No Les Faltaba Más Que Una Posta Para Llegar a Blois; Pero Un Contratiempo Diabólico Vino a Sembrar La Alarma En El Corazón De Aramis
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No les faltaba más que una posta para llegar a Blois; pero un contratiempo diabólico vino a sembrar la alarma en el corazón de Aramis. En aquella posta no había caballos. El prelado se preguntó por qué infernal maquinación sus enemigos habían conseguido quitarle el medio de ir más alá, a él que no tenía por Dios al acaso y veía en todo resultado una causa. Pero en el instante en que iba a dar rienda a su enojo para obtener una explicación o un caballo, se le ocurrió una idea: se acordó de que el conde de La Fere vivía en las cercanías. ––No viajo ni hago posta entera ––dijo Herblay al maestro de postas. ––Dadme, pues, dos caballos para ir a visitar a un señor amigo mío que mora no lejos de aquí. ––¿Qué señor? ––preguntó el maestro de postas. ––El señor conde de La Fere. ––¡Ah! ––repuso el maestro descubriéndose con respeto, ––no puedo proporcionaros dos caballos, pues todos los tiene acaparados el señor duque de Beaufort. ––¿El señor duque de Beaufort? ––repuso Aramis con disgusto. ––Con todo ––continuó el maestro de postas, ––si os place serviros de un carretón, haré enganchar a él un caballo ciego al que sólo le quedan los remos, y así podréis llegar a casa del señor conde de La Fere. ––Esto vale un Luis ––repuso Herblay. ––No, señor, sino un escudo. ––Os daré un escudo, pero eso no menoscaba para nada mi derecho a daros un luis por vuestra buena ocurrencia. ––Está caro ––repuso leno de alegría el maestro de postas. El maestro de postas encargó a uno de sus mozos de cuadra que condujera los forasteros a La Fere. Prthos se sentó en la carreta, junto a Aramis, y dijo al oído de éste: ––Comprendo. ––¡Ah! ––replicó Aramis: ––¿y qué comprendéis, mi buen amigo? ––Vamos de parte del rey a hacer una proposición de grande importancia a Athos. ––¡Psé! ––No me digáis nada ––añadió Porthos procurando hacer contrapeso para evitar los tumbos de la carreta, ––no me digáis nada; adivinaré. ––Eso es, adivinad. A las nueve de la noche y a la claridad de una luna despejada, Porthos y Aramis llegaron a casa de Athos. Porthos y su compañero se apearon a la puerta del pequeño castillo, que es donde vamos a encontrar de nuevo a Athos y a Bragelonne, desaparecidos ambos después del descubrimiento de la infidelidad de Luisa. Si hay una máxima verdadera, es la que reza que los grandes dolores encierran en sí el germen de su con- suelo. En efecto, la dolorosa herida abierta en el corazón de Raúl, acercó a él a su padre y Dios sabe si eran dulces los consuelos que manaban de los elocuentes labios y del alma generosa de Athos. Sin embargo, no siempre Raúl comprendía a su padre; y es que para el corazón verdaderamente enamorado, nada reemplaza el recuerdo y el pensamiento del objeto amado. Entonces decía Raúl a su padre: ––Señor, cuanto me decís es cierto: creo firmemente que no hay quien haya sentido más quebrantado el corazón que vos; pero vos sois demasiado grande por lo que atañe a la inteligencia, y excesivamente proba- do por la desventura, para no ser indulgente con la debilidad del soldado que padece por la primera vez. Pago un tributo que no volveré a pagar; por lo tanto, toleradme que me abisme cuando pueda en el dolor, que sumergido en él me olvide de mí mismo y se anegue mi corazón. ––¡Raúl! ¡Raúl! ––Escuchad, señor; nunca me acostumbraré a la idea de que Luisa, la más casta y candorosa de las muje- res pueda haber engañado de manera tan vil a un hombre tan honrado y tan amante como yo; nunca acertaré a resolverme a ver aquel rostro apacible y angelical convertido en cara hipócrita y lasciva. ¡Luisa perdida! ¡Luisa infame! ¡Ah!, señor, esto es para mí más doloroso que mi desventura, que su abandono. Athos entonces echaba mano del remedio heroico; defendía a Luisa contra Raúl, y justificaba su perfidia con su amor. ––Una mujer que hubiera cedido al rey por el mero hecho de ser rey ––decía Athos, ––merecería el cali- ficativo de infame; pero Luisa ama a Luis. Jóvenes ambos, han olvidado, el su alcurnia, ela sus juramentos. El amor todo lo absuelve, Raúl. El rey y Luisa se aman sinceramente. Dada aquella puñalada, Athos, suspirando, miraba a su hijo como al dolor de la tremenda herida huía a lo más cerrado del bosque o se refugiaba en su cuarto del que una hora después salía, pálido y trémulo, para acercarse nuevamente y sonriéndose a athos, a quien besaba la mano como el perro que acaba de ser casti- gado acaricia a su amo para rescatar su falta. Raúl sólo daba oídos a su debilidad, y no confesaba más que su dolor. Así pasaron los días que siguieron a la escena durante la cual Athos había agitado de manera tan violenta el indómito orgullo del monarca; escena sobre la cual el conde de La Fere no dijo nunca una palabra a Raúl, por más que a éste le habría tal vez servido de consuelo la humillación por la que pasó su rival. Y es que Athos no quería que el amante ofendido olvidara el respeto debido al rey. Y cuando Bragelonne, enardecido, arrebatado, sombrío, hablaba con menosprecio de la palabra real, de la fe equívoca que algunos insensatos buscaban en las personas emanadas del trono; cuando Raúl predecía los tiempos en que los reyes serían más pequeños que los hombres. Athos le decía con su voz serena y persua- siva: Tenéis razón, hijo mío; sucederá como decís: los reyes perderán su prestigio, como pierden su claridad las estrellas que han llegado al límite que Dios les señalara. Pero antes que llegue tal momento, ya estare- mos muertos nosotros, Raúl; y no olvidéis lo que voy a deciros: en este mundo fuerza es que todos, hom- bres, mujeres y reyes, vivamos en los presentes; sólo para Dios debemos vivir según lo venidero. He aquí como conversaban Athos y Raúl, paseándose por la larga alameda de tilos del parque, cuando re- sonó la campanilla que servía para avisar al conde la hora de la comida o una visita. Maquinalmente y sin dar importancia el sonido que acababa de vibrar, el conde y su hijo dieron media vuelta, y al llegar al ex- tremo de la alameda se encontraron en presencia de Porthos y de Herblay. EL ÚLTIMO ADIÓS Raúl lanzó una exclamación de alegría y abrazó con ternura a Porthos, Aramis y Athos se abrazaron co- mo se abrazan los hombres maduros, y aun para el primero aquel abrazo equivalió a una pregunta, pues dijo sin tardanza: ––Amigo mío, estamos aquí por poco rato. ––¡Ah! ––exclamó el conde. ––El tiempo de poneros al tanto de mi buena suerte, ––repuso Porthos. ––¡Ah! ––exclamó Raúl. Athos miró a Aramis, cuyo ademán sombrío le pareció poco en armonía con la buena nueva de que hablaba Vallón. ––¿Qué buena suerte os ha traído? ––preguntó Raúl sonriéndose. ––El rey me hace duque, ––respondió con misterio el buen Porthos inclinándose hasta el oído del joven duque vitalicio. Pero los apartes del coloso eran siempre lo bastante sonoros para que todos los oyeran. Athos lanzó una exclamación que hizo estremecer a Aramis, que se apoyó en el brazo de su amigo, y, después de haber pedido licencia a Porthos para hablar algunos momentos aparte, dijo al conde: ––Mi querido Athos, estoy transido de dolor. ––¡De dolor! ––exclamó el conde; ––¿qué decís, mi querido amigo? ––He aquí en dos palabras lo que pasa: he conspirado contra el rey, la conspiración ha abortado, y a esta hora es indudable que me buscan. ––¡Os buscan!... ¡una conspiración!... Pero ¿qué estáis diciendo, amigo mío? ––La triste verdad. Estoy perdido. ––Pero Porthos ... ese título de duque... ¿qué significa todo eso? ––Esta es la causa de mi pesadumbre mayor; esta mi herida más profunda. En la creencia de un triunfo infalible, arrastré a Porthos en mi conjuración, a la que aplicó todas sus fuerzas, sin saber absolutamente nada, y hoy está comprometido y perdido como yo. ––¡Dios santo! ––exclamó el conde volviéndose hacia Porthos, que le dirigió una sonrisa de cariño. ––Es menester que lo comprendáis todo, ––prosiguió Aramis. ––Escuchadme. Y Herblay contó la historia que ya conocemos. ––Era una grande idea, ––repuso el conde, ––pero también una falta muy grande... ––De la que estoy castigado, ––exclamó Aramis. ––Por eso no os revelaré por entero mi pensamiento. ––No temáis en manifestármelo. ––Pues bien, lo que habéis hecho vos es un crimen. ––Capital, lo sé; es crimen de lesa majestad. ––¡Pobre Porthos! ––dijo el conde. ––¿Qué queréis que haga? Ya os he dicho que el triunfo era seguro. ––Fouquet es hombre honrado. ––Y yo un necio por haberle juzgado tan mal. ––dijo Aramis –– ¡Oh sabiduría de los hombres! ¡oh muela inmensa que tritura un mundo, y que a lo mejor es detenida por el grano de arena que cae no se sabe cómo en sus rodajes! ––¡Decid por un diamante, Herblay. En fin, ya el mal no tiene remedio. ¿Qué pensáis hacer? ––Me llevo conmigo a Porthos, pues el rey nunca querrá creer que nuestro buen amigo ha obrado cando- rosamente creyendo que al hacer la que ha hecho servía a su soberano. Pagaría con su cabeza mi falta, y no lo consiento. ––¿Adónde os le lleváis? ––Primeramente a Belle-Isle, que es un refugio inexpugnable; luego, y en una embarcación que tengo preparada, nos trasladaremos a Inglaterra, donde estoy bien relacionado. ––¿Vos a Inglaterra? ––O a España, donde todavía tengo más amigos. ––Al desterrar a Porthos, le arruináis, pues el rey confiscará sus bienes.