José Ramón Medina

Publicaciones Embajada de en Chile José Ramón Medina

Una Visión

de la Literatura Venezolana Contemporánea

Publicaciones Embajada de Venezuela en Chile N9 7 Esta edición se terminó de imprimir el 16 de septiembre de 1962, bajo el patrocinio de la Embajada de. Venezuela en Chile, en los Talleres de Prensa Latinoamericana S. A., calle Root 537, Santiago. La edición consta de 1.000 ejemplares, todos ellos sin valor comercial, lo mismo que las demás publicaciones anteriores. PERSONAL DE LA EMBAJADA DE VENEZUELA A LA FECHA DE ESTA PUBLICACION

VICEALMIRANTE WOLFGANG LARRAZABAL UGUETO EMBAJADOR

Señor GILBERTO ANTONIO GOMEZ CONSEJERO

Coronel RAFAEL HERRERA TOVAR AGREGADO MILITAR

Lie. LUIS RODRIGUEZ MALASPINA PRIMER SECRETARIO

Tte. Cnel. ALBERTO MILIANI BALZA AGREGADO MILITAR ADJUNTO

Lie. ANIBAL FELIPE VALERO TERCER SECRETARIO

SanSfcia'go de Chile, 18 de Septiembre de 1962, PUBLICACIONES “EMBAJADA OTRAS PUBLICACIONES DE VENEZUELA EN CHILE” EN PREPARACION

1 Varios Autores: Miguel Luis Amunátegui: FOLKLORE VENEZOLANO VIDA DE DON ANDRES BELLO Reedición, (1962)

2 : Luis Rodríguez Malaspina: LA POESIA EN VENEZUELA SINOPSIS DE VENEZUELA * (1962) J. L. Salcedo-Bastardo: 3 VISION Vicente Salías y Juan Landaeta: Y REVISION DE BOLIVAR HIMNO NACIONAL DE VENEZUELA * (Arreglo para piano y canto o piano solo, partitura de Banda y Letra). Eduardo Blanco: 4 VENEZUELA HEROICA Simón Bolívar: * ULTIMA PROCLAMA Varios Autores: 5 LOS MEJORES Arturo Uslar Pietri: CUENTOS VENEZOLANOS LA NOVELA EN VENEZUELA * 6 Varios Autores: Arturo Uslar Pietri: HOMENAJE AL POETA LAS MEJORES PAGINAS DE ANDRES ELOY BLANCO SIMON BOLIVAR (Antología) 7 José Ramón Medina * UNA VISION DE LA LITERATURA VENEZOLANA Andrés Eloy Blanco: CONTEMPORANEA. SUS MEJORES POEMAS 7

I.— LOS ANTECEDENTES

El período colonial venezolano, a pesar de sus bien largos tres siglos de existencia, muy poco material ofrece para la investigación literaria. Na­ da hay allí que ofrezca la posibilidad de hacer balance de las Relieve letras venezolanas de ese tiempo. La época no estaba prepa- colonial rada, ciertamente, para el cultivo calificado de la literatura. Los ingenios escaseaban; y los géneros de la creación, propia­ mente dichos, no tenían atractivo suficiente como para satisfacer el inte­ rés de aquella gente empeñada en menesteres más urgentes. En su defecto, la historia y la geografía representan temas que prosperan visiblemente, y sobre ellos se escribieron algunos libros que constituyen variada inter­ pretación de la realidad social, política económica e histórica de la Vene­ zuela colonial. Sin embargo, las coordenadas del proceso histórico de las letras nacionales requieren, aunque sea someramente, precisar el señala­ miento de aquellos lejanos orígenes. Podría afirmarse que un nombre, el del historiador José Oviedo y Baños, destaca con suficiente claridad en el firmamento literario de la Colonia. Pero antes que Oviedo y Baños, se hi­ ciera presente con su magnífica obra histórica, hubo algunos personajes de inquietante indagación, que si bien no dejaron pulida obra literaria, si aportaron testimonios de irrecusable validez que muy bien podrían servir para intentar el balance sociológico de la época, como aquel poeta y cro­ nista Juan de Castellanos que en castigadas octavas reales relata la con­ quista y colonización del oriente venezolano, recogiendo admirables cuadros del mundo natural y de la historia del país; o aquel otro Joseph de Cisneros, tan bien plantado sobre el mapa nacional, comerciante y viajero a lo largo de las extendidas tierras por poblar que se extienden entre el mar y la selva, que con ojos gozosos describe y anota hechos y características —geográficos, económicos y sociales— de villas y pueblos de la Provincia de . Si no es, en realidad una literatura muy pura, en el exacto sentido de la palabra, esos testimonios escritos contribuyen, sin embargo, a plasmar la fisonomía de la realidad y de las condiciones históricas de lo que andando el tiempo iría a servir de fundamento a la sociedad venezolana, que nace como República organizada en el año de 1830. Después de la Colonia —a finales de la misma— un rico período ama­ nece en el horizonte de la historia patria. Es aquél que presente los prepara­ tivos que anteceden al gran suceso de la independencia nacional. Ideólogos y visionarios, iniciados en la fecunda experiencia de la Enciclopedia Fran­ cesa, que pese al cerco oficial penetró saludablemente las fronteras de Amé­ rica, van a realizar una de las más sorprendentes tareas de difusión del pensamiento revolucionario y a preparar las bases para la transformación política que se avecina. Libertadores y constructores de la República, como 8

Francisco de Miranda, Juan Germán Roscio y Simón Bolívar, y antes que ellos hombres de sereno dominio espiritual como Don Miguel José Sanz, se adelantan a formular programas, a debatir ideas, a difundir la doctrina revolucionaria, y a coronar esta prédica con la acción conveniente. Estos propósitos persistirán durante el sangriento largo período de la emanci­ pación, que no dejará tiempo para la tranquila y meditada producción lite­ raria y que quemará en su hoguera implacable a muchos destinos creadores. Pero con todo, una obra queda cumplida, un camino se ha abierto y lo que agostó la guerra servirá de abono para las generaciones venideras.

Simón Bolívar yergue su figura de hombre de pensamiento y de hombre de acción en aquel violento escindirse del bloque colonial español. No sólo es el guerrero iluminado, sino también el ordenador de Precursores las ideas propias para sustentar la realidad de los pue- y maestros blos Que su espada iba creando. La obra escrita del Li­ bertador representa cabalmente la vigorosa expresión de aquella etapa crucial y hermosa de nuestra historia, y dentro de un recuento literario necesariamente ha de hacerse mención de lo que él sig­ nificó también en ese orden de cosas para las letras venezolanas. Otra figura venerable en el campo de la cultura venezolana, origen y centro de lo que ha ido creando el genio de los venezolanos en el transcurso de estos 150 años de vida institucional, desde 1811 hasta nuestros días, es Don Andrés Bello, el venezolano universal, patriarca de las letras america­ nas, legislador, gramático, historiador, poeta y cronista, padre de la patria chilena y mentor de las 20 repúblicas surgidas del parto prodigioso de la revolución americana. La cultura general del país, como la de toda América, pero particularmente la poesía, tienen en Don Andrés Bello el maestro in­ superable, la voz que orienta y estimula, la palabra armoniosa y serena y la revelación de quien busca sobre la propia realidad americana las razo­ nes fundamentales de la creación literaria en su más vasta formulación continental. Ya instalada la República, tras el doloroso proceso de la separación de la Gran Colombia, el país comienza a organizarse en los órdenes fundamen­ tales de su vida institucional. Y es lógico esperar que en el campo lite­ rario se produzcan las primeras revelaciones. Aunque la hqra es más para el debate que para la serena construcción de la obra literaria, algunos nombres se escapan de la demanda peren­ toria que la política impone a los espíritus, y aun en medio de la polémica ardorosa tienen tiempo para incursionar en los fecundos campos de las letras. Tal es el caso, por ejemplo, de un Juan Vicente González, escritor de prosa apasionada, violenta, llena de vitalidad, que comparte sus horas de periodista político de cotidiano combate con la erudita página histórica, o con la palabra luctuosa y poética de las elegías, que ilustran sus céle­ 9 bres “Mesenianas”. O como aquel digno representante de la mejor estirpe clásica de nuestros escritores, por su actividad severa, hija de la fidelidad a principios éticos insobornables, que fue Don Fermín Toro, hombre de acción y de pensamiento, al par, que supo expresar en certera oratoria y en pulida prosa las inquietantes contradicciones de su tiempo, en un país que entonces buscaba el mejor rumbo para su estabilidad política y social, y que anhelaba, asimismo, el trazo certero para asegurar las bases primor­ diales de su incipiente cultura. O también como aquel recogido espíritu de intimidad que fue Don Cecilio Acosta, quien igualmente supo decir su palabra de orden en la angustiada hora, y reclinar su amorosa tentativa lírica en páginas de imperecedera belleza: sociólogo, historiador, polemista y poeta de acusadas características, cuya obra literaria es herencia viva para los venezolanos de las generaciones siguientes. O como aquel, José María Baralt que en reposada prosa de historiador dejó imborrable huella de los sucesos que conmovieron la nación venezolana, desde sus orígenes hasta la época de la emancipación, incursionando, además, por los predios del ensayo, de la narración, de la crónica y aun de la misma poesía. La poesía tampoco estuvo muy distante de estas inquietudes y azares de los primeros tiempos republicanos. Remontando los años que van de 1840 a 1860, hay un primer brote de poesía romántica entre nosotros. de Bello continúa revelándose en el coro de los líridas venezola­ nos de esos años. Y la influencia de particulares poetas españoles es muy señalada por entonces. Sin embargo, cierta acusada manifestación vital del espíritu y de la realidad venezolana es posible percibir en aquellos primeros intentos autóctonos.

Entre el grupo de los poetas románticos de entonces asoman dos nom­ bres que tuvieron en Venezuela y en algunos cuantos países hispanoameri­ canos largo prestigio y aceptación. José Antonio Maltín Los (1804-1874), en su apartamiento de Choroní, pueblecito románticos eclógico y semiescondido entre la lujuriante vegetación tropical, en uno de los más pintorescos sitios de la costa central venezolana, tañerá su lira de intimidad luctuosa y nos dejará uno de los testimonios elegiacos más conmovedores en toda la historia de la poesía nacional al escribir su célebre “Canto Fúnebre”, consagrado a la me­ moria de la señora Luisa Antonia Sosa de Maitín, su joven esposa muerta. Por su parte, Abigaíl Lozano (1821-1868) será la voz altiva de una poesía que ya entonces aspira a confundir sus dones con los ásperos arrebatos de la lírica civil. Aventurero e idealista tomará parte en algunas de aquellas continuas guerras civiles del siglo pasado, y querrá cantar engoladamente temas y motivos que su vocación mestiza pretende elevar a planos de drama colectivo. Del Occidente también llegará una voz romántica sin­ gular, la de José Ramón Yépez (1822-1881), poeta en quien el romanti­ 10 cismo cobra especial modulación hasta el punto de señalar los primeros signos de lo que, un poco más tarde, constituirá la real advertencia del nativismo poético venezolano en la señal inequívoca del gran poeta lla­ nero Francisco Lazo Martí (1869-1909). Para coronar el proceso romántico hará acto de presencia una de las más desgarradas almas de poetas venezolanos del pasado, que en Juan Antonio Pérez Bonalde (1846-1892) encarna, a su vez, uno de los testi­ monios más notables y representativos de la lírica nacional de todos los tiempos. Juan Antonio Pérez Bonalde fue un puente entre el crecido coro del romanticismo venezolano y el anuncio de una poesía nueva que en América haría camino de extraordinaria resonancia. Efectivamente, hoy está fuera de toda duda que la obra poética de Pérez Bonalde constituye visión adelantada de lo que iba a ser el modernismo. Fue un precursor de ese movimiento en América y el primer venezolano, desgraciadamente sin seguidores ni discípulos, que advirtió el admirable campo estético que otros, más afortunados en el tiempo y en la vida, iban a estrenar jubi­ losamente. Dentro de una perspectiva distinta Francisco Lazo Martí, poeta del llano guariqueño, va a dar una contribución también valiosa a la lírica nacional. Con Lazo Martí se hace presente la manifestación de una ten­ dencia de gran arraigo y dilatado cultivo, el nativismo, que recoge no pocos de aquellos elementos sustanciales que una poesía autóctona requiere para ser expresada real y creadoramente, y con la cual al mismo tiempo, remon­ tando el siglo XIX, se estrechan las razones de aquella venerable figura de nuestras letras, Don Andrés Bello, con las inquietudes recientes de los jóvenes poetas finiseculares. El nativismo es una tendencia singular den­ tro de los pocos aciertos y originales aportes que el Siglo pasado tiene para nuestra poesía.

Un poco ya para finalizar el siglo, otro grupo de poetas, entre los cuales Andrés Mata y Gabriel Muñoz, intentarán conciliar los extremos del vencido romanticismo venezolano con los ya sonoros Las nuevas compases de la marcha modernista; mas sin atreverse corrientes a romPer del todo con los lazos que ataban a la poesía venezolana con una tradición romántica que ya no res­ pondía a las inquietudes ni requerimientos del tiempo. Pero antes —y no podía explicarse esa tentativa sin aludir a los con­ tenidos literarios de estos fenómenos— se habían producido en el campo de la prosa, unos cuantos cambios que indicaban, por lo menos, un signo de madurez, tanto ideológica como estética, que muy singulares beneficios aportó en definitiva a nuestras letras. Esas transformaciones nacieron del impacto que produjo en los jóvenes escritores de la época, las enseñanzas universitarias del positivismo, seguidas muy de cerca por el evolucionismo 11 y el lamarckismo. Y su influencia no se concretó a los límites puros de la ciencia, exclusivamente, sino que penetró asimismo en' los campos de la historia, de la sociología, y aún más, en los del relato y la poesía. Fue1, en cierto modo, la llama que prendió en abonado combustible, para seña­ lar el advenimiento del Modernismo en todos los órdenes de la actividad literaria nacional. El cuadro de costumbres y la escena criolla, matizada de gracia e ironía, que había iniciado el cultivo del costumbrismo entre nosotros; o el apego al relato tradicionalista, que era indudable herencia colonial; o los inicios del criollismo que entonces apunta como extraordi­ naria revelación nacional, i unto al desarrollo incipiente del ensayo, todo ello confundido en lo que, con la perspectiva actual, podemos considerar como los naturales antecedentes de la novela —con nombres como los de Daniel Mendoza, Arístides Rojas, Eduardo Blanco, Nicanor Bolet Peraza, Tulio Febres Cordero y otros, así como los que ya tomaban decididamente el camino de la narración propiamente dicha, como Romero García, — va a sufrir la influencia saludable del Positivismo y a servir de base a lo que, transpuesto el siglo, será en definitiva el Modernismo venezolano. Sociólogos e historiadores como José Gil Fortuol, Laureano Vallenilla Lanz, Pedro Manuel Arcaya, Lisandro Alvarado, Luis López Méndez y otros son atraídos y orientados por la indudable tentación del Positivismo, y sus obras afirman los iniciales frutos de tal tendencia científica en Venezuela; pero en plano también singular, penetrará el Positivismo entre las inquie­ tudes artísticas, particularmente literarias, y ya al tenderse la línea divi­ soria entre 1800 y 1900, los ecos del Modernismo darán fe del arraigo al­ canzado por esa manifestación en el ánimo de los nuevos escritores ve­ nezolanos. Manuel Díaz Rodríguez, Rufino Blanco Fombona y Pedro Emi­ lio Coll entre otros, dejarán atrás el límite que separa los dos siglos lle­ vando como señal luminosa aquella que en sus manos había dejado la aventura del Positivismo. El Modernismo será, de tal manera, la tendencia predominante duran­ te los primeros años del siglo XX, tanto en prosa como eh verso; y sólo será a mediados de la segunda década cuando comenzará a ceder frente al ataque de los post-modernistas, que ya mi poco antes habían iniciado la marcha por caminos nuevos, atraídos sobre todo por las inquietudes y necesidades de una expresión realista que ya intentaba cobrar cuerpo como forma de dar salida en el campo de la ficción novelística o de la lírica a las contradicciones de la vida venezolana, con toda su carga de dra­ máticos esfuerzos, en las que se confundían, de una parte, el proceso inci­ piente de la vida nacional, aun en trance de búsqueda y acierto, y la rea­ lidad plena de una naturaleza también en estado de indomable poderío. Esa vocación realista se entroncará a su vez con una fuerte tendencia simbolista nada desdeñable, que servirá para producir un estilo peculiar en el que reaparecen las viejas esencias del criollismo, todavía no supe­ rado, con la apetencia de dar testimonio natural del acontecer en que se 12

va manifestando, torrencial y contradictoriamente, la vida venezolana de esos años. Nuestro máximo novelista contemporáneo, Rómulo Gallegos, y otro vigoroso relatista, que por entonces estrena sus facultades de observador sagaz, José Rafael Pocaterra, así como todo el conjunto de escritores jó­ venes que en torno a Gallegos dan frente a la situación del país en una breve revista, “La Alborada”, como Julio Horacio Rosales, Henrique Sou- blette y Salustio González, están al comienzo en la primera línea de esa acción. Acción que contará a partir de 1918, con un vigoroso grupo com­ batiente, fundamentalmente constituido por poetas. Es la llamada “ge­ neración del 18” que tratará de romper, sin conseguirlo completamente, con los últimos vestigios del Modernismo, alcanzando tan sólo a destruir lo que de perecedero tuvo aquel glorioso movimiento; pero salvando para su propia tarea y experiencia los valores extraordinarios que él mismo aportó en todas partes de América. El año 18, pero que quizás más visiblemente el año 20, constituye una encrucijada instituible para la literatura nacional. No se trata de ad­ judicar por obra y gracia de las circunstancias que condicionaron el que­ hacer de la generación que entonces apunta ios méritos de una trans­ formación evidente en nuestras letras; pero sí de señalar que toda aquella larga maduración de fermentos que venía preparándose desde fines del siglo pasado, que siguió contradiciéndose y afirmándose en los años de las primeras décadas del Siglo XX, iba a desembocar, abrupta y saluda­ blemente, en los límites de esos años. Toda literatura, como forma de una cultura general, es obra de la tradición. Y la tradición no admite saltos ni grietas. Pero hay un momento en que todo confluye para que los ricos elementos de un largo proceso den paso al cambio, a la transformación que venía operándose lentamente, y que llegado el instante propicio, quiebra los viejos moldes y respira nuevos aires y abarca mejores hori­ zontes. Pero sin los antecedentes, visibles o no, de esa transformación no puede explicarse el cambio, ni ia seguridad de los nuevos rumbos. Eso ocurrió precisamente, en Venezuela por esos años del 18 al 20, en que un nuevo grupo literario insurge contra las generaciones anteriores y planta nuevas tierras de conquista. Desde entonces, evidentemente, el proceso histórico de la literatura venezolana señala otros caminos. Caminos en que se confunde armoniosamente el sentido vital de la realidad nacional con la necesidad de adscribirse, espirituaimente, a los dictados universales de las nuevas corrientes estéticas que dominan el panorama contempo­ ráneo de la literatura en el mundo. 13

Cuarenta años nos separan de aquella experiencia singular de nues­ tras letras. Y podemos afirmar, con seguridad, que dentro de la perspec­ tiva que ofrece el transcurso de ese tiempo, la obra Una literatura de los escritores venezolanos, cumplida en distinto nacional orden y experiencia, ofrece un indudable tono de unidad creadora. Queremos expresar, de tal mane­ ra, que tanto la narrativa (cuento y novela) como el ensayo y la poesía escritos en ese amplio lapso, obedecen tanto histórica como estéticamente a los dictados de la más rigurosa expresión contemporánea. Intentamos decir, de tal manera, que entre el lector de nuestros días y esas obras existe una correspondencia cierta y perceptible, natural y espontánea, que es visible tanto en la afinidad que muestra el gusto como la sensibi­ lidad misma que no se siente defraudada, sino antes por el contrario ex­ presada y comprendida, en los reflejos del lenguaje, en el tratamiento de los temas o en 1a. certera claridad que fluye en la cercanía espiritual que de tales obras del ingenio venezolano se desprende. Aquella iniciación modernista con que se proyecta el Siglo XIX en nuestras letras, la reacción de los post-modernistas —poetas, narradores y ensayistas—, las tentativas que personifican la llamada generación del 18 y todo el conjunto de tendencias, generaciones y promociones que se suceden hasta el presente, constituyen el cuadro abigarrado, complejo, rico y fecundo de la literatura contemporánea de Venezuela. Dentro de ella pretendemos tender unas líneas en perspectiva que nos permitan fijar los contenidos, valores y postulados, también his­ tóricos y estéticos, de algunos de los géneros más característicamente cultivados por los escritores venezolanos del presente siglo. La novela, el cuento, el ensayo, la poesía han alcanzado en nuestro tiempo venezolano indiscutiblemente personería. El cultivo de estos géne­ ros cuenta con nombres que han traspasado las fronteras patrias en di­ mensión que les permite hombrearse con las más destacadas figuras de las letras continentales. La literatura venezolana ha cobrado mayoría de edad; y nunca como ahora se ha hecho sentir la madurez de sus singu­ lares y diversas manifestaciones. Si en la novela hemos mantenido desde hace largo tiempo magisterio evidente, los últimos años reclaman aten­ ción igual, o quizás mayor, para el cuento y la poesía. Los nuevos poetas y los nuevos cuentistas del país, sobre todo durante los últimos veinte años transcurridos, asumen nítida y relevante calificación a través de una producción verdaderamente sorprendente, a punto de ser considerado que nunca como hasta ahora ni en sus mejores tiempos del pasado, había con­ tado la literatura venezolana con tan prestigiosas figuras, ni con un con­ junto tan definido en obras de auténtica validez creadora. Con igual satisfacción hay que apuntar hacia otras manifestaciones, como el ensayo crecido en ambición, en universalidad y en capacidad de juicio, y el mis­ 14

mo ejercicio periodístico que hoy por hoy constituye un género en el que destacan individualidades de gran prestancia nacional. Un signo, por lo demás, que no debe pasar inadvertido lo constituye el hecho de que el cultivo de la literatura ha dejado de ser campo de aventura e improvisación de ingenios más o menos bien dotados, pero sin disciplina, para convertirse en ejercicio de oficio y profe­ sión de exigente cumplimiento. El escritor contemporáneo de mi país, impulsado quiera que no, por el cambio experimentado en los ór­ denes de la producción y de la tecnología que ha invadido nuestra tierra desde hace algún tiempo, particularmente con la explotación petrolera de nuestros suelos, ha dejado de ser un improvisado. Y ha sentido la necesidad de prepararse conveniente y disciplinadamente para cumplir su cometido, frente a la demanda impostergable que los nuevos tiempos imponen. Y así dentro de la gama diversa de los profe­ sionales que acuden a nuestras universidades a buscar formación, conoci­ miento y técnica para el ejercicio de sus funciones sociales, van también hoy en día los escritores a pulir sus condiciones y a precisar el rumbo de sus vocaciones. No es un azar que en nuestros dü»s hayan proliferado en las universidades nacionales las facultades y escuelas de humanidades. son el reflejo nítido de una nueva circunstancia venezolana que im­ pele al intelectual a hacer su pasantía universitaria entre los rigores y disciplinas del aprendizaje de sus artes y letras, su filosofía y su perio- riodismo, su educación y su historia. Una nueva realidad impone un nuevo aprendizaje; las jóvenes generaciones se incorporan con decisión al reto que la época les ha planteado. ¡Por otra parte, la solicitud de conocimiento y experiencia ha llevado a muchos en peregrinaje provechoso a centros de afinada cultura, principalmente europeos. Y las universidades ale­ manas, francesas, inglesas, italianas o peninsulares han visto desfilar por sus aulas rostros de jóvenes venezolanos, ansiosos de incorporarse al rit­ mo de la cultura universal de nuestro tiempo. 15

II.— TRAYECTORIA DE LA POESIA VENEZOLANA

Al iniciar el repaso histórico de la poesía venezolana surge en primer plano la figura ejemplar de Don Andrés Bello (1781-1865). El representa con seguridad indiscutible un punto de partida cierto. Bello y el Su dilatada influencia, además, tiene jerarquía ame- romanticismo ricana bien ganada. Bello, aunque formado en las rigurosas fuentes del neoclasicismo (y por neoclásico se le tiene en la mayoría de manuales y estudios sobre su poesía), fue, en realidad, un virtuoso exponente del mejor romanticismo, si no ro­ mántico de escuela, sí romántico por lo que se refiere a la temática en que fundó la generalidad de su obra y por la naturaleza expresiva de su lenguaje poético, fruto de inspiración limpiamente americana. Su poema más difundido, silva a “La Agricultura de la Zona Tórrida”, así como la mayoría de sus traducciones, entre otras “La Oración por Todos”, origi­ nal de Víctor Hugo, son exponentes singulares del carácter que asume la tendencia creadora de la lírica de ese primer poeta venezolano. Pero el romanticismo venezolano, expresión de lo que para ese tiempo era ya tendencia, se inicia propiamente entre los años que van de 1840 a 1860. Allí destacan dos nombres: José Antonio Maitín (1804-1874) y Abigaíl Lozano (1821-1866). Elegiaco, bucólico, doblado en desgarrada intimidad, el primero crece en singular perspectiva a medida que el tiempo coloca en su sitio los valores de su lírica. Espontáneo, caudaloso, improvisador, espíritu agresivo y bohemio que inicia en nuestra historia poética el linaje de los poetas populares, es el segundo, cuyos versos tuvieron acogedora y simpática resonancia en la gente de su tiempo. En plano de igual estimativa asumen representación románticas fi­ guras como la de nuestro sereno Cecilio Acosta (1818-1881), quien deja muestra insuperable de su arte con “La Casita Blanca”, delicioso cromo de rurales contornos y bien cernido sentimiento poético, y José Ramón Yepes (1822-1881) uno de los precursores del movimiento nativista nacio­ nal, que hallará cabal definición en poetas de finales de Siglo.

El romanticismo persiste con indelebles trazos en la mayoría de las generaciones que se suceden hasta 1900. Y aunque nuevas tendencias se hacen presentes en el concierto de las voces que para Juan Antonio la época estrenan su vocación, siempre estará subsis­ Pérez Bonalde, tente en todos, el transfondo romántico. Así por un precursor ejemplo, romántica será la dimensión creadora de Juan Antonio Pérez Bonalde (1846-1892), uno de los poetas sobresalientes del siglo pasado, a pesar de que en su obra se anun- cia el trazo de las formas, aún no precisas, del modernismo que luego 16 dominará en el continente americano. El gran traductor y poeta román­ tico venezolano —“Congenial de Heine”, lo llamó Juan Fastenraht— llena una de las calificadas etapas de la poesía venezolana de todos los tiempos. Precursor del modernismo se ha considerado a Pérez Bonalde. Es poeta de transición, sin embargo en quien se hacen visibles los más elevados tonos de un depurado romanticismo. En contacto con los auto­ res de relieve de su tiempo, principalmente de habla inglesa y alemana (Poe, Heine, etc.) de quienes fue traductor insigne, es visible en su poe­ sía la huella de sus constantes lecturas. Desterrado durante largo tiempo, conoció diversos, lejanos y extraños países, y añadió a la trágica experiencia de su vida aquel conocimiento directo y esencial que procuran los viajes. Nutrió su sensibilidad en las mejores fuentes del romanticismo alemán y norteamericano. Patético, desgarrado, su poesía, en general, tiene un fuerte acento alegíaco. Así, en su conocido poema “Vuelta a la Patria”, o en su canto a la hija muerta en temprana edad, “Flor”, el paisaje de la tierra, el dolor del desterrado, y la dramática voz de quien buscó en los paraísos artifi­ ciales respuesta a su soledad, cobran caracteres de entrañable revelación poética. Románticos serán asimismo, poetas posteriores, en los que, sin em­ bargo, se percibe un cruce de influencias parnasianas, nativistas y tími­ damente modernistas, como Jacinto Gutiérrez Coll (1845-1901), Miguel Sánchez Pesquera (1851-1920), Gabriel E. Muñoz (1864-1908), Carlos Bor- ges (1867-1932), Andrés Mata (1870-1931) y Udón Pérez (1871-1926).

Coetáneamente con los anteriores, pero con muy seguras perspec­ tivas personales se insinúa la aislada expresión, sin relación visible con aquéllos —y por eso en cierta forma desconocida y poco Presencia valorada en su tiempo—, de Francisco Lazo Martí (1869- del 1909), el primer poeta nuestro que acertó a dar la auténtica nativismo nota de la vida y el mundo venezolanos en la lírica de su tiempo. Con él aparece el nativismo, ese vigoroso movimien­ to nacional que ha de animar, hasta el presente, muy seguras manifes­ taciones creadoras de nuestra poesía. Ciertamente, el nativismo tiene características especiales que lo pre­ sentan como tendencia de particular acento nacional. En primer lugar existe en sus cultivadores —en los del Siglo pasado y aún en los del pre­ sente—, una neta dirección tendiente a elevar a tema principal el paisaje nativo, los sentimientos naturales de la vida y de la realidad campesinas, y a afirmarse en la espontaneidad metafórica del verso, que no vacila en utilizar, generalmente, elementos expresivos del folklore nacional. La naturaleza está presente siempre en los poemas nativistas, y ante ella co­ bran los poetas una especie de postura objetivista, matizada por cierto 17 alarde de característica emoción humana. En tal sentido hay un tono discretamente realista. En sus comienzos tal actitud se equilibra con las formas novedosas del modernismo. Sin embargo, todavía perviven en ella, en lo esencial, valores y rasgos del mejor romanticismo, también. Ya en “La Casita Blanca”, de Cecilio Acosta, pero particularmente en la señalada obra del poeta marabino José Ramón Yépes se encuentran atisbos nativistas. Sin embargo, el poeta nativista por excelencia es el guariqueño Francisco Lazo Martí. Un largo poema suyo “Silva Criolla”, se estima entre los más valiosos de esa apreciable tentativa literaria nacio­ nal. Y en general el resto de su producción confirma las altas cualidades de su poesía. El nativismo se constituyó prácticamente en escuela lite­ raria a partir de Lazo Martí. Autores como Sergio Medina, Pedro M. Buz- nego Martínez, Rafael Carreño Rodríguez y otros, siguieron las huellas trazadas por el poeta guariqueño, entrado ya el Siglo XX. Y otros como Pedro Sotillo, Luis Barrios Cruz, Julio Morales Lara, también modularon su estro nativista, pero con sobresaliente personalidad, en el coro de los poetas cercanos al año 18. Y distintos poetas de la misma generación algo deben al nativismo. Tal el caso del torrencial Andrés Eloy Blanco, o del profundo descubridor de caminos líricos, Jacinto Fombona Pachano. Y otro sin ubicación precisa en grupos, como Cruz Salmerón Acosta, poeta lázaro que permaneció la mayor parte de su vida en provincia, dejando al morir una desgarrada obra acentuadamente romántica. Más reciente­ mente, alzan su voz en igual tono, pero con características muy varia­ das y obedientes, a una distinta modalidad al del gran iniciador, , Ernesto Luis Rodríguez, J. A. Armas Chitty, Miguel R. Utrera, y con cierta independencia, aunque siempre atentos al aliento sustantivo de esa corriente, , Héctor Guillermo Vi­ llalobos, Antonio Spinetti Dini, Manuel Rodríguez Cárdenas.

Hasta Lazo Martí y los poetas anteriormente nombrados (Coll, Sán­ chez Pesquera, Muñoz, Mata, Udón Pérez) llega, propiamente, el Siglo XIX de la lírica venezolana; no sin antes reclamar para la Balance Vigorosa obra en verso de Rufino Blanco, Fombona (1874- finispCiilar 1944)’ un sitio de estimable consideración como auténtico Iimsecuiar representante de la lírica modernista, plenamente revelada ya como tendencia americana según los postulados estéticos adelantados por el gran nicaragüense. Rufino Blanco Fombona, entrado el Siglo XX va a constituirse en abanderado de ese movimiento y reali­ zará obra de acusado relieve, arrastrando en su entusiasmo a no pocos poetas de su tiempo, que es el de la primera década del siglo. Es cuando aparecen, entre otros, dentro de esa órbita de atracción insuperable, Sergio Medina (1882-1923), J u a n . Santaella (1883-1927), Al­ fredo Arvelo Larriva (1883-1934), J. T. Arreaza Calatrava (1885), y Elias Sánchez Rubio (1888-1931). A pesar del neto corte modernista d,e estos 18

poetas, hay en ellos todavía cierto tono romántico no desterrado del todo; o a veces, como es el caso de Sergio Medina, una clara manifestación del nativismo, hábilmente equilibrado con los toques formales del mo­ dernismo. Destacan en el grupo, la voz de Alfredo Arvelo Larriva, adhi­ riendo plenamente a los postulados de ese movimiento, y la maestría de J. T. Arreaza Calatrava, en quien ya se anuncian los rasgos inconformistas que habrán de colocarlo, a la postre, en el grupo de los post-modernistas, conjugando con su gran fuerza expresiva los valores del simbolismo y de una especie de naturalismo venezolano, que va a tener en la novela su realización más singular. Este signo inconformista va a encontrar seguro camino en la reac­ ción que se prepara con los poetas del año 18, cuya presencia abre el sentido más plenamente contemporáneo y universal de la poesía vene­ zolana de nuestro tiempo.

La generación del 18

La poesía venezolana contemporánea tiene, pues, antecedentes muy valiosos a comienzos del Siglo. Obras y autores de variada tónica signifi­ can un provechoso esfuerzo de conjunto que enriquece el El nuevo proceso experimentado por la lírica nacional, particular- proceso mente a partir del año 18. Naturalmente que estas claras perspectivas, no surgen por capricho o azar. Tienen, eviden­ temente, orígenes más lejanos. Si a principios de siglo, y aun más allá de su primera década, se hacen presentes poetas de tan recia y vital ex­ presión como José Tadeo Arreaza Calatrava —cuya obra aún está pidiendo el examen que requiere una obra de primera magnitud—, Alfredo Arvelo Larriva, lenguaje de matizado ingenio de criolla trascendencia, y Rufino Blanco Fombona, intelectual venezolano que hizo profesión de fe literaria al par que animado cuadro de la propia vida, con rasgos de aventura y de creación, no es menos cierto que esas manifestaciones responden a un lazo espiritual que hunde sus raíces en el propio Siglo XIX. Yo he venido afirmando con terca insistencia que nuestra poesía nacional se basa, en tal sentido, en una cierta y verificable calidad de animada tradición. Si el fenómeno literario venezolano acusa rasgos de novedad a co­ mienzos del presente Siglo, cuando aparecen claramente en nuestra lírica los elementos formales y expresivos, la temática y el lenguaje, la euforia plástica y sensual del modernismo que para entonces tenía en América su maestro glorioso en el nicaragüense Rubén Darío; e igualmente se adelanta el cultivo de una poesía inspirada en fuentes cercanas al mismo modernismo, como el simbolismo francés, con clara evidencia en la obra de los tres poetas precedentemente mencionados, ya a fines de la pasada centuria es posible descubrir los signos que, dentro del carácter propio 19 de los venezolanos, precisan con efectiva dialéctica los ineludibles oríge­ nes de ese proceso que se abre a los aires universales con tan calificados exponentes. Indudablemente, José Tadeo Arreaza Calatrava, Alfredo Arvelo La- rriva y Rufino Blanco Fombona trajeron soplos de renovación a la lírica nacional. En ellos culmina ese proceso que es aventura y riesgo de nues­ tros poetas finiseculares. Pero cumplida la etapa de esta lírica que llega a cubrir casi por entero las dos primeras décadas del presente siglo, era necesario pasar la consigna y que una nueva inyección de sangre joven restituyera la vitalidad perdida sobre los restos de una hazaña que ya comenzaba a sufrir el deterioro del tiempo, y su falta de acomodación a la nueva sensibilidad. Esta tarea va a corresponder al grupo que insurge, justamente, en las lindes del año 20, y que entre nosotros se ha dado en llamar la “generación del 18”. En cierta forma, la generación del 18 se manifiesta, consciente y decididamente, contra sus predecesores, por lo menos en lo que pudo ser desviación, cansancio o repetición nada crea­ dora de los epígonos.

Se hace evidente entonces un modo de insurgencia contra la adhe­ sión fanática al cultivo de las formas, en que tan celoso se mostró siem­ pre el modernismo americano. Era la ineludible dis- La insurgencia crepancia que se establece en el lógico proceso de las y SU carácter luchas entre las generaciones. Si desdeñosos en cuanto al ciego y obediente uso formal, los poetas del 18 van a demostrar que lo fundamental para ellos descansa en el problema de lo que la poesía debe decir, y cómo lo debe decir. Cierto apego a la realidad nacional, y una insuperable adhesión a los principios generales de la poesía universal van a dominar las In­ quietudes de este grupo literario venezolano. Del discurso generalmente académico de las formas, se pasó, radical y decisivamente, a la cuestión del fondo, de la materia poética, como esencial manifestación del acto creador. Sin embargo, todo eso, no constituía propiamente novedad. Ya estaba en los principios modernistas agitados por los poetas de coñiien- zos de siglo, quienes a pesar del celoso espíritu que mostraron por la expresión antes que nada, no descuidaron jamás la referencia, concreta y objetiva, a la realidad venezolana. Y mucho antes, según heñios visto, se deja percibir en las tentativas particulares de algunos poetas del nativismo —Francisco Lazo Martí entre ellos— o de otros del propio ro­ manticismo, como el mismo Pérez Bonalde. ¡ Evidentemente, hubo una cierta inclinación a tomar aliento crea­ dor en las escuelas o tendencias literarias europeas de la época; pero esta influencia nunca tuvo resonancia específica. Fueron atisbos tardíos, casi siempre, y las afinidades electivas no cumplieron apreciable labor en el grupo poético. Sin embargo, algunos poetas españoles como Antonio Ma­ 20 chado, Juan Ramón Jiménez, y entré los más nuevos, Federico García Larca y Rafael Alberti, fueron autores consultados en los años en que hace irrupción el grupo vanguardista (años 28 y 30), con lo cual establé­ cese entre la generación del 18 y las nuevas promociones, si no identidad en los propósitos, simpatía en la búsqueda y en la tónica expresiva que tiende hacia la universalidad del mensaje lírico. Esta insurgencia de los “nuevos” tuvo una consigna fundamental: huir de toda retórica artepurista y concentrar el esfuerzo en una como especie de retorno a las preocupaciones fundamentales del hombre: huir de todo signo de evasión y hacer de la vida, de la realidad, de todo lo qué atañe al quehacer humano el centro de la creación poética. Lo que evidentemente significaba una reacción sensible contra la desnaturali­ zación o artepurismo de escuela en que habían caído los seguidores de Rubén Darío.

El núcleo principal de la generación estaba constituido por poetas. Era, en realidad, una generación lírica. Pero, poco a poco, por fuerza y obra de una cierta simpatía aglutinadora, al grupo Una generación inicial se agregaron, unos al comienzo, otros un po- lírica co m^s tarde, tanto en Caracas como en la Provin­ cia, varios intelectuales de diversa actividad, como cuentistas, ensayistas y periodistas y también poetas; entre los cuales Gonzalo Carnevali y Julio Morales, poetas, Mariano Picón Salas, joven ensayista para la época, Blas Millán y Vicente Fuentes, cuentistas, y Leoncio Martínez y,Raúl Carrasquel y Valverde, periodistas y animado­ res extraordinarios de las tareas que entonces se promovieron en la capital. En la generación del 18 pueden colocarse en lo que respecta a la creación poética, los siguientes nombres: Eduardo Arroyo Lameda, Cruz Salmerón Acosta, Juan España, Jorge Schmicke, Guillermo Austria, Pe­ dro Rivera, Jesús Enrique Lossada, Roberto Montesinos, Andrés Eloy Blan­ co, Luis Enrique Mármol, Enrique Planchart, , Félix Armando Núñez, Jacinto Fombona Pachano, Angel Miguel Queremel, En­ riqueta Arvelo Larriva, Gonzalo Carnevali, Luis Barrios Cruz, Pedro So­ tillo, Julio Morales Lara, Héctor Cuenca, Rafael Yépez Trujillo, Luis Yé- pez, Humberto Tejera, Clara Vivas Briceño. De ese variado conjunto sobresalen Fernando Paz Castillo, Andrés Eloy Blanco, Luis Enrique Mármol, Jacinto Fombona Pachano, Enrique Planchart, Pedro Sotillo, Rodolfo Moleiro, que forman el núcleo principal, especie de ductores de la generación; y otros que, desde la Provincia y más tarde en la misma Caracas, se suman a ese núcleo original, como fueron, entre otros, Luis Barrios Cruz, autor de “Respuesta a las Piedras”, y Enriqueta Arvelo Larriva, Roberto Montesinos y Gonzalo Carnevali. Mu­ chos de ellos viven aún, dando pruebas de vigor extraordinario en su producción poética. Algunos han muerto: tempranamente Mármol, recien­ 21

temente Fombona Pachano, Enrique Planchart y Andrés Eloy Blanco. Hemos dicho que aún los vientos del modernismo soplaban con algu­ na violencia. Pero bien pronto las nuevas orientaciones y tentativas en­ contraron eco en la inquietud literaria. Las miradas de los jóvenes ten­ diéronse hacia otros ámbitos y latitudes: hacia el llamado alentador de la tradición española y hacia la compleja formulación de la poesía fran­ cesa que alcanzaba a América, Fue entonces, precisamente, cuando la generación del 18 definió con exactitud su ámbito y sus proyecciones. Mientras Enrique Planchart daba a las prensas sus “Primeros Poe­ mas”, que asombraron por su limpia riqueza lírica y por la pureza esen­ cial de su lenguaje; Paz Castillo, pacientemente, levantaba la estructura armoniosa de su libro “La Voz de los Cuatro Vientos”, un apretado men­ saje de nostalgia y desdibujada lejanía, apoyada en el fuego callado de la intimidad y dentro de una tónica estética de finas y purísimas claridades, que iba a publicar en 1930. A su lado, Andrés Eloy Blanco, siempre caudaloso, ensayaba las brillantes y sonoras imágenes de un modernismo venezolanizado, que se disputaba así la viva tradición rube- niana con la trémula y palpitante apetencia de lo típicamente nacional (aun con su carga folklórica y su tendencia hacia los ritmos populares: la copla, la décima y el romance), actitud que lo habría de llevar a en­ carar la figura del poeta popular de fibra humana a flor de piel y de elocuente versificador de fácil y espontáneo numen. También Luis Enrique Mármol, el joven enlutado, con el tremendo signo de la angustia palpitando en sus versos, consumió un esfuerzo par­ ticular en el grupo: su voz profunda, desgarrada, desconsolada, trajo los primeros tintes filosóficos a la poesía venezolana. Por allí, asimismo, junto a la ya definida actuación de los nombra­ dos, iban los más jóvenes, o los incorporados posteriormente. Jacinto Fom­ bona Pachano, ensayaba la gracia de su verso primerizo, con acento ín­ timo, cuando no folklórico: Rodolfo Moleiro, comenzaba a integrar el re­ dondo y esbelto misterio de su palabra. Barrios Cruz y Pedro Sotillo re­ mozaban, con personales instancias, la expresión nativista de la poesía, dándole aliento, gracia y claridad insospechados. Héctor Cuenca traía de su Maracaibo natal, el fuego recóndito de la intimidad y ün cierto dejo meditativo en el fluir del verso. Gonzalo Carnevali ensayaba un expansivo, casi torrencial testimonio de vehemencia lírica, con ligeros dejos románticos; y Julio Morales Lara, alimentaba las ricas notas de su estilizado nativismo que iba a encontrar más tarde en la pasión del van­ guardismo su exacta correspondencia. $ $

Hay dos poetas por ese entonces, apartados y señeros, impulsados por igual sentimiento de trascender creadoramente, y dueños de una extra­ 22 ordinaria visión poética, que realizan su obra dentro de una muy califi­ cada orientación personal, con indudable sello de originalidad. Ellos son José Antonio Ramos Sucre e Ismael Urdaneta. La revisión a que obliga la perspectiva del tiempo transcurrido no sólo sirve para ubicarlos teórica y estéticamente, amén de las circunstancias cronológicas evidentes, den­ tro de la generación del 18, sino también a considerar sus obras como aportes de indiscutible valor para las letras nacionales. Tres volúmenes condensan toda la producción de José Antonio Ra­ mos Sucre. Obra realizada en prosa lírica de orgánica y trabajada es­ tructura, plena de profunda vibración interior, en donde la imagen y los símbolos resultan el punto de apoyo de la realidad expresiva. Hombre de vastísima cultura, antigua y contemporánea, había estudiado a fondo las literaturas de mayor importancia universal en sus propias fuentes, pues dominaba a perfección además del griego y el latín, el inglés, el francés, el italiano, el portugués, el alemán, el danés, el sueco y el holan­ dés. Todo el cúmulo de sus conocimientos forman el denso material de su poesía, expresada con el instrumento que conformó ese notable estilo lírico en que nos da el poema cual fruto trabajado como si fuera una joya de arte. Tenía el don de la síntesis y el afán de la perfección lingüística. Esas fueron las características formales de su poesía, junto a la reve­ lación de aquel mundo de extrañas resonancias, que se nos aparece como intemporal, fantástico, imposible de ubicar en el espacio, evadido de la realidad cotidiana hacia una realidad más profunda y personal, empa­ rentada visiblemente con sus vastas y variadas lecturas de todo género. Mundo que tan bien se acomodaba a su espíritu de solitario, de retraído, de inconforme en intimidad perpetua. Poesía simbólica en general, her­ mética, Ramos Sucre —y ahora viene a reconocerse— fue un maestro de la creación poética en Venezuela. Nació en Cumaná, Estado Sucre, el 9 de junio de 1890. Murió en Ginebra trágicamente el 13 de julio de 1930, víctima de su propia soledad. Injustamente olvidado por quienes hasta ahora se han ocupado di­ versamente de hacer el balance crítico de nuestra poesía, Ismael Urda­ neta reclama en los días que corren consideración especial, por la apre­ ciable calidad de su poesía, por el contenido renovador que en ella se ex­ presa y por la influencia que sus iniciativas tuvieron en el cuadro de las tentativas del período que marca ei tránsito de 1918 a 1928. Sin ninguna duda, Ismael Urdaneta puede ser estimado entre quienes hicieron obra de tipo francamente revolucionario por esos años. Y no estaría desca­ minado el que viera en su labor, que se adelanta briosamente a las auda­ cias vanguardistas posteriores, tarea de significación pareja a la cum­ plida por Antonio Arráiz, con su libro “Aspero”, aparecido en 1924.

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Reafirmación del espíritu nacional y seguridad en el tema, en el asunto, en el objeto de la poesía, fueron como hemos dicho algunos de los propósitos iniciales de los poetas del 18. Había, ciertamente, ambición y coraje en la empresa. La poesía cobraba puesto de avanzada en nues­ tra realidad literaria y adelantaba las tareas necesarias para que otros movimientos, ya en gestación, hicieran su camino y culminaran sus ten­ tativas. Tal como iba a suceder con el vanguardismo, por ejemplo, (que no se circunscribió únicamente al ámbito poético, sino que invadió, vigo­ rosamente el cuento, el ensayo y la novela). Por primera vez entre noso­ tros —y de allí también una de las notas distintivas de ese grupo del 18'— se hizo patente un espíritu de cuerpo, de generación, inclusive con tono de mensaje y de polémica, con credo y doctrina que aglutinaron a los me­ jores espíritus de la época. Lo nuevo que aportaron los poetas del 18 estuvo, justamente, en el sentido de la actualidad y de la universalidad que imprimieron a esos propósitos, a esas búsquedas, a ese entusiasmo creador. Y en haberlo lo­ grado con clara y particular perspectiva. A tal punto fue así, que sus coordenadas se manifiestan indeleblemente desde entonces hasta el pre­ sente. Y las otras tendencias que sustituyeron a la que representa la ¡ge­ neración del 18, o que coexistieron con ella a lo largo de todo un fecundo proceso, particularmente el vanguardismo del año 28, el surrealismo del 36, o la impronta nativista, reviviscencia contemporánea de igual movi­ miento en el siglo pasado, o la misma tendencia de expresión social, no desterraron por completo las líneas fundamentales de aquellas tentativas que rompieron el cerco modernista de nuestra poesía, tomando inspira­ ción —a veces sin proponérselo conscientemente—, en la experiencia conquistada por sus gestores. Podrían —claro está— señalarse límites más lejanos al concepto de contemporaneidad. Pero los tres largos lustros que preceden al año 18, no marcan ningún vigor extraordinario como para acercarlos a la vigencia lírica contemporánea. La mayoría de los poetas que aparecen por ese en­ tonces continúan un fácil remedo de la obra de los que los precedieron, con las excepciones, como tales brillantes, a que nos hemos referido. Así que es exactamente de 1918 de donde arranca la fuerza decisiva de la poesía contemporánea de Venezuela. A esa primera generación la sigue, acompañándola en sus tenden­ cias y propósitos —casi sin solución de continuidad—, aquella que aparece por los alrededores de 1928, más significativa, si se quiere, en el plano de la manifestación política de oposición a la dictadura gomecista, —y que tiene nombres de rotunda fuerza lírica, de inspiración épica y telúrica, como Antonio Arráiz—, dando nacimiento a un complejo poético que va a definirse exactamente en 1936, año que señala, al mismo tiempo, la cancelación de la dictadura, y el acrecentamiento de nuevas inquietudes sociales, humanas y literarias. En este último año se hace presente el gru­ 24 po “Viernes”, que si no íue un grupo compacto, homogéneo, de definido programa estético, supo dejarnos, sin embargo, a través de algunos de sus integrantes, un testimonio valioso de actividad poética. Con “Viernes” aparece en nuestra poesía el surrealismo, que, como siempre, vino a ser tardía manifestación de influencia desplazada, pues ya habían trans­ currido más de 15 años desde que se hiciera presente en Europa el céle­ bre manifiesto surrealista (15 de octubre de 1924). Después del 36 se abre en Venezuela una etapa verdaderamente inte­ resante que apunta hacia 1940 y años siguientes y que aún no ha ter­ minado. Los veinte años que van del 40 al 60, particularmente han visto definirse tres promociones que cuentan entre lo más vigoroso de nuestra lírica, en todos los tiempos. Con eilas alcanza la poesía venezolana cla­ ridad de destino promisor y se ubica con plena jerarquía en el plano no­ vísimo de la lírica moderna, en su más variada y compleja amplitud de mensaje. Por la extraordinaria riqueza que los años del 18 a esta parte causan, por la diversidad de tendencias nuevas que en su transcurso aparecen y se afirman, por el fervor y la responsabilidad con que los poetas enfren­ tan la actividad de la creación y per el vasto conjunto de los nombres que en él se insinúan, este período sirve a representar con toda ampli­ tud y limpieza la poesía contemporánea nacional. Esos cuarenta años valen por todo lo que va de siglo. 25

III.— VANGUARDIA Y SURREALISMO

Después del año 18 y como consecuencia del impacto que sacudió al mundo en su sensibilidad con el cruento acontecimiento de la primera guerra mundial, se hicieron presentes en Venezuela las Introducción experiencias literarias del vanguardismo y del surrealis­ mo. Con algún retraso llegaron los ecos e influencias de esas escuelas a nuestro suelo; pero en todo caso significaron a su hora, momentos de transformación en el proceso histórico de la literatura na­ cional. La vanguardia hizo irrupción entre el 20 y el 30. Su afirmación, arbitraria e iconoclasta, se logra, sin embargo, en plenitud y entusias­ mo con la generación del 28, en el campo de la poesía y de la narrativa conjuntamente. El surrealismo es realización posterior y correspondió a los miembros del “Grupo Viernes’’ hacer la polémica viva que constituyó del 36 en adelante la insurgencla de ese movimiento entre nosotros. El vanguardismo tiene un precedente lejano en nuestra literatura en verso con la visita y permanencia en Caracas de un poeta mexicano, Juan José Tablada, quien inició entre algunos el gusto por la nueva esté­ tica. El vanguardismo quiere que la literatura tenga que hacer también con la realidad política y social. No es lejano por eso, el entronque que existe entre vanguardismo y poesía social, que, en cierta manera, fue una de las tendencias en que se volcó la apasionada intención creadora de los nuevos. Vanguardia y surrealismo —separados en el tiempo por un breve pe­ ríodo que en realidad no sirve para fijar límites cronológicos precisos- van a representar, en cierto modo, la rebelión de ¡as nuevas generacio­ nes frente a la herencia literaria de los predecesores. Ambas, aunque no se lo propusieran, unen en un mismo fin que se asemeja bastante en uno u otro caso, las actitudes, los propósitos, objetivos y realizaciones. Poetas de la “vanguardia” son: Antonio Arráiz, quien ya en 1924 ha­ bía publicado un libro que sirvió de heraldo de las nueyas tendencias —“Aspero”—, Pablo Rojas Guardia, Luís Castro, Luis Fernando Alvarez, , Manuel Felipe Rugeles, Alberto Arvelo Torrealba, José Ramón Heredia, Luis Beltrán Guerrero, Mianuel Rodríguez Cárdenas y Carlos Augusto León. Dentro de la heterogeneidad que la caracteriza en el campo de la poesía nacional, la vanguardia es un brote literario que debe medirse con cierto carácter de influencia desplazada. Mas, cuando penetra en Venezue­ la lo hace con la fuerza de la torrentera, arrastrando tras de sí no pocas voluntades y barriendo del escenario de las letras nacionales los restos incoloros de ciertos afanes y escuelas literarias desde hacía tiempo pe­ 26

riclitados en Europa, que subsistían aún entre nosotros pese al aliento renovador de la generación del 18. Ya algunos poetas anteriores —Andrés Eloy Blanco, Fernando Paz Castillo, Jacinto Fombona Pachano—, ,se habían asomado a las revelado­ ras fuentes de la nueva modalidad expresiva. Pero si la vanguardia apunta tímidamente en algunos representantes de la generación del 18, y se manifiesta ya con alguna precisión en el pe­ ríodo intermedio que lleva al año 28 (por ejemplo con la obra poética de Antonio Arráiz), va a tener su pleno sentido renovador a partir de esa última fecha. Todavía está vigente la obra y la enseñanza de escritores consagrados en el pasado reciente, mientras otros, en edad que ha trans­ pasado los límites de la juventud, buscan afirmarse o sobresalir. Un poeta venido de España con un extraño libro “Trapecio de las Imá­ genes”, Angel Miguel Queremel, deslumbra a los jóvenes poetas con el reino multicolor de la metáfora, al uso de lo que por entonces era común patrimonio de los poetas peninsulares que habían sido deslumbrados tam ­ bién, a su tiempo, por el creacionismo, como Gerardo Diego, Jorge Gui- llén, Rafael Alberti, Federico García Lorca. La metáfora se convirtió en un monstruo adorable y sugestivo; y la liberación de la rima, la puerta abierta para la más extraña revelación de la fantasía y la imaginación; y el uso y abuso de la imagen descoyuntada impuesta a la lógica expresiva, la abolición y destierro de los signos de puntuación y reglas gramaticales que estorbaban la necesidad de forjar nerviosamente los cuadros o men­ sajes poéticos llenos de urgencia, proclaman el destino revolucionario de la nueva actitud. Pero esto fue el comienzo de lo que unos pocos años más tarde iba a completar la insurgencia surrealista del “Grupo Viernes”. Claro está que no es sólo la poesía la que sigue el camino de la reno­ vación y la rebeldía. También el cuento, la novela, el ensayo, la pintura, el periodismo. Una oleada vivificadora penetra y conmueve a través de las obras de los escritores rusos, novelistas principalmente, que entonces, ávidamente, son leídos y estudiados, y aun imitados. Una revista, “Válvula”, de la que circuló un solo número, apunta seria­ mente como doctrina y actitud de los nuevos. Ya Guillermo de Torre puso en sólidos antecedentes a quienes leyeron su magnífico ensayo sobre las literaturas de vanguardia. Y la vanguardia es ya un camino de poderosa resonancia por donde marchan entusiasmados y como ebrios de la nueva gloria los jóvenes escritores de mi país. Al igual que “Válvula”, otras dos revistas —,“E1 Ingenioso Hidalgo”, “La Gaceta de América”— señalan positivamente la insurgencia del movimiento. Pero será definitivamente “Elite”, de su primera etapa, el órgano más representativo del movimiento vanguardista. En ella se iniciaron o colaboraron poetas, novelistas, cuentistas y ensayistas de sólido prestigio actual, durante el período comprendido entre 1928 y 1935, aproximada­ 27 mente. Juan de Guruceaga, editor, y Raúl Carrasquel y Valverde, anima­ dor imponderable, son los motores de esa empresa literaria. Por aquella revista pasan, entre otros, Arturo Uslar Pietri, Carlos Eduardo Frías, Mi­ guel Otero Silva, , Luis Castro, Pablo Rojas Guardia, Nelson Himiob, Miguel Acosta Saignes, José Salazar Domínguez, Luis Al- varez Marcano, Juan Oropeza, Elias Toro, Inocente Palacios, Joaquín Ga- baldón Márquez, Augusto Márquez Cañizales, Israel Peña, Arturo Croce, Julián Padrón y Carlos Augusto León. Todo un cuadro representativo de la literatura venezolana contemporánea. Pero las generaciones anteriores también estuvieron presentes en “Elite”. Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, José Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo, Pedro Sotillo, Jacinto Fombona Pachano, Antonio Arráiz, figuran entre sus colabora­ dores más consecuentes. Otros más recientes que los del 28, o apartados de grupos o tendencias, también hacen acto de presencia en las páginas de “Elite”, como Valmore Rodríguez, José Miguel Ferrer, Luis Fernando Alvarez, Héctor Guillermo Villalobos, Manuel Rodríguez Cárdenas, Hum­ berto Cuenca, Gonzalo Patrizzi, Otto de Sola, Arturo Briceño, José Fab- biani, Ruiz, Raúl Valera, Luis Beltrán Guerrero. Se hacen sentir también en el coro masculino ciertas voces femeni­ nas de indudable calidad. Luisa del Valle Silva está entre las primeras; y entre otras, Pálmenos Yarza, Lucila Palacios y Enriqueta Arvelo Larriva, cultivadoras unas de la poesía, otras, de la novela o el cuento. A Anto­ nia Palacios se la señala asimismo, por ese tiempo, aunque para enton­ ces no ha escrito todavía las páginas de recuerdos, la novela o el cuento que habrán de darle su significación literaria. Igualmente Ada Pérez Gue­ vara y Trina Larralde inician su labor narrativa, con seguro empuje. ¡Hay ya obra de consistencia que pide audiencia y consideración. Ar­ turo Uslar Pietri se ha manifestado como cuentista de garra. Su libro “Ba­ rrabás y otros relatos” consagra la revelación. Y “Las Lanzas Coloradas”, que envía desde París, señalará un poco más tarde su clara y firme je­ rarquía novelística. Carlos Eduardo Frías y Nelson Himiob siguen sus pasos con “Canícula”, y “Giros de mi Hélice”, que aparecen en un solo tomo. De los poetas, algunos, aparte de publicar en las páginas de las revistas o del periódico, comienzan a ordenar su obra en libros. Julio Morales Lara, de acento nativista, pero con estilo vanguardista, ha dado a la prensa su libro “¡Savia”. Otro libro de cuentos, “Santelmo”, de José Salazar Domínguez, indica con nitidez la mayoría de narradores que predomina en la generación. Luis Castro agoniza en un viejo hospital de Los Teques, pero dejará un conjunto de versos, publicados algunos, inéditos los más, que sus amigos recogerán en volumen después de su muerte con el título de “Garúa”, para señalar la pérdida irreparable de su anunciada claridad poética, humana -y sentimental. El libro “Poemas Sonámbulos”, de pablo Rojas Guardia inaugura una actitud, y un estilo de fuerza poética indu­ dable. Guillermo Meneses, con “La Balandra Isabel llegó esta tarde”, “Ca­ 28 mino de Negros” y “Campeones” anuncia su recia personalidad en el campo de la narrativa venezolana. Ramón Díaz Sánchez, aparece con sus primeros ensayos, y luego pu­ blica su novela “Mene”, fresco apasionado de la viril etapa de la explo­ tación petrolera en el país por tierras de Occidente. Y Julián Padrón da a conocer su novela “La Guaricha”, hermosa y sorprendente en su cali­ dad de querencia rural venezolana. En el campo del ensayo resalta la figura de Jesús Semprún, desde su cátedra crítica ejercida a través de las columnas del periódico. Pero están igualmente Julio Planchart, Rafael Angarita Arvelo; y en el campo de la investigación histórica o sociológica, Mario Briceño Iragorry, y José Núcete Sardi. Entre los nuevos asoman los nombres de Julio Ramos y otros que se inclinan por el cultivo del ensayo o del cuento; y en ensayo y poesía, porque ambos ejercicios les son comunes, Eduardo Arroyo Lameda, Pedro Sotillo, Fernando Paz Castillo. En el campo de la novela o del cuento Rómulo Gallegos capitaliza el entusiasmo y la devoción de muchos de los nuevos, aunque no deja de haber quien ponga reparo inconsistente a su labor. Poco o nada se habla de Manuel Díaz Rodríguez, cuya revaloración vendrá más tarde. Pero otros como Ramón Hurtado, Leoncio Martínez, , interesan a pesar de la diferencia de tono, lenguaje, intención y estilo de sus obras. Cuentistas nuevos se anuncian con voz propia, como Joaquín González Eiris, Pablo Domínguez y Gabriel Bracho Montiel. En poesía pesa todavía la obra poderosa de algunos representantes del 18. Andrés Eloy Blanco llena una página de triunfo, brillante y anec­ dótica.. Luis Enrique Mármol (muerto el año 27) sobrecoge por la pro­ fundidad y el desgarramiento de sus temas poéticos. Y Jacinto Fombona Pachano, Fernando Paz Castillo, Rodolfo Moleiro, Enrique Planchart, Gonzalo Carnevali, Pedro So tillo, Héctor Cuenca, en Caracas, y otros en el interior, como Luis Barrios Cruz y Jesús Enrique Losada, o Luis Yépez en el exterior afirman el mensaje todavía vivo de las que fueron inquie­ tudes fundamentales del inicio literario de la generación a que pertene­ cen. Antonio Arráiz asume posición de rebeldía y de orgullosa soledad, “ás­ pero” entonces como el título de uno de sus libros de versos que causó tanta expectación. Y en cuya poesía no está lejano el eco —épico y viril— de Walt Whitman. Y un grupo nuevo, más o menos identificable por su tendencia nati- Vista no del todo afin con la vanguardia, aunque con nexos indudables, se hace presente con Alberto Arvelo Torrealba, Luis Barrios Cruz, Héctor Guillermo Villalobos, Antonio Spinetti Dini, Miguel R, Utrera. Se han transpuesto con cierta holgura los límites del 30 y ya comienza a cobrar impulso la tendencia surrealista. Angel Miguel Queremel integrado ya a los afanes del momento literario, va a ser un agitador de inquietudes, pu­ diéndosele considerar, en cierta forma, como un puente necesario entre 29 el vanguardismo y el surrealismo, en cuanto a la expresión nacional se refiere. Hay, en todo caso, un poco antes una búsqueda de la realidad ameri­ cana para acercarla como tema vital a la expresión poética. Lo humano, el hombre y sus problemas, lo social, lo político, interesan y se colocan de pronto en el primer plano de consideración. La rebeldía alcanza al plano literario después de ser fervor callado e impotente en el pecho de los jóvenes, cuando no brote incontenible para el sacrificio de la cárcel o el destierro. Un sentido de violento amor por la realidad americana se hace más visible por este tiempo (año 28 y siguiente) en el campo político. Este carácter ha estado presente con el modernismo, sin embargo. Pero antes de la manifestación de esta corriente literaria también exis­ tió un vasto conjunto de elementos, tendencias, movimientos, corrientes e iniciativas, autores y obras, aue prepararon, durante un largo proceso no siempre afortunado, el campo de la expresión poética americana. Es el signo fehaciente de la tradición, que no puede descartarse impunemen­ te, si se ha de ser objetivo e imparcial en el juicio. Igual sucede en la his­ toria de las letras venezolanas. Desde los restos incoloros del clasicismo o de un romanticismo que nunca acaba de ceder su puesto, hasta el rasgo nativista, nítido y fundamental, el folklore o la épica, el costumbrismo o el tradicionismo, que también volcaron sus poderes e influencias en la na­ rrativa, están presentes en esa materia heterogénea, pero viva, de nues­ tra literatura del siglo pasado, que aún espera ser analizada y valorada en su justo encuadramiento crítico. La expresión —en esencia y potencia— de lo americano es sin embargo, uno de los puntos reveladores de la oleada poética nacional que, en cierta forma, une los elementos creadores de esas dos generacio­ nes que hemos venido analizando hasta ahora. Pasado el apasionado y virulento empuje de los primeros tiempos, remansadas las aguas y aquietados los ánimos, las inquietudes buscan un cauce más seguro para la obra poética. Se definen entonces, claramente tres orientaciones: la de la poesía social, que tuvo en Miguel Otero Silva y Carlos Augusto León y también en Luis Castro y Antonio Arráiz., en cierto plano, sus representantes más eximios; la de la tendencia nati­ vista y folklórica, que contará, principalmente, con la obra de Alberto Arvelo Torrealba, Manuel Felipe Rugeles de su primera época, y Manuel Rodríguez Cárdenas, quienes dejaron testimonio invalorable en libros como “Cantas”, “Glosas al Cancionero”, “Cántaro” y “Tambor”, este último con cierta preferencia por el tema negroide, influjo de las grandes voces an­ tillanas de entonces, como la del puertorriqueño Luis Palés Matos; y una tercera que tiende hacia planos de distinta-expresión estética, incapaz de contenerse en los moldes del nativismo o de la poesía social, y que va a de­ sembocar, en definitiva, en la gran aventura surrealista del “Grupo Vier­ 30 nes”. Son los años 35 o 36. Es un grupo beligerante, duramente atacado, pero que a la postre impone sus consignas y se hace sentir en el medio literario venezolano de su tiempo.

El “Grupo Viernes”, toma, pues, su punto de partida en la gene­ ración del 28, concretamente dentro de las inquietudes y esperanzas que renueva el vanguardismo. Pero es en el año 36, después de El Grupo la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, ocurrida en el Viernes año anterior, cuando toma cuerpo y se instala propiamente como tal ese grupo de poetas. En él aparecen los ya nom­ brados, Rojas Guardia, Alvarez, Heredia y Queremel. Y otros jóvenes como Otto de Sola, , Oscar Rojas Jiménez, Pascual Venegas Filar- do, José Miguel Ferrer y Rafael Olivares Figueroa. También se cuenta entre ellos un crítico de poesía, Fernando Cabrices. Aunque no formaron parte inicialmente del grupo pueden ser asi­ milados al mismo, los nombres de Miguel Ramón Utrera, fino poeta bucó­ lico de San Sebastián de los Reyes (Estado Aragua), quien desde su apar­ tado retiro provinciano sigue con interés y pasión las labores que llevan a cabo estos nuevos poetas; Aquiles Certad y Pálmenes Yarza, significa­ tiva voz de la poesía femenina. Y Luis José García, que se incorpora un poco más tarde. Cronológicamente son, también, poetas del 35 o del 36, aunque no dentro de la tónica inconfundible del surrealismo, inclusive porque algunos de ellos, sólo dan a conocer su poesía después del año 40, Angel Raúl Vi- llasana, Felipe Herrera Vial, Régulo Burelli Rivas, Adolfo Salvi, Ernesto Luis Rodríguez, Arístides Parra, José Antonio de Armas Ohitty, José Parra, Pedro Antonio Vásquez, Rafael Yépez Trujillo y Luis Augusto Arcay. Ellos, en parcialidad creadora nada desdeñable, han aportado valiosos elementos de colectiva integración, que matizan de especiales tendencias la pujanza del período poético de esos años. Del 36 en adelante el “Grupo Viernes”, que vino a ser, en realidad, un punto de confluencia para representantes de diversas promociones, se hace presente en nuestra historia literaria. Angel Miguel Queremel quien durante su permanencia en España estuvo en contacto con los más importantes movimientos líricos de la Península, desarrollados del 20 en adelante, figura entre los principales animadores de “Viernes” e inclusive muchos lo consideran con rango de fundador. Su poesía, impregnada de creciente novedad, ligaba ciertamente los contenidos revolucionarios de nuestra “vanguardia” con la tendencia hacia la integración universal del movimiento poético venezolano que “Viernes” representaba. Su muerte, sin embargo, restó posibilidades de desarrollo a lo que prometía ser un amplio curso creador. Del mismo modo allí aparece con estimable signo la figura de Luis Fernando Alvarez, quien cronológicamente debería ins­ cribirse en la generación del 18, pero cuya obra corresponde por ejecu­ 31

ción, temática, expresión y desarrollo, al ámbito de Viernes según lo com­ prueban sus libros “Va y Ven”, “Portafolio del navio desmantelado”, “Vís­ peras de la Muerte” y “Soledad Contigo”. Pablo Rojas Guardia, que venía con el fervor recogido en aquellas entusiastas jornadas del 28, también se incorporó activamente a la gente del 36 y en este grupo destacó con nota personal, perceptible en toda su obra poética. José Ramón Heredia, el autor de libros de significación como “Los Espejos del más allá”, “Gong en el tiempo” y “Maravillado cosmos”, con un registro temático amplio y diverso, a la par que dueño de una expresión vigorosa que tiene apoyo en un verso de larga andadura, junto con , Oscar Rojas Jiménez, José Miguel Ferrer y aun el mismo Rafael Olivares Fi- gueroa, —incorporado al grupo a su regreso a Venezuela, después de haber permanecido varios años en España—, estuvieron en la línea de más fer­ vorosa militancia viernista. Entre los más jóvenes se distinguieron enton­ ces y han corroborado luego su destino con obra de relieve, Vicente Ger- basi, poeta cuyo nombre ha alcanzado en los últimos tiempos magisterio excepcional en libros definitivos como “Mi padre, el inmigrante”, “Los Es­ pacios Cálidos”, “Tirano de Sangre y Fuego” y “Olivos de Eternidad”, colocándose en tal virtud en la primera fila de nuestra poesía, en un constante y renovado proceso de madurez lírica, y Otto de Sola, el cele­ brado autor de poemarios definitivos como “De la Soledad y las Visiones” y “El Arbol del Paraíso”, vigilante incansable de una vocación que los años han fortalecido con elementos valiosos. Por entre toda esa línea de poetas, coetáneos con ellos, pero sin ubi­ cación precisa de grupo, con una expresión lírica distinta cada uno, prac­ ticantes de modalidades muy personales, hay que señalar figuras de la más alta jerarquía que ya hemos nombrado. Manuel Felipe Rugeles, cuyo anuncio poético estuvo en un fresco poemario de acento nativista, “Cán­ taro”, publicado en 1937, destaca con características que se afirman en un sostenido y ascendente trabajo que está señalado por otros poemarios como “Aldea en la Niebla” (1944), “Puerta del Cielo” (1944-45), “Memo­ rias de la Tierra” (1946-48), “Canta, Pirulero” (1950), “Antología Poética” (1952) y “Cantos de Sur y Norte” (1954). A los que habrá de agregarse su último libro, publicado después de su muerte ocurrida en 1959, “Dorada Estación” (1961). A la emoción nativista de su primera época agrega in­ cesantemente expresiones de variada y distinta modulación lírica, enrique­ ciendo su temática con signos de real significación literaria, que hicieron de su poesía, en el fecundo ciclo que la integra, un todo luminoso y franco, tierno, místico e infantil, resonantemente humana siempre, impregnando el verso de un profundo latido nacional que lo coloca entre el grupo de autores de más definido rango venezolanista, en cuanto a la expresión. Otro poeta de bien ganado prestigio nacional que aparece también por aquella época distanciado de la corriente dominante, es Héctor Guillermo Villalobos, representante de esa limpia tendencia neorromántica que en 32

Venezuela ha subsistido, a través de escuelas y movimientos, como un persistente río de sosegado cauce lírico, aprovechándose de las conquis­ tas estéticas que han nutrido a lo largo del tiempo nuestra poesía. “Afluen­ cia”, “Jagüey” y “En soledad y en vela”, los tres libros fundamentales de Villalobos, destacan por su registro humano, por su claridad terrena, de amorosa instancia que no rehuye el aliento nativista ni el suave soplo familiar de los recuerdos del pueblo y de la infancia. Otro nombre de singular significación dentro de esta misma pers­ pectiva es Alberto Arvelo Torrealba, el más notable de los cultores del nuevo nativismo venezolano, cuyo libro “Cantas” (1942), primero, y “Glo­ sas al Cancionero” (1940), más tarde, constituyeron una insospechada revelación de temas y motivos propios de nuestros llanos, dándole cate­ goría estética a la copla y a la décima popular y rescatando nobles mate­ riales de nuestro folklore para la función culta de la poesía. En otra dirección también se hacen presentes en el panorama lírico de ese tiempo autores ya señalados como Miguel Ramón Utrera, poeta de la provincia venezolana, notable voz de nuestro lirismo, con su nostálgica y memoriosa frescura campesina desprendida de aquella realidad incontaminada que le presta su apartamiento pueblerino en San Sebastián de los Reyes; Ma­ nuel Rodríguez Cárdenas, cultor de una poesía terrígena, en cuanto al hombre y su mundo venezolano, quien publica su primer libro, “Tambor”, en 1937, adhiriendo a aquel aliento negroide que por entonces consumió una seria tentativa de la poesía americana de lengua española, principal­ mente en las Antillas; y Luis Beltrán Guerrero, fiel a los cánones clásicos que respeta, ennoblece y actualiza, autor de “Secretos en Fuga”, libro ex­ presivamente característico del ámbito y naturaleza de su poesía. * * * Después del 36 se afirma poéticamente, la figura de , quien conduce un vigoroso mensaje sustentado en valores vernáculos de trascendencia real y humana y a quien respalda un libro de tanta densi­ dad lírica como “Humano Destino”. En el sector de la poesía femenina también concurren voces de dis­ tintas épocas y distintas tonalidades. Todavía se escucha el eco armo­ nioso y cálido de doña Luisa del Valle Silva, junto a la recia y desnuda cla­ ridad del lenguaje de Enriqueta Arvelo Larriva, esa extraordinaria mujer de los llanos barinenses, dueña de un lenguaje de densa significación lí­ rica como pocas veces es dado encontrar en nuestros poetas; o frente al mundo espejeante y clamoroso que guardan los libros de Luz ¡Machado de Arnao, uno de los nombres que desenvuelve su órbita creadora en los úl­ timos quince años. A esas figuras hay que agregar, con pleno derecho, los nombres de Ana Mercedes Pérez, Pálmenes Yarza, poetisa de acusada sensibilidad y de equilibrio clásico en su expresión, Ana Enriqueta Terán, que con sus libros “Al Norte de la Sangre” (1946), “Verdor Secreto” (1949) 33 y “Presencia Terrena” (1949), ha conquistado sitio de singular brillo en nuestra poesía, la autora de “Poemas”, libro de positiva trascendencia en la historia de las letras venezolanas, y Jean Aristeguie- ta, una de las vocaciones más seguras y fecundas de la lírica actual; es­ tas últimas dentro del cuadro de las promociones que se anuncian a par­ tir de 1940. Nombres más recientes son los de Morita Carrillo y Beatriz Mendoza Sagarzazu de Pastori, quienes han dado ya pruebas de un gran poder expresivo, sobre todo en el difícil género de la poesía para niños.

Desde el punto de vista cronológico el año 40 es límite conveniente para iniciar el balance de nuestra última poesía. Ese año se hace presente en la literatura nacional un conjunto de escritores y poe- Los Últimos tas que, aun cuando no formaban filas en un grupo o veinte años generación propiamente dicha, es decir, estructuralmente organizados, con programa, propósitos e ideas estéticas plenamente definidas, llegaban, sin embargo, con saludable empuje de re­ novación. Esta promoción, de características dispersas, sin cohesión ni unidad programática, pero unidas por el afán de la búsqueda y de la no­ vedad creadora, tuvo su mayor importancia y relieve en el sector de la poesía. A sus integrantes se agrega cinco o siete años más tarde otro grupo de poetas y prosistas, cuentistas y ensayistas, principalmente, que tu­ vieron en la Revista “Contrapunto”, nombre con el cual distinguieron su acción de conjunto, un vehículo de viva polémica literaria que aún no ha extinguido sus consecuencias. Aquella primera promoción de 1940, y esta otra posterior, se distin­ guieron, entre otras características, por la formación universitaria de sus más calificados representantes y por el sentido universalista de sus obras, respondiendo fundamentalmente a planteamientos y categorías de una cultura que aceptaba y defendía, como primordiales, los valores humanos. El localismo que antaño pudo florecer en una muy larga trayec­ toria de nuestras letras, el sabor de lo nativo en su exclusiva función de querencioso parroquialismo y una temática, en su mayor parte alegremente anacrónica —hecha de ecos y resonancias tardías en nuestro medio— die­ ron paso, con los nuevos poetas, a una actitud y a un mensaje de más complejo pronunciamiento y de más abierto y alto vuelo de creación. Se cerraba, así, un largo ciclo poético que poco se había lanzado a la con­ quista de nuevas doctrinas estéticas universales —salvo la tentativa de “Viernes” y el esfuerzo lejano de los poetas del 18— y se abría un período de perspectivas valiosas, a las cuales nos debemos todavía, en mayor o me­ nor dependencia los escritores y poetas que asomamos a la vida literaria por esos tiempos. Claro está que los nuevos poetas llegaban a remover —y a aprovechar, con signo positivo— todo lo que, desde el año 36 en adelante se concretó como fundamento de una nueva actitud poética, beligerante y audaz, con 34 el “Grupo Viernes”. Sobre los esfuerzos de los poetas de este grupo, asis­ tidos por un innegable poder de asimilación, vinieron a hacerse patentes y objetivas las nuevas tendencias de nuestra lirica que apuntan en 1940 y se desarrollan, a partir de allí, en el transcurso de una década completa, que puede considerarse, sin exageración, una de las experiencias más brillantes en toda nuestra historia literaria.

Contra “Viernes”, aunque respetando y aprovechando sus valiosas aportaciones, insurgieron abiertamente los nuevos poetas venezolanos de 1940. En primer término, contra la desatada vigencia de Insurgencia los elementos oníricos, que pasó de sincera y comprome- contra tida exigencia creadora, a tópica manifestación, insus- “Yíepnes” tancial y genérica en muchos casos. Algo también hubo contra el desbarajuste del “versolibrismo”, tomando a éste como fórmula de expresión estructural, sin correspondencia alguna con las instancias poéticas internas. Así, un cierto rigor métrico (el soneto y la lira, principalmente) comenzó a manifestarse en la expresión lírica de entonces y los ojos se volvieron insistentemente —aun cuando planta­ dos los autores sobre las recientes conquistas estéticas y en conocimiento y relación con grupos de novísima expectativa poética en otras partes— hacia las fuentes poderosas de la poesía castellana, la tradicional y la nueva, y los temas de la vieja resonancia se unieron a los de la nueva, y la antigua estructura cobró la fuerza y agilidad que las corrientes de los tiempos contemporáneos acertaban en su densidad polémica. Desde entonces se inicia en el panorama de las letras venezolanas un viraje extraordinario que lleva a hacer figurar nuestra literatura en verso emparentada con las modernas tendencias, americanas y europeas, y a sobresalir, con fecunda claridad en el campo de las poéticas hispanoame­ ricanas de este tiempo. Y cosa digna de señalar igualmente es que muchos de los poetas anteriores a 1940, se han asimilado, en una u otra forma, a esas experiencias y modalidades que llegan y se afirman en los últimos años; pudiéndose observar concretamente en muchos casos las transfor­ maciones positivas que ha experimentado la mayoría de ellos y las res­ puestas que han dado al curso de esas tendencias que los nuevos han im­ puesto como razón de vida y de cultura. Por eso, a partir de 1940, tomando en cuenta el proceso polémico que se opera en nuestra poesía desde 1918 en adelante, un nuevo con­ cepto poético, un amplio debate lírico de positivas resonancias creadoras y de fundamentales consignas de renovación, comienza a tomar cuerpo y a desarrollarse con notable vigor hasta alcanzar madurez y plenitud que llega hasta nuestros días y que, como hemos dicho, interfiere e influye de manera extraordinaria en la labor que aún cumplen en nuestras letras poetas de otras promociones. 35

¿Cuál era la base de esa reacción contra el movimiento lirico ante­ rior que decimos define la actitud de los poetas del 40? Prácticamente la vuelta al sentido clásico del ritmo y la medida, que había El sentido sido bruscamente roto, primeramente por la tendencia van­ de la guardista y acentuada después, profundamente, dentro de reacción sus términos especiales, por los poetas “viernistas”. Un ejemplo ilustrativo nos lo da, precisamente, el poeta , con libros de severa arquitectura clásica (de fondo y forma), como “Clamor de la Sangre”, “Prisión Terrena”, “El Libro de los Sonetos”, y “Texto de Invocaciones”. Juan Beroes, dentro de su riguroso clasicismo, remoza a conciencia los eternos temas de la lírica española del Siglo de Ore, con elegancia y señorío, introduciendo, junto con sus otros compa­ ñeros, elementos de acendrada y limpia calidad formal en el cultivo de la nueva poesía. Luis Pastori, Pedro Francisco Lizardo, Monseñor Luis E. Enríquez, Ana Enriqueta Terán, Tomás Alfaro Calatrava, Aquiles Nazoa y Alarico Gómez aparecieron por entonces, también, como cultivadores del sentido tradicional de la métrica, aunque remozada ésta con la nueva sa­ via que los tiempos traían. Ellos forman una legión de combativa serie­ dad que no desdeña la experiencia de sus antecesores, pero que, a la vez, sobre ella construye el signo de la renovación, afirmándose en la tradi­ ción y la búsqueda de la expresión clásica así como en el valor de las úl­ timas tentativas universales de la lírica. En particular el soneto fue un instrumento de rescate, que se convirtió en insistente y hasta peligroso método. Daba la impresión de que a la retórica desorbitada de los “viernistas” se le quisiera oponer ahora la retórica “renacentista” de la métrica clásica española. En cierto modo —si de comparaciones nos va­ lemos— este intento venezolano de retorno a las fuentes clásicas del verso se asemeja un poco con el movimiento “garcilacista” que por esa misma época comenzaba a florecer en España. Pero es sólo una semejanza, pues, en realidad, no existió jamás ningún vínculo que acercara vitalmente es­ tas dos experiencias. Debemos decir, sin embargo, que junto con esa tendencia del retorno métrico, llegaron, también, dos actitudes salvadoras del rigorismo que se anunciaban: un desenfadado aire de juego o travesura lírica, de ale­ teante esfuerzo vital a plena luz, Puliente, clarificador y pleno de tiernos descubrimientos, y de otra parte, un hondo sentido, real y responsable, de humana experiencia. El hombre, como protagonista, tomaba su sitio elemental entre los versos. 36

A ese grupo inicial característico del año 40 en adelante, hay que agregar inmediatamente los nombres de Benito Raúl Losada, Ney Himiob y Guillermo Alfredo Cook, que junto con Pastori y Alfaro Deslinde Calatrava, constituyeron el grupo universitario de la poesía y de entonces. Núcleo que, a pesar de integrarse con la pro- llbicación moción a que pertenece, posee notas particulares. Alirio Ugarte Pelayo, quien publica por entonces su primer libro, un breviario de emocionada adolescencia, puede adscribirse también a este grupo, aunque posteriormente baya derivado hacia la acción política. Por allí aparecen, también, las figuras femeninas de de Arnao, Ida Gramcko y Jean Aristeguieta, cuyas trayectorias se definen y maduran en los últimos veinte años transcurridos, aportando a la poesía venezolana tres testimonios de indudable calidad creadora. Lo mismo que Matilde Mármol, residente desde hace muchos años en el extranjero, pero vinculada al quehacer poético de la patria. Un poeta algo apartado de grupos y de escuelas, pero con amplio sen­ tido de la verdad lírica, dentro de un rigor culto y acendrado del verso, terso y armonioso, es Rafael Angel Insausti, cuya voz es ahora, en estos últimos años, cuando venimos a recogerla en todo su exacto y limpio men­ saje. Sus recientes poemarios “Aire de Lluvia y Luz”, “Conjuros a la muer­ te” y “De pie, sobre la sombra” (1957), constituyen testimonio de la más alta jerarquía en la poesía venezolana de este tiempo. También hay otros poetas que desde la provincia comienzan a cul­ tivar sus inquietudes líricas: Elisio Jiménez Sierra, con dominio de la métrica y respeto por la tradición poética, asoma con eficaz relieve en el Estado Lara, donde realiza durante algún tiempo una encomiable obra li­ teraria. Igualmente en San Cristóbal, Estado Táchira, se organiza en el año 43 el “Grupo Yunke” que libró una generosa batalla entre las mu­ chas que ha librado la poesía de la provincia venezolana. En ese grupo los nombres de Pedro Pablo Paredes, J. A. Escaloña-Escaloña y Régulo Burelli Rivas adquirieron desde el primer momento efectiva figuración. La posterior labor desarrollada por ellos en Caracas ha robustecido aque­ lla inicial obra que apuntó sus vocaciones en la provincia. Y así se avanza hasta llegar a los años 45, 46 y 47, que señalan la irrupción de una nueva promoción lírica venezolana. Y ese grupo de poe­ tas irá creciendo progresivamente hasta las postrimerías del año 50, que puede considerarse, a su vez, como fecha indicadora de un nuevo brote poético. En los años señalados aparecen poetas representativos de diversas tendencias, sin llegar a formar, en manera alguna, escuelas o grupos de tendencia determinada. Eso sí, existe, en forma general, una especie de vuelta a la seriedad de ios temas poéticos. La poesía cobra el valor de un instrumento del hombre para decir las verdades del hombre. El aliento 37 humano —ya como fruto esencial de la intimidad o como experiencia de carácter colectivo o social y aun como hundimiento telúrico o cósmico— comienza a presidir los poemas de los jóvenes que invaden el mundo de la poesía venezolana. Estos son los poetas que heredan, directamente, de una parte la experiencia sufrida por los integrantes del “Grupo Viernes”, y de la otra, el aporte indudable que trajeron las voces aparecidas del 40 er. adelante. Ese ha sido, precisamente, una de sus características primor­ diales. No ha habido, por eso, ruptura fundamental entre las distintas parcialidades que se entrecruzan en los planos de la actualidad poética, sino al contrario, una especie de integración que, al final, ha venido a resultar sumamente beneficiosa para la obra colectiva. Con un amplio sentido de ubicación debemos señalar estos nombres en los últimos años: Juan Manuel González, que se ha distinguido con ex­ traordinario vigor en sus libros “Estación de la Luz” (1949), “Los Salmos de la Noche”, (1952) y “La Heredad junto al viento” (1958), singularizán­ dose por un verso de poblada imaginería tropical y por un lenguaje de tonalidad bíblica, cadencioso y rico en expresión metafórica; Lucila Ve- lásquez, dueña de una amplia y fuerte categoría lírica que rehuye la es­ pontánea llama del sentimiento romántico por una más densa temática nacional; Pedro Lhaya, autor de dos libros, “Testamento del Corazón” (1950) y “Caminos de Sangre” (1955), entrañable mensaje de sinceridad humana que busca el camino de la revelación del ser y el mundo ve­ nezolano, con sus complejos signos, misteriosos aún; Carlos Gottberg, afirmado últimamente en poemarios de indiscutible calidad, como son “Di­ go del Otro Arbol” (1951), “Otra vez” (1955) y “Estrictamente Humano” (1961), testimonios de una personalidad poética de verdadera garra crea­ dora; Rafael Pineda, solicitado por diversas expresiones literarias, pero que en poesía ha dado muestras que lo colocan en puesto de avanzada en­ tre los nombres de la nueva generación; Francisco Salazar Mlartínez, quien en un volumen publicado con el título de “La Guitarra Ministra” (1954) nos entregó un fresco manojo de amorosos logros, en donde se combina el acierto métrico con la espontaneidad del sentimiento, y cuyas publicaciones en páginas literarias aseguran una nota creadora más densa y universal; Ra­ món Sosa Montes de Oca, autor de breves poemarios como “La Inútil Lo­ cura” (1946), “Tránsito en Llamas” (1950) y “Paso de Angustia” (1953), que dan relieve a una poesía nutrida en personales y angustiadas instan­ cias que logran un clima de autenticidad creadora; Juan Sánchez Peláez, anuncio de una poesía particular, meditada y sabiamente construida con elementos de contemporáneas vivencias, tal como lo demuestran sus li­ bros “Elena y los Elementos” (1950) y “Animal de Costumbre” (1959). Otros poetas que piden especial referencia son: Aquiles Monagas, en la actualidad un poco apartado de la acción lírica, pero revelado en no muy lejanos años con dos poemarios de calidad como fueron “El Habitante Dtes- terrado” (1950) y “Cantos de Orpheo para una nueva Ofelia” (1951); Alí La- 38 meda, que ha anunciado un “Canto Monumental a Venezuela”, donde pasa revista a la historia de nuestro país, a su geografía, a su folklore y otras manifestaciones de la realidad venezolana, considerado por quienes lo han leído como la obra más vasta hasta ahora concebida y realizada en nuestra poesía en ese terreno; Rafael José Muñoz, una de las personalidades jóvenes más fuertemente dotadas, que ha dado ya muestras del vigor y seriedad de su poesía en diversas publicaciones literarias y en su primer libro “Los Pasos de la Muerte” (1952); Rubenágel Hurtado, fervoroso descubridor de un mundo de limpia intimidad, en donde descansa la gracia de su verso desenvuelto, ágil, plantado sobre la línea clásica de la poesía española, pe­ ro atento al esfuerzo contemporáneo de la expresión; y otros como Ofelia Cubillán, nostálgica y tierna voz neorromántica de la poesía femenina de los últimos tiempos; Ramón González Paredes, estimulado como pocos por sus vocaciones literarias, también incursionando por los campos de la poe­ sía; Ernesto Jerez Valero, dueño de un amplio registro temático, volcado como pocos en la viva materia polémica del hombre; y Carlos César Rodríguez, una de las sensibilidades más finas y despiertas de los últimos tiempos, quien realiza su obra con escrupulosa y exigente conciencia li­ bradora de excesos y desvíos, atento a la esencia entrañable de la pala­ bra; y Luis Julio Bermúdez, César Lizardo, Rafael Borges, José Rodríguez U., Luis Frías, Camilo Balza Donatti, Heritaerto Aponte, Juan Sánchez Ne- grón, Luis Beltrán Mago, Elio Mujica, Luis Alberto Grillett, Enrique Caste­ llanos y Pedro García Lopenza, ya definidos, con suficiente categoría, para la realización de una obra lírica de consistencia. José Manuel Maduro, un poeta de aparición tardía, puede incluirse igualmente en esta relación de nombres, aunque su primer libro se publica en años posteriores. En el lapso de unos diez años —esto es, de 1950 a 1960— es posible apre­ ciar en el cuadro de ia poesía venezolana un admirable conjunto de autores que quizás, tanto en volumen como en capacidad creadora, sobrepase a las dos décadas que comprenden los años 1920-1940, y que muy coherente­ mente puede entroncarse también con la fuerte oleada poética que marca de 1940 entre nosotros. Existe, en tal forma, una continuidad poética venezolana de reciente data que, en bloque, pudiera calcularse aproximadamente en unos veinte años, tiempo singularmente apreciable para significar la estructura cierta de una generación literaria, con su elástica medida temporal que sirve para unificar en un mismo destino, en una misma gestión creadora, en un mis­ mo espíritu de revisión literaria, a maduros y noveles, cuando entre ellos es perceptible —dejando de lado las inevitables diferencias particulares— un mismo estilo de vida y una idéntica aspiración intelectual y humana. Aproximadamente una treintena —o más— de jóvenes representativos es posible aislar en el lapso indicado. Y al hacerlo quizás se encuentre que el año de 1950 puede muy bien ser escogido para significar el surgimiento 39

de un nuevo brote lírico, cuyos componentes aparecen firmemente integra­ dos al aliento renovador de sus más cercanos predecesores, que son los poetas aparecidos en el panorama lírico nacional a partir de 1946. Entre esos nuevos poetas cabe mencionar en apretada síntesis a Mi­ guel García Mackle, Juan Calzadilla, Juan Salazar Meneses, Alfredo Silva Estrada, , Elizabeth Shon, Félix Guzmán, Reyna Rivas, En­ rique Méndez Díaz, Juan Angel Mogollón, Figarella, Ramón Palomares, Roberto Guevara, Velia Bosch, Jesús Rosas Marcano, Efraín Subero, Pedro Duno, José Lira Sosa, Morita Salas, Mario Lope Bello, Ed­ mundo J. Aray, Camilo Balza Donatti, Dionisio Aymará, Martiniano Bra- cho Sierra, José Joaquín Burgos, Hely Colombani, Alfredo Chacón, Gon­ zalo García Bustillos, Luis García Morales, Jesús Enrique Guedez, Néstor Leal, León Levy, Manuel Vicente Magallanes, Alejandro Natera, Francisco Pérez Perdomo, Marco Ramírez Murzi, Hesnor Rivera, Jesús Sanoja, Ré­ gulo Villegas, Víctor Salazar, Efraín Hurtado, César David Rincón, Oscar Carvallo Georg, Ramón Querales, Villarroel París, Caupolicán Ovalles, Gus­ tavo Pereira, Angel Fernando Guilarte, Asdrúbal González, Arnaldo J. Be­ llo, Víctor Vera Morales, Claudio Rojas Wettel, Ludovico Silva, Eugenio Mon- tejo, Laurencio Sánchez Palomares, Maris Stella Bonell, Elmer Szabó.

La realidad actual y el futuro mismo de la poesía venezolana se ase­ guran con validez y trascendencia que no poseyó en anteriores épocas. Esto es obra, naturalmente, de un largo proceso de maduración. Balance Pero es evidente que en los años recientes, particularmente final en la década que corresponde a la última dictadura sufrida por el país, hubo una especie de aglutinamiento de las volun­ tades poéticas para asumir responsablemente puesto de lucha ideológica, desde el plano propio del arte lírico. Eso contribuyó no sólo a identificar en la acción a la poesía de nuestro país, que excluyó toda posibilidad de poesía pura en el sentido menos creador, sino a crear estímulos e inquie­ tudes que determinaron un homogéneo y sólido esfuerzo creador que cuen­ ta en una de las etapas más productivas de nuestra lírica, acicateada por la situación política y social vivida por el país. El poeta tuvo necesidad de decir su palabra de orden, y la dijo responsablemente. Venezuela consolidó de tal manera un puesto de primera fila en el concierto de la poesía ameri­ cana contemporánea. Las revistas tradicionales, y las nuevas que entonces florecieron, los suplementos y páginas literarias, y aun la hoja o el libro clandestino, dieron razón fehaciente de esta preocupación y del esfuerzo de los poetas venezolanos en tal sentido. Dentro o fuera del país la batalla de la poesía, adquirió relieves de auténtica revuelta y el verso se cons­ tituyó en instrumento de ardido testimonio. Una nueva conciencia poética sustituía la egoísta expresión individual para dar paso a una torrencial forma del lenguaje donde se confundía el arrebato personal con el men­ saje que interpretaba los sentimientos colectivos; distinta jerarquía de 40 la palabra que cobraba, de esta manera, un extraño y nuevo sentido creador hasta entonces no alcanzado. Por otra parte, la poesía más nueva que se escribe en Venezuela entra de plano en la órbita de una acentuada inquietud universal y humana. El poeta no se contenta con ser un simple espectador, aspira a representar papel de protagonista. Y su oficio no se remite a pasivo quedarse en pers­ pectiva, sino que pide participación y compromiso en el esfuerzo de in­ dagar la vida, el mundo, la realidad a que pertenece, el tiempo que lo con­ diciona. Los temas —si es que hay temas en la poesía contemporánea— abandonan la superficialidad en que antiguamente se basaron los poetas concediendo no pocos favores al formalismo insustancial, para colocarse frente a un objeto de conocimiento y de revelación: el hombre mismo como centro y expresión de su realidad, con toda la carga de la pasión y el en­ tusiasmo de que los poetas contemporáneos son capaces. Un sentido y una expresión de mágico realismo, que tiene su fundamento en la experiencia humana —en la vivencia, que decía Dilthey— es la estética responsable que orienta y conduce el quehacer de la poesía nueva. Dentro de esas coor­ denadas válidas y actualísimas se mueve, responsablemente, la joven poe­ sía de mi país. 41

IV.— ESBOZO DE LA NARRATIVA VENEZOLANA

El cuento y la novela constituyen dos de las manifestaciones más ca­ racterísticas de la literatura venezolana. Por eso, es válido el juicio de un destacado ensayista nacional, según el cual “la novela his- Realidad panoamericana es hoy una de las más importantes de len- y ficción gua española; y, dentro de ella, ninguna aventaja a la no­ vela venezolana”, porque Venezuela tiene “en la novela y en la literatura de ficción en general, el más grande florecimiento de su literatura” (1). Lo mismo cabe afirmar del cuento con igual precisa in­ tención. La madurez de estos géneros, su tradición, la técnica contempo­ ránea que acompaña sus distintas expresiones y la tentativa de sus cul­ tivadores más recientes para salvarlos de un limitado localismo o de la insistencia más o menos colorista de un criollismo pintoresco, que ha per­ dido ya su inicial sello de originalidad, los lleva hacia un ámbito más universal y más actual. Por otra parte, la prosa de ficción en Venezuela ha ido conformando, mediante el natural desarrollo de sus géneros, los rasgos que determinan la imagen de la realidad propia de este país: temas, problemas e ideas, en donde predomina, casi siempre, un transfondo social, un aliento huma­ no con expresión de pueblo nuevo y esperanzado, una insistencia histó­ rica o geográfica de entrañable circunstancia vital, que busca exaltar con insistencia sustantiva los valores humanos de la sociedad venezolana. Esta última característica pronuncia los lincamientos más categóricos de la na­ rrativa venezolana. Por eso de entre el conjunto de las obras más con­ sistentes de nuestra literatura de ficción, sale el perfil vivo de Venezuela; esto es, el esquema de la realidad real o de la realidad fingida de un país que persiste en el ámbito hispanoamericano con su propia e irrecusable personalidad histórica, cultural y humana. Varios de los autores venezolanos más característicos de nuestro tiem­ po tienen en el campo de la narrativa bien conquistado renombre en el pa­ norama de las letras de habla hispana. Sus obras han trascendido hacia otras fronteras y son, desde hace tiempo, patrimonio común de todo el con­ tinente. Rómulo Gallegos, Manuel Díaz Rodríguez, Rufino Blanco Fombo- na, José Rafael Pocaterra y Teresa de la Parra, están en el grupo de los que pudiéramos denominar clásicos del género, y son quizás de los más difundidos, dentro y fuera del país. Posteriores á esos que echaron las bases ciertas de nuestra prosa narrativa, pero con equiparable suficiencia creadora, destacan Julio Garmendia, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pie- tri, Ramón Díaz Sánchez, Enrique Bernardo Núñez, Antonio Arráiz, Gui-

(1) Arturo Uslar Pletrl. “Letras y Hombre:; de Venezuela”. México, 1948. 42 llermo Meneses, Julián Padrón, Arturo Croce, Miguel Otero Silva, José Fabbiani Ruiz, Lucila Palacios y Gloria stolk; a estos últimos se agrega el grupo de los más jóvenes —más cuentistas que novelistas— que im­ primen audaces lincamientos a su obra, como Gustavo Díaz Solís, Hum­ berto Rivas Mijares, Antonio Márquez Salas, Pedro Berroeta, Oscar Gua- ramato y Héctor Mujica, entre otros. Y porque no podían faltar, presi­ diendo el desfile, se adelantan dos de los nombres venerables del género: Luis Urbaneja Achelpohl, virtual creador del criollismo venezolano y Pedro Emilio Coll, el fino, irónico y brillante estilista nacional.

Unos orígenes algo confusos confieren cierto aire de misterio al surgi­ miento de nuestra narrativa en el siglo pasado; pero la franca iniciativa qué se manifiesta a finales del mismo y, de manera par- Origen y ticular, el vigoroso empuje que significó en el ámbito de afirmaciól cultura nacional el movimiento positivista de 1895, van a producir lo que, de alguna manera, críticos y estu­ diosos del fenómeno han llamado, no sé si con acierto, “el milagro del cuento y la novela venezolanos”. Estos géneros, puede afirmarse casi con plena certeza, cobran su verdadera dimensión creadora en los comienzos del presente siglo; sin embargo, el punto de partida preciso está dado en las manifestaciones finiseculares que agitaron las generaciones mayores en contacto con una serie de influencias extrañas, pero a la vez tentados por la poderosa atracción de la realidad de nuestra geografía y nuestra gente. No es extraño entonces que las primeras tentativas de nuestra na­ rrativa —el cuento, principalmente— se vean afectados por esa búsqueda del equilibrio entre lo exótico y lo anecdótico, y que una corriente de ge- nuina estirpe venezolana, el criollismo, represente un logro peculiar de esos esfuerzos, definiendo los resultados de los mismos hacia una revela­ ción propia, natural, del medio venezolano en el ámbito de la ficción. Que después se haya desvirtuado el sentido medular —y aun la expre­ sión— de esa corriente, no es óbice para dejar de señalar su verdadero cometido e importancia, y sobre todo el subtrato de permanencia —en lo más prístino de la creación— que es posible palpar aún en las obras de nuestros días, perfilándose en ellas el carácter y la esencia de lo vene­ zolano, pese al necesario juego que hay que conceder a las fuerzas de la na­ rrativa universal que, necesariamente, han penetrado nuestro medio. Tres nombres, a mi juicio, han de colocarse al frente de la gestación y logro de la narrativa venezolana contemporánea, definiendo desde sus comienzos características, formas y finalidades sustanciales: Manuel Díaz Rodríguez, Rómulo Gallegos y José, Rafael Pocaterra. Personalidades di­ versas entre sí, sus obras representan tres categóricas direcciones en la novela y el cuento venezolanos. Díaz Rodríguez, introduce el colorido y la fuerza brillante del lenguaje en su prosa modernista; Pocaterra, des­ garra con los trazos urgentes y cargados de intención de sus cuentos y 43 exalta vitalmente la serie de sus personajes cotidianos, con la fuerza del drama que sólo de la vida procede; Gallegos, eleva a epopeya la pugna del hombre venezolano enfrentado a su medio y a su naturaleza, hos­ tiles y enemigos. “Peregrina” (1922), “Cuentos grotescos” (1922) y “Doña Bárbara” (1929), condensan esa brillante constelación de la narrativa nacional. Los tres autores son, a la vez, cuentistas y novelistas y en ambas direcciones consumen una fecunda acción creadora que abre caminos y señala pers­ pectivas indelebles. Atrás, punto de referencia, está la hazaña criollista, con la espontánea brisa de los cuentos de Urbaneja Achelpohl. Pero están también, casi coetáneamente con los autores señalados —y he aquí la ri­ queza de esos comienzos prometedores— la obra de un Rufino Blanco Fom- bona, vigoroso y arbitrario, cosmopolita y regional, atrabiliario y amoroso con las cosas criollas; la cuidadosa moldeadura literaria de Pedro Emilio Coll, y el cálido mundo poético-novelístico de Teresa de la Parra.

En la literatura venezolana del pasado siglo hay dos manifestaciones que significan, en cierto modo, antecedentes propios pra definir, andando el tiempo, los elementos de la prosa de ficción. Las fuentes de la La tradición en primer lugar, insinúa un relato Tradición de época que mucho tiene de rezago colonial en V el Costumbrismo cuanto sus cultores tienden, precisamente, a re- 2 vivir aspectos olvidados o desconocidos de aque­ lla aparentemente apacible edad venezolana, lindante a veces casi con la memoria desdibujada de una tierna fábula. Labor de artesanía que en mo­ rosa delectación da no pocos detalles de una cierta intimidad histórica co­ lectiva, que no por menos humilde deja de aportar características esen­ ciales de la vida nacional. Con significación paralela se manifiesta el costumbrismo, que tiende a descubrir ágiles facetas de la vida real de la época; ejerciendo el cois- tumbrista oficio de pintor liviano de hechos, tipos y costumbres de la so­ ciedad venezolana decimonónica, con preciso sentido de actualidad, sal de ingenio popular y hasta ironizante crítica que muchas veces se regocija, humorísticamente, con los males o supuestos males de la pequeña circuns­ tancia de la existencia criolla. Costumbrismo y tradición, emparentados históricamente de esta ma­ nera, son fuentes inexcusables de nuestra literatura de ficción, poniendo de relieve, a su manera, un sentido venezolano de la vida, un aliento au­ tóctono en temas y problemas de explotación literaria que en su mayor edad habrán de servir de elementos de creación para una calificada hueste de narradores, crecidos en perspectiva y mensaje de trascendencia. No está muy lejana, por eso, la relación éxistente entre esas dos mani­ festaciones y una real tendencia que va a caracterizar un poco más ade<- lante la cuentística nacional, y a determinar también una singular in­ 44 fluencia en el campo de la novela, como lo fue el criollismo, especie de for­ ma del nativismo en prosa que se afirma consistentemente por los alrede­ dores de 1910, con la primera novela de Urbaneja Achelpohl, “En este país”, y que va a caracterizar decididamente la obra de los más consistentes ex­ ponentes de la narrativa nacional a comienzos de siglo.

Con acierto, apunta Arturo Uslar Pietri: “El criollismo había descu­ bierto ante los ojos engolosinados de sus secuaces la maravillosa veta vir­ gen de una novelística propia”. Pero esto sucede cuan- La huella del do ya se han delineado los rasgos fundamentales de esa Criollismo tendencia. Mientras tanto ella hace un vasto recorrido, sufre un largo proceso de maduración, hace balance y rectifica; en una palabra, enriquece sus contenidos elementales, al prin­ cipio groseramente presentados. Existe también, aunque aparezca sorpren­ dente, una calificada influencia modernista en los orígenes del criollismo. Porque, en realidad, criollismo y modernismo no se excluyen. Hay una in­ sistente llamada a mirar con nuevos ojos la realidad nuestra. El mundo venezolano atrae la atención del cuentista, del novelista, como tema de compleja modulación, pero a la vez, de sustanciosa originalidad. Algo de enamorada vigilancia, cuando no de áspera crítica, a veces con trazo de desgarramiento, origina el examen directo de la vida criolla. Vida en su doble aspecto de humanidad y geografía. Por eso, el criollismo no estuvo muy alejado de la influencia realista, como tampoco de la naturalista fran­ cesa, que con Zolá a la cabeza fue rumbo decisivo para muchos escritores venezolanos. En realidad el criollismo fue un cruce de factores, tendencias y fermentos que logra, al final, una síntesis característica en nuestra lite­ ratura de ficción. Algunos olvidados escritores de la época reflejan los momentos ini­ ciales del criollismo: Tomás Michelena (“Débora”, “Un Tesoro en Caracas”, “Margarita Rubistein”, “La Hebrea”), José Gil Fortoul (“Julián”, “Idilio” y “Pasiones”), Rafael Cabrera Míalo (“Mimí”) y Gonzalo Picón Febres (“Flor”, “Fidelia”, “El Sargento Felipe”, “Ya es hora”). Una etapa más avanzada está representada con la novela “Peonía” (1890) de ¡Manuel Vicente Romero García (1865-1917), quien llega entre tropiezos y aciertos a dejar plasmada una visión polémica de aquel mundo venezolano, rural y contradictorio. Gente, costumbres y paisajes como formas de expresión de la vida típica venezolana alcanzan rasgo esencial de nativismo en esa obra. El criollismo va a superar sus limitadas perspectivas iniciales y un so­ plo de madurez es perceptible más tarde en autores como Luis (Manuel Ur­ baneja Achelpohl (1873-1937), a quien hay que considerar, sin discusión, entre las principales figuras de esa tendencia, sino el creador propiamente dicho de la misma, como algunos críticos insinúan. Sus obras, “En este país” (1910), “El tuerto Miguel” (1927) y “La Casa 45 de las cuatro pencas” (1937), novelas; pero sobre todo el conjunto de sus cuentos, que no fueron pocos, extraen personajes y elementos de creación de la propia vida circundante, de la inmediata realidad. Evidente el signo ruralista en esas tentativas, pues el campo venezolano sirve de escenario propicio para la mayoría de sus cuentos, y en ellos se entrecruza el factor realista con el soplo poético.

La literatura venezolana propiamente definida como tal tiene escasa­ mente poco más de un siglo. Y en ella la narrativa se nos revela como obra de significación reciente. Comparación Quizás otros géneros, como la poesía y la historia, y balance por ejemplo, tengan más visibles y objetivas sus leja- de la narrativa nas raíces- En cambio, la novela y el cuento, son de aparición tardía en Venezuela. Es sólo a finales del siglo pasado cuando se anuncian, efectivamente, los primeros intentos que habrían de constituir su arranque medular. Por eso, puede afirmarse, sin temor a equivocación, que la narrativa venezolana se hace presente y se afirma incuestionablemente, con vigor y autonomía, a comienzos de este siglo. Los nombres primarios se pronuncian en las dos primeras dé­ cadas del siglo. Con ellos comparece el vigor novelístico, paralelo al es­ fuerzo cuentístico, ya enderezado con independencia y capacidad expre­ siva suficiente. El modernismo literario venezolano, que tuvo su impulso genésico en la generación positivista que aparece en el país poco antes de 1895, fue una acción dirigida a los más valiosos órdenes creadores del es­ píritu venezolano, y entre ellos propicio el nacimiento y consolidación de la prosa narrativa. Novela y cuento, sin embargo, tienen un antecedente general, un poco vago y confuso, en las manifestaciones románticas de nuestra literatura. Pero quizás es con ios costumbristas —Bolet Peraza, Arístides Rojas, Febres Cordero, Tosta García, Sales Pérez y otros— con los que se da el paso requerido para encauzar el cultivo, propiamente di­ cho, de la narrativa nacional, que va a hallar en el criollismo —fase pos­ terior de aquel movimiento y antecedente del modernismo en el desarrollo novelístico— su justo medio de crecimiento y universalidad (1). Los ca­ racteres costumbristas, primero, y criollista, después, van a ser sustituidos progresivamente en sus valores formales y de creación, por importantes influencias extranjeras —francesas, principalmente, con el naturalismo, por ejemplo— que contagian de búsqueda y contenido menos localista las tentativas de la prosa narrativa, en la compleja formulación que le es impuesta por la generación modernista al quehacer literario. Aunque este propósito, naturalmente, no logra desalojar completamente los elemen­ tos y valores de nuestro nativismo, que entonces empieza a coexistir —y a

(1) Pastor Cortés. “Contribución al estudio del cuento moderno venezolano” — Cua­ dernos Literarios de la Asociación de Escritores Venezolanos, N9 50. Caracas, 1945. 46 enriquecerse en los contactos— con la tendencia universalista que apunta en la prosa de ficción. Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll, L. M. Urbaneja Achelpohl, por ejemplo, están en la alborada de esa con­ fluencia múltiple. Blanco Fombona, por su parte, podría representar exac­ tamente el balance apasionado de esas dos corrientes que nos legó el Modernismo.

El Modernismo tiene una doble función en la literatura venezolana. En primer término, representa en el ámbito de la poesía una saludable reacción contra el saldo romántico que entretenía, y Impulso confundía, el quehacer lírico nacional, en lo más intras- modernista cendente y en lo menos creador de lo que aún significaba pálida vigencia de aquel extraordinario movimiento de mediados de siglo. Si alguna manifestación ha de encontrarse en el pro­ ceso posterior de nuestras letras —y ello no significa ninguna novedad, hasta el punto de que el mismo Darío se interrogaba “¿quién que es, no es romántico?”— ha de cargársele a la cuenta estupenda del romanti­ cismo como forma espontánea de la naturaleza americana. En cuanto a su aportación a la narrativa, evidentemente el Moder­ nismo es expresión de riqueza estilística, de una nueva sensibilidad frente al fenómeno literario y de una actitud más humana ante la historia viva, hasta el punto de llegar a constituir más tarde rumbo decisivo para las manifestaciones del naturalismo y aun para servir de refuerzo expresivo al mejor criollismo venezolano. Por otra parte, el fervor y las influencias modernistas alcanzaron las mejores voluntades y asumieron verdadera calidad de manifestación co­ lectiva desde finales del Siglo XIX hasta un poco más allá del año 1910, fecha en que generalmente —con no poco de arbitrariedad siguiendo la reiterada costumbre de poner límites cronológicos y señalar estadios al proceso literario— se ha convenido en fijar la vigencia del modernismo ten Venezuela. 1 Tanto es así que dos relevantes figuras de nuestra narrativa, como José Rafael Pocaterra y Luis Urbaneja Achelpohl, surgieron de entre los restos humeantes del modernismo, encontrando en aquella herencia gloriosa los instrumentos de su acción creadora. Recio y combativo el primero, incon­ formista y ásperamente rebelado contra todo convencionalismo, sustan­ cioso y moderno, zafándose a golpes de lenguaje y temática del poderoso cerco modernista, pero sin dejar de ser tributario del mismo; y el segundo, más sereno, melancólico y equilibrado, mirando la realidad, entendiéndola, y queriéndola, con ojos de deslumbrado o iniciado. El modernismo comienza a definirse exactamente entre nosotros a las alturas de 1890. Ya hemos anotado como prepara el terreno de su difu­ sión en el campo de las letras nacionales, ese extraordinario movimiento de carácter científico que constituyó el positivismo, gracias a las enseñanzas 47 universitarias de Adolfo Ernest (1832-1899) y Rafael Villavicencio (1838- 1920), junto con otras ideas científicas, como el lamarckismo y el evolu­ cionismo. Esta realidad cultural se manifestó también en el plano de las ideas estéticas. Y fue el modernismo un fruto de nuevo estilo, una nueva actitud, insurgiendo contra los apagados ecos del romanticismo, remozan­ do las cansadas formas de las expresiones artísticas de la prosa y de la poesía e intentando, al mismo tiempo, actualizar los contenidos reales que delineaban el contorno vital de la sociedad venezolana de la época. No es de extrañar que como novedad literaria y como movimiento que portaba el sello de una hazaña característicamente americana, atrajera desde el comienzo a los espíritus más sensibles de la juventud de entonces. El Modernismo desborda, pues, los precarios límites del Siglo XIX y abre una de las más ricas manifestaciones de la prosa y del verso venezo­ lanos. El nativismo en poesía y el criollismo en prosa, tienen algo que de­ berle a esa gran oleada que el verbo de Rubén Darío despertó en toda América. Fue, de cierta manera, como hemos opinado precedentemente, una tendencia que intentó expresar, dentro de los nuevos postulados, la realidad nacional. Pero, también, se dio el caso de una distinta actitud creadora que buscó en el puro goce estético la realización de las posibili­ dades del arte literario. Esas dos formas del modernismo, sensibilidad que indaga en las cercanías vivas de la realidad o actitud que tiende a evadir los planteamientos ásperos de la misma, se manifiestan sin aparente so­ lución de continuidad dentro de la experiencia modernista venezolana.

Una diversa legión de escritores nacionales, entre los cuales se hallan novelistas, ensayistas e historiadores, hace acto de presencia en el campo modernista a finales del Siglo XIX. Pedro Emilio Coll, Los escritores Manuel Díaz Rodríguez, Pedro César Dominici, Luis modernistas Manuel Urbaneja Achelpohl, Rufino Blanco Fombona, Rafael Cabrera Malo, Eloy G. González y , aparecen entonces capitanes de la briosa iniciativa. Y un es­ píritu de noble, pero atrabiliario carácter, se acoge fervorosamente a los postulados del movimiento. Es Rufino Blanco Fombona; polígrafo, autor de obra extensa y variada, vida de aventura y rebeldía, trashumante viajero por Europa, residente en Madrid, que “quiere imprimir al modernismo un poderoso aliento primitivo y bárbaro”. Sus novelas “El Hombre de Hierro” (1907), “El Hombre de Oro” (1915), sus variados ensayos sociológicos e his­ tóricos, y su poesía son una muestra valiosísima de ese rico período de las letras nacionales. Aún entrado el Siglo XX y removidas vitalmente las aguas literarias, esa tendencia permanece y se proyecta con indudable fuerza, aunque, la influencia realista o naturalista aliada a un cierto brote simbolista, susti­ tuye torrencialmente las pulidas formas y esencias en que pudo compla­ cerse la narrativa modernista. 48

Existe una franca y decidida disposición, fervorosa y apasionada in­ clusive, por acertar los elementos que tiplean la realidad anímica y el po­ tente, avasallador mundo natural del pais. Gallegos, Pocaterra, Rosales y otros están en la línea de esa nueva disposición. Entre los autores más calificados que todavía hablan con resuelta de­ cisión el lenguaje modernista, está Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927). A Díaz Rodríguez se le tiene corno el exponente más caracterizado del mo­ dernismo entre nosotros, en cuanto a la prosa se refiere. Sus obras: “Sen­ saciones de viaje” (1895), “Confidencias de psiquis” (1897), “De mis ro­ merías” (1898), “Idolos Rotos” (1901), “Sangre Patricia” (1902), y algunas obras dispersas, revelan aquella fina sensibilidad que, dentro de la mejor calidad de un cuidado estilo, pasa con seguridad del ensayo al cuento y a la novela, idealizando el contenido pastoril de la virgen naturaleza vene­ zolana: ruda, fresca, vital, llena de luz, cruzada por tipos y costumbres de peculiar acento autóctono.

Otras tendencias extranjeras se entremezclan al fervor criollo. Nue­ vos contactos, nuevas lecturas, depuradas iniciativas, dan cabida, junto a la primigenia influencia del naturalismo francés, a Nuevas las fuertes manifestaciones de otras literaturas hasta experiencias entonces desconocidas, o poco apreciadas. Los autores ru­ sos sobre todo van a señalar distinta fuente de enseñan­ za a cuya influencia difícilmente escaparán nuestros cuentistas y novelis­ tas de comienzos de siglo. Porque son los años que cabalgan en los límites del 900 los más característicos para el vigoroso nacimiento de la narrativa nacional. A los anteriores sucede un cuadro de escritores, cuyo máximo re­ presentante es, sin duda, Rómulo Gallegos. El vigor de nuestra novelística arranca, precisamente, de allí: Una acción que, en conjunto, se desarrolla en el lapso que abarca las dos primeras décadas del siglo. Atrás quedaban los pronunciamientos más o menos felices, más o menos acertados, y se abría un amplio camino para el desarrollo y madurez del género. Gallegos condensa brillantemente los valores vernáculos —hermosa herencia del nativismo en su mejor expresión— y los alcances que marcan las apeten­ cias por un arte literario más ambicioso y universal. José Rafael Pocate­ rra, anunciado bajo el signo del naturalismo francés, apuntará, a su vez, hacia una recia manifestación narrativa que va a hallar en los ambientes y personajes de extracción urbana los mejores motivos para la obra de ficción. Julio Garmendia, cuentista de máxima calidad, es otra expresión, equilibrada, ya, de esa madura tendencia de la prosa narrativa en Vene­ zuela. Lo mismo a su tiempo, Ramón Díaz Sánchez, que, cronológica­ mente pertenece a la generación del 18, aunque sus publicaciones aparez­ can tardíamente. A partir de entonces y con intervalos que pueden medirse, un poco 49 arbitrariamente, de diez en diez años, se consolida el brillante porvenir de la novela y el cuento venezolanos, con una variada gama de obras, ten­ dencias y autores que confieren a nuestro país un sólido prestigio lite­ rario. Teresa de la Parra, en quien la prosa adquiere matices de intimidad coloquial, limpia y tierna mano femenina que se suelta a contar cosas te­ ñidas por delicioso encanto criollo, sin limitar por eso las razones de un lenguaje universal; Antonio Arráiz, que irrumpe con violento estilo cargado de zumos terrenales, pletórico de audacia, dramático en el rasgo humano y torrencial como fuerza tropical que busca cauce, están, cada uno en su sitio, entre quienes inician, en cierta forma, estos nuevos períodos. Por la misma época, poco más o menos, se hace presente un grupo de cuentistas que en distintas direcciones rinde aporte valioso al desarrollo de la narra­ tiva nacional: ¡Leoncio Martínez, “Leo”, con sus agudos e ingeniosos rela­ tos que buscan un peculiar equilibrio entre el crudo naturalismo, sarcás­ tico e irónico, y el suave lirismo humorístico; Ramón Hurtado, sensibilidad extraordinaria que supo expresarse a través de un lenguaje rico, fluido y armonioso; Julio Garmendia, maestro en el buen narrar, parco en la obra, pero diestro en la eficacia del relato; Enrique Bernardo Núñez, en tenta­ tiva de extraer del filón histórico el buen material noveladle; y Joaquín González Eiris, Vicente Fuentes, Casto Fulgencio López, Blas Millán, An­ tonio Reyes, Jesús Enrique Lossada, Manuel Pereira Machado, Pablo Do­ mínguez, Pedro Sotillo, Valmore Rodríguez, Gabriel Bracho Montiel, Julio Ramos, en colectivo esfuerzo de generación.

Por las cercanías del año 30 y coincidente con la aparición entre no­ sotros del “vanguardismo” (1) se anuncia, también, una promoción que tiene en el cuento su principal medio de expresión. La promoción Arturo Uslar Pietri, Julián Padrón, Guillermo Méne- de la ses, Miguel Otero Silva, Carlos Eduardo Frías, José “vanguardia” Salazar Domínguez, Lucila Palacios, Felipe Massiani, Alejandro García Maldonado, Nelson Himiob, Arturo Croce, José Fabbiani Ruiz, Juan Pablo Sojo, Raúl Valera, Eduardo Arcila Farías, y también Arturo Briceño, Gonzalo Patrizi, Julio Ramos, Ada Pérez Guevara, Trina Larralde, Antonio Simón Calcaño, Angel Mancera Galletti, Manuel Rodríguez Cárdenas, Graciela Calcaño, , entre otros, aparecen por entonces, dentro de una diversa actividad que señala la agitación literaria, política y humana de la llamada generación del 28. Estos escritores cultivarán variados géneros —poesía, cuento, ensayo, e inclusive periodismo— y estarán al lado de otros intelectuales que escoge­ rán, decididamente, el camino de la acción política. Mariano Picón Salas, ensayista de extraordinaria significación para

(1) Ver “Vanguardismo y surrealismo” en el Capítulo “Trayectoria de la Poesía venezolana”. 50

Jas letras nacionales, novelista y cuentista, y Ramón Díaz Sánchez, quien después de deambular por el centro y occidente de la República, en los más insólitos quehaceres retorna a Caracas para dedicarse a una con­ sistente labor literaria, principalmente en el campo de la narrativa, se in­ corporan con toda propiedad al nuevo y combatiente grupo del 28. A partir de 1936 y hasta nuestros días, nuevas promociones robuste­ cen las filas de los narradores venezolanos. Ellas aseguran la creciente pers­ pectiva de un género que cuenta con abundante y rica tradición, con la característica de que en los nuevos autores predomina el ejercicio cuentís- tico, por encima del interés novelístico.

La narrativa venezolana de estos últimos años busca, necesariamente, otra expresión y se acoge a una serie de experiencias, las más disímiles, a veces contrastantes; todo lo cual consigna la riqueza de Las Últimas un esfuerzo que ha roto ya con los estrechos intereses tentativas localistas, tratando de incorporarse válidamente —y con­ siguiéndolo— a tendencias más actuales, sin perder de vista la gran herencia que han aportado a nuestra literatura de ficción los autores del pasado y sin traicionar, asimismo, el ámbito natural de sus obras que es el escenario venezolano de esta época, con su compleja rea­ lidad humana, social, cultural, económica y política. Nombres como los de Gustavo Díaz Solís, Antonio Márquez Salas, Humberto Rivas Mijares, Al­ fredo Armas Alfonzo, Oscar Guaramato, Pedro Berroeta, Rafael Calderón, Horacio Cárdenas Becerra, Roger Hernández, Francisco Andrade Alvarez, José Salazar Meneses, Mireya Guevara, Lourdes Morales, Dinorah Ramos, Blanca Rosa López, Eliezer Sánchez Gamboa, César Humberto Soto, Ma­ nuel Trujillo, Héctor Mujica, Oswaldo Trejo, Ramón González Paredes, Carlos Dorante, Antonio Stempel París, Andrés Mariño Palacio, Adriano González León, Héctor Malavé Mata, se insertan en esa lista todavía en proceso de gestación y madurez en cuanto a la obra definitiva; pero entre los cuales hay quienes han afirmado brillantes trayectorias individuales que aseguran la continuidad de una tradición hermosa y fecunda. Un dato cu­ rioso sí es necesario destacar para los últimos tiempos: mientras crece el índice de la producción cuentística, baia sensiblemente el número de las no­ velas, de las buenas novelas. En un lapso aproximado de 25 años son escasos los volúmenes de verdadera calidad que pueden ser recordados. Apenas, Julián Padrón, muerto en plena capacidad creadora, Miguel Otero Silva, que ha vuelto al ejercicio de su vocación con dos novelas de gran aliento poético, “Casas Muertas” y “Oficina N

Lucila Palacios, con “Tiempo de Siega”; Alejandro Lasser y Angel Man­ ceba Galletti han dado señales de estar en propicia y vigilante actividad creadora. Estos últimos han publicado sendas novelas de estimables ca­ racterísticas, como son “La muchacha de los Cerros” y “El Rancho 114”. Más recientemente jóvenes autores señalan el renacimiento del gé­ nero, como es el caso de Mireya Guevara, con “La Cuerda Floja”; ÍEnrique Muñoz Rueda, que empeñosamente ha volcado su voluntad en el trata­ miento de cierta categoría de novela urbana; y , el más joven de todos, que con su breve novela “Los pequeños Seres” ha puesto de relieve las características de una obra novelística que se desen­ tiende totalmente de las señales regionales del género, para avanzar, exi­ tosamente, por los rumbos de una más moderna y audaz creación. Dentro de la misma orientación deben incluirse dos obras aparecidas este año: “Los Habituados”, de Antonio Stempel París; “El Camino de las Esca­ leras”, de Rafael Di Prisco, y “También los hombres son ciudades”, de Oswaldo Trejo.

La novela en Venezuela

Las coordenadas cronológicas de la novela contemporánea venezo­ lana se empiezan a definir plenamente con la obra de los modernistas. Ya hemos afirmado que el impulso inicial de la narrativa Proceso está en el positivismo y que es el modernismo el movimien- y síntesis to Que marca el Vigoroso nacimiento de la novela y del cuento venezolanos. Entre los primeros cultivadores de la novela están Eduardo Blanco, con “Zárate”, Manuel Vicente Romero Gar­ cía, con “Peonía”, Miguel Eduardo Pardo con “Todo un Pueblo” y Gonzalo Picón Febres, con “El Sargento Felipe”. Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, modernista dentro de la expresión nacional del criollismo, adviene un poco más tarde, y Manuel Díaz Rodríguez, en los límites precisos de los dos siglos, entrega el testimonio de su obra novelística, netamente encua­ drada en los moldes del modernismo. Posteriores a éstos y señalando ya reacción saludable, casi agresiva y violenta, insurge la generación post-modernista, que va a tener en José Ra­ fael Pocaterra un característico personaje, de rudo estilo, anti-estilista, casi bárbaro en la expresión, dueño de una prosa llena y vital, pero sin disciplina estudiadamente formal. Pocaterra, novelista de las ciudades, va a lo real, al drama individual o colectivo, a la presencia del hombre vivo, queriendo captar, en su más genuino latido, el espíritu del pueblo venezo­ lano. Es novelista de la vida en primer término; narrador en segundo lu­ gar; descarnado en sus trazos de urgencia literaria, con gran fuerza des­ criptiva de ambientes y personajes, todo oliendo a verdadera estirpe hu­ 52

mana. Hiriente, irónico o cáustico, pero lúcido; abanderado de una expre­ sión que había descubierto en los maestros franceses, Pocaterra echa abajo las gráciles esencias del estilo modernista para complacerse en las crudas excelencias de un lenguaje pleno de vitalidad y realismo. Distinta al anterior en el tono, en la expresión y en los temas, es Te­ resa de la Parra (1898-1936), en quien alcanza la novelística nacional un suave tono de confidencia, de relato íntimo, de tibia reminiscencia de las cosas, lugares, gentes y sucesos de una vida criolla, limpiamente provin­ ciana. Sin desdeñar la objetividad de su mundo, se recrea, con morosa delectación, en un lenguaje evocador ceñido a un cálido sentimiento de femenina inspiración. Como la define Mariano Picón Salas, situándola ajustadamente en la historia de nuestra novela, es post-modernista, pero menos arrebatada, y un poco distante naturalmente, de los excesos propios del temperamento de Pocaterra. Sus novelas “Ifigenia” (Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba) y “Memorias de Mamá Blanca”, se cuentan entre las expresiones perdurables de la novela nacional. Rómulo Gallegos realiza una especie de síntesis, no sólo de las dos ma­ nifestaciones anteriormente anotadas (Pocaterra y Teresa de la Parra) si­ no de toda la vasta producción que le antecede. Es el ordenador de los más variados y complejos elementos de la novelística nacional. A su obra dedicamos, por lo que tiene de excepcional y valedera, un capítulo aparte en este “panorama”.

Ensayistas de nuestra novelística señalan con cierta persistencia de tesis lo que se ha dado en denominar el pesimismo de nuestras obras de ficción, precisando al mismo tiempo su clara identifica- Pesimismo ción en este punto con el más vasto proceso del género y ficción en Hispanoamérica. Quizás este juicio pudiera servir para identificar una buena parte de la producción narrativa nacional, confinados sus autores en el cuadro de un conformismo que dependía de un criterio determinista que nos dejaron las influencias de la sociología positivista predicada en nuestro país con notable retardo, pero con bastante aceptación y entusias­ mo en los años finiseculares. Con todo es de advertir que desde el comienzo de nuestra novelística están planteados categóricos problemas de la socie­ dad venezolana. Y que aún la realidad misma penetra con fuerza arrolla­ dora a poner en la balanza de los personajes la decisión inapelable de la barbarie y del desbordamiento de las fuerzas naturales, en contra del po­ der reflexivo del espíritu o de las posibilidades creadoras de la civilización. O sea: el eterno binomio de la realidad americana transplantado directa­ mente al plano de la ficción narrativa, con brillo y esplendor inusitados. Nuestra novela, al principio, lógicamente dependiente de una influen­ cia romántica indudable, va pronto a interesarse por los asuntos que de­ 53 finen los contornos objetivos de la vida criolla. Contornos de un mundo todavía en formación histórica, social y cultural. En primer lugar el tema de la tierra absorberá la atención de los narradores y hacia ella se volca­ rán, intensamente, en un primer momento, todas las inquietudes de la creación. Este ímpetu inicial no se habrá de perder nunca y las mejores expre­ siones contemporáneas de la novelística venezolana pagarán tributo fe­ cundo a esa temática fundamental. “Peonía” es la primera novela venezolana que plantea decididamente, el drama de la realidad venezolana. Con acusado esfuerzo crítico, su autor Romero García nos traza el perfil y los rasgos mayores, no exentos de vigor y belleza, del cuadro de aquella Venezuela rural y campesina de mediados de siglo, en que el atraso, la desolación y la ruina hacían resaltar los sig­ nos de una tragedia nacional que parecía no tener remedio, azotado el país por la inestabilidad política, las continuas guerras civiles y la abulia de una población abandonada a su suerte. Así la miraba el novelista. Por lo que el cuadro en que se desenvuelve su obra es desolador, gris, asfixiante, palpitante de drama colectivo. Las negras tintas en que el novelista se complace revelan con claridad el fondo pesimista que mueve su mano creadora. Ello no obsta para que la tierra, el paisaje, asome una que otra vez, con rasgos brillantes en su prosa. Pero no va a ser sólo Romero García el que pondrá su pasión y su crí­ tica en el examen de la sociedad venezolana. Otro autor posterior Miguel Eduardo Pardo, escribirá asimismo una novela, “Todo un pueblo” (1899), donde la expresión pesimista alcanzará tonos más patéticos. Si la de Ro­ mero García fue novela rural, ésta lo es de la ciudad. Caracas pasa, como un “film” por entre las manos del novelista. Y hay hasta una especie de en­ sañamiento en insistir sobre las lacras urbanas. Da la impresión de que no existe salida ante los males de la ciudad. Y el tono pesimista se insinúa, agresiva y sordamente, contra toda posibilidad de redención del conglo­ merado venezolano, tipificado por el autor en una Caracas caracterizada por los límites todavía un tanto melancólicamente provincianos que nos de­ jara la herencia colonial, no desaparecida del todo a pesar de los violentos años transcurridos. Un poco más tarde, ya en plena revelación del modernismo literario, uno de nuestros espíritus más cultos y sensibles, Manuel Díaz Rodríguez, va a escribir otra novela también impregnada del tono amargo del pesimismo, “Idolos Rotos”. Pero ahora el planteamiento diverge en cierta forma del crudo tratamiento dado al tema por los autores anteriores. Y en última ins­ tancia, imposibilitado el protagonista para resolver los males de la socie­ dad dentro de la que se mueve y a la que se enfrenta, habrá de recurrir a la nada edificante solución que le presta la evasión del medio. Típica respuesta literaria del modernismo a los problemas de la realidad. Sin embargo, esta obra de Manuel Díaz Rodríguez significa, indudablemente, un extraordi­ 54 nario paso de avance, en todo sentido, frente a la obra de sus predecesores. No sólo por cuanto sustituye la pasión y el odio de aquéllos por un sentido creador de la literatura, sino porque da entrada, saludablemente, a un es­ fuerzo de interpretación de la realidad; aunque al final de la novela el pro­ tagonista se fugue, imposibilitado de combatir las huestes bárbaras que do­ minan la República, a las que poco puede oponer una sensibilidad enfer­ miza y refinada, culta y trágica como la suya. Otra novela de Díaz Rodríguez, “Sangre Patricia” (1902) va a insistir melancólicamente en los términos pesimistas de su obra anterior. En ella se revelan, igualmente, las mismas pretensiones literarias de este gran es­ critor venezolano, tan cuidadoso del lenguaje, de la forma y la sintaxis, como todo buen modernista. Aquí también la evasión del héroe novelístico será la respuesta a los grandes males sociales del país. Pero en quien culmina con descarnado lenguaje y áspera manifestación esa temática de definitivo corte pesimista, es con José Rafael Pocaterra: vigoroso escritor venezolano que aparece allá por los años de 1910 a 1912. Pocaterra va a enfrentar decididamente la realidad nacional con un coraje y ardor hasta entonces poco conocidos en nuestros novelistas de comienzos de siglo. Su obra tratará de reflejar el medio urbano, fundamentalmente, a diferencia de la mayoría de los autores que entonces —y todavía— bus­ can sus temas en el vasto y desolado escenario de nuestros campos, selvas o montañas. Formado en la influencia naturalista europea, francesa fun­ damentalmente, Pocaterra irá a desnudar las verdades de nuestra realidad social, con valentía y con decisión. La suya será, en tal sentido, una obra de redención por medio de la denuncia. No serán novelas del todo pesimistas, porque en el fondo del testimonio que envuelven aletea, cierta, la esperanza de la transformación, del cambio. Novelas realistas, crudas, violentas, pero hermosamente verdaderas, son “Vidas Oscuras”, “Tierras del Sol Amada”, “Política Feminista”. En Rómulo Gallegos, autor en quien culmina la novelística venezolana de este siglo, vamos a encontrar también esta oposición sistemática entre el medio y el hombre venezolano. Pero Gallegos va a agregar a las anterio­ res tentativas un resuelto mensaje de venezolanidad, en la medida en que plantea la posibilidad de conquista de la vasta tierra venezolana por parte de sus protagonistas. Habrá en todos ellos un deseo ardiente de lucha, de brega natural y limpia, en procura de la victoria sobre la naturaleza, o so­ bre el medio social indeseable. Gallegos es, en el fondo, un inconformista, y sus obras, en general, representan una bandera de protesta contra todo lo que ahoga las posibilidades del futuro nacional. Esa actitud es persistente y reveladora en alto grado. Frente al com­ plejo mundo venezolano —geográfico y humano, principalmente— los no­ velistas han optado por plantearse los problemas de la realidad como una oposición ele contrastes. Contrastes que en el fondo no tienden a resolver lo planteado, sino a dejarlo allí como testimonio, sin tomar partido en la 55 mayoría de los casos por las soluciones más o menos convenientes. La opo­ sición entre barbarie y civilización, correspondiente por otra parte a todo un largo proceso hispanoamericano, no ha dejado nunca de tener vigencia en la novelística venezolana, y ya se vislumbra, con rasgos indelebles, en la discutida “Peonía” de Romero García, según hemos apuntado antes. Igual sucede con el contraste que se ha pretendido establecer entre ciudad y campo, también como una proyección de aquel tema principal establecido entre la barbarie y la cultura. Con mayor o menor nitidez esos contrastes singulares, identificados cier­ tamente con una problemática nacional que no se traiciona, han estado presentes a lo largo de un novelar que lleva más de medio siglo. Sin em­ bargo, justo es reconocer que en nuestros días y animado el campo de la narrativa venezolana con sangre nueva, cargada de consignas y plantea­ mientos que buscan otros derroteros, aquella persistencia temática tiende a diluirse entre los requerimientos y urgencias de un tiempo vitalmente in­ corporado, por las condiciones históricas y culturales por que atraviesa el país, a necesidades de expresión más ambiciosa, que sin desdecir del ámbito espacial de la obra, conmuévense por singulares problemas del hom­ bre de esta época, que ha dejado de ser hombre regional, limitado y mos­ trenco, para ser hombre de más vasta latitud, reclamado por universales apetencias.

Hemos dicho al comienzo de este Capítulo que la narrativa es género de aparecimiento tardío en la historia de la literatura venezolana. Y de ella, la novelística se forma y consolida propiamente en La obra de el transcurso de los primeros veinticinco años de Rómulo Gallegos este siSÍo. La narrativa es, pues, entre nosotros, una expresión literaria contemporánea. Sin embargo, ha sido obra de paciente quehacer colectivo, en la que se han manifestado distintas y valiosas generaciones de las letras nacionales. Todo un proceso de preparación, de búsquedas, de tentativas en el cuento, el relato, la no­ vela, la crónica o la estampa descriptiva, abonan el camino del ambicioso género en el agitado mundo venezolano del siglo pasado. No es posible desligar las manifestaciones literarias, como ningún otro fenómeno de la cultura o de la sociedad, de sus necesarios y lógicos antecedentes. Y en la narrativa, igual que en toda obra del intelecto, hay en Venezuela una tra­ dición. Aun cuando pueda suceder, como en el caso de Gallegos —y pre­ cisamente por eso— que sus extraordinarias facultades creadoras hayan podido superar con mucho a sus antecesores, fijar un rumbo al arte na­ cional de novelar y establecer, como culminación de un proceso estricta­ mente personal, una obra que todavía busca continuadores. Esa tradición a que aludimos está constituida por un conjunto de par­ ticulares manifestaciones, muchas de ellas apenas esbozadas o incumplidas, limitadas o tardías, pero que, en general, en su realidad integral, represen­ 56 tan puntos de apoyo para el crecimiento del cuento y la novela en Vene­ zuela. Precedentes en este sentido se encuentran en el costumbrismo, prime­ ro, y en el criollismo, más tarde, expresiones ambas que confluyen hacia una misma caracterización de estilo, temática y realidad de expresión literaria. Lo que en el fondo representa, igualmente, una tradición ameri­ cana, por ser idéntico y repetido el proceso que se sigue en todas partes. El mismo modernismo, de donde Gallegos va a tomar formación y aliento, se integra, creadoramente, al quehacer de la narrativa venezolana que aparece del año 20 en adelante. Y toda una serie de obras del pasado, que se clasifican por su índole genuinamente nacional, aportan diversos ma­ teriales, ya en cuanto a la forma en sí, ora en lo referente a ciertos atis­ bos temáticos, para lo que va a ser el gran caudal galleguiano en la novela. Gallegos llega a poner orden en toda esa vital y pujante materia —caótica en su mayor parte— y a imponer un estilo y un destino al arte de la ficción venezolana, En esto reside, precisamente, su magnífico y extraordinario aporte a la literatura patria, que señala, al mismo tiempo, su incorporación a la gran corriente novelística hispanoamericana y universal. De esta manera puede estimarse que la novela propiamente contemporá­ nea, esto es, aquella que aparece inserta en los grandes pronunciamientos de la problemática universal del género en estos tiempos, tiene realización entre nosotros a partir de la labor que desarrollan los novelistas que apare­ cen después de la que pudiera considerarse la etapa modernista de la lite­ ratura nacional. Es, claro está, una posición nueva, distinta en muchos as­ pectos, contrapuesta en otros a los modos y realizaciones de la generación anterior: una actitud beligerante, decidida y empeñosamente liquidadora de las formas establecidas por los autores integrados en el cuadro mo­ dernista. Pocaterra y Teresa de la Parra están en el camino de la nueva as­ piración según hemos dicho. Pero es Gallegos, en definitiva, quien va a fijar con caracteres determinantes las posibilidades del nuevo estilo, porque a las aportaciones de los autores mencionados —la cruda y cáustica visión social de Pocaterra, con ardor de naturalista empecinado, y el tamiz psico­ lógico, con tibieza de intimidad, que descubre la autora de “Ifigenia”—, Gallegos agrega una desbordante pasión de contornos humanos, de arraigo elemental, primario, sobre la realidad, que lo coloca en el centro de un vasto campo de autenticidad nacional, lindante con la épica.

Ciertamente, desde el primer momento, la preocupación fundamental de Gallegos, que ha buceado en las tentativas febriles de la narrativa fini­ secular, que tiene conciencia de lo que significa la La preocupación revelación del espíritu americano en la novela y de fundamental la necesidád de incorporarle a las expresiones uni­ versales del género, pero con sentido y proyección originales, propias, se contrae directamente a la creación de una literatura de genuino y palpitante carácter nacional, tanto por los temas como por su 57 verificación expresiva. Va a estar por eso, en cuanto al estilo, en contra del gusto preciosista que distingue al esfuerzo de la prosa modernista, apo­ yada en la artificiosidad y el exotismo; aunque, necesariamente, forjado intelectual y espiritualmente en las últimas manifestaciones de la tendencia modernista en el país, será mucho lo que aprovechará de este movimiento en la realización de su obra, particularmente en la tarea de redondear un estilo vigoroso, llano, sustancioso, que tiene en la plasticidad de la imagen y en la fuerza poética del lenguaje sus más singulares apoyos. Otro aspecto, virtualmente concordante con el anterior, pero que ex­ presa el sentido mismo de la creación galleguiana, es la actitud resuelta­ mente dirigida al planteamiento de los problemas reales del país, como materia esencial del mensaje novelístico. El bienestar social de la patria —como escribe Lowel Dunham— es una constante en toda la narrativa galleguiana. Inclusive aparece en sus trabajos ensayísticos que señalan, desde el principio, cuál habrá de ser la orientación general de su obra posterior. Esta distinta necesidad de expresión experimentada por Gallegos frente a la tradición novelística nacional más inmediatamente cercana a su generación, y su interés fundamental por hacer de los problemas ver­ náculos una fuente directa y concreta del quehacer narrativo, van a cons­ tituir desde entonces el basamento firme de toda su creación. Desde sus primeros cuentos están presentes esos dos rumbos precisos de la labor inte­ lectual. Y ellos son, al fin de cuentas, los elementos más pronunciados y característicos para individualizar la originalidad del ilustre novelista venezolano.

Es así como a partir de 1909, con el grupo literario de “La Alborada” que contaba en su seno la intención aglutinadora del propio Gallegos, Julio Planchart, Enrique Soublette, Julio H. Rossales y Salus- “La tio González, pero particularmente a partir de 1920, cuan- Alborada” do se publica el primer libro de Gallegos, comienza un nuevo ciclo de la novela venezolana. No es ningún azar que coincida esta transformación del ámbito novelístico con la que se anuncia por los mismos años en el campo de la poesía venezolana. La lla­ mada generación del 18, también intenta una revisión sustancial de la lírica nacional por esa época. Las actividades literarias del grupo de “La Alborada” dan empuje vi­ goroso a la propuesta labor de revisión que empeña a sus integrantes. La reacción coincide en todos sus aspectos contra aquella escuela novelística que se basaba fundamentalmente en los valores de la forma, y que antes de mirar la esencia verdadera de la nacionalidad tendían sus miradas hacia más atrayentes mensajes foráneos. Es, pues, este grupo una campanada de alerta, una irrupción vital para los desguarnecidos cuadros de la ficción vernácula. Los primeros cuentos 58

de Gallegos, para esa época, anuncian la prosa castiza y llena, el vigor y la intención transformadora de una labor, que habrá de culminar, años más tarde, en el ciclo fundamental de sus novelas. Todo lo anterior al año 20, es decir, una década aproximadamente, está dedicada por el autor a una especie de afanosa y fecunda búsqueda para la fijación de sus posibilidades creadoras. El cuento y el teatro le prestan los instrumentos necesarios para esta pasantía intelectual, que vigoriza su acción y precisa los contornos futuros de su etapa novelística. Pero ya, des­ de el comienzo, están definidos los elementos, los valores, el alcance temá­ tico y la fuerza narrativa, que forman la estructura de la expresión galle­ guiana. No hay sino que poner todo eso al servicio de la idea fundamental que anima tarea creadora. Y esto es lo que va a concretarse en las novelas posteriores, luego de publicada “El Ultimo Solar”.

“La Trepadora”, su segunda novela, apunta hacia un ámbito mayor, realizada bajo el mandato de una especie de confrontación realista de un singular problema del alma americana, como evidencia Síntesis de psicológica del complejo mestizo, aun cuando todos los Un quehacer elementos de la construcción literaria respondan a un designio fundamentalmente criollo, pleno de identidad típica con nuestras costumbres, nuestro medio y nuestra tierra. Con este libro, Gallegos penetra con seguridad y pasión absorbente en una temá­ tica, reciamente expresada, que va a culminar, precisamente, en su obra más difundida, “Doña Bárbara”, por extensión su novela de carácter más genuinamente americana y que colocó, sin disputas, el nombre de Gallegos entre el de los autores más calificados de habla española en nuestro siglo. El novelista integral que había en Gallegos, se revelaba así con todo el poder creador y el vigor de sus caracteres. Sus obras posteriores —par­ ticularmente “Cantaclaro” y “Canaima”— no hicieron otra cosa que acre­ centar el prestigio indisputable del novelista venezolano y acusar los con­ tornos precisos de la tarea propuesta. El hombre y la naturaleza, es decir el “ser” trascendente del país, están manifiestamente expuestos en estos libros. Pero Gallegos no se contenta con esa única parcela de la creación, y dirige su mirada hacia otros rumbos, igualmente sustanciales, como la problemática social, propiamente dicha, característica de nuestro pueblo. “Pobre Negro” y “El Forastero”, que siguen en orden de publicación a las novelas anotadas, están colocadas bajo este signo indagador de la realidad venezolana. “Sobre la misma Tierra”, más densa, más completa desde el punto de vista novelístico, redondea vigorosamente esta última tentativa galleguiana. Su más reciente novela, por otra parte “La Brizna de paja en el viento” y la inédita que anuncia, “La brasa en el pico del cuervo”, aun cuandoi per­ manecen dentro de la tradición ya conocida y característica del autor, se 59 evaden en cierta forma de su típico escenario y de su referencia concreta ai hombre y a la naturaleza venezolana; pero confirman, distintamente, las condiciones y elementos americanos que siempre han estado presentes en todos sus libros. La primera entra de lleno, con vigorosa penetración en el problema político de Cuba, antes de la revolución que echó por tierra la dictadura batistiana. La segunda anuncia el tratamiento de la cuestión mexicana, desde el punto de vista de su revolución agraria. Son, como puede verse, facetas congruentes de su novelística anterior, en donde es visible también el esfuerzo por aislar los elementos que tipifican la rea­ lidad americana en toda su compleja manifestación. Esto, en última ins­ tancia, no viene sino a confirmar el carácter eminentemente americano de la obra galleguiana. ¿Qué queda después de esta sumaria revisión de las novelas del maestro indiscutible? Una afirmación primordial: su obra es obra americana por excelencia; el ámbito de su quehacer literario, fecundo y responsable, trasciende efectivamente las fronteras patrias y es la más universal de nuestras contribuciones a la literatura de América. Y una segunda afirma­ ción, ésta ya en el plano propiamente nacional: con la obra de Gallegos se hace efectiva una de las etapas más vigorosas de la novela venezolana, y frente al examen de las novelas aparecidas en los últimos 30 años, ha de expresarse, sin equívocos posibles, que aún no ha sido superada.

El Cuento

En el cuento se manifiestan las mismas características, e iguales orígenes e influencias presentes en el proceso de la novelística. Dos revistas, “El Cojo Ilustrado” y “Cosmópolis”, están en los comien- Los nombres zos de la cuentística nacional, por cuanto aglutinan a del comienzo su alrededor, dentro del auge modernista de la literatu­ ra venezolana de la época, a quienes serían, propiamente, los iniciadores del cuento venezolano. Variadas son las tendencias en los primeros tiempos del cuento nacional, como diversas fueron las influencias sufridas. Urbaneja Achelpohl, es el representante del criollismo o nativis- mo; Manuel Díaz Rodríguez, el fino estilista, el esteta por excelencia; Pedro Emilio Coll, contemplativo y cáustico, el riente descriptor de realidades y ficciones y captador de finas esencias sentimentales; Rufino Blanco Fombona, viril y vital, intenta erigir en máxima, adelantándose un poco al realismo posterior, la necesidad de expresar el mundo rudo y primitivo de la patria. Rómulo Gallegos y sus compañeros de generación intentan un nuevo rumbo. Una revista, “La Alborada”, les sirve de respaldo para sus pronun­ ciamientos estéticos. Allí se encuentran junto a Gallegos, Julio Horacio Rosales, Henrique Soublette, Salustio González. Todos ellos intentan y 60 realizan el cuento con verdadero sentido de creación. Sin embargo, los ver­ daderos cuentistas allí son Gallegos y Rosales. Gallegos se inicia como cuentista; luego, pleno de sus razones creadoras más estimables invadirá con seguridad y tino, el campo de la novela. Junto a la gente de “Alborada” hay que colocar con igual sentido de opo­ sición al modernismo insustancial, la recia figura de José Rafael Pocaterra, cuya obra cuenta con indudables aciertos también en el género, al cual dedicó muy buena parte de su torrencial acción creadora. Otros, menos destacados —y en distinto plano que los anteriores— son Carlos Paz García, de notable figuración en su tiempo y a quien ha de considerársele como modernista algo tardío que no supo reaccionar a tiem­ po contra los excesos formales de esa tendencia, complaciéndose en cul­ tivarlos a través de una prosa excesivamente barroca por lo repujada; Alejandro Fernández García (1879-1939), tributario también del moder­ nismo y autor de gran prestigio en su época, alambicado y preciosista en la expresión descriptiva, cuyas obras (“Oro de Alquimia” y “Bucares en Flor”) son modelos de aquel gusto de la prosa recargada de afeites y me­ táforas que puso más el acento narrativo en la forma del cuento que en el tratamiento de los personajes o en el cuadro vital de la trama; y Leoncio Martínez, humorista, periodista, caricaturista y bohemio, hombre pene­ trado de un sentido realista del cuento, que junto a la notable obra de prensa realizada en un semanario lleno de gracia criolla y de picardía política, como “Fantoches”, tiempo tuvo para cumplir su labor cuentísti- ca, dentro de un naturalismo no muy bien logrado, pero sano en la intención. Después del año 20 y siguiendo el vigoroso empuje impreso en el campo de la poesía por la “Generación del 18”, el cuento se abre a una más compleja perspectiva. El realismo se ve robustecido con el contenido social de las nuevas tendencias y sin desdeñar por completo la esencia perdurable del criollismo, un nuevo estilo busca imponerse, emplazados los autores por distinto espíritu que nacía del cruce de una diversidad de influencias, en las que son evidentes las señales de la novela rusa y de otros países orien­ tales.

Aunque la del 18 fue fundamentalmente una generación de poetas, tuvo también, proyección en el campo de la cuentística. Sus mismos inte­ grantes pasaron, con algún acierto, de la poesía al La generación cuento, como Andrés Eloy Blanco, y Pedro Sotillo; y del 18 otros escritores, no poetas, bien pueden asimilarse, en en el cuento este, caso al grupo, atendiendo a razones cronológicas y a la época en que inician su producción. Tal el caso de Julio Garmendia, Jesús Enrique Lossada, Vicente Fuentes, Casto Ful­ gencio López, Blas Millán, Valmore Rodríguez y Joaquín González Eiris. Un poco más tarde se incorporan al mismo esfuerzo Mariano Picón Salas, Antonio Arráiz y Angel Miguel Queremel, este último, poeta de gran aliento, 61

residente durante varios años en España y quien de regreso ai país, estre­ nado en las novedades líricas de su tiempo, va a ser centro de un cierto movimiento de renovación, teniendo en parte como estímulo de su labor aglutinadora la obra de los poetas españoles de la generación del 27. Existe gran interés e inquietud literaria por ese tiempo. Los narra­ dores rusos tienen ya amplia audiencia de lectores. Las influencias del mo­ dernismo y del post-modernismo son sustituidas o apuntaladas por otras nuevas, y se mira activamente hacia todo aquello que comienza a trans­ formar los viejos moldes de la expresión en España, Francia e Italia. Algo de los ecos que entonces conmueven los cimientos de la cultura europea, como consecuencia de la segunda guerra, penetra también en nuestro ámbito literario. Los espíritus jóvenes se muestran receptivos para la cap­ tación de las experiencias renovadoras del Viejo Mundo. Andrés Eloy Blanco, perfil de poeta verdadero, ensaya oficio de cuen­ tista con donaire y humor auténticamente venezolano. -Penetrado de un sentido de la realidad y apasionado como el que más por las cosas de su tierra y de su gente, del pueblo que tanto amó, Andrés Eloy Blanco deja testimonios de penetración y audacia en el género narrativo, en su libro “La Aeroplana Clueca”. Su cuento “Las Glorias de Mamporal” es una de­ liciosa sátira, llena de humor, del parroquianismo aldeano de nuestros pe­ queños pueblos del interior. Pedro Sotillo, dotado extraordinariamente para las faenas narrativas e inexplicablemente apartado de la función creadora desde hace bastante tiempo, para mengua de la literatura contemporánea de Venezuela, escri­ bió dos cuentos que son, verdaderamente, estupendos logros de nuestro mejor narrar: “Los caminos nocturnos” y “Viva Santos Lobo”. Con desen­ vuelta sabiduría en el difícil arte del relato, Sotillo recrea los motivos de la tradición, se apoya en las costumbres y levanta a planos de revelación ar­ tística elementos de sana claridad popular. Julio Garmendia es el caso típico del cuentista nato. Parco en la obra, sin embargo, lo que él ha escrito posee el sello y la eficacia de la obra definitiva. Garmendia, original y personalísimo en su estilo y con­ cepción del cuento, se aparta un poco de la tendencia entonces en boga para la época de su iniciación —la fuerte expresión realista o naturalista y el cultivo exagerado del nativismo—, afirmándose en unas maneras per­ sonales que buscan ante todo dar su calor esencial a la ficción —fina­ mente poética e irónica—, pero obligada por un sentido humano de finísi­ ma perfección artística. Jesús Enrique Lossada, desde Maracaibo, inicia su incursión por los predios del cuento, sin abandonar del todo sus inclinaciones modernistas. Su libro “La máquina de la felicidad” aparece rodeado por una cierta atmósfera filosófica en la que son perceptibles los rasgos del razonar pesi­ mista. Se le tiene como nota exótica y aislada en el cuadro de nuestra cuentística contemporánea. 62

Joaquín González Eiris perteneció al llamado “Grupo de Fantoches’’, el semanario humorístico de Leoncio Martínez que significó durante la dic­ tadura gomecista un refugio de la dignidad y un apoyo para las tareas intelectuales no conformistas. Los cuentos de González Eiris, “En pedazos”, 1925, y sus novelas, “Dos novelas cortas”, 1940, lo ubican en un plano de equilibrio entre la preferencia naturalista y el afán de ceñirse, en sus ele­ mentos más puros, a la fórmula transicional del criollismo de la época. Los otros, como Vicente Fuentes, luminoso en las descripciones típicas de su isla nativa, Margarita; Angel Miguel Queremel, dotado de irresisti­ ble fuerza lírica en su prosa narrativa; Casto Fulgencio López, adscrito a un mesurado tono criollista que se basa en la indagación de la realidad, sin descuidar el aspecto espiritual de sus personajes; y Blas Milián, (Manuel Guillermo Díaz) recientemente desaparecido, dueño de un estilo sobrio, cuidadoso y sereno, interesándose en el sentido vital del mundo venezo­ lano y recogiendo abundantes elementos de la tradición y de la historia venezolanas, completan el cuadro narrativo de la generación del 18, junto con Mariano Picón Salas y Antonio Arráiz que aparecen y se afirman en años posteriores. También habría que incluir cronológicamente en este mismo sitio a Antonio Reyes, quien con su libro “Cuentbs Brujos”, 1930, pone una nota de exotismo e en nuestro ambiente literario.

Más diversa y rica en sus manifestaciones que la del 18, fue la gene­ ración de 1928. Ella se inicia bajo el signo de la rebeldía. Rebeldía en el campo político, pero también en el de las manifes­ La generación taciones literarias. El movimiento vanguardista que de Vanguardia tan características notas iba a imprimir en la poe­ sía de entonces, influye igualmente en la forma y en el cuento expresión del cuento. El gusto por la metáfora, la imagen, y, en general, por el lenguaje expresa e intencionadamente tor­ cido, constituyen algunos de los detalles iniciales de esta tendencia, que, poco a poco, tiende a equilibrar la expresión, sin rectificar esencialmente, pero sí en busca de un estilo más perdurable y trascendente. Lo poético continúa, sin embargo, predominando, y la audacia en los temas logran circunstancia valedera. Nuevas influencias se unen a las que ya habían constituido fundamento de los cuentistas precedentes. Y el tono exaltado, el entusiasmo por dirimir ideológicamente los problemas sociales toma asiento en el nuevo estilo. La poesía lírica y la tendencia social en la na­ rrativa se manifiestan con incontrastable fuerza. El cuento se revela como un instrumento de acción y de combate, y alcanza, desde entonces, extra­ ordinaria significación en el ámbito general de toda nuestra literatura. Entre los autores más significativos de este momento, unos dentro de la propia característica generacional, otros incorporados a las mismas in­ quietudes e influencias, aunque emparentados cronológicamente con la ge­ neración del 18, hay que mencionar a Arturo Uslar Pietri, Mariano Picón 63

Salas, Antonio Arráiz, Ramón Díaz Sánchez, José Salazar Domínguez, Car­ los Eduardo Frías, Nelson Himiob, Guillermo Meneses, Julián Padrón, José Fabbiani Ruiz, Arturo Briceño, Arturo Croce, Pablo Domínguez y Raúl Valera. Con sobrada razón considerado uno de los más importantes escri­ tores venezolanos de este siglo, Mariano Picón Salas ha desarrollado una vasta labor creadora en el campo de las letras nacionales. Su amplia bi­ bliografía, fruto de una fecunda y constante labor, pertenece por igual al campo de la novela, de la historia, de la biografía, del relato y del ensayo. Su versación en los temas más sobresalientes de la cultura de nuestro tiempo es verdaderamente admirable. Domina con igual destreza el campo de la historia, como el de la literatura pura y el arte en sus más variadas manifestaciones. Podría tomársele por erudito si no fuera por la pasión que pone en la obra de todos los días, y por la inteligencia de sus enfoques, que desbordan la simple categoría de la investigación. Es uno de los escritores contemporáneos de más aguda percepción de los problemas culturales del país, al par que un ensayista penetrado del sentido contemporáneo de la labor intelectual. Su estilo cuenta con la sobria belleza del artista, con la agilidad de una expresión nutrida de vivencias muy actuales y con la segu­ ridad que da el dominio del oficio. Ensayista de primer orden, Picón Salas ha incursionado con magistral experiencia en el campo de la narrativa, dándonos cuentos y novelas, así como biografías noveladas de excelente factura, que han cimentado su prestigio en el cultivo de esos géneros. De formación autodidacta, dueño de voluntad tenaz y dedicado como pocos, con pasión y seriedad, a la labor literaria, Ramón Díaz Sánchez Iha conquistado puesto de preeminencia en el panorama de la literatura vene­ zolana contemporánea con obra verdaderamente sólida, que se reparte, por igual, el interés humano del ser venezolano como la problemática de nues­ tra realidad geográfica, histórica y social. Ha cumplido trayectoria sobre­ saliente en el campo de la novela y el cuento; pero también ha sido atraído por las excelencias del ensayo y la biografía. Con su densa biografía “Guz- mán, elipse de una ambición de poder”, obra que aclara la perspectiva his­ tórica y política de nuestro Siglo XIX, alcanzó en 1951 el Premio Nacional de Literatura. También ha tenido notable figuración en el campo del perio­ dismo nacional, actividad que ha ejercido desde sus años mozos. Nació en Puerto Cabello el 14 de agosto de 1903. Siendo muy joven se trasladó a los campos petroleros del Zulia y allí fue el despertar entero de su vocaeión literaria. Su primera novela, “Mene”, laureada posteriormente, es un do­ cumento narrativo de la vida petrolera en aquellos iniciales años del fa­ buloso descubrimiento y explotación de la riqueza del petróleo en Vene­ zuela. Esta novela ha sido traducida a muchos idiomas. Arturo Uslar Pietri es, contemporáneamente, uno de los escritores so­ bresalientes de nuestro país en todos los órdenes de la actividad intelectual. Se colocó, desde sus primeros libros, en el grupo más conspicuo de las letras 64 venezolanas. Su posterior labor ha acentuado su figuración nacional y con justicia está hoy en día en la primera fila de los escritores hispano­ americanos de nuestro tiempo. Su obra literaria es varia, constante, fe­ cunda y de una calidad extraordinaria. Sobresale en el cultivo del cuento, la novela y el ensayo, géneros a los que ha dado aportaciones estimables. Ultimamente ha puesto de relieve, igualmente, sus condiciones para la creación teatral, campo para el cual ha escrito ya varias piezas muy bien acogidas por la crítica de esa especialidad. El periodismo, la radio y la tele­ visión lo han contado entre sus animadores más distinguidos. Sin pecar en la alabanza de Uslar Pietri puede decirse que es un clásico de nuestro tiempo. Su novela “Las Lanzas Coloradas” continúa representando una de las más logradas manifestaciones de la novelística hispanoamericana en lo que va de siglo. En 1956 obtuvo conjuntamente con Mariano Picón Salas el Premio Nacional de Literatura. Guillermo Meneses pertenece también al grupo de escritores que por los alrededores de los años 28 y 30 comenzaron a darse a conocer ampa­ rados en la Revista “Elite”, de aquellos años. De vocación narrativa bien encaminada, que ha continuado a través de una trayectoria siempre en cons­ tante ascenso, Meneses destacó bien pronto en su primera época como cuentista de grandes recursos y de aciertos extraordinarios. “La Balandra Isabel llegó esta tarde...” uno de sus cuentos más significativos y defini­ dores de su carrera de escritor, es un relato de extraordinarias calidades en el que lo poético, lo humano y lo real se confunden en una admirable síntesis de equilibrio literario, gracias a una trama dominada por lo psi­ cológico, como esencia de la narración. Uno de sus más recientes cuentos, “La mano junto al muro”, significa, igualmente, una ratificación de su obra narrativa anterior y una superación de sus condiciones creadoras. Entre las varias novelas que ha publicado hasta ahora, “El Falso cuaderno de Narciso Espejo”, galardonada con el premio Arístides Rojas, es repre­ sentativa de los valores técnicos y de la destreza que ha adquirido el autor al contacto con las más nuevas corrientes de la novelística universal, prin­ cipalmente la europea. Lo mismo puede decirse de su última obra aparecida, “La Misa de Arlequín”. Julián Padrón inició su labor literaria por los alrededores del año 30, colaborando asiduamente en la Revista “Elite”, de su primera época. For­ mó parte, así, de un estupendo grupo de escritores venezolanos que han te­ nido notable figuración en los diversos campos de la literatura nacional, movidos por un verdadero aliento de renovación que coincidió, justamente, con las entusiastas jornadas políticas de los universitarios del año 28. De aquel grupo de escritores ha recibido nuestra novelística, así como la poe­ sía, el cuento, el ensayo y el periodismo, una contribución de sensible pro­ greso. Julián Padrón está entre los más calificados autores de ese grupo. Su primera novela “La Guaricha”, lo situó en plano de consideración al primer momento. Con espontaneidad y sencillez, tanto en la trama como 65 en el estilo mismo, el autor revela el mundo de los seres, de la geografía y de la realidad de los campos venezolanos, con toda la naturalidad poética de una descripción ceñida a la realidad, pero también con el doloroso énfa­ sis que es posible aislar en el drama humano del hombre enfrentado a la tierra, en busca de la afirmación de su vida y de su esperanza. Así, en su pri­ mer libro. Igual en “Madrugada”, su segunda novela, y también en su co­ lección de cuentos “Candelas de Verano”; pero quizás con más rigor y aspe­ reza, que linda lo dramático-fatalista, a veces, en su última novela “Clamor Campesino”. También es perceptible una fuerte impregnación poética en su narración. Su novela “Primavera Nocturna”, que se aleja bastante de su temática central anteriomente expuesta y de su preocupación de elemen- talidad venezolana, es un fresco paisaje lírico a través de una lograda in­ mersión en el mundo psicológico de su personaje principal. La obra de José Fabbiani Ruiz es el resultado de una consecuente y firme actitud hacia el cumplimiento de su vocación intelectual. En este sentido ha abrazado la carrera literaria con desprendimiento de todo otro interés secundario y de otra preocupación humana. Sus largos años de actividad en el campo de la literatura venezolana, la perseverancia y férrea dispoción de su ánimo en busca de su realización en la dimensión artística, abonan las excelencias de toda su producción. En él se manifiesta, por otra parte, la decisión de expresar cabal y justamente la realidad de la vida venezolana, en el campo y en la ciudad, matizada por una suave evocación de la infancia, lo que le da un armonioso toque poético a su estilo narra­ tivo. Su prosa, nutrida de alientos de la mejor tradición española, revela una rigurosa y exacta palpitación humana, alejada conscientemente de todo sentimentalismo o barroca manifestación de endeblez espiritual. La realidad de los seres y de sus ambientes emergen a la superficie del tema novelístico, que se da al lector en sugerentes trazos, donde el mundo con­ creto, sin perder sus ásperas aristas, se entrega en logrado esfuerzo de magia expresiva. La crítica ha hablado respecto a su novela “La Dolida Infancia de Perucho González” como una tentativa por revivir la picaresca española, pero con sentido de contemporaneidad. Fabbiani Ruiz ejerce la docencia y tiene más de veinte años en el desempeño del periodismo lite­ rario, destacando de manera particular en la labor crítica. Lucila Palacios es el seudónimo de Mercedes Carvajal de Aroc-ha, una de las escritoras venezolanas de más fecunda labor. Nació en Puerto España (Trinidad) y muy pequeña fue llevada a Ciudad Bolívar, de donde eran sus padres. Su infancia y adolescencia transcurrieron allí. La actividad creadora de Lucila Palacios ha sido bastante amplia. Sus primeras publicaciones aparecieron en periódicos y revistas del interior y de la capital. Versos y cuentos suyos fueron habituales en “El Uñare” de Zaraza, “El Luchador”, de Ciudad Bolívar, y en las revistas “Elite” y “Bi- lliken”, de Caracas. Posteriormente, dentro de la labor estrictamente pe­ 66 riodística, ha intensificado su colaboración en otras publicaciones de la república y en la prensa del exterior. Pero lo más valioso de su función intelectual se halla representado en los campos de la novela, el cuento y el teatro. Lucila Palacios obtuvo el premio “Arístides Rojas” en el año 1949 con su novela “El corcel de las crines albas”. José Salazar Domínguez es atraído por la temática del mar y con ella profundiza en la vida psicológica de los seres que pueblan nuestras cos­ tas e islas. Como todos los cuentistas de esta época da sentido y alcance poético a su lenguaje y maneja diestra, sobriamente, los elementos de la narrativa, para ahondar en el suelo psicológico de sus personajes, que no por ser gente sencilla y humilde de nuestras costas, dejan de ofrecer inte­ resantes ángulos, limpiamente captados por el cuentista. Carlos Eduardo Frías abandonó, inesperadamente, un género donde ha­ bía demostrado, junto a sus otros compañeros, grandes posibilidades de acierto. Firme en las descripciones de ambientes y lugares, fino en el ma­ tiz psicológico, los cuentos que escribió revelan un claro talento de narra­ dor, desgraciadamente trunco. Digno continuador de un depurado criollis­ mo crecido en ambición de universalidad, todavía la literatura venezolana espera de él la vuelta generosa a una labor que no ha debido abandonar. Con indudable aliento lírico, remetido en un lenguaje poblado de me­ táforas e imágenes y muy dentro del gusto audaz del vanguardismo, Nel- son Himiob escribió sus primeros cuentos: “Giros de mi Hélice”. Ultima­ mente dio muestras de apreciable transformación hacia la sencillez de la expresión y la intención de síntesis, lindante con ana tentativa de pene­ tración en el mundo psicológico de los personajes, con su libro “La gata, el espejo y yo”. Por su parte, Arturo Briceño continuaba fiel a la línea trazada por el criollismo, aunque con una proyección más ambiciosa, donde los ele­ mentos de la ficción transforman los elementos de la realidad (hombre- medio) con un sentido artístico preciso, ágil y espontáneo. Su prosa, por lo demás, concisa y elegante, no pierde los atributos del impulso van­ guardista que la definió en sus comienzos. Uno de los que ha persistido en el género con más laboriosa y fe­ cunda constancia, ha sido Arturo Croce, fino, poético, penetrado por un esfuerzo de síntesis, y detenido morosamente en descubrir los detalles fundamentales del alma del hombre y del paisaje venezolano. Su ambiente propio casi siempre es el escenario rural y él define, con firme mano con­ movida, los problemas sociales, aún no resueltos del todo en nuestro país. Pablo Domínguez quiso ir a la expresión directa de la realidad y a veces escogió símbolos para su obra, como en su libro de cuentos “Ponzo­ ñas”. Pero más que todo, antes que plantear y resolver problemas del mundo social gusta del simple placer de narrar. 67

Quizás uno de los exponentes tardíos del criollismo, lo sigue consti­ tuyendo en la actualidad, Raúl Valera, aunque hace años variadas preocu­ paciones lo han apartado de la pública manifestación literaria. Pero en sus comienzos, y aún un poco más tarde, (“Intentona”, 1946) dio muestras de un ponderado estilo que se complacía en fijar límites a la vida rural ve­ nezolana, con no poca garra y fuerza de definición temática, que a veces conmueve por el vigor dramático. Tal el caso, entre otros, de su cuento “La Alcancía de Barro Negro”.

Abiertos a los aires renovadores de los tiempos que corren, en contacto directo (viajes, lecturas, intercambios de todas clases) con las más recien­ tes novedades en el mundo de la literatura contem- Los Cuentistas poránea, las últimas promociones de cuentistas ve- recientes nezolanos representan una nota saludable, de extra­ ordinaria dimensión creadora, que parece haber aban­ donado los estrechos reductos de lo que en no lejana época fue gustoso localismo o estremecedor criollismo, con un poco de audacia provinciana. Incluso los representantes, aún vivos, de otras generaciones pasadas, ante el impulso indudable de los nuevos grupos, se han incorporado también a la marcha que marca el vigoroso y actualísimo signo de la renovación. Las inquietudes marchan parejas con la vocación de que hacen gala los nuevos. Y el cuento venezolano de nuestros dias se ha visto penetrado por las más diversas y fecundas influencias, y del cúmulo valioso que la experiencia europea ha aventado hacia estas playas se ha recogido la nota palpitante que se concentra en el hombre, como núcleo vital de la narra­ tiva universal contemporánea. Los cuentistas venezolanos tienen la am­ bición de aprehender el centro de ese universo que es el hombre, antes que nada. De allí la preferencia por ciertos estados subjetivos de la reali­ dad, donde lo subconsciente campea como fuerza fundamental. Hay diver­ sas tendencias, variadas formas de expresión narrativa, distintos estilos, en los que la concisión tiende a prevalecer. Sin embargo, cierto cerrado mundo, cierto hermetismo poblado de imágenes violentas, descarnadas, o arrebatadas como una corriente de nuestros grandes ríos, se percibe en los más recientes. En todos, sin excepción, alienta un esfuerzo poético indu­ dable. Claramente se advierte que los cuentistas intentan dejar un tes­ timonio, dejar sembrada su señal en la realidad del hombre, como docu­ mento o como consigna. El cuento venezolano ha pretendido, así, desha­ cerse del pesado fardo del paisaje, de la naturaleza, en que se consumió buena parte de nuestra literatura de ficción en el pasado. Ahora se busca la eficacia del narrar, más que en la trama misma, en el sentido humano que brota de la interioridad del personaje. Todo lo que atañe al hombre —al hombre universal— tiene que hacer con el cuento contemporáneo, como en general con la novela misma. Los cuentistas venezolanos del pre­ sente han aprendido esa lección. Atrás quedó, por eso, todo lo que fue 68 anécdota en el proceso del crecimiento y la madurez; la atracción y el gusto por el paisaje, que trascendía a personaje de primer orden, recreado una y mil veces en sus detalles más intrascendentes como en un inventario de cualidades y colores. Aquello, precisamente, en que tan pródigo se ma­ nifestó el criollismo vernáculo, o la exasperada insistencia que luego sobre­ vino, violenta y sincera, con el realismo o naturalismo, que también al­ canzó a ser expresión nativista, en última instancia. Ahora el misterio que se indaga es otro: está en el hombre, en su psicología, en sus problemas, en su “realidad” distinta al cuadro de costumbres o al fatigado esquema del drama rural o urbano. Está en la vida múltiple, compleja, vigorosa y densa del mundo subjetivo. Hay que rendir un tributo especial en esta oportunidad a un gran diario de nuestro pais, “El Nacional”, quien año tras año desde 1943, alienta un prestigioso concurso que ha servido de estímulo permanente y saludable para el cultivo del cuento entre las promociones recientes. Calificados autores de las últimas promociones son: Gustavo Díaz Solis, Humberto Rivas Mijares, Pedro Berroeta, Oscar Guaramato, Horacio Cár­ denas Becerra, Antonio Márquez Salas, , Andrés Ma- riño Palacio, Héctor Mujica, Oswaldo Trejo, Francisco Alvarez Andrade, Ma­ nuel Trujillo, Ramón González Paredes, Mireya Guevara, Antonia Palacios, Gloria Stolk, Carlos Dorante, Antonio Stempel París. En un concurso de cuentos auspiciado por la revista “Fantoches”, célebre durante todo el tiempo que estuvo dirigida por su fundador el humorista venezolano Leoncio Martínez, se dio a conocer Gustavo Díaz Solís, con un precioso cuento titulado “Llueve sobre el mar”. Fue en el año 1943. Desde entonces Díaz Solís comenzó a cultivar un género literario para el cual está excelentemente dotado. Fruto de esa dedicación fue, años más tarde, su libro “Dos Tiempos”, donde condensa, desde su punto de vista personal, las dos etapas de su obra cuentística. Anteriormente había publicado con el mismo título de su cuento premiado, un cuaderno literario en la colección de la Asociación de Escritores Venezolanos. Díaz Solís, a lo largo de su actua­ ción artística, ha logrado demostrar cualidades poco comunes y un conoci­ miento de la estructura íntima del cuento contemporáneo que explican el dominio que ejerce sobre la ficción y el relato. Humberto Rivas Mijares nació en Valencia, capital del Estado Carabobo, en el año 1919. Sus primeras publicaciones en Provincia, señalaron desde el comienzo las especialísimas condiciones de relatista, sin paralelo alguno con sus otros compañeros de generación y demás cuentistas mayores de nuestro país, por la concisión de su lenguaje, el urgente trazado poético de su narración y la limpidez de sus personajes, seres de ficción, pero llenos de humanidad vibrante. Pareciera la suya una insurgencia valerosa contra el verbalismo en que abundan muchas de las creaciones hispanoamericanas. Sus cuentos y relatos son como especies de labradas joyas de ficción, sin 69 perder, por eso, el aliento y la reciedumbre firme de la realidad, del mun­ do venezolano. Oscar Guaramato, es un cuentista de bien definida vocación y perso­ nalidad en el medio intelectual venezolano. Cultiva el cuento y el relato desde los heroicos tiempos del periodismo que encarnó entre nosotros el grupo de “Fantoches”. Oscar Guaramato tiene en su haber una rica y va­ riada experiencia como hombre. Viene del pueblo venezolano, directamente, y de ello se ufana con nobleza. Nunca fue a la escuela; es, por eso, auto­ didacta. Y en la larga escala de los oficios que ha desempeñado se encuen­ tran el de trabajador de la tierra, obrero textil, sindicalista, secretario de juzgado, maestro de escuela, periodista. Hizo periodismo en provincia. Le conocieron como cuentista en 1943, cuando obtuvo, en el mes de abril de aquel año, dos premios nacionales, uno el premio “Fantoches”, segundo del concurso, y otro, el premio “Alas”, primero del certamen patrocinado por esta última revista occidental del Estado Lara. Sus libros “Por el río de la calle”, ‘Biografía de un escarabajo” y “La niña vegetal” acreditan excelen­ temente su magnífica calidad cuentística. Mujer de finísima sensibilidad, poseedora de una aquilatada cultura y escritora de grandes dotes para la narración, Antonia Palacios ha escrito magníficos cuadros de recuerdos y descripciones de viajes y lugares visi­ tados por ella, en los que es perceptible su disposición para la narrativa. Sus cuentos, aparecidos después de una larga maduración, afirmaron la impresión general que produjeron sus primeros trabajos en prosa. Pero fue su novela, “Ana Isabel, una niña decente”, la que puso de relieve las admirables condiciones de esta escritora venezolana para el cultivo del género. Aunque de producción breve, lo publicado por Antonia Palacios sirve para definirla consistentemente en el cuadro de la narrativa nacional. Se tiene entendido que trabaja actualmente en una segunda novela, cuyo desarrollo y tratamiento realiza con el cuidado y detenimiento que le son propios. No es de dudar que su próxima obra responderá a la expectativa que en torno a ella gira en los medios literarios venezolanos. Gloria Stolk obtuvo a fines de 1956, con su novela “Amargo el fondo”, el “Premio Arístides Rojas”, la más alta distinción literaria que se concede en Venezuela al género novelístico. De esta manera el nombre de la autora se reveló prestigiosamente, aun cuando ya había publicado dos novelas con anterioridad, en 1953 y 1954, que no tuvieron la resonancia crítica que merecían. Por eso ha sido la última premiada la obra que pone de relieve sus aptitudes para el género y su perseverancia intelectual en el cultivo li­ terario en general. La autora mantiene una actividad periodística cons­ tante, y es colaboradora de revistas destacadas del exterior. Aparte del pe­ riodismo, que ha sido su principal actividad literaria, la más visible y constante, por lo menos, Gloria Stolk ha escrito cuentos, poesía y crítica. Antonio Márquez Salas, nació en Chiguará, Estado Mérida, en el año 1919. Dueño de vigoroso estilo que se muestra a través de una prosa recia 10 y apasionada, Márquez Salas destaca con seguros relieves en el panorama de la joven cuentística venezolana. Su indiscutible personalidad de narra­ dor se nutre de un permanente y vibrante fondo de realidad y sueño, de áspera circunstancia humana y de mágica revelación poética, donde el drama y el aliento del mundo venezolano hallan cabal y justo encuadra- miento en la acción de unos personajes, todos llenos de recio poder expre­ sivo y de fuerza telúrica excepcional. Su temática, por eso, se desarrolla alrededor de pronunciamientos de acentuada resonancia nacional, de la que no está ausente, sin embargo, la preocupación constante por dar sen­ tido y alcance universal a la obra. Ha obtenido por dos veces el Primer Premio en el concurso anual de cuentos del diario “El Nacional”: en 1947, con “El Hombre y su verde caballo” y en 1952 con “Como Dios”. Tiene pu­ blicado “El Hombre y su verde caballo” y “Las hormigas viajan de noche”, ambos libros de cuento. Muy personal en la concepción de sus relatos, Alfredo Armas Alfonzo actualiza, sin perder de vista la ganancia de los últimos movimientos ar­ tísticos del género, el estilo y los motivos del más entrañable nativismo venezolano. Su técnica es sencilla y su estilo recio, realista a veces, vital­ mente humano, se ve cruzado por aletazos líricos de fuerte contextura, donde la metáfora es fruto genérico del ambiente y expresión natural de los personajes que utiliza. Sus “historias” ligadas al puro y clásico mun­ do de la tradición nacional, revelan un espíritu consustanciado con la rea­ lidad y el ser de lo venezolano, en su sentir profundo. Natural, espontáneo en sus manifestaciones, Armas Alfonzo es un cuentista vocacional que ya tiene ganado un puesto de primera fila entre los autores que pertenecen a la joven generación de relatistas venezolanos. De la última promoción de escritores venezolanos, destaca la activi­ dad literaria de Héctor Mujica, quien dispersa su fervor creador en varia­ das tentativas: el periodismo, el ensayo, la novela y el cuento. La recia alternativa de la actividad política ha restado oportunidad de una obra más densa y nutrida al joven escritor; pero sus tres volúmenes de cuentos, hasta ahora publicados, y el anuncio de una novela reciente, bastan para confirmar sus mejores disposiciones para el relato contemporáneo. Como narrador tiende a la acción objetiva, al estilo directo, antes que a la enun­ ciación o el despilfarro metafórico. Sin embargo, no deja de traslucir cierto juego lírico en su prosa dentro de un matizado ámbito de fábula, dirigido, fundamentalmente, a la presentación de cuadros, temas y problemas hu­ manos de nuestro país. Nació en Carora, pueblo del Estado Lara, en el año de 1927. Pedro Berroeta se coloca entre la poesía y el cuento, aunque es más conocido y se ha dedicado con mayor pasión al último género. También ha incursionado por los predios de la novela y el teatro. “Marianik”, su primer libro de cuentos publicado en 1945, reveló su capacidad crea­ dora y su fina sensibilidad poética no exenta de cierta gracia y misterio 71

que ahonda, diestramente, en el mundo subjetivo. Su novela “La Leyenda del Conde Luna” ganó en 1955 el premio ofrecido por la Cámara Vene­ zolana del Libro para novelistas inéditos. Horacio Cárdenas Becerra se reveló con un pequeño volumen de cuen­ tos, “Los ahorcados”, en 1943. Con grandes disposiciones para el género, últimamente ha mantenido discreto silencio, interrumpido sólo por la pu­ blicación de algunos trabajos de Índole filosófica y humanística, materia de la que hizo carrera en sus años universitarios. Pérdida sensible fue para la literatura venezolana la enfermedad que hizo apartar bruscamente de la función creadora a una gran promesa de nuestras letras, Andrés Mariño-Palacio, quien, casi precozmente, apareció con un extraordinario sentido de la narrativa contemporánea, publicando en 1946 un breve libro, “Ei Límite del hastío”. Y luego una pequeña novela, “Los alegres Desahuciados” (1946). Una novela suya, publicada gracias a iniciativa de familiares y amigos, ganó recientemente el Premio Arístides Rojas para novelas: “Batalla hacia la Aurora”. Entre los cuentistas más jóvenes destacan Oswaldo Trejo, penetrante en la revelación del acontecer de la vida urbana (el hombre en su medio), quien en 1948 publicó un libro que desconcertó por la audacia de su temá­ tica y de su expresión: “Los Cuatro Pies”; Manuel Trujillo, infatigable e inquieto, dueño de una gran sensibilidad y buscador de nuevas formas del narrar; Ramón González Paredes, colocado en la línea del drama, la poesía, el cuento y la novela, espíritu de absorbente y prodigiosa capacidad creadora; Mireya Guevara, también inclinada hacia el cultivo de la novela; y más recientemente, con definido estilo y ambiciosa posibilidad para esta­ blecerse con derecho propio en la zona más segura de la cuentística con­ temporánea: Adriano González León, Héctor Malavé Mata, Enrique Iza- guirre, Rafael Zárraga, Hernando Trak, Elmer Szabó. 12

V.— EL ENSAYO

Se da el caso peculiar entre nosotros de que la mayoría de los escritores que destacan en otros géneros (novela, cuento, poesía) también se cuenta en el grupo de los ensayistas nacionales. El ensayo es Los género largamente difundido en el país, y en los últimos positivistas años presenta un gran desarrollo, superando inclusive a otras manifestaciones creadoras tradicionales de nuestra literatura. Desde Rómulo Gallegos, nuestro máximo novelista, (su libro “Posición y doctrina’’, recientemente aparecido como colección de todos sus escritos de carácter ensayístico, es un claro exponente), hasta Mariano Picón Salas, Arturo Uslar pietri, Ramón Díaz Sánchez, Antonio Arráiz, José Fabbiani Ruiz, Felipe Massiani, Juan Oropesa y otros, que tienen posición distinguida en la novela, el cuento o la poesía, se muestra esta fecunda y saludable dualidad, de la que se beneficia ciertamente la prosa nacional. Dentro del proceso histórico seguido por el ensayo en Venezuela es posible advertir tres o cuatro momentos de señalada independencia y je­ rarquía. Sin remontarnos demasiado en el tiempo hacia unos orígenes más o menos perceptibles en el siglo pasado (tal sería el caso de señalar nombres como los de Fermín Toro, Cecilio Acosta, Juan Vicente González, Felipe Larrazábal; Laureano Villanueva, Eduardo Blanco, Arístides Rojas, José María Rojas, Julio Calcaño, Marco Antonio Saluzzo, Ricardo Ovidio Limardo, Rafael M. Baralt, Ildefonzo Riera Aguinagalde, Aníbal Domínici, Manuel Fombona Palacio, Pedro Fortoul Hurtado, Felipe Tejera, Gonzalo Picón Febres) puede afirmarse, y en esto coincide la generalidad de los estudiosos de nuestra literatura, que el ensayo se consolida como forma de expresión de un grupo homogéneo y literariamente organizado, con los escritores que integraron la primera generación positivista; entre otros, Gil Fortoul, Lisandro Alvarado, César Zumeta, Luis Razetti, Vallenilla Lanz, Pedro Manuel Arcaya, Acosta Ortiz, David y Julio Lobo, Manuel Revenga, Alejandro Urbaneja, Nicomedes Zuloaga, José Ladislao Andara, Samuel Darío Maldonado, Guillermo Delgado Palacios, Julio César Salas, Angel C. Rivas, Elias Toro, que diversificaron su interés investigador por campos y temas a veces disímiles como: historia natural, biología, antro­ pología, sociología, economía política, filosofía, derecho. El positivismo, esa nueva ciencia que penetra con evidente retardo en los estudios universitarios, significa un saludable impacto para nuestra cultura general. La generación que comanda esta nueva actitud representa una de las genuinas disposiciones científicas del país. La historia, la socio­ logía, la filosofía y la crítica entran en el mundo del ensayo venezolano dentro de una nueva concepción que utiliza un método de investigación hasta entonces no aplicado entre nosotros. Y en el campo literario va a 73 influir notablemente en todos los órdenes. En la novela y el cuento, por ejemplo, dentro de la tendencia modernista; sin embargo, será en el en­ sayo propiamente dicho donde el positivismo va a encontrar su justo y verdadero cauce de expresión. Por otra parte, esta aptitud nueva para el examen de la realidad venezolana, de su historia y de sus valores más conspicuos, desde el punto de vista de la sociedad y del tiempo en que aquélla se inserta, sufre también el beneficioso influjo de dos corrientes, iniciadas o en trance de afirmación, como son la que deriva de la generación del 98 español (ünamuno, Ganivet, Azorin, Ortega) y la que se gesta en el propio seno del continente americano, que tiende a desentrañar los valores fundamentales del mismo, planteándose desde el principio a Amé­ rica como problema. Es la indagación inquietante en la cultura y la historia americanas, que oscila algunas veces entre un luminoso y esperanzado optimismo o un ciego y desventurado pesimismo, que nada concede a las posibilidades de las nuevas naciones surgidas del prodigioso parto de la independencia. Es una preocupación que tiene en todas partes apasionados y leales cultivadores: Rodó y Mariategui en el Perú; Vasconcelos en Mé­ xico; Ingenieros, en Argentina; López de Meza en Colombia; Hostos en Puerto Rico; Henríquez Ureña en Santo Domingo; Alfonso Reyes en México. Concretamente, y orientados por la indagación positivista, los jóvenes escritores de esa generación comienzan a preocuparse por el ensayo his­ tórico y los trabajos de sociología, imbuidos en las ideas de un cientificismo sociológico que ya para ese entonces en el Viejo Continente se disputaba el predominio de escuelas que siguieron a la obra de los fundadores Comte y Spencer, pero de cuya polémica apenas llegaban apagados y retardados ecos a nuestras costas. José Gil Fortoul (1862-1941), entre los primeros, aborda con tino y preci­ sión, la interpretación sociológica de la historia venezolana y nos deja un magnífico testimonio en su libro “El hombre y la ¡historia”. Es una obra en donde con claridad de estilo y riguroso método se enjuicia el proceso histórico-social de la República. Esta misma preocupación de sus frutos en otros ensayos como “Filosofía Constitucional de Venezuela”, la más re­ presentativa y completa de cuantas se han escrito en nuestro país con riguroso método y limpia intensión científica. Espíritu desconcertante, denso en la idea, claro en la exposición, atraído por los más dispersos temas y motivos, dotado de gran capacidad de aná­ lisis y observación y fundamentado en sólida cultura, fue don Lisandro Al- varado, en quien se dieron los atributos del sabio con la sana claridad espi­ ritual del hombre. Cultivador de diversas disciplinas científicas y literarias, es el polígrafo de su generación. Sus ensayos más importantes son: “Los delitos políticos en la Historia de Venezuela” y “Neurosis de Hombres céle­ bres”, que tienen no pocos ecos de los trabajos lombrosianos, orientados fecundamente por la claridad de una doctrina personal de marcado carác­ ter científico. 74

César Zumeta (1860-1955) sobresale en el cultivo de una prosa cuidada, precisa, lógica, no exenta de gracia y penetración ideológica, buscando dis­ cutir y precisar los valores filosóficos y estéticos que en su época influyen en la literatura venezolana. Sin embargo, no deja de incursionar igualmen­ te por los problemas de carácter político y social de Latinoamérica, tal en su ensayo titulado “El Continente Enfermo”. Otro que busca deslindar las ideas estéticas y filosóficas de su genera­ ción es Luis López Méndez (1861-1891), prosador insigne y dueño de un es­ tilo envidiable, aun en sus pequeños trabajos periodísticos, tal como se re­ vela en los trabajos de su libro “Mosaico de Política y Literatura” que co­ mienza a escribir y publicar en el año de 1886. Prefiere el ensayo crítico o el examen estético, pero no deja de preocuparse asimismo por temas gene­ rales de la cultura, la historia y la sociología, extendiendo el alcance de sus trabajos a la interpretación general de la existencia americana. “Por la lucidez de su pensamiento crítico y por la precoz plenitud de su estilo —ha escrito Luis Beltrán Guerrero—, fluente y exacto, preciso y armo­ nioso, es cabalmente un clásico de nuestra República Literaria. También lo es en la República Democrática, que unas veces se sueña y otras se vive. Nadie más que él divulgó entre nosotros las ideas por un gobierno repre­ sentativo, en el que la libertad no desmintiese el orden legítimo. Clásico en las letras y en la política, no lo es menos por la perfección moral de sus ideas y de su conducta”. Murió a los 30 años de edad. Y, sin embargo, dejó cumplida obra de vasta trascendencia, aprovechada por generaciones pos­ teriores. Polémicos en sus trabajos de indagación sociológica y audaces en la definición histórica del país, van a ser Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936) y Pedro Manuel Arcaya (1874-1958), en quienes el rigor científico preconi­ zado por el positivismo va a estar teñido por la pasión o el interés político. El primero, hábil escritor, polemista de relieve, escribe un libro, “Cesarismo democrático”, que pretende ser una justificación de la larga dictadura go- mecista, sufrida por el país, y cuyo fundamento se afianza en la idea, pre­ sentada como rigurosa tesis, de que para gobernar a Venezuela, como a las demás naciones hispanoamericanas, es imprescindible la existencia del “gendarme necesario”. En sus otros libros de ensayo: “Críticas de since­ ridad y exactitud”, “Disgregación e Integración” y “El Libertador juzgado por los miopes”, refuerza su polémico planteamiento acerca de los orígenes, el proceso seguido y las características histórico-sociológicas de la reali­ dad nacional. El segundo, con criterio independiente y a veces en oposición a ciertos radicales planteamientos de su compañero, trajina similares sendas en cuanto a amparar la existencia del régimen político, al cual prestó decidida participación, con el respaldo de discutibles ideas sociológicas. Sin embar­ go, fundamentado en Spencer y en Taine, afiliado a las teorías darwinistas 15 y lamarckistas, intenta explicar ciertas características de nuestro devenir social, político, cultural y étnico basándose en criterios de aquellos maes­ tros de la sociología europea. Sus trabajos más sobresalientes, en conjunto obra enmarcada en límites deterministas, son “Estudios de personajes y hechos de la historia de Venezuela”, “Venezuela y su actual régimen” y “Estudios de Sociología Venezolana”. Destacó asimismo el Dr. Pedro Ma­ nuel Arcaya en el ensayo de tipo jurídico. Angel C. Rivas (1873-1930), J. L. Andara (1866-1923) y Julio C. Salas (1870-1932), sobresalen también en la lista de estos primeros ensayistas de la generación positivista. Los dos primeros señalan preferencia por los temas históricos y jurídicos; el último, catedrático de sociología en la Uni­ versidad de Los Andes (Mérida) cuando esa disciplina comienza a ense­ ñarse en nuestros primeros centros de estudios superiores, realiza obra de investigación seria y documentada en el campo de la etnología y la socio­ logía venezolana, aplicando los métodos por entonces conocidos. De esa la­ bor se recuerdan sus libros “Venezuela Tierra Firme”, “Los Indios Caribes”, “Civilización y Barbarie” y “Estudios de Sociología Venezolana”.

La generación modernista, heredera ideológica y casi coetánea con la precedente del positivismo, cuenta, también, con amplia significación en el campo del ensayo nacional. Si no existe, verdadera- LOS mente, una separación tajante entre la generación posi- modernistas tivista y esta otra modernista, por cuanto confunden sus caudales casi en un mismo tiempo de floración, sí es po­ sible observar, visiblemente, una separación en lo que se refiere al carácter del esfuerzo ensayístico de los integrantes de la última. La preferencia de éstos se vuelca casi enteramente hacia Jas cuestiones de orden estético y literario, y algunas veces hacia los contenidos filosóficos, ajenos a los temas principales de la primera generación. Dos revistas de grata recordación en los anales hemerográficos vene­ zolanos, sirven de vehículos de expresión a estos nuevos ensayistas, como en general a toda la obra de índole modernista: “El Cojo Ilustrado” y “Cos- mópolis”. Entre los autores de más nombradía en la generación modernista, se cuentan Manuel Díaz Rodríguez (1371-1927), Pedro Emilio Coll (1872-1947), Santiago Key Ayala (1874-1959), Rufino Blanco Fombona (1874-1944) y Jesús Semprún (1882-1931). Díaz Rodríguez, el estilista que hizo profesión de los ideales estéticos del modernismo llegó a alcanzar rango de notable significación en este campo. “Camino de Perfección” su libro de ensayos más conocido y di­ vulgado, representa un complejo y rico breviario de los más diversos tó­ picos tanto morales, filosóficos como artísticos. Pedro Emilio Coll fue, en la mejor actitud de comprensión y acierto, 76 un crítico y ensayista de fina sensibilidad. Su mayor preocupación la cons­ tituyó el cuido y perfección de la prosa. Personalidad aguda, ingenio pronto y acusada inteligencia, puso énfasis en la expresión de la intimi­ dad, de su mundo subjetivo, a través de un tono irónico y escéptico del que no está alejado el esfuerzo disciplinado y profundo de una gran cul­ tura como la que poseyó. En su obra las influencias francesas cobran par­ ticular carácter. Sus libros “El Castillo de Elsinor”, “La Escondida Senda”, “El Paso Errante”, están dentro de la mejor tradición literaria del país. Santiago Key Ayala destacó en las inquietudes y disciplinas históricas principalmente. Sin dejar por eso de ejercer dentro de las preocupaciones estéticas la crítica literaria con gran penetración y buen tino, imbuido en un equilibrado sentido de la realidad del arte y de la vida. Murió reciente­ mente dejando una obra vasta y sumamente valiosa. Rufino Blanco Fombona ha sido señalado en justicia como el polígrafo de la generación modernista. Ciertamente ensayó en diversos campos: la historia, el cuento, la novela, la poesía, el periodismo. De carácter incon­ formista y rebelde y de acusada personalidad individualista, fue general- mene apasionado en sus críticas y por eso sus ensayos se resienten a me­ nudo de esta acusada disposición. De todos modos, su obra representa obra valiosa en la historia de nuestras letras. La preocupación fundamental de toda su vida fue la historia, los temas de la historia no sólo venezolana sino americana y su pasión fundamental el culto bolivariano. Jesús Cemprún, como escribimos en otra parte de este trabajo, es quien entre nosotros ha ejercido con seriedad y justeza la profesión de la crítica literaria. Realizó excelentes estudios sobre los escritores de su gene­ ración especialmente, lo que representa invalorable material para com­ prender su época. Dialéctico, hábil expositor, polemista, fueron éstos sus atributos principales para la interpretación de la obra literaria. Ha sido uno de los pocos que ha enfrentado valientemente el examen crítico en Venezuela. Otros ensayistas de pareja significación, coetáneos con los anteriores, pero en distinto campo al de la interpretación literaria, son, entre otros, el Dr. José M. Núñez Ponte, Eloy G. González, Esteban Gil Borges y R. D. Silva Uzcátegui.

Rico en manifestaciones se muestra el ensayo nacional en el periodo aproximadamente generacional del año 18. Diversas tendencias a tono con la complejidad reinante en el campo de la litera- EI ensayo y la tura contemporánea universal, tienen cabida en el generación del 18 cultivo del género en un período bastante largo. Período que va a proyectarse, indemne, en el gru­ po de los que, diez años más tarde, se incorporarán briosamente a iguales preocupaciones literarias. 77

Julio Planchart (1885-1948) y Luis Correa (1888-1942) cobran signifi­ cación particular en las primeras tentativas de este nuevo grupo de ensayistas. Julio Planchart puede colocarse, por sus comienzos, entre la gente de la revista “La Alborada”. Allí colaboró con inteligentes trabajos. Pero su labor fundamental es la que realiza dentro del proceso creador de la gene­ ración del 18, y muchos de sus ensayos versan sobre los escritores de esa generación. Riguroso en la apreciación crítica, severo en el juicio, sin con­ cesiones en la valoración, Planchart dejó notables estudios que fueron re­ cogidos en 1948 en un tomo publicado bajo el título de “Estudios críticos”, donde demuestra, casi con exclusividad, su preferencia por los temas y pro­ blemas de orden literario o estético. Luis Correa, por el contrario, deja un poco al desgaire el enjuicia­ miento crítico, y se dedica, propiamente, con lenguaje pleno de sabrosa resonancia clásica, usando de un estilo sustancioso, a dejar testimonio de su sensibilidad estética en el encuentro querencioso con notables figuras de la literatura venezolana, tanto del pasado como contemporáneas. Así, en un estilo que convoca la gracia poética con la evocación biográfica, nos legó más de una página imperecedera, tanto por la fuerza literaria como por la aguda penetración del ensayista. Su libro “Terra Patrum” coloca su obra dentro de la mejor tradición literaria del país. Enrique Bernardo Núñez (1895), espíritu penetrante y denso en el exa­ men de los problemas culturales e históricos de la nación, ha realizado —y continúa realizando— obra de serena y apasionada investigación histó­ rica. Prosa cortante, con precisión que tiende a la síntesis, y de cortos pe­ ríodos, Enrique Bernardo Núñez da prueba de su conjundia en una larga bibliografía que afortunadamente sigue tan firme como en otros años. En­ tre su amplia producción pueden señalarse en el campo del ensayo: “Bolívar orador”, “Una ojeada al mapa de Venezuela” y “Hombres y máquinas”. Con su obra “Interpretación pesimista de la sociología hispanoame­ ricana”, y luego con “Hombres e ideas en América”, Augusto Mijares (1897) se situó bien pronto entre los primeros ensayistas sociológicos del país, po­ lemizando con firmes razones en torno a la difundida y discutida tesis de los sociólogos positivistas venezolanos y otros del continente acerca de la pretendida inferioridad política y cultural de los países hispanoame­ ricanos en cuanto a lograr en su evolución política, social y cultural, un campo propicio para que en ellas se adapten y transformen las institu­ ciones propias de la democracia europea. Otro ensayista que dedicó la mayor parte de su vida a dilucidar los as­ pectos más sobresalientes de nuestros orígenes, evolución, destino y trans­ formación como nacionalidad, fue Mario Briceño Iragorry (1897-1958). quien a su muerte, ocurrida en años recientes, dejó amplio y positivo saldo 78

a la historiografía nacional. Igualmente fue firme en sus planteamientos en contra del imperialismo americano, denunciando con valentía y sin­ ceridad los peligros que amenazan la mediatizada economía hispanoame­ ricana y su influencia en el ámbito político y cultural, en forma tal que desnaturaliza, en su criterio, los valores permanentes que nos legó la tra­ dición hispánica. Sus biografías, género en que se destacó, responden a ese mismo espíritu que buscó siempre asentar en la tradición y en la gesta histórica del pueblo venezolano su más firme expediente para el progreso. Aunque dentro de la expresión del ensayo filosófico ha sido poco el cultivo que se le ha dedicado entre nosotros al género, Gabriel Espínoza (1882-1946), destacó en el grupo que reseñamos como una figura dotada para tan difícil investigación, actitud hija de su penetrante cultura auto­ didacta. Sus ensayos filosóficos no sólo sirvieron para difundir muchas de las ideas que por entonces cobraban cuerpo en el ámbito de la filosofía contemporánea, sino que sobresalió siempre por el tino y equilibrio con que discutía la validez de las mismas, enjuiciando certeramente la tras­ cendencia que las revelaba. Su primer libro, “Ejercicios mentales”, publi­ cado en 1925, puso de manifiesto su ágil estilo personal y su capacidad de apreciación bien orientada. Luego aparecieron “La mascarada cristiana” (1940), y “Un pretendido intérprete suramericano de Espinoza” (1943), obras que completaron la visión de su mundo filosófico, como expositor y polemista. La crítica literaria ha tenido, igualmente, en Rafael Angarita Arvelo (1898), un consecuente y esforzado estudioso, que no pocas veces se ha trenzado en ardorosa polémica para mantener sus personales puntos de vista sobre esta materia. Su “Historia crítica de la novela en Venezuela”, discutida y negada por adversarios, es una contribución al juicio y valo­ ración de ese género en Venezuela. Entre los últimos de ese período, por ubicación cronológica, también ha de mencionarse a José Núcete Sardi (1897), quien ha cumplido valiosa y docta incursión por el campo de la historiografía nacional, no desde­ ñando dictar su juicio, igualmente, en palpitantes temas' de literatura y arte del país, y en el atrayente género de la biografía. Algunas de sus obras más destacadas dan fe de esta triple manifestación de su producción. “El escri­ tor y civilizador Simón Bolívar”, “Cuadernos de Indagación e Impolítica” y “Notas sobre la pintura y la escultura en Venezuela”, son libros de ca­ lificada calidad ensayística. Igualmente debe mencionarse en el mismo lapso, aunque su obra se caracterizó más en el campo de la poesía, los notables ensayos que sobre arte escribió el fino y culto espíritu de Enrique Planohart, a quien seña­ lamos especialmente en nuestro panorama de la poesía venezolana. 79

En los años 28 y 36, coincidente con el auge de la poesía y la narrativa, el ensayo cobra notable figuración en las letras contemporáneas nacionales. Muchos valiosos escritores venezolanos de la época La vanguardia han hallado campo propicio a sus inquietudes y en el ensayo preocupaciones en el cultivo de este género. En el período sobresalen dos grandes figuras de nuestras letras, Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri, quienes han encontrado amplia audiencia dentro y fuera del país. El primero, de manera parti­ cular, se ha dedicado con rigurosa preferencia al ensayo, sin dejar por eso de incursionar brillantemente en otros géneros, como el de la biografía o la novela. Aunque iniciado un poco antes de que lo hicieran los compo­ nentes de la generación del 28, (nació en el año de 1901), Picón Salas pue­ de considerarse propiamente un ensayista de esta época, sobre todo por sus inquietudes, la renovación de las ideas que su obra plantea, su sentido de ágil contemporaneidad y su versación en los problemas políticos, his­ tóricos y culturales de nuestro tiempo, de lo cual hace gala con el uso de una prosa brillante, densa y hermosa. Su exquisita sensibilidad y sus profundos y variados conocimientos tienen oportunidad de lucirse a tra­ vés de un estilo singularmente atractivo. Penetrante, pensador brillante y excepcional, siempre en la mejor línea de la cultura contemporánea, Picón Salas es, sin discusión, nuestro máximo ensayista. Arturo Uslar Pietri cobra, también, dimensión de primer orden en el campo del ensayo, aunque su rica versación en otros géneros (la novela, el cuento, el teatro) lo proclama, a veces con mayor insistencia para aque­ lla otra consideración literaria. Sin embargo, su vasta producción ensa- yística en un amplio panorama literario, histórico, político y económico, lo revela plenamente como una de las personalidades más descollantes de nuestra literatura actual. Algunos de sus ensayos son verdaderos estudios de esa compleja realidad cultural de la nación en los últimos años, hecha con sagacidad sorprendente, clara perspectiva de la realidad y del tiempo y estilo que busca el diálogo y la emoción, antes que la árida interpretación o el alarde erudito. Tales: “Letras y Hombres de Venezuela”, “De una a otra Venezuela”, “Apuntes para retratos” y “La ciudad de nadie”. Otros ensayistas de esta misma época son Juan Oropesa, detenido en la investigación histórico-cultural del país y de'América; Feiipe Massiani, limpia prosa en busca del latido primordial del ánimo venezolano en su libro “Geografía Espiritual de Venezuela”, y valorador entusiasta de las obras de creación, como en “El hombre y la naturaleza en Rómulo Ga­ llegos”; Antonio Arráiz, inquieto y complejo, ambicioso en el examen y la búsqueda, incursionando por el ámbito histórico, por el proceso cultural o deteniéndose en el juicio y valoración de la obfa literaria; José Fabbiani Ruiz, dedicado con pasión a la crítica literaria, como función complemen­ taria de su principal actividad novelística; y otros como Ismael Puerta 80

Flores, apasionado por los temas de interpretación histórica y sociológica; Miguel Acosta Saignes, uno de los antropólogos y sociólogos más cons­ picuos del país; y el Padre Pedro Pablo Barnola, dedicado por entero a la crítica literaria. También ha de ser mencionado por su notable actividad en este campo, acrecentada magistralmente por su notable obra biográfica, “Guzmán, elipse de una ambición de poder”, el valioso aporte ensayístico cumplido por Ramón Díaz Sánchez, dedicado desde hace algún tiempo, y con acierto, a ana­ lizar la realidad tanto histórica como cultural del país. “Transición”, “Am­ bito y Acento y otros ensayos” ponen de relieve la magnifica aptitud del escritor para este género. No puede de ninguna manera olvidarse en un panorama de la lite­ ratura venezolana contemporánea los nombres de algunos escritores y pro­ fesores extranjeros que se han dedicado con pasión extraordinaria a inves­ tigar nuestros orígenes literarios como Edoardo Crema, José Luis Sánchez Trincado, F. Carmona Nenclares, Angel Rosemblat, Pedro Grasses, Domin­ go Casanovas, Alfonso Cuesta y Cuesta, María Rosa Alonso y Ulrich Leo.

En cuanto a preferencias por ciertos temas fundamentales de la cul­ tura nacional, si es que caben estas posibles divisiones en el cultivo del género, se han de señalar en el ensayo artístico (música, artes Grupos plásticas) a Juan B. Plaza, Vicente Emilio Sojo, José An- y temas tonio Calcaño, Enrique Planchart, José Núcete Sardi, y Juan Liscano; en el ensayo científico, Luis Razetti, Diego Carbonell, Francisco Rízquez, José Francisco Torrealba, José Ignacio Baldó, Félix Pí­ fano, Francisco de Venanzi, Augusto Pi Suñer, Alfredo Jahn, Eduardo Róhl, Juan Iturbe, Enrique Tejera y J. F. Duarte; en el ensayo jurídico, , Rafael Pizani, René de Sola, Ezequiel Monsalve Casado, P. Pineda León, Amenodoro Rangel Lamus, Carlos Morales, Luis Loreto, José Loreto Arismendi, Néstor Luis Pérez, Tulio Chiossone, Pedro M. Arcaya y José Rafael Mendoza. En el ensayo histórico la presencia del intelectual venezolano ha sido más compleja y persistente. La historia nacional ha servido de tema fun­ damental ora para el novelista o cuentista, ora para el ensayista o el biógrafo. Desde la “Biografía de José Félix Ribas”, de Juan Vicente Gon­ zález, y la “Venezuela Heroica” de Eduardo Blanco, hasta otras manifes­ taciones creadoras como “Patria, la Mestiza”, de Pocaterra, las “Lanzas Colo­ radas”, de Üslar Pietri, así como muchos personajes y episodios que transcu­ rren en la novela galleguiana o que se insinúan en las más recientes expresio­ nes de la narrativa, igual que en la magnífica presencia del género biográ­ fico con obras como “Guzmán, Elipse del Poder”, de Díaz Sánchez, la his­ toria ha entrado con derecho propio en la temática de nuestros escritores de toda época, alcanzando a veces, incluso, categoría de personaje central. 81

Ensayistas de preferente carácter histórico son Caracciolo Parra Pérez, Caracciolo Parra León, Miario Briceño Iragorry, José Núcete Sardi, Carde­ nal J. Humberto Quintero, R. A. Rondón Márquez, Vicente Dávila, José San­ tiago Rodríguez, Ambrosio Perera, José E. Machado, Luis Alberto Sucre, J. M. Núñez Ponte, J. M. Zubillaga Perera, José Ramón Ayala, Tulio Pebres Cordero, Humberto Tejera, Santiago Key Ayala, Eduardo Picón Lares, Je­ sús Aroeha Moreno, Héctor García Chuecos, Lino Iribarren-Celis, Roberto Picón Lares, Enrique Bernardo Núñez, Walter Dupouy, Angel Grisanti, Hermano Nectario María. Dentro del campo del ensayo sociológico y político destacan: Cristóbal Benítez, Ramón David León, Rafael Caldera, Francisco Alfonzo Ravard, J. Penzini Hernández, Gonzalo Patrizi, Jesús M. Risque, Rómulo Betancourt, Uslar Pietri, Carlos Dáscoii, D. M. F. Maza Zavala, Ramón Hernández Ron. El ensayo filosófico ha tenido y tiene representantes de gran signifi­ cación en Gil Fortoul, Antonio Reyes, Gabriel Espinoza, Carlos Brandt, Caracciolo Parra León, M. A. Pulido Méndez, Luis Razetti, Diego Carbonell y Domingo Casanovas. En otro plano de la interpretación de la realidad nacional —y por ello un poco alzado del carácter fortuitamente literario— hay que mencio­ nar a Alberto Adriani, Carlos Irazábal, Luis B. Prieto, Guillermo Fuentes, J. M. Siso Martínez, Luis Padrino, Hipólito Cisneros, M. García Aroeha, A. Valero Hostos, Luis Eduardo Portillo, Domingo Alberto Rangel, y otros, que han hecho tesis preferentes de su estudio la política, la educación o la economía. Entre los ensayistas que han escogido el campo histórico o el socioló­ gico para su labor deben mencionarse, tanto en el pasado como en el pre­ sente, figuras como la de Don Vicente Lecuna, José Santiago Rodríguez, Manuel Segundo Sánchez, Luis Alberto Sucre, Eloy G. González, Monse­ ñor Nicolás E. Navarro, Cristóbal L. Mendoza, Vicente Dávila, Lucila de Pé­ rez Díaz, Augusto Mijares, José Rafael Mendoza, Cristóbal Benítez, C. Parra Pérez, H. García Colmenares, Mario Briceño Perozo y Carlos Felice Cardot. Ensayistas como Luis Correa, Ramón Hurtado o José Antonio Ramos Sucre, rindieron en más de una oportunidad homenaje al episodio histó­ rico o a las figuras fundamentales que destacan en el cuadro violento y azaroso, de nuestro Siglo XIX. Enrique Bernardo Núñez, nutrida pasión venezolana, inconforme y polémico algunas veces, cáustico y lúcido siempre, ha paseado su aguda indagación histórica por el campo del ensayo o la novela. Otras obras de importancia más recientes dan fe y testimonio, igual­ mente, de esta tendencia bastante significativa de nuestras letras, como “Sucre”, de Juan Oropesa, y “Aventura y Tragedia de Miranda”, de José Núcete Sardi, biografías de indudable valor. Obras que tienden a la interpretación de la realidad venezolana, no muy 82

alejadas del bucear histórico fundamental, son la “Geografía Espiritual de Venezuela”, de Felipe Massiani, “Ambito o Acento”, de Díaz Sánchez, “Comprensión de Venezuela” de Mariano Picón Salas, “La Ciudad de Na­ die” y “De una a otra Venezuela”, de Arturo Uslar Pietri.

En cuanto a la crítica, según hemos dicho, ha sido precaria la actividad de las letras venezolanas. Y no sólo la que se refiere específicamente a la materia literaria, sino también la que concierne a otros La crítica géneros del conocimiento. Una mirada al pasado poco habrá literaria de recoger para consignar con elocuencia en las páginas de la historia literaria. Y si el examen se contrae al presente, una corriente de frialdad nos atraviesa. Sin embargo, jóvenes promociones en los últimos años han abandonado la fácil y cómoda actitud —impre­ sionista, glosadora y “diletante”— del pasado y con responsabilidad bien afirmada ahondan en la indagación de obras y autores, con clara pers­ pectiva del menester crítico y armados de seguro bagaje cultural y ágil instrumental metodológico. Siempre habrá que comenzar por señalar en el campo de la crítica el nombre de Jesús Semprún (1882-1931). El es, por antonomasia, el crítico de esa etapa fecunda que, un poco arbitrariamente, podría ubicarse en el período que va de 1915 a 1930. Quince años de intensa, combativa y la ma­ yoría de las veces ingrata tarea. Polémica aguda sostuvo en todo tiempo. Y su obra, realizada casi siempre bajo la urgencia periodística, sufrió de los azares que ese oficio impone, con mengua de más reposada labor pro­ fesional. Con todo, Semprún ha de rescatarse como el crítico de más des­ pierta y aguda sensibilidad y de más pronta inteligencia y cultura literaria que hemos tenido hasta ahora, no exento, sin embargo, de rigor y cla­ ridad. Sus estudios abarcan el más completo cuadro contemporáneo de las letras venezolanas de su época. Recogidas ahora en dos volúmenes por el interés de sus familiares, ellos revelan una importante fuente de consulta inestimable para la comprensión de ese rico período de la historia literaria nacional. Otros, coetáneos o un poco posteriores a aquéllos, como Julio Plan- chart o Rafael Angarita Arvelo, ya mencionados, han incursionado con cierta fortuna por el campo interpretativo de nuestra lírica y de nuestra novela. Más recientemente —y dispersos todavía en la volandera hoja del pe­ riódico, que -ha sido desgraciadamente el signo inestable de la crítica vene­ zolana— se reafirman en el campo del ensayo crítico, autores como Eduar­ do Arroyo Lameda, el Pbro. Dr. Pedro Pablo Barnola, Luis Beltrán Guerrero, Ismael Puerta Flores, Edgard Sanabria, Humberto Cuenca, Fernando Ca- brices, Pascual Venegas Filardo, Miguel Acosta Saignes, René de Sola, Ma­ rio Briceño Perozo, Joaquín Gabaldón Márquez, Armando Rojas. También han ejercido o ejercen, los atributos de la crítica, junto 83

con su específica labor literaria de otro orden que ya hemos indicado en sitio aparte, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, Ramón Díaz Sán­ chez, Augusto Mijares, Mario Briceño Iragorry, Juan Oropesa, Julián Pa­ drón, Felipe Massíani, Guillermo Meneses, Arturo Croce, Antonio Arráiz, Vicente Gerbasi, Juan Liscano, R. Olivares Figueroa, Carlos Augusto León. Y algunos otros anteriores a éstos, como Oscar Linares, Humberto Tejera, J. A. Cova, Eduardo Carreño, Víctor José Cedillo, Agustín Aveledo Urbaneja. Quien ha ejercido más recientemente con rigor, exactitud y responsa­ bilidad la crítica literaria ha sido José Fabbiani Ruiz, cuentista y novelista. Así sostuvo durante varios años una columna periodística de definida in­ tención valorativa de obras y autores contemporáneos. Esa labor sirvió para colocarlo como el más calificado ensayista literario en tal sentido. Durante los últimos tiempos, jóvenes que han incursionado seriamente por el género crítico, con limpia seguridad metodológica, sensibilidad y conoci­ miento del menester, son, entre otros, J. A. Escalona Escalona, Pedro Pablo Paredes, Hermán Garmendia, Rafael Angel Insausti, Ramón González Pa­ redes, Mario Torrealba Lossi, Pedro Díaz Seijas, Rafael Clemente Arráiz, Rafael Pineda, Juan Liscano y José Barrios Mora.

Las inquietudes políticas, sociales, filosóficas y literarias que acusan los ensayistas del 28 y de los años siguientes, se intensifican y amplían con los años recientes, que han sido de verdadera Realidad política revelación en nuestro medio de corrientes ideoló- y gicas y de preocupaciones fundamentales en todos realidad literaria los órdenes de la cultura. A ello ha contribuido ne­ cesariamente la transformación política que ha padecido el país en las últimas décadas, así como las variadas influencias que han encontrado eco en las jóvenes mentalidades. Los escritores más notables de la época son leídos, comentados y discutidos con pasión y sen­ satez. No pocos de ellos, como Huxley, Maurois, Zwéig, Gide, así como los americanos más notables, y aun ensayistas nuestros, tan penetrantes y universales como Picón Salas y Uslar Pietri, han ejercido función orienta­ dora, señalando rumbos y precisando metas. El panorama de los nuevos es aún más ambicioso y prometedor. La crítica literaria sigue siendo la menos beneficiada en el balance, pero otros géneros, como la filosofía, el derecho, la economía y la sociología o la educación, cuentan con un nutrido grupo de cultivadores. Con indudable carácter en el cultivo del género, se destacan J. L. Salcedo Bastardo, sociólogo e historiador, quien ha publicado uno de los más agudos y penetrantes libros de interpretación del pensamiento socio­ lógico del Libertador; Ernesto Mayz Vallenilla, en el ensayo filosófico, autor de una obra de extraordinaria trascendencia publicada en Alemania: “On- tología del conocimiento; Eddie Morales Crespo, penetrado de las ideas 84 sociales y políticas de nuestro tiempo; Héctor Mujica, en quien la pre­ ocupación política y el entusiasmo literario, se dividen la tarea; Federico Brito Figueroa, estudioso de la realidad social y de la historia; Pastor Cor­ tés, acucioso investigador de temas literarios e históricos; Oscar Sam- brano Urdaneta, dado a la crítica y a la ciencia general de la literatura; Orlando Araujo, claro pensamiento de interpretación literaria y lógico in­ térprete de la realidad económica del país; Guillermo Morón, profundo y denso, historiador certero de la realidad venezolana y mente polémica que trasciende a campos más ambiciosos y creadores; Ramón Escovar Salom, espíritu de controvertida pasión política, que se adelanta en nuestros días, desde las páginas del periódico o en la intervención pública, como figura de especial relieve y significación; Ramón Losada Aldana, riguroso y pe­ netrante en el ensayo de apreciación crítica o en la revisión sociológica de algunos problemas fundamentales de nuestra realidad venezolana; y Ro­ dolfo Izaguirre, sensibilidad e inteligencia al servicio de los más exigentes temas contemporáneos. Y compartiendo la docencia universitaria con su vocación ensayís- tica, se nos muestran los cultos y disciplinados espíritus de Federico Riu, Juan Ñuño, Rafael Di Prisco, Pedro Duno, Antonio Pasquali, Germán Ca­ rrera, Gustavo Luis Carrera y Orlando Albornoz, quienes ejercen vigilante actividad desde la combativa revista “Crítica Contemporánea”, con polé­ mica y comprometida actitud que aborda los palpitantes problemas cul­ turales y humanos de la realidad venezolana, tomando partido entre las grandes corrientes del pensamiento contemporáneo. Este grupo forma un núcleo universitario de bastante significación y sus temas, generalmente, se diversifican a través de las páginas de su revista por las preferencias filosóficas (Riu), históricas (los Carrera), sociológicas (Albornoz) y lite­ rarios (Ñuño, Di Prisco, Duno, Pasquali). De los últimos en aparecer destaca Domingo Miliani, inquieto, acucioso y firmemente orientado hacia la investigación y el debate literario, tanto nacional como hispanoamericano. Sus trabajos aseguran una prometedora actividad. Junto a ellos comienzan a aparecer nuevos nombres y nuevas actitu­ des que pueblan de vigorosa resonancia el destino futuro del ensayo venezolano. 85

VI.— EL HUMORISMO NACIONAL

El de los humoristas venezolanos es un capítulo que aún está por ha­ cerse para completar nuestra historia literaria, tanto en el pasado como en el presente. Este vacío se hace sentir más cuando géneros de mucho menor importancia y cultivo cuentan con excelentes trabajos de investi­ gación histórica y de interpretación literaria. Sólo estudios aislados se han hecho sobre el humorismo nacional. Por eso se estima necesario llamar la atención de los críticos sobre esta inexplicable indiferencia que se observa en el examen de uno de los tópicos más expresivos de nuestra literatura en prosa. En el presente trabajo intentamos dejar fijados algunos rasgos del género, algunos señalamientos específicos, que ojalá sirvan de orien­ tación para estudios más completos y rigurosos, más exhaustivos y ambi­ ciosos que el que nosotros podemos reajizar en la presente ocasión. En primer término ha de plantearse como cuestión previa de ineludible tratamiento el de si el humorismo nacional cuenta o se expresa con alguna peculiaridad; en otras palabras, si es posible adjudicarle características que sirvan para individualizarlo. A esto podemos contestar categóricamen­ te. Desde un punto de vista general sí existen elementos para definir co­ rrectamente nuestro humorismo como una forma literaria de contornos típicamente nacionales. En primer lugar ese humorismo viene a ser una expresión directa y corriente de la psicología del venezolano; en segundo lugar, ha sido cultivado con rasgos de originalidad en cuanto a manifes­ tación del ingenio y gracia criolla, del chiste o de la broma que en forma espontánea surge de los labios del hombre de la calle; y en tercer lugar, ha respondido, en el tiempo, a muy peculiares circunstancias y condiciones del desarrollo histórico nacional y de la vida del pueblo en general. Difícil precisar en breve esquema lo que el humorismo es y lo que son los humoristas. Muchas y muy complejas definiciones se han buscado en el tratamiento original del tema. Pero no se ha llegado —a lo que yo pue­ do saber— a una decisión unánime y definitiva sobre la materia. En rea­ lidad, puede afirmarse que existen tantas formas de humor como pueblos, porque en realidad el humorismo es fruto genuino del ingenio y de la psi­ cología de los pueblos. Cada país acomoda su manera de ver las cosas —que es la historia cotidiana a través de prismas psicológicos muy diversos. Existen así, característicos, un humor inglés, distinto en expresión y sentido, sensibilidad, intención y calidad, al “sprit” francés, por ejemplo, o al castizo humor andaluz, tan característico en el plano del alma española. Pero de lo que sí no existe duda es de la posibilidad de señalar algu­ nos elementos repetidos y constantes, frecuentes mejor, en todas las expre­ siones del humorismo universal, aunque tales manifestaciones se adapten a las exigencias vitales propias de cada pueblo. Especialmente el sentido 86

de lo cómico y la expresión del ridículo, la burla y la sátira, la crítica social expresada a través de los temas, o la simbología que se basa en una especie de literaria deformación de la realidad, sin perder de vista el vuelo de la intención. Y sobre todo, el contraste creador entre la gracia o gracejo es­ pontáneo y el drama constante de la vida, lo que hace que la obra del hu­ morismo sea una realización literaria sobre un vivo fondo humano esencial. Todo verdadero humorista no es sólo poeta sino también crítico, expli­ ca Pirandello en un magnífico ensayo sobre el tema. Y agrega: “sociólogo, idealista, reformador sonriente, es el humorista”. El humorista, armado de su ingenio, de su clara percepción de las cosas y de un agudo sentido de las situaciones humanas, desvía el camino natural a que lo impulsa su condición creadora —que es la emoción pura de la rea­ lidad, inclusive en su áspera fuerza dramática— y prefiere caricaturizar su observación, “desnaturalizar” el fondo de su acción literaria, deformando o retorciendo algunos de los rasgos fundamentales de la realidad. Pero no se trata de obtener un punto magro o escuálido, sin fuerza o sin vida, por falta de visión, profundidad de análisis o error en la perspectiva que sirve a deslindar los contornos del acontecer, del fenómeno o del suceso, sino que orientado por travieso espíritu que no resiste a las tentaciones de la ironía, el gracejo o la sátira, fundamenta en la deformación de la realidad, ■—nada malévola ni irritante— el sentido de un arte que busca la risa antes que nada, y el complacer la búsqueda de original y distinta emoción en una forma también distinta de hacer lucir el ingenio o la imaginación. Todas esas notas características del género es posible advertirlas en la producción que en el tiempo han ido haciendo su historia en nuestras letras. Y la originalidad del mismo entre nosotros consiste, además, en haber respondido con clara sanidad de alma a esa popular emanación del ingenio venezolano que se ha dado en llamar “la sal criolla”. Por lo pronto veamos algunos de los más eximios representantes del humorismo nacional en este breve y rápido esquema que ahora empezamos a trazar, como punto de partida para más sólido y completo estudio. ¡Si el costumbrismo, como hemos afirmado en otra parte de este estudio, representa un antecedente notable de la prosa de ficción en Venezuela, es asimismo importante señalar la influencia que ha tenido en otras manifes­ taciones de las letras nacionales, como una forma de la literatura que empieza a descubrir el rostro del país, a indagar en el alma venezolana y a perfilar los rasgos psicológicos del hombre de nuestro medio. Porque el costumbrismo, dentro de su más estricto sentido, busca hacer historia, his­ toria de la actualidad, poniendo énfasis en el rasgo humano que utiliza y deforma con intención crítica, conteniendo cierta hipertrofia idealista de la realidad —en cuyo exceso cae la poesía—, pero rehaciéndola, caricatu­ rizándola al propio tiempo, por lo que su otra característica le da el rumbo hacia las cosas reales: realismo que enseña y previene a la sociedad con la sátira de las costumbres, de los tipos, de los personajes, que llenan de fer­ 8? mentos existenciales la circunstancia del tiempo en que aquélla se cumple. Por eso, a través de los “cuadros de costumbres” que pasaron de España a América, con la obra de un Mesoneros Romanos o un Larra, los países de habla española empezaron a mirar hacia sí mismos, a escrutarse lite­ rariamente lo que había de propio en sus manifestaciones como pueblos o sociedades autóctonas. Y así los problemas nacionales comenzaron a tomar forma literaria, desde un punto de vista esencial, aunque a primera vista no lo pareciese. El costumbrismo estuvo unido, desde el principio, a la sátira. Satíricos fueron en general, nuestros mejores costumbristas del siglo pasado. La sá­ tira es casi siempre, aunque no necesariamente, el instrumento del cos­ tumbrismo, y así surge y se manifiesta a todo lo largo de América. Pero esta forma de expresión literaria —la sátira—■ de amplio abolengo clásico, sufre un cambio peculiar a través del uso que de ella hace el costumbris­ mo. Se “criolliza”, se independiza de su rigidez académica, se hace accesible y popular al adquirir cierto matiz de gracia contenida, cierta chispeante claridad que va más allá del simple espectáculo de la crítica, la caricatura o del ridículo. Nuestros más característicos escritores de costumbres están en esa línea de observación, como P. Tosta García, Francisco de Sales Pé­ rez, Rafael Bolívar, Miguel Mármol, y otros, que sin pertenecer vocacional- mente al cuadro de los mismos, hicieron traviesas incursiones por el género, como don Tulio Febres Cordero, Gonzalo Picón, o posteriormente Pedro Emilio Coll. Un escritor satírico propiamente dicho fue Rafael Arvelo (1812-1877), epigramista de los buenos, espontáneo, popular, y muy dado a la impro­ visación en cualquier momento y por cualquier motivo. Fue comerciante y tuvo participación política en su tiempo. La popularidad de que gozó muestra el acierto que tuvo en asumir los mejores contornos de la gracia venezolana, al punto de identificársele en el chiste o el gracejo, con mu­ chas producciones anónimas que graciosamente se le atribuían. El claro ingenio de su estro, la gracia limpia y popular de su verso, traveseó ca­ balgando sobre el octosílabo, el endecasílabo o el alejandrino, con desen­ vuelta maestría, ridiculizando a más de un encumbrado personaje político de su tiempo. Ha sido Rafael Arvelo, por eso, uno de los primeros satíricos de nuestro país. Ese aporte que representa el costumbrismo para otras formas del pen­ samiento nacional, está visible, junto con la obra de los satíricos, en el campo del humorismo nacional, que es una expresión contemporánea cla­ ramente deslindada del resto de la producción literaria. Dentro del pro­ ceso natural de esas dos formas antecedentes —el costumbrismo y la sáti­ ra^— puede afirmarse sin mayor riesgo a equivocación que el humorismo venezolano que escriben los escritores de este tiempo es una forma evo­ lucionada de aquellas dos manifestaciones. Expresiones que, a través de una paciente madurez de sus elementos originales, ha dado paso a distinta 88

forma literaria plenamente independiente y ya definida totalmente en sus mejores rasgos. De esta forma, satíricos y costumbristas del pasado son los lógicos antecedentes del humorismo de nuestra época. (Realmente no son muchos los escritores venezolanos que se han dado con plenitud al cultivo de este género. Sin embargo, los pocos que a él se han dedicado, bastan para señalar la importancia que tiene en nuestras letras. La modalidad más sobresaliente ha sido la poética, sin desatender por eso la otra muy significativa de la caricatura o de la prosa. Entre quienes destacan particularmente en el pasado siglo con una individualizadora jerarquía en el género, hay que mencionar en primer tér­ mino a Francisco de Sales Pérez, quien nos dejó amplia labor definida y auténtica validez, y Nicolás Bolet Peraza, un espíritu de venezolano que, pese a las contingencias de una vida llena de contradicciones e influida por la pasión política, supo dejarnos muy calificadas muestras de su inge­ nio en la revelación de costumbres, tipos y circunstancias venezolanas del Siglo XIX, verdaderamente valiosas para la comprensión de la época. Pero el humorismo, propiamente dicho, es género que se actualiza con vigor inusitado a partir de la primera década del presente siglo. Dos nom­ bres están en la primera línea de ese reconocimiento fundamental, que no por tardío está exento de justificada consagración: Francisco Pimentel y Leoncio Martínez. Los humoristas más destacados de comienzos de siglo e inclusive, los actuales, pertenecen al campo de la poesía. La política criolla, general­ mente, ha sido tema palpitante para el agudo estilete del humorista vene­ zolano, y épocas ha habido en que el humorismo ha servido de instrumento de lucha contra las férreas dictaduras que hemos padecido en el pasado. Unión de la sátira con el chiste, de la gracia con la crítica, del ridículo con la ironía, de la mordacidad con la picante referencia, el humorista busca antes que nada la risa que alecciona, la alusión, la noticia o el dato que cobra actualidad para enseñar lo falso o lo mezquino de la vida. Así han sido siempre nuestros humoristas, desde Leoncio Martínez (Leo) y Francisco Pimentel (Job Pim), hasta Aquiles Nazoa, el máximo humorista venezolano del presente. Leoncio Martínez (1889-1941) y Francisco Pimentel (1890-1942), están unidos no sólo por la amistad que siempre mantuvieron en vida, sino tam­ bién por la ejemplar actitud ciudadana que sostuvieron por la misma época en que escribieron. Cronológicamente, en tal sentido, pueden ser ubicados en la llamada generación del 18. En años cercanos al 20 comenzó a circular en Caracas un semanario que iba a tener gran influencia en el ámbito literario del país, no tan sólo por su peculiar estilo —humorismo en prosa, verso y en caricaturas— sino porque además de brindar un vehículo generoso para la expresión crea­ dora de los nuevos valores, iba a significar un reducto de la dignidad vene­ zolana frente a la dictadura gomecista. Este periódico estaba dirigido por 89

Leoncio Martínez y desde el primer momento se adivinó que, bajo el ro­ paje popular del estilo y la gracia del humor, reforzado por una limpia in­ tención satírica, se iba a cumplir una desigual pelea en el campo político, dentro de las escasas posibilidades que brindaba la situación entonces vivida por el país, principalmente en lo tocante al periodismo venezolano, prime­ ra víctima de todos los regímenes de fuerza cuando se ensañan contra el libre ejercicio de los derechos humanos. La suerte del director de “Fanto­ ches”, “Leo”, estaba sellada como enemigo manifiesto del régimen desde el primer momento, y su campaña periodística que manejó como instru­ mento principal la caricatura, —pues ha sido uno de los mejores carica­ turistas del país—, el verso y la prosa satírica y de humor, tuvo por res­ puesta, como era de esperarse, la cárcel y la persecución constantes. El humorismo de “Leo” caló profundamente en el alma popular vene­ zolana y su semanario fue cátedra de sana crítica ante la descomposición social y política sufrida por el país bajo el gomecismo. En la reseña de la actividad literaria de Leoncio Martínez hay que anotar, igualmente, su figuración, no exenta de brillo, en el campo del cuento, la poesía y el teatro, donde su ingenio criollo alcanzaba limpio ejercicio creador, elevando inconfundibles elementos populares a tipolo­ gía nacional, sobre todo en el teatro. Pero su credencial más noble y lo que en cierto modo destaca su personalidad en la historia de las letras patrias fue su actividad como periodista y caricaturista del humor. Vida paralela a la de “Leo” en el carcelazo y la persecución política fue, también, la de aquel noble espíritu que se llamó Francisco Pimentel. Combatiente de la dictadura gomecista con su única arma de pelea, la pluma, pasó largos años privado de su libertad cumpliendo en la cárcel o en el destierro su vertical postura ante la ominosa tiranía. “Job Pim”, que tal fue el seudónimo humorístico que escogió para señalar su obra, era an­ tes que nada un fino poeta lírico y en tal sentido dejó una vasta producción que atestigua su bien dotada capacidad para el género. Igualmente fue a través del verso como realizó su principal creación humorística. Su labor en tal sentido lo rescata, ante la perspectiva actual, como el más agudo y completo de los humoristas criollos. Ingenioso, culto, lleno de sensibilidad, dotado de una clara intención popular —el refrán, la tradición, o el folklo­ re sirvieron a menudo para confeccionar sus trabajos—, fue un extraordi­ nario exponente de la gracia criolla, y aún hoy en día sus versos conservan la frescura y la chispa alumbradora que tan celebradas fueron en su tiempo. En Francisco Pimentel hay que destacar no sólo la función cumplida por el humorista, sino también su actitud humana, su responsabilidad ciu­ dadana que fue ejemplar. En todo momento ciñó su tarea a la que le im­ ponía el deber intelectual. Como poeta supo comprender la realidad de su tiempo y expresarla valientemente. Y por encima de las duras adversidades que amenazaron su existencia se mantuvo siempre en severa disciplina de 90 dignidad intelectual. Por eso su obra toda rezuma densa humanidad, ya que ella fue, en todo caso, consecuencia de la vida misma. Pirandello trató alguna vez de definir el humorismo, hemos dicho al comienzo de este trabajo. Y para deslindar sus contenidos y valores no encontró expediente más preciso que el de señalar las características que se observan en el humorismo. Todo verdadero humorista —mostró Pirandello— no es tan sólo poeta, es también crítico. Y más aún: un sociólogo, un idea­ lista. El humorista es, en el fondo, un reformador sonriente, porque la la­ bor que cumple, con devoción o pasión, es obra asistida por un ideal per­ manente. De tal manera que en el humorista confluye la poesía, la crítica de la realidad y el afán sincero del reformador, movido por un ideal de perfección humana. Dentro de la definición pirandelliana entra, de cuerpo entero, Fran­ cisco Pimentel. Su humorismo amable, sonriente, es la obra de un poeta que usa de la chispa popular, de la graciosa alusión, o del contraste vio­ lento para llamar la atención sobre aquella realidad que a todos llena de amarga y dolorosa experiencia. Pero, al propio tiempo, en él aleteaba una luz de esperanza; aquélla, precisamente, que el idealista, otra forma de ser poeta, quería ver brillar alguna bajo el cielo de su país. Sorprende el vo­ lumen, la calidad y riqueza de sus trabajos, examinados bajo el prisma de su azarosa existencia que pasaba de la prisión a la persecución en la calle, adquirida su precaria libertad, concedídale como una gracia por el tirano de turno. Hay una anécdota suya, contada por su hermana Doña Cecilia Pimentel, que pinta al vivo la situación que le tocó sortear año tras año. Es aquélla de cuando le preguntan la profesión en uno de sus tantos viajles a la cárcel, y contesta: “preso político”... porque en realidad no le dejaron tiempo para ejercer otra. Job Pim fue vocacionalmente, periodista, y en este oficio realizó lo mejor de su obra, recogida ahora, definitivamente, graciás a la devocio- nada tarea de su viuda y hermanas. El padre Barnola, distinguido crítico de las letras nacionales, ha es­ crito que Job Pim no admite clasificación, sino que forma un caso aparte, peculiar e interesantísimo, en nuestras letras. Posiblemente un caso no repetible. Ha sido, no hay que dudarlo, el primer poeta humorista de Vene­ zuela en todos los tiempos. Historiador amable de la ciudad y del país, hizo de su penetrante don de observación de la realidad y de los caracteres de venezolano —cómo pocos supo aprehender el fino rasgo que individua­ liza la psicología del venezolano— la materia esencial para trazar aquellas deliciosas estampas de la vida caraqueña de sus días. Su humorismo res­ ponde, en todos los grados, a un puro sentido del humor, sin caer en lo vulgar o chocante, en la chabacanería o el exceso, ni poner su ingenio al servicio del rencor o la mezquindad, sino expresando, contrariamente, el claro signo de una sensibilidad culta. Sus maneras respondieron en tal forma, a una poesía humorística, en que lo jocoso, lo satírico de buen tono, 91 lo cómico con gracejo sin descender al sarcasmo, entre sonrisas y bromas de buena ley, daba cuenta de aquellas críticas circunstancias en que se desenvolvía la vida nacional. Extraordinario versificador —como lo señala el Padre Barnola— po­ seía el don de la espontaneidad y de la improvisación, y de ello hacía gala con frecuencia. Agil, dotado de fresca claridad y de ingenio agudo y pron­ to, su verso revelaba al primer momento la tierna vena poética en quo apo­ yaba su humorismo. En síntesis, humorismo construido a base de una pro­ funda y noble sensibilidad humana. Característica común a “Leo” y “Job Pim” fue la de dedicar gran par­ te de su labor —si no toda— a la crítica social y la exposición y el sentido popular de sus obras se justifica ampliamente, no sólo por expresar el mo­ do de vida de la sociedad venezolana, sino por acertar plenamente en la psicología criolla y expresarla en su lenguaje llano y directo, gracioso y burlesco satírico e intencionado. Fueron, asi, poetas y humoristas populares ambos, pero también, y en grado que rescata sus obras para una conside­ ración distinta, autores que ocuparon su tiempo y su labor en faenas de neta intención social, alertando de este modo sobre la situación del país y buscando despertar la conciencia del pueblo ante sus males. Después de estos dos dignos representantes del humorismo nacional, la historia literaria se ha enriquecido con notables aportes. Pero quizás, sea la época presente la que acusa más y mejores revelaciones en este difícil género. En la actualidad destaca con netos y singulares perfiles la obra de otro poeta, Aquiles Nazca, quien también al servicio del periodismo como Leo y Job Pim, cumple con brillo excepcional faena de sabroso y criollo ingenio, distanciándose de sus predecesores en el tono eminentemente líri­ co de sus composiciones y en la escogencia de temas distintos a los pura­ mente políticos, aunque éstos forman parte también, porque no podían dejar de hacerlo, de su amplia y generosa temática. Igualmente ha de advertirse en el humorismo de Nazoa una muy sana y combativa intención de crítica social, en la que no deja de deslizarse, alguna que otra vez, un cierto amargo fondo de dramática aspereza. Con todo, en Nazoa triunfa siempre el signo luminoso de la poesía. Ha colaborado en estos semanarios: “El Morrocoy Azul” de la primera época, “Dominguito”, “El Tocador para señoras” y “Fósforo” y mantuvo durante bastante tiempo una sección fija en el diario “El Nacional”, titu­ lada “A punta de lanza”, con el seudónimo “Lancero”. Otro periodista del humor, combativo y apasionado, ha sido Gabriel Bracho Montiel, quien ha hecho célebre y popular, desde hace tiempo, su seudónimo “Dominguito”, que últimamente sirvió para nominar un sema­ nario de decidido tono polémico en el cuadro político del presente régimen. Humoristas han sido también dentro de lo variada de sus fecundas actividades literarias, y atraídos fundamentalmente por la labor periodís­ tica en que han empeñado sus vidas, los poetas Andrés Eloy Blanco, muer­ 92 to hace unos cinco años, y Miguel Otero Silva, dueños ambos de una chis­ peante gracia que encuentra en el chiste, el cuento, la anécdota o el es­ quema de la copla popular su natural modo de expresión. Miguel Otero Silva fue el fundador y primer director de “El Morrocoy Azul”. Andrés Eloy Blanco colaboró allí, también, durante mucho tiempo, y en él dejó muestras insuperables de su estilo humorístico que fue brote espontáneo, rasgo de improvisación manifestado en la menor oportunidad. El humorismo de los últimos años tiende más al uso de la caricatura que al de la prosa o el verso. Caricaturistas de alcanzado relieve son, ac­ tualmente, entre otros, Claudio Cedeño, Pedro León Zapata, Abilio Padrón, Humberto Muñoz, y quienes firman con acreditados seudónimos como Yé- pez, Alex, Pardo y Ramán. Aníbal Nazoa, Jesús Marcano Rosas, Aquiles A. Prieto, Carlos Gauna, Ornar Vera López y unos pocos más continúan la tradición chispeante del humorismo nacional, ya en prosa, ya en verso. De esta manera, un género que ha tenido a través de los tiempos cul­ tivadores de especial significación en las letras nacionales, con aporte que no desmerece frente a los otros géneros de mayor jerarquía, continúa siendo una sólida manifestación contemporánea. §3

VII.— BIBLIOGRAFIA UTILIZADA PARA ESTE PANORAMA

Orlando Araujo. “Lengua y creación en la obra de Rómulo Gallegos”. Edi­ torial Nova. , 1955. Guillermo Morón. “Cuaderno con notas morales” (Ensayos políticos). Colec­ ción Guadarrama de crítica y ensayo. Madrid, 1958. Lowell Dunham. “Rómulo Gallegos. Vida y obra”. Ediciones de Andrea. México, 1957. Rómulo Gallegos. “Una posición en la vida”. Ediciones Humanismo. México, 1954. “A manera de prólogo en Doña Bárbara”, Fondo de Cultura Económica. México, 1954. Pedro Díaz Seijas. “En Vigilia” (Ensayos). Caracas, 1959. “Orientaciones y tendencias de la novela Venezolana”, Cuadernos Litera­ rios de la A. E. V., N? 61. Caracas, 1949. Mariano Picón Salas. “Obras Selectas”, Clásicos y Modernos Hispanoameri­ canos. Ediciones Edime. Madrid-Caracas, 1953. Julio Planchart. “Ternas Críticos”, Biblioteca Venezolana de Cultura, Col. Andrés Bello. Ediciones del Ministerio de Educación. Caracas, 1948. “Tendencia de la Lírica Venezolana”, Cuadernos de la A. E. V., N9 20. Caracas, 1940. José Rivas Rivas. “Doña Bárbara, interpretación de un personaje”. Revista Cruz del Sur, N9 22, 1954. Diego Córdoba. “Caracas de la Bohemia”. Anecdotario de poetas y escrito­ res. (México, D. F., 1955. Fernando Paz-Castillo. “Reflexiones de Atardecer”. Conjunto de artículos literarios publicados en el diario “El Nacional”. Caracas, 1959-1960. R. Olivares Figueroa. “Nuevos Poetas Venezolanos” (Notas Críticas). Cua­ dernos Literarios de-la Asociación de Escritores Venezolanos, N

I.—LOS ANTECEDENTES: Relieve colonial ...... 7 Precursores y maestros ...... 8 Los románticos ...... 9 Las nuevas corrientes ...... 10 Una literatura nacional ...... 13

II.—TRAYECTORIA DE LA POESIA VENEZOLANA: Bello y el romanticismo ...... 15 Juan Antonio Pérez Bonalde, un precursor ...... 15 Presencia del nativismo ...... 16 Balance finisecular ...... 17 La generación del 18: ...... 18 El nuevo proceso ...... 18 La insurgencia y su carácter ...... 19 Una generación lírica ...... 20

III. —VANGUARDIA Y SURREALISMO:

Introducción...... 25 El Grupo Viernes ...... 30 Los últimos veinte años ...... 33 Insurgencia contra “Viernes” ...... 34 El sentido de la reacción ...... 35 Deslinde y ubicación ...... 36 Balance final ...... 39

IV. —ESBOZO DE LA NARRATIVA VENEZOLANA:

Realidad y ficción ...... 41 Origen y afirmación ...... 42 Fuentes de la Tradición y el costumbrismo ...... 43 La huella del criollismo ...... 44 Comparación y balance de la narrativa ;...... 45 Impulso modernista ...... 46 Los escritores modernistas ...... 47 Nuevas experiencias ...... 48 La promoción de !a vanguardia ...... 49 Las últimas tentativas ...... 50 La Novela en Venezuela: ...... 51 Proceso y sintesis ...... 51 Pesimismo y ficción...... 52 La obra de Rómulo Gallegos ...... 55 La preocupación fundamental ...... 56 “La Alborada” ...... 57 Síntesis de un quehacer ...... 58 El Cuento: ...... 59 Los nombres del comienzo ...... 59 La generación del 18 en el cuento ...... 60 La generación de Vanguardia en el cuento ...... 62 Los cuentistas recientes ...... 67

V.—EL ENSAYO: Los positivistas ...... 72 Los modernistas ...... 75 El ensayo y la generación del 18 ...... 76 La vanguardia en el ensayo ...... 79 Grupos y temas ...... 80 La crítica literaria ...... 82 Realidad política y realidad literaria ...... 83

VI.—EL HUMORISMO NACIONAL ...... 85

VII.—BIBLIOGRAFIA UTILIZADA PARA ESTE PANORAMA ...... 93