2003 Patricia Eugenia de los Ríos Lozano...... 47

Historiografía Diplomática de Canadá, 1950-2004 Julián Castro Rea...... 67

La historiografía chicana de la segunda mitad del siglo XX Axel Ramírez...... 77

Historiografía de la geografía histórica

La construcción del espacio en el tiempo Georgina Calderón Aragón...... 97

Medio siglo de geografía histórica en los Estados Unidos Shawn Van Ausdal y Claudia Leal...... 127 índice

Historiografía de la cultura, las mentalidades y el inconsciente

Las polaridades de la cultura en Estados Unidos de los años sesentas a los años noventas Alex M . Saragoza...... 155

La historiografía del inconsciente en México, cincuenta años Boris Berenzon Gorn ...... 169

Movimientos indígenas y campesinos en México, Estados Unidos y Canadá. Historiografía de la segunda mitad del siglo xx

De las historias de campesinos revolucionarios a las autonomías indias Leticia Reina...... 201

La historiografía india en Estados Unidos desde 1950 Claude Gélinas...... 233

El retorno del indio: la historiografía indígena en Canadá en la segunda mitad del siglo xx Pierre Beaucage ...... 249

Historiografía Política

Una aproximación a las temáticas de la historiografía de la Historia Política del México contemporáneo, a partir de las tesis de licenciatura y grado 1950-2000 Silvia González Marín y Lorena Pérez Hernández ...... 273

Historiografía Regional

Vicisitudes de la historiografía regional en México 1950-2000 Eduardo n . Mijangos Díaz y Gerardo Sánchez Díaz ...... 305 índice

La región y sus alternativas en la crítica contemporánea y en las tradiciones historiográficas estadounidenses Avital H . Bloch...... 349

Historiografía Visual

Visualizar el pasado mexicano. Someter fotografías a voluntad de la Historia gráfica John Mraz...... 371

Historiografía y Derechos Humanos

Los derechos humanos en México: hacia una definición histórico jurídica María del Refugio González Margarita Moreno Bonett ...... 423

Traspasando las fronteras. Pasado y futuro de los estudios de migración México-Estados Unidos Mark Overmyer-Velázquez...... 441.

Historiografía de Género

Revisión de la historiografía de género en México 1950-2000 María Herrerías Guerra ...... 477

Historiografía del Patrimonio Cultural México, Estados Unidos y Canadá

Historia y Patrimonio: una tensa relación Alejandro Araujo...... 497 Prólogo

El rico universo natural y cultural del continente americano ha sido objeto de pesquisas muy variadas con una amplia gama de enfoques a lo largo de cinco siglos. Los procesos de acercamiento por parte de quienes procedían del Viejo Mundo se iniciaron a partir del desembarco de Cris- tóbal Colón en la isla de Guanahaní el 12 de octubre de 1452. Existen algunas obras que han tratado de abarcar, desde varias perspectivas, esos procesos. Recordaré al menos la aportación de Francisco Esteve Barba, Historiografía indiana (Madrid, Gredos, 1964), y los dos preciosos libros de Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo (México, Fondo de Cultura Económica, 1981) y La naturaleza de las Indias Nuevas (México, Fondo de Cultura Económica, 1978). Aunque ninguno de los dos libros del recordado Gerbi es propiamente un intento de abarcar la historiogra- fía americanista, ambos incluyen análisis y penetrantes reflexiones sobre aspectos muy significativos de la historia y la antropología americanas. En ellos, como en algunos trabajos más antiguos y en otros más recien- tes, la historiografía en particular ocupa un lugar privilegiado. Los prime- ros trabajos se deben a un gran conjunto de descubridores, conquistadores, misioneros y funcionarios reales, así como a algunos autores indígenas interesados en inquirir acerca de los pueblos aborígenes, su pasado, sus creencias y costumbres, sus recursos, e incluso sobre aspectos muy suti- les que colindan con lo más íntimo de su pensamiento. Más tarde fueron otros, los humanistas, cronistas e historiadores de diversas procedencias los que se empeñaron en abarcar temas más amplios y produjeron obras sobre determinados pueblos y culturas, sus choques con los conquistadores, la implantación de los virreinatos y las audiencias, los procesos de cambio introducidos por los nuevos señores de la tierra, la cristianización de los in- dígenas y la convivencia de éstos con los europeos. A todo ese caudal de aportaciones sumaremos las que debemos a estudiosos del Siglo de las Luces —entre ellos a Lorenzo Boturini y Fran- cisco Xavier Clavijero, en el caso de México— y, luego ya en el siglo xix,

7 8 prólogo las magnas contribuciones de Alejandro de Humboldt y una pléyade de latinoamericanos y europeos que, con nuevos métodos y enfoques, han enriquecido, en calidad y cantidad nuestro saber sobre la historia del Nuevo Mundo. La historiografía y luego la antropología, concebida en su sentido más amplio —prehistoria, arqueología, etnología y lingüística—, abarcan hoy incontables aspectos de la realidad cultural del Nuevo Mundo. De ello da cuenta el libro Motivos de la antropología americanista, indagaciones en la diferencia, coordinado por quien esto escribe con Manuel Gutiérrez Esté- vez y Gary H. Gossen (México, Fondo de Cultura Económica, 2001). No sólo el universo de los pueblos y culturas indígenas, sino también los procesos de formación de las que llegarían a ser las nuevas naciones ame- ricanas atrajeron cada vez más la atención de los investigadores. Otro tanto debe decirse de la vida ya independiente de estos países, sus logros, conflictos, relaciones entre sí y con el exterior.L a investigación cada vez más copiosa de cuanto se refiere a este continente se ha situado ya ple- namente en el campo de la historia universal. De esta sumaria recordación se desprende que una obra como ésta, intitulada Historia de la historiografía de América, 1950-2000, tiene detrás de sí enormes e impresionantes antecedentes, entre ellos el proyecto aco- metido por el Instituto Panamericano de Geografía e Historia que marcó los lineamientos de una investigación paralela a la que aquí se presenta convertida en realidad. En consecuencia, puede afirmarse que esta obra viene a enriquecer y poner en cierto modo al día mucho de lo que ya se ha alcanzado. Pero además confirma que las investigaciones históricas y antropológicas pueden dirigirse a iluminar un sinfín de aspectos del acontecer humano. Hay quienes concentran su atención en hechos que contemplaron o incluso en los que ellos mismos participaron. En contraparte hay quienes, con base en información arqueológica y/o documental, se proponen abarcar largos periodos, aconteceres de larga duración como diría Fer- dinand Braudel. Interesa a otros un determinado aspecto de la cultu- ra de un pueblo o de un conjunto de ellos. Algunos se fijan en la biogra- fía de determinados personajes, o atienden a instituciones tales como la organización social y política, el derecho, la diplomacia, la economía, el comercio y otras, o prefieren temas como los de las mentalidades, la historia regional, el arte, el género, la educación y muchos más. Los volúmenes que integran la presente obra incluyen aportaciones en las que se analizan y comentan precisamente estos y otros temas. Lo prólogo 9 que se ha investigado durante la segunda mitad del siglo xx es en rea- lidad enorme. La profesionalización de las investigaciones históricas y antropológicas, así como la creación de instituciones dedicadas a estas tareas en los países del continente americano, han contribuido mucho a esto. Ello ocurre a la par que ha continuado y aun se ha acrecentado el interés de europeos y otros por la realidad cultural e histórica de los diversos pueblos americanos. La presente obra es una especie de toma de conciencia, amplia y afortunada, de lo que sus coordinadores generales, los doctores Boris Be- renzon Gorn y Georgina Calderón, se han propuesto: hacer la historia de la historiografía que abarca una amplia gama de temas en su relación con las diversas regiones y países del continente. Pienso que para todos los que nos dedicamos al conocimiento e inves- tigación sobre uno u otro de los temas aquí abarcados esta Historia de la historiografía de América, 1950-2000 será de frecuente, por no decir, obli- gada consulta. Quiero manifestar, por ello, que aguardamos con grande interés su publicación para disfrutar de cuanto en ella se ha reunido.

Miguel León-Portilla, Investigador emérito unam Miembro de El Colegio Nacional

Presentación ¿Transitar el tiempo espacio americano 1950-2000?

Transitar, pensar, tejer el tiempo y el espacio de América, en un cosmos, cuyas fronteras, divisiones, no sólo geográficas, sino las grandes coorde- nadas sociales, es una tarea estimulante y revitalizadora porque permite pensar en el ser y la construcción del conocimiento del continente de una manera dialéctica entre este ser y su historia. Que constituye el tejido para bordar las pasiones y las vivencias cotidianas de los lugares, los territorios, las naciones y el continente en el nuevo tejido universal, ante las resistencias y las categorías que buscan cada vez más imponerse y petrificarse como una unidad verdadera. La realización de una obra en varios volúmenes de la historia de la historiografía americana se tornó necesaria como un ejercicio que nos permitiera dar cuenta sin fantasías, ni soberbia del estado actual de la historiografía de nuestro continente en el principio de un nuevo siglo marcado por la ambigüedad de los movimientos culturales. Es verdad que los estudios que preceden gozan de una innegable importancia, punto de partida para la presente propuesta, pero también es cierto que no ofrecen una visión de conjunto de las imágenes reales e imaginarias construidas sobre el pasado de América, especialmente escaso en la segunda mitad del siglo xx. Es por ello que el Instituto Panamericano de Geografía e Historia de la oea propuso la realización de una investigación historiográfica que diera cuenta de la producción histórica de todas y cada una de las regiones del continente americano, entre los años 1950 y 2000. Tarea a la que nos su- mamos un grupo de académicos de diversas instituciones, encabezados por la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) que tuvo a su cargo la coordinación general de la obra. En América existe una significativa experiencia en investigación en el campo de la historiografía, baste con resaltar los trabajos hechos en México, Argentina, Brasil y recientemente Centroamérica y el Caribe.

11 12 presentación

En algunos casos se trata de esfuerzos individuales de investigación que satisfacen distintos intereses intelectuales. A mediados del siglo xx el Instituto Panamericano de Geografía e Historia (ipgh), encabezado por Silvio Zavala y Leopoldo Zea, coordi- naron estudios historiográficos a una escala continental, pero su alcance cronológico no trascendió la primera mitad del mismo siglo. Tras un periodo de 50 años transcurridos desde aquella obra, es posible esbozar lo que ha sido el aporte de la historia americana en el siglo xx. La historia de la historiografía de América en la segunda mitad del siglo xx, pretende interpretar los estudios de historia de la historiografía, propuesta compartida por los historiadores en una época determinada. En cuanto a su objeto de estudio y a las reglas del método, son impres- cindibles y de interés práctico, pues es evidente que toda disciplina debe tener registro de su historia. En particular, conocer de manera precisa y fidedigna el camino reco- rrido por las ciencias sociales y las humanidades, permite ubicar a la his- toriografía actual con respecto a sus predecesoras, posibilitando conocer las fortalezas, al tiempo que tomar conciencia de las insuficiencias en la manera de pensar y hacer la investigación del pasado. Para esta investiga- ción hemos entendido la historiografía como la retórica del TiempoEspacio tomado de la más reciente definición de Helena Beristáin de retórica y de TiempoEspacio de Immanuel Wallerstein. Helena Bersitáin nos dice que la retórica es: “El animal humano es más humano y menos animal gracias a que ha inventado el lenguaje. La retórica está presente en todo discurso, por ejemplo, en la palabra ¡Alto!, en toda expresión del lenguaje humano y allí mismo, donde está la gra- mática, siempre simultáneamente. (1) La retórica elige (para persuadir al receptor del mensaje) cada término adecuado al asunto, a la situación, a la intención y a los interlocutores; con esos términos, la gramática cons- truye los enunciados. (2) Además, la retórica asigna un orden al cuerpo del discurso (qué decir al principio, en medio o al final). Y (3) la retórica también gobierna el uso de las figuras retóricas —como, por ejemplo, la aliteración o repetición de sonidos (con ruido rueda la rueda) y el uso de los tropos, figuras más complejas que alteran el significado, como cuando decimos en un lenguaje coloquial, referencial, la primavera de la vida, o bien, en un lenguaje poético: vidrio animado en lugar de mariposa”. En fin: la retórica (igual que la gramática) está impregnada de la vo- luntad del emisor de persuadir al destinatario del mensaje. Por ello está presente, en el lenguaje referencial, popular, cotidiano y también en el presentación 13 lenguaje artístico de los textos literarios, en las canciones, en el monólogo interior, etcétera. En suma, no podemos decir ni pío sin utilizar simultáneamente la gramática y la retórica, pues con las palabras seleccionadas por ésta, la gra- mática conforma los enunciados y los organiza en oraciones principales, independientes, coordinadas, subordinadas, etcétera, en un orden interno gobernado por la retórica. La retórica participa, además, en la construcción de los lenguajes no verbales (discurso musical, pictórico, cinematográfico, arquitectónico, urbanístico, etcétera). Desde hace muchas décadas la retórica ha dejado de enseñarse, se ha cometido el disparate de omitirla dentro de los programas escolares de todos los niveles educativos, y la utilizamos sin saberlo, sin tener con- ciencia de lo que hacemos. Immanuel Wallerstein nos señala por su parte en el TiempoEspacio “que el significado de tiempo y espacio en nuestras vidas es una invención humana, y así diversos grupos de personas las de- finen de modos distintos. Creemos que tiempo y espacio se cierran irremediablemente en conjunto y constituyen una sola dimensión, que llamaré TiempoEspacio. Y además que no sólo podemos afectarla de ma- nera significativa, sino que toda la ciencia social ha involucrado una vasta comprensión, y por consiguiente una manipulación, de TiempoEspacio. La interpretación dada hasta ahora por la ciencia social era en realidad una interpretación muy particular, que se está perdiendo a la luz de la revisión de los últimos años. Finalmente, nuestra conceptualización de TiempoEspacio puede tener un impacto crucial en nuestro futuro social colectivo, y por lo tanto es muy importante que reflexionemos cuidado- samente la historia y uso de este concepto”. Siendo así la historiografía la compaginación e interpretación de los discursos y sus intenciones que abordan el TiempoEspacio. Por ello estudiar las vías recorridas por la interpretación histórica hace posible precisar las cercanías y distancias entre lo que se acepta como teóricamente paradigmático y lo que en la realidad se produce, en este sentido las líneas generales de la obra permitieron que cada una de las regiones definiera su propio marco teórico metodológico, así como sus líneas de investigación, lo que permitió que la concepción de la obra refleje la retórica propia de cada región y crear así su propia historiografía, teniendo con ello un concierto a muchas voces de las posibilidades de la heterodoxia, y es que no existe otra forma de plantearse una investigación tan disímbola como lo es nuestro propio continente. 14 presentación

Crear espacios para indagar sobre los vacíos o insuficiencias con- cernientes a temáticas y periodos investigados, así como descubrir las omisiones temáticas y cronológicas de la disciplina, fueron algunos de los objetivos de este trabajo. De este modo, los estudios de historia de la his- toriografía permiten evaluar la función social de la historia, esto es res- ponder el porqué y para qué de la historia. Partiendo de la premisa de que el sujeto influye en los resultados de su propia investigación, en este proyecto se buscó acercarse a la llamada objetividad histórica desde el propio historiador. Esto es posible si se integran los individuos en grupos, escuelas y tendencias historiográficas, ya sean éstas formales o implícitas, escuelas o tendencias que sin duda condicionan, de un modo u otro, la evolución interna de la historia escrita. Acercarse a los historiadores y geógrafos por su forma de hacer historia, no sólo por lo que resulta de su investigación, su producción, sino por la forma de hacer dicha investigación. Para ello, es importante tomar en cuenta tres conceptos heredados de la ciencia pospositivista: a) El “paradigma” como conjunto de conceptos y categorías compar- tidos por la comunidad científica; b) la “revolución científica”, entendida como ruptura y continuidad disciplinar, siempre manejada no como ente inmóvil, sino como herramienta de acercamiento al sujeto de la historia; y c) acercarse a la “comunidad de especialistas” como sujeto de estudio, el cual esta marcado por su definitivo poder decisorio, y condicionada por el entorno social, mental y político en que se desenvuelve el cono- cimiento histórico. Los marcos teóricos propositivos totalizadores del siglo xx, han llegado a un punto de saturación que dan paso a una descentralización historio- gráfica novedosa, impulsada por la globalización de la información y del saber académico y que procura, no siempre con éxito, superar el viejo eurocentrismo como marco permanente de referencia. La iniciativa historiográfica está hoy más al alcance de todos. El nacimiento de una historiografía crítica latina y de una historiografía poscolonial, son prueba de ello. Estos consensos, apoyados sin duda en la tecnología, juegan a favor de las comunidades de historiadores allende fronteras, y en detrimento de la historiografía oficial, caracterizada por su jerarquía, élite, y lenta transmisión del conocimiento. A diferencia de la forma oficial de entender la globalización, este proyecto considera que la globalización historiográfica es asumir una trama que cruza diversos sentidos: local, regional, nacional, continental e internacional, todos ellos interrelacionados, que se influyen mutua- presentación 15 mente, dando entes variados que conforman lo que aquí se entiende por globalización. La uniformidad no debe ser la meta de la historiografía oficial tradicional, sino asumir la variedad como riqueza. Es precisa- mente el tomar conciencia de esa variedad en el sujeto y en el método historiográfico, tanto en el tiempo como en el espacio, lo que enriquece la globalización. La acumulación de datos historiográficos en forma de crónica lineal adoptada por el neopositivismo, sustituye la interpretación por el prag- matismo del intuicionismo, es decir, se ha pasado de la intuición a la representación y no del análisis hermenéutico a la interpretación, que es el papel del historiador. Sin embargo, no es posible tampoco justificar una historia ligera, vacía, donde se presupone que la falta de método es por sí misma una aportación metodológica, en aras de un modelo de cascarón hermenéutico que impide el diálogo. Ni la “verdad” incuestionable por subjetiva, ni el regreso a la historia erudita y conservadora, basada en el progreso y en la “verdad” de los datos. Este proyecto busca establecer las bases, apuntes, para un paradigma historiográfico interdisciplinario que permita explicar los hechos que atiendan al tiempo y al espacio de la segunda mitad del siglo xx: las revoluciones, las relaciones norte-sur, las dictaduras, la caída del bloque socialista y sus consecuencias en América Latina, las relaciones entre iglesia, estado y sociedad, el desarrollo tecnológico y el auge de los medios masivos de comunicación, las luchas de las minorías, los movimientos in- digenistas y campesinos; así como la desproporcional distribución de la riqueza, la descomposición del compromiso social y comunitario, la destrucción ecológica, entre otros. Acercarse al objeto de estudio teniendo en cuenta las diversas disci- plinas convergentes, permite alejarse de la visión lineal y acumulativa del neopositivismo. Asimismo, se pretende que la historiografía deje de ser un solo blo- que de datos, para dar paso a la interpretación de los procesos sociales en donde el sujeto histórico está siempre en movimiento, es decir, en palabras de Gadamer, “el giro hermenéutico”. Si se logran estas metas, la historiografía serviría como puente entre la sociedad, su pasado, su presente y su futuro. El justo medio entre la historia objetivista del xix y el subjetivismo radical de la posmodernidad es en esencia la actitud moderada y a la vez firme que se buscó para esta investigación. El historiador descubre su pasado conforme lo construye, es decir lo interpreta. Ese es el punto de 16 presentación partida que el historicismo brinda. Pero a la vez, resulta imprescindible considerar la rigurosidad y el método de cuestionamiento de fuentes que permiten de la historia hacer una disciplina congruente. Así, los resultados de la investigación historiográfica se constituyen en producto necesariamente relativo, pero también plural. Es precisamente allí donde se encuentra el rigor de la disciplina, en asumir y no engañarnos que el contexto del historiador influye más allá incluso de los datos objetivos de la fuente de su elección. Considerar como fuente histórica no sólo a la documentación produ- cida por el Estado, sino también, a los restos materiales no tradiciona- les, las fuentes orales o iconográficas. Asimismo, tomar en cuenta las omisiones como parte de una no-producción consciente de fuentes. Es allí donde interviene la interpretación del historiador, en la pluralidad de las fuentes. Asumir que la historia no descubre la verdad de los hechos, sino que las fuentes se descubren a medida que la propia interpretación las construye. Por tanto, la aportación del historiador no son leyes sociales, sino interpretaciones, ideas, explicaciones, que en el mejor de los casos constituyen hipótesis. Retomar las nuevas subdisciplinas que han surgido en la segunda mitad del siglo xx, como son la historia de las mujeres, la historia oral, los movimientos indígenas y sociales al margen del sistema de partidos, la historia ecológica, la historia de las relaciones norte-sur, así como la influencia de la tecnología y los medios de comunicación en el quehacer historiográfico. Asumir asimismo que la verdad histórica se da por convención de la comunidad de historiadores, por medio de la discusión y el necesario intercambio de conocimiento. Que dicha convención es cambiante, como cambiantes son las estrategias de acercamiento de esos mismos sujetos hacia su objeto de estudio. El péndulo historiográfico permitió en la década de los ochentas del siglo xx considerar la falta de método como un método en sí mismo. El abuso del relativismo ha conducido recientemente a un regreso al posi- tivismo del siglo xix. Hallar el justo medio es la tarea pendiente. La interdisciplina se ha convertido a principios del siglo xxi en un área de convergencia de metodología, lenguaje y conocimiento. Establecer esa afinidad costó durante el sigloxx que muchas disciplinas, aparentemente afines, buscaran convergencias más allá de las humanidades, lejos del vecino. La convergencia es posible aun manteniendo la personalidad presentación 17 diferenciadora de cada disciplina. Esa afinidad de las humanidades se extiende no sólo a las subdisciplinas de la historia y sus metodologías, sino que abarca la literatura y la filosofía.E n ese sentido, las ciencias clásicas encuentran también una nueva lectura desde la historia. Finalmente, desde la lingüística, las ciencias de la comunicación y la politología, encontramos nuevos manantiales para acercarnos, de manera muy dis- tinta a como lo hizo el positivismo, a la historia política. Para alcanzar la unidad de miradas de las ciencias sociales, es necesario plantear la utopía, entendida como un camino que enriquece, asumiendo que la me- ta nunca se alcanza. Es decir, el camino de la interdisciplinariedad es lo que enriquece nuestra interpretación historiográfica. La meta sólo plantea el sentido del conocimiento, pero éste se adquiere en la discusión, confrontación y difusión de los preceptos metodológicos. En este sentido, es importante no perder de vista la particularidad de la historia frente al resto de disciplinas. El caos epistemológico que la fragmentación de temas y métodos trajo hasta finales del siglo pasado, fue también analizado en esta investigación, tratando precisamente de reconstruir las piezas del rompecabezas que conformaba el conocimiento historiográfico de finales del siglo xx. Por tanto, avanzar en una metodología que no jerarquice disciplinas y fuentes, permitió crear la necesaria “red” de aportaciones metodológicas. Articular escalas espaciales y temporales, enfoques cualitativos y cuanti- tativos, que permitan esa confluencia, sin menoscabo de la interpretación, es precisamente la propuesta para acercarse a la historiografía de América, teniendo como último objetivo la recopilación de nuestra historiografía común como una crónica, sino simplemente brindar un material de re- flexión, no sólo sobre cuánto se ha escrito en nuestra historia, sino sobre todo cómo se ha hecho nuestra historia común. Finalmente si como entendemos la historiografía, significa entre otras cosas los estudios o análisis sobre la historia de la historia como fuente de conocimiento, que contiene marcos teóricos y conceptuales disímiles que producen heterogéneos aparatos críticos, hemos querido mostrar en esta obra dicha complejidad como parte del ejercicio de la investigación, lo que podría juzgarse como un falta de uniformidad, es la evidencia más clara de la disímbola traza historiográfica de América y sus resultados son el relato mismo de su historia. Todo historiador tiene un pré/texto y un objetivo al escribir sobre la historia de los claros y las sombras del proceso que analiza; esto es particularmente evidente cuando se trata de la historia de un país o una 18 presentación región, ya sea que quiera exponer una noción, o revelarse algún proceso o porque pretende defender o criticar la actuación de alguien muerto o vivo. Ciertos autores plantean que toda historia es una historia del presen- te, por lo menos en el sentido de que, desde una perspectiva ideológica, metodológica o política, el espacio-tiempo en que se indaga y escribe sugiere determinadas preguntas a la historia que busca una contribución para comprender el presente, en el método y la teoría, esas preguntas, los ojos y los recursos con que se mira la historia expresan el presente. Conjuntamente, provoca contradicciones y reacciones para recorrer el pasado desde la propia mirada de los historiadores y la academia. Es un análisis de las descripciones e interpretaciones del pasado. Espe- cíficamente de los enfoques en la narración, interpretaciones, visiones de mundo, uso de las evidencias o documentación y métodos de presentación por los historiadores que en esta obra participan, por ello liberamos de toda responsabilidad a los editores por esta decisión. Como toda investigación colectiva es resultado del esfuerzo de muchos apoyos, por ello queremos dejar constancia de nuestro agradecimiento a las diversas instituciones que colaboraron con este proyecto el Instituto Panamericano de Geografía e Historia de la oea, la Universidad Nacio- nal Autónoma de México a través de la Facultad de Filosofía y Letras, la Dirección General de Asuntos del Personal Académico al otorgarnos el PAPIIT número IN403902. A cada uno de los coordinadores de tomo, así como a los coordina- dores temáticos para América del Norte y a los becarios del proyecto les agradecemos el entusiasmo, crítica y dedicación para llevar a buen puerto esta obra.

Ciudad Universitaria, México, 1 de abril de 2008

Georgina Calderón Aragón y Boris Berenzon Gorn historiografía diplomática

Historiografía diplomática en México

Patricia Galeana*

Desde sus orígenes, la diplomacia ha ocupado la atención del historiador. En la Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides recogió las acciones de los emisarios que gozaban de inviolabilidad para entablar negociacio- nes. Posteriormente, los romanos establecieron el archivo de tratados, y ya en la Edad Media se inició la exégesis de los convenios. Fue un historiador, Edmund Burke, quien acuñó el término diplomacia en 1796, como una derivación del diploma o folio rotulado, usado anti- guamente para leyes y bandos públicos, que se convirtió en el privilegio conferido a los negociadores para dirimir controversias. Desde entonces, hasta el tiempo presente, la diplomacia ha sido el método de inducción y conducción de las relaciones internacionales a través de negociaciones y tratados elaborados por los representantes de los Estados. A partir del surgimiento del Estado, los gobiernos han preservado la memoria de sus negociaciones diplomáticas y han buscado en su recuento histórico instrumentos de defensa de sus derechos en sus relaciones con el mundo. La historia diplomática ha girado, por razón natural, en torno a las cancillerías y a sus archivos. El devenir del quehacer diplomático se ha consignado, en primer lugar, por sus actores, y ha sido objeto de estudio por historiadores, juristas, internacionalistas y politólogos, que se han ocupado de estudiar los mecanismos de la política exterior de los Estados como desdoblamiento de su política interna. El surgimiento asimétrico del Estado y de la nación en Latinoamérica tuvo como efecto en la historiografía regional la marcada tendencia a estudiar el pasado propio como medio esencial para lograr la cohesión nacional, condición sine qua non para afirmar la identidad.E n este mar-

* Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México.

21 22 historiografía diplomática en méxico co es comprensible que el estudio de lo universal pasara a un segundo plano, que se dejara para después el estudio de la historia diplomática, de la historia comparada y de la historia universal. La necesidad de afirmarnos comunitariamente como unidad bien in- tegrada provocó un profundo deseo de buscar nuestras raíces culturales más remotas y las modalidades particulares de su desarrollo sin conceder demasiada importancia a los estudios que dieran cuenta de nuestro lugar en el mundo. Se desarrolló una historiografía nacionalista que, por querer conocer lo propio, se desvinculó de otras experiencias que igualmente nos perte- necían pero que eran consideradas ajenas. La vertiente historiográfica que tiene como centro de su preocupación el estudio de las relaciones con el mundo empezó su desarrollo mucho después de resolverse el problema que significaba la búsqueda de la identidad nacional. Al acelerarse el proceso de la globalización en la segunda mitad del siglo pasado, y con él, el de internacionalización, los estudios de historia diplomática se fueron incrementando a nivel mundial. En cada nueva etapa de la historia nacional e internacional han surgido también fórmulas originales de interpretación histórica; en la mayoría de los casos sin abandonar las anteriores, que sirven de punto de partida a nuevas corrientes interpretativas. Los historiadores dedicados a estudiar las relaciones internacionales se han ido incorporando poco a poco a las diferentes corrientes historiográficas,1 pero al ser la historia diplomática tan cercana al poder del Estado, los cambios teóricos y metodológicos se asumen de manera conservadora. Así como el objeto de la diplomacia es el método y no el contenido de las negociaciones mismas, de igual manera nuestra revisión historio- gráfica busca acercarse a la forma en que se ha consignado y estudiado el quehacer diplomático en las cinco últimas décadas del siglo pasado en México, aunque también atenderemos el fondo y objeto de estudio. Al inicio de la segunda mitad del siglo xx, la historia diplomática mexicana era escrita fundamentalmente por sus protagonistas. Los propios diplomáticos se ocuparon de dar cuenta de sus acciones. En ese tiempo, el número de académicos de tiempo completo era reducido y se apreciaba, en todo su valor, la contribución de los actores de la política

1 Historicismo, existencialismo, estructuralismo, los anales e historias cuantitativas. Cf. Ernesto de la Torre Villar, Cultura Mexicana 1942-1992. México, Seminario de Cul- tura, 1992, p. 352. patricia galeana 23 exterior en la enseñanza y en la investigación. Por su parte, los especialistas en derecho internacional han tenido en la historia diplomática el mejor fundamento para su argumentación, por ello también la han cultivado. Veamos algunos ejemplos. Alberto María Carreño (1875-1962) fue miembro del servicio exterior en las postrimerías del porfirismo como secretario de la embajada de México en Estados Unidos. Posteriormente, fue catedrático de Historia, Geografía y Economía de la Universidad Nacional de México durante 55 años e investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la propia Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Dirigió la re- vista Divulgación Histórica; fue presidente de la Academia de Historia y académico de la Lengua. Autor prolífico,C arreño publicó más de 200 títulos.2 En 1951, salió a la luz La diplomacia extraordinaria entre México y Estados Unidos 1789- 1947. Escrita originalmente en inglés, la obra se basa íntegramente en la correspondencia del archivo histórico de la cancillería. En ella exal- ta la labor diplomática de los mexicanos frente al acoso norteamericano y la manera diligente como lograron insertar a México en la comunidad de naciones. Genaro Fernández Mac Gregor (1883-1959) fue también miembro del servicio exterior; ocupó diversos cargos en las representaciones de México en el extranjero y en la propia cancillería. Fernández Mac Gregor es autor de una historia diplomática entre México y Estados Unidos, basada en la correspondencia del archivo histórico de la Secretaría de Relaciones Exteriores.3 Abogado, internacionalista, fundó la Revista Mexicana de Derecho Internacional y fue catedrático de la Universidad de México y académico de la Lengua. Isidro Fabela (1882-1964) fue canciller de México; encargado de Rela- ciones Exteriores del gobierno constitucionalista (1913-1915), representó a México ante diversos países de Europa4 y América Latina,5 así como en organismos y cortes internacionales.6 Protagonista de primera línea

2 Alberto María Carreño, La diplomacia extraordinaria entre México y Estados Unidos 1789-1947. México, Jus, 1951. 2 vols. 3 Genaro, Fernández Mac Gregor, El Istmo de Tehuantepec y los Estados Unidos. Méxi- co, Elede, 1954. 228 pp., Las relaciones exteriores de México y el derecho internacional. México, s.p.i., 1946. 4 Alemania, Francia, Inglaterra, Italia y España. 5 Argentina, Chile, Uruguay y Brasil. 6 Comisión de Reclamaciones México-Italia, presidente de la Primera Conferencia 24 historiografía diplomática en méxico en la política exterior de México, fue un internacionalista reconocido a nivel mundial. Fabela se formó como abogado; fue profesor de Historia y de Derecho Internacional Público, y académico de la Lengua. Al culminar la década de los cincuentas, publicó obras fundamentales para la historiografía diplomática mexicana,7 entre las que destaca la Historia diplomática de la Revolución mexicana (1912-1917) en dos volúmenes. En ellas, estudia la problemática que enfrentó la Revolución constitucionalista y el gobierno que de ella emanó en sus relaciones internacionales, las negociaciones para desocupar Veracruz; para obtener su reconocimiento como ciudad; “para mantener al país en situación estricta de neutralidad frente a las grandes potencias” frente a la expedición punitiva y la Primera Guerra Mundial.8 Basándose en la documentación histórica, Fabela hizo en sus obras un recuento de la política imperialista de Estados Unidos en México y América Latina,9

[…] sin más ley que la de su fuerza ni más justificación que las aco- modaticias y arbitrarias doctrinas de Monroe, de Evarts, de Kellog o de Teodoro Roosevelt; o la de la nefasta Dollar Diplomacy, que consiste en prestar por la fuerza de la diplomacia para cobrar por la fuerza de las armas; la del “destino manifiesto”, que pretende llevar la bandera de las barras y las estrellas hasta la Patagonia, porque ése es “el destino” de su pueblo superior; y la del big stick, que estriba en maniobrar en la América Latina “por la buena o por la mala”, dando de garrotazos al país que no se somete a los caprichos de la Casa Blanca o Wall Street.10

Permanente Agrícola de Ginebra; miembro de la Corte Permanente de Arbitraje de La Haya, Liga de las Naciones y la Organización Internacional del Trabajo. 7 Isidro Fabela, Los precursores de la diplomacia mexicana. México, adhm / sre, 1926; La sociedad de las naciones y el continente americano ante la guerra 1939-1940. México, 1940; Por un mundo libre. México, sep, 1943; Belice. Defensa de los derechos de Méxi- co. México, sep, 1944; Las doctrinas Monroe y Drago. México, unam, Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales, 1957, pp. 266; Estados Unidos contra la libertad. Estudios contra la libertad. Estudios de historia diplomática americana. Barcelona, s.p.i. 8 I. Fabela, Historia diplomática de la Revolución mexicana (1912-1917). México, fce / sep, 1958-1959. 2 vols., s.p.i. 9 En particular en Cuba, Puerto Rico, Nicaragua, Santo Domingo y Haití. 10 I. Fabela, “Prólogo”, en Rubén García, El canal de Panamá y el ferrocarril de Tehuan- tepec, s.p.i., pp. 5-11. patricia galeana 25

Luis G. Zorrilla, quien fuera embajador de México, publicó importantes obras de historia diplomática, basadas en la documentación del Acervo Histórico Diplomático (ahd) de la Secretaría de Relaciones Exteriores (sre). Entre ellas destacan: Historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos de América (1800-1958), Monumentación de la frontera norte en el siglo xix y Relaciones políticas, económicas y sociales de México con el extranjero.11 A lo largo de cinco tomos,12 hace el seguimiento del ambiente político interno y externo del país, desde la segunda mitad del siglo xviii hasta 1980, en una síntesis con perspectiva de largo alcan- ce. Zorrilla dio continuidad a la tradición historiográfica de los diplo- máticos mexicanos. Agustín Cue Cánovas (1913-1971) es el primero de los autores selec- cionados que no tuvo una práctica diplomática. Abogado de formación, Cue Cánovas se dedicó a la enseñanza de la Historia, y siempre vinculó sus obras históricas y ensayos geohistóricos y geopolíticos al derecho internacional.13 José Fuentes Mares (1915-1986), autor prolífico,14 escribe también su historia diplomática para fundamentar su argumentación jurídica, con base en la documentación del archivo histórico de la cancillería mexi- cana. Al igual que los autores anteriores, se ocupa primordialmente de Estados Unidos.15 Asimismo, fue miembro de las academias Mexicana de Historia y de la Lengua. Como hemos visto en los ejemplos anteriores, el tema de mayor interés es la relación de México con Estados Unidos, con una clara tendencia

11 Luis G. Zorrilla, Historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos de Amé- rica (1800-1958). México, Porrúa, 1977. 2 vols.; y Monumentación de la frontera norte en el siglo xix. México, ser / ahd, 1981. 468 pp. (Cuarta época). 12 L. G. Zorrilla, Relaciones políticas, económicas y sociales de México con el extranjero. México, [s.e.], 1993. 5 vols. 13 Agustín Cue Cánovas, El Tratado McLane-Ocampo. México, América Nueva, 1956; El Tratado Mon-Almonte, Miramón: el partido conservador y la intervención europea. México, Los Insurgentes, 1960. 97 pp.; Juárez, los Estados Unidos y Europa: El Tratado McLane- Ocampo. México, Grijalbo, 1970. 254 pp.; Los Estados Unidos y el México olvida- do. México, Costa / amic, 1970. 157 pp. 14 José Fuentes Mares, Juárez y los Estados Unidos. México, Jus, 1960. 224 pp.; Juá- rez: los Estados Unidos y Europa. México, Libromex Editores, 1960. 248 pp. Juárez y el Imperio. México, Jus, 1963. 252 pp., y Juárez: El imperio y la república. México, Grijalbo, 1983. 357 pp. 15 J. Fuentes Mares, Poinsett: historia de una gran intriga. México, 1951 y Juárez y los Estados Unidos. México, 1960. 26 historiografía diplomática en méxico nacionalista defensiva. Todos los autores fundamentan su obra en los do- cumentos del ahd. El archivo de la sre fue creado al triunfo de la Revolución, al separarse del Archivo General y Público de México la documentación de asuntos exteriores. No obstante, para muchos temas debe consultarse también el Archivo General de la Nación, ya que la información quedó, en muchos casos, fragmentada. Justamente, fue uno de los primeros cancilleres de México, Lucas Ala- mán, quien creó el Archivo General y Público de México. Otro canciller, José María Lafragua, fue el primero que propuso legislar en materia de archivos, y uno posterior, el canciller Ignacio Mariscal, reiteró la impor- tancia de la documentación para el trabajo diplomático: “Necesitamos preservar todas las pruebas, escritos irremplazables que demuestren las ra- zones de México”. En alusión a las invasiones e intervenciones sufridas por nuestro país, Mariscal destaca la necesidad de mostrar al mundo el dere- cho que le asistía a la nación mexicana en la defensa de su soberanía. Otro canciller, Genaro Estrada, creó en 1923 la Dirección de Publi- caciones cuando era el oficial mayor de lasre , así como la colección del Archivo Histórico que hoy lleva su nombre. El creador de una de las doctrinas16 fundamentales de la política exterior mexicana auspició la investigación sobre la historia diplomática de México para estudiar el proceso de su difícil inserción en el contexto internacional. Posteriormente, en 1971 se creó el Departamento de Investigaciones His- tóricas y después la Dirección de Historia Diplomática y Publicaciones. Así, la sre se ha ocupado de publicar una gran parte de las obras que se han escrito sobre la historia de las relaciones de México con el mundo. La colección del Acervo Histórico Diplomático “Genaro Estrada” es la más antigua de México y es, por tanto, una fuente indispensable para los estudiosos en la materia. La colección se ha mantenido ininterrum- pidamente hasta la fecha; incluye obras que abordan las relaciones inter- nacionales de México desde el inicio de la vida independiente hasta la actualidad. Además de abordar temas generales de teoría y práctica diplomática,17 el mayor porcentaje de obras de la colección del ahd se refiere aE stados Unidos, en segundo lugar a América Latina, en tercer lugar a Europa, en

16 La Doctrina Estrada sobre el reconocimiento de gobiernos, con respecto a la so- beranía de los Estados. 17 Véase bibliografía. patricia galeana 27 cuarto a Asia, y en quinto a África.18 Cabe destacar que la segunda mitad del siglo xx, en el marco de la Guerra fría, de todos los países de Europa y Asia, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y, a su desaparición, Rusia fue objeto de mayor estudio. A la labor realizada por el Archivo Histórico Diplomático en el estudio de la historia diplomática de México, debe sumarse la que lleva a cabo desde hace 30 años el Instituto Matías Romero de Estudios Diplomáticos (imred) de la sre. Con el apoyo decidido del canciller Emilio Rabasa, fue César Sepúlve- da, reconocido jurista especializado en derecho internacional, quien creó la Academia Diplomática Mexicana para profesionalizar a quienes de- bían defender los derechos e intereses de México en el mundo. Los miem- bros del Servicio Exterior Mexicano contaron así con los estudios que en otros países latinoamericanos ya tenían desde años atrás.19 En 1994 se estableció la Maestría en Estudios Diplomáticos en el imred y la materia de Historia diplomática ocupó un papel central. El imred dio un nuevo impulso a la investigación en historia diplo- mática por medio de la Revista Mexicana de Política Exterior, fundada en 1991, que incluye, en la mayoría de sus títulos, artículos de historia diplomática.20 Además, el Instituto ha publicado obras monográficas en la materia.21

18 En el periodo que nos ocupa, la colección del Archivo Histórico Diplomático ha publicado más de 320 títulos, de los cuales en tres décadas, cerca de 42 % se ocupa de la historia diplomática; 13 títulos de Estados Unidos; 12 de toda América; 20 títulos de Europa; uno de la diplomacia de México en ese continente; seis de las relaciones con la urss y Rusia; de Gran Bretaña y Francia, tres de cada uno, y uno de Austria, España, Polonia, Portugal y Santa Sede, respectivamente. Seis títulos de Asia y dos de África. (Véase bibliografía). 19 V.g. La Academia Río Branco del Brasil es la más antigua del continente, con 55 años. En ella se imparte el posgrado en Estudios diplomáticos, lo que ha fortalecido a la Cancillería de Itamarati, para llevar a cabo una diplomacia exitosa. 20 Véase Anexo 1. 21 P. Galeana, coord., Cancilleres de México. México, sre, 1993. t. i. 672 pp., t. ii. 568 pp.; Omar Guerrero, Historia de la Secretaría de Relaciones Exteriores. México, sre, 1993. 434 pp.; P. Galeana, coord., Las academias diplomáticas del mundo. México, sre / imred, 1993. 30 pp. (CPI-61, primera época); P. Galeana, coord., Paradojas de un mundo en transición. Memoria del Seminario. México, sre, 1993. 280 pp. (Memorias); Las relaciones internacionales de México. México, sre / imred / Radio unam, 1996. 4 vols. (Audioli- bros); Alberto Enríquez Perea, comp., Alfonso Reyes y el llanto de España en Buenos Aires. México, sre / Colmex, 1998. 308 pp.; Víctor Díaz Arciniega, comp., Alfonso Reyes: misión diplomática. México, sre / fce, 2001. tt. i y ii. Tratados ratificados y convenios ejecutivos 28 historiografía diplomática en méxico

La mayor parte de los autores de la colección del ahd, así como del imred, son miembros del cuerpo diplomático, aunque en la última década del siglo pasado encontramos cada vez más a académicos de diversas instituciones. El Senado de la República también ha auspiciado importantes pu- blicaciones de historia diplomática, como la obra en ocho volúmenes México y el mundo, historia de sus relaciones exteriores,22 elaborada con El Colegio de México (Colmex). Esta obra es pionera en la materia y única en su género ya que abarca la historia de las relaciones internacionales de nuestro país, desde su surgimiento como nación independiente hasta la actualidad. En la etapa que nos ocupa (1950-2000), las instituciones académicas fueron ocupándose progresivamente de la historia diplomática. Primero la unam y el Colmex. Posteriormente, el Instituto José María Luis Mora. Otras instituciones como el Centro de Investigación y Docencia Econó- mica (cide)23 o universidades privadas como la Universidad Iberoame- ricana24 (uia) y el Instituto Tecnológico Autónomo de México25 (itam) tienen también algunas publicaciones de historia diplomática en coedi- ción con la Secretaría de Relaciones Exteriores, aunque se han ocupado fundamentalmente de temas de coyuntura o estudios de prospectiva. En la unam se hace historia diplomática tanto en el Instituto de In- vestigaciones Históricas (iih) como en la Coordinación de Relaciones Internacionales (cri) de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (fcpys), así como en el Centro Coordinador y Difusor de Estudios La- tinoamericanos (ccydel) y el Centro de Investigaciones Sobre América del Norte (cisan): celebrados por México. Tomos 20 al 65. México, sre / Consultoría Jurídica y Senado de la República, 2003. 987 pp. 22 México y el mundo: historia de sus relaciones exteriores. México, Senado de la Re- pública, 1990. 8 vols. 23 La División de Estudios Internacionales (dei) del cide se creó en 1993, e incluyó al Instituto de Estudios de Estados Unidos, que también se ocupa del comportamiento de actores no gubernamentales y su incidencia en la toma de decisiones de los Estados. 24 La uia fue una de las primeras instituciones privadas de México en ofrecer la licenciatura en Relaciones Internacionales, desde 1982. Posteriormente, fue fundado el Departamento de Estudios Internacionales en febrero de 1998. 25 Raúl Figueroa Esquer, Bibliografía de la historia de las relaciones internacionales 1815-1914. México, itam, 2000; y la revista México en el Mundo, que se publica cada quince días por el Departamento de Estudios Internacionales. Su objetivo es hacer un seguimiento de actividades que definen la política exterior de México, así como de las percepciones que se tienen en el mundo de nuestro país. patricia galeana 29

En el iih de la unam,26 Juan A. Ortega y Medina27 y Carlos Bosch García28 fueron los pioneros en historia diplomática, particularmente en las relaciones de México con Estados Unidos. Ambos destacaron la importancia del estudio de nuestras acciones internacionales. Ortega y Medina dirigió el Centro de Estudios Angloamericanos y promovió tam- bién la historia comparada. Obras como el Destino manifiesto, de Ortega y Medina, y Las Relaciones México y Estados Unidos, de Carlos Bosch, son ya clásicos de la historiografía diplomática mexicana.29

26 El Instituto de Investigaciones Históricas (iih) se creó en 1945, la única obra vincu- lada a los conflictos internacionales de México en dos décadas y media es la de Manuel Mestre Ghigliazza, Invasión norteamericana en Tabasco (1846-1847). México, unam-iih, 1948 (Documentos: publicación del Instituto de Historia, Primera serie, 8); la primera de historia universal es de Pedro Bosch-Gimpera, Historia de Oriente. México, unam- iih, 1970 (Serie Historia General, 6); y de Historia comparada: Lothar Knauth, Confrontación transpacífica. El Japón y el Nuevo Mundo hispánico, 1542-1639. México, unam-iih, 1971. 126 pp. (Serie: historia general, 8). Es hasta la década de los ochentas cuando se publican obras de historia diplomática: Vicente Ribes Iborra, Ambiciones estadounidenses sobre la provincia novohispana de Texas. México, unam-iih, 1982 (Cuadernos Serie Documental, 7), entre otros; y en los noventas: Marcela Terrazas, Los intereses norteamericanos en el noroeste de México. La gestión diplomática de Thomas E. Corwin, 1861-1864. México, unam-iih, 1990. 132 pp.; P. Galeana, Las relaciones Iglesia-Estado durante el segundo imperio. México, unam-iih, 1991 (Serie: Historia Moderna y Contemporánea, 23). 27 Juan Ortega y Medina, México en la conciencia anglosajona. México, Porrúa, 1953; El Destino Manifiesto. sep (SepSetentas 49). México, 1972. 164 pp. El conflicto anglo- español por el dominio oceánico (siglos xvi y xvii). México, unam-iih, 1981. 300 pp. (Serie: Historia general, 12.) 28 Carlos Bosch, hijo de Pedro Bosch-Gimpera, se naturalizó mexicano en 1944. Fue redactor de la Revista de Historia de América y autor de: Problemas diplomáticos del México independiente. México, El Colegio de México, 1947. 344 pp.; Material para la historia diplomática de México (México y los Estados Unidos, 1820-1848). México, unam, Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales, 1957. 655 pp.; Historia diplomática de México con los Estados Unidos 1820-1848. México, unam, Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales, 1961. 297 pp.; Latinoamérica, una interpretación global de la dispersión en el siglo xix. México, unam-iih, 1978. 374 pp.; México frente al mar: la controversia histórica entre la novedad marinera y la tradición terrestre. México, unam, 1981. 472 pp.; Documentos de la relación entre México y Estados Unidos (nov. 1824-dic. 1829). México, unam-iih, 5 vols.; El mester político de Poinsett en México, 1983. Vol. 1, 476 pp.; Butler en persecución de la provincia de Texas, 1983. Vol. 2, 616 pp.; El endeudamiento de México, 1984. Vol. 3, 670 pp.; De las reclamaciones, la guerra y la paz, 1985. Vol. 4, 1992 pp.; La base de la política exterior estadounidense. México, unam-iih, 1986. Vol. 5, 114 pp. 29 El iih publicó sólo doce obras de historia diplomática dentro del periodo que nos ocupa; ocho sobre Estados Unidos, dos sobre Europa en el siglo xix y dos obras generales de la diplomacia mexicana. (Cf. notas 27 y 28.) 30 historiografía diplomática en méxico

Por iniciativa del doctor Modesto Seara Vázquez, en 1970 se fundó la cri en la fcpys de la unam. Si bien, la Escuela Nacional de Ciencias Políticas de la propia unam había publicado obras de historia diplomática desde mediados del siglo,30 la cri implicó no sólo la creación de la carrera, sino investigaciones en la materia; publicó desde 1973 la revista Relaciones Internacionales que incluye artículos sobre historia diplomática.31 En 1979, el filósofo latinoamericanistaL eopoldo Zea fundó el ccydel. Zea llevó a la unam la prestigiada revista Cuadernos Americanos,32 que incluye artículos de historia diplomática.33 Por acuerdo del Consejo Universitario de la unam, en 1989 fue creado el cisan. Cabe destacar la iniciativa de Álvaro Matute por propiciar estos estudios nueve años antes, pero obstáculos financieros y la reluctancia al tema postergaron su creación. El cisan ha centrado sus investigaciones en temas de coyuntura y prospectiva, pero también impulsa la historia diplomática y cuenta con publicaciones en la materia.34 El Centro ha publicado tres obras de historia diplomática; dos sobre Estados Unidos y Canadá, y una sobre Centroamérica. El Colegio de México creó el Centro de Estudios Internacionales (cei) en 1960, con la idea de Daniel Cosío Villegas, entonces presidente de El Colegio de México (1957-1963), de formar estudiosos de las relaciones internacionales capaces de entender la posición de México en el contexto mundial. Al año 2000, el cei ha publicado 75 títulos, de los cuales 11 % se dedican a historia diplomática,35 ya que en su mayoría son obras de análisis de coyuntura y prospectiva sobre las relaciones internacionales.

30 Véase nota 28. 31 Vésar Anexo 2. 32 En “La Universidad hizo de mí lo que soy”, Zea relata cómo aceptó el reto de Jesús Silva Herzog para continuar con la publicación de la revista Cuadernos Americanos, y cuidó la aparición oportuna de la revista desde 1987 hasta su muerte en 2004. El número 107 fue dedicado a su memoria. Cf. Leopoldo Zea, El Nuevo Mundo en los retos del nue- vo milenio, edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, septiembre, 2003, http://www. ensayistas.org./filosofos/mexico/zea/milenio/1-1.htm. 33 Ernesto Lemoine, México e Hispanoamérica en 1867. México, ccydel, 1997. 294 pp. 34 Rocío Vargas Suárez, et al., coords., 50 años de relaciones México-Canadá: encuen- tros y coincidencias. México, unam, Centro de Investigaciones Sobre América del Norte (cisan), 1994; La política exterior norteamericana hacia Centroamérica. Reflexiones y perspectivas. México, unam-cisan, 1994; Mónica Verea Campos, coord., 50 años de relaciones México-Canadá. Encuentros y coincidencias. México, cisan, 2000. 35 Véase Anexo 3. patricia galeana 31

Desde su creación, el cei publica trimestralmente la revista Foro Inter- nacional y, a partir de 1982, el anuario México-Estados Unidos-Canadá. En el periodo que nos ocupa, el Colmex publicó un total de 14 obras de historia diplomática; tres generales; tres sobre Europa; dos sobre Estados Unidos; una sobre América Latina y otra sobre Canadá. Por decreto presidencial del 24 de septiembre de 1981 se creó el Institu- to de Investigaciones Históricas, José María Luis Mora. El entonces secre- tario de Educación, Fernando Solana, concibió la fundación del Instituto como un centro de excelencia de investigación, docencia y difusión de las ciencias sociales. Desde su creación, el Instituto Mora contó con una rica biblioteca para apoyar a los programas de investigación, con parte de la colección de la Secretaría de Educación, reunida por José Vasconcelos, así como con la biblioteca México y la de Cervantes. También desde su fundación se crearon dos maestrías: la de Historia de América y la de Sociología política, en la primera se impartía Historia di- plomática. Las publicaciones del Instituto se iniciaron con la Colección de Cuadernos, el primero de los cuales fue publicado en junio de 1982, y recoge una visión multidisciplinaria en torno a las ideas de José María Luis Mora, quien fuera representante de México en Gran Bretaña. El Instituto publica obras de historia diplomática en sus diversas colecciones. En 1995 creó la colección Carlos Bosch García con catálogos documentales en la materia.36 En cuanto a las casas editoriales hemos seleccionado al Fondo de Cul- tura Económica (fce), por su antigüedad y volumen editorial, para con- cluir el seguimiento de la producción histórica de temas internacionales en general y diplomáticos en particular. El fce fue creado en 1934, concebido como una institución de fomento cultural auspiciada por el Estado, con la idea de Daniel Cosío Villegas de crear una biblioteca básica en español enfocada, ante todo, a los estudian- tes de la recién fundada Escuela Nacional de Economía. En la segunda mitad del siglo pasado publicó 24 obras de historia diplomática; ocho traducciones de autores extranjeros y 16 de autores nacionales. De ellos, cuatro son obras generales, trece sobre Estados Unidos, cuatro acerca de Europa, uno sobre América Latina y ninguno sobre Asia y África.37 Como hemos podido constatar, la historiografía diplomática mexica- na en general ha dedicado mayor atención a estudiar sus relaciones con

36 Véase Anexo 4. 37 Véase Anexo 5. 32 historiografía diplomática en méxico

Estados Unidos, después con América Latina y Europa, en mucha menor medida sus relaciones con Asia, y muy poco con respecto a África.38 El tema de la defensa de la soberanía nacional ha sido una constante, así como la investigación en archivos (además del Histórico de la Cancillería y el Archivo General de la Nación); y algunos autores han trabajado en los acervos de Estados Unidos y Europa. En la mayoría de los estudios prevalece una posición nacionalista y la sustentación documental es su común denominador. El interés natural por conocer lo propio llevó a la historiografía mexicana, tiempo atrás, a su desvinculación del contexto internacional, limitando la dimensión real del acontecer político. Estudiar los aconte- cimientos en su contexto universal se ha hecho cada vez más necesario en un mundo globalizado. La conciencia de pertenecer a una comunidad de naciones ha impulsado la historia diplomática. Por lo anterior hemos podido constatar el aumento progresivo de la producción historiográfica en la materia, cuyas obras se han multiplicado sensiblemente en la última década del siglo pasado.

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38 Solamente, El Colegio de México cuenta con un Centro de Estudios de Asia y África (ceaa) que tiene siete áreas de especialización: África, China, Corea, Sur de Asia, Japón, Medio Oriente (Asia occidental y norte de África) y Sureste de Asia. Los resultados de las investigaciones se publican en libros y en artículos que aparecen en la revista Estudios de Asia y África, publicada ininterrumpidamente desde 1965. En 1993 se inició la publicación del Anuario Asia-Pacífico, y se suma elC entro de Información y Documentación sobre Japón (cidoj), que publica un boletín mensual y el Programa de Estudios del Foro de Cooperación Económica en Asia-Pacífico. patricia galeana 33

Secretaría de Relaciones Exteriores, Las relaciones internacionales de México a través de los informes presidenciales 1957-1971. México, sre / Dirección General de Bibliotecas Archivos, 1972. 132 pp. (ahd, segunda serie, 20). Garay, Graciela de, coord., Alfonso Castro Valle. Historia oral de la diplo- macia mexicana. México, sre / ahd, 1987. 127 pp. (Cuarta época). Secretaría de Relaciones Exteriores, La diplomacia en acción. Gena- ro Estrada. Estudio introductorio de Jorge Álvarez Fuentes, presentación de Rosenzweig. México, sre / ahd, 1987. 280 pp. (Cuarta época). Secretaría de Relaciones Exteriores, De cara al mundo. Imágenes de la diplomacia mexicana, 1910-1930, pról. de Jorge Álvarez Fuentes. México, sre / ahd, 1995. 166 pp. Vega, Mercedes de, coord., Archivo Histórico Genaro Estrada, Guía te- mática. México, sre / ahd, 1996. tt. i-iv. Secretaría de Relaciones Exteriores, Bandera al viento. Imágenes de la diplomacia mexicana 1930-1952, pról. de Jorge Álvarez Fuentes. México, sre / ahd, 1996. 191 pp. Secretaría de Relaciones Exteriores, Escritores en la diplomacia mexicana, México. sre / ahd, 2000. tt. i-ii. Zoraida Vázquez, Josefina y Ma. del Refugio González, Tratados de México. Soberanía y Territorio, 1821-1910. México, sre / ahd, 2000. 291 pp. Secretaría de Relaciones Exteriores, Escritores en la Diplomacia Mexicana. México, sre / ahd, 2003. tt. i, ii y iii.

América Estados Unidos Secretaría de Relaciones Exteriores, La doctrina Monroe y el fracaso de una conferencia panamericana en México. México, sre, 1958. 136 pp. (Obras documentales). Sepúlveda César, Dos reclamaciones internacionales fraudulentas contra México. Los casos de Weil y de La Abra. México, sre / ahd, 1965. 280 pp. (Obras Documentales). Rabasa, Óscar, El problema de la salinidad de las aguas entregadas a México en el río Colorado. México, sre / ahd, 1968. 148 pp. Secretaría de Relaciones Exteriores, Representantes diplomáticos de México en Washington, 1922-1973, presentación de Carlos Bosch García. México, sre / ahd, 1974, 118 pp. (Tercera época: obras do- cumentales). 34 historiografía diplomática en méxico

Torre Villar, Ernesto de la, Labor diplomática de Tadeo Ortiz. México, sre / ahd, 1974, 206 pp. (Tercera época: obras monográficas). Topete, María de la Luz, Labor diplomática de Matías Romero en Was- hington, 1861-1867. México, sre / ahd, 1975, 456 pp. (Tercera época: obras monográficas). Gurza Lavalle, Gerardo, La gestión diplomática John Forsyth, 1856- 1858. Las repercusiones de la crisis regional estadounidense en la política exterior hacia México. México, sre / ahd, 1977, 120 pp. Zorrilla, Luis G., Monumentación de la frontera norte en el siglo xix. México, sre / ahd, 1981, 468 pp. (Cuarta época). Gaytán, Rosa Isabel, Las relaciones comerciales México-Estados Unidos, 1867-1876. México, sre / ahd, 1992, 122 p. Ampudia, Ricardo, Estados Unidos de América en los informes presiden- ciales de México. México, sre / imred, 1993, 192 pp. Suárez Argüello, Ana Rosa, De Maine a México. La misión diplomática de Nathan Clifford (1848-1849). México, Instituto Mora / sre, 1994, 232 pp. Ampudia, Ricardo, México en los informes presidenciales de los Estados Unidos de América. México, sre / ahd, 1996, 259 pp. Suárez Argüello, Ana Rosa, En el nombre del destino manifiesto. Guía de los ministros y embajadores de Estados Unidos en México. México, Instituto Mora / sre, 1998, 368 pp. Zoraida Vázquez, Josefina, México al tiempo de su guerra con Estados Unidos (1846-1848). México, sre / fce / Colmex, 1998, 692 pp. Prado Zea, Irene, Gestión diplomática de Anthony Butler en México, 1829-1836. México, sre / ahd, 1982, 66 pp. (Cuarta época). Secretaría de Relaciones Exteriores, La frontera submarina entre México y los Estados Unidos de América. México, sre / Consultoría Jurídica, 1999. 25 pp.

América Latina Secretaría de Relaciones Exteriores, El pacto de familia. Historia de un episodio de la diplomacia mexicana en pro de la anfictionía. México, sre, 1962. 255 pp. Secretaría de Relaciones Exteriores, Relaciones diplomáticas entre México y Brasil 1822-1867. México, sre / ahd, 1964. 564 pp. (Obras documentales). patricia galeana 35

Roldán Oquendo, Ornán, Las relaciones entre México y Colombia, 1810-1862. México, sre / ahd, 1974. 206 pp. (Tercera época, obras monográficas). Yankelevich, Pablo, Miradas australes. Propaganda, cabildeo y proyección de la Revolución mexicana en el Río de la Plata, 1910-1930. México, sre / inehrm, 1977. 418 pp. Montalvo, Angélica, Representantes de México en Perú. México, sre / ahd, 1981, 107 pp. (Cuarta época). Serrano, Sol, comp., La diplomacia chilena y la Revolución mexicana. México, sre / ahd, 1986. 263 pp. (Cuarta época). Castillo Reyes, Pablo, Fuentes documentales de las relaciones diplomá- ticas México-Argentina, 1910-1929. México, sre / ahd, 1992. 165 pp. Rodríguez de Ita, Guadalupe, coord., Guía del archivo de límites y ríos México-Guatemala, 1855-1986. México, sre / ahd, 1993. 127 pp. Secretaría de Relaciones Exteriores, El regionalismo abierto en América Latina y el Caribe, presentación de José Luis Bernal Rodríguez. México, sre / ahd, 1994. 63 pp. Huerta Serrano, María Guadalupe y Miguel Casado Álvarez, Re- laciones diplomáticas México-Brasil 1822-1959. México, sre / ahd, 1994. 281 pp. Yankelevich, Pablo, La diplomacia imaginaria. Argentina y la Revolución mexicana, 1910-1916. México, sre / ahd, 1994. 181 pp. Rodríguez de Ita, Guadalupe, coord., Guía del Archivo de límites y ríos México-Belice. México, Instituto Mora, sre / ahd, 1994. 113 pp. Wu Brading, Celia, Santiago Sierra: La diplomacia mexicana en América del Sur y la Guerra del Pacífico 1878-1879. México, sre / ahd, 1995. 114 pp. Morales, Salvador E. y Laura del Alizal, Dictadura, exilio e insurrec- ción. Cuba en la perspectiva mexicana 1952-1958. México, sre / ahd, 1999. 255 pp.

Canadá Secretaría de Relaciones Exteriores, Canadá y México, los vecinos del vecino. México, sre / imred, 1997. 180 pp.

Europa Secretaría de Relaciones Exteriores, Juan Nepomuceno de Pereda y su misión confidencial en Europa, 1846-1848.M éxico, sre, 1964. 480 pp. (Obras documentales). 36 historiografía diplomática en méxico

Secretaría de Relaciones Exteriores, La misión confidencial de Jesús Terán en Europa. México, sre / ahd, 1974. 118 pp. (Tercera época: obras documentales).

Francia Flores D., Jorge, comp., Lorenzo de Zavala y su misión diplomática en Francia, 1834-1835. México, sre / ahd, 1951. 280 pp. (Obras docu- mentales). Castañeda Batres, Óscar, comp., Francisco Zarco ante la intervención francesa y el imperio, 1863-1864. México, sre / ahd, 1958. 224 pp. (Obras documentales). Weckmann, Luis, Las relaciones franco-mexicanas, 1823-1838. México, sre / ahd, 1961. 388 pp. Grajales, Gloria, México y la Gran Bretaña durante la intervención 1861- 1862. México, sre / ahd, 1962. 255 pp. (Obras documentales). Robina, Lucía de, Reconciliación México y Francia 1870-1880. México, sre / ahd, 1963. 260 pp. Penot, Jacques, Primeros contactos diplomáticos entre México y Francia, 1808-1938. México, sre / ahd, 1975. 138 pp. (Tercera época: obras monográficas). Silva Castillo, Jorge, coord., Las relaciones franco-mexicanas 1884-1911. México, sre / ahd, 1987. tt. i-iv (Cuarta época). Silva Castillo, Jorge, coord., Las relaciones franco-mexicanas 1911-1924. México, sre / Colmex, 1994, tt. i-iv.

URSS y Rusia Cárdenas, Héctor, Las relaciones mexicano-soviéticas. Antecedentes y primeros contactos diplomáticos, 1789-1927. México, sre / ahd, 1974. 93 pp. (Tercera época: obras de divulgación). Secretaría de Relaciones Exteriores, Relaciones mexicano-soviéticas, 1917-1980. México, sre / Academia de Ciencias de la urss, 1981. 212 pp. (Cuarta época). Secretaría de Relaciones Exteriores, Relaciones mexicano-soviéticas, 1968-1980. México, sre / Ministerio de Asuntos Exteriores de la urss, 1981. 212 pp. (Cuarta época). Mathes, Miguel, La frontera ruso-mexicana, 1808-1842. México, sre / ahd, 1990. 299 pp. (Quinta época). Secretaría de Relaciones Exteriores, México-Rusia en la primera mitad del siglo xix. México, sre / ahd, 1990. 126 pp. (Quinta época). patricia galeana 37

Selección documental de Martha Ortega y Alexander Sisonenko, pról. Héctor Cárdenas. Cárdenas, Héctor, Historia de las relaciones entre México y Rusia. México, sre / fce, 1994. 282 pp.

Gran Bretaña Secretaría de Relaciones Exteriores, México y la Gran Bretaña du- rante la intervención, 1861-1862, introducción, selección y traducción de Gloria Grajales. México, sre / ahd, 1974. 241 pp. (Tercera época: obras documentales). Secretaría de Relaciones Exteriores, México y la Gran Bretaña durante la intervención y el segundo imperio mexicano, 1862-1867, introducción, selección y traducción de Gloria Grajales. México, sre / ahd, 1974. 237 pp. (Tercera época: obras documentales). Hidalgo, Delia, Representantes de México en Gran Bretaña. México, sre / ahd, 1981. 114 pp. (Cuarta época).

Austria Kloyber, Christian, comp., Exilio y cultura. El exilio cultural austriaco en México. México, sre / ahd, 2000. 232 pp.

España Illades, Carlos, comp., México y España durante la Revolución mexicana. México, sre / ahd, 1985. 243 pp. (Cuarta época).

Polonia Ortega Soto, Martha y Mario González S., Relaciones México-Polonia, 1921-1989. Cronología y documentos, pról. Andrés Rozental. México, sre / ahd, 1989. 291 pp. (Quinta época).

Portugal Castro Brandao, Fernando de, Relaciones diplomático-consulares entre México y Portugal. México, sre / ahd, 1982. 269 pp. (Cuarta época).

Vaticano Ramos, Luis, coord., Del Archivo Secreto Vaticano. México, sre / unam, 1997. 552 pp. 38 historiografía diplomática en méxico Asia Pedraja, Daniel de la, coord., Perspectivas para México en la Cuenca del Pacífico.M éxico, sre / ahd, 1989, 2a. ed., 191 pp. (Quinta época).

Japón Secretaría de Relaciones Exteriores, México y Japón en el siglo xix. La política exterior de México y la consolidación de la soberanía japonesa, introducción, selección y notas de María Elena Ota Mishima. México, sre / ahd, 1976. 149 pp. (Tercera época: obras documentales). Cortés, Enrique, Relaciones entre México y Japón durante el porfiriato. México, sre / ahd, 1980. 133 pp. (Cuarta época). Comisión México-Japón siglo xxi. México, sre / imred, 1992. 62 pp.

China Pardinas, Felipe, Relaciones diplomáticas entre México y China, 1848- 1948. México, sre / ahd, 1982, tt. i y ii. (Cuarta época).

Israel Garay, Graciela de, Las relaciones diplomáticas México-Israel, 1947-1967. México, sre / uia, 1996. 285 pp.

África Secretaría de Relaciones Exteriores, Desarrollo social, educación y cul- tura en África y América Latina. México, sre / imred, 1998. 252 pp. Secretaría de Relaciones Exteriores, De Burundi a Maldavia y de Ben- gala a México: un panorama geopolítico de fronteras. México, sre / imred, 1994. 96 pp. (Primera época). patricia galeana 39 Anexo 1

Antonio Dueñas Pulido, “Genaro Estrada, el diplomático”, núm. 18, enero-marzo, 1988; Patricia Galeana, “Los poderosos no tienen lleno: 1853-1855”, “Ruptura de relaciones y guerra: 1855-1860”, núm. 39, vera- no, 1993; P. Galeana, “Sueños imperiales: 1864-1867”, núm. 42, primave- ra, 1994; P. Galeana, “Vigencia de las ideas vallartianas en la política exterior de México”, núm. 43, verano, 1994; Graciela de Garay, “China: 1943; Alfonso Castro-Valle. Una breve semblanza”, núm. 13, octubre- diciembre, 1986; José María Muriá, “Una fuente para el estudio de la frontera sur: El Archivo Histórico ‘Genaro Estrada’ de la Secretaría de Relaciones Exteriores”, núm. 17, octubre-diciembre, 1987; Alfonso de Rosenzweig-Díaz, “El Asilo (Gobierno de Lázaro Cárdenas)”, núm. 11, abril-junio, 1986; Romeo Flores Caballero, “La no intervención (Gobierno de Lázaro Cárdenas)”, núm. 11, abril-junio, 1986; Gonzalo Martínez Cor- balá, “La Soberanía sobre los recursos naturales. El petróleo (Gobierno de Lázaro Cárdenas)”, núm. 11, abril-junio, 1986; Jorge Alberto Lozoya, “La diplomacia de la Revolución mexicana,” núm. 11, abril-junio, 1986; Víctor Arriaga y Manuel Cosío Durán, “Ismael Moreno Pino, embajador eminente”, núm. 59, febrero, 2000; Astié-Burgos, Walter, “Bernardo Se- púlveda Amor, canciller de México (1982-1988)”, núm. 60, junio, 2000; Teresa Gutiérrez-Haces, “Canadá-México: vecindad interferida”, núm. 51, otoño-invierno, 1996-1997; “Introducción 30 años del Tratado de Tlatelolco”. Introducción, núm. 50, primavera-verano, 1996; Francisca Méndez Escobar, “La política de la Unión Europea hacia América Latina: el caso de México”, núm. 49, invierno, 1995-1996; Judith Arrieta Munguía, “La política exterior de México hacia la Unión Europea, 1990-1995”, núm. 49, invierno, 1995-1996; Miguel Á. Covián González, “México en el surgimiento y la creación de la Organización de las Naciones Unidas”, núm. 45, invierno, 1994; Gabriel Rosenzweig, “La política de México hacia Europa: 1989-1994”, núm. 44, otoño, 1994; Jorge Chen Charpentier, “La política hacia África, Asia y Medio Oriente: 1988-1994”, núm. 44, otoño, 1994; Cecilia Imaz, “El asilo diplomático en la política exterior de Méxi- co”, núm. 40-41, otoño-invierno, 1993; P. Galeana, “México: codiciado botín 1861-1863”, núms. 40-41, otoño-invierno, 1993; P. Galeana, “Marco histórico y antecedentes de la I Cumbre Iberoamericana”, núms. 32-33, otoño-invierno, 1991; Marie-ThéreseT exeraud, “El desarme (1982-l988): una constante de la política exterior mexicana”, núm. 31, verano, 1991; José María Ramos, “Estados Unidos-México: entre el conflicto y la coope- 40 historiografía diplomática en méxico ración gubernamental (1981-1990)”, núm. 30, primavera, 1991; Manuel Ceballos Ramírez, “La Comisión Internacional de Límites y Aguas: cien años de relaciones bilaterales (1889-1989)”, núm. 26, primavera, 1990; Erasmo Sáenz Carrete, “Las relaciones internacionales de México con el área socialista hasta 1987: una evaluación crítica”, núm. 25, octubre- diciembre, 1989; Federico Chabaud M., “Treinta y un años de relaciones diplomáticas y ochenta y cuatro años de relaciones consulares entre México y Egipto”, núm. 25, octubre-diciembre, 1989; César Sepúlveda, “El principio de la no intervención en la política exterior de México. El caso del Anchluss”, núm. 20, julio-septiembre, 1988; Gerhard Drekonja, “La protesta de México ante la ocupación de Austria por Alemania en 1938: el punto de vista austriaco”, núm. 20, julio-septiembre, 1988; Frie- drich Katz, “México y Austria en 1938”, núm. 20, julio-septiembre, 1988; C. Sepúlveda, “Proyecciones internacionales, políticas y jurídicas de la Doctrina Estrada”, núm. 12, julio-septiembre, 1986; Juan José Bremen, “Continuidad y permanencia de los principios de la política exterior mexicana”, núm. 11, abril-junio, 1986; Ricardo Valero, “Marco histórico de la política exterior mexicana”, núm. 10, enero-marzo, 1986; Lorenzo Meyer, “México-Estados Unidos, las etapas de una relación difícil”, núm. 4, julio-septiembre, 1984; Mario Ojeda, “La política Exterior de México: objetivos, principios e instrumentos”, núm. 2, enero-marzo, 1984; P. Galeana, “Frente a la arrogancia la dignidad”, núm. 38, primavera, 1993; Víctor L. Urquidi, “El orden económico internacional a cincuenta años de distancia”, núm. 48, otoño, 1995; Carlos Rico Ferrat, “La frontera México- EEUU: sus particularidades y efectos en la relación bilateral”, núm. 46, primavera, 1996; Edmundo Hernández-Vela S., “La Doctrina Carranza en el umbral de una nueva sociedad internacional”, núm. 39, verano, 1993.

Anexo 2

La Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (fcpys) tiene publicados un total de 27 artículos en el periodo que nos ocupa. De éstos, 15 son de historia diplomática, 6 de Estados Unidos, 3 de América Latina, 2 de Europa y 1 sobre Asia: Leopoldo González Aguayo, “La perspectiva mexicana de América Lati- na”, en Relaciones Internacionales. México, unam, fcpys, Coordinación de Relaciones Internacionales (cri), núm. 2, julio-septiembre, 1973; Irene Zea, “Los acuerdos de Bucareli: un modus vivendi con los Estados Unidos”, patricia galeana 41 en Relaciones Internacionales, núm. 8, enero-marzo, 1975; Graciela Arroyo Pichardo, “Los límites de la cooperación internacional en el caso de Méxi- co”, en Relaciones Internacionales, enero-marzo, 1976; Emilio Rabasa, “Las relaciones internacionales de México en los últimos 25 años (apunte para un estudio)”, en Relaciones Internacionales, núm. 15, octubre-diciembre, 1976, pp. 15-25; I. Zea, “Relaciones México-Estados Unidos: sus primeras impresiones. (La gestión de Anthony Butler, segundo embajador de los Estados Unidos en México: 1829-1836”), en Relaciones Internacionales, núm. 19, octubre-diciembre, 1977, pp. 5-27; Rosa Ma. Romo, et al., “La política exterior de México y los Estados Unidos frente al problema de los trabajadores migratorios”, en Relaciones Internacionales, núm. 20, enero-marzo, 1978, pp. 13-35; Carlos Uscanga “Relaciones entre México y Japón durante el porfiriato, de Enrique Cortés”, en Relaciones Inter- nacionales, núm. 30, enero-marzo, 1983, pp. 136-139; Graciela Arroyo Pichardo, “La política internacional y nacionalista de Lázaro Cárdenas”, en Relaciones Internacionales, núm. 32, abril-junio, 1984; Andrés Ventosa, “Comentarios a la política exterior de Miguel de la Madrid”, en Relaciones Internacionales, núm. 32, abril-junio, 1984; Manuel Millor Mauri, “La política exterior de México durante 1985”, en Relaciones Internacionales, núm. 35, enero-abril, 1986; Consuelo Dávila Pérez, “La política exterior de México en épocas de crisis”, en Relaciones Internacionales, núm. 39, mayo-agosto, 1987, pp. 17-21; Pedro González Olvera, et al., “El difícil ca- mino hacia una política exterior”, en Relaciones Internacionales, núm. 40, septiembre-diciembre, 1987; Ana Teresa Gutiérrez del Cid, “Las relaciones de México con la Unión Soviética: una evaluación crítica”, en Relaciones Internacionales, núm. 39, mayo-agosto, 1987, pp. 55-64; Ricardo Méndez Silva, “El centenario de Genaro Estrada: ‘la diplomacia en acción’”, en Relaciones Internacionales, núm. 39, mayo-agosto, 1987, pp. 65-68; Ed- mundo Hernández-Vela Salgado, “México- Estados Unidos: relaciones políticas”, en Relaciones Internacionales, núm. 45, mayo-agosto, 1989, pp. 50-52; I. Zea et al., “Un rencuentro de la relación histórica entre México y Estados Unidos”, en Relaciones Internacionales. México, unam-fcpys-cri, núm. 48, mayo-agosto, 1990, pp. 16-23; Cecilia Autrique, “México, Mora y el intervencionismo extranjero”, en Relaciones Internacionales, núm. 48, mayo-agosto, 1990, pp. 68-69; Gloria Abella Armengol, “El pensamiento de Lucas Alamán en materia de relaciones exteriores de México”, en Re- laciones Internacionales, núm. 53, enero-abril, 1992, pp. 55-64; Graciela Arroyo Pichardo, “Las relaciones México-Rusia: una historia que vuelve a comenzar”, en Relaciones Internacionales, núm. 54, abril-junio, 1992, 42 historiografía diplomática en méxico pp. 81-82; Consuelo Dávila Pérez, “La política exterior en la Revolución mexicana (bases histórico-jurídicas)”, en Relaciones Internacionales, núm. 55, julio-septiembre, 1992, pp. 65-73; Marlene Alcántara Domínguez, “México y el mundo, historia de sus relaciones exteriores”, en Relaciones Internacionales, núm. 55, julio-septiembre, 1992, pp. 83-84; José G. Cabra Ybarra, “Las relaciones de México con Latinoamérica durante la última década”, en Relaciones Internacionales, núm. 56, octubre-diciembre, 1992; I. Zea, “La otra frontera: raíces históricas de la relación México-Centro- américa o el origen de un resentimiento”, en Relaciones Internacionales, núm. 59, julio-septiembre, 1993, pp. 61-65; Mónica Toussaint Ribot, “El papel de Estados Unidos en la disputa mexicano-guatemalteca por Belice”, en Relaciones Internacionales, núm. 61, enero-marzo, 1994, pp. 59-66; Rafael Velásquez Flores, “Algunas reflexiones en torno al análisis de la política exterior de México”, en Relaciones Internacionales, núm. 62, abril-junio, 1994, pp. 7-20; I. Zea, “México en la Sociedad de Naciones”, en Relaciones Internacionales, núm. 68, octubre-diciembre, 1995, pp. 115-122; Consuelo Dávila Pérez, “La participación de México en la Or- ganización de las Naciones Unidas”, en Relaciones Internacionales, núm. 68, octubre-diciembre, 1995, pp. 123-130.

Anexo 3

Jorge Rolando Silva y Castillo, Las relaciones franco-mexicanas, 1884-1924. México, cei / Colmex, 1984. 5 vols.; Mario Ojeda Gómez, Las relaciones de México con los países de América Central. México, cei / Colmex, 1985. 152 pp.; Omar Martínez Legorreta, comp., Relations between Mexico and Canada. México, cei / Colmex, 1990. 384 pp.; Lorenzo Meyer Cosío, Su majestad británica contra la Revolución mexicana, 1900-1950. El fin de un imperio informal. México, cei / Colmex, 1991. 580 pp.; René Herrera Zúñiga, Relaciones internacionales y poder. México, cei / Colmex, 1991. 160 pp.; Berta Ulloa, La Revolución más allá del Bravo. Guía de documentos relativos a México en archivos de Estados Unidos, 1900-1948. México, cei / Colmex, 1991, 312 pp.; Carlos Alba Vega, comp., México y Alemania. Dos países en transición. México, cei / Colmex, 1996. 216 pp.; María Celia Toro Hernández, La política exterior de México, enfoques para su análisis. Méxi- co, cei / Colmex, 1997. 192 pp.; Francisco Alba Hernández, México-USA- Canadá. México, cei / Colmex, 1997. 396 pp.; Historia y Nación II. Política y diplomacia en el siglo xix mexicano. México, cei / Colmex, 1998. patricia galeana 43

Centro de Estudios sobre Asia y África: María Elena Ota Mishima, Siete migraciones japonesas en México, 1890- 1978. México, ceaa / Colmex, 1983. 272 pp.; Omar Martínez Legorreta, comp., Relaciones México-Japón: nuevas dimensiones y perspectivas, ceaa / Colmex, 1985. 410 pp.; M. E. Ota Mishima, Destino México. Un estudio de las migraciones Asiáticas a México, siglos xix y xx, ceaa / Colmex, l997. 440 pp.; Mariela Álvarez, ed., Asia y África desde México: treinta años del Centro de Estudios de Asia y África, ceaa / Colmex, 1996. 87 pp. Además de la serie anual: México-Estados Unidos, que se publicó desde 1984 hasta 1990; y la serie bianual: México-Estados Unidos-Canadá, de 1991 a 2000.

Anexo 4

Colección Carlos Bosh García: Samantha Álvarez Macotela, Texas en la Colección Streeter. Catálogo de microfilmes. México, Instituto Mora / unam-iih, 1995. 354 pp.; Diana Corzo González y Carlos Gabriel Cruzado Campos, El primer gobierno de Porfirio Díaz. Catálogo de la correspondencia diplomática entre México y los Estados Unidos (Archivos Nacionales de Washington). México, Insti- tuto Mora / unam-iih, 1995. 720 pp.; Dolores Duval Hernández, El paso interoceánico por el istmo de Tehuantepec. Catálogo de documentos de la relación México-Estados Unidos (1849-1860). México, Instituto Mora / unam-iih, 1995. 222 pp.; Gerardo Gurza Lavalle, El Tratado de Recipro- cidad Comercial. Catálogo de documentos en el Archivo de la Embajada de México en los Estados Unidos de América (1882-1888). México, Instituto Mora / unam-iih, 1995. 142 pp.; María de los Ángeles Jiménez Díaz, La gestión diplomática de James Gadsden en México. Catálogo de documentos del Departamento de Estado en los Archivos Nacionales de Washington (1853-1856). México, Instituto Mora / unam-iih, 1995. 190 pp.; Rosalía Mayorga Caro, El Tratado de la Mesilla. Catálogo de documentos del Archivo Histórico de la Secretaría de Relaciones Exteriores (1848-1856). México, Instituto Mora / unam-iih, 1995. 112 pp.; José Miguel Villaseñor Bello, Los primeros veinte años de la legación mexicana en Washington. Catálogo de documentos en el Archivo de la Embajada de México en los Estados Unidos de América. México, Instituto Mora / unam-iih. México, 1995. 312 pp.

Colección Perfiles: Laura Muñoz M., coord., México y Cuba: una relación histórica. México, Instituto Mora, 1998. 47 pp.; Diana Corzo González y Carlos Cruzado 44 historiografía diplomática en méxico

Campos, El difícil inicio de las relaciones entre Estados Unidos y Porfirio Díaz. México, Instituto Mora, 1999. 81 pp. D. Duval Hernández, Luis de la Rosa y el paso interoceánico en Tehuantepec, 1849-1852. México, Instituto Mora, 2000. 66 pp.; Harim B. Gutiérrez, Una alianza fallida: México y Nicaragua contra Estados Unidos, 1909-1910. México, Instituto Mora, 2000. 86 pp., Ils.; Gabriela Pulido Llano, Desde Cuba: escenas de la diplomacia porfirista. México, Instituto Mora, 2000. 80 pp.; José Miguel Villaseñor Bello, La labor informativa de la legación mexicana en Was- hington, 1822-1844. México, Instituto Mora, 2000. 92 pp.

Colección Ediciones fuera de colección: Rina Mussali Galante, El desencuentro americano: México y Estados Unidos en la globalización. México, Instituto Mora, 2000. 249 pp.

Colección Otras ediciones: Carlos Illades, Presencia española en la Revolución mexicana (1910- 1915), Instituto Mora / unam, Facultad de Filosofía y Letras, 1991. 184 pp.; Rodrigo Espino Hernández, et al., Guía del Archivo de la Embajada de México en Guatemala. México, Instituto Mora / ahd / sre, 1993. 105 pp.; Guadalupe Rodríguez de Ita, coord., Guía del Archivo de Límites y Ríos México-Belice. México, sre / ahd, 1994. 113 pp.; Ana Rosa Suárez Argüello, De Maine a México. La misión diplomática de Nathan Clifford (1848-1849). México, Instituto Mora / sre, 1994. 232 pp.; A.R. Suárez Argüello, En el nombre del destino manifiesto. Guía de los ministros y embajadores de Estados Unidos en México. México, sre / Instituto Mora, 1998. 368 pp.

Anexo 5

Abies Abbot Livermore, Revisión de la Guerra entre México y los Estados Unidos. México, fce, 1948, 2a. ed., 1989 (Historia). 361 pp.; Isidro Fabela, Historia diplomática de la Revolución mexicana (1912-1917), II. México, fce, 1959. 449 pp.; Glenn W. Price, Los orígenes de la guerra con México: la intriga Polk-Stockton. México, fce, 1967., 1a. ed. en español, 1974, 1a. reimp., 1986. 290 pp.; Harry Bemstein, Matías Romero. México, fce, 1973, 1a. reimpr., 1982 (Historia). 355 pp.; Roberto Gómez Ciriza, México ante la diplomacia vaticana. El periodo triangular, 1821-1836. México, fce, 1977 (Historia). 368 pp.; Fernando Serrano Migallón, Isidro Fabela y su patricia galeana 45 diplomacia mexicana. México, fce / sep, 1981. 295 pp.; Ángela Moyano Pahissa, California y sus relaciones con Baja California. México, fce / sep, 1982. 132 pp.; Josefina Zoraida Vázquez,México frente a Estados Unidos (un ensayo histórico, 1776-1988). México, fce / Colmex, 1982, fce, 2a. ed. 1989, 3a. ed. 1994 (Historia). 248 pp.; Arnold Chapman, México y el señor Bryant. Un embajador literario en el México liberal. México, fce, 1984 (Historia). 184 pp.; Don M. Coerver, Texas y la Revolución mexicana. Un estudio sobre la política fronteriza nacional y estatal, 1910-1920. México, fce, 1988 (Historia). 167 pp.; Comisión sobre el futuro de las relaciones entre México y Estados Unidos, El desafío de la José E. Iturriaga, México en el Congreso de Estados Unidos. México, fce, 1988 (Historia). 420 pp.; Interdependencia, México y Estados Unidos. México, fce / Colmex, 1988. 243 pp.; Rosario Green, y Peter H. Smith, coords., Retos de las relaciones entre México y Estados Unidos, 5. La política exterior y la agenda México- Estados Unidos. México, fce / Colmex, 1989. 256 pp.; Alejandro Sobrazo, Deber y conciencia: Nicolás Trist, el negociador norteamericano en la guerra del 47. México, fce / Diana, 1990, fce, 2a. ed., 1996, 3a. ed., fce, 2000. 367 pp.; Guadalupe Jiménez Codinach, La Gran Bretaña y la Inde- pendencia de México, 1808-1821. México, fce, 1991 (Historia). 400 pp.; Pier Py, Francia y la Revolución mexicana, 1910-1920. O la desaparición de una potencia mediana. México, fce, 1991 (Historia). 308 pp.; Miguel González Avelar, Clipperton, isla mexicana. México, fce, 1992 (Historia). 256 pp.; Gilbert M. Joseph, Revolución desde afuera. Yucatán, México y los Estados Unidos, 1880-1924. México, fce, 1992 (Historia). 382 pp.; Ricardo Ampudia, Los Estados Unidos de América en los informes presidenciales de México. México, fce / sre, 1993, fce, 1997, 2a. ed. (Historia). 216 pp.; Héctor Cárdenas, Historia de las relaciones entre México y Rusia. México, fce / sre, 1993 (Historia). 288 pp.; P. Galeana, Cronología Iberoamericana 1803-1992. México, fce, 1993. 269 pp.; María Esther Schumacher, Mitos en las relaciones México-Estados Unidos. México, fce, 1994. 528 pp.; Ricardo Ampudia, México en los informes presidenciales de los Estados Unidos de América. México, fce, 1996, 1a. reimp., 1998 (Historia). 259 pp.; R. Ampudia, La Iglesia de Roma. Estructura y presencia en México. México, fce, 1998. 1a. reimp., 2000 (Historia). 397 pp.

La historiografía diplomática en Estados Unidos a través de la revista Diplomatic History: 1990-2003*

Patricia Eugenia de los Ríos Lozano **

Pretender hacer un análisis de la historiografía de la política exterior de Estados Unidos en los últimos cincuenta años y en veinticinco cuartillas es una labor imposible. El papel de Estados Unidos como potencia he- gemónica en ese periodo y la gigantesca producción historiográfica que hay sobre el tema, por sí sola llenaría ese espacio. Por esa razón he optado por algo mucho más modesto que ha sido revisar trece años de la revista Diplomatic History, publicación especializada, con un interés permanente en la historiografía diplomática, y otras fuentes especializadas, lo que me ha permitido bosquejar algunas de las principales tendencias y problemas de la historiografía de la política exterior de Estados Unidos.1 Dentro de ese campo subdisciplinar, en la segunda mitad de siglo des- tacan, como objetos centrales de análisis, la Guerra fría y la Guerra de Viet- nam. A partir del análisis de los diversos enfoques y problemas que implican esos dos temas, pueden extraerse una serie de conclusiones acerca de la historiografía diplomática en Estados Unidos que iluminan también otras áreas temáticas de las que no nos ocuparemos aquí, dado que existen estudios prácticamente sobre todas las regiones, países y temas del mundo. Este trabajo se divide como sigue: primero, una introducción sobre las características generales de la historiografía en Estados Unidos en los últimos 50 años; en segundo lugar, los contrastes y las especificidades de

* Este trabajo fue presentado originalmente como ponencia en el II Coloquio Inter- nacional de Historia de la Historiografía de Norteamérica que se celebró los días 8, 9 y 10 de septiembre del 2003 en la mesa de Historiografía Diplomática. ** Universidad Iberoamericana, México. 1 La revista Diplomatic History es el órgano de la Sociedad de Historiadores de las Re- laciones Exteriores de Estados Unidos (The Society for Historians of American Foreign Relations (shafr)).

47 48 la historiografía diplomática en estados unidos la historia diplomática en ese contexto;2 en tercer lugar, se analizan los dos temas principales de los que se ocupa la historiografía diplomática, a saber: la Guerra fría y la Guerra de Vietnam y, finalmente, se incluyen algunas conclusiones.

La historiografía en Estados Unidos en el siglo xx: rasgos generales

La historiografía en Estados Unidos a lo largo del siglo xx ha transitado por caminos muy diferentes, tanto en términos temáticos como teóricos. Así se pasó de la escuela nacionalista a la progresista, mediante la figura de Frederick Jackson Turner, quien desarrolló no sólo su famosa tesis sobre el papel de la frontera en la historia norteamericana, sino sobre todo el papel de las regiones (Arriaga et al., 1991, pp. 9-32). Los historiadores progresistas escribieron la historia de Estados Unidos desde el punto de vista del conflicto económico (Charles Beard), de ideas (Vernon Luis Parrington), o religioso (Perry Miller). A partir de los años cincuentas, y sin que desapareciera la escuela progresista, cuya presencia persiste hasta hoy, aparece una nueva escuela: la llamada historia consensual. La escuela del consenso surge en el contexto de la masificación de la sociedad estadounidense y la Guerra fría y se inspira en Alexis de Tocque- ville para analizar las características de la historia de Estados Unidos vis a vis la de Europa: la ausencia de un pasado feudal y de una revolución democrática. Louis Hartz, en su clásico estudio, TheL iberal Tradition in America, sostiene que el consenso subyacente es un consenso liberal. La historia social se desarrolla a partir de las propias condiciones de Estados Unidos —los movimientos sociales, políticos y contraculturales de los años sesentas— y de las influencias de otras corrientes historio- gráficas, como la escuela francesa de los Annales, y se despliega en una serie de corrientes que se dedican a estudiar nuevos sujetos históricos, como las minorías étnicas o las mujeres, con enfoques metodológicos novedosos como la microhistoria y la historia oral.

2 Deliberadamente hemos dejado de lado en esta revisión, muchos temas de los que se ha ocupado la historiografía diplomática norteamericana en los últimos cincuenta años, para ocuparnos sólo del tratamiento que han recibido los acontecimientos diplomáticos de la segunda mitad del siglo xx, pues ése era el tema y el recorte temporal del congreso. patricia eugenia de los ríos lozano 49

La nueva historia económica se caracteriza por la aplicación de los métodos de la microeconomía a la historia, con altos niveles de matema- tización y la creación de importantes bases de datos. La escuela organiza- cional, por su parte, inspirada en la obra de Max Weber, se interesa por el estudio de las corporaciones, el Estado y las instituciones. Muchos de los estudiosos pertenecientes a esa corriente publican en la revista Studies in American Development. Otra vertiente que adopta un punto de vista distinto es la historia intelectual que, en vez de un pasado lockeano, traza una genealogía re- publicana para el pensamiento político norteamericano en las obras de Bernad Baylin y Gordon Wood. En las dos últimas décadas, y coexistiendo con las demás corrientes, se ha desarrollado la crítica posmoderna, que aunque tiene sus bastio- nes en los estudios culturales y de crítica literaria, ha tenido también un impacto importante en la historiografía estadounidense (Iggers, 1997, pp. 134-140).

La historiografía diplomática norteamericana en la segunda mitad del siglo xx

A diferencia de los desarrollos de la historiografía estadounidense en los últimos cincuenta años, la historia diplomática, por la naturaleza de su objeto de estudio, se ha visto menos influida por enfoques metodo- lógicos que son fuertes en otras áreas, como los enfoques culturalistas o posmodernos. La historia de la política exterior es un campo todavía dominado por enfoques que tienen que ver con el poder y el Estado. Como señala Melvyn P. Leffler, la historia diplomática se aboca a:

Estudiar la formulación de la política nacional, examinar las interco- nexiones entre Estado y sociedad; a hacer la disección de la composición y el ejercicio del poder en la esfera doméstica y la exterior; a analizar los nexos entre los procesos y los eventos; a iluminar la construcción de la identidad y el papel de la ideología; a elucidar la intersección entre nuestro gobierno, sociedad, economía, cultura y los de los otros países; a ilustrar la interdependencia dinámica entre los desarrollos en la arena doméstica y los cambios en el sistema internacional (Leffler, 1995, p. 176). 50 la historiografía diplomática en estados unidos

En los últimos 50 años de historiografía diplomática norteame- ricana destacan varias tendencias. Por una parte, una constante reinter- pretación de los hechos; por la otra, un cambio de enfoques metodo- lógicos.

Historiografía y Guerra fría

Si bien, como ya hemos mencionado, la historiografía diplomática se ha ocupado en este periodo, de todos los temas relacionados con el ejercicio global del poder por parte de Estados Unidos, no cabe duda de que la Gue- rra fría es el más importante, tanto por su importancia intrínseca para ese país como para la comprensión de la historia mundial de la segunda mitad del siglo xx. La historiografía sobre ese periodo, de 1946 a 1989, gira en torno a tres preguntas fundamentales: primero por qué surge la Guerra fría, después cuál es la naturaleza de los principales acontecimientos interna- cionales ocurridos durante ese lapso y, finalmente, cuáles son las causas del fin de la Guerra fría. Tradicionalmente, los enfoques para analizar dicho periodo se han dividido en tres: La visión tradicional o realista, el revisionismo y el posrevisionismo o la búsqueda de una nueva síntesis. Las posturas tradicionales u ortodoxas sobre los orígenes de la Guerra fría, dentro del debate estadounidense, partían del presupuesto de que la Unión Soviética:

...tenía una predisposición a la expansión, que fue contrarrestada mediante la presión externa... La fuerza que previno a los líderes soviéticos de sos- tener sin ambajes una política expansionista mediante la revolución, que era lo que realmente favorecía, fue internacional: la de los Estados Unidos y sus aliados (Wohlforth, 1997, p. 239).

Para la historiografía estadounidense tradicional, esa predisposición interna a la expansión respondía a imperativos geopolíticos estrictamente realistas, o bien a una ideología revolucionaria que tenía también un imperativo expansionista o era atribuible a la supervivencia del viejo expansionismo zarista. En esa medida, el expansionismo soviético fue el responsable de los orígenes de la Guerra fría y Estados Unidos y Gran Bretaña tuvieron razón en contener las ambiciones soviéticas. patricia eugenia de los ríos lozano 51

Cualquiera de estas explicaciones —realista, ideológica o basada en la tradición zarista— no eran necesariamente excluyentes, aunque distintos autores ponían énfasis en alguna de ellas o en una combinación de las mismas. Incluso, algunos autores muy importantes como George Kennan, a quien se considera el artífice intelectual de la política de contención, han cambiado su posición en cuanto a qué factores enfatizan al explicar la conducta soviética. Los historiadores ortodoxos y sus obras son, según Jones y Woods:

Arthur M. Schelesinger Jr., “Origins of the Cold War,” Foreign Affairs 46 (October 1967:22-52); Herbert Feis, From Trust to Terror: TheO nset of the Cold War, 1945-1950 (New York, 1970); Adam Ulam, TheR ivals: America and Russia since World War II (New York, 1971); Robert Maddox, The New Left and the Origins of the Cold War (Princeton, 1973); y Robert H. Ferrell, “Truman Foreign Policy: A Traditionalist View” in The Truman Period as a Research Field: A Reappraisal, 1972, ed. Richard S. Kirkendall (Columbia, 1974) (Jones y Woods, 1993, p. 253).

Los historiadores revisionistas interpretan de manera distinta el signifi- cado de los constreñimientos internos que tenía la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial. Según la descripción de Wohlforth:

En los tratamientos revisionistas y posrevisionistas, las presiones do- mésticas van en el sentido de la moderación: la Unión Soviética es una nación débil, exhausta después de la guerra, pobre y amenazada. Pero la presión internacional, la agresividad de Estados Unidos o un sistema in- ternacional anárquico empujan a los líderes soviéticos hacia una postura pública agresiva y hacia la simulación para esconder su debilidad y atraer contrapesos revolucionarios al predominio del poder de Estados Unidos (Wohlforth, 1997, p. 239).

En esta visión, la política estadounidense tiene el papel fundamental para explicar los orígenes de la Guerra fría, pues sus propias presiones internas, la naturaleza del capitalismo y el paso definitivo de la hegemo- nía británica a manos de Estados Unidos, lo impulsaron a expandir su influencia en el mundo y a contrarrestar, por todos los medios posibles, la de la Unión Soviética. Jones y Woods señalan que los principales autores revisionistas son:

William Appleman Williams, The Tragedy of American Diplomacy, rev. ed. (New York, 1972); D.F. Fleming, The Cold War and Its Origins, 1917- 52 la historiografía diplomática en estados unidos

1960, 2 vols. (Garden City, 1961); Gar Alperovitz, Atomic Diplomacy: Hiroshima and Potsdam: The Use of the Atomic Bomb and the American Confrontation with Soviet Power (New York, 1965); David Horowitz, The Free World Colussus: A Critique of American Foreign Policy in the Cold War, rev. ed. (New York, 1971); Walter LaFeber, America, Russia, and the Cold War, 1945-1990 (New York, 1992); Gabriel Kolko, TheP olitics of War: The World and the Unites States Foreign Policy, 1943-1945 (New York, 1968); Joyce y Gabriel Kolko, The Limits of Power: The World and United States Foreign Policy, 1945-1954 (New York, 1972); Lloyd C. Gardner, Architects of Illusion: Men and Ideas in American Foreign Policy, 1941-1949 y Thomas J. McCormick, America’s Half-Century: United States Foreign Policy in the Cold War (Baltimore, 1989) (Jones y Woods, 1993, p. 253).

En los últimos años se ha hablado de una síntesis posrevisionista que buscaría, según uno de sus representantes más importantes, John Lewis Gaddis “ir más allá de la ortodoxia y el revisionismo”. Esta síntesis im- plicaría una visión más compleja que buscara entender lo sucedido y sus causas, sin reducirlo a quién tuvo la culpa. No obstante, los avances que han significado los trabajos publicados en las dos últimas décadas del siglo xx, los críticos señalan que la llamada sín- tesis posrevisionista no es otra cosa que una especie de neorrealismo. Stephanson se pregunta:

¿Cuál es, entonces el programa neorrealista? Los historiadores diplomáticos se ocupan predominantemente del poder. En su mismo objeto de estudio está inscrita la tendencia a utilizar la historia para dar “lecciones” a políticos reales o imaginarios (y en el proceso a legitimar el poder). Uno escribe des- de la posición subjetiva de un formulador de política, simulando el poder y no haciendo historia. El esfuerzo se convierte en una clase de fraseología que analiza una situación histórica con el objetivo tácito de mejorar la capacidad del régimen de actuar inteligentemente: ¿aconsejar al príncipe si se quiere? De esto es de lo que crecientemente trataba la historiografía de los 1980, en ningún caso con mayor claridad que en el de Gaddis. Sus historias producen directrices para los funcionarios americanos al tomar la forma de respuestas a preguntas relevantes acerca de qué debió hacerse entonces, y por implicación, qué se debe hacer ahora. El efecto es mover a la historia diplomática más cerca de las fábricas de consejos de la ciencia política, el espejo del poder por excelencia (Stephanson, 1993, p. 287).

Los tres enfoques antes mencionados se ocupan fundamentalmente de las causas de los orígenes de la Guerra fría. Sin embargo, hay infinidad de estudios que analizan tanto los acontecimientos centrales de la Guerra patricia eugenia de los ríos lozano 53 fría —el bloqueo de Berlín, la crisis húngara de 1956, la crisis de los mi- siles— como a los personajes más importantes. Ejemplo de ello son los trabajos historiográficos deS tephen G. Rabe, “Eisenhower Revisionism” y Burton I. Kaufman, “John F. Kennedy as World Leader”. Se trata de una enorme bibliografía que, por razones de espacio, no podemos reseñar aquí, pues cubre los principales acontecimientos inter- nacionales analizados a través del prisma de la Guerra fría. Por lo que toca al fin de la Guerra fría, existe también un importante debate entre quienes lo atribuyen al triunfo de la política de contención norteamericana y la incapacidad soviética para competir en las nuevas condiciones tecnológicas y quienes toman en cuenta factores internos en la Unión Soviética. Como en el caso de los orígenes de la Guerra fría, en el de su final también el factor individual es fundamental, por lo cual el análisis de la figura de Gorbachov adquiere gran relevancia.

Pero la Guerra fría fue una guerra sólo de nombre. Su fin no proporcionó el tipo de información acerca de los fines y las motivaciones “últimos” que se supone que las guerras proveen. El fin de la Guerra fría no impuso el tipo de claridad que las guerras o las revoluciones proporcionan pues tuvo ele- mentos de ambas. La desaparición del orden internacional de la Guerra fría casi ocurrió simultáneamente con la implosión revolucionaria del sistema de gobierno soviético y el colapso del imperio soviético. El significado de tales eventos para las varias interpretaciones de qué era la Unión Soviética después de la Guerra fría es profundamente ambiguo. Consecuentemente, hay tantas interpretaciones del fin de laG uerra fría como las que hay de la Guerra fría misma. Los neotradicionalistas, revisionistas y realistas vieron en los acontecimientos de 1989-1991 una confirmación de su interpretación de la Guerra fría y como una clara refutación de las otras visiones (Wohlforth, 1997, p. 241, Énfasis agregado).

La Guerra fría y el problema de las fuentes rusas

A principios de la década de 1990 se abrió la posibilidad de que el acceso a los archivos de la ex Unión Soviética y de otros países de Europa de Este despejara definitivamente las incógnitas respecto al origen y desarrollo de la Guerra fría. Más de una década después parece que esa posibilidad no ha rendido los frutos esperados. Por una parte, la apertura no ha sido total, con re- glas claras y transparentes, sino que todavía depende de consideraciones políticas. Por la otra, si bien los archivos han arrojado luz sobre muchos 54 la historiografía diplomática en estados unidos asuntos antes ignorados, los hallazgos pueden ser interpretados de manera que sigan apoyando interpretaciones muy diversas y contradictorias de los acontecimientos. Como ejemplo baste citar ciertas afirmaciones deH aslam, en el sentido de que los archivos han revelado que ciertos funcionarios y asesores de Stalin tenían alguna influencia en cuanto al proceso de toma de decisio- nes. Al mismo tiempo, los archivos revelan que Stalin, en persona, tomó las decisiones más importantes respecto a la Guerra de Corea (Haslam, 1997). Wohlforth, por su parte, señala que la ambigüedad de la información contenida en los archivos es una característica inevitable del tipo de información que se busca y señala que lo mismo se encuentra en el caso de funcionarios norteamericanos que adoptan posturas interpretativas, incluso contradictorias. En el caso soviético, esa ambigüedad se reflejaba en actuaciones que parecían corresponder a intenciones y motivaciones distintas, como serían una postura realista o una de expansionismo revolucionario.

El Comisariado para las Relaciones Internacionales podía tener inter- cambios diplomáticos con los gobiernos “burgueses” mientras que la Internacional Comunista fraguaba su derrocamiento por medios violentos. ¿Quién representaba realmente la política soviética, el diplomático de traje o el conspirador del Cominten? (Wohlforth, 1997, p. 232).

Lo que el autor señala es la necesidad de buscar teorías que den cuenta de la ambigüedad pero que, al mismo tiempo, estén apoyadas en una amplia investigación empírica. No obstante, los problemas que implica el uso de otras fuentes, es claro que ha habido importantes avances en el estudio de la Guerra fría. Entre esos avances puede citarse el proyecto del Woodrow Wilson International Center for Scholars en Washington, institución que encabeza el Cold War International History Proyect, cuyo boletín proporciona información fundamental sobre el tema (Garthoff, 1997, p. 248).

La Guerra de Vietnam: memoria e historia

Desde el punto de vista interno, en el siglo xx, la Guerra de Vietnam es el acontecimiento más importante para la historiografía y la sociedad norteamericana. No en vano Robert J. McMahon, presidente de la So- patricia eugenia de los ríos lozano 55 ciedad para los Historiadores de las Relaciones Exteriores de Estados Unidos (TheS ociety for Historians of American Foreign Relations), en un discurso dirigido ante tal organización, señaló que se puede decir que se trata “del segundo evento más traumático, contencioso y problemático de la historia de Estados Unidos”. La Guerra de Vietnam, como la Guerra Civil, continúa siendo una “zona de significado debatido” (McMahon, 2002, p. 159). Ese discurso no es un trabajo de estricta revisión historio- gráfica, sino más bien un ensayo interpretativo que ilumina el carácter problemático de la Guerra de Vietnam y las diversas maneras en que el gobierno y la sociedad estadounidense han lidiado con la memoria histórica de un hecho que dividió profundamente a esa nación respecto a la moralidad y la eficacia de la guerra y al hecho fundamental de que se trató de la mayor derrota militar de Estados Unidos. En resumen, como señala McMahon:

Aunque el triunfo final de Vietnam del Norte no ocurrió sino en 1975, dos años después de que las unidades de combate de Estados Unidos se hubieran retirado de Vietnam del Sur, el resultado de la guerra constituyó una humillante derrota para Estados Unidos, y fue ampliamente vista como tal. Sencillamente, después de la muerte de alrededor de 58,000 norteamericanos y entre dos y tres millones de vietnamitas, camboyanos y laosianos, de un gasto de miles de millones de dólares y de la campaña de bombardeo más extensiva de toda la historia mundial, los norteame- ricanos fallaron en su objetivo principal. No pudieron preservar un go- bierno independiente en Vietnam del Sur al cual tanta sangre, recursos y prestigio se habían atado, ni pudieron evitar la emergencia de regímenes comunistas en ninguno de los tres países que integraban lo que alguna vez fue Indochina (McMahon, 2002, p. 160).

A partir de esos hechos y desde luego al desarrollo de un conflicto que fue la guerra más larga en la que Estados Unidos haya estado involucra- do, se ha dado un profundo debate. Al estudiar el tema de la memoria histórica llega a la conclusión de que, en primer lugar, los recuerdos tanto colectivos como individuales se construyen y reconstruyen; la memoria histórica tiene que ver con las necesidades del presente y, por último, que las élites y el Estado juegan un papel central en ese proceso (McMahon, 2002, p. 163). En Estados Unidos, el discurso gubernamental sobre Vietnam, de Ford a Clinton, ha tenido una sorprendente consistencia, independientemente de la afiliación partidaria o de las posiciones originales de los actores 56 la historiografía diplomática en estados unidos durante la guerra. En ese sentido, puede trazarse una línea que va de la idea de dejar atrás las divisiones del pasado, a una reivindicación de los veteranos de la guerra, hasta llegar a una reivindicación iniciada por el presidente Reagan de la bondad de la guerra misma y un discurso similar por parte del presidente Clinton, aun en el restablecimiento de las rela- ciones diplomáticas con Vietnam (McMahon, 2002, pp. 164-170). En ese caso, se señala un paralelismo interesante con un proceso si- milar, después de la Guerra Civil en el siglo xix. Desde luego, en el discurso gubernamental no hay ningún asomo de aceptar alguna responsabilidad frente a las atrocidades cometidas en Vietnam por los Estados Unidos. A pesar de la indudable derrota, Estados Unidos no enfrentó una disminución de su poderío internacional.

Porque el poder de Estados Unidos no disminuyó después de la victoria de Vietnam del Norte y porque la intervención en el Sudeste de Asia resultó del predominio de la Guerra fría en el ámbito de las relaciones internacionales, era probablemente inevitable que las primeras batallas por la memoria colectiva de la Guerra de Vietnam no pudieran separarse del debate acerca del papel, presente y futuro, de Estados Unidos en el mundo y, por supuesto, ...de cuándo y dónde utilizar el poder de Estados Unidos en el extranjero. Significativamente, ni siquiera el fin de laG uerra fría y el subsiguiente colapso de la Unión Soviética han podido desalojar a Vietnam de su papel como prisma funcional a través del cual todos los argumentos, a favor y en contra del uso del poderío militar norteamericano, deben en última instancia pasar (McMahon, 2002, p. 172).

Paralelamente a la memoria gubernamental, se desarrollaba una segun- da memoria: la de la sociedad que le atribuía a la guerra un carácter muy distinto, como una experiencia que más bien despertaba la “angustia, la revulsión y el oprobio”, que se manifestaba en encuestas de opinión que señalaban que para la mayoría de los norteamericanos, la guerra fue un “error trágico” (McMahon, 2002, p. 175). En tercer término, la cultura popular ha reflejado e influido en el re- cuerdo que la sociedad estadounidense ha construido de la guerra.

La cultura popular, ...ha sido instrumental para reflejar y reforzar las dudas societales acerca de la Guerra de Vietnam, y por tanto ha contribuido a fijar elementos esenciales del paradigma contra la guerra en la conciencia colec- tiva de la nación. Esta área es seguramente vasta, amorfa y traicionera pero importante, precisamente por ello. Aunque en ningún caso monolítica, patricia eugenia de los ríos lozano 57

la cultura popular norteamericana —películas, música, televisión, teatro, el mercado de ficción y no ficción masivo— típicamente ha mostrado la Guerra de Vietnam como un conflicto sin sentido y moralmente ambiguo, una guerra que no sólo dejó huellas en quienes participaron en ella sino que planteó preguntas incómodas acerca de los objetivos y la identidad nacionales (McMahon, 2002, p. 177).

En este contexto tan conflictivo cabe preguntarse qué papel ha jugado la historiografía de la guerra. La analogía con la Guerra Civil es pertinen- te, pues la producción de libros y análisis sobre la Guerra de Vietnam, desde todas las perspectivas posibles, es inmensa. Por ello recurriremos a un ensayo historiográfico reciente para dar cuenta de algunas de las principales tendencias de la historiografía sobre Vietnam. La historiografía sobre la Guerra de Vietnam refleja tanto su carácter de acontecimiento fundamental del siglo xx en Estados Unidos, como el que se trata de una larga guerra, cuyos antecedentes se remontan a la independencia de Vietnam en 1945 y al fracaso de la política colonial francesa en Indochina y llegan hasta la derrota de 1975 y su ulterior influencia sobre la política exterior de Estados Unidos. Asimismo, los tratamientos de la guerra van desde los diplomáticos y militares, hasta los culturales y psicológicos. La mayoría de lo que se ha producido tiene que ver con los debates internos en Estados Unidos y ha dependido de sus archivos, aunque hay algunas excepciones que han hecho investigación en Vietnam o que han tomado en cuenta el papel de otros actores como la Unión Soviética o China. Si bien, la Guerra de Vietnam puede también ser entendida como un episodio más de la Guerra fría, su importancia es tal que la historiografía de ese periodo merece un lugar aparte. Un aspecto interesante respecto a la interpretación de las diversas tendencias historiográficas es que se utilizan calificativos cuyo significado es casi el contrario del que se utiliza para analizar la historiografía de la Guerra fría. Así, para Hess, la interpretación ortodoxa o predominante de la guerra:

...veía a Estados Unidos, como motivado por una anticomunismo absurdo que despreciaba la política y la cultura vietnamitas, siendo arrastrado a un conflicto que no podía ganar. Los títulos de los libros ortodoxos represen- tativos comunican el sentido de un idealismo equivocado, si no arrogante, que conduce a una intervención militar trágica (Hess, 1994, p. 240). 58 la historiografía diplomática en estados unidos

Entre los libros pertenecientes a esa primera etapa de interpretación y a los que se refiere Hess, de manera hasta cierto punto peyorativa, están:

David Halberstam, The Making of a Quagmire: America and Vietnam during the Kennedy Era (New York, 1964); Ralph L. Stavings, Richard J. Barnet, and Marcus Raskin, Washington Plans and Aggressive War (New York, 1971); Theodore Draper, The Abuse of Power (New York, 1966); William Fulbright, The Arrogance of Power (New York, 1966); Arthur M. Schlesinger, The Bitter Heritage: Vietnam and American Democracy (Greenwitch, CT, 1968); Chester Cooper, The Lost Crusade: America in Vietnam (Fawcett, CT, 1970); George McT. Kahin y John Lewis, The United States in Vietnam (New York, 1967); David Halberstam, The Best and the Brightest (New York, 1972); Frances Fitsgerald, Fire in the Lake: The Viet- namese and the Americans in Vietnam (Boston, 1963) (Hess, 1994: Notas a pie de página núms. 2 y 3).

Por la fecha de publicación de estos trabajos es evidente que forman parte del debate que se libra durante el desarrollo de la guerra. Sin em- bargo, es interesante que en este caso, Hess pone juntos a autores que en el debate sobre la Guerra fría serían revisionistas con otros como Sche- lesinger que serían ortodoxos. Eso significa que sobre Vietnam, incluso autores militantemente anticomunistas, tienen desde el principio serias dudas y la “ortodoxia” es contraria a la guerra. A partir de la publicación de los papeles del Pentágono, comienza lo que Hess llama revisionismo, es decir, un intento por analizar el desarro- llo de la guerra desde otro punto de vista que no fuera el de la crítica a la política estadounidense. En ese contexto, Hess divide la historiografía en tres grupos: los clausewitzianos, los “mentes y corazones” y los legiti- mistas (Hess, 1994, p. 241).

Con diversos grados de énfasis e intensidad, los revisionistas clausewi- tzianos argumentan que los líderes civiles malinterpretaron el conflicto en Vietnam y enviaron a los militares a combatir una guerra equivocada. Si Washington hubiera reconocido a Vietnam como una guerra de agresión del norte y no como una insurgencia apoyada por el norte, si el poder esta- dounidense hubiera sido usado con todo contra el norte y Johnson hubiera buscado el apoyo popular y hubiera habido un compromiso nacional, la guerra se hubiera ganado rápida y decisivamente (Hess, 1994, p. 242).

Como puede verse, esta tendencia está basada en un contrargumento respecto a cuál hubiera sido la estrategia militar adecuada para ganar la patricia eugenia de los ríos lozano 59 guerra. Esta tendencia es importante entre los historiadores militares re- sentidos contra los civiles. La segunda tendencia es calificada como de “mentes y corazones”, pues su objetivo es analizar cómo una estrategia pacificadora en el campo en Vietnam del Sur hubiera podido ganar el apoyo de los campesinos. Por último, según Hess:

Los legitimistas ven a Estados Unidos como orientados en la dirección correcta en los años cincuentas tardíos y argumentan que se debió apoyar a Ngo Dinh Diem, quien como los eventos subsecuentes demostrarían, era el líder sureño más efectivo. Su derrocamiento sólo condujo a la inestabi- lidad política que eventualmente requirió la intervención norteamericana (Hess, 1994, p. 244).

En este caso, resulta claro que la investigación histórica continúa es- tando muy cerca de las consideraciones político-estratégicas y lejos de un intento por entender la guerra en toda su complejidad. Otros enfoques que no caben en los hasta aquí señalados son los culturalistas. En ese caso destacan los libros de Loren Baritz, Backfire: A History of How American Culture Led Us into the Vietnam War and Made Us Fight the Way We Did (New York, 1985) y el de James William Gibson, The Perfect War: The War We Couldn’t Lose and How We Did (New York, 1985). Nuevamente, por la fecha y el tema de la publicación, ya puede vis- lumbrarse la influencia de enfoques que tienen un impacto importante en otros ámbitos de la historiografía norteamericana. En este caso, según Hess: “Para Loren Baritiz y James William Gibson, el involucramiento norteamericano en Vietnam era el reflejo de una cultura tecnológica des- bocada. Tanto Bartiz, un historiador social, como Gibson, un sociólogo, enfatizan el papel de una tecnología expansionista y militarista” (Hess, 1994, p. 247). Con el paso de los años, la apertura de archivos británicos y los propios archivos estadounidenses, ha permitido acceder al análisis de otros aspectos como por ejemplo el de la partición de Vietnam en 1954, cuando Estados Unidos no quiso participar en los acuerdos de Ginebra, y el desastroso impacto que eso tuvo sobre el ulterior involucramiento estadounidense. Otra parte importante de la historiografía sobre Vietnam concierne a los principales actores políticos involucrados en la toma de decisiones, desde D. Eisenhower, J. F. Kennedy, Lyndon B. Johnson y Richard Nixon, 60 la historiografía diplomática en estados unidos hasta otros funcionarios, como Dean Rusk, Robert McNamara o Henry Kissinger. Los enfoques para analizar a estos personajes también varían desde biografías tradicionales, hasta la utilización de métodos de la psi- cología cognitiva. El caso de Lyndon B. Johnson pone de manifiesto los dilemas que en- frentan los presidentes entre la política interna y la exterior. Para Johnson, su ambicioso programa de reforma interna, la Gran Sociedad, significó un obstáculo para una política exterior más eficiente. Otro fértil campo de análisis tiene que ver con el papel que jugó la protesta contra la guerra, así como el papel del Congreso y los medios de comunicación, particularmente la prensa. Asuntos que se analizan en los libros de William C. Berman, William Fulbright and the Vietnam War: The Dissent of aP olitical Realist (Kent, OH, 1988) y Daniel C. Hallin, The “Uncensored War”: TheM edia and Vietnam (New York, 1986) y William M. Hammond, Public Affairs: The Military and the Media, 1962-1968 (Washington, 1988). Aunque son más escasos, también hay algunos estudios estadouniden- ses que se enfocan a entender qué pasó del lado vietnamita, tanto desde el punto de vista del pueblo como de la historia de Vietnam, de la experiencia de los soldados y aun del impacto ambiental de la guerra. Entre los libros que se ocupan de esos temas están David Chanoff yD oan Van Toai, Por- trait of the Enemy (New York, 1986); Michael Lee Lanning y Dan Cragg, Inside the VC and the NVA: TheR eal Stiry of North Vietnam’s Armed Forces (New York, 1992); Gabriel Kolko, Anatomy of a War: Vietnam, the United States, and the Modern Historical Experience (New York, 1985); William J. Duiker, TheC ommunist Road to Power in Vietnam (Boulder, CA, 1986); Douglass Pike, PAVN: People’s Army of Vietnam (Novato, CA, 1986). Dentro de ese campo de estudio, Hess destaca la obra de Ken Post, Rev- olution, Socialism and Nationalism in VietNam, cuyos cuatro volúmenes han contribuido a un conocimiento más complejo de Vietnam. Si bien, en el caso que nos ocupa también se habla de una nueva síntesis respecto a la Guerra fría, en realidad parece poco probable que se llegue a una visión consensual sobre la Guerra de Vietnam, especialmente en lo últimos años en que Estados Unidos ha optado por una política unilatera- lista e intervencionista y en que nuevamente parecen acumularse errores y se desarrollan consecuencias no buscadas, mismas que inevitablemente conducirán a nuevos análisis sobre la Guerra de Vietnam. patricia eugenia de los ríos lozano 61 Conclusiones

El problema más importante que enfrenta la historiografía diplomática es su cercanía con el poder. Como señala Bruce Cumings:

Si la historia diplomática era la más conservadora dentro de la profesión histórica antes de los debates sobre Vietnam, su objeto —el papel de Es- tados Unidos en el resto del mundo— sigue siendo el más vulnerable a colapsar la verdad objetiva con la homilía patriótica. De todas las ramas de la historia es la más cercana al Estado, particularmente al Estado/ imperio. Por tanto, el código del historiador de la diplomacia debiera ser el siguiente: “El Estado no tiene ningún uso para la verdad como tal, sino sólo para una verdad que le sea útil”. Este código implica un compromiso “a pensar distinto”, mientras se vive en el imperfecto tiempo de la historia (Cumings, 1993, p. 569).

En ese contexto también es importante la crítica de las fuentes, que siempre depende de los estados y de los usos que pretenden darle a la “verdad” histórica. Por otra parte, se ha señalado su pobreza teórica y su dependencia de disciplinas afines como la ciencia política o la teoría de las relaciones internacionales. Esa cercanía no tendría que ser necesariamente negativa, pues de una u otra manera todas tienen el mismo objeto de estudio: la cara externa del Estado. En ese contexto, los mejores productos son los enfoques interdisciplinarios o los trabajos en colaboración entre histo- riadores e investigadores de otras ramas de las ciencias sociales. Otro problema fundamental tiene que ver con el dominio de lenguas extranjeras y, por tanto, con la incapacidad de la mayoría de los histo- riadores diplomáticos estadounidenses para consultar archivos en otros idiomas y naciones, como han señalado autores pertenecientes a diversas escuelas y perspectivas, así Jonathan Haslam señala que:

[...] no hay excusa para la actitud etnocéntrica hacia las fuentes en otros idiomas que es común a todas las escuelas de la diplomacia america- na (estadounidense), sean revisionistas, posrevisionistas, u ortodoxas tradicionales. Nuestra comprensión de los orígenes de la Guerra fría y su evolución depende crucialmente de la investigación de documentos rusos y europeos orientales. Por tanto es obligación de los profesores de la diplomacia estadounidense en universidades de Estados Unidos, quie- nes enseñan y entrenan en investigación a los estudiantes de posgrado, el fomentar el estudio del ruso o alguna otra lengua eslava u oriental. No 62 la historiografía diplomática en estados unidos

debiera ser posible obtener un nombramiento en el campo de la historia de la política exterior sin el dominio de una lengua extranjera. Aun el cuerpo de información existente en ruso y otras lenguas es suficiente para escribir muchas monografías y tesis. Los días en que un libro sobre algún aspecto de las relaciones internacionales de la posguerra podía ser investigado con fuentes estadounidenses o en archivos británicos ha llegado a su fin. Ha llegado el tiempo para los historiadores de ponerse a tono con las nuevas realidades (Haslam, 1997, p. 228).

Por su parte, Bruce Cumings, desde una perspectiva revisionista, señala a propósito de otro autor, lo siguiente:

Para ser alguien partidario de los enfoques de los estudios de área, Hunt deja de lado el asunto del leguaje curiosamente sin examinar —y aquí quiero decir lenguas extranjeras—, por qué ¿cómo podría alguien hacer investigación en múltiples archivos sin ellas? En un punto (p. 139) pregunta ¿por qué necesitamos “media docena de explicaciones acerca del involu- cramiento estadounidense en Vietnam cuando tenemos tan poco talento dentro de nuestras filas dedicado a traducir la experiencia vietnamita?” (énfasis agregado por Cumings) (Cumings, 1993, p. 561).

El problema del dominio de las lenguas extranjeras no sólo tiene que ver con el acceso a otros archivos, sino con la incapacidad de los histo- riadores inmersos en el contexto de una nación imperio para colocarse o intentar entender al enemigo o al adversario de los Estados Unidos. En ese sentido, por fieros que sean los debates entre los historiadores esta- dounidenses en torno a la Guerra fría o a la Guerra de Vietnam, que son los de mayor alcance, no sólo dentro de la disciplina sino en la sociedad, la mayoría de ellos son debates autorreferentes. Como señalamos al principio, la historiografía diplomática o la historia de la política exterior es un campo todavía dominado por historiadores varones y enfoques que tienen que ver con el poder y el Estado. De forma crítica, Anders Stephanson señala:

La historia diplomática continúa siendo un ámbito masculino, o por lo menos así es percibido. Esto es serio porque no sólo significa una actitud vaga frente a los avances feministas en la historiografía, sino que también se autoperpetúa. La historia diplomática aparece como completamente estado-céntrica, cuyas fronteras excluyen el tipo de preguntas que a las his- toriadoras feministas les gustaría preguntar (Stephanson, 1993, pp. 286). patricia eugenia de los ríos lozano 63

En resumen, puede decirse que la historiografía diplomática en Estados Unidos ha caminado por rutas distintas a las de los otros campos disci- plinares; tiene problemas específicos como la cercanía con el poder y la autorreferencia. La falta de una perspectiva comparada y la incapacidad para entender el punto de vista de sus contrapartes.

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Historiografía diplomática de Canadá, 1950-2004

Julián Castro-Rea*

Introducción

Este artículo analiza las principales tendencias y los trabajos más destaca- dos de la historiografía sobre las relaciones diplomáticas de Canadá en la segunda mitad del siglo xx. Antes de proceder al análisis, son necesarias algunas advertencias:

1. entendemos aquí “historiografía diplomática” en un sentido amplio. Bajo este término incluimos no sólo estudios sobre la historia de las relaciones de Canadá con el resto del mundo sino también estu- dios de política exterior canadiense, ya sea teóricos, de análisis de toma de decisiones o de políticas públicas e incluso trabajos pres- criptivos, es decir, recomendaciones sobre el curso que deberían adoptar las relaciones internacionales de ese país ante una situación determinada. Creemos que todos estos trabajos proporcionan una idea más justa de la manera en que se desarrolló e interpretó la in- serción de Canadá en el mundo durante el periodo considerado. 2. Se incluyen también en este estudio algunos materiales sobre po- lítica de defensa y dimensiones militares de la política exterior de Canadá. No deseamos considerar a la política de defensa como parte integral de las relaciones internacionales de Canadá, ni intentamos desarrollar un apartado especial sobre este tema. Sin embargo, de- bemos reconocer que los aspectos militares han jugado un papel importante en la inserción de Canadá en la comunidad internacional

* Departamento de Ciencia Política, Universidad de Alberta, Canadá y Escuela de Estudios Internacionales y Políticas Públicas, Universidad Autónoma de Sinaloa, México. Agradezco a Jordan Birenbaum por su valiosa ayuda en la investigación bibliográfica necesaria para la elaboración de este ensayo.

67 68 historiografía diplomática de canadá

y que, a menudo, es imposible aislarlos de otros asuntos centrales de la diplomacia civil (por ejemplo, de las relaciones con Estados Unidos y con las organizaciones multilaterales). 3. La historiografía que aquí se analiza no es exhaustiva. Aunque in- cluye las monografías sobre el tema publicadas en Canadá dispo- nibles en las principales bibliotecas universitarias en este país, no incluye (con algunas excepciones) artículos publicados en revis- tas académicas especializadas, tesis de posgrado o trabajos pu- blicados en otros países. La decisión de dejar estos materiales fue- ra del análisis se tomó sobre bases pragmáticas. Por un lado, la cantidad de trabajos publicados en Canadá es suficientemente extensa —más de setecientos títulos— para permitir discernir las principales tendencias de atención e interpretación. Por otro lado, la inclusión de materiales hemerográficos o publicados en todo el mundo hubiera rebasado tanto la extensión como los objetivos de este ensayo historiográfico. 4. Esta historiografía incluye principalmente materiales publicados en lengua inglesa. Aunque se incluyen algunos materiales en francés, éstos están claramente subrepresentados. El motivo de este dese- quilibrio es una vez más pragmático: mantener un universo ma- nejable a partir del cual puedan hacerse generalizaciones sobre el periodo en su conjunto. Además, incluir publicaciones en francés muy probablemente hubiera aumentado artificialmente el número de estudios sobre el lugar que ocupan la provincia de Quebec, la Francophonie o la política cultural en las relaciones internacionales de Canadá, dando una falsa impresión sobre el peso de estos temas en el panorama internacional de este país. 5. Los materiales analizados en esta historiografía fueron clasificados de acuerdo con el tema principal que abordan. Reconocemos que algunos de ellos podrían incluir más de uno; por ejemplo, un libro sobre la Organización del Tratado del Atlántico Norte (otan) po- dría considerarse como referente a defensa, relaciones con Europa, con Estados Unidos, con organismos multilaterales, etcétera. Sin embargo, optamos por definir uno o a lo sumo dos temas por ma- terial para evitar que el análisis se vuelva laberíntico con excesivas referencias cruzadas. julián castro rea 69 Las grandes tendencias de la historiografía canadiense

Las tendencias de la literatura especializada sobre relaciones internacio- nales en Canadá siguen muy de cerca la evolución del lugar que este país ocupa en la comunidad internacional. Durante el periodo comprendido entre 1950 y 2000, las relaciones exteriores de Canadá experimentan cambios importantes. Este país pasa de ser un joven Estado que discreta- mente, casi contra su voluntad, abandona su situación colonial dentro del Imperio británico para ser un miembro de las organizaciones internacio- nales reservadas a los países hegemónicos: el Grupo de los ocho (G8), la otan, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde). Esta transformación se produce paralelamente al desarrollo de una relación dialéctica con Estados Unidos, definida por una mezcla compleja de dependencia y autonomía, cooperación y conflicto, empatía y rechazo a las causas abanderadas por su vecino del sur. Canadá inicia la segunda mitad del siglo xx en una situación pecu- liar. Plenamente a cargo de su política exterior apenas desde 1931, hacia fines de la Segunda Guerra Mundial cuenta ya con el cuarto ejército más poderoso del mundo. Y al haber participado en la Sociedad de las Naciones como mero apéndice de la Gran Bretaña, se convierte en cambio en actor de primer orden en la construcción de la Organización de las Naciones Unidas (onu) y sus agencias especializadas. El periodo temprano de posguerra y hasta el fin de los años cincuentas se identifica como la Edad de Oro de la diplomacia canadiense por el marcado acti- vismo de ese país y su destacada influencia en la escena internacional, desproporcionada respecto de su población y recursos reales de poder. Alcanzará el cenit de esta presencia en 1957 cuando la iniciativa de crear fuerzas multinacionales para el mantenimiento de la paz hace merece- dor del Premio Nobel de la Paz al canciller canadiense. Durante este periodo Canadá descubre su vocación internacionalista, y se prenda de ella a tal grado que en adelante se convertirá en elemento de su identidad tanto dentro como fuera de sus fronteras. Sin embargo, éste es también el periodo del inicio de la Guerra fría, y Canadá no es inmune a sus efectos. Así, este país participa también en la construcción del aparato de seguridad creado para detener el avance del socialismo en el mundo, que se materializa ante todo en la otan. Al hacerlo, Canadá intenta sin éxito jugar el papel de mediador entre Europa (en particular, Gran Bretaña) y Estados Unidos. Al fracasar en ese intento, 70 historiografía diplomática de canadá y ante la debilidad relativa de Europa occidental por los estragos de la guerra, Ottawa acepta tácitamente el liderazgo estadounidense en asuntos de seguridad. Pocos años más tarde, en 1965, Canadá aceptará incluso que su seguridad está ligada a Estados Unidos más que a ningún otro aliado al establecer un acuerdo de vigilancia y defensa aéreas conjuntas con su vecino del sur, conocido como Defensa Aeroespacial del Atlántico Norte (norad, por sus siglas en inglés). Así, se perfila ya desde entonces una de las paradojas de la política exterior canadiense, presente hasta nuestros días: por un lado, su apuesta al multilateralismo, la comunidad de naciones y el derecho internacio- nal, por otro, su compromiso con el bilateralismo y su búsqueda de una relación especial con Estados Unidos, sobre todo en los ámbitos militar y económico. Las dos décadas siguientes pueden caracterizarse como el periodo nacionalista de la política exterior canadiense. Este periodo es nacio- nalista no sólo hacia el exterior también hacia el interior; se caracteriza por un proceso de construcción de una identidad nacional propia, en el que los principales historiadores participan activamente. En un esfuerzo por marcar su distancia y afirmar su autonomía con respecto a Estados Unidos, los gobernantes canadienses enfrentan abiertamente a este país en asuntos altamente simbólicos: la reanudación de los lazos imperiales con Gran Bretaña, Cuba, Vietnam, Chile, China, el diálogo Norte-Sur, etcétera. La presencia multilateral de Canadá es empleada como un mecanismo para diluir la influencia estadounidense, o al menos intentarlo.E sto, por supuesto, no impide que la cooperación económica y militar se fortalezca lejos de los reflectores del escándalo diplomático. Sin embargo, a partir de mediados de los ochentas, el gobierno cana- diense opera un giro radical a esta tendencia. La opción nacionalista es derrotada a principios de la década con el fracaso de la llamada “tercera vía” de diversificación de las relaciones de Canadá con el exterior y por una grave crisis económica. Con la aceptación de un Acuerdo de Libre Comercio con Estados Unidos, Ottawa apuesta a una política continen- talista, es decir, a la intensificación de la cooperación económica con su vecino del sur como eje articulador de la política exterior. Consideramos que ese enfoque continentalista se mantiene hasta nuestros días. Si bien, Canadá insiste —por supuesto— formalmente en su autonomía, que varía dependiendo del momento o del asunto en particular, este nuevo enfoque ha significado queC anadá adopta a menudo el punto de vista estadouni- dense sobre la relación bilateral o incluso sobre asuntos internacionales. julián castro rea 71

Las memorables excepciones —la oposición a la Ley Helms-Burton, la negativa a enviar tropas en la segunda Guerra del golfo Pérsico, la pro- moción del Protocolo de Kyoto, por mencionar algunas— no bastan para negar la tendencia a hacer equipo con Estados Unidos en causas tanto regionales como mundiales. La década de los noventas es también de descubrimiento de América Latina. Como lo expresara el entonces canciller canadiense Joe Clark, al momento de anunciar el ingreso de su país a la Organización de Estados Americanos (oea) en 1990, por mucho tiempo Canadá percibió a Amé- rica como su casa, ahora quería aceptarla como su hogar. En consecuen- cia, en los últimos quince años las relaciones de Canadá con el resto del continente se han intensificado como nunca. Es importante estar consciente de este marco histórico, esbozado a gran- des rasgos, para dar sentido a las tendencias de la historiografía diplomática de Canadá. En efecto, como se advierte en el Cuadro 1, los intereses de historiadores y otros analistas de las relaciones de Canadá con el mundo reflejarán de cerca el momento particular en el que se producen.

Cuadro 1 Clasificación temática de estudios sobre relaciones de Canadá con el exterior, 1950-2004

Estados Gran Periodo General Unidos Bretaña América Otros* Total**

1950-1959 9 9 3 0 6 27 1960-1969 27 37 16 2 50 126 1970-1979 26 51 9 5 54 142 1980-1989 28 36 6 4 87 163 1990-2004 28 50 5 23 137 241 Series — — — — 4 4

Total 128 172 40 26 337 704

* Incluye África, el Ártico, Asia, ayuda internacional, biografías de personalidades que moldearon la política exterior, defensa, derecho internacional, estudios para toma de decisiones (policy papers), Europa, el Medio Oriente, organismos multilaterales, Oceanía, política cultural, publicaciones periódicas, las provincias canadienses y la política exterior, Rusia (incluyendo la Unión Soviética) y el Tercer Mundo. ** Los totales pueden no corresponder con la suma de los grupos temáticos porque algunas referencias abordan más de un tema. Fuente: Banco de datos incluido como anexo de esta historiografía. 72 historiografía diplomática de canadá

Así, en la década de los cincuentas identificamos sólo 27 materiales, doce de los cuales abordan las relaciones de Canadá con el mundo en su conjunto, un número igual las relaciones con Estados Unidos, y apenas tres los lazos con la metrópolis británica en decadencia (analizados, ade- más, en combinación con las relaciones con Estados Unidos). Nunca más la reflexión internacionalista ocupará tanto espacio, en términos relativos, en las mentes de los analistas canadienses. En los años sesentas hallamos una explosión de 126 títulos, de los cuales 27 abordan la política exterior de Canadá en general, 37 las relaciones con Estados Unidos, y sólo 16 las relaciones con Gran Bretaña. Ya Estados Unidos desplaza a consideraciones internacionalistas, tal vez como un reflejo de la afirmación nacionalista ambiente.L as tendencias se consolidan a partir de los setentas, con el resultado de que, hacia fin del milenio, los trabajos sobre las relaciones con Estados Unidos predominan sobre cualquier otra área temática en particular. Estados Unidos gana inexorablemente espacio en el interés de los analistas canadienses en detrimento de otros temas, incluyendo la re- flexión sobre las relaciones con el mundo en su conjunto, cuyo número de estudios se mantiene curiosamente estable a través de las décadas. No debe extrañarnos, atendiendo a las grandes tendencias de la política exterior de Canadá esbozadas anteriormente y al dilema que para ese país representa compartir una frontera con el país que a medida que avanza el siglo xx se va convirtiendo en el más poderoso del mundo. Conforme avanza el siglo, de manera similar, el continente americano al sur de Estados Unidos va ganando visibilidad para los analistas de las relaciones de Canadá con el mundo. Si en la década de los cincuentas no hubo un solo trabajo dedicado a la región, a partir de 1990 se han producido 23 estudios, número sin precedente en la historiografía de Canadá.

Los principales temas, autores y trabajos

Por supuesto, las grandes tendencias cuantitativas son sólo un aspecto de la historiografía diplomática canadiense, otro aspecto crucial son los autores y los trabajos que definieron la reflexión sobre el tema en la segunda mitad del siglo xx o en cada década en particular. Con el objeto de abreviar este texto y simplificar su lectura, nos referiremos a estos trabajos por el apellido de su autor y el año de publicación. Todas julián castro rea 73 las referencias completas pueden encontrarse, en orden cronológico de esta publicación. Entre los trabajos que analizan de manera panorámica el compor- tamiento internacional de Canadá, destaca el trabajo pionero de Glaze- brook (1950 y 1966). Como relevo a este clásico, Stacey publica su estudio en dos volúmenes (1977 y 1981) que, sin embargo, abarca solamente hasta 1948. Waite (1971), Holmes (1979 y 1982), Granatstein (1975, 1981, 1986 y 1990), Bothwell, Drummond y English (1989) y Brown y Cook (1974) también cubren periodos históricos específicos.E ayrs, en su monumental obra en cinco volúmenes publicados en un periodo de 20 años (1964, 1965, 1972, 1980 y 1983) revisa con gran detalle el periodo comprendido entre 1918 y 1957. Sustenta la tesis de que Canadá juega el papel de potencia media en la comunidad internacional. Esta tesis, tam- bién defendida por Holmes (1975), se popularizará más tarde entre los analistas de la política exterior canadiense. Ex diplomático de alto nivel, Holmes también argumenta (en 1970 y 1987) que la política exterior de su país está basada ante todo en valores. Hilliker (1990, 1990 y 1995, en coautoría con Barry) se da a la tarea de reseñar el desarrollo de la canci- llería canadiense, desde su fundación en 1909 hasta 1968. Granatstein (1969, 1992 y 1993) y Granatstein y Hillmer (1994) pro- porcionan un panorama más contemporáneo, con la salvedad de que, al igual que Eayrs, tienden a ofrecer una visión nacionalista y determinista del papel que Canadá ha jugado en el mundo. En cambio, merecen especial mención por su esfuerzo de interpretación original y objetivi- dad sobre el tema: Nossal (1985, 1989 y 1997) y Melakopides (1998); si bien es cierto que estos analistas no son historiadores sino politólogos y que no todos los especialistas están de acuerdo con sus conclusiones. English y Hillmer (1992) ofrecen un balance completo de la actividad internacional de Canadá hasta principios de los noventas con el afán de mostrar que ese país ha proporcionado una contribución significativa al orden internacional. Las publicaciones periódicas de la cancillería canadiense y del Instituto Canadiense para Asuntos Internacionales, publicadas desde 1967, proveen una valiosa selección de fuentes primarias para el estudio de las relacio- nes internacionales de ese país; si bien no se publican con regularidad e incluyen documentos históricos más que contemporáneos. En el análisis de las relaciones de Canadá con Estados Unidos en ge- neral destacan Mahant y Mount (1984), Bothwell (1992), Hillmer (1989), Thompson yR andall (1994) y Molot (2000). Stewart (1992) proporciona 74 historiografía diplomática de canadá un excelente panorama de las relaciones entre esos dos países desde el nacimiento de la república sureña, ofreciendo herramientas heurísticas para entender la relación actual (y tal vez incluso la futura). Sobre las relaciones económicas en particular entre esos dos países merecen destacarse Granatstein (1978), Aronsen (1997), Brown (1964), Marshall, Southard y Taylor (1976), Beigie y Hero (1980) y Stairs y Win- ham (1985). Levitt (1970) proporciona un análisis crítico de la influencia estadounidense sobre la economía de Canadá, reiterado por Lumsden (1970). Doern y Tomlin (1992) y Hart (2001) ofrecen una radiografía del complejo proceso que llevó a la firma delA cuerdo de Libre Comercio con Estados Unidos que, como mencionamos, marcó la transición hacia un énfasis continentalista en la política exterior canadiense. Entre los estudios sobre las relaciones militares entre Canadá y Estados Unidos hay que señalar a Dziuban (1959), Granatstein (1975) y Preston (1977). G. D. Smith (1988), Stairs (1974), Reid (1977), MacMillan y Sorenson (1990) y Jockel (1987) analizan el involucramiento de Canadá en la Guerra fría, así como el incremento en la cooperación militar con Estados Unidos resultante. Keating y Pratt (1988) argumentan que la otan le sirvió de hecho a Canadá para contrarrestar la influencia deE s- tados Unidos. Levant (1986), Taylor (1974) y Ross (1984) analizan, desde puntos de vista contrastantes, el ambiguo papel que Canadá desempeñó en la Guerra de Vietnam. Moyles y Owram (1988), Farr (1955 y 1967), Wigley (1977), Drum- mond (1974) y Muirhead (1992) analizan el ascenso y decadencia de la influencia del Imperio británico sobre Canadá y sus relaciones con el mundo. Berger (1969 y 1970) analiza la tentación imperial de Canadá a principios del siglo xx. Drummond y Hillmer (1989), McKercher y Aronsen (1996) y Haglund (2000) evalúan el fallido intento de Canadá por actuar de intermediario entre la Gran Bretaña y Estados Unidos en la reconstrucción de las alianzas atlánticas. Creighton (1976) acusa al primer ministro Mackenzie King de haber desdeñado la conexión imperial y abrir así a Canadá a la desmedida influencia estadounidense Más allá de los tres grandes temas de la historiografía diplomática canadiense, los especialistas han abordado áreas geográficas o temáticas en las que Canadá ha jugado un papel destacado. Wong (1970), Gra- natstein y Bercuson (1991), Granatstein y Lavender (1992), Taylor y Cox (1968) y MacKenzie (1993) analizan la participación canadiense en las fuerzas multinacionales de mantenimiento de la paz. Canadá también ha destacado como país proveedor de ayuda internacional al desarrollo, julián castro rea 75 principalmente por medio del organismo gubernamental Agencia Ca- nadiense para el Desarrollo Internacional. Spicer (1962) y Côté-Harper (1987) proporcionan el punto de vista oficial sobre este tema,P ratt (1989) y B. H. Smith (1953) ofrecen una visión crítica alternativa. Existen varios estudios sobre la participación canadiense en la formación y operación de instituciones multilaterales: Massey (1962), Eayrs (1964) y Smith (1981) estudian el caso del Commonwealth; Canadá (1976, 1977 y 1979) y Reid (1983) la Organización de las Naciones Unidas (onu). Entre las agencias especializadas del sistema de Naciones Unidas, la Organización para la Educación, la Ciencia y la Cultura (unesco) es analizada por Leblanc (1980) desde un punto de vista canadiense, Mainwaring (1986) se aboca a la Organización Internacional del Trabajo (oit). Plumptre (1977) y Stone (1992) estudian la participación canadiense en la construcción del orden económico de la posguerra. Y finalmente, Stairs (1994) y Keating (1993 y 2002) hacen un balance de la importancia que el multilateralismo ha tenido históricamente en la política exterior de Canadá. El estudio de América Latina tradicionalmente ocupó un lugar secun- dario en la historiografía diplomática canadiense. Tanto la diplomacia como la academia en ese país aceptaron tácitamente que el continente al sur del río Bravo era área de influencia estadounidense, y centraron su atención a las relaciones atlánticas y multilaterales. Como una isla en medio del vacío sobresale el estudio pionero de Ogelsby (1976), que hace un recuento de los lazos que tejieron Canadá y América Latina desde el siglo xix; recuento que es, sin embargo, selectivo y hasta anecdótico. Chodos (1977) se enfoca más bien al Caribe, región a la que Canadá prestó y sigue prestando particular atención debido a la conexión imperial, y con la que incluso se planteó en algún momento la posibilidad de unión política, como lo reseña Boutilier (1973). Phillips (1993) proporciona una bibliografía general de los estudios publicados entre 1970 y 1990 sobre las relaciones entre Canadá y América Latina y el Caribe. El “descubrimiento” canadiense de América Latina es gradual, con ja- lones precisos que aceleran el proceso: la crisis de los misiles en Cuba, el golpe de Estado en Chile, que produce un flujo de refugiados hacia el país del norte, la Guerra civil en Centroamérica a mediados de los ochentas, que además de producir aún más refugiados involucra a Canadá en un proceso de mediación para lograr la paz en la región. Lemco (1991), McFarlane (1989), Capa (1984) y North y Capa (1990) relatan este último proceso, proporcionando además un recuento histórico de la presencia canadiense en la región. 76 historiografía diplomática de canadá

El descubrimiento se completa, como mencionamos anteriormente, al inicio de los noventas; y lo acompaña un flujo consistente de estudios históricos. Merecen especial mención Haar y Dosman (1993), focal (1994), Haydon (1993) y Rochlin (1994). Algunos estudios específicos merecen señalarse. Verea (1994) y Daudelin y Dosman (1995) son los primeros estudios que se abocan específicamente al estudio de las rela- ciones de Canadá con México. McKenna (1995) hace un recuento del largo y complejo camino que llevó eventualmente a Canadá a ingresar a la oea; y que estuvo en la agenda internacional de Canadá durante décadas, como lo muestra el estudio de Duplisea (1965). Klepak (1993) analiza los aspectos militares de las relaciones Canadá-América Latina. Kirk (1995), Kirk y McKenna (1997), Nicol (1999) y Basdeo y Nicol (2002) estudian la “relación especial” que Canadá estableció con Cuba, y sus implicaciones para las relaciones internacionales de Canadá. Tennyson (1990) y Haar y Bryan (1999) actualizan el estudio de las relaciones de Canadá con el Caribe en el contexto de relaciones más intensas con América Latina continental. Finalmente, para abundar en los temas aquí seleccionados o en otros temas relativos a las relaciones internacionales de Canadá, el lector puede consultar las tres excelentes bibliografías incluidas en el banco de datos: Page (1973), Owram (1994) y Gobbett e Irwin (1998). La historiografía chicana de la segunda mitad del siglo xx

Axel Ramírez *

En la segunda mitad del siglo xx, la historiografía chicana se presenta en diversos contextos que oscilan desde la lucha por su liberación hasta los trabajos meramente descriptivos. Asimismo, la segunda mitad del siglo xx y su abordaje por parte de los historiadores nos lleva a la conclusión de que la experiencia de los chi- canos puede ser equiparable a la de otros pueblos del Tercer Mundo que han sufrido un fuerte proceso de colonización. De acuerdo con el historiador chicano Rodolfo Acuña, los chicanos en Estados Unidos son un pueblo colonizado, por lo que la historia que se contempla es la de un conglomerado humano que de manera colectiva ha sido perdedor en una sociedad en donde solamente se reconoce a los que logran el éxito. La historiografía chicana intenta, entre otras muchas cosas, desmiti- ficar a la historiografía anglosajona que ha estereotipado a los chicanos por mucho tiempo pretende retomar la realidad del hecho histórico a partir de una visión propia y de una metodología muy particular. Los his- toriadores anglosajones justificaban solamente las proezas de aquellos que conquistaron el oeste a expensas de los mexicanos, como muy bien lo señala Acuña, lo que ha conducido, en algunos casos, a una suerte de “americanización”. Sin embargo, este estereotipo cambia después de la experiencia que tuvieron los chicanos en la Segunda Guerra Mundial, lo que sentó las bases para edificar lo que se conoce como el movimiento chicano. Si la década de los cincuentas fue considerada como la década de la defensa, los años sesentas fueron la etapa del surgimiento de la lucha por la emancipación de los chicanos. Incluso, para muchos autores, los cincuentas merecen una monografía aparte.

* Centro de Enseñanza para Extranjeros (cepe) / Centro Coordinador y Difusor de Estu- dios Latinoamericanos (ccydel) / Universidad Nacional Autónoma de México (unam).

77 78 la historiografía chicana

La turbulenta época de los sesentas dejó su marca indeleble en varias par- tes del mundo. En Estados Unidos representó una serie de profundas con- vulsiones sociales manifestadas fundamentalmente por el embate de una nueva generación que pugnaba por un cambio radical en las estructu- ras profundas de su país. La baby boom generation encarnó la instancia prioritaria para las demandas en busca de una sociedad más justa e igualitaria. El movimiento de libre expresión de Berkeley puso de manifiesto la emergencia de una contracultura, despertando una violenta controversia sobre todo a partir de Woodstock (1969), el festival de rock al aire libre en Nueva York, y de Hair (1968), la valiente comedia rock musical que montó en el escenario la cultura de la calle de los hippies. Este periodo de free speech les permitió, por primera vez en muchos años, hacerse escuchar en el seno de una sociedad conservadora y puritana que se oponía a un cambio tan radical. Del mismo modo, la comunidad afroa- mericana se manifestó por medio del “poder negro”; y surgió el movi- miento por los derechos civiles, así como el rechazo abierto a la Guerra de Vietnam. La carrera armamentista y la industria nuclear no tuvieron mucha acep- tación en el grueso de la población estadounidense que ya había co- menzado a vislumbrar las consecuencias de la misma. Por otra parte, las mujeres, por conducto del movimiento de liberación femenina, exigían la supresión inmediata de la opresión a la que habían sido sometidas por el sector masculino. Y los etiquetados como grupos minoritarios inicia- ron su largo camino de protesta contra la discriminación racial de que eran objeto oponiéndose a la marginación social que experimentaban día con día. En este binomio de nacionalismo y radicalismo comenzó a emerger un nuevo tipo de historiografía: la historiografía sin fin. Para la historiografía chicana, la objetividad de la verdad histórica toma como punto de partida el hecho de que se acepta como premisa general la idea de que las divergencias entre los historiadores nacen en el instante en que éstos se deciden interpretar los hechos,1 aunque sus bases contengan bastante similitud.

1 La noción de hecho histórico, aunque actualmente se encuentra en desuso, puede ser de utilidad para mostrarnos la necesidad de una historia chicana, elaborada por chicanos y disponible para todo público. axel ramírez 79

De hecho, varios investigadores han acotado las fuertes limitaciones del quehacer del historiador, orillándolo al abordaje de los hechos pu- ros sin interpretación ni análisis y otorgándole al hecho histórico toda la magnificencia de la veracidad, es decir, que teniendo en la mano el hecho histórico queda establecido un acto de verdad, lo cual resulta un punto demasiado débil ya que el defenderlo sería en gran medida estar en contra de lo que buscan los chicanos: elaborar su propia historia en cuanto a clase trabajadora. Quizá la base de dicha confusión reposa en el embrollo semántico cuando se pretende interpretar el hecho histórico.

Tan pronto como alguien habla de “hechos” nos solidarizamos con él. Este término nos da la impresión de ser algo sólido. Todos sabemos dónde nos encontramos cuando, según, ya la expresión consagrada “vamos a los hechos”, al igual que sabemos a dónde vamos cuando, por ejemplo, pasamos de los hechos relativos a la estructura del átomo al inverosímil movimiento del electrón al saltar de una a otra órbita. Los historiadores se sienten seguros cuando se ocupan de los hechos. Hablamos a menudo de “hechos duros” y de “hechos fríos”, y también frecuentemente decimos que no podemos hacer caso omiso de los hechos.2

Se ha estipulado que adoptar este marco de análisis es como si los he- chos históricos fueran algo similar a la materia física, a tal grado que es posible figurarse que el historiador, si no se pone alerta, tropezaría con el pasado y se lastimaría los pies con los hechos duros.3 El riesgo mayor al que se ha expuesto el historiador chicano es el de su propio queha- cer porque a fin de cuentas él es el responsable de amalgamar o desarticu- lar los hechos para que los demás los utilicen; o tal vez se convierta en su propio consumidor. Definitivamente algunos autores quieren darnos a entender que ha- cer historia no es tan sencillo como parece y que el concepto de hecho histórico puede resultar tan equívoco como las categorías de “libertad”, “causa”, etcétera.4 Aparentemente, “toda manifestación de vida de los individuos o de la sociedad (teniendo en cuenta la relación dialéctica ante estos dos polos

2 Carl Becker, “Why are Historical facts?”, en Meyerhoff, Antología, Florida, 1955, pp. 327-340. 3 Adam Schaffer, Historia y verdad; teoría y praxis, México, Grijalbo, 1981, p. 247. 4 C. Becker, op. cit. 328 pp. 80 la historiografía chicana aparentes de la oposición, puesto que el individuo siempre es social y la so- ciedad se manifiesta en y por las actividades de los individuos que la com- ponen) puede ser un hecho histórico”5 aunque no necesariamente, lo que complica el problema. Quizá lo más importante sea el contexto en que se inserta determinado acontecimiento, su ligazón con una globalidad y con el sistema de refe- rencia con que se relaciona y, de esto último, se convierte en la columna vertebral para comprender el carácter relativo de lo que usualmente se denomina como hecho histórico,6 porque la verdadera historia de los chicanos es de perpetua lucha contra la opresión. Se asevera, muy a menudo, que la historia actual del pueblo chicano comienza con el mismo acontecimiento que la historia del México con- temporáneo: la Revolución mexicana,7 y como tal no puede ser reducida a categorías simples. La historia chicana comienza a elaborarse con una perspectiva que antes, muy rara vez, era considerada: describir las condiciones sociales e históricas de las cuales es producto la sociedad chicana, por lo que se vis- lumbró la necesidad de contar con un paradigma conceptual de la socie- dad funcional que permitiera revelar, históricamente, la relación entre cultura y economía, mecanismos de control social, carga acumulada, psi- cología colectiva, que conforman precisamente el contexto histórico. Hasta un poco antes de que estallara el movimiento chicano a media- dos de los años sesentas, la historia de este grupo había sido abordada e interpretada por una historiografía totalmente anglosajona, con sus consecuentes errores: los estereotipos. Éstos se establecieron desde el principio en la frontera más que en las pobladas ciudades del este y del medio oeste, “se fijaron por medio de contactos, primero en tierra mexicana, y después en el violento contexto de la rebelión texana y de la guerra mexicana de 1848”.8 Este tipo de historia fue el característico de una sociedad dominante tratando de interpretar a la sociedad dominada, a partir de una amplia gama de clases sociales que oscilaban desde el aristócrata hasta el peón, confundiendo la imagen del “mexicano” y colocándola en dos polos

5 A. Schaff, ibid., p. 251. 6 Ibid., p. 252. 7 David Maciel y Patricia Bueno, “Compilación e introducción”, en Aztlán: historia contemporánea del pueblo chicano, núm. 245, México, Sep/Setentas, 1976, p. 7. 8 Joan Moore y Alfredo Cuéllar, Los mexicanos de los Estados Unidos y el movimiento chicano, México, fce, 1972, p. 15. axel ramírez 81 por demás limitantes: el mexicano de clase alta que se sentía de sangre pura o “española” y el elemento indígena que no fue digno de captar su atención. Sin embargo, como respuesta, apareció una generación de investiga- dores chicanos abocados a interpretar su propia historia pero desde su personal punto de vista, lo que propició un giro de 180 grados. El punto básico para conceptualizar la historia y, por ende, la historio- grafía chicana, se fundamentó en identificar los factores que separaron a esta comunidad del cuerpo de la sociedad en su conjunto,9 haciendo destacar ocho factores de importancia a este respecto. La primera reflexión es que tanto el territorio como la comunidad chicana fueron producto de una guerra con sus respectivas consecuencias sociales e institucionales; el segundo factor de importancia, elemento indispensable en este tipo de análisis, es que la comunidad chicana se diferencia radicalmente de los demás sectores de la sociedad, la diferencia es obvia. La práctica del racismo se convierte en el tercer punto pues la discri- minación institucionalizada se dejó sentir con toda su intensidad contra la gente mexicana y de origen mexicano. Un factor geopolítico puede convertirse en un cuarto apartado ya que existe una región considera- da como tierra natal que ha tenido una población considerable a través del tiempo. La aparición de una cultura sincrética sería el otro elemento, al decir de Juan Gómez-Quiñones, que marcaría el proceso de amalgamación y que ha creado, a través del tiempo, una suerte de “tercera cultura”. El sexto lo constituiría toda la gama de problemas que como resulta- do de la fricción interétnica se presentan en varios planos, lo que da paso a un séptimo factor con incidencia en la esfera económica, teniendo en cuenta que la enorme mayoría de los chicanos han sido jornaleros, peones, etcétera. El octavo aspecto hace hincapié en que la diferenciación de este grupo con el poder dominante radica precisamente la condición de subor- dinación en la que se han visto inmersos prácticamente desde la ad- judicación del territorio.10 “La mezcla de todos estos factores propicia que el paradigma de la historia chicana tenga pocas analogías y muchas

9 Juan Gómez-Quiñones, “Hacia una perspectiva de la historia chicana”, en Aztlán: historia del pueblo chicano (1848-1910), México, Sep/Setentas, 1975, p. 23. 10 Op. cit. 82 la historiografía chicana diferencias significativas en relación con otros grupos étnicos definidos en Estados Unidos”.11 La historiografía chicana debe ser innovadora, pero también compro- metida. Muy a menudo se maneja la regla de la neutralidad en la ciencia, por lo que sería muy importante poder analizar la idea de una historio- grafía chicana como el mito de una historia libre de valores. La irresponsabilidad científica y la responsabilidad moral son parte de un binomio que con cierta frecuencia eludimos abordar: el dogma de que la historiografía chicana compete única y exclusivamente a los chi- canos, lo que representa un profesionalismo miope y estéril, así como un gran temor a comprometerse, lo cual es una actitud negligente y poco relevante.12 Si los historiadores de la comunidad chicana en México y en Esta- dos Unidos, así como en otros lugares del orbe, se dedican solamente a coleccionar datos y a llevar a cabo sus deducciones a través del análisis, sin tomar en cuenta sus usos, se puede arribar a la ilusión de que se está caminando por las más rigurosas normas científicas y, por lo mismo, en el marco de los más altos valores de la intelectualidad al no enmarcar la investigación en el contexto social e ideológico. Pero, el no decir nada no significa ser neutral; el decir nada es un acto tan significante como el deciralgo. 13 “Las alternativas no son neutralidad y partidarismo, el no estar comprometido no es ser neutral, sino estar comprometido —conscientemente o no— al Statu quo; o sea, como decía Mills ‘es celebrar el presente’ ”.14 La historiografía chicana no es una derivación de la estadounidense, como a menudo se interpreta en nuestro país, ni mucho menos consti- tuye una lista de fechas y nombres de aquellos que han contribuido al “desarrollo” del vecino país del norte. La historia chicana es resultado de una Historia como disciplina y de una historia como acción, de una actitud crítica en bien de una comunidad que continúa luchando por su supervivencia. Quien sentó escuela dentro de la historiografía chicana fue, sin lugar a dudas, Julian Samora con The Wetback Story, Notre Dame, University

11 Op. cit. 12 Cf. Gerald D. Berreman, “Social Barriers: Caste, Class and Race in Cross Cultural Perspective”, en Papers in Anthropology (Special Issue Honoring Morris E. Opler), New York, vol. 18, núm. 2, 1977, p. 806. 13 Idem. 14 Idem. axel ramírez 83 of Notre Dame Press, 1971, 205 pp., con el apoyo de Jorge Bustamante y Gilberto Cárdenas. El maestro Samora comienza por darnos una visión de los antecedentes históricos de la región, incluyendo el “programa bra- cero”, así como todos los problemas de los “espaldas mojadas”, un libro ya clásico dentro de la historiografía chicana. El maestro Ernesto Galarza en Farm Workers and Agri-business in Ca- lifornia, 1947-1960, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1977, 405 pp., fue de los primeros historiadores chicanos contemporáneos en abordar el desarrollo de la industria agrícola en California, anterior a la etapa de César Chávez. Galarza intercala en su obra experiencias perso- nales con eventos históricos en un estilo bastante lúcido. Tanto Samora como Galarza, conjuntamente con Américo Paredes, fueron la tríada que inició el análisis histórico de los chicanos, aunque Américo más bien trabajó el siglo xix, pero no por ello deja de ser su- mamente importante. A esta altura se hace menester cuestionarnos: ¿existe una historiografía chicana?, ¿podríamos hablar de una historiografía diplomática en el caso de la relación chicano-mexicana? Y ¿puede considerarse la historiografía de los chicanos parte de la historiografía diplomática? Para esta etapa existe solamente una precaria obra. Francisco E. Val- derrama, In Defense of La Raza; Los Angeles Mexican Consulate and The Mexican Community, 1929-1936, Tucson, The University of Arizona Press, 1982, 137 pp., que por supuesto no cubre el periodo que inten- tamos abordar pero que nos brinda datos que podrían ser importantes para este rubro. La actuación del servicio consular mexicano en Estados Unidos ha sido abordada de manera periférica por los historiadores, y no como un tema principal. Valderrama nos señala que los cónsules tenían una íntima y estrecha relación con la comunidad mexicana y que actuaron excelentemente bien durante la repatriación de mexicanos en 1931-1932; sin embargo, va a ser Rodolfo Acuña, Occupied America; A History of Chicanos, New York, Harper and Row Publishers, 1988, 475 pp., quien abre prácticamente el camino para una historia nueva y diferente de chicanos y mexicanos en Estados Unidos. Con una traducción al español hecha por la editorial ERA en 1972, Acuña aborda desde la conquista del suroeste de ese país hasta lo que él denomina “TheR ambo Years”; la panorámica que nos ofrece es bastante amplia y su compromiso para con su comunidad es por demás visible. Es de los primeros en adoptar la tesis del colonialismo interno, puesta en 84 la historiografía chicana la palestra por el científico social mexicano Pablo González Casanova, tesis que será muy socorrida entre los escritores chicanos. Su metodología puede ser considerada como marxista, en cierta medida, aunque algunos críticos colocan esta obra como parte de una historia “radical” que en el vecino país del norte significa: contestataria. Sin embargo, Acuña fija muy bien su posición ofreciéndonos, tal vez, el mejor tratado de historia chicana que se haya escrito en la segunda mitad del siglo xx. Juan Gómez-Quiñones con su Sembradores. Ricardo Flores Magón y el Partido Liberal Mexicano: a Enlogy and Critique, de 1973, traducido al español por Roberto Gómez Ciriza para Editorial ERA, también parece ser el continuador de Acuña, aunque su enfoque se queda exclusivamente en ese periodo. Posteriormente, en 1978 publica, traducida al español, su obra: Orígenes del movimiento obrero chicano, Serie Popular ERA, en donde solamente el ensayo de Luis Leobardo Arroyo “La participación de los chicanos en los sindicatos: la sci (cio) en Los Ángeles, 1938-1950” alcanza a vislumbrar el panorama de los chicanos en 1950. Es hasta después de muchos años que elabora realmente un panorama más amplio sobre la política de los chicanos. Es en Chicano Politics: Reality and Promise 1940-1990, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1990, donde delinea una historia política de los chicanos, analizando e interpretando los últimos 50 años del movimiento. Este estudio es un reflejo de muchos años como activista del propio Gómez-Quiñones; en el mismo examina a los líderes y organizaciones que lucharon por los de- rechos políticos, así como sus propósitos y la evolución de sus estrategias. Y aunque comienza en los cuarentas, explica lo acontecido a mediados de la década de los sesentas: la persistencia de la discriminación, la des- igualdad y la pobreza que llevan a cuestionarse un nuevo estilo de po- lítica basado en una amplia movilización, así como en la insistencia de los derechos democráticos fusionados en un populismo étnico conocido como el movimiento chicano. Ricardo Romo es otro historiador chicano destacado de la segunda mitad del siglo xx. En su obra East Los Angeles; History of a Barrio, Austin, University of Texas Press, 1983, 220 pp., nos presenta a la gran comunidad mexicana-norteamericana en Estados Unidos, la ciudad dentro de una ciudad conocida como “East Los Angeles”, cómo es este barrio de más de un millón de hombres y mujeres que ocupan un área mucho más grande que Manhattan o Washington D.C. Por cierto, una temprana versión del capítulo 6 fue publicada en Pacific Historical Review, 46, núm. 2, mayo de 1977. axel ramírez 85

Romo en su obra, East Los Angeles, refuta la aseveración que por mucho tiempo sostuvieron varios académicos en el sentido de que la inmigración mexicana a gran escala a las principales ciudades de Estados Unidos co- menzó después de la Segunda Guerra Mundial porque, de hecho, como bien señala el autor, ésta se originó en la década de los veintes. Hace muy poco tiempo apareció la traducción al español bajo el título de East Los Angeles: Historia de un barrio, México, unam / cepe / cisan, Coordinación de Humanidades, 2003, 280 pp., con una traducción elabo- rada por Mario Melgar Adalid, actual director de la Escuela Permanente de Extensión de San Antonio, dependiente de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Obra considerada como todo un clásico en la materia, abordada dentro de un marco conceptual, más bien con- servador de la historia. Richard Griswold del Castillo en La Familia; Chicano families in the Ur- ban Southwest, 1848 to the present, Indiana, University of Notre Dame Press, 1984, 173 pp., traza el conflicto evolutivo entre los ideales culturales de la familia mexicana-norteamericana y la realidad económica, política y so- cial del capitalismo estadounidense. Refutando algunos de los mitos acep- tados, sostiene que un gran número de características atribuidas a la fa- milia mexicana-norteamericana “moderna” derivan desde el siglo xix. Analiza con detalle el proceso de la inmigración, la lucha económica, la ur- banización y la industrialización, las diferencias regionales, así como la discriminación y el prejuicio. Griswold del Castillo nos demuestra cómo esos factores económicos han contribuido a la diversidad de la familia mexicana-norteamericana. Con una metodología clásica de la psicología histórica, recurre a autores como Bárbara Laslett y Ramón Gutiérrez. Posteriormente, en 1996 publica otro libro en un formato bilingüe intitulado Aztlán reocupada; A Political and Cultural History Since 1945/ Aztlán reocupada; Una historia política y cultural desde 1945, México, unam / cisan, 1996, 106 pp., en donde aborda los periodos que van desde 1945 a 1965; 1965 a 1975 y de 1975 hasta el año 2000. Con una traducción al español de Anilú Aguado Molina y Alejandra Cervantes Gómez, introduce un nuevo elemento: los latinos y los nuevos inmigrantes, sumergiéndose en la guerra de las etiquetas y en una suerte de historia cultural combinada con procesos migratorios en el contexto de la relación bilateral México-Estados Unidos. David Maciel constituye un claro ejemplo de un historiador que se ha preocupado por llegar al público mexicano. Aztlán; historia contemporá- nea del pueblo chicano. México, Sep/Setentas 245, 1976, 211 pp., elaborado 86 la historiografía chicana conjuntamente con Patricia Bueno, constituye una serie de ensayos con autores entre los que figuran: Juan Gómez-Quiñones, Pedro Castillo, Luise A. N. de Kerr, Reynaldo Flores Macías, Juan Reinaldo Macías, César Chávez, Rodolfo Acuña y Philip D. Ortego, que nos muestran una am- plia gama del pensamiento chicano. En la introducción plantea una serie de reflexiones sumamente interesantes concernientes a los efectos de la inmigración mexicana. La primera, que los chicanos no pudieron absorber a los nuevos miembros sin sacrificar algo de su movilidad so- cial; segunda, que las constantes oleadas de migración ocasionaron que los chicanos, como grupo, estuvieran siempre en condición de “prime- ra generación” y tercera, que los estereotipos y la discriminación en contra de los mexicanos aumentaron conforme se elevaba su número, conceptos tomados del historiador anglosajón David Weber. En una clásica metodología sociohistórica, Maciel y Bueno lograron interesar al lector mexicano en los problemas de la comunidad mexicana- norteamericana. En Al norte del río Bravo (pasado inmediato) (1930-1981), México, iis / unam, 1981, 234 pp., Maciel hace la crónica de las experiencias, las con- diciones de trabajo, la opresión prolongada y, por sobre todo, muchos de los momentos más dramáticos y estimulantes de la resistencia de los tra- bajadores mexicanos contra la explotación, el racismo y el genocidio cultural, en una suerte de metodología que combina la historia social con algo de economía política. En su antología de dos tomos El México Olvidado I y II, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez / University of Texas at El Paso, 1996, simplemente recopila artículos que ya habían aparecido en su anto- logía de Sep/Setentas, por lo que es una reiteración de su obra histórica. Sin embargo, en una antología anterior: La otra cara de México: el pueblo chicano, México, Ediciones El Caballito, 1977, 369 pp., en donde contó con el atractivo de que Carlos Monsiváis le escribiera el prólogo, retoma algunos artículos del libro de Juan Gómez-Quiñones e introduce algunos nuevos de José Limón, Gilberto Cárdenas, etcétera. Mario Barrera en su Race and Class in the Southwest; A Theory of Racial Inequality, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1979, 261 pp., se muestra muy consistente en sus apreciaciones a partir de una revisión de la historia económica de los chicanos: su papel como subordinados en la sociedad y en el mercado de trabajo, su desplazamiento de la tie- rra, los efectos de las grandes oleadas de migración de los mexicanos, el papel de una insignificante clase media chicana, y las políticas del go- axel ramírez 87 bierno diseñadas para crear y mantener un estatus de desigualdad de los chicanos. Incorpora ciertos elementos del análisis marxista para revisar la teoría del colonialismo, utilizando el concepto de “segmentación de clase” para analizar la posición de los chicanos en la estructura de clases de Estados Unidos. Pedro G. Castillo y Antonio Ríos Bustamante escribieron México en Los Ángeles; una historia social y cultural, 1781-1985, México, Alianza Me- xicana / Conaculta, 1989, 288 pp., en una traducción de Ana Rosa Gon- zález Matute, elaborada con una metodología típica de la historia social; de hecho, el capítulo 8 es el que más se ajusta a la cronología que estamos abordando. Mario T. García es un pionero de la historia política e intelectual de los chicanos. , New Haven, Yale Univesity Press, 1989, 364 pp., es otro clásico en la historiografía chicana realizado conjuntamente con Ignacio L. López, George I. Sánchez, Josefina Fierro de Bright y otros, en el que intentaron capturar la esencia de los ciudadanos méxico- norteamericanos en toda su magnitud. Básicamente, Mario T. García se ha dedicado a la historia oral discutiendo las figuras clave y los principales problemas del movimiento. Es una obra de héroes y heroínas, pero al mismo tiempo una enorme contribución para nuestro entendimiento de la experiencia chicana. Asimismo, elaboró la biografía de Bert Corona, luchador, maestro y líder ejemplar. Memories of Chicano History: The Life and Narrative of Bert Corona, Berkeley, University of California Press, 1994, 3690 pp. La antología interdisciplinaria de Rodolfo O. de la Garza, Frank D. Bean, Charles M. Bonjean, Ricardo Romo y Rodolfo Álvarez, The Mexican American Experiencia: An Interdisciplinary Anthology, Austin, University of Texas Press, 1985, 426 pp., constituye un intento de ofrecer la visión histórica de anglos y chicanos sobre el problema chicano, lo que resulta en cierta medida interesante. El líder chicano de los sesentas José Ángel Gutiérrez escribió The Ma- king of a Chicano Militant; Lessons from Cristal, Madison, TheU niversity of Wisconsin Press, 1998, 334 pp., que se convierte en una autobiografía del tan destacado líder chicano. Biografía con dejos de nostalgia, en la que analiza históricamente el problema de Cristal City y el desenvolvi- miento del movimiento chicano, ¿es una historia o biografía? Las dos se dan la mano. The Evolution of a Mexican: lulac, American Political Organization, Austin, University of Texas Press, 1993, de Benjamín Márquez, constituye 88 la historiografía chicana una reseña histórica de esta organización desde sus inicios hasta 1983, lo que nos proporciona una historia política más que social. Por el contrario, Carlos S. Maldonado y Gilberto García en The Chicano Experience in the Northwest, Dubuque, Kendall/Hunt Publishing Company, 1995, 234 pp., es una excelente historia sobre la comunidad chicano-mexicana de los estados de Washington, Oregon e Idaho que nos refleja a “los otros chicanos”, a los del noroeste. Una historia amena y diferente. Por lo que se refiere al rubro femenino, Martha P. Cotera en Diosa y Hembra; The History and Heritage of Chicanas in the U.S., Austin, Information Systems Development, 1976, 202 pp., aborda la historia de la mujer chicana desde 1848 hasta 1960; una obra que sin caer en el feminismo analiza de manera muy objetiva el rol de las chicanas en la sociedad estadounidense, cerrando la obra con un capítulo de nombre muy sugestivo “¿Qué seré… siendo chicana?” Cotera abre prácticamen- te el camino a las historiadoras chicanas para iniciar una larga cadena de producción que antes no se había dado. Alma M. García editó Chicana Feminist Thought: The Basic Historical Writings, New York, Routledge, 1977, 324 pp. En esta obra se conjuntan las voces de las escritoras, poe- tisas y activistas feministas del movimiento chicano de mediados de los sesentas. Con energía y pasión, esta antología nos conduce a un nuevo entendimiento de la identidad chicana. Cualquier análisis histórico del movimiento chicano, el movimiento femenino y cualquier otro movi- miento de protesta social de la década de los sesentas estaría incompleto sin la consulta de este impresionante volumen. Muchos años después, Adelaida R. Del Castillo continuaría esa tra- dición con su obra Between Borders: Essays on Mexicana/Chicana His- tory, Encino, Floricanto Press, 1990, 563 pp. Una antología notable de una investigación original y de ensayos interpretativos sobre la historia de las mexicanas y chicanas en Estados Unidos, constituida por 22 ensayos elaborados por un grupo de académicos internacionales que discuten el método, contenido y crítica teórica respecto de la historiografía de las chicanas hasta nuestros tiempos. En ella se discute el enfoque metodoló- gico más adecuado para abordar la historiografía chicana que va desde el materialismo hasta el culturalismo. Con una bibliografía de más de 500 citas sobre los estudios de la mujer mexicana/chicana, Del Castillo nos ofrece una obra de relevante importancia para todos aquellos interesados en este tema en particular. Rosaura Sánchez escribió Chicano Discourse: Socio-historic Perspectives, Houston, Arte Público Press, 1983, 184 pp., basado en una metodología axel ramírez 89 del modelo económico marxista, en donde analiza problemas tan diver- sos como el bilingüismo, el español de los chicanos, el code-switching, etcétera. Por lo que se refiere a laH istoria de los Estudios Chicanos como dis- ciplina, Eugene E. García, Francisco A. Lomelí e Isidoro D. Ortiz unieron sus esfuerzos para editar Chicano Studies; A Multidisciplinary Approach, New York, Columbia University, 1984, 278 pp., en la que en el capítulo II nos ofrece una interesante visión histórica a través de autores como Albert Camarillo, Mario Barrera, Juan Gómez-Quiñones y Christine M. Sierra. Reies López Tijerina, el legendario líder de Nuevo México, escribió Mi lucha por la tierra, México, fce, 1978, 573 pp., en la que hace una historia de su lucha por la tierra desde 1956 hasta 1976. López Tijerina se convirtió en el dirigente chicano más notorio por su mezcla de nacio- nalismo con mesianismo. Con un prólogo de Jorge A. Bustamante, nos presenta un excelente testimonio histórico, un trozo vivo de esa historia que lo refleja como E“ l Tigre”, sobrenombre que le otorgaron por su gran fuerza combativa. Un clásico de la historia chicana. Joan W. Moore y Alfredo Cuéllar se convierten en una pareja de his- toriadores que enfocan a la comunidad mexicana-norteamericana como parte de la sociedad general de Estados Unidos, Mexican Americans, New Jersey, Prentice-Hall, 1970, 300 pp., es producto de una investigación. En este libro colaboraron e intercambiaron puntos de vista, tres grupos de mexicano-norteamericanos y anglos. El primero fue un grupo de co- legas y estudiantes mexicano-norteamericanos y anglos. Algunos de ellos trabajaron en diversas ocasiones en el proyecto de estudio mexi- cano-norteamericano de la Universidad de California, en Riverside. En segundo término participaron grupos de mexicano-estadounidenses de diferentes partes del sudoeste. El tercer grupo de colaboradores estuvo representado por aproximadamente dos mil mexicano-norteamericanos que respondieron a las encuestas dirigidas por la University of California en Los Ángeles (ucla) y en San Antonio y por la Operación SER, en Albuquerque. Su metodología consistió en una mezcla de historia oral con una suerte de historia cronológica. En una interesante colaboración entre un autor chicano y un mexicano, surgieron dos obras históricas muy importantes: La otra cara de México: El pueblo chicano, México, Ediciones El Caballito, 1977, 369 pp., prólogo de Carlos Monsiváis y compilado por David R. Maciel, con una serie de artículos que incluyen autores como Gilberto Cárdenas, Erasmo Gam- 90 la historiografía chicana boa, José Limón, etcétera. El mismo David R. Maciel conjuntamente con José Guillermo Saavedra coordinaron Al norte de la frontera: El pueblo chicano, México, Conaculta, 1988, 468 pp., con muchos de los artículos que Maciel ya había compilado en obras anteriores y que, sin embargo, constituyen un producto al alcance de cualquier lector mexicano, aunque en gran medida repetitivo. Manuel M. Machado, Jr., escribió un libro acerca de la evolución histó- rica de los mexicano-norteamericanos en Estados Unidos con el título de: Listen Chicano! An Informal History of the Mexican American, Chicago, Nelson Hall, 1978, con una presentación de Barry M. Goldwater, en aquel entonces senador por el estado de Arizona, lo que a los ojos de muchos críticos desmereció la intención de la obra. Remarca el mito de la mili- tancia chicana contemporánea, manejando la hipótesis de que esos mitos son impuestos por medio de una manipulación ideológica que clama por encontrar una homogeneidad en una enorme y heterogénea población. Escrita en un lenguaje informal y sin ningún método visible, el autor le hace el señalamiento a la comunidad chicana para que vean hacia sí mismos y para encontrar héroes más representativos para su grupo. Benjamín Márquez en lulac, The Evolution of a Mexican American Political Organization, Austin, University of Texas Press, 1993, 141 pp., nos relata la historia de la League of United Latin American Citizens (Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos), una de las organizaciones más conocidas que representan a los mexicano-norteamericanos. Desde su fundación en Corpus Christi, Texas, en 1929, ha funcionado como un vehículo a través del cual los mexicano-norteamericanos han luchado por sus derechos civiles. Con un análisis que abarca desde 1929 hasta 1983, Márquez coloca esta historia dentro del marco teórico de una teo- ría incentiva para mostrarnos cómo puede cambiar o aun declinar una organización de gran envergadura. David Montejano, quien obtuviera el Premio Frederick Jackson Tur- ner en 1988 por su obra Anglos and Mexicans in the Making of Texas, 1836-1986, Austin, University of Texas Press, 1987, 383 pp., nos ofrece una poderosa e interpretativa historia sustentada en fuentes primarias con base en una metodología que podríamos denominar de sociología histórica, desembocando en las grandes luchas reivindicatorias del mo- vimiento chicano de la década de los sesentas para hacer una inmersión en el Texas actual. Armando Navarro en The Cristal Experiment; A Chicano Struggle for Community Control, Madison, TheU niversity of Wisconsin Press, 1998, axel ramírez 91

438 pp., nos proporciona una extensa historia de Cristal, la meca del chicanismo, con base en una metodología triple: análisis de contenido de fuentes primarias y secundarias, entrevistas y observación participante. En The Cristal Experiment, Armando Navarro nos presenta un amplio examen del surgimiento del movimiento chicano en dicha ciudad y las repercusiones que tuvo para el movimiento en general. Armando B. Rendón se convierte en un autor muy famoso a partir de su Chicano Manifesto; The history and aspirations of the second largest mi- nority in America, New York, Collier Books, 1971, 337 pp., obra que llega a ser prácticamente la plataforma de principios del movimiento chicano. En un recorrido histórico, Rendón nos conduce al interior de una revo- lución que tuvo un fuerte efecto en el país entero. Para algunos críticos esta obra es considerada como la biblia del movimiento chicano. Durante el año de 1978, la Dirección General de Extensión Académica de la unam realizó un Simposio Cultural Chicano que después se converti- ría en los Encuentros Chicanos que anualmente se organizarán en la unam por el Departamento de Estudios Chicanos del Centro de Enseñanza para Extranjeros (cepe). En cada evento se dedicaba una sección a la historia de la comunidad chicana y, por desgracia, sólo se publicaron cuatro memorias: Encuentro chicano México 1987, México, cepe / unam, 1987, 349 pp. También se llevó a cabo una mesa redonda que tuvo por título Historia de la comunidad chicana en la que participaron Manuel García y Griego, David R. Maciel y Axel Ramírez, abordando distintos aspectos de la historia. En el Encuentro chicano México 1988, México, cepe / unam, 1992, 241 pp., donde Axel Ramírez fungió como compilador, se contempló el enfoque histórico a través de autores como Pedro Castillo, Manuel de Ortega, etcétera. Asimismo, Axel Ramírez fue coordinador de Chicanos: El orgullo de ser, Memoria del Encuentro chicano México 1990, México, cepe / unam, 1992, 195 pp., en donde se llevó a cabo una amplia mesa de historia en la que participaron Antonio Ríos-Bustamante, Gilberto M. Hi- nojosa, Miguel Á. González Quiroga, etcétera. También se realizaron, con Axel Ramírez y Patricia Casasa como editores, las Actas del Séptimo Con- greso Internacional de Culturas Latinas en Estados Unidos, México, cepe / Secretaría General / unam, 1997, 300 pp., con la participación de varios historiadores que expusieron sus diversos puntos de vista y sus diferentes metodologías de análisis. Otro evento fue el de Axel Ramírez y María Eugenia Gaona, Manifiestos chicanos. México, Coordinación de Difusión Cultural / unam, 1988 (Los Nuestros), 22 pp., en donde se llevó a cabo un análisis histórico documen- 92 la historiografía chicana tal de los principales manifiestos chicanos comoE l Plan de Delano, Carta de Reies López Tijerina desde la cárcel de Santa Fe, El Plan Espiritual de Aztlán y El Plan de Santa Bárbara. También tenemos a Axel Ramírez, La comunidad chicana en Estados Unidos: retrospectiva histórica, núm. 4, México, Ediciones de La Viga, 1992, (Biblioteca Prepa 7), 81 pp., que constituye una interpretación histórica elaborada con base en la documentación de fuentes primarias y secundarias. Por lo que se refiere a la historia de la participación de los chicanos en los diversos conflictos bélicos, la obra clásica de historia es Raúl Morin, Among the Valiant: Mexican-Americans in WW II and Korea, Washing- ton, Borden Publishers Co., 1963, en donde se relata la participación de los chicanos como la minoría más condecorada de la Segunda Guerra Mundial y Corea, con una metodología basada en análisis documental que, sin embargo, nos ofrece un panorama muy interesante que la co- loca como una obra clásica, cosa que no logran ni Charley Trujillo en Soldados Chicanos en Vietnam, San José, Chusma House Publications, 1990, 187 pp., ni Lea Ybarra con Vietnam veteranos; Chicanos Recall the War, Austin, University of Texas Press, 2004, 246 pp., que se basan en puros testimonios, lo que desde luego no le resta méritos. Por cierto, esta segunda obra contiene el atractivo para el lector de que la misma cuenta con una introducción de Edward James Olmos. El presente trabajo no ha pretendido ser ni un análisis completo ni mucho menos exhaustivo, sino una panorámica global, tal vez muy superficial, de lo que pudiera ser una parte de la historiografía chicana de la segunda mitad del siglo xx. Es parte de un proyecto mucho más amplio, lo que permitirá que se vea de esta manera, como una modesta contribución.

Bibliografía

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Gómez-Quiñones, Juan, Selected Bibliography for Chicano Studies, Bibliographic and Reference Series, 3rd. Ed. Los Angeles, Chicano Studies Center, 1975. The Mexican American: A Selected and Annotated Bibliography. Stanford, Calif., The Center, 1969. Meier, Matt S., A Bibliography for Chicano History. San Francisco, R. and E. Research Associates, 1972. Pino, Frank, Mexican Americans: A Research Bibliography. East Lansing, Latin American Studies Center, Michigan State University, 1974. Robinson, Barbara J., The Mexican American: A Critical Guide to Re- search Aids, Foundations and Library and Information Science, vol. 1. Greenwich, Conn, JAI Press, 1980. Stanford University. Center for Latin American Studies, The Mexican American: A Selected and Annotated Bibliography, 2nd Ed. Stanford, Stanford University; disponible a través de Stanford Book Store, 1971 (1969). Talbot, Jane Mitchell, A Comprehensive Chicano Bibliography, 1960-1972. Austin, Tex., Jenkins Pub. Co., 1973. Tatum, Charles M., A Selected and Annotated Bibliography of Chicano Studies. SSSAS bibliographies, 101, 2nd Ed. Lincoln, Neb, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1979. Woods, Richard Donovon, Reference Materials on Mexican Americans; An Annotated Bibliography. Metuchen, N.J., Scarecrow Press, 1979.

historiografía de la geografía histórica

La construcción del espacio en el tiempo

Georgina Calderón Aragón*

El interés sobre la geografía histórica está centrado en el discurso que cada tradición comparte, mismo que se ha modificado o se ha reconfigurado de acuerdo con los cambios generacionales, por lo que existen diferencias tanto en la perspectiva como en el lenguaje utilizado a través del tiempo dentro de una misma tradición. Así, se identifican diferencias ideo- lógicas entre las diversas tradiciones que dieron forma a las visiones de la realidad y de la geografía misma. La historia de la historiografía no sólo puede ser contemplada desde su desarrollo endógeno, sino debe también descubrir el contexto social, político, económico y cultural en el que se produce toda vez que forma parte de la cultura histórica más amplia que incluye la manifestación de aspectos artísticos en su más amplia acepción. De cualquier manera, si como critica Georg Iggers (2004), la historiografía sólo se restringe a la historia (en este caso geografía histórica) únicamente escrita, en México hay escasas investigaciones sobre la historiografía de la geografía histó- rica. En este ensayo se contemplarán más bien las investigaciones que sobre la temática se han realizado en los últimos cincuenta años, más o menos siglo y medio después de la institucionalización de la geografía como disciplina social.

El espacio en el vaivén de las tradiciones

Si se examinan solamente las definiciones conceptualizadas dentro del campo de la geografía, todas ellas tienen su correspondiente en las formas distintas en las que la geografía ha sido entendida, desde su institucio-

* Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Agradezco la valiosa colabo- ración de José Antonio Ramírez Hernández.

97 98 la construcción del espacio en el tiempo nalización en el siglo xix; y de acuerdo con José Ortega (2000), todas las perspectivas desde las cuales se ha estudiado la geografía muestran el esfuerzo por concretar la noción de espacio. Posición que coincide con el punto de vista de Harvey (1969), quien manifiesta que la historia de la geografía se confunde con la historia del espacio. De todas maneras, éste no ha tenido el mismo significado y las formas de entenderlo evidencian marcos teóricos en consonancia con la teoría social en los diferentes momentos históricos. Desde esta postura, el espacio fue en primera instancia concebido como continente. Configura la primera elaboración del espacio cuyo origen es una noción abstracta, la cual lo considera como algo existente en sí mismo, al margen de los objetos que lo hacen real, o sea como con- tenedor. Para Aristóteles, el mejor símil para representar esta concepción de espacio es la vasija. El concepto de espacio como contenedor o soporte de las acciones hu- manas, simple escena del devenir social a modo de gran tablero o retablo, constituye una de las representaciones básicas del espacio en la geografía y en la cultura occidental (Ortega, 2000). En él se pueden acomodar tanto los fenómenos físicos como los políticos y sociales, pero conceptualmente es un espacio vacío porque puede escenificarse lleno o vacío de los objetos y las acciones que lo conforman, lo que significa que son considerados so- lamente agregados que pueden ponerse o quitarse a satisfacción. Es el concepto reivindicado por Kant como el espacio “escena de nuestras experiencias”, en la segunda mitad del siglo xviii. Tradición que forma parte de la cultura occidental, con la moderna formulación de espacio absoluto y relativo como elementos contrapuestos de Isaac Newton. Forma también todavía parte de los estudios sobre geografía cultural y regionalista, así como de estudios etiquetados como posmodernos o postestructuralistas, en donde se manifiesta la diferencia como una peculiaridad del espacio. A partir de la Segunda Guerra Mundial, con el advenimiento de la “nueva” geografía analítica, el espacio se conceptualiza como espacio- geometría, preocupada ésta en comprender la distribución espacial de las localidades a partir de los fenómenos sociales. La atención se centró en la distribución de espacios, que si bien aparecen como un plano se ordenan de acuerdo con las prácticas de los seres humanos, lo que significa que además de colocar al espacio como objeto de estudio de la geografía, cambió el foco desde la naturaleza al de la sociedad. Esta forma de ver el espacio, como posibilidad de organización, hace referencia a un espacio georgina calderón aragón 99 neutro y vacío, en donde las conductas de las poblaciones o grupos socia- les, de acuerdo con sus necesidades y cálculos, son las que condicionan los procesos espaciales, las que determinan la organización del espacio y las estructuras espaciales. De acuerdo con Abler et al. (1971), la gente genera procesos espaciales para satisfacer sus necesidades y deseos, y estos procesos dan lugar a estructuras espaciales que a su vez influyen y modifican los procesos geográficos. El cambio importante para esta tradición radica en la transformación de la atención sobre las localidades para acentuar el interés por la distri- bución espacial de las mismas, por lo tanto esta forma de distribución que los hechos sociales presentan se muestra en el espacio como un plano, un plano de distribuciones, de localizaciones e interacciones, en donde se analizan las relaciones espaciales a través de sustentos geométricos, de redes o de flujos entre ellos.U n espacio vacío y neutro que se organi- za de acuerdo con las prácticas humanas. La percepción del espacio como estudio específico surgió desde las po- siciones filosóficas existencialistas a partir de sostener que la materialidad del espacio no se puede separar de las representaciones que la sociedad construye para interpretarla. Durkheim analizó estas representaciones desde el espacio vivido y las considera como inherentes a la naturaleza humana. Si bien, para los existencialistas, el espacio-geometría o mate- mático elaborado por la geografía analítica es un vaciamiento del espacio vivido en donde desaparecen, de acuerdo con Bollnow (1969), las diver- sas relaciones vitales concretas; se puede decir que este espacio vivido, vinculando la experiencia práctica y la mental, no se opone ni sustituye al espacio como realidad empírica y como continente, toda vez que el proceso unitario responde tanto a la idea como a la acción. El espacio como naturaleza, identificado con lo material como sustrato natural. La formulación más acabada y extendida desde esta tradición responde al concepto de medio, el cual se entiende como medio natural, medio físico, o sea el ambiente o entorno en donde se sitúan los seres hu- manos. Es la expresión del medio biológico, dentro de la máxima geográ- fica relación hombre-medio, razón de ser más reconocida y consolidada y patrimonio fundamental del legado geográfico.P ermeada por las duali- dades que caracterizan esta conceptualización está la convicción que en- tre los fenómenos físicos y humanos hay una relación de causa-efecto, en donde el medio material es principio y fin del análisis geográfico y los procesos humanos permanecen de una forma subordinada. Una socie- dad, algunas veces determinada por el medio y otras respondiendo a los 100 la construcción del espacio en el tiempo caracteres del medio natural. Lo que Vidal de la Blache apuntó como “la influencia soberana del medio”, o de acuerdo con la acepción que se sig- nó Darwin, no es sólo el contenedor en donde se desarrolla la vida, sino que ésta se encuentra asociada a su entorno de manera esencial, o sea un natural environment, medio natural o medio ambiente. La cultura geográfica actual utiliza el concepto medio geográfico como propio del medio biológico, el cual está ubicado dentro de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, o sea, es relacional entre el hombre y su medio inmediato, en donde el espacio es objetivo, ajeno y exterior. El foco está en el medio y no en el hombre, de acuerdo con Ortega (2000), el concepto de medio cala tan profundamente en la constitución de la geografía moderna, se identifica tan absolutamente con ella desde un punto cultural y social, que su mutación en medio geográfico no deja de tener especial significación. El medio geográfico es el medio físico por antonomasia. El medio geográfico, con esta acepción estricta equivalente a condiciones naturales, se transforma en uno de los conceptos-eje de la geografía moderna. Como concepto-eje transita hasta la actualidad, in- cólume por geografías posibilistas y positivistas, socialistas y burguesas. El espacio como paisaje se descubre como alternativa al planteamiento naturalista de raíz positivista. En él se destaca el objeto visual, permeado por el acento cultural y, por lo tanto, histórico, lo que significa que, desde esta perspectiva, se incluye lo físico, lo etnográfico y lo estético con una fuerte connotación visual. Hegel lo resume como “el Estado… la natura- leza física del mismo, su suelo, sus montañas, el aire y las aguas forman su Landschaft, su patria”. Es la vinculación de la nación con un territorio propio que sirve como señal de identidad; por lo tanto, no es un espacio neutro sino un espacio subjetivo, espacio-identidad y espacio-nacional. Está relacionado con la apariencia y lo cultural le da personalidad al espacio ya que lo hace distinto. Es finalmente una totalidad, resultado de la integración de los elementos físicos y humanos inmersos en una historia y, como tal, no puede analizarse de manera fraccionada. Entre los representantes más reconocidos de este concepto está Carl Sauer dentro de la geografía cultural de Berkeley y la practicada en Francia por Max Sorre, P. Gourou y M. Le Lannou. Está considerado por los geógrafos culturalistas como una totalidad resultado del arreglo, con un recorrido histórico específico de los elementos físicos y humanos. Para la historia, en voz de Florescano (1995), dentro de la historiografía empírica, el paisaje como documento gráfico es integrado y cobra valor en el relato histórico. georgina calderón aragón 101

El espacio región ha sido un concepto medular de la disciplina geográ- fica que lo ha utilizado para advertir un territorio y localizar sus límites o fronteras. El término región también ha tenido sin fin de significados de acuerdo con la tradición epistemológica que la sustente. Sin embargo, la orientación con mayor peso está del lado de la definición de la homoge- neidad y ésta se ha visto desde una perspectiva absolutamente “natural”, de paso por la región paisaje, hasta las regiones eminentemente culturales. Es parte de la aplicación geográfica para indicar límites y fronteras, para delimitar territorios, lo cual puede realizarse desde un punto de vista objetivo, que supone uniformidad u homogeneidad, o metodológico. Por otra parte, Henri Lefebvre en el libro La producción de l’espace presenta un planteamiento a partir del cual sintetiza el trabajo intelectual de toda su vida, en donde se unifica el espacio físico, el mental y el social, en el espacio como producto social. Este espacio como construcción so- cial emana del carácter histórico del espacio, en donde los procesos y las prácticas sociales configuran la temporalidad histórica y están inclui- dos en un espacio social-histórico; lo que significa que el espacio se convierte en un producto del proceso social. El término producción para Lefebvre “supera la oposición filosófica entre sujeto y objeto y las rela- ciones construidas por los filósofos a partir de esta separación… el concepto de producción constituye el universal concreto”. El producto tiene como materia prima la “naturaleza”, la cual es producto que se consume y también medio de producción. Además, es un espacio con diferentes escalas, implicadas unas en otras, local, regional, nacional, mundial, en donde “la dialéctica entre los procesos mundiales, lo nacio- nal y lo local, forman parte de la propia naturaleza del desarrollo capita- lista y de la producción del espacio” (Ortega, 2000). El espacio como producción forma la figura más acabada del espacio como objeto de estudio de la geografía. Para David Harvey (1990), “el capitalismo no se desarrolló sobre un plano neutro dotado de recursos naturales y de fuerza de trabajo de forma homogénea, accesibles por igual en todas las direcciones. Se inserta, se desarrolla y expande en un rico y variado entorno geográfico preexistente, producto, a su vez, de condiciones históricas previas. Entorno caracterizado por la diversidad en la abundancia de recursos naturales y en la productividad de la fuerza de trabajo. Éstos no son producto de la naturaleza, sino resultado de una historia de siglos”, en donde, el desarrollo desigual y la diferenciación espacial se muestran básicos en la naturaleza misma del capitalismo. 102 la construcción del espacio en el tiempo Definiciones de geografía histórica

La geografía histórica ha tenido y tiene en la actualidad, de la misma forma que la geografía misma, como se vio en el apartado anterior, una sor- prendente y amplia variedad de planteamientos desde los que se analiza su objeto de estudio, así como muchas interpretaciones y métodos. Esta diversidad de formas de entenderla está relacionada con los planteamien- tos teóricos que la definen y, por supuesto, se ha modificado su objeto de estudio de acuerdo con las distintas épocas, correspondiendo con las discusiones sobre la geografía en general y sobre la geografía histórica en particular, abriendo nuevas temáticas y formas de abordarlas de acuerdo con las perspectivas consideradas. En cada una de ellas se encuentra implícita o explícitamente alguna de las tradiciones a partir de las cuales se define el espacio. Así, una de las primeras definiciones utilizadas, como una historia de los descubrimientos geográficos y de las exploraciones, corresponde a la idea de la geografía como una ciencia descriptiva sobre aspectos físicos principalmente y sociales. Carl O. Sauer (1925), en The morphology of Landscape, la define como una fenomenología del paisaje y como una ciencia de procesos. Lo que se indaga, de acuerdo con Sauer, es el origen de los paisajes y su proceso evolutivo, haciendo mucho énfasis en la cultura como agente de cambio de paisaje cultural, “el paisaje cultural se moldea desde un paisaje natural por un grupo cultural”. Es la geografía histórica vista como el estudio del cambio a través del tiempo, con un enfoque dinámico en donde los paisajes naturales se transforman lenta o rápidamente por medio de la cul- tura. Sauer reflexiona explícitamente sobre la geografía histórica, a la que al parecer llega a considerar como única geografía posible; en la base de sus concepciones se encuentra la naturaleza histórica de la cultura, rechazando tanto las concepciones racionalistas del siglo xviii como el ambientalismo del siglo xix. Precisa que el investigador debe ver el te- rritorio con los ojos de sus ocupantes, desde el punto de sus necesidades y de sus capacidades (Carreras y Vilagrasa, 1986). Para el geógrafo canadiense Leonard Guelke, la reconstrucción de las geografías del pasado de ningún modo puede ser considerada como geografía histórica sino como una geografía regional o humana en ge- neral. Para él la historia y la geografía histórica no pueden disociarse. La historia se ocupa del cambio a lo largo del tiempo y la geografía histórica sería tan sólo aquella que se relaciona con los procesos del cambio, así, georgina calderón aragón 103 si toda historia es historia del pensamiento, toda geografía histórica es historia del pensamiento en relación con la actividad del hombre sobre la Tierra. Smith en 1965 resume en seis definiciones las posiciones más utilizadas para definir a la geografía histórica. Dos de ellas fueron vistas como no relevantes y se reconocen como la Historia de la geografía y la Historia de las exploraciones. La primera ha sido considerada como parte de la geografía histórica, pero más bien su estudio pertenece al ámbito de las instituciones, las biografías de los geógrafos o las tradiciones analíti- cas de la geografía. La segunda corresponde a un tiempo específico en la historia. De las otras cuatro, la primera la distinguió como la Operación del factor geográfico en la historia, en la cual se pone una gran importancia en el medio físico, recuperado por el positivismo tanto en la historia como en la geografía como una naturaleza separada de la sociedad y en donde la geografía es vista como el escenario (lo natural) para narrar el teatro de la historia (lo social), o sea, los elementos naturales como aspectos de- terminantes de la realidad histórica. La segunda definición se centra enEl estudio del pasado. Ésta es consi- derada por muchos autores como el punto de vista más ortodoxo, o como el tema central de la geografía histórica. Corresponde con el punto de vista de Edmund W. Gilbert (1932), quien la definía como la geografía de una región tal como era en el pasado. Es una definición que concibe las distintas áreas como estáticas, o que permanecen estables por un tiempo, y que aunque se lleven a cabo cambios rápidos y/o profundos, entran nuevamente a etapas de estabilidad. La finalidad es describir estas épocas sin cambio. La tercera definición es la del Estudio del cambio a través del tiempo, cuyo estudioso principal es Sauer (arriba analizado) y que Clark (1954) la definió como el estudio de las circunstancias del pasado de, o los cambios en, fenómenos de interés para la geografía. La diferencia con las anteriores es que desde este punto de vista, la explicación toma un papel predominante por encima del de la descripción. La cuarta definición considera la geografía histórica como El pasado en el presente. El objetivo es utilizar el presente como un medio para en- tender el pasado. Lo que significa partir desde el relativamente bien co- nocido presente, hacia el menos bien conocido pasado. Esta forma fue utilizada por Bloch en la Escuela de las Annales, en donde se incorpora la idea de tiempo histórico que comprende tanto lo social como lo natu- 104 la construcción del espacio en el tiempo ral. Desde esta perspectiva, se parte del origen para entender la evolución del proceso, lo que se presenta metodológicamente con el uso de la es- tadística. Por su parte, Prince (1982) indica que la geografía histórica podría definirse simplemente como el análisis a través del tiempo de los cambios de tipo geográfico-espacial en el paisaje.E xplica que no posee un ámbito temático concreto, sino que sus conceptos y métodos se pueden aplicar a todos los campos de la geografía. También hay autores como Samarkin V. V. (1976), quien apunta que la geografía histórica es una parte de la historia que estudia los rasgos principales y característicos del aspecto geográfico y territorial del pro- ceso histórico. La define como la que concretiza nuestras nociones de los acontecimientos y fenómenos históricos, ubica a estos últimos en de- terminado territorio, estudia la geografía del pasado histórico de la hu- manidad desde el punto de vista, entre otros, de la integración y de la influencia mutua entre la sociedad y la naturaleza. La geografía histórica es la geografía de un determinado territorio en un periodo dado del desarrollo histórico de la población del mismo.

Los métodos

La mayoría de los autores que manifiestan una posición en relación con el método que debe seguirse por los estudiosos de la geografía histórica exponen que si bien el geógrafo histórico no tiene necesidad de conocer la historia, requiere utilizar los archivos, los documentos arqueológicos y los textos con la misma soltura que un historiador. Por lo tanto, se adhieren a las denominadas fuentes históricas como principal procedimiento para la investigación en cualquier tema, como se muestra a continuación. De acuerdo con Randle (1966), la geografía histórica tiene que valerse, en principio, de una documentación histórica para formular sus temas y no puede prescindir de ella para cumplir su misión. Para Samarkin (1976) la geografía histórica no posee métodos y proce- dimientos especiales de investigación, no se apoya en fuentes especiales del saber. La mayor parte de su bagaje científico lo obtiene de las fuentes his- tóricas y con los métodos y procedimientos de la investigación histórica propiamente dicha. Por su parte, Prince (1982) plantea que los métodos de la geografía histórica sí que requieren un entrenamiento especial y una preparación georgina calderón aragón 105 específica ya que la información debe buscarse en fuentes documentales antiguas cuyo aprovechamiento plantea dificultades particulares.

La geografía histórica mexicana

Para esta investigación, como se explicó anteriormente, se hizo una deli- mitación temporal desde 1950 hasta el año 2004 en virtud de la existencia de un trabajo anterior, que si bien no había contemplado la historia de la historiografía desde la geografía sí analizaba la historiografía de las líneas de investigación dentro de la historia. Por lo tanto, en este proyecto, lle- vado a cabo tanto por geógrafos como historiadores, se incluyeron líneas de investigación geográficas.E n el interior de la geografía histórica sólo se consideraron los trabajos realizados por los geógrafos, o por otros profesionales que en los títulos de los artículos o libros considerados explícitamente indican que es sobre geografía histórica. Se hizo esta pri- mera selección toda vez que, desde algunas de las definiciones de espacio, la introducción de una descripción física del lugar donde se llevaron a cabo los acontecimientos históricos sería suficiente para ser considerado un trabajo de geografía histórica y un gran número de historiadores, al considerar el espacio como contenedor siempre hacen referencia al con- texto físico como escenario de las actividades sociales, con el argumento de que los elementos naturales son factores determinantes de la realidad histórico-social. No se consideraron los estudios regionales desde la geografía, toda vez que éstos se atendieron desde una línea específica del proyecto preparada como historia regional. Para los estudios superiores, la geografía histórica comenzó unida a los estudios que llevaban a cabo los historiadores. Así, para el año de 1912, en la Escuela Nacional de Altos Estudios se inicia un conjunto de materias sobre historia, en donde quedó establecida como auxiliar una materia sobre geografía histórica, y para 1915 se resuelve que los mapas son considerados como parte de las fuentes histórico-geográficas. A partir de esta fecha y con la posterior institucionalización de la geografía en el país, la geografía fue tomando el papel de disciplina independiente, y la geografía histórica siempre se ha mantenido dentro de los planes de estudio aunque no con el mismo peso específico. Sin embargo, para el periodo considerado desde esta investigación, se ha encontrado una mayor producción que la de décadas anteriores, lo que significa que ha habido una incorporación de geógrafos a estudios de 106 la construcción del espacio en el tiempo esta naturaleza, muchos desde una formación geográfica directa y otros combinando la geografía con una educación de posgrado relacionada con la historia. Además, también se encuentran tanto historiadores como otros profesionales que han hecho de la geografía histórica una de sus especializaciones. En este contexto, el análisis que se ha realizado sobre los trabajos que los estudiosos de la geografía histórica han elaborado en el país incluye un amplio espectro tanto desde las posiciones explicadas líneas arriba sobre su conceptualización de espacio, como sobre las temáticas consi- deradas. En una primera aproximación se aprecia que la mayor cantidad de pu- blicaciones son resultado de los especialistas que han formado un grupo de diferentes generaciones, bastante consolidado en la actualidad, que han sido arropados por el Instituto de Geografía de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), ya que desde su división en departamentos, sobre geografía física, económica y social, en este último se incorporan las líneas de investigación de geografía de la población, geografía urbana y geografía histórica. De acuerdo con uno de sus integrantes, su principal influencia son la escuela española y la francesa (Moncada, 2004), países a donde se han ido a estudiar posgrados un número importante de ellos. En la actualidad forman parte de este grupo de trabajo: Áurea Com- mons, Omar Moncada, Luz Fernanda Azuela, Luz María Tamayo, Héctor Mendoza, Gustavo Garza Merodio y Federico Fernández Christlieb. Todos los anteriores, así como otros autores que no están inscritos dentro del instituto, sino que pertenecen a otras instituciones como el Colegio de México, el Instituto Mora, las universidades de los estados u otras de- pendencias dentro de la unam, entre otros, proponen sus trabajos desde una combinación entre concepto de espacio y definición de geografía histórica analizados anteriormente. Si bien nuestro análisis no contempla los estudios regionales, ya que dentro del proyecto existe una línea específica sobre estudios regionales, hay trabajos realizados por los geógrafos que por ser parte de los pioneros de la temporalidad que estamos considerando, son necesarios rescatar y son la Distribución geográfica y organización de las órdenes religiosas de la Nueva España de Elena Vázquez Vázquez (1965) y la “Extensión territorial del reino de Michoacán” de Áurea Commons (1970), ambos parten de considerar la región como regiones administrativas homogéneas y las recuperan como la explicación de la realidad con fuerte influencia de la escuela francesa. georgina calderón aragón 107

Tampoco se puede dejar de mencionar la obra de Peter Gerhard ya que ha contribuido al estudio de la geografía histórica regional en tres volúmenes: Geografía histórica de la Nueva España 1519-1821 (1986), La frontera sureste de la Nueva España (1991) y La frontera norte de la Nueva España (1996). Estudia las jurisdicciones políticas y eclesiásticas de los siglos xvi y xvii, poniendo especial atención en la distribución de los asentamientos y la población. Dentro de la producción sobre la geografía histórica se parte de la concepción de que la geografía trabaja la síntesis entre los elementos naturales y sociales, tanto en regiones como en lugares específicos, así como desde una geografía develadora de fechas o localidades, o se pone el acento en divisiones jurídicas, administrativas o naturales. Áurea Commons se ha dedicado al estudio de los límites territoriales en el país y considera que hace falta una investigación geográfico-cartográfica que interprete los datos histórico-legales que registran la evolución de las divisiones territoriales de México (Commons, 1971b). La división político-administrativa también se menciona en estudios como Las intendencias de la Nueva España (Commons, 1993a) en donde se presenta, de acuerdo con la autora, “un panorama de las intendencias de la Nueva España en el tiempo y en el espacio”. Pero éste no es el único trabajo de la autora relacionado con el tema, también elaboró “Extensión del territorio de la Nueva España. Aspectos geográficos” C( ommons, 1990b), “Organización política del espacio en la Nueva España 1527-1833” (Commons, 1990d), y “Sonora: intendencia piloto y provincia interna en el virreinato de la Nueva España” (Commons, 1995b). También Áurea Commons y otros se han abocado a estudiar los cam- bios territoriales de los estados que incluyen una descripción fisiográfica de ellos sobre aspectos sociales y características históricas, en un claro ejemplo de lo que sería la concepción del espacio como relación hombre-naturaleza. Los estados estudiados son Michoacán (Commons, 1970 y 1985), Puebla (Commons, 1971b), Colima (Commons, 1983c), Morelos (Zúñiga, 1985), Tlaxcala (Ochoa, 1985), Guerrero (Commons, 1986), Aguascalientes (Commons, 1992), Chiapas (Commons, 1993b), (Commons, 1996), Oaxaca (Commons, 2000) y Yucatán (Commons, 2003). Además ha realizado estudios sobre los límites territoriales pero para municipios o ciudades, tal es el caso del municipio de Morelia (Commons, 1972), a la ciudad de México (Commons, 1981a), así como la descrip- ción en forma numérica sobre la población que la habitaba (Commons, 1989b). 108 la construcción del espacio en el tiempo

Este tipo de estudios han abarcado desde la época precortesiana como “La división municipal y sus antecedentes territoriales” (Commons, 1981b), la Colonia, en donde se cambia por las divisiones eclesiásticas y las provin- cias de evangelización de acuerdo con las divisiones que experimentó el territorio nacional (Vázquez, 1965), así como la división en audiencias que también se utilizó durante la Colonia entre los siglos xvii y xviii; los re- sultados de estos estudios se sintetizaron en el libro Cartografía de las divi- siones territoriales de México 1519-2000 (Commons, 2000b), en donde de acuerdo con el escrito de la autora “con esta cartografía se pretende com- pletar la extraordinaria investigación que llevó a cabo O’Gorman en su Historia de las divisiones territoriales de México, en la que aclara que no es su objetivo realizar la cartografía de estas divisiones” (Commons, 2003). Sobre las transformaciones en las fronteras también han escrito artícu- los orientados a la distribución y localización, como la llevada a cabo por María Luisa Horcasitas (1973) en “Los tlaxcaltecas como colonos al norte de la Nueva España”, o el realizado más recientemente por Gabriela Cisneros (1998), “Cambios en la frontera chichimeca en la región centro- norte de la Nueva España, durante el siglo xvi”. La geografía histórica como síntesis de la relación hombre-naturaleza se encuentra la Antología de geografía histórica moderna y contemporá- nea, compilada por Esperanza Figueroa (1974), en donde los artículos se convierten en estudios sobre la geografía histórica por introducir la visión temporal. Sin embargo, también podrían ser considerados como estudios específicos desde las distintas divisiones de la geografía humana como son geografía urbana, geografía de la población, geografía rural, geografía económica, geografía industrial y geografía política, ya que en ninguno de ellos hay una posición que identifique la definición teórica sobre la geografía histórica. La definición deP rince puede aplicarse pun- tualmente a esta antología. Desde la visión del espacio como escenario se han hecho estudios sobre la ciudad, en ellos se narra la síntesis histórica de la ciudad a partir de la descripción llamada geográfica (el medio) durante la época prehispánica, colonial y la independiente (Gutiérrez y González, 2000). Dentro de esta tradición, los mapas son considerados como la piedra angular de la geo- grafía, toda vez que en ellos se integra la información en la descripción geográfica y registra la diferenciación del espacio geográficoM ( endoza, 2000). A partir de los mapas, los geógrafos históricos fundamentan que se evidencia el reconocimiento del territorio a través de la cartografía (Moncada, 2002). georgina calderón aragón 109

Si se parte desde el espacio como naturaleza, los trabajos que se en- cuentran son muy diversos. La minería, durante un tiempo considerable, fue el tema de muchos estudios de geografía histórica. Se pueden iden- tificar desde los trabajos monográficosS ( ánchez, 1991 y 1993) hasta las modificaciones que han tenido las regiones por esta actividad económica (Sánchez, 1995), pasando por problemas característicos de las minas y los mineros, en donde pone énfasis en las condiciones laborales de los centros mineros más importantes en el país (Commons, 1989a), también destaca el tipo de herramientas utilizadas y los problemas para la extrac- ción de los minerales, así como su ubicación y características específicas del trabajo en esta actividad económica (Commons, 1989c). También se han hecho investigaciones sobre otras actividades económi- cas, como el caso de la grana cochinilla (Coll, 1998), con consideraciones descriptivas sobre el nacimiento, auge y decadencia de esta actividad. Esta autora también ha llevado a cabo estudios sobre la ubicación de las minas en el territorio, considerando los minerales más codiciados como el oro y la plata “este trabajo analiza las minas de oro, plata y cobre, así como las actividades complementarias, agricultura y ganadería que ahí se desarrollaron” (Coll, 1999). Además, hizo estudios sobre la electricidad como elemento indispensable para el impulso de la actividad minera (Coll, 1998), así como un trabajo para comprender cómo “las actividades extractivas (mineras) mexicanas han estado supeditadas a los intereses y al patrón de desarrollo de otras naciones” (Coll, 2002). De igual manera, la descripción parcial desde las relaciones geográficas es elaborada a partir de comprender el espacio-naturaleza, en ellas se retoman los documentos históricos para buscar y describir condiciones pretéritas, como es el caso de La visión geográfica de la Chontalpa en el siglo xvi, en donde Gerardo Bustos (1984) tiene como objetivo “cómo describieron la Chontalpa los españoles en el siglo xvi; particularmente los que exploran en el último momento de la época prehispánica y aque- llos que la vivieron y cimentaron la nueva colonia”. Este tipo de estudios ponen especial atención en la descripción física de las costas, hidrografía, clima, vegetación y fauna y los antecedentes históricos se basan en la lo- calización. Diez años antes, Horcasitas y Crespo (1974) comenzaron a tra- bajar con las relaciones geográficas de Yucatán con un predominante sesgo sobre los aspectos físicos. Bustos concibe la geografía histórica como el estudio del pasado y se centra en la diferenciación de un área geográfica con cambios rápidos y profundos durante la época del estudio, así, en el estudio sobre El libro 110 la construcción del espacio en el tiempo de las descripciones. Sobre la visión geográfica de la península de Yucatán (1988), se ubica en “conocer las características del medio en otras épocas; en este caso el de la península de Yucatán en el siglo xvi, debemos recurrir a la geografía histórica, disciplina cuyo objetivo es describir y explicar los rasgos geográficos de épocas pasadas… en donde el medio geográfico está formado por dos universos: uno el físico y otro el humano, los cuales se encuentran en constante interacción y al mismo tiempo guardan un equilibrio que muchas veces se ha roto, ya sea por causas naturales o por causas humanas”. En este sentido también se han realizado estudios por zonas económi- cas (Fernández Á., 1987), o sobre aspectos sociales o económicos como la Geografía histórica de México en el siglo xviii: análisis del Teatro Americano (Coll y Commons, 2002). Si bien hay otro como La construcción de la red férrea mexicana en el porfiriato. Relaciones de poder y organización capitalista del espacio, de Ana García (1987), que analiza “la importancia de los ferrocarriles mexicanos en la construcción del espacio económico capitalista, acercándonos a una región funcionalista donde se inserta una relación económica espacial”. Asimismo, la geografía histórica ha sido trabajada con rubros parciales de la llamada geografía humana. Una temática de interés, tomada en cuen- ta por Áurea Commons, se ha dirigido hacia el estudio de la población, orientada a las descripciones cuantitativas sobre los cambios existentes durante distintos momentos históricos en la ciudad de México, como se puede ver en la obra Análisis de la población de la ciudad de México, según el censo de población 1930-1950-1970 (Commons, 1971a), o en el Desarrollo de la zona centro occidental de México 1548-1980 (Commons, 1983b), o el Desarrollo demográfico de la región central de México (Com- mons, 1983a), en ellos la preocupación es el “estudio de la distribución y densidad de población de estas décadas” (Commons, 1971a), lo que sig- nifica la utilización del censo como fuente de datos, reconociendo que siempre ha habido dificultades para levantar el padrón y, por lo tanto, la cifra puede no ser precisa. La ciudad como temática específica ha sido contemplada como esce- nario y dentro de esta perspectiva se han hecho referencias a la manera en que se han originado las ciudades en Europa (Gutiérrez, 1994), o un estudio de Gutiérrez y González (2000) Geohistoria de la ciudad de México (s. xiv a xix), en donde se hace la síntesis histórica y geográfica de la ciu- dad de México durante la época prehispánica, colonial e independiente, poniendo especial atención en las inundaciones sobre la ciudad en estos georgina calderón aragón 111 periodos. También se han centrado en el crecimiento de las ciudades, debido al crecimiento de la milicia, tanto en la península española como en sus posesiones (Moncada, 2003). La historiadora Alejandra Moreno (1972), en la obra Cambios en los patrones de urbanización en México 1810-1910), se propuso identificar importantes cambios en el sistema de ciudades de México en el siglo xix y plantea, desde una posición más sistémica, los problemas que intervienen en los cambios de equilibrio del sistema de ciudades, poniendo especial atención en el desequilibrio del desarrollo urbano en el virreinato y los efectos que acarrea la guerra de independencia. Esporádicamente se han trabajado lugares específicos, como el de Atlántida Coll (1973) en donde se hace el recorrido de los sitios donde se llevaron a cabo batallas por los grupos armados de Emiliano Zapata; ade- más se ha destacando la importancia como atalaya para las batallas vividas a lo largo de la historia de México (Vivó, 1979), y se ha puesto atención en antecedentes de lugares de cultivo específicos, como el estudio sobre la valoración histórica de las chinampas Evolución histórica y problemas actuales de la zona de chinampas del Distrito Federal (Moncada, 1982). En la mayoría de los casos, como en casi toda la geografía, los mapas se consideran no sólo la base o representación de todo trabajo geográ- fico, sino como la mejor ilustración para cualquier estudio geográfico ya que “integra la información en la descripción geográfica y registra la diferenciación del espacio geográfico a través del mapa” M( endoza, 1999), además de considerarlo como una buena herramienta para tratar con descripciones del paisaje (Moncada, 1998; Mendoza, 2000a). Los mapas también han servido para analizar La construcción del territorio. La cartografía del México independiente, 1821-1910 (Moncada, 2002). La geógrafa Lourdes de Ita ha utilizado las fuentes históricas del siglo xvi como parte de una narración que describe las acciones de los persona- jes en ciertas épocas históricas que le han permitido realizar sus trabajos tomando en cuenta específicamente documentos ingleses sobre laN ueva España (Ita, 1997), los cuales le sirvieron para identificar las inversiones de capital en el saqueo de puertos en el continente americano (Ita, 1999), y a partir de ellos identificar el papel geoestratégico de Inglaterra y el Caribe (Ita, 2000). Estos trabajos fueron los artículos antecedentes de su libro Viajeros isabelinos en la Nueva España (Ita, 2000), en donde des- cribe las características geográficas de Inglaterra para determinar cómo han influido de forma importante en muchos de los rumbos que ésta ha tomado durante la historia moderna. En esta obra define la geografía 112 la construcción del espacio en el tiempo histórica como el estudio de la organización espacial de un territorio, derivado del paisaje original y acontecimientos significativos en distintas épocas; en su obra nos hace saber de la importancia de la diferenciación del espacio geográfico, contenido por un vacío.E n este sentido, la autora nos guía por el siglo xvi, ofreciendo la experiencia de viajeros ingleses, posteriormente entrevistados, denotando la importancia de la Nueva Es- paña para Inglaterra, lo cual tendría efectos en la organización territorial de la Nueva España (Ramírez H., 2005). La propuesta paisajística entra en la geografía mexicana, se estudia mediante la transformación del medio ambiente por grupos humanos a través de la larga duración. La influencia de la escuela de Berkeley legó una cantidad importante de estudios sobre geografía histórica, en México este legado se dirige con mayor precisión hacia la geografía cultural. Por lo tanto, desde esta tradición se encuentran trabajos sobre la Evolución en el paisaje de la cuenca de México durante la dominación española (Gar- za, 1997). Con una orientación más de climatología histórica, Gustavo Garza se acerca más al paleoambiente, detectando cambios ambientales para vincularse con tendencias bioclimáticas de larga duración, para ello utiliza los registros parroquiales en donde a partir de rogar a un santo se buscaba la manifestación o abandono de algún fenómeno meteorológico (lluvias, vientos, etcétera). Si bien, el tema de las fronteras es recurrente en lecturas sobre el paisaje; en general, los trabajos están vinculados con la concepción de hombre-naturaleza. Con respecto al espacio desde la geografía analítica, la geografía histórica ha ayudado a la construcción a partir de estudios sobre orde- namiento territorial, aunque en ocasiones se le condena como método. En los escritos analizados se va destacando la organización del espacio para comprender diversas estructuras, logrando un análisis geográfico- histórico de la Nueva España a finales del sigloxviii (Fernández, 1989). La organización espacial también ha recreado sus paisajes (Ita, 2000), en donde el postulado es que la organización espacial de un territorio deriva del paisaje original y las fuentes de extranjeros en tierras novohispanas tuvieron gran importancia política y económica. Mercaderes, piratas y emigrantes son los informantes y los datos geográficos sirven para conocer acerca de los territorios de la Nueva España. En Gran Bretaña, el auge de la geografía histórica, interesada por el espacio cuantitativo, produjo su propia crítica fructífera hasta encontrar textos en donde se señala la importancia de la geografía histórica más allá de la propia geografía (Gregory, cit. en Cortez, 1991). En México se han georgina calderón aragón 113 realizado escasos trabajos retomando los principios teóricos del espacio cuantitativo; sin embargo, en los múltiples trabajos de Bernardo García (1991, 1998 y 2002) se encuentra esta preocupación, donde la clarificación de los hechos sociales está asociada a los aspectos funcionales a la largo de la geografía, inserta también en el concepto de larga duración. Uno de los temas que se han desarrollado dentro del espacio subjetivo es el de la ciudad. Con interés en la ciudad de México, en los trabajos predomina nuevamente la larga duración y la manera en la cual puede aprehenderse el tiempo. Las escalas de análisis van de lo local a lo mun- dial y en todas se subraya la fuerza de la ideología como fuente creadora de la acción humana, la cual dará paso a la creación de la ciudad. Se puntualiza, además, las relaciones de la sociedad de ese tiempo y espacio; así, Federico Fernández, (1994) en Les idees de l’amanagement parisien pendant le second empire et leure repercussions a México, 1864-1910, se centra en la importancia de lo ideológico para la conformación física de la ciudad. Para sus posteriores investigaciones trata de contestar la pre- gunta: ¿cómo ha crecido la ciudad partiendo de su traza urbana?, cuyos resultados se presentan en el artículo Europa y el liberalismo neoclásico en la ciudad de México (Fernández, 2000a), en donde recorre la ciudad de México desde la Colonia y a través del México independiente, anali- zando, a partir de las ideas importadas desde Francia, la arquitectura y las motivaciones ideológicas. La traza urbana también ha tenido fuertes lazos en esta tradición y se han producido trabajos a partir de los cuales se analizan lugares de segre- gación, por ejemplo, la ciudad de Orizaba en el siglo xix (Ribera, 1996b), en donde la organización de los centros urbanos expresa en buena medida la imposición ideológica de un espacio, la autora analiza esta imposición ideológica a través de las plazas públicas en varias escalas, en el artícu- lo La plaza pública: elemento de integración, centralidad y permanencia en las ciudades mexicanas (Ribera, 2002a). En esta misma línea de investi- gación, Federico Fernández (1999) estudia a los actores intelectuales del imaginario urbano en el artículo El imaginario urbano del siglo xvii. La ciudad de Descartes y de Perrault, en donde se centra en la influencia de la arquitectura y la traza urbana. También ha puesto el foco en la lectura de la traza urbana de la ciudad de México desde principios del siglo xvii y hasta inicios del xix, en La influencia francesa o de personas embebidas en la atmósfera cultural francesa (Fernández, 1998). Otra línea de investigación dentro de esta tradición se ha centrado por un lado en estudios de segregación y control de la sociedad, a partir 114 la construcción del espacio en el tiempo de la recreación en la ciudad (Ribera, 1999a), o en los grupos de poder regionales dentro de la ciudad, a través del desarrollo de las finanzas y la administración (Ribera, 2001), o en el desarrollo de élites en la ciudad (Ribera, 2002b), a partir de indagar en los archivos municipales, lo que permite la reconstrucción y articulación de los distintos temas. Eulalia Ribera (2002), en Herencia colonial y modernidad burguesa en un espacio urbano, trata de interpretar los procesos económicos y las relaciones sociales dentro de la ciudad. Pero también incursiona, a partir de la interpretación de documentos de los archivos de la ciudad, en la elaboración de las leyes que permiten crear, dentro de la ciudad, un buen gobierno a través de las ideas que rigen el funcionamiento de la misma de acuerdo con la época que atraviesa. Tradición y cambio en la construcción de la imagen urbana del siglo xix (Ribera, 2002e) es un buen ejemplo. Federico Fernández se ha abierto también a la posibilidad de imaginar la ciudad con funcionamiento orgánico, a partir de la percepción orgánica de Humboldt al pasar por México (Fernández, 2000b), durante los siglos xvii y xviii, en donde intenta mostrar la influencia deE uropa en México, destacando la importancia de la urbe (lo material de la ciudad) y la ciudad (los hombres), en El ensanche urbano: Cerda y la percepción de la ciudad de México en el siglo xix (Fernández, 2002), manifestando cómo esta idea fue un móvil en la interpretación de la ciudad (Fernández, 2003). Por su parte, Marcelo Ramírez ha examinado la manera “como los colonizadores de la Nueva España, particularmente los religiosos de los siglos xvi y xvii, transplantaron la idea de que la naturaleza de los lugares es algo efímero, físico, exterior e inferior a la realidad interior, trascendente, superior y espiritual del hombre” (Ramírez, 1997), lo que significa que se modificó la idea de los lugares a partir de la voz de los misioneros, creando una nueva cosmovisión. Su trabajo, por lo tanto, puede situarse dentro de una historia de las ideas, de esta forma revela la idea conformada de una naturaleza semejante y diversa (Ramírez, 1989), se introduce en la cosmovisión de los cronistas españoles (Ramí- rez, 1996), averigua sobre la cosmovisión imperante por medio del ma- crocosmos y del microcosmos (Ramírez, 2002b); para ello se adentra en la obra de Francisco de Burgos (Ramírez, 2002) para manifestar cómo a través de la ideología española se hizo la invención del indio. Otra línea de Marcelo Ramírez se centra en la importancia de las montañas (altepetl) como símbolo en los indios de Mesoamérica, y cómo trataron los misioneros de restarle significado. La percepción del sujeto so- bre el entorno sitúa a los mapas como una fuerte herramienta no sólo georgina calderón aragón 115 para representar, sino también para analizar y proponer problemas de investigación. Ésta es una línea prioritaria en el trabajo de investigación de Marcelo Ramírez, como se puede observar en el artículo que presenta en esta misma obra y como muestra, a través del análisis de los mapas del siglo xvii, indica la validez que pueden tener para estudiar litigios provocados por la posesión de tierras (Ramírez, 2000c). Existe una importante cantidad de trabajos desde la geomorfología, o sea dentro de la tradición del espacio como naturaleza; pero tampoco han sido considerados dentro de esta primera parte del proyecto en virtud de estar realizados principalmente por autores extranjeros y este tipo de trabajos se piensan considerar para un estudio posterior, toda vez que han sido numerosos los autores que han desarrollado sus investigacio- nes sobre geografía histórica en el territorio mexicano. Como ejemplos concretos en el caso de la geomorfología está Heine (1983), con interés en la serie de cambios erosivos que se han sucedido a lo largo del tiem- po; Kern (1973), que elaboró una metodología propia para el trabajo de campo; y Larturriaga (1994), que se centró en la toponimia extranjera en el reconocimiento de algunos poblados. En el país, la tradición de la producción del espacio no ha sido conside- rada para los estudios de geografía histórica y sería una gran contribución en virtud de recuperar la historia del espacio como una producción que se ha modificado de acuerdo con la actuación de los diferentes actores sociales a través del tiempo, lo cual permitiría comprender desde una temática especial el peso de los actores sociales en el proceso de cons- trucción del espacio para darle a estos estudios una vida distinta, situada más en la explicación del movimiento histórico que en la descripción de lo pasado. Por lo tanto, si bien los estudios sobre geografía histórica realizada por geógrafos en México tienen su mayor creatividad y contribución en los años que plantea esta investigación y, además, una cantidad importante de artículos y libros están en proceso de publicación, algunos geógrafos e historiadores reconocen como precursores los trabajos llevados a cabo por autores como Fernand Braudel, Carl O. Sauer, Chevalier, Lemoine, Miguel León Portilla, Alejandra Moreno Toscano y Enrique Florescano, entre otros. Pero Braudel, explícitamente, en la primera parte de El Mediterráneo, apunta: “Los capítulos que siguen (I a V) no son capítulos de geografía. Son capítulos de historia; de manera que todo este libro es un libro de historia”. Por lo tanto, si bien los geógrafos pueden tomar para sus escritos 116 la construcción del espacio en el tiempo el concepto de larga duración, no lo hacen, en muchos casos, con la visión de entender los procesos, ya que éstos están olvidados en la mayoría de los trabajos de geografía histórica en México. Así las cosas, “digamos entonces que Braudel no ha sido nunca geógrafo y no ha querido serlo nunca” (Romano, 1993). De acuerdo con lo investigado hasta la fecha, la geografía histórica ha tenido múltiples definiciones espaciales y direcciones temáticas diversas, por lo que en México queda para la reflexión una frase de Marc Bloch: “Titular un libro como de geografía histórica significa correr el riesgo de no dar de antemano una idea exacta de su contenido”.

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Medio siglo de geografía histórica en los Estados Unidos

Shawn Van Ausdal* Claudia Leal*

“Nuestros números están mermando [y] el interés exterior en la geografía histórica se está desvaneciendo”, se lamentó recientemente Atimus Keiffer [2003, coeditor de Past and Place, el boletín del Grupo de la Especialidad en Geografía Histórica de la Asociación de Geógrafos Americanos (aag), por sus siglas en inglés]. Este sentir no es nuevo. Los geógrafos históricos han reconocido hace mucho su posición marginal dentro de la disciplina de la geografía. Sin embargo, desde la poderosa defensa de la geografía histórica realizada por Carl Sauer en su discurso presidencial de 1941 ante la aag, la disciplina ha crecido de manera importante. En los últimos 50 años, los geógrafos comprometidos con un enfoque histórico han pro- ducido un cuerpo de trabajo sustancial y variado. ¿Qué explica entonces el sentimiento de declive de Keiffer y cómo lo reconciliamos con nuestra perspectiva de vitalidad de la geografía histórica? La respuesta recae en la forma en que la disciplina se ha desarrollado desde los años cin- cuentas, y su relación cambiante con la geografía humana. Hasta los años ochentas, la geografía histórica era notablemente cohesiva, pero seguía en los márgenes de la disciplina ya que la geografía se definía en su mayoría en oposición a la historia. Sin embargo, en las últimas dos décadas, esta oposición se ha erosionado ya que los geógrafos armonizan cada vez más con la historia y la geografía histórica ha empezado a participar en debates y teorías de geografía humana. Una consecuencia irónica de esta convergencia ha sido la fragmentación de trabajos geográficos con una perspectiva histórica. Esta pérdida de cohesión explica la ansiedad de Keiffer, pero también representa la valiosa adición de nuevos enfoques al estudio geográfico del pasado, y es el origen de la mayor parte del dina- mismo persistente (a veces no reconocido) de la disciplina. Este capítulo narra el desarrollo de la geografía histórica en los Estados Unidos en el

* Departamento de Geografía, Universidad de California, Berkeley.

127 128 medio siglo de geografía histórica en los estados unidos

último medio siglo, considerando tanto su riqueza como su marginalidad persistente aunque cambiante. Dividimos el desarrollo de la geografía histórica desde los años cincuen- tas en tres periodos, cuyos límites son un asunto de conveniencia más que una cronología precisa (También mencionaremos solamente a unos pocos geógrafos históricos importantes para ilustrar la historia de la dis- ciplina, omitiendo necesariamente a muchos otros cuyo trabajo merece discusión). El primer periodo, lo que nosotros llamamos la “vieja escuela”, incluye los años cincuentas y sesentas. Durante este periodo, los geógrafos humanos concordaban, por lo general, en que su objeto de estudio era la especificidad de las regiones.S e concentraban en los rasgos materiales que definen los asentamientos humanos particulares y que indican cómo la gente ha transformado su medio ambiente. Los geógrafos históricos eran un subconjunto definido de este grupo, ya que trataban con el pasado mientras que la mayoría de sus colegas pensaba que la geografía debía tratar del lugar y no del tiempo. Por consiguiente, los geógrafos históricos se encontraron en los márgenes de la disciplina, aunque permanecieron dentro de los límites claros de lo que fue considerado el reino de la geo- grafía. Sin embargo, esta noción restringida de lo que era la geografía en sí misma, dio tanto a la disciplina como al campo de estudio una unidad temática y metodológica. La geografía histórica era cohesiva a pesar de algunas diferencias entre sus practicantes. En los años sesentas y setentas, nuestro segundo periodo, la llamada “Revolución cuantitativa” transformó la geografía humana. Frustrados por el énfasis tradicional en la descripción y la renuencia a generalizar, muchos geógrafos humanos intentaron modernizar la disciplina haciendo uso de la cuantificación y de la búsqueda de leyes espaciales universales. Este giro radical dejó poco margen para el interés de los geógrafos históricos en las reconstrucciones detalladas de paisajes del pasado, respondieron a este desafío en diversas formas. Muchos simplemente continuaron por caminos bien andados, otros lucharon. Sin embargo, en general, los geó- grafos históricos empezaron a reconocer algunas de las limitaciones de la vieja escuela. Varios de ellos empezaron a alejarse del antiguo énfasis en el lugar y pasaron a un interés más nuevo en los patrones y generali- zaciones espaciales. Los años sesentas y setentas fueron así un periodo de continuidad y de cambio. En las últimas dos décadas del siglo veinte, nuestro periodo final, la geografía histórica ha seguido la evolución de la disciplina y se ha enfo- cado en los procesos sociales desde una variedad de perspectivas. En los shawn van ausdal y claudia leal 129 años ochentas, los geógrafos humanos se desilusionaron con la búsqueda de leyes espaciales abstractas. Se volvieron en cambio, hacia los análisis basados en el lugar de la dinámica social y, con la ayuda de los geógra- fos históricos, llegaron a reconocer la importancia de una perspectiva histórica. No obstante, este (re)descubrimiento del lugar y de la historia no implicó un retorno a la situación anterior. En cambio, los geógrafos humanos incorporaron teorías y temas a partir de las ciencias sociales que, a su vez, se han enriquecido a través de sus propias meditaciones sobre el espacio, el lugar y la naturaleza. Como resultado de este proceso, la geo- grafía, y con ella la geografía histórica, han detonado en innumerables direcciones nuevas y ha perdido su cohesión anterior, aunque ha ganado variedad y vitalidad. Irónicamente, entonces, conforme más geógrafos han mostrado un interés más intenso por el pasado, la geografía histórica se ha desarticulado como nunca antes. El campo de estudio ha perdido gran parte de su antigua atracción gravitacional, ya que intereses tópicos, teóricos y políticos han sacado a los geógrafos históricos fuera de su órbita. Aun así, las personas que se dicen geógrafos históricos, y muchos que no lo hacen pero también toman la historia en serio, continúan elaborando algunos de los trabajos más interesantes de la disciplina.

La vieja escuela (1950-1960)

En 1954, Andrew Clark escribió la primera revisión extensa de la geografía histórica en los Estados Unidos, trazando así un rumbo futuro para este campo de estudio. Ese mismo año, Carl Sauer ayudó a organizar la con- ferencia “El papel del hombre en el cambio de la faz de la Tierra”, una culminación notable a una larga carrera de promoción de una geografía centrada en el medio ambiente y en la historia (véase Thomas, 1956). Estos dos personajes preeminentes formaron la columna vertebral de la geografía histórica de Estados Unidos y de Canadá en los años cincuen- tas, una época fundamental que nosotros caracterizamos como la “vieja escuela”. Aunque sus puntos de vista difieren un poco, Sauer y Clark demuestran la unidad relativa de la geografía histórica en ese entonces y su aislamiento del resto de la disciplina. Eran originales en un tema que tenía una mínima consideración por una perspectiva histórica. No obstante, la cohesión entre los geógrafos históricos durante ese periodo se origina mayormente del consenso de que la tarea básica de la geografía era la caracterización de las regiones. 130 medio siglo de geografía histórica en los estados unidos

Carl Sauer era prominente mucho antes de los años cincuentas. La ga- ma amplia de su trabajo y sus declaraciones metodológicas, limitadas pero de gran difusión, ayudaron a colocarlo como uno de los geógrafos más importantes e innovadores de su tiempo (véase Sauer, 1925, 1941). Sin embargo, mucha de su influencia provino de su papel protagónico en el Departamento de Geografía de la Universidad de California en Ber- keley. Desde 1923 hasta su jubilación en 1957, Sauer dio forma a ese Departamento y a sus estudiantes (dirigiendo 37 tesis de doctorado) con su propia visión de la disciplina. A través de sus publicaciones, de los estudiantes y de su puesto como jefe del Departamento, Sauer formó la llamada Escuela de Geografía de Berkeley que dejó su marca distintiva en el desarrollo de la geografía en los Estados Unidos, con su defensa de una comprensión histórica de cómo las personas alteran sus ambientes naturales para formar paisajes culturales. En 1941, Sauer utilizó su discurso presidencial a la aag para defender una perspectiva histórica en la geografía. En los años veintes y treintas, la geografía en los Estados Unidos operaba bajo la carga de su asocia- ción con el determinismo ambiental y su posición marginal dentro de la comunidad académica. El esfuerzo de Richard Hartshorne (1939) por definir la disciplina claramente, en The Nature of Geography [La natu- raleza de la geografía], ejemplificó el deseo de exorcizar ese pasado y delimitar un lugar seguro en la división académica laboral. Este libro se convirtió en una pauta para la geografía estadounidense e incitó a Sauer a reaccionar. Hartshorne definió la geografía en oposición a la historia. Los dos sintetizaban tradiciones, pero mientras la historia examinaba el cambio con el tiempo, la geografía se concentraba en la variación a tra- vés del espacio. Los geógrafos humanos que siguieron este mantra exami- naban las regiones, pero tendían a omitir su desarrollo histórico (cómo se formaron los paisajes que estudiaban). Sauer consideró dicho empeños como esfuerzos triviales de clasificación sin una comprensión real.A de- más, según Sauer, Hartshorne falló en su intento por evitar el problema del determinismo ambiental, alentando a los geógrafos a desatender sus viejas investigaciones sobre las relaciones humano-ambiente. Sin embargo, Sauer y Hartshorne concordaban en que la geografía era una tradición sintética que incorporaba los intereses y perspectivas de otras disciplinas para formar un retrato compuesto de un lugar; y que su tarea principal era el estudio de la diferenciación de áreas o la personalidad regional. No obstante, el deseo de Hartshorne por restringir el alcance de la geografía para asegurar adecuadamente su identidad, minó precisa- shawn van ausdal y claudia leal 131 mente aquellas áreas donde —según Sauer— la disciplina podía hacer las mayores contribuciones: el estudio de las relaciones humano-ambiente y el desarrollo histórico de los paisajes. Sauer entendía que la tarea de la geografía humana era el estudio com- parativo de áreas culturales diferentes localizadas en la superficie de la tierra. Pensaba que la geografía debería tratar sobre las culturas, y no sobre individuos o instituciones. Para él, la cultura era una actividad aprendida y convencionalizada de un grupo que ocupaba un área definida. Esta noción de la cultura era orgánica, ya que se refería a los hábitos de un grupo como un todo y no a sus divisiones sociales internas: material, en la concentración sobre los rasgos que dejaron una marca visible en la tierra; y espacial, en su asociación con una región particular. Sauer imaginaba al mundo dividido en regiones discretas basadas en la distri- bución de culturas diferentes, cada una modificaba su ambiente de una forma única. En este aspecto, Sauer fue influenciado por su asociación íntima con antropólogos en Berkeley para quienes el estudio de grupos culturales extendidos en el espacio era una reacción contra la creencia en la evolución cultural de finales del siglo diecinueve. Lo que más interesaba a Sauer era la forma en que las culturas trans- formaron los paisajes naturales en culturales. Para leer los paisajes, Sauer creía que primero era necesario considerar los procesos geomórficos, climáticos y ecológicos fundamentales que los constituían. Sólo entonces un geógrafo humano podría explicar cómo la gente alteraba aún más el ambiente a través de sus propias creencias y prácticas culturales. Así, Sauer dio más énfasis a la interfase humano-naturaleza que la mayoría de los geógrafos de la época. Evitaba el problema insistente del determinismo ambiental, haciendo que las culturas fueran los agentes activos de la transformación del paisaje en lugar de extenderse en el tema de cómo el ambiente influenciaba la cultura. Sauer también pensaba que el estudio de cómo las culturas dieron for- ma a los paisajes podría hacerse únicamente de manera histórica. La eva- luación de cualquier paisaje cultural tenía que cuestionar el origen de sus habitantes, cómo llegaron a usar ciertas plantas y animales, y la fuente y función de sus prácticas materiales. Sauer se refería a esto como el enfoque genético. Se concentraba en comprender los orígenes y la difusión de las características materiales que formaban el paisaje. Debido a que creía que esta perspectiva histórica era indispensable, Sauer consideraba a la geogra- fía humana, regional e histórica como una misma y única. Rara vez hablaba de geografía histórica, ya que para él toda la geografía era histórica. 132 medio siglo de geografía histórica en los estados unidos

Un vistazo al trabajo de James Parsons, uno de los estudiantes de Sauer, es una manera útil de ilustrar el enfoque del paisaje cultural de la Escuela de Berkeley. Con su interés constante en la Latinoamérica rural y el cambio del paisaje, Parsons conservó el legado de Sauer durante su propia carrera larga en el Departamento de geografía de Berkeley. Su disertación sobre la región cafetalera colombiana, publicada como An- tioqueño Colonization in Western Colombia [Colonización antioqueña en Colombia Occidental] (1949), es un clásico de la historiografía colom- biana. Parsons define su área de estudio como la región establecida por los antioqueños. Inicia con el fondo natural y después habla de las po- blaciones indígenas anteriores a la conquista. Sin embargo, el enfoque principal es cómo los antioqueños colonizaron y transformaron esta re- gión. Sigue con detalle el proceso del asentamiento, tratando las diversas fases de desarrollo regional y cierra con un capítulo corto sobre el ímpetu industrial de los años cuarentas. Aunque profundamente histórica, la meta de Parsons es entender cómo se creó el paisaje contemporáneo. Organizó el libro principalmente por temas y no cronológicamente, consagrando capítulos separados a la minería, la agricultura, las políticas públicas de la tierra, el transporte, etcétera. Entrelaza el libro a través de su enfoque en un lugar específico y en las personas en vez de una narrativa histórica o el desarrollo de una tesis. Redacción clara y concisa, así como mapas atractivos, dan una cierta elegancia al libro. Al igual que su mentor, Parsons era un adepto archivista y trabajador de campo, y compartía una aptitud por abordar de una variedad amplia de temas. En este sentido, su trabajo ejemplifica no sólo el enfoque de la Escuela de Berkeley, sino gran parte de la vieja escuela en general. Andrew Clark fue el otro personaje principal en la geografía históri- ca del periodo. Fue estudiante de Sauer en los años cuarentas, pero siguió desarrollando su propio enfoque al campo de estudio. Cuando la aag planeaba producir un volumen para su 50 aniversario para revisar la situa- ción de la disciplina, Sauer era el candidato obvio para escribir el capítulo sobre geografía histórica. Sin embargo, él no estaba interesado y sugirió en cambio: “¿Por qué no prueban con Andy Clark...? Ha trabajado duro... y está edificando un antecedente comparativo de lo que podría llamarse el mundo de la cultura anglosajona en el extranjero” (en Williams, 1983, 18). Así que Clark (1954) escribió la revisión sobre el campo de estudio y se convirtió en el portavoz de la geografía histórica. Mantuvo esta posición en los años cincuentas y sesentas a través de su propio trabajo innovador, enunciados más metodológicos y como fuerza impulsora shawn van ausdal y claudia leal 133 detrás de la creación del Journal of Historical Geography [Revista de geografía histórica]. Como profesor en la Universidad de Wisconsin en Madison, donde dirigió 19 tesis de doctorado, Clark moldeó gran parte de la siguiente generación de geógrafos históricos. Aunque Clark reemplazó a Sauer con su revisión de 1954, la persona a la que realmente reemplazó era Ralph Brown. Geógrafo en la Univer- sidad de Minnesota, Brown produjo una geografía histórica alternativa a la de Sauer a través de sus libros, Mirror for Americans [Espejo para los estadounidenses] (1943) y Historical Geography of the United States [Geografía histórica de los Estados Unidos] (1948). Para Brown, la tarea del geógrafo histórico era la reconstrucción de las geografías del pasado. Con esto se refería a la descripción de una región en un momento par- ticular en el pasado. En su libro Mirror for Americans, Brown escribió desde la ventajosa posición imaginaria del viajero que se mueve a lo lar- go del litoral oriental en 1810. Su meta era recrear cómo se veía el paisaje durante ese año y capturar la forma en que la gente de la época entendía su alrededor. Esta visión de la geografía histórica era más convencional que la de Sauer. Consideraba el papel de la geografía como la representación de la variedad regional a través del espacio; sólo Brown prefirió examinar dicha variedad en el pasado y no en el presente. Su enfoque transversal (viajar a través del espacio en un momento preciso en el tiempo, en vez de explorar cómo cambiaba un paisaje con el tiempo) era similar al que se asumió en Inglaterra bajo la dirección de H. C. Darby. La muerte de Brown en un accidente automovilístico en 1948, a la edad de 50 años, interrumpió prematuramente su influencia y creó un vacío en la geografía histórica estadounidense que Clark ocupó posteriormente. La propia perspectiva de Clark sobre la geografía histórica tendió un puente entre Brown y Sauer. Su primer libro, The Invasion of New Zealand by People, Plants and Animals [La invasión de Nueva Zelanda por la gente, las plantas y los animales] (1949), portaba la marca de sus años en Berkeley. Se concentraba en el asentamiento europeo de esta isla y la transformación sustancial del paisaje que se forjó a través de la introducción del ganado, las enfermedades y pestes, la agricultura, etcétera. Sin embargo, en sus dos libros posteriores, Clark desarrolló su propia concepción de la disciplina a la que llamó el estudio del cambio geográfico. La reconstrucción hecha por Brown sobre las geografías del pasado atrajo a Clark, pero éste pensó que era demasiado estática, hasta antihistórica. Por consiguiente, propuso estudiar las secciones transver- sales de un lugar en particular en periodos diferentes para capturar la 134 medio siglo de geografía histórica en los estados unidos manera en que cambiaron a través del tiempo. En su segundo libro, Three Centuries and the Island [Tres siglos y la isla] (1959), Clark estudió los patrones de asentamiento y las prácticas agrícolas en la Isla Price Ed- ward, Canadá, desde mediados del siglo diecisiete a mediados del siglo veinte. Clark cubre estos 300 años mediante descripciones detalladas de la isla en cinco periodos sucesivos. Se apoya enormemente en mapas (155 de ellos) para organizar sus datos empíricos, hacer comparaciones con el tiempo y entre las partes diferentes de la isla, así como para localizar patrones de cambio geográfico.E n Acadia: The Geography of Early Nova Scotia to 1760 [Acadia: La geografía de los primeros tiempos de Nueva Escocia hasta 1760], su tercer libro, Clark (1968) cambió un poco su enfoque. Abandonó su antigua dependencia de los mapas para un relato más narrativo de las diferencias entre sus tres secciones transversales principales. Por consiguiente, la idea de Clark sobre la geografía histórica difería de la de Sauer. Clark estaba interesado en reconstruir las geografías del pasado y explorar cómo cambiaron con el tiempo, mientras que Sauer instaba a los geógrafos a examinar el origen y desarrollo de paisajes par- ticulares. El trabajo de Clark era más evocador de las narrativas históricas que el trabajo temáticamente organizado de la Escuela de Berkeley. Ade- más, Sauer y sus estudiantes prestaron más atención a la transformación humana del mundo natural, mientras que Clark estaba más interesado en la organización social y económica. Sin embargo, en retrospectiva, Sauer y Clark parecen tener mucho en común. Su énfasis compartido en los patrones de asentamiento, aprovechamiento de recursos y manifesta- ciones visibles de actividades económicas en el paisaje dio a la geografía histórica una unidad temática fuerte en los años cincuentas y sesentas. Los dos delinearon la difusión de los pueblos y las prácticas culturales. Además, inculcaron en sus estudiantes una pasión por el trabajo de campo, la erudición de archivos meticulosos y una imaginación cartográfica.

Continuidad y cambio (finales de 1960-1970)

En 1972, Clark estudió el campo de la geografía histórica por segunda vez. Se enorgullecía del progreso sustancial logrado desde principios de los años cincuentas. Gracias principalmente a su esfuerzo y el de sus es- tudiantes, un conjunto reconocible de trabajo de geógrafos históricos había empezado a tomar forma. Sin embargo, Clark también se dio shawn van ausdal y claudia leal 135 cuenta que la geografía histórica empezaba a envejecer en el contexto de un esfuerzo mayor por transformar la geografía humana en una ciencia espacial, un cambio que lanzó a los geógrafos históricos aún más hacia los márgenes de la disciplina. Esta nueva tendencia generó reacciones diversas entre los geógrafos históricos. Muchos de ellos se resistieron a la redefinición de la disciplina y siguieron adelante como antes.N o obstante, un grupo cada vez mayor empezó a reconocer las limitaciones de la vieja escuela, urgiendo al campo de estudio de su antigua preocupación por las particularidades del lugar hacia modelos, generalizaciones y patrones espaciales ideales. Los años sesentas fueron un periodo de cataclismo en la geografía humana. Los defensores de una “Revolución cuantitativa” pretendie- ron transformar la disciplina de una que describía regiones a una que formulaba leyes espaciales. Estos “científicos espaciales” creían que el papel del geógrafo era descubrir los principios subyacentes comunes a la organización de sociedades en el espacio (Freeman, 1961, 142). Influen- ciados por el optimismo en la ciencia posterior a la guerra, argumentaban que la tradición regional había llegado a un callejón sin salida: carecía tanto de rigor sistemático como de habilidad para llegar a conclusiones significativas. Se sintieron frustrados ante la tendencia de las geogra- fías regionales a “arrastrarse tediosamente a través de una sucesión de hechos, aparentemente no relacionados, de rasgos físicos, clima, vege- tación, agricultura, industrias, población, etcétera, con poca atención a la relación entre [ellos]” (Freeman, 1961, 142). Proponían que los geógrafos adoptaran técnicas estadísticas para analizar sus datos de ma- neras novedosas y más sistemáticas. Estas técnicas frecuentemente sir- vieron para responder nuevas preguntas, pero también infundieron a las geografías regionales un aura científica.S in embargo, el movimiento más radical fue presionar a la geografía a convertirse en una ciencia social formal y deductiva. Por demasiado tiempo, los científicos espaciales ar- gumentaron un interés intrínseco bien establecido que había impulsado los estudios geográficos. Ansiosos por afianzar una posición respetada para la geografía dentro de la academia, clamaron que la verdadera labor de la geografía debía ser la formulación de leyes generales, con poder de predicción, de patrones y conducta espaciales. La agitación del periodo generó un debate interno sobre la práctica y propósito de la geografía histórica. No obstante, muchos geógrafos históricos tendieron a ignorar los desafíos. Atados a las particularidades del lugar y del periodo, les fue difícil adoptar el nuevo marco de trabajo 136 medio siglo de geografía histórica en los estados unidos científico. A menudo sus datos no se prestaban a análisis cuantitativo. Además, los tipos de preguntas que hacían los científicos espaciales sobre las regiones y las jerarquías ni los cautivaban ni les brindaban herra- mientas útiles para ayudarlos a unir las piezas de las geografías antiguas. Mientras que los geógrafos históricos siempre eran originales dentro de la disciplina, con la transformación de la geografía humana se volvieron verdaderamente marginales. Para los años setentas, la geografía histórica había ganado la reputación de ser un refugio para aquellos que no estaban dispuestos o no podían ir al corriente de los desarrollos teóricos en el resto de la disciplina. Cole Harris (1971), un antiguo estudiante de Clark, personificó el an- tagonismo que muchos geógrafos históricos sentían hacia el nuevo rum- bo de la disciplina. La geografía, decía él, “no puede definirse como el estudio de las relaciones espaciales”. Harris negaba la posibilidad de crear teoría espacial pura. A pesar de sus demandas, él argumentaba que los nuevos geógrafos sólo aplicaban las teorías de otras disciplinas de una manera espacial. Asimismo, temía que esta reformulación terminara por desmembrar la disciplina. Por ejemplo, en el proceso de desarrollar el conocimiento suficiente para analizar espacialmente la actividad eco- nómica, Harris consideraba que los geógrafos económicos “en su mayoría se habían convertido en economistas”. Trataban las cuestiones económicas y hablaban mucho con economistas en lugar de con colegas geógrafos, una tendencia que se repetía en otras subdisciplinas. Por consiguiente, Harris defendió el antiguo punto de vista integrador de la geografía:

La dificultad para concebir la teoría geográfica se reduce a esto.E l desarro- llo de la teoría es necesariamente un ejercicio en la abstracción y simplifi- cación, en donde se eliminan las complejidades de situaciones particulares al punto donde las características comunes se vuelven aparentes. Mas si se considera que la geografía tiene una materia objeto en particular, cier- tamente no son los fenómenos o categorías de fenómenos individuales, muchos de los cuales, o todos, pueden estudiarse individualmente a través de otras disciplinas, pero no se estudian por otra parte en sus interrela- ciones complejas. Si se piensa que los geógrafos tienen un punto de vista distintivo, entonces ese punto de vista se caracteriza por el hábito de ver en su totalidad el complejo de factores que constituye el carácter de los lugares, regiones o paisajes: en una palabra, por amplitud de síntesis.

La defensa de una perspectiva más tradicional, junto con enfoques similares en tema, método y área, ayudó a unificar el campo de estudio shawn van ausdal y claudia leal 137 a pesar del desafío de la transformación de la geografía humana. Muchos de los miembros del grupo central de geógrafos históricos que ayuda- ron a apuntalar la identidad y sentido de dirección de la disciplina eran estudiantes de Clark. El énfasis que pusieron, al igual que Clark, en el dominio de las fuentes de archivo, datos cartográficos y un compromiso con los debates historiográficos, proporcionó una continuidad metodo- lógica significativa.L os tipos de preguntas que hacían sobre los patrones de asentamiento, el origen de las diferencias regionales y la difusión de grupos y rasgos culturales, también contribuyeron a unificar el campo de estudio. ¿Desde dónde emigraron los colonos y qué tipos de prácticas materiales y culturales llevaron consigo? ¿Cómo percibieron y se adapta- ron al nuevo medio? ¿Cómo las diferentes comunidades mantuvieron las identidades étnicas ante las presiones de asimilación? ¿Cómo encajaron tales comunidades en el mosaico cultural más grande? También tendieron a concentrarse en Estados Unidos y Canadá de las épocas colonial y del siglo diecinueve con una inclinación hacia la mitad oriental del conti- nente. Además, se extendían grandemente en temas rurales aunque, a diferencia de la Escuela de Berkeley, no prestaban mucha atención a las transformaciones humanas del medio ambiente. A pesar de las continuidades dentro de la geografía histórica, los años setentas también presenciaron los retumbos del cambio. James Vance (1970, 7) condenó la antigua tradición como desesperadamente empírica. “En los primeros años de la historia de la disciplina, nuestra mirada des- cansaba casi exclusivamente en el patrón físico que la naturaleza brindaba para uso humano y la transformación que el hombre había causado a ese paisaje. Sin embargo, sin cierta noción del orden, el paisaje observado resultó tan difícil de comprender como lo es explicar el contorno del bra- zo de un hombre en los principios estéticos. Toda la observación en cam- po de una generación seria y sufrida no produjo más que un catálogo de textura y manchas superficiales”.C lark, decano de geografía histórica en ese entonces, tuvo que cargar con mucha de la crítica. William Koelsch (1970, 202), por ejemplo, clamaba que el método de Clark era un “ca- llejón sin salida”. Acadia personificó el empirismo ingenuo al que Vance se refería: un ordenamiento de hechos sin referencia a una teoría que ayudara a clasificarlos. También condenaba a Clark por negarse a hacer cualquier generalización. Sin un propósito global claro, que no sea un in- terés profundo en una región particular, el libro de Clark era un embrollo de detalle heterogéneo. “Es de lo más perturbador”, reflexionó Koelsch (202), “que un estudio reconocido sobre ‘los patrones de asentamiento y 138 medio siglo de geografía histórica en los estados unidos la actividad económica’ de un geógrafo en 1968 esté tan completamente desprovisto de los cuerpos principales de la teoría claramente geográfica para tratar dichos problemas…” Más concluyente, por lo menos desde la perspectiva de Clark, era la crítica de que él (y la geografía histórica en general) no pudo consignar los procesos de cambio histórico, el problema que Clark se había propuesto a abordar expresamente. Paul Wheatley caracterizó su método como una serie de fotos instantáneas que daban la impresión de cambio sin analizar su dinámica (Baker, 1972, 15). Hasta el compasivo Donald Meinig (1978) reconoció que, al final,C lark estaba más interesado en el lugar que en el proceso. La crítica de la geografía histórica llevó al campo de estudio en nuevas direcciones, entre las cuales destacan dos tendencias: primero, un gru- po que se identificaba con la vieja escuela pero que incorporaba nue- vos temas y trataba de ser más interpretativa; y segundo, aquellos que deseaban poner freno a la tradición. El primer grupo provenía princi- palmente de la Escuela de Geografía Histórica de Clark. Aunque Harris (1971) defendía la tradición sintética, también reconocía que muchas antiguas geografías históricas eran más compendios que síntesis. En los años setentas, los estudiantes de Clark empezaron a ramificarse hacia nuevos temas: ciudades, industria, minorías y hasta cierto punto, clases. A finales de la década, Warkentin (1978, 214) señaló que había varios de ellos que ya mostraban un verdadero “interés por aspectos sociales que normalmente no se habían incluido en las síntesis geográficas amplias”. Podemos caracterizar el proceso como uno de transformación interior. Los miembros de este grupo ampliaron su gama temática, prestaron más atención a las cuestiones sociales e intentaron ser algo más interpretativos. Aun así, aunque se ramificaron, su perspectiva siguió siendo influenciada enormemente por la antigua tradición. El segundo grupo incluía aquellos que deseaban llevar la geografía histórica a direcciones nuevas. Si bien, el primer grupo continuaba enfo- cándose en el lugar, aunque de algunas formas innovadoras, el segundo grupo estaba más interesado en los modelos espaciales. Aunque criticaban la insistencia de la geografía científica en las leyes universales, obligaron a la geografía histórica a explicar en lugar de describir, a pensar más abstractamente y a trabajar a escalas diferentes de análisis. James Vance (1970), por ejemplo, emitió una crítica importante, basada en la historia de la teoría del lugar central, un concepto principal de la nueva geogra- fía científica. Pensaba que esta teoría ofrecía una buena explicación para la distribución y patrón de actividad económica en Alemania meridional, shawn van ausdal y claudia leal 139 donde Christaller la ideó en los años treintas. Sin embargo, los geógra- fos humanos se equivocaron al intentar aplicar la noción de forma más general. Vance argumentaba que esa teoría del lugar central, lejos de ser universal, era realmente un caso especial cuyo origen él remontaba al pasado feudal de la región. A pesar de su crítica del razonamiento de- ductivo y antihistórico de los científicos espaciales, Vance fue contun- dente al diferenciar su proyecto de aquél de la vieja escuela. “Éste no es un llamado a la geografía histórica, que parece rehuir enormemente a cualquier estructura que no sea la parroquial y carecer de organización estructural excepto por la cronológica, sino un llamado a usar la his- toria para elucidar y entender una formulación teórica y restrictiva… Esto es geografía económica-histórica en lugar de geografía histórica- económica, con su énfasis en el pasado, por su propio bien” (1970, 10; én- fasis en lo original). Vance también difería de los geógrafos históricos tradicionales en su alcance más amplio: en The North American Railroad [El ferrocarril norteamericano] (1995) su perspectiva es continental; y en This Scene of Man [Esta escena del hombre] (1977) abarca toda la historia de occidente. Aunque Vance quería que la geografía histórica fuera interpretativa y explicativa, su interés se quedó en la morfología y en los modelos geográficos, y no en los procesos sociales: E“ l interés del geógrafo no es la mecánica de la economía sino más bien su expresión física” (en Getis, 1971, 461). Donald Meinig también compendia esta transición de región a patrón durante los años setentas. Desde la muerte de Clark, Meinig asumió el manto de decano de la geografía histórica estadounidense. Ha conservado el énfasis de la antigua tradición en la diferenciación regional y persona- lidad, pero también le ha dado su propia inflexión. Metodológicamente, Meinig es más interpretativo que la vieja escuela. Proporciona detalles em- píricos ricos, pero los escoge juiciosamente para capturar los patrones generales en lugar de reconstruir las geografías del pasado. Muchos de sus estudios regionales son síntesis compactas. Además, se apoya mucho en fuentes secundarias en lugar de excavar en los archivos. Meinig también se pone en relieve temáticamente. Su interés en la huella cultural que de- jaron sobre la tierra los diversos pueblos que se establecieron en Estados Unidos brinda cierta continuidad, pero su enfoque en aspectos geopo- líticos —del desarrollo territorial, conflicto de fronteras y construcción de una nación— es innovador. No obstante, la manera principal en que Meinig difiere de la vieja tradición es su deseo por crear modelos ideales de desarrollo y estructura geográficos, así como su interés abrumador 140 medio siglo de geografía histórica en los estados unidos por los patrones espaciales. Los modelos de Meinig no intentan cap- turar las leyes universales. Son en cambio una forma de ordenar un mundo complejo, un nivel más alto de síntesis dentro de una tradición de clasificación.C riticaba tanto la geografía científica como el punto de vista estrecho de muchas geografías regionales. En su soberbio magnus opus, The Shaping of America [La configuración deA mérica] (1986, 1993 y 1998), Meinig inspecciona el recorrido amplio del desarrollo geopolítico estadounidense para brindar un marco de trabajo (del tipo que Clark deseaba pero no se atrevió a intentar) con el cual unir las múltiples piezas de un rompecabezas más grande. Muchos geógrafos históricos reconocen que The Shaping of America es uno de los grandes logros en el campo de estudio (Baker, 1995). Sin embargo, algunos otros también notan cierta frustración en este trabajo. Aunque innovador y gratificante, el relato de Meinig está desprovisto de gente. A pesar de su enfoque geopolítico, es extraño que contenga tan poca política. Además, Meinig descuida el entorno aún más que la Escuela de Clark. Aunque importante, su proyecto no se refiere a los intereses de geógrafos más jóvenes. Su primera atención a las cuestiones de poder y minorías apuntaba hacia desarrollos futuros pero, para los estándares de hoy, la manera en que los aborda parece simplista. Sin embargo, es prin- cipalmente su énfasis en la morfología y en el patrón, y no en los procesos sociales fundamentales, lo que lo ha hecho perder mucho de su públi- co en la geografía. Meinig representó un progreso sobre Clark, pero al final se encontró casi en la misma posición que el decano más viejo. Se concentró en el patrón más que en el lugar, pero a expensas del proceso; estaba dispuesto a generalizar mas no se embarcó con los tipos de cues- tiones sociales que cautivaban a una generación más joven. Repitió así la trayectoria de Clark de una innovación temprana sólo para quedarse atrás en los desarrollos continuos de la disciplina.

Nuevos rumbos (1980-2004)

En las últimas dos décadas del siglo veinte, la geografía humana ha pasado de la búsqueda de modelos y leyes espaciales a una exploración de los pro- cesos sociales. También se ha vuelto más centrada en la historia. Los geó- grafos históricos, con algunos estímulos, han empezado a comprometerse con los debates teóricos y temáticos que dominan el resto de la disciplina. Esta transición marca la convergencia de la geografía histórica y la hu- shawn van ausdal y claudia leal 141 mana. Harris (1991) consideró este cambio intelectual como el momento propicio para que la geografía histórica saliera de su posición académica marginal, sin embargo, el resultado ha sido lo opuesto. Conforme los geógrafos históricos se han vuelto hacia el estudio de la dinámica social, también han divergido en una multiplicidad de direcciones nuevas y han perdido mucha de su cohesión anterior. Más variado que nunca, el cam- po de estudio se ha fracturado a lo largo de las nuevas líneas temáticas, conceptuales y políticas, y ha perdido su sentido de identidad y propósito. Aún así, esta fragmentación no ha disminuido el número o la vitalidad de los trabajos geográficos sobre temas históricos. Para los años ochentas, los geógrafos humanos habían rechazado la Revolución cuantitativa. Los geógrafos históricos como Cole Harris, Leo- nard Guelke y Derek Gregory jugaron un papel prominente en la crítica de las abstracciones universalizadoras de los científicos espaciales y en el redescubrimiento de la historia y del lugar. Insistían en que la organización y la conducta espacial no siguen su propia lógica geométrica, sino que dependen fundamentalmente del contexto social e histórico, ayudando así a desacreditar la idea de una teoría puramente geográfica. Además, defendían que los teóricos espaciales interpretaban incorrectamente la naturaleza del método científico.E n su deseo por transformar la geografía del estudio de lo particular a lo general, omitieron equivocadamente el estudio de la diferencia. Sin embargo, este argumento no se vinculaba a una defensa de la geografía histórica tradicional. Estos críticos censuraban tanto la Revolución cuantitativa como la vieja escuela. Esta crítica era, en parte, una continuación de la de los geógrafos his- tóricos como Vance en los años setentas. No obstante también difería en que el interés ya no recaía en los patrones geográficos, sino en los procesos sociales fundamentales. Los geógrafos humanistas, como Guelke (1975), acusaron a la vieja y nueva escuelas de descuidar la entidad humana. La perspectiva orgánica de los geógrafos históricos tradicionales sobre la cultura, y la búsqueda de los científicos espaciales por leyes puramente geométricas, los llevó a ambos a pasar por alto la importancia crítica de las ideas y la acción individual que da forma a la historia (una tendencia continuada por los geógrafos históricos orientados hacia el patrón, como Meinig). Las acciones humanas y, por lo tanto, el desarrollo histórico, decía Guelke (1975, p. 136) “no pueden explicarse adecuadamente a menos que uno entienda los pensamientos que los sustentan”. La tarea del geógrafo histórico era entonces adentrarse en las mentes de los ac- tores históricos, volver a pensar sus pensamientos. Alan Baker (1988) 142 medio siglo de geografía histórica en los estados unidos también deseaba revivir la entidad humana. Sin embargo, él era parte de un grupo más radical que discrepaba con el énfasis que los humanistas daban a las ideas como fuerza motora de la historia. Destacaban entre este grupo los estudiantes británicos de Darby, incluyendo a Gregory y David Harvey, que se convirtieron al marxismo, la teoría de la estructuración y la teoría social crítica en los años setentas. Para ellos, el idealismo no pudo alcanzar las estructuras más profundas en las que la gente vive y toma decisiones que quizás no comprenda totalmente. Insistían en una geografía (histórica) que investigaba la estructura social fundamental de la sociedad. Estos radicales deseaban una geografía más astuta so- cialmente, y también más política. Sentían que ni la vieja escuela ni la nueva geografía científica abordaban adecuadamente el mundo social y su funcionamiento interno. La vieja escuela nunca pudo pasar de una perspectiva no diferenciada de la cultura y, por lo tanto, omitía los conflictos fundamentales. Y mientras los geógrafos científicos creían que habían superado el empirismo indefensible de la vieja escuela, sus propias teorías se basaban más en las correlaciones mensurables (años de instrucción, ocupación, etnia, ubicación residencial, etcétera) que en una comprensión total de la dinámica social. Presionada por tales críticas, la geografía humana en los años ochentas pasó del estudio de los patrones espaciales al estudio de los procesos socia- les. Los geógrafos históricos, que habían ayudado a disertar históricamente la disciplina, también los siguieron, aunque a un paso más lento. Dos estudios importantes de geografía histórica de Estados Unidos y Canadá, publicados a finales de los años ochentas (Mitchell yG roves, 1987; Con- zen, 1990) son testimonios impresionantes de los logros de la geografía histórica desde los años cincuentas, sin embargo, también son testimonio de sus limitaciones persistentes. Los estudiantes de Clark figuran de forma prominente entre los contribuyentes a estas apreciaciones globales, y en la vanguardia de cambios en el área de estudio desde principios de los años setentas. Ayudaron a ampliar el alcance temático de la geografía histórica, dando más atención a las cuestiones urbanas e industriales y a las minorías. Mostraron un interés en el valor simbólico de los paisajes, y no sólo en sus aspectos visibles. Además, prestaron una atención más considerable al funcionamiento interno del mundo social. Sin embargo, estos estudios también destacan el peso persistente de la tradición. La política estaba notablemente ausente de sus discusiones. William Wykoff (1990), por ejemplo, abordaban las cuestiones de poder en términos de los paisajes de los ricos. Terry Jordan también ejemplifica la dificultad que muchos shawn van ausdal y claudia leal 143 geógrafos históricos tenían para lograr la transición al estudio del proceso. En su discurso presidencial a la aag, Jordan (1989, p. 492) condenaba a la geografía histórica por seguir siendo “inherentemente descriptiva y no explicativa”. Consideraba la ecología cultural y “su perspectiva de la cultura como sistema adaptable”, como un modelo con poder explicativo. Su solución, sin embargo, está plagada por un punto de vista más antiguo, orgánico y funcional de la cultura, que ignora la diferenciación y conflicto internos, así como su contenido simbólico. Aunque reconocía las limita- ciones de la vieja escuela, su propio trabajo magisterial sobre los orígenes y difusión de las prácticas ganaderas estadounidenses sigue enfrascado en un enfoque más tradicional (Jordan, 1993). Por consiguiente, aunque la geografía histórica progresaba a grandes pasos, muchos todavía la consideraban un bastión de estudios de enfoque más empírico del lugar y de la morfología. Sin embargo, recientemente varios comentaristas señalaron que “realmente hay algo cocinándose en la geografía histórica” (Mitchell, 2002, p. 95). Deryck Holdsworth (2002) señala que, estimulado para correr al parejo con los desarrollos teóricos y temáticos en el resto de la disciplina, el campo de estudio ha empezado a transformarse en serio. Durante la última década, los geógrafos históricos han empezado a deshacerse de su henchida reputación y a comprometerse directamente en cuestiones de clase, poder, género e identidad, entre otros, empleando las herramientas conceptuales y discernimientos desarrollados en la geografía humana y más allá. Una de las primeras áreas en las que los geógrafos históricos empezaron a abordar las dinámicas sociales fundamentales era en discusiones sobre clase y capital. Debido a que tradicionalmente habían tratado con modelos económicos y sus rastros visibles en la tierra, la transición fue quizás más fácil de hacer en este rubro. Para los años setentas, los geógrafos económi- cos con una inclinación histórica fuerte, como Vance o Allan Pred, obliga- ron a la geografía histórica a volverse más rigurosa e impulsada por los conceptos, al mismo tiempo que también se esforzaron por representar la geografía económica históricamente. Para la década siguiente, los geógrafos históricos habían desarrollado un interés mayor en la economía política. Carville Earle (1992) marcó el camino dentro de un marco de trabajo neo- clásico. No obstante, gran parte del impulso provenía de la nueva rama de la geografía “radical” (véase Peet, 1998). Mientras muchos geógrafos explí- citamente históricos, sobre todo en Estados Unidos y Canadá, se demora- ban en dejarse influenciar por el marxismo, un contingente de geógrafos económicos orientados a la historia hacía contribuciones importantes al 144 medio siglo de geografía histórica en los estados unidos campo de estudio y presionaba a los geógrafos históricos a abordar los problemas de conflicto de clases, el papel delE stado y el desarrollo desigual (Harvey, 1985; Pred, 1985; Henderson, 1999; Walker, 2001). Por un lado, estos estudios muestran el límite cada vez más confuso entre la geografía histórica y la humana. Por el otro lado, presionando a la geografía histórica a volverse más sofisticada teóricamente, ayudaron a pavimentar el camino para que siguiera a la geografía humana en el cambio cultural y hacia las nuevas cuestiones de poder, representación e identidad. Así, recientemente varios geógrafos históricos se han embarcado dentro de este nuevo campo del poder y de la política de representación (Harris, 2002; Hannah, 2000; Clayton, 2000). Earle y compañía (1989) sugieren que debido a que los geógrafos históricos eran a menudo populistas de corazón, tendieron a enfocarse en cómo los colonos de Estados Unidos y Canadá habían igualado las jerarquías europeas significativamente.E n consecuencia, omitían las luchas locales por el poder y consideraban a las comunidades como un todo homogéneo, en lugar de extenderse en la diferenciación o en el conflicto interno.H arris, defensor de una geogra- fía histórica más tradicional en los años setentas, está a la vanguardia del movimiento por librarse de este legado. En Making Native Space [Creando el espacio nativo], acude a Foucault, Fanon y E. P. Thompson para explicar el desalojo del régimen de los pobladores coloniales de las tierras nativas en la Columbia Británica, y cómo el conjunto de estruc- turas disciplinarias creadas en el sistema de reservas ayudó a mantener el control de la población indígena. Aunque “profundamente social y teórico”, este libro todavía conserva el cimiento empírico sólido que ha caracterizado por mucho tiempo a la geografía histórica (Mitchell, 2002, p. 94). Harris también politiza su proyecto, enfrascándose en debates contemporáneos acalorados con respecto de los derechos de la tierra nativa, distinguiéndola además de las geografías históricas del pasado. De igual forma, Clayton (2000) ejemplifica los asuntos poscoloniales con la representación y la producción de la verdad. Intenta desbaratar la épica europea del descubrimiento en la Columbia Británica, viendo la con- quista a través de los ojos de los indígenas y considerando al archivo “no como un almacén de datos históricos puros sino como un campo de batalla discursivo” (Clayton, 2001, p. 751). Otro trabajo nuevo en la geografía histórica explora cuestiones como la producción de los espacios sociales urbanos (Domash, 1996), la polí- tica espacial de la formación de la identidad (Deutsch, 1994) y los proce- sos geográficos de la formación de razas (Hoelscher, 2003). Ana Knowles shawn van ausdal y claudia leal 145

(1997) combina los temas tradicionales con una innovadora perspecti- va en su estudio de la migración étnica y la identidad. Investiga cómo una comunidad galesa en Ohio conservó su identidad étnica, embarcándo- se como grupo en una empresa capitalista para apoyar su estilo de vida agrícola y religioso tradicional. Knowles intenta abordar el funciona- miento interno de la comunidad, acudiendo a la noción de E. P. Thomp- son sobre la economía moral para tratar de entender su postura con- tradictoria de unir a la sociedad capitalista usurpadora con el fin de contenerla. James Duncan (1990) resalta la importancia que ahora se da al discurso y a los aspectos simbólicos de la cultura. Adopta una tradi- ción venerable en la geografía histórica, recurriendo a la teoría cultural y literaria para ayudarlo a leer el paisaje como un texto. Para él, la tarea del teórico crítico es desenmascarar la función ideológica del paisaje y la forma en que naturaliza la organización social. Su análisis detallado de los paisajes reales precoloniales en Sri Lanka nos lleva más allá del reino de la geografía histórica tradicional. Como Karen Morin y Lawrence Berg (1999, p. 316) sugieren, un número creciente de geógrafos históricos aho- ra han “elaborado un cuerpo reconocible de trabajo que cuestiona la cons- trucción histórica de la diferencia y el funcionamiento interno de las diferencias de género, raza, etnia, cultura y clase”. Los geógrafos históricos también vuelven a retomar un tema aban- donado por largo tiempo: la transformación humana del medio ambiente. Algunos geógrafos históricos conservaron el interés en el tema, como aquéllos dentro de la tradición de Berkeley (William Denevan, por ejemplo) y los ecólogos culturales con una curiosidad histórica perspicaz (como Karl Butzer). Sin embargo, en los años setentas y ochentas, los historiadores ocuparon principalmente este vacío, creando el área de la his- toria ambiental. En parte incitados por su ejemplo, los geógrafos han retomado recientemente el tema. El estudio vasto de Michael Williams (1992) sobre los bosques estadounidenses desde la conquista es un excelente ejemplo. Muchos geógrafos humanos también han retomado el medio ambiente a través de la ecología política. Muchos de ellos tienen una sensibilidad histórica bien desarrollada. El estudio de Rod Neumann (1998) sobre las raíces coloniales de las reservas naturales en Tanzanía y cómo continúan impidiendo a los residentes locales el acceso a los recur- sos habituales es particularmente notable. No obstante, aunque los ecó- logos políticos toman la historia en serio, a menudo están interesados más en las raíces de las luchas ambientales contemporáneas que en los procesos históricos en sí. 146 medio siglo de geografía histórica en los estados unidos Conclusión

Durante el último medio siglo, la geografía histórica ha pasado del estudio de las regiones al estudio del patrón y finalmente a examinar el proceso. En los años cincuentas y sesentas, la geografía histórica estaba en des- acuerdo con una disciplina que ignoraba a la historia, pero no obstante mantuvo un sentido fuerte de cohesión, apegándose a un entendimiento general del propósito de la geografía. En los años sesentas y setentas, la perspectiva que la geografía histórica tenía de la disciplina divergía de una geografía humana radicalmente cambiante. En años recientes ha habido una reconvergencia entre una geografía histórica más teórica- mente informada y una geografía humana históricamente sensible. Sin embargo, esta convergencia no ha hecho que la geografía histórica sea menos marginal. Si bien, su cohesión anterior y el sentido de dirección se han erosionado en la profusión de nuevos intereses temáticos y teóricos. Como Earle (1995) señala “la geografía histórica está de todo, menos unificada”. Mientras algunos lamentan esta pérdida de identidad y de oportunidad para surgir de entre las sombras, nosotros no creemos que sea algo para angustiarse. En gran parte, la unidad anterior del campo de estudio era producto de un sentido demasiado restringido de su alcance y propósito. Aunque ha perdido en cohesión, el estudio de las geografías históricas ha ganado de la diversidad y vitalidad de nuevas perspectivas. Además, lo que es mejor es que el trabajo histórico geográfico “viaja” bajo diferentes nombres (Domash y Morin, 2003). Hay incluso sugerencias de que una geografía histórica renovada está empezando a surgir y se consolida alrededor de un nuevo sentido del propósito colectivo (Graham y Ogborn, 2000). Para cerrar, queremos resaltar un último punto sobre el sentido del progreso incluido en nuestro relato del desarrollo de la geografía histórica. En muchos aspectos, el campo de estudio se ha beneficiado inmensamente de la transición de lugar a proceso, sin embargo, también ha tenido un costo. En su crítica de lo antiguo, los estudios más nuevos a veces ter- minan por desechar lo bueno por lo malo. Para nuestro gusto, algunas geografías históricas nuevas, en su rechazo del materialismo excesivo de una generación anterior, terminan demasiado absortas en sus propios mundos discursivos (Duncan, 1990). Muchas pierden la amplitud o la agudeza de una geografía histórica más tradicional cuando estrechan su mirada en busca de una comprensión más profunda de la dinámica social y espacial. En consecuencia, un sentido del lugar (que la vieja es- shawn van ausdal y claudia leal 147 cuela transmitió tan bien) se ha perdido enormemente, aunque no se le ha abandonado del todo (véase Johns, 1997; 2003). The Lie of the Land [La mentira de la tierra] (1996) de Don Mitchell proporciona un buen ejemplo de esta pérdida. Mitchell ideó su libro en términos de la necesi- dad de reexaminar las suposiciones ocultas en los estudios del paisaje e inyectarlos con una inyección de politización. Aunque es muy cierto que gran parte de la vieja escuela omitió la dinámica social, sin mencionar la política, Mitchell, después de la introducción, omite por completo el paisaje. Es una buena historia de la labor agrícola en California, pero no es un libro sobre paisajes. Entonces, algo de una imaginación geográfica se ha erosionado conforme los geógrafos históricos van más allá de las limitaciones de la vieja escuela. Esta situación no es completamente nueva; Gregory (1986) hizo notar esta tendencia a principios de los años ochentas cuando la transformación empezaba. Sin embargo, es algo para reflexionar mientras la geografía histórica avanza.

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historiografía de la cultura, las mentalidades y el inconsciente

Las polaridades de la cultura en Estados Unidos de los años sesentas a los años noventas

Alex M. Saragoza*

En 1993, el Instituto Smithsoniano, específicamente su MuseoN acional del Aire y del Espacio, localizado en Washington, D. C., se enfrascó en una controversia acalorada sobre una exhibición centrada en el Enola Gay, el avión que dejó caer la bomba atómica en Hiroshima, Japón, en 1945. Después de meses de críticas sobre el supuesto prejuicio de la exhibición en contra del uso de la bomba atómica, el Smithsoniano se retiró y aceptó hacer cambios en la exhibición. Los partidarios de la exhibición original se alzaron en protestas y condenaron al venerable museo por rendirse ante las exigencias de los conservadores políticos, las organizaciones de veteranos y los expertos derechistas. La controversia del Enola Gay reflejó el abismo enorme en el paisaje cultural de Estados Unidos a finales del siglo xx, una grieta generada por el endurecimiento de las polaridades que marcaron la política y las estructuras económicas del país, y que tra- jeron consecuencias inevitables para la sociedad y la expresión cultural estadounidenses. El debate polarizado sobre la exhibición del Enola Gay desplegó claramente la disputa fundamental en la trayectoria cultural del país durante los últimos treinta años. Los observadores describieron esta tendencia de varias maneras, pero a menudo se referían a ella como las guerras culturales, una competencia en donde la expresión cultural se alistó al frente del combate político. Quizás el ejemplo más vívido de esta polarización en el Estados Unidos contemporáneo se encontraba en la creciente desigualdad del ingreso durante los años sesentas, la última gran década de la reforma social en los Estados Unidos. Unas cuantas estadísticas ofrecen un relato tétrico de la desigualdad. En 1979, el año antes del inicio de la presidencia de ocho años de Ronald Reagan, 1 % de los perceptores del ingreso más alto controlaba aproximadamente 20 % de la riqueza doméstica total;

* Universidad de California, Berkeley.

155 156 las polaridades de la cultura para 1997, esa cantidad se había incrementado a más de 40 %. Entre- tanto, el ingreso real de los trabajadores cayó sustancialmente, y el de los perceptores del ingreso medio se estancó, pero el ingreso de 1 % su- perior aumentó a 72 %. Para 1996, la quinta parte de los perceptores del ingreso más alto ganaron más de once veces la cantidad que recibió la quinta parte de los perceptores del ingreso más bajo, la disparidad más alta entre las principales economías avanzadas del mundo. El porcentaje de impuestos pagados por las corporaciones bajó de 23 % para todos los impuestos federales en 1960 a 10 % para el año 2000, mientras que los im- puestos a la nómina conformaron 31 % de toda la recaudación fiscal federal, aproximadamente tres veces más que la de 1960. Estas desigual- dades eran el resultado acumulado de una serie de políticas posteriores a los años sesentas, que facilitaron un gravamen fiscal a la baja para los estadounidenses más adinerados, la reducción de impuestos para las cor- poraciones, la disminución de costos de mano de obra a través de la le- gislación comercial neoliberal (ej., por sus siglas en inglés nafta, Tratado de Libre Comercio de América del Norte) y la capacidad de aquellos enriquecidos por estas políticas para invertir en la oleada lucrativa del mercado accionario estadounidense, aumentando así su riqueza. Las políticas que originaron estas desigualdades en el ingreso provinieron, en gran medida, del cambio político generado por la reacción al activismo social de los años sesentas. La elección de Richard Nixon en 1968 fue la respuesta conservadora al reformismo generado por el movimiento para los derechos civiles, las pro- testas contra la Guerra de Vietnam, las iniciativas feministas y los rela- tivos esfuerzos socialmente progresivos. Los movimientos reformistas a inicios de esa década eran en su mayoría el resultado de acciones del gobierno federal, encabezadas por las acciones presidenciales y apoyadas por decisiones judiciales, principalmente de la Suprema Corte de Justi- cia. Los derechos de los estados en materia de educación, por ejemplo, se redujeron dramáticamente con el fin de atacar la persistencia de las escuelas segregadas. Las ganancias obtenidas en estas áreas de reforma social, como los avances en la reducción de las formas institucionales de racismo, llevaron a un cambio fundamental en las alineaciones políticas, que acentuó el previo orden político bipartidista. El más duradero de estos cambios fue la deserción de numerosos votantes blancos sureños del Partido Demócrata al Partido Republicano, a raíz de las iniciativas reformistas, particularmente en la arena de los derechos civiles. Además, grandes segmentos de la clase obrera, sobre todo los varones, abando- alex m. saragoza 157 naron su asociación tradicional con el Partido Demócrata e ingresaron al redil republicano. De igual forma, los líderes de la Iglesia protestante conservadora, denominaciones notablemente evangélicas, llevaron sus bandadas contra los demócratas en lo que se conoció como la “Derecha Cristiana”. Fue un cambio asombroso, mismo que se hizo más dramático aún por los eventos cruciales de principios de los años sesentas, inclu- yendo la legislación sobresaliente de los derechos civiles y el movimiento masivo contra la Guerra de Vietnam. Aun así, dentro de esa misma déca- da, Richard Nixon, el candidato republicano previamente rechazado, lo que se consideró un retroceso a la política de la Guerra fría de los años cincuentas, pudo obtener la nominación de su partido y después ganar la elección de 1968, repitiendo su victoria presidencial en 1972 [los pe- riodos presidenciales en Estados Unidos son de cuatro años cada uno y la Constitución permite solamente dos periodos]. Fue un revés terrible para el Partido Demócrata y su liderazgo liberal. Peor aún, la facción liberal del Partido Demócrata fue incapaz de recupe- rar a los votantes que perdió en 1968, y el aumento en el apoyo de otros distritos electorales fue insuficiente para compensar las pérdidas de las fuentes anteriores de apoyo. Entre 1968 y 1988, un Partido Republicano cada vez más conservador hizo un sólido progreso al granjearse el apoyo del electorado estadounidense, particularmente entre los votantes varones no minoritarios. Los republicanos tomaron la presidencia a lo largo de este periodo y en el futuro se volvieron una mayoría en el Congreso, aunque la elección de Jimmy Carter (1976-1980) fue una excepción reveladora. Apaleada por derrotas presidenciales consecutivas en 1968 y en 1972, la facción liberal del Partido Demócrata se rindió a las fuerzas moderadas, llevando a la nominación y a la victoria eventual de Jimmy Carter, un sureño y ex gobernador de Georgia. Sin embargo, su victoria se debió bá- sicamente a dos factores coyunturales: primero, la marcada recesión pre- cipitada por los efectos económicos negativos del embargo petrolero de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (opep) a principios de los setentas; y, segundo, la renuncia de Nixon derivada del fiasco de Watergate (cuando Nixon autorizó un ingreso ilegal a la sede del partido de su rival durante la campaña de 1972). Por desgracia para los demó- cratas, Carter fue una joya de un solo periodo, ya que fue derrotado en su postura de reelección en 1980 por la figura política más importante y polémica de las últimas tres décadas en los Estados Unidos, Ronald Reagan. La derrota de Carter en 1980 animó a los demócratas liberales a hacer un último intento por asumir el mando del partido en 1984, pero 158 las polaridades de la cultura

Reagan aplastó fácilmente a su oponente del Partido Demócrata, Walter Mondale. El dado político había sido lanzado. La retórica polarizante de Ronald Reagan sobre la amenaza comunista en Centroamérica (la Guerra neofría) fue reverberada por un vocabulario político nacional que en efecto atacó las ganancias reformistas de prin- cipios de los sesentas. La promoción que hacía Reagan del “control local”, por ejemplo, era una retirada mal disfrazada de la autoridad federal para fomentar los derechos civiles. Sus estallidos sobre “los valores familiares tradicionales”, por citar un ejemplo del reaganismo, invocaban una crítica al feminismo, como la libertad de elección con respecto al aborto. Además, su llamado a la reducción de los impuestos sobre la renta, principalmen- te para los extremadamente ricos y para las corporaciones, privó al go- bierno federal de los medios para sostener el gasto social para los pobres. No siendo esto suficiente, la presidencia de Reagan forzó una agenda internacional que obligó al Fondo Monetario Internacional (fmi) y al Banco Mundial, por ejemplo, hacia un modelo neoliberal de crecimiento económico en varios países en vías de desarrollo, y que desplegó agre- sivamente el poder del ejército estadounidense mediante el incremento en el gasto militar desde la Guerra de Vietnam. El molde neoliberal del reaganismo, a nivel internacional, se reprodujo nacionalmente a través de las políticas que resultaron en una aceleración de la desigualdad en el ingreso; se esperaba que los pobres se beneficiaran del efecto de “filtra- ción” de un auge económico impulsado por la liberación de los mercados financieros y una oleada subsecuente en la especulación, que fomentó una enorme alza en los precios de las acciones. De igual forma, los países en vías de desarrollo se beneficiarían, segúnR eagan, del crecimiento de las compañías multinacionales y de los regímenes del comercio libre que facilitaran la rentabilidad de las compañías estadounidenses. En pocas palabras, el reaganismo reconstruyó al mundo en un mensaje simplista, pero políticamente eficaz de “los tipos buenos y tipos malos”, una perspectiva que también se tradujo en problemas nacionales. Las consecuencias culturales del reaganismo aparecieron, mientras los pen- sadores conservadores (los apodados neoconservadores) alcanzaban prominencia, iniciando así un esfuerzo vehemente por recuperar el te- rreno supuestamente cedido a la generación de la contracultura (hippies), izquierdistas, posmodernistas y demás nocivos intelectuales —como los llamaban los neoconservadores. La embestida conservadora apuntaba a las universidades en particular, ya que varios libros y artículos promovían cada vez más la noción de que los instructores izquierdistas y sus ideas alex m. saragoza 159 dominaban el ámbito universitario. Desde la perspectiva de estos críticos culturales conservadores, las universidades eran semilleros de entusiastas antipatrióticos de la generación de los sesentas, que ofrecían un punto de vista antiestadounidense prejuiciado en toda forma de la producción intelectual. Además, según los neoconservadores, esta facción subversiva de intelectuales dominaba el pensamiento y reportajes periodísticos (la llamada “prensa liberal”), los comités de selección para los principales premios literarios (el Premio Pulitzer, los Premios Nacionales al Libro), los eruditos empleados por las instituciones culturales públicas más importantes (Fundación Nacional para las Humanidades, Fundación Nacional para las Artes), los productores de películas, los grupos de asesores de museos públicos y los escritores de los planes de estudios es- colares. Para los neoconservadores, los corazones y mentes de Estados Unidos estaban en riesgo de un forcejeo primordial entre los defensores civilizados de “América” y los detractores con inclinaciones de izquierda, engendrados por las universidades del país y sus valores más bajos. Con el apoyo financiero de los beneficiarios opulentos de las políticas deR e- agan, los “laboratorios de ideas” y las publicaciones neoconservadoras proliferaron para ofrecer una base de operaciones en el trabajo intelectual, dirigido a combatir la influencia de la bandada de supuestos izquierdistas que se habían infiltrado en las fuentes principales de producción cultural en el país, según los críticos derechistas. Con visos moralistas, para los neoconservadores esta batalla cultural era mucho más que una disputa intelectual; se había convertido en una cruzada. Fue sumamente obvio que la vida intelectual estadounidense, y más ampliamente el trabajo cultural, se manifestaran a la defensiva contra la embestida conserva- dora, sin embargo, los demócratas ofrecieron una fuente de defensa vil y vacilante en contra de los conservadores culturales alimentados por los republicanos. Enfrentados con una credibilidad a punto del derrumbe de su mensaje liberal, los demócratas se volvieron hacia una posición más centrista y pragmática (otros dirían un vaivén conservador) en donde un nuevo gru- po tomaría la delantera, la Comisión del Liderazgo Democrático (dlc). Entre las figuras importantes en ladlc estaría una generación más joven de demócratas, principalmente el entonces gobernador de Arkansas, William Clinton, y su homólogo en Tennessee, Albert Gore hijo. Para los miembros de la dlc, la mejor manera en que los demócratas recuperarían un retorno viable hacia la Casa Blanca era alejarse de la imagen liberal del partido y adoptar una posición “centrista” sobre los principales temas 160 las polaridades de la cultura políticos. En resumen, que la dlc asumiera el poder significaba el epitafio del liderazgo de la facción liberal del Partido Democrático. Los demócratas recién formados tendrían su oportunidad muy pronto. En la víspera de la elección presidencial de 1988, el mercado accionario estadounidense se derrumbó. El “bullicio” de la era económica de Rea- gan cayó de golpe, ya que la combinación de reducciones a la tasa fiscal y el inmenso gasto militar llevó a la economía estadounidense a un alto agobiante, conforme las tasas de interés se elevaban y el sobrevaluado mercado accionario se derrumbaba. No obstante, el ímpetu político es- tablecido por Reagan permitió a su vicepresidente, George Bush padre, ganar la elección presidencial —una victoria que se facilitó más por una campaña inepta del candidato del Partido Demócrata (Michael Dukakis). Sin embargo, el triunfo del Partido Republicano dejó a Bush con la tarea poco envidiable de reparar el daño hecho por las políticas económicas de Reagan. Así, mientras Bush juraba durante su campaña no aumentar los impuestos, la deuda creciente creada por Reagan obligó a su sucesor republicano a retractarse de esta promesa. Para empeorar las cosas, Bush se vio obligado también a reducir drásticamente el gasto militar. Mien- tras la economía luchaba por recuperarse, un electorado estadounidense agitado buscó alivio en el Partido Demócrata recién reconformado en la persona de William “Bill” Clinton y su candidato a la vicepresidencia, Albert Gore hijo. Bush perdió en su tentativa por regresar a la Casa Blanca en 1992, frente a los nuevos demócratas centristas. Heridos por su derrota, los republicanos embistieron contra la nueva administración demócrata, aprovechando cada oportunidad para pintar la política moderada de Clinton como un retorno al liberalismo de tenden- cia izquierdista de los años sesentas. Los intelectuales neoconservadores destronados trabajaron por conservar el terreno cultural ganado durante los años Reagan-Bush y por encontrar oportunidades para censurar con dureza cualquier despliegue de revisionismo cultural inducido por los demócratas. La controversia del Enola Gay, que surgió de la secuela de la elección presidencial de 1992, reflejó este conflicto y se convirtió en una de las muchas contiendas en una nueva ronda de guerras culturales, ahora en el contexto de una administración Clinton. Las guerras culturales se batían en un terreno amplio. Dado un con- texto político polarizado, las “guerras” asumieron rápidamente un carácter estridente; cada lado acusaba al otro de motivos nefarios. Para los neocon- servadores, el campo de batalla estaba literalmente en todas partes. Desde la selección de películas y libros para los premios prestigiosos hasta los alex m. saragoza 161 programas de la Fundación Nacional para las Humanidades (una agen- cia federalmente consolidada), la expresión cultural se convirtió a me- nudo en el tema de intensos y divididos debates. No había campo de batalla conciliatorio; el compromiso normalmente se percibía como una debilidad o una derrota. Innumerables incidentes ocurrieron en este forcejeo. Las exhibiciones en museos y galerías públicas, por ejemplo, a menudo estaban sujetas a la crítica de conservadores vigilantes que rápidamente ponían en duda la calidad de las obras y/o las perspectivas del artista. Estos ataques llevaron a una respuesta igual de los oponentes, que acusaban a los conservadores de tácticas de censura, intolerancia y represión que recordaban los peores días de la histeria de la Guerra fría de los años cincuentas. De igual modo, la presentación de información histórica en libros de texto escolares se volvió una prueba decisiva para el patriotismo. Por consiguiente, la controversia del Enola Gay, como se dijo antes, conllevó varios problemas volátiles que barrieron con las tendencias culturales polarizadas de los últimos treinta años en los Estados Unidos. El debate específico sobre el significado del lanzamiento de la primera bomba atómica sugería dos cuestiones complejas en particular que fueron disputadas amargamente en las guerras culturales: género y raza.

Género

La “guerra buena” contra el fascismo se había presentado principalmente como un proyecto masculino, un conflicto que involucraba a los hombres y sus sacrificios, desde el desembarco en Normandía hasta las playas sangrientas de Tarawa e Iwo Jima —todo en el nombre de destruir la vi- llanía de Hitler y sus aliados. Para una generación todavía herida por la controversia sobre Vietnam, el aniversario del bombardeo de Hiroshima brindaba una oportunidad redentora para borrar la mancha de Vietnam con la gloria de una guerra luchada contra un enemigo bien definido, y que había concluido con una victoria convincentemente patriótica y moral. No había ninguna ambivalencia sobre la necesidad y resultado de la Segunda Guerra Mundial, a diferencia de los resultados ambiguos y discutibles de Vietnam. Había ganadores y perdedores obvios, pero el plan original para la exhibición patrocinada por el Smithsoniano compli- có la presentación simplista e idealizada esperada por organizaciones de veteranos conservadores y sus partidarios. Mejor dicho, el concepto 162 las polaridades de la cultura inicial para la exhibición pretendía ofrecer una representación probatoria y diversa del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, incluyendo una ex- ploración de los orígenes de la Guerra fría y el concepto de la disuasión nuclear. Para los conservadores, el plan original ensombrecía el brillo de la guerra en general, y la derrota de Japón en particular, y también originaba preguntas perturbadoras sobre la estrategia anticomunista del pasado. Aun así, el significado del uso de la bomba atómica también colocó una nube sobre los “hombres” de la guerra, de la misma mane- ra que el surgimiento del feminismo puso en duda el significado de la “hombría” estadounidense. La cuestión del género en la cultura estadounidense fue abierta por el movimiento feminista de los años sesentas, sin embargo, la discusión crítica sobre la construcción de los papeles tradicionales para las muje- res, es decir, el patriarcado, inevitablemente originó su contraparte: el significado de lo masculino. Asimismo, la crítica del patriarcado tam- bién abarcó el tema igualmente explosivo de la sexualidad, sobre todo la homosexualidad, o lo que llegó a conocerse como los derechos de los gays y las lesbianas. La diatriba conservadora para los “valores familia- res” enmascaraba sus intenciones contundentes y crudas de suprimir la ventilación pública de dichos temas sexuales y contener el impacto del feminismo y sus consecuencias naturales. Mientras los temas de los dere- chos al aborto, la discriminación laboral y otros problemas relacionados ocupaban la arena política; en términos culturales, el feminismo causó estragos en las normas culturales y prácticas establecidas. Una película patrocinada por un gran estudio, Thelma y Louise, no fue solamente un éxito de taquilla, sino que también brindó al pensamiento feminista un venero de aceptabilidad, a pesar de la conclusión ambivalente de la pelí- cula. A este respecto, a lo largo de los últimos treinta años, la producción cultural inspirada en el feminismo ha ido en auge, desde la multiplicidad de personajes femeninos valerosos en las novelas y obras hasta las mujeres pendencieras e inteligentes en películas y programas de televisión. Igualmente importante es que la discusión cultural sobre la tendencia creciente del feminismo se extendió gradualmente para incluir la ex- ploración de la sexualidad en sus múltiples formas. La producción de una película sobre el Síndrome de InmunodeficienciaA dquirida (sida) y sus víctimas, Filadelfia (protagonizada por Tom Hanks), causó sensación por su retrato compasivo de un hombre homosexual. Además, los tra- tamientos cómicos de lo que antes era un tema tabú empujaron a los límites públicos de la preferencia sexual más allá de la esfera privada. alex m. saragoza 163

No es sorprendente que el lesbianismo se convirtiera en un tema abierto que aparecía a menudo de forma explícita en las pantallas del cine y en obras literarias. Aún más importante es que la exploración del feminismo, la sexualidad y la preferencia sexual ofrecieron una representación poco halagüeña, a menudo cáustica del patriarcado y de la masculinidad estadounidense en particular. Esta perspectiva crítica de la masculinidad estadouniden- se ya se había originado antes en el contexto de la crítica de la Guerra de Vietnam, de los oficiales estadounidensesgung-ho que usaban las armas, bombas y la política militar como extensiones de la competencia masculi- na por la supremacía. Así, en un sinnúmero de películas, obras literarias y exhibiciones de arte, el varón estadounidense fue cuestionado, difamado, ridiculizado, o las tres cosas. La autoridad de los hombres se puso en tela de juicio y frecuentemente fue atacada. A pesar de la incomodidad generada por esta discusión, demostró ser un aspecto muy fructífero y duradero de la expresión cultural estadounidense desde los años setentas. La discusión iniciada por el feminismo tuvo paralelo con las cuestiones más profundas sobre el conocimiento cultural que reflejaba la influen- cia de las críticas de la tradición. A este respecto, ocurrieron oleadas de cambios intelectuales (los críticos sentían la inclinación de llamarlas “fu- rores”) desde la propagación del pensamiento post-estructuralista hasta el impacto aún mayor de los posmodernistas. En este aspecto, los efectos desestabilizadores del feminismo facilitaron la introducción de las teorías críticas y su penetración en la vida intelectual estadounidense. Lo opuesto a esta tendencia era aparente en todas partes, ya que la cultura popular estadounidense, por ejemplo, continuaba celebrando las diversas formas de nociones tradicionales de masculinidad. A veces pare- cía existir una urgencia por dichas demostraciones de conducta mascu- lina, ya que las hazañas de héroes masculinos alcanzaban proporciones cómicas imprevistas. La literatura popular continuaba puliéndose regular- mente con historias de detectives e historietas de espionaje centradas en el hombre, por ej., Tom Clancy y su serie lucrativa sobre el héroe Jack Ryan. De hecho, gran parte del sexismo de la cultura estadounidense permane- ció intacto, ya que los papeles masculinos tradicionales seguían sustentan- do las antiguas fórmulas de lo masculino, y las mujeres persistieron como iconos sexualizados de maneras innumerables. Más substantivamente, los conservadores intentaron suprimir la exhibición de obras de arte que fueran consideradas “inmorales” por su franqueza sexual, desafiar la pre- sentación de obras “impropias”, y presionar a las bibliotecas escolares que 164 las polaridades de la cultura tenían material “inadecuado”. No obstante, estaba claro que la considera- ción de las mujeres y la preferencia sexual nunca sería la misma otra vez en las letras y el arte estadounidenses. El hecho de que los conservadores se comprometieran en esfuerzos culturalmente coercitivos confirmó el impacto irreversible del desafío feminista a las nociones establecidas de la cultura estadounidense. En resumen, las consecuencias de la crítica de la cultura estadounidense, basada en el feminismo, tuvieron efectos profundos y extensos, provocando una reacción consistente de los con- servadores culturales, que continúa en el presente. Así, la exhibición del Enola Gay en su formulación original, al cuestio- nar la sabiduría acertada del lanzamiento de la bomba, simbolizó mucho más que una crítica a la decisión militar de usar armas nucleares, ya que todos los actores clave en esa decisión fueron hombres. Las organizacio- nes de veteranos que encabezaron la lucha contra el plan original de la exhibición lucharon por una presentación centrada en el hombre y que celebrara el evento. En este sentido, la presentación inicial amenazaba con mancillar la imagen de los veteranos en uniforme, cuando eran soldados, cuando, en cierto sentido, eran hombres. Esto no tiene intenciones de rebajar los episodios innumerables de valentía que tuvieron lugar durante la Segunda Guerra Mundial, sino decir que la crítica de la exhibición es- taba muy preocupada por la defensa de la masculinidad estadounidense, dado el contexto de más de treinta años de debate sobre el significado de la masculinidad en la cultura estadounidense.

Raza

Aunque los matices sexuales de la controversia del Enola Gay se perdieron en la mayoría del público, la dimensión racial de la exhibición fue inevi- table. Desde el principio, el lanzamiento de la bomba se encubrió en la sugerencia de que la raza jugó un papel en la decisión. Se trataba más que de una venganza (vale la pena recordar Pearl Harbor). Más bien, la lar- ga historia de las actitudes antiasiáticas en Estados Unidos influyó en la decisión fatal. El racismo hacia los japoneses era una historia bien docu- mentada. De hecho, la internación de los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial había sido el tema central de una gran exhibición en el Smithsoniano sobre la Constitución, unos años atrás, para consternación de los conservadores. Una vez más los críticos conservadores interpreta- ron el tratamiento propuesto de la raza como un factor en la decisión; esta alex m. saragoza 165 conclusión no era injustificada.E n cambio, los críticos del plan original desarrollaron varios argumentos plausibles que minimizaron, si bien no eliminaron, a la “raza” como un motivo para el uso de armas nucleares por primera vez. Aun así era obvio que el asunto de la “raza” no podría omitirse, ya que ésta había surgido como un rasgo saliente y tenaz del paisaje cultural estadounidense. La raza cuestionaba hasta la perspectiva más benigna de la cultura estadounidense, y para los defensores de “América”, el racismo endiabló su idealización del pasado y del presente. El multiculturalismo se volvió el mantra de los últimos treinta años a la cuestión de la raza. En su signi- ficado más inocuo, el concepto concedía que la raza sí importaba en la cultura estadounidense, que la raza constituía una “perspectiva” en la cul- tura. Los conservadores aceptaron (a veces de mala gana) que la raza y el racismo tuvieron un impacto devastador en el pasado, pero muchos pensadores de la derecha argumentaron que la atención contemporánea a la raza promovía de hecho la persistencia de su importancia. Así, los conservadores sugirieron que la raza necesitaba ser abolida, borrada del discurso público, para crear una sociedad “daltónica”. La discusión estri- dente sobre la raza y la cultura no pudo ser atenuada por el multicultura- lismo. El reconocimiento de las experiencias y la expresión subsecuente de las “culturas” diferentes se volvieron una referencia codificada de la raza y/o etnia, pero la disposición de la sociedad estadounidense para aceptar la diversidad cultural siguió siendo una cuestión abierta. Los con- servadores desconfiaban de la diferencia, y tendieron a ser escépticos o hasta oponerse a los inmigrantes, el bilingualismo y el pluralismo cultu- ral. La insistencia de los conservadores en los temas de unidad, cohesión social y “pruebas” estandarizadas del conocimiento cultural claramente poseían una inflexión racial. Como consecuencia de esto, las campañas antiinmigrantes normalmente incluían una dimensión cultural, forzan- do una discusión sobre los significados sociales de los inmigrantes, que iba más allá de las estadísticas sobre el impacto de los recién llegados en los mercados laborales, el gasto de las escuelas públicas o costos de la salud. Conforme la política racial se hacía más polarizada, la inserción de la raza en las guerras culturales se volvió, por lo tanto, más extrema. Para los guardianes conservadores de la cultura estadounidense emergió ahí una campaña deliberada para promover las glorias de los “grandes libros”, los clásicos, los elevados logros literarios y artísticos de la civili- zación occidental. Sin embargo, la campaña por restaurar la estatura 166 las polaridades de la cultura de los trabajos canónicos venerables era implícitamente un medio para disminuir, si no anular, la consideración de los nuevos textos por aquellas voces que rechazaban su inclusión en las listas de los “grandes libros”, como la literatura escrita por los grupos minoritarios. En este esfuerzo racializado, los conservadores sugirieron, aunque tan sólo implícitamen- te, que la calidad de los trabajos de autores de la minoría era exagerada. Por consiguiente, los premios ganados por esos trabajos reflejaban un deseo de los jueces de los premios literarios, por ejemplo, de compensar el racismo del pasado, otorgando homenajes injustificados a los poetas negros, escritores latinos y dramaturgos asiáticos, o al menos eso alegaban los críticos conservadores. Este alegato de los conservadores se conoció como “la justicia política”, la renuencia de los críticos a admitir que de hecho el trabajo cultural de las minorías era a menudo subvaluado; describir el trabajo de un artista minoritario como mediocre equivalía a una invitación a la acusación de racismo. De ahí que la justicia política significara la inclusión de expresiones indignas de arte, literatura, músi- ca, etcétera, en las listas de las “grandes” obras, en las lecturas obligatorias de los cursos universitarios y en los programas de espacios artísticos, co- mo en los museos principales de arte. Desde este punto de vista, las guerras culturales eran inherentemente racializadas. La atención a la raza, el racismo y aspectos similares apun- taba a una crítica de “América”, a una falta de patriotismo, a un fracaso por reconocer que Estados Unidos era el “mejor” lugar para vivir. Así, los neoconservadores menospreciaron el esfuerzo de las fuentes institu- cionales de producción cultural por ser incluyentes, es decir, aceptar y validar el trabajo de los trabajadores culturales de la minoría: de ahí el debate sobre el multiculturalismo. Para los neoconservadores, el mul- ticulturalismo promovía el desacuerdo, una noción fracturada de la identidad estadounidense y una decadencia de las normas culturales. No obstante, la tendencia cultural dominante sobre los asuntos de la raza era inequívoca: no había retroceso a una definición de la cultura basada solamente en los “grandes libros” y sus autores masculinos blancos. Iró- nicamente, el giro político a la derecha durante las últimas tres décadas en Estados Unidos iluminó la persistencia de la raza como un problema fundamental en la sociedad estadounidense. Los indicadores sociales principales revelaban las disparidades continuas y crecientes, las desigual- dades que inevitablemente portaban consecuencias culturales. La elevada proporción de la población negra que era pobre, por ejemplo, se apropió de toda incursión sustancial en las avenidas institucionales de expresión alex m. saragoza 167 cultural. Solamente unos cuantos artistas negros tenían oportunidades de convertirse en trabajadores culturales en las artes. Así, la capacidad de las escritoras negras, por ejemplo, para encontrar un público (Alice Wal- ker y Toni Morrison, por mencionar dos ejemplos notables) demostró las potencialidades artísticas que también fueron anuladas muy menudo por el racismo —un punto que los escritores minoritarios rápidamente hicieron notar. No es de sorprenderse que, en este contexto, las minorías anotaran sus mejores marcas en la arena de la cultura popular. Los latinos y ne- gros en particular penetraron la expresión cultural estadounidense, principalmente a través de formas populares, sobre todo en la música y el cine. Aunque las minorías pudieron romper las barreras del “color” en el mundo del entretenimiento, dichos logros, sin embargo, sirvieron para acentuar la importancia de la raza. De hecho, lo “popular” muy a menudo se asociaba con la raza y la clase, donde la autenticidad de lo “negro” o “latino” radicaba en las letras y en los sonidos de la música po- pular. En términos contemporáneos, el análisis intelectual de la cultura popular (como la atención académica actual a la música hip-hop y rap) se convirtió en un emblema de este punto de vista: la “cultura” de las mino- rías no sería vista en museos, galerías de arte o librerías. No obstante, no había duda alguna que desde los años sesentas la cuestión de la raza se ha- bía convertido en una herida cultural abierta, ya no segregada de la prác- tica de la producción cultural estadounidense. Durante los últimos treinta años ha habido una lluvia de esfuerzos por llevar la diversidad racial y étnica hacia la corriente principal de la cultura estadounidense, ya que las compañías de teatro, editoriales, compañías del baile, museos, etcétera, han hecho oberturas substantivas hacia la inclusividad, es decir, dismi- nuir la naturaleza exclusiva y racializada de las instituciones culturales del pasado. Después de casi dos años de un forcejeo extremadamente politizado, en enero de 1995 el Instituto Smithsoniano canceló la exhibición del Enola Gay en el Museo del Aire y del Espacio. Cuatro meses después, el director de este museo renunció a su cargo, a solicitud del presidente del Smith- soniano. La controversia sobre la exhibición reflejó las guerras culturales, ya que los líderes del Smithsoniano, financiado por el gobierno, habían estado bajo presión constante de los críticos conservadores y sus aliados del congreso. Como resultado se habían hecho cambios mayores al guión y diseño del plan original para la exhibición. Sin embargo, estas conce- siones a los críticos conservadores no fueron suficientes. Peor aún, los 168 las polaridades de la cultura cambios propuestos provocaron una dura respuesta de los partidarios del plan original de la exhibición. En junio de 1995, un mes después de la renuncia del director del Museo del Aire y del Espacio, el fuselaje delan- tero del restaurado Enola Gay se puso en exhibición, con un análisis escueto de los resultados de su misión mortal. Casi cuatro millones de personas visitaron la exposición reducida que cerró en 1998. Todo este asunto sombrío tuvo lugar en medio de la administración de William “Bill” Clinton, un demócrata que había ocupado su cargo desde 1992. Las guerras culturales estadounidenses continúan. La elección de George Bush hijo, en el año 2000, y su reelección reciente ha reinstalado a los neoconservadores en los puestos clave del poder cultural. En el otoño de 2003, la red de televisión cbs intentó transmitir una historia dramatizada sobre Ronald Reagan que contenía un retrato nada virtuoso del ex presi- dente y su esposa. El programa fue cancelado unos días antes de la fecha programada para salir al aire debido a la fuerte crítica de los defensores del patrimonio de Reagan. La historiografía del inconsciente en México, cincuenta años

Boris Berenzon Gorn*

A la memoria del maestro Ernesto de la Torre Villar.

El misterioso día se acaba con cosas que no devuelve nunca nadie podrá reconstruir lo que pasó ni siquiera en este más cotidiano de los mansos días. Minuto enigma irrepetible. Quedará tal vez una sombra una mancha en la pared va- gos vestigios de ceniza en el aire. Pues de otro modo qué condenación nos ataría a la memoria por siempre. Vueltas y vueltas en derredor de instantes vacíos. Despójate del día de hoy para seguir ignorando y viviendo. José Emilio Pacheco, Inmemorial

Introducción

Complejo y sinuoso ha sido el camino para poder atrapar las vetas de la historiografía producida ente 1950 y el año 2000 que atiende los tópicos referentes a la historia cultural, las mentalidades, la vida cotidiana y la vida privada, se trata de un archipiélago enredado por la falta de preci- sión en los temas que se investigan, por la ambigüedad de los conceptos que se utilizan y por las metodologías, a veces opuestas y otras tantas desiguales, que se proponen para abordar desde ese ángulo del horizonte histórico. Se trata entonces de recopilar y analizar cuál ha sido la producción historiográfica en México de la historia de las mentalidades, de la historia de la vida privada, de la historia de lo cotidiano, la historia cultural y la historia de la cultura material; todas ellas, si bien cercanas en objeti- vos, aparentemente distanciadas por sus raíces teórico-metodológicas. En una amplia serie de entrevistas realizadas a quienes han abordado estos temas en México encontré, por un lado, un aparente desacuerdo conceptual que aparecía como un vacío confuso ante la disciplina y,

* Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México.

169 170 la historiografía del inconsciente en méxico por el otro, el desarrollo de investigaciones profundas que abordaban estos temas. De allí que para organizar esta investigación propongo un término de acuerdo en el que un grupo mayoritario de los historiadores consultados coincidieron: “La historiografía del inconsciente”, porque es un hecho que el punto medular que anuda todas las propuestas está en la indagación de las partes no reveladas del pasado, de los hilos no tejidos de la historia nacional, lo oculto, lo disfrazado, lo escondido, lo escindido: la otra cara de Jano que nos muestra las pulsiones del pasa- do mexicano frente a la historia racional de bronce, y en todos los casos se acepta que existe al menos una de las dos características que determinan al inconsciente, o bien, el lugar de las representaciones reprimidas del mundo preconsciente-consciente o la explicación del discurso histórico en donde se anudan el real, el simbólico y el imaginario. Se trata entonces de una historia que aborda las costumbres, leyendas y tradiciones, los imaginarios colectivos, el inconsciente intrasubjetivo, el pensamiento cotidiano, lo simbólico, la cultura popular; en síntesis, todo aquello que tiene ver con la historia del inconsciente. En el lenguaje común, el término inconsciente se utiliza como adjetivo para designar el conjunto de los procesos mentales que no son pensados conscien- temente. Es una parte escondida de nuestra personalidad, de la que el sujeto no es directamente consciente. Sus contenidos son de naturaleza pulsional (pulsión) y su organización está regida por la condensación y el desplazamiento. Sus intentos de acceder a la conciencia son frenados por la represión y sólo obtienen éxito en la medida en que, a través de las deformaciones de la censura, se producen formaciones de compromiso (sueños, actos fallidos, chistes y denegaciones). En la teoría psicoanalítica, es el conjunto de los deseos y las pulsiones rechazadas que nunca acceden a la conciencia, pero que pueden manifestarse en forma disfrazada de síntomas. Siguiendo a Jacques Lacan diremos que el inconsciente está estructu- rado como un lenguaje semejante al discurso histórico. El inconsciente no es nada misterioso, se trata de un conjunto de palabras y relaciones lógicas entre ellas. El inconsciente preexiste al sujeto histórico. Las dificultades emocionales con las que se va encontrando el sujeto en el transcurso de sus formaciones históricas se elaboran con ese universo simbólico que le da la otredad y, en general, todo el contexto social con la cultura. El inconsciente que describía Freud no es en absoluto el inconsciente romántico de la creación imaginativa de los decimonónicos. No es el lugar boris berenzon gorn 171 de las deidades de la noche. Es una estructura que se mide por sus efectos: actos fallidos, tropiezos y fisuras aparecen de una forma discontinua, está siempre dispuesta a deslizarse de nuevo, instaurando así la dimensión de pérdida. Las manifestaciones del inconsciente aluden a esas fallas del devenir, a esas dificultades de elaboración; esas dificultades originan una cierta fijación, algo falla y algo insiste. Se puede decir que todas las dificultades que se han ido asentando en el transcurso del devenir del sujeto están muy presentes y tienden a aparecer continuamente; esto aborda la historia del inconsciente. El lenguaje domina al sujeto, en ese sentido el ser humano es un siervo del lenguaje y de la cultura. Los instintos están modificados por la cultura y las palabras. Lo que distingue a la sociedad humana de las sociedades naturales es el lenguaje. Ahí debemos buscar el inconsciente y ahí debe- mos buscar el origen de la historiografía del inconsciente. En síntesis, una historiografía del inconsciente reúne la historia de las palabras reprimidas en su aspecto afectivo-pulsional (Freud), o bien éste es el receptorio de palabras que buscan sentido, retorno de lo reprimido (Lacan), entonces la historia del inconsciente se teje entre lo pulsional y lo simbólico del pasado. Desde 1980 Robert Darnton, a quien se atribuye la concepción del término de historia cultural, revelaba un paisaje nebuloso de la historia intelectual. En su artículo titulado “Intellectual and Cultural History” indicaba estadísticamente el descenso de la misma en el ámbito académico de América del Norte, la que atribuía a la poca precisión de los marcos conceptuales concebidos por A. Lovejoy y su escuela. Al año siguiente, W. Bouwsma discutía esta visión de Darnton, señalando las derivaciones paradójicas que la crisis de la añeja historia de las ideas, articulada en tor- no al concepto de la “idea-unidad”, había acarreado y que las estadísticas tendían a oscurecer. En su tránsito hacia lo que R. Rorty, en otro contexto, llamara “el más rico pero más difuso género de la intellectual history, ésta había sufrido una metamorfosis que los datos aportados por Darnton no alcanzaban a registrar”. “Aunque la historia intelectual ha incluso decli- nado como especialidad, en otro sentido, nunca ha sido más importante”, decía Bouwsma. Las mismas razones que habían desestabilizado sus anteriores premisas y abierto una profunda discusión conceptual en el interior de la propia historia habían permitido dispersar los alcances de la construcción de la historia del inconsciente bastante más allá de los que aparecían hasta entonces como sus perspectivas naturales. Florecimiento enriquecedor que le dio a la historia la oportunidad de nutrirse con el 172 la historiografía del inconsciente en méxico cruce de los más heterogéneos tipos de fuentes. A pesar de lo anterior, sus ámbitos y sentido como disciplina tienden a desdibujarse por la falta de un soporte teórico más sólido. Esta enmarañada circunstancia se asocia al llamado “giro lingüístico” que comprende no sólo a esta especialidad. Desde que el lenguaje dejó de ser concebido como un medio más o menos transparente para repre- sentar una realidad “objetiva” externa al mismo, el foco de la producción historiográfica en su conjunto se desplazó decisivamente hacia los modos de producción, reproducción y transmisión de sentidos en los distintos periodos históricos y contextos culturales. “Ya no necesitamos historia intelectual porque todos nos hemos convertido en historiadores intelec- tuales”, asegura Bouwsma. La serie de transformaciones relacionadas con dicho “giro lingüístico” no alcanzarían, pues, a definirse en términos de una mera reformulación de sus tópicos tradicionales de investigación. Importarían, en palabras de Geertz, una verdadera “refiguración del pensamiento social” en su conjun- to. La asunción del hecho de que la red de significados intersubjetivamente construidos no es un mero vehículo para representar realidades anterio- res a ella, sino que resulta constitutiva de nuestra experiencia histórica, vendría finalmente a quebrar las polaridades de la antigua historiografía entre el sujeto y el objeto de estudio. Lo esencial en este momento sería situarse en el plano mismo del lenguaje en que tanto el sujeto como el objeto pueden constituirse como tales. Sin embargo, lo que estaríamos atestiguando no sería una “superación” de las viejas antinomias en el sentido (definitivamentedémodé ) hegeliano, sino más bien una especie de “golpe de calidoscopio” —señaló Darnton— que abre a una nueva perspectiva en la que la anterior constelación de problemas habría perdido su sentido. Así, la pérdida del espejismo de la utopía, típicamente “moderna”, en la “objetividad” de nuestros sistemas de saber, no tendría ya por qué conducir a una recaída en un relativismo absoluto que tornara autocontradictorias a las nuevas propuestas. En su introducción a Interpretative Social Science. A Reader, Paul Rabinow y Wiliam Sullivan expresan lo que es un sentimiento generalizado en este medio. “El giro interpretativo”, como lo llaman estos autores, “reenfoca la atención sobre las variedades concretas de significación cultural, en su particularidad y compleja textura, pero sin caer en las trampas del histo- ricismo o del relativismo cultural en sus formas clásicas”. Sin embargo, algunos, como E. Gellner, no comparten las mismas expectativas respecto a la nueva historia intelectual, en la que ven tan sólo la más reciente boris berenzon gorn 173 oscilación del viejo péndulo que lleva rítmicamente del positivismo- modernista al romanticismo-antimodernista, y viceversa. El otro hito en este giro lingüístico lo marcaron las obras de C. Geertz cuando, basándose en sus trabajos de campo en Balí, iniciados en el año 1958, este autor definió a la cultura de una sociedad dada como “un en- samble de textos, ellos mismo ensambles, que el antropólogo trata de leer sobre los hombros de aquellos a quienes éstos pertenecen propiamente”. La ciencia social se propuso como una hermenéutica. La nueva parábola textual de la historia no representa necesariamen- te una reformulación del objeto de investigación. “El principio”, dice Geertz, “es el mismo: las sociedades contienen en sí mismas sus propias interpretaciones. Lo único que se necesita es aprender la manera de te- ner acceso a ellas”. El etnógrafo, como Hermes (el dios tutelar griego del habla y la escritura, que descifra los mensajes oscuros), debe tornarnos familiar lo exótico, decodificar y descubrir significados en lo que nos es turbio y extraño, hacer posible el tránsito desde, “el hecho del habla a lo dicho, el noema del hablar —dice Paul Ricoeur—, distinguir los tics de los guiños, conjeturar significaciones”; un discurso social de un modo “susceptible de ser examinado”, sin por ello “reducir su particularidad”. Sin embargo, la relación entre el “otro” y el “nosotros” se vería entonces en una nueva encrucijada. El presente artículo trata de reseñar las líneas fundamentales por las que transitan hoy estas formas de hacer la historia, dibujar una especie de croquis de las distintas tendencias allí presentes, de un modo en que la naturaleza polémica de sus tesis quede en relieve; evitando allanar las aristas conflictivas de los presentes debates. La historia intelectual no es, por supuesto, una disciplina nueva. Ella ha tenido su edad heroica en los años treintas, inmediatamente tras la publicación de Main Currents in American Thought de Vernon L. Pa- rrington (los dos primeros volúmenes publicados en 1927 y el tercero en 1930). Historiadores intelectuales como Perry Miller, Richard Hofstadter y Arthur Schlesinger, Jr. (por nombrar sólo algunos de los más conoci- dos), llegaron incluso a dominar, en las décadas siguientes, el estudio del pasado norteamericano proveyendo el marco para su interpretación: la idea de que un conjunto o sistema unitario de valores e ideas habría dado forma y características distintivas al “We, the [American] people” al que su constitución refiere. El trabajo quedó organizado de la siguiente manera: Lo que antecede a esta parte como una definición de lo que entendemos por historiografía 174 la historiografía del inconsciente en méxico del inconsciente. Como una segunda parte, el recuento de la historia llamada de las mentalidades y la vida cotidiana. Y como una tercera parte, el balance de la llamada historia cultural. Vale la pena decir que en todas las acepciones se buscó respetar la propuesta a la que se adherían los autores.

Historia de las mentalidades e historia de la vida cotidiana

Como una consecuencia del fracaso de la razón como síntoma de las guerras mundiales, surgió en Europa una historia que buscaba retornar al sujeto y a su pensamiento humano; con ello, las tradiciones y la intimidad reaparecen como temas de estudio. El sujeto regresaba a lo privado, a él y a lo suyos, al rescate de las tendencias que lo estructuraban como ser. Así, la propuesta de la historia de las mentalidades en Francia deriva de un grupo de historiadores de la Escuela de los Annales, en la que sobresalen Lucien Febvre, Marc Bloch, Henry Pirenne, Roger Chartier, y geógrafos como A. Demangeon o sociólogos como L. Lévi Bruhl; paralelamente, aparece la escuela anglosajona que bajo el supuesto epistémico de cul- tural history proponen Robert Darnton, Peter Gay y Peter Burke. Hoy en día podemos decir que se han reagrupado ambas corrientes en otras dos propuestas: por un lado, la llamada historia intelectual y, por el otro, los estudios culturales; en ambos casos enriquecidos con propuestas que abarcan de una manera más amplia las historias y las expresiones del pen- samiento, incluyendo nuevas disciplinas que van desde la hermenéutica, la semiótica, los estudios de género, la filología y la lingüística, hasta el psicoanálisis. Teniendo incluso en algunos momentos ciertos vínculos con las propuestas de la microhistoria italiana. Desde 1950 hasta los setentas existen importantes aportes y antece- dentes a la historia cultural desde México1 que están depositados en el historicismo o los historicismos que tuvieron un importante impacto a través de los transterrados José Gaos, Eduardo Nicol y Eugenio Ímaz, quienes desde distintos sesgos presentaban el poder interpretativo de la filosofía sobre todo de las propuestas hechas por José Ortega y Gasset: recuperar una historia de la ideas que tocara fondo, desde el entendido

1 Véase Álvaro Matute, El historicismo en México. México, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 2002. boris berenzon gorn 175 de que la historia era histórica, se movía a la par que se interpretaba, y que como lo señalara más adelante Luis Villoro creer, saber y conocer eran procesos ligados por la historia. Esta propuesta más su cercanía a las ideas de Heidegger permitieron ir abriendo camino a una historia de una especulación talentosa que rompía con los cartabones establecidos por el positivismo, se trataba de una historia que desde todas las posibilidades buscaba entender ontológicamente el pasado mexicano, aceptando como premisa la circunstancia de los procesos históricos. Algunos ejemplos fundamentales de esta historiografía fueron los trabajos de Edmundo O’Gorman,2 Justino Fernández,3 Leopoldo Zea,4 y Juan Ortega y Medina,5 habría que mencionar en este grupo los trabajos de sus alumnos, Jorge Alberto Manrique, Roberto Moreno de los Arcos y Álvaro Matute, que en conjunto abren las grandes perspectivas de lo que serán los primeros trabajos que contenían ya la intención de atrapar las ideas incipientes de la hoy llamada historia cultural. A muchos años del nacimiento de esta nueva promesa teórica que tuvo importantes ecos en México y América Latina en la década de los setentas y ochentas, hago algunas reflexiones de lo que ha sido la fundamentación de la historia de las mentalidades y de lo que puede ser partiendo de la base de que los padres fundadores de esta corriente buscaban la globalidad de la historia social o, más aún, una historia global económica y social. La historia de las mentalidades y la historia cultural ante la hiperespe- cialización pueden convertirse en una teoría vacía que empiece a llenar el saco de la irreflexiva historialight, o bien puede verse reconstruida por la antropología, la filosofía y el psicoanálisis acercándose a la propuesta teórica de la historia intelectual, incluyéndose entre los movimientos de renovación crítica del aparato conceptual utilizado en diversos campos del estudio social. Empecemos por acotar la noción de mentalidad, a la que se recurre con frecuencia en historia, antropología, filosofía, psicología social, historia de las religiones, entre otras. El efecto de esta cimentación conceptual

2 Crisis y porvenir de la ciencia histórica, 1947; La idea del descubrimiento de América. Historia de esa interpretación y Crítica de sus fundamentos, 1951; La invención de Amé- rica. El universalismo de la cultura de occidente, 1958, por señalar algunos de los más importantes de esa época. 3 Arte moderno y contemporáneo de México, 1952; Estética del Arte Mexicano. Cuatlicue, el retablo de los reyes, El hombre, 1972, Prometeo, 1945. 4 El positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia, 1968. 5 Teoría y crítica de la historiografía científico-idealista alemana, 1980. 176 la historiografía del inconsciente en méxico muestra sus riesgos y distorsiones sobre la realidad histórica que se pre- tende esclarecer. A menudo, el discurso sobre las mentalidades ha oscilado entre lo fantástico o lo arbitrario y lo desesperanzadamente vago, cayendo en arquetipos jungianos,6 si tenemos en cuenta los patrones de creencias, comportamientos y actitudes tradicionales en vigor de los que nadie se libra en su sociedad, más que en la nuestra, la mentalidad con la que acabaríamos no sería sólo un híbrido, sino un monstruo de estereotipos. Pero eso no quiere decir que las pruebas que a veces se discuten cuando se habla de mentalidades no sean importantes, es sólo que hay que volver a encauzar las hipótesis de los historiadores analizando cómo las series en categorías, que se establecen en muchos casos, para determinar las diferencias de mentalidades entre dos momentos, sociedades, etcétera, son aplicaciones de categorías que no se corresponden con sus valores reales o imaginarios. Las distinciones magia/ciencia, metáfora/literatura, univocidad/ equivocidad no se muestran tan diferenciadas como en principio se cree al darse entremezcladas en muchos supuestos. Es frecuente que se resalte la inadecuación de diversos criterios —es nuestro, se suele de- cir— para establecer distinciones que se revelan artificiales y forzadas, mostrándonos una realidad esquematizada en patrones de conducta. Lo que se critica básicamente es el efecto pernicioso de algunas categorías excluyentes sobre el conocimiento de épocas y sociedades, más que en los modos en que se expresan.

6 La psicología analítica diferencia dos tipos de inconsciente, uno personal y otro colectivo. Lo inconsciente personal corresponde al concepto de inconsciente de Sigmund Freud y Jacques Lacan entre otros psicoanalistas. Éstos consideran que lo inconsciente es resultado de contenidos, experiencias y vivencias que han formado parte de la conciencia pero que, por diversas razones, han sido apartadas de la misma y situadas en lo incons- ciente. La estructura que realiza la función de integración de los elementos inconscientes en la conciencia es el yo, que constituye el centro de la personalidad consciente. En el en- sayo titulado “Conciencia, inconsciente e individuación”, Jung describe lo inconsciente colectivo como una función debajo del umbral de la conciencia, carente de un yo organi- zador y que posee contenidos que nunca han sido conscientes. Se trata de una realidad en potencia que tiene un carácter histórico pero, al mismo tiempo, ofrece una configuración prospectiva. Jung dice que “lo inconsciente colectivo” piensa y vive en periodos milenarios. Puesto que las imágenes de los sueños pueden considerarse fieles representaciones de lo inconsciente, no resulta difícil comprender el carácter predictivo que tenían los sueños en la antigüedad. Sabemos que eran entendidos como anticipaciones del futuro. boris berenzon gorn 177

El argumento principal, subyacente en gran parte del debate sobre el concepto de mentalidad es el problema de la naturaleza de las unifor- midades y las bases de la diversidad del pensamiento humano.7 Nadie duda de que los contenidos del pensamiento humano —las propias ideas o creencias— varíen enormemente al igual que los modos en que se ex- presan. Pero el concepto de mentalidad plantea y sugiere una respuesta positiva al asunto adicional de si hay que considerar que ciertas diferencias de contenido reflejan diferencias en las características referentes de la mente, ya se describan en términos de estructuras, procesos, operaciones, hábitos, capacidades o predisposiciones. Las asociaciones de estos térmi- nos y otros que se utilizan para describir las características de la historia de las mentalidades difieren, pero todas sirven para considerar que esas propuestas para interpretar la historia son mentales. Esto es, sirven para relacionar las diferencias en los contenidos de los pensamientos con las diferencias en las mentes que piensan, y ahí se sugiere algo más que la cuestión meramente tautológica de que todo pensamiento tiene que ser de algún pensador. Podemos decir que la historia de las mentalidades olvidó conceptos fundamentales como la psique freudiana, que lleva al individuo a caer en el esquema de la inexistencia del sujeto sujetado, es decir, se tuvo

7 El cambio en las formas prehispánicas de relación social, con sus consiguientes modificaciones en las formas de vida, es lo que constituye el punto nodal del proceso histórico en el siglo xvii. Los grupos indígenas de vida seminómada se transformaron en sedentarios, la agricultura y la ganadería llegaron a ser la base económica de estos grupos perdiendo importancia la recolección y la cacería. Se transformaron las relacio- nes personales en el núcleo doméstico por la imposición de las normas matrimoniales y familiares del cristianismo. Apareció en la comunidad misional una autoridad capaz de regir la vida individual y comunitaria y de dirigir las relaciones con el exterior, se transformaron las relaciones entre grupos distintos al quedar la hostilidad bajo el control español y al incrementarse los intercambios económicos. Se transformaron las relaciones entre los indígenas y los colonos españoles, así como también ciertos factores capaces de orientar el cambio hacia una mayor integración de los grupos entre sí: una misma religión, semejantes formas organizativas, una autoridad española por encima de todas y la posibilidad de que tanto el mestizaje como el idioma se hicieran comunes a todas las regiones. Pero esa homogeneidad que se pretendía hizo surgir diversas mentalidades con resultados plurales. Esto muestra cómo en nuestro país todos los arquetipos no son suficientes para la interpretación del pensamiento. Hubo, sin embargo, fuertes resistencias al proceso de penetración misio- nal: alzamientos y rebeliones, manifestaciones de oposición, entre otras acciones. Estas formas de resistencias fueron reprimidas por medios militares, pero no fue la coacción a mano armada lo que caracterizó la penetración española en algunos estados. Fueron más importantes la persuasión misionera y el consenso indígena. 178 la historiografía del inconsciente en méxico la prevalencia en el concepto de individuo aislado, más que en el de la intersubjetividad. Si el interés de un tema histórico pudiera ser mensurable a un mismo tiempo en las escalas cuantitativas y de intensidad, creo que en torno a las mentalidades es mucho más lo que se ha producido en el orden teórico y metodológico en cuanto a la aplicación de esa clase de principios y pro- cedimientos a la realidad histórica. Pienso y temo, aunque sólo en cierto modo, porque comparto en este campo la proclividad a la especulación conceptual que en el futuro siglo volveremos a manejar y hasta manosear, preferentemente, más argumentos definitorios y de procedimiento que productos acabados propios de la materia enunciada. En América, la historia de las mentalidades tuvo un impacto funda- mental para los estudiantes de los años setentas y ochentas, las razones son obvias: era un terreno fértil para llevar a cabo la práctica de las pro- puestas francesas. Existían mundos subterráneos exquisitos para el pa- ladar de la interpretación completa del ser, su existencia y su represen- tación mental.

La producción historiográfica de la historia de las mentalidades en México

En México, de 1978 a nuestros días, se produjeron las siguientes obras con las siguientes temáticas: Solange Alberro escribe la Introducción a la historia de las mentalidades, junto con Serge Gruzinski, en la que reúne diferentes discursos, ensayos y conferencias de la antropología en torno al concepto de las mentalidades; de la misma manera con La actividad del Santo Oficio de la Inquisición en Nueva España: 1571-1700, nos habla de la historia de la inquisición y la Iglesia católica en México y su estadística. En 1988 publica la Inquisition et societe au mexique, 1571-1700, la cual trata de la historia de la vida social, de las costumbres y de la Inquisición e Iglesia católica en México. Es prologuista de José Toribio Medina en Historia del Tribunal del San- to Oficio en México en 1991. Un año después nos expresa su pensamiento sobre los españoles en México en Del gachupín al criollo o de cómo los españoles de México dejaron de serlo. Con El Colegio de México hace la introducción y selección del libro escrito por Edmundo O’Gorman y otros llamado Cultura, ideas y mentalidades, el cual contiene discursos, ensayos, conferencias sobre la vida intelectual en México. boris berenzon gorn 179

Por otro lado, Sonia Corcuera en 1981 nos enseña la vida social, cos- tumbres, alimentos y hábitos de la historia de México en el libro Entre gula y templanza. Después en 1991 escribe El fraile, el indio y el pulque: evan- gelización y embriaguez en la Nueva España (1523-1548), en él nos des- cribe de 1519 a 1540 la vida social, costumbres, hábitos y alimentos de México. Para 1994 nos narra la historia de la evangelización en México con su obra Del amor al temor: borrachez, catequesis y control en la Nueva España (1555-1771). A Manuel Ramos Medina le hace un prólogo a su libro dedicado a la cocina mexicana llamado Hazme un cazón: los histo- riadores y sus recetas de cocina. Mientras tanto para esas fechas (1997), en Puebla, escriben Rosalina Es- trada Urroz y otros el texto llamado Tres acercamientos a la historia de las mentalidades, en él se muestra la vida social y costumbres en México. Por su parte, Pilar Gonzalbo Aizpuru tiene una extensa bibliografía referente a las mentalidades. Comienza con El humanismo y la educación en la Nueva España, escrita en 1985, en ella trata el humor, las agude- zas, la historia y la educación en México. Para 1987 nos relata la historia de la educación de la mujer en México con Las mujeres en la Nueva Es- paña: educación y vida cotidiana. En 1989 escribe La educación popular de los jesuitas; como su título nos dice es la historia de la educación de los jesuitas y la iglesia primitiva (cristianismo y cultura). Para 1990, in- teresada en la historia de la educación de los indios en México, escribe la Historia de la educación en la época colonial: la educación de los criollos y la vida urbana. En ese mismo año aparece Constelaciones de modernidad que contó con dos tomos, ambos fueron anuarios conmemorativos del Quinto Centenario de la llegada de España a América. Gonzalbo coordinó un grupo de historiadores entre los que destacan Georges Baudot, María Elvira Buelna, Silvia Pappe y Marcela Suárez. La última publicación que tengo registrada es la de 1998 llamada Familia y orden colonial, en la cual realiza una revisión que va de 1540 a 1810 en los rubros de familia y matrimonio en México. Serge Gruzinski cuenta con seis publicaciones especializadas en las mentalidades: en 1985 escribe Les hommes-diuex du mexique: Pouvouir indien et societe coloniale xvie-xviiie siecles, en él nos muestra la historia de los indios su religión y su mitología. En 1988 contamos con su trabajo sobre la Iglesia católica en México, la escritura de los indios en México y la historia de la Nueva España de 1540-1810, revelado en París y llamado La colonisation de l´imaginaire: Societes indegenes et occidentalisation dans le mexique espagno, xvie-xviiie siecle. El Instituto Nacional de Antropología 180 la historiografía del inconsciente en méxico e Historia (inah) le publica en ese mismo año El poder sin límites: (cuatro respuestas indígenas a la dominación española), en este trabajo se encuen- tran las relaciones gubernamentales y la integración cultural, religiosa y mitológica de los indios y sus movimientos mesiánicos en México. Un año más tarde propaga con la ayuda de la Universidad de Stanford Man-gods in the mexican highlands: Indian power and colonial society, 1520-1800, el cual trata de lo mismo que el anterior trabajo llegando hasta 1810. Siguiendo con su estudio de los indios nos relata el primer contacto de ellos con Europa, su religión, su mitología y la influencia española en su civilización. En París, en 1992, publica sobre la historia del descubrimien- to y exploración de América Paiting the conquest: The mexican indians and the european reniassance; dos años más tarde publica La guerra de las imágenes de Cristóbal Colón a “Blade Runner” (1492-2019), en el que desarrolla a la civilización, su influencia europea, su descubrimiento y la exploración de las imágenes en la mentalidad americana. Sergio Ortega en 1978 nos relata la historia de su natal Topolobam- po, en Sinaloa titulado El edén subvertido. La colonización de Topolobampo, 1886-1896. Con De la santidad a la perversión, o de por qué no se cumplía la ley de Dios en la sociedad novohispana, divulgado en 1986 nos muestra la religión católica y las costumbres sexuales en México. Para 1987 vuelve a escribir sobre Sinaloa en un texto auspiciado por el gobierno del estado llamado Sinaloa: Una historia compartida. Años más tarde hace un aná- lisis sobre la historiografía de Sonora desde 1521 hasta 1810 con su libro Historiografía del noroeste novohispano en las memorias de los simposios de historia y antropología de Sonora, el cual se difunde en 1996. En 1982 inician una serie de seminarios que revelan las inquietudes de los historiadores de las mentalidades y que fueron publicados por el fce y por el inah para su divulgación. El primero es el Simposio de Historia de las Mentalidades: familia, matrimonio y sexualidad en Nueva España, el cual nos habla sobre los temas enunciados. El segundo se realiza en 1985 y se llama La memoria y el olvido. Segundo Simposio de historia de las mentalidades. En 1987 nos encontramos con El placer de pecar y el afán de normar, en él se describe la historia de las costumbres y los ritos sobre el matrimonio y la sexualidad durante la colonia. El tercer seminario es el de la Historia de las mentalidades: del dicho al hecho... transgresiones y pautas culturales en la Nueva España, que se llevó acabo en 1989. Y, por último, el cuar- to es el Seminario de Historia de las Mentalidades. Comunidades domés- ticas en la sociedad novohispana: formas de unión y transmisión cultural. boris berenzon gorn 181

Memoria del IV Simposio de Historia de las Mentalidades, patrocinada por el inah, divulgado en 1994. Como pudimos observar la historiografía de las mentalidades en México abarca temas disímbolos y diversos, conceptual y metodológi- camente, en donde se incluye también la vida cotidiana. Un un ejemplo de ello son los seminarios de la historia de las mentalidades dirigidos por Sergio Ortega o las propuestas de Solange Alberro, Serge Gruzinski, Sonia Corcuera, Pilar Gonzalbo, Antonio Rubial, Manuel Ramos, por señalar a los más representativos quienes, siguiendo líneas discursivas distintas, buscan acotar el objeto de estudio: la mentalidad, término que de entrada tiene caminos confusos, ya que encontramos desde arqueti- pos para explicar la sexualidad en el México novohispano, la comida, la familia, la sociedad, la religión, las costumbres, la vida cotidiana, la vida intelectual, los hábitos, la educación, la vida femenina hasta los indios y los mitos. Es decir, que parecería ser que en una misma vasija sin fondo, todos estos temas se pueden soportar en la propuesta de la historia de las mentalidades. Sin embargo, habría que reconocer que después de una lectura de la historiografía de estos años sus esfuerzos y sus logros responden más a objetivos parciales que colectivos, por lo tanto mientras algunos entienden que las mentalidades son actitudes mentales más o menos ocasionales en cuanto a lugar, sujeto y tiempo, otros creen que son actores propia- mente considerados como los portadores o la encarnación misma de una mentalidad global. Vale la pena aquí recordar dos cortes que han marcado el pensamiento mexicano, la ruptura del movimiento del 68 que abrió una crisis de plan- teamientos sobre el ser y el deber del mexicano, por lo menos en las clases medias ilustradas y, 1989, que para algunos significó (equivocadamente) el fin de las propuestas marxistas. La historiografía mexicana de estos años, a su propia escala, no ha dejado de reflejar la compleja crisis que viven las humanidades en el mundo, lo que muy atinadamente la Escuela de los An- nales llamó un tournart critique, teniendo dos características precisas en nuestro caso: el tan acusado provincianismo de las ciencias sociales y de la cultura en su conjunto, que afecta igualmente al trabajo historiográfico, originando que imitemos sin proponerlo o propongamos sin conocer lo que se está haciendo afuera, de la misma manera que nos quedamos fuera de la discusión teórica sobre la teoría de las mentalidades, de la historia posmo- derna, de la historia cotidiana y de las propuestas sobre el giro lingüístico, hermenéutico o el narrativismo. Vivimos en los ecos secundarios. 182 la historiografía del inconsciente en méxico

Otra característica importante de mencionar es el notable aumento cuantitativo de la producción historiográfica especializada, localista, re- gional y con tintes de un regreso a un neopositivismo. Dicho lo anterior, la historia de las mentalidades se convirtió en uno de los espacios fun- damentales para la subjetividad del historiador, pero sus elementos teó- ricos eran limitados, a pesar de los esfuerzos que hicieron. En primer lugar habrá que decir que se trata de un concepto que la Escuela de los Annales toma del término en inglés mentality, olvidando la propuesta psicoanalítica freudiana y/o lacaniana de la psique, tal como Solange Alberro lo señala al decirnos que “la función social de la historia es dar raíces, proporcionar seguridad, profundidad, tanto al individuo como a un pueblo, a una cultura. Un individuo sin pasado, sin historia, no puede existir: no tiene dónde arraigarse, un pueblo sin memoria, como se ha dicho, no tiene desde dónde proyectar su futuro”.8 Evidentemente, Alberro se da cuenta de que se trata de hacer una his- toria que presente los conflictos sociales y políticos desde el pensamiento, teniendo como fuente a la mentalidad y no a ésta como fin. El reto de los años por venir es el de tratar de abrir el abanico de la historia de las mentalidades, la historia cultural y de la vida cotidiana a una interpretación mucho más analítica que destruya la idea de la indi- vidualidad para llegar a la del sujeto; es decir, hablar de la representación inconsciente de los universos que se estudian, más que hablar de signos clásicos o arquetipos; habría que descifrar cada uno de los casos que se estudian desde su propia singularidad para llegar al sentido de la globa- lidad. Se trata de entender o ligar el signo y su incertidumbre a la par de lo que aportan los documentos. La coexistencia de ambos sin que se pierda ni el mundo del imaginario ni el mundo de lo real; es decir, ni las evidencias palpables ni los sueños y motivaciones intocables. Por lo tanto, no podemos elegir entre la realidad empírica y la psíquica, tenemos que encontrar una interpretación que dé cuenta del movimiento de un engranaje dialéctico en el que la realidad psíquica y aquella que muestra la historia fundamentada en imaginarios documentos que olvi- dan la interpretación actúan haciendo una historia “fetiche”. La historia individual no existe como tal, existe en tanto pertenece a una realidad his- tórica, si ésta no se olvida; entonces estaremos cercanos a la propuesta que

8 Solange Alberro, “Testimonios”, en Enrique Florescano y Ricardo Pérez Montfort, Historiadores de México en el siglo xx. México, fce, 1995, 546 pp. (Obras de Historia), p. 468. boris berenzon gorn 183 nos hace hoy la historia cultural donde somos conscientes que cualquier caso o hecho histórico tiene que confrontarse directamente con la teoría si no estaríamos ante el acabóse del hecho histórico. El hecho histórico tiene su valor al confrontarse con la teoría, entendiendo que las teorías no mueren de un ataque frontal, sólo mueren quienes creen en ella. Se trata entones, finalmente, de entender que la construcción de la historia de las mentalidades, la historia de la vida cotidiana y la historia cultural viven en mundos de tensiones como son lo público y lo privado, la generalidad, la singularidad y la identidad. Se tratará de evitar lo que Derrida dice cuando señala que la letra o la historia se puede perder, roer en los archivos. Evidentemente, esto se re- vitaliza en la duda hiperbólica, en la singularidad apetitosa que construye la historia. En este sentido, la novela histórica ha sido un buen abrevadero para la historia intelectual, traigamos a la memoria la obra de Fernando del Paso, Antonio Rubial, Vicente Quitarte, Margo Glantz o aquellos que desde la disciplina literaria han abierto el horizonte de la historia cultural, Rubén Bonifaz Nuño, Clementina Díaz y de Ovando, José Pascual Buxo, Helena Beristáin, Margarita Peña, Ignacio Osorio, Dolores Bravo, Germán Viveros, Ignacio Betancourt y, para cerrar, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska, de una inagotable lista. Como muchos historiadores, desde los inicios de mis estudios de licenciatura había ya hecho mis lecturas de libros de historia. En ver- dad siempre me dejaron insatisfecho porque no podía imaginarme a la gente que mencionaban. Además sólo se dedicaban a los “grandes” hombres, reyes, emperadores, generales, papas, cardenales, obispos y a las guerras, los pactos, la construcción de los imperios. Nada se sabía de las gentes, del vulgo, de cómo vivían, qué pensaban, qué sentían. Me llamó la atención que recién pude imaginar la personalidad de Napo- león desde una escena de La guerra y la paz, cuando el príncipe Pedro, luego de una gran batalla, herido gravemente, lo ve pasar, recorriendo, como ave de rapiña, el campo de batalla luego de la contienda, miran- do a los agonizantes y a los muertos. El príncipe Pedro, que admiraba intensamente a Napoleón, cuando lo ve en esa actitud, recortado contra el cielo azul, donde las nubes se desplazan impulsadas por el viento, se da cuenta de cuán pequeño era. De igual manera comprendí lo que era el zarismo por el cochecito que cae por las escaleras en “El Acorazado Potemkin”, o por el caballo que se precipita desde lo alto de un puente en “Octubre”. Y más acá, entre nosotros, supe más de las políticas y gue- rras decimonónicas en el México independentista leyendo la literatura 184 la historiografía del inconsciente en méxico de Fernando del Paso, o el genocidio de los indígenas en el “Bernabé, Bernabé” de Tomás de Matos. Luego descubrí otra historia cuando leía la novela del historiador cos- tarrricense Jacobo SchifterPagos de Polaco,9 sentí la necesidad de conocer su infancia. Algo similar me sucede cuando trabajo sobre el humor y los rumores, donde el conocimiento de los documentos sobre la Revolu- ción mexicana es fundamental para comprender el procedimiento del terror político, pero ello no determina la totalidad de la interpretación histórica.10 Duby, Ariès, Delumeau, Le Goff y los precursores en esta área: Marc Bloch, fusilado por los nazis en 1944 junto a su esposa, y Lucien Feb- vre, que desde esa fecha han sido lecturas asiduas; y más cerca ya Carlo Guinzburg, Peter Brown, Thomas Laqeuer, John Boswell son teóricos que han aportado importantes posibilidades para derribar el positivismo, el dominio del objeto sobre el sujeto, de tal suerte que los historiado- res de las mentalidades trataron de realizar en su campo lo que Freud había hecho desde el comienzo de su carrera: la atención por lo nimio, lo desestimado, lo no valorado, lo considerado sin importancia. Así la psiquiatría se había despreocupado de los sueños, los lapsus, los actos fallidos, considerándolos formas menores de la actividad mental que, al no clasificarse como patológicas, es decir, plausibles de ser ubicadas como anormales o normales, eran despreciables. Así también los historiadores habían menospreciado lo que podía ser un acta notarial, una leyenda, un juicio, la vida diaria en un convento, un chiste, etcétera. El historiador de las mentalidades sostiene que la mentalidad de un individuo histórico, aun la de un gran hombre, es lo que tiene de común con otros hombres de su tiempo. Todo esto fue lo que rescataron los historiadores. No hay documento superfluo, lo que pueden haber son lectores superficiales o

9 Véase Jacobo SchifterS ikora, Pagos de Polaco. San José, Costa Rica, Ilpes, 1999, 300 pp. Una historia de amor en tiempos de conflicto y guerra se mezcla con intrigas políticas cuyos alcances van más allá del ámbito geográfico donde se desarrolla la Costa Rica de los años treintas y cuarentas. En Pagos de Polaco, Schifter incursiona por primera vez en el campo de la novela histórica dado que sus trabajos anteriores son sobre la historia del judaísmo en Centroamérica, en la obra se mezclan la ficción con hechos y personajes reales, teniendo como meta presentar los entretelones de la mentalidad de una época convulsa en la que la discriminación era moneda común, tanto como lo eran los esfuerzos de quienes la sufrían por librarse de ella. 10 Véase Boris Berenzon, Re/tratos de la Re/vuelta. El discurso del humor en los gobier- nos revolucionarios (en prensa), en el cual se abordan los discursos paralelos al oficial, transmitidos por el humor. boris berenzon gorn 185 prejuiciosos. Para Duby, la historia es como un gran archipiélago y el his- toriador el que lanza puentes entre una y otra isla tratando de establecer, conjeturalmente, conexiones. Ariès, en una afirmación que suscribiría un psicoanalista, dice que “al historiador le interesa solamente lo que el hombre dice sin saberlo”. Estas lecturas se vincularon con otras, para mí muy relacionadas, aunque provenientes de otras disciplinas, como la de Mijail Bajtin, con su monumental obra sobre La cultura popular en la Edad Media y el Renaci- miento y los trabajos de Paul Veyne. Y en este somerísimo recorrido no puedo dejar de mencionar a Michel de Certau, muerto tempranamente, exsacerdote, filósofo, historiador y psicoanalista, que creo ha dado las mejores reflexiones sobre el psicoanálisis y la historia que desde otro campo nos marcaban Nietzsche, Heidegger, Gadamer, Vatimo, Foucault y Derrida. Éstos, y para utilizar la expresión de Vatimo, preconizan el fin de la historia, no a la manera simple de unF ukuyama, en un cumpli- miento del ideal hegeliano, sino como fin de los grandes metarrelatos que hacían que la historia fuera una y única, la de los vencedores y los con- quistadores y acallaran a la de los explotados y conquistados. El fin de la historia, en este sentido, es lo que da la palabra a otras formas de sentir y concebir el mundo y la existencia, es una manera de decir del reconocimiento y respeto por la diferencia y la alteridad. Aceptar esto es polemizar las verdades monolíticas y plantear la necesidad de una onto- logía débil, que está en las antípodas de lo que ha sido la característica del pensamiento en Occidente. Creo que todos estos pensadores, más allá de sus diferencias, compar- ten una misma mentalidad.

Historia cultural

Entendiendo la historia cultural como la propuesta anglosajona de los ochentas, hemos aquí recuperado las principales obras que se produjeron en nuestro país en esta temática, así encontramos temas que van desde la sexualidad, el papel de los símbolos y signos, la historia del cine, del humor y de los conceptos; en síntesis una historia que busca atrapar el pensamiento en todas sus ecuaciones. Por ejemplo Luis Manuel Rodrí- guez trabaja la Historia de la animación en México, en donde revisa el papel de las películas animadas o Patricia Pliego nos relata la manera en que fuimos, a través de la fotografía y sociedad; José Antonio Rodríguez 186 la historiografía del inconsciente en méxico aborda la población judía en México, su perfil demográfico, social y cul- tural; en A gritos y sombrerazos, Patricia Vega nos muestra la historia del periodismo cultural de México del siglo xx; Dolores Aramoni Calderón revisa el papel de las regiones y la cultura en Los refugios de lo sagrado: religiosidad, conflicto y resistencia entre los zoques de Chiapas; Carmen Aguilera, por su parte, abordará la historia del mueble mexicano en su libro El mueble mexicano, historia, evolución e influencias. Valentina Torres Septién coordina el seminario “El impacto de la cultura de lo escrito en la historia de México, siglos xvi al xx” del que saldrá el libro Produccio- nes de sentido: el uso de las fuentes en la historia cultural, a pesar de que este libro tiene una clara influencia de cómo Roger Chartier aborda la tríada historia, cultura e impresión no deja de buscar una cercanía con la historia cultural. Por su parte, María Cristina Sacristán se especializa en el estudio de la locura durante el periodo colonial en la Nueva España. Para ello tiene dos distintos trabajos que se complementan: el primero se refiere a la locura y la Inquisición entre 1571 y 1760, que es la época que la autora señala como el México barroco; el segundo trata igualmente de la locura, pero en este caso circunscrita a lo que ella delimita como el México ilustrado. Sacristán presenta en Locura y disidencia en el México ilustrado “marcos de referencia” desde los cuales se pueda distinguir a quien se le denominaba loco y a quien no y por qué, busca también la “expresión de la locura” a través de los locos que hablaron por escrito “por medio de los escribanos, los jueces, los médicos de cárcel, el confesor en turno, o su propia pluma”. Con esto se ve claramente que la autora no analiza la realidad en sí, sino el “discurso de la locura” desde ésta o desde la “cordura”. Con ello puede descubrir los “conceptos y estructura del discurso acerca del particular, poniendo énfasis en el lenguaje escrito ya que analizando las ‘voces en los diccionarios y en los procesos de la época’ referentes al ‘concepto de lo- cura’ se da cuenta de la concepción transitoria y no permanente de la locura: sobrevenir una locura, haber vuelto en sí de la locura”. De esa for- ma da cuenta, siguiendo a Foucault, de que este problema se refiere a un imaginario construido “culturalmente”. Por eso cuando en el México barroco permeaba una atmósfera religiosa, era indudable para la gente común que la locura estaba intrínsecamente conectada con “desvaríos religiosos”. De esa forma, locos y cuerdos eran “poseedores de un mismo lenguaje: el religioso”. Como se ve el lenguaje con su significado y signi- ficante se vuelve la piedra angular del análisis de la locura en la obra de María Cristina Sacristán que decodifica e interpreta los mensajes. boris berenzon gorn 187

Como Foucault, parte de la división entre cuerdos y locos en un es- pacio-temporal delimitado y la interpreta. Por medio de sus significantes (descifrar su significado profundo) A“ través de los mensajes tal y como éstos aparecen clasificados y ordenados por el sistema dominante, según Roger Bartra, las redes imaginarias”. Pero no generaliza los resultados del teórico francés en su trabajo, ya que menciona que la división entre locu- ra y cordura durante el Siglo de las Luces no fue tan drástica en México como lo fue, según Foucault, en Europa occidental. La autora maneja con- ceptos psicoanalíticos como la idea del imaginario como “realidad de lo imaginado”, habla de la “colectividad” en la “estructura mental” y de que en su discurso los locos populares utilizan “conceptos implícitos” que son reflejo inconsciente de su cosmovisión católica. Pero para usar esto advierte que:

Aunque para el análisis del discurso de la locura nos apoyamos en inter- pretaciones psicoanalíticas y hemos tenido presentes los síndromes que la psiquiatría actual ha descrito; la selección de los casos estudiados respeta los conceptos de “salud” y “enfermedad mental” de las fuentes, porque nos parece ahistórico deducir patologías donde cultural y socialmente no las hubo, a partir de las nosologías psiquiátricas actuales.

Roger Bartra,11 desde la antropología, baja a trabajar una historia cultural que se fundamenta en las “redes imaginarias”. El autor propone categorías marxistas como ideología, clases sociales, estructura y super- estructura, etcétera. Pero lo hace de forma crítica y no dogmática, lo cual se ve cuando no admite la visión escatológica de la historia que tiene el marxismo: “estamos condenados a reanudar una y otra vez nuestras explicaciones sobre el futuro de la sociedad y el sentido de la historia”. Dice que no se da una síntesis dialéctica entre las contradicciones en la sociedad, sino que las redes imaginarias del poder “ocultan las dife- rencias y contradicciones que entrecruzan el cuerpo social” por medio

11 Véanse los principales trabajos de Roger Bartra, Breve diccionario de sociología marxista. México, Grijalbo, 1973, 149 pp.; Marxismo y sociedades antiguas: el modo de producción asiático y el México prehispánico. México, Grijalbo, 1975, 154 pp.; Caciquismo y poder político en el México rural. 2a. ed. México, Siglo xxi, 1976, 203 pp.; Estructura agraria y clases sociales en México. 3a. ed. México, Era, 1974, 182 pp.; Las redes imaginarias del poder político. México, Era, 1974, 182 pp.; Campesinado y poder político en México. México, Era, 1982, 127 pp.; El salvaje en el espejo. México, unam, Era, 1992, 219 pp.; Oficio mexicano. México, Grijalbo, 1993, 205 pp.; La democracia ausente: el pasado de una ilusión. México, Océano, 2000, 225 pp. 188 la historiografía del inconsciente en méxico de la creación de mitos que “ocultan y legitiman las nuevas formas de explotación y dominación”. La formulación de mitos se da a través de la ideología que, como los sueños, hace “inversiones y transposiciones entre diversos planos sociales”, obteniendo con ello un contenido manifiesto (propicio para legitimar algo) y otro “contenido latente” de la realidad imaginada, es una “estructuración que oculta otra red diferente de ideas y/o hechos”. Así que la ideología como aparato mediador comparte la misma estructura de los sueños según Freud, o sea que aquélla condensa, desplaza y arregla todos los materiales con los que se constituye. En la línea del marxismo cultural como el de Althusser, dice que “la ideología pasa de un espacio teórico imaginario a depositarse en la realidad social […] con sólida y firme materialidad sobre las contradic- ciones sociales y culturales”, esto es la realidad de lo imaginado. Como Foucault piensa que el poder es inmanente y omnipresente, “no que lo en- globe todo, sino que viene de todas partes no sólo del Estado como tra- dicionalmente se pensaba”. Teniendo como base a Freud, Bartra piensa en la “ideología como transposición imaginaria de la relación de los individuos con las rela- ciones de producción”, de esa forma “se desarrolla simultáneamente en todas las cabezas” como si fuera una transposición de lo que piensa el es- quizofrénico acerca de las ideas que le rodean y cree que están en las ca- bezas de todos. Relaciona las funciones y estructura del aparato mediador ideológico con las de los sueños; ambos son vigilantes: el primero; “de los equilibrios políticos”, y los segundos, del descanso al dormir. Utiliza a Freud porque el análisis de los sueños y de los “mecanismos socioideológicos mediadores” van de la mano ya que aquél reflexionó primero sobre éstos (por eso en los sueños es parte determinante la cen- sura producida por la sociedad en el sueño) y después esto lo trasladó “al campo de los aparatos psíquicos”. Por eso piensa que “el carácter per- manente, eterno e inmanente de la ideología no es demostrable más que por analogía con el aparato psíquico descrito por Freud”. Lo que quiere decir es que tanto la ideología (como red imaginaria mediadora) como el inconsciente siempre han existido. También llega a hablar de un bombardeo de las “profundidades del inconsciente colectivo occidental” y así se crean mitos semejantes a pe- sadillas, con lo cual se ve su deuda por este concepto del arquetipo de Jung. Pensemos en este sentido por un momento, en lo que vampiros, brujas, hombres-lobos, muertos vivientes representan en la cultura con- temporánea. boris berenzon gorn 189

Como en un “delirio onírico freudiano” “el mundo occidental ha desplazado y condensado en el Cercano Oriente los conflictos, deseos insatisfechos, angustias y fracasos que lo atormentan de manera que la guerra de Iraq fue el sueño y la pesadilla de un mundo que transita peno- samente hacia un nuevo orden”. Así que la red inmanente de relaciones de poder operan con la sustitución y la transposición del “significado dominante, al significado revelado”. Desde 1990 hasta nuestros días se han producido una gran cantidad de trabajos bajo el título de historia cultural, los que no se han incluido en esta investigación tienen que ver con dos principios: o bien que se trata de una historia que desborda los horizontes plasmados en los conceptos de la historia cultural anglosajona, o bien que se encuentra en otros géneros abarcados de la historia, según sus propios autores. Desde luego no tiene el estatuto de “seriedad científica” que exige una objetividad tan ambicionada como imposible en las ciencias humanas. Nuestro documento, tanto para psicoanalistas como para historiadores, es un relato y no es otra cosa. Lo que les dice un analizante, o la historia de la muerte de Guillermo el Mariscal, o las memorias individuales, son relatos, es decir, interpretaciones que hace un analizante o un protago- nista o un testigo de algo. Y esa interpretación, tanto para el historiador como para el psicoanalista, dice siempre alguna verdad, aun cuando su intención sea mentir. Y eso lo enseñó tempranamente Freud, aunque la verdad nunca se puede decir toda, como afirma Lacan.N i aun un estudio estadístico en el campo de la historia deja de ser relato, o deja de estar entramado con un relato, ni deja de ser relanzado como relato dentro de una infinita e inagotable trama discursiva. Quiero transcribir un fragmento de una disertación que hiciera Duby a los psicoanalistas. En él dice:

Yo parto de cierto número de huellas que, felizmente para mí, en la época que estudio son poco numerosas, discontinuas. Estas huellas son extraordinariamente diversas y, en la concepción que tengo de la historia, tendería a interrogarlas a todas, aunque parecieran inocentes a primera vista: un documento de archivo, un contrato de casamiento, un testamento, están completamente ofuscados por la tradición de un vocabulario, de un vocabulario denso, poco maleable, e igualmente por el peso de una ideología que las construye. Tenemos testimonios que son más o menos personales y aquello a lo que llegamos finalmente es a la idea que tal o cual individuo, desaparecido hace ya mucho tiempo, se hacía del mundo, se hacía de “su mundo”. No alcanzamos jamás la realidad. Alcanzamos a 190 la historiografía del inconsciente en méxico

una realidad cotidiana cuando encontramos las huellas de una casa, o los restos de una vasija que sirvió a los paisanos del siglo xi, pero es un caso extremo, y la mayor parte del tiempo no alcanzamos más que un reflejo, el de la realidad en la conciencia de un individuo desaparecido. Creo que la historia es una ciencia de relaciones. Es necesario poner primero en relación esas informaciones, pero también completarla, y aquí interviene necesariamente la imaginación del historiador, es decir, su propia subje- tividad. Ella intervino primero, previa a toda encuesta, en la elaboración de una problemática, en la confección de un cuestionario, y es allí que se establece una relación que, pienso, les puede interesar profundamente a ustedes los psicoanalistas, entre el objeto y el sujeto, entre el objeto que es ese tejido agujereado, en jirones, constituyendo la trama, y el sujeto que está animado por sus propias pasiones, por su propio deseo, que es prisionero inconsciente de las ideologías que gobiernan nuestro tiempo y que aunque se esfuerce seguramente en liberarse de ellas, no lo logra jamás completamente.

En suma, y siguiendo a Nietzsche, diremos que no hay hechos, hay interpretaciones. Lo importante es asumir el carácter ficcional, es decir, el sentido del texto que declara su relación con el lugar singular de su producción. Lo que Freud, para nuestra práctica, describe como transfe- rencia y contratransferencia, o mejor dicho, transferencia recíproca. Por eso el mismo Freud hablaba de historias de enfermos y para ello utilizaba el término historie, que a diferencia de geschichte, que es historia en el sentido de la ciencia histórica, quiere decir relato, narración, leyenda, cuento. Por eso el mismo Freud utilizó con la misma soltura y el mismo rigor un relato de un paciente, como un texto autobiográfico (el presidente Schreber o la neurosis demoniaca), o una novela, La Gradiva. Estamos habituados a hablar con total ligereza del tiempo, como si fuera un elemento que se nos da inmediatamente en la realidad. La su- cesión como cronología encubre grandes complejidades que desconocen no sólo otras maneras de concebir la temporalidad por otros pueblos, lo que invalida la concepción del tiempo como una categoría a priori, sino también que el presente está marcado por el pasado y por el futuro; es decir, que desde el presente vamos hacia el pasado movidos por el deseo, que se proyecta hacia el futuro, como ilusión de un tiempo donde el deseo se realizará. En el psicoanálisis, lo infantil, que no es lo mismo que la infancia, es la presentificación, disfrazada, de las huellas de la infancia interpretadas y reinterpretadas a lo largo de la vida, movida por el deseo. Es realidad efec- tiva. El tiempo es pensable solamente en relación con él a posteriori. boris berenzon gorn 191

Marc Bloch, siguiendo a su maestro Pirenne, decía que el historiador sólo puede serlo si ama el presente. Es para comprender el presente que se dirige al pasado para proyectarse al futuro, aunque ahora sin la soberbia predictiva que caracterizó al pensamiento del siglo xix y gran parte del xx. Pero el pasado, para el historiador, tiene un estatuto más contundente que para el psicoanalista. No es el mismo pasado el de la historia y el del psicoanálisis. Si de tareas imposibles se trata, junto a las otras que Freud mencionaba, habría que agregar el relato del terror. ¿Cómo decir lo indecible?, ¿cómo transmitir esa vivencia terrible de la condición humana?, ¿cómo hacer eso tan imposible como ineludible? Auschwitz es el paradigma del horror, es el ejemplo que una y otra vez se menciona, pero no es el único, y como la comparación en la esfera de los excesos es imposible, no podemos hablar de más o menos horror. ¿Cómo tolerar la visión de los niños descarnados en Zaire, prendidos a los pechos agotados de una madre que apenas los puede sostener?, ¿cómo comprender la lucha fratricida de los que ayer convivían familiarmente en la ex Yugoslavia, o la lucha entre los albaneses con esa cadena de mi- grantes que huyen desesperados?, ¿cómo relatar y pensar en la tortura y las desapariciones, tan cercanas en toda Latinoamérica?, ¿cómo luchar contra la legitimación hipócrita, bajo el argumento de la ciencia, de la que se llamó la guerra sucia? Todas éstas siguen siendo tareas ineludibles de la sociedad en donde la palabra de los psicoanalistas y los historiadores no será vana. En el campo de la historiografía, siguiendo a Michel de Certeau, dire- mos que son varias las aportaciones de Freud y de Lacan: se invalida la ruptura entre psicología individual y colectiva; considera lo “patológico” como una región donde los funcionamientos estructurales de la expe- riencia humana se exacerban y se revelan; desde este punto de vista la distinción entre normalidad y anormalidad es sólo fenomenal, no tiene pertinencia científica; percibe en la historicidad su relación con las crisis que la organizan o la desplazan; modifica el género historiográfico al introducir la necesidad, para el analista, de marcar su lugar, es decir, de tener en cuenta la transferencia recíproca en el campo de su práctica. Utilizar el psicoanálisis en la historia es tarea fundamental y en ello existe un doble sentido. No es posible interpretar historias y relatos de otras épocas fuera de su contexto. El psicoanálisis no es la clave última, universal, ni autosuficiente. Por ejemplo, Vernant ha criticado ciertas interpretaciones freudianas de lo edípico, desconociendo el sentido que 192 la historiografía del inconsciente en méxico tenía para los griegos de la Grecia arcaica la tragedia en general y el mito edípico en particular. Josephine Rose ha mostrado que ciertas expresiones de Leonardo Da Vinci sobre la sexualidad eran fruto de la concepción de la época y la manera habitual de expresarse y no-expresión de la ho- mosexualidad de Leonardo, más allá de que éste fuera homosexual o no. Por otra parte, es deber de nuestra disciplina realizar la crítica de sus conceptos y sus teorías a partir de la capacidad de analizarlos como productos históricos, vale decir, las condiciones de su producción, en un momento dado del desarrollo de una cultura. Los retos para la historia cultural están trazados.

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De las historias de campesinos revolucionarios a las autonomías indias*

Leticia Reina**

Las diversas manifestaciones de descontento en el campo y la reindiani- zación de la población rural mexicana constituyen una de las paradojas de la modernidad, de las políticas neoliberales y del proceso de globali- zación. Por ello resulta importante y de actualidad, realizar un análisis historiográfico que rinda cuentas de las diferentes miradas teóricas y metodológicas con las que fueron estudiados los movimientos campesinos e indígenas en la segunda mitad del siglo xx. El dinamismo propio de estas cinco décadas, aunado al ascenso de los movimientos sociales propiciaron nuevas concepciones y visiones diversas de la realidad, al tiempo que las manifestaciones de descontento agrario fueron cambiando y se hicieron complejas, a veces a contracorriente y otras de manera contradictoria. Éstos son algunos de los aspectos que en este ensayo nos proponemos sistematizar, así como exponer las con- ceptualizaciones más importantes y distinguir los puntos de arranque, los postulados y los debates más importantes que sobresalieron en cada época. Valga una explicación. Rebasa al tamaño y objetivo de este ensayo el tratar de reseñar todas las investigaciones que se publicaron en esos años. Lo prolífico de la historiografía nos obliga a comentar y analizar solamente algunos trabajos nodales que fueron representativos de algunas de las corrientes del pensamiento y también de algunas de las polémicas más significativas.U na disculpa para todos los textos que aunque igualmente importantes, quedaron fuera de estas líneas.

* Agradezco al Instituto Panamericano de Geografía e Historia por el apoyo económico para contratar un asistente durante un año. Mi reconocimiento a Claudia Salcedo Alfaro por su colaboración para realizar este ensayo. ** Investigadora de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

201 202 de las historias de campesinos revolucionarios

En general, el grueso de los trabajos que se escribieron sobre los mo- vimientos campesinos e indígenas forma un corpus de conocimientos fragmentados, dispersos y enfocado sobre todo a las coyunturas más recientes; en donde dominan los estudios de caso y, en algunas ocasiones, con enfoque regional. Sólo hay algunos casos, muy pocos, de interpreta- ciones generales o balances analíticos, pero aun así, se refieren a periodos o regiones muy específicos. En este ensayo nos proponemos ofrecer un análisis de conjunto, global y de larga duración, que abarque la época colonial, los siglos xix y xx. Vale señalar que dejaremos de lado las mo- vilizaciones agrarias acaecidas durante las revoluciones de 1810, Ayutla y 1910, por considerar que estos movimientos implican una metodología específica y porque además es una temática que en sí misma requiere de un análisis historiográfico particular. En el ínter de estas tres grandes revoluciones, hubo movilizaciones campesinas e indígenas en la historia de México que fueron de índole muy variada y no sólo cambiaron con el tiempo y la región, sino también por los diferentes intereses y las diversas miradas que pusieron los in- vestigadores de cada época, amén de la naturaleza distinta de las fuentes documentales y de información que generó cada época. En relación con la reconstrucción etnohistórica del mundo indígena colonial, podemos decir que ha sido relativamente más fácil a partir de la documentación legada por los religiosos y militares (crónicas) de la época, la cual dejó constancia de lo que sucedía al interior de las repúblicas de indios. En cambio, ha sido más difícil y sinuoso el camino para la reconstrucción de las comunidades indígenas del siglo xix, ya que la información resca- tada de archivos civiles y militares del México independiente, evidencia la necesidad del nuevo Estado nacional de borrar las diferencias étnicas en aras de llevar al “ciudadano” al centro de la sociedad. Esta situación impidió dejar las huellas documentales que servirían a los historiadores para reconstruir de manera directa esa parte de la realidad. Por tanto, historiográficamente ha llevado más tiempo la reconstrucción del mundo indígena decimonónico. En cambio, para el caso de los movimientos cam- pesinos e indígenas acaecidos en el siglo xx, la información fue recogida no sólo por la prensa, sino en muchos casos por científicos sociales. No obstante, las herramientas metodológicas de las primeras cinco décadas nublaron en muchos casos la posibilidad de tejer en fino sobre las rela- ciones interétnicas hasta que casi al terminar la centuria estos actores sociales elevaron su propia voz y se hicieron evidentes a los ojos de todos: gobernantes, académicos, comunicólogos y analistas en general. leticia reina 203

La gama de protesta colectiva en el campo frente a situaciones de in- justicia agraria es muy amplia. Va desde las formas pacíficas de resistencia cotidiana como la organización para realizar trámites legales, apoyos y negociaciones con otros grupos sociales, hasta las formas violentas para enfrentar a los representantes del sistema económico y político, y que pueden presentarse como tomas de tierras o de oficinas gubernamentales, o bien como movimientos armados de corta o larga duración, en forma de levantamientos, rebeliones o guerrillas. Todas ellas, situaciones que forman parte de un mismo proceso de movilización campesina si ana- lizamos un grupo étnico o agrario en la larga duración. Es decir, son las diferentes formas como la población del campo expresó su indignación y descontento frente a viejos agravios no resueltos en diferentes coyunturas y contextos históricos. Actualmente distinguimos con relativa facilidad la diferencia entre un movimiento campesino y un movimiento indígena, no así en el pasado. Se trata de un problema conceptual que tiene una vieja discusión dentro de la antropología y que hasta la fecha no se ha llegado a un acuerdo pa- ra definirlos con nitidez. C¿ ómo diferenciar a la población india de la campesina o dónde poner la línea divisoria entre una y otra? Por lo pronto y, por razones prácticas, en el concepto campesino vamos a incluir a la población rural que vive en pequeñas localidades (pueblos o comunida- des) y que se sostiene a sí mismo y a su familia fundamentalmente de su trabajo, producto del campo. Además, se encuentra bajo la presión, explotación o sumisión del capital, del comercio y/o del gobierno. Como punto de arranque, también podemos decir que tanto los cam- pesinos como los indígenas son campesinos, pues viven bajo condiciones económicas similares, amén de tener una organización social basada en los lazos de solidaridad y el parentesco. Pero no todos los campesinos son indígenas, ya que sólo algunos pueblos, más allá de tener una lengua y una vestimenta particular y diferenciada de los otros grupos locales y nacionales, se asumen, identifican y autoadscriben como indígenas. Estos últimos, además, desde hace unos veinte años aproximadamente, utilizan la etnicidad como estrategia de lucha y sobrevivencia. El ascenso del movimiento indianista en América Latina y en particular en México, en los últimos diez años ha mostrado con mayor claridad las diferencias, ya que los pueblos indios, como políticamente se autodefinieron desde el inicio de la década de los noventas, en Chiapas se levantaron en armas “por la dignidad” y para demandar al Estado “un reconocimiento a sus diferencias étnicas y culturales”. La realidad se impuso sobre las discu- 204 de las historias de campesinos revolucionarios siones académicas, pero también es cierto que se han retroalimentado mutuamente a lo largo de las últimas cinco décadas. La historiografía de la segunda mitad del siglo xx sobre los movimien- tos campesinos e indígenas de la Colonia, siglos xix y xx, la hemos dividi- do en cuatro periodos para facilitar su análisis: a) Génesis del campesino rebelde: 1950-1968; b) Los campesinos como sujetos de la historia: 1968- 1982; c) Diversificación del movimiento campesino, diversificación de posturas: 1982-1992; d) Los indios como actores de la historia: 1992-2000. Estos momentos historiográficos no significan cortes exactos y tajantes de los años en que fueron utilizadas ciertas teorías y metodologías, ni tampoco de los temas o de las formas de mirar al objeto de estudio. Sim- plemente permiten conocer las tendencias dominantes de investigación en cada época y ubicarlas en su contexto social y político.1

Génesis del campesino rebelde: 1950-1968

La aparente estabilidad del régimen, la industrialización y urbanización del país fueron el contexto en el cual la historia dejó de ser una actividad de diletantes para convertirse en una disciplina académica institucionalizada. Hacia los años cincuentas, la historia se institucionalizó y el método se convirtió en requisito indispensable, siendo el “historicismo” el punto de arranque en las primeras investigaciones. Los trabajos históricos so- bre las revueltas campesinas fueron escasos, no obstante el “liberalismo agrario” produjo estudios pioneros como los de González Navarro (1954) y González y González (1956), los cuales son excelentes investigaciones convertidas en clásicos, pues plantearon las bases de la organización y las instituciones indias, con lo cual dejaron huella indeleble en el estudio del pasado decimonónico indígena. Hubo que esperar algunos años para que alguien se atreviera a sumergirse en ese siglo tan complicado, lleno de contradicciones y con los archivos arrinconados y sin clasificar. En cambio, los estudiosos del periodo colonial, gracias a la riqueza de información aportada por las crónicas coloniales, pronto empezaron a investigar sobre las rebeliones indígenas, con descripciones del medio

1 Una disculpa por todos los trabajos que no están citados en este escrito, pero reba- saba el espacio de estas cuartillas. Si se desea ampliar la información y la bibliografía de las rebeliones de la Colonia y del siglo xix, se puede consultar Reina (1998, 5a. ed.), el último capítulo de esta edición corregida y aumentada. leticia reina 205 geográfico, de las características de los grupos étnicos y las condiciones en que se dio la conquista y la colonización de cada región.2 Por su parte, los historiadores preocupados por las secuelas de la Revolución de 1910 se ocuparon de uno de los movimientos campesinos que se opuso a la cons- trucción ideológica del Estado revolucionario, es decir, la Guerra cristera. Los estudios pioneros de este tema, tan acogido en los años siguientes, fueron los de Acevedo (1961) y Larín (1968), los cuales obedecieron a la preocupación del momento: consolidar y fincar en el imaginario nacional los principios del Estado. Durante este periodo de “la ‘paz’ del milagro mexicano”, los científi- cos sociales interesados en los problemas del campo no percibieron los fuertes conflictos agrarios que acaecieron en esos años.E staban obnubi- lados por el discurso del Estado revolucionario preocupado por construir una imagen de estabilidad y de unidad, además aún no se había desarro- llado un método para aprehender los conflictos electorales en el campo como una forma más de expresión del descontento campesino. En las ciudades verdaderamente se creó el mito de tranquilidad y desarrollo, entonces los estudiosos del agro se abocaron al análisis de la reforma agraria y al funcionamiento productivo de las unidades campesinas, así como a entender la organización social indígena con el objeto de mexi- canizar al indio o integrarlo a la cultura nacional. Aspectos que estaban en el discurso oficial y en la política indigenista. En consecuencia, la producción historiográfica fue escasa y se es- cribieron algunas obras sobre las rebeliones coloniales; en cambio, fue fundamental el asomo al mundo indígena decimonónico. No obstante, el mito de la estabilidad del régimen y el mito del milagro mexicano nublaron el horizonte de los conflictos agrarios contemporáneos.C omo consecuencia, se empezó a reseñar el movimiento cristero, pero quedó un vacío sobre los conflictivos acontecimientos agrarios.

2 Así contribuyeron con estudios como los de González Obregón (1952), González Ramírez (1960), Spicer (1962), Huerta (1966) y al año siguiente el de Galavíz de Cap- deville (1967). 206 de las historias de campesinos revolucionarios Los campesinos como sujetos de la historia: 1968-1982

Llegó “El fin del milagro mexicano” y con ello se desataron entre otras cosas, grandes movilizaciones sociales a lo largo de todo el país. El agro en especial volvió a la lucha frontal, abierta y explícitamente agraria; los campesinos tomaron tierras y se convirtieron, a los ojos de los científi- cos sociales, en sujetos de la historia. Las condiciones de convulsión po- lítica y la crisis económica de la década de los setentas fueron el punto de arranque de un sinnúmero de investigaciones sobre las movilizaciones agrarias de todas las épocas de México. La convulsión social a nivel mundial y, en particular, el movimiento estudiantil de 1968 y de insurgencia obrera de 1971-1972 en México, propiciaron que el “marxismo” irrumpiera en las universidades. De modo que el “materialismo histórico” fue el método de análisis que en mayor medida contribuyó para que los campesinos se convirtieran en el sujeto de muchas investigaciones. El libro de García Cantú (1969) trató por primera vez a las rebeliones campesinas como sujetos de la historia y fue el estí- mulo e inicio de muchas investigaciones. Es así como a partir de los años setentas surgió un interés colectivo por estudiar los movimientos cam- pesinos como objeto específico de análisis. No obstante este nuevo enfoque y la conflictividad social de la época, las publicaciones de los primeros años de esa década fueron más el resultado de la continuidad del intercambio académico, de los doctorados en el extranjero y de los profesores visitantes, que de las propias movilizaciones campesinas que empezaron a brotar por todo el país. Paralelamente la “historia liberal agraria” se desarrolló ampliamente en México y en la década de los setentas tuvo un gran impulso, sobre to- do para el estudio de las revueltas del siglo xix. Las investigaciones se hicieron mayoritariamente sobre una región determinada bajo el lente de las políticas agrarias, realizando una revisión sistemática de las leyes de desamortización.3 La legislación agraria se consideraba como el eje conductor del análisis y la causa fundamental de las luchas agrarias. Estos estudios fueron vastos y muchos de ellos se convirtieron en clásicos y en la base de posteriores investigaciones. En cambio, el estudio del periodo

3 Son representativos los estudios de: González Navarro (1970), Mejía Hernández (1979), Meyer (1973 y 1979), Velasco Toro (1979), Sánchez D. (1979), Azaola Garrido (1982) y Blanco Rugerio (1982). leticia reina 207 colonial fue poco productivo4 y la mayoría de los trabajos tratan de los siglos xvii y xviii, amén de estar incorporados como antecedente de otros análisis de más larga duración. Otra línea de análisis muy importante y quizá la que tuvo mayor in- fluencia a largo plazo entre estudiantes e investigadores fue la “historiogra- fía norteamericana”, que podemos caracterizar como una “historia social” de fuerte peso frente al impacto que acababa de tener la historia eco- nómica francesa. Wasserstrom (1978) y John Tutino (1980) fueron de los primeros autores en explicar las rebeliones campesinas no sólo en función de la legislación agraria o del despojo de tierras comunales, sino en relación con los cambios ocurridos en la estructura agraria de la región. La influencia se ve reflejada en trabajos como los de Aldana Rendón (1983), Jiménez Pelayo (1986), Reina (1988). Con el tiempo se fueron incorporando mayores elementos de análisis y en algunos de los artículos presentados en una mesa de trabajo orga- nizada por Friedrich Katz, en Nueva York en 1981 (aunque se publicó en inglés hasta 1988), autores como Hart y Tutino empezaron a describir el proceso de pauperización de la comunidad. Sobre todo analizaban las transformaciones introducidas por la élite agraria, lo que consideraron como el origen de las rebeliones campesinas. Un elemento metodológico nuevo e importante de fines de la década de los setentas e inicio de la siguiente fue el señalar que la gran propiedad y la comunidad entran en una relación de dependencia.5 Asimismo, otra novedad fue cuando algunos años después Evelyn Hu DeHart (1984) mostró que las estrategias de sobrevivencia de la comunidad están de- terminadas por los nuevos ajustes que va teniendo el grupo étnico frente a los cambios externos. Regresando al “materialismo histórico”, falta decir que constituyó una corriente muy importante porque incorporó la reflexión sobre los mo- vimientos campesinos de liberación nacional de Asia, África y América. Con ello se fomentó la discusión sobre el potencial revolucionario del campesinado y, al mismo tiempo, las investigaciones históricas. En los primeros trabajos, la causa de las luchas campesinas se analizó como el choque de dos sistemas económicos: el campesino local y el capitalista

4 Como excepción tenemos los trabajos de Martínez Peláez (1976), Mirafuentes Galván (1979), Orlove (1979) y Tovar Pinzón (1982). 5 Destacan los trabajos de Taylor (1979), Tutino (1980), Vanderwood (1981) y Van Young (1981). 208 de las historias de campesinos revolucionarios nacional. Según esta concepción, la disputa por los bienes produce anta- gonismos de clase que se agudizan, transformándose repetidamente en motines, tumultos, alzamientos, levantamientos y sublevaciones, que si aparentemente son atribuibles a causas diversas, en el fondo son claras manifestaciones de la lucha de clases (García Mora, 1975). Esta tesis se sostuvo por mucho tiempo y estuvo como modelo de análisis en muchos estudios de caso. Un antecedente marxista muy temprano sobre las rebeliones indíge- nas del periodo colonial fue el de Ivanov (1965), quien parafraseando a Lenin, decía: “la historia está llena de esfuerzos ininterrumpidos de las clases oprimidas por derribar la opresión”. Dentro de esta concepción, algunos estudiosos plantearon que las crisis del sistema y los cambios estructurales provocaban la lucha permanente entre explotados (indígenas y campesinos) y explotadores (encomenderos, hacendados, alcaldes). En esta línea de análisis, el libro de Semo (1981) matizó que las luchas del periodo colonial tomaron un carácter muy diverso y complejo debido a la gran heterogeneidad de las relaciones de producción existentes y a la presencia de profundos problemas sociales. Desde esta perspectiva se planteaba que las luchas campesinas son la expresión de la lucha de clases. Pero a medida que avanzó la investigación documental se sustentaron otros elementos, como fueron las alianzas co- yunturales de los campesinos del México independiente con otros grupos sociales. A partir de una amplia base documental, Reina (1980) planteó que los rebeldes se alían con grupos de militares o caciques, aunque estos grupos que se disputan el poder tengan otros fines, ya que vislumbran la posibilidad de conseguir sus objetivos por ese medio. Asimismo señaló que las alianzas coyunturales proporcionaron la base social de apoyo de amplios movimientos regionales en defensa del proyecto federal o en defensa de otros proyectos alternativos de nación. Por ello advertía que se tenía que distinguir entre las motivaciones propias de los campesinos y aquellas que generaron los grandes movimientos regionales agrarios.6 En general, la mayoría de los estudios abordaban el tema de las rebelio- nes campesinas como el conflicto producido por los cambios impuestos a la comunidad desde afuera (González Hermosillo, 1980). En estas in- vestigaciones había una concepción de unidireccionalidad del cambio, hasta que Fogle Deaton (1988), al final de la década de los ochentas, plan- teó que la sociedad campesina también producía cambios, es decir, la bi

6 Reina (1980, 1a. ed., y 1983). leticia reina 209 o multidireccionalidad del cambio. Por otra parte, los estudios anteriores que percibían los cambios en una sola dirección, también percibían la realidad como una dualidad: lo indígena y lo mestizo. El reencuentro de la historia con la “antropología” fue importante en los análisis de la comunidad indígena decimonónica, sobre todo para la comprensión de las transformaciones en sus instituciones y cómo éstas se adaptaron a los cambios impuestos por la sociedad dominante; aspectos planteados de manera magistral por Aguirre Beltrán desde 1940, pero olvidados por las nuevas generaciones. Tuvieron que pasar muchos años para que su planteamiento fuera retomado por los historiadores intere- sados en los movimientos de resistencia indígena. La “antropología norteamericana” también intentó el análisis histórico de la cultura indígena y la función que ésta tiene en las rebeliones (Spicer, 1962 y Friedrich, 1970), pero no prosperó. En cambio, en la misma época tuvo mucha influencia el trabajo de Favre (1971) quien desde el “estructu- ralismo francés” comparó la estructura de la comunidad indígena entre dos insurrecciones sucedidas con un siglo de diferencia (xviii y xix) y explicó por qué y cómo la organización social indígena se transformó. El autor afirma que no sorprende tanto la extensión y la profundidad de los cambios, como la continuidad que los subyace. Concluye afirmando que la organización interna de la comunidad se recompone, pero la estructura comunitaria no cambia. Otras disciplinas también apuntalaron nuevos elementos para la inter- pretación de las rebeliones campesinas, como fue la “psicología” al estudiar los patrones de comportamiento social (Taylor, 1979), o el “psicoanálisis” para explicar el potencial insurreccional del campesinado indígena y algunos aspectos de la conciencia social (Favre, 1979). Años más tarde y en otro sentido, Van Young (1984) utilizó la “psicología social” para explicar las tensiones entre grupos. Demostró que cuando la comunidad campesina lucha por defender sus tierras (conflicto con el exterior), al mismo tiempo está diluyendo las tensiones sociales (internas) generadas por la tendencia creciente a la diferenciación económica del grupo. En general, la influencia de la “antropología”, tanto la “culturalista nor- teamericana” (Friedrich, 1970), como la “estructuralista francesa” (Favre, 1971) o la “marxista” (García Mora, 1975) aportó buenos análisis sincrónicos de los conflictos agrarios de principios del siglo xx y, aunque en estos es- tudios todavía no se analizaba la continuidad del fenómeno, lo importante a destacar es que éstos fueron de los primeros trabajos que llamaron la atención para estudiar la estructura interna de la comunidad indígena. 210 de las historias de campesinos revolucionarios

En torno al tema específico de la “religión” y el papel que desempe- ñaron en las rebeliones campesinas se dieron diversas interpretaciones: Barabas (1976) afirma que la religión es la causa de las rebeliones; en cambio, Friedrich (1970) y García Mora (1975) plantean que las causas de las revueltas agrícolas son económicas y que los elementos religiosos son una forma de expresión del conflicto.O tra posición más es la de Montoya Briones (1972) quien analiza la permanencia de elementos religiosos pre- hispánicos y señala que éstos se manifiestan en símbolos sincréticos en los momentos de lucha. Estas posiciones distintas habrían de tener influencia sobre todo en los estudios colonialistas y decimonónicos. En los estudios de la década de los setentas y principios de los ochentas sobre los movimientos campesinos del siglo xx se notan cuatro tenden- cias muy marcadas, tanto por la temática y la época que abordan, como por los préstamos interdisciplinarios. La primera es una “historia social” fuertemente influida por la “historia social inglesa” representada con los trabajos de E. P. Thompson y deE ric Hobsbawn, la cual se interesó espe- cialmente en la época del “agrarismo galopante” (1920-1934). La impor- tancia de estas historias es que rescataron a los grupos subordinados y a los líderes regionales que no había considerado la historia oficial. Ro- mana Falcón (1976 y 1984) y Paolí y Montalvo (1980) contribuyeron al conocimiento de la fuerza de los movimientos regionales con una fuerte base campesina y que buscaban autonomía militar y política, frente a un Estado revolucionario en formación y que necesitaba consolidarse a partir del control de las diversas fuerzas sociales. Es desde el concepto del poder que estos autores analizan las acciones de las diferentes fuerzas sociales. Dentro de esta corriente sociológica se puede ubicar la influencia que tuvo la “sociología de Alain Touraine”, teórico francés de los movimientos sociales, en los trabajos de historia social de Fernández Gómez (1978 y 1980) y quien junto con autores como Huacuja y Woldenberg (1979) fue- ron de los primeros y casi los únicos que se ocuparon en analizar los movi- mientos guerrilleros de los sesentas del siglo xx en los estados de Gue- rrero, Morelos y Chihuahua.7 El periodo denominado de “reflujo del movimiento campesino” entre 1945-1965, tiene un gran vacío historiográfico debido a que las herramien- tas teóricas de la época no pudieron captar el conflicto agrario en otro tipo de movilizaciones que encubrían la lucha por la tierra. Un trabajo diferente y temprano es el de Ramírez Melgarejo (1974) por tener la in-

7 También véanse Reyes Peláez (s.f.) y Mayo (1980). leticia reina 211 fluencia deE ric Wolf y de quien retoma el concepto de “memoria cultural”. Esta mirada fue la que le permitió visualizar un conflicto agrario en los años cuarentas, en donde supuestamente el Estado ya había pacificado las fuerzas sociales. A pesar de este antecedente, en la siguiente década (de los ochentas) continuó la poca producción; no obstante, se empezó a plantear que la no solución de reivindicaciones revolucionarias de tipo económico y de justicia social habían llevado a los campesinos a optar por el camino del juego electoral. Fue a través de la ciencia política que se vislumbró que el fraude electoral no les había dejado a los campesinos otra alternativa que las armas, la montaña como refugio y la guerrilla como táctica de lucha (De la Peña, 1989).8 Ésta es una nueva perspectiva que empieza a abrir una nueva veta de análisis. La segunda línea de análisis se abocó completamente a las luchas ideológicas de los años veintes y treintas, dominando por completo el tema cristero desde la perspectiva del “liberalismo agrario”. Historiadores franceses como Jean Meyer (1974) y Vega-Leinert (1975) fueron de los pri- meros estudiosos de esta nueva oleada de investigaciones académicas que llamaron la atención sobre el tema de la cristiada y de los sinarquistas. A ellos les siguieron algunas publicaciones norteamericanas como las de: Bailey (1974), Dooley (1976) y McDowell (1975) con fuerte influencia sociológica y cuyo influjo abrió una línea de investigaciones enM éxico so- bre los cristeros.9 Metodológicamente resultaron difíciles las aproximaciones históricas, amén de las razones políticas, sin embargo, un excelente ejemplo emanado de la sociología lo constituye el libro de Huacuja y Woldenberg (1979) en donde hacen una tipología de las guerrillas y analizan las invasiones de tierras en el contexto de la construcción del Estado contemporáneo en México. La tercer tendencia es la postura “marxista”, la cual dominó las ciencias sociales y quizá sea la corriente teórica que produjo el mayor número de investigaciones sobre movilizaciones campesinas de la historia contempo- ránea y de la historia inmediata (en su momento) en la séptima y octava décadas del siglo xx. Al inicio de esta época, la crisis agrícola y agraria rompió con la relativa estabilidad del país, y en el agro la toma de tierras prendió como fuego en campo seco. Los acontecimientos suscitaron gran interés entre los científicos sociales, de modo que antropólogos, soció-

8 También véanse Paré, Flores Lúa et al. (1987) y Blanco (1991). 9 También véanse Díaz Guadalupe y Rodríguez Román (1979). 212 de las historias de campesinos revolucionarios logos, economistas y politólogos, que no los historiadores de oficio o, en muy raro caso, cada uno con sus propias herramientas metodológicas pero en su mayoría con el marxismo por delante, se abocaron a explicar el porqué de las luchas sociales de un pasado reciente. Los estudios “marxistas” sobre el campo partían del hecho de que las sociedades indígenas y campesinas, estaban insertas en una sociedad es- tratificada en clases sociales. Ésta fue una de las razones más importantes por la que la mayoría de los jóvenes antropólogos mexicanos se aparta- ron del análisis de las relaciones interétnicas. Consideraban que estaban sujetas a las relaciones de clases y, por tanto, pensaban que desde esta perspectiva el papel del indígena estaba junto al proletariado, situación desde la cual se podía transformar a la sociedad. Dentro de esta corriente, pero desde la óptica de la acumulación de capital hubo un estudio muy temprano e interesante de Boëge (1974) sobre el caso del Valle del Mezquital, Hidalgo, el cual habría de influir en toda una línea de estudio de “luchas agrarias regionales” como el de Arboleyda y Vázquez (1978) sobre la experiencia del ejido colectivo La La- guna, y en otras investigaciones sobre diversas regiones: Sonora, la Sierra Norte de Puebla, Tlaxcala, Oaxaca y Chiapas.10 El fin del reparto agrario, la defensa de los pequeños propietarios, la exclusión de los campesinos en la discusión de las reformas del Estado y el aumento de la corrupción oficial fueron algunos de los elementos que generaron la crisis en el campo. Entonces se hizo evidente el fracaso del programa ejidal, amén de que el crecimiento de las ciudades no ha- bía constituido una alternativa para los migrantes del campo. La lucha agraria se desató y la “toma de tierras” (forma de combate característica de los años setentas) principalmente en Sinaloa, la Huasteca, Tlaxcala, habría de influir en la historiografía de los movimientos campesinos. Esta situación política influyó en los analistas y las interpretaciones que hicieron sobre estudios presentes y pasados del agro. En esos años se ge- neró una polémica entre ellos en torno a la caracterización de clase del campesinado y el potencial revolucionario de éste, así como su papel en la lucha de clases y su futuro como clase social.

10 Algunas regiones y autores: Sonora, de Jiménez Ricárdez (1976); la Sierra Nor- te de Puebla, de Santos C. Cristóbal et al. (1979); Tlaxcala, de Lomelí (1979); Presa Cerro de Oro, Oaxaca, de Acevedo (1980); Tuxtepec, Oaxaca, de Cobo González y Velázquez Beltrán (1980); Simojovel, Chiapas, de Pérez Castro (1981), y análisis general de Montes de Oca (1977). leticia reina 213

La polémica se centró básicamente entre campesinistas y descampesi- nistas. Había quienes argumentaban que la economía familiar campesina tenía mecanismos de cohesión interna que le permitía reproducirse a pesar del desarrollo del capitalismo en el campo (Warman, 1979 y Perelló, 1979), a los que se les denominó “campesinistas”. En contraposición se encontraba la postura de los “descampesinistas”, quienes argumentaban que los cam- pesinos constituían una clase social que tendía a desaparecer por la vía de la proletarización. Estos últimos además sostenían que era por esta vía que se lograría hacer la revolución en México (De la Peña, 1989). Estas dos di- ferentes formas de mirar el devenir de los campesinos en los procesos socio-económicos y de lucha influyeron en muchas investigaciones, pero en el fondo estaba presente una posición política que implicaba no sólo una toma de posición teórica, sino el cómo se delinearían las estrategias de lucha agraria y el destino de este gran sector de la sociedad. No obstante, al paso de los años revolucionarios y de la modernización del país, “el problema del indio” subsistía y no fue ajeno a algunos antro- pólogos, quienes a partir de los “marxistas clásicos” como Lenin, Stalin y Rosa Luxemburgo, desarrollaron una línea de análisis sobre la “cuestión étnico-nacional”, basada en los derechos de las minorías y de las nacio- nalidades a la libre autodeterminación. Uno de los primeros trabajos fue el de Díaz Polanco (1976) en donde presentó un modelo heurístico para el estudio de casos empíricos y el cual fue retomado años más tarde. La cuarta línea de análisis fue la de los llamados “etnicistas o etno- populistas” la cual surgió en los años setentas como alternativa a las teorías funcionalistas. A ello contribuyó el ascenso del movimiento indianista en todo el continente americano y los antropólogos buscaron herramientas analíticas en los teóricos de la liberación nacional de Asia y África tales como Roger Bastide, Abdel Malek y George Balandier. El argumento central de esta corriente fue que el proceso de dominación de los pueblos indígenas sólo sería superado si se les reconocía como civilizaciones diferentes a la civilización occidental y con derecho a un proceso civilizatorio propio. En esta línea de análisis fueron importantes los trabajos de Barabas (1977) y Bartolomé (1977), pero sobre todo de Varese (1977) y de manera fundamental lo fue el de Bonfil Batalla (1981), ya que influyeron, prin- cipalmente, a llamar la atención sobre la existencia del mundo indígena. Estas posturas etnicistas contribuyeron a poner énfasis en la cuestión ét- nica que habría de ser retomada en estudios específicos de grupos étnicos como los de Oaxaca (Acevedo, 1980) o de Chiapas (Pérez Castro, 1981 y 214 de las historias de campesinos revolucionarios

1989), pero sobre todo en los años noventas para explicar el ascenso del movimiento indígena en México. Al centrarse en el factor cultural y étnico, esta postura fue desarrollada principalmente por antropólogos, sobre todo por aquellos que se autodefinían como críticos y tuvo su mayor desarrollo durante la década de los setentas. Una de las principales críticas que se hizo en los setentas a esta postura fue su carácter esencialista, pues pro- ponían la solución a la problemática indígena al margen de los procesos de los estados nacionales. Para los marxistas, contrarios a esta postura, esto significaba desmovilizar al movimiento indígena, pues separaba lo étnico de la estructura de clases. Las “interpretaciones generales” sobre la historia de los movimientos campesinos del siglo xx se iniciaron hasta la séptima década cuando el proyecto revolucionario se empezó a desquebrajar y cuando las movi- lizaciones agrarias se hicieron presentes y la toma de tierras recordó la tradición de lucha de los campesinos. Es así que se empezaron a hacer los primeros recuentos históricos, de alcance nacional para dar una ex- plicación a los acontecimientos del momento. Entre ellos destaca el de Díaz Polanco (1976) por representar la posición marxista y quien hace un recuento de los movimientos campesinos desde fines del siglo xix hasta el cardenismo. De este análisis concluye algunas constantes: a) los movimientos campesinos tienden a aparecer en los sistemas donde no se ha desarrollado una producción para el mercado y donde más bien se han quedado intactas las comunidades campesinas, b) en la mayoría de los casos la pequeña burguesía intelectual aparece como apoyo clave para la movilización. En este punto hay una coincidencia con Gómez Jara (1981) y c) el movimiento sólo adquiere dimensión e importancia nacional a raíz de producirse acontecimientos políticos no directamente relacionados con la problemática agraria. Esta postura junto con el libro de Esteva (1980) centró la discusión académica en tres puntos: la naturaleza del Estado, el origen de la crisis rural y la naturaleza de la economía campesina. Elementos que se seguirán discutiendo en las siguientes décadas, aunque matizados y oscilando entre las posturas de reflexión teórica y las posi- ciones políticas; producto de la militancia de muchos de los académicos. De cualquier forma hay una coincidencia entre ellos y otros más, en el sentido de que fue el reparto agrario el que generó las condiciones para la gobernabilidad del país, así como la afirmación de que las organizaciones campesinas quedaron integradas orgánicamente al partido oficial.11

11 También véanse Huizer (1970) y Fernández Gómez (1978). leticia reina 215 Diversificación del movimiento campesino, multiplicidad de posturas: 1982-1992

Estos años se caracterizaron por la crisis del capital y la reorganización productiva del campo.12 Las finanzas públicas se colapsaron al inicio de este periodo y se redujo drásticamente el gasto social y la inversión públi- ca. La inversión agropecuaria cayó 50 % y para 1985 70 % de la población rural no superaba el nivel de subsistencia.13 Asimismo, se expresaron las demandas y protestas regionales y, en este contexto, el movimiento campe- sino se diversificó y los análisis se hicieron más complejos y diversos. El impulso de la “historia regional” es uno de los elementos distintivos más importantes de ésta época. Desde la década de los setentas se había desarrollado un interés por esta metodología, pero fue en los ochentas cuando se produjo un verdadero boom de este género histórico. Este fenómeno fue producto, por un lado, de la oposición a las políticas cen- tralizadoras del Estado y de las historias generales que poco explicaban sobre los pequeños terruños y, por el otro, de la recuperación de archivos locales, así como de la promoción de centros de investigación en diferentes ciudades de la República Mexicana. Dentro de esta corriente proliferaron investigaciones, sobre todo de rebeliones campesinas del siglo xix. La propagación de artículos y libros “de historia regional” producidos en la década de los setentas y parte de los ochentas se caracterizó por la hiper- especialización, lo cual provocó la atomización del conocimiento. Como producto de esto se hicieron muchos estudios sobre momentos coyunturales, pero la mayoría estaban descontextualizados, y todos ellos con metodologías y enfoques diversos. Después, la “historia total regional” tuvo diferentes ópticas teóricas y los resultados de las investigaciones se pueden caracterizar por los siguientes rasgos: se inscribió el conflicto social en el contexto de la dinámica social; fue cobrando interés el estudio de regiones no abordadas con anterioridad; y empezó a haber una tendencia a los estudios de larga duración y a la integración de diversos elementos de análisis. Entre las regiones más estudiadas en orden descendente se encuentran: Jalisco, Veracruz, Yucatán (mayas), Sonora (yaquis), Huasteca y Sierra

12 Julio Moguel, “Reforma Constitucional y luchas agrarias en el marco de la transición salinista”, en Julio Moguel, Carlota Botey y Luis Hernández, Autonomía y nuevos sujetos sociales en el desarrollo rural. México, Siglo xxi, 1992, pp. 261-275. 13 De la Peña, 2002, p. 388. 216 de las historias de campesinos revolucionarios

Gorda, Puebla, Oaxaca, Chiapas, Michoacán y Guerrero, siendo la es- cuela norteamericana la que tuvo mayor influencia sobre estas investi- gaciones. Su aporte fue llamar la atención sobre las diferentes formas de lucha y etapas de resistencia pasiva, así como la multicausalidad de las rebeliones.14 Marc Bloch y Lucien Fevre, fundadores de los Annales, con su pro- puesta de la “historia social como síntesis”, que integra los resultados de la historia demográfica, la económica, la del poder y la de las mentalidades, coadyuvaron a desarrollar investigaciones sobre movimientos campesinos e indígenas desde la perspectiva de la “historia regional total de larga duración”. Un magnífico ejemplo fue el libro de García de León (1985), quien estudió 500 años de resistencia, lucha indígena y vida cotidiana en la provincia de Chiapas, pero incursionó en todos los ámbitos del mundo indígena y reconstruyó la compleja red de relaciones de los dife- rentes grupos sociales, así como de las interdependencias regionales, la política nacional y las necesidades del capital extranjero que influyeron en la región. Este trabajo fue un ejemplo a seguir para muchos trabajos posteriores. El desarrollo del “concepto de región” y la discusión en torno a éste, co- rrió paralelo a la recuperación de vastos receptorios locales (documentos en archivos locales) permitieron reconstruir el conjunto de la dinámica societal. Los estudiosos se abocaron a analizar la vida cotidiana de los gru- pos étnicos con sus propios tiempos históricos; en espacios pequeños pa- ra aprehender su complejidad, pero lo suficientemente grandes como para analizar las relaciones interiores y exteriores más significativas en sus diferentes niveles: geográfico, económico, político y mental. De esta manera fue posible combinar el análisis diacrónico con el sincrónico y la estructura con la coyuntura. Además, la confluencia del “marxismo” y de la “antropología estruc- turalista” resolvió la visión dual que se había tenido de dos sistemas eco- nómicos y culturales diferentes: lo indio y lo no indio. En el análisis de García de León (1985) estos dos sistemas aparecen como diferentes pero necesarios, pues demostró que se genera una simbiosis entre finca y comunidad, donde el peonaje y el trabajo asalariado favorecen la repro- ducción de la comunidad, pero también la reproducción de la sociedad global. Este enfoque no desmintió otras posiciones teóricas, pero sí puso

14 Taylor (1979), Katz y Lloyd (1986), Coatsworth (1986), Van Young (1989 y 1992) y Tutino (1986). También el inglés Thompson (1990). leticia reina 217 al descubierto que son parciales y que, en todo caso, se debe combinar el “análisis diacrónico con el sincrónico” para conocer los procesos de larga duración (la resistencia cotidiana ancestral indígena) y cómo éstos se expresan (las rebeliones indígenas y campesinas) en momentos de cambio o de crisis. La acumulación de gran cantidad de estudios de caso o particulares fue necesaria para llegar a proponer algunas generalizaciones. Se pasó de periodos de descripción monográfica y de acumulación de estudios de caso, a otros de mayor complejidad y problematización del objeto de estudio. Asimismo, de tiempo en tiempo se han hecho “análisis genera- les” que han permitido, por un lado reflexionar en términos teórico y metodológico sobre las rebeliones en sí mismas y, por el otro, sobre la sociedad nacional en la cual se desarrolla el conflicto étnico o campesi- no. Entre ellos destaca el libro Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo xvi al siglo xx, compilado por Katz (1988 ed. en inglés), que como habíamos dicho, fue el resultado de la discusión de un grupo de investigadores especialistas en el tema. En el encuentro (1981) se hizo el análisis comparativo de diversas regiones de México y de dife- rentes épocas, lo que permitió conocer semejanzas y diferencias en estos espacios y tiempos distintos. A este trabajo le siguieron otros análisis de “interpretación general”,15 que en conjunto representaron un balance y una reorientación de las investigaciones sobre los siglos xviii y xix. Desde el ámbito regional michoacano también se buscó la interpre- tación general de larga duración. Del esfuerzo colectivo se obtuvo como resultado La cuestión agraria: revolución y contrarrevolución en Mi- choacán, compuesto de tres ensayos que ofrecen una visión de conjunto de los movimientos campesinos de esa región, desde el siglo xvi a los ini- cios del siglo xx. Un aspecto importante a resaltar es que aunque los tres autores parten del materialismo histórico, llamaron la atención sobre la importancia de la comunidad. En sus propias palabras, la reivindicación se exponía así: “Estamos exigiendo la valoración del fenómeno de la co- munidad a través de la concepción clasista y rechazando al mismo tiempo

15 En este periodo la bibliografía es abundante en estudios de caso y en análisis gene- rales partiendo de lo local. En cambio, fueron muy pocos los análisis de interpretación general que trataron de explicar las rebeliones en su conjunto y en su dinámica nacional. Véase: Pastor (1984), Reina (1985 y 1998), Katz y Lloyd, coords. (1986), Tutino (1986), Katz (1988), Hart (1988 y 1990) y análisis para América Latina como los de Coatsworth (1988) y Joseph (1990). 218 de las historias de campesinos revolucionarios la visión antropológica burguesa que ven en el comunero a un indio o indígena”.16 En este periodo que va de 1982 a 1992, la historiografía de los mo- vimientos campesinos del siglo xx prosperó y diversificó sus formas de análisis. Y ahora, aquí nos tenemos que detener en hacer una precisión. Hay una diferencia clara entre los investigadores que se dedican a la his- toria “remota” (de la primera mitad del siglo) y aquellos que hacen historia “vivida” o reciente (la segunda mitad del siglo). Los primeros, por lo regular, tuvieron formación de historiadores, aunque se hayan nutrido de las lecturas de Bobbio sobre el “Estado” y de Wallerstein sobre la “nación”, conceptos que integraron a los análisis de los movimientos agrarios acaecidos entre 1920 y el cardenismo, incluyendo en algunos ca- sos hasta la década de los cincuentas y sesentas. Es así como estos estudios comparten más semejanzas teóricas y metodológicas con las investigacio- nes sobre el periodo colonial y decimonónico, que con las de la historia reciente, por lo general abordadas por otros científicos sociales como antropólogos, sociólogos o politólogos. Esta década de investigación histórica tiene una continuidad con los años anteriores, aunque hay un matiz en las historias erigidas desde abajo. Éstas se pusieron “en diálogo con el Estado en construcción y con los grupos de poder”, se remarcaron las “diferentes condiciones regio- nales” en cuanto a reparto agrario y, por tanto, las diferentes formas de lucha y de articulación con el grupo de Obregón y Calles. Asimismo, se- ñalaron la forma en que Cárdenas aglutinó al movimiento campesino pero destacando los casos de excepción: el Valle del Yaqui, los ejidos de Lombardía y Nueva Italia como ejidos colectivos (Henández y López, 1990). De este conjunto de investigaciones, las entidades federativas más estudiadas son Veracruz, Michoacán y San Luis Potosí y, en particular, destaca el trabajo de Rivera Castro (1988) que de alguna forma sintetizó los trabajos de este periodo.17 La otra vertiente fue el estudio de cristeros y sinarquistas, la cual reto- mó los planteamientos de Jean Meyer, pero ahora abriendo el mosaico de los diversos actores sociales que interactuaron constantemente y dieron

16 Ángel Gutiérrez, José Napoleón Guzmán A. y Gerardo Sánchez, La cuestión agraria: revolución y contrarrevolución en Michoacán: tres ensayos. umsnh, 1984. 17 Sobre diferentes regiones véase: Domínguez Pérez (1992), Embriz Osorio (1984), Falcón (1984), Lorenzana Durán (1991), Maldonado Aguirre (1989) y Martínez Assad (1990). leticia reina 219 forma al conflicto. Asimismo, los estudiosos llamaron la atención sobre todos aquellos “sectores” que habían sido “olvidados” por la reforma agra- ria y que explicaban el carácter agrario de estas luchas con banderas re- ligiosas.18 En cambio, años después, en los noventas, hubo un regreso al análisis de lo religioso, pero desde la perspectiva de las “ideologías arraigadas en el pueblo”.19 En esta década de los ochentas, el auge del movimiento agrario acaecido en la década anterior ya había cobrado distancia, sin embargo, la mayoría de las investigaciones aunque partían de la “sociología”, mantuvieron una “visión economicista y marxista”. Se referían a la concentración de los recursos productivos, el crecimiento de producción ganadera, el reparto agrario y las políticas agrarias, y mantuvieron el interés por el análisis de la “estructura de poder” y por la “necesaria articulación” de los campesinos más allá de su entorno local. Concepción que tuvo influencia en muchos de los estudios regionales. Como por ejemplo, Rubio (1987) analizó la rela- ción que existe en el cambio regional de las políticas agropecuarias y las movilizaciones campesinas.20 Metodológicamente es muy diferente el trabajo de Aguado López (1989), quien recurrió a la estadística para analizar los casos de moviliza- ciones reportadas por la prensa. Con un total de 2 280 casos registrados, obtuvo los siguientes resultados: 59 % se refiere a la lucha por la tierra, 20 % a las movilizaciones en contra de la represión, 13.4 % a la lucha por la producción y comercialización, 6.5 % a luchas por la democracia y 2.5 % a movilizaciones por la valorización del trabajo. Porcentajes que le permitieron corroborar que la toma de tierras fue el rasgo distintivo de la lucha agraria de los años setentas. En cambio, las investigaciones sobre el pasado inmediato, que rindie- ron cuenta de su propio acontecer, centraron la discusión en torno a las nuevas formas de sociabilidad y organización a las que conducía la lucha por “la apropiación del proceso productivo”. En ese sentido, los elementos novedosos en los movimientos pero también en los análisis fueron: la autonomía política y organizativa, el control global del proceso produc-

18 Véase Sánchez D. y Carreño (1987), Betanzos (1988), Ortoll (1989) y Serrano (1992). 19 Los estudios son sobre Michoacán y Durango. Véase Butler (1999), Purnell (1999) y Navarro (2000). 20 Para algunos de los análisis regionales véase: la Huasteca en Briseño Guerrero (1984) y Canabal (1984); Oaxaca en Barabas (1986) y Martínez Vásquez (1990); Apaseo el Alto, Guanajuato, en Espinosa (1986); Yucatán, en Villanueva Mukul (1985). 220 de las historias de campesinos revolucionarios tivo y el combate a las tendencias neoliberales de privatización (Moguel, Botey y Hernández, 1992). No obstante, casi todos los trabajos entre 1982 y 1992 continuaron con los análisis de los cambios estructurales como la modificación del artículo 127 constitucional, de las políticas agrarias, del desmantelamiento institucional y sobre la caracterización del Estado, así como el diálogo con éste. Además, los académicos que hicieron uso de la ciencia política, proponían escenarios posibles para el futuro. Una de las características más importante de estos años fue que las luchas campesinas ampliaron el abanico de sus formas de expresión, al tiempo que también se diversificaron las teorías y las herramientas metodológicas con las que aprehendían esa realidad. Por primera vez se empezó a atender la cuestión de las “elecciones locales” y de los “ayun- tamientos” como un asunto de descontento agrario, como una exten- sión de los movimientos sociales (López Monjardín, 1986 y 1988), lo mismo la cuestión del “ciudadano” (Bartra, 1992) y la fragmentación del movimiento y cómo superarla (Canabal, 1988). Desde la antropología, Guillermo De la Peña (1988) señaló algo muy significativo: que no hay pautas generales o generalizantes de los movimientos, sino que las bases campesinas construyen su actuación a partir de la cultura popular regional y de los procesos históricos particulares.21 Este conjunto de investigaciones elaboradas en su mayoría por antro- pólogos, corrió al parejo de algunos estudios que recurrieron al “método histórico” para hacer “análisis de larga duración”. Bartra (1986) hizo una de las primeras periodizaciones de los movimientos campesinos, que abarca desde el porfiriato hasta los años setentas del siglo xx y en ella distingue dos grandes momentos: el de las “utopías conservadoras” para el siglo xix y el de las “utopías revolucionarias” para los movimientos del si- glo xx. En este tipo de estudios también destaca el estudio de García de León (1989) quien recurrió a la “reflexión histórica y al análisis compa- rativo” para plantear que en la actualidad, al igual que en las reformas borbónicas y en el porfiriato, los proyectos modernizadores han estado relacionados con las crisis políticas. A ambos autores, Bartra y García

21 Algunos estudios regionales destacan aspectos estructurales de las movilizaciones tales como la organización para la producción, la comercialización y el abasto; no obstante, algunos autores empezaron a destacar aspectos como la recuperación de la identidad étnica. Véase: Huasteca Hidalguense, en Ávila (1990); Chiapas, en Harvey (1990 y 1992); Costa Grande de Guerrero, en Cobo y Paz Paredes (1992); Valle del Mezquital, en Robles (1992); Zitácuaro, Michoacán, en Zárate Hernández (1992). leticia reina 221 de León, la dimensión histórica les permitió hacer proyecciones sobre el futuro del agro. Al mismo tiempo se elaboraron algunos trabajos de “interpretación general” en donde se reflexionó en torno a las formas como se había estudiado el movimiento campesino. Estos trabajos aportan elementos diferentes, pero significativos de análisis: el de Zepeda (1988) hizo una clasificación de los estudios campesinos; en cambio, el de FloresL úa, Paré y Sarmiento (1988) sintetizó la polémica de esos años, ubicándola entre campesinistas y descampesinistas, amén de que en otro texto apuntalaron las diferencias entre el movimiento campesino oficial y el independiente (Sarmiento y Mejía Piñeros, 1987). Pero aún más importante resultó la reorientación de la discusión que hizo Paré (1991) al plantear que la polémica del momento ya no era entre la lucha por la tierra o la lucha sindical, o sea el “sujeto campesino” o el “sujeto proletario agrícola” como había sido en los setentas, sino que la discusión de los ochentas era entre la lucha por la tierra y el uso del suelo por un lado y, por el otro, el esquema productivista con alternativas sólo para un sector reducido de los campesinos.22 Finalmente, mención aparte merece la colección editada por el Centro de Estudios Históricos del Agrarismo en México (ceham), dedicada a la historia de la cuestión agraria coordinada por Carlota Botey y Everardo Escárcega. Esta obra consta de nueve volúmenes que abarcan el estudio del agro desde 1800 hasta 1982 y cada volumen cuenta con una sección de- dicada a las movilizaciones campesinas.23 Si bien, el periodo estuvo marcado por los estudios de tipo regional, el análisis del pasado inmediato se caracterizó por los análisis productivistas (la lucha por el proceso productivo), la misma realidad y sus diversas ma- nifestaciones de descontento en el campo permearon los análisis. Al inicio de la década de los noventas encontramos toda una gama de investigacio-

22 Paré, 1991, p. 16. 23 Los títulos de dicha obra son: Enrique Semo, vol. 1: El siglo de la hacienda 1800- 1900, y vol. 2: La tierra y el poder 1800-1910; Óscar Betanzos Piñón, vol. 3: Campesinos, terratenientes y revolucionarios 1910-1920; Enrique Montalvo, vol. 4: Modernización, lucha agraria y poder político 1920-1934; Everardo Escárcega López, vol. 5: El cardenis- mo: un parteaguas histórico en el proceso agrario 1934-1940; Sergio de la Peña, vol. 6: El agrarismo y la industrialización de México 1940-1950; Julio Moguel, vol. 7: La época de oro y el principio de la crisis de la agricultura mexicana 1950-1970, vol. 8: Política estatal y conflictos agrarios 1950-1970 y vol. 9: Los tiempos de la crisis 1970-1982. Todos ellos publicados por Siglo xxi y el ceham. 222 de las historias de campesinos revolucionarios nes que expresan la diversa y compleja situación que se empezó a vivir en el país. Entre ellas destacan las que abordaron los proceso electorales y la lucha por los ayuntamientos (López Monjardín, 1988), las organizacio- nes productivas (Robles, 1992 y Valenzuela, 1993), las luchas ecológicas (Toledo, 1992), las identidades étnicas (Sarmiento y Mejía Piñeros, 1987 y Zárate Hernández, 1992), entre otros. Esta producción diversa sobre el agro, muestra que lo significativo de este periodo y lo que en realidad lo caracterizó fue la diversificación de formas de lucha en el campo y la heterogeneidad o multiplicidad de enfoques con los que se estudió el malestar en el campo.

Los indios como actores de la historia: 1992-2000

La última década del siglo xx estuvo marcada por los movimientos y conflictos étnicos, lo cual tuvo un fuerte impacto en los estudios sociales, cuya característica fundamental fue buscar el análisis de lo “cultural” en el mundo indígena. Hubo acontecimientos que reforzaron este interés: en 1992 se conmemoraron los 500 años del descubrimiento de Amé- rica y se reformaron los artículos 27 y 4° constitucionales referentes a la tierra y a la comunidad indígena, provocando discusiones intensas en torno al impacto pasado y futuro de estos acontecimientos. Asimismo, en 1994 se inició el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln) en Chiapas, y en muchos lugares del país se crearon y manifestaron organizaciones indígenas; al tiempo que hubo varias mo- vilizaciones y demandas por la dignidad étnica. Estos eventos obligaron a los historiadores y científicos sociales en general, a preguntarse por los hilos de continuidad en los movimientos indígenas y en la historicidad de los pueblos indios. El mundo indígena resurgió con tal fuerza política, tanto en México como en todo el continente americano, que se impuso como una realidad a estudiar. Las investigaciones sobre movilizaciones locales se trabajaron en su contexto nacional, pero con una “dimensión cultural” que empezó a tratar de explicar lo específicamente étnico, haciéndose cada vez más claro y explícito en los análisis tanto históricos como antropológicos. Se reorientó la discusión de las décadas precedentes y otros conceptos más cobraron fuerza: del análisis exclusivo del Estado, se pasó a ubicar tam- bién el problema de la “nación”; de lo campesino “a lo indígena”; y de la rebelión y lucha armada “a la resistencia y vida cotidiana”. leticia reina 223

Sobre las rebeliones indígenas del periodo colonial y del siglo xix podríamos decir que disminuyó el número de trabajos, sin embargo, sólo se trata de una cuestión aparente, ya que los investigadores dejaron de estudiar las rebeliones desde la perspectiva coyuntural y se interesa- ron en otros momentos y procesos de la lucha indígena, tales como la “resistencia”, la “adaptación”, la “negociación” y los “pactos”. A este punto de interés llegaron tanto los académicos interesados en la vida cotidiana, como aquellos que habían estado atraídos por los procesos de lucha ar- mada. De modo que ambos pasaron a reconstruir identidades no sólo de lucha sino también de supervivencia y de reproducción social. Es decir, todo lo que sucede en el ínter de dos coyunturas. En este proceso, además de la influencia de la escuela francesa sobre la “historia de las mentalidades” y de la escuela inglesa con su “historia cultural”, cabe mencionar que también hubo otras influencias, quizá hasta más importantes. Parece que cuando la antropología mexicana reencontró su particular y clásico objeto de estudio: los indios y la cultura, ésta tuvo un influjo natural y directo sobre muchos de los historiadores especialistas en las luchas campesinas. Con ello, estaríamos hablando de una amplia gama de estudios que, desde la perspectiva de la “antropología histórica”, avanzaron sobre el conocimiento de la “dinámica interna” y “formas de gobierno” particulares de las comunidades indígenas de los siglos xix y xx: García de León (1995), Hernández Castillo (1998), Jan De Vos (2000), Dietz (2000), Reina (2000). Estos estudios también los podríamos considerar como una continuidad de los estudios que bajo el nombre de etnohistoria se habían reservado, décadas atrás, como exclusividad cro- nológica para los trabajos del mundo indígena colonial. Un aporte temprano de historia cultural son los excelentes trabajos de Tutino (1990 y 1992). En su caso, él sí llegó a este punto desde el interés por las rebeliones, pero por la necesidad metodológica de incorporar el análisis de los elementos culturales a las relaciones de producción y de poder. Parte de las rebeliones (producción-poder) y trata de desentrañar la cultura que subyace en una sociedad. En cambio, por el camino de la “antropología histórica” europea, es el estudio de la vida cotidiana, lo que llevó a encontrarse con el conflicto, la violencia y la rebelión. Los métodos propios de la historia y la antropología impusieron en cierta forma la necesidad de indagar los procesos en forma diacrónica y sincrónica que, unido al análisis de la organización social indígena en la larga duración, motivó a tener más interrogantes en torno a la “lucha ‘sorda’ ” y “cotidiana”, que sobre los momentos de levantamientos arma- 224 de las historias de campesinos revolucionarios dos. En esta confluencia de intereses metodológicos, James Scott y su “escuela de la resistencia” tuvieron mucha influencia sobre los estudios que implicaron desarrollar nuevas metodologías para aprehender la dinámica social del campo. De esta nueva “historia de la resistencia cotidiana” y la “adaptación” destaca especialmente el libro de Ruz (1992). En esta línea de análisis se hicieron numerosos trabajos desde el ámbito regional y que permitieron comprender las diferentes formas de enfrentar los procesos de moder- nización con su concomitante enajenación de recursos naturales.24 En este interés por explicar la estructura, dinámica y reproducción social indígena, hubo un aporte muy importante impulsado y coordinado por Teresa Rojas y el mismo Mario Ruz a través de la colección Historia de los pueblos indígenas de México.25 La obra nació con el interés metodológico, que en palabras de los coordinadores dice: “Tender un puente histórico entre el pasado arqueológico y el presente etnográfico permite recuperar esa parte soslayada de la historia de los pueblos indios que es también nuestra. Implica intentar una relectura de nuestra identidad cultural, siempre cambiante pero fuertemente vinculada a sus múltiples raíces”. Con este propósito convocaron a investigadores nacionales y extran- jeros de diferentes instituciones para construir las historias coloniales y decimonónicas de los diversos grupos étnicos del territorio mexicano. Co- mo respuesta, desde 1994 a la fecha se tienen 20 libros, los cuales van cubriendo el “mosaico pluriétnico” del país y constituyen obras de sín- tesis, producto de una revisión y análisis crítico de la documentación existente, “a fin de contribuir a la recuperación plena de la raíz indígena de México”.26 Entre ellos destacan los libros que atendieron las regiones

24 La historia regional continuó dando frutos y sus líneas de análisis se fueron perfilando hacia la historia cultural. Sobre la resistencia maya colonial véase Campos García (1992); para las fincas comitecas de los siglos xviii-xx en Ruz (1992); en Figueroa Valenzuela (1992) los procesos étnicos de los yaquis; o para la resistencia india en Veracruz véase Velasco Toro (1992); en Valderrama Rouy y Ramírez Suárez (1993) para Cuetzalan, Puebla; sobre la resistencia indígena en las huastecas, pero desde el ámbito de lo político visto en los ayuntamientos, véase Escobar (1994); los procesos de Tierra Caliente analizados por Falcón (1995), y otros más como Rodríguez García (1995), y Meyers (1996) sobre la Comarca Lagunera. Merecen especial mención los trabajos del norte por el tipo de fuentes e interpretación antropológica que incorporan: Para los yaquis véase Figueroa (1992); y para los apaches, a Velasco Ávila (1993). 25 Colección auspiciada institucionalmente por el ciesas y por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas. 26 Teresa Rojas Rabiela y Mario Humberto Ruz, “Presentación”, en la Colección Historia leticia reina 225

étnicas más olvidadas por los historiadores tales como: Tabasco (Ruz, 1994); la gente del desierto de Sonora (Radding, 1995); Coahuila (Ro- dríguez, 1995); las Huastecas (Escobar Ohmstede, 1998); los nómadas del noroeste (Valdés, 1995); y el de los cazadores —recolectores de Baja California (Rodríguez, 2002). En la última década del siglo xx cobró importancia la “contracorrien- te histórica”, en la que se inscribe el trabajo de Stern, pero a la que él se refiere como “historia al revés” porque como él mismo dice: “se ve el es- fuerzo de los pueblos indígenas por ‘colonizar al Estado’ y desarrollarse dentro del proyecto colonial”.27 En esta línea de análisis hay investigado- res que se han ocupado de la apropiación y reformulación de las institu- ciones españolas por parte de los pueblos indios, tales como las mayor- domías, el municipio, algunas fiestas y rituales religiosos (DeV os, 2000; Reina, 2000). O dicho en otros términos, hay quienes han preferido llamarle “historia desde abajo” como la designa Romana Falcón (2002) y en cuyo trabajo rescata la voz de los “descalzos” y los pone como entes interactivos con las clases dominantes. La complejidad que fue tomando la historiografía de los movimientos sociales en la última década del siglo xx y la diversidad de manifestacio- nes políticas con las que se expresaba la población frente a la crisis del Estado, el cuestionamiento del proyecto de nación y la movilización de la sociedad civil, también abrió el abanico de los temas de investigación. Éstos empezaron a versar sobre las diferentes respuestas políticas con las que los pueblos enfrentaron problemas similares en épocas anteriores. Por ejemplo: la violencia (Van Young, 1993); el paso del cabildo colonial a los ayuntamientos constitucionales (Escobar, 1994); las respuestas de los pueblos y comunidades rurales frente al proyecto liberal modernizador (Reina, 1996; Falcón, 2002); cuestiones sobre la ciudadanía, tales como las diferencias ante la ley en un supuesto mundo de igualdad ciudadana (Annino, 1995), o los conflictos electorales R( eina, 2002). Y, por supuesto, la última década del milenio fue propicia para los balances historiográficos de diferentes regiones como la de los comanches y apaches (Velasco, 1993), o de diversas entidades federativas como la de Chiapas (Benjamin, 1995). Llama la atención el caso de Michoacán por el de los Pueblos Indígenas de México. México, ciesas / Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, 1994-2004. 27 Steve Stern, “La contracorriente histórica: los indígenas como colonizadores del Es- tado, siglos xvi a xx”, en Leticia Reina, coord., Los retos de la etnicidad…, 2000, p. 73. 226 de las historias de campesinos revolucionarios esfuerzo institucional y colectivo que desarrollaron Sánchez y León Alanís desde la Universidad Michoacana, en la década de los noventas. En la misma época destaca el trabajo también colectivo, pero coordinado por Mijangos Díaz y que permitió tener un análisis de larga duración sobre los movimientos sociales de Michoacán en los dos últimos siglos.28 Asimismo, el inmenso conocimiento fraccionado, producto de un gran cúmulo de estudios de caso, aunado a la convulsión social de fin de siglo y la falta de paradigmas influyeron en la necesidad de hacer recuentos, explicaciones y visiones de conjunto como los de Stevens (1992); Lloyd Jane-Dale y Laura Pérez Rosales, coords. (1995); Escobar Ohmstede y Romana Falcón, coords. (2002). Estos trabajos han permitido tener una perspectiva de larga duración, sobre los procesos de movilización social en el periodo colonial y en el siglo xix.29 Todas estas corrientes teóricas y metodológicas en las que se apoya- ron los estudios decimonónicos, también tuvieron influencia sobre las investigaciones históricas que se ocupan de la primera mitad del siglo xx, tales como los diferentes estudios regionales sobre la época del agrarismo galopante, los cristeros y las guerrillas. El aporte de este conjunto de tra- bajos fue el encontrar nuevas vetas documentales y la contribución con piezas nuevas del mosaico de los movimientos campesinos mexicanos. Las regiones más estudiadas fueron Veracruz y el norte de México (Sonora, Durango y Sinaloa) y en menor medida las de Michoacán, Querétaro, Jalisco y Sinaloa. Merece especial mención el trabajo de Purnell (1999) porque en él se manifiesta la competencia entre diversas concepciones de la cultura, la propiedad de la tierra y la autoridad a nivel local. De modo que el enfrentamiento entre cristeros y agraristas refleja la confrontación entre los procesos identitarios locales y aquéllos generados desde fuera por el “nuevo orden revolucionario” que se encontraba en formación en la década de los años veintes del siglo xx.30

28 Gerardo Sánchez y Ricardo León Alanís, Historiografía Michoacana. Acercamientos y balances. México, umsnh / Instituto de Investigaciones Históricas, 2000; Eduardo N. Mi- jangos Díaz, Movimientos sociales en Michoacán siglos xix y xx. México, umsnh, 1999. 29 También véanse: Tutino (1992), Leticia Reina, “Nueva introducción”, Rebeliones campesinas en México (1819-1906). México, Siglo XXI Editores, (1a. ed. 1980) 5a. ed. corregida y aumentada 1998; Stern (2002), Tutino (2002), Falcón (2002). 30 Jennie Purnell, Popular Movements and State Formation in Revolutionary México. The Agraristas and Cristeros of Michoacan,Durham and London, Duke University Press, 1999; para el proceso en Durango véase, Navarro Gallegos (2000). Sobre cristeros y sinar- leticia reina 227

Parece que aún pasadas dos y tres décadas del movimiento guerrillero en ellos estados de Guerrero y Chihuahua y de la época de las invasiones de tierras, siguen existiendo problemas para abordar el estudio de estos fe- nómenos. Llama la atención la escasez de trabajos y apenas contamos con los de Oppenheimer (1996), Tamayo (1996), Bellingeri (2003) y Pérez Ar- ce (2004). Suponemos que no sólo se trata de un problema de fuentes documentales sino de interés por este objeto de estudio. Además habría que agregar que muchos de los investigadores que antaño se preocu- paron por estas temáticas, siguen comprometidos con los problemas y movilizaciones campesinas e indígenas actuales, por lo tanto, su interés sigue siendo el analizar y rendir cuentas del pasado inmediato. Es de- cir, se abocan a investigar y explicar la coyuntura actual a partir del último sexenio o de la última década. En la última década del milenio, tres eventos importantes impactaron a toda la sociedad mexicana: las reformas del Estado, el levantamiento del ezln (1994) acompañado del resurgimiento de la etnicidad de los pueblos indios y la creciente participación ciudadana en la democratización del país. Estos acontecimientos no sólo tuvieron un fuerte impacto en los temas de interés a los que se abocaron los científicos sociales en estos años, sino también en la forma de abordar la problemática. El levantamiento zapatista de Chiapas, el despertar indígena de Amé- rica Latina y las luchas étnicas en Europa Oriental y en la ex Unión Soviéti- ca marcaron un hito ineludible al declinar el siglo xx. De modo que la participación política de las minorías étnicas imprimió un sello distintivo y culturalista a las investigaciones. El interés por el análisis de la cultura se remonta a la antropología clásica, pero su antecedente más cercano es la discusión entre marxistas y etnopopulistas de los años setentas. Desde la década de los ochentas, pero sobre todo en los siguientes años, los estudios antropológicos sobre movilizaciones indígenas tomaron un nuevo rumbo con los estudios que se centraron en discutir la definición “esencialista de la identidad étnica” y la incorporación del análisis del Estado nacional (Serna, 1996). Esta vertiente “estatista”, como contexto del “resurgimiento de la etnicidad” trató de explicar la aparición de los nuevos movimientos indígenas como consecuencia del adelgazamiento quismo véanse: Padilla Gutiérrez, (1993), Puente Lutteroth (1993), Jrade (1994), Shadow y Rodríguez (1994), Covarrubias (1998), González Navarro (2000), Serrano Álvarez (2000). Sobre la guerrilla, véanse Huacuja y Woldenberg (1979), Oppenheimer (1996), Tamayo Flores-Alatorre (1996), Bellingeri (2003) y Pérez Arce (2004). 228 de las historias de campesinos revolucionarios o anulación del modelo estatista populista y su sustitución por el modelo neoliberal (Reina, 2000). Al mismo tiempo, se puso en la mesa de la discusión la relación entre el concepto de “comunidad indígena” y el de “movimiento étnico” en el contexto de los nuevos movimientos indígenas. Gunther Dietz (2000) señaló que en los últimos años asistimos a la irrupción de un movimiento indígena altamente heterogéneo que rebasa las viejas oposiciones entre movimientos: indigenistas vs. indianistas, sociorreligiosos vs. seculares, campesinos vs. indígenas. Vale la pena destacar que apuntó con agudeza los siguientes elementos por los cuales podemos hablar de lo novedoso de estos movimientos: tienen una conformación cada vez más pluriétnica; han refuncionalizado el modelo organizativo de la comunidad indígena; han creado una nueva relación entre los intelectuales indios y las bases de comuneros campesinos; tienen dentro de sus contenidos programáticos la redefinición del proyecto mestizo de nación y cuestionan las relaciones que se han dado entre los pueblos indígenas y el Estado-nación.31 La teoría de la subalternidad proveniente de antropólogos hindúes como son Ranajit Guha y Partha Chatterjee tuvo influencia tanto en histo- riadores abocados al siglo xix como Mallón (1995) o Falcón (2002), como en antropólogos. Uno de ellos es Stéfano Varese quien analizó la forma en la que las organizaciones productivas indígenas representan alternativas contrahegemónicas, mediante las cuales los pueblos indígenas van refor- zando las bases económicas y productivas de sus comunidades.32 Los estudios etnicistas de la década de los setentas, quizá sean los que tuvieron mayor continuidad con ajustes y aportes propios del fin del siglo xx. Entre ellos destaca el trabajo de Bartolomé (2000), quien conceptualizó a los pueblos indígenas como “nacionalidades” que exi- gen un espacio propio dentro del Estado mexicano. Bajo estos mismos lineamientos hubo estudios sobre intelectuales indígenas que han fungido como líderes de su comunidad y cuya importancia radica en el papel que han desempeñado como intermediarios y traductores de dos matrices civilizatorias diferentes (Gutiérrez Chong, 2001; Stavenhagen, 2000; y Sarmiento, 2002): la indígena y la occidental.

31 Gunther Dietz, “Comunidades indígenas y movimientos étnicos en Mesoamérica: una revisión bibliográfica”, en Boletín Americanista, núm. 50, 2000, pp. 16-17. 32 Varese Stefano, “Subalternos ilegítimos, notas sobre la economía política del mo- vimiento indígena de México” en Cuadernos del Sur, núms. 6-7, enero-agosto de 1994, pp. 47-67. Este análisis lo hizo a partir del trabajo realizado por las organizaciones de diferentes regiones indígenas del país. leticia reina 229

Otra vertiente de los estudios de la etnicidad son las investigaciones de Zárate (1992), Zárate Vidal (1998) o de Leyva Solano (1999). Metodo- lógicamente tienen un matiz novedoso porque se centran en analizar la manera en la que la identidad política se construye a partir de la etnicidad. Igualmente el trabajo de Serna (1996) sobre la identidad de los movimien- tos indígenas y su relación con el Estado hizo nuevas propuestas. Plantea que el gobierno como interlocutor reafirma constantemente la identidad colectiva de la lucha y que el Estado aparece como el elemento con el que se produce el “contraste identitario”; siempre está ahí para responder, para reprimir, para resolver. Este planteamiento constituyó una mirada novedosa sobre el Estado porque lo convierte en el “otro” del movimiento indígena. De esta manera, el Estado deja de ser un ente omnipotente e inamovible para convertirse en otro actor social.33 La vida política en México y su “lucha por la democracia” fueron te- máticas importantes que contribuyeron a ahondar en la conformación de la conciencia ciudadana y los sufragios en el campo (Bartra, 1992), (Canabal, 1996). Con intereses semejantes, pero desde otra perspectiva Stavenhagen (2000), hizo un novedoso análisis con base en el enfoque “multiculturalista”. Y muy pronto surgió la novedosa propuesta de De la Peña (1999) sobre la “ciudadanía étnica”. Otra vertiente de análisis es el problema del “reconocimiento” y la “autonomía” de los pueblos indígenas (Díaz Polanco, 1997), (Bartolomé, 1997), (López y Rivas, 1995). Quizá sea uno de los temas más controver- tidos y que mayor polémica suscitó en los años en que se discutieron los Acuerdos de Larráinzar, debido a la participación política de los propios investigadores. La discusión se dio entre los que argumentaban a favor de la “autonomía regional” y aquellos que sostenían o defendían la “au- tonomía comunal”. Beaucage (2000) rechazó la visión esencialista del indígena y lo hizo extensivo a la noción de la autonomía. También seña- ló que, de la misma manera, como no hay una sola cultura india ni un solo movimiento indio, tampoco se puede plantear un solo tipo de autonomía que convenga a todos los pueblos indios ni a todos los países.34 Es decir,

33 Alfonso Serna Jiménez, “El movimiento campesino en México: una identidad frag- mentada”, en Estudios Agrarios, año 2, núm. 4, julio-septiembre, 1996, p. 46. 34 Pierre Beaucage, “Más allá de lo jurídico. Reflexiones sobre procesos autonómicos in- dígenas en América”, en Leticia Reina, coord., Los retos de la etnicidad en los Estados-nación del siglo xxi. México, ciesas / ini / Miguel Ángel Porrúa, 2000, pp. 317-318. Constituye una reflexión comparativa sobre el movimiento indígena del continente americano. 230 de las historias de campesinos revolucionarios que tendremos que encontrar opciones y alternativas de acuerdo con la historicidad de cada pueblo indígena. Especial atención merecen los trabajos sobre el movimiento indígena en el estado de Chiapas, no sólo por la importancia política del movimiento sino porque produjo una gran cantidad de libros. De 84 libros escritos en los últimos diez años sobre diferentes movilizaciones indígenas acaecidas en México y seleccionados porque nos parecieron los más relevantes para la academia, 45 % de ellos corresponden al estado de Chiapas. Desde el punto de vista histórico e historiográfico son interesantes los libros que hicieron recuentos de larga duración y que trataron de expli- car las continuidades o discontinuidades del movimiento indígena en Chiapas. Gosner y Ouweneel (1996) reunieron las visiones de destacados investigadores y dieron un amplio panorama histórico de Chiapas desde la memorable batalla del Sumidero en 1524 hasta el movimiento zapatis- ta, ligando los procesos culturales y políticos que se desarrollaron en la región, incluso antes de la conquista española. Otro excelente libro que ofreció una mirada de largo alcance fue el de Viqueira y Ruz (1995) cuya inquietud fue la de explicar el pasado para comprender el presente. La producción de libros, artículos y escritos sobre el levantamiento zapatista ha sido tan vasto y diverso en temáticas, enfoques y metodo- logías que bien merecería un artículo dedicado en exclusiva al tema. No obstante, intentaremos sintetizar y exponer algunos de los tópicos más explorados por los investigadores. Una de las líneas más prolijas fue la de corte periodístico, basada en una investigación documental de los sucesos, como los libros de De la Grange y Rico (1998) o el de Tello Díaz (1995), los cuales tuvieron una gran difusión en su momento. Otra vertiente de trabajos fue la que se preocupó por analizar el movi- miento y se dedicó a investigar las causas y motivaciones de los indígenas en su lucha por el reconocimiento. Las herramientas conceptuales fueron diversas y llegaron a diferentes conclusiones como podemos ver en los libros y ensayos de Tejera (1996), Legorreta (1998), Harvey (2000) o Leyva Solano (2000). Dentro de este mismo tipo de trabajos hechos también desde la acade- mia, algunos de ellos se centraron en algún factor particular del movi- miento. Por ejemplo, el libro sobre las mujeres y la violencia de Hernández Castillo (1998) o sobre los conflictos y contradicciones en las comunida- des indígenas de Nash (1995) y de Pavón (1997), o bien el análisis del con- flicto enC hiapas en el contexto de las reformas salinistas de Hernández (2000). Este último trabajo es excelente, pues de alguna manera recogió y leticia reina 231 sintetizó no sólo la situación en Chiapas, sino los esfuerzos de muchas y diversas investigaciones. Analiza la irrupción de los indígenas de Chiapas desde la perspectiva del fracaso de las reformas salinistas (diálogo con el Estado), la situación estructural agraria, las organizaciones y su papel en la transformación de la democracia o de la democratización del país desde abajo y desde adentro. También no dejó de reconocer lo singular de este movimiento e incorporó la reflexión sobre la discusión de la auto- nomía indígena, al tiempo que profundizó en la imbricación que sigue existiendo entre las demandas rurales y la cuestión étnica. Lo interesante de los libros sobre Chiapas es que mostraron y demos- traron la recuperación de la etnicidad por parte de multitud de pueblos indios a lo largo y ancho del país. Rompieron con la visión del “cultura- lismo clásico” para dar paso al nuevo lugar que ocupan lo cultural y lo étnico en su relación con el Estado y la nación. En parte se logró porque pusieron en el centro del debate nacional a la cuestión de la autonomía y el autogobierno indígena. Elementos que tendrán que ser tomados en cuenta cuando se quiera construir un nuevo proyecto de nación. Esto fue posible porque como dice Paré (1994) en su trabajo de re- flexión e interpretación general: U“ na característica de la mayor parte de los estudios nacionales sobre movimientos sociales en el campo es que, en mayor o menor medida, parten de una práctica o articulación personal con este movimiento y no de un análisis basado en encuestas, muestreos y todo el ‘rigor científico’ invocado por algunas corrientes de las ciencias sociales”. Motivo por el cual ella misma reconoce que se ha propiciado una falta de sistematización teórica sobre las experiencias. No obstante, se hicieron importantes interpretaciones globales y retrospectivas como el de la misma Luisa Paré (1994), Serna (1996) y Valladares (1998). Al tiempo que surgieron nuevas propuestas como la de Warman y Argueta (1993) sobre el fenómeno de la suplencia o la de Nuijten Monique (1998) sobre los relatos históricos vs. narrativas maestras o los análisis críticos de Dietz (1999) o el de Zendejas y De Vries (1998) quienes proponen la construcción “desde abajo”. Todos ellos contribuyeron a tener una visión global, crítica y propositiva siendo el más reciente el de Dietz (2000), el cual contribuyó con una revisión histórico-bibliográfica, poco frecuente en los análisis del pasado reciente. En general y tratando de sintetizar, podemos decir que los cambios en la historiografía de los movimientos campesinos e indígenas durante esas cinco décadas fueron intensos. Las nuevas interpretaciones apuntalaron las manifestaciones de descontento de estos sectores de la sociedad, quie- 232 de las historias de campesinos revolucionarios nes renovaron sus demandas de manera excepcional, incluso a veces a contracorriente de lo históricamente esperado. Pero también los sucesos de esas décadas tuvieron un dinamismo inusitado tanto a nivel nacional como internacional, que impactaron las visiones del mundo, cambiaron los paradigmas y las explicaciones de la vida en el agro. En pocas palabras, la historiografía de los movimientos indígenas y campesinos en la segunda mitad del siglo xx transitó de una historia liberal agraria, marcada pro- fundamente por el positivismo, hacia una historia social con una fuerte influencia del marxismo.M as tarde y casi al final del siglo se pasó de los estudios francamente economicistas hacia los análisis interesados por el ámbito cultural. Al final de este largo recorrido podríamos afirmar que, así como existe hoy día un nuevo movimiento indígena, también pode- mos decir que existe una nueva historiografía de estos movimientos in- dígenas. El primero por sus nuevas demandas e inusitados métodos de lucha y el segundo por sus nuevos métodos de investigación y formas de observar la realidad. Quisiera terminar parafraseando a John Tutino, quien dice: “Y debe- mos recordar que el futuro de México sólo podrá ser entendido como el resultado histórico de procesos arraigados en un complejo pasado agrario”.35 Por ello, después del levantamiento indígena de Chiapas de 1994, las investigaciones que quieran explicar los procesos de largo aliento sobre movimientos indígenas y campesinos tendrán como reto el tender un puente de análisis con el presente. Sólo así cobrará verdadero sentido la historia y nuestra labor como historiadores.

35 John Tutino, “Historias del México agrario”, en Historia Mexicana, núm. 2, México, El Colegio de México, octubre-diciembre, 1992, p. 211. La historiografía india en Estados Unidos desde 1950*

Claude Gélinas**

En este artículo voy a presentar los trabajos que han marcado la histo- riografía india en Estados Unidos desde 1950. Por supuesto, no se trata de una revisión exhaustiva de la literatura, puesto que las monografías y los artículos especializados en este campo se cuentan hoy por miles. Más bien nos limitaremos en presentar cierto número de estudios que se encuentran entre los más representativos de las diferentes corrientes metodológicas, teóricas e ideológicas que han marcado el sector, por cierto muy dinámico, de la historia india desde 1950, un sector frecuentemente denominado New Indian History.

Un enfoque nuevo: la etnohistoria

Desde hace medio siglo, la historiografía india en Estados Unidos es prácticamente indisociable del enfoque disciplinario o metodológico —según el punto de vista de cada uno— de la etnohistoria. En efecto, la historiografía india empezó a manifestarse como un verdadero campo de especialización autónomo, solamente a partir de los años cincuentas. Hasta entonces, los trabajos de los historiadores se caracterizaban por un enfoque etnocentrista, mientras que los antropólogos se guiaban por el culturalismo. De modo que difícilmente se podía concebir que los indí- genas americanos hubieran podido disponer de una historia que les fuera propia. La única excepción tal vez es la de algunos antropólogos que a partir de los años treintas, se empezaron a interesar en el proceso de acul- turación observado en el seno de sociedades indias como consecuencia

* Traducción al castellano: Elena Soldevila. ** Faculté de théologie, d’éthique et de philosophie, Université de Sherbrooke, Qué- bec, Canada.

233 234 la historiografía india en estados unidos de la dominación euroamericana, y cuyo objetivo era ayudar al gobierno a definir una política más adecuada y humanista hacia los amerindios (Linton, 1940). Pero, como lo recordaba recientemente William Hagan, “hasta 1950 ningún departamento de historia de Estados Unidos ofrecía la historia india como un campo importante a nivel de posgrado, ni habían cursos de licenciatura sobre el tema” (Hagan, 1997, p. 31). En el discurso nacional de los estadounidenses de esa época, a los indios se les presenta- ba muy a menudo como una realidad del pasado, prehistórico o colonial. En relación con los euroamericanos que ocupaban el primer plano de la historia, se mostraba a los indígenas como figurantes o personajes que sólo ponían en valor a los primeros o que constituían un obstáculo a la implantación y al desarrollo de las colonias. Y una vez que las guerras indias habían terminado y que el control del territorio estaba asegurado, desaparecían poco a poco de la trama histórica que desde entonces estaba reservada enteramente a los euroamericanos. Ahora bien, desde los años cincuentas, el tratamiento reservado a la historia india ha cambiado rápidamente, tanto en el plano del enfoque ideológico como en el método (Leacock y Lurie, 1971). A la par de las rei- vindicaciones territoriales amerindias que se multiplicaban, varios antropó- logos e historiadores tuvieron que recurrir a los documentos de archivos para ilustrar y apoyar las causas presentadas frente a la Indians Claims Commission. Este contexto ha permitido una toma de conciencia de los es- pecialistas no sólo del potencial etnográfico e histórico de las fuentes escri- tas, sino del hecho de que la historia de los amerindios había sido mucho más compleja de lo que se había creído hasta entonces; se descubrió que estos últimos, lejos de haber sido los representantes de culturas estáticas, no solamente habían conocido una historia más agitada de lo que se ima- ginaba, sino que también habían influenciado la configuración de las relaciones que iban a mantener con los euroamericanos y la forma que iba a tomar la aventura colonial y nacional americana en su conjunto. De ahí iba a nacer el campo de investigación que muy pronto se designó por el vocablo “etnohistoria”, y que se institucionalizó, en cierto modo, con la creación de la American Society for Ethnohistory y la revista especializada Ethnohistory en 1954. Además de concentrarse sobre todo en el estudio de la realidad india, fue más que nada en el nivel metodológico donde se distinguió durante mucho tiempo de la etnohistoria: “utiliza métodos y materiales históricos y etnológicos para llegar a conocer la naturale- za y la causa de los cambios en el seno de una cultura (en este caso, india) definida etnológicamente” (Axtell, 1997, p. 12). claude gélinas 235

Por supuesto, con el tiempo, la etnohistoria ha conocido una diversi- ficación tanto a nivel de las orientaciones ideológicas de sus artesanos, las cuales se articulan (como en todas las ciencias sociales) alrededor de los polos positivista y relativista y de un sinnúmero de posiciones in- termedias, como a nivel de su naturaleza interdisciplinaria por una pre- ocupación creciente en abrirse a los expertos de otras disciplinas como la arqueología, la lingüística, la geografía, etcétera (Carmack, 1972; Krech, 1991). Pero resulta que a fin de cuentas, la emergencia y el desarrollo de la etnohistoria tuvieron como resultado el devolver a los indios una historia que les pertenece, de reconocerles como actores activos y ya no como elementos pasivos en la historia nacional, de comprender mejor la representación india de la historia y, finalmente, de poner en tela de jui- cio las percepciones que se habían dado por sentadas sobre la naturaleza de las culturas amerindias.

Un lugar para los indios en la historia

Con el paso de los años, la manera de reconstituir el pasado de los indios de Estados Unidos que los historiadores y los antropólogos han elegido ha tomado varias formas. Hasta la fecha, la más extendida, dentro de la tradición de más peso en los estudios de aculturación, es la que aborda la historia de los amerindios bajo el enfoque de las relaciones que esta- blecieron con los euroamericanos (Fenton, 1957; Washburn, 1988). En reacción a la propensión de los historiadores a ignorarlos o mantenerlos al margen de la historia nacional, algunos investigadores han tratado no sólo de subrayar, sino también de demostrar que la historia colonial americana no podía ser comprendida de manera adecuada sin tener plenamente en cuenta el papel que interpretaron los indios. Por supues- to, el valor de este papel ha sido reconocido de manera desigual. Para unos, como Harold Hickerson, los indígenas han conocido sobre todo las repercusiones negativas de una participación en la empresa colonial europea, particularmente por medio del comercio de pieles y el estado de dependencia económica y todos sus corolarios, que habría acarrea- do a largo plazo (Hickerson, 1971). Esta interpretación, poco matizada, encuentra poco eco en nuestra época; los investigadores parecen resueltos a conceder más mérito a los indios. De hecho, de manera general, los etnohistoriadores han optado más bien por reconstruir la historia de los indios no tanto en la perspectiva de 236 la historiografía india en estados unidos un enfrentamiento con los euroamericanos, sino a través del paradigma de una interacción en la que la influencia cultural ha sido bilateral.E ntre los trabajos pioneros que han alimentado esta corriente, apuntemos en primer lugar los del historiador James Axtell sobre la época colonial en el nordeste americano (Axtell, 1981, 1985, 1988 y 1992). Mejor que muchos otros, Axtell ha sabido poner en evidencia no sólo la complejidad sino también la sutileza de las influencias interculturales, revelando hasta qué punto los indios habían podido influenciar la configuración de la historia americana naciente. En particular, trató de imaginar a qué se hubiera po- dido parecer esta misma historia sin la presencia de los indígenas. Por su lado, Richard White, en uno de los pocos estudios etnohistóricos de alcan- ce teórico que se han publicado (White, 1991), ha propuesto el concepto del Middle Ground (terreno medio) para interpretar la naturaleza y la for- ma de las relaciones entre indios y colonizadores. Según él, dependiendo del momento y del lugar, se crea entre las poblaciones en interacción, una especie de pasadizo que permite a cada una acomodarse de acuerdo con los elementos culturales que provienen de la otra, acomodamientos que, sin embargo, tienen una función estrictamente transitoria en la medida en que sirven para promover objetivos inmediatos. Así, más allá de esta estrategia oportunista de empréstitos culturales, cada población (como lo había demostrado, por cierto, Berkhofer desde 1965 en su estudio sobre las relaciones entre los indios y los misioneros en los siglos xviii y xix), continuó actuando en función de su propio sistema cultural. Hay pocas dudas de que los indios hayan efectivamente manifestado una resistencia cultural, lo que explica en gran parte su supervivencia colec- tiva e identitaria, Janet McDonnell mantiene, sin embargo, que eso les habrá resultado desventajoso, en particular favoreciendo su desposesión territorial (McDonnell, 1991). Entre las otras obras que han demostrado, magníficamente, esta capacidad de adaptación y de resistencia de los indios, queremos mencionar particularmente The Indian’s New World de James Merrell (1989) consagrado a los pueblos de Carolina y The Roots of Dependency de Richard White (1983) que, además, constituye siempre un modelo en materia de enfoque interdisciplinario (véanse también Hu-DeHart, 1984; Danziger, 1991, Levine, 1999). Otros etnohistoriadores han recurrido a este enfoque interaccionista para estudiar la historia de determinados pueblos indios. En este campo hay que subrayar primero la impresionante contribución de Francis Jen- nings, dedicada en su mayor parte a la alianza colonial entre los iroqueses y los ingleses (Jennings, 1975, 1984 y 1988). En sus obras, a menudo polé- claude gélinas 237 micas, Jennings hizo resaltar el carácter brutal de la implantación de los europeos en el suelo americano. Eligió hablar de invasión y no de descu- brimiento de América. Por otro lado, subraya la influencia determinante que los iroqueses pudieron ejercer sobre la configuración de las relaciones políticas interculturales. Entre otros trabajos similares, notemos los de Kenneth Morrison sobre los abenaquis (Morrison, 1984), los de Gary Anderson sobre los dakotas (Anderson, 1984), y los de Brad Asher sobre los pueblos indios del estado de Washington (Asher, 1999; Riley, 1999). Por último, otros investigadores, sin dejar completamente de lado el aspecto interaccional, se esforzaron más en documentar la historia de pueblos in- dios particulares, insistiendo en las transformaciones de toda índole que el contacto y la cohabitación con los euroamericanos trajeron sobre ellas. Algunos escogieron trazar un retrato general adoptando una perspectiva regionalista (Salisbury, 1982; Tanner, 1987; Hurtado, 1988; Hall, 1989; Us- ner, 1992), mientras que otros concentraron sus esfuerzos sobre grupos par- ticulares (Goodwin, 1977, Spicer, 1980, Fowler, 1982; y 1987; Tiller, 1983; Finger, 1984; Knack y Steward, 1984; Wright, 1986, McLoughlin, 1986 y 1993; Bunte y Franklin, 1987; Cole, 1988; Griffen, 1988; Calloway, 1990; Rountree, 1990; Hoxie, 1995; Bailey y Bailey, 1999, Carson, 1999, Smith, 2000). Por su parte, algunos otros etnohistoriadores se dedicaron más a documentar aspectos particulares de los sistemas culturales amerindios como la demografía (Dobyns, 1983; Moore, 1987; Thornton, 1987); la realidad social y política (Doherty, 1990; Foster, 1991, Gutiérrez, 1991, Dowd, 1992; Kavanagh, 1996); el campo económico (Weiss, 1984; Hurt, 1987; Boxberger, 1989; Lewis, 1994; Hosmer, 1999); la relación con el me- dio ambiente (Vecsey y Venables, 1980, Hughes, 1983; Cronon, 1983); la experiencia histórica de las mujeres (Devens, 1992; Shoemaker, 1995; Per- due, 1998); la guerra (McGinnis, 1990; Malone, 1993; Meadows, 1999); la salud (Davies, 2001) y los sistemas de referencia espirituales (Wallace, 1969, Steward, 1987; Bucko, 1998, Feraca, 1998). Por último, algunos investigadores han querido explorar el pasado no de poblaciones enteras, sino de individuos en particular, a los que se han consagrado obras biográficas.S i bien, hasta la fecha, la literatura en este campo aparece relativamente escasa (Edmunds, 1980, Moses y Wilson, 1985), hay que tener en cuenta, por supuesto, los trabajos de Joseph Herring dedicados al líder Kickapoo Kenekuk (Herring, 1988), así como las biografías de D’Arcy McNickle (Ruppert, 1988; Purdy, 1996) —quien fue estrechamente asociado al desarrollo del Newberry Center— y las de Gerónimo (Debo, 1976) y Tecumseh (Edmunds, 1984). 238 la historiografía india en estados unidos Una perspectiva india sobre la historia

Pocos investigadores negarían hoy en día el hecho de que una com- prensión adecuada del pasado de los amerindios y que una explicación razonable de sus reacciones y comportamientos históricos, requieren, en la medida de lo posible, que el historiador o el antropólogo tomen en cuenta el punto de vista de los principales interesados; que sitúen los fenó- menos estudiados en una perspectiva indígena. Al menos para los no- indígenas se puede tratar ahí de un proceso muy exigente en el plano ideológico, metodológico y ético. ¿Cuál debería ser la relación de auto- ridad entre la versión india y la versión occidental de la historia? ¿Puede un no-indígena comprender realmente la representación histórica de los amerindios? ¿Puede escribir la historia de una cultura que le es extranje- ra? Estos cuestionamientos dividen a la comunidad etnohistórica desde hace ya mucho tiempo, pero raras veces se han encontrado en plena luz, tanto como a raíz de la publicación de Keepers of the Game [Guardianes de los animales] del historiador Calvin Martin, libro dedicado al aspecto espiritual del comercio de las pieles (Martin, 1978). En esta obra, Martin rechazaba la idea según la cual los amerindios diezmaron las poblaciones de castor después del contacto con los europeos, como consecuencia de su codicia por los productos manufacturados, que obtenían por trueque. Según el autor, en realidad, los indígenas declararon la guerra al castor porque el animal, o más precisamente su correspondiente espiritual, había dejado de protegerlos como lo atestiguaban las nuevas epidemias mortales que aquejaban el Nuevo Mundo. Aunque la interpretación de Martin haya sido ampliamente criticada, tanto desde el punto de vista metodológico como teórico (Krech, 1981) y, con razón, hay que recono- cer a este investigador el mérito de forzar la reflexión y de cuestionar el enfoque interpretativo positivista y materialista que dominaba entonces el campo de la historia india. Con el fin de captar esta perspectiva india de la historia, se privilegia- ron diferentes estrategias. Una de ellas ha consistido en prestar más atención a los testimonios indios, antiguos o más contemporáneos, ya se trate de discursos de jefes, de relatos de acontecimientos u otros (Nabo- kov, 1992; Calloway, 1994; Hirschfelder, 1995; Levine, 1998). Los escritos autobiográficos constituyen otra puerta de entrada en la realidad pasada de los indígenas, tal como ellos la representan (Jackson, 1955, Lurie, 1961, Underhill, 1979, Crow Dog y Erdoes, 1990; Mohatt y Eagle Elk, 2000). Pero eso no significa que hay que negar toda la capacidad de las fuentes claude gélinas 239 escritas producidas por los europeos o euroamericanos para revelar, al menos en parte, el lado indio de la historia. De hecho, como lo han de- mostrado Edmunds y Peyser al abordar el tema de las guerras entre los indios renards (fox) y los franceses (Edmunds y Peyser, 1993), Devon Mihesuah en su estudio sobre un colegio de chicas jóvenes dirigido por los cherokees (Mihesuah, 1993) y, sobre todo, de manera magistral, Daniel Richter en sus dos obras The Ordeal of the Longhouse [El reto de la Casa Larga] (Richter, 1992) y Facing Est from Indian Country [Mirando al este desde el país indio] (Richter, 2002), es perfectamente posible, combinan- do un máximo de los datos disponibles, ya sean escritos, orales y mate- riales, situar a los indios en el primer plano del desarrollo histórico de Estados Unidos. Así se pone al día y se reconoce la influencia que han podido tener sobre la configuración de esta historia, y llegar a todo esto, sin olvidar tampoco la preocupación de tomar en cuenta su punto de vista para comprender por qué los indígenas se comportaron como lo hicieron. Semejante enfoque es susceptible de desembocar en una representación mucho más justa y realista de los valores y comportamientos culturales de los indios. Por ejemplo, es en ese contexto que Peter Mancall ha puesto en tela de juicio la idea de una cierta “afinidad natural” entre el indio y el alcohol, que los euroamericanos invocan a menudo para minimizar su responsabilidad como principales distribuidores, en el transcurso de la historia (o incluso ciertos indígenas, para justificar sus prácticas de con- sumo). Según Mancall, el consumo del alcohol entre los indios constituía la manifestación de una decisión racional, relacionada en parte con los cambios sociales y económicos desestabilizantes que conllevaron el con- tacto y lo que siguió; ya sea que los amerindios hayan tratado de darse de este modo las fuerzas para enfrentar el nuevo contexto, ya sea porque así buscaban olvidarlo (Mancall, 1995). Por su parte, Sherpard Krech ha tomado recientemente el camino inverso, en reacción a la imagen romántica del indio ecologista, a menudo invocada por los propios in- dígenas con el fin de apoyar sus reivindicaciones territoriales, o por los ecologistas euroamericanos que ven en él un modelo que imitar. Krech, de manera equilibrada, avanza la idea que este “mito” del indio ecologista pudiera ser una construcción del pensamiento occidental, proyectando sobre los indígenas un modelo ideal de relación con la naturaleza que, a la luz de datos históricos, no corresponde con la propensión histórica de estos últimos en modificar, a veces de manera radical, su entorno (Krech, 1999). 240 la historiografía india en estados unidos Por una concepción india de la historia

Siguiendo a William Sturtevant, para quien la etnohistoria debe estudiar “las representaciones del pasado tal como las compartieron los deposi- tarios de una cultura particular” (Sturtevant, 1964), unos investigadores emprendieron la tarea de comprender a la vez la manera en que los indios conciben su historia y sus relaciones pasadas con los euroamericanos y el papel que se espera que juegue esta autohistoria en el plano sociocultural (Coleman, 1993; Nabokov, 2002). A los ojos de los adeptos más entu- siastas de esta visión, sólo la historia tal como la cuentan los amerindios puede pretender ser válida. Al decir de Calvin Martin, por ejemplo, los historiadores deben salir de la historia tal como la conocen, si desean escribir una historia amerindia auténtica, lo que implica, por el mismo hecho, razonar según una lógica mítica y escribir en la lengua mítica de los indios (Martin, 1987). Sin embargo, una mayoría de historiadores y de antropólogos favorables a este enfoque pero menos dogmáticos, reco- nocen de entrada que la tradición oral, por muy reveladora y aclaradora que pueda ser sobre la experiencia histórica amerindia, no debe menos, como las fuentes escritas u otras, ser sometida a un análisis crítico para esperar captar plenamente su sentido y su alcance.

Conclusión

Este retrato muy breve del desarrollo de la historiografía india en Estados Unidos, en el último medio siglo, muestra que este campo de estudios ha alcanzado, hoy en día, una verdadera madurez. Y eso, tanto a nivel me- todológico, por su apertura a las diversas disciplinas científicas y su ma- yor capacidad de lograr un acercamiento funcional entre ellas, como en el plano ideológico, por medio de la búsqueda de los investigadores de una mayor objetividad que se manifiesta, entre otras, por tomar en con- sideración cada vez más la perspectiva india y por una tendencia actual al “revisionismo” histórico (Fixico, 1997, Mihesuah, 1998, Shoemaker, 2002). Esperemos que este “perfeccionamiento” se prosiga, pues la rela- ción intercultural entre indios y euroamericanos toma en Estados Unidos, como en muchos otros países, un nuevo giro, en el que la ventaja política ya no sólo pesa del lado de los no-indígenas. Para conseguir promover un diálogo constructivo que lleve al respeto de las necesidades y de los valores de cada parte, será necesario que cada una de ellas tenga, de la claude gélinas 241 otra, una imagen anclada en la realidad lo más objetiva posible. Ahora bien, en este aspecto, la etnohistoria ha demostrado, sin la menor duda, que podría jugar un papel muy útil.

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Pierre Beaucage*

Introducción: de la historia nacional a las historias: movimientos sociales e historiografía en Canadá

Hablar de la historiografía indígena en Canadá en la segunda parte del siglo xx equivale prácticamente a hablar de toda la historiografía indíge- na pues, como veremos, aún transcurrió más de un decenio después del medio siglo antes de que apareciera con alguna consistencia este nuevo objeto de estudio. En esto la situación canadiense difiere poco de la de Estados Unidos (Hagen, 1997); a la vez que presenta diferencias marcadas con América Latina. En primer lugar, las sociedades nacionales de Méxi- co, Guatemala y Perú, se construyeron sobre el discurso del mestizaje, que implicaba una reapropiación selectiva del glorioso pasado indígena por los grupos criollos y luego mestizos que aspiraban al poder político. En Norteamérica, la sociedad nacional, heredera de “los que llegaron en los barcos”, se construyó en oposición a los indios cuya presencia en el territorio se vio como pretérita o transitoria. Estas similitudes de representaciones entre Canadá y Estados Unidos se arraigan en un modelo colonial común: primero, se afianzan en la costa oriental de Norteamérica colonias francesas e inglesas (siglos xvii y xviii), mientras que durante los siglos xix y xx se realiza el desplaza- miento a gran escala de los pueblos indios del centro y del occidente, su reducción en “reservas” y su reemplazo por colonos europeos y sus des- cendientes. Sin embargo, a pesar de las similitudes entre los procesos de coloniza- ción, las relaciones entre los indígenas y los europeos en lo que es ahora Canadá, tuvieron importantes especificidades de tipo histórico-cultural

* Professeur émérite, Département d’anthropologie, Université de Montréal, Québec, Canada.

249 250 el retorno del indio en comparación con nuestro vecino del sur. En Canadá, entre 1600 y 1760, los colonizadores fueron franceses y católicos. Su modelo de ar- ticulación económica y cultural con las sociedades indígenas (tráfico de pieles y proselitismo misionero) fue bastante distinto del modelo de des- plazamiento que prevaleció después de la conquista inglesa (1760). La pro- clamación de la independencia canadiense (en 1867, o sea casi un siglo después de Estados Unidos) resultó de un gentlemen’s agreement y no de una revuelta armada. El despojo de las tierras indias del oeste de Cana- dá adoptó generalmente la forma legal de los tratados o capitulaciones (Treaties/Surrenders) impuesta por el rey Jorge III en su Proclamación Real de 1763. Con la notable —y poco mencionada— excepción de la “Guerra de los Mestizos” (guerre des Métis) a fines del siglo xix. Esta primera colonización francesa marcó, demográfica y políti- camente, de manera profunda a la sociedad canadiense, así como las representaciones elaboradas por sus historiadores. En Canadá se for- maron simultáneamente dos identidades nuevas, la franco-canadiense (canadienne-française), mayoritaria en la provincia de Québec, y la anglo- canadiense (canadian), en el resto del país. Con la independencia, en 1867, se adoptó un sistema político representativo (tradición democrática británica) bastante descentralizado. En consecuencia, los francófonos de Québec (Québécois) elaboraron su propia historia nacional, misma que sacralizó a los “descubridores” misioneros y “pioneros” franceses, mientras que a los anglo-canadienses se les inculcaba la veneración de otra serie de “descubridores” y héroes. Ambas historiografías coincidieron, sin em- bargo, en la marginalización de los indígenas. El indio es mencionado en la medida que obstaculizó este “destino manifiesto” o colaboró con él, en dos ocasiones precisas: a la llegada de los primeros colonos a la costa oriental, en los siglos xvi y xvii, y luego durante la “conquista del oeste” en la segunda mitad del xix (ambos momentos inmortalizados en el imaginario popular en las novelas de frontiersmen y en las películas de vaqueros). La obstaculización se ejemplifica en el relato de las guerras o “crueles e inútiles rebeliones” indias, como las guerras franco-iroquesas de finales del siglo xvii, y la Guerra de los Mestizos en Manitoba (ésta, contemporánea de la guerra de los Danzantes Fantasmas —Ghost Dan- cers— en Estados Unidos). Los grupos nativos, sin embargo, después de ser diezmados por las gue- rras coloniales, las enfermedades y la destrucción de sus medios de sub- sistencia, empezaron a crecer otra vez globalmente a partir de principios del siglo xx, hasta alcanzar hoy en día, el millón de miembros en Canadá pierre beaucage 251 y rebasar los dos millones en Estados Unidos. Mientras estos últimos están inmersos en una población total de 275 millones, la poca población de Canadá (31 millones) está concentrada en la franja meridional, dejando los extensos territorios del norte con un poblamiento mayoritariamente indígena (indios e inuits). En Estados Unidos se encuentra una situación similar solamente en las zonas semidesérticas del suroeste. En ambos países, los movimientos sociales fuertes que se desarrollaron a partir de los años sesentas del siglo pasado cuestionaron fuertemente las concepciones hegemónicas de la “historia nacional” que hacía escasa o nula mención de mujeres, campesinos, obreros, francófonos, indios y negros (p. ej. Vallières, 1968; Scott, 1974). Cuestionamientos similares se observan en el sur (Bonfil, 1981), pero mientras el movimiento indígena nace en México o Bolivia diferenciándose progresivamente del movimien- to de reivindicación agraria de los años sesentas y setentas, el movimiento indio en Norteamérica (que nace en la misma época) protesta desde un principio contra la expropiación de sus territorios para adjudicarlos a los agricultores europeos y sus descendientes. Estas premisas diferentes impactaron tanto las alianzas políticas como la nueva visión del pasado indígena que se propondrá.

La historia nacional, la antropología y la construcción clásica del indio

Como mencionamos al principio, en las historias nacionales que se constituyen en Norteamérica durante el siglo xix el indio aparece pa- ra desvanecerse. Tanto en Canadá como en Estados Unidos se comparte implícitamente la posición expresada por F. J. Turner a principios del siglo xix: el país empieza cuando llegan los europeos, cuyo destino los incita a expandir siempre su civilización más hacia el oeste: en el litoral Atlántico del Mundo Nuevo, primero, hacia el Pacífico después T( urner, 1920, cit. por Fixico, 1998, 85). Para los historiadores clásicos franco-canadienses, de tendencia nacio- nalista-espiritualista, los indígenas, muy pocos y muy pobres, que no sabían labrar la tierra, aceptaron en general que los misioneros y colonos les dieran herramientas de hierro, remedios para sus muchas enfermeda- des y que les comunicaran las luces de la educación y de la fe (Groulx, 1936). Mientras en la tradición empírica anglosajona su papel se limita al de proveedores de materia prima en la primera etapa (peletera) del desarrollo 252 el retorno del indio mercantil del país; en las dos etapas que siguen, la maderera y la triguera, están de sobra (Innis, 1956). Donde se ve más clara esta reducción del indio es en los manuales escolares (Arcand y Vincent, 1979). Las cua- lidades del “primer ocupante” del país (valiente, tenaz, conocedor de la naturaleza) hacen de él, el perfecto auxiliar para la colonización europea, con tal de que acepte colaborar en tal proyecto. Porque también hay indios que “traicionan” a los recién llegados. Los prototipos son, del lado francés, Teignoagny, hijo de un cacique indio secuestrado y llevado a Francia por el “descubridor” Jacques Cartier y, del lado inglés, el rey Philip, cacique bautizado y educado por los Pilgrims de Nueva Inglaterra. ¡Ambos in- dígenas —y muchos más—! utilizaron sus conocimientos de la sociedad europea para desarrollar una política propia que contradecía los diseños de los colonizadores. Pero estas “rebeldías” no podían tener mucho im- pacto en un proyecto colonial que tenía que llevarse a cabo y las barrió el viento de la historia. Esos relatos venían apoyados por la iconografía adecuada: ¡los malos indios aparecían pintarrajeados y copetudos (estilo punk), los buenos indios llevaban trenzas! (Arcand y Vincent, 1979). Ade- más, como Francia e Inglaterra lucharon durante un siglo y medio por la hegemonía en el litoral Atlántico, cada una hizo alianzas con distintos gru- pos indígenas: los franceses con los hurones (wendat), algonquinos (anish- nabe) y montañeses (innu) quienes controlaban el valle de San Lorenzo y los Grandes Lagos, y los ingleses con los grupos establecidos más al sur, en particular con la Confederación iroquesa (ho-de-no-sau-nee). En consecuencia, mientras la historia nacional franco-canadiense, hasta los años sesentas, nos describía los destrozos de los feroces iroqueses y el apoyo de los gentiles hurones, ¡la tradición histórica inglesa contaba a los anglo-canadienses exactamente lo contrario! De todas formas, los indios se esfumaban rápidamente de los libros de historia después del primer capítulo, para dejar lugar a cosas más serias, como la cronología de reyes y dirigentes, la fundación de las grandes ciudades de hoy, y las extensas biogiografías de los padres de la patria. La reaparición furtiva del indígena, que coincide con la construcción de los ferrocarriles interoceánicos y la expansión del capitalismo a escala continental, en la segunda mitad del siglo xix era aún más escueta que cuando se evocaba la llegada de los europeos. Pues si era legítima su presencia al origen (como parte de la naturaleza que habría que civilizar), su retorno era totalmente anacrónico; estos individuos que se oponían a la expansión de la civilización (tan bien simbolizada por la locomotora de vapor) ya no eran auténticos indios. Louis Riel, líder de los mestizos pierre beaucage 253 de Manitoba, había estudiado en el Seminario de Québec y su revuelta político-mesiánica era el resultado de estudios mal asimilados.1 En cuanto al discurso antropológico que tomaba al indio como ob- jeto, ¿acaso contrarrestaba esta marginalización del indígena? En lo que toca a los arqueólogos, a la vez que hacían sus primeras investigaciones sistemáticas en suelo canadiense, buscaron en las viejas crónicas y do- cumentos, elementos complementarios de información para interpretar mejor los artefactos que encontraban. Aunque su periodización era mu- cho más amplia y sus métodos principales de investigación diferían mucho de los de los historiadores, sus objetivos no diferían sustancial- mente: pretendían escribir la “historia no escrita” del noreste americano (p. ej. Martijn, dir., 1986; Plumet y Fortin, dirs., 1992) o sea, el prefacio de la historia nacional. La motivación de los etnólogos (muy escasos en Canadá hasta 1960) fue muy distinta. Desde un principio, en los albores del siglo xx, mu- chos quisieron hacer “investigación río arriba” (upstream research) para encontrar en la etnohistoria respuestas a las muchas preguntas que el estudio sincrónico de los pueblos indígenas dejaba abiertas: ¿Cómo las relaciones mercantiles (como la trata de pieles) habían modificado su organización social? ¿Qué papel había tenido el cristianismo en sus creencias actuales?, etcétera. Más allá de complementos parciales, buscaban ante todo reconstituir su cosmovisión (lo que Martin llama thoughtworld “mundo pensado” —Martin, 1987, 28), en lo que tiene de irreductible a la civilización capitalista moderna (Barbeau, 1915; Speck, 1941; Rousseau, 1955). Esa etnología se mantenía, por lo general, ahistórica, estudiando indios del presente y del pasado en la ficción del “presente etnográfico”. La misma perspectiva se observa en las pocas obras de síntesis (Jenness, 1932, reeditado muchas veces). Ocasionalmente, algunos investigadores se dedicaban a analizar el proceso de “aculturación” o “ajuste” de los indí- genas (Hawthorne, Belshaw y Jamieson, 1958; Chance y Trudeau, 1963; Helm y Damas, 1963), proceso que se veía como ineluctable.

1 Para un análisis actualizado de la Guerra de los Mestizos, véase Toussaint: 2000. 254 el retorno del indio El contexto social de la “nueva historia indígena”: movimientos sociales, y movimiento indio

Como bien se sabe, las décadas de los sesentas y de los setentas, en América del Norte, fueron marcadas por el auge de movimientos sociales; los prota- gonizaron primero los negros y los jóvenes. Entre los primeros, las campañas pacíficas en favor de los derechos civiles sufrieron un duro golpe después del asesinato de Martin Luther King, y aparecieron los radicales del Black Power. Por su parte, la numerosa juventud de la posguerra (los baby bo- omers), más escolarizada que sus antecesores, tomó como ejes de lucha los derechos civiles y la guerra de Vietnam, causas a las que se unieron los intelectuales y otros sectores, para constituir las mayores moviliza- ciones sociales desde los años treintas. En ese contexto nace el movi- miento indio radical, el American Indian Movement (aim). Brota entre jóvenes universitarios lakotas (sioux) de Minnesota, hartos de la mise- ria y de la corrupción caciquil que imperaban en las reservas indígenas, que el Bureau of Indian Affairs (bia) mantenía bajo estricta tutela desde más de un siglo. En Estados Unidos, el movimiento alcanzó reputación internacional en 1968, cuando ocuparon la isla (ex cárcel) de Alcatraz y ofrecieron por su compra las mismas baratijas con las que los holandeses compraron la isla de Manhattan a los indígenas a principios del siglo xvii. La represión se acrecentó sobre el movimiento después de la ocupación de las oficinas centrales del bia en Washington en 1969, y culminó en 1975 cuando se atrincheraron simbólicamente en la loma de Wounded Knee (lugar de la famosa matanza de indios a manos del general Cus- ter). Los desalojó violentamente la tropa, con un saldo de dos muertos. El movimiento nunca se recuperó del golpe y su líder, Leonard Peltier, todavía está en la cárcel. En Canadá, el contexto político era muy distinto y el movimiento rei- vindicativo indígena tomó otros rumbos. Un siglo después de su in- dependencia (1967), Canadá no tenía todavía constitución propia y el gobierno canadiense estaba empeñado en adoptar una, rápidamente. También quería resolver de una vez por todas la “cuestión india”. En vez de un movimiento negro radical, el gobierno se enfrentaba, desde 1960, con el nacionalismo de los quebequenses, quienes exigían su reconoci- miento como nación (y no como simple “grupo lingüístico”), así como una redistribución de poderes con el gobierno federal, amenazando con ejercer su derecho a la autodeterminación y con separarse de Canadá. La lucha indígena tuvo dos vertientes principales. Por una parte, a nivel pierre beaucage 255 constitucional; la Fraternidad India de Canadá cambió su nombre a Asam- blea de Primeras Naciones, negando de entrada el presupuesto político e histórico de “los dos pueblos fundadores”, franceses e ingleses. A pesar de no haber sido invitados a la mesa de las negociaciones constitucionales formada a principios de los años ochentas, los indígenas lograron que la Corte Suprema reconociera que sus derechos territoriales no se habían extinguido y exigieron que el gobierno federal negociara con sus repre- sentantes. Este proceso siguió hasta mediados de los años noventas, con algunos avances (Recherches amérindiennes au Québec, 1989). Pero las luchas indígenas no se limitaron a discusiones constitucionales; otro frente de conflictos locales y regionales estallaba en torno al control de los recursos naturales. En 1973 se triplicó el precio mundial del petró- leo, despertando el interés por los enormes recursos energéticos del norte de Canadá. En el noroeste del país, la atención se concentró en el pro- yecto Foothills: la empresa Actic Gas propuso instalar un oleoducto des- tinado a traer petróleo de Alaska a Estados Unidos, cruzando Canadá de norte a sur, al pie de las Rocosas. En el este, la paraestatal quebequense HydroQuébec emprendió la construcción de inmensas represas en la cuenca de la Bahía James, también esencialmente para exportar energía a Estados Unidos. Ambos proyectos se asentaban en los territorios de numerosos pueblos indígenas, destruyendo sus recursos básicos de sub- sistencia (Watkins, dir., 1977; Berger, 1977, Recherches Amérindiennes au Québec, 1971). Por su impacto ecológico y socio-cultural, y por el clima de agitación social que imperaba entonces, la causa indígena movilizó a amplios sectores de la sociedad canadiense (jóvenes, intelectuales, ecolo- gistas y antropólogos), una première en lo que iba del siglo xx (Salisbury, 1986). Desde entonces, el militantismo indígena siguió llevando a la es- cena pública numerosos casos de conflictos, generalmente por despojos nuevos o viejos de sus tierras, con eventuales brotes de violencia, como en Oka-Kanasetake, cerca de Montreal, en 1990 (Recherches amérindienes au Québec, 1991), y en Ipperwalsh, Ontario, pocos años después. Se puede considerar que la publicación del informe de la Commission d’enquête sur les peuples autochtones (cepa), en 1996, cierra el ciclo abierto treinta años antes por el informe Hawthorne. Es importante notar que, mientras que el estudio de los años sesentas había sido coordinado por un antropólogo y buscaba echar alguna luz sobre un mundo indígena poco conocido fuera de los círculos profesionales, la de los años noventas tenía dos copresidentes: un abogado franco-canadiense (Dussault) y un ex presidente de la Asamblea de Primeras Naciones (Charles Erasmus). Por 256 el retorno del indio lo esencial, su contenido lo habían proporcionado directamente miembros y voceros de los propios pueblos indígenas. Más allá de la denuncia de males presentes, el Informe de la cepa presenta una visión indígena de la expansión histórica de los europeos y sus descendientes en Canadá, y de sus consecuencias sobre los pueblos nativos. Más que reformas pun- tuales, el informe concluye en la necesidad urgente de replantear, desde la base, las relaciones entre las sesenta naciones indígenas del país (hoy fragmentadas en más de 800 asentamientos minúsculos y dispersos) y la mayoría eurocanadiense. El informe fue recibido con cortesía por las autoridades canadienses (el actual primer ministro, Jean Chrétien, fue ministro de Asuntos Indígenas), alabado… y archivado. Sin embargo, los Inuit, en el extremo norte del país, están logrando la autonomía política, algo inédito hasta ahora (Bissonnette, 1981; Scott, dir., 2001).

¿De qué hablar? y ¿quién puede hablar?: Las cuatro vertientes del debate actual

Esa verdadera irrupción de los indígenas como actores en el escenario político canadiense a partir de los años sesentas, suscitó un interés cre- ciente entre los investigadores interesados en el ayer o en el pasado, esa realidad evanescente en la historia oficial.H oy, ya no se puede pensar que se publicara un libro como The Vertical Mosaic, de Porter (1965), quien dedicó más de 600 páginas hablando de todos los grupos sociales de Canadá… sin ni siquiera mencionar a los indígenas. Por otra parte, a partir de los años sesentas, además de antropólogos e historiadores euro- canadienses, los indígenas reclamaron la palabra. Como era de esperar, la “nueva historia indígena” ha suscitado un número mucho menor de publicaciones en Canadá que en Estados Unidos. Mucha de la producción etnohistórica son informes que quedaron en los archivos de los diferentes niveles de gobierno. Como todo lo que se refiere a los indígenas, los datos sobre su historia se consideran como “información delicada” (sensitive information); a menudo los estudios se hacen a contrato y la institución que paga queda como propietaria de los informes. Si nos atenemos a lo publicado entre 1970 y 2000, podemos distinguir, cómo en Estados Unidos hay cuatro grandes vertientes que corresponden a posiciones distintas en dos debates interrelacionados: uno en torno al contenido, y otro en torno a la legitimidad de la persona que habla. Estos debates han sido relativamente solapados en Canadá (véase Bouchard, 1979) en com- pierre beaucage 257 paración con Estados Unidos, pero encontramos implícitas las mismas posiciones que se explicitaron más en el país vecino (véanse Calvin, dir., 1987; Calloway, dir., 1988; Fixico, dir., 1997 y Mihesuah, dir., 1998). El problema del contenido concierne a las fronteras mismas de ese nuevo campo de estudios que, en Canadá, conservó el nombre de etno- historia, o sea el mismo que tuvo, en un principio, en Estados Unidos (Hagen, 1997:30). Al respecto persiste, entre muchos historiadores, la posición que llamaré “el indígena sí, pero al margen”. Esta posición ya no se afirma públicamente, pero se manifiesta tanto en los programas de cursos de los Departamentos de Historia y de Antropología como en la escasa presencia del tema en las revistas de historia general: la historia indígena es un campo “opcional”, contrariamente a las eurocéntricas “historia nacional” e “historia universal”. La misma marginalidad se re- fleja en los programas multidisciplinarios de Native Studies [Estudios Indígenas], los cuales (al igual que otros como Women Studies y Black Studies) bien pueden completar una formación, mas no llevan a ninguna parte. El impacto principal de la autoafirmación indígena sobre esta tenden- cia tradicional ha sido que, desde hace tres décadas, se han expurgado de los libros los estereotipos acerca de los “primeros ocupantes del suelo”: se subraya su adaptación al medio ambiente, e incluso lo que la civili- zación moderna debe a los indígenas americanos (Côté, Tardivel y Vau- geois, 1992). En años recientes se han multiplicado los estudios mono- gráficos dedicados a varios aspectos de este lado oscuro de la historia canadiense: tal como el impacto del comercio de pieles (Rogers, 1964; Preston, 1975; Trudel, 1991), la etnohistoria regional (Snow, 1976), las epidemias (Weaver, 1971), el poder local y las relaciones con el Estado moderno (Tanner, dir., 1983; Charest, 1992), la dinámica del intercambio ritual (Grumet, 1975; Ringel, 1979) y de las relaciones con el medio am- biente (George, Berkes y Preston, 1995). Pero, a pesar de estos esfuerzos quedaron los indígenas colocados en un camino lateral en relación con la historia oficial de Canadá; ésta no cuestiona su proceso histórico de expulsión y asimilación sino algunos “abusos”. Entre los opositores más férreos a una reinterpretación global de la historia, se encuentran algunos especialistas de la historia eclesiástica (p. ej. Campeau, 1987). No es de extrañarse, después de profundizar en el tema, encontrar que muchos pertenecen a las mismas congregaciones religiosas que justificaron la 258 el retorno del indio colonización de Canadá por la conversión y educación de los indígenas y que están siendo acusados ahora de etnocidio por grupos indígenas.2 Del otro lado del espectro político, en los años setentas, el auge de la historia social, a menudo con enfoque marxista (en Québec, con fuerte tono nacionalista) no modificó sustancialmente esta situación.M ientras se subrayaba la explotación campesina (Ouellet, 1972) y se exaltaban las lu- chas de obreros, mineros y madereros, por una parte (Scott, 1974), y se reintroducía a la mujer como actor social y económico a lo largo de la historia del país (Dumont-Johnson et al., 1982); por otra parte, la im- portancia relativa de los indígenas quedaba tan reducida como en la his- toria clásica. En breve, la vertiente dominante de la historia nacional actual, de derecha o de izquierda, concede a los indígenas un campo un poco am- pliado, pero sin modificar la perspectiva ni la periodización hasta ahora dominante: pueblos indios, colonización francesa, conquista inglesa, Ca- nadá independiente, poblamiento del oeste. En cuanto a la otra pregunta: ¿Quién puede escribir la historia de los indígenas?, esta vertiente contesta, implícita o explícitamente, que son los historiadores profesionales, no los antropólogos, ni los indígenas. Se sospecha de ambos de la promoción sistemática de interpretaciones indebidamente favorables a los indígenas y de albergar “posiciones emotivas e ideológicas” (Washburn, 1987, 93). Sin embargo, aunque reivindiquen la exclusividad de la historia in- dígena, los historiadores han manifestado poco interés por ella, salvo excepciones importantes, aunque poco numerosas a pesar del estímulo proporcionado por el debate sobre los quinientos años de presencia euro- pea en América (Dickinson y Mahn-Lot, 1991; Dickason, 1992; Vaugeois, 1995). Dejaron así el campo libre para que la “etnohistoria” la escribieran sobre todo no historiadores, como son los arqueólogos, los etnólogos y —novedad histórica— los propios indígenas. La segunda vertiente de la historiografía indígena nace de los debates originados por el informe Hawthorne, hecho por un colectivo de an- tropólogos (Hawthorne, dir., 1966-1967), que abrió el debate político e intelectual sobre la sociedad indígena en Canadá y suscitó un nuevo interés por la historia y la manera de escribirla. El voluminoso informe echaba una luz sobre la situación de miseria generalizada que imperaba en las “reservas” indígenas del país (con muy contadas excepciones) su-

2 Sin embargo, se empiezan a publicar estudios más laicos de la “conquista espiritual” de Canadá (véanse Beaulieu, 1990; Ouellet, dir., 1993 y Kerbiriou, 1996). pierre beaucage 259 brayaba, además, la persistencia generalizada de actitudes racistas hacia los indígenas y cuestionaba la política de tutela estatal, responsable de una infantilización de los pueblos indígenas. Proponía varias medidas para mejorar la situación. El nuevo gobierno liberal dirigido por P. E. Trudeau (1968), que se había comprometido a establecer una “sociedad justa en Canadá”, pretendió apoyarse en el informe para realizar nada menos que la supresión de las reservas y la asimilación definitiva de los indígenas al resto de la sociedad. Del debate político surgió la segunda tendencia que llamaremos “indianista”. La representó una nueva genera- ción de antropólogos, los cuales consideraban que había que abandonar el “presente etnográfico” y los estudios de “aculturación” para reincorporar a los indígenas como sujetos históricos de primer plano en la historia de Canadá (Ponting y Gibbins, 1980). Esos trabajos insistieron sobre las múltiples formas de opresión y despojos que sufrieron los pueblos nativos, desde la expropiación de sus territorios (p. ej. Savard y Proulx, 1982) hasta la asimilación forzada de los niños en internados de sinies- tra memoria. Desembocaron sobre la única síntesis extensa que abarcó todo el periodo desde la llegada de los europeos (Bouchard, Vincent y Mailhot, 1989). Algunos de estos trabajos se caracterizaron por lo que el ensayista e historiador indígena estadounidense Vine Deloria Jr. llama “reversionis- mo”: “se revierte la antigua versión de los hechos históricos sin molestarse en averiguar los datos” (Deloria, 1998:89). De “salvajes” a convertir y a civilizar, los indios se transformaron en víctimas: culturas aplastadas por una política de etnocidio (Désy, 1972) pequeños productores explotados por las compañías peleteras cuyos cómplices eran los misioneros y los bu- rócratas coloniales (Delage, 1991), o indios en resistencia permanente contra el colonizador (Wright, 1993). A nivel político, esta vertiente etno- histórica corresponde al discurso militante de las organizaciones indí- genas en los años setentas y ochentas, retomado en los noventas por la tendencia radical (los “guerreros” —warriors). Otros investigadores crí- ticos se dedicaron a la “deconstrucción” de la imagen del indio tal como la había producido una larga tradición de cronistas, fuente habitual de los historiadores (Thérien dir., 1995). Una tercera vertiente, menos interpretativa y más empírica, se dedicó más bien a la reconstitución minuciosa de las culturas en el momento del contacto, añadiendo a las descripciones clásicas, inéditos datos de archivo y nuevos hallazgos de la arqueología (p. ej. Trigger, 1976 y 1990, Viau, 1997). Esta rica etnografía histórica cuestiona tanto la visión positivista 260 el retorno del indio eurocéntrica como la indianista sobre las relaciones entre los pueblos indígenas y los colonizadores: desde los primeros contactos, se esforzaron los primeros en desarrollar su propia política exterior, cada vez que las circunstancias les eran favorables (p. ej. aprovechando la rivalidad entre Francia e Inglaterra, o la competencia en el negocio peletero) (Morantz, 1980). Una vez que se reintroducen los indígenas como actores en la historia, sus luchas actuales ya no aparecen como un producto de la mo- dernidad, de dudosa legitimidad, sino la etapa contemporánea de una resistencia multiforme que empezó siglos atrás. Dentro de la misma tendencia, unos estudiosos más comprometidos políticamente buscaron articular directamente sus intereses intelectuales y lo que percibían como las prioridades de los pueblos indígenas. En la parte occidental de Canadá, por ejemplo, el antropólogo Mel Watkins y otros sacaron a la luz la dinámica de las relaciones de los indios denes —habitan- tes del territorio amenazado por el oleoducto— con su medio ambiente, por una parte con las empresas madereras y mineras y los gobiernos, por la otra concluyeron (Watkins dir., 1977) que la situación correspondía a lo que Rodolfo Stavenhagen y otros antropólogos latinoamericanos llamaron “el colonialismo interno”. De la misma manera, en Québec, un equipo de antropólogos de la Universidad McGill se dedicó a estudiar los Cris de la Bahía James, que luchaban contra la construcción de las represas. Bajo la dirección de Richard Salisbury, produjeron un conjunto de estudios que une la historia reciente de la región a la situación social, y cuya relevancia directa e indudable calidad los hizo indispensables en las negociaciones (Feit, 1974; Salisbury, 1986; Scott, dir., 2001). Durante estas tres décadas, las revistas Recherches amérindiennes au Québec y Études Inuit Studies (las únicas en Canadá que tratan exclusivamente de estudios indígenas) dedicaron una cantidad creciente de números temáticos y artículos a la etnohistoria y a la expresión de los puntos de vista indígenas sobre las luchas actuales. raq organizó varios encuentros que reunieron voceros de los grupos indios e inuits de Canadá (princi- palmente de Québec), así como expertos no-indígenas y representantes de los gobiernos quebequense y canadiense (Vincent y Bowers, coords., 1986; Trudel, coord., 1995). Aunque la historia india contemporánea ocupó mucho espacio en los estudios de esta tercera tendencia, también se suscitaron nuevas interpre- taciones del pasado. Después de la “guerra india” de Oka/Kanesatake, en 1990, se hicieron varios estudios sobre el proceso histórico de despojo de las tierras de los Iroqueses de San Lorenzo (Recherches amérindiennes au pierre beaucage 261

Québec, 1999). La situación especial de los indios de Columbia Británica, así como de los indios e inuits del norte, que carecen de cualquier tratado para respaldar su derecho a la tierra, suscitó una corriente importante de estudios de sus formas de manejo y de explotación del medio ambiente, como bases de legitimación de su ocupación efectiva de sus territorios. De la misma forma, las reivindicaciones territoriales y políticas de los hurones (wendat) de Québec atrajeron la atención sobre este pueblo que se consideraba asimilado (Vaugeois, 1995, Recherches amérindiennnes au Québec, 2000). La cuarta vertiente la representan los estudios históricos hechos por autores indígenas. Porque el “problema indígena” ya había dejado de ser exclusivamente un tema de debate entre criollos. En 1970 se publicó The unjust society. The tragedy of Canada’s indians por Harold Cardinal, libro que exponía las causas históricas de la condición material y social de los indios de Canadá, reivindicando a la vez la existencia de los pueblos in- dios y las relaciones inaceptables que los unían al resto del país. Este libro (aunque no lo escribió un indígena) sirvió de detonador para que tomara la palabra una nueva generación de líderes e intelectuales autóctonos, cuya educación en los grandes centros urbanos les había familiarizado con las estructuras políticas, económicas y jurídicas del país. La lucha de largo alcance que emprendieron por el reconocimiento de su existencia y de sus derechos se hizo indisociable de la producción de una verdadera historia india de Canadá. Por una parte, se publican autobiografías de indígenas: líderes (p. ej. Mercredi y Turpel, 1994) o gente común (Ka- pesh, 1982; Preston, 1986 y Cruikshank, 1990). Articulando su historia personal con la de sus pueblos, los líderes quieren mostrar la génesis de su vocación política y contrarrestar las visiones simplistas que de su lucha han difundido los medios de comunicación. La autobiografía de Ann Antane Kapesh constituye un documento aparte. Este testimonio de una mujer (editado por una antropóloga bajo un título voluntariamente pro- vocador: Soy una maldita salvaje) presenta en un relato muy personal, las alegrías, las tensiones y los sufrimientos de una vida de mujer en las precarias condiciones de las comunidades innus del este de Québec durante la segunda mitad del siglo xx. Aunque han habido todavía pocas vocaciones de historiador en los pueblos indígenas, el historiador Wendat Georges E. Sioui se ha dedicado a restituir el conocimiento de la historia de la nación a la que pertene- ce, a través de una extensa monografía (1994). Como los historiadores indígenas de Estados Unidos (Mihesuah, Fixico), tuvo que enfrentarse 262 el retorno del indio con la desconfianza de la profesión. Por eso adopta, de entrada, una perspectiva metodológica mixta, que explicita en otro libro, sobre lo que llama “auto-historia amerindia” (1989). Ésta tiene dos facetas. Una de ellas, con cariz defensivo, lo lleva a asentar su estudio en fuentes do- cumentales oficiales, de conformidad con las pautas de los estudios históricos no indígenas, y sobre las que propone una explicación propia. Añade, a modo de complemento necesario, elementos de la tradición oral de su pueblo para representar el otro punto de vista. Por ejemplo, el año de 1642 se considera, en la historia oficial, como el de la “dispersión de los hurones/wendat” y el final de esta etnia, vencida por sus enemigos iroqueses. Para Sioui, la tradición wendat permite reconsiderar este evento como una inflexión en la vida de un grupo que perdura hasta nuestros días en varios territorios de Canadá y Estados Unidos. En otras ocasiones, el aporte del historiador indígena no son datos nuevos, sino una inter- pretación que hace referencia a una mentalidad propia que escapa al no indígena. Es el caso de Bernard Assiniwi, de la nación innu, que quiso proporcionar una historia integral de los indígenas del este de Canadá (Assiniwi, 1974). En caso de discrepancias entre la historia oral indíge- na y los documentos históricos, tal como son interpretados por la crí- tica histórica oficial, el historiador indígena reivindica la validez de la tradición oral indígena. Tal es también el punto de vista adoptado por Little Bear et al., en su reinterpretación de las relaciones entre los indígenas de Canadá y su benevolente tutor: el Estado canadiense (Little Bear et al., 1985). Ahora, si bien estos intelectuales indígenas denuncian los enfoques eurocentristas y reclaman que se considere legítima su voz de “autohistoriadores”, no niegan la participación de especialistas no indígenas que sean honestos y serios.

Perspectivas y debates actuales

En Canadá, el desarrollo de una “etnohistoria” o “nueva historia india” se hizo en un contexto de controversias como en Estados Unidos. Al parecer no fue tan áspero el debate, quizás por el menor número de participantes y por cierta idiosincrasia de la sociedad canadiense, menos antagónica. Sin embargo, el reconocimiento de la legitimidad de esta nueva área de estu- dio, por parte del gremio de historiadores, no ha sido fácil. Aparte de los autores indígenas, la mayor parte de los etnohistoriadores provinieron sobre todo de la arqueología y de la etnología. Por eso, en sus contien- pierre beaucage 263 das con los historiadores clásicos, fueron criticados como ignorantes de la metodología histórica, o bien simplemente ignorados. La aplicación estricta de esta metodología, sin embargo, imponía a los que intentaban echar las bases de una nueva historia indígena, las mismas limitaciones que fueron denunciadas por los intelectuales indígenas: atenerse al análisis de las fuentes escritas, generalmente documentos oficiales, del periodo colonial o más recientes. Estos documentos tratan esencialmente de las relaciones entre los indígenas y los europeos y sus descendientes, por una parte, y reflejannaturalmente el punto de vista dominante, por otra. Sin embargo, se reconoce ahora que la “nueva historia indígena” en Canadá, amplió considerablemente la temática histórica tradicional. Del “indio antes-de-nosotros” y del “rebelde anacrónico” se pasó a un redescubri- miento de su presencia histórica permanente y a una reinterpretación de los temas presentados por la historia oficial en forma muy parcial (las alianzas iniciales, la caída demográfica, las guerras indias). Otra tensión surgió de la colaboración entre intelectuales indígenas y no-indígenas (éstos, sobre todo antropólogos). Amén de las diferencias entre investigadores particulares, se planteó una pregunta más general: ¿Quién puede estudiar la historia indígena y publicar sobre ello? La sobrerrepresentación de investigadores de ascendencia europea tendió a reproducirse en el nuevo contexto. Irónicamente, quienes pretendían corregir la visión eurocéntrica de la historia india eran precisamente no indígenas. Así que mientras un historiador como Sioui exige recono- cimiento y llama al diálogo con la historia oficial, otros intelectuales y líderes indígenas, sin embargo, cuestionan la legitimidad del interés de los no-indígenas en ese estudio. En Canadá se ha escuchado en algu- nos foros, lo que en Estados Unidos se ha escrito. Algunos, adoptando una posición similar a la que adoptó el estadounidense Deloria, no ven “ninguna utilidad en cualquier estudio o publicación suplementarios sobre los indios, sino una forma de pasatiempo” (cit. por Mihesuah, 1998, 10). A la vez que expresan una desconfianza profunda sobre las propias motivaciones del historiador o del antropólogo no-indígena: “Si muchos indios no escribimos sobre otra tribu que la nuestra […]” (id., 12). Este rechazo concierne a los historiadores, pero apunta también a los antropólogos más susceptibles de “publicar información delicada que no estaba hecha para la textualización” (ibid.), mientras los mismos “sujetos de la investigación reciben muy poco o ningún beneficio de las lucrativas becas de investigación que se otorgan cada año” (ibid.). Por ejemplo, el Gran Consejo de los cris de la Bahía James no dio ningún permiso de 264 el retorno del indio investigación etnológica independiente entre sus comunidades, después que se vieron forzados a aceptar la construcción de represas, convencidos de que los datos recogidos podían ser utilizados en contra suya. Efectivamente, en 2000, un ministro quebequense, para invalidar rei- vindicaciones territoriales de los attikameqw, echó mano a un estudio et- nohistórico sobre migraciones indígenas para proclamar: “¡Estos indios ni son de allí!”. Y en todo el país, el gobierno y las empresas extractivas exigen pruebas arqueológicas y etnohistóricas de ocupación permanente antes de reconocer cualquier reclamación territorial. Así es como la pa- raestatal HydroQuébec, que construye sus represas en territorios de cris (anishnabe) y montañeses (innu), lleva a cabo sus propias investigaciones etnohistóricas (Parent, 1985) y arqueológicas.3 A pesar de su aparente fracaso a nivel constitucional, sin embargo, las luchas indígenas han desembocado en victorias importantes. Los inuit de Nunavut (extremo norte de Canadá) consiguieron autonomía sobre un vasto territorio (Légaré, 1996) y los de Nunavik (al norte de Québec) ya tienen autonomía interna. Y, a pesar de un sinnúmero de obstáculos, muchos grupos caminan lentamente pero, al parecer, seguramente hacia el autogobierno, tal como los cris, innus e inuit de Québec,4 los denes de los territorios del noroeste y los de Columbia británica. Al bajar las tensiones entre los grupos indígenas más politizados y la sociedad eurocanadiense, está abriéndose un periodo fructífero de colaboración en cuanto al estudio del pasado y del presente indígena (Rodon, 2003).

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3 Hace unos años, los arqueólogos de la paraestatal recibieron la orden de no conside- rar ninguna ocupación posterior a 1935 (o sea, cuando empieza la mayor expansión demográfica de los indígenas) por ser “demasiado reciente”. 4 En el verano del 2002 fue firmado un acuerdo llamado la “paz de los valientes” (la paix des braves), que ponía fin a tres décadas de hostilidades abiertas entre los cris y los in- nus, por una parte, y el gobierno quebequense, por otra, acerca de los territorios indios y de la propiedad de sus recursos naturales. pierre beaucage 265

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Una aproximación a las temáticas de la historiografía de la historia política del México contemporáneo, a partir de las tesis de licenciatura y grado 1950-20001

Silvia González Marín* Lorena Pérez Hernández**

Introducción

En una ponencia anterior2 presentamos los primeros resultados cuantita- tivos sobre las grandes tendencias temáticas en la historiografía de la his- toria política del México contemporáneo, escritas por científicos sociales mexicanos entre 1950 y 2003. En este trabajo examinaremos a partir de sus títulos y tablas de contenido las tesis presentadas por estudiantes de Li- cenciatura, Maestría y Doctorado en Historia, de la Facultad de Filo- sofía y Letras (ffyl) de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), con el objeto de conocer las preferencias temáticas y tendencias historiográficas en los trabajos de recepción de los egresados de esta disciplina. Con posterioridad se realizará un análisis comparativo con las tesis de los egresados de otras universidades y centros de enseñanza de Historia en el país. Como resultado de ese primer acercamiento a las tesis de los egresa- dos de ciencias sociales, se pudo observar que un porcentaje importante

* Investigadora del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, unam. ** Dirección General de Bibliotecas, unam. 1 Para la realización de este trabajo contamos con el apoyo y paciencia del personal de la Dirección General de Bibliotecas, en particular de Armando Hernández Ocaña, jefe del Departamento de Tesis de la Biblioteca Central de la unam; Armando Pavón, jefe del Departamento de Circulación y de Omar Hernández, jefe del Departamento de Consulta de la Biblioteca Central. Asimismo, de la doctora Guadalupe Rodríguez de Ita como guía en lo referente a la producción historiográfica de estudiantes latinoamericanos; a todos ellos agradecemos su valiosa cooperación. 2 “Una aproximación a la historiografía de la historia política contemporánea de México, 1950-1980”, ponencia presentada en el II Coloquio Internacional de Historia de la Historiografía de América, organizado por Instituto Panamericano de Geografía e Historia, en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán, el 8 de septiembre de 2003.

273 274 una aproximación a las temáticas de la historiografía de los temas seleccionados en sus trabajos profesionales es producto de situaciones coyunturales, o bien responde a momentos de crisis política o social. En cambio, esta situación no se observa en las tesis de Historia ya que, debido a las propias características de la disciplina, la elección temática está menos sujeta a los vaivenes de sucesos circunstanciales o a momentos de crisis política o social. Sin embargo, en los últimos años, esta tendencia ha mostrado un ligero cambio al incorporar en las tesis aspectos que tienen que ver con situa- ciones de conflicto como las guerrillas, los movimientos estudiantiles o los procesos electorales, lo que podría ser un indicio de la influencia de los maestros de la generación del 68, de los recientes cambios políticos, así como de los medios de información. Hay que señalar como un punto importante la influencia que han te- nido otras escuelas de pensamiento historiográfico en la forma de hacer historia y en las diversas metodologías que han sido agregadas en los nue- vos enfoques históricos, lo que nos habla de una disciplina en constante evolución al incorporar en sus análisis sobre el pasado humano a otras ciencias provenientes de diferentes campos del conocimiento. Esto desde luego ha enriquecido a la disciplina, sin que por ello pierda su identidad ni su rigor metodológico y epistemológico. Por supuesto que la historia está a debate, lo estará siempre, sobre todo en momentos de cambios y transformaciones como el que vive el mundo en la actualidad.

La historia alrededor de la historiografía mexicana

El xx ha sido un siglo de revoluciones en todos los campos de la vida humana. Los cambios vertiginosos que lo han recorrido también han modificado los valores y conductas de las sociedades, a la vez que las han influido. El campo de la historia también se ha visto afectado por las diversas propuestas metodológicas que lo han penetrado: desde el positivismo, el neopositivismo, el historicismo, el marxismo, la sociología norteamerica- na y la escuela de los Annales, hasta las nuevas propuestas de la historia cultural, de las mentalidades, de la vida cotidiana, entre otras. Álvaro Matute, quien ha estudiado el desarrollo de estas corrientes de pensa- miento histórico que formaron a los primeros historiadores mexicanos salidos de las aulas universitarias, comenta: silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 275

Sobresale, por su novedad y sus aportaciones, la [corriente] conocida con los nombres de historicismo, relativismo histórico y perspectivismo, alimentada por las aportaciones de la filosofía alemana (de las cuales no son ajenos el italiano Croce y el inglés Collingwood), que a través de José Ortega y Gasset pasaron a México con los transterrados. En el terreno de la teoría de la historia, esta corriente ha sido la más significativa del periodo. Otra es el neopositivismo de aquellos que permanecieron fieles a un cierto tipo de empirismo más sistemático que el tradicionalista y en cierta forma influido por algunas corrientes sociológicas. Su objeto más frecuentado ha sido la historia de las instituciones, en la cual ha produ- cido obras importantes. Esta corriente no produjo teorías en el lapso de 1940-1968. El marxismo, por su parte, contempló un enriquecimiento en el aspecto teórico más que en el de las realizaciones historiográficas. De hecho, serán otras disciplinas que se desarrollen dentro del marxismo, tales como la economía, la sociología, la ciencia política y, en filosofía, la teoría del conocimiento, la estética y la lógica dialéctica.3

Otro ingrediente académico que dio nuevos bríos a la vida intelectual y científica del país fue el arribo primero de los españoles, expulsados de su país por la Guerra civil, y después de los exiliados latinoamericanos, muchos de ellos perseguidos por las dictaduras militares. La presencia española y latinoamericana representó “un paso adelante muy sólido para la profesionalización de trabajo académico e intelectual”.4 Guadalupe Rodríguez de Ita señala lo siguiente:

Con conocimiento de causa, Pablo Neruda escribe en su “Canto general”: “México ha abierto las puertas y las manos al errante, al herido, al deste- rrado, al héroe…”. La unam, nuestra máxima casa de estudios, y nuestra entrañable Facultad de Filosofía y Letras, [...] han hecho algo similar en la segunda mitad del siglo xx: han abierto sus aulas y sus espacios académi- cos a prestigiados humanistas y científicos sociales latinoamericanos que siendo perseguidos en su país de origen por diversas razones, sobre todo por su posición y militancia política, han buscado y hallado protección en esta patria... Estos exiliados, tanto profesionistas como estudiantes, al lado de sus colegas mexicanos, han contribuido a la construcción de las ciencias y de las artes, así como a la formación de las nuevas generaciones.5

3 Álvaro Matute, La teoría de la Historia de México (1940-1973). México, SepSetentas, 1974, p. 18. 4 A. Matute, “La profesionalización del trabajo histórico en el siglo xx”, en Archivo General de la Nación, México en el siglo xx. México, Secretaría de Gobernación, agn, 1999, pp. 423-424. 5 Guadalupe Rodríguez de Ita, “Los exiliados latinoamericanos, motivo de reconoci- 276 una aproximación a las temáticas de la historiografía

Entre las décadas de los setentas y de los ochentas, los latinoamericanos, principalmente sudamericanos, se incorporaron a diferentes institucio- nes académicas como la Universidad, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), el Centro de Investigación y Docencia Eco- nómica (cide), el Colegio de México y el Instituto Mora. Con esta nue- va oleada intelectual se reforzaron los deseos interdisciplinarios en las ciencias sociales.6 La profesionalización e institucionalización del conocimiento social fueron procesos definitorios en las nuevas generaciones de científicos sociales y, particularmente, de los historiadores formados en las aulas universitarias. Historiadores como Luis González y González y Álvaro Matute han reflexionado al respecto:7

La profesionalización contribuyó a desarrollar temáticas menos cercanas a las preocupaciones del presente; en el país comenzaba a desarrollarse una reflexión académica y científica menos sujeta a los vaivenes del momento. Esto era prueba de que la confianza y estabilidad política habían recobrado su camino, abriendo paso a intereses y preocupaciones generadas en el se- no del mundo académico en proceso de fortalecimiento.8

En tanto los historiadores se preocupaban por no violentar el rigor me- todológico e incursionaban tímidamente en el estudio de la Revolución, sin el cual era imposible entender el siglo xx, los científicos sociales emprendieron estudios coyunturales sobre los diversos aspectos que constituían la vida social que, tradicionalmente, formaban parte del co- nocimiento histórico. Entrados los años sesentas, estos investigadores buscaron explicar las contradicciones que empezaba a mostrar el proyecto revolucionario. La desigualdad socioeconómica fue una de las expresiones más claras del desequilibrio que estaba generando el modelo económico que no repartía equitativamente la riqueza, particularmente en las zonas rurales del país que continuaban al margen del progreso material. El deterioro del poder adquisitivo de los sectores populares y la incerti- miento en el cela”, ponencia presentada en la “Conmemoración de los 450 años de la ffyl”, 6 de octubre, 2003, p. 1. 6 Ibid., pp. 2-3. 7 Estos procesos han sido reseñados y analizados profundamente por Luis González en Luis González, “El quehacer histórico en México”, en Nexos, vol. 21, núm. 241. México, enero, 1998, pp. 269-271, y A. Matute, “La profesionalización...”, op. cit., pp. 415-441. 8 Hira de Gortari Rabiela, “La historiografía mexicana y lo contemporáneo”, en His- torias, núm. 24. México, abril-septiembre, 1990, pp. 47 y 49. silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 277 dumbre de muchos jóvenes profesionistas de no acceder a empleos bien remunerados puso en guardia a una clase media emergente. Las transformaciones que trajo consigo la Revolución, paradójicamen- te, distanciaron cada vez más a amplios sectores de la sociedad, funda- mentalmente urbanos, pues no se sentían debidamente representados por el Estado “priísta”, rector y árbitro de la vida nacional. Ante la falta de una referencia sociopolítica, la clase media construyó sus propios canales de expresión y participación política. Por otra parte, la intervención estatal en los procesos económicos y su retórica nacionalista y revolucionaria, avivó la desconfianza de los sectores conservadores. Asimismo, la respuesta autoritaria del Ejecutivo frente a las diferentes manifestaciones sociales que reclamaban mejores condiciones de vida y espacios políticos y la falta de credibilidad en que habían caído las instituciones emanadas de la Revolución serían algunos de los factores que contribuirían al desgaste del y al desencanto hacia el sistema político mexicano. El disminuido modelo estabilizador abrió el camino para un modelo alternativo de libre mercado, el neoliberalismo, que acentuó la desigualdad económica y social de la población y en el terreno de la política debilitó a los Estados nacionales y por ende a los partidos políticos. Todos estos cambios y retrocesos políticos han impactado a los historiadores en sus preferencias temáticas y en sus búsquedas metodológicas, que tienen a nuestra disciplina sometida a un constante debate.

Metodología

La materia prima de la investigación fue el catálogo automatizado de tesis de la Biblioteca Central de la unam.9 La primera fase consistió en seleccionar todos los trabajos presentados entre 1950 y 2004 que tu- vieran como eje temporal los siglos xx y los primeros años del xxi. En seguida se organizó el material por tres periodos históricos: Revolución mexicana, posrevolución e historia contemporánea.10 A partir de esta

9 A partir del año de 1998 hasta la fecha, pueden ser consultadas las tesis digitalizadas en la siguiente dirección electrónica: www.dgb.unam.mx. 10 Existe un consenso relativamente amplio para el establecimiento de una división temporal del siglo xx mexicano, singularizada por la Revolución mexicana. Algunos procesos del movimiento revolucionario de 1910 permiten establecer con cierta claridad y coherencia fases o etapas históricas. De acuerdo con lo anterior, marcamos 1940 como 278 una aproximación a las temáticas de la historiografía clasificación realizamos otra,11 en la que consideramos todos aquellos títulos que tuvieran una implicación o temática de carácter político, los que organizamos a partir de varios aspectos: político, militar, biográfico, electoral, jurídico, económico, social, laboral, educativo, religioso, ideo- lógico, internacional, migratorio, de redefinición territorial, científico, tecnológico y cultural. En el caso específico del rubro político la clasificación fue la siguiente: historia política y militar, sistema político, Estado, partido político, ad- ministración pública, proceso electoral, prensa y biografía. El propósito de esta clasificación fue conocer qué temas predominaron en la histo- riografía política mexicana durante los decenios revisados, así como el interés temático de los estudiantes al elegir el título de sus tesis. Cabe se- ñalar que esta división representó serios problemas al momento de or- ganizar el material por temas pues las fronteras, casi inexistentes, entre los géneros históricos y las complejidades que la interdisciplina ha traído a las ciencias sociales y a las humanidades fueron variables difíciles de clasificar y sistematizar, sobre todo al momento de ubicarlas, cronológica y temáticamente. Este paso inicial nos permitió conocer cuántas tesis se han escrito y apro- ximarnos a los temas y sujetos históricos estudiados, así como a los nuevos tópicos que preocupan a las diferentes generaciones de historiadores.

Temas y décadas en las tesis de Historia

A partir de los títulos de las tesis, de su estructura y presentación, nos aproximamos a las temáticas delimitadas espacial y temporalmente; a la incorporación de nuevos sujetos históricos que, en algunos casos, fueron estudiados a través de diversas fuentes como la prensa, la literatura, la historia oral, la fotografía, las caricaturas y el cine, mismas que fueron el comienzo de la contemporaneidad en nuestro país ya que corresponde al término de los ajustes y consolidación del sistema político en México, donde se ven estos procesos expresados en nuevas realidades históricas. En la parte académica, coincidimos con Álvaro Matute en marcar este año como parteaguas de la historiografía contemporánea en México. Álvaro Matute, “La profesionalización...”, op. cit., p. 423. 11 En este apartado incluimos aquellos títulos que por su cronología y/o temática particular escapaban a los criterios establecidos. Algunos temas comparten la tempo- ralidad con la Revolución pero no la temática, otros abarcan todo el siglo pasado, o, simplemente, no la precisa. silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 279 utilizadas como objeto de estudio. Con estos ingredientes nos acercamos a las diversas corrientes historiográficas que convergen en los trabajos; sin embargo, la generalidad expresada en algunos títulos no siempre nos permitió obtener toda la información reseñada líneas arriba. ¿Qué nos puede decir un título? ¿Qué nos deja ver por sí mismo? ¿A partir de los títulos podemos reconstruir las inquietudes intelectuales de los historiadores de la unam? ¿Podemos conocer sus preocupaciones his- tóricas? ¿Se ven éstas reflejadas en los temas que estudian? H¿ asta dónde es necesario cronológicamente ir al pasado para explicarse los fenómenos históricos contemporáneos de cada generación? Éstas son algunas de las preguntas que nos surgieron a partir de la revisión de las tesis seleccio- nadas para este estudio y que, por supuesto, rebasan el objetivo de esta ponencia; sus respuestas requieren de un trabajo más minucioso. La creación de la licenciatura y los posgrados como niveles de for- mación académica fue fundamental en el desarrollo intelectual de los egresados. En este sentido, durante el rectorado de Ignacio Chávez, se realizaron reformas de gran trascendencia en el campo de la disciplina histórica. Con anterioridad, la Maestría en Historia no se consideraba como posgrado. Fue el rector Chávez quien definió sustatus a partir del establecimiento de la licenciatura, “dejando la maestría como una espe- cialidad para la docencia y el doctorado para la investigación”. Más tarde, se hizo otra reforma que tuvo consecuencias académicas y laborales para los historiadores. El doctor Chávez “puso un ultimátum a los académicos que no habían presentado su examen profesional”.12 Entre los años de 1964 y 1966 hay un crecimiento en el número de tesis de maestría y doctorado presentadas; en cambio, en las décadas de los setentas y de los ochentas, la mayoría de las tesis presentadas son de licen- ciatura, observándose una disminución en las de posgrado. Es hasta la siguiente década que las tesis de posgrado van a tener un importante desarrollo debido, sobre todo, a requerimientos académico-laborales. Con el paso de los años, la exigencia académica junto con las eva- luaciones se volvió parte de la cotidianidad de la comunidad intelectual mexicana. Los posgrados se han convertido en una forma de ingreso y ascenso académico en las instituciones educativas y centros de investiga- ción. Asimismo, para acceder a los estímulos económicos que el Estado

12 Como bien señala Matute: “Las estadísticas de titulación en Historia para los años 1964 y 1966 es sorprendente cómo se proyectan hacia arriba de esta tendencia”. A. Matute, “La profesionalización...”, op. cit., pp. 415-441. 280 una aproximación a las temáticas de la historiografía mexicano otorga a la investigación científica y social, es fundamental contar con el máximo grado universitario: el doctorado.13

Las décadas

La Revolución mexicana ocupó las preferencias de los historiadores du- rante varios periodos. Un movimiento que transformó radicalmente al país tuvo que ser abordado desde diferentes ópticas. El estudio de la for- mación e institucionalización del nuevo Estado revolucionario y la con- formación del sistema político mexicano en el periodo del presidente Cárdenas se tomó como frontera de la Revolución. Más tarde ese periodo, llamado posrevolucionario, se alargó. Con el paso de los años y ante el desgaste que sufrió el sistema político, se empezó a incursionar, aunque tímidamente, en el campo de la historia contemporánea, como se le llama al estudio del pasado inmediato. A partir de los años setentas se observa una modificación en los planos espacial y temático de la producción historiografía de los egresados de la unam. Las tesis: “México, China y la Tercera Internacional” y “Las causas y efectos de la Primera Guerra Mundial”, presentadas entre 1978 y 1980, respectivamente, son una muestra de ello.14 También incorporan en las tesis otras fuentes primarias, hasta entonces utilizadas en las ciencias sociales, como la prensa que vino a darle otra lectura al acontecimiento histórico. Trabajos como “La última fase de la guerra civil: la China 1948- 1949, a través de la prensa mexicana”; “Prensa y petróleo: una revisión hemerográfica de los convenios de abril de 1942” y L“ a revista mexicana, órgano de la reacción en el exilio 1874-1919”, fueron pioneras en utilizarla como sujeto de estudio. Los cambios empezaron a constituirse en una tendencia; una tesis que introduce la categoría de estructura y un nuevo sujeto histórico, el ejército,

13 “El efecto de esta política se ha reflejado en el cierre de siglo en el cual ha quedado establecido que el punto final de la formación académica llega con la obtención del doc- torado y, aunque todavía no se generaliza, con una estancia posdoctoral en el extranjero. En cuanto al impacto profesional, se ha optado por becar al estudiante hasta el doctorado y contratarlo después de contar con el grado. En el camino habrá que publicar artículos y convertir en libro su tesis doctoral. Todavía han habido en los últimos años contratos en la fase de candidatos al doctorado. Como se ve, estamos ante una nueva nomenclatura que cada vez adquiere mayor aceptación”. Ibid., p. 439. 14 Para evitar que la lectura resultara tediosa se decidió que sólo se registrarían los títulos de las tesis y en la bibliografía se consignaría los datos completos. silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 281 es “Estructura social y datos biográficos de algunos de los integrantes del Ejército Libertador del Sur”. Otra tesis pionera en el estudio de las comunidades extranjeras en México es “Los chinos en México, esbozo de una comunidad de Tampico”. Innovadoras, en cuanto incorporan a la economía como tema de investigación, son las tesis presentadas entre 1976 y 1978: “La deuda exterior en la historia de México” y “La familia Braniff 1865-1920: contribución al estudio del desarrollo de la burguesía en México”. A partir de los años ochentas, el estudio de la Revolución mexicana se desplaza hacia las regiones, como en “La destrucción de la hacienda de Aguascalientes, 1910-1931” y “La política del Estado de Colima de 1929 a través de la prensa”. En este último trabajo observamos diferentes variables: es un estudio realizado a través de la prensa sobre un estado de la República, y presenta un cambio de temporalidad al abarcar un tramo amplio del siglo xx. El análisis del nuevo Estado surgido de la Revolución se tomó como tema de investigación en: “Las luchas y su relación con el Estado en el periodo de 1916-1919”, “La clase media: ¿factor de estabilidad del sistema político mexicano? (1940-1968)” y “Las relaciones entre el Estado y el sector empresarial (1917-1940)”. El Estado como rector del desarrollo nacional atrajo las preocupaciones de los egresados en estos años, como podemos ver en: “México: intervencionismo estatal, 1940-1964”, “La po- lítica agraria y el Estado mexicano (1940-1964)”, “Políticas culturales del Estado en el México contemporáneo” y “El problema agrario en México y la reforma agraria integral, 1958-1964”. Las elecciones y la sucesión presidencial empiezan tempranamente a ser temas de tesis, como es el caso en: “La campaña presidencial de 1927: apuntes para la historia del antirreeleccionismo en México” y “Las elecciones en San Luis Potosí (agosto de 1923). Preámbulo de la rebelión De la huertista”. El cambio de temporalidad se hace acompañar, en algunos casos, de nuevos sujetos históricos, como los movimientos sociales; tal es el caso de “Historia del movimiento ferrocarrilero, 1952-1958”.

Influencia de las corrientes historiográficas en boga

La escuela de los Annales, que ya tenía un lugar de prestigio en la histo- riografía europea con importantes aportaciones de historiadores como 282 una aproximación a las temáticas de la historiografía

Braudel, empezó a cuestionar la proliferación de estudios parciales que aportaban una visión fragmentada del hecho histórico, reivindicando las investigaciones multidisciplinarias que permitían acercarse a una com- prensión total del fenómeno a historiar. Esta corriente pronto contó con importantes seguidores en la academia, quienes orientaron a los tesistas en temas como la historia de las mentalidades, la historia de género, la historia cultural, la vida cotidiana, la historia económica, entre otros. En las siguientes tesis el título expresa con claridad la influencia de esta corriente: “El testimonio periodístico como fuente para la historia de las mentalidades del México contemporáneo” y “México 1900: mentalidad y cultura en el cambio del siglo: percepciones y valores a través de la gran prensa capitalina”. Como pionera de la historia cultural, está la tesis presentada en 1943, “ en la novela mexicana”, que también es la primera que aborda la Revolución mexicana desde esta óptica. En 1955 se escriben tesis que dejan de lado los problemas políticos para rescatar la cultura, como “Fiestas y paseos en la ciudad de México (1877-1910)”, en donde la ciudad es el sujeto histórico estudiado en su espacio geográfico. Otra tesis con esa visión es “La ciudad de México a través de sus espacios re- creativos durante el sexenio de Manuel Ávila Camacho”; y “La vida nocturna en la ciudad de México: centros nocturnos, cabarets y burdeles, 1935-1945”. Los estudios de género van a experimentar un boom por estos años, el que continuará hasta entrado el nuevo siglo. Como ejemplos tenemos a “Conciencia y acción de lucha (aproximación a una historia del movi- miento feminista en México, 1970-1976)” y “De la Escuela Nacional de Altos Estudios a la Facultad de Filosofía y Letras, 1910-1929: un proceso de feminización”. La vida cotidiana fue abordada en las tesis “La vida cotidiana del obrero textil en la ciudad de México durante la Revolución mexicana (1910- 1920)” y “Revolución y vida cotidiana: Guadalajara, 1914-1934”. Nuevas fuentes aportaron nuevas miradas de la historia y sujetos que pueden ser reconstruidos históricamente no sólo a través de los documen- tos y testimonios escritos, sino a partir de la fotografía y el cine. Como tesis que miran a la mujer desde el lente del cine tenemos a: “Estereotipo de la mujer en el cine mexicano”, “El charro: estereotipo nacional a través del cine, 1920-1940”; “Cine brillante, ciudad oscura 1946-1962” y “Mujeres de luz y sombra en el cine mexicano: la construcción masculina de una imagen (1934-1952)”. silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 283

La historia oral, tan cuestionada como fuente documental, por fin se abrió paso y logró su aceptación en la academia. Estas tesis rescatan los testimonios de actores de la vida cotidiana que con sus recuerdos aportan elementos para el estudio de la otra historia. “Zapatillas y recuerdo: la historia oral, una fuente para la historia contemporánea de la danza en México” y “La Guerra civil española y el exilio republicano en México”.

La influencia de los exiliados en los temas de tesis

A raíz del avance de las ideas y movimientos revolucionarios en varios países de Latinoamérica, un importante número de intelectuales de iz- quierda se vio obligado a abandonar sus lugares de origen para buscar asilo en nuestro país Algunos de estos académicos se incorporaron al Colegio de Historia o al posgrado, el resultado fueron trabajos de recepción que tocan temas con problemas específicos de sus países, como por ejemplo: “El ocaso de la revolución democrática burguesa en Guatemala”, de la guatemalteca Rozzoto Díaz; “Chile contemporáneo: una sociedad en transición”; “El golpe militar de 1964 en Brasil” y “El periodo del gobierno de la Unidad Popular en Chile: 1970-1973”.15 Casos conocidos de emigrados cono-sureños son los de Silvia Elena Dutrenit Bielous y el de Ana Buriano Castro, actualmente destacadas in- vestigadoras del Instituto Mora. En la década de los ochentas, ambas his- toriadoras defendieron, respectivamente, los trabajos: “El movimiento obrero y popular del Uruguay en la crisis estructural (1965-1973)” y “El golpe de Estado del 23 de junio de 1973 en Uruguay”. Las nuevas generaciones jóvenes de los noventas están abordando problemáticas que aún no han concluido como procesos históricos, como podemos ver en: “ezln: crónica de un proceso histórico”, “Historia, litera- tura y memoria: la guerrilla en México durante la década de los setentas” y “Crónica del movimiento estudiantil de la unam 1986-1987”.

Análisis de las tesis seleccionadas

En este apartado se abordan temas relacionados con la historia política. El criterio de selección se basó en lo novedoso de las temáticas, en los

15 Desconocemos si estas autoras son extranjeras o mexicanas. 284 una aproximación a las temáticas de la historiografía sujetos de estudio, en las propuestas teórico-metodológicas y en las fuentes utilizadas. Entre los temas que son objeto de estudio de la historia política están las instituciones, las cuales están constituidas por el Estado, los poderes federales (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), el sistema político y los par- tidos políticos, entre otros. Además de los procesos electorales, las elec- ciones, las sucesiones presidenciales y las relaciones entre el Estado, los partidos y la sociedad civil.

Movimientos sociales: el conflicto religioso de 1926-1929

El estudio de la historia política se entrelaza con otras disciplinas del campo de las ciencias sociales, de la economía o con estudios que tocan cuestiones religiosas, o de diferentes mentalidades. Tal es el caso del conflicto reli- gioso de 1926. Los primeros trabajos escritos sobre este movimiento da- tan de 1963, como “Aspectos del conflicto religioso de 1926 a 1929, sus an- tecedentes y consecuencias”, de Alicia Olivera Sedano, quien además de presentar un panorama completo del conflicto se pregunta por “las razo- nes que indujeron tanto al gobierno como a los grupos católicos a asumir actitudes tan radicales, las características del movimiento cristero y las consecuencias, tanto internas como externas, que el conflicto religioso trajo a nuestro país”. La tesis resulta novedosa debido a que utilizó por primera vez, como fuente de consulta, el archivo del dirigente cristero Miguel Palomar y Vizcarra.16 Tres años después la tesis fue publicada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah), y con los años se ha convertido en un clásico de esta historiografía. A partir de 1992, el movimiento cristero es abordado desde aspectos muy particulares, dejando de lado la visión general que tuvieron las pri- meras investigaciones, en temas como la dimensión internacional de la guerra cristera, enmarcada en las relaciones México-Estados Unidos; el análisis de la propaganda cristera desde la perspectiva del discurso polí- tico; la inmolación de los mártires; y las relaciones y los conflictos entre los sectores eclesiásticos y los civiles dentro del movimiento cristero.

16 Alicia Olvera Sedano, Aspectos del conflicto religioso de 1926-1929: sus antecedentes y consecuencias. México, 1963. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras. 296 pp. silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 285

En la tesis de Martha Patricia Torres Meza, con un enfoque teórico- metodológico más explícito, apoyada en la obra de Roberto Cuneo Fabre- gat, se pretende demostrar la forma en que la liga utilizó la propaganda como un medio informativo y formativo de valores e ideas. Por otra parte la tesis “La propaganda de la liga defensora de la libertad religiosa duran- te el conflicto cristero de 1926 a 1929” no pretende ser una historia de la liga, sino sólo analizar una de las diversas funciones que desempeñó esta organización católica.17 Por su parte, María Esther Reyes Duarte, en “Movimiento cristero: el discurso de los mártires”, hace un análisis del discurso, estudiando los documentos y textos que produjeron los cristeros, de tal forma que “deja- ron ver la variedad en los tipos de discurso religioso, político y social de los católicos y de los cristeros”.18 Apoyada en este tipo de análisis, Reyes Duarte, en su trabajo, explica la religión como un fenómeno cultural e institucional que por medio de diversos mecanismos mantuvo un control social sobre sus feligreses. A partir de este análisis pretende “comprender la mentalidad de los mártires a través de su propia personalidad y del fervor religioso del pueblo católico que los rodeaba”.19

Los partidos políticos

Los partidos políticos es otro tema que ha permanecido como objeto de estudio entre los estudiantes de Historia de la unam. Si bien existen trabajos anteriores, elegimos esta tesis (misma que fue presentada en 1981): “La creación del Partido Comunista de México y primeros años de su participación en la vida política nacional (1919-1934)”, de Gema Aurora Lozano y Nathal, por ser la primera que aborda la historia de un partido específico y su actuación en la vida nacional. En el estudio “se plantean las vicisitudes con las que se enfrentó el pcm al pretender al- canzar su propósito de liberación de la clase obrera”. La autora estudia al pcm (Partido Comunista de México) desde una perspectiva teórica, es

17 Martha Patricia Torres Meza, La propaganda de la liga nacional defensora de la libertad religiosa durante el conflicto cristero de 1926 a 1929. México, 1996. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, unam, p. 2. 18 Ma. Esther Reyes Duarte, Movimiento cristero: el discurso sobre los mártires. México, 1996. Tesina, unam, Facultad de Filosofía y Letras. 85 pp., p. 21. 19 Ibid., p. 19. 286 una aproximación a las temáticas de la historiografía decir, el papel que debe asumir un partido comunista en general, aunque señala las particularidades del caso mexicano.20 Un año después, Jesús Ernesto Gómez Álvarez expuso “El Partido Comunista Mexicano. El movimiento obrero y el Estado 1919-1928”. Esta tesis también estudia la vida y actuación del partido, y su vinculación con los obreros. Entre sus ejes centrales de análisis está “la alianza que se operará entre el nuevo Estado y el movimiento obrero”.21 La tesis “El partido comunista en la ctm de 1936-1937” fue presentada en 1993 por María Elena Heredia Archila, quien señala las diferencias en su trabajo:

La mayoría de los analistas que han estudiado dicho periodo se han centrado en las equivocaciones, limitaciones, titubeos y debilidades del pcm en la formación de la vanguardia obrera; si bien estas limitaciones no pueden pasarse por alto, lo que aquí anhelamos es estudiar la impor- tancia del Partido Comunista de México como líder de las nuevas fuerzas políticas emergentes que se organizaron dentro de la Confederación de Trabajadores de México (ctm); este papel relevante de los comunistas no ha sido estudiado con profundidad.22

Dentro de esta tendencia de los estudios sobre partidos políticos especí- ficos está el trabajo deM ario Toledo Olascoaga, “La corriente democrática del Partido Revolucionario Institucional (1986-1988): una historia por contar”, un estudio sobre historia inmediata. Dada su temática reciente, el mismo autor califica su trabajo como una crónica. En ella detalla los sucesos que dieron origen a la corriente democrática.23 Por último, presentamos la tesis de maestría “La construcción del Par- tido de la revolución (1928-1946)”, de Pedro Agustín Salmerón Sanguinés. Entre las categorías que le sirven para explicar los fenómenos del caudi-

20 Gema Aurora Lozano y Nathal, Creación del Partido Comunista de México y primeros años de su participación en la vida política nacional (1919-1934). México, 1981. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 174 pp., p. 3. 21 Jesús Ernesto Gómez Álvarez, El Partido Comunista Mexicano, El movimiento obrero y el Estado 1919-1928. México, 1982. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 181 pp. 22 María Elena Heredia Archila, El partido comunista en la ctm de 1936-1937. México, 1993. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 198 pp. 23 Mario Toledo Olascoaga, La corriente democrática del Partido Revolucionario Ins- titucional (1986-1988): una historia por contar. México, 1998. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 281 pp. silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 287 llismo y cacicazgo, el autor se apoya en diferentes tipologías propuestas por Max Weber y Moisés González Navarro para el momento histórico del “tránsito de la dominación carismática a la dominación legal” (a la manera de decir de Plutarco Elías Calles: tránsito del caudillismo a las instituciones). El mismo Salmerón Sanguinés califica su trabajo como “un ensayo de interpretación” apoyado fundamentalmente en fuentes secundarias y de primera mano solamente en material publicado.24 Entre las fuentes secundarias que utilizó Salmerón Sanguinés pode- mos comentar que varias de ellas corresponden a investigaciones hechas desde la historia regional. Cabe señalar que los estudios regionales han permitido reconstruir desde una visión más heterogénea y matizada las diferencias histórico-culturales de un territorio o región particular, condición que se ve expresada en los recientes trabajos sobre historias o procesos nacionales.

El Estado y el sistema político mexicano

En este apartado sólo comentaremos aquellos trabajos que se centran en algunos de los presidentes del siglo xx y en la manera en que ejercieron el poder presidencial en las circunstancias históricas que les tocó vivir. Con anterioridad señalamos la importancia que tienen los estudios regionales en la reconstrucción de historias generales. La tesis “Las difi- cultades del Nuevo Estado, 1917-1920”, de Álvaro Matute Aguirre, está en esta línea. El propósito de esta tesis es “hacer un recorrido por los tres primeros años posteriores a la lucha armada”, es decir, 1917-1920. La importancia del trabajo radica en que para explicar este periodo desde un punto de vista político, recurre al análisis de tres elementos que son indispensables para entenderlo: la situación internacional, la nacional y la regional. Al mismo tiempo, toma como elemento a considerar la inercia que tiene el pasado y que pesa sobre el presente en las decisiones políticas. Propone como hipótesis estas dos ideas fundamentales:

[...] sé parte de las hipótesis de que existe la inercia histórica o peso del pasado y de que para obtener una visión del conjunto histórico es preciso

24 Pedro Agustín Salmerón Sanguinés, La construcción del partido de la revolución (1929-1946). México, 1999. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 221 pp., pp. 7-8. 288 una aproximación a las temáticas de la historiografía

conocer las esferas internacional, regional y nacional. Esa inercia es el freno que elementos del exterior o de las localidades más pequeñas o de las altas esferas de poder nacional contraponen al proyecto de país planteado por los constituyentes en Querétaro, que a su vez respondía a las aspiraciones de muchos de quienes se empeñaron en la lucha revolucionaria, tanto vencedores como vencidos.25

Otro elemento a destacar en este trabajo es la importancia que tiene el uso de la prensa como fuente de análisis imprescindible para estudiar la lucha por el poder: Álvaro Matute señala que:

Generalmente se tiende a desacreditar el uso de la prensa periódica. [...] Es una fuente que permite el seguimiento de muchos acontecimientos y, sobre todo, su trascendencia pública. El prescindir de ella para sólo servirse de fuentes inéditas de archivo traería el peligro de magnificar hechos que no pasaron más allá de las intenciones de quienes redactaron algún documento. Lo que sale en la prensa es compartido por muchos, es algo que se ventila y que pone en evidencia la voluntad de quienes la elaboraron de que se conozca lo que ahí se dice.26

El uso más amplio de la hemerografía ha ganado terreno entre los his- toriadores, de hecho ya no solamente se aborda la prensa como fuente, sino también como un objeto de estudio. Por otra parte, la figura presidencial y su expresión a través del ejercicio del poder presidencial ha sido uno de los temas de la historia política mexicana que más ha atraído a los tesistas. Desde un enfoque de historia política y apoyada sustancialmente en una historia fáctica y pragmática, la tesis: “Presencia y participación política de Lázaro Cárdenas durante el gobierno de Adolfo López Mateos”, de María de Lourdes Celis Salgado, no es una biografía, sino es una investigación que se centra en la figura del general Cárdenas como actor político. La autora señala el peso moral que tenían las opiniones de Cárdenas en la esfera política nacional. Celis Salgado nos presenta un panorama político general del sexenio de Adolfo López Mateos, en el que ubica la actuación e intervención pública de Cárdenas en sucesos clave de la his- toria nacional e internacional. Las fuentes que utiliza son diversas. La bi- bliografía en la que se apoya la autora es reciente. Consulta hemerografía,

25 A. Matute, Las dificultades del Nuevo Estado, 1917-1920. México, 1990. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 181 pp., p. 8. 26 Ibid., p. 9. silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 289 realiza entrevistas y utiliza las entrevistas que hicieron James E. Wilkie y Edna Monzón a tres líderes políticos, tres intelectuales y cuatro ideólogos, trabajos que en ese momento no se habían publicado.27 En la búsqueda de explicar los cambios políticos recientes y desatanizar algunos actores políticos, los tesistas se sumergen en el pasado cercano y exploran temas espinosos como el presidencialismo autoritario de Gustavo Díaz Ordaz. En esta línea de investigación encontramos “Gus- tavo Díaz Ordaz y el presidencialismo mexicano 1964-1966”, de Luis Fernando Alva Martínez. Para el autor los estudios sobre el periodo pre- sidencial de Díaz Ordaz se limitan al aspecto político y particularmente al movimiento estudiantil de 1968; y en lo que respecta al económico al desarrollo estabilizador. Para Alva Martínez “es necesario estudiar más a fondo y con mayor objetividad la labor política y administrativa” del abogado poblano.28 La investigación se centra en la figura presidencial deD íaz Ordaz y los dos primeros años de su gestión. El autor señala tres momentos en que se manifiesta el poder presidencial: la sucesión, el poder del nuevo pre- sidente y la política exterior.29 Cabe señalar que el trabajo está sustenta- do en una amplia y reciente bibliografía, hemerografía y en entrevistas que, en algunos casos, el mismo autor realizó. El trabajo “El autoritarismo frente a la democracia”, de Silvia Díaz, resulta interesante porque es la primera tesis sustentada —hasta antes de 1998—30 por un historiador de la unam sobre el movimiento estudiantil de 1968. Otro de sus atributos es que realiza entrevistas a aquellos que tuvieron “una participación comprometida, pero sin haber estado en posiciones protagónicas”.31

27 Lourdes Celis Salgado, Presencia y participación política de Lázaro Cárdenas durante el gobierno de Adolfo López Mateos. México, 1981. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 180 pp. 28 Luis Fernando Alva Martínez, Gustavo Díaz Ordaz y el presidencialismo mexicano 1964-1966. México, 1994. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 176 pp., p. 3. 29 Ibid., p. 162. 30 El único trabajo que aborda esta temática es el de Joel Estudillo García, Catálogo del movimiento estudiantil mexicano de 1968: columnas y caricaturas. México, 1987, Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 239 pp. 31 Silvia Díaz Escoto, El autoritarismo frente a la democracia: 1968. México, 1998. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 245 pp., p. 8. 290 una aproximación a las temáticas de la historiografía La sucesión presidencial

El primer trabajo sobre este tema data de 1963, pero el siguiente resulta interesante porque responde a un momento particular de la historiogra- fía mexicana: el revisionismo académico sobre las interpretaciones de la Revolución mexicana. En este ambiente, Georgette José Valenzuela presentó la tesis “El relevo del caudillo (de cómo y por qué Calles fue candidato presidencial)”,32 en la que plantea el problema desde una po- sición revisionista. Cada vez más los historiadores dedicados a la historia contemporá- nea recurren a la técnica de la entrevista como fuente de información. Bajo técnicas cada vez más complejas, buscan obtener de la manera más fidedigna posible una versión de los hechos que, al paso del tiempo, se reelabora y se interpreta a la luz de otras versiones sobre el tema. En “El otorgamiento del sufragio femenino en México”, Enriqueta Tuñón Pablos revisa y explica “el proceso a través del cual las mujeres mexicanas obtuvieron el derecho al sufragio en el periodo de 1934 a 1953”.33 Esta tesis doctoral resulta interesante por distintos motivos. En primer lugar, por la temática: la mujer, la que estudia desde la historia de género, sujeto histórico que no se limita a esta mirada, sino que ubica su participación política desde la historia política. En segundo lugar, la propuesta teórico-metodológica se ve enriquecida por los materiales documentales y orales que utiliza. El trabajo de Tuñón Pablos plantea retos para la obtención de información:

Efectué también un sondeo de opinión con 60 personas, hombres y mujeres que vivieron la época pero que fueron ajenos a la reforma constitucional propuesta por Ruiz Cortines, con la intención de conocer qué pensaban al respecto. Consideré importante hacerlo porque, si bien tenía los testimo- nios de mujeres que de una u otra manera habían estado involucradas en el proceso [...], necesitaba la opinión de aquellas personas que no habían tenido, en su momento, oportunidad de expresarse. Sin embargo, al hacerlo me percaté [de] que no era una muestra confiable ya que las respuestas

32 Georgette Emilia José Valenzuela, El relevo del caudillo (de cómo y por qué Calles fue candidato presidencial). México, 1979. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 183 pp. 33 Enriqueta Tuñón Pablos, El otorgamiento del sufragio femenino en México. México, 1997. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 490 pp., p. 1. silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 291

que daban se referían a su opinión actual y no lo que pensaban en los años cincuentas, por lo que decidí obviar esta información.34

Estos materiales —entrevista y archivos personales— permiten inferir muchas concepciones, ideas y formas de pensamiento (mentalidad) que corresponden a la vida cotidiana: “A pesar de los tropiezos, las entrevis- tas me proporcionaron datos de la vida cotidiana que no aparecen en las fuentes escritas —a excepción de la correspondencia personal—, y así pude formarme una idea más clara tanto de las características personales de los sufragistas como del proceso que quería conocer”.35 En la misma línea de estudio de los procesos electorales, la si- guiente tesis doctoral nos presenta una mirada de éstos a través de la pren- sa. Silvia González Marín mira y explica los acontecimientos y procesos políticos desde la perspectiva de la prensa. Su estudio tiene como hilo conductor los periódicos, el doble papel que tienen como testigos y actores en la sucesión presidencial de 1940. Por medio del estudio de la prensa, la autora afirma que “como fuente privilegiada de consulta, la pren- sa permite reconstruir hechos que, a veces, pasan inadvertidos pero que al registrarlos y posteriormente analizarlos revelan los intrincados me- canismos que encierra la lucha por el poder”. Asimismo, González Marín nos presenta a la prensa como un enorme mirador, escrutador y analista de temas como el partido oficial, laS egunda Guerra Mundial, el espionaje, entre otros.36

La biografía

Los estudios biográficos presentan otra forma de abordarlos.E sto se ob- serva claramente en los títulos de las tesis. Ya no aparecen las biografías tradicionales, quizá en la manera puedan serlo, pero no en el plantea- miento. Tal es el caso de la investigación “Heriberto Jara: un luchador obrero”, de Silvia González Marín. En este trabajo podemos observar una propuesta de la historia social de la Revolución mexicana. La autora estudia al general Jara en su actuación política, la cual está impregnada de

34 Ibid., p. 9. 35 Idem. 36 Silvia González Marín, La sucesión presidencial de 1940 en la prensa mexicana. México, 2002. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras, 383 pp. 292 una aproximación a las temáticas de la historiografía un compromiso social y ético, aspecto que se destaca en este personaje. La tesis pone énfasis en el doble papel que tiene el general Jara en su calidad de militar y actor político y su compromiso como activista y líder sindical y sus aportes en los artículos constitucionales 115 y 123. La autora estudia al personaje en el marco de la historia social de la Revolución mexicana cu- yos trabajos, en aquellos años, estaban orientados a rescatar la historia del movimiento obrero.37

Conclusiones

El estudio sobre la producción de las tesis de los egresados de la licencia- tura y el posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam (ffyl) abre una serie de posibilidades para realizar futuros trabajos que permitan investigar, con más detalle, aspectos metodológicos, enfoques teóricos, diversas fuentes documentales y temáticas de elección de los jóvenes his- toriadores, investigación que puede contribuir a evaluar la carrera de Histo- ria con la perspectiva de 20 años de producción historiográfica de los egre- sados del Colegio de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, unam. Es importante señalar que esta investigación se tiene que acompañar con estudios que abarquen el tiempo promedio que le lleva a un alumno terminar de cursar su carrera curricular, además de los años promedio que invierte en realizar su tesis y presentar su examen profesional. En estudios recientes realizados por la Dirección General de Evaluación Edu- cativa, se observa que al alumno de la carrera de Historia de la ffyl le lleva en promedio cerca de ocho años obtener su título profesional de licen- ciatura. En el caso del posgrado, también es mínimo el número de alum- nos que en el periodo curricular obtienen su grado. A lo largo de este trabajo se puede observar que si bien las preocupa- ciones históricas no responden a los vaivenes del momento, sí hay décadas en que los problemas nacionales son estudiados tiempo después y que dan la impresión de detonarse en un boom. La Revolución mexicana sigue generando investigaciones, pero ahora su estudio se enfoca en las regiones. Si bien no desplazará a las temáticas y sujetos históricos predominantes, sí introducirá nuevos temas y sujetos que serán estudiados en algunos casos también con nuevas fuentes. De

37 S. González Marín, Heriberto Jara: luchador obrero en la Revolución mexicana 1879- 1917. México, 1983. Tesis, unam, Facultad de Filosofía y Letras. 283 pp. silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 293 todas estas mudanzas, la historia contemporánea se ha visto beneficiada pues ha empezado a ser considerada como un periodo histórico suscep- tible de ser historiado y reconstruido, no solamente a partir de las fuentes tradicionales como son los documentos escritos y las fuentes secunda- rias, sino también a través de la incorporación de otras fuentes como la prensa, la fotografía, el cine y la historia oral que, en algunos casos, han sido objetos de estudio. Entrados los años sesentas podemos observar que el universo temáti- co es dominado por el movimiento revolucionario de 1910. Los temas que encontramos son de carácter, fundamentalmente, político, militar, y sobre el problema religioso de 1926, conocido como la cristiada. El tema agrario ocupa un importante lugar en las preocupaciones de los tesistas; otros temas, como el social, el biográfico, el económico y los jurídicos, como el análisis de los artículos sociales de la Constitución, marcaron el panorama temático de la Revolución y para la siguiente década serían abordados con mayor profusión. En resumen, ésta es la década del recuento de los gran- des revolucionarios de los años armados. A finales de la década de los setentas y hasta el año 2004, en el universo historiográfico se diversificaron las temáticas; hubo una disminución de los temas de historia política, privilegiando otros enfoques históricos, con nuevos sujetos de estudio y fuentes documentales, que requirieron ser abordados desde diferentes planos de temporalidad y espacio geográfico. Una muestra de lo anterior podemos verla primero en estudios sobre la historia de México y con posterioridad sobre América Latina; aunque en este último caso cabe recordar que contamos con un colegio que se dedica a la historia de esta región y, por obvias razones, sus investigaciones no fueron consideradas en el presente estudio. Los planes de estudio de la Licenciatura en Historia en la unam tienen como columna vertebral el análisis de las distintas corrientes historiográficas desde la antigüedad hasta el presente, formación que se ve rescatada en las tesis sobre análisis historiográfico de obras y autores y, recientemente, por periodos históricos y corrientes historiográficas, y en casos excepcionales sobre teoría de la historia. Estos trabajos han sido realizados fundamentalmente por estudiantes de licenciatura. Después de estudiar las tesis producidas en más de medio siglo, podemos concluir que a diferencia de las ciencias sociales, la disciplina histórica realiza pocos análisis coyunturales sobre temas del momento. Esta tendencia parece que está sometida a una revisión por los jóvenes historiadores que se están preocupando más por las inquietudes de su tiempo. Son más sensibles 294 una aproximación a las temáticas de la historiografía a tratar aspectos que están en el debate universitario, como por ejemplo el movimiento del 68, los movimientos estudiantiles, las guerrillas, los movimientos sociales urbanos, rurales y armados, entre otros. La introducción de nuevas corrientes historiográficas y la incorpo- ración de elementos de análisis teórico-metodológicos utilizados en las ciencias sociales han contribuido a que la praxis del oficio sea cada vez más rica y compleja. La historia contemporánea, aunque ha representado un desafío,38 por la cercanía de los acontecimientos, no deja de ser atractiva para los historiadores. La revisión que hemos realizado sobre las tesis de Historia arroja varios datos. Si bien la Revolución mexicana sigue siendo uno de los periodos histó- ricos clásicos de la historiografía mexicana del siglo xx y de estos primeros años del xxi, la historia posrevolucionaria ha empezado a introducirse. Asimismo, la diversificación de las temáticas, objetos y sujetos de estudio, la temporalidad y la espacialidad han sido replanteadas y reconstruidas desde diferentes posiciones teórico-metodológicas. Estos cambios se han ido realizando a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado debido a la introducción de nuevas corrientes historiográficas, fundamentalmente de Francia, Inglaterra, Estados Unidos, y en menor medida de Alemania, Italia y España. No obstante, también la propia comunidad académica mexicana ha desarrollado sus propias escuelas historiográficas con maes- tros como Eduardo Blanquel, Álvaro Matute, Gloria Villegas, Andrea Sán- chez, Eugenia Meyer, Edmundo O’Gorman, entre otros.

Bibliografía

Libros

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38 El problema que el historiador enfrenta al hacer historia contemporánea es la nece- saria distancia histórica que debe tener para reconstruir el pasado inmediato. silvia gonzález marín y lorena pérez hernández 295 Artículos

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Vicisitudes de la historiografía regional en México 1950-2000*

Eduardo N. Mijangos Díaz** Gerardo Sánchez Díaz***

Introducción

Debemos advertir de inicio que el presente trabajo es un resultado parcial de la investigación en la cual nos comprometimos a colaborar en este am- bicioso proyecto internacional de historiografía norteamericana. En este tiempo hemos tratado de diseñar una estrategia que resulte más o menos efectiva para analizar un tema por demás provocador: la historiografía regional en México. El objeto de este avance consiste en una valoración contextual de la denominada “historiografía regional”, ubicando en ello la temporalidad que trata de abarcar el proyecto historiográfico en su conjunto. Por consiguiente, enunciamos lo que a nuestro criterio son las vicisitudes que ha mostrado la historiografía regional, así como los problemas que particularmente enfrenta, es decir, el problema conceptual y el teórico-metodológico. La naturaleza del trabajo y los objetivos del mismo nos plantean la posibilidad de exponer un tema cuyo tratamiento historiográfico se encuentra disperso en distintas publicaciones, princi- palmente artículos y ensayos en revistas académicas y obras colectivas, producto de reuniones o coloquios en donde la historiografía regional ha sido objeto de debate. Ante esta situación, en la bibliografía —al final del presente texto— hemos considerado dos apartados, uno señalando esta clase de publicaciones, orientadas al análisis y la discusión del ejercicio de la historiografía regional y otro, citando un grupo de estudios repre- sentativos de historia regional a nuestro juicio de este enfoque académico,

* Por criterios de espacio, citamos en forma abreviada, remitiendo al lector a la bi- bliografía anexa al final del trabajo.L as obras que se enuncian complementarias o que se refieren a asuntos aledaños a ciertos comentarios no centrales del ámbito de la historio- grafía regional sí aparecerán citados a pie de página de manera convencional. ** Instituto de Investigaciones Históricas, unam. *** Universidad Michoacana.

305 306 vicisitudes de la historiografía regional en méxico o bien, de textos de historia regional que aún sin reconocerse como tales aportan elementos para su discusión. Estamos conscientes de que cual- quier criterio que asumamos es vulnerable en virtud de su análisis. Parece difícil identificar ciertos elementos de unidad, a la vez que mencionar con justicia los planteamientos de numerosos “regionalistas” abocados en su práctica. La historiografía regional observa un pleno desenvolvi- miento y ciertos “problemas” en su desarrollo ameritan un tratamiento, en todo caso, diferente y quizás en otro contexto de reflexión (el de su concepto analítico, por ejemplo). Planteamos tan sólo la exposición de vicisitudes y no soluciones o propuestas mediáticas que subsanen su ejercicio historiográfico.

La noche de los tiempos…

La historiografía regional no es tan reciente como parece si valoramos las prácticas y las intencionalidades de su ejercicio. Según esto, una visión “re- gional” de la historia pudo haberse cultivado por antiguos sacerdotes prehispánicos que pretendían identificar los orígenes de determinados pue- blos mesoamericanos a la vez que inferirlos en función de los espacios territoriales que ocupaban; más aún, los cronistas religiosos hispanos en tiempos de la Colonia tuvieron el firme propósito de valorar las culturas locales a partir de sus propios entornos geográficos, asumiendo una conciencia histórica “provincial”. Según esto, con distintos nombres y con- notaciones, las nociones de lo “regional” eran parte de la memoria colec- tiva de las antiguas culturas americanas. Así pues, como diría el profesor Álvaro Matute “...la historiografía regional se pierde en la noche de los tiempos”.1 Debemos ponderar ciertos elementos. Por supuesto que en ese entonces las unidades territoriales aún no estaban definidas y la integración de la “nación” moderna fue más bien un proceso decimonónico. Había, sin em- bargo, una percepción de los espacios y un conocimiento científico en de- sarrollo que paulatinamente contribuyó a diferenciar los territorios en planos geográficos producto de su propio interés de exploración. Por ejemplo, los estudios del Barón Alexander Von Humboldt fueron un refe- rente obligado para el análisis de áreas geográficas determinadas que a su

1 Álvaro Matute, 1995, pp. 50-53; Gisela Von Wobeser, “Presentación”, en Pablo Serrano Álvarez, 1998, pp. 13-15. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 307 vez formaban parte de unidades más amplias. Esta clase de estudios cien- tíficos motivaron también, de cierta manera, el interés de gobiernos lo- cales en identificar sus propios rasgos histórico-sociales, a la vez que sus unidades administrativas y jurisdiccionales propias.2 La Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, fundada por el presidente Valentín Gómez Farías en 1833, contribuyó a fomentar in- vestigaciones de carácter científico sobre el territorio nacional, consti- tuyéndose en una especie de institución precursora de la historiografía regional mexicana.3 No obstante, la situación nacional a lo largo del siglo xix ameritaba en todo caso una historiografía, que lejos de des- tacar particularidades, reafirmara la identidad nacional y los esfuerzos de consolidación del Estado mexicano. Visto así, las visiones de nuestro pasado enfatizaron los procesos de integración y a ello contribuyó una perspectiva política que percibía en las expresiones regionales posibles síntomas de separatismo. En efecto, la centralización del poder político se identificó como un proceso necesario para la integración nacional, es decir, el discurso político nacionalista de los intelectuales liberales identificaba un enfrentamiento con los “nocivos impulsos” de grupos separatistas en las regiones que pre- tendían reclamar ciertos márgenes de autonomía y representación. Estos impulsos regionales se valoraron como intentos aislados y larvarios que sólo contribuían a debilitar a la república federal y a postrarla en luchas orgánicas con sentido anárquico. Era, a fin de cuentas, el gran problema de la “modernidad”, el del fortalecimiento de los estados nacionales a expensas de los intereses y de los grupos locales-regionales. Los estudios histórico-geográficos de fines del siglo xix y principios del xx reafirmaban la integración social, económica y política de México. Destacaban las virtudes de los gobernantes estatales en función de un proyecto de desarrollo nacional. Había, sin embargo, una deficiencia explicativa en esa clase de historiografía, circunstancia que Sergio Or- tega Noriega, atribuye al desconocimiento “de la realidad regional de

2 Ejemplo de ello es el estudio de Juan José Martínez de Lejarza, Análisis Estadístico de la Provincia de Michoacán en 1822, estudio realizado por encargo del propio Congreso del estado de Michoacán. 3 Matute, 1995, p. 52. Después de 1853, la Secretaría de Fomento inició varios proyec- tos científicos para el conocimiento del país, entre ellos los trabajos de Orozco y Berra en 1861, los cuales concluyeron en 1866 con la publicación de la Carta Etnográfica de la República Mexicana. Al respecto véase la compilación documental de Héctor Mendoza Vargas, Lecturas geográficas mexicanas, México, unam, 1999, p. 168. 308 vicisitudes de la historiografía regional en méxico

México en un periodo en el que lo regional ocupa(ba) el primer plano”.4 No obstante, en esa aparente imagen de correspondencia de las historias estatales con la historia nacional ya se valoraban los rasgos particulares de las entidades y se reconocían aspectos como la marginalidad de los te- rritorios integrantes de la federación, si bien como un obstáculo a la uni- dad y al desarrollo del país.5 El espejismo del desarrollo porfiriano, roto por los sucesos de laR evo- lución mexicana exteriorizó la compleja heterogeneidad social y cultural del país. “La Revolución” en su connotación singular no era más que un referente de un imaginario colectivo que concebía el suceso, después de todo, en forma plural. Como señala Thomas Benjamin D“ urante la tumultuosa década de 1910-1920 la Revolución no se concebía aún, de manera universal, como un proceso amplio de reivindicación”, por ello la percepción “regional” del suceso revolucionario fue apreciado durante el desarrollo del mismo proceso. Estas interpretaciones surgían de la pluma de literatos, tinterillos, profesores y periodistas locales —historiadores por afición— que dieron importantes testimonios de los escenarios locales y los matices del movimiento en las regiones.6 A medida que se dio un proceso de fortalecimiento del Estado mexi- cano posrevolucionario se fue afianzando una imagen idílica de L“ a Revolución”. Los esfuerzos oficiales no parecían tener otros propósitos que los de enfatizar la unidad nacional después de un acontecimiento revolucionario que, no obstante que a todas luces había sido “regional”, debía entenderse como fruto del desarrollo sociopolítico del país en su conjunto. En ese sentido, los escenarios regionales se valoraron como

4 Sergio Ortega Noriega, Hacia la regionalización de la historia de México, 1980, pp. 10-11. 5 Ejemplo de ello fue el proyecto de la Secretaría de Fomento publicando los veinte volúmenes de la Geografía y Estadística de la República Mexicana (1889-1895) de Alfonso Luis Velazco. Además, entre otros, Manuel Rivera Cambas, México pintoresco, artístico y documental, México, 1880-1883; Lázaro Pavía, Los estados y sus gobernadores. Ligeros apuntes históricos, biográficos y estadísticos, México, 1890; R. Zamacona, Reseña histórica, estadística y comercial de México y su estados, México, 1892. 6 Thomas Benjamin, L“ a revolución es regionalizada. Los diversos Méxicos en la his- toriografía revolucionaria”, 1996, pp. 427-471. Benjamin considera que el desayuno de las tropas zapatistas en el Jockey Club de la ciudad de México, en 1914, pone de relieve “un aspecto significativo del regionalismo de laR evolución: la conquista del centro por la provincia” (p. 427). Ese y otros simbolismos exponen no sólo el “despertar” de la provincia y las regiones al México del siglo xx, sino la conflictiva relación del “centro” (la ciudad de México) y la provincia marginada. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 309 expresiones de un suceso amplio de carácter nacional que dio como re- sultado un México moderno y democrático. En la historia, la literatura y las artes destacaron el espíritu nacional con una nueva voluntad para entrever la reconciliación del país consigo mismo.7 De nueva cuenta, la unidad política sentó las bases de una historiografía legitimadora que tuvo eco en la intelectualidad mexicana. Las figuras de Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Emiliano Zapata, Álvaro Obregón y Francisco Villa se convirtieron en referentes de un movimiento en el que, a pesar de sus irreconciliables diferencias por el liderazgo, “convergían” después de to- do en sus principios ideológicos. En lo sucesivo sus nombres se fraguaron en efigies monumentales e impactaron en la nomenclatura urbana de todo el país, reforzando el imaginario popular de la Revolución mexicana.8 Sin embargo, durante las décadas de la posrevolución hubo múltiples estudios producidos por cronistas y aficionados donde se narraban hechos de armas específicos, autobiografías y panegíricos de militares y revo- lucionarios e incluso monografías locales que referían acontecimientos particulares en el tiempo. A su vez, monografías estatales y estudios de geografía y economía ya se divulgaban en forma limitada, patrocinados por los gobiernos estatales y ocasionalmente por editoriales locales. Se- gún Thomas Benjamin, “entre los treintas y los sesentas la mayoría de los historiadores de la provincia en México fueron por lo general periodistas provincianos”, historiadores de afición cuyas obras —para él— resultan de “relativa insignificancia” académica.9 Benjamin descubrió que estos trabajos casi artesanales, a menudo espontáneos y carentes de rigor aca- démico, no plantearon teorías ni metodologías precisas; sin embargo, y a pesar de su opinión, este conjunto de obras autodidactas, además de su importancia testimonial significaron un fiel reflejo de voluntad para

7 Al respecto, Enrique Florescano, La Revolución mexicana bajo la mira del revisio- nismo histórico, 1991, pp. 69-152. Según Florescano, a partir de Obregón, los gobiernos nacionales promovieron un discurso de separación irreductible entre el porfiriato y la Revolución y “borraron” las diferencias entre los principales líderes revolucionarios, en un proceso mitificador que convirtió el pasado en un fundamento político de los gobiernos en el poder, pp. 132-133. 8 “El monumento a la Revolución fue construido, ante todo, para sanar las heridas de la memoria que dividía a los revolucionarios y retrasaba y debilitaba el desarrollo de un nuevo orden político institucional”, Benjamin, “La revolución es regionalizada. Los diversos Méxicos en la historiografía revolucionaria”, 1996, p. 138; “El monumento: sobre las ruinas del Antiguo Régimen”, 2003, pp. 159-184. 9 Benjamin, La revolución es regionalizada. Los diversos Méxicos en la historiografía revolucionaria, p. 441. 310 vicisitudes de la historiografía regional en méxico inscribir nuevos actores sociales, localidades y regiones en el devenir de los acontecimientos históricos.10 No parece haber sido otro el interés de mu- chos escritores “provincianos” que dedicarse a reconstruir —a partir de sus experiencias— los escenarios y destacar a los protagonistas de un complejo fenómeno que, por sus dimensiones y temporalidad, escapaba a su cabal entendimiento. Lejos, por supuesto, de un sustento teórico metodológico, las obras de estos pioneros escritores posrevolucionarios —con más vocación que ciencia, diría el profesor Muriá— representaron un eslabón, un puente de transición hacia otra generación de intelec- tuales e historiadores quizá más comprometidos con el ejercicio de una profesión historiográfica. Roberth Potash advertía, en la década de los años treintas, un inédito interés en lo “regional”. Si bien, la historia política resultaba predominante en la historiografía posrevolucionaria, nuevos temas, para él, parecían abrirse paso. Alentados por la celebración del Congreso Mexicano de Historia, realizado cada dos años a partir de 1933 en distintas capitales de provincia, se fomentó el contacto entre historiadores y “un sano interés por la historia regional”.11 Como quiera, la fundación de El Colegio de México en 1940 y el fortale- cimiento académico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) y la Escuela Nacional de Antro- pología e Historia, propiciaron un nuevo ritmo de investigación histórica que representó una etapa de institucionalización de los estudios históricos en México.12 Firmemente auspiciado por estas instituciones provino un

10 Esta ubicación no es propiamente una clasificación con base en generaciones, tal como lo plantean Alan Knight y Enrique Florescano, más bien es un grupo difuso de historiadores de afición que desde diversos estados y con diferentes intencionalidades, y con obras testimoniales casi siempre, contribuyeron notablemente a reconstruir los nuevos escenarios y los nuevos actores de la Revolución mexicana. Cf. Benjamin, op. cit., p. 446. 11 Según Roberth Potash, “El afán de registrar las fases locales de la Revolución pudo… desembocar en un interés más vasto por la historia regional”. 12 En 1939 se estableció el Instituto Nacional de Antropología e Historia y en 1944 el Instituto de Investigaciones Históricas de la unam. Esas circunstancias favorecieron la investigación histórica. Josefina Zoraida Vázquez, L“ a historiografía mexicana en las décadas recientes”, 1995, pp. 3-6. La difusión de las investigaciones históricas era suma- mente limitada; no obstante, desde 1930 se editaba el boletín del Archivo General de la Nación; desde 1937 los anales del Instituto de Investigaciones Estéticas; desde 1942 las memorias de la Academia Mexicana de Historia, y a partir de 1951 Historia mexicana, de El Colegio de México. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 311 nuevo ímpetu de la historia de México. No sólo a través de una postura crítica del pasado, sino del desarrollo de nuevas investigaciones que con una firme perspectiva académica fueron sentando las bases de un nuevo pasado mexicano. Jóvenes historiadores mexicanos contribuyeron a ge- nerar nuevas interpretaciones del pasado de México que aun sin romper del todo con discursos hegemónicos, sí conformaban las bases de una nueva visión del México contemporáneo. Varios elementos confluyeron en ese entonces para favorecer una reorientación de los estudios históricos y sociales: la influencia intelectual de los exiliados españoles; el aspecto de la especialización de los estudios históricos, con nuevas perspectivas teóricas y metodológicas de investigación; y, además, el fortalecimien- to de vínculos entre historiadores mexicanos y extranjeros, dentro y fuera del país, a través de publicaciones, intercambios y foros académicos de discusión.13 En la década de los años cincuentas y sesentas, el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (inehrm), creado en 1953, divulgó una serie de trabajos que buscaban destacar el proceso de la Revolución mexicana en y desde los estados. Varias monografías fueron publicadas en un intento por valorar cómo se había producido en los diferentes estados un acontecimiento todavía “nacional”. En buena medida, los estudios históricos patrocinados por el inehrm dieron cuenta de los estados como partícipes innegables de la obra reconstructora de la Revolución mexicana, es decir, como partes elementales de un todo, de un fenómeno de carácter nacional. Paradójicamente, en el interior de los programas institucionales y del discurso de las historias nacionales empezaba a germinar una nueva concepción de la historia de México. No era para menos, si los procesos de Independencia y Revolución mexicana no habían sido “nacionales”, ¿dónde podrían encontrarse sus orígenes, sus vicisitudes internas, sus con- dicionantes? Al mismo tiempo, los protagonistas de tales acontecimientos ¿de dónde salieron?, ¿en qué clase de escenarios se desenvolvieron?

13 Cabe mencionar, además de la publicación de Historia Mexicana, de varias revistas académicas que patrocinaron instituciones como el mismo Colegio de México y la unam. Asimismo, es de destacarse la pléyade de personalidades académicas que figuraban en la intelectualidad de aquel entonces, entre ellos destacados escritores e historiadores como José Gaos, Juan Ortega y Medina, Salvador Azuela, Arturo Arnaiz y Freg, Rafael Altamira, Justino Fernández, Wigberto Jiménez Moreno, Ramón Iglesia, Jesús Silva Herzog, Silvio Zavala, Daniel Cosío Villegas, Leopoldo Zea, Edmundo O’Gorman, etcétera. Potash, “Historiografía del México independiente”, 1961, pp. 377 y ss. 312 vicisitudes de la historiografía regional en méxico

En 1952, el notable intelectual Wigberto Jiménez Moreno parecía profetizar el futuro de la historiografía regional mexicana:

Si se me pregunta ahora cuáles serán las tendencias que seguirán en los estudios antropológicos e históricos, esquivaré, tanto como pueda, el disfraz de zahorí. Mas suponiendo que en el porvenir habrá de hacerse al menos una parte de lo que debiera hacerse, espero que se dará mayor énfasis a la historia regional, como corresponde a un México múltiple. Y la antropología y la historia no olvidarán que es México mosaico y museo (heterogeneidad de elementos componentes, grados diversos de evolución cultural). Nuevos estudios comprobarán el peculiar carácter mestizo de nuestra cultura —aceptando, a la vez, lo indígena con lo hispánico— afian- zando el concepto de una patria y una herencia cultural indivisibles.14 Había pues un denodado y a la vez inédito interés por la nueva “historia regional” aun cuando, desde entonces, el término permaneciera en la am- bigüedad. Para entonces se habían realizado diversos estudios de investiga- dores extranjeros interesados en procesos históricos provinciales en tanto que, además, se desarrollaban una serie de reuniones y foros académicos en los que se enfatizaba ya la necesidad de perspectivas históricas alter- nativas a la historia nacional, es decir, los “otros Méxicos”.15 De esta forma sobrevinieron congresos de historia mexicana, reuniones de historiadores mexicanos y norteamericanos y, a partir de 1956, el Primer Congreso de Historia Regional, celebrado en Mexicali, Baja California Norte. Fue ésta una etapa, según Benjamin, de consolidación de la “historia provincial”.

La coyuntura de 1968

La coyuntura histórica de los sesentas se identifica no sólo con la apari- ción de nuevas investigaciones que desmitificaban la historia nacional

14 Sin embargo, Jiménez Moreno iba más allá, proponía una visión integral del pasado: “hay que incar el análisis sobre las ideas y los sentimientos, que son, junto con las primeras necesidades, los verdaderos motores de los hechos. Esto, unido a un examen más certero de los factores económicos y sociales, desplaza el centro de gravedad de nuestros estudios, trayéndolos de la historia política hacia la historia cultural, y de la mera narración de los sucesos, a la interpretación de lo que significan”. Jiménez Moreno, “50 años de historia mexicana”, 1952, pp. 454-455. 15 Según Eric Van Young, “el desarrollo moderno de la historia regional de México” puede situarse en la década de los cuarentas con los estudios de Woodrow Borah, Silk Raising in Colonial Mexico, 1943; Robert C. West, The Mining Community of Northern New Spain, 1949; y años más adelante Charles Gibson, The Aztecs Under Spanish Rule, 1964; Van Young, La ciudad y el campo en el México del siglo XVIII. La economía rural de la región de Guadalajara, 1675-1820…, p. 17. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 313 sino también con la eclosión de un nuevo público de lectores más sen- sible, académico y crítico. Los trágicos acontecimientos nacionales del mes de octubre de 1968 fueron el colofón de una serie de sucesos in- ternacionales como la Revolución cubana y la Guerra de Vietnam que, sumados a una serie de transformaciones en el ámbito social —las artes, la moda, el conocimiento científico, la filosofía, etcétera— habían for- mado un potencial ánimo de conocimiento, de sensibilidad rebelde del discurso oficial, empeñado en valorar los elementos de integración y de homogeneidad.16 En cierta forma, el pesimismo sobre el presente, la vorágine de conflic- tos bélicos, la impugnación a la Guerra fría y a la confrontación cultural, fueron referentes que incidieron en una especie de búsqueda de identidad en el pasado. El año de 1968 fue, pues, una especie de “revolución” en di- ferentes ámbitos de la sociedad y cultura occidental. En México, por ende, los efectos coincidieron además con un cambio generacional que pronto mostró su visión crítica del sistema político y de su discurso político le- gitimador. En esa circunstancia, las críticas al desarrollo estabilizador de la economía mexicana identificaban los desequilibrios regionales como una inacabada realidad que mostraba los límites del proyecto nacional. A la postre, una nueva literatura evidencia ya la aparición de “una vigorosa historiografía regional”.17 Hacia fines de la década y precisamente en esa coyuntura, aparecie- ron publicadas varias obras que para la historiografía regional fueron fundamentales, entre ellas: Zapata y la Revolución mexicana, del escritor

16 En 1954, en Estados Unidos, se fundó la Regional Science Association, misma que hacia 1967 contaba con 2 600 miembros internacionales, de los cuales más de 1 500 eran norteamericanos. La asociación difundía sus estudios a través de conferencias y trabajos que se publicaban en la serie Papers and Proceedings y además colaboraban en la distribución de la revista técnica Journal of Regional Science. Sin embargo, los estudios raramente asumían las características de un enfoque histórico pero eran evidencia del nuevo interés académico por lo “regional”. 17 En torno a los “desequilibrios regionales”, Paul W. Drake, 1970; David Barkin, 1972; sobre el vigor de la historiografía regional, Pedro Salmerón Sanguinés y Pablo Serrano Álvarez, 2003, pp. 185-200; por su parte, dice Benjamin: “...los académicos buscaron el origen de indeseable presente, y lo encontraron en los fracasos de la Revolución mexicana. Así como los primeros historiadores hallaron evidencia local, regional y provincial para explicar el incuestionable éxito de la Revolución, la nueva ola de académicos descubrió en la provincia las razones de sus fracasos, contradicciones y decepcionantes consecuencias”, Benjamin, “La revolución es regionalizada. Los diversos Méxicos en la historiografía revolucionaria”, p. 444. 314 vicisitudes de la historiografía regional en méxico norteamericano John Womack Jr., y Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia, del historiador michoacano Luis González y González. Dos estudios que sin proponérselo abiertamente significaron el impulso académico definitivo para la historiografía regional en México.18 Womack, en su obra sobre Emiliano Zapata reconstruyó el escenario regional donde el ejército del sur y su caudillo se levantaron en armas en 1911, dotando de un nuevo significado a los estudios históricos posteriores sobre la Revolución mexicana. Un proceso revolucionario que lejos del discurso legitimador oficial mostraba ahora, evidentemente, múltiples expresiones regionales que ameritaban rescatarse. Por su parte, sin el afán de buscar en ese momento una nueva manera de valorar los procesos históricos, Luis González asumió su estudio de Pueblo en vilo como una deuda consigo mismo, con sus orígenes. Reacio al academicismo de su entorno, con un lenguaje propio y sobre todo con una intencionalidad diferente, González pudo entrever el contrastante significado social de los acontecimientos históricos nacionales. En una nueva forma de trabajo, que después caracterizó como microhistórica, la visión del pasado tenía matices que no correspondían con las apreciacio- nes generales —nacionales— validando entonces una nueva perspectiva de estudio que antes que nada reafirmaba los “minúsculos” escenarios locales pueblerinos como sujetos de una dinámica y un pasado histórico propios, preñados de matices cotidianos, tradicionales, identificados por eso mismo con la “matria”, la querencia del idílico terruño comunitario.19 Así las cosas, ni González ni Womack propusieron literalmente una nueva concepción: la historia regional. Sin embargo, el valor de las obras radica fundamentalmente en eso, en que lejos de proponer abiertamen- te una nueva perspectiva historiográfica constituyeron el eslabón que

18 John Womack Jr. 1969; Luis González y González, 1968. A diferencia de Womack, la prolífica obra de donL uis González demuestra un reiterado interés en validar la “mi- crohistoria” como una nueva forma de analizar y comprender la historia. Una propuesta que en contra de la historia patria o nacional, valorara más la matria, es decir, el terruño, la localidad, el escenario microespacial donde adquieren expresión —a menudo contras- tante— los acontecimientos más amplios y generales. González, 1973 y 1982. Beatriz Rojas señala las influencias de la historia local francesa, en particular la obra de PaulL euilliot. Rojas, 1998, pp. 315-318. 19 Las valoraciones acerca de la obra y su impacto en el medio académico, véanse los trabajos que reúne Álvaro Ochoa Serrano, 1994. En absoluto, la microhistoria de González se asemeja a la llamada microhistoria italiana que años más tarde trascendería con el impulso de Carlo Ginzburg y Giovanni Levi. Al respecto, Ginzburg, 2003; Darío G. Barriera, 2002; Justo Serna y Anaclet Pons, 2000. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 315 demostró el nuevo escenario de posibilidades para ver y comprender el pasado reciente de México. Ambos revelaron los agotamientos de un discurso hegemónico y discursivo. Era necesario entonces una nueva re- visión del pasado en el que, utilizando los recursos teórico-metodológicos cada vez más exhaustivos en las ciencias sociales, se colocara a revisión la acartonada historia de los sucesos nacionales, se desmitificaran los acon- tecimientos, se rescataran nuevos actores y, principalmente, nuevos escenarios. Las alusiones consecuentes a una revaloración de los aconte- cimientos revolucionarios implicaba pues la referencia hacia los contor- nos y escenarios regionales. La historia regional para entonces ya era objeto y sujeto de la investigación histórica.20

Crecimiento: revisionismo y regionalismo

El nuevo ímpetu historiográfico caracterizado por una nueva lectura de la historia moderna de México se afianzó, en efecto, a partir de una nueva generación de académicos de los que González y Womack eran sólo una muestra.21 Pero si bien los años sesentas fueron un periodo de gestación, los setentas fueron un periodo de crecimiento. En buena me- dida las tendencias nacionales favorecieron programas institucionales de descentralización. Las universidades de provincia afianzaron estudios pro- fesionales en historia, filosofía y letras, incrementando el interés en las humanidades. El Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah), a partir de 1972, fundó los primeros “centros regionales” que con ese carác- ter empezaron a favorecer estudios históricos, antropológicos y arqueo- lógicos sobre el pasado de México. También es de destacarse el firme proyecto académico de Luis Gon- zález, apoyado por el gobierno del estado de Michoacán, para fundar en 1979 El Colegio de Michoacán, en la población de Zamora, un lugar que antes que nada era articulador de un espacio regional. Tres años antes, en 1976, el gobierno del estado de Michoacán fundó el Centro de Estudios

20 Varios ensayos historiográficos abordaban el aspecto regionalista de la historia contemporánea de México. Además de Potash, Harry Berstein, 1944; Drake, 1970. 21 Por supuesto que no fueron trabajos aislados, por ejemplo, según Javier Rico More- no, entre 1965 y 1970 se presentaron al menos 75 tesis doctorales sobre historia de México en las universidades de Estados Unidos, de las cuales la mitad al menos abordaban el proceso de la Revolución mexicana. Rico Moreno, Pasado y futuro en la historiografía de la Revolución mexicana, 2000, p. 16. 316 vicisitudes de la historiografía regional en méxico

Históricos de la Revolución Mexicana “Lázaro Cárdenas” en Jiquilpan, localidad cercana a Zamora, en el noroeste del estado. Ambas instituciones pronto iniciaron la celebración de coloquios y jornadas (característicos, hasta hoy día, por su impulso académico a la historia regional), a la vez que impulsaron la realización de proyectos de investigación regionales en el ámbito de las ciencias sociales. Para entonces, varios historiadores apo- yados por distintas agrupaciones estatales habían fundado la Asociación Mexicana de Estudios de Historia Regional A.C. (amehrac), misma que empezó a realizar anualmente congresos de carácter regional para impul- sar el interés y el desarrollo de los estudios regionales en México.22 Las investigaciones históricas que hacia fines de los setentas se publica- ron, con una clara intención académica, tuvieron un especial interés en la Revolución mexicana. Como bien lo señalan Martínez Assad y Romana Falcón, las investigaciones sobre la Revolución mexicana fueron las que dieron la pauta para una nueva perspectiva regional de los movimientos sociales y los procesos históricos nacionales. Además de Luis González y John Womack, otros historiadores como James D. Cockcroft, Jean Meyer, más adelante Héctor Aguilar Camín, Romana Falcón y el propio Martí- nez Assad, contribuyeron al impulso de los estudios regionales a partir de un nuevo ímpetu historiográfico expresado a partir de una lógica de indagación, en otras palabras, la comprensión de los movimientos sociales y los liderazgos revolucionarios y posrevolucionarios —analizados por estos historiadores— requirieron ceñirse a escenarios específicos.F ue un esfuerzo a veces espontáneo de interés profesional que no obstante dio por resultado el reconocimiento del, ahora sí considerado, enfoque re- gional de la historia.23 De acuerdo con varios autores, el ímpetu revisionista de la historio- grafía mexicana tuvo su origen en los trabajos académicos de fines de los sesentas, pero con un firme y definitivo impulso a partir de la siguiente década. La intención entonces consistía en “revisar las hipótesis más socorridas sobre la historia contemporánea de México”.24 Esa especie de corriente revisionista trató de asumir una postura crítica en torno a las

22 Agustín Jacinto Z., “El amehrac y la historia regional”, 1980, pp. 141-145. 23 Véanse al respecto el texto de David Bailey, “Revisionism and the Recent Histori- ography of the ”, 1978, pp. 62-79; y de Barry Carr, “Recent Regional Studies of the Mexican Revolution”, 1980, pp. 3-14. 24 En torno a ese revisionismo histórico, principalmente aludido a la historiografía de la Revolución mexicana véase Knight, 1986 y 1989; Florescano, 1991: “La Revolución mexicana bajo la mira del revisionismo histórico”, pp. 69-152. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 317 perspectivas generales y sintéticas de la Revolución mexicana, demos- trando la gran complejidad de los escenarios y las vicisitudes locales del movimiento armado. En lo sucesivo, los estudios históricos no podían desdeñar las particularidades de los movimientos sociales y políticos acontecidos en la historia reciente de México. La Revolución perdió su carácter unitario y hegemónico, “de aquel movimiento unívoco y com- prensible, los revisionistas fueron extrayendo otro, múltiple y complejo, fragmentado casi hasta la inasibilidad”.25

La consolidación de los estudios regionales

Así pues, las investigaciones que se orientaron en este sentido contribu- yeron a afianzar lo que en lo sucesivo se denominó perspectiva regional, enfoque regional o, en todo caso, aplicado al ejercicio de la disciplina, historia regional. Una práctica historiográfica que a partir de 1979 ad- quirió un matiz importante en la investigación y, ejemplo de ello, fueron los estudios publicados por Carlos Martínez Assad sobre el Tabasco ga- rridista, los trabajos de Romana Falcón sobre el tejedismo en Veracruz y de Héctor Aguilar Camín sobre los caudillos sonorenses; paulatinamente, otros líderes y políticos revolucionarios como Pancho Villa (Friedrich Katz), Saturnino Cedillo (Dudley Ankerson), Lázaro Cárdenas (Luis Gon- zález), los Figueroa (Ian Jacobs), entre otros, fueron analizados en sus pro- pios escenarios locales y regionales en donde fortalecieron sus cotos de poder. Ni que decir de movimientos armados, agraristas y cristeros que tuvieron una expresión regional y que, por lo mismo, requerían inves- tigarse a partir de esos mismos entornos. Así pues, liderazgos políticos, rebeliones locales y movimientos sociales urbanos, rurales, etcétera,26 se convirtieron en nuevos objetos de la investigación histórica, dando por

25 Salmerón Sanguinés y Serrano Álvarez, op. cit., p. 188. 26 Sobre la incidencia de los movimientos sociales, Laura Patricia Romero, 1991; véase además el excelente texto de Romana Falcón, 1990, pp. 61-89. Sobre los precoces hallazgos a partir de los movimientos regionales, dice Carlos Martínez Assad, “poco a poco fui descubriendo (que) tenían su propia dinámica y sus leyes internas. Se trataba de verdaderos procesos sociales con sus fuerzas políticas que, en general, tenían un per- sonaje clave en la relación de los hechos, con bases de apoyo específicas, objetivos cla- ramente establecidos, adversarios definidos y manifiestas realizaciones en sus ámbitos específicos”. MartínezA ssad, Los sentimientos de la región. Del viejo centralismo a la nueva pluralidad, 2001, p. 19. 318 vicisitudes de la historiografía regional en méxico resultado una heterogeneidad de procesos que mostraban un México diverso y complejo y, quizás por eso mismo, chocante a las perspectivas académicas que veían en la “provincia” la limitación de ciertos plantea- mientos de la historia mexicana. Como subraya Carlos Martínez Assad, “Cada región tiene su propia historia, su propia guerra y su propia revolución, sus personajes particu- lares, sus movimientos; en ellos encuentra su identidad que permite afianzar la identidad nacional, pero como algo propio que no es impues- to”. En ese sentido, los estudios regionales contribuyeron en definitiva a desmitificar y cuestionar las perspectivas generales o sintéticas de laR e- volución mexicana y ese impulso rápidamente se extendió a otras etapas de la historia contemporánea de México.27 Al mismo tiempo, el ímpetu regional estuvo ligado a otros factores tales como la fundación de escuelas universitarias de historia, colegios, centros e institutos de investigación en diversos estados de la república, el rescate de repositorios documentales públicos y privados, nuevos pro- gramas de desarrollo y financiamiento para estudios sociales, y a su vez una creciente profesionalización y especialización de los historiadores, interesados ahora en nuevos enfoques interdisciplinarios y planteamien- tos analíticos cuyos resultados fueron palpables a lo largo de los siguientes años.28 La difusión de estas nuevas investigaciones tuvo un rápido efecto al divulgarse en nuevas revistas académicas como Relaciones (1980) de El Colegio de Michoacán; Historias (1982) del inah; Encuentro (1983) de El Colegio de Jalisco; Secuencia (1985) del Instituto Mora; además de Me- xican Studies/Estudios mexicanos (1985); y Siglo XIX (1986), entre otras. De acuerdo con Javier Garciadiego, en estos años se percibe un “triunfo” del revisionismo historiográfico: “irrumpen las historias económico y social; aparece el interés por lo regional, pero con un enfoque riguroso, sin caer en parroquianismos, incluso con pretensiones comparativas; crece

27 Algunos de los trabajos que enfatizaron la presencia de caudillajes regionales en David Brading, 1985. En una valoración historiográfica el balance de Florescano, 1991; para el caso del porfiriato véanse Benjamin yO casio-Meléndez, 1984; Benjamin y Mac- Nellie, 1984. 28 Serrano Álvarez “La historiografía regional de México, balance, situación y perspec- tivas. A manera de introducción”, 1998, pp. 17-26. Rico Moreno percibe al menos cinco elementos comunes en la nueva historiografía: la influencia de las obras de González, Womack, Cockroft y Gilly; el diálogo interdisciplinario de la historia; el cambio en los supuestos interpretativos (diversidad de actores sociales); el impacto del movimiento estudiantil de 1968; y la profesionalización del trabajo del historiador. Rico Moreno, Pasado y futuro en la historiografía de la Revolución mexicana, 2000, pp. 20-21. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 319 el interés por la historia moderna, y hasta por los tiempos presentes; se propone la comunión entre historia y antropología”.29 Fruto de esta clase de intereses académicos, a principios de los noventas se conformó la So- ciedad Nacional de Estudios Regionales A.C. a instancias de regionalistas como Carlos Martínez Assad y Pablo Serrano Álvarez, cuyo proyecto dio forma a una revista especializada en estudios regionales: Eslabones, de edición semestral. El contexto parecía idóneo:

Desde hace ya varios años un nuevo enfoque ha influido en los estudios sociales en México: La cuestión regional aparece como algo vivo y abun- dante que ha transformado las ideas que teníamos sobre el pasado y el presente del país. Ahora, después de los numerosos estudios de mexicanos y extranjeros, tenemos un conocimiento más profundo de México… Aho- ra podemos afirmar que las investigaciones en los escenarios regionales nos han permitido conocer la variedad y complejidad de este país, en un camino que aún tiene un amplio trecho por recorrer.30

En efecto, hubo un periodo de verdadero auge, tanto así que en tér- minos de la práctica historiográfica y de la difusión editorial se le de- nominó el boom de la historia regional. Esta situación tuvo y tiene, por supuesto, ciertos elementos a considerar. De inicio hubo una coyuntura política institucional. No es que el discurso oficial, el que fomentaba el partido político en el poder, hubiera modificado su concepción, esto es, que el gobierno renegara de sus orígenes revolucionarios que le daban sustento. Hubo, sin embargo, un relativo debilitamiento del manejo del discurso histórico en ese sentido. Las alusiones al movimiento revolu- cionario empezaron a disminuir en las ceremonias oficiales y los informes de gobierno. Las referencias tuvieron ahora una orientación más bien caudillesca, orientada a resaltar las virtudes y los principios de los líderes revolucionarios y las menciones a una “gran revolución” armada que movilizó a todo el país empezaron a ser menos frecuentes;31 ¿arribo de

29 Javier Garciadiego Dantán, “Revistas revisitadas: ventana a la historiografía mexica- na del siglo xx”, 2001, p. 228. “La gran complejidad que cobró la historiografía mexicana —señalaba Vázquez— durante la década de los ochentas, gracias a la aportación de las viejas y de las nuevas instituciones fundadas tanto en la provincia como en la capital, le ha permitido incursionar en tantos frentes que es difícil hacer un balance”, Vázquez, “La historiografía mexicana en las décadas recientes”, 1995, p. 6. 30 Martínez Assad, “Presentación”, Eslabones, núm. 1, enero-junio de 1991, p. 4. 31 No pocos ensayos políticos e historiográficos publicados en las principales revistas académicas denotan el agotamiento del “modelo revolucionario” mexicano. Garciadiego 320 vicisitudes de la historiografía regional en méxico una nueva generación de gobernantes, menos comprometidos con el pasado? En todo caso es probable que a partir de 1982, con el gobierno de Miguel de la Madrid, se trataran de recuperar ciertos valores políticos que no necesariamente voltearan al pasado para encontrar sustento; no se trataba de un rompimiento, pero al menos se percibía ya un cambio relativo de visión respecto de los gobiernos anteriores. En el terreno de las reformas políticas cabe destacar el proceso de des- centralización que llevó a cabo el gobierno federal a partir de febrero de 1983 con las reformas al artículo 115 de la Constitución, a través de las cuales se modificaron los niveles de competencia administrativa. Presio- nado por la crisis económica, el gobierno trató de ver en los municipios del país el eslabón a partir del cual se fomentara el desarrollo económico nacional, buscando propiciar las iniciativas locales mediante programas de desarrollo comunitario. El efecto mediático de las reformas trajo impli- caciones en la concepción del poder y el papel que cumplían los espacios locales en un esquema de descentralización más amplio. Esta situación fue sólo un referente más, sin embargo, propició entre otras cosas, una serie de estudios fomentados por los gobiernos estatales, para visualizar posibles áreas de desarrollo económico y detectar los municipios y re- giones de mayor rezago social.32 El papel de la educación resulta fundamental, como en todo proceso de percepción del cambio sociopolítico. Las historias estatales aparecie- ron como materias específicas en los programas de educación media y superior. Ello supuso evidentemente la elaboración y difusión de libros de historia estatal. De ese entonces data también la colección de “historias compartidas” que sobre diversos estados del país promovió el Instituto Mora en la ciudad de México. Asimismo, la realización de numerosos congresos y eventos académicos que tenían un interés particular por lo re- gional (“Jornadas de Historia de Occidente”, “El porfiriato en las regiones”, “la Revolución en las regiones” y los Coloquios de Antropología e Histo- ria regionales, organizados anualmente por El Colegio de Michoacán). En tales eventos se daba cuenta de la investigación histórica de carácter

Dantán, “Revistas revisitadas: ventana a la historiografía mexicana del siglo xx”, 2001, p. 229. 32 Motivado por el interés de esta coyuntura, en octubre de 1984, El Colegio de Mi- choacán realizó el VI Coloquio de Antropología e Historia regionales con el título “El municipio en México”; tres años después se publicaron las memorias del Coloquio, 1987; véanse además, Martínez Assad, Municipios en conflicto, 1985; Martínez Assad y Alicia Ziccardi, Política y gestión municipal en México, 1988. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 321 regional y las nuevas tendencias y concepciones historiográficas.33 Por supuesto que el auge de los estudios regionales no hubiera sido posible sin el afortunado rescate y apertura de archivos públicos y privados que sig- nificaban la materia prima de nuevos historiadores interesados, en pri- mera instancia, en sus mismas localidades y lugares de origen. A la masiva difusión de los estudios de historia regional y a la aper- tura de programas de especialización y posgrado en estudios regionales en varias universidades mexicanas de provincia, se sumó el incremento de publicaciones periódicas, revistas, anuarios y libros colectivos en donde se analizaba no sólo la tendencia historiográfica sino los grandes retos y problemas de la historia regional. A esos programas de difusión y estímulo a la investigación histórica contribuyó el inehrm a través de su programa de becas a proyectos de investigación, proyectos que en un porcentaje significativo eran alusivos a procesos regionales. También habría que agregar el estímulo de los premios nacionales que el propio inehrm (Premio Salvador Azuela) y otras instituciones como el Fomento Cultural Banamex (Premio “Atanasio G. Saravia” de historia regional mexicana) y el inah establecieron a partir de entonces. Asimismo, la profesionalización de los estudios de historia regional en diversos centros de investigación —Departamentos, Institutos y Colegios como áreas es- pecíficas de investigación— mostraba ya en la década de los noventas una clara percepción de los alcances y las perspectivas de la historia regional en México y en América Latina. En este contexto, conceptos disciplinarios como región, territorio y espacio han sido cada vez más del uso historiográfico al considerar pro- cesos históricos de dimensiones específicas, ya sea para referirse a la configuración de los estados modernos, el desarrollo del federalismo y la constitución de estados y provincias en el periodo contemporáneo de la historia de México.34

33 Respecto al congreso nacional “La Revolución en las regiones”, celebrado en 1984, se decía: “En este congreso, la cuestión fundamental que habrá de debatirse, no es otra cosa que el rescate y la incorporación, a nuestra memoria histórica, de las diversas expresiones regionales que adquirió el movimiento social de la Revolución mexicana”, Aldana Rendón, 1986, XI. 34 Las connotaciones varían, por ejemplo, James Lockhart establece para la época colonial tres simples divisiones regionales “provinciales” en su caso: el sur, el centro y el norte, valorando acaso dos elementos, la intensidad de la inmigración europea y la etnicidad característica en cada una de ellas. Ida Altman y Lockhart, 1976; sobre la historia contemporánea de México véanse las siguientes obras colectivas: Inge Buisson, 322 vicisitudes de la historiografía regional en méxico Hacia la necesaria discusión

Al parecer, la confluencia de definiciones en torno a lo regional estuvo presente desde su ejercicio en la investigación histórica. Según esto, nociones de lo “regional” podrían situarse hacia fines del sigloxix en la geografía como una alusión al espacio, sujeto de una valoración de sín- tesis “entre los fenómenos físicos y humanos que da unidad a un deter- minado lugar de la superficie terrestre”.35 Al mismo tiempo, el fenómeno contemporáneo de la formación de los Estados-nación y su tendencia de centralización política había ocasionado “reacciones” de tendencia opues- ta en espacios territoriales, discernibles para entonces en el análisis po- lítico. Posteriormente, la escuela francesa de geografía, encabezada por Vidal de la Blache, tuvo en reconocidos historiadores analistas algunos de sus importantes seguidores, como Fernand Braudel, quienes vinculaban economía y geografía como valores determinantes del análisis estruc- tural; la geohistoria en cuestión proporcionó elementos específicos para caracterizar unidades espaciales y, en consecuencia, “regiones” como ob- jeto de estudios históricos. La influencia de las ciencias sociales, relacionada además con el desa- rrollo de la historia urbana36 y la historia local,37 se vinculó con las prác-

1984; Wil Pansters y Arij Ouweneel, 1989; Pedro Pérez Herrero, 1991; Gilbert M. Joseph y Daniel Nugent, 1994. 35 Daniel Hiernaux y Alicia Lindon, “El concepto de espacio y el análisis regional”, 1993, p. 90. 36 Martínez Assad, Balance y perspectivas de los estudios regionales en México, 1990; Rojas, 1998; algunas menciones sobre la historia urbana y su incidencia temprana en la historia regional Van Young, 1989, p. 18; Calvo, 1992, quien inscribe su obra en la pers- pectiva de la historia urbana regional a partir de un enfoque de historia total. 37 En alusión a la interdisciplinariedad, desde principios de los años setentas algunos historiadores europeos como Pierre Goubert, Robert Douch y Lawrence Stone ya consi- deraban que ésta se abría paso en la investigación histórica, afectando perspectivas de aná- lisis como la Local History. En palabras de Stone, la Local History representaba “el análisis profundo de una localidad, se trate de un poblado o de una provincia” con el objetivo de “esclarecer problemas más amplios con respecto a las transformaciones históricas”. En este sentido, la “Local History” se valoraba más a partir de la monografía histórica en donde se enfatizaba el espacio local como una visión de espejo, es decir, como la mues- tra de los efectos marginales o periféricos de los sucesos históricos más “importantes”. En esta tradición académica, los espacios locales y/o regionales eran sujetos de análisis como unidades mensurables, es decir, campo fértil de estudios geográficos estadísticos, económicos y antropológicos. Stone y Goubert publicaron ensayos sobre la Local History en Daedalus (1971). Citados por Stone, El pasado y el presente, 1986, pp. 42-43; Goubert, sin embargo, tenía una visión crítica y despectiva de la práctica de la historia local/re- eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 323 ticas disciplinarias en Norteamérica, encabezados por los geógrafos, que en 1968 definían la región como “una zona homogénea con unas caracterís- ticas físicas y culturales distintas de las zonas vecinas. Como parte de una nación, una región posee unidad suficiente para tener conciencia de sus costumbres e ideales y tiene, por lo tanto, una identidad propia que la di- ferencia del resto del país”. Visto así, la noción se identificaba más bien con el término “regionalismo” (como expresión de la “conciencia regional”), y provenía de la teoría de la organización: “…para delimitar las regiones fundamentales los científicos sociales han de atender a las realidades so- ciales, tanto demográficas como económicas.L a regionalización es, por tanto, un instrumento para facilitar el análisis, la planificación y la admi- nistración; es un factor común a todos los estudios sobre regionalismo realizados en diversas disciplinas”.38 En la década de los sesentas se registraron palpables intentos de defini- ción por parte de científicos sociales que consideraban el análisis regional como “un nuevo campo interdisciplinar” que tenía por objeto de estudio la dimensión locacional de las actividades humanas en el contexto de su estructura y función institucionales y la importancia de esa dimensión para la comprensión del comportamiento y las formas sociales”. Si bien, se atribuía al análisis regional una importante contribución al conocimiento social, también es pertinente señalar que se le ubicaba de manera más cercana a los profesionales de la economía, la sociología, la antropología, la geografía, y quizás todavía en la ciencia política; el análisis regional aún permanecía relativamente ajeno a los historiadores. Así como criterios similares se asumían en los estudios económicos y administrativos de planificación, éstos parecían agotarse en la práctica historiográfica. Más allá del principio de exclusión —la diferenciación por sí misma no explicaba los elementos propios de una región— las ca- tegorías de análisis parecían insuficientes para explicar las características de los complejos espacios culturales. gional. Van Young, La crisis del orden colonial. Estructura agraria y rebeliones populares de la Nueva España, 1750-1821, 1992, pp. 432-433. 38 En torno al concepto “región”, Rupert B. Vance, en David L. Sills, Dir., International Encyclopedia of Social Science, 1968, pp. 161-164; “el análisis regional recurre ampliamente a modelos matemáticos para estructurar sus teorías y utiliza las teorías y conclusiones de otras ciencias sociales, particularmente de la teoría de la localización”, p. 164. Un ensayo más o menos reciente sobre regionalismo y sus alternativas historiográficas en Estados Unidos, véase Bloch, “La región y sus alternativas en la crítica contemporánea y en las tra- diciones historiográficas estadounidenses”, 1999, pp. 1-2. 324 vicisitudes de la historiografía regional en méxico

En México, el debate consecuente en foros académicos se orientó a los problemas de precisión ¿era la historia regional un ejercicio de historias estatales o de monografías locales?, ¿era la historia regional lo mismo que la microhistoria planteada por Luis González en Pueblo en vilo? La profesionalización de la disciplina histórica rebeló las carencias acadé- micas de la “historia provincial” (monográfica y localista, a pesar de la connotación “provincial” manejada por autores norteamericanos) y con- tribuyó a alimentar un prejuicio aún latente hoy en día, esto es, considerar que cualquier clase de “historia” no nacional fuese interpretada como historia “regional”. A pesar de los esfuerzos notables de investigadores como Carlos Martínez Assad y José María Muriá, entre otros muchos, el estigma de la historia regional acompañó desde entonces ciertos juicios —todavía prevalecientes— asimilables al parroquialismo extremo que descontextualizaba los procesos históricos en un rompecabezas, o en su caso un mosaico de expresiones locales desarticuladas de otras realida- des aledañas. Situación que, las más de las veces, constituían alusiones a la historia local, monográfica, y no necesariamente atribuibles a los estudios regionales. En 1977, Alejandra Moreno Toscano y Enrique Florescano advertían de una visión simplista de la historia de México, en donde la “región” se de- finía en virtud de su especificidad, de sus elementos singulares:E “ sta concepción está detrás de todos aquellos intentos de definir y explicar el diseño especial del país, subrayando las peculiaridades idiomáticas, étnicas o folklóricas de diversos espacios calificados apresuradamente deregiones” ; esta mutilación de carácter formalista o utilitaria ocasionaba, en su opinión, el ocultamiento “de relaciones históricas y sociales más amplias y decisi- vas en la integración de una región”, esto era que “al aislarse la región de su contexto mayor y al omitirse la consideración de su dimensión histórica y dinámica, se pierden dos de los principales factores explicativos que podían dar cuenta de su verdadera peculiaridad”.39 Para ellos, las regiones eran unidades históricas vinculadas a procesos históricos de carácter nacional y el país no era, en todo caso, la suma de sus “regiones”. El problema de la contextualizad relucía: en agosto de 1979, después de celebrarse el IV Congreso de la amehrac —una de las primeras agrupacio- nes académicas de historia regional— en Saltillo, Coahuila, Agustín Jacin- to concluía: “El resultado es que muchos (historiadores) trabajan sin una

39 Alejadra Moreno Toscano y Florescano, El sector externo y la organización espacial y regional de México (1521-1910), 1977, pp. 11-13. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 325 visión de conjunto. Esto disminuye en mucho el sentido que pudiera tener, como contribución académica, el esfuerzo que por vocación hacen al- gunos”, además advertía de “deficiencias metodológicas y de formación académica en el campo de la historia” de los practicantes de la historia regional.40 Sergio Ortega Noriega, consciente de esta clase de limitantes, proponía, ya desde entonces, una serie de sugerencias de investigación tendientes a fortalecer una nueva historiografía, de acuerdo con su “rea- lidad regional”, es decir, de los procesos regionales de interrelación a la sociedad nacional.41 En esta situación era menester replantear objetivos y formas de con- cebir la historia regional. En 1998 se publicó, después de varios años de espera, una voluminosa obra —que por esa condición se divulgó en formato de archivo digital— coordinada por Pablo Serrano Álvarez. En ella se daba cuenta del pasado y del presente de la historiografía regional de México a manera de balance historiográfico. Una doble lectura de la obra mostraba, por una parte, la increíble magnitud e importancia de la práctica de la historia regional, cuyo sentido académico había finalmen- te predominado en las últimas décadas, proporcionando un nuevo sentido a la historia de México; nuevas lecturas del pasado de México, a través de las regiones, brindaban nuevas posibilidades de estudio y reinterpretaban a su vez las modalidades del discurso nacional. Relucían, por otra parte, los problemas que hasta inicios de los años noventas eran todavía visibles en varios autores, esto era, asumir que los estados y sus historias estatales eran sinónimo de historia regional, donde incluso los trabajos de historia local monográfica podían caber en el torrente de estudios regionales, perdiéndose en el volumen de los anexos bibliográficos. En su participación, José María Muriá cuestionaba la centralización del discurso histórico que en planos de “unidad nacional” parecía desdeñar las expresiones regionales.42 Leticia Reina, por su parte, llamaba la atención sobre la historicidad de las regiones y de la necesidad de su estudio para, consecuentemente, visualizar las formas de su desarrollo. Advertía además

40 Jacinto Z., “El amehrac y la historia regional”, 1980, pp. 141-145. 41 Ortega Noriega mostraba entonces cierto escepticismo sobre la microhistoria local: “En cuanto a la amplitud espacial de la sociedad regional, puede preverse que no será la de la monografía ni la del estudio microhistórico que propone Luis González, pues su relativa pequeñez haría indescifrable la dinámica de integración nacional; este género de estudios tienen otra función dentro del quehacer histórico”. Ortega Noriega, “Hacia la regionalización de la historia de México”, 1980, pp. 9-21(14). 42 Muriá, “Centralismo e historia”, Serrano Álvarez (coord.), 1998. 326 vicisitudes de la historiografía regional en méxico la descontextualización de numerosos estudios regionales que en todo caso contribuían a pulverizar el conocimiento y a limitar la perspectiva del cambio social en espacios y periodos igualmente limitados. Ante es- ta situación, decía, “Como historia regional propongo el regreso a la anti- gua idea de Marc Bloch o de Lucien Febvre de hacer historia social, enten- dida como la síntesis que integra los resultados de la historia demográfica, la económica, la del poder y la de las mentalidades”, es decir una “historia total” de interacciones sociales en un universo determinado.43 Gilberth M. Joseph y Pablo Serrano comparten parte de estas reflexio- nes en torno a un enfoque regional multidisciplinario.44 Joseph señala que “el enfoque regional sigue plagado de trampas y dificultades concep- tuales”, es decir, la ausencia del concepto región y su ambigua referencia local/regional matizan los límites de su ejercicio, degenerando en un provincialismo del cual ha intentado escapar.45 Serrano a su vez asume el compromiso de una problematización del espacio/tiempo en función de una “totalidad” histórica. Para él no existen “modelos o teorías para hacer historia regional, pues la realidad y la investigación los rebasa por lo regular, sino posturas y principios metodológicos que permiten al histo- riador la problematización, explicación e interpretación de la historicidad de los fenómenos y procesos que investiga”. La “totalidad” así entendida como un proceso racional que “construye” un sistema de complejas re- laciones que, en tiempo y espacio, interactúan en una dinámica capaz de asimilarse en un escenario específico, es decir, regional.46

43 Leticia Reina, “La historia regional al servicio del desarrollo regional”, en Serrano Álvarez, 1998. 44 Joseph, “La nueva historiografía regional de México: una evaluación preliminar”, en Serrano Álvarez, 1998. 45 Según Joseph, cuatro rasgos identificaban tal situación: la ausencia de las complejas e interactivas relaciones entre el centro y la periferia; la inercia de los historiadores para asumir coyunturas y cronologías nacionales en lugar de asumir las propias; la lentitud con la que los historiadores regionalistas asumen los aportes de la larga duración y de la historia social y sus nuevas pistas conceptuales y metodológicas; y finalmente la ausencia de comunicación entre regionalistas norteamericanos —renuentes a la historia matria— y los latinoamericanos, a su vez remisos al “enfoque regional profesionalizado” de los norteamericanos. Ibid. 46 “La totalidad de lo regional tiene que ver con el conjunto de relaciones sociales establecidas en un espacio concreto por medio del tiempo, desprendiéndose de ahí la disección de las estructuras y coyunturas —sean de orden económico, territorial, eco- lógico, administrativo, social, político o cultural— que interactúan y vinculan entre sí”. Serrano Álvarez, “Por los rincones de la historiografía mexicana. La historia regional y su metodología”, 1996, pp. 239-240. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 327

Así pues, en distintos foros académicos se cuestionaba la ausencia de criterios precisos de definición a la vez que la falta de un marco teórico- metodológico específico. Guillermo de la Peña, desde la antropología y Bernardo García Martínez, desde la geografía, han llamado la atención de los historiadores, reacios a una búsqueda de categorías de análisis interdis- ciplinar.47 En suma, los intentos por acercarse a una definición consensual entre los académicos sociales ha derivado en múltiples debates disciplina- rios en donde destaca la imposibilidad de una tácita definición, además de numerosos textos y posiciones historiográficas para argumentar criterios análogos de reflexión en torno a una práctica que, pese a todo, continúa de- sarrollándose en todos los ámbitos de la investigación histórica.48 Partícipe del debate, Eric Van Young propuso el estudio regional como recurso mediático entre la profundidad del enfoque microhistórico y la amplitud del análisis estructural. “¿Qué es con exactitud una región?” —se preguntaba. En cuanto a los elementos para una definición funcio- nal, Van Young considera al menos tres nociones: un espacio geográfico, las fronteras de su delimitación, y las variables de un sistema interno interrelacionado. Aplicando tales criterios, el historiador valora la integración de un “sistema económico regional” para explicar la conformación de un espacio determinado: Guadalajara —y su región— en el siglo xviii.49 Para Van Young, el enfoque regional representa el punto de convergencia entre las dos categorías de análisis: el campo y la ciudad, considerando que ambos factores se interconectan en un sistema de economía regional con al me- nos tres variables: el crecimiento demográfico por una parte y, por otra, la economía productiva y la estructura agraria regional.50 En este sentido, y siguiendo las matrices teóricas del emplazamiento central de Carol A.

47 Por ejemplo, Bernardo García Martínez advierte que la historia regional “se ha cul- tivado sin conciencia de las herramientas conceptuales de análisis que brinda la geografía moderna”, degenerando en una actividad “teóricamente desinformada”. García Martínez, “En busca de la geografía histórica”, 1998, p. 136; Guillermo De la Peña, “Los estudios regionales y la antropología social en México”, 1981 48 Rojas comenta que en cierta reunión de académicos, en 1979, ocurrían al menos dos cosas: o se criticaba al historiador por la ausencia de definiciones precisas en torno al concepto región, o se trataba de establecer criterios para ello, en donde el debate se prolongaba hasta el cansancio de los asistentes. Rojas, 1998, p. 318. 49 Van Young, La ciudad y el campo en el México del siglo XVIII. La economía rural de la región de Guadalajara, 1675-1820, 1989, pp. 15-22. 50 Van Young, Mexico’s regions: comparative history and development, 1992, p. 434; en los años cincuentas, la Asociación de Geógrafos Americanos, reconociendo ya la 328 vicisitudes de la historiografía regional en méxico

Smith, Van Young propone una tipología dual de las regiones históricas mexicanas: regiones formales y regiones funcionales. Las primeras pri- vilegian la homogeneidad de un elemento económico —la agricultura comercial— y se caracterizan por una “relativa polarización espacial interna”. Van Young identifica elementos de esta naturaleza en áreas tales como la región azucarera de Morelos o en la región henequenera de Yu- catán, ambas orientadas hacia el monocultivo, con un importante grado de concentración de la propiedad y una especie de simplificación de la estratificación social. Por su parte, en las regiones funcionales sobresalen los sistemas de relaciones sociales en un espacio territorial más o menos integrado, constituyendo una compleja estructura interna con relaciones jerárquicamente polarizadas. Así, la tipología puede caracterizarse en virtud de la teoría del emplazamiento (considerando regiones dendríti- cas y regiones solares). De todo esto, a partir de su condición de región funcional, solar, o de “olla de presión”, Guadalajara y su entorno regional han sido el objeto de estudio privilegiado de Van Young. Van Young, sin embargo, parece reducir la perspectiva de estudio al sugerir la metáfora de “ollas de presión” —regiones funcionales— y “embudos” —regiones formales— en el entendido que las relaciones de mercado constituyen la clave para entender la naturaleza de las regiones en México. Investigaciones realizadas por ThomasC alvo, Ramón María Serrera, Jaime Olveda, y recientemente Antonio Ibarra, podrían comple- mentar el conocimiento de la región histórica en el que las variables de análisis consideran, además, los movimientos demográficos (densidad, poblamiento y migración), las condiciones del espacio geográfico (con una predominante metrópoli central), los circuitos mercantiles inter- nos (relaciones de mercado) y la estructuración “hacia fuera” de tales elementos. Así como los estudios de historia regional han mostrado la viabilidad de la configuración histórica de un espacio determinado, en este caso vaguedad conceptual, había considerado la existencia de dos formas de regiones: re- giones uniformes u homogéneas, donde el medio físico era importante y la agricultura representaba la actividad económica predominante; y las regiones nodales o funcionales con una matriz urbana de desarrollo sobresaliente. Esta clase de criterios se consideraban válidos para “interpretar la estructura y los procesos que se desarrollan en un territorio habitado” (Vance, 1968, p. 162). Van Young parece relativizar tales señalamientos a pesar de la posible influencia en algunos regionalistas como Berstein. Van Young,La crisis del orden colonial. Estructura agraria y rebeliones populares de la Nueva España, 1750-1821, 1992, p. 430. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 329

Guadalajara y su “región”, el escepticismo consecuente en torno a la aplicación de variables de análisis específicas —que operen en cualquier plano regional— vuelve a poner en entredicho la práctica historiográfica. Antonio Ibarra, por ejemplo, relativiza el valor de la historia regional en tanto considera que ésta adolece de un eficiente marco teórico y conceptual, sobresaliendo en todo caso un empirismo poco aportativo a la reflexión de su propio ejercicio.51 De manera más o menos similar, Manuel Miño Grijalva considera la historia regional como una especie de “fantasma” historiográfico: E“ n principio porque no tiene una unidad conceptual y metodológica y porque, vista como parte de lo regional, los historiadores la han concebido más con los contenidos geográficos y na- turales que con los procesos sociales o simplemente, se da por supuesto, que cualquier estudio, al referirse a una sociedad provincial ya, de por sí, es historia regional”. Además de la falta de unidad y de ubicación historiográfica, la falta de formalización expone “la ambigüedad e indefinición que le caracteriza”, esto es, la confusión conceptual que no atina a delimitar con precisión el objeto de estudio, atribuyendo sinonimias a lo local con lo regional o suponiendo que todo estudio subnacional adquiere en sí mismo una connotación “regional”.52 Así las cosas, en la medida en que se avanza en una sensible y reciente “profesionalización” de los estudios regionales en la investigación histórica, es perceptible un amplio debate académico que parece caracterizar el contexto historiográfico a inicios del presente siglo. En la práctica historiográfica, los historiadores regionales aún muestran latentes dificultades para fundamentar ciertos criterios teóricos y metodológicos, asumiendo ellos mismos la complejidad de su ejerci- cio multidisciplinario. En tanto la historia regional se asume como una categoría de análisis discernible, un recurso metodológico, como sos- tienen Serrano Álvarez, Ortega Noriega e Ignacio del Río; una hipótesis a demostrar, según Van Young; una unidad de análisis como dice Leticia

51 Antonio Ibarra intenta para el caso de Guadalajara un modelo de contabilidad re- gional influido de la propuesta de PierreC haunu de formar “historias regionales globales”, en ese intento acude a la microhistoria italiana para valorar una escala de observación capaz de mostrarle la dinámica de ese “modelo” regional. Ibarra, 2000. Las réplicas a su trabajo en Guillermina Valle Pavón y Luis Gerardo Morales, “Hacia una microhistoria económica” en Historia mexicana, vol. LI, núm. 2(202), El Colegio de México, 2001, pp. 429-443, los argumentos que ratificaI barra, “Un debate suspendido: la historia regional como estrategia finita (comentarios a una crítica fundada)”, 2002. 52 Manuel Miño Grijalva, “¿Existe la historia regional?”, 2002, pp. 867-868. 330 vicisitudes de la historiografía regional en méxico

Reina, es plausible la idea de una perspectiva de análisis en constante reconstrucción. Sin embargo, así parezca una abstracción teórica o metodológica, la “región” en tanto objeto y sujeto de análisis disciplinar requiere argumentos para reconstruirse: “¿Por qué es necesario especificar lo que entendemos por regiones antes de emprender su descripción y no seguir tambaleándonos intuitivamente?” Según Van Young, la ausencia de un concepto de inicio nos supone el riesgo de explicar erróneamente un fenómeno social, esto es, “si no sabemos lo que es una región a lo largo del tiempo, será difícil usar el concepto como factor explicativo en nues- tro análisis”.53 Situación en la que parecen haber derivado ciertos autores que confunden regionalidad —la condición inmanente del espacio— y regionalismo —la cualidad o conjunto de elementos de explicación que le confieren el status de región.

Epílogo

Como puede apreciarse, algunas de las muestras de escepticismo provie- nen de los mismos practicantes de la historia regional. Empero, no sólo a partir de las dificultades teóricas para formular elementos conceptuales. Incluso para aquellos que reconocen el valioso impacto historiográfico de los estudios regionales en el conocimiento de procesos específicos como la Revolución mexicana. Por ejemplo, Thomas Benjamin sostiene que los estudios regionales “no han sido responsables del desarrollo de la interpre- tación revisionista de la Revolución mexicana” sino únicamente de des- acreditar “la imagen de una revolución muy singular y unificada”, es decir, la “maderocarrancista”. No obstante, la rigurosidad de sus planteamientos, no deja de extrañar el laxo valor historiográfico que Benjamin atribuye a obras que de sobra conoce y que, pese a sus deficiencias académicas, contribuyeron a desmitificar la imagen tradicional y unidimensional de la Revolución; investigaciones que en esencia reproducían escenarios regionales y actores políticos en su entorno local/regional. En contraste, otro reconocido investigador como Francois-Xavier Guerra, autor de obras de síntesis histórica, reconoce el valor de los estudios regionales para la comprensión de sucesos como la Revolución mexicana:

53 Van Young, “Haciendo historia regional. Consideraciones metodológicas y teóricas”, 1992, p. 431. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 331

En estos marcos geográficos restringidos —dice— es precisamente donde se pueden observar la diversidad de los actores y sus móviles, y las múlti- ples combinatorias según las cuales se organizan. Es ahí donde se puede comprender por qué hay unas zonas o grupos activos y otros pasivos, qué es lo que hace que una situación sea estable o inestable; donde se en- cuentran los focos del cambio, los factores que lo producen y sus ritmos de difusión.54

Ciertamente, las bases de una nueva interpretación del pasado pro- vienen de las interrogantes que se formula el investigador y la clase de respuestas que resultan, sin embargo, la especificidad del conocimiento —el análisis regional para el caso— no tiene como fin último romper con imágenes monolíticas y generalizantes, lo cual con frecuencia es una premisa, sino el contribuir después de todo a una visión crítica de la historia que desde los ámbitos específicos valoren las dinámicas propias de los fenómenos sociales y denote los límites de la generalización. En otras palabras, no se puede “culpar” a los estudios regionales de pulverizar obras de síntesis que refieren procesos nacionales como la Revolución mexicana, de inscribir esos hechos en un contexto nacional, a un discurso académico que demuestra a fin de cuentas el terminar en una inercia que lo substrae o mostrando al final, las complejidades de una nueva articulación del pasado. Si, en efecto, el “problema” radicara en la fragmentación del discurso histórico, entendiendo por ello los planteamientos que constituyen una visión genérica o sintética del pasado (¿acaso no palpamos realidades fragmentadas a nuestro alrededor? ¿Podríamos ignorar la crisis de para- digmas en el conocimiento científico?), valdría convenir conO ctavio Paz en empezar a conjuntar los espejos rotos —nuestra historia— para brin- darnos la posibilidad de una salida del laberinto. La síntesis de nuestra “cultura” históricamente ha constituido una serie de expresiones y valo- res que hunden sus raíces en formas de identidad regional. Las distintas formas de explicar nuestro complejo pasado involucra la polisemia de los términos, empero, más que un problema nodal que restrinja el uso de los mismos, viene a ser una constante en nuestra inacabada realidad histórica, lo mismo que en nuestras cotidianas formas de comunicación. No se trata, señala Ricardo Pozas, de pulverizar la historia nacional “en sus infinitas particularidades sino de encontrar sus múltiples contenidos

54 Francois-Xavier Guerra, “Por una lectura política de la Revolución mexicana”, pp. 449 y 454. 332 vicisitudes de la historiografía regional en méxico regionales, de conjugar región y nación para arribar a la especificidad de la diversidad”.55 La práctica historiográfica antes que nada corrobora la existencia de un ejercicio disciplinario, si bien algunos investigadores cuestionan la certeza de una “disciplina sistematizada”, resulta invaluable el franco desarrollo de una perspectiva de análisis con resultados palpables a lo largo ya de varias décadas. Desde luego que la especialización académica busca con insistencia ciertos marcos conceptuales para aplicar variables de análisis y nuevas propuestas metodológicas de estudio. Acaso la historia regional —que no la microhistoria— adolezca aún de ciertos referentes teóricos, sin embar- go, cabría preguntarse acaso la intencionalidad con la que los historiadores regionales asumen las responsabilidades de su quehacer intelectual. No parecen desdeñables las críticas académicas vertidas a la postre del aná- lisis historiográfico, como tampoco necesarias las conductas impulsivas que “salgan en auxilio” o defensa de su ejercicio disciplinario en tanto las críticas, más que cuestionar el objeto de estudio —la “región”— parecen aplicarse a los practicantes, los “regionalistas” que se asumen profesiona- les en el ámbito de las ciencias sociales y que a veces no hacen más que reproducir formas “institucionalizadas” de historia regional. En este contexto, las perspectivas de la investigación regional en México siguen siendo extraordinarias. La gran diversidad de programas institucionales en universidades públicas para formar nuevos historiado- res, el desarrollo de la investigación histórica y las amplias posibilidades interdisciplinarias a nuestro alcance afirman la viabilidad de los estudios regionales en México. Finalmente, la magnitud de los estudios académicos hasta hoy día confirman la naturaleza interdisciplinaria de las regiones como objeto de investigación. Una sucinta valoración historiográfica expone que, des- pués de todo, las “regiones” no aparecen exclusivamente identificadas como áreas geográficas y/o demográficas, sino “construcciones” sociales más complejas, por añadidura, espacios sociales de interacción con la naturaleza circundante, en la que se establecen diversas formas de iden- tidad y en la que se reproducen ciertas prácticas que tienden a fortalecer

55 Ricardo Pozas Horcasitas, “De la revolución en las regiones a las regiones en la revolución”, 1986, p. 603. Martínez Assad pone el dedo en la llaga: “De tal forma que, como se ha dicho mucho, la historia oficial fue desdibujada con el impacto del desarrollo de las historias regionales. Pero ¿hasta qué punto hemos creado una nueva y diferente? Martínez Assad, 1998. eduardo n. mijangos díaz y gerardo sánchez díaz 333 los vínculos sociales. Debido a su carácter histórico, las regiones no son inmutables, se reflejan cambiantes como cambiantes son sus formas de identidad y sus propias “fronteras” espaciales. Así pues, tal parece que de existir conceptos y propuestas teórico-metodológicas, éstas se encuen- tran en construcción, en un proceso de sincretismo que pretende extraer de las regiones su profundo significado. En esta clase de circunstancias parece complicarse la diáfana posibi- lidad de un concepto único, consensual, lo cual no parece relegar las posibilidades de su práctica ni la estructuración de nuevos “modelos” de explicación, entendidos como “hipótesis, sistemas de explicación” en donde una realidad determinada aparece en combinación con otras, poniendo de manifiesto un conjunto de relaciones dinámicas e interde- pendientes. De esta manera, como advierte Braudel, “el modelo estable- cido con sumo cuidado permitirá, pues, encauzar, además del medio social observado —a partir del cual ha sido, en definitiva, creado— otros medios sociales de la misma naturaleza, a través del tiempo y del espacio. En ello reside su valor recurrente”.56

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Avital H. Bloch**

La preocupación reciente con el tema del federalismo en los países de Norteamérica presupone, sobre todo, un enfoque territorial en el sentido de divisiones geográficas formales, que se llaman “estados” en México y Estados Unidos, y “provincias” en Canadá. En términos generales, el Estado es una estructura política y administrativa que organiza un espacio territorial y satisface las necesidades de la población ciudadana. En su modelo ideal, el propósito de cualquier Estado es mejorar el bienestar de sus ciudadanos y hacer prosperar sus intereses, tanto individuales como públicos, al tiempo de mantener la estabilidad de la estructura guberna- mental y administrativa. Por lo tanto, cualquier segmentación del Estado federal en unidades geográficas debe tomar en cuenta la administración y el gobierno. Un acto de “federalización” del territorio debe considerar a los habi- tantes como ciudadanos políticos, así como individuos frente al gobierno y la ley. Las subdivisiones de estados y provincias, implicadas en una estructura federal, son segmentos formales con definiciones legislativas. Estas subdivisiones administrativas y territoriales, con frecuencia son el resultado de historias políticas específicas y de las demarcaciones fronte- rizas heredadas del pasado. El pensamiento federalista contemporáneo, además, toma en cuenta aspectos de cultura, de relaciones humanas entre individuos y grupos, y los vincula al Estado. Dentro de un país, un tipo de división espacial que es informal en términos legales y consti- tucionales, y que resulta de la combinación de cultura y geografía, es la regionalización. El regionalismo contemporáneo considera una región dentro de un marco federal, como el agregado de unidades individuales

* Agradezco a Servando Ortoll la traducción de este ensayo y a Rubén Carrillo Ruiz la corrección de estilo. ** Centro de Investigaciones Sociales, Universidad de Colima.

349 350 la región y sus alternativas en la crítica contemporánea que lindan unas con otras, y que comparten características geográficas, económicas, culturales e históricas. La historiografía moderna se interesa por el estudio de las regiones, en el marco de lo que los historiadores llaman “historia regional”. General- mente, la historia se concentra en la combinación de tiempo y espacio. La historia regional, sin embargo, amplifica lo espacial a costa de lo temporal, con la justificación de que el espacio es un elemento crucial que ayuda a entender lo que sucedió con el paso del tiempo en un lugar. Sin embargo, percibimos la región no meramente como una superficie geográfica o sección del territorio nacional, sino también como un ámbito unificado por procesos históricos particulares, experimentados por la gente que ha vivido en esa zona. Esto significa que hay muchas posibilidades de divi- dir “el todo”, o de regionalizar un territorio. Esto puede hacerse a partir de las características naturales que marcan los desarrollos históricos singulares de una región, o mediante la división del territorio nacional en unidades políticas tales como condados, estados o grupos de estados. Los historiadores regionales asumen que tales segmentos formales son decisivos para estudiar el pasado particular de su gente. La regionalización puede efectuarse también tomando en cuenta las cul- turas específicas de la gente que habita una zona.E sto equivale a la división cultural de las regiones. En todo caso, se han dado interminables debates geográficos, políticos, culturales o demográficos en torno a interrogantes ta- les como: la forma en que se puede determinar el factor unificador de una región para definirla propiamente; cuáles son las regiones que importan en la historia de cualquier nación dada; qué tan estrechamente pueden los historiadores definir sus regiones y aun justificar su historia como algo que importa para la comprensión cabal del todo; y qué tanto la regionalización olvida procesos históricos y fenómenos ínter o transeccionales. Una parte importante de la discusión, así como el concepto mismo del regionalismo, deben entenderse de acuerdo con las necesidades de los historiadores para probar la validez de ciertas creencias intelectuales, ideológicas y políticas. Este ensayo analiza el regionalismo y sus conceptos historiográficos alternativos, a través del prisma de creencias y sentimien- tos de los historiadores del pasado estadounidense. El debate que gira alrededor de la historia regional, es si la historia debiera ser hecha de las partes o del todo. El punto fundamental que este debate se plantea, es a quién se presta atención y a quién se ignora en la historia de la parte o en la historia del todo. O quiénes son de casa y quiénes forasteros; quiénes están en el centro y quiénes en la periferia. avital h. bloch 351

Estados Unidos, dado su gran tamaño y su enorme población, tiene una estructura regional. Existen las generalmente bien definidas regiones del sur, norte, este y oeste. Más concretamente, en Estados Unidos existe el viejo sur y el nuevo “sur profundo” o deep south (Alabama, Misisipí, Luisiana); el noreste (que incluye los estados de la Nueva Inglaterra y Nueva York, Pensilvania y Nueva Jersey); el Atlántico medio que traslapa en parte el noreste (Maryland, Nueva Jersey, Delaware); el medio oeste, el lejano oeste, el suroeste y el noroeste. Hay también numerosas regio- nes más pequeñas en tamaño o minirregiones. Por ejemplo, Pensilvania occidental, los Adirondacks en el estado de Nueva York, los Apalaches de Virginia Occidental, Kentucky y Tennessee, las Montañas Rocosas, entre otras. Muchas de estas minirregiones son nombradas y definidas por las zonas topográficas donde se encuentran: ya sean montañas o valles, como el valle de Ohio y el valle del Misisipí.1 Las regiones ciertamente difieren unas de otras, no sólo por consideraciones de clima y geografía, sino por experiencias y desarrollo histórico comunes en términos de cultura, economía, desarrollo y estructura social. Las regiones más investigadas y entendidas como tales, son el sur y el norte. Estas regiones se distin- guieron entre sí desde la Colonia, debido a la esclavitud, que produjo es- tructuras sociales y culturales específicas. El norte y el sur entraron, como es sabido, en un severo conflicto que condujo a la guerra civil. Fue esta tragedia bélica la que alimentó las dife- rencias y hostilidades entre estas dos zonas del país, que perduraron después de concluido el conflicto armado.A sí, la historia sureña se convirtió, desde finales del sigloxix, en un campo de estudio establecido dentro de la his- toriografía regional de Estados Unidos. Esta área se enfocó en temas que caracterizaron al sur, tales como la historia de la esclavitud, la separación racial, la estructura aristocrática de la élite, y las tradiciones militares.2 Existe también la historia del oeste, misma que se concentra en el pasado distintivo de la “frontera”, donde se desarrolló el estereotípico

1 Para otra definición de las regiones estadounidenses véase John Nickerson, Acerca de los Estados Unidos: el regionalismo norteamericano. Washington, d.c., Servicio Infor- mativo y Cultural de eua, 1986. 2 Sobre historiadores sureños véase Peter Novick, That Noble Dream: The “Objectivity Question” and the American Historical Profession. Nueva York, Cambridge University Press, 1989, pp. 76-78. Para un ejemplo reciente de historia sureña véanse Eugene Genovese, The Southern Tradition: The Achievement and Limitations of American Conservatism. Cambrid- ge, Mass., Harvard University Press, 1994, y James C. Cobb, Redefining Southern Culture: Mind and Identity in the Modern South. Athens, University of Georgia Press, 1999. 352 la región y sus alternativas en la crítica contemporánea individualismo singular que supuestamente caracteriza a los estado- unidenses. Esta historia de la expansión hasta el lejano oeste, se estudia especialmente a partir de la “tesis de la frontera” del historiador Frederick Jackson Turner.3 En años recientes, los historiadores estadounidenses han prestado más atención al oeste que al resto de las regiones. La historia del oeste ha despertado una gran controversia sobre las interpretaciones recientes de la región, por parte de nuevos historiadores revisionistas, quienes han rechazado la historiografía anterior. Regresaré a este punto al final de este artículo. Hay también historiografías de otras regiones. La Nueva Inglaterra, por su liderato intelectual y espiritual durante la Colonia, es otro ejem- plo de historiografía relativamente fructífera.4 Sin embargo, debido al débil centralismo geográfico deE stados Unidos —en comparación a las estructuras centralizadas de otros países—, los historiadores de la “co- rriente principal” no perciben al regionalismo tradicional y su método de separar el territorio en partes geográficas distintas, como un objeto de estudio importante. Por lo tanto, los estudios regionales han perdido fuerza en la profesión histórica. Algunos historiadores estadounidenses todavía practican la historia regional enfocada a unidades geográficas, pero entre ellos pocos son académicos. Aún existen las tradicionales sociedades históricas locales y estatales, así como museos que sienten la obligación de explorar el pasado regional. Con frecuencia, viejos grupos de la élite educada administran estas organizaciones, donde aplican sus intereses amateurs en la historia y su deseo por enseñar y reforzar las raíces locales y el orgullo patrio dentro de sus comunidades. Estos historiadores amateurs expresan su actitud tradicionalista a través de su producción de textos populares —narra- tivas, registros, crónicas—, artefactos y exposiciones. En ocasiones, las sociedades históricas no profesionales reciben la asistencia de expertos para organizar y reconstruir sitios históricos, proyectos conmemorati- vos y de preservación histórica, festivales históricos, exposiciones de museos, proyectos de historia oral y la publicación de revistas de historia

3 Allen Billington, The Genesis of the Frontier Thesis: A Study in Historical Creativity. San Marino, Calif., Huntington Library, 1971; Richard Hofstadter, Turner and the Sociology of the Frontier. Nueva York, Basic Books, 1968; Wilbur R. Jacobs, On Turner’s Trail: 100 Years of Writing Western History. Lawrence, University Press of Kansas, 1994. 4 La Nueva Inglaterra prosperó también por el dominio que los historiadores de la región ejercieron sobre la profesión, y por la importancia nacional de universidades-élite en la zona. Véase P. Novick, That Noble Dream, pp. 80-85. avital h. bloch 353 local. Pese a esto, con frecuencia, los productos historiográficos y mu- seográficos de las sociedades históricas locales, carecen de profundidad interpretativa teórica, conceptual y contextual, y de la sofisticación para satisfacer los requisitos de la profesión histórica. Los radicales de izquierda influyeron en el cambio ideológico del concepto del regionalismo a finales de los años sesentas. El ideal de los radicales en ese periodo era reducir el poder del gigantesco Estado na- cional y debilitar lo que a ellos parecía un sistema económico y político demasiado poderoso y centralizado. Por eso rechazaron el Estado-nación moderno, creado en Europa en el siglo xvii, y concebido como la forma ideal para lograr la libertad y la igualdad. Para los radicales, el naciona- lismo del Estado moderno implicaba la centralización política y, por lo tanto, era un sistema negativo y antidemocrático. Los radicales se identificaron más bien con “los antifederalistas” de la década de los ochentas del siglo xviii, cuando se presentaba el debate sobre la ratificación de la nuevaC onstitución federal. Los antifederalistas se opusieron al poderoso sistema federal. Ellos preferían la Confederación, es decir, la unión que existía antes de que se ratificara la Constitución federal y que no estaba controlada por un centro único. Su razón era que la Confederación permitía mayor autonomía local y estatal para favorecer a las clases populares que proponía el federalismo. Fue por ello que los radicales de los años sesentas, siguiendo a los antifederalistas, criticaron lo que hasta entonces los liberales habían considerado la progresista y brillante Constitución federal. A los radicales de los años sesentas y a sus seguidores, por lo tanto, disgustaba la estructura centralista.5 Ellos argumentaban que esta es- tructura concentraba el poder, producía burocracias inhumanas y una economía explotativa. Los radicales argumentaban además que, junto con el sistema capitalista que lo apoyaba, el centralismo había destruido las comunidades locales y el sentido de las relaciones humanas. De manera similar, la típica metrópolis capitalista creaba un desbalance demográfico al destruir vecindarios y desplazar a la gente de sus lugares naturales. Por lo tanto, el radicalismo se definió a través de su defensa del regionalis- mo en la economía, la política y la sociedad. La nueva agenda política del regionalismo radical afirma que el sistema tiene que ser dividido en proporciones manejables para el ser humano y que los estudios históri-

5 Sobre el radicalismo y regionalismo posterior a los años sesentas véase William Apple- man Willimas, “Radicals and Regionalism”, en Democracy, octubre 1981, pp. 87-98. 354 la región y sus alternativas en la crítica contemporánea cos deben estar enfocados, más que en la nación, en el análisis de esas divisiones o partes. Se puede entender esta tendencia de finales de la década de los sesen- tas y principios de los años setentas como una expresión del concepto “neoizquierdista” de la “democracia participativa”. Esta noción buscaba reemplazar la existente estructura centralizada, por una que se enfocara en la gente y en las relaciones humanas. La nueva izquierda abogaba por una estructura que le proporcionara poder a la gente para administrar sus comunidades e influir en las decisiones tomadas desde el centro.E ste pensamiento político y su énfasis en los individuos, hizo que la ideolo- gía regional se entendiera como una noción ligada a las comunidades y los sectores de la población. Estos sectores y comunidades podían ser definidos transregionalmente y por su relación con el centro, y no nece- sariamente como una noción de geografía y espacios definidos.6 Esta opinión crítica de la izquierda, que implica fragmentar la his- toria nacional y hacer “historia de las partes”, ha enjuiciado también la “escuela del consenso”, que dominó los círculos intelectuales liberales desde finales de laS egunda Guerra Mundial, hasta los años sesentas. La escuela del consenso subrayaba la ausencia de conflictos significativos entre los diferentes fragmentos de la sociedad. También idealizaba el carácter nacional estadounidense a través de estudios que enfatizaban la uniformidad de la nación, y una cultura homogénea que trascendía todas las divisiones.7

El pluralismo liberal

Como parte del contexto consensual de los años posteriores a la guerra, es vital hablar de la ideología y de la estructura pluralista de Estados Uni- dos. El pluralismo se convirtió en un elemento central para que los libe-

6 Sobre el aspecto participativo y personalizado del radicalismo de la nueva izquierda de los años sesentas véanse James J. Farrell, The Spirit of the Sixties: The Making of Postwar Radicalism. Nueva York, Routledge, 1997, pp. 137-170, y Edward P. Morgan, The 60s Expe- rience: Hard Lessons about Modern America. Filadelfia,T emple University Press, 1991, pp. 87-111. Véase también Julie Stephens, Anti-Disciplinary Protest: Sixties Radicalism and Postmodernism. Nueva York, Cambridge University Press, 1998, pp. 24-47. 7 Sobre la “escuela del consenso” véanse John Higham, “The Cult of the ‘American Consensus’: Homogenizing Our History”, en Commentary, febrero de 1959, pp. 93-100; John Higham, “Beyond Consensus: TheH istorian as Moral Critic”, en American Historical Review, abril de 1962, pp. 609-625. avital h. bloch 355 rales explicaran la unidad y la estabilidad sociopolíticas. La teoría liberal del pluralismo, desarrollada por sociólogos y politólogos de la época, analizaba la “sociedad civil”: se enfocaba en la gente, en las estructuras sociales, y en las interacciones entre los ciudadanos, sin importar dónde se establecieran éstos. El análisis pluralista de la sociedad civil no se interesaba fundamentalmente por cuestiones de gobierno, estados, o federalismo. Su objetivo era ofrecer, desde la perspectiva sociológica, una visión de la estructura sociocultural del pueblo y los mecanismos de cohesión nacional. El pluralismo liberal consideraba que la sociedad estaba compuesta por varios “grupos de interés” —políticos, culturales, religiosos, económi- cos—, tales como sindicatos, grupos étnicos organizados y organizaciones voluntarias. La presunción esencial del pluralismo era que estos grupos no sólo podían existir por separado sino que, en la medida en que no violaran el “interés público”, podían competir legítimamente entre ellos por el poder y los recursos de la sociedad. Dado que los grupos y los in- tereses eran numerosos, ninguno podía volverse tan extremista o pode- roso como para violar o disminuir los derechos de los otros. La ventaja de un pluralismo tal, según los liberales, era que permitía que existiera la competencia, al tiempo de mantener la estabilidad y la unidad nacional, a través de la noción del “interés público”. Esta noción definía los límites socioculturales del “colectivo nacional”. El pluralismo liberal enfatizaba entonces que los beneficios públicos que los grupos de interés querían alcanzar, debían ser “cuantificables”.Y para ser cuantificables, dichos be- neficios debían ser políticos y económicos, y no del tipo cultural, utópico y espiritual, que son amorfos y pueden fácilmente volverse extremistas e incontrolables.8 Así, el sistema podría controlar las relaciones entre estos grupos como parte del juego pluralista. Dado su énfasis en un equilibrio político intergrupal y no geográfico, el pluralismo era la antítesis del análisis regional. La nueva izquierda decidió probar que el consenso y el pluralismo eran mitos que los libe- rales habían creado para celebrar a Estados Unidos como una sociedad superior y exitosa. Para los radicales de izquierda era fundamental hablar de conflictos y no de consensos. La peor consecuencia de los conflictos políticos y sociales, según los radicales, era que grupos tales como las

8 Sobre el pluralismo de la posguerra véase Richard H. Pells, The Liberal Mind in a Conservative Age: American Intellectuals in the 1940s and 1950s. Nueva York, Harper & Row, 1985, pp. 130-147. 356 la región y sus alternativas en la crítica contemporánea minorías raciales y étnicas, los trabajadores, las mujeres y los pobres habían estado marginados y, en muchos casos, oprimidos durante gene- raciones. La nueva historiografía de izquierda rechazaba así la postura pluralista liberal. Los pluralistas liberales se interesaban en los grupos de inmigrantes que llegaron a los Estados Unidos de la Europa del este y del sur, a fina- les del siglo xix y principios del xx: polacos, italianos, griegos y judíos, entre otros. En este sistema étnico, los negros fueron objeto de discrimi- nación colectiva y, al mismo tiempo, reconocidos como la minoría racial más importante. Los negros se convirtieron en el “Dilema Americano” como lo llamó el economista sueco Gunnar Myrdal.9 Sin embargo, para el pensamiento liberal de la época, la clasificación social de “minorías” era indeseable: idealmente, en un sistema democrático “correcto”, el concepto de “minorías” debía desaparecer. Para los radicales, por otra parte, estas minorías no sólo habían persistido, sino que precisamente por esta razón, debían convertirse en el centro del estudio histórico. Dicha historiografía debía analizar la relación desigual de las minorías con el centro político, económico y cultural de la nación, así como con las clases dominantes.10 La historiografía de la nueva izquierda, con su énfasis en comunidades humanas, impactó con fuerza la corriente principal de la investigación histórica. Y, desde mediados de la década de los setentas, transformó en su totalidad la historiografía. De esta manera y a partir de entonces, no sólo los historiadores radicales sino también los investigadores liberales de la corriente principal, se han convertido en seguidores de lo que ahora se convirtió en la nueva ortodoxia dentro de la profesión. En otras palabras, la escuela de la historia de las partes o de las comunidades, conocida ahora como la “nueva historia social” transformó, a través de su influencia, la co- rriente principal historiográfica.11 La integración de la historiografía de izquierda a la corriente principal ha resultado, primero, en la disminución de su vehemente ideología ra- dical, pese a que aún prevalece entre sus partidarios el revisionismo y el

9 David W. Southern, Gunar Myrdal and Black-White, Relations: The Use and Abuse of an American Dilemma, 1944-1968. Baton Rouge, University of Louisiana Press, 1987. 10 Sobre la historiografía de la nueva izquierda de los sesentas véase P. Novick, That Noble Dream, pp. 415-468. Véase también Robert F. Berkhofer, Jr., “A New Context for a New American Studies?”, en American Quarterly, diciembre de 1989, pp. 588-613. 11 Sobre la orientación hacia las “partes”, véase P. Novick, That Noble Dream, pp. 469-510. avital h. bloch 357 espíritu crítico contra la escuela del consenso. Segundo, su nuevo énfasis historiográfico, tal como su nombre lo sugiere, es social y cultural y me- nos político, en el sentido tradicional del término. Mientras que para la historia tradicional, la política pertenece a la esfera pública, al gobierno, al poder, a las instituciones o a los partidos, para la nueva historia social lo político se ha convertido en algo considerablemente más amplio: esta definición de lo político incluye también a la esfera privada, a las fuerzas sociales, culturales y espirituales.12 Dado su énfasis en los aspectos socia- les, culturales y espirituales, la nueva visión historiográfica se basa en el concepto de la historia de las partes en vez de la historia del todo. Existen varias tendencias dentro del complejo de la nueva historia so- cial. Veamos la llamada “historia pública”, diseñada para el público lego.13 Esta forma de hacer historia empezó a resonar en los años setentas. La historia pública fue definida como la tarea histórica no realizada en las universidades. Junto a las personas que pertenecían a las élites educadas y que controlaban instituciones históricas locales, los historiadores que durante esa década se vieron forzados a buscar acomodo fuera de la vida universitaria, promovieron la historia pública. Ésta se practica todavía en museos y sociedades históricas, en donde se elaboran proyectos tales como exposiciones, historias orales y películas documentales. Este tipo de historia se fundamenta en el pasado de grupos y localidades que abarcan vecindarios, comunidades de trabajadores, sindicatos, fraterni- dades, grupos étnicos y grupos políticos de base.14 Todos estos grupos

12 En torno a estudios socioculturales véase Dominick La Capra, “Is Everyone a Mentalite Case?”, en History and Theory, vol. 23, núm. 3, 1984, p. 302; véase también Peter Burke, History and Social Theory. Ithaca, Cornell University Press, 1992; sobre la reducción del aspecto tradicional de lo político en la historiografía, véanse Geoff Eley and Keith Nield, “Why Does Social History Ignore Politics?”, en Social History, vol. 5, 1980, y E. Genovese and Elizabeth Fox-Genovese, “TheP olitical Crisis of Social History: A Marxian Perspective”, en Journal of Social History, vol. 10, 1976. 13 Sobre el concepto de “historia pública” véanse Jo Blatti, ed., Past Meets Present: Essays About Historic Interpretations and Public Audiences. Washington, d.c., Smithso- nian Institution Press, 1987; Susan Porter et. al., Presenting the Past: Essays on History and the Public. Filadelfia,T emple University Press, 1986, y P. Novick, That Noble Dream, pp. 510-521. 14 Sobre museos véanse David Lowenthal, “TheT imeless Past: Some Anglo-American Historical Preconceptions”, en Jounal of American History, marzo de 1989, pp. 1263-1280, y Spencer Crew and Lonnie G. Bunch, “Museums and the Academy”, en Prospectus, no- viembre de 1990, pp. 4-7; sobre historia oral consúltese J. Blatti, “Public History and Oral History”, en Journal of American History, septiembre de 1990, pp. 615-625; Paul Buhle and Robin D. G. Kelly, “The Oral History of the Left in the United States: A Survey and 358 la región y sus alternativas en la crítica contemporánea son también los consumidores de esta producción historiográfica.C omo puede apreciarse, la historia pública comparte la ideología de la nueva historia social, especialmente en su propósito de crear vínculos cercanos entre historiadores y comunidades. A partir de los años setentas, la historia pública combinó el regiona- lismo tradicional de las sociedades históricas amateurs con el propósito cívico de inculcar, en los miembros del público, el patriotismo local. Pero el papel educacional que los historiadores públicos profesionales han desempeñado, se ha inclinado en una nueva dirección. Aún más que la historia académica, la historia pública heredó el ideal de la democracia participativa. Para los historiadores públicos, esta herencia implica mo- vilizar ideológicamente y radicalizar a los grupos discriminados y a las comunidades marginales. Los historiadores públicos pretenden alcanzar este fin, transmitiendo a estos grupos información de su historia colectiva. El objetivo de estos historiadores es crear una conciencia histórica, una memoria colectiva y una nueva autolegitimidad dentro de los grupos, comunidades y localidades olvidados. Esta legitimidad está basada en la premisa radical de que las clases gobernantes impidieron a las comunidades y a los grupos en la perife- ria, que adquirieran conocimientos sobre su pasado. Los historiadores públicos creen que tales sectores pueden capitalizar y usar políticamente el nuevo conocimiento que obtengan de su pasado y herencia cultural. No sorprende que, dado su significado políticamente radical, la historia política haya sido descrita también como la “historia del pueblo”. Al igual que la nueva historia social, la “nueva historia política” considera su fi- nalidad la de redefinir quién pertenece al pueblo o a la nación: la nueva historia política ya no permite que la historiografía asociada con las élites del centro, califique a los demás como “forasteros”.A sí, al enfatizar la victimización de ciertos individuos y sectores a lo largo de la historia, estas personas y sus comunidades se han convertido en los héroes de la nueva historiografía. Al observar los programas antielitistas y microhistóricos de la nueva historia social en los años setentas, además del impacto de la nueva iz-

Interpretation”, en Journal of American History, septiembre de 1989, pp. 537-550, y Lu Ann Jones and Nancy Grey Osterud, “Breaking New Grounds: Oral History and Agricultu- ral History”, en Journal of American History, septiembre de 1989, pp. 551-564; sobre el ci- ne véase Robert A. Rosenstone, “History in Images/History in Words: Reflections on the possibility of really putting History into Film”, en American Historical Review, diciembre de 1988, pp. 173-185. avital h. bloch 359 quierda en Estados Unidos, es fácil trazar también la influencia de la es- cuela francesa de los Annales y de los estructuralistas. Estas dos escuelas, con su propio enfoque radical, se ajustaron rápidamente a la corriente principal en Estados Unidos.15 Para los años setentas, la historiografía estadounidense ya había aceptado el concepto de estudios de comuni- dades que practicaban estas escuelas. Para empezar, se hicieron muchos estudios de ciudades coloniales de la Nueva Inglaterra, a los que se agregaron los de otras comunidades. Pronto, el concepto de comunidad fue ampliado para incluir a varios tipos de grupos y colectividades no necesariamente unificadas por el espacio. Los análisis de las comunida- des continuaban haciéndose en vecindarios urbanos, pueblos, etcétera, en donde el espacio unía a los grupos. Pero muchos otros estudios se enfocaban ahora en las personas mismas y en las fuertes conexiones cul- turales entre ellas, que las definían como una comunidad: trabajadores y grupos étnicos y raciales, entre otros. Parece que lo que más ha contado para los historiadores es la cualidad de cualquier grupo en términos de marginalidad y de relación desventajosa con el centro. En otras palabras, lo que hace o permite que un grupo sea considerado como comunidad son sus experiencias históricas de exclusión, discriminación o supresión, como un factor integrador, mientras que la localización geográfica de sus miembros apenas cuenta.16 Puede haber varias explicaciones en torno a por qué los historia- dores conceptualizan a los grupos como comunidades. Mucho de esto se debe a que, en años recientes, los intelectuales han añorado el de la

15 Sobre los Annales véanse Jacque Le Goff, “TheH istorian and the Common Man”, en Jerome Dumolin and Dominique Moisi, eds., The Historian Between the Ethnologist and the Futurologist. Paris, Mouton, 1973; Francois Furet, “Beyond the Annales”, en Journal of Modern History, septiembre de 1983, pp. 389-410; F. Furet, In the Workshop of History. Chicago, University of Chicago Press, 1984; H. L. Wessling, “The Annales Scholl and the Writing of Contemporary History”, en Review. Binghamton, N.Y., vol. 1, 1978, pp. 185-194; y Traian Stoianovich, French Historical Method: The Annales Paradigm. Ithaca, Cornell University Press, 1976. 16 Sobre grupos centrales y marginales véanse R. Laurence Moore, “Insiders and Out- siders in American Historical Narrative and American History”, en American Historical Review, abril de 1982, pp. 390-412, y Philip Gleason, “Minorities (Almost) All: The Monority Concept in American Social Thought”, enAmerican Quarterly, septiembre de 1991, pp. 392-424; Barton Meyers, “Minority Group: An Ideological Formulation”, Social Problems, octubre de 1984, pp. 1-15. Para trabajos sobre comunidades de negros y esclavos consúltese George P. Rawick, From Sundown to Sunup: The Making of the Black Commu- nity. Westport, Conn., Greenwood, 1972 y John W. Blassingame, The Slave Community: Plantation Life in the Antebellum South. Nueva York, Oxford University Press, 1972. 360 la región y sus alternativas en la crítica contemporánea comunidad. Especialmente desilusionados por el deterioro de los viejos centros urbanos, los intelectuales —genuina o superficialmente— han expresado su deseo porque continúe la vida de las comunidades. Ellos han buscado pruebas de la existencia de la vida comunal y de la posibi- lidad de que las tradiciones, los valores morales y las relaciones cerca- nas continúen entre miembros de la comunidad. Las comunidades urbanas que los historiadores identifican como todavía existentes, re- sultan estar formadas también por clases bajas, grupos étnicos, negros y trabajadores marginados. Sin embargo, la añoranza por la comunidad ha motivado también otros estudios de comunidades no-urbanas, pero lo que con frecuencia une a todas las historias de comunidades, es el enfoque de la escuela de los Annales, la larga duración y las mentalidades, dado que la escuela enfatiza la continuación de las tradiciones y la resistencia al cambio y a la modernidad. Así, la “historia inmóvil” de los Annales plantea la posibilidad de que las comunidades perduren. Ciertamente, la tendencia de los estudios locales y de comunidades ha sido etnográfica. Los historiadores sociales enE stados Unidos han estado fuertemente influenciados por antropólogos, en especial por Clifford Geertz.17 Lo que es importante acerca de esta influencia es que a través del análisis de los símbolos colectivos en las comunidades, el énfasis se centra en su cultura y no en su política. El uso de la cultura explica también por qué los historiadores pueden presentar como comunidades a colectivida- des de individuos no concentrados geográficamente: la cultura cohesiona a la gente aún si no está unida dentro de un espacio específico.18 Otras dos corrientes historiográficas que enfatizan la cultura y que han influido en los historiadores deE stados Unidos: la del británico neomar- xista E. P. Thompson, y la del estadounidenseH erbert Guttman.19 Ambos historiadores estudiaron comunidades de la clase trabajadora, aunque

17 CliffordG eertz, The Interpretation of Cultures. Nueva York, Basic Books, 1973; Sobre C. Geertz véase Ronald G. Walters, “Signs of the Times: CliffordG eertz and Historians”, en Social Research, otoño de 1980, pp. 537-556. 18 Sobre antropología e historia véase Bernard S. Cohn, “Anthropology and History in the 1980s”, en Journal of Interdisciplinary History, otoño de 1981, pp. 227-252. 19 E. P. Thompson, The Making of the English Working Class. Nueva York, Pantheon, 1964; Herbert Guttman, Work, Culture, and Society in Industrializing America: Essays in American Working Class and Social History. Nueva York, Knopf, 1976 y The Black Family in Slavery and Freedom, 1750-1925. Nueva York, Pantheon, 1976; Sobre H. Gutmam véase Peter J. Rachleff, “Two Decades of the ‘New’ Labor History”, en American Quarterly, marzo de 1989, pp. 184-189. avital h. bloch 361

Guttman también estudió a esclavos negros. Los dos explicaron cómo, en comunidades oprimidas y marginadas, la cultura reemplazaba a la polí- tica, y ayudaba a tales comunidades a sobrevivir. Thompson y Guttman demostraron cómo éstas no cedían frente a la estructura centralizada y arbitraria y creaban sus propias culturas a través de tradiciones étnicas, énfasis en la familia, asociaciones voluntarias, actividades de ocio, cultura popular y consumismo. Estas culturas comunales no sólo defendían a las comunidades de las clases hegemónicas, sino que también les servían co- mo estrategia de lucha y fortalecimiento de su conciencia de clase. Para Thompson y Guttman la clase era más una categoría cultural que eco- nómica o política, y la conciencia de clase una expresión colectiva de la cultura en comunidades, más que en partidos políticos y sindicatos.20 Este enfoque también explica por qué los historiadores tienen que de- finir a grupos débiles como comunidades: son los lazos comunales den- tro de una comunidad los que permiten a la cultura actuar como un equi- valente del poder político. Es sólo como comunidades que estos grupos sociales se convierten en actores en su propio derecho, capaces de crear alternativas en sus vidas y afectar la situación en que se encuentran. De esta manera, estos grupos dejan de ser inarticulados, impotentes, histó- ricamente irrelevantes y sin control sobre las fuerzas históricas. La hegemonía de la nueva historia social en los setentas y principios de los ochentas con su enfoque en las partes más que en el todo, ha empezado a ser cuestionada. A partir de finales de la década de los ochentas, algunos críticos han subrayado la necesidad de poner las partes dentro del todo o de llegar a una síntesis histórica que consolide a Estados Unidos como nación. Estos críticos subrayaron la necesidad de ver cómo las diferencias y la competencia entre los grupos afectaron al todo, y cómo los grupos par- ticiparon dentro del todo. Los mismos oponentes a la nueva historia social plantearon preguntas sobre la nación, sus significados y sobre el carácter nacional.21 El juicio de estos críticos, sin embargo, todavía no se encuentra

20 Sobre los neomarxistas véase Jackson Lears, “Radical History in Retrospect”, en Reviews in American History, marzo de 1986, pp. 17-24. Véase también Lawrence Levin, “TheU npredictable Past: Reflections onR ecent American Historiography”, en American Historical Review, junio de 1989, pp. 671-679, y Joan Wallach Scott, “History in Crisis? TheO thers’ Side of the Story”, Ibid., pp. 680-692. 21 Thomas Bender, “Whole and Parts: The Need for Synthesis in American History”, en Jounal of American History, junio de 1986, pp. 120-136, y T. Bender, “Whole and Parts: Continuing the Conversation”, en Journal of American History, junio de 1987, pp. 123- 130; Nell Irvin Painter, “Bias and Synthesis in History”, en Ibid., pp. 109-112; Gertrude 362 la región y sus alternativas en la crítica contemporánea bien conceptualizado y aún no es lo suficientemente nítido. Lo que sí está claro es que, en su lucha ideológica contra el concepto de “centro”, la nueva historia social de las regiones, de las comunidades y de otras divisiones socioculturales, parece haber perdido la capacidad de pensar el todo y el centro. Desde esta perspectiva es evidente que la nueva historia social no encontró todas las respuestas necesarias para escribir historia y responder a otras necesidades ideológicas en la sociedad estadounidense.

El surgimiento del multiculturalismo

Lo que ha desafiado en los últimos quince años no sólo al modelo plu- ralista, sino también a la nueva historia social de los años setentas y principios de los ochentas, es el nuevo concepto de “multiculturalismo”.22 Dicho término está asociado con una nueva etapa en las luchas de las minorías por obtener reconocimiento e influencia en la sociedad. Tres elementos caracterizan esta nueva etapa: el cambio de énfasis político a cultural; la disconformidad sobre el dominio cultural de las mayorías, y la promoción de intereses culturales minoritarios que desvaloricen los cánones eruditos, literarios y artísticos prevalecientes. El modelo multiculturalista impulsa más que antes al pluralismo y a la historia social hacia aspectos culturales y, por lo tanto, no cuantificables y amorfos. Al mismo tiempo, el análisis multiculturalista se ha enfocado más en grupos individuales, definidos como grupos culturales.T odavía más que en los años setentas, la idea de la victimización y marginación de ciertos grupos ha llegado a dominar la agenda multiculturalista. Su ideal ha sido idealizar la diversidad cultural étnica del país, única en el mundo. El multiculturalismo se interesa en la representatividad apropiada de ciertos grupos en la cultura nacional; en las posibilidades de promover la importancia de sus culturas particulares, y en la necesidad de integrarlas dentro de los cánones establecidos. El multiculturalismo ha enfatizado los grupos en cuanto a que están dispersos a todo lo largo y ancho de Es- tados Unidos y se encuentran sin una concentración específica regio-

Himmelfarb, The New History and the Old: Critical Essays and Reappraisals. Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1987; Richard Wightman Fox, “Public Culture and the Problem of Synthesis”, en Ibid., pp. 113-116. 22 Avery F. Gordon and Christopher Newfield, eds.,Mapping Multiculturalism. Min- neapolis, University of Minnesota Press, 1996; Alvin J. Schmidt, The Menace of Multicul- turalism: Torejan Horse in America. Westport, Conn., Greenwood, 1997. avital h. bloch 363 nal. El aspecto geográfico está usualmente ausente en la ideología mul- ticulturalista. Hay que percibir el conjunto ideológico multicultural como una proble- mática que plantea preguntas fundamentales sobre conceptos tales como la estructura política del país, y Estados Unidos como Estado-nación. Otro asunto relacionado con el movimiento multiculturalista es que sus luchas inspiran cambios en el pensamiento sobre los fundamentos de la unidad cultural y política de la sociedad. Las interrogantes más sig- nificativas que el multiculturalismo se plantea acerca del cambio, giran alrededor de la mente colectiva, la filosofía política y la unidad nacional en un territorio dado. Particularmente beligerantes en la lucha multiculturalista por la diver- sidad sociocultural han sido los negros —o afroamericanos, como ahora prefieren ser llamados—.P ese a que los afroamericanos han encabezado esta cruzada, otros grupos se les han unido. Otros grupos importantes son los Native Americans —anteriormente llamados indios americanos—; los chicanos; los méxico-americanos; otros hispanos —ahora conocidos como “latinos”—, y los “asiático-americanos” antes llamados orientales. Con los afroamericanos, aparece una alianza de los que podrían llamarse “nuevos” grupos étnicos. Nuevos, ya sea por haber llegado recientemen- te al país, o nuevos en el sentido de haber desarrollado posteriormente una identidad étnica minoritaria. Estos grupos étnicos no provienen de orígenes europeos directos y son de varios países en vías de desarrollo. En términos raciales, sus miembros son mestizos y originarios de lugares donde las poblaciones predominantes no son caucásicas.23

23 Para algunos sobre grupos étnicos, véanse Andrew Hacker, Two Nations: Black and White, Separate, Hostile, Unequal. Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1992; Patricia Wi- lliams, The Alchemy of Race and Rights. Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1991; Peter Skerry, Mexican Americans: The Ambivalent Minority. Nueva York, Free Press, 1993; Linda Chavez, Out of the Barrio: Toward a New Politics of Hispanic Assimilation. Nueva York, Basic Books, 1991; Gordon Mathews, What makes Life Worth Living? How Japanese Americans Make Sense of Their Worlds. Berkeley, University of California Press, 1996; Alvin M. Josephy Jr. et al., eds., Red Power: The American Indians’s Fight for Freedom. Lincoln, University of Nebraska Press, 1999; Reginald Horseman, “Well Trodden Paths and Fresh Byways: Recent Writing on Native American History”, in Stanley I. Kutler and Stanley N. Katz, eds., The Promise of American History. Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1982, pp. 234-244. Para trabajos generales sobre el tema consúltese W. Lawson Taite, ed., A Melting Pot or a Nation of Minorities. Austin, University of Texas Press, 1986; James Sleeper, The Closest of Strangers: Liberalism and the Politics of Race in New York. New York, W.W. Norton, 1994; See also an overview in Ronald Takaki, A Different Mirror: A History of Multicultural America. Boston, Houghton Mifflin, 1993. 364 la región y sus alternativas en la crítica contemporánea

Por lo tanto, un cambio crucial en el carácter de la alianza de grupos minoritarios es que ahora incluye a grupos no caracterizados por raza o etnia. Sus miembros son mujeres y gente con orientación no heterosexual: homosexuales (gays) y lesbianas.24 De esta manera, a los grupos definidos como minorías se les clasifica ahora por las condiciones desfavorables que experimentan: raza, color de la piel, género y la preferencia sexual de su gente. El elemento unificador de la alianza de las minorías, por lo tanto, consiste de tales “diferencias” innegables e inmutables, que predeterminan la suerte de cada grupo y de sus individuos. Más aún, estos grupos se apoyan mutuamente por sentirse victimados históricamente de manera tal que un autor los llamó “comunidades del dolor”.25 Es importante comprender cuán diferente ha sido esta coalición de lo que fue en décadas pasadas. En la alianza multiculturalista no se encuen- tra ahora ninguno de los viejos grupos étnicos europeos, el meollo de cualquier discusión pluralista liberal sobre la etnia estadounidense en la época de la posguerra. Gradualmente, el pluralismo liberal se modificó a partir de los años sesentas: favoreció a las minorías —especialmente afroa- mericanas— dentro del sistema y las compensó en lo político y en lo económico de manera afirmativa. Sin embargo, mientras que los plura- listas abandonaron la idea de la competencia igual entre los grupos, el pluralismo liberal continuó politizando a las minorías.26 Durante los años setentas, el pluralismo básico —sobre el cual se basó el sistema político liberal— todavía podía sobrevivir a las tensiones entre las minorías y los grupos dominantes. El pluralismo sobrevivió gracias a la expansión de una élite intelectual-reformista de izquierda liberal, pro-

24 Richard D. Alba, Ethnic Identity: The Transformation of White America. New Haven, Yale University Press, 1990. Véase también John Higham, Send This to Me: Jews and Other Immigrants in Urban America. Nueva York, Athenaeum, 1974. Sobre mujeres y minorías sexuales véase Nan Bauer Maglin et al., ed., ‘Bad Girls’/’Good Girls’: Women, Sex, and Power in the Nineties. New Brunswick, Rutgers University Press, 1996; Joan Wallach Scott, Gender and the Politics of History. Nueva York, Columbia University Press, 1988; Paul Berman, “Democracy and Homosexuality”, en New Republic, 20 de diciembre, 1993, pp. 17-35, y Andrew Sullivan, “The Politics of Homosexuality”, en Ibid., 10 de mayo, 1993, pp. 24-37. 25 Ian Buruma, The Joys and Perils of Victimhood, New York Review of Books, 8 de abril de 1999, pp. 4-9. 26 Tumin Melvin M. y Plotch, Walter, eds., Pluralism in a Democratic Society. Nue- va York, Praeger, 1977; Steven Cahn, ed., The Affirmative Action Debate. Nueva York, Routledge, 1997; Alan Wolfe, “The New American Dilemma: Understanding, and Mi- sunderstanding Race”, usa. avital h. bloch 365 minoritaria: al menos en la superficie, hubo un consenso optimista sobre la integración de las minorías durante los años setentas. Según avanzaban los años ochentas, sin embargo, creció el antagonismo de las viejas et- nias blancas hacia los afroamericanos en particular, pero también hacia otras minorías y sus partidarios. Así creció un conflicto entre los tradiciona- les grupos blancos conformistas —los héroes de la ortodoxia del pluralismo liberal— y los nuevos grupos, exigentes y agresivos. Dentro de una atmósfe- ra de polarización que se intensificó durante los años ochentas, la campaña multiculturalista despegó, amenazando una vez más al pluralismo. La lucha cultural es la característica principal de la nueva cruzada mi- noritaria, que ha puesto más presiones sobre el pluralismo. El uso de la cultura en la contienda multiculturalista contradice el principio funda- mental y permanente del pluralismo liberal estadounidense. Ese princi- pio prohibía fusionar los ámbitos cultural y político. Los liberales han entendido tal fusión como la politización de la cultura y la han negado para garantizar políticas moderadas y una sociedad estable. Sin embargo, como las minorías abandonaran la esperanza de que el enfoque político pluralista mejoraría sus comunidades, empezaron a inclinarse hacia una lucha cultural. Así, las minorías han enfatizado su identidad cultural, afirmando que las diferencias culturales entre los grupos, ya sea que éstas dependan de raza, género o de sexualidad, constituyen la esencia del orgullo étnico. Las presiones de los multiculturalistas para que la producción cultural minoritaria sea más representada en todas las áreas de la erudicción y de la vida intelectual, implican la disminución de lo que ellos llaman lo “blanco- masculino-heterosexual” que siempre ha controlado la sociedad. Según los multiculturalistas, debido a la hegemonía occidental, los currícula y los cánones intelectuales y literarios han ignorado o distorsionado las experiencias sociales y las expresiones culturales de los grupos mino- ritarios. La revelación de nuevos conocimientos históricos y culturales iluminará para la mayoría la magnitud de los sufrimientos de las minorías; ayudará a mejorar la autoestima que estas últimas tienen de sí mismas, así como la imagen que la mayoría o los grupos dominantes, tienen de ellas. Más aún, la exploración del pasado y la exhibición de las culturas minoritarias mostrarían a los estadounidenses que su cultura nacional no ha sido exclusivamente occidental, masculina o heterosexual, y que sus cánones dominantes no son superiores a los de las minorías. El extremo rechazo de la hegemonía de las culturas occidentales y promasculinas ha causado, en algunos casos, disputas que han resultado 366 la región y sus alternativas en la crítica contemporánea en etnocentrismo. Además, la actitud antihegemónica y el énfasis cultural como guía filosófica en la lucha de las minorías para influir en el sistema, ha implicado la sustitución de estrategias políticas por estrategias cul- turales. Esto implica la utilización de un cierto complejo de teorías aca- démicas en la campaña multiculturalista. Este complejo usado por el multiculturalismo en el ámbito universita- rio se define como “posmodernismo”. Éste incluye teorías actuales tales como el posestructuralismo, la deconstrucción, el neopragmatismo y el poscolonialismo. Los conceptos analíticos de este nuevo pensamiento han influido en las humanidades —la literatura, la historia, la filosofía, la retórica— y las ciencias sociales —la antropología, la sociología, la pedagogía y el derecho— y han dominado los programas de “estudios de la mujer”, “estudios de género” y de “estudios afroamericanos”, que están a la vanguardia de la campaña multicultural en el mundo universitario. Esta nueva generación teórica refleja una desilusión con el humanismo modernista europeo. El pensamiento posmodernista de sus miembros examina una sociedad que ahora se percibe como más compleja, di- versa y conflictiva. Así, el mensaje común de todas las teorías críticas posmodernistas ha sido que todo trabajo creativo —y todo discurso intelectual— está estructurado social y políticamente. Y que, por lo tanto, todos los significados siempre y necesariamente están ligados a la sociedad y al poder que les ha dado forma. Los múltiples contextos del poder determinan los valores, experiencias y actitudes de cualquier tipo de discurso y artefacto. El proyecto posmodernista entonces, pretende en- tender el papel que el poder desempeña en la sociedad y sus efectos en todos los productos culturales. En suma, el proyecto del crítico multi- culturalista ha sido desmitificar a la cultura dominante, al mostrar que no hay distinciones objetivas en los discursos entre verdad e ideología, y hechos y opiniones. De esta manera, los posmodernistas desarrollaron los conceptos de “diferencias” y de “el otro”, que expresan la idea de la existencia de dis- tinciones en la creación y la interpretación de las culturas. “Los otros”, es decir, las minorías, se distinguen de la mayoría a través de “diferencias” de color, raza, género y sexualidad. En términos absolutos, éstas existen solamente como distinciones biológicas. Pero en términos sociales y culturales, únicamente las interpretaciones pueden darle significado a dichas “diferencias”. Son los contextos culturales los que crean valores que afectan las percepciones de tales diferencias como desiguales. Los críticos entonces pueden desafiar el poder hegemónico en la sociedad y avital h. bloch 367 deshacer ideologías establecidas. Su propósito es rechazar la universalidad y redefinir subjetivamente las culturas de las minorías como diferentes del grupo dominante. La división multicultural de la sociedad por medio de diferencias cul- turales es casi una antítesis al regionalismo, ya que las culturas singulares están esparcidas de lado a lado del país y, por lo tanto, trascienden las regiones. Esta actitud generalmente ha eliminado todavía más el pensa- miento regional en la historia estadounidense. Excepto por un caso, en donde el multiculturalismo ha sido integrado a la historia regional: la historia del oeste norteamericano. El legado de Frederick Jackson Turner fue durante muchas décadas que la frontera occidental era la tierra de la aventura para el hombre blanco, su gran triunfo y la base para el sueño imperial. Así, la historia del oeste ha explicado hasta ahora el carácter individualista, el progreso y la democracia estadounidenses. Pese a esto y desde los ochentas, una nueva generación de historiadores del oeste, dirigida por Patricia N. Limerick, rechazó la tesis de Turner. Ellos incorporaron nociones multiculturalistas al subrayar la conquista de los indios y de los hispanos por parte de los blancos. Ellos hicieron hincapié en la brutalidad y el efecto devastador de las matanzas y explo- tación de esas poblaciones, en vez de la idea de superioridad moral y cultural de la civilización europea sobre el salvajismo indio. Los nuevos historiadores del oeste niegan así el mito de la “colonización” del oeste y lo convierten en un proceso más de la historia de Estados Unidos. La conquista del oeste para ellos es un símbolo de la brutalidad masculina. Por eso, ellos abogan por el estudio no sólo de las dañadas y lastimadas poblaciones originales y la diversidad étnica de la región, sino también el drama y las dificultades que enfrentaron las mujeres que emigraron hacia y vivieron en el oeste. En años recientes el mutliculturalismo también ha sido aplicado al es- tudio del suroeste. Y en este caso, su enfoque transfronterizo considera la zona limítrofe del norte de México y el suroeste de Estados Unidos como una región en sí misma. Primero, como la zona a la que los españoles y las culturas indígenas le dieron forma y, más tarde, como la región de “la frontera”, en donde dos culturas —la mexicana y la mexicanoamerica- na— se fundieron en una que se encuentra en transición constante como resultado de la fluidez de la migración. La nueva visión también enfatiza un fuerte impacto histórico y étnico-cultural continuado que viene desde “fuera”. Tal enfoque fronterizo, que también ha recibido la influencia de la globalización y de la regionalización del mundo, problematiza el viejo 368 la región y sus alternativas en la crítica contemporánea paradigma de Estados Unidos como un espacio cultural y nacional único y perfectamente definido. Incluso dentro de su dirección regionalista, la ideología multiculturalis- ta y sus teorías académicas han alentado el particularismo cultural de gru- pos minoritarios. Parece que el pluralismo liberal ya no es capaz de pro- veer líneas a seguir para las minorías. Éstas y sus defensores rechazan el ideal pluralista original. Ellos se preguntan hasta qué punto son parte del colectivo nacional. Algunos de ellos, los más extremistas y separatistas, llegan a dudar de la conveniencia de una unidad nacional. Lo que falta en este momento de transición y de guerras culturales, son conceptos fundamentales alternos que tengan relevancia para la época posmoderna, caracterizada por identidades “post-étnicas”. Por lo tanto, se necesitan nuevos principios de la filosofía política que reemplacen las nociones tradicionales de pluralismo, comunidad, nacionalidad, y restablezcan las fuerzas políticas y espaciales unificadoras de federalismo y territorio. Los nuevos conceptos alternos deberán redefinir la noción de membresía en la comunidad, la identidad nacional y la esencia de Estados Unidos como un Estado-nación dentro de un solo territorio. historiografía visual

Visualizar el pasado mexicano. Someter fotografías a voluntad de la historia gráfica

John Mraz*

Quizá tengamos una resistencia invencible a creer en el pasado, en la historia, excepto en la forma de mito. La fotografía, por vez primera, pone fin a esta resistencia: de ahora en adelante, el pasado es tan cierto como el presente, lo que vemos en el papel es tan cierto como lo que palpamos. Es el advenimiento de la fotografía —y no, como se ha dicho, del cine— lo que divide la historia del mundo.1 Como los mitos, las fotografías nos dejan en la superficie.P ara percibir el caudal de información contenido en las imágenes, deben llevarse a cabo investigaciones de los contextos dentro de y para los cuales fueron producidas, así como aquellos en los que han sido reproducidas. Por sí misma, una fotografía sólo ofrece la oportunidad de poder significar.L a connotación de una fotografía está dada por el discurso concreto dentro del cual se sitúa. Así, las fotografías deben ser “historiadas” para saber lo que “significan”, pues sus “significados” son, finalmente, las significaciones a ellas fijadas en las distintas situaciones en las que han aparecido. En México, las fotografías históricas se encuentran por todas partes. Enormes mantas con el rostro de Francisco Villa y de Emiliano Zapata penden en los mítines políticos. Las paredes de los restaurantes están condimentadas con reproducciones en tonos sepia de soldados abrazan- do a sus novias en las estaciones de tren. Los burócratas de las oficinas gubernamentales laboran bajo la mirada de legendarios presidentes. Los vestíbulos de hoteles y bancos están decorados con imágenes de milita- res de caballería con sombreros de ala ancha que dirigen a sus corceles a través de los maizales, mientras sus fieles soldaderas caminan a su lado. Los mercados de artesanías cuentan con el inevitable local dedicado a

* Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma de Puebla. 1 Roland Barthes, Camera Lucida, tr. Richard Howard. Nueva York, Hill and Wang, 1981, pp. 87-88.

371 372 visualizar el pasado mexicano los vendedores de copias desteñidas y sobreexpuestas —comúnmente refotografiadas de fotografías del Archivo Casasola— de “Adelita” escu- driñando desde el tren, de Villa reclinado en la silla presidencial, y de Zapata sentado firmemente sobre su caballo, vestido de charro. La his- toria visual es una experiencia cotidiana: las tarjetas postales, calendarios, playeras, tazas, ceniceros y otras baratijas, transmiten imágenes del pa- sado, si bien las fotografías raras veces van acompañadas de palabras para describir las escenas representadas.2 La historia gráfica es el medio que de manera más explícita asigna significado a las fotografías históricas.L as historias en imágenes ocupan un nicho importante en un país con altos niveles de semialfabetismo, y este género tiene una larga trayectoria en México, sobre todo en series de gran formato y de varios volúmenes que reproducen miles de fotografías, acompañadas por una variada colección de textos. Desde la década de los veintes, la historia del pasado de México, a menudo ha sido relatada a través de la historia gráfica que continúa siendo un importante foro en el que han participado historiadores renombrados, incluyendo eruditos con el prestigio de Lorenzo Meyer, Enrique Florescano, Luis González y González, Javier Garciadiego, y Álvaro Matute, entre otros. Las historias gráficas que han sido producidas en México varían considerablemente en términos de la investigación y reproducción de imágenes, así como de la calidad de sus textos. Sin embargo, con algunas excepciones, todas comparten una tendencia común al género a lo largo y ancho de todo el mundo: en general, muestran poco respeto por lo que las fotografías podrían decirnos acerca del pasado.3 Las investigaciones

2 Por supuesto, el significado no es generado tan sólo por los textos verbales. El contexto físico de una exhibición proporciona significado a las imágenes, así como lo hace el mensaje general construido por las ilustraciones en un libro. Considérese, por ejemplo, el significado acumulativo de la edición de la obraOther Americas de Sebastião Salgado, en donde la ausencia de texto verbal y los minúsculos títulos creó una situación en la cual el significado de las imágenes fue determinado completamente por el efecto acumulativo. Debido a que muchas de las fotografías son de gente apesadumbrada, aun las expresiones de aflicción que aparecen a menudo en presencia de alguna forma de muerte —así como parecen separadas entre sí por estructuras formales— las sensaciones que evocan son de misterio, angustia y distanciamiento. Comparo esta situación con los trabajos posteriores de Salgado, donde el texto verbal es mucho más importante; véase John Mraz, “Sebastião Salgado: Ways of Seeing Latin America”, en Third Text, vol. 16, núm. 1, 2002, pp. 15-30. 3 Rafael Samuels notó una curiosa situación en Gran Bretaña, donde asegura que las escuelas secundarias “eran mucho más hospitalarias a la recepción de la fotografía —y john mraz 373 gráficas y las llevadas a cabo para los textos escritos son como dos líneas paralelas que aparentan unirse en el horizonte, pero que en realidad nun- ca se juntan. Los historiadores que escriben los ensayos y los pies de fo- tografía, generalmente no han tenido nada que ver con la investigación visual, la cual se asigna a menudo a los estudiantes que fungen como asistentes. Así, las imágenes ilustran textos que han sido escritos comple- tamente aparte de cualquier cuestión que podría haber surgido durante la búsqueda entre viejas fotografías. Más aún, la investigación de imágenes se ha limitado simplemente a encontrarlas, en vez de recabar también información que nos permita relatar maravillosas historias sobre el pa- sado. En aquellas felices ocasiones en donde la investigación visual y la escrita, de alguna manera, han funcionado a la par, los beneficios mutuos evidencian que la fotografía debería situarse en una relación dialéctica con los textos verbales, estimulando y orientando la investigación, en vez de reducirla a ser un bonito relleno buscado en un proceso desligado al que muchos historiadores consideran la auténtica investigación, aquélla efectuada en palabras.4 La mayoría de las historias gráficas son producidas sin ninguna inves- tigación significativa de las imágenes —quién las hizo, por qué motivo, cuándo y en dónde fueron tomadas, o que está sucediendo en ellas— la salida más fácil para muchos historiadores es la del “ilustracionismo”. John Berger ha comentado sobre la fotografía que, “a menos que el observador ya esté familiarizado con el tema, todo lo fotografiado toma el artículo indefinidoun/una. El par de botas se convierte en un par de botas”.5 Los pies empleados en las historias gráficas se apoyan en esta tendencia, arro- jando a menudo generalidades contrarias a la especificidad de la fotografía mucho más críticas y conscientes en su utilización— que los historiadores universitarios, los cuales prestaban su dignidad y autoridad a los libros de café y a los suplementos a colores del Sunday, pero no mostraban ningún signo de incorporar antiguas fotografías en su material de enseñanza o investigación básica”, “The Eye of History”, en Theatres of Memory. Londres, Verso, 1994. 321 pp. 4 Para un ejemplo de cómo pueden emplearse las fotografías en una historia social, véanse mis ensayos “Mexican History in Photographs”, en The Mexico Reader: History, Culture, Politics, Gilbert Joseph and Timothy Henderson, eds., Durham, Duke University Press, 2002; “Más allá de la decoración: hacia una historia gráfica de las mujeres enM éxico”, en Política y Cultura, núm. 1, uam-x, 1992; Imágenes ferrocarrileras: una visión poblana, Lecturas Históricas de Puebla, núm. 59. Puebla / Gobierno del Estado de Puebla, 1991; y “De la fotografía histórica: particularidad y nostalgia”, Nexos, núm. 91, 1985. 5 John Berger, “Another Way of Telling”, en Journal of Social Reconstruction, vol. 1, núm. 1, enero-marzo de 1980. 60 pp. 374 visualizar el pasado mexicano misma; utilizan las fotografías históricas para representar generalizaciones en vez de presentar las particularidades que ellas preservan. Los conceptos verbales son símbolos convencionales para similitudes: la palabra “árbol”, por ejemplo, describe una planta perennemente leñosa con un tronco principal de que crecen muchas ramas. La diferencia entre los medios se ilustra con el hecho de que uno no puede fotografiar el concepto “árbol”, sólo puede fotografiar un árbol en particular.A sí, la fotografía es, por su propia naturaleza, un documento de un momento específico, una fracción particular de segundo, una historia única. Para Barthes, una fotografía “es el particular absoluto, la contingencia suprema, mate y algo estúpida, el Éste/Ésta (esta fotografía, y no fotografía), en breve, lo que Lacan llama el Tuché, la ocasión, el encuentro, lo real, en su infatigable expresión”.6 Sin embargo, mientras las generalidades creadas por los pies ilustracionistas son contrarias a la especificidad del medio fotográfico, la particularidad de una fotografía sólo puede desarrollarse y revelarse mediante la iden- tificación con los epígrafes verbales que aparecen junto a ella. Aparte de la tendencia a generalizar, en ocasiones los pies de fotografía crean historias que son flagrantes falsificaciones de aquello que aparece en la imagen. Una fotografía de una trabajadora de nixtamal proporciona un ejemplo nítido (véase fotografía 1). Cuando se publicó esta fotografía en la serie Así fue la Revolución mexicana, el pie de fotografía correspon- diente afirmaba: L“ as deudas de los obreros no afectarían a sus familias”.7 La imagen aparecía dentro de una exposición de “El problema obrero” y junto a un texto que reproducía las provisiones del Artículo 123, un fragmento de la Constitución de 1917 que “constituía la más iluminada declaración de los principios que protegen a los obreros en el mundo hasta esa fecha”.8 Sin duda, la imagen parecía ofrecer una ilustración conveniente del Artículo 123 en cuanto estipula que las deudas de un trabajador no pueden transmitirse a los miembros de su familia. Tomada presumiblemente antes de la Revolución que curaría los males sociales tales como la usura, la fotografía nos muestra evidentemente a una mujer de mediana edad que ha sido forzada a trabajar en una labor de servicio, porque aparentemente ha heredado las obligaciones de su marido tras

6 Barthes, Camera Lucida, 4. 7 Conjunto de testimonios, vol. 6, Así fue la Revolución mexicana, Enrique Florescano, ed., México, Secretaría de Educación Pública, 1985. 1207 pp. 8 Alan Knight, The Mexican Revolution, vol. 2, Counter-revolution and Reconstruction, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, pp. 470-471. john mraz 375 su muerte. Eliminada cualquier referencia a la fecha en que fue tomada la fotografía, los autores de la serie dieron la impresión de que la mujer sufría la vulnerabilidad de los trabajadores durante el régimen de Porfirio Díaz (1876-1911). Sin embargo, esta fotografía fue tomada en 1919 y las buenas inten- ciones del Artículo 123, impresas alrededor de la fotografía y en la de página enfrente, permanecen en escandalosa yuxtaposición a la situa- ción real de esta mujer (y sus colegas). Por ejemplo, el Artículo 123 contenía reformas de largo alcance relativas a la mujer y al alumbramien- to; se debía dar a las mujeres un mes de descanso con paga total (y otros beneficios) después del parto, incluyendo dos periodos adicionales de descanso pa-ra la alimentación. Al ser entrevistada por Juan de Bereza (investigador de la Secretaría de Trabajo, Industria y Comercio), la mu- jer que aparece en la fotografía, Luz Duani (viuda con seis hijos), ase- guró sobre la compañía “que no le dan nada”.9 El Artículo 123 disponía una jornada laboral de ocho horas y prohibía horas extras de trabajo para las mujeres. Ellas dijeron al señor de Bereza que solían trabajar de 4:00 a.m. a 5:00 p.m., “sin tener en cuenta el tiempo que se invierte en la li- quidación (de cuentas) que por lo regular acaba entre siete y ocho de la noche”. Por una jornada laboral de 13 a 16 horas, las mujeres recibían el “mezquino salario” de entre $0.62 y $1.50, cuando el costo de la vida en la ciudad de México era aproximadamente de $2.50 diarios, y a pesar de que el Artículo 123 establecía que el salario mínimo tenía que “satisfacer las necesidades normales de la vida del obrero, su educación y sus place- res honestos”. Y, no obstante que este Artículo obligaba a los patrones a pagar un salario legal, de Bereza señaló que, “por la venta de masa de la compañía, cuyo promedio es de mil kilos, no se les paga nada. El sueldo debe salir de las maquilas, y si no hay, tampoco se les paga nada”. El Ar- tículo 123 estipulaba que debía pagarse por accidentes o enfermedades relacionadas con el trabajo; las mujeres dijeron al señor de Bereza que no sólo no recibían ayuda ni compensación, sino que incluso perdían su trabajo y eran reemplazadas de inmediato. Las mujeres eran virtualmen- te prisioneras de los molinos de nixtamal: prácticamente nunca las deja- ban salir porque sus jefes insistían en que durmieran ahí para cuidar la

9 He analizado este caso en el artículo, “‘En calidad de esclavas’: obreras en los moli- nos de nixtamal. México, diciembre, 1919”, en Historia Obrera, núm. 24, marzo de 1982, pp. 2-14. Véase también “Some Visual Notes Toward a Graphic History of the Mexican Working Class”, en Journal of the West, vol. 27, núm. 4, octubre de 1988, pp. 64-74. 376 visualizar el pasado mexicano maquinaria, sin sanitarios ni ventilación, y sólo con un delgado petate lleno de chinches entre ellas y el frío y húmedo piso de cemento (no exactamente el tipo de inmueble contemplado por el Artículo 123 en su cláusula correspondiente: “los patrones estarán obligados a proporcionar a los trabajadores habitaciones cómodas e higiénicas”). Sin excepción, las mujeres despreciaban a su “muy despótico y ordinario” jefe que las trataba “muy mal porque las ve como a bestias”, y algunas se quejaban de acoso sexual, afirmando que él las sometía a “groserías y picardías al entregar las cuentas”. De Bereza resumía la situación de las mujeres: eran tratadas “en calidad de esclavas”. Puede espigarse una historia maravillosa de los documentos que acom- pañan a esta imagen en el Archivo General de la Nación (agn), pero es distante del uso hecho de la fotografía en Así fue la Revolución mexicana. Las tareas básicas de la fotohistoria (la representación del pasado en fotografías) son esencialmente las mismas que las de la historiografía (la representación del pasado en palabras): investigación y documentación.10 De haberse dedicado los autores de Así fue la Revolución mexicana a esta disciplina, hubieran podido contar una historia acerca del pasado con mucha más riqueza de la que intentaron falsificar a través del ilus- tracionismo. En cambio, arrancaron esta imagen de su situación real e hicieron mal uso de ella para propósitos muy distintos de su intención original, la de documentar la brecha entre la ley y la realidad en el México posrevolucionario. Así, la fotografía fue recontextualizada para pretender que legitimaba el nuevo orden forjado por la Constitución de 1917 —un régimen encarnado en aquellos que heredaron la Revolución: el Partido de la Revolución Institucional (pri), y el presidente Miguel de la Madrid, cuyas observaciones presentan esta serie. El mal uso deliberado de las fotografías históricas, o el aparente des- interés en cuanto a cómo podrían haberse utilizado más rigurosamente,

10 El concepto de “fotohistoria” parece ser una opción para describir los intentos de hacer historias razonablemente serias con fotografías. En todo caso, prefiero a la “his- toriofotría”, propuesta por Hayden White como una forma “relativamente adecuada” de caracterizar “la representación de la historia y nuestra idea acerca de ella en imágenes visuales y el discurso fílmico”, “Historiography and Historiophoty”, en American Historical Review, vol. 95, núm. 5, diciembre de 1988. 1193 pp. La formulación de White parece innecesariamente complicada y, aunque puede ser útil para hablar acerca de la historia hecha a través de la fotografía, tengo mis dudas en cuanto a su aplicación a los medios que emplean componentes de audio, tales como el filme o el video.S obre la fotohistoria, y el más extenso concepto de “historia fotofónica”, véase Mraz, “¿Qué tiene de nuevo la historia gráfica?”, en Diálogos, núm. 7, Brasil, 2003. john mraz 377 es mayormente el resultado de los impulsos oficialistas y/o mercantilistas tras la elaboración de las series de historia gráfica. El dinero necesario para adquirir y reproducir fotografías con la calidad para comunicar su riqueza visual de información y expresión, siempre influirá en la produc- ción de tales trabajos. Las considerables sumas requeridas se obtienen más fácilmente del gobierno o de empresas privadas, con el resultado de que la historia promulgada por la vasta mayoría de las series repite un anticuado modelo del siglo xix, en el cual los grandes hombres constitu- yen el centro del pasado nacional. En años recientes, una serie, Veracruz, imágenes de su historia ha intentado romper con tales métodos anticuados, incorporando la nueva historia social y cultural desarrollada en Francia por la Escuela de los Anales, para examinar los temas de la vida cotidiana, cultura material, relaciones de clases y mentalidades.11 Sin embargo, a pesar de los esfuerzos por incluir los nuevos métodos históricos, de todas maneras las historias gráficas operan bajo lo que podríamos llamar el “imperativo estético”: generalmente las fotografías se eligen por su cualidad expresiva, la cual es apreciada mejor con una reproducción de alta calidad en papel costoso. Por supuesto, todos los escritos históricos tienen un cierto elemento artístico, pero esto parece particularmente pronunciado en historia gráfica. Al mismo tiempo, sin embargo, es importante notar que la calidad de la reproducción no sólo es un asunto de estética, sino también de información. Esto es, el contenido presente en una imagen depende de una reproducción de calidad para hacerse accesible. La resolución es información; una resolución pobre, producida por un proceso de impresión con un grano grande, carecerá de nitidez y, por ello, de detalle. El imperativo estético es también un imperativo económico y la historia gráfica, como también el “cine his- tórico”, sufren por esto. La fuente esencial de historias gráficas también define esta disciplina, pues las fotografías imponen su propia lógica. Por ello, el historiador catalán Edmon Vallès, observa en su introducción a la serie, Història Gràfica de la Catalunya Contemporània, que:

La importancia relativa de los temas no equivale a la que tendrían en un texto donde la ilustración es el complemento. El pensamiento filosófico, por ejemplo, tiene evidentísima trascendencia en la vida de un pueblo, pero

11 Ana Laura Delgado, coord., Veracruz, imágenes de su historia, Veracruz, Archivo General del Estado de Veracruz, 1989-1992. 8 vols. 378 visualizar el pasado mexicano

no se puede fotografiar; nada más se puede fotografiar a los filósofos. En cambio, las competencias de globos —algo de gran interés para nuestros abuelos— son ciertamente menos importantes pero constituyen excelentes motivos fotográficos y los aeronautas resultan mucho más sugestivos que los filósofos.12

La advertencia expresada por Vallès muestra que se debe emprender la investigación para explorar todo el rango de posibles fuentes. El vene- ro de mayor riqueza es la fotografía de la prensa y, en México, los archi- vos de los colectivos formados por la dinastía Casasola, los hermanos Mayo, y Díaz, Delgado y García, contienen, entre ellos, alrededor de siete u ocho millones de negativos. La utilidad de las colecciones de fo- tografías de prensa varía en relación con la información que acompaña a los negativos archivados. Así, es una pena que, aun en el archivo mejor catalogado, el de los hermanos Mayo, los datos estén limitados a notas mínimas en los sobres que contienen los negativos. Aunque es una ardua tarea la de localizar las fotografías en las publicaciones donde aparecieron originalmente, ésta abriría una mina de oro de información. Como pue- de apreciarse en la historia de las trabajadoras de nixtamal, un sitio donde pueden hallarse fotografías junto con extensas descripciones tex- tuales es el Departamento del Trabajo delagn, donde los reportes de los inspectores sobre las condiciones de trabajo en ocasiones van acompa- ñados de interesantes imágenes. Otra fuente consiste en los álbumes de fotografías familiares; éstos pueden ofrecer profundas miradas al pasado si se realizan entrevistas relacionadas con las imágenes. También pueden ser útiles las fotografías tomadas con propósitos políticos, como en el caso de Guillermo Treviño, el militante comunista y ferrocarrilero po- blano, quien documentó la lucha laboral desde los años veintes hasta los años setentas. Por último, los extranjeros pueden brindar miradas alter- nativas, tal como las imágenes de C.B. Waite, William Henry Jackson, François Aubert, o Abel Briquet. Las historias gráficas mexicanas más recientes se han producido con dinero público, pero la iniciativa privada fue crucial para el comienzo del género, y para el enlace que siempre tendrá con la fotografía de prensa. Agustín Víctor Casasola fundó una agencia de fotografías de prensa (Agen- cia Mexicana de Información Gráfica) durante 1912 con la idea de com-

12 Edmon Vallès, Història Gràfica de la Catalunya Contemporània, 1888/1913, vol. 1. Barcelona, Edicions 62, 1974, p. 9. john mraz 379 petir con los torrentes de fotógrafos que viajaron a México para cubrir la revolución, la primera conflagración social accesible a los medios modernos y un imán para los reporteros de todo el mundo. Casasola fue fotoperiodista y empresario (semejante a Mathew Brady durante la Guerra Civil de Estados Unidos); contrató hombres para su agencia o compró imágenes que ya habían sido tomadas.13 En 1921, Agustín Víctor comen- zó a producir historias gráficas con su archivo, editando elÁlbum histórico gráfico.14 Debe haber sido lucrativo, pues su hijo, Gustavo, llevó el nego- cio familiar a nuevas alturas a partir de los años cuarentas, publicando y reimprimiendo constantemente muchos libros de imágenes, de los cuales los más importantes son las dos series, Historia gráfica de la Revolución Mexicana y Seis siglos de historia gráfica de México.15

13 El Instituto Nacional de Antropología e Historia adquirió el Archivo Casasola en 1976 y, de acuerdo con el director del inah, Sergio Raúl Arroyo, “El Fondo Casasola de la Fototeca Nacional del inah está conformado de 483,993 imágenes tomadas entre 1895 y1972, de las cuales 411,904 son negativos y solamente 72,089 son positivos. De las imá- genes, 427,418 han sido catalogadas y 199,018 están digitalizadas y disponibles a través del catálogo automatizado del Sistema Nacional de Fototecas”, “El Fondo Casasola en la Fototeca Nacional del inah”, en Mirada y memoria. Archivo fotográfico Casasola. México: 1900-1940. México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 2002, p. 11. 14 Álbum histórico gráfico: contiene los principales sucesos acaecidos durante las épocas de Díaz, de la Barra, Madero, Huerta y Obregón, México, Agustín V. Casasola editor, 1921. 15 Una historia editada de los Casasola sería una tarea formidable. Parece que el Ál- bum histórico gráfico fue reeditado en 1933. Historia gráfica de la Revolución fue publi- cada por vez primera en los años cuarentas, probablemente en 1942 y cubría el periodo 1900-1940. Véase la entrevista “Gustavo Casasola: todos nuestros ayeres”, en Cristina Pacheco, La luz de México. Entrevistas con pintores y fotógrafos. México, fce, 1988, pp. 116-125. En los créditos de Historia gráfica de la Revolución, Gustavo Casasola atribuye la recolección de materiales y la fotografía a Agustín Víctor, haciendo notar que él (Gustavo) la dirigió y terminó; en los años cincuentas se publicó una versión de este trabajo. En los años sesentas, la serie se convirtió en la Historia gráfica de la Revolución mexicana, con una colección de cinco volúmenes publicados por Editorial Trillas, que cubría el periodo hasta 1960. En 1973, Trillas lo extendió a un conjunto de diez volúmenes, que volvió a publicar en 1992; esta serie llevó la Revolución hasta 1970. Parece que Seis siglos de historia gráfica de México apareció por vez primera en 1962, y siempre ha sido publicada por Gustavo Casasola. El segundo conjunto fue publicado en 1967-1969; la tercera serie apareció en 1971; la cuarta versión fue publicada en 1978; la versión más reciente surgió en 1989 y fue publicada por la Editorial Gustavo Casasola en conjunto con el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Otras publicaciones de Gustavo Casasola incluyen Efemérides ilustradas de México de ayer. México, Editorial Gustavo Casasola, 195?, y Hechos y hombres de México, anales gráficos de la historia militar de México, 1810-1980. México, Editorial Gustavo Casasola, 1980, así como al menos cinco biografías ilustradas de Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Emiliano 380 visualizar el pasado mexicano

Aunque los Casasola fueron los primeros en explorar sistemáticamente la sed del público por la historia visual, sus trabajos dejan mucho que desear como modelos de cómo utilizar las fotografías. La pobre repro- ducción y el grano grande vuelven imperceptibles ciertos elementos que son visibles en trabajos de mayor calidad.16 Un problema más serio se produce por el hecho de que no sabemos quién tomó las fotografías: un investigador encontró el trabajo de más de 480 fotógrafos en el Archivo Casasola.17 Esto crea dificultades para determinar qué es lo que realmente está ocurriendo en las imágenes, sobre todo porque Gustavo Casasola emplea fotografías a su capricho: incluso utiliza imágenes famosas para convertirlas en cualquier cosa que sea conveniente para el tema en cues- tión.18 Un ejemplo sorprendente es el de la apropiación de la fotografía galardonada de Paco Mayo en una campaña de alfabetización, una de las más conocidas de entre los cinco millones de imágenes en el archivo de los hermanos Mayo (véase fotografía 2).19 La fotografía de Paco ganó el Premio Extraordinario en la importante Exhibición del Reportero Gráfico en 1947, es muy conmovedora, aunque sentimental: iluminada por una vela, una anciana lucha por aprender a leer con la ayuda de dos niños, el

Zapata, Lázaro Cárdenas, y Plutarco Elías Calles, que fueron publicadas en 1974-1975 por la Editorial Gustavo Casasola. 16 Para buenas reproducciones de las imágenes de Casasola, véanse Mirada y memoria, así como Los inicios del México contemporáneo. Fotografías Fondo Casasola. México, cnca / fonca / Casa de las Imágenes inah, 1997; Jefes, héroes y caudillos: Archivo Casasola. México, fce, 1985; El poder de la imagen y la imagen del poder: Fotografías de prensa del porfiriato a la época actual. Chapingo, Universidad Autónoma Chapingo, 1985. Véanse también ¡Tierra y Libertad! Photographs of Mexico 1900-1935 From the Casasola Archive. Oxford, Museum of Modern Art, 1985, y The World of Agustín Víctor Casasola, Mexico: 1900-1938. Washington d.c., Fondo del Sol Visual Arts and Media Center, 1984. 17 Véase Ignacio Gutiérrez Ruvalcaba, “A Fresh Look at the Casasola Archive”, en History of Photography, vol. 20, núm. 3. Londres, 1996. 18 Un participante en la Revolución se quejó de las inexactitudes: “Ésa fue la verdad y no lo que escribió Casasola en el segundo tomo de su Historia gráfica”, Rodolfo López de Nava Camarena, Mis hechos de campaña. México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1995, p. 92. 19 El Archivo General de la Nación adquirió el archivo de los hermanos Mayo en 1982. En los hermanos Mayo, véanse Mraz y Jaime Vélez Storey, Uprooted: Braceros in the hermanos Mayo Lens. Houston, Arte Pública Press, 1996; Mraz y Jaime Vélez Storey, Trasterrados. Braceros vistos por los hermanos Mayo. México, Archivo General de la Nación, en prensa; Mraz, “Foto hermanos Mayo: A Mexican Collective”, en History of Photography, vol. 17, núm. 1, primavera de 1993; Mraz, “Close-up: An Interview with the hermanos Mayo, Spanish-American Photojournalists (1930s-present)”, en Studies in Latin American Popular Culture, núm. 11, 1992. john mraz 381 ceño fruncido mientras su mano nudosa sigue las letras de una página.20 A pesar de ser tan ampliamente conocida, la imagen fue incluida en Seis siglos entre otras fotografías que documentan “La casa del estudiante indígena” y “Las escuelas rurales” en el periodo de 1926 a 1938, y no se le da crédito alguno a Paco Mayo. El hecho de que no podamos confiar en la identificación de las fotografías en las series de Casasola, las vuel- ve problemáticas aun como catálogos, pues tendríamos que hallar las publicaciones originales de las imágenes para estar en condiciones de utilizarlas con algún rigor. Las obras en el Casasola no son realmente historia, sino crónicas compuestas de miles de imágenes —por ejemplo, cada uno de los catorce volúmenes en la última edición de Seis siglos contiene alrededor de 1,500 imágenes— las cuales aparecen junto a una narración seca y conservado- ra de “hechos”. El discurso creado por la prosa al estilo de los almana- ques, y la multitud de fotografías (que son presentadas como ventanas al pasado), es eminentemente positivista, reflejando la formación en el porfiriato deA gustín Víctor Casasola. Asimismo, es una expresión de la creencia de Gustavo en su propia capacidad de “observación objetiva”. Aunque Gustavo intentó en un principio solicitar la ayuda de los histo- riadores, eventualmente decidió que “eran tendenciosos y escribían según sus intereses políticos”; así determinó escribir él mismo todos los textos, en una labor “hecha con una idea documental más que política”.21 La atracción de los Casasola por el positivismo se expresa en una insisten- te aceptación del status quo, y las series son más que nada calendarios de actos oficiales: reuniones presidenciales con otros políticos o diplomáticos extranjeros, ceremonias, banquetes y desayunos. Las dos series mayores difieren un poco.L a Historia gráfica de la Revolución mexicana se enfoca a los líderes políticos: los volúmenes sobre el porfiriato y la Revolución

20 A la fotografía de prensa las artes plásticas le dieron el tratamiento de primer plano en la exhibición de fotoperiodismo, parteaguas de 1947, que tuvo lugar en el Palacio de Bellas Artes. La exposición fue inaugurada el 27 de julio de 1947 bajo el título “Palpitaciones de la vida nacional (México visto por los fotógrafos de prensa). Véase fotografía con el pie “Madre aprendiendo a leer” (la avanzada edad de la mujer y la juventud de los niños la hace mucho más probable que sea una abuela), de la campaña contra el analfabetismo en G. Casasola, en Seis siglos de historia gráfica en México, vol. 9. México, Editorial Gustavo Casasola / cnca, 1989. 2851 pp. Sobre la fotografía y el premio, véase Pepe Grillo, “Vivir para ver”, Más, núm. 17, 25 de diciembre de 1947. 21 Véase “Palabras del autor”, en Historia gráfica de la Revolución mexicana, vol. 1. México, Trillas, 1973, vi, y “Gustavo Casasola: todos nuestro ayeres”, 123. 382 visualizar el pasado mexicano resaltan a los presidentes y sus ministros, así como a los jefes militares, caudillos y caciques; los volúmenes ilustrando los periodos de la posguerra están colmados de “hombres en trajes”: banqueros, empresarios, líderes sindicales y gobernadores. En Seis siglos de historia gráfica de México, esta atención a los pode- rosos se expande para incluir las actividades de otros miembros de la clase acomodada: las notas sobre “distinguidos matrimonios”, alta moda y eventos culturales tales como la ópera. La adulación expresada para los ricos y poderosos resulta en una curiosa nostalgia posrevolucionaria por el porfiriato, a semejanza de películas como¡Ay, qué tiempos, señor Don Simón! (Julio Bracho, 1941). En las páginas de Seis siglos, mujeres con costosos vestidos se pasean por el Hipódromo de la Condesa, sus caras protegidas del sol por parasoles o enormes y floridos sombreros; hombres en traje de etiqueta con sombrero de copa se reúnen frente a su cantina favorita; los funcionarios presiden la apertura de trabajos públicos que ofrecen una prueba del progreso del porfiriato.L a nostalgia es siempre la negación de la historia, una fantasía irrealizable para volver a un pasado fetichista. Susan Sontag podría haber estado comentado la fantasiosa añoranza de las fotografías de los Casasola sobre el porfiriato cuando escribió: “Las fotografías convierten el pasado en un objeto de delicada mirada, mezclando las distinciones morales y desarticulando los juicios históricos a través del patetismo general de mirar al tiempo pasado”.22 Como una expresión de su añoranza por los días en que las relaciones entre las clases eran más simples, Casasola encuentra trabajadores dóci- les como contraparte de su aristocracia porfiriana.A sí, en su sección de “Asuntos obreros, 1900-1910”, las fotografías muestran a empleados obe- dientes y a miembros de diversas sociedades mutualistas: los hombres pul- cramente vestidos con sacos y corbatas, las mujeres en vestidos blancos y sentadas con las manos escrupulosamente unidas frente a ellas.23 Se hace mención de las huelgas de Cananea y Río Blanco, pero la atención visual cae en el gobernador de la ciudad de México, Don Guillermo Landa y Escandón, quien aparece recibiendo condecoraciones por parte de los trabajadores, y charlando con mujeres dócilmente dispuestas a escuchar. El texto es elocuente:

22 Susan Sontag, On Photography. Nueva York, Dell Publishing, 1973, p. 71. 23 G. Casasola, Seis siglos de historia gráfica en México, vol. 5. México, Editorial Gustavo Casasola / cnca, 1989, pp. 1450-1455. john mraz 383

Durante los últimos meses del año de 1909, el gobernador del Distrito Federal (d.f.), don Guillermo Landa y Escandón, se dedicó a visitar a los obreros a las fábricas que estaban bajo su jurisdicción, a invitación que le hiciera la “Sociedad Mutualista y Moralizadora del d.f.”. En todas estas factorías fue recibido por los propietarios o consejos de administración con grandes ceremonias. Recorría los talleres y escuchaba los discursos de los obreros, terminando su visita con un lunch-champaña para brindar por el general Porfirio Díaz y la paz en el país.

Cuando no se ajustan a la nítida imagen de un proletariado moderni- zado —y no son excoriados por participar en actividades “antisociales”— las clases más bajas son, a menudo, representadas como algo pintoresco, “tipos populares” que vagabundean y beben en “piqueras”, donde celebran el “San Lunes” en vez de ir a su trabajo.24 Si son mostrados trabajando, a menudo aparecen realizando tareas extrañas, tales como hurgando en los desperdicios en búsqueda del “Tesoro de la basura”. El pie de fotografía que acompaña la imagen de un individuo humilde cargando a un hombre de mayores recursos a través de una calle inundada de la ciudad de México, indica la tendencia ideológica de Casasola respecto a la historia, ya que hace hincapié en los “abusos” de los cargadores quienes, al llegar a la mitad de la calle pedían más dinero, y si el cliente no aceptaba, lo dejaban caer al agua.25 ¡Qué instancia tan reveladora de cómo las imágenes pueden decir cosas tan distintas a diferentes personas, así como demostrar cuán de- pendientes son de los títulos! En donde yo veo reflejadas las diferencias en- tre las clases extremas de México en el hecho de que algunas personas tienen que cargar a otras en su espalda, Casasola sólo ve los “abusos” de la gente pobre. En aquellas instancias cuando la clase trabajadora transgredía los lími- tes de lo aceptable, las series de Casasola enfatizaban los costos sociales a la ciudadanía, aseverando que las huelgas “paralizan todos los servicios”, causando “atentados en la vida y en los intereses de los habitantes”. La perspectiva de Casasola respecto a los trabajadores que buscan mejorar su situación, puede resumirse en la descripción de “una sangrienta catástrofe”

24 “San Lunes” es una expresión común en México para celebrar el día lunes como si fuera un día santo (y, por tanto, un día feriado). Véanse las páginas dedicadas a “Las piqueras” y “San Lunes”, en G. Casasola, Seis siglos de historia gráfica en México, vol. 8. México, Editorial Gustavo Casasola / cnca, 1989, pp. 2496-2497. 25 G. Casasola, Seis siglos de historia gráfica en México, vol. 2. México, Editorial Gustavo Casasola, 1971, p. 1119. 384 visualizar el pasado mexicano provocada por la huelga en una fábrica durante los años veintes: “El admi- nistrador señor J. Imbert resultó herido en un brazo al serle arrojada una piedra. La gendarmería montada para establecer el orden hizo una descar- ga que ocasionó un muerto y siete heridos. Al efectuar los funerales del obrero muerto en La Abeja, los manifestantes pararon los camiones de pasajeros bajando al pasaje”.26 Para Casasola, los huelguistas crearon un estado de anarquía que derivó en un derramamiento de sangre, lo cual es evidenciado por el caso del administrador herido. Esto requirió la acción policiaca, en donde la muerte de un trabajador se ofrece sólo como una excusa más para alterar la vida de la gente decente. El oficialismo en las historias gráficas de Casasola se demuestra con- vincentemente en su alineación con la autorrepresentación del pri como heredero de la Revolución. En su duradera producción de la Historia gráfica de la Revolución mexicana, Gustavo Casasola amplía resuelta- mente la era revolucionaria para incluir las fotografías más recientes, implicando que este proceso continúa, y que el pri es un régimen revo- lucionario. Así, las páginas finales de la última edición deHistoria gráfica de la Revolución mexicana documentan la designación del gabinete del presidente Luis Echeverría, presentando a los funcionarios —hombres grises en trajes oscuros— como si constituyeran algún tipo de gobierno “revolucionario”. El hecho de que todos los miembros del gabinete de Echeverría sean de sexo masculino, es la expresión de un meta-texto fundamental y per- nicioso en ésta y subsiguientes series de la historia gráfica: Los grandes hombres hicieron la Revolución, y continúan haciéndola. Alrededor del 65 % de las fotografías publicadas en la Historia gráfica de la Revolución mexicana son de líderes políticos.27 Los hombres ilustres son un foco familiar en las historias ilustradas, tal como puede observarse en las fotografías dedicadas a ellos en otras historias gráficas mexicanas: Bio- grafía del poder (74 %), Así fue la Revolución mexicana (62 %) e Historia

26 G. Casasola, Seis siglos de historia gráfica en México, vol. 8, p. 2277. 27 Se llegó a esta cifra contando las fotografías en G. Casasola, Historia gráfica de la Revolución mexicana, vol. 1. Del total de las 980 fotografías, 637 eran de grandes hom- bres, es decir, los creadores de la historia. Esta categoría no incluye a los soldados, los campesinos u obreros sin nombre, o a los hombres no identificados que carecen de la capacidad de liderazgo, por ejemplo, las personas que están siendo ejecutadas por falsi- ficación o deserción.L os volúmenes posteriores parecen contener un porcentaje incluso mayor de grandes hombres. john mraz 385 gráfica de México (47 %).28 El empleo de tantos retratos me hace pregun- tar qué es lo que realmente aprendemos a partir de las fotografías de los políticos, pues su fisonomía nos dice poco acerca del pasado.29 Por lo contrario, el objeto real de tales imágenes es el de situar a los caudillos varones como si fueran la historia encarnada, la suma total de las luchas pasadas encapsuladas en la efigie de un líder. La época de oro de la historia gráfica subsidiada se dio durante el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988). Esto es apropiado, pues su mandato fue el último aliento del “nacionalismo revolucionario”, la estra- tegia del pri para cooptar la expresión cultural, mientras la Revolución comenzó a ser reemplazada por la ideología neoliberal de la privatiza- ción. Su régimen pagó por los escritos, investigación visual e impresión masiva de varias voluminosas series: Memoria y olvido, una colección de “monografías” asignadas a diversos autores; Así fue la Revolución mexi- cana, una oda suntuosamente producida en recuerdo del cataclismo de 1910-1917; Biografía del poder, hagiografías populares de los héroes del nuevo orden; e Historia gráfica de México, la serie con el título obligato- rio lanzado para aprovechar los fondos remanentes en el último año del sexenio, el bien conocido “año de Hidalgo, pendejo el que deje algo”.30 La historia narrada en los textos de estos trabajos es marcadamente mejor que aquélla de los álbumes de Casasola, pues normalmente se encargaron a especialistas. Sin embargo, aunque la calidad de la investigación visual varía enormemente, las series se asemejan en que las imágenes están casi invariablemente divorciadas de los textos. Así, son poco más que historias ilustradas, donde los ensayos han sido construidos completamente aparte de la investigación de las imágenes. Al término del periodo del pre- sidente de la Madrid, un feliz vástago de las nuevas historias gráficas propuso una alternativa: Veracruz, imágenes de su historia fue producida por el gobierno del Estado de Veracruz, y se centró en la historia regional;

28 Ésta no es una encuesta exhaustiva. Analicé un volumen de cada serie, comparan- do el número total de fotografías con el que, de alguna manera, describían a grandes hombres. 29 Un uso posible sería emplear esas fotografías para abrir preguntas sobre actitudes raciales —por ejemplo, comparar fotografías de PorfirioD íaz tomadas en 1876 con aqué- llas hechas en 1910, para determinar si en ese periodo se estaba aclarando la piel. 30 Carlos Martínez Assad, ed., Memoria y olvido: imágenes de México, 20 vols. México, Martín Casillas / sep, 1982-1983; Enrique Florescano, ed., Así fue la Revolución mexica- na, 8 vols. México, Senado de la República / sep, 1985-1986; E. Krauze, Biografía del poder, 8 vols., México, fce, 1987; Héctor Aguilar Camín et al., Historia gráfica de Méxi- co, 10 vols. México, Patria / inah, 1988. 386 visualizar el pasado mexicano muy bien podría representar el intento más riguroso por incorporar la fotografía en los estudios de la historia mexicana.31 La serie Memoria y olvido: imágenes de México fue publicada en 1982-1983 por Martín Casillas, en colaboración con la Secretaría de Educación Pública, y está conformada por 20 volúmenes. Se imprimieron seis mil copias de cada libro, un número elevado para México. Todas las imágenes se tomaron del acervo del agn, por lo que su fuente general está reconocida y, en algunos de los libros, se identifica a fotógrafos o colecciones específicos. Un historiador, Carlos Martínez Assad coordi- nó la serie, aunque en pocos de los volúmenes se hace referencia explícita a las imágenes (incluyendo el libro de Martínez Assad). Algunos de los au- tores —específicamenteC arlos Monsiváis y Elena Poniatowska— habían mostrado previamente un interés en la fotografía, pero sólo Monsiváis y Aurora Loyo desarrollan una relación entre el texto y las imágenes. La calidad de los textos varía mucho, pero la investigación y selección de las imágenes es muy buena, sin duda como resultado de la colaboración de Alfonso Morales, un renombrado estudioso de la cultura visual mexica- na. Desafortunadamente, la calidad de la impresión es extremadamente pobre, derivando en imágenes borrosas, desteñidas y granulosas, con un fuerte contraste; es por ello que estos libros son mucho menos útiles como historia que como lo hubieran sido con una reproducción decente. El libro de Guillermo Boils, Las casas campesinas en el porfiriato, se basa en una excelente idea: la de analizar el material cultural de la vida diaria —en este caso, la vivienda— precisamente uno de los tópicos más adecuados para la fotohistoria.32 Las imágenes de las casas fueron toma- das alrededor de 1900, y están acompañadas por descripciones de los materiales con los cuales eran construidas. Vemos una fotografía de una choza en Mitla, y se nos dice que es una “casa de caña de maíz y techum- bre de tule o palma” (véase fotografía 3). Dos fotografías del altiplano muestran variedad: una imagen preserva una cabaña hecha de pencas de maguey, mientras que otra nos muestra una casucha de caña o carrizo con cubierta de zacate. Y, en una fotografía de una región semidesértica, se describen las viviendas como “chozas de paja o zacate sobre estructura de varas y troncos delgados”. Aunque la pobre reproducción nos impide

31 A. L. Delgado, coord., Veracruz, imágenes de su historia, 8 vols. 32 Guillermo Boils, Las casas campesinas en el porfiriato, vol. 5, Memoria y olvido: imá- genes de México. México, Martín Casillas / sep, 1982; los ejemplos citados se encuentran en las páginas 9, 45 y 31. john mraz 387 apreciar las viviendas con detalle visual, el autor ha identificado una de las instancias en las que la fotografía puede iluminar el pasado, y no tan sólo ilustrarlo. La nostalgia por el porfiriato nunca se encuentra lejos de las historias gráficas mexicanas y en esta serie aparece con fuerza enLas intimidades colectivas, de David Huerta, y El último guajolote, de Elena Poniatowska.33 El libro de Huerta ofrece una mirada a las tarjetas postales con imágenes, compuestas de fotografías y textos poéticos, registrados en el agn entre 1908 y 1910. Entre aquellos que se reproducen, está el “alfabeto femeni- no”, que proporciona una visión aguda de la actitud hacia la mujer de esa época. Así, el alfabeto ordena a la mujer a ser “amable siempre”, “bella como sea posible”, eventualmente llegando a joyas tales como “prudente en mis goces” y “zalamera con mi dueño”. El último guajolote, de Ponia- towska, es una reconstrucción ficcionalizada de la vida en las calles de la ciudad de México a finales del siglo xix, evidentemente basada en observadores clásicos de la escena urbana, tales como Antonio García Cubas, Guillermo Prieto y Ricardo Cortés Tamayo. El texto está ilustrado con fotografías de “tipos populares”: amanuenses, tejedores de canastas, periodiqueros, cargadores de objetos grandes y voluminosos, cantineros y sus clientes, músicos, herreros, lavanderas y una infinita variedad de vendedores de pollos, guajolotes, pescado, aves, frutas, granos de maíz, sarapes, sombreros, sillas, petates y platillos tradicionales.34 El texto de Poniatowska ofrece una muestra ricamente texturizada de la vida en la ciudad, pero hace poca o nula referencia a las imágenes, que sólo sirven como ilustraciones. No obstante, este libro incluye el nombre de los fotó- grafos que hicieron las imágenes que lo ilustran: C. B. Waite y J. Lupercio (sin duda José María).

33 David Huerta, Las intimidades colectivas, vol. 4, Memoria y olvido: imágenes de Méxi- co. México, Martín Casillas / sep, 1982, 43; Elena Poniatowska, El último guajolote, vol. 10, Memoria y olvido: imágenes de México. México, Martín Casillas / sep, 1982, passim. 34 La fotografía de tipos populares ofrece una perspectiva única sobre el pasado. Para una buena selección del estudio Cruces y Campa, véase ¡Las once y serenooo! Tipos mexi- canos. Siglo xix. México, cnca / Lotería Nacional / fce, 1994. Sin embargo, es importante el conocimiento sobre el género para resistir la tentación de verla como una ventana inmediata al pasado. Patricia Massé realiza un análisis fino de los oprimidos decorativos que posaron para Cruces y Campa: estas personas con frecuencia eran esencialmente modelos, que se convertían en quienes representaban al cambiar de ropa en el estudio; su pintoresca subyugación a los requisitos de los fotógrafos reforzó el orden social reinante. Véase Simulacro y elegancia en tarjetas de visita. Fotografías de Cruces y Campa. México, inah, 1998, pp. 105-125. 388 visualizar el pasado mexicano

Otro libro de la serie Memoria y olvido demuestra cuán crucial es identificar a los fotógrafos para desenmascarar las intenciones detrás de la elaboración de una fotografía (y, en última instancia, su significado): La intervención norteamericana. Veracruz, 1914, de Andrea Martínez.35 Aquí, casi todas las imágenes se atribuyen a uno de dos fotógrafos: P. Flores Pérez o (Eduardo) Melhado. La gran mayoría de las fotografías de Melhado son de las fuerzas invasoras: cuatro marines en pose heroica disparan sus pistolas contra el enemigo, apuntando a través del agujero de un edificio bombardeado (véase fotografía 4); la policía naval deE stados Unidos realiza una inspección; marines descansan en una plaza y toman de grandes tarros; dos marines sentados tras una máquina de escribir Remington, miran hacia el fotógrafo. La cámara de Flores Pérez (al menos como es presentado en el libro de Martínez) se enfocó en la dirección opuesta. También tomó, por supuesto, imágenes de los invasores, pero mostraba a menudo en primer plano a mexicanos abatidos, tal vez como una forma de señalar la responsabilidad de Estados Unidos. Algunas fotografías son cándidas: captó a un marinero con su rifle apuntando hacia cadáveres ensangrentados poco después de una intensa escaramuza (véase fotografía 5).36 Sin embargo, una fotografía montada que recuer- da a los “cuatro marines” de Melhado, evidencia aún más claramente la intención de Flores Pérez (véase fotografía 6). Aquí, aunque los dos marines aparentan abrir fuego en una postura tan valiente como en la composición de Melhado, un mexicano “muerto” ha sido colocado en el

35 Andrea Martínez, La intervención norteamericana. Veracruz, 1914, vol. 11, Memo- ria y olvido: imágenes de México. México, Martín Casillas / sep, 1982. Las fotografías de Melhado mencionadas se reproducen en las páginas 35, 59, 63 y 64. 36 Página 153. Esta fotografía ofrece una interesante lección sobre las dificultades para determinar la autoría. En el libro de Martínez, el lado izquierdo de la fotografía lleva la inscripción: “Muertos in Diligencias. Abril 21, 1914. P. Flores Pérez, Fot”. De acuerdo con el historiador Bernardo Díaz García, Diligencias era un área “donde se concentró uno de los núcleos más fuertes de la oposición al invasor”, en Puerto de Veracruz, vol. 8, Veracruz: imágenes de su historia. Veracruz, Archivo General del Estado de Veracruz, 1992, p. 157. B. García Díaz reproduce la misma imagen, pero la copia que publicó tiene la siguiente leyenda escrita en ella: “Hadsell. Veracruz. 3371. Killed in Front of Hotel Diligencias”, lo cual parecería establecer a “Hadsell” como el autor. También se incluyó la fotografía en la historia gráfica clásica producida en Estados Unidos, Anita Brenner, The Wind That Swept Mexico: The History of the Mexican Revolution 1910-1942. Nueva York, Harper & Brothers, 1943, núm. 97; se publicó en México con el título, La Revolución en blanco y negro. México, fce, 1985. En el libro de Brenner, la fotografía se acredita a Brown Bros., y el lado izquierdo de la fotografía está cortado, tal vez para eliminar lo escrito en la fotografía. john mraz 389 frente, proporcionando con toda claridad una víctima del imperialismo de Estados Unidos.37 Flores Pérez no limita su cámara a denunciar la guerra contra los civi- les; también evidencia la resistencia a la invasión, así como la solidaridad entre los residentes del puerto. Una fotografía documenta a los soldados mexicanos acostados boca abajo en lo que parece ser una lucha callejera. La imagen es muy realista, aunque los dos hombres en un extremo pa- recen sumidos en una tranquila conversación, pudieran hacer dudar de que haya sido tomada durante el combate. Son muy raras las fotografías de combate auténtico en la Revolución. El peso de la cámara y la lenti- tud de la exposición fueron factores tan adversos, que las imágenes de acción podrían limitarse a las fotografías tomadas por Jimmy Hare duran- te la sublevación maderista en la frontera norte, o las de Manuel Ramos y los hermanos Casasola (Agustín Víctor y Miguel) tomadas durante la decena trágica. Por ejemplo, Blanca Jiménez y Samuel Villela señalan en su investigación sobre Amando Salmerón, el fotógrafo de Zapata, que “Es extraño que en las fotos de la Revolución tomadas por Salermón, no haya una sola sobre un hecho bélico directo”.38 Otra imagen de Flores Pérez muestra a la muchedumbre reunida frente al cuartel militar, pi- diendo armas para la resistencia (de acuerdo con la leyenda escrita en la fotografía). Y, en otras imágenes, Flores Pérez demuestra la solidaridad entre la gente al fotografiar a una cuadrilla cargando a un herido, así como al captar el rechazo multitudinario de los invasores por parte de los habitantes de Veracruz en la reunión masiva para los funerales de los héroes José Azueta y Benjamín Gutiérrez Ruiz. La insistencia de Flores Pérez en denunciar las bajas de civiles y ates- tiguar la resistencia, se demuestra en fotografías que fueron “dirigidas” para proporcionar registros visuales. Las fotografías muestran a hombres disparando desde y hacia casas en ruinas, cuerpos esparcidos, mientras los niños atisban la acción por detrás de una pared. En una fotografía (“Efec- tos de un metrallazo”), vemos a un hombre apuntando con una pistola, mientras en el suelo están esparcidos tres cadáveres (véase fotografía 7). En otra imagen tomada desde el mismo sitio —intitulada “Estragos de un

37 Martínez no incluyó esta fotografía en La intervención norteamericana. De hecho, el autor parece no estar consciente de las diferencias entre los fotógrafos que ella emplea sólo para ilustrar una historia convencional de la invasión. 38 Blanca Jiménez y Samuel Villela, Los Salmerón. Un siglo de fotografía en Guerrero. México, inah, 1998, p. 50. 390 visualizar el pasado mexicano metrallazo”— el hombre con la pistola parece alejarse, mientras los tres cadáveres parecen haber sido sustituidos por otros cuerpos, ¡yaciendo en posiciones distintas! (véase fotografía 8). Al comparar estas dos imá- genes, parece claro que Flores Pérez reconstruyó las escenas. El hecho de que estas fotografías fueran montadas de ninguna forma las invalida como documentos históricos, y el famoso “Caso del cadáver arreglado” de la guerra civil de Estados Unidos proporciona un antecedente para las actividades de Flores Pérez.39 La resistencia captada por este fotógrafo, ya sea en combate real o recreación imaginaria después de los hechos, representó la oposición a la invasión, tanto del pueblo como del propio Flores Pérez. El libro de Carlos Monsiváis, Cecilia Montalván (te brindas, voluptuosa e impudente), es uno de los dos dentro de la serie Memoria y olvido que hace referencia directa a las fotografías y sus usos. Aquí, vemos cómo el autor utilizaba las imágenes para interrogar al periodo en cuestión:

A la fotografía masificada, las mujeres llegan como objeto de devoción o consumo. Serán las madres abnegadas, las novias prístinas, las divas re- verenciables, las mujeres anónimas cuya desnudez trastorna, las vedettes de belleza enloquecedora y simpatía que electriza. (No hay en las tarjetas postales o en las fotos grandes, mujeres del pueblo, una vendedora hu- milde no conmueve o electriza.)... ¿De qué informan las numerosas fotos de Celia Montalván? De una pequeña industria de fotógrafos, impresores, maquillistas, modistas, decoradores; de un auditorio ávido de recuerdos co- leccionables de su ídolo; del gusto sexual e iconográfico de una época.40

Aurora Loyo decidió abordar de frente la cuestión de la fotografía histórica; en La unidad nacional, su primera frase anuncia la intención de explorar “La fotografía como un testimonio para recrear una época”.41 Ella se niega a utilizar las fotografías como ilustraciones y dice: “Estoy convencida y espero convencer de que las imágenes pueden enseñar más

39 He comentado la pregunta del caso del “Rearranged Corpse” (El Cuerpo Rearregla- do) y dirigido fotoperiodismo en general en mi libro Nacho López, Mexican Photographer. Minneapolis, University of Minnesota Press, 2003, pp. 169-185. También véase “¿Qué tiene la fotografía de documental? Del fotorreportaje dirigido al fotoperiodismo digital”, en Revista Zonezero, www.zonezero.com (2002). 40 Carlos Monsiváis, Celia Montalván (te brindas, voluptuosa e impudente), vol. 14, Memoria y olvido: imágenes de México. México, Martín Casillas / sep, 1982, pp. 7, 48. 41 Aurora Loyo, La unidad nacional, vol. 18, Memoria y olvido: imágenes de México. México, Martín Casillas, 1983; las citas son de las páginas 7-9, 39, 36. john mraz 391 que cientos de eruditas páginas si se las sabe interrogar”. Al enfocarse en la colección en la que se reunían las fotografías que Manuel Ávila Camacho recibió mientras era presidente (1940-1946), la autora argumenta que esta colección “mostraba la forma en que individuos y grupos quisieron ser vistos y hacer ver al país al primer mandatario”. La idea de estudiar las fotografías que enviaba la gente a su presidente tiene mucho potencial, en especial en México, donde este personaje es una figura reverenciada como padre a quien le dirigen peticiones personales.42 Por ejemplo, Loyo encuentra un abundante número de fotografías que expresa apoyo al presidente en manifestaciones públicas, aseverando que “Los interesados estaban convencidos de que mediante esta especie de ‘prueba fehaciente’ de su participación en los actos masivos, podrían recibir ciertos ‘dividen- dos políticos’ ”. Es admirable la intención de Loyo de explorar usos más rigurosos de las fotografías históricas, pero en última instancia las imágenes parecen sólo confirmar lo que ella ya creía sobre la historia, en lugar de propor- cionar información nueva. Por ejemplo, entra en el resbaloso terreno de intentar hacer una lectura sicológica de una fotografía que, afirma la autora, “demuestra” la astucia de Miguel Alemán: “Su gesto lo dice todo. Sin darse cuenta de su expresión zorruna, posa para los fotógrafos norteamericanos y mira al comandante Swift”.S in duda, la opinión de la investigadora sobre Alemán se deriva más de lo que sabe sobre la gran corrupción durante su reinado que de esta fotografía. En 1985, el Senado se unió a la Secretaría de Educación Pública para publicar la serie Así fue la Revolución mexicana como parte de los festejos del 175 aniversario de la Independencia y 75 aniversario de la Revolu- ción. Consta de ocho volúmenes, con contribuciones de un significativo número de reconocidos académicos quienes obviamente no tenían nada que hacer con la investigación visual; como es típico de estas historias gráficas, los textos y las imágenes son esencialmente irrelevantes unos a otras. Más aún, la investigación gráfica (coordinada por Gloria Ville- gas) es mediocre y la serie se basa mucho en el Archivo Salvat, del cual han reimpreso pobres reproducciones de fotografías, en lugar de llevar

42 Estudios sobre las cartas y fotografías enviadas a los presidentes casi se ha conver- tido en un género en México. Véase Teresa Matabuena Peláez, Algunos usos y conceptos de la fotografía durante el porfiriato. México, Universidad Iberoamericana, 1991. Véanse también María del Carmen Nava Nava, Los abajo firmantes. Cartas a los presidentes 1920-1928. México, sep / agn / Patria, 1994 y M. C. Nava, Los abajo firmantes. Cartas a los presidentes 1934-1946. México, sep / agn / Patria, 1994. 392 visualizar el pasado mexicano a cabo una investigación en archivos mexicanos. Un ejemplo bastante ilustrativo es la primera imagen de la serie: la fotografía de los “Batallones Rojos” obviamente ha sido re-fotografiada a partir de una reproducción publicada, algo evidente por el enorme grano dejado por la pantalla de su publicación previa, en lugar de imprimirla del negativo, que está en la Fototeca del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah). Esta serie identifica la fuente general de las imágenes A— rchivo Salvat, la Hemeroteca Nacional, la Fototeca del inah— pero no se proporciona información alguna sobre los fotógrafos. El gobierno no reparó en gastos para Así fue la Revolución mexicana. Se publicaron alrededor de 40,000 copias de cada volumen (un tiraje grande en México, especialmente para volúmenes de pasta dura), en papel muy caro. Aunque se invirtió mucho dinero en el proyecto, sobre todo en los pagos de materiales y a los numerosos autores, parece que o los fondos eran pocos o había escaso interés en investigación y reproduc- ción gráfica, porque los gastos se desperdiciaron en una reproducción curiosamente deficiente, incluyendo la decisión de usar tono sepia para muchas fotografías, lo cual sólo reduce sus detalles. Aunque dominan las fotografías de líderes, Así fue la Revolución mexicana contiene una amplia variedad de fotografías, incluyendo mapas, caricaturas, diarios, uniformes y armas. Son particularmente útiles los dibujos a color de soldados de distintas fuerzas en sus uniformes, puesto que podían ser importantes para reconocer los ejércitos cuando aparecen en fotogra- fías sin identificación. Otras imágenes son fotografías “de relleno” de pistolas viejas del Museo del Ejército y la Fuerza Aérea que no ofrecen ninguna información histórica. El oficialismo de la serie se puso de manifiesto en la presentación del entonces presidente Miguel de la Madrid:

En los momentos de incertidumbre, los mexicanos hacemos una reflexión reiterada acerca de los principios, los ideales y los logros del proyecto que nos dio vida como nación independiente, [y los fracasos, ¿qué?] para tomar nuevos ímpetus. Para el pueblo de México la historia, más que una imagen inerte del pasado, es el fundamento de la construcción nacional y una guía para la acción futura. Uno de los acontecimientos que más ha transformado la vida de nuestro país es la Revolución de 1910; el gran movimiento social que le dio una nueva orientación al desarrollo histó- rico de México. Este gran vuelco histórico, en el que participaron todos los grupos sociales, todas las corrientes políticas y todas las regiones del país, integró a la nación en un solo cauce de preocupaciones y proyectos. john mraz 393

Paradójicamente, al mismo tiempo que fue una lucha de grupos y fac- ciones, esa lucha [unificó] los esfuerzos de los mexicanos para construir una nación... integrada geográfica, social, cultural y políticamente, en un solo proyecto nacional.

¡Qué magnífico derroche de historia oficial!, y no es una sorpresa que la “integración nacional” es efectuada fundamentalmente a través de imá- genes de los grandes hombres que hicieron la Revolución. Sin embargo, en esta invención, los líderes que realmente lucharon a muerte entre sí son mostrados como si estuvieran construyendo una unidad: Zapata junto con Madero (quien traicionó a Zapata) y Carranza (quien mandó matar a Zapata), Villa junto a Obregón (quien probablemente ordenó la muerte de Villa). Si esto fuera cierto, sería la paradoja de la que habló de la Madrid. Sin embargo, el “proyecto de una sola nación” no fue resulta- do de la lucha armada sino que es una ficción de la dictadura del partido que controlaba el Estado posrevolucionario. Un defecto significativo de Así fue la Revolución mexicana —y de la Historia gráfica de México— es la tendencia a mezclar fotografía con pintura, usando los murales de Orozco, Rivera y Siqueiros como si fueran ventanas hacia el pasado de la misma forma en que lo son las fotografías. Es claro que las pinturas y otras formas de arte son fundamentales para la historia visual de los periodos previos a 1840: los cuadros de Pieter Brueghel “el Viejo” e incluso las pinturas religiosas de Diego Velásquez como “Los Borrachos” o “Los Herreros”, muestran detalles de la vida diaria en Europa durante los siglos xvi y xvii.43 Sin embargo, a pesar de su utilidad en las eras prefotográficas, las pinturas crean más problemas de los que resuelven cuando se usan en periodos mejor conservados por los químicos de la fotografía. Obviamente, los murales pudieron haberse utilizado para demostrar las formas de ver y de representar de estos artis- tas, analizando el lenguaje estético a través del cual se expresaban (y que es una reflexión compleja de la mentalidad de su periodo); en lugar de ello, estos cuadros se usaron para ilustrar eventos históricos. La combi- nación de fotografía y otras formas de representación visual no toma en cuenta las importantes diferencias entre estos medios. Una fotografía tiene una relación única con el objeto que representa porque en esencia

43 Peter Burke ha argumentado que, aunque los cuadros de Pieter Brueghel “el Viejo” pueden parecer una simple descripción, pertenecen a un género de “El Campesino Gro- tesco”, desarrollado por artistas urbanos. Véase Visto y no visto: el uso de la imagen como documento histórico. Barcelona, Crítica, 2001. 394 visualizar el pasado mexicano es una huella de una realidad visible que necesariamente existía; en la teoría semiótica de C. S. Pierce, sería un “índice”, así como un “icono”.44 Confundir los inventos de la imaginación de los pintores con el mundo reflejado que captura la fotografía demuestra poco rigor en el uso de las imágenes históricas. Aunque la serie Biografía del poder tiene sus fallas, Enrique Krauze por lo menos entiende la diferencia fundamental entre pintura y foto- grafía. En Porfirio Díaz, por ejemplo, contextualiza el arte de José María Velasco dentro de la filosofía social del positivismo.45 En lugar de utilizar los cuadros de Velasco para ilustrar generalidades, Krauze (con base en observaciones de Octavio Paz) demuestra cómo el artista encarnó la ideo- logía porfiriana, representando el progreso “aislado de lo humano”: trenes cruzan el puente Metlac y el valle de México es convertido en campos de arados, pero el paisaje está vacío de seres humanos. Para Velasco, un pintor “imparcial, exacto y desdeñoso (cuyo) orden es el de la ciencia”, el de- sarrollo es resultado de los avances tecnológicos inhumanos en lugar de los esfuerzos de la gente. Krauze es autor de Biografía del poder, patrocinada por la Secretaría de Agricultura y publicada por el prestigiado Fondo de Cultura Económica (fce) en 1987; se tiraron 40,000 copias de cada uno de los ocho volúme- nes enfocados en los líderes mexicanos, desde PorfirioD íaz hasta Lázaro Cárdenas.46 La investigación gráfica es buena, tal vez debido aA urelio de los Reyes y se da crédito a la fuente de archivo de cada una de las imá- genes. Sin embargo, individualmente no se identifica a los fotógrafos, la reproducción es pobre, el papel carece de calidad y la relación entre texto y fotografía es meramente ilustrativa. Biografía del poder ilustra el comienzo de la “neoliberalización” de la cultura mexicana bajo Miguel de la Madrid, proyecto que cada presi- dente sucesor ha llevado más adelante. La relación con el gobierno del

44 Véase Charles S. Peirce, “Logic as Semiotic: The Theory ofS igns”, en The Philosophy of Peirce: Selected Writings, Justus Buchler, ed. Londres, Routledge & Kegan Paul, 1940, p. 102. 45 E. Krauze, Porfirio Díaz. Místico de la autoridad, vol. 1, Biografía del poder. México, fce / Secretaría de Agricultura, 1987, pp. 115-125. 46 Intenté determinar si Biografía del poder había sido reimpresa, pero me dijeron —sorprendentemente— que la información era “confidencial”. Dicha taciturnidad es extraña, pero puede ser resultado del hecho de que Krauze no desea que los archivos públicos tengan información sobre la reedición de sus imágenes. Evidentemente les mo- lesta el uso que hace Krauze de sus fotografías en sus libros y producciones televisivas sin pagar derechos, pero aparentemente es intocable. john mraz 395 presidente de la Madrid que desarrolló Krauze para producir esta serie, le permitió una enorme recopilación de imágenes mexicanas: la Secretaría de Agricultura se aseguró de que las puertas de los archivos nacionales estuvieran abiertas y las fotografías se pagaron con dinero público. Krauze ha utilizado esas imágenes para producir libros (en su editorial, Clío) y para programas de televisión (Televisa), que están tan lejos del rigor que uno espera de la historia —incluso de la historia gráfica— que no los comentaremos aquí. Sin embargo, el proceso por el cual él adquirió el escudo que hoy esgrime, fue analizado con claridad por Claudio Lomnitz “El poder de Krauze fue amasado en un momento en el cual el gobierno le dio la espalda a la educación pública y a la investigación y subsidió un proceso de privatización cultural con características similares a otras privatizaciones: enorme concentración de poder en muy pocas manos y la formación de una élite nueva”.47 El mismo título de la serie, Biografía del poder, apunta hacia una prede- cible problemática de las historias gráficas.S in embargo, aquí la estrategia conocida de reproducir imágenes de líderes políticos es llevada a cabo ad nauseam: tres de cada cuatro fotografías son de los grandes hombres. La serie fue promocionada como la que mostraría “el rostro humano de la historia”, pero los únicos rostros a la vista son los de los hombres ilustres que se supone hacen la historia. Una de las contribuciones que puede hacer la fotografía a la historia es la de “personalizar el pasado”: al ver seres humanos individuales, recordamos que son las personas quienes realmente forjan la historia, al hacer algo de lo que esta última va haciendo con ellos. No obstante, utilizar fotografías como medio pa- ra “personificar” la historia de seres comunes y corrientes —enfocando a individuos desamparados y, por eso, excluidos generalmente de la his- toriografía dominante— es muy distinto de emplear imágenes de héroes para alimentar la cultura de la celebridad que en gran medida es producto de los medios visuales modernos. Aparentemente no puede resistirse la tentación de los grandes hombres, puesto que esta debilidad también marca Historia gráfica de México. La serie fue publicada por el inah en 1988, con un tiraje de 11 000 de cada uno de los diez volúmenes y profusamente ilustrada con imágenes pobre- mente reproducidas en un papel caro. Aunque las celebridades históricas

47 Claudio Lomnitz, “An Intellectual’s Stock in the Factory of Mexico’s Ruins: Enri- que Krauze’s Mexico: Biografía del Poder”, en Deep Mexico, Silent Mexico. Minneapolis, University of Minnesota Press, pp. 212-227. 396 visualizar el pasado mexicano no eran el tema central (como en Biografía del poder), ciertamente son el núcleo ocular. Por ejemplo, el volumen 8 abre con fotografías de Adolfo de la Huerta, Woodrow Wilson y Albert Fall. La insistencia con la cual esta serie muestra las características de los líderes políticos puede verse en la repetición de las mismas fotografías de Lázaro Cárdenas (pp. 82 y 154) y de Plutarco Elías Calles (pp. 70 y 151) en el volumen 8. El volumen 9 vuelve al presidencialismo: la toma de posesión de Luis Echeverría en 1970 se muestra en dos fotografías distintas, ambas sin sentido en términos de información histórica (pp. 125 y 154), ya que lo único que aparece en las imágenes son Echeverría y el presidente saliente Gustavo Díaz Ordaz en trajes, uno de ellos portando la banda presidencial. Historia gráfica de México demuestra poca estimación por lo que la parte visual pudiera contribuir a la historia y, evidentemente, se desa- rrolló una limitada investigación gráfica.48 Se apoyaron básicamente en fotografías ya publicadas, para reproducirlas de nuevo, pero con el agravante de la presencia de grano grande en imágenes refotografiadas. Más aún —y ésta puede ser la mayor deficiencia de la serie como trabajo de historia— no se proporciona información alguna sobre las fotografías en términos del fotógrafo, la publicación o el archivo, excepto en muy rara instancia. En todas las otras series de historia gráfica, por lo menos se acredita la fuente del archivo. La falta de respeto de los editores por lo visual puede ejemplificarse en la fotografía de “Adelita”. Sin las identificaciones que “anclan” los fotógrafos a su realidad, su fuerza estética a veces puede generar mitos, símbolos descontextualizados que desfiguran la comprensión del pasa- do. La famosa fotografía de “Adelita” ofrece un ejemplo, pues la mujer que cuelga del tren se ha convertido en “La imagen paradigmática de la soldadera, acompañante fiel del soldado mexicano”.49 Historia gráfica de México dio el siguiente pie de fotografía a esta imagen: “Adelita soldade- ra, una fotografía tomada por Agustín V. Casasola en 1910, muy pronto se convirtió en uno de los emblemas de la Revolución, al igual que la famosa canción casi homónima: La Adelita”. 50 Esto solamente puede ser

48 Eleazar López Zamora, en ese entonces director de la Fototeca del inah, me dijo que los editores no lo habían contactado para pedirle imágenes. Conversación con Eleazar López Zamora, 1988. 49 Manuel Rodríguez Lapuente, Breve historia gráfica de la Revolución Mexicana. México, G. Gili, 1987, p. 74. 50 Fue el pie usado en el fascículo original, Héctor Aguilar Camín y Lorenzo Meyer, “Siglo XX”, 7, publicado en 1987, pp. 100-101. En la serie publicada al año siguiente, el john mraz 397 descrito como una condensada comedia de errores. Ignoramos cuándo fue tomada la fotografía, pero seguramente no fue en 1910, porque en ese año hubo pocos movimientos de tropas. Es mucho más factible que la imagen pertenezca al mismo periodo que las conocidas fotografías de las despedidas en las estaciones de tren, durante la lucha de Victoriano Huerta por mantenerse en el poder en 1913-1914. No sabemos quién tomó la fotografía; pudo haber sido Agustín Víctor —o Miguel— Casasola, o la pudo haber tomado José María Lupercio, J. H. Gutiérrez, Manuel Ramos, Antonio Garduño, o cualquier otro fotógrafo que cubrió las es- cenas conmovedoras que se daban entre los soldados huertistas y las mujeres que les despedían (o que se les unían en la guerra). Por ultimo, pudieron haber sido los mismos editores de Historia gráfica de México quienes inventaran el título de “Adelita” para esta fotografía y casi con certeza derivó de la canción “La Adelita”.51 Los editores de Historia gráfica de México siguieron la práctica usual de recortar el negativo donde aparece “Adelita”, quitando la mitad dere- cha de la imagen original. Esa parte de la placa de vidrio está rota, pero aún podemos ver a un grupo de mujeres de pie en las plataformas de los carros de ferrocarril. Cuando preguntamos quién fue Adelita, su ubicación en el tren pudiera proporcionar una pista importante. Normalmente, las soldaderas viajaban encima o debajo de los carros. Las mujeres que via- jaban dentro de los carros con frecuencia eran prostitutas de los oficiales federales. La imagen entera pudiera contribuir a nuestro conocimiento histórico acerca de la Revolución, puesto que ofrece una “pista” acerca de las condiciones de vida de algunas mujeres. La versión recortada de “Adelita” sólo sirve como un mito revolucionario más, porque la vitalidad manifestada por esta mujer la hace depositaria y símbolo de todos los atributos de las legendarias soldaderas. Los ocho volúmenes de la serie Veracruz: imágenes de su historia, probablemente son, hasta cierto punto, un producto estatal del interés federal por publicar historias gráficas durante el régimen deM iguel de la Madrid, puesto que esta serie comenzó a aparecer en 1989, al año siguiente en que dejara la presidencia. El gobernador de Veracruz, Dante Delgado,

pie fue cambiado a “En la lente de Agustín V. Casasola, la mujer se incorpora al desorden revolucionario”, Héctor Aguilar Camín y Lorenzo Meyer, “Siglo XX”, I, vol. 7, en Historia gráfica de México, pp. 100-101. 51 En ninguna otra historia gráfica se hace referencia al nombre de A“ delita”, aunque esta fotografía invariablemente se reproduce. 398 visualizar el pasado mexicano asignó a su hermana, Ana Laura Delgado, a la dirección de este proyecto, el cual desarrolló en coordinación con el Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana. Este esfuerzo se basa en una extensa investigación gráfica en archivos públicos y privados y, sobre todo en entrevistas llevadas a cabo para “enraizar” las imágenes y desarrollar sus significados históricos.E n este proceso, el proyecto vera- cruzano ha dejado ver que existe una coincidencia metodológica entre la especificidad de la historia regional y la particularidad de la fotografía como un medio. Esta idea nos hace reflexionar sobre el enfoque que debería tener la fotohistoria, puesto que las historias gráficas han tenido, en demasiados casos, una orientación nacional. En lugar de emplear fotografías en abstracto y como ejemplificación de lo general, típico de muchas series, los miembros del Instituto las han utilizado para rescatar y presentar la particularidad del pasado de su región.52 El enlace de este proyecto de fotografía e historia regional es un parteaguas teórico importante, pero los métodos que emplea se pueden aplicar en general a interrogar imágenes para iluminar el pasado. Un área importante en la cual las fotografías pueden contribuir a las historias sociales es, en representar la cultura material y la vida cotidiana. Aquí, las fotografías pueden llevarnos hacia los aspectos más mundanos de la existencia humana, pues las imágenes de actividades relacionadas con el comer, beber, vivienda, transporte, desastres y expresiones de cultura popular pueden ser fundamentales para permitirnos reconstruir la vida diaria. Por ejemplo, vemos acarreadores de agua en Coatepec, llevando al hombro el líquido en vasijas para aprovisionar los hogares antes que llega- ran las pipas a la ciudad; una imagen de hileras de casas construidas para trabajadores en Río Blanco nos permite imaginar cómo debió ser la vida para quienes las habitaban; la fotografía de una inundación en el puerto de Veracruz nos permite discernir sobre algunos de sus efectos.53 Las relaciones sociales también están documentadas en fotografías, que mucho pueden decir sobre clase, raza y género, tanto en mostrar su

52 Económicamente era sólida, porque muchas de las 3000-4000 copias de cada volu- men impreso se vendía a residentes de las ciudades destacadas en los libros. 53 Véanse estas imágenes en Soledad García Morales, Coatepec, vol. 3, Veracruz: imágenes de su historia. Veracruz, Archivo General del Estado de Veracruz, 1989, p. 57; y Bernardo García Díaz, Santa Rosa y Río Blanco, vol. 1, Veracruz: imágenes de su historia. Veracruz, Archivo General del Estado de Veracruz, 1989, 100, 69. Este trabajo de B. García Díaz también es la fuente de las imágenes mencionadas a continuación: 52, 98-99, 53, 113, 155, 105, 97, 62. john mraz 399 existencia como en representar sus transformaciones. En una imagen, trabajadores mexicanos tocados con sombreros, rodean a los directores extranjeros vestidos de traje y corbata en la fábrica de Río Blanco, mien- tras que en otra, una mujer sirve una mesa en una fiesta en Tenango, a la que sólo están sentados hombres, niños y un perro (que seguramente también es macho). Asimismo, las transformaciones de las relaciones so- ciales también están conservadas en esta serie. Trabajadores en la fábrica de Santa Rosa posan junto a sus máquinas, vestidos con pantalones de charro originalmente hechos para montar a caballo; ahora, su ropa había sido ajustada para servirles cuando se mutaron en “la primera generación del proletariado moderno del país” (véase fotografía 9). También pode- mos percibir al menos una faceta de cambio en las relaciones de raza: el equipo de fútbol de Río Blanco de 1913 está claramente conformado por blancos, ya fueran extranjeros o mexicanos de origen europeo, mientras que el equipo de Río Blanco de 1938 está compuesto enteramente de mestizos.54 La fotografía también sirve para evidenciar mentalidades. Bernardo García lo demuestra con el medio mismo, haciendo notar que alrededor de 1920 los trabajadores comenzaron a estar conscientes del poder de la cámara. Antes, eran captados por fotógrafos contratados por compañías, pero el cambio en su conciencia es visible en imágenes hechas por ellos mismos —o por creadores de imagen que contrataban— y sobre la cual escribían textos para grabar su compromiso de unión: “Los gremios de Carpinteros de Río Blanco, Nogales y Santa Rosa, unidos fraternalmente; dan expresión a sus espíritus fatigados en la lucha por la vida, en una fiesta campestre el 19 de marzo de 1928”. El deseo de poseer una casa propia es otro aspecto de mentalidad que puede representarse en una fotografía. La imagen de un álbum familiar documenta a un grupo de hombres, mujeres y niños de pie en un lote vacío en el que pronto (esperaban) estaría su casa; la anotación en la fotografía habla de sus aspiraciones: “El Sr. Juan Ramos con sus familiares y amigos, en la parte posterior del terreno donde se construirá su casa habitación (Santa Rosa, 20 de diciembre de 1931)”.

54 Este mismo fenómeno puede observarse en los equipos de fútbol soccer de Chalaco de 1912 y 1930 en Perú; véase Steve J. Stein, “Visual Images of the Lower Classes in Early Twentieth-Century Peru: Soccer as a Window to Social Reality”, en Windows on Latin America: Understanding Society Through Photographs, Robert M. Levine, Special Issue, South Eastern Latin Americanist, junio-septiembre, 1987, pp. 90-100. 400 visualizar el pasado mexicano

Aunque exploran mentalidades con imágenes, los autores de la serie veracruzana normalmente son cautelosos en evitar lecturas psicológicas de fotografías, un error común en las historias gráficas.L as mentalidades están enraizadas en patrones socioculturales de larga duración; la psico- logía, al menos como aparece en las fotografías, es un estado inmedia- tamente emocional: tristeza, alegría, desilusión, disgusto. Hacer juicios psicológicos a partir de las emociones “aparentes” —por ejemplo, deducir depresión o preocupación a partir de una cara que no sonríe— es una gran tentación.55 Sin embargo, el problema con este enfoque se vuelve obvio si consideramos los tiempos de exposición. Cuando las películas y las cámaras eran lentas, a la gente se le pedía que mantuviera una expresión facial constante por un periodo largo de tiempo para evitar lo borroso. La pose más sencilla, y tal vez la más apropiada, era la de la seriedad (algo tal vez resultado también de las duras pruebas de posar). Sin embargo, hoy los tiempos de exposición normalmente van del rango de un 1/250vo a 1/60vo de segundo; supuestamente nadie haría la propuesta en serio de un análisis psicológico a partir de fracciones de tiempo tan cortas. Dos fotografías de la serie veracruzana ofrecen la oportunidad de estudiar la diferencia entre asignar estados psicológicos y emplear fo- tografías para ahondar en las mentalidades. Una imagen pintoresca de San Andrés Tuxtla nos muestra a un campesino con un rictus forzado da modo de sonrisa, rígidamente “relajándose”, contra una pila de le- ños, mientras que el pie refiere al “risueño temperamento local” (véase fotografía 10).56 Lamentablemente, el autor de este volumen estaba más interesado en construir un prisma exótico y nostálgico del pasado que en emplear imágenes para interrogarlo. Contrasta este uso de fotografía con el método de Bernardo García; el historiador nos provee la fotografía de una escuela en 1907, de una clase de muchachos jóvenes con su maestro, y alude a la rigidez de este último: “La rigidez de la actitud del profesor no es solamente una pose para el álbum escolar, pues este mentor tenía la absoluta convicción de que la letra con sangre entraba” (véase fotografía 11) . Sin embargo, aquí García no ha confiado en una lectura de lenguaje corporal para recrear la atmósfera disciplinaria de las escuelas de hace

55 El ejemplo clásico de esto es Michael Lesy, Wisconsin Death Trip. Nueva York, Pan- theon, 1973; R. M. Levine también cae en esta tentación en Images of History: Nineteenth and Early Twentieth Century Latin American Photographs as Documents. Durham, Duke University Press, 1989. 56 José González Sierra, Los Tuxtlas, vol. 6, Veracruz: imágenes de su historia. Veracruz, Archivo General del Estado de Veracruz, 1989, p. 162. john mraz 401 un siglo; la información sobre la inclinación del maestro por el castigo corporal derivó de uno de los chicos que aparece en la fotografía.57 Veracruz: imágenes de su historia representa el intento más serio de in- corporar fotografías en un volumen grande y múltiple de historia gráfica. La investigación visual para el proyecto fue significativa.L os historiadores peinaron los grandes archivos nacionales y las distintas colecciones que allí se encontraban: la fototeca del inah (Casasola, C. B. Waite, etcétera) y el agn (hermanos Mayo, Flores Pérez, Hadsell, Melhado, Díaz, Delgado y García, etcétera). También buscaron en el archivo estatal de Veracruz, donde la colección de Joaquín Santamaría fue particularmente útil, así como en los archivos de ciudades y pueblos. Y siguieron con las colec- ciones fotográficas de compañías tales como la cervecería Moctezuma, y sindicatos como el de los trabajadores ferrocarrileros. En el caso de la Compañía Industrial de Orizaba, la investigación se llevó a cabo en los archivos tanto de la compañía como del sindicato. Sin embargo, lo que realmente hace distinta a esta serie es la contribución de álbumes fami- liares. Los investigadores continuamente se volcaban sobre fotografías personales, entrevistándose con los dueños para poder establecer fechas, así como para determinar quiénes aparecían en ellas. Los pies de las fo- tografías reflejan esta investigación, puesto que ellos casi siempre están llenos de información sobre qué está ocurriendo a quién, en qué fecha, en lugar de las vacuas generalidades de la mayoría de las historias gráficas. Más aún, las fuentes de todas las imágenes siempre están identificadas, incluso las fuentes de los archivos, tanto públicos como privados, así como los fotógrafos. La importancia asignada a la investigación visual en esta serie fue apuntalada con atención en la reproducción. Veracruz: imágenes de su historia fue diseñada y editada por David Maawad, un pionero en el hallazgo y promulgación de archivos de fotógrafos mexicanos; la im- pecable impresión es familiar para cualquiera que conozca su trabajo. El ascenso de Carlos Salinas a la presidencia (1988-1994) marcó el momento en el que la cultura definitivamente fue privatizada. La más- cara de la Revolución fue descartada y se cuestionó la participación del Estado en la producción cultural, conforme el modelo estadounidense

57 Entrevista personal con Bernardo García Díaz, 1990. En este texto, el historiador no anota la fuente de su información, una práctica que hubiera sido útil. Curiosamente, no hace mención del objeto que el maestro sostiene en su mano izquierda, que parece ser una correa y que sería una importante evidencia visual. 402 visualizar el pasado mexicano de “iniciativa privada” se volvía cada vez más dominante.58 Dentro de este clima, la producción de historia gráfica diminuyó y las instituciones publicaban volúmenes únicos, en vez de series. Seis libros ofrecen la oportunidad de analizar la producción contemporánea: Los inicios del México contemporáneo/The Beginnings of Contemporary Mexico, editado por David Maawad; Los Salmerón. Un siglo de fotografía en Guerrero, de Blanca Jiménez y Samuel Villela; Joaquín Santamaría. Sol de plata/Silver Sun, un proyecto dirigido por Alberto Tovalín; Mirada y memoria. Archivo fotográfico Casasola. México: 1900-1940, editado por Pablo Ortiz Monas- terio; Historias para ver: Enrique Díaz, fotorreportero, de Rebeca Mon- roy y Estampas ferrocarrileras. Fotografía y grabado 1860-1890, de Fer- nando Aguayo.59 Los inicios, Joaquín Santamaría y Mirada y memoria representan las actitudes tradicionales hacia la historia gráfica en México, y espero no errar mucho en la reconstrucción del siguiente modelo sobre cómo se produce en el formato de volumen único. Un promotor cultural decide hacer un libro sobre fotografía. Antes de cualquier otra cosa, él o ella buscan el dinero para hacerlo, normalmente dependiendo de fondos públicos como el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (fonca) o en un gobierno estatal, aunque a veces también buscan contribuciones de compañías (quienes tendrán sus propias prioridades en el proyecto). Entonces, el promotor invita a colaborar a ensayistas, quienes deben escribir bien y tener nombres que llamen la atención. Por ultimo, él/ella hace una selección de imágenes y, lo más importante, se asegura de que serán publicadas en el formato más grande posible, con el resultado de que un libro tan grande y pesado es incómodo para leer (requiere de una mesa de sala), y es mucho más caro de lo que debería ser.

58 Un estudio de Frances Stonor Saunders muestra que el gobierno de Estados Unidos ha gastado enormes fondos para financiar la cultura reaccionaria a través de lacia ; véase The Cultural Cold War: The CIA and the World of Arts and Letters. Nueva York, TheF ree Press, 1999. 59 David Maawad, ed., Los inicios del México contemporáneo/The Beginnings of Con- temporary Mexico, México, cnca / fonca / inah, Casa de las Imágenes, 1997; Jiménez and Villela, Los Salmerón; Alberto Tovalín, Joaquín Santamaría. Sol de plata/Silver Sun. Veracruz, Universidad Veracruzana, tamsa / fonca, 1998; Pablo Ortiz Monasterio, ed., Mirada y memoria. Archivo fotográfico Casasola. México: 1900-1940. México, conacul- ta / inah, 2003; Rebeca Monroy Nasr, Historias para ver: Enrique Díaz, fotorreportero. México, unam / inah, 2003; Fernando Aguayo, Estampas ferrocarrileras. Fotografía y grabado 1860-1890. México, Instituto Mora, 2003. john mraz 403

Los inicios del México contemporáneo es un libro así. Grande (12 x 12 pulgadas), pesado (casi un kilo) y molesto para leer, el libro reproduce fotografías del Archivo Casasola en la fototeca del inah. David Maawad fue la fuerza guía detrás de este proyecto, y las excelentes reproducciones son típicas de su trabajo. La gente acostumbrada a asociar la colección Ca- sasola con la Revolución mexicana encontrará refrescantemente evo- cadoras de la década de los veintes estas imágenes de las actividades de la vida cotidiana y escenas callejeras. Tomadas por los varios Casasola (y otros fotógrafos cuyas imágenes adquirieron) en fábricas, salones de baile, mercados, oficinas, restaurantes, hospitales, escuelas, vecindades y pulquerías, podrían ser documentos invaluables sobre la vida social, si se hubiera hecho un intento de incorporarlas en un análisis histórico. Por desgracia, los textos de Alfonso Morales, Carlos Martínez Assad y Francisco Reyes Palma no tienen relación con las imágenes, una falla habitual en la forma muy acostumbrada de historia ilustrada que toma este libro. Esto presenta una desventaja porque Martínez Assad es un historiador importante del siglo xx de México, Reyes Palma es un astuto autor de estudios de la cultura mexicana y Alfonso Morales es un obser- vador siempre interesante de expresiones populares. Sin embargo, como sus textos no guardan relación con las imágenes, e Inicios del México contemporáneo nunca pasa de ser un catálogo. Incluso como catálogo, des- pliega grandes limitaciones porque la identificación de muchas fotografías de Casasola es problemática, ya que nadie ha realizado la investigación necesaria para localizar dichas imágenes cuando fueron publicadas por primera vez y subsecuentemente en la prensa. Joaquín Santamaría. Sol de plata esencialmente es la misma clase de historia ilustrada que Inicios, aunque un poco menos pesada e incómoda, y un poco más sofisticada en los textos que acompañan las imágenes.60 Al igual que Inicios, es un trabajo hermoso con fotografías magníficamente reproducidas; de nuevo, el producto de las habilidades técnicas de David Maawad. El fotoperiodismo sobre Veracruz de Joaquín Santamaría de la década de los veintes a la de los cincuentas proporciona muchos do- cumentos poderosos y complejos de la sociedad y la cultura del Puerto durante este periodo. Los ensayos de José Luis Rivas, Bernardo García

60 Los texto de Inicios y Joaquín Santamaría están traducidos al inglés. Mirada y memo- ria fue publicado en inglés con el título, Mexico. The Revolution and Beyond. Photographs by Agustín Víctor Casasola, 1900-1940. Nueva York, Aperture, 2003. Ya que A. V. Casasola murió en 1937, este título es un sin sentido. 404 visualizar el pasado mexicano

Díaz e Ignacio Gutiérrez Ruvalcaba son inteligentes y bien escritos. Sin embargo, a fin de cuentas, el libro no pasa de ser una mera colección de fotografías acompañada de textos que poco tienen que ver con ellas. El trabajo cumple con una función benéfica al presentarnos imágenes de Santamaría, pero —al igual que en Inicios— no es claro con qué criterio se hizo la selección de este gran archivo y cuál es la relación con los ensayos. Me parece que los libros de fotografía que tienen ciertas posibilidades de llegar a ser algo más que simples muestrarios de imágenes son los que se enfocan sobre la historia gráfica y/o sobre la historia de la fotografía.E l en- sayo de Nacho Gutiérrez es una primera aproximación al estudio de la vida y la obra de Joaquín Santamaría. Sin embargo, el problema es que es muy corto para realmente poder explorar su trabajo como fotoperiodis- ta y el libro en general se queda demasiado en la superficie para ser una verdadera historia de la fotografía. El buen texto de Bernardo García representa una síntesis de sus imprescindibles estudios históricos sobre el Estado de Veracruz, pero está completamente divorciado de las imá- genes. Sol de plata pudo haber sido una historia gráfica delP uerto, pero García ya la realizó con su magistral obra, Puerto de Veracruz (1992), y queda la duda de si a un historiador de su talla le hubiera gustado contar esta historia a través de lo que aparece como una mirada oficialista de Joaquín Santamaría. Mirada y memoria. Archivo fotográfico Casasola. México: 1900-1940 es particularmente inadecuado. Sus defectos empiezan con el ensayo in- troductorio escrito por Pete Hamill, un periodista anodino que sabe po- co de la historia mexicana y nada en absoluto de la fotografía. La decisión de escoger a ese individuo para redactar el texto principal es incompren- sible. La investigación fotográfica en México está experimentando un boom y hay varios investigadores que hubieran podido proporcionar una introducción inteligente, entre ellos, Ignacio Gutiérrez, Rebeca Monroy, Patricia Massé y Ariel Arnal. La directora de la Fototeca, Rosa Casanova, es una estudiosa de primera línea y su nota al final del libro (escrita con Sergio Raúl Arroyo) hace desear que ella hubiera tenido más control sobre este proyecto. La incompetencia de Hamill queda en evidencia al mencionar a fotógrafos famosos como si constituyeran una genealogía de influencias para Agustín Víctor Casasola. Hamill cree que “Casasola seguramente conocía el trabajo de Eugène Atget”, el fotógrafo francés que era casi completamente desconocido hasta unos años después de la muerte de A. V. Casasola. Hamill insiste en que “Casasola debió haber visto las fotografías de Jacob Riis”, ignorante del hecho de que ni su john mraz 405 contemporáneo, Lewis Hine, sabía de la obra de Riis. Aunque Hamill entiende que los Casasola fueron fotoperiodistas, no es capaz de reco- nocer la irrelevancia de los métodos tradicionales de la Historia de Arte —en este caso, la búsqueda de “influencias”— para el estudio del foto- periodismo y, además, es inexperto en contextualizar sus imágenes en las publicaciones que las divulgaron. Cuando Hamill entra en el campo de la fotohistoria, los resultados son risibles. Asegura que “el júbilo” por la victoria de Francisco Madero “no era unánime”. Se basa esa observa- ción en una figura minúscula al margen de una fotografía que, “se aleja, claramente infeliz”. La cara del hombre es indiscernible pero, aun si se pudiera ver, no se podría determinar su opinión sobre Madero a partir de una fotografía. El editor del libro, Pablo Ortiz Monasterio, es uno de los pilares de la fotografía en México, pero no es ni historiador ni investigador. Así, los que han visto publicaciones en las cuales han aparecido fotografías de los Casasola encontrarán pocas nuevas imágenes. Además, la fotohisto- ria que construye Ortiz Monasterio es una continuación de las crónicas positivistas que forman las famosas historias gráficas de losC asasola. Los pies descriptivos que acompañan a las imágenes son mejores que nada, pero no por mucho. Y, el intento de Ortiz Monasterio de vincular a A. V. Casasola con una esfera cultural a la cual no pertenecía —al poner al principio del libro una fotografía del fotógrafo con el poeta, Amado Nervo— es una ofuscación del hecho de que Casasola se ganaba la vida como fotoperiodista. El Archivo Casasola es extraordinariamente importante para la foto- historia mexicana y el estudio del fotoperiodismo. Sin embargo, ha sido difícil llevar a cabo investigaciones sobre esta colección, que está localizada en Pachuca y cuidadosamente protegida. En años recientes se ha digitali- zado mucho del Archivo para facilitar la consulta, que se puede hacer en un módulo localizado en la ciudad de México. No obstante, las imágenes son sólo la mitad de la cuestión del fotoperiodismo: para realmente ana- lizar este medio hay que “regresar” las fotografías a los contextos para los cuales se hicieron y dentro de los cuales se han creado sus significados. Desgraciadamente, muchos de los periódicos que publicaron fotografías de los Casasola han desaparecido y los estudiosos son reticentes a invertir el tiempo requerido para enraizar las imágenes. El Archivo Casasola merece más que este libro; espero que algún día reciba lo que se le debe. Los Salmerón es un estudio de los miembros de la familia Salmerón, quienes se han dedicado a la fotografía en Guerrero a lo largo del siglo 406 visualizar el pasado mexicano xx. El fundador de la dinastía, Protasio Salmerón, comenzó a tomar fotografías alrededor de 1900 y su hijo, Amando Salmerón, se convirtió en el fotógrafo de Emiliano Zapata. Los Salmerón posteriores cubrieron actividades sociales, reuniones políticas y el movimiento universitario de 1960 con un ojo crítico por las iniquidades de clase en México. Este libro es tanto una historia gráfica como una historia de la fotografía e interroga imágenes para analizarlas como fuentes documentales para la historia social, así como colocar a esta familia de fotógrafos dentro de un contexto histórico. Como fotohistoria, Los Salmerón demuestra las distintas formas en las que las fotografías pueden servir como fuente primaria. Quizás el valor más grande de la fotohistórica es la capacidad de documentar formas de vida en desaparición, algo evidente aquí en imágenes de chozas redondas que manifiestan la influencia africana y de miembros de la clase urbana ataviados como moros o acatecas para festivales. Diferencias de clase, desigualdad social y étnica quedan plasmadas en imágenes de zapatistas armados con arcos y flechas en lugar de rifles modernos (algo atinada- mente indicado en el texto). Los Salmerón muestra también cómo las fotografías pueden ofrecer “pistas” sobre el pasado; por ejemplo, la de un “cuerudo”, una fuerza reaccionaria organizada por un prefecto para combatir a los rebeldes, pero sobre los cuales casi no hay información. El libro indica, además, que a veces la fotografía puede servir para corregir la historia escrita: compara los nombres del Congreso Constitucional del Estado de Guerrero de 1911 que un historiador identificó con los nom- bres y firmas que aparecen detrás de una fotografía de los miembros del congreso y descubre que el historiador se equivocó. Es fundamental la relación desarrollada entre imagen y texto en Los Salmerón. Así, por ejem- plo, una fotografía que podría ser simplemente un grupo de campesinos montados se vuelve, con el texto descriptivo, en la importante toma de Chilapa en 1911. En suma, es una historia gráfica rica que no escatima recursos: mezcla la fotografía con la historia sociopolítica, la música y la poesía para producir una imagen densa de esa realidad pasada. Por todos sus esfuerzos en construir esta historia gráfica, Jiménez y Villela no se limitaron a ese género. También han escrito una historia de la fotografía que contribuye significativamente a nuestro conocimiento de este medio en México. Llevan a cabo una historia de la familia Salme- rón como fotógrafos: describen cómo era su forma de trabajar y en qué medios publicaban. Analizan la tecnología que utilizaban, hasta hacer un examen de los fondos que empleaban, notando cómo varían en función john mraz 407 de quiénes aparecían allí. Su rigor es notorio incluso en los pies de las fotografías: si el pie va más allá de una simple descripción (escrita por los autores), siempre identifican las fuentes de los pies, que a veces es uno de los Salmerón (la identificación escrita atrás de las fotografías o la que ha surgido durante una entrevista) o un pie tomado de otro libro (en dicho caso especifican el libro).S u cuidado les lleva a emplear términos cruciales en una historia rigurosa: utilizan la palabra circa cuando no saben con exactitud la fecha y “atribuida” cuando no está claro quién fue el fotógrafo. La discusión de la relación entre Emiliano Zapata y Armando Salme- rón es el punto en donde se cruzan los caminos de la historia gráfica y la historia de la fotografía. En Los Salmerón descubrimos que Zapata pidió a Armando que fuera el fotógrafo de su ejército, y que registrara, “Los puntos principales en el combate... y los jefes, oficiales y soldados del mal Gobierno que cayeron prisioneros”. La cercanía entre Armando Salmerón y Zapata queda evidenciada en las dedicatorias que el luchador puso al reverso de algunas de las fotografías, así como por el regalo de una cara- bina 30-30 que Zapata hizo a Salmerón. Esta investigación abre toda una nueva veta en el estudio de la Revolución. Comúnmente hemos tendido a pensar que Francisco Villa era el gran “publicista” mientras que Emiliano Zapata era renuente a los medios modernos de comunicación. En la fa- mosa fotografía del Archivo Casasola, es Villa quien está sentado en la si- lla presidencial, acompañado por Zapata, y es Villa quien roba cámara en la secuencia filmada por Salvador Toscano de la comida con Eulalio Gutiérrez. Sin embargo, el trabajo de Blanca Jiménez y Samuel Villela nos hace darnos cuenta tanto de la conciencia histórica de Zapata al mandar documentar los sucesos, como de su reconocimiento de la importancia de tener algo que decir sobre la imagen que se proyectaba de él.61 Historias para ver de Rebeca Monroy es una investigación profunda sobre el fotoperiodista, Enrique Díaz, el “decano” del fotoperiodismo mexicano desde los años treintas hasta los años cincuentas. Aunque la autora evita los peligros de los estudios culturales, demuestra una fami- liaridad con las tácticas posmodernistas porque empieza con una des- cripción de cómo ella se inició en este proyecto. Sin embargo, en lugar de contemplar su ombligo, la autora utiliza esta postura para familiari-

61 Ariel Arnal también ha comentado sobre la preocupación de Zapata sobre su imagen fotográfica; véase C“ onstruyendo símbolos-fotografía política en México: 1865-1911”, en Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, vol. 9, núm. 1, pp. 55-73. 408 visualizar el pasado mexicano zar a sus lectores con la cuestión de la adquisición y la conservación de fotografías. Una colección de medio millón de negativos fue comprada por el agn y entró, sin más documentación, con el nombre de Archivo FotográficoD íaz, Delgado y García, ya que se creyó en un principio que sólo contenía el trabajo de tres miembros de la agencia, “Fotografía de Actualidad”, Enrique Díaz, Enrique Delgado y Manuel García. El hecho de que un conjunto de imágenes tan grande ingresara en el agn sin do- cumentos que proporcionaran información sobre ellas indica la ne- cesidad de desarrollar metodologías específicas para poder estudiar a la fotografía. El trabajo de Monroy es concienzudo: utiliza historias orales para explorar la vida de Enrique Díaz y de su agencia, enraíza las imáge- nes en sus contextos de publicación a través de una extensiva investigación en los periódicos que las difundieron y, además, su análisis está apoyado por información técnica, algo que siempre necesitamos al trabajar sobre los medios modernos, pero que pocos investigadores tienen la capacidad de proporcionar. Monroy anda en una seria cacería. Delinea su propósito al principio del libro, “Un interés fundamental al realizar este proyecto de investiga- ción fue el utilizar las fotografías como datos de primera mano para la historia y mostrar que las imágenes pueden dar una referencia histórica que las otras fuentes no aportan”.62 Aplaudo su compromiso de explorar las contribuciones particulares de la fotografía a la historia, pero me temo que la gran tentación del psicologismo le ha ganado. Argumenta que las fotografías pueden revelar “las actitudes, los gestos y estados anímicos”: una novia tiene una “mirada semiperdida”, el “carácter fuerte y decidido de la Madre Conchita se evidencia en la postura erguida”, y “el gesto adusto del presidente Plutarco Elías Calles lo dice todo”. Las expresiones capturadas en fracciones de segundo nos dicen poco o nada y no avan- zaremos hasta que aprendamos a evitar la tendencia de querer colocar a los fotografiados en el diván del psicoanalista. Ahora bien, el blanco de Monroy no es el de construir una fotohistoria de las mentalidades, sino el de analizar el fotoperiodismo de Enrique Díaz a través de una historia de la fotografía. Eso le ha requerido comparar ne- gativos del Archivo FotográficoD íaz, Delgado y García con las imágenes publicadas, una tarea laboriosa que pocos están dispuestos a realizar, pero Monroy lo hace con éxito. Sin embargo, la autora parece quedar atrapada en los métodos tradicionales de la Historia de Arte. Así, está innecesaria-

62 R. Monroy Nasr, las citas son de las páginas 24, 124, 99, 124 y 132. john mraz 409 mente preocupada por establecer el estatus de Díaz como autor, aunque reconoce que “no es un artista” (p. 108). No obstante, argumenta que sus fotografías, “tienen una forma particular y peculiar de realización” y “un sello distinto”.63 Es más, alega que, “Detecté y reconocí la manera en que encuadraba la cámara, sus ángulos visuales, las formas de componer el espacio y su relación con los personajes fotografiados; también fue indis- pensable conocer la calidad gráfica en lo que se refiere al claroscuro, los matices, sus referencias lumínicas y el uso de la profundidad de campo”. En otro punto, va aún más allá para identificar.

Los signos distintivos de su obra: amplia profundidad de campo; uso de puntos áureos y equilibrio en la composición; colocación de las figuras equidistantes y simétricas; preferencia por la toma de frente y centrada con un ángulo visual bajo (por lo general debajo de la cintura de propio fotógrafo); en los grandes grupos utilizaba el gran angular; nunca in- terpuso ningún elemento entre los modelos y la cámara —aparentando espontaneidad—, al contrario, utiliza elementos del ambiente que los rodea para autocontextualizar sus imágenes; la espontaneidad la procuraba con los modelos, al presentar una particular interacción con el fotógrafo, la mayor parte de las veces participativa, entusiasta, o por lo menos llegan a interactuar con la mirada.

Creo que, en su afán por encajar a Díaz con la Historia de Arte, Mon- roy exagera su excepcionalidad. Pienso que las cualidades que la autora atribuye a Díaz son las que se encuentran en la obra de los buenos foto- periodistas y la autora hubiera tenido que fortalecer su argumento con comparar a Díaz con Nacho López, los hermanos Mayo y los Casasola, entre otros reporteros gráficos mexicanos.64 Díaz fue un fotorreportero notable en las revistas ilustradas que cumplía órdenes y buscaba docu- mentar lo que le mandaban a cubrir de la manera más vendible, entre otras vías al encontrar ángulos distintos y al establecer las relaciones necesarias con los fotografiados.S us contemporáneos no repararon en su

63 R. Monroy Nasr, las citas son de las páginas 27-28, 30 y 93. 64 Curiosamente ausente de la bibliografía de R. Monroy Nasr son los artículos sobre los Casasola y Nacho López que se publicaron en un número temático, Mexican Photography de la revista, History of Photography, vol. 20, núm. 3, 1996, además de los libros, Manuel García et al., Foto Hnos. Mayo. Valencia, Instituto Valenciano de Arte Moderno, 1992; Mraz y Jaime Vélez Storey, Uprooted: Braceros in the hermanos Mayo Lens. Houston, Arte Público Press, 1996; Mraz, Nacho López y el fotoperiodismo mexicano en los años cincuenta. México, Océano / Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1999. 410 visualizar el pasado mexicano estética —como fue el caso con Nacho López o Héctor García— sino en su bondad y su responsabilidad. Lo que más sobresale en las entrevistas con Díaz en los años cuarentas y cincuentas es su servilismo incondi- cional hacia el presidente en torno y su compromiso en evitar imágenes “denigrantes a México” (o sea, críticas). Para mí, Díaz no fue una excep- ción, sino la regla de un fotoperiodismo francamente reaccionario en términos políticos, además de conservador en lo estético y predecible en la selección de temas. No veo la intencionalidad ni la expresividad que Monroy encuentra. Además, su búsqueda para legitimar a Díaz como un objeto que vale para la Historia de Arte la lleva a descubrir “influencias” al hacer unas comparaciones desafortunadas con fotografías de Tina Modotti. Creo que, en lugar de asignar intencionalidad estética a Díaz, hubiera sido mejor examinar el hecho de que tener que trabajar en los medios masivos, le impusieron constreñimientos que dieron a sus imá- genes una forma característica. A pesar de estas observaciones, la calidad misma del libro de Monroy permite apreciar que el problema ha sido la metodología con la cual ha tenido que lidiar; la autora es un caballo de carreras amarrado a un carro rascuache. Estamos en los inicios de una búsqueda de cómo hacer historia con y sobre fotografías. Estoy convencido de que vamos a descubrir que cada tipo de fotografía —familiar, turística, comercial, industrial, de organi- zaciones, periodística, de arte, imperialista o de los subalternos (la lista no es exhaustiva)— requiere de un método diferente para trabajarla. En un estudio sobre la fotografía en Francia, Pierre Bourdieu encontró que “Más de dos tercios de los fotógrafos son conformistas temporales que ha- cen fotografía ya sea en ceremonias familiares o reuniones de amigos, o bien durante las vacaciones del verano”.65 Así, la utilidad de los métodos de la Historia del Arte se limita a un porcentaje muy reducido de las fo- tografías, las hechas con una intención artística. Tenemos que desarrollar metodologías para estudiar las otras formas de fotografiar, como lo han hecho investigadores tales como Alan Sekula, David Nye, James Ryan, James Faris, Armando Silva y Marianne Hirsch, para mencionar sólo unos pocos nombres.66 Los métodos que ofrece la Historia del Arte, la

65 Pierre Bourdieu, La fotografía. Un arte intermedio, trad. Tununa Mercado. México, D. F., Nueva Imagen, 1979, p. 38. 66 Sobre la fotografía industrial y de organizaciones véanse Alan Sekula, “Photography Between Labour and Capital”, en Mining Photographs and Other Pictures, 1948-1968. Ha- lifax, Press of Nova Scotia College of Art & Design, 1983 y David E. Nye, Image Worlds: Corporate Identities at General Electric. Cambridge, TheMIT Press, 1985. Para un estudio john mraz 411 semiología o el posmodernismo pueden servir como advertencias para mirar cuidadosamente, pero nunca podrán reemplazar a la investigación requerida por la disciplina histórica. Es precisamente la pesquisa rigurosa lo que sostiene al libro de Monroy y lo hace una referencia imprescindible para los historiadores del México moderno. Estampas ferrocarrileras representa un paso adelante en la metodología de la fotohistoria, pero Fernando Aguayo ha trabajado con una gama tan amplia de imágenes vinculadas con el ferrocarril que el viejo término, historia gráfica, sería más apropiado, si no fuera que no le hace justicia asociar este libro con una forma tan desprestigiada. El autor demuestra mucha seriedad al explorar la vasta cultura visual relacionada con el ferrocarril: pinturas, litografías en periódicos y libros, etiquetas de pro- ductos, cancioneros completos y simples hojas de corridos, monedas, billetes, medallas, papelería financiera, mapas, además de publicaciones científicas y técnicas, entre otras cosas. Aguayo define su intención cla- ramente: “Este trabajo reflexiona acerca del uso y abuso de la imagen en el ambiente académico”.67 Empieza por hacer una crítica del modelo de la historia gráfica existente al describir un estudio que llevó a cabo, “De acuerdo con un sondeo hecho en archivos que contienen imágenes de carácter histórico, la mayoría de los investigadores y estudiantes que van a consultar y reproducir material lo hace para ilustrar trabajos pre- viamente escritos”. Mis experiencias confirman lo dicho por Aguayo: lo que se ha llamado historias gráficas son realmente historias ilustradas, en las cuales los textos han sido construidos aparte de las imágenes. La forma clásica de las historias gráficas ha sido que la historia está escrita por historiadores que no tienen nada que ver con la investigación gráfica, la cual no informa sobre la investigación de fuentes escritas ni tampoco plantea preguntas, sino que simplemente proporciona ilustraciones que algunos investigadores gráficos han encontrado para hacer más digerible

de la fotografía imperial, véanse James R. Ryan, Picturing Empire: Photographs and the Visualization of the British Empire. Chicago, University of Chicago Press, 1997 y, además, un análisis penetrante de la fotografía de los subalternos, James C. Faris, Navajo and Photography. Albuquerque, University of New Mexico Press, 1996. Sobre la fotografía de familia, véanse Armando Silva, Albúm de familia. Bogotá, Norma, 1998 y Marianne Hirsch, Family Frames: Photography, Narrative, and Postmemory. Cambridge, Harvard University Press, 1997. Asimismo, he intentado desarrollar un método para analizar el fotoperiodismo en mis libros sobre el fotoperiodista Nacho López. Obviamente, la lista es representativa en lugar de ser exhaustiva. 67 F. Aguayo, las citas son de las páginas 8 y 16. 412 visualizar el pasado mexicano el plato fuerte de la historia real. Son historias ilustradas enmascaradas como fotohistorias. En la fotohistoria debería de existir una relación dialéctica entre la imagen y la palabra, se deberían informar mutuamente. El primer logro metodológico de Aguayo es identificar algunos problemas endémicos a las fotografías. Una dificultad constante ha sido la de identificar a los au- tores, ya que muchas veces no están firmados los negativos. El autor presenta el caso de Abel Briquet, el “fotógrafo de la compañía” para va- rias empresas, quien documentaba a los ferrocarriles entre 1870 y 1900. Briquet no siempre firmó sus negativos o fotografías y, aun cuando los firmaba, a veces quitaban su rúbrica con una mascarilla ovalada.68 Por esa razón, muchas fotografías están acreditadas a personas que no las hicieron, lo cual no es un problema de mercado (como sería para es- tablecer el valor de un vintage print de Tina Modotti, por ejemplo), sino de poder establecer fechas y lugares, además de identificar el género del fotógrafo. Un problema enorme y recurrente es el de poder fechar imágenes. El autor demuestra la importancia de las fotografías de roster, tomadas por los fotógrafos de las fábricas como registros de material rodante que producían y que luego pueden servir para proporcionar una fecha exacta sobre la existencia de vehículos que posteriormente salen en imágenes hechas por otros fotógrafos. Aguayo también señala el proceso de selección en la supervivencia de imágenes, al señalar el hecho de que muchas no sobrevivieron porque, “no fueron destinadas a la venta, o no existió ningún curador de museo que las solicitara, o porque lo que había en archivos oficiales fue vendido o destruido por ‘inservible’ ”. Estampas ferrocarrileras ofrece abundante evidencia de la importancia que pueden tener las imágenes para la historia social. Así, documenta la tecnología ferrocarrilera en relación con los rieles, las locomotoras y otros aspectos. Una contribución muy importante son los croquis de los talleres que el autor mandó a hacer para poder reconstruir los proce- sos de trabajo que aparecen en fotografías. También ofrece un acerca- miento a las formas de vida que se daban alrededor del ferrocarril, sobre todo en una imagen en la cual se encuentran juntos todos los oficios; sin embargo, este aspecto no está desarrollado en la medida en que lo merece. Asimismo, las fotografías ofrecen la prueba de que había ya producción mexicana de material rodante antes de 1914, fecha en que los historiadores del ferrocarril mexicano han tomado como el principio de

68 F. Aguayo, las citas son de las páginas 30-31 y 60. john mraz 413 la fabricación nacional. A pesar de saber sacar el jugo de las fotografías para descubrir aspectos desconocidos, Aguayo entiende que las foto- grafías no son ventanas al mundo, sino construcciones visuales. Así, por ejemplo, señala que las imágenes de los puentes del ferrocarril mexicano que se difundieron son de puentes de metal y piedra, aunque en realidad la mayoría fueron construidos de madera. De esta manera, queda claro que hay que tomar en cuenta el lado “cultural” de la ecuación, las formas de representación. Aguayo argumenta que el ferrocarril está visualizado como la en- carnación de lo moderno: “El objetivo, ayer y hoy, ha sido difundir estampas de modernidad, y su principal semejanza es la inexistencia de contradicciones”.69 Ahora bien, como documenta el autor, hay muchas imágenes en las cuales se ve “la dupla del atraso y la modernidad” (p. 70). Lo que no queda claro es hasta qué punto el ferrocarril —o la tecnología en general— está concebido como vehículo con el cual se resuelve esa contradicción entre lo subdesarrollado y lo moderno. Asimismo, me pregunto si no había cambios en la representación del ferrocarril durante el periodo estudiado. Me imagino que no, pero el ejemplo de lo que pasó en el cine de los westerns norteamericanos es interesante: en las primeras películas sobre el oeste, el ferrocarril trae modernización y progreso, pero luego se vuelve sirviente de los intereses especiales de los malos y en contra de los buenos granjeros. El autor documenta la crítica que se hacía a los que se aprovecharon de la construcción para enriquecerse, pero no da una idea del desarrollo histórico de esta crítica. Para los historiadores de la fotografía, Estampas ferrocarrileras ofrece una fascinación especial al documentar cuántas de las fotografías a través de las cuales historiamos el siglo xix fueron hechas por fotógrafos traba- jando para el ferrocarril. En la misma medida en que el ferrocarril estuvo en el centro del mundo del siglo xix, las imágenes tomadas por los que laboraban para él están en el centro de la reconstrucción. El autor señala los múltiples papeles de los fotógrafos: artistas como William Henry Jackson funcionaban al mismo tiempo como empresarios de la fotografía y hubiera sido interesante ver la discusión extendida para incluir a figuras como Winfield Scott, quien trabajaba tanto para compañías de bienes raíces como para el ferrocarril, y el ubicuo plurichambista, C. B. Waite. En este libro se examina la cuestión de la mexicanidad en la fotografía, al señalar que los fotógrafos mexicanos tomaron imágenes de la multi-

69 F. Aguayo, 45. 414 visualizar el pasado mexicano tud mientras los extranjeros hicieron fotografías de la modernidad. Sin embargo, el autor inteligentemente observa que, “no es que existía una fotografía particularmente mexicana”, sino que era cuestión del papel que desempeñó el fotógrafo en ese momento. Éste es un libro de gran utilidad para los estudiosos del ferrocarril y, además, para los historiadores de la modernidad y del porfiriato. Sin embargo, va aún más allá tanto al abrir cuestiones de metodología de la fotohistoria como al proporcionar ejemplos de cómo hay que hacerla. Hay varios signos promisorios en el horizonte de la historia visual en México hoy. En primer lugar, la fotografía misma es tratada con más respeto y la investigación sobre su historia y la de quienes la practican en México ha sufrido una transformación importante con la aparición de monografías tales como Simulacro y elegancia en tarjetas de visita, de Patricia Massé. Fotografías de Cruces y Campa; La fotografía durante el imperio de Maximilian, de Arturo Aguilar; Nacho López y el fotoperio- dismo mexicano en los años cincuenta, de John Mraz; y Edward Weston y Tina Modotti en México. Su inserción dentro de las estrategias estéticas del arte posrevolucionario, de Marianna Figarella.70 La mayoría de todos estos libros se originó como tesis, y la publicación esperada de otras di- sertaciones —de Alberto del Castillo, Ariel Arnal, Beatriz Malagón y Maricela González— de varias universidades mexicanas sin duda con- tribuirán significativamente a la creación de un ambiente más serio alrededor de la relación de fotografía e historia.71 La proliferación de congresos al momento en que escribo también es evidencia amplia del interés en esta disciplina.72

70 Más arriba se cita el libro de Massé. Arturo Aguilar Ochoa, La fotografía durante el imperio de Maximiliano. México, unam, 1996; Mraz, Nacho López y el fotoperiodismo mexicano en los años cincuenta. México, inah / Oceáno, 1999; Mariana Figarella, Edward Weston y Tina Modotti en México. Su inserción dentro de las estrategias estéticas del arte posrevolucionario. México, unam, 2003. 71 Alberto del Castillo Troncoso, “Conceptos, imágenes y representaciones de la niñez en México, 1880-1914”, Tesis de doctorado, El Colegio de México, 2001; Ariel Arnal Lorenzo, “Fotografía del zapatismo en la prensa de la Ciudad de México, 1910-1915”, Tesis de maestría, Universidad Iberoamericana, 2002; Beatriz Malagón Girón, “La fo- tografía de Winfield Scott. Entre la producción comercial y la calidad estética”, Tesis de doctorado, Universidad Nacional Autónoma de México, 2003; Maricela González Cruz, “Juan Guzmán en México: fotoperiodismo, modernidad y desarrollismo en algunos de su reportajes y fotografías de 1940 a 1960”, Tesis de maestría, Universidad Nacional Autónoma de México, 2003. 72 Los coloquios “Fotografía y sociedad en México”, Escuela Nacional de Antropología e Historia, y “Primer Congreso Internacional sobre Imágenes e Investigación Social”, john mraz 415

Dado el desarrollo en la academia de las herramientas para una verda- dera investigación gráfica en los diversos formatos de la moderna cultura visual —fotografía, cine, video— es un poco triste que la tradición de una historia gráfica ligera (o light) continúa tentando a las instituciones públicas que alojan a las colecciones y deben demostrar ganancias a sus jefes neoliberales. Es la impresión que deja la colección de la “Fototeca”, la más reciente incursión del inah, la cual incluye trabajos tales como Las soldaderas, de Elena Poniatowska; Yerba, goma y polvo, de Ricardo Pérez Montfort, e Imágenes de Pancho Villa, de Friedrich Katz.73 Aunque estos libros pequeños contribuyen a la cultura fotográfica mexicana al ofrecer imágenes de archivo a precios accesibles, una vez más se quedan lejos de realmente explorar las posibilidades de usar fotografías para contar la historia. La lucha para contar la historia de México a través de la fotografía sólo ha empezado.

Instituto Mora, ambos en 2002, son típicos de estas actividades. Un producto del con- greso en el Instituto Mora es el libro importante, Imágenes e Investigación Social, editado por Fernando Aguayo y Lourdes Roca. México, Instituto Mora, 2005, que contiene 24 ensayos de diferentes autores. 73 Entre los libros que han aparecido en esta serie están: Elena Poniatowska, Las solda- deras. México, Era / inah, 1999; Friedrich Katz, Imágenes de Pancho Villa. México, Era / inah, 1999; Ricardo Pérez Montfort, Yerba, goma y polvo. México, Era / inah, 1999. 416 visualizar el pasado mexicano

1. Fotógrafo desconocido, Luz Duani viuda de Guzmán, obrera en un molino de nixtamal. México, diciembre de 1919. Archivo General de la Nación, Ramo del Trabajo, 173-12.

2. Paco Mayo, Mujer vieja aprende a leer con la ayuda de dos niños. Xochimilco, 1947. Archivo General de la Nación, Fondo Hermanos Mayo, concentrados sobre 68. john mraz 417

3. C. B. Waite (?), Casa de caña de maíz y techumbre de tule o palma. Mitla. c. 1900. Archivo General de la Nación, Fondo Propiedad Artístico y Literaria, C. B. Waite, Habitación.

4. Eduardo Melhado, Marines en pose heroica. Veracruz, 1914. Archivo General de la Na- ción, Fondo Propiedad Artístico y Literaria, Melhado, Intervención norteamericana. 418 visualizar el pasado mexicano

5. P. Flores Pérez (?), Marinero y mexicanos muertos. Veracruz, 1914. Archivo General de la Nación, Fondo Propiedad Artístico y Literaria, Flores Pérez, Intervención norte- americana.

6. P. Flores Pérez, Marines en pose heroica y mexicano muerto. Veracruz, 1914. Archivo General de la Nación, Fondo Propiedad Artístico y Literaria, Flores Pérez, Intervención norteamericana. john mraz 419

7. P. Flores Pérez, Foto dirigida de resistencia. Veracruz, 1914. Archivo General de la Nación, Fondo Propiedad Artístico y Literaria, Flores Pérez, Intervención norteamericana.

8. P. Flores Pérez, Foto dirigida de resistencia. Veracruz, 1914. Archivo General de la Nación, Fondo Propiedad Artístico y Literaria, Flores Pérez, Intervención norteamericana. 420 visualizar el pasado mexicano

9. Fotógrafo desconocido, Operarios de ajustados pantalones charro. Santa Rosa, Veracruz, c. 1900. Archivo General del Estado de Veracruz.

10. Fotógrafo desconocido, Campesino sanandrescano que muestra en el rostro el risueño temperamento local..., José González Sierra, Los tuxtlas, vol. 6,Veractruz: imágenes de su historia. Veracruz, Archivo General del Estado de Veracruz, 1989, 162.

11. Fotógrafo desconocido, Escuela municipal, Santa Rosa. Veracruz, c. 1907. Álbum familiar del Sr. Trinidad Luna, Archivo General del Estado de Veracruz. historiografía y derechos humanos

Los derechos humanos en México: hacia una definición histórico-jurídica

María del Refugio González Margarita Moreno Bonett

Actualmente, los derechos humanos han cobrado gran significación en el nivel internacional. En su salvaguarda coinciden muchos países e impor- tantes sectores sociales, independientemente de la ideología que profesen y de los proyectos de desarrollo que hayan puesto en marcha. En buena medida, el fenómeno obedece al hecho de que en la situación de cambio que ha vivido el mundo en la segunda mitad del siglo xx los derechos humanos se han visto violados, conculados o simplemente limitados. Durante las dos últimas décadas del siglo pasado, presenciamos el de- rrumbamiento de los grandes bloques hegemónicos en el nivel mundial, lo que generó un replanteamiento no sólo de los regímenes políticos, sino del conjunto de las relaciones sociales y económicas, e incluso de los valores asumidos por el hombre. Así, el nuevo código de los derechos humanos que se viene planteando, constituye un factor atemperante y de intermediación de las posiciones totalitarias de cualquier signo. México ha tenido un papel protagónico en la defensa de los derechos humanos. El surgimiento de agrupaciones de carácter público, privado y social en nuestro país no es el resultado de una actitud coyuntural o de una “moda política”, sino que denota convicciones muy profundas de la sociedad mexicana, la mayoría de ellas han quedado expresadas en su estatuto jurídico. Según Héctor Fix-Zamudio:

...podemos afirmar que la introducción de organismos similares al om- budsman en América Latina ha sido tardía debido al desconocimiento que se ha tenido de la Institución que en un principio parecía muy alejada de las tradiciones jurídicas latinoamericanas. Además hasta hace pocos años, eran escasos los estudios en idioma castellano sobre este instrumento tutelar de los derechos humanos.1

1 Héctor Fix-Zamudio y Salvador Valencia Carmona, Derecho constitucional mexicano y comparado. México, Porrúa / unam, 2003, p. 474.

423 424 los derechos humanos en méxico

Por lo anterior, resultaría perentorio investigar acerca del desarrollo de los derechos humanos para reconstruir el proceso histórico en el que México, después de haber adoptado como trasfondo de su organización política un Estado de derecho, buscó las formas más adecuadas para expresar su proyecto de nación y los mecanismos para ponerlo en prác- tica. Las transformaciones que vivió la sociedad mexicana en la segunda mitad del siglo xix y durante el siglo xx son particularmente elocuentes para advertir la significación que ha tenido en nuestra historia lo que hoy llamamos “derechos humanos”. Conviene precisar que es necesario hacerse cargo de que una revisión histórica necesariamente suponga una precisión conceptual y metodoló- gica. De tal suerte que la connotación de aquello que englobaría la noción de los derechos presenta variantes significativas. Debemos considerar que tales conceptos son en sí mismos históricos, pero al mismo tiempo contienen ciertos elementos que permanecen como puntos de acuerdo de grandes sectores sociales. Entre éstos podemos considerar el derecho a la educación, es decir, debemos reconocer la importancia de la declaración de la unesco referida a la enseñanza de los derechos humanos en todos los niveles educativos. Cuando nos abocamos en los primeros meses del año 2002 a investigar acerca de la historiografía sobre derechos humanos en México, como res- puesta a la invitación del doctor Boris Berenzon al Proyecto Historiografía de América del Norte, nos encontramos con grandes escollos. ¿Realmente podemos hablar de una historiografía de los derechos humanos escrita en México, con ese propósito y sobre todo en la segunda mitad del siglo xx, de 1950 a 2000? Estamos ante el reto de reconstruir el proceso de generación de ideas que se produce en el debate de las mismas y que permite la precisión de conceptos que no necesariamente se encuentran puntualmente presentados en las fuentes bibliográficas, aun cuando se trata de textos de la propia época. La anterior consideración se funda en el hecho de que la definición de los derechos humanos no constituye exclusivamente una propuesta teórica, sino que éstos se determinan en la confrontación con la sociedad, con sus problemas, con su cotidianidad, con su proyecto de nación.2

2 Margarita Moreno Bonett, “Derechos humanos: Historiografía política y génesis de su formulación jurídica”, en Enlaces, núm. 4, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades. México, Universidad Autónoma de Puebla, primavera-verano, 1998, pp. 11-18. maría del refugio gonzález y margarita moreno bonett 425

Estos aciertos nos llevaron a la consulta minuciosa de las bases de datos de diferentes repositorios universitarios y de instituciones dedicadas a la investigación, con el propósito de encontrar los textos historiográficos acerca del tema que nos ocupa.3 Ante los resultados tan exiguos decidí entrevistar a académicas versadas en la materia para poder realizar al- gunas precisiones.4 Cada vez resulta un imperativo el estudio de las raíces históricas de un fenómeno que ha cobrado relevancia en los últimos tiempos: la sig- nificación social de los derechos humanos en la segunda mitad del siglo xx y su producción bibliográfica-historiográfica. A lo largo de la historia mexicana puede apreciarse una vocación por definir y defender los derechos humanos, entre otras razones, porque en nuestro país existe una importante tradición histórica, jurídico-política en esta materia, que coincide con una corriente en auge en el nivel in- ternacional.

En efecto, el universo conceptual de “lo humano”, en lo concerniente a los derechos del individuo fue primeramente identificado como una cuestión de índole moral, situada en el ámbito de “lo privado” que, paulatinamente, adquirió significación en la esfera de ‘lo público’, hasta ser reconocido como pieza clave del orden jurídico estatal y sucesivamente del internacional.5

Durante los últimos lustros, grupos civiles y gubernamentales de diversos países, por encima de las ideologías políticas y económicas que profesan y aplican, coinciden en la necesidad de salvaguardar los derechos humanos, particularmente en el marco de las grandes crisis de fines del siglo xx. Esto ha contribuido a formar una conciencia social alrededor de tales problemas, más allá de sus escenarios geográficos particulares.

Surgida de los horrores perpetrados en la Segunda Guerra Mundial, la toma de conciencia del valor supremo de los derechos del hombre no ha

3 Considero importante representar en forma de gráficas los resultados de esta primera etapa de la investigación, mismas que pueden consultarse al final de este artículo. 4 A través de las entrevistas con las destacadas especialistas en historia del derecho, historia política, historia diplomática e historia de las ideas, Patricia Galeana y María del Refugio González pueden comprobar hipótesis, ampliar la información y bibliografía pertinentes que están vertidas en este artículo. 5 M. Moreno Bonett, Los derechos humanos en México, una retrospectiva histórico- jurídica: de los derechos individuales a los derechos sociales 1808-1917, op. cit., p. viii, en prensa. 426 los derechos humanos en méxico

cesado de desarrollarse durante la segunda parte del siglo xx; el desarro- llo de las ciencias y de las técnicas ha transformado racialmente los medios de comunicación y, por ende, las relaciones entre los hombres. Hoy en día, cualquiera que sea el país en cuestión, la opinión pública está vivamente conmocionada, en el sentido fuerte del término, por la cuestión de los derechos del hombre.6

René Cassin —Premio Nobel de la Paz 1968—, en los años sesentas, afirmaba que el hombre de la calle estaba cobrando conciencia acerca de los derechos humanos, ya que sobre estos temas se habían realizado múl- tiples publicaciones y se habían concebido numerosos instrumentos para darlos a conocer y para asegurar su respeto por todas las naciones. Los derechos humanos son hoy un claro síntoma —quizá el primero— de una nueva noción de universalidad con rasgos propios y distinta de aquellas visiones, también universales, postuladas por la Ilustración y el Liberalismo.

Hasta hace algunos años, en la mayoría de los países del mundo, y México no era la excepción, se consideraban los derechos humanos un asunto doméstico; eran cuestiones que estaban reservadas a cada gobierno respec- to de sus nacionales... El panorama ha cambiado radicalmente. Los pueblos del orbe se han sumado de manera abrumadora a la causa de los derechos hu- manos, misma que ha logrado provocar efectos muy importantes en el orden jurídico interno...7

Vértice de polémicas, la mayor parte de los trabajos sobre los derechos humanos han oscilado entre el formato que impone un tema de actua- lidad y los análisis que pretenden explicar su fundamentación, como la influencia de pensadores ingleses, franceses y norteamericanos.A lgunos de estos trabajos aíslan los derechos humanos y empequeñecen su signifi- cado desvinculándolos de la realidad histórica. En algunos casos los textos que se asumen como revisiones históricas giran alrededor de la ubicación cronológica de ciertos episodios significativos en esta materia.

6 René Cassin, Prefacio en Veinte años de evolución de los derechos humanos. Trad. David Pantoja. México, iij, unam, 1974, p. 11. 7 H. Fix-Zamudio y S. Valencia Carmona, op. cit., p. 415. Patricia Galeana, entrevista grabada. México, ffyl, unam, mayo, 2003. Resulta fundamental la recuperación de los trabajos del doctor Fix-Zamudio, ya que según afirma Patricia Galeana abrieron brecha e inspiraron a muchos de los autores que trabajaron posteriormente acerca del tema de derechos humanos. maría del refugio gonzález y margarita moreno bonett 427

Las más variadas plumas de filósofos, sociólogos, historiadores y juristas, se han movido para explicar, desde antaño, el origen y fundamento de los Derechos Humanos; innumerables conceptualizaciones y explicaciones se han dado sobre ellas, muchas de las veces cargadas de emotividad y como resultado de las más íntimas convicciones y sentimientos de sus exégetas. Desde luego, el debate no se ha cerrado y el estado de la polémica se ca- racteriza por su impresionante policromía.8

No podemos aventurarnos a hablar de una historiografía de los de- rechos humanos propiamente dicha, sino más bien de una bibliografía porque no se escriben muchos libros historiando los derechos humanos.9 La mayor producción es de libros genéricos en distintos temas, aunque sí podemos considerar la investigación sobre el tema como un fenómeno que en la segunda mitad del siglo xx, e incluso en el último tercio del siglo, propició una producción muy amplia de textos, sin embargo, resulta obvio que existen trabajos aislados desde tiempo atrás sobre esta temática. Es debido a esta razón que muchos de los libros que se publicaron con diferentes enfoques durante la segunda mitad del siglo xx procu- raron el estudio de la formación del Estado moderno mexicano, de sus constituciones y códigos, así como de las adecuaciones de la ley a las exigencias históricas y transformaciones sociales. “Había precedido a estas manifestaciones, un esfuerzo de la doctrina jurídica nacional cuya influencia fue notable y definitiva. Desde hacía varios años atrás, reco- nocidos tratadistas y varias instituciones de educación superior del país realizaron una consistente labor de promoción y difusión de los derechos humanos...”10 En México —afirma Patricia Galeana—, lo primero que tenemos que hacer es una historia de los derechos humanos, tema que trajo a México el doctor Héctor Fix-Zamudio en la década de los sesentas, pero que no va a permear de inmediato sino hasta los años ochentas y noventas, en los que se cobra conciencia de la necesidad que señalaba el eminente ju-

8 Jorge Madrazo, Derechos humanos: el nuevo enfoque mexicano. México, fce, 1993, p. 9. 9 Patricia Galeana, entrevista grabada, op. cit. México, ffyl, unam, salón de profesores, 21 de mayo de 2002. La destacada historiadora propuso, desde la dirección del Archivo General de la Nación, al doctor Luis de la Barrera en los noventas, “...un proyecto para hacer la Historia de los Derechos Humanos en México, a partir de los documentos que ahí se albergan; lamentablemente no contamos con los recursos económicos ni con becarios en ese momento y, finalmente, no se ha podido hacer”. 10 H. Fix-Zamudio, S. Valencia Carmona, op. cit., p. 482. 428 los derechos humanos en méxico rista del establecimiento de un ombudsman, término que tiene su origen en Suecia, donde nace esta institución para proteger los derechos de la ciudadanía de las arbitrariedades del Estado. En México, en un principio, no fue bien acogida esta idea pues se pensaba que el juicio de amparo era suficiente para cumplir con ese cometido.11 Si tratamos de hacer historia recordaremos que 1968 fue declarado como el “Año internacional de los derechos del hombre”, y previamente el doctor Héctor Fix-Zamudio, director del Instituto de Investigaciones Jurídicas (iij) de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), fue invitado a organizar un seminario internacional sobre derechos hu- manos. “Fue la ocasión de hacer un balance, de formular evaluaciones y trazar vías para el porvenir. Los estados, las organizaciones internaciona- les, las organizaciones no gubernamentales, se consagraron a un análisis de la acción emprendida a favor de la promoción y de la protección de los derechos del hombre”.12 Los antecedentes no dejan de ser importantes ya que en 1962 la Co- misión Interamericana de Derechos Humanos, con sede en Washing- ton, solicitó al entonces Instituto de Derecho Comparado de México la organización de cursos relativos al tema de los derechos humanos “a fin de exaltar su trascendencia en un continente donde, a causa de factores políticos, sociales, económicos e inclusive raciales, no siempre aquéllos son objeto del acatamiento debido”.13 Sin embargo, por diversas razones “sobre todo de carácter económico”, estos cursos no pudieron realizarse en 1964 como estaba planeado. En julio de 1967, la misma comisión recurrió al Instituto de Investiga- ciones Jurídicas, dirigido por el doctor Héctor Fix-Zamudio, para reite- rarle dicha solicitud,14 con vistas a conmemorar el vigésimo aniversario

11 P. Galeana, entrevista grabada, op. cit. En esta materia recomendamos la lectura de los excelentes trabajos de H. Fix-Zamudio, Ensayo sobre el derecho de amparo, 2a. ed. México, Porrúa / unam, 1999; Felipe Tena Ramírez, Derecho constitucional mexicano. 34a. ed. México, Porrúa, 2001; Ignacio Burgoa, Derecho constitucional mexicano. 15a. ed. México, Porrúa, 2002; I. Burgoa, El juicio de amparo. 21a. ed. México, Porrúa, 1984. 12 R. Cassin, op. cit., p. 11. 13 Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, “Informe del coordinador y aclaraciones poste- riores”, en Veinte años de evolución de derechos humanos, p. 15 14 H. Fix-Zamudio et al., Veinte años de evolución de los derechos humanos, op. cit., pp. 601-603. Además de los ya mencionados, es importante destacar algunos de los temas que se presentaron en el Seminario Internacional de Derechos Humanos, y a sus auto- res por formular un catálogo de preocupaciones acerca de diferentes aspectos relacionados con los derechos humanos que hasta nuestros días son ejes de preocupación constante: maría del refugio gonzález y margarita moreno bonett 429 de las dos declaraciones de derechos humanos a saber: la Declaración Universal de Derechos Humanos adoptada en el marco de la Organiza- ción de Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948, y la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de la Organización de Estados Americanos, de abril de 1948. Sin embargo, la realización del seminario tuvo que aplazarse nuevamente debido a los aciagos aconte- cimientos de 1968, y se llevó a cabo de diciembre de 1968 a marzo de 1969. “Para satisfacción de nuestro Instituto, procede destacar que la Comisión Interamericana lo escogió, y así consta, por ser el de máximo prestigio entre los de su índole en América y el que ofrecía, por tanto, la realización de la empresa”.15 El Instituto de Investigaciones Jurídicas, como precursor de la inves- tigación acerca de los derechos humanos, se convirtió en la institución de la cual emana gran parte de este conocimiento. Los investigadores del Instituto han sido autores muy importantes de diversos tópicos de de- rechos humanos. El Instituto de Investigaciones Jurídicas de la unam ha dado impulso al estudio de los derechos humanos desde un enfoque constitucionalista en principio y posteriormente a los derechos humanos por sí mismos. Dentro de ese Instituto podemos destacar los trabajos del doctor Héctor Fix-Zamudio16 y de sus discípulos, entre los que destaca

Cursillos básicos de cinco a diez lecciones cada uno: Héctor Cuadra, “El apartheid y los instrumentos internacionales sobre derechos humanos”; Alfonso Noriega, “Las ideas jurídico-políticas que inspiraron las declaraciones de derechos en las diversas constitucio- nes mexicanas”; Sergio García Ramírez, “Los derechos humanos y el derecho penal”; H. Fix-Zamudio, “Introducción al estudio procesal comparativo de la protección interna de los derechos humanos”. Conferencias sueltas de una a cuatro por expositor: René Cassin, “El problema de la realización efectiva de los derechos humanos en la sociedad universal” y “Protección nacional e internacional de los derechos humanos”; A. H. Robertson, “La convención europea de derechos humanos”; Carlos García Bauer, “La proyectada con- vención interamericana de derechos humanos” y “¿Puede elaborarse ya una disciplina jurídica autónoma de los derechos humanos?”; Modesto Seara Vázquez, “Los límites del principio de autodeterminación de los pueblos”; Monique Lions, “Los derechos humanos en la historia y en la doctrina”; Guillermo Floris Margadant S., “Los derechos del hom- bre en la constitución soviética”; Karl Loewenstein, “Las libertades civiles en los países anglosajones”; Miguel González Avelar, “Ciencia, intelectuales y derechos humanos”; Karel Vasak, “Problemas relativos a la constitución de comisiones de derechos humanos, especialmente en África”; Gabino Fraga, “Protección internacional de los derechos y libertades fundamentales de la persona humana en el ámbito americano”. 15 Ibid., p. 15. 16 H. Fix-Zamudio y S. Valencia Carmona, Derecho constitucional mexicano y compa- rado, op. cit., p. 483. Los autores comentan que años más tarde, “del 11 al 22 de agosto de 430 los derechos humanos en méxico el jurista Jorge Carpizo, quien los ha introducido en buena parte de su producción. La investigación acerca de los derechos humanos con un enfoque iusnaturalista, ha sido abordado en el Instituto acercándose a temas de fundamentación filosófica. Desde luego, estos estudios, además de internacionalizarse, se han diversificado en su número y orientación: “Para explicar esta nueva realidad jurídica, en la doctrina moderna se ha difundido la tesis de buena utilidad didáctica que distingue varias generaciones de derechos humanos, de acuerdo con su progresiva apa- rición histórica”.

1. Derechos individuales clásicos

En la primera generación, “fruto del liberalismo político del siglo xviii”, se promulgan las primeras constituciones en las que se incluyen los derechos individuales, derechos civiles y derechos políticos de los ciudadanos, entre los que se cuentan los derechos a la vida, a la libertad y a la seguridad, a la igualdad ante la ley, derecho a la propiedad, etcétera.

2. Derechos económicos, sociales y culturales

Los derechos económicos, sociales y culturales son los de segunda gene- ración, “en los que el Estado debe actuar como promotor y protector” de estos derechos que se denominan sociales, como el derecho al trabajo, a la seguridad social, a la educación, al salario equitativo, a sindicalizarse y a la huelga, al descanso y al empleo.

3. Derechos de solidaridad de tercera generación

Son principios universales y que, por lo tanto, “exigen la participación internacional”: derecho a la paz, a la libre autodeterminación, al desa-

1980 el propio Instituto celebró una sesión de enseñanza sobre ‘La protección internacional de los derechos del hombre. Balance y perspectiva’, a la que siguieron diversos eventos que han tenido notable trascendencia en el medio jurídico del país. Precisamente, a través de varios estudios doctrinarios publicados en aquellos años, se fue conociendo la institución de origen sueco denominada ombudsman, en la que se funda nuestra Comisión Nacional”; parte de la producción del destacado jurista Héctor Fix-Zamudio acerca de los derechos humanos puede consultarse en la bibliografía. maría del refugio gonzález y margarita moreno bonett 431 rrollo, a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado y el derecho a beneficiarse del patrimonio de la humanidad, entre otros.17

Durante la primera gestión del actual director del Instituto de Investi- gaciones Jurídicas de la unam, doctor Diego Valadés, se editaron una serie de cuadernillos de divulgación sobre los derechos del inquilino, del ciudadano, de las mujeres, de los niños, de cualquier ser humano sujeto o centro de imputación de derechos. Algunos investigadores abrieron brecha al acercarse al análisis de la problemática de las minorías étnicas y sociales que no se había abordado con la suficiente amplitud, tal como la de los indígenas, la de las mujeres y la de los niños, cuyos derechos también deben ser protegidos por el Estado. Por otro lado, el doctor Jorge Carpizo, como rector de nuestra máxima casa de estudios, fundó la Defensoría de los Derechos de los Universitarios en la unam el 29 de mayo de 1985, que desde cualquier perspectiva fue predecesora de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (cndh). La propuesta de crear la Defensoría de los Derechos de los Universi- tarios es del cuño del ilustre constitucionalista, quien la consideró como una primera instancia a la que podían acudir los universitarios para defender sus derechos como tales. “Poco a poco las autoridades se han ido acostumbrando a respetar y a someterse a lo que son estrictamente sus funciones y, poco a poco también, los estudiantes y los profesores han sido conscientes de cuáles son sus derechos y cómo defenderlos”.18 La idea de la defensoría como tal no existe en ningún otro país, se podría afirmar que ésta es una de las contribuciones más importantes de Jorge Carpizo en materia de derechos humanos porque muy poco tiempo después se creó la cndh, el 5 de junio de 1990, como el primer órgano desconcentrado de la Secretaría de Gobernación, carácter con el cual laboró año y medio. El 1 de agosto de 1990 publicó su reglamento interno, el 28 de enero de 1992 se le confirió el rango constitucional y el 12 de noviembre del mismo año se publicó en el Diario Oficial de la Federación su reglamento aprobado por el Consejo. El 28 de agosto de 1999 se le concedió ser un organismo constitucional autónomo.19

17 H. Fix-Zamudio y S. Valencia Carmona, op. cit., pp. 416-418. 18 María del Refugio González Domínguez, entrevista grabada. México, Parque Hun- dido, 27 de mayo de 2003. La destacada especialista en Historia del Derecho fue la tercera defensora de los derechos de los universitarios. 19 H. Fix-Zamudio, S. Valencia Carmona, op. cit., p. 483-496. Véase para ampliar esta 432 los derechos humanos en méxico

Son muy significativos los esfuerzos por difundir en estos últimos 15 o 20 años una cultura de los derechos humanos a través de su enseñanza por medio de manuales educativos, guías para diferentes sectores, libros, cartillas, e incluso, cursos impartidos por la Academia Mexicana de Derechos Humanos,20 la Comisión Nacional de Derechos Humanos, la Universidad Iberoamericana, la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, por medio de cátedras como la de la unesco de Educación y Derechos Humanos, etcétera. El antecedente histórico más remoto de la cndh sería la Ley de Pro- curaduría de Pobres creada por Ponciano Arriaga en 1847.21 Tuvo que pasar mucho tiempo para que, ya en el siglo xx, se retomara este concepto y se intentaran aplicar algunos modelos semejantes tales como:

...la Dirección de la Defensa de los Derechos Humanos de Nuevo León establecida por una ley del Congreso Local del 3 de enero de 1979, así como el Procurador de Vecinos creado por acuerdo del Ayuntamiento de la ciudad de Colima el 21 de noviembre de 1983, y que se institucionalizó en la Ley Orgánica Municipal del Estado de Colima publicada el ocho de diciembre de 1984.22

En los últimos trece años, la Comisión ha propiciado la difusión de los derechos humanos, a través de una labor editorial constante, en la que pueden contarse colecciones de clásicos, trabajos doctrinarios de inves- tigación, manuales de difusión, trípticos, folletos, cartillas, etcétera.23 información a Jorge Carpizo, Derechos humanos y ombudsman. México, unam / cndh, 1993. 20 En este sentido resulta muy importante destacar la labor desarrollada por la doctora Gloria Ramírez, responsable en México de la cátedra unesco de Educación y Derechos Humanos, premiada recientemente también por su trayectoria en la Academia Mexica- na de Derechos Humanos que preside actualmente en la cndh y a través del seminario permanente de educación y derechos humanos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. 21 Documentos y testimonios de cinco siglos. México, cndh, 1991, p. 39. 22 H. Fix-Zamudio y S. Valencia Carmona, op. cit., pp. 483-496. Véanse para ampliar esta información a los especialistas: J. Carpizo, Derechos humanos y ombudsman. México, unam / cnd, 1993; Germán J. Bidart Campos, Teoría general de los derechos humanos. México, iij, 1989 (Serie G, Estudios Doctrinales, 120). 23 Magdalena Aguilar Cuevas, Derechos humanos. Manual de Capacitación. Enseñanza- aprendizaje- formación. México, cndh, 1993; Luis Díaz Müeller, Manual de derechos hu- manos, 2a. ed. México, 1992; Luis de la Barrera Solórzano, Los derechos humanos. México, maría del refugio gonzález y margarita moreno bonett 433

En general, la producción doctrinaria de la cndh ha sido escrita por autores con amplio reconocimiento académico como son Sergio García Ramírez, Germán Bidart Campos, Jorge Carpizo, el propio Héctor Fix- Zamudio, Rodolfo Stavenhagen, a pesar de que el enfoque de este último no es estrictamente jurídico cuando se acerca a los derechos humanos. Hay otro tipo de publicaciones de la Comisión tales como manuales para prisiones, para el manejo sobre todo de reos, obras sencillas de presentación y de formulación pero serias y ricas en contenido. Existen también trabajos producto de seminarios dictados por especialistas, en co- loquios, series de conferencias; todos éstos al editarse se convierten en un conocimiento bien documentado de los derechos humanos. Ya por el año 2000 se crea el Centro de Estudios de Derechos Humanos de la cndh; de hecho, el centro funcionaba desde el tiempo de la doctora Mireille Rocatti Velásquez; cuando llegó a la cndh el doctor José Luis Soberanes, actual presidente, lo sostuvo pero sin que el centro contara con un espacio físico determinado: había mucho trabajo que hacer ese primer año ya que se tenía que transformar a la Comisión en un organismo cons- titucional autónomo. La reestructuración del centro no podía concretarse de inmediato. Hasta finales de 1999, el doctorS oberanes le dio el impulso necesario: empezó por constituirlo como tal, con las autoridades ne- cesarias, dotándolo de un espacio físico y del trabajo de investigadores destacados sobre la línea temática de los derechos humanos. Por otro lado, al final de los noventas, lacndh firmó un convenio con la Universidad a Distancia de Madrid para hacer un Doctorado en Dere- chos Humanos, en el entendido de que cada una de las tesis iba a ser una investigación original sobre este tema, y que se irían formando así no ne- cesariamente investigadores, sino nuevos conocedores y especialistas que después en sus universidades o en sus tribunales, o bien en los distintos ámbitos que se encontrasen, difundirían y ampliarían el conocimiento de los derechos humanos. El área de difusión y el área educativa ha sido muy importante para la cndh, así como se fortaleció la capacitación con la docencia. Desde su creación se dio prioridad a los sectores que aparecían como más necesitados de estos conocimientos: las áreas marginales de población; las diferentes instituciones policiacas, entre otras la judicial; la Procuraduría General de la República, etcétera. cnca, 1999 (Tercer milenio); Daniel E. Herrendorf, Clásicos universales de los derechos humanos, México, cndh, 1992. 3 vols.; Antología de Clásicos mexicanos de los derechos hu- manos: de la Constitución vigente a nuestros días, México, cnd, 1992. 2 vols. 434 los derechos humanos en méxico

Los derechos humanos se estudian de manera consistente y sistemática en la maestría y diplomados que se imparten en la Universidad Ibero- americana. Esta institución educativa tiene investigadores que trabajan sobre esta área y que, desde luego, participan en todas las convocatorias de derechos humanos. Como puede apreciarse, es un tema que está pre- sente en muchos espacios, no sólo en la Comisión o en las instituciones universitarias y centros de investigación, sino que poco a poco se han abierto otros espacios como el de las Organizaciones No Gubernamentales (ong), de las que podemos destacar la Academia Mexicana de Derechos Humanos que tiene producción importante y que cuenta con autores des- tacados. Las universidades desarrollan materiales de trabajo para las clases (para los módulos de los diversos diplomados y maestrías que se imparten), en cuyo contenido podemos encontrar la base para difundir el conocimiento sobre derechos humanos. Además del Instituto de Investigaciones Jurídicas, en los Institutos de Investigaciones Filosóficas,F ilológicas, Históricas, el Centro de Estudios Sobre la Universidad (cesu) y la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, entre otras, también se contempla una área que estudia los de- rechos humanos, en la cual existe una producción consistente, cuyas líneas de investigación abarcan un sinnúmero de temas, como son los in- dígenas, las mujeres, las reformas constitucionales que van aparejadas con el estudio de necesidades sociales, etcétera. Podríamos reiterar así que parte de la preocupación generalizada se concentra en la construcción de una cultura de los derechos humanos en la que el ciudadano conozca sus derechos y, por ende, demande que se le respeten.24 Por otro lado, podría afirmarse que tanto en los debates suscitados alrededor de los derechos humanos, como en las acciones específicas emprendidas, y en los estudios alrededor de esta temática, se revela una tendencia que desborda el formato coyuntural de los movimientos polí- ticos, raciales, de género y culturales que ha presenciado el siglo xx. Son

24 Es importante destacar, entre otras, la labor de la Universidad Autónoma de Aguascalientes que con auspicio de la onu, ha desarrollado un proyecto sobre educación para la paz y los derechos humanos en el nivel escolar de primaria, sobre estos aspectos recomendamos el libro de José Bonifacio Barba, Educación para los derechos humanos. Los derechos humanos como educación valoral, 2a. reimp. México, fce, 1999. Consúltese también a M. Moreno Bonett, “Del catecismo religioso al catecismo civil: la educación como ‘derecho del hombre’ ”, en María Esther Aguirre Lora, coord., Miradas, estilos, recuerdos. Rostros históricos de la educación. México, fce, 2001. maría del refugio gonzález y margarita moreno bonett 435 hoy, en el nivel nacional e internacional, un elemento insoslayable en la definición del orden jurídico de las naciones.

[...] en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano se estable- ce que los hombres nacen libres e iguales y que el objeto de toda sociedad política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, a saber, la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. Si la separación de los poderes no está determinada ni la garantía de los derechos asegurada, la sociedad carece de Constitución, según el texto de la declaración. El nuevo ideario se habría de plasmar en constituciones y códigos.25

En México, la formación del Estado moderno es uno de los ejes del Estado de derecho, éstos están constituidos por la división del poder, los derechos humanos y el control de la constitucionalidad. Entonces, desde que hay constituciones está presente la discusión acerca de los derechos del hombre y del ciudadano. A partir de las declaraciones de derechos fran- cesa y norteamericana, es un tema medular el derecho político entre los académicos que estudian las constituciones y entre los especialistas que escriben sobre teoría del Estado.26 “La génesis de los derechos del hom- bre es indisociable del surgimiento del Estado, y el sentido inalienable de tales derechos procede, en buena medida, de la noción que se perfila con claridad desde los tiempos medievales y se desprende de la concepción de que todo poder tiene vinculaciones y límites fijados por la sociedad”.27 Los derechos individuales, consagrados social y constitucionalmente, son el punto de partida que conduce, en tiempos posteriores y en cir- cunstancias diversas, al establecimiento de los derechos sociales como sustento del orden jurídico de la nación y como principio rector de la vida social.

25 María del Refugio González Domínguez, “Derechos humanos y comunidades in- dígenas. El proceso de construcción del Estado de derecho en México”, en Normatividad en el ámbito religioso, Taller de Derechos Humanos, normatividad y trámite registral en el ámbito religioso (Antología). México, Secretaría de Gobernación / Subsecretaría de Asuntos Religiosos, pp. 123-259. 26 M. R. González Domínguez, entrevista grabada, op. cit. La producción sobre derechos humanos en el último tercio del siglo xx es amplia —afirma la especialista en Historia del Derecho—, es un tema que se analiza de manera sistemática sin una metodología específica y desde distintos acercamientos, se estudia desde el punto de vista filosófico, jurídico, antropológico, etcétera. 27 M. Moreno Bonett, Los derechos humanos en México una retrospectiva histórico- jurídica, op. cit., p. 1. 436 los derechos humanos en méxico

Los análisis más profundos respecto de esta materia sugieren que el hilo que conduce a los orígenes de la categoría “derechos humanos” es la noción de “derecho natural”, que se define en la medida que adquieran nitidez los perfiles de las doctrinas ético-filosóficas sobre el papel del individuo y de la comunidad. Recapitulando, el universo conceptual de “lo humano” en el ámbito de aquello que puede considerarse derecho del individuo, fue primeramente identificado como una cuestión de índole moral-natural; posteriormen- te adquirió significación, hasta ser reconocido como parte del orden jurídico-estatal y sucesivamente del internacional. La última fase de su tránsito de la esfera de lo moral a la de lo político tuvo una importante influencia del liberalismo,28 que obró como un genuino catalizador de este proceso.29 La Revolución francesa y la Independencia de las Trece Colonias fue- ron sucesos que otorgaron un sitio relevante a los derechos del hombre en la conciencia universal. Sin embargo, su aceptación como principio no implicó necesariamente la consagración práctica de su aplicación. “La declaración de derechos de Virginia en 1776 afirma que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos innatos de los que no pueden ser privados o desposeídos, a saber, el goce de la vida y la libertad, con los medios para adquirir la propiedad y buscar y conseguir la seguridad...”30 Los derechos humanos presentan una dualidad originaria. Contenían el germen de dos vertientes ideológicas: el individualismo competitivo de origen sajón, que derivó en el liberalismo, y el individualismo social más arraigado. Se trata aquí de ubicar el caso específico de México como un episodio particularmente significativo para la definición de la concepción moderna de los derechos humanos, especialmente si se parte de una tesis central: los derechos del hombre, en el plano individual y en el social, han sido concebidos en razón del ámbito de competencia que se atribuya al ejercicio de la autoridad gubernamental. Durante el siglo xix, México tuvo que afrontar enormes dificultades para conformarse como nación, transitando, en poco tiempo, el camino que Europa recorrió en las postrimerías de la Edad Media.

28 Erick Kalher, Historia Universal del hombre. México, fce, 1965, p. 152. 29 Germán J. Bidart Campos, Teoría general de los derechos humanos, op. cit. La consulta de este autor resulta indispensable para la comprensión de este proceso. 30 M. R. González Domínguez, “Derechos humanos y comunidades indígenas...”, op. cit., pp. 124-125. maría del refugio gonzález y margarita moreno bonett 437

Las condiciones sociales, económicas, políticas y culturales de la época favorecieron la coexistencia del individualismo competitivo y del pen- samiento social, los cuales se regularon y atemperaron recíprocamente. No parecía factible que se renunciara a las tesis liberales y capitalistas si la aspiración central era conformar una nación moderna, luchar por este objetivo de espaldas a una sociedad tan heterogénea como la que existía en el país durante el siglo xix y cuya diversidad originaria —uno de los atributos del mestizaje— fue potenciada por las guerras civiles y las confrontaciones con el exterior que, por otra parte, se producían en los tiempos difíciles de la redefinición de la economía internacional. Las propias condiciones del país —que al mismo tiempo que logró una modernización industrial sin precedente, conservaba formas muy arcaicas de la explotación de la riqueza— propiciaron una permanente búsqueda de equilibrio entre el factor individual y el social. Por otra parte, el hecho de que el movimiento revolucionario del siglo xx se radicalizara hasta plantear la reformulación del pacto social de la nación, permitió que en el diseño del nuevo orden jurídico los derechos individuales adquirieran el rango de derechos humanos, al asumirse éstos como un elemento esencial del nuevo Estado y plantearan, expresamente, que ni gobierno ni sociedad deberían ser entidades subordinadas una a la otra, sino definir su campo de acción y sus límites. Como se sabe, el siglo xx fue el escenario de una redefinición política y económica del mundo que vivió sus momentos más críticos durante las dos guerras mundiales y la caída del llamado bloque socialista, lo cual tuvo una incidencia radical en la concepción de los derechos humanos. Se perfilaron así algunos sistemas que diseñaron un nuevo orden jurí- dico, privilegiando su dimensión individual-competitiva; mientras otros colocaron las aspiraciones sociales por encima de las individuales, de tal manera que, a lo largo del siglo xx, en el seno del pensamiento político occidental, se estableció una patente tensión entre los valores individuales y sociales,31 así México

...ha tenido activa participación en el movimiento a favor de la internacio- nalización de los derechos humanos, también ha ido adecuando su orden jurídico y constitucional a los progresos habidos en dicho ámbito. Se han ampliado o enriquecido algunos derechos individuales de carácter tradi-

31 M. Moreno Bonett, op. cit., p. V. Véase H. Fix-Zamudio y S. Valencia Carmona, op. cit., p. 497. 438 los derechos humanos en méxico

cional, así como también se han venido incorporando una serie de nuevos derechos, como son los de paternidad responsable, libre procreación, igualdad jurídica de los sexos, derecho a la salud, derecho a la vivienda, de- recho a la información, derecho de diferencia y de identidad en razón de la composición pluricultural de la nación.32

Podemos reafirmar que la activa participación de agrupaciones de carácter público, privado o social a favor de la salvaguarda de los derechos humanos constituye un factor fundamental para la legitimidad de cual- quier propuesta política en la fase de la transición del país hacia la de- mocracia. De esta percepción se infiere que el significado que tiene la defensa de los derechos humanos en nuestro país en los últimos años del siglo xx emerge de una vigorosa vocación social enraizada en el proceso de conformación de la sociedad mexicana, plasmada en los estatutos jurídicos consagrados para organizar el país en diversos momentos de su historia. Las propuestas de organización jurídico-políticas, por rudimentarias que fueran, consagraron como una obligación del poder público la pro- tección de los derechos humanos en su dimensión individual (en forma concordante con las ideas más avanzadas de la época) y en su dimensión social (entrelazadas con las ideas de la autonomía política y de sobera- nía), sobre la base de una enorme fe en la ley. Resulta indiscutible que los documentos políticos y constitucionales mexicanos, si bien atienden a la formación del Estado, manifiestan una inequívoca vocación por la defensa de los derechos humanos, alimentada por la certeza de que sin estos derechos el Estado no podría constituirse.33 Estas consideraciones refuerzan la importancia que entraña realizar el análisis histórico de la génesis y desarrollo de la noción de derechos humanos en México, enfrentando las dificultades teóricas que conlleva la reconstrucción de cualquier proceso de historia de las ideas. Escribir la historia de los derechos humanos en México, hará evidente el hecho de:

32 H. Fix-Zamudio y S. Valencia Carmona, op. cit., p. 418. Consúltese el interesante libro del doctor Jorge Carpizo, Estudios constitucionales, 7a. ed. México, Porrúa / unam, 1999. 33 H. Fix-Zamudio y S. Valencia Carmona, op. cit., p. 497. Puede consultarse para estos temas a Margarita Moreno Bonett. “Soberanía y nación mexicana” en Quorum, Publi- cación mensual del Instituto de Investigaciones Legislativas de la Cámara de Diputados, 2a. época, año v, núm. 40, marzo, 1996, pp. 27-41. maría del refugio gonzález y margarita moreno bonett 439

...que la definición y salvaguarda de los derechos humanos es parte esen- cial de su historia y no producto de situaciones coyunturales, ya que en la discusión y elaboración de los distintos documentos constitucionales se definió la relación entre elE stado y el individuo bajo diversas modalidades. Los derechos individuales consagrados social y constitucionalmente como garantías individuales formaron parte de una discusión que condujo, en el devenir histórico, al establecimiento de los derechos sociales como sustento del orden jurídico de la nación y como principio rector de la vi- da social.34

34 M. Moreno Bonett, Los derechos humanos en México, una retrospectiva histórico- jurídica: de los derechos individuales a los derechos sociales 1808-1917, op. cit., p. ix. De la misma autora puede consultarse “La influencia liberal en laC onstitución de 1917” en Quorum, 2a. época, año v, núm. 40. México, publicación mensual del Instituto de Inves- tigaciones Legislativas de la Cámara de Diputados, marzo, 1996, pp. 31-39.

Traspasando las fronteras. Pasado y futuro de los estudios de migración México-Estados Unidos*

Mark Overmyer-Velázquez**

Alguna vez pensé en escribir una historia de los inmigran- tes en América… Luego descubrí que los inmigrantes eran la historia de América. Oscar Handlin, The Uprooted l

Los historiadores chicanos deben reconocer más que nunca la significación ininterrumpida de la inmigración para una comprensión cabal de la experiencia chicana en sí. Alex Saragozav

El campo de los estudios de la migración mexicana ha estado plagado de un debate fragmentado que parece persistir sin resolución alguna. Jorge Durand y Douglas S. Massey n

Al inicio del nuevo milenio, la confluencia de dos eventos aparentemente inconexos cambió para siempre la relación entre México y Estados Uni- dos. La liberación de los datos del censo del año 2000 de Estados Unidos y los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 a las ciudades de Nueva York y Washington, D. C. marcaron el inicio de la última era de la migración México-Estados Unidos. El censo del 2000 y sus subsecuentes

* Agradezco enormemente a Miguel Tinker Salas, Rick Lopez, Timothy Brown y Jordanna Hertz sus sugerencias y comentarios a la primera versión de este artículo, traducido por Mónica Portnoy Binder. ** Center for the Humanities, Wesleyan University. l Oscar Handlin, The Uprooted, Little Brown and Company. Boston, 1951, p. 3. La ironía de esta cita es que, obviamente, Handlin rara vez menciona a los mexicanos como contribuidores de la historia de la inmigración estadounidense. v Alex M. Saragoza, “Recent Chicano Historiography: An Interpretative Essay”, en Aztlán, vol. 19, núm. 1, p. 44. n Jorge Durand y Douglas S. Massey, “Mexican Migration to the United States: A Critical Review”, en Latin American Research Review, vol. 27, núm. 2, p. 3.

441 442 traspasando las fronteras reportes1 respecto de la creciente población latina en Estados Unidos han, de una vez por todas, insistido en el hecho de que los latinos (o hispanos) son la “minoría mayoritaria” del país, superando por primera vez el número de americanos de origen africano.2 Con gente de origen mexicano que da cuenta de la gran mayoría (58.5 %) de todos los latinos en Estados Unidos, los medios de comunicación masivos pusieron más atención al analizar el impacto social, político, económico y cultural que, en particular, los mexicanos tendrán en los años venideros.3 La respuesta gubernamental a esta explosión demográfica no tiene paralelo con los medios. Los sucesos del 11 de septiembre del 2001 y sus secuelas anticiparon lo que prometió ser la más abarcadora y progresis- ta legislación binacional sobre migración nunca antes concebida. Sólo semanas antes de los ataques, los gobiernos de Vicente Fox Quesada y George W. Bush consideraron aflojar las restricciones al movimiento transfronterizo, así como la legalización y ciudadanización de cientos de miles de mexicanos que cada año atraviesan la frontera para trabajar y vivir en Estados Unidos. En lugar de eso, a raíz de los ataques, además de restringir las libertades de inmigrantes de las naciones árabes y mu- sulmanas, la administración Bush incrementó la vigilancia hacia mexi- canos, otros latinos y gente de color en general, también limitó aún más el acceso en la frontera.4 Éste es sólo el movimiento más reciente en una historia de siglos de migración México-Estados Unidos. Pese a que en los estudios nacionales las representaciones populares y académicas provenientes de cualquiera

1 El 18 de junio de 2003, el Bureau de Censos liberó nuevas cifras que indican que la población latina en los Estados Unidos se incrementó alrededor del 10 % en los primeros dos años del nuevo siglo. 2 Para una discusión acerca de las políticas que se hallan alrededor de la construcción de las etiquetas étnicas latino/hispanas, véase Suzanne Oboler, Ethnic Labels, Latino Lives: Identity and the Politics of (Re)Presentation in the United States, University of Minnesota Press. Minnesota, 1995. 3 Betsy Guzmán, “The Hispanic Population”. Buró de Censos de los Estados Unidos —Resumen del Censo del año 2000. 4 Desde el 11 de septiembre del 2001, el gobierno estadounidense realizó un inventario para deportar a más inmigrantes que en ningún otro momento de la historia americana. Véase Adam Liptak, “Palmer Raids Redux: TheP ursuit of Immigrants in American after Sept. 11”, New York Times, 8 de junio de 2003. Liptak compara la dureza con la que recientemente el Procurador General John Ashcroft trata sobre los inmigrantes en los Estados Unidos con las invasiones a los Palmer en los años veintes cuando miles de inmi- grantes fueron rodeados debido a visiones “radicales” y al ingreso de 110 000 japoneses americanos durante la Segunda Guerra Mundial. mark overmyer-velázquez 443 de los dos lados de las actuales 2 000 millas de frontera han típicamente tratado al otro país como un “vecino distante”, México y Estados Unidos son dos países irrevocablemente unidos de maneras que van más allá de su inmensa demanda y necesidad histórica de empleo. Este artículo pre- tende desenredar, para luego volver a entrelazar de manera conjunta, las múltiples historias de migración escritas por académicos tanto de México como de Estados Unidos en el último siglo. En el espíritu trasnacional del ambicioso proyecto del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, The History of American Historiography, 1950-2000, este estudio plantea que para entender mejor las historias de migración polivalentes, los académicos necesitan no sólo “traspasar” las fronteras geográficas, sino también las barreras disciplinarias y metodológicas en lo que significa un nuevo enfoque epistemológico a la historia trasnacional de México y Estados Unidos. Este ensayo historiográfico se propone menos como una revisión de la literatura sobre el tema y más como un comentario acerca del estado de este ecléctico campo. Elegí textos muy específicos para ilus- trar las tendencias en el campo más que para proveer un examen exhausti- vo de la literatura. Después de describir los principales temas y corrientes en la historia de la migración México-Estados Unidos, se describen los desafíos me- todológicos de este estudio. Luego revisamos la literatura producida predominantemente en la última mitad del siglo en sus contextos disci- plinarios y nacionales, a saber, mexicano, norteamericano y mexicano- americano (chicano/a). En seguida continuamos con algunas sugerencias para futuras aproximaciones. Nuestro reclamo por una nueva historia de la migración México-Estados Unidos sigue la dirección tomada por académicos como Pedro Cabán y Frances Aparicio y otros que comen- zaron a desafiar el demasiado frecuente enfoque insular, nacionalista de estudios de área y étnicos. Este nuevo enfoque prefiere en cambio “con- textualizar… investigación en relación con el trasnacionalismo, la inmi- gración, la ciudadanía y la globalización como resultado de una diver- sificación demográfica de las poblaciones latinas enE stados Unidos, así como de la circulación hemisférica de gente, bienes, capital, textos cul- turales y trabajo”.5 Finalmente, se presenta una bibliografía seleccionada de los trabajos del campo general de la historia de la migración México- Estados Unidos.

5 Pedro Cabán y Frances Aparicio, “The Latino in Latin American Studies”, en lasa Forum, Latin American Studies Association, vol. xxxiii, núm. 4, invierno, 2003, p. 10. 444 traspasando las fronteras Migración México-Estados Unidos: una breve historia

Algunos académicos marcan el inicio de la migración México-Estados Unidos con la expedición a lo que hoy es Estados Unidos, realizada en 1539 por Fray Marcos de Niza, quien pudiera ser el primero de los miles de españoles y más tarde mexicanos que dejaron su patria y cruzaron las fronteras hacia el Norte. Durante las siguientes tres décadas, los españoles continuaron estable- ciéndose en el actual sudoeste, tan al este como Louisiana y tan al norte como Oregon y Colorado.6 Muchos historiadores mexicano-americanos utilizan a la invasión norteamericana (guerra México-Americana) de 1846-1848 y al subsecuente Tratado de Guadalupe Hidalgo que cedió a Estados Unidos alrededor de la mitad del territorio mexicano como una señal del inicio de los chicanos como una población discreta en Estados Unidos.7 Las negociaciones del gobierno estadounidense del tratado de Hidalgo y la Convención de Gadsden8 (1853) establecieron un cerco entre los dos países que perdura en su mayor parte hasta nuestros días.9 Los mexicanos empezaron a dejar su país en busca de trabajo y a escapar del insoportable clima económico y político vigente durante el reinado de PorfirioD íaz (1876-1911). Conocida como porfiriato, esta época atesti- guó el primer compromiso sustancial de México con la modernización industrial. Una red ferrocarrilera ampliamente extendida y los altos salarios estadounidenses en la minería y la agricultura indujeron a miles de mexicanos hacia la frontera a finales del siglo xix. La fase beligerante de la Revolución mexicana (1910-1920) y las de- mandas de empleo en Estados Unidos, producto de la Primera Guerra

6 Lawrence A. Cardoso, Mexican Emigration to the United States, 1897-1931. University of Arizona Press, Tucson, 1980, p. xiv. 7 Gilbert G. González y Raúl A. Fernández no están de acuerdo, al sostener que poner “fecha al comienzo de la historia chicana al Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848 [es] sin mérito alguno, dado que evita el rompimiento significativo entre un evento histórico —la transferencia del viejo dominio español y mexicano en el área— y el surgimiento de una población nueva, originada en la migración, separada en el tiempo, más de 50 años más tarde”, Gilbert G. Gonzalez y Raúl A. Fernandez, A Century of Chicano History: Empire Nations, and Migration, Routledge. New York, 2003, esp., pp. 11-14. 8 N. de la T.: Tratado a través del cual México le vendió a Estados Unidos el territorio de La Mesilla. 9 Richard Griswold del Castillo, The Treaty of Guadalupe Hidalgo: A Legacy of Conflict, University of Oklahoma Press, Norman, 1990. mark overmyer-velázquez 445

Mundial, empujaron y arrastraron a otra ola de mexicanos al otro lado del río Bravo (río Grande). Mientras tanto, los inmigrantes de origen mexicano a Estados Unidos, comenzaron a redefinirse a sí mismos jun- to con nuevas líneas de etnicidad y nacionalidad. Las precondiciones económicas y políticas en el sudoeste de Estados Unidos y en cualquier otro lado, dieron como resultado patrones de asentamiento complejos y heterogéneos para los mexicano-americanos, tanto en el área rural como en la urbana. El desarrollo comunitario y el sentido de pertenencia a una comunidad nacional varió ampliamente entre, por ejemplo, los pastores de ovejas en Nuevo México y Colorado, los trabajadores de los cítricos en el sur de California, y los artesanos de los barrios de Los Ángeles.10 Estos patrones siguieron cambiando durante el siglo xx a medida que las generaciones de inmigrantes mexicanos más antiguas se integraron a la vida política y social norteamericana de manera muy distinta a la de su contraparte recién llegada. Durante la Gran Depresión que comenzó en 1929, más de medio millón de mexicanos, muchos ciudadanos estadounidenses, fueron “repatriados” a México. Igual que con cualquier depresión económica, las minorías étnicas y los inmigrantes se convirtieron en las “cabezas de turcos” y se consideraron sospechosos. Otros regresaron de manera voluntaria. Sintiendo la decadente economía, algo así como 200 000 familias mexicanas regresaron a México antes de que comenzaran las “manadas” de repatriación.11 La Segunda Guerra Mundial y la era del programa binacional bracero (1942-1964) dieron origen al periodo contemporáneo de la migración

10 Véanse Erlinda Gonzales-Berry y David R. Maciel, editores, The Contested Homeland: A Chicano History of New Mexico. University of New Mexico Press, Albuquerque, 2000; Matt García, A World of its Own: Race, Labor, and Citrus in Making of Greater Los Angeles, 1900-1970, University of North Carolina Press. Chapel Hill, 2001; y Albert Camarillo, Chicanos in a Changing Society: From Mexican Pueblos to American Barrios in Santa Bar- bara and Southern California, Harvard University Press. Cambridge, 1979; Rick A. López, “Forging a Mexican National Identity in Chicago: Mexican Migrants and Hull-House” en Cheryl R. Ganz y Margaret Strobel, editores, Pots of Promise: Mexicans and Pottery at Hull-House, 1920-40, University of Illinois Press / Urbana / Chicago, 2003. 11 Para este periodo de la historia mexicana-estadounidense, véanse Abraham Hoffman, Unwanted Mexican Americans in the : Repatriation Pressures, 1929-1939, University of Arizona Press. Tucson, 1974; Francisco Balderrama y Raymond Rodríguez, Decade of Betrayal: in the 1930s, University of New Mexico Press. Albuquerque, 1995; y Camille Guerin-Gonzalez, Mexican Workers and American Dreams: Immigration, Repatriation, and California Farm Labor, 1900-1939, Rutgers University Press. New Brunswick, 1994. 446 traspasando las fronteras mexicana a Estados Unidos. Inicialmente acordado por los gobiernos me- xicano y estadounidense como una manera de utilizar temporalmente a los trabajadores mexicanos para compensar la escasez de empleos generada por la Segunda Guerra Mundial, el programa bracero tuvo consecuencias permanentes. Al momento de su finalización veinte años después, más de 4.5 millones de mexicanos habían cruzado de manera legal la frontera buscando trabajo, y muchos más millones siguieron sin documentación. Cientos de miles de trabajadores braceros se quedaron en Estados Unidos y establecieron redes de largo plazo con familias en México que contribuyeron a una emigración en gran escala que continúa hasta la actualidad.12 A lo largo de todo el siglo xx, los gobiernos de México y Estados Unidos intentaron disuadir a los mexicanos de dejar su suelo natal y de restringir la emigración hacia Estados Unidos.13 Los líderes mexicanos no sólo se oponían al emigre de su gente, sino que también buscaban reducirlo y regularlo. Los agentes gubernamentales veían a la persistente pérdida de trabajadores como antitética para el crecimiento económico mexicano y como perturbación nacional. Otras personas pertenecientes a sus filas de mala gana toleraban la emigración. Mientras la entendían como un paliativo frente a la miseria económica de México, también presionaban para la protección de trabajadores expatriados. Incapaces de disuadir a los trabajadores migrantes con amenazas de condiciones de trabajo ries- gosas en Estados Unidos, los legisladores mexicanos intentaron proteger a sus trabajadores en el extranjero. Una cláusula en la Constitución de 1917 requería que los emigrantes demostraran contratos firmados que señalaran las prácticas laborales equitativas de sus empleadores norte- americanos.14 A lo largo de los años de la depresión, por ejemplo, los fun- cionarios consulares mexicanos en lugares como Los Ángeles ayudaron a los trabajadores migrantes a mantener vínculos sociales y culturales con México y otorgaron ayuda financiera y moral a aquellos que quisieran

12 Para diferentes tratamientos de la era del bracero, véanse Ernesto Galarza, Mer- chants of Labor: The Mexican Bracero Story, Mc Nally & Loftin. Santa Barbara, 1964; María Herrera-Sobek, The Bracero Experience: Elitelore vs. Folklore, ucla Latin Ameri- can Center Publications, University of California. Los Ángeles, 1979; Erasmo Gamboa, Mexican Labor and World War II: Braceros in the Pacific Northwest, 1942-1947, University of Washington Press. Seattle, 2000. 13 Moisés González Navarro, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero: 1821-1970, El Colegio de México. México, 1993, vol. 3, esp., pp. 273-331. 14 Cardoso, Mexican Emigration to the United States, 1897-1931. mark overmyer-velázquez 447 repatriarse. Más allá de estos esfuerzos, la tasa de emigración mexicana siguió creciendo a lo largo del siglo xx.15 Por su parte, los funcionarios de inmigración de Estados Unidos y los le- gisladores trabajaron desde el lado norte de la frontera hacia objetivos con- tradictorios de restringir y estimular la inmigración mexicana. Hacia finales del sigloxix, la inmigración se trasladó de un “movimiento colo- nizador de las metrópolis” hacia un “movimiento de los países periféricos hacia los nuevos centros industriales”.16 Las industrias que retoñaban y las áreas urbanas en expansión necesitaban grandes cantidades de trabajado- res no calificados.L os industriales estadounidenses reclutaban de manera activa fuerza de trabajo inmigrante no sólo para poblar sus fábricas, sino también para socavar los esfuerzos organizadores de la Federación Americana del Trabajo (afl por sus siglas en inglés) y de otras organiza- ciones que apoyaban a la clase trabajadora doméstica. Al mismo tiempo, grupos nacionalistas racialmente prejuiciados de Estados Unidos se oponían vehementemente a la “contaminación” de la población con los in- migrantes mexicanos.17 Esta posición restriccionista emergió de manera periódica a lo largo del siglo xx, típicamente bajo la forma de legislación migratoria restrictiva y el cercenamiento de los derechos legales de los trabajadores recién llegados e indocumentados.18 En 1882, el Acta de Exclusión China marcó la primera prohibición seria a la inmigración libre en la historia estadounidense. La legislación proscribió la migración china durante diez años y más tarde fue reanudada. Leyes subsecuentes buscaron restringir el flujo de inmigrantes basado en la nación de pro- cedencia, el alfabetismo y otras características. El Acta de Inmigración de 1965 cambió por primera vez las bases de admisión preferencial de la procedencia nacional a las destrezas ocupacionales. Este cambió im- plicó un movimiento de la fuente de inmigración de países europeos a

15 Francisco E. Balderrama, In Defense of la Raza: The Los Angeles Mexican Consulate, and the Mexican Community, 1929 to 1936, University of Arizona Press. Tucson, 1982; Gilbert G. González, Mexican Consuls and Labor Organizing: Imperial Politics in the American Southwest, University of Texas Press. Austin, 1999. 16 Alejandro Portes y Robert L. Bach, Latin Journey: Cuban and Mexican Immigrants in the United States, University of California Press. Berkeley, 1985, p. 29. 17 El historiador chicano Arnoldo de León relata los orígenes de la discriminación racial antimexicana en los Estados Unidos en su trabajo They Called Them Greasers: Anglo Attitudes toward Mexicans in Texas, 1821-1900, University of Texas Press. Austin, 1983. 18 En un esfuerzo por mantener barata la fuerza de trabajo, el gobierno de Estados Unidos, al mismo tiempo que restringía sus derechos legales, exceptuaba a los inmigrantes mexicanos de manera consistente de la legislación limitacionista. 448 traspasando las fronteras subdesarrollados.19 Tales medidas regulatorias, conjuntamente con el establecimiento de la Patrulla Fronteriza (1924), directa e indirectamente afectaron el flujo de mexicanos haciaE stados Unidos. Académicos tales como Gilbert González y Raúl Fernández relaciona- ron el aumento de la inmigración mexicana con la expansión de Estados Unidos como imperio colonialista. En su trabajo, González y Fernández enfatizan la “unidad histórica y estructural entre los efectos de las inver- siones corporativas estadounidenses en México y las necesidades de la agroindustria americana en el sudoeste de Estados Unidos, ambas con- dicionando las migraciones mexicanas internas y externas y la apariencia resultante de la población chicana en el sudoeste (y por doquier)”.20

Fuentes

Los estudios históricos de la migración México-Estados Unidos enfren- taron un sinnúmero de desafíos. La obtención de información precisa, el acceso a fuentes escasas y los caprichos de las divisiones disciplinares y la inercia institucional e histórica determinaron en conjunto la historiografía de esta relación binacional. La mayoría de los académicos se basaron de manera primaria en los registros gubernamentales de uno u otro país —ra- ra vez de ambos— como se verá luego. Estos documentos generados por la élite están cargados de sesgos “oficiales”. Tanto las fuentes históricas de Migración de Estados Unidos o de México toleran tanto la presentación propagandística como la imprecisión racista, ambos intentando influir sobre la legislación migratoria nacional a su manera.21 Las estadísticas históricas de migración son insuficientes y pobremente sustentadas.E stados Unidos no tiene registros de migración desde la frontera mexicana sino hasta 1894. Antes de eso, el gobierno sólo registraba a los inmigrantes mexicanos que llegan a Estados Unidos en los puertos marítimos. La frontera permaneció durante mucho tiempo sin vigilancia ni regulación hasta mucho después en el siglo xx. Como un resultado, las cifras que tenemos son altamente conflictivas para el periodo 1850-1900. Más aún, los tempranos censistas

19 Portes y Bach, pp. 29-71. 20 González y Fernández, p. xii. Véase también Juan González, Harvest of Empire: A History of Latinos in America, Viking. New York, 2000. 21 Rose Spalding, “Mexican Immigration: A Historical Perspective”, en Latin American Research Review, vol. 18, núm. 1, pp. 201-209. mark overmyer-velázquez 449 que enumeraban a los mexicanos como “caucásicos”, colaboraron con la ambigüedad racial y étnica de las regiones fronterizas y con la naturaleza arbitraria de la información demográfica.22 Una deficiencia de recursos similar también contamina el estudio de la emigración temprana en los registros mexicanos.23 Los registros posteriores a la Segunda Guerra Mundial proveen una enumeración más precisa del flujo migrante, aunque —como se evidencia en la literatura de ciencias sociales— aún se limitan a la migración documentada.24 Para analizar la voz, generalmente oscura, políticamente subordinada, de la mayoría de los migrantes mexicanos, historiadores recientes se volcaron hacia fuentes no tradicionales. Algunos ejemplos de esto incluyen historias orales, memorias, corridos (canciones folklóricas mexicanas), así como literatura popular.25 Ina Rosenthal-Urey

22 Arthur F. Corwin, “Early Mexican Labor Migration: A Frontier Sketch, 1848-1900” en Arthur Corwin, ed., Immigrants and Immigrants: Perspectives on Mexican Labor Migra- tion to the United States, Greenwood Press. Westport, 1978, pp. 25-37. Esta imprecisión es- tadística persiste hasta el día de hoy entre los cientistas sociales que estudian la migración mexicana; véanse Durand y Massey, “Mexican Migration to the United States”. 23 González Navarro, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero, vol. 2. 24 Douglas S. Massey, “Understanding Mexican Migration to the United States”, en American Journal of Sociology, vol. 92, núm. 6, pp. 1372-1403. 25 Los ejemplos de investigaciones que utilizan estos tipos de fuentes primarias in- cluyen: Cardoso, Mexican Emigration to the United States; George J. Sánchez, Becoming Mexican American: Ethnicity, Culture, and Identity in Chicano Los Angeles, 1900-1945, Oxford University Press. New York, 1993; David G. Gutiérrez, Between Two Worlds: Mexican Immigrants in the United States, Scholarly Resources. Wilmington, 1996; y María Herrera-Sobek, The Mexican Immigrant Experience in Ballad and Song, Indiana University Press. Bloomington, 1993. Martin H. Sable incluye una bibliografía de literatura popular en su trabajo, Mexican and Mexican-American Agricultural Labor in the United States: An International Bibliography, The Haworth Press. New York, 1987. Para un excelente y frecuentemente citado informe, véase Ernesto Galarza, Barrio Boy, University of Notre Dame Press. Notre Dame, 1971. Otras fuentes pueden incluir crónicas de viajes tales como el trabajo de Olga Beatriz Torres, Memorias de mi viaje/Recollections of My Trip, University of New Mexico Press. Albuquerque, y películas como en los trabajos de David R. Maciel, “Pochos and Other Extremes in Mexican Cinema: Or, El Cine Mexicano se va de Bracero, 1922-1963” (edición en español: El bandolero, el pocho y la raza: imágenes cinematográficas del chicano, unam. México, 1994) en Chon A. Noriega; ed., Chicanos and Film: Essays on Chicano Representation and Resistance, Garland Publishing. New York, 1992, pp. 105-126; David R. Maciel y María Rosa García-Acevedo, “TheC elluloid Immigrant: The Narrative Films of Mexican Immigration” en David R. Maciel y María Herrera-Sobek, Culture Across Borders: Mexican Immigration and Popular Culture, Uni- versity of Arizona Press. Tucson, 1998 (traducción al español: Cultura al otro lado de la frontera: inmigración mexicana y cultura popular, David R. Maciel y María Herrera-Sobek; coords., traducción de Ana María Palos, Siglo XXI. México, 1999); y Alex M. Saragoza, 450 traspasando las fronteras sugiere utilizar los registros de matrimonios de la Iglesia para revelar las trayectorias migratorias de los trabajadores, especialmente de los trabaja- dores indocumentados. A pesar de que quizás sea más útil para las historias contemporáneas, esta fuente también subestima la importancia de la Iglesia en la vida cotidiana de los migrantes.26

Tres enfoques, tres limitaciones

Las divisiones disciplinares y la inercia histórica han sido fundamentales en el desarrollo de estudios de historia de la migración mexicana. David Maciel y María Herrera-Sobek caracterizan el estudio de la inmigración desde tres perspectivas, argumentando que los historiadores mexicanos, norteamericanos y chicanos enfocaron el tema desde sus propios contex- tos disciplinares e históricos.27 Estas divisiones, como se verá en las con- clusiones, también limitaron el alcance y profundidad de las interrogantes y metodologías de los investigadores. Aunque no está enmarcado en este mismo sentido, el ensayo historiográfico deA rthur Corwin realizado en 1973, “Mexican Emigration History, 1900-1970: Literature and Research”, revisa la literatura acerca de la migración mexicana desde cada una de estas tres perspectivas. Corwin comienza su ensayo con el presciente la- mento de la “casi total… indiferencia por parte de los latinoamericanistas tanto en Estados Unidos como en México” de la historia de la migración mexicana, especialmente a la luz del rebrote del “movimiento del estudio étnico”.28 Como si fuera una respuesta, los finales de la década de los

“Cinematic Orphans: Mexican Immigrants in the United States since the 1950s” en Chon A. Noriega, ed., Chicanos and Film: Essays on Chicano Representation and Resistance, Garland Publishing. New York, 1992, pp. 105-126. 26 Ina Rosenthal-Urey, “Church Records as a Source of Data on Mexican Migrant Networks: A Methodological Note”, en International Migration Review, vol. 18, núm. 3, pp. 767-781. 27 David R. Maciel y María Herrera-Sobek, “Introduction: Culture Across Borders” en David R. Maciel y María Herrera-Sobek, editores, Culture Across Borders: Mexican Immigration and Popular Culture, University of Arizona Press. Tucson, 1998, pp. 3-25 (edición en español: Cultura al otro lado de la frontera: inmigración mexicana y cultura popular, David R. Maciel y María Herrera-Sobek, coords., traducción de Ana María Palos, Siglo XXI, México, 1999). 28 Arthur Corwin, “Mexican Emigration History, 1900-1970: Literature and Research”, en Latin American Research Review, vol. 8, núm. 2, pp. 3-24 (edición en español: “Historia de la emigración mexicana, 1900-1970: literatura e investigación”, en Historia Mexicana, vol. 22, núm. 2 (86), El Colegio de México, oct.-dic. 1972, pp. 88-220). mark overmyer-velázquez 451 sesentas y los inicios de la década de los setentas se convirtieron en una vertiente para los estudios de la migración mexicana. Alimentados en gran parte por un renovado interés y preocupación por América Latina debido a la Guerra fría, el aumento de la migración (indocumentada), y por el movimiento chicano, militante y culturalmente nacionalista, los estudios de migración comenzaron a florecer.29 Es entonces más exacto dividir el estudio de la migración mexicana, no en los periodos pre- y post- 1950, sino en los periodos antes y después de la década de los sesen- tas. Las siguientes tres secciones analizan las tendencias de los estudios históricos de la migración mexicana desde las perspectivas mexicana, norteamericana y chicana.

Literatura mexicana

Más allá del hecho de que a finales de la década de los veintes más de un décimo de la población de México se había mudado, de manera temporal o permanente, a Estados Unidos, los escritores mexicanos habían ignorado durante mucho tiempo el tema de la emigración mexicana. Los pocos

29 En su análisis de la historiografía de América Latina, ThomasS kidmore señala que el escribir acerca de la historia de América Latina por parte de historiadores tanto mexi- canos como estadounidenses en los siglos xix y xx “fue influenciado por las cambiantes relaciones entre Estados Unidos y América Latina”. Skidmore divide la historiografía en cuatro generaciones superpuestas, cada una relacionada con un contexto histórico específico antes y después de la Guerra fría. La primera incluye a los estudios latinoa- mericanos previos a Fidel Castro, un periodo de indiferencia académica general hacia América Latina; el segundo, la generación de la década de los cincuentas y los inicios de la de los sesentas cuando Castro captó la atención mundial y los gobiernos de Estados Unidos y América Latina adoptaron intereses estratégicos en la región; la tercera, los “Ra- dicales” que se acercaron a las influencias marxistas para examinar los grupos no perte- necientes a la élite; y la cuarta, los “Integradores”, la actual generación que batalla con las metodologías post-estructuralista y post-modernista y la fusión de enfoques teóricos y me- todológicos anteriores. A pesar de que los académicos latinoamericanos —y estadouni- denses— originalmente se acercaron a la historia de América Latina desde diferentes perspectivas metodológicas y teóricas, Skidmore demuestra convincentemente que de manera general escriben desde puntos de vista similares. Dado el creciente contacto a través de intercambios e instituciones académicas en ambas regiones que comenzaron a finales del siglo xx, el saber por parte de historiadores norte y latinoamericanos, ha comenzado a traslaparse. Es al interior de este clima historiográfico cambiante que se desarrollaron los estudios de la migración mexicana. Thomas E. Skidmore, “Studying the History of Latin America: A Case of Hemispheric Convergence”, en Latin American Research Review, vol. 33, núm. 1, pp. 105-127. 452 traspasando las fronteras estudios llevados a cabo cayeron bajo la rúbrica de historia semioficial. Frecuentemente solicitados por el gobierno, estos trabajos pretendían guiar las políticas de la administración.30 Una temprana excepción a esto puede encontrarse en el trabajo de Manuel Gamio, un antropólogo mexicano autoexiliado en Estados Unidos que publicó estudios con el apoyo del Social Science Research Council. Debido a la escasez general de material perteneciente a la primera mitad del siglo xx, los trabajos de Gamio sirvieron como la base para la mayoría de los estudios subsecuentes del periodo de la emigración mexicana.31 Junto a los estudios de Gamio, la tendencia propagandística de los estudios de migración continuó durante la etapa posterior a la Segunda Guerra Mundial cuando se le prestó mucha atención al movimiento brace- ro (bracerismo), su impacto económico y la protección de los trabajadores emigrantes. Vecinas a la era de la escolaridad chicana temprana, surgieron en la década de los setentas historias independientes (i.e., no oficiales) de la migración mexicana. Teniendo a la vanguardia al excelente traba- jo de Moisés González Navarro, los académicos mexicanos comenzaron a desparramar mucha información necesaria para esta crucial área de su historia.32 Además de algunos trabajos importantes que aportaron mucho

30 Los ejemplos incluyen a Alfonso Fábila, El problema de la emigración de obreros y campesinos mexicanos, Talleres Gráficos de laN ación. México, 1929; y Gilberto Loyo, La emi- gración de mexicanos a los Estados Unidos, Instituto Poligrafico delloS tato. Roma, 1931. 31 Manuel Gamio, Mexican Immigration to the United States: A Study of Human Migra- tion and Adjustment, University of Chicago Press. Chicago, 1930; y Manuel Gamio, The Mexican Immigrant: His Life Story, University of Chicago Press. Chicago, 1931. El primer título no se publicó en español hasta 1969, El inmigrante mexicano: la historia de su vida. Notas preliminares de Gilberto Loyo sobre la inmigración de mexicanos a los Estados Unidos de 1900 a 1967, Universidad Nacional Autónoma de México. México, 1969. 32 Trabajos representativos de autores mexicanos contemporáneos incluyen a: Moisés González Navarro, Población y sociedad en México, 1900-1970, El Colegio de México. México, 1974; Moisés González Navarro, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero: 1821-1970, 3 vols., El Colegio de México. México, 1993; Mercedes Carreras de Velasco, Los mexicanos que devolvió la crisis, 1929-1932, Secretaría de Relaciones Exte- riores. México, 1974; Victoria Lerner Sigal, Exilio e historia: Algunas hipótesis generales a partir del caso de los mexicanos exiliados por la Revolución mexicana, 1906-1920, Working Papers Series, núm. 7, Center for Latin American Studies, University of Chicago, 2000; Victoria Lerner Sigal, Mexicanos en Estados Unidos: su actitud hacia México, sus líderes y su situación, 1915-1930, Center for Inter-American and Border Studies, University of Texas at El Paso. El Paso, 1994; y el trabajo de David Maciel, historiador basado en Es- tados Unidos, Al norte del Río Bravo: pasado inmediato, 1930-1981, Siglo XXI Editores. México, 1981. mark overmyer-velázquez 453 en este campo, Jorge Bustamante fundó El Colegio de la Frontera (1982), primer centro de investigación en México dedicado a investigaciones y estudios de migración.33 Los trabajos recientes de académicos y perio- distas se dirigieron hacia los predicamentos sufridos por los trabajadores indocumentados.34

Literatura norteamericana

Al norte de la frontera, los académicos han estado históricamente renuen- tes a estudiar la inmigración mexicana per se. Esto es curioso, especial- mente dado que existe una buena literatura sobre estudios fronterizos comenzando con los patrocinadores Hubert Bancroft y Herbert Bolton, quienes escribieron mucho sobre los asentamientos españoles, mexicanos y anglo-americanos.35 La mayoría de los estudios de la inmigración a Esta- dos Unidos se focalizaron en grupos cuyos orígenes eran otros que los lati- noamericanos. Los mexicanos son tratados sin contemplaciones en los re- latos predominantemente eurocéntricos de la expansión demográfica americana, como en el trabajo de Oscar Handlin citado en los inicios de este ensayo. Sin embargo, un puñado de estudios de migración mexicanos apareció en la primera parte del siglo xx. En la década de los veintes, el gobierno estadounidense, preocupado por el impacto negativo potencial de los inmigrantes mexicanos en la sociedad americana, alentó y comi- sionó a cientistas sociales para producir los primeros estudios acerca de estos “pauperizados” migrantes desde una perspectiva norteamericana. Sociólogos y economistas como Victor Clark, Paul Taylor y Emory Bo- gardus escribieron estudios bastante profusos acerca de los primitivos migrantes mexicanos en el sudoeste.36 Quienes los siguieron, registraron

33 Jorge Bustamante, Espaldas mojadas: materia para la expansión del capital norte- americano, El Colegio de México. México, 1977. 34 Mónica Verea Campos, Entre México y Estados Unidos: Los indocumentados, Edi- ciones El Caballito. México, 1985; Patricia Morales, Indocumentados mexicanos: causas y razones de la migración, Grijalbo. México, 1989; David M. Heer, Los mexicanos indo- cumentados en los Estados Unidos, fce. México, 1993. 35 Hubert H. Bancroft, The Works of Hubert Howe Bancroft, vols. 1-39, The History Company. San Francisco, 1886-1890; Herbert E. Bolton, The Spanish Borderlands: A Chronicle of Old Florida and the Southwest, Yale University Press. New Haven, 1921. 36 Victor S. Clark, Mexican Labor in the United States, U.S. Bureau of Labor Statistics Bulletin, núm. 78, Washington, d.c., 1908; Paul S. Taylor, Mexican Labor in the United 454 traspasando las fronteras el penetrante estereotipo racial de los mexicanos en mucha de su literatura inicial.37 No fue sino hasta que Carey McWilliams, periodista chismoso editor de The Nation, introdujo en escena que la migración mexicana recibió cierto tratamiento interesado. Corwin señala que el influyente trabajo de McWilliams, North from Mexico, es “uno de los primeros en desenmascarar la ‘herencia de ensueño’ fomentada por las cámaras de co- mercio, los novelistas occidentales, y los escritores hollywoodenses de guiones que hacen mucho caso de los caballeros españoles pero miran con desprecio a los pobladores y criados mexicanos”.38 Los historiado- res mexicano-americanos vieron a McWilliams como fundador de los estudios chicanos y como una inspiración para la producción de histo- rias étnica y políticamente radicales de Estados Unidos. Siguiendo a autores tales como Taylor McWilliams, los estudios realizados por nor- teamericanos se consumen hasta las décadas de los sesentas y los setentas cuando académicos como Leo Grebler, Julian Samora, y otros publicaron investigaciones específicas sobre el trabajo bracero.39 Investigadores de campos como la sociología, la economía, la ciencia política y la antropo- logía siguieron dominando el estudio de las investigaciones acerca de la migración mexicana en la década de los noventas. Mucha de esta literatura y su metodología está resumida en artículos cuyo autor o coautor es el decano en la materia, Douglas Massey.40 Wayne Cornelius fundó y dirige la contraparte norteamericana a El Colegio de la Frontera, el Centro para Estudios México-Estados Unidos en la Universidad de California, San Diego (establecido en 1979).41 A partir de entonces, el Centro ha publi- cado varios estudios importantes acerca de las relaciones México-Estados

States, 10 vols., University of California Press. Berkeley, 1928-34; Emory S. Bogardus, The Mexican in the United States, University of Southern California Press. Los Ánge- les, 1934. 37 Nick C. Vaca, “The Mexican-American in the Social Sciences, 1912-1970, Part I”, en El Grito, vol. 3, núm. 3 y Parte II, El Grito, vol. 4, núm. 1. 38 Corwin, “Mexican Emigration History”, 5; en Carey McWilliams, North from Mexico: The Spanish-Speaking People in the United States, Lippincott, Philadelphia, 1948 (edición en español: Al Norte de México: el conflicto entre “anglos” e “hispanos”, traducción de Lya de Cardoza, Siglo XXI. México, 1968). 39 Leo Grebler, Mexican Immigration to the United States: The Record and its Impli- cations, University of California. Los Ángeles, 1966; Julian Samora, Los Mojados: The Wetback Story, University of Notre Dame Press. Notre Dame, 1971. 40 Durand y Massey, “Mexican Migration to the United States”; Massey, “Understanding Mexican Migration to the United States”. 41 http://www.usmex.ucsd.edu/ mark overmyer-velázquez 455

Unidos. Como en otras décadas, los libros publicados en la década de los noventas reflejaban el clima político de la época.P or un lado, los estudios se ampliaron para incluir el análisis de las experiencias migratorias de las mujeres y análisis de género.42 Por el otro, la literatura realizada por escritores conservadores, sostenida gracias a la escuela restriccionista, “puede caracterizarse como alarmista, que acentúa los aspectos negativos de la inmigración y que demanda medidas restrictivas”.43 Este último tono persiste hasta nuestros días especialmente en la literatura popular y en la cobertura de los medios acerca de la migración.44

Literatura mexicano-americana

La relativa escasez de mexicano-americanos en posiciones de investi- gación, hasta hace razonablemente poco tiempo, ha contribuido a la ausencia relativa de estudios con temas chicanos; académicos no chicanos educados como historiadores estadounidenses llevaron a cabo la mayoría de los estudios sobre la frontera y sobre migración. Con sus raíces en el trabajo de Ernesto Galarza y la restaurada erudición de McWilliams, la primera generación de historiadores chicanos, que escribió en las décadas de los sesentas y los setentas, concibió sus investigaciones y publicaciones alrededor de una activa agenda política. Al mismo tiempo que estos académicos jugaban un papel crítico e importante al sacar a la luz la historia de los mexicano-americanos, tendieron a sobresimplifi- car la compleja experiencia de este descuidado grupo.45 Ubicaron a sus sujetos como víctimas de “colonialismo interno”, le otorgaron muy poca diferenciación geográfica y cultural a la experiencia de los chicanos con

42 Pierrette Hondagneu-Sotelo, Gendered Transitions: Mexican Experiences of Immi- gration, University of California. Berkeley, 1994. 43 Maciel y Herrera-Sobek, “Introduction: Culture Across Borders”, p. 14. 44 Los ejemplos de la escuela restriccionista incluyen: Vernon M. Briggs, Mass Immi- gration and the National Interest, Armonck. New York, 1992 y John Vinson, Immigration out of Control: The Interests against America, American Immigration Control Foundation. Monterey, VA, 1992. Los administradores y el público que adoptaron la posición de escritores restriccionistas como éstos fueron más que los académicos. 45 El trabajo que abrió brecha de Rodolfo Acuña, Occupied America: The Chicano’s Struggle Toward Liberation, Canfield Press, San Francisco, 1972, es ejemplar de esta primera generación de académicos chicanos. Desde entonces Acuña publicó una cuarta y completamente modificada edición: Rodolfo Acuña, Occupied America: A History of Chicanos, Longman. New York, 2000. 456 traspasando las fronteras diversos antecedentes generacionales, de género, sociales, económicos y políticos, y exageraron las continuidades entre la historia y la cultura de los mexicanos y de los mexicano-americanos.46 Comenzando a inicios de la década de los ochentas surgieron algunos trabajos novedosos que empezaron a diferenciar entre las múltiples realidades históricas de los mexicano-americanos. Estos nuevos estudios, aunque rigurosamente investigados, mantuvieron la posición nacionalista de sus predecesores, subrayando el “heroico” sostén cultural de las comunidades chicanas.47 A través de las primeras décadas de erudición chicana, ésta continuó descuidando la historia de la inmigración, enfocándose, en cambio, en la historia de los inmigrantes ya llegados. Al criticar esta ausencia en la his- toriografía, Alex Saragoza escribió: “[Existe] una persistente falta en la erudición chicana: la tendencia a subestimar la importancia de la in- migración continúa, incluyendo las complejidades de las relaciones mexicano-chicanas en la formación de las comunidades chicanas desde la Segunda Guerra Mundial. Y no obstante que la controversia por la inmigración contemporánea alimentó prodigiosas cantidades de inves- tigación, mantiene una preocupación con consideraciones económicas y una aversión por el entendimiento de las dimensiones chicano-mexicanas de la inmigración mexicana”.48 Saragoza sostiene además que la tendencia a caracterizar a los inmigran- tes mexicano-americanos como sujetos trascendentales y apolíticos reflejó y contribuyó a los ineficaces intentos concentradores de los grupos políti- cos chicanos mientras consideraban a los componentes de estos grupos sin ninguna diferenciación. La “diversidad entre chicanos”, señala Saragoza, “debe ser el perno de cualquier estrategia o proyecto político”.49

46 Saragoza, “Recent Chicano Historiography”. 47 Camarillo, Chicanos in a Changing Society; Griswold del Castillo, The Treaty of Guadalupe Hidalgo; Richard Romo, East Los Angeles: History of a Barrio, University of Texas Press. Austin, 1983; Mario T. García, Desert Immigrants: The Mexicans of El Paso, 1880-1920, Yale University Press. New Haven, 1981; Arnoldo De Leon, The Tejano Community, 1836-1900, University of New Mexico Press. Albuquerque, 1982 (edición en español: La comunidad tejana, 1836-1900, traducción de Pilar Martínez Negrete, fce. México, 1988). 48 Saragoza, “Recent Chicano Historiography”, pp. 36-37. 49 Ibid., pp. 37 y 52. Esta tendencia homogeneizadora tiene su contraparte al sur de la frontera en escritores mexicanos como Octavio Paz, quien de manera simplista retrató a los miembros de la pandilla chicana como el autodestructivo que “niega tanto a la so- ciedad que lo originó como a la norteamericana”. Octavio Paz, “El Pachuco y otros extre- mos” en El Laberinto de la soledad, fce. México, 1959. mark overmyer-velázquez 457

Más recientemente, estudios de historia chicana produjeron entrama- dos de estudio más inclusivos y diversos que se enfocan en la importancia de los migrantes y de la migración.50 Una nueva generación de histo- riadores mexicano-americanos se desvió de los orígenes conceptuales de la materia. Los nuevos enfoques ponen más atención a las diferencias regionales y políticas e incluyen análisis de género y la integración de cultura y política.51

Otros migrantes

Pese a que la vasta mayoría del saber sobre la migración mexicana se ha enfocado en los patrones de expulsión, atracción y establecimiento de los migrantes en la frontera norte, hay un considerable cuerpo de literatura que analiza los efectos de otros migrantes. Los académicos mexicanos, norteamericanos y chicanos vieron a la frontera México-Estados Uni- dos como un mediador, no sólo de trabajadores, sino también de élites, revolucionarios, artefactos y cultura. La región limítrofe en sí misma ha sido objeto de muchos estudios. Mucho más que las 2 000 millas de borde físico entre dos entidades geopolíticas, los académicos han visto a los territorios fronterizos como un único espacio político, económico, social y cultural, un crisol donde la histórica relación asimétrica entre México y Estados Unidos se prueba día con día.52 Hasta 1905, la frontera

50 Véanse, por ejemplo, David G. Gutiérrez, Walls and Mirrors: Mexican Americans, Mexican Immigrants, and the Politics of Ethnicity, University of California. Berkeley, 1995; David G. Gutiérrez, ed., Between Two Worlds: Mexican Immigrants in the United States, Scholarly Resources. Wilmington, 1996; y George J. Sánchez, Becoming Mexican American: Ethnicity, Culture, and Identity in Chicano Los Angeles, 1900-1945, Oxford University Press. New York, 1993. Sin embargo, como lo señalara antes, estos trabajos descansan de manera fundamental sobre fuentes estadounidenses y analizan el efecto de la inmigración al norte de la frontera. 51 Ejemplos excelentes de esta nueva literatura incluyen: Patricia Zavella, Women’s Work and Chicano Families: Cannery Workers of the Santa Clara Valley, Cornell University Press. Ithaca, 1987; Vicki Ruiz, Cannery Women/Cannery Lives: Mexican Women, Unio- nization and the California Food Industry, 1930-1950, University of New Mexico Press. Albuquerque, 1987; Sarah Deutsch, No Separate Refugee: Culture, Class, and Gender on an Anglo-Hispanic Frontier, 1880-1940, Oxford University Press. New York, 1987; Stephen J. Pitti, The Devil in Silicon Valley: , Race, and Mexican Americans, Princeton University Press. Princeton, 2003. 52 Para una revisión de la literatura que enfatiza la región limítrofe de Texas, véanse Gerald E. Poyo y Gilberto M. Hinojosa, “Spanish Texas and Borderlands Historiography 458 traspasando las fronteras apenas existía. La gente y los bienes se movían más o menos libremente de un lado a otro de la frontera. En la década de los veintes, más allá de las regulaciones apretadas, la prohibición condujo a miles de ciudadanos estadounidenses hacia el sur para empaparse del legal alcohol mexicano. Desde entonces, los fronterizos visitaron cada uno de los lados como tra- bajadores, propietarios de negocios y turistas. El gobierno mexicano instituyó iniciativas económicas fronterizas en la década de los sesentas. Desarrolló el Programa Nacional Fronterizo (pronaf, National Border Program) para convertir a las ciudades fronterizas en más atractivas para los visitantes extranjeros y también hacer que más bienes nacionales mexi- canos se hallen disponibles para la clientela local, y así reducir la necesidad de los mexicanos fronterizos de comprar del lado estadounidense. Otro programa de inversión, el Programa de Industrialización Fronterizo (bip, por sus siglas en inglés, 1965), consistió fundamentalmente en el progra- ma maquiladora, el cual involucraba plantas de ensamblaje ubicadas en las fronteras mexicanas cuyos propietarios eran extranjeros. A principios de la década de los noventas, 2 000 plantas emplearon más de 500 000 trabajadores en la región. El bip se expandió posteriormente al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlc, 1994), el cual hasta el día de hoy incentiva un modelo económico neoliberal de libre comercio y pri- vatización de la industria nacional.53 Viviendo en su mayor parte en ciu- dades trasnacionales gigantes como El Paso/Ciudad Juárez y Tijuana/ San Diego, la población combinada actual México/Estados Unidos en los estados fronterizos ha alcanzado las 65 000 000 personas. Muchos auto- res caracterizan la región fronteriza como un lugar sin ley, transgresor e inestable.54 La forma en la que el área fue tratada históricamente exploró la manera en la que las sociedades a ambos lados de la división influyeron mutuamente en el desarrollo económico y político de la otra.55 Otros ven in Transition: Implications for United States History”, en Journal of American History, vol. 75, núm. 2, pp. 393-416. 53 Richard Krooth, Mexico, NAFTA, and the Hardships of Progress: Historical Patterns and Shifting Methods of Oppression, McFarland and Co. Londres, 1995. 54 Oscar J. Martínez, ed., U.S.-Mexico Borderlands: Historical and Contemporary Pers- pectives, Scholarly Resources. Wilmington, 1996; John Bailey y Roy Godson ven a la región fronteriza como un espacio criminalizado en su trabajo, Organized Crime and Democratic Governability: Mexico and the U.S.-Mexican Borderlands, University of Pittsburgh Press. Pittsburgh, 2000 (edición en español: Crimen organizado y gobernalidad democrática: México y la franja fronteriza, Grijalbo. México, 2000). 55 Oscar J. Martínez, Border People: Life and Society in the U.S.-Mexico Borderlands, University of Arizona Press. Tucson, 1994; James A. Sandos, Rebellion in the Borderlands: mark overmyer-velázquez 459 a las fronteras como un espacio simbólico que impacta no sólo sobre el desarrollo estructural, sino también sobre la emergencia de nuevas iden- tidades culturales y expresiones de raza, clase, género y sexualidad.56 Más allá de las fronteras, los historiadores analizaron cómo los inmi- grantes que no son trabajadores temporales o permanentes enfrentaron las cambiantes fuerzas históricas entre los dos países. Estos estudios, pese a su número reducido, conceptualizaron a la migración en su sentido amplio.57 No obstante el fracaso del gobierno mexicano para captar inmigrantes extranjeros durante el porfiriato, una sustantiva y desproporcionadamente influyente población norteamericana se estableció en la ciudad deM éxi- co.58 Comenzando en el mismo periodo, México proporcionó muchas oportunidades para la inmigración internacional indirecta hacia Estados Unidos. Los inmigrantes viajaron de sus países de origen —China, Japón y los países de Europa del Este, por ejemplo— al país intermediario,

Anarchism and the Plan of San Diego, 1904-1923, University of Oklahoma Press. Nor- man, 1992; Linda B. Hall y Don M. Coerver, Revolution on the Border: The United States and Mexico, 1910-1920, University of New Mexico Press. Albuquerque, 1988 (edición en español: Revolución en la frontera, traducción Alicia Barnetche Montero, Conaculta. México, 1995); David Montejano, Anglos and Mexicans in the Making of Texas, 1836- 1986, University of Texas Press. Austin, 1987 (edición en español: Anglos y mexicanos en la formación de Texas, 1836-1986, traducción Manuel Arbolí, Alianza. México, 1991); Miguel Tinker Salas, “Sonora: TheM aking of a Border Society, 1880-1910”, en Journal of the Southwest, vol. 34, núm. 4, pp. 429-456; Gilberto M. Hinojosa, Borderlands Town in Transition: Laredo, 1755-1870, Texas A & M University Press, College Station, 1983; Josiah Heyman, Life and Labor on the Border: Working People of Northwestern Sonora, Mexico, 1886-1986, University of Arizona Press. Tucson, 1991. Un delicadísimo tratamiento lite- rario de la región puede encontrarse en: Américo Paredes, “With a Pistol in His Hand”: A Border Ballad and Its Hero, University of Texas Press. Austin, 1958. 56 Mario T. García, “La Frontera: The Border asS ymbol and Reality in Mexican-Ame- rican Thought” enD avid G. Gutiérrez, ed., Between Two Worlds: Mexican Immigrants in the United States, Scholarly Resources. Wilmington, 1996, pp. 89-117; Gloria Anzaldúa, Borderlands/La Frontera: The New Mestiza, Spinsters/Aunt Lute. San Francisco, 1987; Guillermo Gómez-Peña, The New World Border: Prophecies, Poems, and Loqueras for the End of the Century, City Lights. San Francisco, 1996; Rubén Martínez, The Other Side: Notes from the New L.A., Mexico City, and Beyond, Vintage. New York, 1992. 57 Esta sección representa sólo una pequeña muestra de estos diferentes enfoques conceptuales hacia la migración mexicana. 58 William Jr. Schell, Integral Outsiders: The American Colony in Mexico City, 1876-1911, Scholarly Resources. Wilmington, 2001. Comparado con otros países latinoamericanos grandes como Argentina, Brasil, y Chile, México recibió indudablemente la menor can- tidad de inmigrantes. Samuel L. Bailey y Eduardo José Míguez, editores, Mass Migration to Latin America, Scholarly Resources. Wilmington, 2003. 460 traspasando las fronteras

México. Desde ahí, viajaron de México a Estados Unidos.59 El periodo revolucionario en México atestiguó un gran recambio de población. La ascensión y caída frecuente de los gobiernos durante la época creó enemigos, muchos de los cuales huyeron hacia Estados Unidos como exiliados políticos.60 Investigadores que analizaron el periodo posrevolu- cionario se enfocaron en cómo el gobierno mexicano buscó consolidar la revolución movilizando su retórica y estableciendo mitos nacionales que apoyaran la hegemonía del Estado. Este proceso implicó la emigración de cultura mexicana hacia los Estados Unidos y la integración de la cultura estadounidense en México.61 La migración interna de México en la era posrevolucionaria, especialmente hacia los estados del norte, alimentaron más aún la emigración eventual hacia Estados Unidos.62

Sugerencias para futuras investigaciones

Como hemos visto desde esta perspectiva historiográfica, la investigación sobre la migración México-Estados Unidos durante el siglo pasado fue copiosa y ecléctica. Los argumentos económicos dominaron el debate sobre los antecedentes y las consecuencias de la migración. La mayor parte de los estudios tomaron la perspectiva de los economistas neoclá-

59 Kenneth Bruce McCullough, America’s Back Door: Indirect International Immigration via Mexico to the United States from 1875 to 1940, Tesis de Doctorado, Texas A & M Uni- versity, 1992. En su trabajo de tres volúmenes, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero, González Navarro se dirige hacia el impacto histórico de los migrantes que llegan y se van de México. En: Simbiosis de culturas: los inmigrantes y su cultura en México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, 1993, Guillermo Bonfil Batalla y sus coautores examinan la influencia que tuvieron los inmigrantes de cualquier lugar del mundo en la historia de México desde el periodo colonial hasta la actualidad. 60 Lerner Sigal, Exilio e historia: algunas hipótesis generales a partir del caso de los mexicanos exiliados por la Revolución mexicana, 1906-1920 y Lerner Sigal, Mexicanos en Estados Unidos: su actitud hacia México, sus líderes y su situación. 61 Para estudios que tratan acerca de la migración de ideas entre México y Estados Unidos, véanse Helen Delpar, The Enormous Vogue of Things Mexican: Cultural Relations between the United States and Mexico, 1920-1935, University of Alabama Press. Tuscaloosa, 1992 y Seth Fein, “Everyday Forms of Transnational Collaboration: U.S. Film Propaganda in Cold War Mexico” en Gilbert M. Joseph et al., editores, Close Encounters of Empire: Writing the Cultural History of U.S.-Latin American Relations, Duke University Press. Durham, 1998, pp. 400-450. 62 James A. Sandos y Harry Cross, “National Development and International La- bour Migration: Mexico 1940-1965”, en Journal of Contemporary History, vol. 18, núm. 1, pp. 43-60. mark overmyer-velázquez 461 sicos que ven a la migración como un medio de asignar trabajadores en- tre las áreas de salarios bajos y altos.63 Estas divisiones y acercamientos analíticos no demostraron lo suficiente como para explicar las amplias fuerzas sociales, políticas y culturales que históricamente le dieron forma a la migración entre los dos países. Más aún, los intentos por establecer “patrones” de migración han sido desafortunados, especialmente cuando los inmigrantes mexicanos cambian de manera continua las rutas de mi- gración y establecimiento que realizan, las cuales en cambio están sujetas a las crecientes redes sociales y a las variables condiciones políticas en Estados Unidos.64 El mayor obstáculo para el desarrollo de este campo, sin embargo, ha sido las divisiones disciplinares y la inercia institucional e histórica. Estas fuerzas han sido fundamentales tanto para el establecimiento como para limitar el alcance y profundidad de las interrogantes y metodología de los investigadores. Como se dijo anteriormente, los académicos mexicanos, norteamericanos y chicanos produjeron estudios desde el interior de sus limitados contextos disciplinarios. Como un resultado, la naturaleza trasnacional de la migración México-Estados Unidos ha sido largamente ignorada desde el nivel metodológico y teórico. Más deslumbrante en este sentido ha sido la casi completa ausencia de estudios binacionales, los que utilizan materiales de fuentes históricas (de archivos) tanto en México como en Estados Unidos para estudiar el fenómeno migratorio. Los académicos necesitan alejarse de estos confines étnicos y nacionales —especialmente en un campo inherentemente trasnacional como la his- toria de la inmigración— de modo de ajustar el asunto desde múltiples perspectivas nacionales y disciplinarias. Algunos autores e instituciones dieron grandes pasos en esta direc- ción, trascendiendo los límites disciplinarios tradicionales para pro- ducir nuevos estudios que reconceptualizan la historia de la migración México-Estados Unidos. En la primera fila de este esfuerzo se encuentra el trabajo de investigadores como Juan Poblete, quien sitúa su obra en

63 Marcelo M. Suárez-Orozco, Crossings: Mexican Immigration in Interdisciplinary Perspectives, Harvard University Press. Cambridge, 1998, p. 13 y Massey, “Understanding Mexican Migration to the United States”, p. 1373. 64 Un cambio sorprendente en los patrones migratorios ha sido la creciente participa- ción de mujeres y niños desde 1960. A mediados de la década de los setentas, las mujeres y niños respectivamente componían 47 y 23 % de los migrantes desde México. Josh Reichart y Douglas Massey, “History and Trends in U.S. Bound Migration from a Mexican Town”, en International Migration Review, vol. 14, núm. 4, 482 and 489 pp. 462 traspasando las fronteras la confluencia de, los alguna vez, autónomos campos de los estudios la- tinoamericanos y latinos. Analizando críticamente la inercia histórica que creó y mantuvo estos diferentes campos académicos, Poblete y otros sostienen que los estudios regionales y étnicos se vieron como “desiguales, cuando no antagonistas”. El desafío, según ellos lo ven, y coincido con ellos, es moverse más allá de los sesgos institucionales y disciplinarios que tratan la experiencia histórica latinoamericana y la correspondiente a los la- tinos en Estados Unidos como indiferenciada.65 Algunos académicos pioneros emprendieron en esta tarea en los departamentos de estudios la- tinoamericanos y latinos en lugares como la Universidad de California en Santa Cruz, la Universidad de Illinois en Chicago y la Universidad Estatal de Nueva York en Albany. Nuevos periódicos académicos tales como Latino Studies también sacan a relucir esta nueva dirección de investigación y escritura.66 En esta corriente, y particularmente útil en el campo de los estudios de la migración México-Estados Unidos, se encuentra la categoría geopolítica de José Limón de “Greater Mexico”. Este “espacio” analítico abarca no sólo a la nación mexicana, sino también a la interacción histórica transfronte- riza de México y Estados Unidos.67 El trabajo Close Encounters of Empire: Writing the Cultural History of U.S.-Latin American Relations, también proporciona un buen modelo en este sentido, showcasing historiadores culturales que inspiraron sus investigaciones interdisciplinarias en la intersección de historias locales y globales de las dos regiones.68 Otros cuantos estudios también cruzaron la división nacional para producir volúmenes en colaboración acerca de la migración mexicana.69 En su

65 Cabán y Aparicio, “The Latino in Latin American Studies”, p. 11. Véanse también Pedro Cabán y Frances Aparicio, “Moving from the Margins to Where?: ThreeD ecades of Latino/a Studies”, en Latino Studies, vol. 1, núm. 1, pp. 5-35; Juan Poblete, ed., Critical Latin American and Latino Studies, University of Minnesota Press. Minneapolis, 2003; y Frank Bonilla et al., editores, Borderless Borders: U.S. Latinos, Latin Americans, and the Paradox of Interdependence, Temple University Press. Philadelphia, 1998. 66 Latino Studies, University of Illinois at Chicago, Palgrave Macmillan Publishers. New York; Latino(a) Research Review, Center for Latino, Latin American, and Caribbean Studies, University at Albany, suny. 67 José E. Limón, American Encounters: Greater Mexico and the United States and the Erotics of Culture, Beacon Press. Boston, 1998. 68 Joseph et al., editores, Close Encounters of Empire: Writing the Cultural History of U.S.-Latin American Relations. 69 Estudio Binacional México-Estados Unidos sobre migración, 7 vols., Secretaría de Relaciones Exteriores. México, 1999 y Suárez-Orozco, Crossings: Mexican Immigration in Interdisciplinary Perspectives. mark overmyer-velázquez 463 trabajo, Culture Across Borders: Mexican Immigration and Popular Culture, David Maciel y María Herrera-Sobek señalan otro vacío en la literatura acerca de la migración mexicana: sus manifestaciones culturales.70 Los autores de este volumen exploran temas tales como arte, cine y corridos. Sin embargo, en su mayoría, estos estudios omiten la investigación bi- nacional y la integración de cultura y políticas, por ejemplo, cómo los acuerdos políticos y las expresiones culturales influyeron mutuamente en las experiencias históricas de los migrantes mexicanos. La fusión trasna- cional de cultura y política se halla ejemplificada en unos pocos estudios nuevos de académicos que analizan la historia de Estados Unidos desde afuera (o a lo largo) de sus bordes nacionales y ponen mayor atención a las categorías de raza, (inter)etnicidad, género y sexualidad.71 Pueden esperarse más estudios de este tipo a medida que se sacan a la luz de líneas disciplinares e institucionales renovadas como se vio antes. Trabajos como los de Lawrence Cardoso, John Hart y Gilbert Gonzalez son raros ejemplos de estudios históricos que utilizan recursos binacio- nales primarios para ubicar a los trabajadores mexicanos migrantes en el centro de la modernización capitalista trasnacional y las políticas sobe- ranas.72 Estos trabajos están emparentados a los esfuerzos trasnaciona- les de sindicalización recientes, post-tlc, que muestran el potencial político de estos cambios metodológicos.73 Como lo sostienen convin- centemente Portes y Bach, “The articulation of internal and international

70 En Latinos, Inc.: The Marketing and Making of a People, University of California Press. Berkeley, 2001, Arlene Dávila dio lugar a cuestiones importantes acerca de la ascendencia de los medios mexicano-americanos por parte de compañías mexicanas y venezolanas. 71 Fein, “Everyday Forms of Transnational Collaboration: U.S. Film Propaganda in Cold War Mexico”; Anna Pegler-Gordon, “In Sight of America: Photography and U.S. Immigration Policy, 1880-1930”, Tesis de Doctorado, University of Michigan, 2002; Eith- ne Luibheid, Entry Denied: Controlling Sexuality at the Border, University of Minnesota Press, noviembre, 2002. 72 Cardoso, Mexican Emigration to the United States, 1897-1931; John Mason Hart, ed., Border Crossings: Mexican and Mexican-American Workers, Scholarly Resources. Wilmington, 1998; y González, Mexican Consuls and Labor Organizing: Imperial Politics in the American Southwest, el trabajo de González también otorga las bases históricas para descifrar la importancia y el impacto de la introducción de los derechos de voto de los ciudadanos mexicanos que vivían en el extranjero. Esta expansión electoral del Estado nación mexicano promete reconfigurar las nociones de pertenencia y de derecho político entre los 8 millones de mexicanos que viven legalmente en Estados Unidos. 73 Robin Alexander y Peter Gilmore, “Trade Unionism Across the Border”, en Fred Rosen y Deidre McFadyen, editores, Free Trade and Economic Restructuring in Latin America: A NACLA Reader, Monthly Review Press. New York, 1995, pp. 163-173. 464 traspasando las fronteras migrations is better understood within a framework that does not sharply separate ‘national’ from ‘international’ phenomena but that sees both as part of the same economic system. … Immigration emerges from this ana- lysis as an integral component of the struggle between labor and capital and as evidence that this struggle is not confined by national borders”.74 Trabajos recientes de cientistas sociales proveen excelentes modelos para la investigación histórica en este sentido. Estudios antropológicos de Roger Rouse, Michael Kearney, Carole Nagengast y otros, intentaron en- tender las experiencias de migrantes mexicanos que viven, trabajan y se identifican de modos trasnacionales. Estos estudios muestran que, lejos de existir en “comunidades corporativas cerradas”, los migrantes mexicanos (generalmente indígenas) son frecuentemente los ciudadanos más cosmopolitas cultural y políticamente. Otra tendencia crítica en la literatura antropológica que necesita elaboración y expansión históricas es el estudio de cómo los mexicanos indígenas se hicieron mexicanos (¿?) a través de su migración hacia Estados Unidos.75 Tomados de manera colectiva, estos trabajos abren el camino para nuevos estudios, pero también para nuevos modos de conceptualizar a la migración y a las relaciones México-Estados Unidos. Lejos de ignorar las historias nacionales, estos nuevos enfoques construidos sobre estudios anteriores que analizan las dimensiones social y económica de la migra- ción mexicana desde cualquier lado de la frontera. Dado el hecho de que más inmigrantes llegaron de México a Estados Unidos que desde cual- quier otro país, sólo resulta pertinente que las nuevas historias de esta región y población trasnacional reflejen su diversidad política, económica, social y cultural.

74 Portes y Bach, Latin Journey: Cuban and Mexican Immigrants in the United States, p. 26. 75 Michael Kearney and Carole Nagengast et al., editores, Mixtec Migrants in California Agriculture, California Institute for Rural Studies, Davis, 1993; Roger Rouse, “Mexican Migration and the Social Space of Postmodernism” en David G. Gutiérrez, ed., Between Two Worlds; Gaspar Rivera-Salgado, “Mixtec Activism in Oaxacalifornia: Transborder Grassroots Political Strategies”, en American Behavorial Scientist, vol. 42, núm. 9, junio/ julio 1999, 1439-1458; Jeffrey H. Cohen, “Transnational Migration in Rural Oaxaca, Mexico: Dependency, Development, and the Household”, en American Anthropologist, vol. 103, núm. 4, pp. 954-967. mark overmyer-velázquez 465 Bibliografía

Los libros y artículos mencionados en esta bibliografía no constituyen de ninguna manera una lista exhaustiva del gran y ecléctico campo de la historia de la migración México-Estados Unidos. Los seleccioné sólo como lecturas representativas de esta disciplina trasnacional. Como tales, me remito a estudios sobre migración México-Estados Unidos, historia me- xicana e historia mexicano-americana escrita tanto por académicos mexicanos como estadounidenses durante el siglo pasado con énfasis en publicaciones posteriores a 1970. La bibliografía se divide en dos seccio- nes. La primera enlista trabajos que son historiográficos de origen y en consecuencia proveen de manera colectiva un panorama del estado de este campo “transgresor”. La segunda sección incluye lecturas más generales que tratan acerca de la historia de la migración México-Estados Unidos des- de múltiples perspectivas. A pesar de que el énfasis puesto aquí es en las historias de la migración mexicana a partir de la primera corriente migra- toria importante a finales del sigloxix , otras selecciones también examinan la historia de la América hispana y del sudoeste de Estados Unidos.

Historiografías

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Lecturas generales

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Revisión de la historiografía de género en México, 1950-2000

María Herrerías Guerra*

El interés por los estudios de género, en especial del estudio de las mujeres, es un fenómeno reciente. Existen unos cuantos estudios a partir de 19601 y es hasta la década de los noventas en que empiezan a multiplicarse. Con estudios más rigurosos que van desde los primeros rescates de las heroínas, es decir, de mujeres que sobresalen por su incidencia en los gran- des acontecimientos, estudios generales sobre la participación de las mujeres en la Revolución, hasta estudios cada vez más ricos sobre la vida cotidiana y las mujeres anónimas, sobre imaginarios y representaciones, sobre el deber ser y la conducta esperada. Los estudios de la mujer como víctima, característica de aquellos que se refieren a su lucha por obtener el voto, van dando paso a estudios sobre el significado del ser mujer en las diferentes épocas. La revisión fue hemerográfica y bibliográfica.C on respecto a la prime- ra, se revisaron artículos en nueve revistas: Antropología, cemos, Epitafios, Nuestra Historia, cehipo, Secuencia, Historia Mexicana, Historias y Sólo Historia, además artículos de otras revistas que no fueron revisadas en su totalidad; con respecto a los libros, se revisaron 40 en total. Como se ve en el cuadro, el interés por los estudios de género va en aumento, además de que cada vez son más analíticos y no exclusivamente descriptivos y se han ampliado tanto el tipo de fuentes utilizadas como las temáticas. La mayor parte de los estudios han sido escritos por mu- jeres y escasean casi por completo los estudios sobre masculinidad, con excepción de los que hablan sobre la sexualidad o la vida familiar. Esto

* Universidad Autónoma Metropolitana. 1 El primero apareció en 1954, pero más que un estudio es la presentación de las discusiones en el Congreso que concluyeron con el voto otorgado a la mujer y más que a la mujer es un reconocimiento a Ruiz Cortines: Antonio Ponce Lagos, Historia de las reformas a los artículos 34 y 115 constitucionales que conceden ciudadanía a la mujer mexicana, Talleres Lito-Tipográficos S. Turanzas del Valle. México, 1954.

477 478 revisión de la historiografía de género en méxico se ha prestado a la confusión de relacionar género exclusivamente con estudios sobre la mujer.

Las temáticas principales son las siguientes: Revolución mexicana; clase obrera y situación laboral; movimiento feminista; vida cotidiana e historia cultural; representaciones; prostitución; matrimonio, relaciones de pareja y sexualidad; conventos; biografías. Existen además estudios teóricos y metodológicos en los que se resalta la importancia de los es- tudios de la mujer y se dan propuestas metodológicas; también se cuenta con revisiones bibliográficas. maría herrerías guerra 479 Las mujeres en la Revolución mexicana

La importancia que se ha dado a los estudios sobre la participación de las mujeres en la Revolución es en gran medida debido a que este aconteci- miento es considerado como el inicio de su lucha por incorporarse a la vida política del país. El primer artículo que encontramos, escrito por Frederick Turner en 19672 trata precisamente de esto. Para este autor, la Revolución también ayudó a las mujeres a liberarse de la sujeción del marido y de la Iglesia. En esta misma línea escribió Alicia Villaneda en 19913 y se publicó el libro del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (inehr), en el que se presentan biografías de mujeres notables durante esa época.4 Basándose en el Archivo de la Palabra, Eva Salgado5 transcribe historias de vida para conocer la diferente participación de las mujeres en la lucha revolucionaria. Aunque el artículo se reduce casi exclusivamente a esta transcripción, su objetivo es lograr el reconocimiento de la participación de las mujeres en la Revolución. Roberto Espinosa de los Monteros6 menciona que a pesar de la impor- tante participación de las mujeres en la Revolución, éstas continuaron siendo despreciadas por el hombre quienes las siguieron confinando a su papel como reproductoras. Menciona a las precursoras de la Revolución y la importancia de Salvador Alvarado para la realización de los congresos feministas de la segunda década del siglo xx. Para él, la Revolución fue el inicio de una lucha que aún continúa.

La mujer trabajadora: clase obrera y situación laboral

En este apartado se encuentran los estudios de las mujeres como fuerza de trabajo, desde las culturas prehispánicas hasta las luchas sindicales del

2 Frederick Turner, “Los efectos de la participación femenina en la Revolución de 1910”, en Historia Mexicana, vol. xvi, núm. 4, abril-junio, 1967. 3 Alicia Villaneda, “La mujer en la Revolución mexicana: Perfil histórico de algunas mujeres que participaron en acciones de armas en la Revolución mexicana de 1910”, inehrm, Azuela. México 1991. 4 Las mujeres en la Revolución mexicana, inehr. México 1992. 5 Eva Salgado, “Fragmentos de historia popular. Las mujeres en la Revolución”, en Secuencia, núm. 3, septiembre-diciembre, 1985. 6 Roberto Espinosa de los Monteros, “La lucha de las mujeres y el sufragio efectivo y la no reelección”, en Sólo Historia, núm. 4, mayo-junio, 1999. 480 revisión de la historiografía de género en méxico siglo xx. En general, todos estos artículos buscan sacar a la luz una histo- ria y un papel desconocido de mujeres comunes, a saber, su importante participación en la supervivencia económica del grupo familiar. Dawn Keremitsis7 analiza los cambios que sufrió la vida de las mujeres con la introducción del molino de nixtamal de 1910 a 1940. Habla de có- mo se transformó una tarea casera en trabajo asalariado, lo que hizo que los hombres invadieran un trabajo femenino por tradición. Gerardo Necoechea8 analiza la historia de cinco mujeres de genera- ciones diferentes en la fábrica de Río Blanco a lo largo de sesenta años, de 1890 a 1950. Su objetivo es unir la historia de las mujeres a la historia de la clase obrera. No busca a la mujer mártir sino entender las estrategias de sobrevivencia económica. En esta línea, el trabajo de Arturo Obregón, aunque su tema son las mujeres, es más bien un estudio sobre la lucha obrera.9 Existe también una selección de artículos publicados en la pren- sa obrera del siglo xix que tratan sobre la mujer.10 El libro de Verena Rad- kau es también un estudio sobre vida cotidiana y la forma en que las mujeres vivían su feminidad.11 Piedad Peniche12 analiza el trabajo y la reproducción de la fuerza de trabajo en las haciendas henequeneras y concluye que el valor de uso de las mujeres radicaba en ser procreadoras de varones por lo que eran comercializadas y distribuidas entre los hombres casaderos. Tendrán entonces una importancia económica invisible, tanto en su trabajo do- méstico como en la reproducción. Carmen Ramos Escandón y Verena Radkau13 estudian cómo en el porfiriato había dos ideales contrapuestos. Por un lado, se veía la nece-

7 Dawn Keremitsis, “Del metate al molino: la mujer mexicana de 1910 a 1940”, en His- toria Mexicana, núm. 130, 1983. 8 Gerardo Necoechea, “Cinco autorretratos y un ensayo: mujer, trabajo y familia en Río Blanco (1890-1950)”, en Historias, núm. 7, octubre-diciembre, 1984. 9 Arturo Obregón Martínez, Las obreras tabacaleras de la ciudad de México 1764- 1925, Centro de Estudios Históricos del Movimiento Obrero Mexicano. México, 1982 (Cuadernos Obreros 25). 10 La mujer y el movimiento obrero mexicano en el siglo xix, Antología de la Prensa Obre- ra, Centro de Estudios Históricos del Movimiento Obrero Mexicano. México 1975. 11 Verena Radkau, “La fama” y la vida: una fábrica y sus obreras, ciesas. México, 1984 (Cuadernos de la Casa Chata 108). 12 Piedad Peniche, “Mujeres, matrimonios y esclavitud en la hacienda henequenera durante el porfiriato”, en Historias, núm. 18, julio-septiembre, 1987. 13 Carmen Ramos Escandón, “Mujeres trabajadoras en el porfiriato”, enHistorias , núm. 21, octubre, 1989; Verena Radkau, “por la debilidad de nuestro ser” mujeres del pueblo en la paz porfiriana, ciesas. México, 1989 (Cuadernos de la Casa Chata 168). maría herrerías guerra 481 sidad de que la mujer trabajara y se creía que en su condición de mujer estaba la disposición al sacrificio; por otro lado, existía la creencia de que había trabajos no indicados para ella, que el trabajo no debía contradecir su deber de esposa y madre, y el temor a que cayera en la prostitución. Ambas autoras no hablan únicamente de la vida laboral sino cómo in- tegraban ésta a su vida. Leticia González Arratia,14 por medio del estudio de las actividades de subsistencia llevadas a cabo por hombres y mujeres en grupos cazadores recolectores del norte de México, concluye que la reproducción material de la vida recaía más en la recolección y en las artesanías realizadas por las mujeres y que la caza del venado era una actividad masculina, aunque tenía más prestigio social. Las mujeres realizaban actividades que tenían un valor de uso y para beneficio común, mientras que los hombres rea- lizaban actividades que daban prestigio y poder. La autora concluye que es necesario que en los estudios de los sitios arqueológicos se analicen los artefactos buscando reconstruir la vida familiar y el trabajo social, tomando en cuenta los aspectos ideológicos vinculados a ellos. Mónica Martínez15 por medio de la historia oral, describe la vida de una afanadora del hospital de la Castañeda de 1932 a 1965 y la vida cotidiana al interior de un manicomio.

El movimiento feminista y la lucha por el sufragio

María Inés García y Ana Lau Jaiven16 hablan del movimiento feminista en México de 1970 a 1983, mencionan a las diferentes organizaciones que surgieron para luchar por la liberación de la mujer. Resaltan la importan- cia que el tema está teniendo en las aulas universitarias y de que la lucha ya no se restrinja únicamente a las mujeres de clase media sino a las clases subalternas como parte también de la lucha contra la opresión.

14 Leticia González Arratia, “La mujer reproductora en la reproducción material. Los grupos cazadores-recolectores del desierto del norte de México”, en Antropología, núm. 34, abril-junio, 1991. 15 Mónica Martínez, “La práctica de la enfermería psiquiátrica en la Castañeda. Un acer- camiento a través de la historia oral”, en Nuestra Historia, tomo iii, núm. 35, abril, 2000. 16 María Inés García y Ana Lau Jaiven, “La lucha de la mujer en México. Un fenómeno descubridor (1970-1983)”, en Secuencia, núm. 1, marzo, 1985. 482 revisión de la historiografía de género en méxico

Enriqueta Tuñón17 estudia las razones por las que se negó el voto a la mujer en la Constitución de 1917, para ella, la razón principal era la duda sobre el futuro comportamiento de las mujeres en las elecciones. Además, aterraba la idea de la mujer moderna, autónoma y con ocupa- ciones e intereses propios. Ruiz Cortines les dio el voto, pero resaltando la importancia de la mujer en el ser madres y esposas abnegadas. El sistema político redituó conceder el voto a las mujeres para consolidarse plenamente, además de que se les dio el voto en un contexto en el que no había libertades democráticas. Esperanza Tuñón, en su libro, resalta la importancia de la mujer como sujeto activo y constructora de su propia historia.18 Silvia Solís19 relata la lucha por la obtención del voto femenino a par- tir de la Revolución, en especial el caso de Hermila Galindo durante el gobierno de Venustiano Carranza, los congresos feministas de Yucatán que ganaron un puesto de elección popular. La negación del voto en el gobierno de Lázaro Cárdenas a pesar del apoyo que les daba en el dis- curso y la aprobación en el Diario Oficial durante el gobierno de Ruiz Cortines.

Historia cultural y vida cotidiana

En este apartado existen dos diferentes formas de abordar el problema. En el primero, las diferentes autoras buscan rescatar historias de vida de mujeres normales, lo que nos ayuda a adentrarnos a la cultura de las diferentes épocas y, en la segunda, se recuperan textos de la época para reconstruir así la forma de vida de las mujeres. Con respecto a la primera, Gabriela Cano y Verena Radkau20 empiezan su artículo cuestionando la forma en que había sido escrita la historia de la mujer, ya que se hablaba de ellas cuando invadían espacios masculinos y de forma marginal a la historia de los hombres. Para las autoras es im-

17 Enriqueta Tuñón, “El otorgamiento del sufragio femenino”, en Historias, núm. 41, octubre-diciembre, 1998; y Mujeres que se organizan: El Frente Único pro Derechos de la Mujer 1935-1938, unam / Miguel Ángel Porrúa, México, 1992. 18 Esperanza Tuñón, Mujeres que se organizan: El Frente Único pro Derechos de la Mujer 1935-1938, unam / Miguel Ángel Porrúa. México, 1992. 19 Silvia Solís, “El voto femenino”, en cehipo, tomo iii, núm. 31, diciembre, 1999. 20 Gabriela Cano y Verena Radkau, “Libertad condicionada o tres maneras de ser mujer en tiempos de cambio (1920-1940)”, en Secuencia, núm. 13, enero-abril, 1989. maría herrerías guerra 483 portante cambiar los criterios de historicidad y de corregir y/o analizar la construcción de la imagen de la mujer como víctima. Por medio de la entrevista a cinco mujeres de entre 80 y 90 años de edad, en la que se les pregunta sobre su vida en las décadas de los treintas y cuarentas (cuando las entrevistadas tenían entre 25 y 45 años); las autoras analizan la forma en que estas mujeres transgredieron lo socialmente establecido. Hablan del enfrentamiento que tuvieron sobre todo a nivel familiar y como tuvieron que aceptar y adaptarse a la sociedad masculina en la edad adulta, conservando los valores femeninos a pesar de que muchos de éstos quedaron descartados para la propia vida personal. Edith Couturier,21 a partir de registros oficiales y de cartas personales, estudia el derecho de una mujer a heredar y a administrar sus bienes en la sociedad colonial del siglo xviii. En el artículo resalta los límites del poder real y virreinal frente a los intereses locales y las fortalezas y los límites de una vida. La autora no busca describir la vida de una heroína ni de una víctima, lo que le permite adentrarse en la cultura femenina no- vohispana. En otro artículo, la misma autora22 analiza las razones por las que a finales del siglo xviii se perdió la costumbre de la dote y las diferentes formas en que las mujeres retuvieron su poder y propiedades. Maricela Gascón Muro23 rescata la vida de su abuela nacida a fines del siglo xix, quien salió adelante de manera independiente mediante un taller de ropa. Con respecto a la segunda, encontramos tres antologías de textos de la época, la de Pilar Gonzalvo y la de Josefina Muriel, quienes seleccionan escritos de la época colonial que se refieren a consejos piadosos, sátiras y descripciones del comportamiento, biografías, etcétera.24 Y la de Ana Lau y Carmen Ramos que recuperan textos del porfiriato y resaltan la

21 Edith Couturier, “Una viuda aristocrática en la Nueva España del siglo xviii: La condesa de Miravalle”, en Historia Mexicana, vol. xli, núm. 3, enero-marzo, 1992. 22 Edith Couturier, “Una viuda aristocrática en la Nueva España del siglo xviii: La con- desa de Miravalle”, en Historia Mexicana, vol. xli, núm. 3, enero-marzo, 1992. 23 Maricela Gascón Muro, “Una empresa de mujeres”, en cehipo, tomo ii, núm. 24, mayo, 1999. 24 Pilar Gonzalvo (antología), La educación de la mujer en la Nueva España, sep, ediciones El Caballito. México, 1985; Josefina Muriel Cultura femenina novohispana, unam, Instituto de Investigaciones Históricas, primera ed. 1982. México, 1994 (Serie Historia Novohispana/30). 484 revisión de la historiografía de género en méxico importancia de la Revolución para transformar las relaciones entre los géneros.25 Existen además otros estudios que, por medio del análisis de nuevas fuentes o de las mismas pero haciendo una lectura diferente, pretenden explicar la vida cotidiana y la situación social y cultural en diferentes épocas. Muchas de estas historias son reivindicativas y buscan romper con la invisibilidad de las mujeres en la historia y con el mito de su ac- titud pasiva en las transformaciones sociales. Con respecto a la época prehispánica, tenemos el estudio de Rodríguez Valdez quien resalta la explotación y sumisión que desde esa época la mujer sufre,26 el de Landa quien también analiza a las mujeres españolas antes, durante y después de la conquista27 y el de Garza Tarazona.28 Sobre historia novohispana escribe Josefina Muriel en un estudio donde compara a la mujer inca y a la mujer azteca durante los tres siglos de dominio colonial,29 Asunción Lavrín y Edith Couturier quienes se basan en procesos legales, documen- tos eclesiásticos y procesos legales,30 y sobre el siglo xix Silvia Arrom, quien busca romper con el estereotipo de la mujer pasiva.31 Existen además dos obras de gran importancia que se centran en la vida cultural y la situación social de las mujeres de los diferentes estratos so- ciales a lo largo de la historia de México: El álbum de la mujer, compuesto por cinco tomos escritos por especialistas en cada época y que incluyen: México prehispánico, época colonial, siglo xix, Revolución mexicana y porfiriato, y el libro publicado por El Colegio de México y presentado por Carmen Ramos Escandón Presencia y Transparencia.32

25 Ana Lau Jaiven y Carmen Ramos (est. prelim. y comp.), Mujeres y revolución 1900- 1917, inehrm. México, 1993. 26 María J. Rodríguez Valdez, La mujer azteca, uaem. México, 1988 (colección Historia/6). 27 Concepción Landa de Pérez Cano, La mujer antes, durante y después de la Conquista, Gobierno del Estado de Puebla. México, 1992 (colección v Centenario). 28 Silvia Garza Tarazona, La mujer mesoamericana, Planeta. México, 1991 (colección Mujeres en su Tiempo). 29 Josefina Muriel, Las mujeres de hispanoamérica: época colonial, napfre. Madrid, 1992 (colección Realidades Americanas). 30 Asunción Lavrín y Edith Couturier, “Las mujeres tienen la palabra. Otras voces en la historia colonial de México” en Pilar Gonzalvo, comp., Historia de la familia, uam / Instituto Mora. México 1993, pp. 218-249. 31 Silvia Marina Arrom, Las mujeres de la ciudad de México 1790-1857, Siglo XXI, primera ed. en inglés 1985. México, 1988. 32 Carmen Ramos Escandón, presentación, Presencia y Transparencia: La mujer en la maría herrerías guerra 485

Dentro de este tipo de estudios existen otros compuestos de varios aspectos. En primer lugar parten del androcentrismo de la historiografía y el problema de la invisibilidad; continúan con la recuperación de la par- ticipación de las mujeres en la historia por medio del relato de la vida co- tidiana; y concluyen de una forma no sólo reivindicativa, sino también combativa. Ma. de la Luz Parcero, a partir de la situación de la mujer en el siglo xix, busca crear conciencia sobre la importancia de la lucha para lograr la completa igualdad con el hombre,33 y el de Julia Tuñón, para la cual el rescate de la memoria a ayuda a la mujer a escapar del silencio y cooperar en la reivindicación de sus derechos.34

Representaciones e imaginarios sobre la mujer

Julia Tuñón35 confronta la realidad de la mujer trabajadora en los años cuarentas con el discurso y el imaginario presentado en el cine. Aunque en la realidad pocas familias daban estabilidad, en el cine se presentaba como el ideal para la mujer y el trabajo era visto como algo circunstan- cial. El trabajo remunerado era presentado como un riesgo, además de que no ofrecía a la mujer ni seguridad ni felicidad y la dejaba expuesta a la pérdida del honor y del amor, al hostigamiento sexual y a la escasa sobrevivencia. Francesca Gargallo36 estudia como en el porfiriato existían revistas para mujeres de clase media que reafirmaran los valores de la mujer confinada a lo privado y que el trabajo remunerado se diera sólo por la necesidad de mantener a los hijos. En las revistas se maneja el discurso de que la participación femenina en la historia es contraria a la ley de la naturaleza, ya que su puesto de honor es el hogar doméstico. Vemos entonces, cómo analizando dos épocas distintas las dos autoras llegan a conclusiones similares.

Historia de México, El Colegio de México, Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer. México, 1987. 33 Ma. de la Luz Parcero, Condiciones de la mujer en México durante el siglo xix, inah. México, 1992 (Serie Historia). 34 Julia Tuñón, Mujeres en México: Recordando una historia, conaculta, primera ed. 1997. México, 1998 (Regiones). 35 Julia Tuñón, “La imagen de la mujer trabajadora en el cine mexicano (1939-1952)”, en Antropología, núm. 28, octubre-diciembre, 1989. 36 Francesca Gargallo, “El coraje femenino como prejuicio práctico”, en cehipo, tomo iii, núm. 29, octubre, 1999. 486 revisión de la historiografía de género en méxico

Blanca López nos habla de otra época, la Conquista, obra de gran interés, entre otras cosas, porque utiliza las fuentes tradicionales, las cró- nicas novohispanas, pero encuentra en ellas a los actores femeninos de los cuales nunca se había hablado. A través de la recuperación de sus representaciones, la autora concluye que finalmente dejaron huella.37

Prostitución

Ana María Atondo38 estudia las condiciones de la sociedad novohispana de los siglos xvi y xvii que orillaron a un grupo de mujeres a la prostitu- ción. La norma general obligaba a la castidad fuera del matrimonio y a la fidelidad dentro de éste, pero tanto las autoridades eclesiásticas como las laicas reconocían la imposibilidad de controlar, sobre todo, la sexualidad masculina, por lo que respaldaron las casas de mancebas o burdeles en donde trabajaban huérfanas o abandonadas por sus padres, que era la condición para ingresar ya que no tenían honor masculino que defen- der. Cuando faltaba el jefe de la familia, o éste no cumplía con sus debe- res, existía el peligro de que las mujeres cayeran en la prostitución por lo que existían casas de beneficencia, conventos y recogimientos para las “mal casadas”, abandonadas o viudas.

Matrimonio, relaciones de pareja y sexualidad

Robert McCaa39 analiza los factores que influían en la elección del espo- so en un pueblo minero de Parral entre 1770 y 1814. El autor concluye que el poder de la mujer no era tan débil y que tenía cierta libertad en la elección del esposo. Más que el mandato de los padres, lo que más pesaba para la elección era el factor socioeconómico y étnico. El matrimonio

37 Blanca López de Mariscal, La figura femenina en los narradores testigos de la Conquis- ta, El Colegio de México, piem, Consejo para la Cultura de Nuevo León. México, 1997. 38 Ana María Atondo, “La prostitución en los siglos xvi y xvii. Una alternativa para la supervivencia femenina”, en Historias, 26, 1991; Ana Ma. Atondo Rodríguez, El amor venal y la condición femenina en la época colonial, inah. México, 1992 (colección Divulgación). 39 Robert McCaa, “Gustos de los padres, inclinación de los novios y reglas de una feria nupcial colonial: Parral, 1770-1814”, en Historia Mexicana, vol. xl, núm. 4, abril- junio. 1991. maría herrerías guerra 487 era importante para las mujeres por el amparo que podía brindar. En las mujeres mulatas o mestizas eran más comunes los hijos naturales. Aun- que éste es un estudio relacionado más con la demografía histórica que con el género, quedó incluido en este análisis porque el estudio se centra principalmente en la mujer y está lejos de presentarla como víctima. Martha Eva Rocha40 explora, por medio del discurso amoroso, cuáles eran los códigos culturales que usaban hombres y mujeres para enamo- rarse y las transformaciones que éstos fueron sufriendo entre 1870 y 1968. A lo largo de estos años se fue dando un proceso de secularización. Inicia con el discurso católico, la aparición posterior del médico y más tarde los consultorios sentimentales. Lucrecia Infante41 describe las diversas imágenes y conceptos que sobre el amor se encuentran en la revista Violetas del Anáhuac. Hace hincapié en la importancia de incorporar el estudio de los discursos afectivos en la construcción de la historia de las mujeres para explicar la complejidad con que se construye culturalmente la diferencia sexual. Resalta el conflicto entre el deber ser amoroso y los hechos concretos. El ideal amoroso pre- dominante ofrece un concepto de amor elaborado a partir de una supues- ta diferencia moral y espiritual entre el hombre y la mujer que viene de la diferencia biológica o fisiológica existente entre ambos, por lo que previene sobre los peligros que supone salir de la norma. Aunque hay comentarios minoritarios que critican y niegan el destino social asignado a la mujer y reivindican el derecho femenino por insertarse en el desarrollo económico del país, no hay un cuestionamiento radical del determinismo esencialista que explica la condición social a partir de la naturaleza biológica. Clara Guadalupe García42 escribe un pequeño artículo en donde re- lata la lucha de la esposa de Manuel González por obtener el divorcio durante el porfiriato, y su fracaso a pesar de las infidelidades conocidas de su marido. Valentina Torres Septién43 estudia los textos generados por la Iglesia entre 1954 y 1962 cuyo objetivo era normar conductas en las escuelas

40 Martha Eva Rocha, “Los comportamientos amorosos en el noviazgo, 1870-1968. Historia de un proceso secular”, en Historias, octubre 95-marzo 96. 41 Lucrecia Infante Vargas, “Las mujeres y el amor en Violetas del Anahuac. Periódi- co literario redactado por señoras (1887-1889)”, en Secuencia, núm. 36, septiembre- diciembre, 1997. 42 Clara Guadalupe García, “Laura Mantecón vs. el ex presidente de la República”, en cehipo, núm. 21, febrero, 1999. 43 Valentina Torres Septién, “Cuerpos velados, cuerpos femeninos: la educación 488 revisión de la historiografía de género en méxico católicas y que eran una alternativa a los escritos para escuelas laicas. La autora busca analizar las representaciones de lo femenino que se despren- den de los textos y su relación frente a la idea del cuerpo. En ellos se ve a la mujer en función de la existencia de otros y la negación del propio ser en el deseo de la carne. Se buscaba guardar la inocencia y la ignorancia de las jóvenes sobre el conocimiento de la sexualidad y del propio cuerpo. La mujer era la piedra de escándalo para el hombre por eso había que moralizarla para así moralizar indirectamente al hombre. Elisa Speckman escribe varios artículos sobre mujeres en el porfiriato, el primero de éstos, aunque no habla específicamente sobre matrimonio, lo dejo en este apartado por tratarse de mujeres que transgreden su rol tradicional.44 A partir del análisis de los procesos criminales llevados a cabo contra mujeres en el porfiriato, estudia los estereotipos femeninos que las clases dominantes defendían. Concluye que las mujeres aparta- das del estereotipo eran vistas como criminales en potencia y que estas mujeres cometían transgresiones no únicamente penales sino también sociales. En otro artículo,45 la misma autora analiza en los impresos de la editorial Vanegas Arroyo, las ideas e imaginarios en torno al amor, que responden a los temores, ideas y simpatías de los lectores. Según muestran los folletos, al varón le tocaba elegir a la dama, mientras ser elegida era papel de ella, es decir, tenía un papel pasivo. Los folletos muestran una doble moral que daba rienda suelta a la sexualidad masculina, ya que en ella no recaía su honor, como era el caso de las mujeres para quienes la sexualidad se restringía al máximo. En la misma línea está un último artículo46 en donde muestra la preocupación existente por la ruptura de los roles tradicionales. La depravación de las costumbres se vinculaba a la irreligiosidad.

moral en la construcción de la identidad católica femenina”, en Historia y Grafía, uia, núm. 9, 1997. 44 Elisa Speckman, “Las flores del mal. Mujeres criminales en el porfiriato”, enHistoria Mexicana, xl vii:1, 1997. 45 Elisa Speckman, “De amor y desamor: ideas, imágenes, recetas y códigos en los impresos de Antonio Vanegas Arroyo” en Literaturas Populares, año 1 (2), julio- diciembre. 46 Elisa Speckman, “Pautas de conducta y código de valores en las impresos de Antonio Vanegas Arroyo” en Rafael Olea Franco, editor, Literatura Mexicana del otro fin de siglo, El Colegio de México (Serie Literatura Mexicana 6). maría herrerías guerra 489 Conventos

Josefina Muriel, después de hablar de la situación de las indígenas nobles antes y después de la conquista, nos da una publicación facsimilar de las vida de religiosas indígenas en el convento de Corpus Christi.47 Elisa Speckman48 estudia las características generales de los conventos novohispanos. Menciona la importancia de traer monjas que se dedicaran a la educación de las mujeres indígenas que son quienes determinan la vida familiar y forman a los hijos; además era importante contar con edu- cadoras de las niñas españolas que iban naciendo. Los conventos fueron refugio de las mujeres blancas sin dote. La autora habla también de los diferentes tipos de fundación y la manera en que se administraban. Jorge Traslosheros49 describe la lucha legal de una monja del siglo xvii para salir del convento, ya que había sido obligada a ello. Por medio de la lucha de una mujer con méritos al alcance del común de los mortales, el autor analiza las relaciones de poder en la familia y en la Iglesia.

Educación

Se encontraron dos estudios sobre el progreso que ha tenido la educación de la mujer. Luz Elena Galván, en un tono triunfalista, menciona que gracias a la lucha iniciada durante el porfiriato, cada vez más mujeres se integran a los estudios superiores.50 Un tono similar tiene el estudio de Vega, con la diferencia de que éste es un reconocimiento a la Iglesia Católica por el papel que ha tenido en la educación de la mujer.51

47 Josefina Muriel, Las indias caciques de Corpus Christi, unam, Publicaciones del Instituto de Historia, Primera Serie, núm. 83. México, 1963. 48 Elisa Speckman, “Mujeres de cabellos cortos. Los conventos de monjas en la Nueva España”, en Epitafios, año 1, núm. 4, abril-junio, 1992. 49 Jorge Traslosheros, “Los motivos de una monja: Sor Feliciana de San Francisco, Valladolid de Michoacán, 1632-1655”, en Historia Mexicana, xl vii, 4, 1998. 50 Luz Elena Galván, La educación superior de la mujer en México: 1876-1940, ciesas. México, 1985 (Cuadernos de la Casa Chata). 51 José de Jesús Vega y Ma. Luisa Cárdenas de Vega, América virreinal: la educación de la mujer (1503-1821), Jus. México, 1989. 490 revisión de la historiografía de género en méxico Biografías

Los primeros libros que aparecen en el periodo analizado se dedican a rescatar biografías de las heroínas de nuestra historia, para con ello probar la importancia de la mujer en las transformaciones sociales. El primero de ellos, que también puede considerarse como el inicio del rescate de la historia de las mujeres, es el de Ángeles Mendieta Alatorre, publicado en 1961,52 que abarca un periodo más amplio que el que el título sugiere. Más tarde se publicaron estudios similares en donde busca rescatarse a mujeres de un estado como el de Zorrilla o a las mujeres de un periodo más específico como el de Zendejas que también habla de las mujeres “traidoras”.53 Tovar Ramírez nos da un catálogo biográfico de 1 500 muje- res que enriquecieron la vida nacional desde el siglo xvi, hasta las nacidas en 1925. Dos libros, no estrictamente biográficos, utilizan la biografía como fuente principal de su análisis. Éstos son el de Elizabeth Salas que analiza el papel de las mujeres en los ejércitos y los mitos construidos en torno a la soldadera54 y el de Clara García que rescata la obra de Eduardo Ruiz, testigo de la intervención francesa entre 1863 y 1867.55 Existen también estudios dedicados a un solo personaje y que son más analíticos y reflexivos en relación con el significado de ser mujer.G abriela Cano escribe en diferentes épocas dos artículos sobre la coronela zapatista Amelia Robles, quien cambió su nombre por el de Amelio Robles y su atuendo, por el masculino. La autora busca desmitificar a la soldadera bonita para resaltar a aquellas mujeres que tomaron las armas.56 Sobre la intelectual zapatista y luchadora social Juana Belén Gutiérrez de Mendo-

52 Ángeles Mendieta Alatorre, La mujer en la Revolución mexicana, inehrm. Méxi- co, 1961. 53 Adelina Zendejas, La mujer en la intervención francesa, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. México, 1962 (Sección de Historia 11); Antonio Barbosa Heldt, La mujer en las luchas por México, Editora y Distribuidora S.A. México, 1972; Juan Fidel Zorrilla, La mujer en Tamaulipas, Universidad Nacional Autónoma de Tamaulipas, iih. Cd. Victoria, Tamaulipas, 1976. 54 Elizabeth Salas, Soldaderas en los ejércitos mexicanos: mitos e historias, Diana, primera ed. en inglés 1990. México, 1995. 55 Clara Guadalupe García, Las mujeres de Ruiz: la participación femenina durante la intervención francesa en Michoacán en la obra de Ruiz, Centro de Estudios Históricos del porfiriato. México, 1998. 56 Gabriela Cano, “El coronel Robles: una combatiente zapatista”, en Fem, año 12, núm. 64, abril, 1988 y “La íntima felicidad del coronel Robles”, en Equis, núm. 14, ju- nio, 1999. maría herrerías guerra 491 za escribe Alicia Villaneda.57 Existe también un estudio sobre la Malinche y otro sobre la esposa de Pedro de Alvarado.58

La importancia de los estudios sobre la mujer

Una mención especial requieren el conjunto de artículos publicados por autoras con gran reconocimiento por su trayectoria en los estudios sobre género. Artículos que resaltan no sólo la importancia por el estudio de una historia que había sido olvidada por la historiografía tradicional que pudiera también llamarse masculina sino que invitan al estudio sobre género, dan propuestas metodológicas y hacen revisiones generales. En 1986, Carmen Ramos Escandón59 habla de lo importante que es analizar la situación de la mujer desde una perspectiva más amplia y desde el punto de vista histórico. Menciona que la historia ha estado de- dicada a las actividades masculinas y que las mujeres notables han sido medidas con parámetros masculinos. Hace una revisión general sobre los temas que se han estudiado en América Latina y hace una invitación a realizar estudios sobre la mujer y que éstos se difundan. Este llamado va a encontrar eco sobre todo a partir de la década de los noventas en que empezaron a multiplicarse los estudios sobre género. Una década después, la misma autora en otro artículo60 hablará de cómo han crecido los estudios de la mujer en los últimos veinte años y analiza las diferentes temáticas y tendencias a lo largo de un siglo. Más tarde, en 1997, Ramos Escandón profundiza en la importancia de no confundir vida cotidiana, sexualidad o familia con estudios de la mujer. Para ello es importante el estudio de las relaciones de género como una construcción social y como un proceso.61

57 Alicia Villaneda, Juana Belén Gutiérrez de Mendoza, 1875-1942, Documentación y Estudios de Mujeres A.C., México, 1994 (Premio demac 1993-1994). 58 Ma. Elena Landa Ábrego, Marina en la conquista, Gobierno del Estado de Pue- bla. México, 1992, (colección v Centenario); Mercedes Meade de Angulo, Doña Luisa Teohquilhuastzin, mujer del capitán Pedro de Alvarado, Gobierno del Estado de Puebla. México, 1992 (colección v Centenario). 59 Carmen Ramos Escandón, “Las mujeres latinoamericanas: generación de datos y meto- dología para investigaciones futuras”, en Secuencia, núm. 6, septiembre-diciembre, 1986. 60 Carmen Ramos Escandón, “Quinientos años de olvido: historiografía e historia de la mujer en México”, en Secuencia, núm. 36, septiembre-diciembre, 1996. 61 Carmen Ramos Escandón, “La nueva historia, el feminismo y la mujer”, comp. en Género e historia, Instituto Mora / uam, primera ed. 1992. México, 1997 (Antologías Uni- versitarias). 492 revisión de la historiografía de género en méxico

En 1991, Teresa Torns62 realiza una discusión teórica sobre los estudios en el mundo en relación con la clase obrera. La autora argumenta, al igual que Carmen Ramos, que el discurso sobre la clase obrera y el trabajo había ignorado a la mujer y que el reconocimiento de ella como parte de la clase obrera se dio junto con la eclosión del movimiento feminista en los años sesentas. La autora reconoce que la historiografía está siendo cada vez menos androcéntrica, pero que las aportaciones han estado más relacionadas con la segregación sexual en el mercado laboral. Para ello, es necesario un nuevo enfoque con el que el trabajo se estudie de una nueva manera. No debe centrarse únicamente en lo relacionado con la pro- ducción de bienes y servicios sino también a las horas dedicadas a la re- producción y cuidado de la fuerza de trabajo. El trabajo del hombre y de la mujer, al igual que los estudios de género, no pueden ser estudiados de una manera separada. Julia Tuñón63 menciona que la historia de la mujer podrá escribirse en la medida en que se abran los campos de la historia en donde ella se en- cuentra. Para ello sugiere nuevas fuentes donde puede encontrarse, como el cine, la novela, la prensa (nota roja, consejos sentimentales, publicidad). Menciona también la importancia de dejar de buscar heroínas o víctimas, de separar tajantemente los espacios público y privado y de no estudiarla en relación con el hombre y a otras mujeres. Silvia Arrom64 hace una revisión general de lo que se ha estudiado y la forma en que ha abordado el tema de la mujer y la familia en América Latina. Para ella, como para las otras autoras, es importante estudiar a la mujer dentro de la historia global y su influencia en factores políticos, sociales, económicos e históricos. La debilidad de la historia de la mujer en relación con la historia de la familia se ha debido a la debilidad del movimiento feminista de América Latina, ya que en otros lugares como en Estados Unidos este movimiento ha sido su impulso con el fin de promover la igualdad. La historia de la familia no se ha identificado con ninguna causa política como el caso de la historia de las mujeres. En general, la historia ha sido la de las heroínas, olvidando la importancia

62 Teresa Torns, “Mujer, trabajo y clase obrera”, en cemos, núm. 33, vol. iv, mayo- junio, 1991. 63 Julia Tuñón, “Porque clío era mujer: buscando caminos para su historia”, en Antro- pología, núm. 35, julio-septiembre, 1991. 64 Silvia Marina Arrom, “Historia de la mujer y la familia latinoamericanas”, en Historia Mexicana, núm. 2, octubre-diciembre, 1992. maría herrerías guerra 493 de la vida cotidiana, además se define como historia descriptiva y de una falta de investigación analítica. Ana Lidia García65 empieza su artículo diciendo que la originalidad de la historia de las mujeres radica en el tipo de preguntas que se formulan. Para ella, aunque las mujeres no hayan sido pioneras del proceso revolu- cionario y se han encontrado lejos de centros de autoridad y del poder formal, no han estado excluidas de los procesos históricos. La historia ha estado bajo valores masculinos que han tomado sólo cierto tipo de acontecimientos como dignos de análisis históricos y han vuelto invisibles a las mujeres. Últimamente, la importancia de la escuela de los anales y de la historia social ha favorecido el desarrollo de la historia de las mujeres, que han estado enmarcadas entre el protagonismo (mujeres notables) o como víctimas (apéndice accesorio a los movimientos sociales). Lo que importa ahora es la experiencia global de la historia humana y la importancia de la categoría sociocultural de género, así como el estudio de nuevas fuentes y enfoques, como los textos prescriptivos de filósofos o teólogos, los testimonios de vida privada, la historia cultural, la literatura, el material iconográfico, etcétera; además de la importancia de nuevos temas como familia, vida cotidiana, trabajo, política y Estado, legislación, educación y feminismo. Ana Lau Jaiven66 hace una revisión sobre lo escrito sobre las mujeres en la Revolución mexicana. Menciona que la mayor parte de los estudios se refieren a las mujeres heroínas, faltando los que hablan de la relación entre hombres y mujeres. Para terminar, en 1993 apareció una bibliografía comentada de Enri- queta Tuñón67 sobre todo lo escrito sobre el sufragio femenino. Como hemos visto a lo largo de esta pequeña revisión sobre los es- tudios de historia de la mujer y el incremento que éste ha tenido en los últimos años, la preocupación de las autoras mencionadas que invitaban a la profundización y diversificación de los estudios sobre género han en- contrado una respuesta. Los estudios realizados sobre todo a partir de la década de los noventas han dejado de lado a las heroínas y a las víctimas,

65 Ana Lidia García, “Problemas metodológicos de la historia de las mujeres: La his- toriografía dedicada al siglo xix mexicano”, en Avances, pueg. México, 1994. 66 Ana Lau Jaiven, “Las mujeres en la Revolución mexicana. Un punto de vista histo- riográfico”, en Secuencia, núm. 33, septiembre-diciembre, 1995. 67 Enriqueta Tuñón, “Sufragio femenino en México. Bibliografía comentada”, en Historias, núm. 30, abril-septiembre, 1993. 494 revisión de la historiografía de género en méxico centrándose cada vez más en la vida cotidiana y en la historia cultural, en el análisis más que en las descripciones, en la interpretación y en el estudio de representaciones y significados; al estudio de lo femenino en relación con lo masculino; y de las mujeres no marginadas a lo privado sino insertas en un proceso global. historiografía del patrimonio cultural México, Estados Unidos y canadá

Historia y patrimonio: una tensa relación

Alejandro Araujo*

La especificidad del tiempo del historiador consiste justa- mente en sostenerse en esa tensión entre una sensación de continuidad del presente con respecto al pasado y la idea de la existencia de un abismo que se amplía e instituye una discontinuidad entre ambas dimensiones. Francois Dosse

A manera de introducción

En “Conservación de los recuerdos”, una de las breves historias de cro- nopios y de famas, Cortázar señala lo siguiente:

Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo en- vuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: “Excursión a Quilmes”, o: “Frank Sinatra”. Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: “No vayas a lastimarte”, y también: “Cuidado con los escalones”. Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras que en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.

Con el riesgo de llevar esta historia a un lugar para el que nunca fue es- crita, quisiera aprovecharla para señalar dos de los puntos centrales que me gustaría desarrollar en esta intervención. El tercero y último surge del epígrafe de Dosse.

* Profesor de Tiempo Completo del Colegio de Arte y Cultura, Universidad del Claustro de Sor Juana.

497 498 historia y patrimonio: una tensa relación

El primero tiene que ver con la posibilidad de pensar la relación con el pasado que existe en cada uno de estos seres del bestiario cortazariano y, de apuntar desde ellos, gracias a ellos, dos formas de atender y entender el pasado propias de la sociedad contemporánea, pero que, como pretendo mostrar, son tan sólo dos caras de una misma moneda: el triunfo de la memoria sobre la historia. El segundo punto consiste en convertir la escritura de Cortázar en documento, es decir, en transformarlo en huella para indicar que se tra- ta, tan sólo, de una muestra en torno a la forma cómo nuestra sociedad experimenta el paso del tiempo. El tercer apartado pretende seguir la idea que Dosse señala en torno al tiempo del historiador, con la finalidad de ver si sigue existiendo cupo en nuestra sociedad para la forma como la historia piensa la tempo- ralidad.

El pasado está en el presente

Todo parece indicar, por el título de esta plática y por el texto de Cortázar que he decidido usar para el desarrollo de la misma, que estoy anuncian- do una tensión de este tipo: cronopios contra famas, patrimonio contra historia. Sin embargo, no es así. Tanto los famas como los cronopios anuncian el tiempo del patrimonio y de la memoria, o dicho de otra for- ma, hacen visible una forma de experimentar la temporalidad (la relación entre pasado, presente y futuro) que descansa en el presente, que hace del presente el tiempo central. Para los famas, el pasado debe ser catalogado, ordenado, cuidado, restaurado. Custodios de los recuerdos intentan exhumar un pasado para controlarlo y preservarlo, quizá para inactivarlo. No hay duda que el texto de Cortázar obliga a que su acción, la de los famas, nos resulte in- cómoda y molesta, desagradable. Parece cercana a la misma crítica que hiciera Nietzche (y junto a él, después de él, muchos más) a la historia, a la ciencia histórica. Los cronopios, por su parte, realizan algo diferente, el pasado convive en el presente; ni se puede, ni se debe ordenar. Habitamos su mismo espa- cio, cohabitamos con él, se cuela. Más que protegerlo debemos acariciarlo, soportarlo tiernamente. En este caso, parece que el texto nos invita a hacer lo que los cronopios hacen, su acción nos parece, en principio, envidiable. De esta forma enfrentamos una situación que parece dirimirse ante dos alejandro araujo 499 posibles alternativas para tratar el pasado: protegerlo encapsulándolo o dejarlo fluir entre nosotros. Creo que la discusión en torno al patrimonio (y a la memoria) perma- nece “estancada” en estas dos posibilidades. Creo, además, que salirnos de ahí se ha vuelto cada vez más difícil. Para mostrar esta impresión quisiera acudir a dos ejemplos, uno que se relaciona directamente con el estudio del patrimonio, y el otro que se relaciona con el estudio de la es- critura de la historia.

La discusión sobre el patrimonio

Este primer ejemplo tiene que ver con el aumento de intensidad del debate en torno a la memoria y al patrimonio sobre la dificultad de ele- gir entre los objetos del pasado, aquellos que deben ser resguardados y aquellos que debemos dejar caer en el olvido. La discusión no sólo está relacionada en qué elegir, sino en quién tiene derecho a elegir, para qué elige y para quién se conserva el patrimonio. Se trata de una discusión cada vez más enredada, en todo el mundo, sobre los usos de la memoria y los usos del olvido. De la expresión de este debate en nuestro país tenemos varios ejemplos, diversas publicaciones. En un primer momento pensé que esta ponencia tratara de reconstruir esta discusión, es decir, lograra mostrar cómo se ha realizado la discusión en los últimos 20 o 30 años y cómo se han ido mo- dificando las nociones en torno al patrimonio y a los usos del mismo.P e- ro ese trabajo rebasa mis posibilidades, por ello decidí tomar, tan sólo como muestra del debate, uno de los textos que me parecen encarnar de manera más clara la discusión actual en nuestro país. Se trata del libro coordinado por Enrique Florescano, El patrimonio nacional de México, y de este mismo, dedicar mi atención al texto con el que Florescano presenta la obra. En este texto podemos ver una clara exposición de las coordenadas que rigen el debate sobre el tema. Se tra- ta de cuatro puntos centrales. Primero, la necesidad de reconocer que “cada época rescata de manera distinta su pasado y realiza una selec- ción de los bienes que posee”.1 Insistiendo que se trata de un proceso conti- nuo de identificación del patrimonio y de reconocimiento contemporáneo

1 Enrique Florescano, “El patrimonio nacional. Valores, usos, estudio y difusión”, en Enrique Florescano, coord., El patrimonio nacional de México I, fce / conaculta. México, 1997, p. 15. 500 historia y patrimonio: una tensa relación de los valores del pasado. Segundo, que esta selección se realiza “de acuer- do con los particulares valores de los grupos sociales dominantes” y que “la configuración ‘nacional’ de éste [del patrimonio] casi nunca coincide con la verdadera nación sino con los intereses de ese Estado”.2 Tercero, que se deriva de los anteriores, en donde propone que el nacimiento del tema del patrimonio puede entenderse como parte del proyecto de formación de las naciones en los siglos xix y xx, y que, por lo mismo, “el patrimonio nacional no es un hecho dado, una entidad existente en sí misma, sino una construcción histórica, producto de un proceso en el que participan los intereses de las distintas clases que conforman la nación”.3 Y cuarto, que dado que se trata de una construcción histórica, éste se va modificando “a partir del rejuego de los distintos intereses sociales y políticos de la nación”.4 A partir de este último elemento, y procediendo como historiador, insertando el nacimiento de la noción de patrimonio nacional a la his- toria, a las condiciones históricas que lo vieron nacer como temática central, Florescano abre la posibilidad de mostrar una realidad nueva en relación con el mismo tema del patrimonio identificando un cambio notable en nuestra sociedad. Así, nos permite reconocer que si el tema tal y como fue usado era “pertinente” en el pasado, pues formaba parte de una “situación” histórica, ya no lo es igual hoy en día. Y ello porque han cambiado las relaciones entre los actores de la nación, sobre todo, entre el “Estado y la sociedad, entre el capital y la sociedad, y entre las instituciones sociales y la sociedad”.5 Lo interesante y complejo de su descripción, es que en este nuevo juego de relaciones, en esta nueva realidad, Florescano ve una realidad “mejor” a la anterior. Pues parece ser el anuncio de una forma más adecuada de integrar al conjunto de bienes, una serie de objetos antes despreciados (incluyendo además bienes inmateriales), pero sobre todo porque parece ser una forma de “democratizar” la selección, la apropiación y los usos del patrimonio. En sentido similar se presentan los textos de Bonfil Batalla y de García Canclini en el mismo libro. Bonfil acentúa una crítica severa a la imposi- ción cultural de occidente a lo largo de la historia del país, mostrando que lo nacional siempre ha sido lo que una élite muy concreta y localizable ha

2 Idem. 3 Ibid., p. 17. 4 Ibid., p. 18. 5 Ibid., p. 24. alejandro araujo 501 definido, despreciando de múltiples formas a los diferentes sectores y cul- turas de la nación, sobre todo a los indígenas. Cabe resaltar que su visión no abandona cierto aire de sustancialimo en relación con la identidad y la cultura, a pesar de la insistencia en señalar que la cultura es algo móvil. García Canclini, por su parte, muestra que la conformación de la identidad cultural debe volverse a pensar en términos de relación, de movilidad, abriendo el debate a una situación que para comprenderse mejor debe de atender al mundo entero y a su dinámica contemporánea. Sin detenernos más en estas propuestas podemos indicar que las tres hacen claramente visible la necesidad de reconocer la dimensión política, económica para entender con mayor claridad el tema del patrimonio. Y más que eso, consideran que es mejor que hoy en día existan grupos antes marginados que participan en la conformación del patrimonio nacional, porque amplían el proyecto nacional, y porque hacen de éste una uni- dad de lo plural y de lo múltiple. Insistiendo, por tanto, en la necesidad de tomar en cuenta a los diversos actores de la nación. Todo ello con la pertinente aclaración de que en materia de conservación de recuerdos, de reconocimiento de los mismos, no existe especialista que pueda decir qué es lo que resulta mejor para una sociedad. Sin duda, el argumento es consistente: no hay especialista que pueda decir que es valioso recordar para una cultura.

La reflexión historiográfica

El segundo ejemplo lo apunta el título del “Proyecto de historia de la his- toriografía de México, Estados Unidos y Canadá, 1950-2000” y más aún algunas de las pretensiones del mismo. Decir historia de la historiografía es reconocer de manera ineludible que la escritura de la historia forma parte de la historia y que, por lo tanto, puede ser tratada históricamente. Es decir, que debemos reconocer al historiador como un “investigador” que elige una metodología y para hacerlo “obedece a diversas razones de orden cultural y personal, y sólo en un segundo tiempo a razones estric- tamente académicas”.6 Esta observación del trabajo de los historiadores,

6 Las citas que vienen a continuación son tomadas del documento que me enviaron al invitarme amablemente a este proyecto. En este documento se define el concepto de historiografía y los presupuestos teóricos que sostiene el “Proyecto de historia de la his- toriografía de América” del Instituto Panamericano de Geografía e Historia coordinado por Boris Berenzon y Georgina Calderón. 502 historia y patrimonio: una tensa relación esta historia de la historiografía tal y como se llama en este encuentro, no pretende (y comparto tal opinión) “hacer crónica de los temas trabajados, sino analizar de qué manera los investigadores de la segunda mitad del si- glo xx se acercaron a esos mismos temas”. Y es que se reconoce, se insiste, en la forma como nos acercamos a los temas, como los construimos a partir de una serie de procedimientos metodológicos es la “herencia más importante entre académicos”, por ello se intenta “vislumbrar el andamio con que fue construido el edificio historiográfico”.E dificio (¿monumento, patrimonio?) que nos permite la investigación histórica. En este sentido, algo nuevo le ocurre a la historia al solicitar este in- tento de reflexión sobre la práctica historiográfica, algo importante me parece, pues exige reconocer que la producción de los historiadores, que la escritura de la historia, es antes que cualquier otra cosa, una práctica de la sociedad, conformada cultural y socialmente, a través de la cual la sociedad habla y produce su pasado. No hay, por ello, posibilidad de mirar el pasado desde un lugar privilegiado, ajeno a la historia, haciendo posible decir algo que en principio suena confuso, pero que desde luego no lo es: la historia de la historiografía hace posible la historiografía. Es decir, la historia de la metodología con la que trabaja el historiador es el andamio que hay que vislumbrar, utilizándolo. Se trata entonces de una herencia, está acá con nosotros y antes de observarla nos ha constituido como profesionales de este oficio. L¿ a clasificamos y etiquetamos o la dejamos fluir entre nosotros? Si cruzamos estos dos ejemplos podemos ver que coinciden en los puntos centrales. Los historiadores reflexionamos hoy sobre un oficio que no po- demos observar del todo porque nos constituye, está en el presente hacién- donos hablar, permitiéndonos escribir y, a pesar de todo, creemos y sostene- mos necesario realizar este ejercicio de reflexión colectivo e incluyente. Por otro lado, se reconoce que el patrimonio nacional ha dejado de ser uno solo, que se transforma históricamente, que cada cultura lo selecciona a partir de las necesidades del presente y que no tenemos ninguna forma “científica” para saber qué debemos elegir y por ello creemos que lo más prudente es abrirlo a discusión colectiva. Lo interesante en ambos ejemplos es que el pasado ha dejado de ser eso que se ha quedado atrás, que ha sido superado para concebirse al mis- mo tiempo de dos formas un tanto distintas: como una construcción so- cial elaborada desde el presente, pero además, y acá aparece la paradoja, como algo que subsiste en el presente como una marca inobservable que nos permite estar, habitar, hablar, pensar. alejandro araujo 503 Patrimonio y memoria: el presente que no cesa

Ante esta especie de constatación, de “evidencia” e indicador de nuestra realidad, las preguntas que me encantaría poder contestar son, desde luego: cuándo, cómo y por qué somos “prisioneros” de esta forma de ex- perimentar la temporalidad. Y digo que me encantaría poder responder porque es la historiografía, la exigencia de la operación historiográfica, la que insiste en que la tarea de nosotros, de los historiadores es justamente responder este tipo cuestiones. Si atendemos la naturaleza de este tipo de preguntas, a lo que ellas nos solicitan, podemos darnos cuenta que su respuesta pide una narración. Es decir, son preguntas que solicitan que contemos una historia. Sin embargo, no hay forma de salirse de la historia para escribir esa historia y ahí comienza esa extraña sensación que hace evidente que el pasado es construcción, pero además que sigue acá, produciendo un presente que no cesa. Y no hay mejor ejemplo de este enredo que la relación tensa de la his- toria y el patrimonio, y, más aún, de una especie de victoria de la memoria y el patrimonio y su forma de colaborar o producir una experiencia de la temporalidad en las últimas décadas. En este sentido, si procedemos como dicta el oficio del historiador, podremos ver cómo crece conside- rablemente, a escala mundial, la victoria del patrimonio sobre la historia, pero, sobre todo, cómo esta victoria está marcada principalmente por el descrédito que la filosofía de la historia tiene hoy en día. Es acá cuando el texto de Cortázar se vuelve una evidencia, un docu- mento que permite vislumbrar la tendencia que domina hoy en día en torno a la forma como experimentamos el tiempo. Tendencia que tiene, digámoslo así aunque sea provisionalmente, una historia. Para ello regresemos a lo que Florescano nos permite ver: el tema del patrimonio nació junto al tema de la nación. Mirada distanciada que recupera un procedimiento muy común de la historiografía de los últimos veinte años, se trata de hacer la historia del surgimiento de las naciones, es decir, ya no derivar la nación de la historia, como hiciera el siglo xix, sino comprender que las naciones, su fabricación, son producto de la historia, de uno de los muchos caminos que tomó la historia allá por el siglo xviii.7

7 El debate en torno a este problema tuvo su fuerza mayor con la publicación de los libros de Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la 504 historia y patrimonio: una tensa relación

Así se ha hecho posible preguntar cómo fue posible inventar la nación, qué procedimientos se siguieron, qué prácticas, qué discursos. Inaugu- rando un repertorio de temas de investigación sumamente amplio: de la museografía a la pintura histórica y al arte en general, de los monumentos cívicos a los rituales de la nación, de la novela a la historia a la historio- grafía o a la novela a secas, por indicar algunas vías de acceso. Al partir de esta perspectiva es posible decir, entonces, qué tanto la noción de patrimonio, como la de historia y la de nación, forman parte de una red conceptual que permite producir la época que solemos llamar modernidad, es decir, que hace posible, en su articulación junto con otros conceptos, inaugurar la experiencia del tiempo propia de la modernidad, tal y como lo menciona Reinhart Koselleck.8 Si lo seguimos un poco más podemos decir que la característica de la temporalidad en la moderni- dad consiste en la creciente distancia entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas, el pasado no es más una forma de orientar las expectativas futuras, pues la novedad cobra un valor antes invisible. Lo nuevo vale porque indica la transformación y anuncia el progreso. Se trata de una sociedad abierta a un futuro mejor. En este sentido, el pasado se convierte tan sólo en aquel residuo que el presente deja a su paso en su trayectoria a construir un futuro mejor. Es aquello que el presente separa para entrar al futuro. Este presente, espacio de transición, requiere de un sujeto capaz de movilizarse para culminar y hacer posible la superación. Esta noción de temporalidad instituye una nueva relación con el pasado, convirtiéndolo en un territorio de interés estrictamente histórico, propio para ser estudiado por los historiadores o, también, en aquel muestrario de cosas que hemos abandonado y que es preciso recoger tan sólo para consolidar y reconocer que somos algo más que proyecto. difusión del nacionalismo. México, fce, 1993; Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo. Madrid, Alianza, 1988; E. Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1789. Barcelona, Crítica, 1991. Sin duda, en México se han realizado intentos importantes para realizar un análisis similar que empiece a hacer notar la historia de la invención del nacionalismo mexicano, muestra de ello son los esfuerzos del mismo Florescano, de Bonfil y suMéxico profundo, Mauricio Tenorio, Claudio Lomnitz, Roger Bartra, por mencionar algunos de los más representativos. En todos ellos hay, independientemente de ciertas diferencias teóricas y metodológicas, cierto consenso crucial: el nacionalismo mexicano es producto de una invención, menos o más violenta, menos o más consciente de serlo, elaborada en el siglo xix y en las primeras décadas del xx. 8 Se puede ver para este tema, el texto historia/Historia. Madrid, Trotta, 2004 y también Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Barcelona, Paidós, 1993. alejandro araujo 505

Desde esta experiencia del tiempo de la modernidad, la noción de patrimonio será entonces la de una forma de guardar del pasado, de transmitir un legado valioso que hay que compartir para formar una comunidad. Así podemos entender por qué con la Revolución francesa nace la preocupación por el patrimonio, entendiendo por él la serie de objetos, monumentos, colecciones que permiten a la nación obtener sustancia, cuerpo. Pero se trata de una corporalidad estática, de una identidad sustancializada, convertida en objeto y, para ello, los objetos, monumentos, fiestas y rituales cívicos eran la mejor estrategia didáctica para enseñar la nación y sus distintos momentos. Este esquema funcionó de manera hegemónica, por decirlo de alguna manera, hasta la segunda mitad del siglo xx, y ello porque estaba sopor- tado y garantizado, a partir de una filosofía sustantiva de la historia de corte teleológica. Es decir, a través de la idea de que la historia es la marcha al progreso, a un futuro mejor. En ese marco interpretativo, los objetos pasados dejan de tener el valor que en su época tenían para cumplir una nueva función en el presente, función que será múltiple dependiendo del calificativo que los acompañe. El patrimonio artístico será recogido con el fin de dar acceso a una experiencia estética, deshistorizando el objeto se le inserta en un nuevo relato propio, autónomo, que es el de la historia del arte y que se cristaliza en las disposiciones propias de los museos de arte. Lo mismo pasa con el patrimonio histórico, se trata de aquellos objetos que se sacan de su contexto histórico y que sirven para mostrar la historia, fijarla, e instaurar un relato que ordene un devenir desde el futuro del pasado y que muestre así, tanto los orígenes como los momentos más significativos del desarrollo de la nación. El patrimonio cultural, será, por su parte, aquel conjunto integrado de objetos que dé cuenta de la unidad cultural de una nación. El eje que permite ordenar la recolección es el futuro de todos estos objetos, futuro que permite leer el pasado como causa del presente y que niega la potencia, la pluralidad de experiencias, la historicidad de cada uno de esos presentes. De esta forma, el Estado se convierte en el principal recolector de este conjunto de objetos, sobre todo, si pensamos que se trata de aquel ele- mento que cristaliza y legitima la idea de final.E s decir, el Estado nacional será el destino de la historia; una vez construido y consolidado tan sólo tendrá que recordar y mostrar cómo ha sido posible su existencia, deri- vándola de una historia que desconoce la contingencia en beneficio de la causalidad: no hay otro final más racional, más lógico, más necesario, que 506 historia y patrimonio: una tensa relación el Estado mismo. Estado que se convertirá entonces en el administrador de la modernidad, de la modernización. Sin embargo, la crítica a este sistema de pensamiento, la entrada en “crisis” de esta noción de temporalidad derrumba las posibilidades de seguir pensando en el patrimonio en esos términos. Para mostrar esta caída, la del fin de esta forma de pensar la historia, es posible acudir a varias explicaciones. Para centrarnos de lleno al tema, el del patrimonio, quiero acudir principalmente a una, la de un historiador, Francois Har- tog quien muestra un recorrido muy interesante en un breve, pero muy sugerente artículo.9 Ahí menciona que los “indicadores” de la nueva forma de experimentar la temporalidad pueden ser reconocidos en los primeros años posteriores a la Primera Guerra Mundial, y para ello cita a Paul Valéry, quien en 1933 señalaba la inédita sensación de vivir prisionero entre dos eras: “Por un lado un pasado que no se ha abolido y olvidado, pero un pasado del que no podemos extraer prácticamente nada que nos oriente en el presente y nos brinde la oportunidad de imaginar el futuro. Por el otro, un porvenir sin la menor figura”.10 Esta sensación de estar atrapados, marcados profundamente por el pasado, pero al mismo tiempo presos de la enorme dificultad por imaginar el futuro, fue generalizada, según Hartog, al término de la Segunda Guerra Mundial. No sólo porque la historia mostró que las expectativas de un futuro cada vez mejor no se confirmaban, sino además, porque los restos de la guerra, las huellas que dejó en la conciencia colectiva apuntalaron un nuevo imperativo de memoria y una tremenda crítica del modelo de progreso occidental. Quizá la noción de la imprescriptibilidad de ciertos delitos, como menciona el propio Hartog y la instauración de un nuevo régimen jurídico en relación con los crímenes contra la humanidad, ha sido una pieza central para exigir el reconocimiento de que hay cosas que no pasan, que no deben pasar, porque sus huellas siguen afectando irremediablemente el presente. Quizá también, como insisten hoy en día muchos más observadores del tema, por el efecto que las nuevas tecnologías de la comunicación han generado en la sociedad desde 1950 a la fecha, exigiéndonos pensar menos qué es el mundo y más cómo lo construimos a través de diferentes

9 Francois Hartog, “Órdenes del tiempo, regímenes de historicidad”, en Historia y grafía, núm. 21, uia, 2003, pp. 73-102. 10 Paul Valéry, Essais quiasi politiques Œuvres I, en Francois Hartog, op. cit.). alejandro araujo 507 lenguajes. De esta forma, el lenguaje ha dejado de ser esa herramienta usada por la conciencia para expresar lo que cree, piensa, quiere, para reconocerse como fuerza creadora de mundos, es decir, generadora de experiencias. Ello ha desvanecido la idea de una sociedad que se estructura desde un centro que ordena un progreso, para reconocerse como algo estructurado a través de distintos territorios que interactúan, combaten, entran en conflicto.S e trata de un intercambio que se sostiene a través de diferentes experiencias, de distintas formas de hacer posible la experiencia y la acción. Conformando eso que cada vez tiene más fuerza explicativa denominado simultaneidad de lo no simultáneo. En este sentido, resulta sintomático rastrear el nacimiento de las ex- periencias llamadas “posmodernas”, que sostienen ser un abandono de un ordenamiento temporal de la existencia, para ser sustituidos por la yuxtaposición espacial de distintas formas de experimentar la temporali- dad. Podríamos reconocer este giro a través de la victoria de la genealogía sobre la filosofía de la historia.11 Por otro lado, aunque simultáneamente, al interior de la producción de objetos artísticos aparecieron desde la década de los treintas, y anun- ciando lo que se llamaría la experiencia del tiempo de la posmodernidad, el collage, el Ready Made, el apropiacionismo y la intervención de los objetos estéticos. En estas obras ya no existió la intención de presentarse como la última fase de la historia del arte, no eran más vanguardia, se trataba de mostrar que en el arte no hay superación, sino yuxtaposición, enfatizando la sensación de un pasado que no pasa.12 En este sentido se enmarca también la discusión abierta por Lévi- Strauss con su texto Raza e Historia, escrito a través de una solicitud de la unesco en 1952, en donde, siguiendo nuevamente a Hartog, podemos ver la denuncia de la antropología al “falso evolucionismo” que veía la Edad de Piedra entre los indígenas de Australia o de Papúa, y la exigencia de abandonar a las civilizaciones “escalonadas en el tiempo” para pensarlas “desplegadas en el espacio”. Es imposible que esta sugerencia de la an- tropología estructuralista no nos interpele. Sobre todo si pensamos que muy poco tiempo después, tan sólo en la década siguiente, en México se inauguró el Museo Nacional de Antropología e Historia, en este lugar se hace visible una forma de estructurar el espacio bastante alejada de

11 Estoy pensando en Foucault y su Arqueología del saber. 12 Véase Arthur C. Danto, Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia. Barcelona, Paidós, 2002. 508 historia y patrimonio: una tensa relación la noción planteada por Lévi-Strauss, y que más bien parece ser el mo- mento culminante del proyecto modernizador de un México que hizo de los indios vivos y muertos, objetos de museo. En ello, contra ello, la antropología mexicana de los setentas trabajó con mucha intensidad, para desmontar el discurso estatal en torno al indígena.13 Indiscutiblemente esta revisión es producto del impacto en nuestro país que tanto el pensamiento estructuralista como los retornos a Marx, Freud y Kant. Y más aún de un movimiento de la sociedad muchas veces inadvertido que Hartog precisa claramente:

La sociedad de consumo se extendía, [señala Hartog] al igual que la cate- goría del presente, que constituía el blanco privilegiado de esa sociedad y que representaba de cierta manera su razón social [....] No tardaría en llegar el tiempo de la globalización, más imperioso que cualquier otro: es decir, el tiempo de la World Economy, que predica siempre una movilidad creciente y que recurre cada vez más al tiempo real; pero también, de manera simultanea, el tiempo del World Heritage, objeto de numerosas reglamentaciones de la unesco...”.14

Invitando a pensar con él en la Convención de 1972 en torno a “la protección del patrimonio mundial, cultural y natural”, el éxito desmedido en los años ochentas de lo que llama “la oleada de la memoria y de su alter ego, más visible y tangible, el patrimonio”. Y luego, el año de 1989, la polémica en torno al fin de la historia, y el arribo a una década de los noventas impregnada de esta polémica compleja en torno al deber de memoria, los usos de la memoria, la necesidad de olvido, etcétera. Sigamos de nuevo a Hartog para darle punto final a este diagnóstico:

En todo caso “memoria” se ha convertido en el vocablo de mayor alcance, en una categoría metahistórica e incluso teológica por momentos. Se ha querido hacer memoria a partir de cualquier cosa y, en el duelo que opone memoria e historia, se ha otorgado rápidamente ventaja a la primera, que se apoya en ese personaje hoy por hoy central en nuestro espacio público: el testigo.15

13 Los trabajos antes citados de Florescano, Bonfil, GarcíaC anclini, Bartra, Lomnitz, son muestra de esta nueva reflexión que intenta repensar el lugar de lo indígena en lo nacional. 14 Francois Hartog, op. cit., p. 81. 15 Ibid., p. 83. alejandro araujo 509

La historia de los famas y los cronopios, como he querido sugerir, es una muestra de esta nueva situación. Pues no hay historia como tal que englobe a cronopios y famas, sino que somos conscientes de que existen diferentes maneras de organizar los recuerdos. Todo parece indicar que la memoria ha hecho sucumbir a la historia.

El tiempo del historiador y el tiempo del patrimonio: guerra, tregua o diálogo de sordos

Finalmente quisiera preguntar si aún hay cupo para el tiempo del his- toriador, el tiempo que el historiador produce en este presente extenso. Para ello creo necesario rastrear, brevemente, el nacimiento del tiempo del historiador, así como la relación que la historia ha tenido con la memoria. Sigo algunas líneas de reflexión trazadas por Francois Dosse en un libro reciente,16 aclarando que mucho de esta propuesta podría profundizarse si atendemos con cuidado el texto de Ricoeur, La memoria, la historia y el olvido.17 Es bajo una lectura estrictamente placentera de este último y el trabajo más calmado del anterior, y de algunos otros historiadores como Hartog y Michel de Certeau, que ordeno estas ideas con las que quiero cerrar la intervención. La idea surge de esta sensación que ha movido esta intervención y que es mostrada claramente por Ricoeur: “Me quedo perplejo por el inquie- tante espectáculo que dan el exceso de memoria aquí, el exceso del olvido allá, por no hablar de la influencia de las conmemoraciones y de los abusos de memoria —y de olvido—. En este sentido, la idea de una política de la justa memoria es uno de mis temas cívicos más reconocidos”.18 Es esta misma preocupación la que le exige pensar, nos exige pensar, en las funciones o las posibilidades de la historia hoy en su relación con la memoria. Y pensar en esta relación requiere señalar, de entrada, un punto crucial, “la historia se identificó durante largo tiempo con la memoria”.19 Es decir, escribir historia fue quizá, hasta antes de la modernidad, un trabajo de memoria, una forma de recuperar lo que no se debe olvidar con el fin de orientar las acciones de los hombres. Desde eltopos clásico

16 Francoise Dosse, La historia. Conceptos y escrituras, Nueva Visión. Buenos Aires, 2004. 17 Paul Ricoeur, La memoria, la historia y el olvido, Trotta. Barcelona, 2004. 18 Ibid., p. 13. 19 Francois Dosse, op. cit., p. 201. 510 historia y patrimonio: una tensa relación de la historia como magistra vitae,20 la relación entre historia y memoria, fue quizá la de un ensimismamiento, con diferentes modalidades y arti- culaciones, desde luego, que no podría reconstruir acá, pero que sin duda hay que tomar en cuenta. Estructurada en gran parte por la organización de una sociedad que se sostenía a través del fortalecimiento de la tradi- ción, de su conservación, y que requería de diferentes modalidades para transmitirse y reproducirse, la historia era memoria de la sociedad. Sin embargo, el nacimiento de la erudición humanística, el interés por los autores clásicos grecolatinos en pleno siglo xvi y la discusión que ella generó, así como el trabajo de crítica documental, fue alterando esta relación de la sociedad con su pasado. Si bien no surgió lo que lla- maríamos conciencia histórica como tal, apareció cierto reconocimiento de una distancia histórica que hay que lograr superar para enfrentar los textos: la filología y la crítica de fuentes fueron prácticas que anuncian esta nueva noción del paso del tiempo. Poco después, el racionalismo del siglo xvii, la puesta en escena de la duda cartesiana se convierten en un gesto diferente que no podemos desatender. Esta posibilidad de poner ante sí al mundo, de diferenciarse de él, de distanciarse, generado según algunas sugerentes hipótesis por la difusión de la imprenta y por el paso de la oralidad a la escritura, permitieron poner al mundo sobre el papel, objetivándolo.21 Ello hizo posible no sólo la crítica y el conocimiento del mundo natural y social, sino la observación de la forma como lo representamos y lo pensamos. Este cambio resultó decisivo, la memoria ya no sólo se trataba de una conservación de sí misma, desde adentro, impidiendo confrontarse con algo externo a ella. Es decir, si la imagen cristalizada en la conciencia contaba con cierto descrédito en relación con la fidelidad que guardaba con el objeto que había dejado la marca en el espíritu, la idea de algo existente externo a la memoria, la existencia de documentos, se convirtió en esa marca ex- terior que podría hacer visible la acción que había dejado la marca. Los documentos se volvieron aquellos restos que quedaron de algún suceso, huellas de acontecimientos, que no forzosamente había sido incorpo- rado a la memoria social. De esta forma, la famosa demostración de la

20 “La historia, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida...” 21 Véase, sobre todo, Walter Ong, Oralidad y escritura. México, fce, 1999, y David Olson, El mundo sobre el papel. El impacto de la escritura y la lectura en la estructura del conocimiento. Barcelona, Gedisa, 1998. alejandro araujo 511 falsificación en torno a la donación de Constantino fue un hito de esta nueva escritura de la historia, o más bien, de las posibilidades que los documentos ofrecieron a este nuevo sujeto trascendental, racional, que podía ver el pasado directamente, sin mediación. Con ello se abrió la posibilidad de un trabajo sobre el pasado dispues- to a concentrarse en la autenticidad de los documentos, y en revisar la falsificación que la tradición había convertido en verdad. Pero además, hizo posible un trabajo de observación total de la historia, al plasmarla en un solo documento para revisar de frente las reglas y las constantes del movimiento, las leyes del cambio, la lógica del devenir y del desa- rrollo. La idea de la historia universal pudo ser concebida como tal y la escritura fue no sólo una forma de expresarla, sino de encontrarla. El co- lectivo singular del que habla Koselleck permitió juntar en este nuevo concepto la historia como lo ocurrido y lo investigado y escrito. La his- toria se convirtió en objeto y sujeto, es decir, en tema por conocer y en creación de sí misma. Pero además, se convirtió en una sola, en historia de la humanidad hecha y por hacer. De esta forma, hacer historia llevó la marca y la posibilidad de inau- gurar y proyectar, de crear y producir, de modificar plenamente el ritmo y el rumbo de sí misma. La filosofía de la historia fue la expresión más acabada de este nuevo uso del concepto historia. Bajo esta noción del tiempo histórico, de la historia como la totalidad de lo sucedido y de lo pensado en torno a lo sucedido, fue posible inaugurar el pensamiento sobre un futuro abierto y moldeable al mismo tiempo. Lo importante hasta acá no es el rumbo que siguió la filosofía de la historia hasta caer en descrédito de lo que ya hemos hecho mención, sino la inauguración de la práctica del historiador en aquellos años decimo- nónicos. El tema central de la práctica, fue en aquel entonces, restituir a través de la crítica de documentos un pasado que había quedado olvidado. La memoria crecía gracias a la historia y la sociedad imaginaba contar con una memoria más fiel a lo sucedido gracias al detallado trabajo del historiador. Resultan incuestionables las críticas que el siglo xx hiciera a este proce- der decimonónico, a su “ingenua” confianza en la crítica de documentos e incluso a su oculta filosofía de la historia no tematizada y puesta en resguardo por la confianza en los documentos y por la fuerza de realidad que otorgaban a la reconstrucción histórica. Sin embargo, insisto, sin despreciar esta crítica, nos queda aún una herencia antigua que vale la pena volver a poner en discusión: se trata del 512 historia y patrimonio: una tensa relación trabajo del documento, con el documento, y más aún, con la huella que éste representa. En ello es Ricoeur el que impone con mayor fuerza el tema de vuelta; sobre todo con la noción de huella trabajada desde Tiempo y narración, como uno de los conectores centrales entre el tiempo universal y el tiempo vivido,22 entre ese tiempo exterior a la conciencia y el tiempo de la conciencia que parece estar cada vez más atravesado, hoy en día, por el tiempo memoria. Es ahí donde la operación historiográfica comienza su recorrido, donde inicia su proceder, aunque no es la única condi- ción que la hace posible. Por ello, Ricoeur recupera esta noción de operación historiográfica23 tomada de Michel de Certeau, para insistir, con él, que el trabajo del historiador se constituye de tres momentos, de tres prácticas atravesadas todas por la escritura. Del trabajo del archivo al trabajo de explicación/ comprensión, al trabajo de escritura. El historiador fabrica historias, las escribe a través de un oficio que relaciona un lugar social, una serie de procedimientos técnicos y una escritura.24 Michel de Certeau resulta por ello un interesante representante del “entre dos” que sostiene el discurso historiográfico de los últimos 30 años, después de que la memoria, de que el tiempo de la memoria nos impide abandonar sus “lecciones”. En él no hay triunfo de la historia sobre la memoria, pero tampoco hay memoria que no se intente repensar salién- dose de ella. Es decir, no existe un afuera de la historia que nos permita ver mejor, el pasado superado regresa y muerde, se disfraza, se cuela. Sin embargo, su esfuerzo será el de mostrar que el trabajo del historiador consiste en intentar producir esa exterioridad, o, por lo menos, recono- cer un límite a la interpretación. Hacer historia es este trabajo de producir una ausencia, abrir un espacio en el pasado que no se deje dominar y domesticar con una racionalidad contemporánea que pretenda anularla. Se trata de reconocer, tensar e instituir la relación entre el pasado y el presente. “En este aspecto, la historia, aunque no sólo sea esto, es el lugar privilegiado donde la mirada se inquieta”.25

22 Veáse Paul Ricoeur, Tiempo y narración. México, Siglo XXI, 3 vols., sobre todo el capítulo “Entre el tiempo vivido y el tiempo universal: el tiempo histórico”, vol. 3, pp. 783-816. 23 Sobre todo en su libro La memoria, la historia, el olvido, op. cit. 24 Véase Michel de Certeau, La escritura de la historia. México, uia, 1993. 25 Michel de Certeau, D. Julia y J. Revel, “La beauté du mort” en Dosse, op. cit., p. 111. En la traducción al español del texto mencionado por Doose podemos leer “La historia es, en sí misma, aunque no sea más que esto, un lugar privilegiado donde se inquietan alejandro araujo 513

De esta forma, la historia, el tiempo que el historiador inaugura, tiene la tarea que es tan sólo costumbre, de distanciarse, de ejercer un movi- miento. Pero no desde afuera con pretensión de universalidad, no se trata de comprender ni qué es el tiempo, la temporalidad, la verdad, la historia. “El historiador ha aprendido a no reivindicar un punto de vista desde lo alto, desde el cual podría dominarlo todo”.26 Lo que puede, y el trabajo de Hartog es un gran ejemplo, es mirar cómo se construyen diferentes regímenes de historicidad en distintos momentos, en distintos tiempos, gesto que por sí sólo hace posible interrogar al presentismo desde dentro, para abrir un afuera. Y es que como señala, se trata de una pregunta historiadora, pero una pregunta que surge de un presente, el nuestro, que “sufre” de una crisis del tiempo, es decir, que se caracteriza por una distancia cada vez mayor entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas, distancia que parece quebrarse y en donde nada se puede hacer para engendrar y crear el tiempo histórico. “De allí, quizá, la experiencia contemporánea de un presente perpetuo, huidizo y casi inmóvil, que intenta, a pesar de todo, producir por sí mismo su propio tiempo histórico”.27 Es ese intento de engendrar, de abrir porvenir, el que sigue sosteniendo la práctica del historiador. Y es ahí en donde el diálogo entre memoria e historia puede fortale- cerse, sin despreciar en nada la fuerza de la memoria, al reconocer estar conformados por huellas que no podemos superar, la historia puede ayudar a producir cierta distancia para mirar, pero sobre todo puede in- tentar buscar en el pasado no lo que fue antecedente del presente, sino abrir de nuevo aquellas posibilidades clausuradas en el pasado y que hoy siguen reclamando su lugar en el presente.

las perspectivas”, “La belleza del muerto” en La cultura en plural, Nueva Visión. Buenos Aires, 1999, pp. 69-70. 26 Francois Hartog, op. cit., pp. 97-98. 27 Ibid., p. 101.