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FABIÁN SANABRIA S.*

RESUMEN

l presente artículo problematiza, siguiendo diversos textos de E Michel de Certeau, lo que ha quedado del aggiornamento del Vaticano II, tras constatar que los lugares organizadores del sentido eclesial se movilizan hacia no-lugares, en donde el creer se escapa y circula, y lo sagrado se acentúa y se pierde. Así, se debate en torno a la noción de reforma eclesiástica apuntando a la única vía posible de institucionalización de lo religioso hoy: la debilidad de creer. Palabras clave: Vaticano II, ecumenismo, modernidad religiosa, debilidad de creer, aggiornamento, circulación de creencias, des-regulación religiosa.

Abstract The present article, following different texts of Michel de Certau, reflects on what has remained of the aggiornamento of the , after ascertaining that the loci that organize ecclesial sense move towards non-loci, where believing flees and circulates, and the sacred is emphasized and lost. Thus, a debate is carried around the notion of

* Antropólogo y doctor en sociología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Actualmente se desempeña como profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia, y director ejecutivo del Instituto Colombiano para el Estudio de las Religiones, ICER. Correo electrónico: [email protected] - [email protected]

THEOLOGICA XAVERIANA 148FABIÁN (2003) SANABRIA 553-568 S. ecclesiastical reform, pointing to the only possible way of institutionalizing the religious: the weakness of believing. Key words: Second Vatican Council, ecumenism, religious modernity, weakness of believing, aggiornamento, circulation of beliefs.

554 Vers Dieu je ne puis aller nu Mais je dois être dévêtu (A. Silesius, L’Errant chérubinique, I, 297)1

Il s’agit d’accepter d’être faible, d’abandonner les masques dérisoires et hypocrites d’une puissance ecclésiale qui n’est plus; de renoncer à la satisfaction et à “la tentation de faire du bien”. Le problème n’est pas de savoir s’il sera possible de restaurer l’entreprise “Eglise”, selon les règles de restauration et d’assainissement de toutes les entreprises. La seule question qui vaille est celle-ci: se trouvera-t-il des chrétiens pour vouloir rechercher ces ouvertures priantes, errantes, admiratrices? (M. de Certeau, La faiblesse de croire, Paris, Seuil, 1987, p. 313).2

VIGENCIA DEL Indudablemente el esfuerzo modernizador de apertura al mundo y a las diversas culturas promovido por el papa Juan XXIII al inaugurar el Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, el cual continuaría en su cause más ecuménico gracias al aval del papa Pablo VI meses después, ha sido caracterizado como uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX. En efecto, el Vaticano II fue convocado en un mundo dividido, dominado por la guerra fría, la descolonización y la crisis generalizada por la pérdida de confianza en los valores de Occidente. Pese al sector minoritario, liderado por los cardenales , y el arzobispo Lefevre,

1. “Hacia Dios no puedo ir desnudo, pero debo estar desvestido.” (Angelus Silesius, El errante querubínico, I, 297. La traducción es nuestra) 2. “Se trata de aceptar el ser débil, de abandonar las máscaras orgullosas e hipócritas de un poder eclesial que ya no se tiene; de renunciar a la satisfacción y a “la tentación de hacer el bien”. El problema no consiste en saber si será posible restaurar la empresa “Iglesia” según las reglas de restauración y de depuración de todas las empresas. La única cuestión que vale es ésta: ¿habrá cristianos para querer buscar esas aperturas devotas, errantes, admirables?” (MICHEL DE CERTEAU, La debilidad de creer. La traducción es nuestra).

DE VOLUNTADES ECUMÉNICAS A UN PERPETUO AGGIORNAMENTO quienes se opusieron radicalmente a las reformas conciliares, éstas se promulgaron y alcanzaron un impulso renovador no sólo entre los círculos católicos, sino en diferentes ámbitos de las sociedades contemporáneas. El desafío lanzado por el cardenal Gian Batista Montini al preguntarle a la Iglesia qué podía decir de sí misma, al igual que la cauta preocupación por los factores unificadores dejando a un lado los elementos de división en la Iglesia, lograron imponer en la historia de la tradición judeo-cristiana nuevas 555 categorías prácticas, tales como colegialidad, el diálogo interconfesional, la libertad religiosa, el ecumenismo, la presencia viva en el mundo, la palabra actuante en medio de los “signos de los tiempos”, y el pueblo de Dios, entre otras. Cuatro décadas después de tan singular acontecimiento, estudiosos y creyentes de variadas latitudes nos preguntamos: ¿Qué ha quedado de semejante aggiornamento? Muchos autores coinciden en subrayar la vigencia del Concilio, argumentando que no ha fracasado ni ha sido superado, ya que con él se conquistó un paisaje renovado en materia de liturgia, libertad religiosa y ecumenismo, entendido este último sociológicamente como apertura, no sólo ante los “hermanos separados” y las demás confesiones religiosas, sino ante las trasformaciones del mundo moderno buscando sinceramente “hacer las paces con éste”. Para otros, en cambio, ha habido demasiada influencia de grupos con peso político en la Iglesia, que han pretendido frenar al máximo su desarrollo, ya que poner en práctica el sentido de las reformas no ha sido tarea fácil, como tampoco es “dejarse compenetrar plenamente de su es- píritu”. Ahora bien, en cuanto al núcleo del presente trabajo, quisiera retomar la pregunta por el ecumenismo –en sentido amplio– en los siguientes términos: ¿Cómo se puede caracterizar, desde afuera, ese intento –si se me permite hoy usar el término– de perestroika? Si se quiere una interpretación crítica de lo que ha sido el esfuerzo ecuménico del catolicismo en los últimos cuarenta años, la observación enunciada por el filósofo lituano Emmanuel Lévinas en su célebre libro Totalidad e infinito (1961) no sólo es aplicable al campo de la filosofía, sino que resulta bastante útil para contextualizar, de otro modo, a la Iglesia misma en relación con su “voluntad de apertura al mundo moderno”. En un primer momento, a la modernidad se la ha satanizado (identificándola con el “enemigo”: caso concreto del Sylabus Errorum de Pío IX); en un segundo momento, se la ha asimilado tratando de conquistarla y, por qué no, buscando

FABIÁN SANABRIA S. colonizarla (a manera de propiedad privada: sentando cátedra sobre la “verdadera modernidad”: caso específico de los papas León XIII y Pío XII); y, en un tercer momento, bastante cercano a nosotros, se ha tratado de emplear una cierta negociación simbólica no ajena al utilitarismo con todo cuanto pueda llamarse moderno (ha habido relación con el mundo moderno en la medida en que éste ha prestado algún servicio a la “justa causa del Reino” 556 variantes políticas post-Vaticano II) (Poulat, 1976). La explicitación de esos momentos, que pueden ser simultáneos, resulta bastante desconcertante para contextualizar el espíritu del Vaticano II, que justamente busca priorizar y valorar al máximo los elementos de unión, dejando de lado los de separación. Al mirar hoy, grosso modo, tantos intentos ecuménicos con distancia, es como si las reformas modernizadoras de la Iglesia y los variados itinerarios mo- dernizantes de sus pastores estuvieran marcados por un acento nostálgico, específicamente ante una voluntad ordenadora que pareciera no querer renunciar, por ningún motivo, a su soberanía. Y, más allá de todo espíritu conciliador, ante esa actitud política específica, surge una pregunta: ¿Acaso re-formar eclesiásticamente ha sido posible? ¿Es que antes se re-formaba? La pregunta por el término re-forma es central en la comprensión del Concilio Vaticano II aunque, en el mundo actual, en el que supuestamente los decretos conciliares han producido sus efectos, parezca inapropiado formular semejante inquietud.

¿AÚN, TIENE CRÉDITO “RE-FORMAR”? En el compendio de artículos de Michel de Certeau que Luce Giard publicó bajo el título de La debilidad de creer, el extraordinario jesuita que preco- nizara el “estallido” del cristianismo en 1974 recuerda en varios momentos cómo el desmoronamiento interno de la Iglesia se traduce por una “sobreproducción eclesiológica”: “el objeto producido por el discurso toma lentamente el relevo del cuerpo productor. Pero éste tiene la forma de lo que va a faltar. En seguida, una representación “pluralista” se sustituye a una representación unitaria” (De Certeau, 1987, nota 4, p. 27). Es decir, no se trata más de una realidad eclesial incierta que sería necesario actualizar a partir de textos, sino de la fabricación de una representación por medio del discurso. Dicho de otra manera, para impedir que el discurso religioso enfrentando la “inevitable modernidad” se expandiera a través de múltiples

DE VOLUNTADES ECUMÉNICAS A UN PERPETUO AGGIORNAMENTO canales incontrolables, y deslizara en “cualquier cosa”, la jerarquía ha tratado de frenarlo decretando, pues toda institución que no lo hiciera sería suicida; el problema radica en que esos gestos y medidas restrictivas –según De Certeau– llegaron demasiado tarde y, en el momento “no funcionan más”, pues no pueden cambiar el curso de las prácticas. En realidad, “la ambición que ordena esos “golpes de freno” es en general más modesta: ella sólo busca preservar un lenguaje. Los responsables son demasiado prudentes 557 para querer otra cosa que el mantenimiento de los principios en los enunciados, y lo que ocurra afuera con la práctica efectiva de los cristianos es relegado a ella misma como desprovista de pertinencia respecto a los discursos oficiales. Allí se dibuja ya la preocupación de los futuros conservadores del tesoro cultural producido por el cristianismo. No se trata más de un cuerpo sino de un corpus” (De Certeau, 1987, nota 5, pp. 272- 273). Más allá de las reformas funcionales concernientes a la liturgia –que cada vez se estetiza más–, de las redundancias presentes en el discurso ecuménico y de los puntos de vista generales respecto de los “gozos y espe- ranzas del pueblo de Dios”, propios de algunos documentos del Concilio Vaticano II, una realidad cotidiana se impone, y organiza las escogencias, instituye irreductibles diferencias y crea los verdaderos clivages entre los cristianos: lejos de ser una separación entre el mundo y la Iglesia, se asiste más bien al compendio de divisiones impuestas por la historia, las cuales se deslizan del campo eclesiástico al terreno político (división de clases, de políticas, de sexos, etc.). Como una paradoja al pluralismo conciliar, inscrito bajo el signo de una ideología liberal y de una administración rigurosamen- te conservadora en su jerarquía, se llega a una larga proliferación de grupos que cultivan la alegría de estar juntos construyendo un discurso en lugar del cuerpo que ya no existe:

Una autonomía de las prácticas sociales se desprende así de las generalidades del discurso cristiano que, como una nube, cubría las realidades cotidianas. Del matrimonio de los sacerdotes al divorcio de los laicos, los debates sobre la sexua- lidad lo han mostrado ampliamente en estos últimos tiempos. Numerosos cristia- nos que se reconocen aún tales, se separan, sin otra forma de proceso, las enseñanzas pontificales frecuentemente reiteran ese tema. En el momento en que las autoridades romanas oficializan la revisión del proceso de Galileo (esta- mos en 1974), se repite el mismo error, pues, no más que el sol y los astros, las prácticas no obedecen hoy a las injerencias de la Biblia o el Papa. Cierto, debe haber efectos éticos de la atención que se da a la palabra evangélica (una con-

FABIÁN SANABRIA S. versión mide siempre la comprensión), pero éstos varían según un juicio moral autónomo. Nada asegura más que una ética cristiana sea posible. Esos debates ponen de relieve la complejidad de las relaciones que entreteje la Iglesia con la cultura contemporánea. Desarraigado lentamente de sus referencias locales, fa- miliares y mentales, el individuo, hombre-automóvil, puede circular por todas partes, mas por doquier el reencuentra la ley universal y anónima de organiza- ciones económicas o de conformismos socioculturales; en la contabilidad roma- na, éste puede rechazar sea una desviación de menos en menos tolerada por el 558 sistema social, sea una restricción a su circulación automóvil, conyugal tanto 558 como geográfica. (De Certeau, 1987, p. 310)

Más profundamente entra en juego el “desplazamiento de la sacra- mentalidad”: antes el sacramento sellaba la relación entre un decir y un hacer constituyendo el punto nodal de la experiencia cristiana. Hoy sólo se constata una lenta erosión en esa relación ante la pérdida de eficacia simbólica en el terreno ritual. Sin embargo, la liturgia no es más pensable como verdadera u operatoria, sino como bella fiesta y canto que le genera suceso a los monasterios ante el desmembramiento de la “civilización parroquial”, sin que esto sea forzosamente un alivio. Paralelamente, los grupos carismáticos, multiplicados geométricamente en las últimas décadas, ejemplifican el mismo tipo de trasferencia al alienarse bajo las formas contemporáneas de la “sociedad del espectáculo”, aunque tal vez, siendo menos espectaculares, esas manifestaciones no se apartan de las plegarias más comunes, aquellas que se encuentran desprovistas de ambiciones sobre la historia, finalmente dóciles a realidades que ninguna ideología ha sido capaz de cambiar, y que es necesario aceptar cuando no se ocupan las mejores plazas.

Certificando a su manera la desaparición de un lenguaje de la fe y la imposibili- dad de una elaboración ética, esa plegaria es todas las semanas el lugar poético de un bien-estar juntos y el reconocimiento interior de un servicio mutuo -gracia ofrecida al Señor-todo-el-mundo. Quizá al recusar esa forma humillada del cristia- nismo, se niega lo que éste se ha vuelto y se impide reconocer, en los combates y las plegarias del presente, un Dios que se ha puesto a juntar extrañamente a ese Señor-todo-el-mundo. (De Certeau, 1987, p. 312)

Así, lejos de ser concebida, vivida y practicada, la fe cristiana es expe- riencia de ser frágil, medio de “volverse huésped de un otro que inquieta y hace vivir”. Y Michel de Certeau subraya que esa experiencia no es nueva: desde hace siglos místicos y espiritualistas la viven y la testifican. Esa es la fragilidad que todo cristiano, en referencia y lazo con un otro, en la apertura a una diferencia llamada y aceptada, acepta con gratitud.

DE VOLUNTADES ECUMÉNICAS A UN PERPETUO AGGIORNAMENTO Esa pasión del otro no es una naturaleza primitiva que se deba reencontrar, ella no se adquiere como una fuerza o un vestido más a nuestras competencias y posesiones; es una fragilidad que despoja nuestras solideces e introduce en nuestras fuerzas necesarias la debilidad de creer. Tal vez una teoría o una práctica se vuelve cristiana cuando, en la fuerza de una lucidez y de una competencia, entra como una bailarina el riesgo de exponerse a la exterioridad, o la docilidad a lo extraño que viene, o la gracia de ceder la plaza, es decir, de creer en el otro. (Ibídem)

Cuatro décadas desde el Vaticano II obligan entonces, también a la 559 Iglesia, a reconocer su propia fragilidad, su debilidad de creer. En otras pala- bras, la institución eclesiástica debe aceptar, en su actitud ecuménica lo que ella misma declara: que “ese santo propósito excede las fuerzas y la capaci- dad humana”.3 Allí ese gesto nos hace contemporáneos, en la soledad de múltiples reflejos, en donde el lazo social es simplemente instantáneo, en donde se cree exclusivamente en lo que se ve, al ingresar cada vez más al reino del “como si”... en las ambivalencias y ambigüedades conquistadoras de la ficción, a partir de una figura paradójica y característica: el exceso. Exceso de tiempos, exceso de espacios, y exceso de referencias individua- les (Augé, 1992).

DEL LUGAR (ORGANIZADOR) AL NO-LUGAR (MOVILIZADOR) DEL SENTIDO Al igual que las sociedades contemporáneas, la Iglesia posconciliar le ha dicho adiós, a su manera, al “mito del progreso” y a las nostalgias del “todo tiempo pasado fue mejor”. La concepción lineal o evolutiva de la historia ha sido revaluada junto con los “grandes relatos” de la humanidad. Algunos afirman que es el fin de la historia ante las crisis de la memoria y las migajas de recuerdos que contribuyen a instrumentalizar políticamente muchos olvi- dos (por ejemplo: a borrar de algunos manuales de historia el episodio nazi, a justificar las invasiones y colonizaciones de todo tipo, a declarar guerra abierta a otras naciones en nombre de la “libertad” de someter al otro); en todo caso, si de fin es necesario hablar, es mejor referirse a la culminación de un sentido unívoco de la historia. Clausura de otro momento envuelto en la sobreabundancia de acontecimientos, desde los más globales hasta los

3. Cfr. Conclusión del decreto , en Documentos del Concilio Vaticano II.

FABIÁN SANABRIA S. más locales y circunscritos, presentados desordenadamente, agrandados o empequeñecidos según las conveniencias establecidas por los nuevos órde- nes de los medios masivos de comunicación. Paralelamente, el mundo se abre, cerrándose; las naciones poderosas se unifican y las fronteras se cierran para los excluidos del nuevo orden mundial. Múltiples imágenes y múltiples voces se proyectan y retumban a 560 diestra y siniestra, con sus efectos perversos, ignorados por la mayoría que, ciegamente, es incapaz de determinar quién dice qué entre tanta información conocida y reconocida, pero al mismo tiempo desconocida para muchos. Habitamos el mundo del simulacro, caracterizado por excesivas repre- sentaciones y dramatizaciones, que envuelven el campo de las decisiones políticas en un ambiente tragicómico, a veces circense, generalmente reproductor del orden establecido. Y todo parece ser un signo; la sociedad estalla en sus creencias y las creencias estallan en la sociedad produciendo un desbordamiento que genera, en el mejor de los casos, una circulación mercantil del creer y del sentido.4 Al mismo tiempo, el yo se multiplica y se desdobla en falsos proce- dimientos de autonomía, creando la ilusión de un sujeto libre y trasparente, capaz de optar y de decidir, aunque su único campo de decisión sea simplemente el consumo. Algunos autores posmodernos reivindican la abstracción de la “cultura como texto”, olvidando que al hacer ese ejercicio, típicamente escolástico, hablan más de ellos mismos que de los otros que pretenden interpretar.5 Y cada quien va por su lado, sin contar esta vez con un Dios para todos, en el inmenso maremágnum de producción y reproduc- ción individual de sentidos, donde se multiplican biografías, autobiografías, historias de vida y relatos estereotipados de conversiones, envueltos en retóricas especulativas y nuevas publicidades. No obstante, ante la para- fernalia dominante de las industrias y nuevas tecnologías culturales, algunas invenciones de lo cotidiano y astucias de las artes de hacer, generan bricolages y braconages culturales, mestizajes y sincretismos que repugnan al orden dominante, incluidas allí las categorías dogmáticas ordenadoras del

4. Ya Michel de Certeau había hablado de Le Christianisme éclaté con respecto al “campo religioso”... 5. Para una crítica sustancial a los autores de “la cultura como texto”, ver M. Augé, Non- lieux.

DE VOLUNTADES ECUMÉNICAS A UN PERPETUO AGGIORNAMENTO mundo, por considerar esas mezclas como indignas del pensamiento y contrarias al orden moral (De Certeau, 1990). ¿Cómo reintegrar la subjetividad; es posible nuevamente la heterotopía (en sentido foucaultiano) del sujeto? ¿Cómo inventar una tradición e inscribirse en una “línea creyente” de continuidad hacia el futuro? Si globalmente se ha pasado del lugar organizador al no-lugar movilizador del sentido, saturado de identidades y alteridades que apenas se tocan en su rechazo de la historia, ¿es aún posible recrear el 561 lazo social y, en este caso, eclesial, en semejante contexto de “pérdida progresiva de la memoria”? El “hombre desplazado” y la “multitud errante” constituyen el emble- ma más significativo de nuestras sociedades y aunque las identidades nunca han sido unívocas ni fijas y siempre ha sido necesario pensar las diferencias constitutivas de lo social sin olvidar la pluralidad interna de los individuos, cuando se indaga por el sentido de los creyentes, éstos ya han construido sus sentidos, sus normas y reglas de organización del creer, resultando inge- nuo para el estudioso hablar de lo ya dicho, o, en el mejor de los casos, traicionar al traducir el sentido de los otros... De suerte que la Iglesia posconciliar debe hacerse contemporánea, no sólo reconociendo en su vo- cación ecuménica la tradición, sino la modernidad de los creyentes, en el más amplio sentido de la palabra, y atreverse a pensar hoy como una institu- ción que sería, ante todo, “militante de la tolerancia y abanderada de la diversidad religiosa”. Porque, a pesar del avance enceguecido de las socie- dades hacia el reino de la ficción, en donde cada vez más se pierde el sujeto (De Certeau, 1997), aún es posible reconocer y valorar la otredad, pues siem- pre existirán realidades que nos obliguen a crear y recrear el lazo social (la enfermedad y la muerte, el amor y la trasgresión, el cambio cultural y la inversión)... Por consiguiente, es necesario que el sentido, hoy eclesial, sea nuevamente pensable, y las explicitaciones de las relaciones entre creer y poder rigurosamente posibles.

ACTUALIZACIÓN DE LA MEMORIA Y VITALIDAD DE UNA TRADICIÓN Cuatro décadas después del Vaticano II es vital actualizar la memoria de ese grandioso aggiornamento. Recordar, según Maurice Halbwachs (el sucesor de Durkheim en la cátedra de sociología del Colegio de Francia), es realizar

FABIÁN SANABRIA S. un ejercicio de reconstrucción del pasado en función del presente. Esto im- plica romper con una concepción dualista de la realidad para aproximarnos a una cierta discontinuidad, donde se presentan justamente las manifesta- ciones informales de las “artes de hacer e inventar lo cotidiano”, que suelen ser descartadas por algunas “hermenéuticas totalitarias” como materia “poco útil” de la memoria (Halbwachs, 1994). No obstante, la Iglesia ecuménica 562 nació ocupándose de esas “cosas del creer”, pues, son esos “restos” los que en un “horizonte de mayor duración” revelan los “cuadros sociales” donde la memoria religiosa se construye (Ibídem, pp. 299-367). En realidad, la sospecha atraviesa los “sueños de la materia” y así las instituciones eclesiásticas se defienden de las “cosas del creer” que abarcan una larga historia de confrontación entre “dogma y mística” en las extensas dimensiones de la “memoria religiosa”, la cual sólo conserva del pasado ciertos elementos materiales y simbólicos instituidos en relación con el presente. Precisamente el presente es en particular difícil para la institutio eclesiástica porque, primero, la “instauración de sentido” que se pretende mantener hoy “no es más un cuerpo sino un corpus” y segundo, la norma- tividad social que se quiere seguir administrando está cada vez más “fuera de control”.6 En consecuencia, la institución religiosa de la Iglesia posconciliar sólo puede ser posible a condición de reconocer la “memoria del creer”; pues el creer es la memoria del cuerpo (en sentido carnal y material), la memoria del deseo y del vacío, de la duración y de la provisionalidad, de la enfermedad y de la salud, de la juventud y de la vejez, de lo sensible y de lo inteligible, de la vida y de la muerte... sobre todo, la memoria de la muerte, es decir, del olvido, de la experiencia de olvidar, “para crear otro recuerdo alargando una nueva memoria colectiva”.7 De suerte que las recomposiciones del creer en la Iglesia contemporánea pueden ejemplificar, de manera ideal-típica, esfuerzos por reconstruir, a partir de “migajas”, los recuerdos de la “memoria carnal” de

6. P. Michel –siguiendo las huellas de M. de Certeau– lo ha claramente enunciado: las recomposiciones contemporáneas del creer aparecen como “indicadores y modos de gestión de una triple redistribución de la relación al tiempo, al espacio y a la autoridad; de una triple crisis que afecta la identidad, la mediación y la centralidad; y de una triple descomposición: déficit de lo político, explosión e inadecuación de las ofertas de sentido, fuerte disminución y retracción de lo credible”. 7. Al menos semejante experiencia es el deseo de la Recherche du temps perdu, tan querida por Halbwachs...

DE VOLUNTADES ECUMÉNICAS A UN PERPETUO AGGIORNAMENTO creencias aparentemente olvidadas. Mas las migajas sólo se juntan cuando se teme morir de hambre, a menos que se quiera jugar a la “hambruna”. Nos encontramos ante una situación de “estallido de la memoria” (De Certeau, 1987, pp. 280-281), particularmente de la memoria religiosa, y esa realidad nos obliga a recordar el creer. El problema radica en pretender esconder el “hambre de creer” para reconstruir el sentido como si alguien pudiera socialmente alimentarse de “restos de una gloria lejana”, de “recuerdos llenos 563 de polvo olvidados en las cavernas”. Recordar el creer es posible porque una cierta “virtualidad familiar” nos lo permite; porque existen “cuadros sólidos que encierran nuestro pensamiento”, una “pluralidad de espacios” que posibilitan el movimiento entre la inteligencia y la imagen, cuadros que guardan la memoria de los grupos que nos han precedido y a los cuales hemos pertenecido sin saberlo (De Certeau, 1987, pp. 280-281). Y es en ese punto donde la inteligencia de Maurice Halbwachs y el genio de Marcel Proust se reencuentran; es allí donde la memoria individual es una experiencia de la memoria colectiva, el lugar donde las creencias religiosas se reconocen en las tradiciones actualizadas, el campo donde las voluntades y las repre- sentaciones se actualizan en el presente:

Cuando hemos superado una cierta edad, el alma del niño que fuimos y el alma de los muertos de los que salimos nos lanzan a puñados sus riquezas y flaquezas pidiendo cooperación a los nuevos sentimientos que experimentamos y en los cuales, borrando su antigua efigie, solemos refundarlos en una creación nueva. (Proust, 1954, p. 79)

Pero es necesario “superar una cierta edad”; es decir, esperar que el tiempo pase... Hay que someterse al examen de la duración y aguardar tras la selección e interpretación del sentido que los nuevos ejercicios de la memoria sean perdurables para que las recomposiciones del creer en la Iglesia ecuménica no sean solamente recordadas por los actores que con acontecimientos puntuales se comprometen. El problema radica en lo provisional, en la precariedad y velocidad del “viaje hacia los demás”, pues luego de socializarse con otros que “también viajan”, es necesario partir, alejarse... Entonces, ¿cómo no olvidar, cómo recordar?

Si nuestro esfuerzo de localización es posible, si pasamos de la memoria inme- diata a los cuadros del recuerdo, es porque el recorrido de ese camino ya se ha hecho. La memoria consciente duplica una memoria no consciente; la experien- cia de los límites de esa memoria es también la experiencia de la mutación de los cuadros de esa memoria inmediata en cuadros de la memoria particular; la experiencia del límite será la experiencia del desinterés del grupo con respecto

FABIÁN SANABRIA S. a la memoria inmediata. Si el conjunto de recuerdos recientes, o más bien de los pensamientos que se le asocian, forma un cuadro que continuamente se hace y se deshace, es que a medida en que remontamos a lo lejos de ese pasado inmediato, nos aproximamos al límite mas allá del cual nuestras reflexiones aca- ban de aferrarse estrechamente a nuestras preocupaciones actuales. El desinte- rés es definido entonces como el límite del campo de significación de la visión del mundo que unifica un cuadro de la memoria. (Namer, en Halbwachs, Postfacio, pp. 331-332)

564 Infortunadamente nos encontramos con lo efímero y sólo se puede evaluar lo que ha durado. Las dinámicas de recomposiciones del creer en la Iglesia de hoy comparten, grosso modo, una común incertidumbre: se reencuentran más bien en las sombras que en la luz. Sin embargo, aunque el cuadro social de la “memoria de lo efímero” no sea sino una “caricatura de la memoria” y, en consecuencia, esa caricatura se convierta en la “mu- chacha de servicio” de toda ideología (Ibídem, p. 341)... una posibilidad es digna de ser considerada: digna gracias a su vitalismo, a su “querer perseve- rar”... la inscripción de diversos “recuerdos efímeros” en una “apocalíptica”, en una “sociodisea de la esperanza”.

¿DES-REGULACIONES DE LA FE? Es posible que si la Iglesia posconciliar vislumbra ese camino entremos en una “empresa de delirio”... En ese caso, la respuesta ha sido dada por Henri Desroche: ¿Por qué no? Hay “delirios” que tienen su lógica específica: la de las sociedades calientes que se diferencian de las razones que permiten el funcionamiento de las “sociedades frías” o de las “sociedades que se en- frían”. Esos delirios surgen del rito lúdico y del teatro sagrado, y se abren al lirismo surrealista y a las representaciones dramáticas del “entusiasmo movilizador” (Desroche, 1973, p. 202).

Sí, esos delirios movilizan: profetas y videntes se levantan; mensajes increíbles son proclamados, ritos celebrados en espíritus y cuerpos exaltados, lenguas desconocidas y transes extáticos suelen ser propagados; escalas penitenciales, procesiones turísticas, desfiles peregrinos, danzas celestes, terapias extrañas, historias fabulosas, cánticos y oraciones, acontecimientos espectaculares, manifestaciones divinas, instantes eternos y apariciones apocalípticas surgen en espacios inesperados.

Algunos dirán que esas son sólo imágenes; a lo sumo “imágenes fabri- cadas”. Cierto, pero esas imágenes son un delirio “bien fundado”. Delirio que nos recuerda la memoria colectiva garante de la inmortalidad y, en cier-

DE VOLUNTADES ECUMÉNICAS A UN PERPETUO AGGIORNAMENTO tos casos, de la resurrección de “panteones devorados”. En efecto, todo ocu- rre “como si la memoria motriz fuera más coherente y durable que la memo- ria del recuerdo”; como si la situación de “enfrentar un pasado oscuro y temer un porvenir incierto” recordara que la memoria destituida fuera al mismo tiempo una memoria restituyente, más aún, constituyente :

Es que la memoria (ideación del pasado), como la conciencia (ideación del pre- sente), y aun la imaginación (ideación del porvenir), son como eslabones a tra- 565 vés de los cuales se distribuyen los mensajes que se dirigen recíprocamente las situaciones económicas y las representaciones culturales organizadas como sis- temas emisores y receptores que, a su manera, conjunta y separadamente, resul- tan susceptibles de constituir lo sagrado, o al menos su ideación colectiva: “En la conciencia colectiva se fomenta el surgimiento o, si se quiere, la surrección de los dioses; en la memoria, su resurrección o, al menos, su resistencia a la muerte; y en la imaginación, algo que tiene que ver con una cierta insurrección.” (Desroche, p. 213)

Ahora bien, las apocalípticas milenaristas presentes en buen número de las recomposiciones del catolicismo contemporáneo implican una demanda colectiva: demanda que denuncia la destitución de un recuerdo; demanda que pide la restitución de un olvido (Lacan, 1973, pp. 227-289). Porque la imaginación colectiva encuentra en su estallido social a la conciencia y a la memoria colectivas... Ésta ofrece a la primera la revitalización de un culto y, a la segunda, la reactivación de su propia referencia; ella busca una tradición más profunda resucitando un pasado muerto u oculto para restituirle la vida y su luz; “el proyecto de un después valida entonces el recuerdo de un antes”. De suerte que esto nos conduce a descubrir tal vez la “sociodisea de una esperanza”: una nueva identidad, y una nueva alteridad. En efecto, todo ocurre como si en la “experiencia de creer hoy”, el encuentro con otros que creen lo mismo o algo semejante, produjera un “campo de sentido”. El problema se presenta cuando una visión hegemónica pretende imponerse sobre las demás; la dificultad mayor se concentra en el exceso o en el defecto de imaginación colectiva (el exceso resultando alienante, el defecto suicida). En todo caso, tres funciones pueden detectarse: primero, una función de alternancia, es decir, de experiencia de lo inverosimil; segundo, una función de altercación, es decir, de contemplar la posibilidad de ser sí conjugada a la necesidad de ser otro; tercero, una función de alternativa, es decir, la puesta en escena de una teatralización social, una dramatización (Desroche, pp. 226-228).

FABIÁN SANABRIA S. LA DEBILIDAD DEL CREER Las imágenes del “creer” que reaparecen en el catolicismo de hoy podrían ser la anticipación de un cierto “advenimiento esperanzador”, en el cual una voz trata de hacerse escuchar. Pero seguramente resulta problemático y molesto para la dogmática esa “evocación poética”. ¿Podría acaso restituírsele a los ideales su “creatividad social específica”? Para nosotros, el vitalismo de 566 Henri Desroche nos ilumina porque en un horizonte incierto su obra consti- tuye un “oasis” para no “dejar caer todo” en la cobardía suicida de un total “desencantamiento”. Es claro que las imágenes del creer hoy no proceden tanto de la institución eclesiástica, sino más bien son testimonios de universos que estallan y de realidades que se descomponen. Ese desorden, del cual Georges Balandier ya hizo el elogio, muestra sin embargo la dinámica de una “espiritualidad” antes que de una religiosidad, la fuerza del creer corporal antes que de un sistema especulativo. Y han sido esos “intentos de creer” los que si bien suelen ser vistos como desórdenes, a nosotros nos seguirán ocupando. Pero ocurre que esas “maneras de creer” cumplen particularmente lo que Patrick Michel ha tratado de esbozar al referirse a “la ficción del mismo y la realidad de lo plural” hoy: al hablar del creer, se finge estar hablando de éste, pues se habla en realidad de otra cosa; y al no hablar del creer, se finge no hablar de éste, no hablando sino del mismo (Michel, 1999). Ahora bien, ese fenómeno, que es ante todo un “juego de lenguaje”, se llama metonimia 8, y es la mejor manera de referirnos a las dinámicas instauradoras de sentido en la Iglesia actual. Son creencias metonímicas porque los agentes comprometidos se con- vierten en actores; actores que desarrollan una serie de tácticas y astucias, de “técnicas de hacer creer para poder creer”, que desempeñan un papel decisivo en los lugares “donde se busca lo que ya no está” (De Certeau, 1990, p. 268). Porque efectivamente, dos “resortes tradicionales” suelen estar presentes en los agentes sociales que reinventan el sentido social hoy:

8. “Metonimia: fenómeno por el cual un concepto es designado por un término que se refiere a otro concepto que le es ligado a éste, a través de una relación contraria.” Cfr. Diccionario ilustrado de la lengua española, Barcelona, Sopena, 1965.

DE VOLUNTADES ECUMÉNICAS A UN PERPETUO AGGIORNAMENTO de un lado, la pretensión de hablar en nombre de algo real que, al suponerse inaccesible, es a la vez principio de lo que debe ser creído (una totalización) y principio del acto de creer (un deseo); de otro lado, la capacidad que tiene el discurso autorizado para dar cuenta de ese acontecimiento se distribuye en elementos organizadores de prácticas, es decir, en “normas de fe”. Así, la “fuerza mediática” del acontecimiento posconciliar logra que los destinata- rios no estén obligados a creer lo que no ven, sino justamente lo que pre- 567 sencian (Ibídem, pp. 270-272). Son metonimias del creer porque se corrobora que la creencia no puede decirse a través de “convicciones directas” sino por medio de lo que es “presentado para creer”. La creencia no reposa ya sobre una alteridad invisi- ble “escondida en las alturas”, sino sobre otras cosas visibles que señalan lo que debe ser creído; el creer funciona sobre el valor real supuesto a otro, sin importar el lugar que éste ocupe en el mundo. Lo visto es identificado a lo que debe ser creído (en realidad, habla una nada que calla la pérdida de lo que no puede decirse)… Y allí... ante esa “lucha por la vida”, en un “tiem- po accidentado” donde fracasar es indisociable de simbolizar y simbolizar es indisociable de fracasar... en esa “anarquía del claro-oscuro cotidiano”, omnipresente entre el inevitable aggiornamento del creer hoy... es, tal vez entre susurros, donde la Iglesia como pueblo de Dios puede decir algo, ya no infalible, sino inefable.

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