CINCO JESUITAS RELEVANTES EN AMÉRICA Y SU APORTE A LAS CIENCIAS

a cultura universal parece haber simpatizado con los jesuitas. En el medio literario existen innumerables CINCO JESUITAS biografías sobre diversos miembros de la Orden. En lo académico son estudiados principalmente en RELEVANTES On eatur? Imustiu sandere henimenimus Lcuanto a su interacción social, estructura orgánica, asuntos solo bla di ut voluptia denti que latendia volum susa cum is ad mos exernat. Sae religiosos y aspectos teológicos, y lo educacional. Sin em- EN AMÉRICA nonecae id que nitatentibus mod et quat. bargo, aún hay una doble perspectiva de análisis que ha sido Ihitem sunto omnim quiate omnimposani olvidada o no debidamente tratada sobre el legado de los blatiunt pos rercius an ad mos exernat. Sae Y SU APORTE nonecae id que nitatentibus mod et quat. jesuitas: la de la epistemología e historia de las ciencias. En Ihitem sunto omnim quiate omnimposani efecto, en tales áreas solo recientemente se observan algunas blatiunt pos rercius an Imustiu sandere incursiones que aluden a estudios sobre el aporte científico A LAS CIENCIAS henimenimus solo. de jesuitas desde la visión europea. Falta aún analizar su APORTE Y SU A LAS CIENCIAS AMÉRICA EN JESUITAS RELEVANTES CINCO Zenobio Saldivia Felipe Caro contribución desde la perspectiva de la historia de la ciencia en el continente americano, que es precisamente lo que se proponen los autores en el presente libro. On eatur? Imustiu sandere henimenimus solo bla di ut voluptia denti que latendia volum susa cum is ad mos exernat. Sae nonecae id que nitatentibus mod et quat. Ihitem sunto omnim quiate omnimposani blatiunt pos rercius an ad mos exernat. Sae nonecae id que nitatentibus mod et quat. Ihitem sunto omnim quiate omnimposani blatiunt pos rercius an Imustiu sandere henimenimus solo.

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www.utem.cl CINCO JESUITAS RELEVANTES EN AMÉRICA Y SU APORTE A LAS CIENCIAS

Zenobio Saldivia Felipe Caro Ediciones Universidad Tecnológica Metropolitana

Padre Felipe Gómez de (56-2) 787 77 50 Vidaurre 1488, Metro Moneda [email protected] Vicerrectoría de Transferencia Tecnológica y Extensión www.editorial.utem.cl www.vtte.utem.cl

Cinco jesuitas relevantes en américa y su aporte a las ciencias Autores: Zenobio Saldivia Maldonado Felipe Caro Pozo

1ra Edición, octubre 2016 500 ejemplares Ediciones Universidad Tecnológica Metropolitana ISBN: 978-956-9677-07-6 Registro de propiedad intelectual n.º 271100

Diseño, diagramación, portada y corrección de estilo: © Ediciones Universidad Tecnológica Metropolitana Vicerrectoría de Transferencia Tecnológica y Extensión

Las fotografías e ilustraciones utilizadas en el libro son gentileza del Archivo de la Provincia Chilena de la Compañía de Jesús

© Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su recopilación en un sistema informático y su transmisión en cualquier forma o medida (ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia, registro o por otros medios) sin el previo permiso y por escrito de los titu- lares del copyright.

Impresión: Nuevamerica impresores Santiago de , octubre de 2016 Dedicatoria

A la memoria de aquellos viajeros de la Orden Jesuita que con pasión recorrieron América, llevando en secreto el sueño de unir algo más que la mera extensión territorial del continente. ÍNDICE pág.

Introducción 7

Los orígenes de la Orden: Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús 11

La Compañía de Jesús y sus vínculos con la educación 33

Los jesuitas y las teorías sobre la 47 potestad divina y monárquica de los siglos XVI y XVII

Los jesuitas y las ciencias 53

Cinco jesuitas relevantes para la ciencia en América 61

José de Acosta: su estancia en el Perú y su visión de la naturaleza 69

Antonio Ruiz de Montoya y el corpus físico y social del Paraguay 87

Juan de Velasco y el Ecuador del siglo XVIII 107 pág.

Juan Ignacio Molina y su contribución a la ciencia en el Chile colonial 131

José Gumilla y sus viajes de explora- ción por Venezuela 147

Hacia eventuales conclusiones 163

Bibliografía 169

Introducción Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

Introducción

La cultura universal parece haber simpatizado mucho con los jesuitas, puesto que hay una enorme bibliografía sobre dicha orden y porque los trabajos de sus integrantes están continuamente siendo analizados desde nuevos enfoques. En el medio literario por ejemplo, hay innumerables biografías muy completas de diversos miembros de la Orden. Y en el acadé- mico, a su vez, se observa actualmente que son estudiados principalmente en sus facetas relacionadas con su interacción social, con su estructura orgánica, con los asuntos religiosos, con los aspectos teológicos y con sus novedades en lo educacional. Empero, aún hay una doble perspec- tiva de análisis que ha sido olvidada o no debidamente tratada al hacer nuevas lecturas interpretativas sobre la praxis y el legado de los jesuitas: la de la epistemología y de la historia de las ciencias; en efecto, en tales áreas solo recientemente se observan algunas incursiones que aluden a estudios sobre el aporte científico de los miembros de esta Orden, pero mayoritariamente presentando la visión europea de dicho fenómeno. Por lo tanto, falta aún analizar su contribución desde la perspectiva de la historia de la ciencia en el Nuevo Continente Americano, ello como consecuencia directa, en primer lugar, de la tardía presencia de dicha disciplina en América, que principia a tener exponentes desde los años cincuenta en Estados Unidos, con Sarton y otros. Y en segundo lugar, seguramente por el perfil eurocéntrico de los inicios de esta disciplina, que se centraba casi únicamente en el desenvolvimiento de la ciencia europea y en sus preclaros exponentes, más que en una mirada holística que diera cuenta de adquisiciones cognitivas de lugares distintos a las metrópolis europeas. Por ello, solo recientemente están emergiendo estu- dios propios de esta disciplina en América central y América meridional. Sin embargo, trabajos que articulen aportaciones de los exponentes de la

8 Orden de los Jesuitas, desde los enfoques epistémicos y de historia de la ciencia contemporánea, son claramente nichos cognitivos no abordados debidamente en los círculos académicos e intelectuales. Y en este sentido, la Universidad Tecnológica Metropolitana (Santiago de Chile), consciente de su misión de aportar también nuevos conocimien- tos en las disciplinas de carácter sociológico y humanista, se congratula de poder contribuir a la difusión y análisis de estos tópicos, pues los autores concilian aquí diversos aspectos educacionales, históricos y de la marcha de la ciencia en Chile y América, que interesan a las disciplinas de educadores, sociólogos, epistemólogos, filósofos e historiadores de la ciencia y de las religiones, que encontrarán en estas páginas nuevos horizontes para sus personales abordajes cognitivos. En lo que sigue, se pretende dar cuenta de las contribuciones de los exponentes jesuitas seleccionados, en cuanto a su visión de la naturaleza americana y a eventuales aportes de carácter científico de los mismos en relación a la identificación y descripción de los especímenes bióti- cos y abióticos del Nuevo Mundo, dentro de los cánones taxonómicos y epistémicos de la época. Por esto, y ante la imposibilidad de estudiar las contribuciones de todos los miembros de la Orden durante su estadía en el Nuevo Continente, analizaremos los esfuerzos de descripción de la naturaleza americana y su aporte a las ciencias de cinco de ellos; en- fatizando en especial en los mecanismos epistémicos y discursivos que se pueden observar en las descripciones que utilizaron para captar los referentes bióticos y en los elementos identitarios sociológicos y cul- turales de lo americano, en relación al hito histórico que les tocó vivir. Para ello, comenzaremos desde los orígenes mismos de la Orden enfatizando en su peculiar estilo de trabajo docente y en sus primeras expresiones de interés científico en Europa, para luego concentrarnos exclusivamente en las aportaciones cognitivas de los cinco jesuitas selec- cionados en nuestra investigación: Juan Ignacio Molina (Reino de Chile), Antonio Ruiz de Montoya (Virreinato de la Plata), Juan de Velasco (Reino de Quito), José de Acosta (Virreinato del Perú) y José Gumilla, (Nuevo Reino de Granada). Pasando finalmente a apreciar sus contribuciones científicas, algunas correlaciones, diferencias y/o semejanzas en su prosa.

9 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

10 Los orígenes de la Orden: Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

LOS ORÍGENES DE LA ORDEN: Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús

El origen mismo de la Compañía de Jesús está prácticamente fusionado con la vida del sacerdote español Ignacio de Loyola, quien es su inspirador, fundador y primer prepósito general. Por ello, lo primero que corresponde en un trabajo de esta naturaleza es traer a presencia aquellos elementos de su vida y obras que ayudaron a darle forma a la Orden Jesuita, y que posteriormente guiaron el quehacer evangelizador y misionero de la Compañía de Jesús. Íñigo López de Loyola, más conocido por el nombre que tomaría posteriormente: Ignacio de Loyola, nace el año 1491 en Azpeitia, en la provincia de Guipúzcoa, actual territorio de la comunidad autónoma española de Euskadi o país Vasco (Leturia, 1938). Es el menor de trece hermanos y su infancia se desarrolla en la tranquilidad de la casa Loyola, hogar de colorido campestre y tranquilidad bucólica (Ribadeneyra, 1961). Estos primeros años los pasa al cuidado de su familia y de un tutor priva- do, y en el año 1506 es enviado por sus padres, Don Beltrán de Loyola y Doña María Sonnez, a servir en la corte de los Reyes Católicos de España, justo “cuando el mancebo podía figurar entre los pajes que servían en las grandes casas de la corte, y se criaban en ella para abrirse un porvenir militar o político cerca de los monarcas” (Leturia, 1938, pp. 33-34). Así, el joven López de Loyola arriba a Castilla, donde toma contacto con la cultura urbana y con las nuevas oportunidades que se le ofrecen en aquella ciudad. Si bien hasta el momento no ha recibido una educación formal, Íñigo se empapa de las costumbres y del entorno de la corte y comienza a desarrollar un gusto por la literatura y la música

12 Los orígenes de la Orden: Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús

En este ambiente literario y musical se sitúan perfectamente las referencias que han llegado hasta nosotros, no de estudios ni de una formación literaria propiamente dicha (nunca la tuvo Ignacio) pero sí de sus aficiones a la pluma y a la música (Leturia, 1938, p. 63).

Tal como ha destacado su primer biógrafo, el también jesuita Pedro de Ribadeneyra (1961), en dicho círculo cortesano Íñigo rápidamente se entusiasma con la vida militar y el ejercicio de las armas. En este sentido, es interesante destacar las tradiciones culturales del período en el que le toca desenvolverse y que influyen en su forma de ser, especialmente los ideales caballerescos:

[…] es evidente que el ambiente bélico, con sus ribetes de exaltación caballeresca, penetra a principios del siglo XVI con formas nuevas en las villas vascas […] En esta atmósfera, es perfectamente inteligible el reflorecimiento del ardor militar […] y no menos el deseo que en él (Ignacio) se encendió de seguir la soldadesca (Leturia,1938, pp. 53-54).

Así, Íñigo va reflejando los estilos y modos de su tiempo, y los testimo- nios dan cuenta de que, como muchos otros jóvenes, se dedica a buscar aventuras, satisfacciones y, en suma, a disfrutar lo que la vida de princi- pios del siglo XVI tiene para un mozo de 21 años. Un relato cuenta, por ejemplo, como Íñigo “siempre ha traído armas é capa abierta, é cabello largo hasta los hombros […] traje acuchillado de dos vistosos colores, gorro colorado, espada y otras armas […] acostumbra a marchar armado de loriga y coraza, dardos, ballestas y toda clase de armas” (De Diego, 1975, p. 23). A partir de 1517, López de Loyola se desenvuelve como joven soldado en diversas tareas militares en la zona de Pamplona, capital del Reino de Navarra. Estos elementos, aparentemente superficiales, van perfilando el carác- ter de Íñigo y dan cuenta de algunas características que posteriormente serán relevantes para la Orden Jesuita. Entre estas, ser un reflejo del siglo en que le toca vivir, con todos los matices de su época y de la España del siglo XVI: “Aunque era aficionado a la fe, no vivía nada conforme a ella ni se guardaba de pecados, antes era especialmente travieso en juegos y cosas de mujeres, y en revueltas y cosas de armas” (Leturia, 1938, p.103); pero al mismo tiempo busca sobresalir y destacarse de lo mundano, como buscando algo más. Así, da muestras “en muchas cosas de ser ingenioso y prudente en las cosas del mundo, y de saber tratar los ánimos de los

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hombres, especialmente en acordar diferencias o discordias” (Leturia, 1938, p.103). Esta suerte de contradicción entre la búsqueda de los bienes terrenales y los ideales nobles de esta lonja de tiempo se observan ple- namente en los inicios de la Orden y en los primeros jóvenes que llegan a ser compañeros de Íñigo: son todos hijos de su tiempo que, buscando “algo más”, desean colocar esas diversas experiencias al servicio de una realidad superior. Íñigo sirve como soldado hasta ser herido, en el año 1521, en el sitio de Pamplona por las tropas francesas. Dicha situación lo lleva a replantear su forma de vida despreocupada. En este momento se produce uno de los primeros grandes cambios en su vida, ya que curándose de sus heridas se da a la lectura de textos religiosos, entrando así paulatinamente en una etapa de introspección de sus actos y de un cuestionamiento general de la vida que ha llevado hasta ese momento. Dichos textos son un Vita Christi Cartuxano y una colección de hagiografías o vidas de santos llamada Flos Sanctorum, los que con sus adornos, grabados y estilo y “con su rica y pintoresca galería de héroes y heroínas de la virtud” (Leturia, 1938, p.141) comienzan a motivarlo y lo inducen a soñar con futuras proezas bélicas y nuevas aventuras de tipo espiritual.

El padre Pedro Ribadeneyra relata este suceso de la siguiente manera:

Era en este tiempo (Ignacio) muy curioso y amigo de leer libros profanos de caballerías, y para pasar el tiempo, que, con la cama y enfermedad, se le hacía largo y enfadoso, pidió que le trajesen algún libro de esta vanidad. Quiso Dios que no hubiese ninguno en casa, sino otros de cosas espirituales, que le ofrecieron; los cuales él aceptó, mas por entretenerse en ellos que no por gusto y devoción (1961, p. 21).

Sin embargo, este cambio en su espíritu no se da de forma inmediata, sino más bien acontece en forma lenta; en efecto, Ignacio sopesa cons- tantemente durante su convalecencia sus posibilidades, el camino que desea elegir para su vida. Por una parte, se siente atraído por los honores de la corte, por sobresalir en las gestas y por obtener el amor de una dama “en los precisos momentos en que la fantasía le pintaba risueñas perspectivas de gloria y grandeza” (Leturia, 1938, p. 150), tal como mos- traban las leyendas y obras de caballería del período, con las hazañas y gestas de Perceval, Tristán, Floristán y Amadís de Gaula. Pero por otro lado, se impresiona por la abnegación y el heroísmo de los santos, que

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en sus aspectos prácticos no se alejan tanto de los rigores y disciplinas militares que tanto lo atraen. Esta contraposición de ideas, así como el hecho de compararlas e intentar discernir entre ellas según la impronta o cambios que producen en su espíritu, se van convirtiendo en los pilares de los que serían sus ejercicios espirituales. De esta manera, Íñigo inicia enseguida la lucha entre los pensamientos sobre la santidad y sobre el mundo, “pero no confundiéndose ni entrecruzándose ambos en una acción simultánea y confusa, sino engendrando el desfile de dos series anímicas, opuestas y paralelas, que avanzaban cada una en su plano organizadas y compactas” (Leturia, 1938, p.165).

GÉNESIS DEL TRATADO DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

Así, estas primeras indagaciones que Ignacio realiza en su conciencia, y de las que da cuenta en su autobiografía (Loyola, 1992), corresponden a una evaluación de los actos y vivencias de su vida hasta ese momento, y al mismo tiempo dichos actos son contrastados con la perspectiva eventual de convertirse en un instrumento de Dios; todo lo cual se convierte años más tarde en el grueso de los contenidos de su principal obra: Tratado de los ejercicios espirituales, texto que escribe entre 1521 y 1548, año en que finalmente es publicado en Roma (O’Malley, 1995, p. 21). En efecto, Ignacio va reconociendo que los pensamientos sobre el mundo material, tales como la riqueza, los honores y la gloria, lo dejan cada vez más triste y apesadumbrado, mientras que las ideas sobre Dios y el servicio a los más necesitados lo llenan de gozo, alegría y confort. Por ello, tal como ya se ha destacado, es esta comparación entre los distintos estados de su ánimo y las causas de los mismos la génesis real de los ejercicios espirituales, tal como menciona Ribadeneyra:

“[…] y vino [Ignacio] á entender cuán diferentes eran los unos pen- samientos de los otros en sus efectos y sus causas. Y de aquí nació el cotejarlos entre sí, y los espíritus buenos y malos, y el recibir lumbre para distinguirlos y diferenciarlos” (1961, p. 23).

Este proceso lo lleva a plantearse una nueva vida: más rigurosa y orien- tada a lo espiritual, enfocada en disciplinas prácticas y en los medios para un desarrollo interior. Empero, no se evidencia todavía la entrega

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apostólica que caracterizará posteriormente la labor evangélica y social de la Orden Jesuita, sino más bien por ahora, una búsqueda personal, individual, marcada por una necesidad que tiene mucho en común con los ideales caballerescos (Leturia, 1938, p. 197). Lo anterior deja de manifiesto que hasta el momento Íñigo se ha limitado solo a anotar los cambios que experimenta con todas las ideas que lo motivan, con la intención de ayudarse en su búsqueda espiritual, recogiendo de esta manera la riqueza de sus propias experiencias internas. Tras este período de autorreflexión, Ignacio se decide a viajar en peregrinación al Monasterio de Montserrat, donde se dedica a la ora- ción, al ayuno y la penitencia. Justamente el camino al monasterio de esta localidad pasa a ser el último referente geográfico donde deja su vida acomodada, asumiendo así voluntariamente un voto personal de pobreza (Ribadeneyra, 1961, pp. 27-33). Es en este lugar donde culmina su intención heroica, al realizar una vela de armas a la usanza de los caballeros, ofreciendo su montura, sus armas y su vestimenta a la Vir- gen. Se completa así un ciclo en su vida, en el que une las ideas de los libros de caballería con un nuevo ideal cristiano de servicio espiritual (Leturia, 1938, p. 249). En esta unión o síntesis de ideas que realiza Ignacio puede recono- cerse el modernismo de su pensamiento, puesto que logra aplicar ciertos valores clásicos de la sociedad de su época en un nuevo paradigma o modo de experimentar el mundo, tal como ha reconocido Pedro Leturia (1938, p. 164): “[…] el abrazo recóndito con Dios en el secreto del espíritu, sí se había consumado aún, pero no iba a consumarse por vía del arrojo caballeresco; la vía iba a ser más íntima, más consciente, más moderna”. Así, la decisión de Ignacio se expresa en dos momentos fundamen- tales: primero, el abandono de todas sus posesiones y el comienzo de una existencia marcada por la rigurosidad y las abstinencias, por las disciplinas y los ayunos, alejándose de las vanidades de la época y apun- tando a lo inmanente; segundo, su deseo de lanzarse al camino y llegar hasta Jerusalén para visitar aquellos lugares de significación religiosa. Imbuido de estos nuevos anhelos, Íñigo personifica algunos de los idea- les espirituales más importantes de su siglo al adoptar un estilo de vida caracterizado por la abnegación y la mortificación, imitando la vida de los santos, frente al clima de indiferencia moral de su tiempo; y luego, al iniciar un peregrinaje, desplazándose de un lugar a otro, asumiendo una actitud de expiación para hallar al Cristo caminante, a Dios en to- das las cosas (De Diego, 1975). Esta última característica es uno de los

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primeros legados de Íñigo a la Compañía de Jesús, puesto que desde su fundación se desarrolla como una Orden peregrina, activa, que se mueve constantemente, llegando a aquellos lugares en que más se la necesita. La idea del desprecio por lo que representa el siglo que le toca vivir y el abandono de lo material para seguir a Cristo también es fundamental en la vida de Íñigo y en la conformación del pensamiento ignaciano; tales nociones cobran mayor importancia al analizar los movimientos culturales, religiosos y políticos tanto en Europa como en la España de su tiempo; entre ellos: la Reforma Protestante, los nuevos descubri- mientos geográficos y técnicos y las constantes guerras entre los países del Viejo Continente. Dichos cambios van afectando todos los niveles de la sociedad y generan nuevas discusiones de las que sin duda Íñigo toma parte, como por ejemplo, en aquellas sobre el derecho de España a la conquista de América, la guerra justa, la independencia frente a los autores escolásticos o las cuestiones sobre la potestad legítima de los reyes para gobernar (De Diego, 1975). Asimismo, en el terreno espiritual se viven una serie de irregularida- des que impresionan al joven Íñigo, tal como menciona Luis de Diego:

[…] un ejemplo de la situación general en la que se encontraba el país [España] desde el punto de vista de las vocaciones, y camino de un sacerdocio muy peculiar. Inmunidad de tribunales civiles, privilegios, mentalidad materialista, beneficios y su secuela de procesos, corta edad, despreocupación moral: todos ellos indicios que no aseguran la verdad de una vocación (1975, p. 54).

CONTINUACIÓN DEL PEREGRINAJE Y ELABORACIÓN DE LOS EJERCICIOS

Decidido a viajar a Jerusalén, Ignacio se detiene primero en Manresa, el año de 1522, donde se dedica a prestar auxilio en el hospital de dicha ciudad. Aquí desarrolla una estricta vida de oración y penitencia:

Disciplinábase reciamente cada día tres veces. Y tenía siete horas puesto de rodillas en oración, y esto con grande fervor e intensa devoción. Y oía misa cada día […] Solamente se sustentaba con pan y agua, y aun esto con tal abstinencia, que si no eran los domingos, todos los demás días ayunaba. Tenía el suelo por cama, pasando la mayor parte de la noche en vela (Ribadeneyra, 1961, p. 35).

17 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

En este ambiente de austeridad y contemplación, Ignacio va esbozando las primeras directrices generales de su pensamiento:

En este mismo tiempo, con la suficiencia de letras que tenía Ignacio, que era solamente leer y escribir, escribió el libro que llamamos de los Ejercicios Espirituales, sacado de la experiencia que alcanzó, y del cuidado y atenta consideración con que iba anotando todas las cosas que por él pasaron (Ribadeneyra, 1961, p. 48).

Entre aquellas ideas, se destacan las siguientes:

- ciada por los movimientos interiores del corazón y por las influencias exteriores del mundo que lo rodea (consolaciones y desolaciones). como se vivan las experiencias. a la luz de Dios, es posible analizar correctamente las venturas del diario vivir, y conocer así la medida en que tales experiencias faciliten o impidan el correcto ejercicio de la libertad humana. los aspectos de la existencia humana.

Así, uno de los objetivos principales de los Ejercicios es que quien los realice se percate de la misericordia y del amor de Dios presentes en cada momento de su vida, a pesar de sus flaquezas y pecados. El hombre está llamado a descubrir este amor infinito a través de su trabajo y en el ser- vicio activo a los necesitados. En esta lógica, no debe haber un límite a nuestra entrega, por cuanto así tornamos nuestro amor hacia Dios, para buscar siempre lo más, lo mejor (el magis ignaciano) (MacManamon, 2013). Esta obra opera también como una herramienta pedagógica para quienes practican los ejercicios, puesto que al querer hallar la voluntad divina en sus vidas, estos les permiten reconocer los cambios espirituales de sus almas, cambios que de otra forma pasarían desapercibidos. Para esto, son necesarios una fuerte disciplina y un compromiso radical (Grupo de Espiritualidad Ignaciana, 2007, pp. 1370-1373). Luego de pasar cerca de un año en Manresa, López de Loyola decide continuar su viaje a Jerusalén y en el año de 1523 se dirige a Barcelona

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con la intención de embarcarse hacia Italia. Logra conseguir transporte y arriba a la ciudad italiana de Gaeta, desde donde parte a Roma, man- teniendo siempre su estilo de vida austero y penitente (Ribadeneyra, 1961, pp. 52-60). Después de pasar un tiempo en Roma se dirige a Venecia y en el ca- mino sufre una serie de dificultades por motivo de una peste que asola las comarcas italianas. Todas estas penurias fortalecen el carácter y la disposición de Íñigo, que las va recibiendo como pruebas de Dios, al tiempo que las utiliza para percibir y registrar los cambios en su ánimo, practicando así sus propios ejercicios espirituales:

[…] acontecíale muchas veces que queriendo las noches dar un poco de reposo á su fatigado cuerpo, le sobrevenían á deshora tan grandes como ilustraciones y soberanas consolaciones, que embebecido y transportado en ellas, se le pasaban las más noches de claro en claro, sin sueño […] Y examinando y tanteando bien, por una parte y por otra, todas las razones que de esto se le ofrecían, al fin acordó que sería mejor despedirlas y darles de mano, y dar al sueño el tiempo necesario para su sustento (Ribadeneyra, 1961, p. 52).

Con todo, tras diversos avatares, arriba a Venecia e intenta embarcarse para llegar a Jerusalén, pero la guerra entre turcos y cristianos se lo impide. Finalmente, gracias a la intercesión del Duque de Venecia, Andrea Gritti, es llevado hasta Chipre y dos meses después logra llegar a la ciudad santa. Allí visita lugares de gran importancia espiritual para la cristiandad, pero el peligro de la guerra y el consejo de personas con las que se relaciona lo hacen volver a España (Ribadeneyra, 1961, pp. 61-67). Regresa a Chipre y se embarca hacia Italia, arribando al puerto de Venecia en 1524. Luego de pasar unos días en la ciudad italiana, viaja a Ferrara y posteriormente a Génova, siempre intentando buscar la vo- luntad de Dios en todas las cosas que le suceden y en la gente con la que trata. La intención de Ignacio de llegar en peregrinación a Jerusalén y su periplo por Europa se reflejará posteriormente en el ideal misionero de la Compañía de Jesús y en su disposición a viajar a todos aquellos lugares en que se la necesite; ideas que se enmarcan en la experiencia de peregrinaje y penitencia que Íñigo transmite luego a sus primeros compañeros, tal como destaca Luis de Diego:

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Entre las devociones de tradición medieval más arraigadas, todavía en la primera mitad del siglo XVI, se encuentra la peregrinación, concebida como un “via crucis”. Peregrinación, mortificación y con- versión se relacionan estrechamente. El peregrino es, con frecuencia, un laico, gran pecador, que se dirige a Tierra Santa en cumplimiento de su penitencia sacramental, o como expresión de una conversión interior (1975, p. 62).

Y este es, sin duda, el caso del autor de los Ejercicios espirituales.

COMIENZO DE SUS ESTUDIOS

Continuando su viaje, en Génova se embarca hacia Barcelona, y aquí se decide a cursar estudios que le permitan alcanzar de mejor manera sus propósitos:

Y después que lo miró y tanteó todo, al fin se resumió que para poder emplearse mejor y más á provecho de sus prójimos, como él deseaba, era necesario tener caudal de letras, y acompañar la doctrina y el conocimiento de las cosas divinas (que por el estudio y el ejercicio de las letras se alcanza) con la unción y favor del espíritu que nuestro Señor le comunicaba, y por esto se decidió a estudiar (Ribadeneyra, 1961, p. 68).

Este es un momento fundamental para la futura Compañía de Jesús, pues su fundador reconoce en esta etapa de su vida la importancia de unir su búsqueda espiritual y su deseo de ayudar a los necesitados con una formación intelectual adecuada que pueda potenciar estas intenciones. Sin duda, este es uno de los elementos más importantes que Íñigo im- prime a la Orden Jesuita, que se destacará posteriormente por su modelo de enseñanza y por la calidad académica de dicho sistema pedagógico y espiritual. Este énfasis académico es mencionado posteriormente por el jesuita español Jerónimo Nadal (1507-1580), uno de los primeros compañeros de López de Loyola:

Viene, pues, y por el camino dice: Tengo de aiudar al próximo; mas ¿cómo?, que no tengo letras. Y daquí nosotros venimos a tener los estudios para tener el aiutorio que Dios ha puesto en la Yglesia, porque

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relleva guardar el principio divino y eclesiástico y moral. Studios, pues, son necesarios, por no hazer o dezir haeresias y relleva callar no sabiendo (Diego, 1975, p .68).

Comienza así, a la edad de treinta y tres años, a estudiar bajo la tutela de un maestro los elementos básicos de la gramática española y latina, a los que dedica dos años. Ello lo insta a su vez para continuar sus estudios y así, en 1526, acude a la Universidad de Alcalá de Henares, donde sigue cursos de Filosofía y Lógica, familiarizándose con las ideas de autores como Aristóteles, Alberto Magno y Pedro Lombardo (O´Malley, 1995). En todo este tiempo Ignacio continúa prestando ayuda a enfermos y ne- cesitados, sustentándose con las limosnas y donaciones que le entregan personas que ha conocido en su derrotero. También enseña sus ejercicios y trasmite sus vivencias a quienes se sienten movidos por él:

[…] andaba con grande ansia allegando limosnas, con que sustentaba á los pobres que padecían mayor necesidad, y encaminaba muchos á la virtud por la oración y meditación, dándoles los ejercicios espi- rituales, y juntamente enseñaba la doctrina cristiana á los niños y á la gente ignorante (Ribadeneyra, 1961, p. 72).

Dicho estilo de vida, junto con la novedad de los ejercicios, produce un revuelo en la población e Ignacio debe sufrir el recelo de las autorida- des, quienes incluso llegan a encarcelarlo. Decidido a seguir estudios en la Universidad de Salamanca, Ignacio viaja a esa localidad en 1527 y nuevamente es apresado para explicar el contenido de los ejercicios que ha venido desarrollando. Una vez en libertad comienza a cuestionarse qué camino deberá seguir al terminar sus estudios, considerando la posibilidad de ingresar a alguna orden religiosa, sin embargo: “mucho más se inclinaba su corazón á buscar y allegar compañeros para con más comodidad y aparejo emplearse todo en la ayuda espiritual de los prójimos” (Ribadeneyra, 1961, p. 82). Esta situación la destaca otro autor de la siguiente manera: “En esta línea le cruza por la mente la idea de hacerse religioso. Pero prevalece en él un deseo de libertad, vivida como ‘peregrino’” (Diego, 1975, p. 60). Esto es interesante, puesto que desde que decide seguir a Cristo, Ignacio se destaca por una notoria independencia y por unir el sentido de la autoridad con el respeto y con su intención de hacerlo todo para la mayor gloria de Dios.

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Así, no estando conforme con su situación en Salamanca, decide viajar a Francia, a la Universidad de París, arribando en 1528 al Colegio de Mon- teagudo, donde estudia Humanidades y latín por un año. Luego, comienza un curso de artes en la Universidad de La Sorbonne, además de estudiar Teología y algunos cursos en el Colegio de Santa Bárbara, los que termina, cuando obtiene su título de Magíster artium en el año 1535. O’Malley destaca este período de la siguiente manera: “[Ignacio] prontamente se dio cuenta que él podría ayudar (a las almas) de forma más efectiva te- niendo una educación universitaria, lo que se convertiría en un presagio de la relación especial de la Compañía con el conocimiento” (1999, p. 5). En todo este período el futuro fundador de la Compañía continua motivando a las personas que conoce y con quienes se relaciona hacia el amor de Dios, a través de la conversación y el intercambio de ideas, tal como destaca Ribadeneyra (1961: “En el tiempo de sus estudios, no solamente se ocupaba Ignacio en estudiar, sino también en mover con su vida, consejos y doctrina á los otros estudiantes, y atraerlos á la imitación de Jesucristo nuestro Señor” (p. 91). Es importante destacar que tanto en Ignacio como en los primeros compañeros la utilización de la palabra, del lenguaje oral, tanto para co- municarse con los fieles como para hacerse escuchar ante las autoridades, nace más de un esfuerzo natural e instintivo de comunicar lo que se siente que de la retórica sofisticada de los maestros universitarios. Ribadeneyra (1961) lo ilustra en estos términos: “[…] sus sermones y razonamientos no eran adornados con palabras de la humana sabiduría para con ellas persuadir, mas mostraban fuerza y espíritu de Dios” (p. 177). Esto es particularmente cierto en Ignacio, quien sin tener estudios formales inicia su trabajo de evangelización por una necesidad propia de carácter espiritual: “[…] su deseo de conversar con otras personas para hacer provecho a sus ‘animas’ […] es un deseo que brota espontáneamente, fruto de una experiencia que se quiere comunicar” (De Diego, 1975, pp. 66-67).

LOS PRIMEROS COMPAÑEROS Y LOS INICIOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

En este ambiente de estudios y trabajo espiritual forma un Círculo de Amigos en la Fe, cuyos integrantes se sienten todos unidos por el carácter carismático de Ignacio, por su forma de ser y principalmente por haber recibido de él los ejercicios espirituales. Se vincula así, en el Colegio de

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Santa Bárbara, con los estudiantes Francisco Javier (1506-1552), originario de Navarra; Pedro Fabro (1506-1546), de la región de Saboya; Diego Laínez (1512-1565), de Castilla; Alonso de Salmerón (1515-1585), de Toledo; Simón Rodríguez (1510-1579), de Portugal, y Nicolás Bovadilla (1511-1590), de la región de Valencia (Ribadeneyra, 1961). Estos seis compañeros forman un núcleo de amistad y compañerismo en torno a la figura de Ignacio, quien va identificando las aptitudes de cada uno y logra entusiasmarlos con su estilo y proyecto de vida, alejándolos de las vanidades de la época.

“[…] con Fabro [Ignacio] tomó estrechísima amistad y repetía con él las lecciones que había oído; de manera que teniéndole á él por su maestro en la filosofía natural y humana, le vino á tener por discípulo en la espiritual y divina […] viéndole ya bien maduro y dispuesto para lo demás, y con muy encendidos deseos de servir perfectamente a Dios, le dió, para acabarle de perfeccionar, los ejercicios espirituales, de los cuales salió Fabro tan aprovechado, que desde entonces le pareció haber salido de un golfo tempestuoso de olas y vientos de inquietud” (Ribadeneyra, 1961, p. 99).

Los siete compañeros, habiendo finalizado sus estudios de Filosofía, acuden en 1534 a la iglesia del “Monte de los Mártires”, o de Montmartre, en las inmediaciones de París, donde realizan votos para abandonar to- das sus posesiones materiales, comprometerse a ayudar a los prójimos y viajar en peregrinación a Jerusalén. También, se comprometen a ponerse eventualmente a las órdenes del Sumo Pontífice, en el caso de no serles posible viajar a Tierra Santa para que este los mande a donde resulten de mayor utilidad. De aquí surge el cuarto voto característico de la Orden, relacionado con las misiones y la obediencia al Papa, que Ribadeneyra menciona de la siguiente manera:

ó habiendo visitado los santos lugares, no pudiesen quedarse en Je- rusalén, que en tal caso se viniesen á Roma, y postrados á los pies del Sumo Pontífice […] se le ofreciesen para que su Santidad dispusiese de ellos libremente donde quisiese para bien y salud de las almas. Y de aquí tuvo origen el cuarto voto de las misiones que nosotros ofre- cemos al Sumo Pontífice cuando hacemos profesión en la Compañía (1961, p. 101).

23 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

Así, los miembros de la Compañía toman los tres votos característicos de las órdenes religiosas de la época (castidad, pobreza y obediencia), pero agregan como elemento característico de la Orden uno nuevo: el de obediencia al Papa, tal como queda posteriormente de manifiesto en las Constituciones de la Compañía, carta fundamental y principal documento organizativo del grupo, redactadopor Ignacio de Loyola y cuya primera versión se finalizó en 1552, y en la cual en relación al nuevo voto se lee:

Hemos juzgado que lo más conveniente es que cada uno de nosotros, y cuantos en adelante hagan la misma profesión, estemos ligados, además del vínculo ordinario de los tres votos, con un voto especial, por el cual nos obligamos a ejecutar, sin subterfugio ni excusa alguna, todo lo que nos manden los Romanos Pontífices, el actual y sus sucesores, en cuanto se refiere al provecho de las almas y a la propagación de la fe; y a ir a cualquier región a que nos quieran enviar (Constituciones de la Compañía de Jesús, 1995, p. 31).

Con lo anterior, se percibe claramente el énfasis misionero de la Com- pañía, el que queda enraizado en sus Constituciones y donde cada uno de los compañeros realiza un aporte con sus habilidades y competencias propias. La necesidad de viajar, de estar constantemente en movimiento, de actuar, exige a los aspirantes ciertas condiciones de aptitud física y mental, de contextura y de disposición anímica, una excelente salud, un carácter persistente y un constante ejercicio de la actividad racional y espiritual; características que los van separando del resto de las órdenes religiosas de su tiempo. Además, tal como se mencionó anteriormente, Ignacio le imprime a esta Orden un sentido marcado por un lado, por los ideales caballerescos del período que lo han influenciado; y por otro, un carácter marcial que proviene de sus primeras experiencias como soldado, y que se expresan en el vigor y la acción constante que mueve a la Compañía de Jesús. Esta es la opinión de Alejandro Carrión et al. cuando destacan:

Conviene no olvidar que el término “Compañía” no está en este caso empleado en el sentido de “efecto y acción de acompañarse”, ni en el de “sociedad o junta de varias personas”, sino en el estricto sentido militar: “cierto número de soldados que militan bajo las órdenes y disciplina de un Capitán”. Tal fue la inspiración de San Ignacio: fundar la milicia de Cristo, que marche a la vanguardia de la Iglesia,

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evangelizando y educando, con la disciplina del buen ejército, que crea un cuerpo indivisible y adopta un solo norte (1987, p. 10).

A mediados de la década de 1530, se unen tres nuevos integrantes a los siete compañeros, todos estudiantes de Teología: Claudio Yayo de Saboya, Juan Coduri de Provenza y Pascasio Broet de la provincia de Picardía, en Francia. A finales de 1535 Ignacio decide volver a su país natal por una temporada, mientras que sus compañeros continúan sus estudios en Pa- rís, comprometiéndose todos a reunirse a principios de 1537 en Venecia. En su patria, Ignacio enseña la doctrina cristiana a niños y luego de un tiempo y varios viajes arriba a Venecia, donde se reúne con el resto de sus compañeros. Debido a la guerra entre aquella ciudad-estado y el Imperio Otomano, y las dificultades que se les presentan para viajar a Tierra Santa, los ami- gos deciden trabajar con los enfermos de los hospitales de la localidad y realizar otras actividades: “Los días gastaban en la ayuda espiritual de los prójimos, las noches en orar y consultar las cosas entre sí” (Ribadeneyra, 1961, p. 129). Lo anterior deja de manifiesto nuevamente la importancia del carácter comunitario entre Ignacio y sus camaradas, quienes reco- nocen tempranamente la relevancia del trabajo grupal, la cohesión y el trato cercano y familiar entre todos los miembros del grupo; más aun, al trasmitir a sus compañeros sus experiencias espirituales, a través de las enseñanzas y la práctica de los ejercicios, Loyola los “inicia” en esta vida nueva, al servicio de Dios:

Ignacio es ante todo y sobre todo un místico, un hombre arrebatado por el Señor, un hombre que ha sido iniciado por el Espíritu en el Misterio de la Divina Majestad […] Precisamente por ello, como todo místico que desea compartir su experiencia con otros e iniciarlos en esta experiencia fundante, Ignacio […] puede iniciar a otros, comunicar lo que él mismo ha experimentado (Codina, 2009, p. 11).

Por otro lado, el grupo en esta etapa busca nuevas maneras de entusiasmar a la juventud de la época con su estilo de vida de entrega y abnegación; esto, con el doble propósito de transmitir los frutos de su labor y de alle- garse a los individuos más selectos de su entorno. Por lo tanto, deciden separarse en grupos y repartirse por las universidades más ilustres de lo que hoy es Italia:

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[…] donde estaba la flor de los buenos ingenios y letras, para ver si Dios sería servido de despertar algunos mancebos hábiles, de los muchos que las universidades suelen criar, y traerlos al mismo instituto de vida que ellos seguían en beneficio de sus prójimos (Ribadeneyra, 1961, p. 120).

Luego de realizar estas actividades, y después de un corto período abocados a otras tareas, los amigos parten a Roma, donde el Papa Paulo III otorga a los siete compañeros que no eran sacerdotes —entre ellos Ignacio— la facultad de ordenarse (O’ Malley, 1995). Para entonces, el grupo ya tiene decidido que se llamarán “Compa- ñía de Jesús”: denominación que simboliza el profundo compañerismo y el lazo de cariño que une a estos amigos; compañerismo enraizado y fortalecido por su fe en Jesús, a quien idealizan como su único superior, idea que ha sido destacada por Ribadeneyra (1961):

Y de aquí es que habiendo después Ignacio y sus compañeros deter- minado de instituir y fundar religión, y tratando entre sí del nombre que se le había de poner, para representarla á su Santidad y suplicarle que la confirmase, dijo él [Ignacio] que se había de llamar la Compañía de Jesús (p. 123).

Con esta denominación, Ignacio da cuenta de dos ideas fundamentales que rigen, desde ese momento, el actuar teórico y práctico de la Orden: primero, que al tomar el nombre de Jesús todas las acciones del grupo de amigos estarían bajo su protección, tornando así todas sus acciones y propósitos al fin superior que Dios les encomendase. Esta noción proviene de las primeras experiencias espirituales de Ignacio, recogidas en sus Ejercicios, donde identifica la praxis humana como una constante bús- queda para la mayor gloria del Señor. Y luego, como un acto de humildad, ya que a pesar de su importancia como fundador y principal impulsor de los aspectos más significativos de la Orden, Ignacio desea que el énfasis esté en la ayuda a los necesitados y en el mejor provecho de las almas, y no en su persona: “[…] para que los que por vocación divina entraren en esta religión, entiendan que no son llamados á la orden de Ignacio, sino á la compañía y sueldo del Hijo de Dios, Jesucristo nuestro Señor” (Ribadeneyra, 1961, p. 124). Encontrándose ya en Roma los diez compañeros y ante la perspectiva de ser separados y enviados a distintas provincias por el Sumo Pontífice,

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estos se deciden a fundar la Compañía y elegir a uno de ellos como prin- cipal, poniendo especial importancia en los ideales de vocación, servicio y obediencia. También toman decisiones en aspectos administrativos y organizacionales, entre las que se destaca la necesidad de que cualquier aspirante pase primero por la experiencia de los ejercicios espirituales, emulando así el derrotero místico y geográfico de Ignacio y de sus pri- meros amigos. Con estas ideas redactan la que sería la regla o Fórmula del Instituto y, aunque encuentran algunas dificultades, la Compañía finalmente es confirmada como Orden religiosa por el Papa Paulo III en el año 1540, a través de la bula Regimi militantes ecclesiae. Es interesante destacar también que los primeros integrantes de la Compañía perciben las resistencias a su labor como un desafío y una oportunidad para trabajar con mayor ímpetu en lo que creen, teniendo siempre presente la realidad trascendente y transformadora de su vocación de servicio. En este sentido, dicha oposición también se encuentra en las primeras críticas que recibe la obra de Ignacio, Los ejercicios espirituales, por las supuestas modificaciones y novedades que intenta aportar a la vida cristiana del siglo XVI. Así, distribuyéndose en distintas regiones y asumiendo diversas ocupaciones, los compañeros consiguen entusiasmar a muchas personas con su servicio apostólico. Para finales de la década de 1530, la labor de los diez amigos es reconocida por diversos sectores de la sociedad eu- ropea, y por esto el rey de Portugal, Juan III, a través del Sumo Pontífice, le solicita a Ignacio que envíe a algunos de los compañeros a trabajar en sus territorios de las Indias Orientales. Por ello, reconociendo en este ofrecimiento una oportunidad para ayudar a los naturales de la región, los padres Francisco Javier y Simón Rodríguez viajan a Portugal, con la intención de embarcarse en el puerto de Lisboa.

LA PRODUCCIÓN LITERARIA EN LOS ALBORES DE LA ORDEN

Otra tarea que los primeros miembros de la compañía comienzan a de- sarrollar en este hito es la producción literaria; interés que se manifiesta a través de la comunicación escrita, la que por insistencia de Ignacio mantienen los integrantes de la Compañía; esto, principalmente para comentar su trabajo en los territorios en los que se encuentran, dando cuenta de las dificultades que experimentan o transmitiendo las parti-

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cularidades naturales y sociales que han observado en sus viajes y en las distintas regiones que visitan.1 Esta correspondencia entre los integrantes de la Orden y sus superio- res se mantiene durante el tiempo, y será de particular importancia, por ejemplo, al momento de comenzar sus proyectos formativos, en especial en lo concerniente a la educación de las gentes, puesto que les permite mantenerse al corriente de lo que sucede en cada institución educacional donde se encuentran y contribuye a implementar cambios en aquellos lugares que lo requieran. Asimismo, esta correspondencia se ve aumentada por las obras es- critas que comienza a producir la Orden, partiendo por las experiencias de Ignacio, recogidas en su Autobiografía, y que no son entendidas solo como trabajos de literatura, sino como fuentes de historia viva y cono- cimiento que se integran íntimamente a la labor y al modo de actuar de la Compañía de Jesús (O’Malley, 1999). Dicha práctica se mantiene en la Orden con el paso de los años; muchos de sus miembros escriben proemios o comentarios de obras de distinta índole, así como también libros de texto para la enseñanza y manuales sobre diferentes tópicos. Por ejemplo, en el siglo XVI, el matemático alemán Christopher Clavius escribe comentarios para Los elementos de Euclides y para el Tratado de la esfera, de Johannes de Sacrobosco, además de libros de estudio sobre aritmética y álgebra (Feldhay, 1999). Junto a lo anterior, Ignacio y sus primeros compañeros se insertan en un ambiente académico en el que prima la comunicación oral a través de los debates, los certámenes, el intercambio de ideas y la utilización de la retórica como medio de persuasión, por lo que desde un principio incorporan el diálogo y la conversación a su trabajo apostólico. Así, rea- lizan sermones públicos en poblados y aldeas, conversan y aconsejan a los fieles, exponen y enseñan los elementos de la doctrina cristiana a los gentiles y a los niños y transmiten la palabra de Dios a todos los que ayudan. Más aun, la relación de amistad de los primeros fundadores de la Compañía, su vínculo de cercanía en la fe, se ha forjado y fortalecido a partir de las conversaciones diarias que mantienen entre ellos, tal como señala Ribadeneyra:

1. Como referencia puede consultarse la obra traducida al español por el sacerdote jesuita Diego Davín (1756) Cartas, edificantes y curiosas, escritas de las missiones estrangeras, y de levante por algunos missioneros de la Compañía de Jesús, tomo XIV. Madrid : imprenta de la viuda de Manuel Fernández.

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El verse y conversarse cada día familiarmente, el conservarse en una suavísima paz, concordia y amor y comunicación de todas sus cosas y corazones, los entretenía y animaba para ir adelante en sus buenos propósitos […] y tomar esto por ocasión para tratar entre sí de cosas espirituales, exhortándose al desprecio del siglo y al deseo de las cosas celestiales (1961, p. 101).

Estas primeras características de la Orden son un claro reflejo de aquellos elementos y situaciones que han marcado la vida espiritual y material de Ignacio y sus primeros compañeros, quienes identifican estas caracterís- ticas como beneficiosas para su apostolado de ayuda al prójimo. Así, la Compañía de Jesús es modelada a partir de estas primeras experiencias provechosas, tales como la necesidad de unir la vocación de servicio con el estudio formal, la utilización del lenguaje, el diálogo y la comunicación oral y escrita como herramientas evangélicas y pedagógicas y, fundamen- talmente, el ideal de peregrinaje en el Viejo Mundo que se traduce en la impronta eminentemente misionera y proactiva de la Orden Jesuita. Relacionado con lo anterior, en las Constituciones queda de mani- fiesto el pensamiento de Ignacio sobre la posibilidad de cada persona de servir a Dios de acuerdo a sus capacidades y dones recibidos, ya que quienes deseen ingresar en la orden pueden optar a cuatro categorías, dependiendo de sus talentos, luego de realizar el noviciado: profesión, quienes realizan los cuatro votos mencionados anteriormente; coadjutores, quienes realizan los votos de pobreza, obediencia y castidad y sirven de ayuda a la Compañía en cosas espirituales o temporales; escolares, los que mostrando habilidad para los estudios pueden, luego de ser letra- dos, ingresar a la orden como coadjutores o profesos; y aquellos que la Compañía, luego de los exámenes iniciales, toma como indeterminados o Indiferentes, dado que “no se ha determinado aun para cuál de los gra- dos dichos sea más idóneo su talento” (Constituciones de la Compañía de Jesús, 1995, pp. 49-52). Para lo anterior, se establecen una serie de procedimientos, tales como distintos lapsos de tiempo de trabajo y de observación de los in- teresados por parte de los examinadores, exámenes de distinto tipo y la utilización de preguntas (o interrogaciones) con el objeto de conocer lo más profundamente posible a la persona que busca ingresar a la compa- ñía, y a partir de este conocimiento dirigirla donde sus aptitudes puedan ser mejor aprovechadas.

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En este proceso, los Ejercicios espirituales se convierten en la herramienta perfecta para los aspirantes, dado que les permite discernir sobre la mejor manera en que pueden servir a Dios y a su vocación:

“Y así, el escoger estado y tomar manera de vida, habíase de hacer con mucha oración y consideración y deseo de agradar á Dios, y de acertar cada uno á tomar lo que el Señor quiere que cada uno tome y lo que mejor le está para alcanzar su último fin” (Ribadeneyra, 1961, p. 50).

Con ello, se percibe la originalidad del nuevo estilo de trabajo misionero, que se asienta en la difusión de los medios escritos, comenzando por la utilización de los Ejercicios espirituales, como manual de enseñanza que complementa el énfasis pedagógico de los postulados de la Orden; origi- nalidad que ha sido destacada, por ejemplo, por Adrien Demoustier (1996). Las Constituciones de la Compañía son, además, una profundización y concretización de los aspectos básicos y fundamentales de la Orden; elementos que Ignacio y los primeros compañeros reúnen, en 1539, en la Fórmula del Instituto, que es su primera declaración de principios para el mundo y el modelo primigenio por el que regirán sus subsecuentes actividades. Esta fórmula es aprobada por los pontífices Paulo III y Julio III en 1540 y 1550 respectivamente (O’Malley, 1995). En comparación con las otras órdenes o movimientos espirituales del período, la Orden Jesuita promueve la unión de las dos maneras de vivir la experiencia espiritual: la vía contemplativa y la vía activa; esto es, lo que el jesuita Jerónimo Nadal señala al referirse a la actitud de los compañeros que viven como sujetos “contemplativos en la acción”; lo cual puede comprenderse también como el camino que parte de una búsqueda activa de Dios (acción) para encontrarlo y reconocerlo con gratitud en todas las cosas (contemplación) (Grupo de Espiritualidad Ignaciana, 2007) . Así, para materializar esta búsqueda y encuentro con el ser superior, Ignacio sugiere una conexión trascendente en el acto humano; es decir, centrarse en la búsqueda de Dios y en identificar la acción de su gracia divina en la vida de cada persona. De este modo, los Ejercicios espiri- tuales se convierten en la herramienta por excelencia para lograr esta síntesis de experiencias místicas y prácticas. Junto a lo anteriormente mencionado, el celo y la pasión para cumplir como misioneros son otros rasgos característicos de la Compañía de Jesús, los cuales se observan con propiedad en casi todos los jesuitas designados en los distintos lugares de América o Asia, por ejemplo.

30 Los orígenes de la Orden: Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús

En cuanto a Ignacio de Loyola, tal como se ha destacado, todas sus obras son un fiel reflejo de las situaciones que vive a lo largo de su existencia, y que se presentan en todos los casos como un discernimiento entre dos posibilidades o caminos, en los que siempre intenta elegir buscando la voluntad y la mayor gloria de Dios. Así, a la luz de los exámenes de con- ciencia y del autoconocimiento personal, logra arribar a una síntesis de contradicciones aparentes, culminando en un proceso que influye positi- vamente en su trabajo: de soldado a sacerdote, de una vida acomodada a una de rigor y penitencias, de místico y asceta a organizador y fundador de una de las órdenes religiosas más activas del siglo XVI, cuyo principal ímpetu está en la praxis misionera e intelectual. Esta unión llamativa de éxtasis espiritual y claridad pragmática, asentada por Ignacio, ha sido destacada por ejemplo de la siguiente manera:

Fue el espíritu español con su rara mezcla del ardor rebosante de la fantasía y del cálculo frío de la inteligencia, del éxtasis exaltado y de la energía tenaz, e Ignacio mismo: de un lado, un hombre caballeroso militar y de otro monje y sacerdote, y ambas cosas en él son una; como fundador de la orden ha sido un oficial y como monje, un caballero (Luzuriaga, 1967, p. 128).

Finalmente, es interesante destacar, en cuanto a la originalidad de los Ejercicios espirituales como mecanismo pedagógico y sistema de guía para obtener una respuesta a una búsqueda espiritual, el análisis que ha hecho Roland Barthes (1915-1980) desde el área de la semiótica o el estudio de los signos y su significado. Para Barthes, Ignacio es un organizador y un clasificador, pero más aun, es el fundador de un lenguaje nuevo, místico, que interroga a la divinidad. Este nuevo lenguaje va más allá de la comunicación y se expresa en una articulación y una teatralización distintas, mientras que los Ejercicios se expresan según su propia manera, siguiendo los mecanismos y tiempos en que se entregan. Barthes escribe:

El lenguaje que quiere crear Ignacio es un lenguaje de la interroga- ción. Mientras que en los idiomas naturales, la estructura elemental de la frase, articulada en sujeto y predicado, es de orden asertivo, la articulación corriente es aquí la de una pregunta y una respuesta. Esta estructura interrogativa da a los Ejercicios su originalidad histórica; hasta ahora, observa un comentador, nos habíamos preocupado más bien de hacer la voluntad de Dios; Ignacio prefiere encontrar esta

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voluntad: ¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Hacia dónde se inclina? (1997, pp. 59-60).

Esta búsqueda, que trasunta toda la obra de Ignacio y sus compañeros, es fundamental para comprender, en primer lugar, su interés por la edu- cación; y luego, para situar en un contexto la labor de aquellos jesuitas que, viajando por el mundo, realizan observaciones sobre la realidad natural y social que les toca experimentar.

32 La Compañía de Jesús y sus vínculos con la educación Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

LA COMPAÑÍA DE JESÚS Y SUS VÍNCULOS CON LA EDUCACIÓN

Si bien la idea de una educación cristiana orientada hacia la juventud se encuentra en las motivaciones iniciales de la Compañía, Ignacio valora además, desde sus años de aprendizaje, las virtudes de la enseñanza, la- bor que no sobrepasa, en principio, la actividad misional y evangélica. El principal impulso de los primeros compañeros jesuitas es la predicación; diseminar la palabra de Dios en el acto de peregrinaje por aquellos lugares en que más se les necesita. Pero luego, y a partir de esta misma actividad misionera de aquellos primeros años, comienzan a aparecer los frutos del trabajo en una misma localidad, y con esto la necesidad de entregar educación a la juventud. Como menciona O’ Malley, “[los compañeros] eran primeramente predicadores itinerantes, como Jesús y sus discípulos, y estaban comprometidos en un ministerio sagrado. Pronto empezaron a ver las ventajas de una labor mantenida en el mismo lugar, durante un período de tiempo más largo” (1995, p. 32). El reconocimiento posterior de estas bondades, a través del esta- blecimiento de residencias permanentes, le permite a la Orden Jesuita complementar su ideal misional y evangélico con una organización y sistematización enfocada en la educación y la enseñanza. Así, cada vez más, y tal como ya se ha enfatizado, Ignacio de Loyola y sus compañeros se percatan de la importancia de contar con una sólida herramienta de difusión que concilie lo espiritual con lo intelectual y específicamente con los valores de la orden. Y es justamente por ello que la Compañía de Jesús principia a desarrollar una extensa línea de acción que incluye la creación de colegios cerca de las universidades para los futuros miem- bros de la Orden, los cuales funcionan como lugares de alojamiento para quienes asisten a la universidad. Tales residencias, muy austeras

34 La Compañía de Jesús y sus vínculos con la educación

en su conformación, evolucionan posteriormente gracias a las noticias favorables que le envían distintos miembros de la Orden; la mayoría de los cuales en esta etapa se encuentran encargados de la enseñanza en universidades y oficiando como tutores de jóvenes nobles. Entre estas noticias, destacan las de su amigo Francisco Javier, acerca de los éxitos de los jesuitas que enseñan en el Colegio de San Pablo, en Goa, India. A esto se suman diversas solicitudes para que en los colegios de la entidad se enseñe no solo a aspirantes de la Orden. Así, a partir de 1546, los je- suitas comienzan a enseñar tanto a candidatos que desean ingresar a la Compañía de Jesús como a estudiantes laicos. (O’Malley, 1995). Estas primeras iniciativas son recibidas con entusiasmo en distintas localidades de Italia, como Gandía y Palermo, y a Ignacio le envían nuevas solicitudes tanto para enviar maestros como para establecer colegios. La calidad de esta educación es observada a través de la cuidada selección de profesores y contenidos bibliográficos y curriculares —como diríamos hoy— para asentar definitivamente la Orden y el espíritu de la misma en la cultura del mundo europeo y en el Nuevo Mundo. Dicho eje central, pedagógico, que guía la educación de los jesuitas, es esencialmente el modus parisiensis de enseñanza. Ciertamente, el armazón del apostolado educacional que comienza a vislumbrar la Orden proviene del contacto que Íñigo y sus compañeros más cercanos tuvieron con el modelo educacional de las propias instituciones en las que se formaron. Entre dichas entidades figuran la Universidad de La Sorbonne, en París, y la Universidad de Alcalá de Henares, en Madrid: el llamado modus parisiensis, o metodología de enseñanza parisiense, se diferencia pedagógicamente de otras instituciones europeas de la época principalmente por establecer un orden y una estructura mediante la cual el alumno, en una secuencia específica, se desarrolla intelectualmente en todos los ámbitos de las humanidades de la época; ora a través de la lectura, la escritura, la repetición, los certámenes poéticos y las repre- sentaciones, ora por las disputaciones o argumentaciones a favor o en contra de una proposición y las competencias de carácter académico, cuyo fin era promover la emulación de los valores positivos de los alumnos más destacados, entre otros. Así, uno de los objetivos que intenta lograr el modelo de enseñanza jesuita es unir a través de la educación las tres dimensiones en las que esta se desarrolla y expresa, a saber: los maestros (y con esto la Compañía), los estudiantes y la ciudad (O’Malley, 1995).

35 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

EL MODELO PARISIENSE DE ENSEÑANZA

El modelo parisiense de enseñanza introduce, además, una serie de normas que son estudiadas y aprovechadas por los jesuitas; tales como la introducción de estatutos normativos y reglamentarios tanto para las instituciones como los alumnos, la definición y distribución de funciones para las distintas autoridades, la introducción de códigos disciplinarios y los exámenes de admisión para los colegios (Codina, 2004). Así, la vigencia de este modelo parisiense de enseñanza, sumado a los cambios que comienza a sufrir la escolástica con la llegada de una nueva corriente humanista a mediados del siglo XVI orientada hacia las lenguas clásicas, al arte grecolatino y al estudio de los autores helénicos y latinos, además de la difusión de la imprenta, constituyen las vertientes histó- ricas y epistemológicas en que descansa el perfil teórico de la Compañía de Jesús. A partir de este contexto y de estas ideas, Ignacio de Loyola y los primeros jesuitas se nutren intelectualmente para confeccionar las Constituciones de la Compañía y La Ratio Studiorum (razón de ser de los estudios de la Compañía de Jesús), agregando las características propias que le han dado su impronta: la cuidada selección de los profesores, el establecimiento de los cursos como categorías de dominio y superación y no como meras unidades de tiempo y el conocimiento adecuado de los alumnos y profesores, aprovechando sus aptitudes a través de activida- des prácticas; amén de un trato psicológico individual para los mismos, la continua estimulación a través de castigos o premios individuales y colectivos, así como el interés por una educación integral, que abarque los planos físico, estético y moral de los estudiantes.

A este respecto, por ejemplo, un autor contemporáneo señala:

La disciplina se basaba en la emulación y en la competencia. Estas se fomentaban por diversos medios: por la emulación individual, teniendo cada alumno un émulo con quien competir y por la emula- ción colectiva de las clases, dividiéndolas en dos bandos rivales con denominaciones especiales. Asimismo se fomentaba la emulación de unas escuelas respecto a otras, por medio de exámenes, certámenes, discusiones, etc. Con ello se despertaba el sentido de la competición, y también el amor propio (Luzuriaga, 1967, p. 124).

36 La Compañía de Jesús y sus vínculos con la educación

Además de los antecedentes mencionados, otras fuentes para la confi- guración de la Ratio y que los jesuitas van incorporando son algunos de los textos organizacionales que vienen preparando los integrantes de la Orden, a partir de su experiencia en la dirección de las nuevas institucio- nes de enseñanza. Entre estos destaca, por ejemplo, el español Jerónimo Nadal, quien desempeñándose como rector del colegio de la Compañía en Messina, Italia, desarrolla en 1548 una directiva curricular para los cursos de humanidades: De universitate studii generalis, proponiendo el estudio de autores latinos como Horacio y Cicerón, entre otros. (Kim, 2004). Otro texto de Nadal sobre la organización de la educación en los co- legios de la Compañía es De Studii Societatis Iesu, de 1551, que se ocupa de la malla curricular de los cursos superiores de Filosofía y Teología. También en esta época aparece el Ordo Studiorum Collegii Romani, plan de estudios para los colegios de la Compañía y que coloca especial énfasis en la enseñanza de las matemáticas, particularmente la geometría, la aritmética y la astronomía (Paradinas, 2010). Estos y otros textos redac- tados por los miembros de la Orden, basados en sus vivencias prácticas relativas a la enseñanza, van configurando el modelo pedagógico jesuita en sus distintas aristas curriculares. Como se mencionó anteriormente, las residencias para los aspirantes a jesuitas que frecuentan las universidades de las ciudades de Lovaina, Padua y Colonia, se transforman para 1544; ello, debido a las deficiencias de los estudios que se impartían a los jóvenes en los primeros colegios de la Compañía. Por ello, las residencias jesuitas comienzan a poner en práctica las normas experimentadas por Ignacio de Loyola y los primeros jesuitas, transformándose en la práctica en las primeras escuelas de la Orden. Aunque, en rigor, el primer colegio de la compañía destinado a seglares es el fundado en Messina, Italia. Dicho establecimiento se precia de ser trilingüe por cultivar las tres principales lenguas antiguas: el griego, el latín y el hebreo, y donde se percibe por vez primera los frutos de la adaptación del modus parisiensis a la pedagogía jesuita (Codina, 2004). Así, ya a mediados de la década del cuarenta del siglo XVI, Ignacio de Loyola ya ha aprobado la creación de más de 30 establecimientos de la Orden y desde este momento sus Constituciones funcionan como una guía directriz para la enseñanza de los jóvenes y permiten además organizar los nuevos establecimientos emergentes, los cuales en esta etapa promueven el estudio de la filosofía, la gramática, la teología, la caligrafía y la retórica, así como también los roles de todos los que inte-

37 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

gran este sistema educacional.2 Esto último viene de suyo por el énfasis de la Orden en los dos ejes fundamentales que ya hemos destacado, a saber: el reconocimiento de las aptitudes específicas de cada alumno, a través de un contacto personalizado, y la importancia que le dedican a la selección y formación de los profesores en sus instituciones; preceptores que surgen de las mismas filas jesuíticas. Tales características, unidas a otros factores, como el hecho de favorecer la comunicación continua entre los establecimientos de educación y también con los superiores de la Orden para intercambiar experiencias, le permite a la Compañía destacarse en su tiempo y ofrecer una alternativa de enseñanza que es apreciada por las comunidades del Viejo Continente. Así, entre los valores positivos de la educación jesuita, Luzuriaga ha destacado

el cuidado puesto en la selección y preparación de los maestros. Para esta función se escogía siempre a las personas que se creía de mayor aptitud, de condiciones de carácter especiales. Después se las sometía a una preparación especial intensa, empezando por los “Ejercicios Espirituales”, continuando en las escuelas inferiores y terminando en los estudios superiores. De esto modo, tuvieron los jesuitas maestros eminentes o distinguidos en cantidad considerable (1967, p. 125).

Y en cuanto a la preocupación por los estudiantes observada en el sistema pedagógico de la Orden,

aparece el conocimiento y el trato personal psicológico de los alumnos. Aunque éstos estuvieran sometidos a una regulación rigurosa, cada uno de ellos era estudiado, vigilado y atendido individualmente. Se conocía el carácter y las condiciones intelectuales de cada uno de ellos y se le trataba con una gran penetración psicológica. En ellos no importaba tanto el saber como las dotes y aptitudes personales (Luzuriaga, 1967, p. 126).

2. Por ejemplo, sobre los escolares que han de colocarse en los establecimientos educa- cionales de la Compañía (en las Constituciones,1995, pp. 131-133); sobre las materias que se enseñarán (pp. 154-158); sobre los programas educacionales y el apostolado intelectual y de la educación de la Compañía (pp. 366-376).

38 La Compañía de Jesús y sus vínculos con la educación

Con lo anterior, se aprecia considerablemente la impronta del pen- samiento de Ignacio de Loyola, especialmente la importancia que le otorga a los exámenes de conciencia como herramienta de reflexión y autoconocimiento, los cuales no solo resultan útiles para quienes desean hacer profesión de servicio en la Orden, sino también para estudiantes y profesores, y finalmente para todo ser humano con pretensiones de crecimiento espiritual.

TRABAJOS CONTINUOS DE LA NUEVA ORDEN Y NUEVOS DESAFÍOS EDUCATIVOS

Por este tiempo la nueva Compañía enfrenta varios desafíos; entre ellos, la determinación, por parte de Ignacio, de que no se diesen dignidades eclesiásticas a los miembros de la Compañía, de manera que estos pudieran dedicar completamente sus esfuerzos al trabajo misionero, la educación y la trasmisión del evangelio. Asimismo, y debido a la incorporación de nuevos integrantes a sus filas, Ignacio decide crear unidades organiza- cionales o provincias, cada una con sus colegios y grupos de trabajo, para que de esta manera la Orden pueda administrarse mejor. Ribadeneyra destaca la intención de Ignacio con estas palabras:

Viendo pues Ignacio que su familia iba creciendo y que así multiplicaba Dios esta su obra, para mejor gobernarla é irla reduciendo poco á poco á más orden, determinó de repartir con otros la solicitud y cuidado que él solo tenía, y de hacer distintas provincias y señalar a cada una sus colegios, y nombrar provinciales (1961, p. 220).

Así, establece provinciales para Portugal, España y posteriormente Italia, al tiempo que los miembros de la Compañía llegan a África (1548); Sicilia, donde se comienza a construir el colegio de Palermo en 1549; y Brasil, también en 1549. La compañía establece colegios y establecimientos de enseñanza en muchas localidades, tanto en Europa como en los lugares que visitan en sus viajes; por ejemplo, en Barcelona y (esta última en 1546), en Zaragoza (1547) y Salamanca (1548), entre muchos otras. En 1552 fallece Francisco Javier, que realizaba labores misioneras primero en el India y luego en China (Ribadeneyra, 1961). Ignacio López de Loyola fallece en 1556, en Roma, justo cuando ya más de 35 colegios de la Orden se encuentran funcionando en plenitud.

39 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

Sin embargo, su impronta en la nueva organización es indeleble: una serie de textos que rigen el actuar y conducirse de sus miembros, tanto en los planos físico como espiritual; un lenguaje nuevo, efectivo, que ha inflamado a una generación y, principalmente, un sistema organizativo en lo institucional y geográfico, que le da a los miembros de la Compañía un rico sustento ideológico y formativo, lo que ha sido destacado de la siguiente manera:

La historiografía ignaciana ha señalado y admirado con insistencia las grandes dotes de organización y liderazgo de Ignacio de Loyola; su capacidad de gestión, su habilidad eclesial y política para tratar los más diversos negocios con emperadores, príncipes y Papas; la pru- dencia en la legislación de su orden, la inmensa actividad apostólica y misionera que supo suscitar en la Iglesia de su tiempo, así como su fina captación de los elementos de un mundo nuevo que surgía en medio del ocaso de la edad media (Codina, 2009, p. 10).

Ante este éxito, se hace imperativo la creación de un currículum y un programa de estudios comunes a todos los establecimientos jesuitas. Finalmente, en 1599, se publica la versión definitiva de la Ratio Studiorum o Plan de Estudios de los colegios jesuitas, luego de dos versiones pre- liminares, las de 1586 y 1591. La Ratio Studiorum se convierte así en un manual de ayuda tanto para los profesores como para los directivos, en todo lo relacionado con la marcha de estos colegios (Gil, 1992). Dicho modelo no es esencialmente original, pero logra captar los requerimientos y aspiraciones de las nuevas generaciones, tomando lo mejor de la cultura de la época, sintetizándolo y ofreciéndolo como un gran sistema organizado y regularizado de educación. En efecto, tal como ha destacado Xavier Adro (1950), como plan de estudios

sus normas educativas son flores recogidas, ora en los humanistas renacentistas, ora en la vieja y sólida tierra de la tradición eclesiástica. Tampoco luce una originalidad llamativa en su aparato de organi- zación, que viene a ser un calco depurativo de las experiencias de Alcalá, Salamanca y París. Mas en esto, precisamente, está su valor. Ha sabido captar los sedimentos de generaciones e instituciones; los ha examinado, los ha coordinado, y en sus páginas, ofrece este marco de formación intelectual, síntesis y abertura, relieve y enfoque del primer sistema organizado de educación católica (1950, p. 78).

40 La Compañía de Jesús y sus vínculos con la educación

En este sentido, el sistema educativo de la Compañía da cuenta notoria- mente de la influencia de las experiencias formativas y espirituales de su fundador Ignacio: desde la utilización de sus Ejercicios espirituales hasta los reglamentos y normas contenidos en la Ratio y en las Constituciones de la Orden, el modelo pedagógico jesuita se asienta como reflejo fiel del espíritu organizador y sintetizador de su primer prepósito general. Estas son algunas de las características que hacen que las institu- ciones jesuitas de este período sean intelectual y organizacionalmente atrayentes, particularmente en Italia, donde se carecía de un programa estructurado y donde comienza su esfuerzo educativo. Pero además, la Orden incorpora elementos sociales, económicos y espirituales en su modelo de enseñanza, que lo complementan y lo transforman en un sistema único; v. gr.: formulan un programa religioso al incorporar clases de doctrina cristiana y de casos de conciencia al currículum académico y se esfuerzan desde el principio por recibir a jóvenes de todos los estratos sociales y por mantener la gratuidad en su enseñanza: “Las institucio- nes jesuitas fueron las primeras que realizaron esfuerzos sistemáticos y extensos para proporcionar educación gratis a un gran números de jóvenes” (O’Malley, 1995, p. 271). Las virtudes de este tipo de enseñaza muy pronto son puestas en práctica en el Nuevo Mundo por los sacerdotes jesuitas que viajan acá a misionar y a enseñar. Así, por ejemplo, en Chile durante la primera mitad del siglo XVIII los sacerdotes de la Orden Jesuita se destacan no solamente por sus acciones humanitarias y misioneras, sino que también por la importancia que le otorgan al bienestar de las nuevas generacio- nes, uniendo en sus colegios la enseñanza y las prácticas religiosas con actividades de diversión y esparcimiento. En efecto:

En el colegio Máximo de Santiago el trabajo era enorme […] Tres ve- ces por semana se hacía la llamada Escuela de Cristo, que consistía en una plática doctrinal, un momento de lectura espiritual, oración con el Santísimo expuesto, y alguna voluntaria penitencia. Los días martes salían los niños de la escuela cantando las oraciones y doctrina cristiana por las calles, y la función terminaba en la iglesia con una explicación de la doctrina, hecha por algún hermano estudiante y plática por un religioso sacerdote (Cotapos, 1917, pp. 95-96).

De esta manera, la Orden jesuita implementa un sistema integral de for- mación para la juventud que al mismo tiempo fomenta un estilo de vida

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en el que la actividad intelectual y la rigurosidad se unen a lo práctico y a la recreación; esto influye decisivamente en la disposición psicológica de los alumnos, los cuales llevan una vida de disciplina orientada a la acción, enfrentando las problemáticas de sus respectivas labores con alegría y tenacidad, todo lo cual se ve reflejado posteriormente en el trabajo misionero, en las investigaciones sociológicas y costumbristas sobre los nativos y en las descripciones de la naturaleza vernácula ame- ricana realizadas por los jesuitas. Por tanto, la Ratio Studiorum, como se ha visto, se convierte en un compendio de los métodos educativos más eficaces de su tiempo, adap- tados y experimentados hacia los fines de la Compañía. Prevalecen en este trabajo los preceptos entregados previamente por San Ignacio en su obra Los ejercicios espirituales. Con ello se establece el primer sistema educacional como tal, que persigue conectar su espíritu definido y unos principios pedagógicos comunes, avalados por la práctica y la experiencia de la Compañía. Lo anterior se fortalece con el ejercicio de la libertad en el análisis de las experiencias y en la acción educadora, misionera, evangelizadora y visitadora de la Orden. Es una forma racionalizada e ilimitada para expresar su amor hacia Dios. Lo precedente es parte del corpus teórico que sustenta los cánones para una sistematización de la enseñanza que debía ser integral: razón, cuerpo y alma. Por lo tanto, el sistema de educación y formación jesuita de la Orden, en la práctica, pasa a ser un reflejo del pensamiento de Ignacio López de Loyola. La importancia e influencia del modelo de enseñanza jesuita ha sido destacada por diversos autores e investigadores; v. gr. John O’Malley menciona:

Los jesuitas fueron la primera orden religiosa de la Iglesia Católica que abordó la educación formal como un ministerio de primer orden. Se convirtieron en una “orden enseñante” […] Cuando la Compañía fue suprimida por edicto papal en 1773, dirigía más de ochocientas universidades, seminarios y, especialmente, colegios de bachillerato en todo el mundo. El mundo no había visto antes, ni ha vuelto a ver desde entonces, una red tan grande de instituciones educativas ac- tuando a nivel internacional. Los colegios estaban con frecuencia en el centro de la cultura de las villas y ciudades donde radicaban: podían anualmente representar varias obras de teatro y aun ballets, y algunos mantenían importantes observatorios astronómicos (1995, p. 33).

42 La Compañía de Jesús y sus vínculos con la educación

Y en este sentido, es la juventud de la época la que mejor aprovecha este singular modelo de enseñanza.

ORIGINALIDAD DE LA COMPAÑÍA EN SU TIEMPO

El interés de los jóvenes por incorporarse a la Orden, en rigor, obedecía al hecho de que la Compañía se presenta como muy distanciada de los modelos educativos y religiosos tradicionales, ofreciendo una orden religiosa que como cuerpo logra identificarse plenamente con el espíritu de la época o de los nuevos tiempos. Así, la Compañía se alza como una alternativa a los movimientos, educacionales o religiosos, que no pare- cen tan compenetrados con los nuevos momentos culturales y sociales que se viven en este hito histórico, entre ellos: la Reforma Protestante, la Contrarreforma Católica, los nuevos descubrimientos geográficos y los avances técnicos y científicos de la época; y al mismo tiempo, como un medio para que las nuevas generaciones del siglo XVI expresen esta necesidad de integrarse a lo que está sucediendo a su alrededor. En efecto,

aquella juventud consciente del cambio de época, ansiosa en sus deseos de perfección y apostolado, escogía el estilo que le parecía el más adecuado a los tiempos. Y la Compañía que en tantos puntos exteriores se había despegado de la añeja tradición religiosa, se les presentaba como instrumento el más adecuado […] Era la historia que se repite en todos los tiempos. Las nuevas épocas exigen nuevos instrumentos (Adro, 1950, p. 37).

Sin duda que uno de los principales logros del modelo de enseñanza jesuita es haber sido concebido como un sistema organizado y cultural- mente consciente de las necesidades educacionales particulares de cada país y región en que se establece. Con ello, logran unir los programas de estudios y los conocimientos tradicionales y clásicos europeos con un conocimiento y un saber que progresa y evoluciona unido a los avances técnicos y los descubrimientos geográficos de la época, especialmente en los siglos XVI y XVII. Otro aspecto de la educación jesuita que resulta interesante de desta- car es la utilización de las academias y universidades de la Orden como espacios destinados a la divulgación del conocimiento y del desarrollo técnico y científico de su tiempo. Esto se logra a través de invitaciones a

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personeros relevantes, dignatarios, aristócratas e investigadores vincula- dos a las esferas de poder para establecer, como diríamos hoy, una “red de intelectuales”, que permite dar a conocer sus diversas investigaciones y realizar bajo su auspicio una divulgación de temas especializados en ciencia, mediante presentaciones llamativas que despertaban la simpatía por el nivel de conocimientos de la Orden (Gorman, 1999). Este aspecto está íntimamente ligado con la noción jesuita de unir la producción intelectual con lo público, esto es, dar a conocer cons- tantemente su quehacer al medio que los rodea; ideal que promueven a través de la elaboración de textos en distintas áreas del conocimiento, pero también al utilizar los espacios de los que disponen para ofrecer distintas actividades públicas: certámenes y competencias de poesía, debates sobre casos morales y representaciones teatrales y musicales, a las que asisten tanto personalidades políticas y eclesiásticas como la comunidad de la región en la que se encuentran. Luzuriaga lo menciona de esta manera:

[Para los jesuitas] la educación no se refería solo al aspecto intelectual, sino que en cierto modo era una educación integral: física, estética, moral. Para ello se cultivaban los juegos, las representaciones dramá- ticas, los certámenes, etc., que al mismo tiempo servían de atracción a las gentes. Para esto se utilizaban también las instalaciones materiales de los Colegios (1967, p. 126).

De este modo, a través de su labor pedagógica, la Orden logra mostrarse atrayente y llamativa tanto frente a los sectores acomodados como a los más humildes de la sociedad. Asimismo, por este modus procedendi, que permea todas sus actividades, los jesuitas no se limitan a ser observadores de los grandes cambios de estos siglos, sino que participan de ellos y los incorporan en su quehacer, particularmente en su sistema educativo, a través del establecimiento de una red de instituciones y de contactos, como ya se ha mencionado. Si bien la enseñanza jesuita parte basándose en los modelos aristo- télicos como eje de una visión humanista, también es posible apreciar la influencia que el pensamiento renacentista tiene en algunos aspectos de su pedagogía, cambios que, progresivamente, les permiten cultivar un espíritu mucho más independiente, integral y crítico que el resto de las órdenes religiosas de la época y al mismo tiempo robustecer su marco humanista; esto, enmarcado dentro de un modelo integral de enseñanza

44 La Compañía de Jesús y sus vínculos con la educación

y adquisición de conocimiento. Y en especial el hecho de incluir algunas ideas referentes al derecho canónico y al derecho natural, tales como las cuestiones sobre la potestad divina y la potestad de los monarcas que están en discusión a fines del siglo XVI e inicios del siguiente, le da a la educación jesuita un marco teórico humanista más amplio. Todo lo cual favorece la integración de las materias realistas y científicas a su actividad religiosa y misionera. Respecto a esta integración, que involucra aspectos institucionales, educativos y administrativos, la investigadora Rivka Feldhay ha señalado:

El discurso científico jesuita, un término que para mí incluye no solo los contenidos cognitivos y la manera en que son expresados en el lenguaje, sino que también prácticas institucionales, estaba claramente situado dentro de un sistema educacional que constituía el núcleo de la actividad de la Compañía de Jesús. Más aun, el sistema educacional mismo estaba siempre inmerso en situaciones políticas conectadas ya sea con la organización de la iglesia o con autoridades políticas laicas – la República de Venecia, los duques italianos, el emperador Habsburgo, los reyes de Francia (1999, p. 107).

Esta misma relación con monarcas y reyes pondrá a la Compañía en en- tredicho cuando comienzan a transmitir sus ideas sobre gobernabilidad y el origen de la potestad de los soberanos.

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Los jesuitas y las teorías sobre la potestad divina y monárquica de los siglos XVI y XVII Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

LOS JESUITAS Y LAS TEORÍAS LOS JESUITAS Y LAS TEORÍAS SOBRE LA POTESTAD DIVINA Y MONÁRQUICA DE LOS SIGLOS XVI Y XVII

Paralelamente al desarrollo de un programa educacional sistematizado, la Compañía de Jesús incorpora, desde sus inicios, una teoría de la ley, de la justicia y de la autoridad en su praxis social y misionera. Dichas teorías provienen, en lo sustantivo, del pensamiento de Tomás de Aquino, y luego, de los trabajos de diversos jesuitas que en los siglos XVI y XVII retoman la obra del Doctor Angelicus, entre los que se destaca el sacerdote jesuita español Francisco Suárez. (Pérez-Cuesta, 1998). Francisco Suárez (1548-1617), Doctor Eximius et Pius, ingresa a la Compañía de Jesús en 1564, y luego de cursar estudios de filosofía, teo- logía y jurisprudencia en la Universidad de Salamanca, se desempeña como profesor de Filosofía en el colegio de la Compañía en Segovia y de Teología en Valladolid, entre 1571 y 1580. Desde fines de 1580 hasta 1585, enseña Teología en el Colegio Romano; luego, de 1585 hasta 1593, enseña en la Universidad de Alcalá de Henares, trasladándose a finales de ese año a Salamanca (De Scorraile, 1917). Es justamente en este hito histórico donde se producen algunos de los mayores cuestionamientos a la nueva orden formada por Ignacio de Loyola por parte de diversos sectores de la sociedad; principalmente los monarcas absolutos, los dominicos, entre otros. En este contexto, Suárez defiende a la Compañía en varias polémicas. Entre estas es de particular interés su obra Defensio Fidei (1613), que escribe a petición de la Santa Sede y del Papa Paulo V, para defender, con argumentos bíblicos, canónicos

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e históricos, a la Iglesia católica ante las tendencias absolutistas del rey de Inglaterra Jacobo I3. También desarrolla una defensa de los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, columna vertebral del modo de ser de la orden jesuítica, que une la vía activa y la vía contemplativa en su obra De Religione Societatis Iesu, publicada póstumamente en 1621. Este último trabajo de Suárez surge de una petición del entonces prepósito general de la Orden, el padre Claudio Acquaviva, como una respuesta frente a los ataques de que era objeto la Compañía, debido a las “peculiaridades y novedades que esta presentaba en el marco de la vida religiosa” (Suárez, 2003, pp. 9-30). El hecho de que las más altas autoridades, tanto de la Compañía como de la Iglesia Católica, hayan encargado al teólogo jesuita la preparación de estas obras nos revela a Suárez como teólogo influyente y sabio de su tiempo. En el marco de la influencia de Suárez en la Orden Jesuita, se pueden distinguir tres grandes ideas que desarrolla profundamente en su obra Tractatus de Legibus ac Deo Legislatore, publicada en el año 1612, en la que realiza una síntesis de las dimensiones teológica, filosófica y jurídica de la experiencia humana; experiencia que la Orden busca reflejar en su trabajo misional y en su modus vivendi (Suárez, 1971). En primer lugar, Suárez cuestiona significativamente la concepción europea de monarquía absoluta y el derecho divino de los reyes, dere- cho por el cual los monarcas hacen derivar su potestad para gobernar, directa y solamente de Dios, desestimando la voluntad de la comunidad a la que rigen; idea que adquiere fuerza particular en los siglos XVI y XVII, en las figuras de regentes como Luis XIV de Francia y Enrique VIII de Inglaterra, quienes realizan iniciativas para atribuirse todos los poderes: tanto la potestad temporal como la espiritual. Suárez, por su parte, piensa que toda ley deriva de Dios y que el principal objeto de la misma es el bien común, considerando que el poder legislativo de un monarca reside primero en la comunidad completa, a la que le ha sido entregada esta potestad por Dios. Así, la comunidad traspasa mediante acuerdo esta potestad a su regente, quien la recibe, de manera mediata y no directamente de Dios (Suárez, 1965). Relacionado con lo anterior, Suárez desarrolla en su obra Defensio Fidei su segunda gran línea de pensamiento, proponiendo una concepción de

3. Puede encontrarse un relato más extenso de esta polémica en la introducción del je- suita Eleuterio Elorduy a la obra de Francisco Suárez Principatus políticus o la soberanía popular (1965).

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desobediencia civil muy adelantada a la sociedad europea de principios del siglo XVII. Para el autor, cuando un monarca dicta leyes injustas e inicuas, sus súbditos pueden y deben desobedecer estos preceptos y en el caso de los reyes que han usurpado su potestad la comunidad con justicia tiene el deber de no obedecerlo; ello puesto que esa iniquidad (la usurpación) excluye la verdadera potestad de quien manda. (Suárez, 1965). Pero Suárez va más allá, puesto que afirma que un gobernante tirano, dependiendo de sus actos para con la comunidad, puede ser muerto por la misma, siempre que esta se vea amenazada y cuando aquella decisión recaiga en toda la comunidad. (Suárez, 1978). Lo anterior avala la posi- bilidad del tiranicidio y propone una concepción de la obediencia y de la potestad que va unida íntimamente a un ideal de justicia social por parte de los gobernantes de los Estados. En tercer lugar, Suárez defiende la separación de poderes en los gobernantes y la división de la potestad temporal, material y positiva, que reside en los monarcas o en quien la comunidad haya elegido para representarla; y la potestad espiritual y trascendente, que reside solo en la figura del Papa, proponiendo una concepción desarrollada de supre- macía papal, por sobre el derecho de los reyes; idea que el autor señala en estos términos:

[…] el fin al que se ordena el poder eclesiástico y los actos y medios que le corresponden, está por encima de la naturaleza y las fuerzas humana, y así también es necesario que el mismo poder tenga su origen por encima del derecho natural humano (Suárez, 1978, pp.101-103).

Esta idea se hace apremiante cuando Jacobo I de Inglaterra, en el año 1606, instaura un juramento de obediencia para sus súbditos, por el cual lo reconocen como superior al Papa en temas de jurisdicción temporal y espiritual, confundiendo así los límites de ambas potestades. Este jura- mento es, en su forma y fondo, una ampliación del juramento solicitado en Inglaterra por Isabel I a sus súbditos en 1563 (Suárez, 1978) Tales ideas de Suárez son altamente relevantes en su tiempo, toda vez que la Orden Jesuita ya está muy expandida en Europa y en el Nuevo Mundo y, por tanto, es probable que las mismas estén siendo difundidas en sus lugares de estudio y trabajo. Efectivamente existe constancia de las lecturas que se hacen de sus obras en América. Por ejemplo, en la primera universidad jesuita de Chile, fundada en 1623, que funciona en el Colegio Máximo de San Miguel, se enseñan en las cátedras de teología

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las doctrinas de Suárez, siendo especialmente estudiado el De Legibus, y al momento de la expulsión de los jesuitas de este país cuenta la biblioteca jesuita del Seminario de Santiago con la edición completa del Tractatus de Legibus ac Deo Legisladore (Salinas Araneda, 2000). Todo esto en un período muy anterior a las tendencias independentistas en Chile. De la misma manera, en la biblioteca jesuita de Potosí, en Bolivia, para el año 1612, se cuentan en 58 los volúmenes correspondientes a obras de Suárez, y se le atribuye gran influencia en la generación de sentimientos independentistas, particularmente a través de las cátedras de filosofía, teología y derecho, basadas en su pensamiento, que se imparten en las universidades de Chuquisaca, La Paz, Salta, Asunción y Montevideo, entre otras, desde principios del siglo XVII (Inch, 2007). Otra fuente indica la influencia cultural que tiene la obra de Suárez en el ambiente universitario y en la formación de las gentes en el período colonial venezolano, particularmente a través de su pensamiento sobre la soberanía, el derecho de gentes y la igualdad jurídica (Fajardo, 2006). Asimismo, en el Virreinato del Río de la Plata, el pensamiento de Francisco Suárez es conocido en las aulas universitarias de Córdoba desde principios del siglo XVII, y su influencia, particularmente en cuanto a sus ideas sobre la potestad, la soberanía del pueblo y la desobediencia civil, llegan a conformarse en toda una escuela de enseñanza, conocida por el nombre de doctrina jesuítica, la que luego será prohibida en las universidades del Virreinato del Río de la Plata, a través de una Real Cédula en 1768 (Furlong, 1952). Para el historiador Guillermo Furlong (1952), la influencia del pensa- miento de Suárez se siente en gran parte del Nuevo Mundo:

Si no a fines del siglo XVI, ciertamente en todo el decurso de los siglos XVII y XVIII, así antes como después de 1767, fue Francisco Suárez el pensador europeo que más influyó en el Río de la Plata, Tucumán, Cuyo y Paraguay, y lo propio hay que decir del Alto Perú, y lo propio pudiera aseverarse de toda la América Hispana (p. 593).

Y en otra parte de su prosa, Furlong (1952) nuevamente recalca la impor- tancia de Suárez para el posterior movimiento independentista argentino, de la siguiente manera:

Sin negar las posibles influencias convergentes, de naturaleza análoga que parte de otros escolásticos […] sostenemos que Francisco Suárez,

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el jesuita granadino que nació en 1548 y falleció en 1617 fue el filósofo máximo de la semana de Mayo, el pensador sutil que ofreció a los pró- ceres argentinos la fórmula mágica y el solidísimo substratum sobre que fundamentar jurídicamente y construir con toda legitimidad la obra magna de la nacionalidad argentina (p. 588).

En cuanto al resto de sus obras, se ha destacado que Suárez es

el primero que ofrece un desarrollo completo sistemático y cerrado de la metafísica […] la Escolástica hasta Suárez se ciñó siempre es- crupulosamente al texto aristotélico, ya en forma de comentarios (commentum), ya en forma de quaestiones y theses marginales al texto. Ahora se suelta, por primera vez, Suárez de los andadores aristotélicos y funda el nuevo género literario del Cursus Philosophicus, presen- tación sistemática de toda la doctrina.” (Hirschberger, 1954, p. 412).

De esta manera, a través de sus obras Suárez da cuenta de una de las prin- cipales características de la Orden, que es el hecho de tomar los principios filosóficos y científicos de la época, analizarlos, incorporarlos a su praxis y con ello aportar algo propio que refleje el sentir y el espíritu del siglo. Queda de manifiesto, por lo tanto, que los jesuitas estaban en condicio- nes de difundir y transmitir las nociones de Suárez en filosofía, teología y teoría del derecho, en las regiones del Nuevo Mundo que visitan en su labor misionera, especialmente en aquellas locaciones en que se han establecido instituciones de enseñanza a cargo de la Compañía de Jesús, como las anteriormente mencionadas. Con lo anterior, existen nociones de la divulgación de sus ideas a las nuevas generaciones de jesuitas y laicos formados en aquellas universidades, constituyendo así una nueva fuente de polémica entre la Orden y los monarcas absolutos europeos, y que claramente se suma al conjunto de las razones que motivaron la posterior expulsión de la Orden.4

4. Por ejemplo, para el momento de la expulsión de los jesuitas de la región del Río de la Plata en el año 1767, confróntese esta idea en Furlong (1952, p. 597).

52 Los jesuitas y las ciencias Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

LOS JESUITAS Y LAS CIENCIAS

En Europa, los jesuitas destacaron desde el siglo XVI por la incorpo- ración de las disciplinas científicas y de las innovaciones pedagógicas consideradas “revolucionarias” en su tiempo, y porque desarrollaron ampliamente las actividades teatrales, los ejercicios físicos y también por la introducción, en los colegios, de la filosofía y de las ciencias; disciplinas que abordaron en una época en que las mismas pertenecían tradicionalmente a las facultades de artes en las universidades. Del mismo fundador de la Compañía se ha señalado:

San Ignacio comprendió, desde el principio de su obra, la necesidad de conciliar la divulgación del Evangelio con el desarrollo de las ciencias y la tecnología, en acciones coherentes, bien planificadas, perseverantes y dinamizadas (Carrion et al.,1987, p. 21).

En particular, dentro del interés científico de los jesuitas, cabe destacar que estos tenían una larga tradición de aceptación de las disciplinas matemáticas, aun cuando estas no constituían el eje más importante de la enseñanza, tal como ya lo ha destacado, por ejemplo, Dainville:

Cuanto más lejos nos remontemos en la historia escolar de los jesui- tas constatamos que tienen un espacio para las Matemáticas. Desde 1550, los primeros colegios de Messine y de Roma les dedicaban un curso, en el cual los maestros explicaban las obras que habían co- nocido durante sus estudios en la Universidad de París. Muy pronto, siguiendo el ejemplo de las universidades italianas, donde florecían las ciencias [...]Ignacio de Loyola consigna las Matemáticas entre los conocimientos que se podrían estudiar y enseñar en la medida en que convenga a los fines de la orden (1978, p. 324).

54 Los jesuitas y las ciencias

Esta última idea es importante, puesto que en principio los cursos de Matemáticas para los colegios de la Compañía se consideran según su utilidad para la consecución de las obras importantes de la Orden, como los cursos superiores de Teología. Sin embargo, a mediados del siglo XVI, en algunas instituciones como el colegio de Messina, se comien- zan a realizar iniciativas para implementar programas de estudios más completos de matemáticas, entre ellas los ya mencionados textos del jesuita Jerónimo Nadal. Luego, a finales del siglo XVI, el jesuita alemán Christopher Clavius (1538-1612) escribe una serie de documentos en los que busca potenciar las disciplinas matemáticas en el currículum de los colegios e instituciones de la Compañía, destacando su importancia y necesidad para la formación integral de los futuros jesuitas y alumnos, así como también proponiendo un programa destinado a la especialización de estas materias, a través del estudio de los libros de Los elementos de Euclides, astronomía, geo- metría, aritmética, álgebra, geografía y el uso del astrolabio, entre otros. Así, Paradinas al referirse a la obra de Clavius, expresa:

[…] es necesario que los alumnos entiendan que las matemáticas son útiles y necesarias para comprender rectamente el resto de la filoso- fía, y que son un gran ornamento para todas las artes. En particular, [Clavius] insiste, hay tal afinidad entre las matemáticas y la filosofía natural que, sin ayudarse mutuamente, de ninguna manera pueden mantener su dignidad (2010, p. 18).

Esto demuestra la importancia que algunos jesuitas le daban a la ense- ñanza más profesional y organizada de las disciplinas matemáticas en las instituciones de la Compañía, más aun cuando algunas de estas ideas son incorporadas en las primeras versiones de la Ratio Studiorum, de 1586 y 1591, aunque aparecen más mitigadamente en la versión definitiva de 1599. Luego, ya en el siglo XVII, los jesuitas han constituido en sus colegios una enseñanza científica más organizada desde la perspectiva pedagógica y más extensa disciplinariamente que en otras órdenes. Así, se encuen- tran enseñando cátedras de física, con ideas nuevas que comienzan a distanciarse paulatinamente de las nociones de Aristóteles y que además incluyen el pensamiento de Descartes, y que, por ende, son más proclives a la experimentación. Y en sus cursos de Matemáticas, los jesuitas están cada vez más marcados por la preocupación de coordinarlos hacia los principios del rigor lógico y la claridad en la exposición (Dainville, 1978).

55 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

Asimismo, algunos de los principales reproches que recibe la Orden en el siglo XVII es su alejamiento paulatino de las doctrinas de Santo Tomás. El hecho de no seguir el pensamiento del Doctor Angelicus con la fidelidad que se espera en la época, los lleva incluso a polemizar con la Orden de los Dominicos, quienes controlaban varias cátedras de teología tomista en universidades como la de Coimbra, en temas de doctrina y fidelidad (Rodríguez, 2008). Ahora bien, este alejamiento de algunas de las ideas del Estagirita y de Santo Tomás es considerado por los miembros de la Orden como un ejercicio de discernimiento en la búsqueda constante de la verdad y no como un acto de negación, tal como menciona Guillermo Furlong:

En la tradición filosófica de la Compañía se advierte un grande respeto a Aristóteles y a Santo Tomás, pero sin elevarlos nunca a la categoría de infalibles; mucho menos a sus comentadores. Buscaban la verdad y la aceptaban dondequiera que la encontrasen, con la íntima convicción de que aquello no ocultaba ningún peligro(1952, p. 162).

Esta suerte de tolerancia intelectual y de una cierta búsqueda de autono- mía cognoscitiva se convierte en otro de los elementos característicos de la Compañía, que les permite mantener una actitud de apertura frente a los cambios tecnológicos y científicos de los siglos XVII y XVIII. Así por ejemplo, la prestigiosa escuela jesuita de La Flèche, en Fran- cia, exigía una sólida formación en los autores clásicos, como Cicerón, Horacio y Virgilio por un lado, y Homero, Píndaro y Platón, por el otro; además de un profundo conocimiento del griego y del latín. El plan incluía también una introducción a las matemáticas, tanto puras como aplicadas, a cargo del jesuita alemán Christopher Clavius, eminente matemático y astrónomo, además de cursos de arquitectura, música y astronomía. Bastante completa para su tiempo. Ahora bien, una formación profunda, sana e integral, tal como ya se ha mencionado, debía incluir el dominio de las disciplinas básicas, hu- manistas y científicas. Ello se lograba por medio de un estudio cuidadoso y prolongado, que se apoyaba en una enseñanza de calidad y altamente motivante, en la que no estaban ausentes las ciencias naturales y las ciencias exactas. Por ello, no es extraño que los jesuitas, ya en el siglo

56 Los jesuitas y las ciencias

XVI, se destaquen por sus investigaciones matemáticas y astronómicas5 realizadas en la Specola Vaticana (Observatorio Astronómico del Vatica- no) por diversos sacerdotes-científicos, como el ya mencionado jesuita alemán Christopher Clavius, quien participa en la reforma del calen- dario juliano llevada a cabo por el papa Gregorio XIII en 1582. Además, Clavius es uno de los principales impulsores de la institucionalización de las disciplinas matemáticas en el corpus educativo de la Compañía, generando instancias de producción y reproducción del conocimiento, a través tanto de la publicación de obras y comentarios como de la ense- ñanza de las nuevas generaciones en estos tópicos, cuanto a través de las visitas de gobernantes y soberanos a sus estudios o gabinetes. Michael Gorman (1999) describe estas “técnicas” de la siguiente forma: “[…] los elevados objetivos apostólicos de la Orden dieron forma y permitieron la construcción de espacios jesuitas específicos para la consecución del trabajo científico, y estos mismos objetivos condicionaron la forma en que la ‘ciencia jesuita’ se manifestaba” (p. 170). Entre las obras de Clavius destaca su texto Commentarius in Sphaeram Joannis de Sacro Bosco (1611), en el que el jesuita afirma la relevancia de los descubrimientos de Galileo, para que los astrónomos busquen la manera de incorporarlo al sistema cosmológico geocéntrico de la época (Lattis, 1994). Es probable, por tanto, que desde finales del siglo XVI y principios del XVII los jesuitas hayan estudiado e investigado las ideas heliocéntricas de Copérnico y que hayan tratado de “insertarlas o complementarlas” al modelo ptolomeico, o bien hayan reconocido ya algunas inadecuacio- nes del mismo, tal como lo reconoce el propio Clavius, poco antes de su muerte. Asimismo, y a pesar de la controversia que enfrentó a Galileo con

5.Si bien el telescopio simple fue inventado formalmente por Galileo en 1609, diversas fuentes y documentos hablan de los avanzados recursos técnicos de los que disponían los astrónomos jesuitas para sus observaciones y cálculos ya a finales del siglo XVI en la Specola Vaticana; entre ellos León XIII, quien en su Motu Propio (1891) describe el primer período del observatorio vaticano (aproximadamente desde 1580 hasta principios del s. XVIII) diciendo que, en su construcción, Gregorio XIII ordenó que fuera equipado con los más grandes y mejores instrumentos de su tiempo. Asimismo, algunos de los jesuitas que trabajaron en esta primera etapa del observatorio ya habían hecho importantes contribuciones en los ámbitos de la óptica y la mecánica, como el sacerdote italiano Niccolo Zucchi, quien en 1616 intentó construir el que sería el primer telescopio reflector, según lo que señala en su obra Optica Philosophia Experimentalis et Ratione a Fundamentis Constituta, sentando así lo que sería el marco teórico previo para alcanzar más tarde este tipo de telescopio, que, como se sabe, es construido finalmente por Newton en 1668.

57 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

algunos miembros de la Compañía de Jesús respecto a la naturaleza de los cometas, astrónomos jesuitas estuvieron entre los primeros en confirmar sus observaciones telescópicas (McCall, Bowden y Howard, 2006). A la luz de estos datos podríamos llegar a establecer que las observaciones de los astrónomos jesuitas de finales del siglo XVI y comienzos del XVII no eran de naturaleza puramente especulativa, sino que también deno- tan un notorio esfuerzo de aplicación práctica de los conocimientos de óptica y astronomía. Pero la astronomía no es el único campo en el que los jesuitas desa- rrollan investigaciones científicas. También abordan tópicos propios de las matemáticas, física, geometría, medicina, microscopía, cartografía, geología, aeronáutica, botánica, óptica, mecánica y acústica, entre otras áreas en las que realizan estudios; pero en rigor, las aportaciones de au- tores jesuitas como Roger Boscovich, Francois d’Aguillon y Athanasius Kircher, y otros que desarrollan temas en los campos mencionados, sirven como marco teórico para la inspiración de las generaciones futuras de científicos e investigadores. En efecto, por ejemplo, entre los estudiantes de Athanasius Kircher, destacado matemático, astrónomo, tecnólogo y filósofo, que sirve cursos en el Colegio Romano, creador de la linterna mágica (antecedente de la cinematografía) y autor de Magneticum Na- turae Regnum (1667), se encuentra Nicolás Mascadi (1624-1673), quien sigue muy atinadamente las lecciones de matemáticas y astronomía de su maestro, y que más tarde se dirigirá al Reino de Chile, y de aquí, obsesionado con la búsqueda de la Ciudad de los Césares, enfilará a la Patagonia Oriental, donde levanta su misión en Nahuel Huapi (1670). Tres años después muere a manos de los indios tehuelches, en las vecindades de Puerto Deseado (Biedma, 2003). Lo anterior contribuye a perfilar el paisaje científico de los siglos XVII y XVIII, tanto en Europa como en aquellos lugares a los que han acudido en sus misiones: Asia y América. La tendencia hacia la inclusión de las nuevas ideas científicas de la época en su corpus de enseñanza es recalcada por Guillermo Furlong en estos términos:

Existe una transformación en los Colegios de la Compañía de Jesús que da cuenta de los cambios en las disciplinas científicas de la época a principios del siglo XVIII. En una carta escrita a todos los jesuitas en el año 1706, el Prepósito General Miguel Ángel Tamburini, escribe prohibiendo la siguiente conclusión: “Puede defenderse el sistema de Descartes, como una hipótesis, cuyos principios y postulados están concordes entre sí y concuerdan con las conclusiones” (1952, p. 166).

58 Los jesuitas y las ciencias

Esto último da cuenta que ya en esta época las ideas del autor del Discours de la méthode han sido incorporadas, al menos como hipótesis, a algunas cátedras de enseñanza jesuíticas. La formación intelectual de los jesuitas, que hemos venido desta- cando, busca el desarrollo de una creciente capacidad reflexiva, lógica y crítica; por ello, queda claro que no apunta a la mera memorización, sino que, dentro de lo posible, a la autonomía y al análisis, teniendo en cuenta los límites de la organización jerarquizada a la que pertenecían. Con razón, algunos intelectuales conservadores en el siglo XVIII vieron un manifiesto peligro en este sesgo educativo, y seguramente lo sumaron al conjunto de razones que terminaron con la expulsión de la Orden de todos los territorios de la Corona española en 1767. Y otros incluso llegan a considerar que la Orden de los jesuitas constituye, en el ámbito de las reflexiones críticas sobre los procesos naturales, y por la utilización de la Ratio Studiorum como sistema educativo orientado hacia la búsqueda de nuevos conocimientos, una especie de academia científica, previa incluso a la Accademia del Cimento, fundada en 1657 por Leopoldo de Medeci y el Duque Ferdinando de Medeci, en Florencia (Giard, 1995). Y ciertamente que este modo de actuar, este estilo de adquirir, crear y compartir conocimiento, es uno de los elementos fundamentales para entender el éxito de la Compañía de Jesús en sus primeros años de acti- vidad, cuando logran una presencia significativa en los territorios de la Corona española y portuguesa, entre otros; en este sentido, Carrión et al. ha escrito sobre la Orden:

El secreto de su éxito, empero, no radica solamente en su disciplina y homogénea solidez. Radica también en que San Ignacio […] resolvió conquistar la firmeza de la fe con la luz del conocimiento y para su obra llamó, como principales auxiliares, a la ciencia, las artes y las letras […] se enfrentó al mundo sin negarlo, comprendiéndolo, sa- biendo sus potencias, conociendo su tremendo volumen (1987, p. 11).

Existe, por lo tanto, una relación fluida, constante y dinámica en las di- mensiones del trabajo jesuita y la construcción del conocimiento, la cual descansa fuertemente en tres ejes: su labor pedagógica e institucional; la relación del trabajo intelectual y misionero de los miembros de la Com- pañía de Jesús con el orden social y político de su tiempo; y el desarrollo de un corpus científico característico, que se diferencia de las distintas expresiones cognitivas de la época por su manifiesta tolerancia y aper-

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tura en la búsqueda de la verdad y, a través de esto, de Dios. Al respecto, la investigadora Rivka Feldhay (1999) asemeja la relación de estas tres dimensiones que nosotros hemos mencionado a una cierta “estructura” o “campo” cultural propio del discurso científico de los jesuitas:

[…] nunca está fijo, sino más bien, está constantemente siendo nego- ciado, constituido y reconstituido bajo las limitantes de los intereses cognitivos y no-cognitivos que se han elaborado dentro de él, y del amplio campo cultural en el cual se halla inserto (p. 107).

Pero para lograr este dinamismo cognitivo es necesario primero un sistema que funcione como un marco u ordenación de soporte, y que en este caso está dado por la estructura pedagógica jesuita; la cual, desde sus inicios, toma como modelo el “modo de las universidades de París”, tal como ya lo hemos mencionado. Así, esta estructura operativa permite y potencia el desarrollo cognitivo, por ejemplo, al elaborar una malla de asignaturas en las que disciplinas como las matemáticas y la filosofía natural quedan debidamente diferenciadas de otras áreas del conocimiento, elevándolas a categorías distintivas. Todo ello contribuye a que surja un área específica de estudio e investigación, lo que mirado con ojos de una epistemología contemporánea podría considerarse como ciencia. Justamente, en lo que sigue, se pretende enfatizar en esas estructuras cognitivas que trasuntan de la prosa y de las explicitaciones sobre el entorno natural, social y cultural que los cinco jesuitas aquí seleccionados nos han legado.

60 Cinco jesuitas relevantes para la ciencia en América Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

CINCO JESUITAS RELEVANTES PARA LA CIENCIA EN AMÉRICA

En lo que sigue, abordaremos el aporte de cinco exponentes de la orden, que realizaron, además de sus deberes religiosos, diversas contribuciones de carácter científico, de historia natural y/o de descripción de referentes orgánicos e inorgánicos de la naturaleza vernácula del Nuevo Mundo, las cuales contribuyeron a generar elementos distintivos de la identidad latinoamericana. Tales elementos cognitivos se perciben claramente en los aportes de distintos jesuitas de los siglos XVII y XVIII. Y al parecer su llegada a América, motivada principalmente por el deseo de evangelizar, muy pronto también se ve complementada por el ansia de conocer el entorno y medio vernáculo; esto es, el cuerpo físico en el cual les toca interactuar como parte de sus avatares para expandir el evangelio en el Nuevo Mundo. Ello, puesto que a diferencia de otras órdenes religiosas, que se acan- tonaban en las urbes, los jesuitas prefieren asentarse en los campos y en los lugares de mayor movimiento de los nativos y en donde estos realizan sus actividades. Y en estos nuevos espacios, los jesuitas se ven obligados a desarrollar todas sus cualidades de sociabilización y de creación de oficios. De aquí que las características de sus misiones evangelizadoras en América, Asia y otras partes del mundo puedan dividirse en tres grandes iniciativas: Primero, la creación de fundaciones, misiones o “reducciones” (como fueron conocidas en Paraguay) al interior de los territorios poblados por los naturales de la región; se trataba de asentamientos de vida comuni- taria, en los que además de las viviendas se crean talleres y huertos en torno a las iglesias, y donde junto con enseñar ciertos oficios protegen a la población indígena de los esclavistas y encomenderos. A través de las

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reducciones y el contacto con la población natural del Nuevo Mundo, los jesuitas generaron un cambio profundo en las relaciones entre los fieles, los indígenas y los no indígenas y la Iglesia. En esencia, estas misiones reflejan un modelo misional integral “según el cual la conversión de gen- tiles pasaba tanto por el adoctrinamiento como por el adiestramiento en artes y oficios particulares que promovían la disciplina, la laboriosidad y entrega en los gentiles” (Del Cairo y Rozo, 2006, p. 159) Esto último queda de manifiesto en el trabajo de la Orden en el Virreinato del Perú, Paraguay y otros lugares, en los cuales la predicación del evangelio, la enseñanza del catecismo cristiano y los sermones adquieren una mayor importancia pues además de dar a conocer la doctrina “están orientados hacia la introspección personal y a estimular una memoria del pecado” en los nativos (Mazín, 2007, p. 153). Ello enfocado en instaurar una cultura de valores cristianos en el Nuevo Mundo y en generar lazos de confianza con aquellos a los que se pretende enseñar. Segundo, un profundo interés por la investigación y el conocimiento de los idiomas de los pueblos con los que interactúan. Este es un ele- mento característico del modelo evangelizador jesuita, por cuanto desde los comienzos de su labor misionera identifican y destacan las virtudes de la adquisición lingüística vernácula al momento de interactuar con los naturales de las tierras que visitan. Así, este conocimiento se vuelve una herramienta indispensable para describir y dar a conocer las carac- terísticas culturales y naturales de los pueblos del Nuevo Mundo. Por otro lado, explica también el éxito de las misiones jesuitas, en relación al nivel de inclusión que lograron en los diversos pueblos indígenas en los que trabajaron. El mayor fruto de esta práctica es quizás la elaboración de diversos catecismos bilingües, como el catecismo español/guaraní o el catecismo español/quechua y aymará. Estas obras son preparadas con un claro interés evangelizador, pero derivan, en muchos casos, en la mantención y protección de la herencia lingüística de los pueblos. En Chile, por ejemplo, ya para el año 1699 una junta integrada por 40 jesuitas, fundada previamente por una real cédula de Carlos II en 1697, decide la implan- tación de una cátedra de mapudungun en el Colegio Franciscano de la Concepción y otra en el Colegio Máximo de la Compañía en Santiago, además de la fundación de un colegio de caciques (jefes de comunidad) al cuidado de la Compañía, en el pueblo de Chillán, para educar a los hijos de los caciques de la Araucanía. La misma comienza a funcionar en 1701 y se le conoce como Real Colegio de Caciques o Colegio de Nobles

63 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

Araucanos (Santos, 1992). La producción teórico-lingüística de la Orden en los espacios geo- gráficos a los que han viajado a misionar es tal, que Guillermo Furlong escribe lo siguiente:

Los jesuitas no solo escribieron aquellas obras en los idiomas referidos, sino en todas las lenguas americanas, formándose un monumento imperecedero, que recuerda constantemente su amor a las ciencias y sus inestimables servicios a la civilización […] Pasan de mil las obras que en lengua indígena o sobre las lenguas indígenas han escrito los Jesuitas en el transcurso de tres siglos y en los diversos países del continente americano desde Alaska hasta la Tierra del Fuego […] y los autores eran en su mayoría hombres de alta cultura y preparados por ende para apreciar y trasmitir a la posteridad los grandes valores glóticos de los idiomas indígenas (1933, p. 36).

Tercero, la descripción del entorno social, cultural y natural del lugar en el que se encuentran inmersos, tal como destaca Jonathan Wright:

Lo que casi siempre hacían los jesuitas en un entorno ajeno era describir. No como lo harían unos etnólogos de hoy, amparándose en paradig- mas y teorías, sino describiendo sin más. Lo hacían porque sentían la curiosidad –muchos jesuitas figuraban entre los científicos más destacados de su época– pero también porque la descripción era una función necesaria en orden a la salvación de las almas. Describir una sociedad era evaluar su potencial espiritual, su capacidad inherente para recibir el Evangelio (2005, pp. 96-97).

Y es así como se reflejan los dos aspectos de la experiencia jesuita. Por un lado, la pasión por explicar, conocer y difundir lo vernáculo. Por el otro, cumplir con su función evangelizadora y misional, base de su fundación; todo lo cual deja de manifiesto que los jesuitas iban siempre más allá de su labor misionera inicial. Esta pasión por querer dar a conocer lo au- tóctono se ve expresada en la preparación de historias naturales, en las que los sacerdotes de la Orden describen las características climáticas y mineralógicas, las vicisitudes geográficas, orográficas y potamológicas y las notas más relevantes de los especímenes de la flora y fauna, así como las costumbres sociales y cívicas de los naturales de las regiones que visitan en su labor misionera. Junto a lo anterior, otro propósito

64 Cinco jesuitas relevantes para la ciencia en América

de estas historias naturales es mostrar en Europa la realidad del Nuevo Mundo, especialmente en relación a distintas opiniones muy populares, durante los siglos XVII y XVIII, sobre la inferioridad de las gentes y la fauna americanas. Estas opiniones, realizadas por pensadores europeos del período, tales como Cornelius de Pauw y Georges Louis Leclerc, con- de de Buffon, entre otros, instan a los jesuitas que trabajan en el Nuevo Mundo, tanto los que han arribado desde España como los que nacen en América, a acusar recibo de estas críticas y a asumir la tarea de describir e informar, la mayor de las veces de primera mano, el contexto natural y social del Nuevo Mundo que han experimentado. De Nordenflycht ha escrito con respecto a esto lo siguiente:

Las historias escritas por Juan Ignacio Molina sobre Chile (1776, 1782, 1788, 1810) Francisco Javier Clavijero sobre México (1780) y Juan de Velasco sobre Ecuador (1778, 1789) corresponden a propuestas de historización enmarcadas en el contexto de lo que se ha reconocido […] como “la disputa del nuevo mundo”, que en las últimas décadas del siglo XVIII enfrentó a ilustrados europeos y criollos en un debate que daba cuenta, por una parte, de la perspectiva cultural eurocéntrica respecto de las, por entonces, colonias españolas en el Nuevo Mundo y, por otra, de una forma de validar la complejidad del sujeto criollo en el espacio americano (2010, p. 93).

Esta recuperación de los elementos bióticos y abióticos con los que se relacionan los miembros de la Orden permite que los jesuitas en Chile, por ejemplo, den cuenta de algunas características geográficas de la Isla de Chiloé y de la región austral en general, en sus informes o Cartas Anuas; v. gr. cuando aluden a Chiloé señalan:

Está la Isla de Chiloé en largo desde 44º hasta 46 º de altura del sur, tiene de ancho por donde mas solo siete leguas, es muy fragosa y estéril por estar toda ocupada de una montaña tan cerrada que por mas que la rocen, al segundo año, por las muchas lluvias, no da lugar a sementeras. En medio de la longura de esta isla, está la pequeña ciudad de castro donde reciden 7 u 8 hermanos nuestros (Cartas Anuas de la Provincia de Paraguay, Chile y Tucumán de la Compañía de Jesús [1615-1637], 1929, p. 12).

65 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias Cinco jesuitas relevantes para la ciencia en América

Lo anterior ilustra el énfasis por describir la naturaleza autóctona de los jesuitas escriben sobre historia natural, el modelo abordado y difundido países del Nuevo Mundo, que caracteriza a los sacerdotes de esta Orden, por los jesuitas en América pasa a ser constitutivo del paradigma típico y si bien la ubicación geográfica de Chiloé está errónea pues hoy sabemos de lo que se entenderá por historia natural. que la isla está ubicada entre los 41,5º 46’ y 46º 59’ de latitud y a 72º 30’ y En lo que sigue, analizaremos exclusivamente los aportes de José 75º 26’ de longitud (Weber, 1903); de todos modos es un loable esfuerzo de Acosta para el contexto de Perú, la obra de Antonio Ruiz de Montoya de determinación de coordenadas geográficas para la época (1618-1619). en relación a su conocimiento sobre Paraguay, la contribución de Juan Por otro lado, los jesuitas también analizan la historia antigua de los de Velasco en relación a su conocimiento de lo que hoy es Ecuador, la habitantes de aquellos pueblos, especialmente en América, intentando aportación de Juan Ignacio Molina para el caso de Chile y la obra de José explicar sus orígenes y su llegada a estos territorios, para la comprensión Gumilla para lo que actualmente es Venezuela. de las gentes en el Viejo Continente. Por otra parte, desde el punto de vista de la bibliografía de carácter científico, que manejaban los jesuitas en América, hoy sabemos que poseían numerosos textos de diversos autores que daban cuenta de en- foques propios de la física aristotélica que se difundían en el siglo XVII y obras relacionadas con la historia natural del siglo XVIII. Ello, además de los propios textos que sobre dichos tópicos escribían los jesuitas ora en Europa, ora en América. En Chile, por ejemplo, a manera de ilustración recuérdese que Hanisch (1963) menciona que los jesuitas en sus biblio- tecas, principalmente en la del Colegio Máximo de San Miguel, y otras, poseían por ejemplo, obras científicas escritas por sus propios hermanos. Entre éstas: el Tratado sobre los ocho libros de la física (1698), Disputas sobre los libros físicos de Aristóteles y sobre metafísica (2 vol. 1727, 1728), Disputas sobre seis libros de la Física de Aristóteles (1727), Física aristo- télica ilustrada con inventos curiosos de autores, de A. Saajosa, (s. f.), o el Tratado de los principios y las causas (s. f.). En dichos textos y en la mayoría de los que —para la época— po- dríamos denominar de corte científico, se observa una mayor apertura para acercarse a la física experimental y una oscilación entre los cánones tradicionales y los nuevos planteamientos aportados por tales textos. Lo precedente ilustra por una parte que “lo científico” del siglo XVII es equivalente al análisis de las ideas de la Física de Aristóteles sumado a los estudios de historia natural que principian a descollar notoriamente desde el siglo XVIII; y por otra, tales ejemplos dejan asentado que los jesuitas generan un modelo de descripción naturalista e historiográfico que se ha de mantener hasta mediados del siglo XIX, en el que la historia natural es un universo cognitivo muy amplio que cubre los referentes orgánicos, inorgánicos, sociales, antropológicos y étnicos, y que es abor- dado por los jesuitas justamente en todos aquellos ámbitos del saber; con lo cual, independientemente de que muchos autores no necesariamente

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jesuitas escriben sobre historia natural, el modelo abordado y difundido por los jesuitas en América pasa a ser constitutivo del paradigma típico de lo que se entenderá por historia natural. En lo que sigue, analizaremos exclusivamente los aportes de José de Acosta para el contexto de Perú, la obra de Antonio Ruiz de Montoya en relación a su conocimiento sobre Paraguay, la contribución de Juan de Velasco en relación a su conocimiento de lo que hoy es Ecuador, la aportación de Juan Ignacio Molina para el caso de Chile y la obra de José Gumilla para lo que actualmente es Venezuela.

67 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

68 José de Acosta: su estancia en el Perú y su visión de la naturaleza Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

JOSÉ DE ACOSTA Y SU ESTANCIA EN EL PERÚ

José de Acosta nace en 1540, en la Villa de Medina del Campo, pertene- ciente a la actual comunidad autónoma de Castilla y León, en España. De padres judíos, tiene tres hermanas y cinco hermanos, cuatro de los cuales ingresan a la Orden Jesuita. Hasta los doce años recibe su edu- cación elemental en el colegio de la Compañía de Jesús en Medina del Campo, y a finales de 1552 se incorpora al noviciado de la Compañía en Salamanca. De acuerdo a los datos aportados por fuentes biográficas, principalmente de los autores León Lopetegui (1942) y José Carracido (1899), desde temprana edad Acosta se destaca por su capacidad inte- lectual, por su elocuencia y sus dotes en la oratoria, siendo elogiado por sus maestros, quienes lo tienen por el fruto más preciado de la juventud jesuita de la localidad. Desde 1559 hasta 1567 cursa estudios de Filosofía, Sagradas Escrituras, Derecho Canónico y Teología en la Universidad de Alcalá de Henares, etapa en la que destaca su intensa aplicación a los estudios y certámenes y al desarrollo profundo de su formación intelectual y escolástica. Es ordenado sacerdote en el año 1566 y posteriormente, desde finales de 1567, enseña Teología en el Colegio de la Compañía de Jesús de Ocaña, constituyéndose en el primer catedrático que sirve dicha asignatura en Ocaña (Torres Saldamando, 1882). En este período se gesta con mayor fuerza su deseo de viajar a las Indias, deseo muy en sintonía con la ebullición misionera del siglo XVI producida tanto por el énfasis misionero característico de la Compañía de Jesús como por las oportunidades evangélicas que surgen con el descu- brimiento del Nuevo Mundo. Según su propio testimonio, este “deseo de Indias” se remonta a sus primeros años de estudio en Alcalá de Henares. A sus jóvenes 28 años Pío V le solicita encargarse de la cátedra de Teología

70 José de Acosta: su estancia en el Perú y su visión de la naturaleza

en Roma, la que rechaza debido a su intención de viajar a las Indias. Por ello, solicita en repetidas ocasiones a las autoridades de la Compañía ser enviado a estos nuevos territorios. Como muchos otros misioneros, su intención inicial es la de ser enviado a las Indias Orientales, en espe- cial debido a las auspiciosas noticias aportadas por Francisco Javier, en materia misional, primero de lugares como Goa, en la India, y luego de Japón (Lopetegui, 1942). Acosta viaja a Plasencia en 1569, a dictar sus lecciones en el colegio de la localidad, posición que mantiene hasta mediados de 1570, fecha en que recibe la resolución definitiva del general de la Compañía de Jesús, Francisco de Borja, en la que es designado para viajar al Virreinato del Perú. Esta decisión es muy relevante, por cuanto en este momento, y por la enorme cantidad de peticiones que los superiores recibían de interesados para ser enviados a misiones, las autoridades de la Orden examinaban cuidadosamente a los postulantes. Y para el caso del Virreinato del Perú, se elegía personalmente y con particular atención a aquellos que pudieran enviarse al mencionado lugar, debido a la demanda que para aquel lugar se tiene de hombres hábiles y letrados, capaces de afirmar de manera sólida los cimientos de las obras que se están iniciando. Así, José de Acosta es enviado a Lima, como lector y predicador. En el año 1571 viaja a Sevilla y luego a Sanlúcar. Finalmente desde este último puerto, se embarca con destino a Lima, pasando por las Islas Canarias, San Juan de Puerto Rico y Santo Domingo, para arribar final- mente a Lima el año 1572. Las particularidades de este viaje, referidas a la navegación y al clima, las recogerá posteriormente el propio Acosta en su Historia natural y moral de las Indias. En el Virreinato del Perú, a la llegada del padre Acosta, desde el punto de vista político, existe un gobierno en vías de estabilización administrativa que está emergiendo de las crisis de la época, mientras que desde el punto de vista social, hay un aumento regular de la población española, criolla y mestiza. En relación a la población indígena, uno de los principales defectos del proceso de evangelización del período radica en el descono- cimiento de las lenguas indígenas por parte de los misioneros que aquí laboran. Muchos de ellos predican a través de intérpretes; y justamente este es uno de los principales aspectos que Acosta va a cambiar, junto con un nuevo espíritu para cautelar la justicia, y que se materializará con las denuncias sobre los abusos a los que son sometidos los natura- les. Además, criticará la rápida administración de los sacramentos en la población como política de evangelización.

71 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

Desde la introducción de la Compañía de Jesús en América, obtenida a través de la licencia real decretada en 1566, inmediatamente una de las prioridades de la Orden pasa a ser el Virreinato del Perú como proyecto de trabajo misionero, entre otras razones por el peso administrativo de la región para trasladarse a otras regiones de la Corona, y además también porque ya existen otras congregaciones religiosas en tareas de evange- lización, con las cuales deben competir. Así, en 1567 arriba a Lima el primer destacamento de ocho jesuitas, dirigidos por el recién nombrado provincial de la Compañía de Jesús en Perú, Jerónimo Ruiz del Portillo. Desde su llegada se aprecian las características novedosas del modelo jesuita; esto es que junto a los sermones y los catecismos van estableciendo las bases de una enseñanza humanista, además de proceder a fundar un noviciado en el que comienzan a ingresar los primeros candidatos del Virreinato del Perú a la Compañía (Lopetegui, 1942). Los frutos de esta docencia, se aprecian más tarde, cuando se observa que esta enseñanza une el saber de los clásicos con los conocimientos propios de las culturas nativas. Por ello, muchos miembros de la orden pasan a enseñar lenguas clásicas, artes y teología, así como también lenguas nativas, como la cátedra de lengua indígena ocupada por el padre jesuita Alonso de Barzana en la Universidad de Lima (Lopetegui, 1942); todo lo cual, y unido a distintas iniciativas de los jesuitas que ya se perciben en el continente, contribuye a despertar un sentimiento de dignidad entre los jóvenes, y a desarrollar diversas investigaciones que dejen de manifiesto la originalidad del entorno natural del Nuevo Mundo y su historia. A su llegada a Lima, José de Acosta comienza inmediatamente a ejercitar distintas actividades sacerdotales, realizando predicaciones e inaugurando la cátedra de Teología en el Colegio de San Pablo, el Colegio de Lima y en la Universidad de Lima. El padre provincial de la Compañía le encomienda la visita de los principales colegios bajo su jurisdicción, con lo que visita el Colegio del Cuzco, el de Arequipa y el de La Paz, lu- gares donde realiza labores de predicación, durante los años de 1573 y 1574. Y para atender debidamente este cometido, se aboca al estudio de la lengua aimara, ya que:

al padre provincial habíale enseñado la experiencia que el efecto de las virtudes apostólicas multiplicábase notablemente entre los indios hablándoles en su propio idioma [...] Habiéndose apoderado [Acosta] de tan valioso recurso, viéronle incansable los limeños en el triple oficio de predicador, doctrinero y confesor (Carracido, 1899, p. 41).

72 José de Acosta: su estancia en el Perú y su visión de la naturaleza

Entre 1575 y 1576 Acosta escribe su obra De Procuranda Indorum Salute (Predicación del Evangelio en las Indias). En dicho texto, además de men- cionar cuestiones referentes a la evangelización, realiza una profunda defensa de las culturas del Nuevo Mundo para contrarrestar las ideas erróneas existentes en Europa sobre América y su gente, al tiempo que denuncia los abusos contra los naturales. Además, desde el punto de vista antropológico, clasifica los distintos pueblos americanos según su organización política y su predisposición hacia el pensamiento racional. Así, en un trozo de la prosa de su obra De Procuranda Indorum Salute, Acosta llama la atención sobre la necesidad de comprender los ritos y características culturales de los nativos del Perú para cautelar una ins- trucción peculiar para ellos:

Es un error vulgar tomar las Indias por un campo o aldea, y como todas se llaman con un nombre, así creer que son también de una condición [...] Y por ser las naciones de indios innumerables, y cada una con sus ritos propios, y necesitar ser instruida de modo distinto [...] he preferido ceñirme principalmente a los indios del Perú. Pues aunque llamamos indios todos los bárbaros que en nuestra edad han sido descubiertos [...] sin embargo no todos son iguales, sino que va mucho de indio a indio y hay unos que se aventajan mucho a los otros (Acosta, 1982, Proemio).

En enero de 1576, Acosta reemplaza al Padre Portillo como provincial del Perú, labor que lleva a cabo hasta 1581. Es una etapa difícil, puesto que Acosta por esta fecha está empeñado en construir colegios para la Compañía en las ciudades de Arequipa y Potosí, aprovechando algu- nos recursos tanto de particulares como de los cabildos de las mismas ciudades. Y ello es visto por el Virrey Francisco de Toledo, como algo administrativamente inapropiado. En este contexto el Virrey Toledo niega la autorización para dichas fundaciones e incluso decide demoler el Colegio de Arequipa. Finalmente las aguas se calman en 1581 cuando llega el nuevo Virrey Martín Henríquez. Dos años más tarde se le encomienda a Acosta la tarea de recopilar las conclusiones del III Concilio Limense sobre cuestiones de dogma y enseñanza de la fe. Su labor será dotar a quienes viven en la diócesis de catecismos y confesionarios compuestos en lengua castellana, quechua y aimara; tarea que se verá limitada por la falta de imprenta en la región. Por ello, consciente de la importancia de contar con una imprenta en

73 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

el Perú, Acosta realiza gestiones para que Antonio Ricardo, reconocido impresor, se traslade desde México con sus prensas hasta el Perú, esta- bleciéndose aquí con su imprenta en 1584. De este concilio surgen la Doctrina cristiana para la instrucción de los indios (Lima, 1584-1585), que incluye un confesionario para curas de indios, una doctrina cristiana por sermones y una doctrina para la instrucción de indios, y el Arte y vocabulario en la lengua general del Perú llamada quichua y en la lengua española (Lima, 1586). Con esto, Lima se convierte en la segunda ciudad, luego de México, en contar con una imprenta en el Nuevo Mundo, y la Doctrina cristiana para instrucción de los Indios, en el primer libro impreso en América del Sur. (Aleza Izquierdo, 1999). Acosta, como muchos otros jesuitas, va alternando sus obligaciones religiosas con el estudio del espacio que lo rodea, viajando y observando la naturaleza del Nuevo Mundo. Así, se interesa por la geografía y los fenómenos físicos de la región, así como también por la flora y la fauna. Pero no solo esto, sino que al discurrir sobre las gentes del Nuevo Mundo los reconoce como seres libres, poseedores de un conocimiento propio, del que dará cuenta en su obra. En este sentido, Acosta explica y razona desde una nueva ética del conquistador frente al conquistado, apelando a un comportamiento de interacción más justo y más humano hacia los nativos. El acopio de información sobre la naturaleza y los fenómenos físicos de América le sirve de base para escribir en 1584 su libro De Natura Novi Orbis (editado en 1589) y De Promulgatione Evangeli. El primero de estos le da fama internacional como el iniciador de los estudios geográ- ficos sobre el Nuevo Mundo. En 1586, inicia el género novelesco en el Perú, con su obra Peregrinación del H. Bartolomé Lorenzo antes de ser de la Compañía, donde relata las peripecias y aventuras del hermano en su peregrinación a las Indias Occidentales. Más tarde, Acosta viaja a la Nueva España, donde permanece por dos años, luego de lo cual vuelve a España y supervisa la edición de algunas de sus obras. En 1590 publica su obra magna: La historia natural y moral de las Indias, que le da fama tanto en el Nuevo como en el Viejo Mundo, como conocedor de los asuntos y de la realidad americana. Luego visita Roma, y para 1593 se ve envuelto en una polémica con los superiores de la Compañía, el Papa Clemente VIII y Felipe II; instancia en la que elije criticar aquellas actitudes que considera contrarias al espíritu de la Compañía, especialmente en la persona del prepósito general, Claudio Acquaviva. Con dicha opción, Acosta pierde el favor de un amplio sector de la Compañía y escribe su Memorial de apología o descargo en el que le

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explica su actuar al Papa, dando testimonio de los 17 años que pasó en las Indias Occidentales. En 1594 vuelve a España y a pesar de haber sufrido un descrédito continúa trabajando en sus obras. En 1597 es propuesto por otros jesuitas como rector para el Colegio de Salamanca y acepta, pero solo alcanza a estar dos años en el cargo, ya que la muerte lo sorprende en esa misma ciudad en el año 1600, a la edad de 60 años. Otras obras de José de Acosta son De Christo Rebelato Libri Novem y Temporibus Novissimis (ambas de 1590).

SU HISTORIA NATURAL Y LAS PRIMERAS NOCIONES CIENTÍFICAS EN EL PERÚ DEL SIGLO XVI

Los principales ejes científicos de Acosta, considerando el nivel cogniti- vo del siglo XVI que le toca vivir, radican en su esfuerzo por una mayor objetividad discursiva, en la descripción de referentes endógenos y/o de diversos locus geográficos, así como también en la cuidadosa descripción de los nativos. Su rigor científico se visualiza, además, en su incansable búsqueda para determinar las razones de la novedad y la extrañeza de los autores occidentales frente a la naturaleza del Nuevo Mundo y las problemáticas que la realización de dicha tarea acarrearía. Como él mismo lo señala en estos términos:

Mas hasta ahora no he visto autor que trate de declarar las causas y razón de tales novedades y extrañezas de naturaleza, ni que haga discurso e inquisición en esta parte; ni tampoco he topado libro, cuyo argumento sea los hechos e historia, de los mismos indios antiguos y naturales habitadores del nuevo orbe (Acosta, 1590, p. 9).

Para enfrentar este vacío explicativo sobre la naturaleza americana, Acosta plantea un enfoque metodológico novedoso para su tiempo: unir los preceptos de la filosofía clásica, pero la actualizándola con las categorías interpretativas más recientes de su tiempo, para abarcar así el mundo que no se conocía: el Nuevo Mundo. Para ello debe estar in situ, en persona y en contacto directo con los referentes que le intere- san. Por lo tanto, a través de sus viajes por el Virreinato del Perú, de sus descripciones sobre la naturaleza regional y de las características que presenta su prosa, comienza a materializar un corpus equivalente a una pre-ciencia, a desarrollar un conocimiento nuevo y desconocido hasta el

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momento en Europa, en que no teme —incluso desde su llegada al Nuevo Mundo— en confrontar y analizar, a la luz de la experiencia directa, los paradigmas científicos con los que había sido educado. Entre estos, el modelo aristotélico de interpretación de la realidad y la naturaleza: “En el crisol del Nuevo Mundo, vertió Acosta, con el debido respeto al gran Estagirita, las doctrinas del mismo, y de la prueba salieron diluidas al- gunas, purificadas no pocas, más firmes otras, y confirmadas la mayoría de ellas” (Furlong, 1952, p. 88). Lo precedente se revela en la prosa de Acosta, por ejemplo, cuando escribe a su llegada al puerto de Lima en 1572 acerca de las regiones que poetas y filósofos antiguos habían bautizado como “Tórrida” o “Quemadas” por los increíbles y terribles calores que las asolaban, y la sequedad de sus tierras que, sin aguas ni pastos, debían ser contrarias a la habitación humana:

Como había leído [...] estaba persuadido que cuando llegase a la Equi- noccial no había de poder sufrir el calor terrible: fue tan al revés que al mismo tiempo que la pasé sentí tal frío que algunas veces me salía al sol por abrigarme. Aquí yo confieso que me reí e hice donaire de los Meteoros de Aristóteles y de su Filosofía, viendo que en el lugar y en el tiempo que conforme a sus reglas había de arder todo y ser un fuego, yo y todos mis compañeros teníamos frío.” (Acosta, 1590, p. 109).

Esta noción es de particular relevancia en el pensamiento del padre Acosta, ya que al comentar los trabajos y obras que los antiguos hicieron sobre las actuales regiones del Nuevo Mundo —entre ellos Plinio, Platón, Séneca y el ya mencionado Aristóteles— llega a la conclusión, en el caso de este último, de que los errores en los que incurre son producto del desconoci- miento geográfico de la época y, a consecuencia de esto, de la aplicación de los parámetros racionales del mundo conocido al desconocido, o por descubrir. Acosta, por lo tanto, y al igual que otros jesuitas, entiende las limitaciones de los aforismos del Filósofo y no pretende que se impongan a los sentidos, a la experiencia o a la misma naturaleza, aunque mantiene una constante comunicación con el Estagirita, reconociendo cuando corresponde los aciertos de algunos de sus fundamentos y raciocinios. El autor de la Historia Natural y moral de las Indias personifica en su prosa y en su estilo argumentativo el estado de las disciplinas científicas a finales del siglo XVI; esto es, el paso de una ciencia meramente especu- lativa, enraizada en la metafísica, a una ciencia basada mayoritariamente

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en la física y en el desarrollo de un método de análisis cada vez más ex- perimental para su tiempo. Así, la obra natural de Acosta representa, tal como se observa en los ejemplos de su prosa, un esfuerzo por corroborar, a través de la observación de los fenómenos, nociones sobre el mundo físico heredadas de los modelos cognoscitivos tradicionales y llegar así a separar lo verdadero de lo falso, cuando corresponde, y arribar a ideas más ajustadas a la razón y la experiencia. Este esfuerzo se convierte en una característica tanto de la Compañía de Jesús como de los sacerdotes de la Orden que vienen a cumplir labores misioneras al Nuevo Mundo en este período (Furlong, 1953). Para investigar, intenta dejar de lado dentro de lo posible las exage- raciones de los exploradores y aventureros españoles, que mostraban especímenes fantásticos e irreales del Nuevo Mundo. Acosta, más bien, persigue construir el nuevo conocimiento de una manera activa, en presencia del referente o del observable que concita su interés del mo- mento. Así, por ejemplo, y a través de su interés lingüístico, nos descubre la existencia de los memoriales o quipus inventados en Perú para suplir la escritura y su importancia entre los naturales:

Los indios del Perú, antes de venir españoles, ningún género de es- critura tuvieron, ni por letras, ni por caracteres o cifras, o figurillas, como los de la China y los de México; mas no por eso conservaron menos la memoria de sus antiguallas, ni tuvieron menos su cuenta para todos los negocios de paz, y guerra y gobierno. Porque en la tradición de unos a otros fueron muy diligentes, y como cosa sagrada recibían y guardaban los mozos lo que sus mayores les referían, y con el mismo cuidado lo enseñaban a sus sucesores (Acosta, 1590, p. 410).

Estos memoriales eran preparados y mantenidos por los quipucamayos, a los que él se refiere como escribanos públicos de todos los registros que tenían los indígenas, amautas locales (hombres sabios del Perú) encargados de descifrar los quipus, los cuales Acosta (1590) caracteriza en estos términos: Son quipos unos memoriales o registros hechos de ramales, en que diversos nudos y diversos colores significan diversas cosas. Es increíble lo que en este modo alcanzaron, porque cuanto los libros pueden decir de historias, y leyes, y ceremonias y cuentas de negocios, todo eso suplen los quipos tan puntualmente que admiran (1590, p. 410).

77 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

También, y a través del análisis lingüístico de los vocablos indígenas, Acosta intenta discernir qué cosas relativas a su medio, a su geografía, a sus comidas, a sus costumbres y a sus valores tenían los naturales antes de la llegada de los españoles y qué cosas ya habían perdido de esa cos- movisión. Ello, es justamente uno de los pilares de los primeros estudios etnolingüísticos en el Nuevo Mundo. Lo anterior demuestra que se está ante la prosa de un autor que respeta y valora el conocimiento de los nativos, en tanto construcción social y acumulativa. El propio Acosta deja muy en claro uno de sus propósitos descriptivos, cuando señala que persigue:

deshacer la falsa opinión que comúnmente se tiene de ellos, como de gente bruta y bestial y sin entendimiento, o tan corto, que apenas merece ese nombre; del cual engaño se sigue hacerles muchos y muy notables agravios, sirviéndose de ellos poco menos que de animales y despreciando cualquier género de respeto que se les tenga (1590, p. 395).

En su Historia natural recoge los principales aspectos de la geografía física de América: los minerales, la flora y la fauna, los frutos nativos, fenómenos climáticos y los temblores, entre otros tópicos, complemen- tándolos luego con observaciones geofísicas sobre las variaciones de la declinación magnética, además de estudios sobre las mareas, los vientos alisios, las corrientes marinas y las interrelaciones entre los volcanes y los terremotos. Así por ejemplo en el capítulo XVII de esta obra, al comentar el uso del imán en las naves españolas y portuguesas, aborda las variaciones magnéticas en estos términos:

El hierro tocado y refregado con la parte de la piedra imán, que en su nacimiento mira al Sur, cobra virtud de mirar al contrario, que es el Norte, siempre y en todas partes: pero no en todas le mira por igual derecho. Hay ciertos puntos y climas donde puntualmente mira al Norte y se afija en él: en pasando de allí ladea un poco, o al Oriente o al Poniente, y tanto más cuanto se va más apartando de aquél clima (Acosta, 1590, p. 63).

La descripción que el autor hace de su entorno es, en algunos aspectos, similar a la prosa descriptiva de otros autores de la época; es decir, que da cuenta del referente o espécimen, comparándolo con otro relativa-

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mente similar o no del Viejo Continente. Pero Acosta es, además, capaz de describir a los especímenes vernáculos y sus características gracias a la experiencia que ha obtenido de sus numerosos viajes, por haber estado en presencia directa con los observables bióticos del Nuevo Mundo. La observación in situ del referente, ya se trate de un animal, una planta o de una costumbre de las gentes del Virreinato del Perú, es una de las características que aportan más rigor a la prosa de Acosta y que dejan más de manifiesto el “saber natural” del Nuevo Mundo. Esto se percibe cuando recurre al conocimiento de los naturales que lo rodean para dar cuenta de una interfaz de los nativos con el entorno o cuando debe explicar una costumbre desconocida para las gentes de Europa, como por ejemplo algunos modos de pescar que utilizaban los naturales, presenciados por Acosta y explicados en sus particularidades por “personas expertas” de la región; por ejemplo, para dar cuenta de uno de los modos de pesca utilizados en el Callao de Lima, Acosta relata que los indios hacen balsas de espadañas atadas, con las que se hacen a la mar llevando redes y cuerdas. Subidos en estas balsas llenan sus redes con peces, regresan a la orilla y salen con su balsa a cuestas, desarmándola para que se seque. Más adelante describe otro arte de pesca, utilizado en el Valle de Ica, y que consiste en sostener en el mar cueros o pellejos de lobos marinos hinchados, los que son soplados, a manera de pelotas de viento, para que se mantengan a flote. También da cuenta de otro utilizado en la provincia de los Charcas, donde los indios chiriguanas, hábiles nadadores, se sumergen en el Río Grande y con lanzas o arpones atraviesan a los peces, los que así heridos salen a la superficie para luego ser recolectados (Acosta, 1590). Dicha valoración del conocimiento natural de las gentes de las Indias Occidentales se observa también en el siguiente pasaje de Acosta:

He querido decir todo esto para declarar un efecto extraño que hace en ciertas tierras de Indias el aire o viento que corre, que es marearse los hombres con él, no menos, sino mucho más que en la mar. Algu- nos lo tienen por fábula, y otros dicen que es encarecimiento esto: yo diré lo que pasó por mí. Hay en el Perú una sierra altísima, que llaman Pariacaca; yo había oído decir esta mudanza que causaba, e iba preparado lo mejor que pude, conforme a los documentos que dan allá los que llaman Vaquianos o prácticos; y con toda mi preparación, cuando subí las escaleras, que llaman, que es lo más alto de aquella sierra, casi de súbito me dio una congoja tan mortal, que estuve con

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pensamientos de arrojarme de la cabalgadura en el suelo […] Y no es solamente aquel paso de la sierra Pariacaca el que hace este efecto, sino toda aquella cordillera, que corre a la larga más de quinientas leguas, y por donde quiera que se pase se siente aquella extraña des- templanza, aunque en unas partes más que en otras, y mucho más a los que suben de la costa de la mar a la sierra, que no en los que vuelven de la sierra a los llanos[…]” (1590, pp. 142-143).

No contentándose con dar cuenta de este fenómeno, intenta dar expli- cación racional del mismo, de la siguiente manera:

Que la causa de esta destemplanza y alteración tan extraña sea el viento o aire que allí reina, no hay duda ninguna, porque todo el re- medio (y lo es muy grande) que hallan es en taparse cuanto pueden oídos y narices y boca, y abrigarse de ropa especialmente el estómago. Porque el aire es tan sutil y penetrativo, que pasa las entrañas, y no solo los hombres sienten aquella congoja, pero también las bestias, que a veces se encalman, de suerte que no hay espuelas que basten a movellas (Acosta, 1590, p. 144).

Y más adelante agrega: “Sin duda es un género de frío aquél, tan penetra- tivo, que apaga el calor vital y corta su influencia, y, por ser juntamente sequísimo, no corrompe ni pudre los cuerpos muertos, porque la corrup- ción procede de calor y humedad” (Acosta, 1590, p. 146). Lo anterior, por tanto, nos permite apreciar la primera investigación en el Nuevo Mundo, en terreno y de forma presencial, del efecto de la altura en el organismo humano, conocida actualmente en la región como puna. Descripciones como esta, en las que el padre Acosta muestra su pasión por entender y explicar los diversos elementos encontrados en el Nuevo Mundo, y sus efectos en el cuerpo humano, le han valido un reconoci- miento no solo como naturalista, sino también como fisiólogo. A este respecto, el doctor español Alejandro San Martín y Satrústegui menciona:

[Los misioneros] siguieron la labor de los médicos del siglo XVI, reco- giendo noticias valiosas sobre enfermedades ignoradas, y remedios nuevos que hoy utiliza la ciencia con vivo reconocimiento. El que abrió con el mejor ejemplo esta vía de observación a los misioneros, fue el Padre Acosta, llamado con razón el Plinio del Nuevo Mundo, y

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que habiendo comenzado sus trabajos a fines del siglo XVI, los dio a conocer en los primeros años del siguiente. Su descripción del mal de montañas es un modelo de claridad, y a la fecha conserva el mismo valor científico que cuando fue redactada (1892, pp. 30-31).

Otra característica de las diagnosis del autor es dar a conocer el uso y el nombre propio que los naturales utilizan en su idioma para designar a tal o cual observable, como por ejemplo en el caso del cacao, que Acosta destaca así:

El cacao es una fruta menor que almendras, y más gruesa, la cual tostada no tiene mal sabor. Esta es tan preciada entre los indios, y aun entre los españoles, que es uno de los ricos y gruesos tratos de la Nueva España, porque como es fruta seca, guárdase sin dañarse largo tiempo [...] Sirve también de moneda, porque con cinco cacaos se compra una cosa, y con treinta otra, y con ciento otra, sin que haya contradicción; y usan dar de limosna estos cacaos a pobres que piden. El principal beneficio de este cacao es un brebaje que hacen, que llaman chocolate, que es cosa loca lo que en aquella tierra le precian […] Y en fin, es la bebida preciada, y con que convidan a los señores que vienen o pasan por su tierra los indios […] Este sobredicho chocolate dicen que hacen en diversas formas y temples, caliente, y fresco, y templado. Usan echarle especias y mucho chili; también le hacen en pasta, y dicen que es pectoral, y para el estómago y contra el catarro (1590, pp. 250-251).

Es interesante también la relación que hace el autor de la planta de la coca y los usos que le dan los naturales, pues al igual que en el caso del cacao, en Europa, había un imaginario que los asociaba a la superstición y la magia. En cambio, describe los efectos fisiológicos reales de quienes consumían estos referentes. Así, en relación a la coca, Acosta señala:

Los indios la precian sobremanera, y en tiempo de los reyes Incas no era lícito a los plebeyos usar la coca sin licencia del Inca o su goberna- dor. El uso es traerla en la boca y mascarla chupándola: no la tragan; dicen que les da gran esfuerzo y es singular regalo para ellos. Muchos hombres graves lo tienen por superstición, y cosa de pura imaginación. Yo, por decir verdad, no me persuado que sea pura imaginación; antes entiendo que en efecto obra fuerzas y aliento en los indios, porque

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se ven efectos que no se pueden atribuir a imaginación, como es con un puño de coca caminar doblando jornadas, sin comer a veces otra cosa, y otras semejantes obras. La salsa con que la comen es bien conforme al manjar, porque ella yo la he probado, y sabe a zumaque, y los indios la polvorean con ceniza de huesos quemados y molidos, o con cal, según otros dicen. A ellos les sabe bien, y dicen les hace provecho, y dan su dinero de buena gana por ella, y con ella rescatan, como si fuese moneda, cuanto quieren (1590, p. 252).

Al analizar la fauna del Nuevo Mundo, y tal como procede al estudiar otros aspectos de la realidad de las Indias Occidentales, el padre Acosta opta por una visión racional, en la que, como ya se ha dicho, intenta dar explicación a los fenómenos que encuentra, pero también esboza una visión marcada por la integración. Esto es, no aislar la parte del mundo recién descubierta de la ya conocida, tomándola como un sistema exclu- sivo e independiente; al contrario, estudia todas las posibles hipótesis para concluir con una visión integral del universo conocido, tanto desde una concepción teológica como de una concepción de pre-ciencia, o ciencia del siglo XVI. Así, al estudiar el hecho de que había muchas especies animales en el Nuevo Mundo que existían en Europa, pero que no habían sido introducidas por los españoles, Acosta inevitablemente intenta encontrar razón para ello:

No siendo verosímil que por mar pasasen a las Indias, pues pasar a nado el Océano es imposible, y embarcarlos consigo hombres es locura; síguese que por alguna parte donde el orbe se continua, y avecina el otro, hayan penetrado, y poco a poco poblado aquel mundo nuevo (Acosta, 1590, p. 278).

A la misma conclusión arriba al preguntarse de qué manera pudieron llegar a las Indias los primeros hombres, concluyendo que debieron pa- sar desde Europa, África o Asia, no deteniéndose aquí, sino que además dando razones para explicitar cómo lo hicieron. Descartando la posibi- lidad de que hubieran pasado haciendo uso de navíos e instrumentos de navegación semejantes a los usados por navegantes portugueses, el padre Acosta determina que es más conforme a la razón de que los primeros pobladores de las Indias hayan venido por tierra, diciendo: Este discurso es para mi gran conjetura, para pensar que el Nuevo Orbe, que llamamos Indias, no está del todo dividido y apartado del otro orbe. Y por decir mi opinión, que la una tierra y la otra en alguna

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parte se juntan y continúan, o a lo menos se avecinan y allegan mucho. Hasta ahora a lo menos no hay certidumbre de lo contrario (1590, p. 71).

Lo anterior corresponde en rigor a la primera teoría del poblamiento americano, lo que no sorprende tanto por la sapiencia de Acosta, sino por las razones con las cuales logra insertar su teoría en el orden natu- ral y en su fe, pues en todo momento se vale de las escrituras para dar razón de sus observaciones y raciocinios. Es un cuidadoso esquema de intersección de razón y fe. Su estilo literario se caracteriza por establecer una comunicación con los autores griegos clásicos, como Pitágoras o el ya mencionado Estagirita, en temas de física y geografía; especialmente en aquellos tópicos relacionados con estudios topográficos y constitución de los suelos, rechazando, a través de sus viajes e investigaciones, una serie de mitos que el mundo occidental tenía sobre los habitantes y acerca de la naturaleza de América, como la supuesta relación de esta con los habi- tantes de la Atlántida o la degeneración de sus gentes por su condición de antípodas (gente diametralmente opuesta y completamente diferente a la conocida hasta el momento, es decir, a la del Viejo Mundo). Y otros, como la idea de que todos eran antropófagos, la existencia de hombres perros, hombres de orejas gigantes y licántropos, tal como lo señala el autor Rojas Mix (1992) en su obra. Junto con esto, analiza igualmente los imaginarios colectivos de los mitos de las ciudades bíblicas de Tarsis y Ofir y su eventual relación con las regiones del Nuevo Mundo y el origen de sus pobladores, en particular en el Virreinato del Perú. (Rivara de Tuesta, 2006). A través de su estudio y del comentario de diversas ideas, Acosta intenta terminar definitiva- mente con estas tendencias de apoyarse en la mitología y en la prosa matizada de fantasía; apuntando con sus descripciones y observaciones a la creación de un ideario más realista del entorno del Nuevo Mundo, cuya exhuberancia llene la imaginación de las generaciones por venir, pero alejada de los mitos. Este afán intelectual de dejar atrás los mitos regionales, o las grandes fábulas americanas, tendrá su colofón mucho más tarde en la persona de Alexander Humboldt, quien, ya con los recur- sos y los métodos experimentales del siglo XIX, pondrá fin a la leyenda de El Dorado, luego de desecar la laguna Guatavita, en el actual Bogotá. Por otro lado, volviendo a Acosta, otra característica de su prosa, como ya se ha destacado, es la descripción de referentes orgánicos, inorgánicos o de situaciones que parten de su propia experiencia personal con el

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observable; v. gr., en el libro IV de su Historia natural, dando cuenta de la extracción de oro en los virreinatos de Nueva España y en el del Perú, señala: “Sacase el oro en aquellas partes en tres maneras; yo a lo menos, de estas tres maneras lo he visto. Por que se haya oro en pepita, y oro en polvo, y oro en piedra” (Acosta, 1590, p. 201).

HACIA UNA CONCLUSIÓN SOBRE EL TRABAJO DE ACOSTA

La obra de Acosta es tan amplia como sus conocimientos, y es por eso que a ratos se nos revela como naturalista, filósofo, poeta, teólogo, evangeli- zador, lingüista e historiador; cuyos tópicos son abordados partiendo de sus dotes naturales, su formación intelectual y su motivación orientada al amor por el conocer y el entender. Su interés por dar respuesta a las interrogantes que presentaron los descubrimientos geográficos del siglo XVI se une en su obra a un conjunto de manifestaciones en las que el autor, sin saberlo, actúa como pionero. El principal aporte de José de Acosta al desarrollo de una preciencia en el Nuevo Mundo, y que se mantiene hasta nuestros días, es su capa- cidad, por un lado, para elevarse por sobre la novedad pasajera de las nuevas especies, territorios y pueblos que presenta el descubrimiento de las llamadas Indias Occidentales, e intentar entregar, como se men- cionó anteriormente, una explicación racional e integradora de todo el orden físico universal existente de los mismos; y, por el otro, para unir la formación clásica europea del Viejo Mundo con el saber natural del Nuevo, ampliando las bases cognoscitivas de la época, con lo que valida y preserva la riqueza cultural de todo un continente. Como el mismo autor escribe al principio de su Historia natural, su intención no es la de dar noticia de las cosas nuevas y extrañas que en el Nuevo Mundo se encuentran, como ya habían hecho tantos autores, sino la de suplir las deficiencias de aquellos que omitían las causas y razones de tales novedades por ser extrañas a los preceptos de la filosofía que en ese momento se enseñaba. Asimismo, no podemos dudar que la visión integral de José de Acosta proviene de su anchurosa formación como jesuita y de su amor a Dios, pues al analizar las características del territorio y de las gentes del Vi- rreinato del Perú y de su flora y fauna, al darlas a conocer a las gentes de Europa y justificar su existencia en sí mismas, está celebrando la

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obra de su creador. Con razón, muchos de los científicos y naturalistas de los siglos XVII, XVIII y hasta el XIX, reconocen la importancia del conocimiento de la realidad del entorno americano en las obras de José de Acosta, o lo ven como un referente a emular; v. gr., Ruiz y Pavón en el siglo XVIII en trabajos tales como Flora Peruviana et Produmus (1794) y Flora Peruvianis (1798) designan a una planta de las montañas de Hua- nuco Acosta aculeata, mientras que otros botánicos, como Scopoli, de Candolle y Joseph Holub, designan plantas del género centaurea con el sinonímico Acosta, entre ellas, Acosta kartschiana, Acosta sublanata y Acosta maculosa. En el siglo XIX, Humboldt reconoce que gran parte de su interés personal por la historia natural se debió a las lecturas de los trabajos del mencionado jesuita, particularmente su Historia natural, tal como lo deja de manifiesto en su obra Cosmos, en estos términos: “El fundamento de lo que hoy llamamos física del globo, prescindiendo de las consideraciones matemáticas, se halla en la Historia natural y moral de las Indias, del jesuita José de Acosta” (Von Humboldt, 1852, p. 326). Asimismo, Humboldt destaca en otro momento cómo Acosta es un verdadero adelantado en relación a un conocimiento más directo y amplio sobre los fenómenos climáticos, los temblores y las variaciones magnéticas de las regiones del Nuevo Mundo (1852). Además de lo precedente, otro de los aspectos relevantes de la obra de Acosta, en su condición de hombre sabio de su tiempo y en un pe- ríodo en que la ciencia en Europa estaba dejando el vuelo filosófico de los enfoques puramente teóricos para trocarse luego en el siglo XVII en scientia, esto es, en una episteme con apoyo empírico, es el hecho de que actúa como uno de los primeros estudiosos del Nuevo Mundo que atisba la unidad del mundo físico con el universo orgánico, como un gran todo unitario; v. gr., en un momento de su prosa Acosta señala:

Los metales son como plantas encubiertas en las entrañas de la tierra […] pues se ven también sus ramos y como troncos de donde salen, que son las vetas mayores y menores. Así también podemos decir que las plantas son como animales fijos en un lugar […] Más los animales exceden a las plantas, que como tienen ser más perfecto, tienen ne- cesidad también de alimento más perfecto: y para buscarle, les dio movimiento la naturaleza, y para conocerle y descubrirle, sentido. De suerte que la tierra estéril y ruda es como materia y alimento de los

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metales. La tierra fértil y de más sazón es materia y alimento de las plantas. Las mismas plantas son alimento de animales. Y las plantas y animales alimento de hombres, sirviendo siempre la naturaleza infe- rior para sustento de la superior y la menos perfecta subordinándose a la más perfecta (1590, pp. 193-194).

Así, Acosta plantea la visión de un Nuevo Mundo que participa del cos- mos integral, unido en armonía con el Viejo Continente a través de sus componentes abióticos, bióticos y sociales; idea que más tarde cerrará Humboldt, con su redescubrimiento científico de América.

86 Antonio Ruiz de Montoya y el corpus físico y social del Paraguay Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

ANTONIO RUIZ DE MONTOYA Y EL CORPUS FÍSICO Y SOCIAL DEL PARAGUAY

Antonio Ruiz de Montoya nace en Lima, Perú, en 1585, hijo único de Don Cristóbal Ruiz de Montoya y Doña Ana Vargas. Sus primeros estudios los realiza con tutores en su hogar contratados por su padre, tal como destaca Francisco Jarque: “[…] para enseñarle a leer y escribir y los rudimentos de la doctrina cristiana; ya le tenía asalariado en casa maestro docto y de buenas costumbres” (1900a, p. 61). Su madre fallece cuando Antonio cumple cinco años y a partir de este suceso su padre se hace cargo de su educación y buscando un mejor ambiente para ambos intenta regresar con él a España. Finalmente arriban a Panamá, pero Antonio sufre aquí una enfermedad y deciden volver a Lima. El padre de Antonio fallece en 1593, no sin antes decretar que el menor continuara sus estudios ingresando al Real Colegio de San Martín, entidad dirigida por los jesuitas. En este tiempo recibe los Ejercicios espirituales y comienza a despertarse en él un interés espiritual. Sin embargo, y tal como destaca Jarque (1900a), quizás por la au- sencia de sus padres, estos deseos se disipan y Antonio, ya durante sus años de juventud, lleva una vida licenciosa y centrada nada más que en diversiones y aventuras:

Al ocio siguió el tedio; a los ejercicios espirituales, la aversión al estado religioso, el olvido de Dios […] ánsias de vivir independiente, señor absoluto de sus acciones y hacienda, comenzó a obras como tal, halajando su casa con rico menaje, escritorios curiosos, sillas, bufetes, servicio de plata, costosas tapicerías, asalariando criados, previniendo caballos y galas (pp. 82-83).

88 Antonio Ruiz de Montoya y el corpus físico y social del Paraguay

A la manera de los mozos de su tiempo, e igual que hiciera Ignacio de Loyola en su juventud, recorre las calles de la ciudad armado, buscando peligros y emociones. Con lo anterior, Ruiz de Montoya da muestras de una actitud significativa del tiempo que le toca vivir: esto es, ligado a los ideales cortesanos que todavía imperan en la época; pero a diferencia de las costumbres caballerescas de los siglos anteriores, caracterizados por las chansons de geste, el amor cortés y la disciplina; ahora en las últimas del siglo XVI, los jóvenes más eruditos, y Montoya en especial, se perciben a sí mismos más ligados a la galantería y a la gallardía, que a los valores caballerescos de los siglos anteriores. En su diario vivir, Antonio comienza a experimentar una serie de desolaciones que lo dejan confundido y lo hacen cuestionar el camino que está siguiendo, tal como ya lo ha destacado Francisco Jarque (1900a): “Experimentaba á despecho suyo que todos sus gustos tenían alegres entradas y tristes salidas, los principios dulces y los dejos amargos” (pp. 86-87). Justamente en este ámbito, esto es, en el de un giro hacia lo espi- ritual, resulta interesante destacar que en el origen de la obra de Ignacio de Loyola, Los ejercicios espirituales, se observa el examen que realiza este autor al comparar las desolaciones que experimenta con las cosas del mundo material, frente a las consolaciones que le trae aparejado lo espiritual (Loyola, 1992). Su estilo de vida licencioso, finalmente, le consume la herencia paterna e incluso lo lleva a la cárcel y le merecen condena de destierro (Rouillon Arróspide, 1997). Antonio aprovecha estas experiencias para encauzarse por otro camino: a los 19 años prueba la vida militar, con la idea de prestar sus servicios a algún noble y viajar a Chile, para ayudar en la guerra contra los araucanos. Luego, muda su destino por el de Panamá, pero debido a los consejos de gente cercana Antonio recapacita y decide acercarse nuevamente a la vida espiritual. Es esta una fase de mayor disciplina, de reflexión y misticismo, ca- racterísticas que lo acompañarán durante todo su derrotero y que, hasta cierto punto, emulan las fases de crecimiento espiritual del mismo fun- dador de la Compañía de Jesús, tal como destaca Jarque (1900a): “Hizo firmísima resolución de mudar la vida y el estado, y soldar sus quiebras con penitencias rigurosas y largas horas cada día de atenta y fervorosa oración” (pp. 124-125). Regresa al Colegio de San Martín de la Compañía en 1605, y vuelve a realizar los ejercicios espirituales. Es interesante la descripción que en este hito histórico se hace de un establecimiento jesuita típico en América:

89 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

“Antes de tomar la beca (Antonio) quiso ver el orden y distribución del tiempo con que en él se vive, y las ayudas de costa que en la caridad y cuidado de aquellos, verdaderos Padres y pedagogos, gozan los que á su sombra viven; el honrado tratamiento que se les hace, la policía que se les enseña, las ayudas de costa para la ciencia y virtud y las comodidades para la vida humana […] parecióle haber entrado en un paraíso” (Jarque, 1900a).

Ingresa posteriormente al Seminario de San Martín y completa estudios de letras, gramática y retórica. En 1606, Ruiz de Montoya ingresa al noviciado de Compañía en Lima; instancia educacional donde afloran sus ansias misioneras, especialmente su intención de viajar en labor misional a las reducciones jesuitas del Paraguay. Son los años en que se dedica a realizar distintas labores de penitencia y tareas en ayuda de los necesitados; al mismo tiempo, comienza su interés por evangelizar, especialmente en los territorios de la provincia del Paraguay. Así, se embarca en el puerto de El Callao y llega al Reino de Chile, desde donde pasa a Tucumán. En Córdoba, en la universidad de la Compañía de Jesús, Antonio termina su noviciado (Rouillon Arróspide, 2001). En 1608 realiza sus votos sacerdotales e ingresa a estudiar el curso de Artes y en Santiago del Estero, Argentina, Monseñor Fernando Trejo y Sanabria lo ordena sacerdote en el mes de Febrero. Poco después es destinado a las misiones del Guayrá, debiendo viajar a Tucumán para cumplir sus funciones junto a otros padres de la Compañía. Estando en el puerto de Macarayú, se aboca completamente al estudio de la lengua guaraní, a través del contacto que logra con los naturales de la región: “Recibiéronme los indios de este pueblo con mucho amor; quedéme al- gunos días en él administrándoles los Sacramentos, y con el uso continuo de hablar y oir la lengua, vine á alcanzar facilidad en ella” (Jarque, 1900a). Esto es muy relevante pues el hecho de interactuar directamente con los nativos y llegar a dominar su lengua es un elemento común a la labor de los jesuitas que visitan el Nuevo Mundo, como ya hemos destacado: unen su labor misional y evangélica con el estudio de las características sociales y culturales de lo que los rodea y para ello es fundamental co- nocer el idioma de la región. Invadido por un espíritu aventurero y por su deseo evangelizador, continúa con sus viajes, los cuales despiertan en él la sensibilidad científica, haciendo variadas anotaciones geográficas y con respecto a la flora y fauna de todos los lugares que visita. En estos viajes por las

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provincias de Guayrá, que incluyen parte del actual Paraguay, del Brasil y del litoral argentino, en lo personal, experimenta la austeridad y los riesgos de la vida en la selva, al recorrer grandes tramos a pie y en canoa. Empero, al arribar a la primera misión se siente contento y esta travesía la interpreta como la continuación de un sueño que habría tenido en sus primeros años de su formación religiosa, donde se percibía inserto en una lucha de ángeles contra demonios protegiendo a nativos (Rouillón Arróspide, 1997). En otro plano, se percata de las injusticias a las que eran sometidos los nativos, comprometiéndose a sí mismo, desde este momento, para actuar como un agente social y religioso, dedicado a la defensa de los aborígenes. Ruiz de Montoya llega a la “reducción” de Nuestra Señora de Loreto; esto es, un universo de pequeños poblados construidos en torno a una iglesia en el que se intenta inducir a la vida cristiana a los indígenas, a través de la doctrina, del bautizo y de la enseñanza de costumbres que se creía serían de provecho para ellos. Aquí, Ruiz de Montoya se dedica a visitar enfermos y trabajar la tierra, así como también a compartir con los naturales; lo que Jarque (1900a) destaca en estos términos: “[…] dán- doles lección para cortar sus vestidos, fabricar sus chozas y beneficiar sus campos” (p. 234). Por este tiempo se siente intrigado por la lengua guaraní y decide adentrarse en el dialecto y en la cultura de los nativos, analizando los orígenes de su lengua y abocándose de manera sistemática al estudio lingüístico. Todo lo cual era muy complicado por las dificultades de vivir en la selva y la carencia de comodidades mínimas. La misma ruta que habrá de recorrer muchas veces, lo lleva a navegar hasta Mbaracayú para seguir luego a pie, por pantanos, caminos y ríos peligrosos, sorteando las inundaciones para continuar otra vez la navegación y siempre haciendo anotaciones sobre la flora y la fauna de la región. En este contexto, su práctica de la lengua guaraní aflora con naturalidad, incrementando su interacción social y étnica. El dominio de esta nueva lengua cumple una doble función para sus propósitos: primero, le permite satisfacer su sed de conocimientos y realizar un aporte al estudio de las lenguas y la naturaleza del Nuevo Mundo, pero al mismo tiempo le facilita su función evangelizadora y sus labores de apoyo a los naturales de la región. Junto a otros jesuitas, Ruiz de Montoya se dedica a enseñarles distintos oficios a los indígenas de la reducción, entre ellos los elementos básicos para construir viviendas, orfebrería y música. Al mismo tiempo, debe hacer frente a diversos grupos de españoles y portugueses que invaden la región con la intención de obtener esclavos para sus haciendas.

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Hacia mediados de 1620, Ruiz de Montoya tiene muy avanzado su estu- dio lingüístico: Tesoro de la lengua guaraní, que solo ve la luz pública en 1639, en Madrid. Durante la década de 1620, continúa con sus otras formas de trabajo pastoral y antropológico, fundando trece nuevas re- ducciones, abriendo espacios en la selva y cautelando el bienestar de los nativos. En las reducciones, contribuye a la creación de iglesias y escuelas, transformando a los naturales en cristianos más apacibles, al mismo tiempo que se va ganando la confianza de sus caciques; así, las nuevas poblaciones se van organizando en torno a las iglesias y los indígenas trabajan armónicamente en los campos quitados a los bosques nativos. Todo ello, sin dejar de lado sus apuntamientos sobre nuevos hallazgos e impresiones sobre los nativos, su vida nómade, su medio natural y so- cial. En cuanto a este último plano, es muy relevante la descripción que realiza de las costumbres de los nativos, en especial de algunos casos de antropofagia que le toca observar, hechos que enfrenta con naturalidad, de manera muy distinta a la mirada europeizante, pero con la convicción de que ello será dejado de lado, más tarde en las reducciones, en virtud de la evangelización, la educación y el entrenamiento de las tareas específicas. Por esta época, viaja a Buenos Aires para reunirse con el provincial de la Compañía de Jesús para la región del Paraguay, padre Pedro de Oñate, al cual le comunica todos los avances y sucesos que han acontecido en las reducciones. Debe afrontar, además, un brote de viruela que asola la región y que provoca la muerte de muchos de los indígenas a su cargo (Jarque, 1900b, pp. 9 y ss.). En Buenos Aires es nombrado superior de las reducciones del Paraguay por el Provincial de la Compañía y entre finales de la década de 1620 y principios de 1630 visita diversas provincias de la región en su misión evangelizadora, entre ellas Ibitirembeta, Tucutí, Nuatingui, Tayatí, Ta- yaoba y Guarayrú. Ruiz de Montoya aprovecha estos periplos para fundar nuevas reducciones: la de San Miguel en Ibiteruna y la de San Antonio en Ibitecoy; luego, en 1628, la de José y María, que posteriormente es trasladada a la ribera del río Ivaí. Sin embargo, continúan sus enfrenta- mientos con bandeirantes brasileños y tratantes de esclavos españoles, que aprovechan el estilo de vida pacífico de las reducciones para captu- rar a los naturales que allí habitan. Ruiz de Montoya también es testigo de las llamadas malocas, o incursiones realizadas por los mamalucos (aborígenes tupíes al servicio de españoles o portugueses) para apresar indígenas guaraníes en las reducciones o sus alrededores (Jarque, 1900b).

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Con el pasar de los años las invasiones de los esclavistas se tornan tan violentas que Ruiz de Montoya, junto al resto de los jesuitas, debe orga- nizar una retirada masiva de las reducciones del Guayrá, para dirigirse junto a miles de naturales a territorio más seguro. Posteriormente, en 1636, vuelve a ser elegido superior de las reducciones del Paraná, Uru- guay y Tape. En esta condición, Montoya viaja a Madrid en 1637, donde solicita ante el Consejo de Indias la libertad de los nativos que habían sido esclavizados por tratantes de esclavos del Brasil. Aquí afloran sus rasgos diplomáticos y de máxima sociabilidad para moverse en la Corte Española, interactuando con unos para informarlos de la realidad gua- raní, convenciendo a otros, y demandando ser recibido por el rey, para solicitarle reafirme las leyes y bulas que prohíben la esclavitud de los indígenas. Además, aprovecha de explicarle la conveniencia de que los nativos guaraníes puedan portar armas para defenderse de los cazadores de esclavos (Jarque, 1900c). Producto de su labor, se dictan una serie de cédulas reales que ordenan la liberación de los naturales cautivos y el fin de las encomiendas o servicio personal. En 1640 se publican nuevamente en Madrid las obras: Catecismo de la lengua guaraní, editada por Diego Díaz de la Carrera, y su Arte y vocabulario de la lengua guaraní, editada por Juan Sánchez. El primero de estos textos recoge de manera bilingüe los principales elementos para la enseñanza de la doctrina cristiana a los naturales de la Provincia del Paraguay, en idioma español y guaraní. Con este trabajo, como el mismo autor lo menciona, intenta ayudar a aquellos que tienen la obligación misional de enseñar la doctrina cristiana en las tierras donde se habla el idioma guaraní. Dicha obra incluye los principales rezos, mandamientos, obligaciones y elementos de las liturgias y de las celebraciones cristianas; esto, en forma de preguntas por parte del sacerdote y de respuestas por parte de quien recibe el catecismo (Montoya, 1876c). Por su parte, el Arte y vocabulario de la lengua guaraní consiste en una gramática y un diccionario de la lengua guaraní, que hasta ese mo- mento era un dialecto escasamente conocido en todas sus variaciones y distinciones lingüísticas. Al respecto, el padre provincial de la Orden de la época, Pedro de Oñate, señala que dicho texto es el resultado de los dones que la divinidad le ha proporcionado a Ruiz de Montoya: “El Padre Antonio ha hecho un arte y vocabulario en la lengua guaraní, y según me escriben los padres parece que nuestro Señor le ha comunicado don de lenguas, según es la facilidad, brevedad y excelencia con que la habla” (Cartas Anuas de la Provincia del Paraguay, Chile y Tucumán de la Compañía de Jesús [1615-1637], 1929, p. 97).

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Todos estos estudios, tales como el Tesoro de la lengua guaraní, el Catecismo de la lengua guaraní y el Arte y vocabulario de la lengua guaraní, permiten comprender las distintas variaciones y dialectos de esta lengua nativa. Tales obras son el resultado de todo lo que ha conocido en su contacto directo con los nativos y en sus viajes por la zona y de su contacto con naturales versados en ella: “[…] lo mucho que le había costado el componerlos, casi todo el tiempo que asistió en las reducciones desentrañando la lengua Guaraní, averiguando la propiedad de cada vocablo con la perfección que saben los eruditos y versados en ella” (Jarque, 1900d, p. 43). Con dicha producción bibliográfica, Ruiz de Montoya se constituye en uno de los primeros etnógrafos del Paraguay y compilador de la cultura guaraní. Encontrándose en Madrid se dedica a diversas labores espirituales, al tiempo que aprovecha para trasmitir su experiencia en el trato con los naturales a los sacerdotes que se preparan para viajar a las Indias Occidentales. Posteriormente viaja a Lima, donde desempeña actividades de apoyo espiritual y de enseñanza en el colegio de la Com- pañía; aprovecha además de completar su tratado Silex del divino amor, obra de misticismo que refleja lo que ha experimentado interiormente durante sus años de misión. La muerte lo sorprende el 11 de abril de 1652, en el Colegio de San Pablo de Lima. En este contexto, su práctica de la lengua guaraní cumple una doble función para sus propósitos: primero, le permite satisfacer su sed de cono- cimientos y realizar un aporte al estudio de las lenguas y la naturaleza del Nuevo Mundo, pero al mismo tiempo le facilita la función evangelizadora.

LA MIRADA ÉTNICA, ANTROPOLÓGICA Y SOCIAL

Los distintos viajes que Ruiz de Montoya realiza fundando reducciones por la provincia del Guayrá le permiten apreciar la realidad de su entorno y comunicarlo con un énfasis en lo social. Así, gran parte de su trabajo misionero se centra en lograr una mejora en la situación de desprotec- ción en la que se encuentran muchas tribus indígenas, a través de la evangelización y la enseñanza: “Mi pretensión es poner paz entre los Españoles, y Indios, cosa tan difícil […] Incítame a procurarla la caridad Cristiana, el desamparo total de los Indios, el ejemplo de mis pasados que los conquistaron, y dejaron ejemplos raros que imitar” (Montoya, 1639, p. 1). A través de estas explicaciones logra observar variaciones entre las

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distintas tribus aborígenes que habitan la provincia, ya sea por las dife- rencias en su lenguaje, sus costumbres o su disposición a la belicosidad; impresiones que va transmitiendo en su Conquista espiritual. Así, por ejemplo, Ruiz de Montoya une su conocimiento lingüístico con el saber antropológico que ha adquirido sobre las costumbres de los naturales de la región, para lograr una mejor evangelización o para establecer relaciones de amistad con distintas tribus; esto, con el pro- pósito de pacificarlas y así ganarlas a su causa. Por ejemplo, al reunirse con un cacique de gran fama: “Salióle á recibir con toda humanidad el Padre Antonio, llevólo á su cuartel, dióle el primer asiento, convidólo á refrescar y hablóle en su lengua con tanta propiedad, que el indio quedó admirado” (Jarque, 1900b, p. 57). Esto último es de particular importancia, puesto que una de las prin- cipales estrategias del autor de la Conquista espiritual para convertir a los naturales es, precisamente, comenzar el trabajo generando lazos con aquellos jefes, caciques o hechiceros que por su nobleza, valentía o conocimiento del medio natural son obedecidos por el resto de la tribu. De esta forma, el misionero jesuita consigue motivar a nuevas colecti- vidades de nativos para alterar el estilo de vida disgregado de muchos de ellos y para que estos se sumen a la vida de la reducción, dejando de lado algunas de sus costumbres; entre ellas la poligamia, la idolatría y el canibalismo (Montoya, 1639). Asimismo, al distinguir y diferenciar los distintos dialectos que se hablan en la zona en que se encuentra, Ruiz de Montoya utiliza distintos acercamientos para lograr comunicarse y ganarse su confianza, y que van más allá del intercambio de regalos o presentes; v. gr.: “Lo primero que hice habiendo llegado á estos pueblos gentiles [habitados por los Guañañas] fue buscar un indio de lengua Guaraní, que entendiese la desta nación…” (Jarque, 1900b, p. 254). De esta manera, el autor de la Conquista espiritual genera mecanismos de inclusión que contemplan elementos sociales, culturales y lingüísticos del entorno que lo rodea. En virtud de su fuerte interés por el entorno natural, Ruiz de Montoya siente la necesidad de integrar el conocimiento de los nativos al saber oficial, o al menos, al esquema cognitivo europeo caracterizado por el racionalismo de fines del siglo XVI y prácticamente de todo el siglo XVII. Con ello se percata de que el fenómeno del traspaso cultural no es una transferencia unilateral, ni un mero calco de una cultura superior a otra inferior; sino que más bien corresponde a una relación de bilateralidad que produce beneficios para ambos sujetos: el europeo que lo estudia y

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su referente o nativo; acción-operación que luego se traduce en un nuevo conocimiento que pasa a ser internalizado, y que posibilita nuevos posi- bles interpretativos tanto en el europeo que recibe el nuevo saber cómo en el nativo americano que lo entrega. Ello, porque la comprensión del aborigen y de su entorno sumado a las categorías vernáculas, permite una descripción más adecuada y real de lo antropológico americano y del entorno social y natural de los sujetos oriundos de América. De esta manera, Ruiz de Montoya va generando un primer acerca- miento para dejar atrás la violencia y supuesta superioridad del proceso epistémico europeo, que en este hito evolutivo de los siglos XVI y XVII se caracteriza por un desconocimiento del otro. Como destaca John O’Malley:

Aunque estos esfuerzos [la enseñanza de catecismo en la lengua ver- nácula de la región y la admisión en las escuelas de niños indígenas en las clases junto con los hijos de padres europeos] huelen a paternalismo y a un sentido descarriado de la superioridad cultural europea, con todos sus males inherentes, los jesuitas no se dedicaban a ellos sin cierto sentido de la reciprocidad e intercambio cultural y contrastan con las actitudes y prácticas de otros muchos europeos (1995, p. 105).

Y justamente los trabajos teóricos de Ruiz de Montoya, en la práctica, persiguen insertar esta alteridad, lo americano, lo vernáculo. Es esta mis- ma labor apostólica, unida a sus concepciones sociales y precientíficas, las que posteriormente le dan el título de “nuevo Javier de Occidente”, aludiendo a la productiva labor misional que Francisco Javier realiza en tierras orientales. La importancia y los alcances de la obra de Ruiz de Montoya para la comprensión de lo identitario de la cultura guaraní y de lo americano en general ha sido destacado por diversos autores. Nila López, por ejemplo, lo destaca en estos términos:

Montoya logró contextualizar social y culturalmente las palabras del guaraní, reflejando la cosmovisión de los que hablaban y se comuni- caban en esta lengua. La ortografía que él propuso determinó durante siglos el modo de escribir el guaraní, perfeccionando el sistema que ya fuera usado en los primeros escritos y en algunas copias manuscritas de la época. Así, las letras ayudaban a la pronunciación y permitían la reproducción de las propiedades fonéticas de la lengua (1999).

96 Antonio Ruiz de Montoya y el corpus físico y social del Paraguay

Por su parte, Rouillon Arróspide señala que

Ruiz de Montoya se nos revela como minucioso investigador de insectos y flores y va más allá de lo que le permite la mirada inqui- sitiva, atendiendo al comportamiento de animales de toda especie transformándose en un precursor de la etología animal (citado en Montoya, 1991, p. LXVII).

En cuanto a sus obras, se ha mencionado también que

fruto de la labor filológica de los misioneros jesuitas, han quedado algunas gramáticas de la lengua guaraní de esa época, entre las que destaca el Arte de la lengua guaraní, del padre Antonio Ruiz de Montoya […] que se constituyó en manual de aprendizaje básico de la lengua para los religiosos europeos que vendrían a realizar su tarea de cristianización (Palacios, 1999, p. 11).

Dichos aspectos constituyen elementos de identidad que perduran hasta el día de hoy; por ello, no es extraño que Ruiz de Montoya sea actual- mente considerado como uno de los precursores del redescubrimiento de la cultura del Paraguay y del descubrimiento de la cultura guaraní.

NATURALEZA Y CIENCIAS EN LA PROSA DE RUIZ DE MONTOYA

La preocupación, que podríamos denominar científica en este período y considerando que el método científico en el siglo XVII está asentán- dose en Europa, aquí en el Paraguay americano sería equivalente a una observación lo más directa posible con los exponentes del medio natural y social y a una descripción del medio físico y orgánico en general; es decir, a la descripción de aspectos geográficos, de la flora, de la fauna y del entorno social, cultural y natural del lugar en el que se está inmerso y que es lo que Ruiz de Montoya viene realizando. En este sentido, el modo que utiliza Ruiz de Montoya para dar cuenta de los elementos de interés que lo rodean es también el estilo que utilizan sus compañeros de orden que se encuentran en América o en las Indias; es decir, describir sin más, por una necesidad surgida de la curiosidad y por su formación en el método de enseñanza jesuita, con su rica tradición

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de producción literaria y de comunicación epistolar constante (Wright, 2005). Y es así como se reflejan los dos aspectos de la experiencia jesui- ta: una pasión por explicar y dar conocer, y una voluntad por servir y cumplir con su función evangelizadora y misional, base de su fundación. Dicha parsimonia es justamente el modus operandi en que descansan las descripciones de Ruiz de Montoya; por tanto, su trabajo sería equi- valente a una preciencia para el conocimiento del Paraguay. Y en este sentido su aproximación cognitiva sobre la realidad de dicho territorio la encontramos en las descripciones que nos ha legado en obras tales como su Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape, que ve la luz pública en Madrid en 1639, y en su Catecismo, arte y vocabulario de la lengua guaraní, también publicado en Madrid, al año siguiente, entre otros. En el primero de los mencionados, por ejemplo, realiza una recapi- tulación cognitiva del trabajo de toda su vida, esto es, de una estadía de más de 25 años en las reducciones del Paraguay, y donde intenta asentar principios morales y de justicia social frente a los abusos que sufren los naturales. Dicho trabajo recoge tanto sus estudios lingüísticos cuanto sus anotaciones sobre la geografía de la zona, así como también alude a las características de migración, costumbres y de la vida social de los nativos. Por ello, en la misma obra se incluyen descripciones de los hábitos, alimentación y mitos de los guaraníes, así como algunas descripciones de la flora y fauna del lugar. La Conquista espiritual de Ruiz de Montoya cumple, por lo tanto, con los cánones de creación literaria que venían estableciendo los jesuitas desde su fundación; esto es, una obra de do- ble propósito: por un lado, funciona como instrumento de edificación espiritual para los miembros de la Compañía que lo leen, pues relata las luchas, dificultades y triunfos que experimentan los miembros de la Orden en el Paraguay. Por otro lado, como un relato que incluye aspectos históricos, culturales, sociales, geográficos y de la flora y fauna de la región, generando interés para aquellas personas que quisieran conocer la realidad de las Indias Occidentales. En este sentido, la Conquista espi- ritual es similar a las historias naturales que producen otros miembros de la Compañía, entre ellos José de Acosta, puesto que dichos elementos corresponden, como destaca Flores y Caamaño, a “principios enunciados a partir del siglo en que nacieron, los cuales prescribían no prescindir en Historia de las leyes, usos, costumbres, religiones, lenguas y otros factores, esto es, de cuanto comprende la civilización de los pueblos”

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(citado en Batallas, 1927, p. XIV). En lo propiamente científico, la obra entrega conocimientos geográ- ficos, etnográficos, botánicos y biológicos de la zona y también describe los hábitos y características de los nativos; aunque, tal como acontecerá más tarde con las obras del también jesuita Juan Ignacio Molina, en el Reino de Chile no todas las diagnosis son el resultado del contacto tête à tête con el observable, sino que muchas de ellas son el resultado de la memoria del autor, que escribe su obra encontrándose en Madrid, y otras son expresiones que incluyen el conocimiento vernáculo de los nativos de su tiempo; v. gr. en un momento de su prosa Montoya acota:

Hay muchas especies de víboras, y culebras por toda aquella tierra (Paraguay), las menores son de un palmo, de media vara otras, y van creciendo conforme a sus especies, hasta seis varas: desentrañando una víbora de media vara conté cincuenta viboreznos, ya animados todos. […] ponen huevos, y los que he visto serán un tercio mayor que de palomas, empóllanos echándose sobre ellos, y así cobran vida (1639, p. 3).

Y luego, Ruiz de Montoya (1639) continúa con una relación sobre el co- nocimiento de los nativos frente a la mordedura de víbora, rescatando parte de su aporte cognitivo:

[…] usan de muchos remedios, y yerbas que ha dado allá la naturaleza, la piedra de San Pablo es muy probada, ajos majados bebidos […] pero el más casero es el fuego, fogueando con un cuchillo ardiente la parte es polvoreada con azufre, este remedio es conocido, y acudiendo con tiempo no peligran (p. 3).

En este caso, la descripción de Ruiz de Montoya se ajusta los modelos utilizados por otros jesuitas que se encuentran en el Nuevo Mundo; esto es, que al presentar una costumbre nueva o extraña para los habitantes de la urbe o del Viejo Continente, unen su descripción a un uso práctico de la misma, de manera que pueda ser entendido fácilmente por los lectores de la obra. Igualmente, en otro momento de sus descripciones, Ruiz de Montoya (1639) da cuenta del tapir en estos términos:

Hay unos animales que llaman anta que son como borricos, las orejas

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muy pequeñas, tienen una trompa como de un palmo que alargan y encogen y parece que le sirve para tomar viento, tiene en cada pies y manos tres uñas, del cuero hacen los soldados morriones, que defien- den de saetas y a veces de balazos, la carne es muy buena semejante a la de vaca, de día comen hierba y de noche barro sálobre (p. 4).

También, y a través de sus explicaciones del comportamiento de algunos animales de la región, logra retratar aspectos de la relación de los natu- rales del Paraguay con la flora y la fauna que los rodea; por ejemplo. al describir las características del ave macagua expresa:

Hay una gustosa justa entre unos pájaros que los naturales llaman Macagua y unas víboras pequeñas, de que son muy amigas estas aves; esta ave entremete el pico por las plumas de la ala, que le sirve como de rodela, y embistiendo con la víbora le da una fuerte picada, la víbora le da otra y si se siente el pájaro herido, arremete a unas matas de yerbas que tienen el mismo nombre del pájaro, y comiendo de aquellas ramitas vuelve a la justa, y cuantas veces se siente herida, tantas vuelve a comer de aquella yerba, hasta que a picadas mata a la víbora y se la come […] De aquí tomaron los naturales el uso de esta yerba para todo tipo de ponzoña, y aún hemos visto otros efectos buenos contra el dolor de cabeza, calenturas, ocupación de estómago y otras enfermedades (Montoya, 1639, p. 4).

En otros momentos de su prosa, el autor de la Conquista espiritual refleja el espíritu de asombro e ingenuidad propio de la era de los descubrimien- tos al describir una costumbre asociada muy probablemente al jaguar americano. Así, Ruiz de Montoya (1639) relata:

Han conocido los naturales que huye este animal de la orina humana, como de la muerte. Siguió un tigre a un indio por un monte, cerca de mi alojamiento […] subiose en un árbol, y el tigre se echó al pie del, esperando a que bajase […] usó el indio de este remedio tan fácil, y al punto que el tigre lo olió se fue (p. 4).

Así, la obra de Ruiz de Montoya se adelanta, al menos en este aspecto, a los objetivos que en la siguiente centuria perseguirá el Abate Molina con su trabajo sobre la flora y fauna chilenas: ser una presentación, una relación, un catálogo y un estudio preliminar de los nativos y de su

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medio biótico en una región del Nuevo Mundo, que puede considerarse como lo más próximo al conocimiento científico para su tiempo. Ruiz de Montoya regresa finalmente al Perú en 1643 y tres años después regresa a sus queridas tierras del Paraguay; empero, en el año 1652, estando en Lima, lo sorprende la muerte con la alegría de haber escrito y publicado sus obras de manera bilingüe, en castellano y guaraní.

MONTOYA Y LAS INVESTIGACIONES LINGÜÍSTICAS DEL SIGLO XVII

Uno de los aspectos más importantes del trabajo de Antonio Ruiz de Montoya es, sin duda, su extensa producción lingüística, en la que rescata e intenta transmitir la riqueza y el imaginario que posee la lengua guaraní, como consecuencia de su trabajo y su contacto con los naturales en las reducciones de la región. Esta modalidad del guaraní ha sido identifi- cada, dentro del esquema lingüístico del Paraguay actual, como guaraní jesuítico o misionero, por las características que le otorga el desarrollarse en el espacio de las reducciones de la Orden, aproximadamente desde la segunda mitad de la década de 1620 y hasta el momento de la expulsión jesuita en 1767 (Palacios, 1999). El guaraní jesuítico se constituye como una versión normalizada o estandarizada del que se habla fuera de las reducciones o guaraní crio- llo; se diferencia de este último principalmente por incorporar formas de expresión “cultas” o literarias, insertadas por los misioneros en el lenguaje de los naturales durante su trabajo evangelizador:

Muy interesante es en el guaraní, como en las demás lenguas de la Antigua América Hispánica, el capítulo de la trasplantación y del calco. Mediante estos procedimientos [lingüísticos] penetró en las lenguas indígenas la cultura europea y cristiana, llevándolas a un estadio completamente distinto del originario (Tovar, 1949, p. 46).

Para Ruiz de Montoya, que realiza una profunda disección de cada par- tícula de esta lengua, el guaraní no tiene nada que envidiarle a cualquier otro de los idiomas que existen, ya que es una “lengua tan copiosa, y elegante, que con razón puede competir con las de fama. Tan propia en sus significados […] tan propia es, que desnudas las cosas en sí, las da vestidas de su naturaleza” (Montoya, 1876b, Introducción).

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Con lo anterior, el autor del Arte de la lengua guaraní sugiere que una parte de su impulso lingüístico proviene de la intención de dar a cono- cer en el medio externo las bondades y características de esta lengua, junto con facilitar la labor de los misioneros que predican y trabajan en la región, puesto que el autor del Tesoro de la lengua guaraní reconoce una necesidad básica evangélica; aquella que sostiene que quien predica debe poder ser entendido por quienes reciben el evangelio. A partir de esta realización tan esencial, surge el trabajo lingüístico de Antonio Ruiz de Montoya en el Paraguay y que le toma más de treinta años de su vida; todo lo cual resulta muy importante, por la relevancia que los guaraníes le otorgaban a la palabra hablada, a los discursos y a la transmisión de la historia oral, tal como ha destacado Ignacio Pérez del Viso (1991): “Los misioneros [en el Paraguay] no solo debían aprender medianamente la lengua, como para hacerse entender, sino dominarla plenamente, para lograr convencer. La impresión que nos queda es que los guaraníes habían desarrollado notablemente el arte de la oratoria” (p. 28). Esta pasión está íntimamente unida a la adquisición lingüística que caracteriza el trabajo de la Compañía de Jesús en el Nuevo Mundo, y que bien puede tener su principio teológico en el “don de lenguas”, que los jesuitas estiman otorgado por el Espíritu Santo a los seguidores de Jesús en el día de Pentecostés. Según esto, quien se siente inspirado a alabar a Dios, es entusiasmado por el Espíritu Santo a hacerlo, incluso en un idioma que no conoce. A esta labor se abocaron también los primeros cristianos, especialmente Pablo, quien lleva a cabo la misión de conectar y mantener unidas las primeras comunidades cristianas, cuyos integrantes se comunican en diversos lenguajes. Por ello, en la introducción a su Tesoro de la lengua guaraní, Ruiz de Montoya reconoce al apóstol Pablo como la inspiración de su vocación para la conversión, y cita además parte de la carta de este a los corintios: “Pero si uno me habla en un idioma que no entiendo, seré como extran- jero para esa persona, como ella también lo será para mí. Si son palabras que no se entienden, ¿quién sabrá lo que querían decir?”. De la misma manera, Ruiz de Montoya entonces introduce su investigación pregun- tándose: “¿Porque quién podrá persuadir a hacer lo que no sabe decir?”. Esta tarea lingüística se transforma en complemento y necesidad del trabajo misional de la Orden Jesuita en las Indias Occidentales y, como hemos visto, está presente en la conciencia de aquellos que llegan a tomar contacto con los naturales de esta tierra. La habilidad lingüística de Ruiz de Montoya es destacada por sus propios compañeros jesuitas

102 Antonio Ruiz de Montoya y el corpus físico y social del Paraguay

de las reducciones; v. gr., el Padre Maceta comenta: “Luego que llegó a las reducciones, edificó mucho, y […] comenzó á perfeccionarse en la lengua de los indios, que hablaba con tanta expedición como ellos, con que hizo mucho fruto” (Jarque, 1900b, p. 235). Así, por ejemplo, a su vez, cuando el padre José de Acosta en el Perú de su tiempo estudiaba la lengua aimara, con la finalidad de mejorar el efecto de su capacidad apostólica en la población indígena, lo hacía también con el propósito de: “reproducir, aunque en la misérrima escala de los medios humanos, lo que súbitamente y por modo perfecto reali- zaron los divinos en el día luminoso de Pentecostés” (Carracido, 1899, p. 41). Queda en evidencia, por lo tanto, que para Ruiz de Montoya y otros miembros de la Compañía de Jesús el conocimiento y la investigación lingüística son ambos tanto una herramienta evangelizadora cuanto una virtud teológica y divina. Lo anterior se refleja especialmente en la Apología en defensa de la doctrina cristiana escrita en lengua guaraní de Ruiz de Montoya, ma- nuscrito de 1651 que ve la luz pública recién en 1996. En esta obra realiza una sustancial defensa del catecismo en lengua guaraní, preparado por el franciscano Luis de Bolaños a partir del catecismo quechua-aimara de 1586. Este defensa de Ruiz de Montoya se ocasiona a raíz de una serie de interpretaciones erróneas sobre la naturaleza de ciertos vocablos de la lengua guaraní. A través del análisis y disección de diversos términos utilizados por los naturales del Paraguay, Antonio Ruiz de Montoya, empleando su sistema de hacer anatomía de la lengua —unido al conocimiento histórico-social que había adquirido en sus años de labor en la región— arriba a conclusiones etnolingüísticas y etnohistóricas de la cultura guaraní que se sustentan hasta el día de hoy. Por ejemplo, al analizar el término tupâ, (nombre que los naturales aplicaban a Dios), y al estudiar cada una de las partículas que componen aquel término, y al analizarlas nuevamente, pero ahora como un todo, Montoya concluye que la cultura guaraní carece de un dios o dioses particulares, llegando incluso a decir que en cierta manera son ateístas, puesto que “Tupâ se compone de la interjección admirantis Tu! y de la interrogación pâ? […] Estas dos voces forman una interrogación admirativa, esto es: ¡qué es esto!”. Y continúa luego el autor, señalando:

Este nombre Tupâ aplicaron los indios a Dios, que concibiendo […] su incomprehensibilidad, y inexplicabilidad, se acogieron a admirarle con rendida admiración con dos solas dicciones en que dicen más de Dios

103 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

que si con multiplicidad de palabras y conceptos quisieran definirle, porque en esta admiración encierran su ser increado, su simplicidad, su inmortalidad y hacen aprecio y estimación de sus divinos atributos, y así en admiración adoran lo que no pueden entender ni explicar como nosotros con el nombre de Dios (Montoya, 1996, p. 89).

Con lo anterior, el autor no solo demuestra sus conocimientos de la lengua de la provincia del Paraguay, puesto que en su análisis une los aspectos fonéticos, morfológicos y etimológicos de las palabras y par- tículas que las componen; sino que también su capacidad para colegir costumbres y características sociales de la comunidad natural, a través de su lenguaje. Y si bien muchos de sus razonamientos están unidos a elementos de fantasía, atribuibles al imaginario colectivo del siglo XVII y a la fascinación de encontrarse en un territorio prácticamente virgen y lleno de nuevos significados, estos no le restan rigor investigativo ni interés histórico y antropológico a sus conclusiones. Incluso algunos autores destacan la función que cumple el estilo lite- rario de Ruiz de Montoya como elemento indispensable para transmitir la riqueza del territorio y el conocimiento de los naturales del Paraguay. Esto, debido a los elementos socioculturales que su prosa saca a relucir. Dicha capacidad, como ya se ha mencionado, lo transforma en uno de los más importantes etnolingüistas del Paraguay. Justamente, por ejemplo en virtud de sus análisis etimológicos, que aparecen en el Tesoro de la lengua guaraní, se muestra como un ade- lantado a los estudios lingüísticos de los inicios del siglo XX. Al presen- tarle al lector las características del idioma guaraní, en su advertencia para la comprensión del Tesoro, lo plantea en los siguientes términos: “Fundamento de esta lengua son partículas, que muchas de ellas por sí no significan: pero compuestas con otras, o enteras o partidas (porque muchas las cortan en composición) hacen voces significativas” (Montoya, 1876b, Advertencia). Aquí, establece el principio reconocido más tarde por De Saussure, que señala que la etimología es ante todo la explicación de palabras por la búsqueda de sus vinculaciones con otras palabras, tal como lo ha dejado de manifiesto Melià (2005).

104 Antonio Ruiz de Montoya y el corpus físico y social del Paraguay

EL IMPACTO DE SU LEGADO

El trabajo de Ruiz de Montoya no puede percibirse en su totalidad sin analizar la relación indiscutible entre su labor misionera y su afán de dar a conocer una cultura peculiar, tarea bipolar que hasta el momento no había sido debidamente analizada. Esta unión de la labor evangelizadora y social con las investigaciones lingüísticas y con características de una preciencia enfocada en el dar a conocer una cultura, y aspectos de la flora y la fauna de la región de la manera más natural posible, son los elementos que permiten que la obra de este autor se distinga de las demás que se producían en la época. Más aun, es interesante observar las similitudes de la vida de Antonio con las del fundador de la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola; y esto no solo en cuanto a su búsqueda espiritual, sino que también en cuanto a sus cambios de ánimo, sus desolaciones y consolaciones. Las obras lingüísticas de Ruiz de Montoya, tales como el Tesoro de la lengua guaraní y su Arte y vocabulario de la lengua guaraní, se transforman en modelos y guías para la adquisición de esta lengua, y son utilizados por los nuevos sacerdotes que llegan a la provincia para facilitar su labor misionera. La principal obra de Antonio Ruiz de Montoya, la Conquista espiritual, comparte muchos elementos con los trabajos de otros jesuitas que han elaborado historias naturales a partir de sus viajes por las regiones del Nuevo Mundo; entre ellos, con los escritos de José de Acosta en el Perú, ya mencionado, o con los de Juan de Velasco en el Ecuador o los de Juan Ignacio Molina en Chile. Sin embargo, las obras del misionero paraguayo reflejan el trabajo práctico que este realiza en las reducciones. Así, Ruiz de Montoya no se revela como un autor de gabinete, que recolecta plantas para luego sentarse a escribir sus memorias, sino que es más bien un hombre de acción, tal como se necesitaban en los pri- meros tiempos de la Compañía, que recorre una y otra vez las espesuras de la selva para prestarle su servicio a los naturales y cumplir su misión evangelizadora. La visión de la naturaleza vernácula en el Paraguay del siglo XVII que nos ha dejado el autor de la Conquista espiritual no es, por tanto, el resultado de una tarea precientífica premeditada que se comprenda por la vastedad descriptiva de los referentes orgánicos por él identificados; es más que eso, es parte de la praxis de los jesuitas de su tiempo, que se encuentran obligados a conocer lo ignoto de la flora y fauna del Nuevo Mundo y a interactuar adecuadamente con los indígenas

105 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

para su posterior cristianización. Ruiz de Montoya representa, en todo caso, el vigor y la actividad sin tregua de Ignacio y los primeros compa- ñeros: siempre en movimiento, desplazándose, viajando, observando, anotando, difundiendo y comunicando. Otro elemento destacado de su labor, desde la perspectiva historiográ- fica, es su esfuerzo por evitar que los nativos guaraníes fueran víctimas de la esclavitud, particularmente por los tratantes de esclavos brasileños. Frente a esta situación, Ruiz de Montoya juega un papel fundamental, toda vez que presenta una defensa de los nativos ante el mismo Rey Felipe IV y ante el Consejo de Indias en 1638. Como se recordará, los jesuitas implementaron un sistema de evangelización basado en el conocimiento de la lengua de cada pueblo, y puesto que en estos lares solo se hablaba la lengua local, entonces el dominio de la lengua nativa facilitó la in- teracción con los nativos y la adquisición del conocimiento vernáculo.

En efecto, tal como lo menciona Torres Saldamando:

[Las obras de Montoya] son de un mérito indisputable, no solo por su alta importancia científica para el estudio de esa lengua [la guaraní], sino porque con su auxilio, como con el de todas las americanas, pue- den resolverse los graves y difíciles problemas que continuamente se presentan cuando se trata de averiguar el origen de individuos y de pueblos cuya civilización apenas conocemos (1882, p. 65).

Finalmente, y por todo lo anteriormente expuesto, podemos colegir que la manutención de la lengua guaraní, entre los años 1632 y hasta la ex- pulsión de los jesuitas en 1767, se debe en gran medida al trabajo de los jesuitas en estas reducciones, y particularmente a la labor lingüística y social del jesuita Ruiz de Montoya.

106 Juan de Velasco y el Ecuador del siglo XVIII Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

JUAN DE VELASCO Y EL ECUADOR DEL SIGLO XVIII

Juan Manuel Velasco nace en Riobamba, en la actual capital de la provincia de Chimborazo, en Ecuador, el 6 de enero de 1727, y que por aquel enton- ces formaba parte del Virreinato del Perú. Hijo del segundo matrimonio de Don Juan de Velasco y López de Moncayo y Doña María de Pérez Pe- troche, tiene 8 hermanos6. Su padre se desempeña en diferentes oficios públicos, entre ellos maestre de campo y alcalde ordinario de Riobamba. Juan Manuel, o como es conocido posteriormente, Juan de Velasco, realiza sus primeros estudios de letras, gramática y humanidades en el colegio jesuita de la misma localidad que la Compañía mantiene desde 1703. Los jesuitas llegan al Ecuador en 1586, dirigidos por el superior asignado para dicha región, el Padre Baltasar Piñas, acompañado de los sacerdotes Juan de Hinojosa y Diego González, más un hermano coadjutor (Santos, 1992). Y de inmediato se insertan en la tradición pedagógica e intelectual, que caracteriza a la Orden. Así, para el momento en el que el Padre Velasco comienza sus estudios en su ciudad natal, los jesuitas ya venían enseñando gramática latina, filosofía y ciencias eclesiásticas en la Facultad Universitaria de San Gre- gorio Magno, desde su fundación en 1621, y en el Seminario de San Luis, desde sus inicios en 1594. También, la Compañía trae la primera imprenta al país, que funciona en la localidad de Ambato, y posteriormente, en 1760, en la ciudad de Quito. De la Universidad de San Gregorio Magno se ha escrito:

6. Sobre estos aspectos biográficos, se puede revisar el estudio introductorio de Julio Tobar Donoso a la obra de Juan de Velasco (1960). Padre Juan de Velasco S. J., p. XXII y ss.

108 Juan de Velasco y el Ecuador del siglo XVIII

Otra demostración significativa de la obra cultural de los jesuitas en el Reino de Quito fue la Universidad de San Gregorio Magno, que iluminó los siglos hispánicos […] En ella, no obstante la distancia que nos separaba de Europa, se conocían las enseñanzas de los grandes sabios que allá innovaban en las ciencias. Su biblioteca, que asombró a los académicos franceses en 1736, cuando vinieron para la mensura de un arco de meridiano terrestre, podría exhibirse con orgullo en cualquier universidad europea (Carrion et al., 1987, p. 27).

Y en relación a la labor de la Compañía de Jesús en los territorios del actual Ecuador, se ha enfatizado lo siguiente:

Dos campos son los cultivados cuidadosamente por los jesuitas en la Colonia, durante la cual, lentamente asistieron al nacimiento de nuestra nación: la cultura y las misiones, dos campos que en reali- dad son uno solo. Por medio de los colegios se extienden por todo el joven país y afrontan la enseñanza como si estuviesen en España u otra nación Europea. No es la mezquina educación que se da a las colonias, la que ellos imparten, sino la que merece una nación que ellos quieren ver creciendo al más alto nivel (Carrión et al., 1987, p. 14).

En 1743, Juan de Velasco viaja junto a sus padres a Quito y es inscrito como alumno interno en el Real Colegio de San Luis, regentado por los jesuitas. Al año siguiente, contando con 17 años de edad, ingresa al Noviciado de la Compañía de Jesús en la localidad de Latacunga. En 1746 realiza sus votos sacerdotales y al año siguiente realiza cursos de Filosofía en el Colegio Máximo de Quito. Luego, entre los años 1748 y 1753 estudia cursos de Humanidades y Teología, obteniendo el grado de doctor en la “reina de las ciencias” de la Universidad de San Gregorio Magno. Al finalizar sus estudios, recibe las órdenes sacerdotales (De Velasco, 1960). En este período es enviado por el provincial de la Orden, el Padre Carlos Brentan, a desempeñar labores de catequesis y predicación de los naturales en la provincia de Imbabura, principalmente por las dotes que el Padre Velasco muestra en el dominio de la lengua quechua. Así, Velasco catequiza a los indios en Azogues, realiza otras tareas de evangelización, y cumpliendo estas labores comienza a tomar contacto con las numerosas tribus de indígenas de su país. De este período, un autor destaca:

109 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

La misión del P. Velasco en Azogues no solo le sirvió para reunir muchas notas sobre el idioma Quechua hablado en la región; sino que comenzó a estudiar, con verdadera pasión, las tradiciones con- servadas entre los indígenas de todos los pueblos a donde iba para catequizarlos; comenzó a visitar todos los restos de monumentos arqueológicos que todavía se conservaban, algunos intactos, en aque- lla época; e inició la recopilación de noticias de todo género sobre el pasado de aquellas poblaciones. Sus viajes por todo el sur del país le sirvieron además para sus investigaciones sobre la historia natural de esas provincias en las que fue coleccionando insectos y plantas (Larrea, 1988, pp. 72 y 73).

Pasa luego al Colegio de Cuenca de la Compañía y aprovecha de visitar las regiones colindantes del litoral ecuatoriano, entre ellas Loja, El Oro y Guayas, observando y haciendo anotaciones sobre aquello que le parece interesante: clima, flora, fauna, geografía y las costumbres y tradiciones de las gentes de la región. En 1759 viaja a Quito, donde enseña Filosofía en el Colegio que los jesuitas mantienen en la ciudad y luego a Ibarra, lugar donde se mantiene hasta 1761 como procurador de la casa jesuita (Batallas, 1927). Desde que comienza su docencia, une a esta una gran pasión por la investigación y por la recolección de datos acerca de referentes bióti- cos, de personajes y de las costumbres de las tribus nativas del Reino de Quito. Así, encontrándose en Ibarra, aprovecha para continuar con sus anotaciones y visitar sitios de importancia geográfica, tales como monumentos y ruinas, tomando contacto con los naturales de la región. Respecto a estos viajes de Velasco, y a su inquietud como recolector de noticias, tradiciones y aspectos de la naturaleza de su país, Julio Tobar Donoso ha destacado:

En cada uno de esos viajes, el jesuita fue poniéndose en contacto con el alma del pueblo, estudiando su genio, tradiciones, costumbres y folklore, recogiendo leyendas y noticias históricas, adentrándose en la psicología colectiva, en el espíritu de cada una de las clases, sin necesidad de medianeros e intérpretes, puesto que […] dominaba la lengua del Inca y sus dialectos (citado en De Velasco, 1960, p. XLIII).

En el año 1762 Juan de Velasco regresa a Quito y se traslada luego a la ciudad de Popayán, instancia donde profesa los cuatro votos caracte-

110 Juan de Velasco y el Ecuador del siglo XVIII

rísticos de la Orden Jesuita, recibiendo así su agregación definitiva a la Compañía. En Popayán permanece por un período cercano a los cinco años. En el Colegio de la Compañía de la localidad enseña matemáticas, física y ciencias naturales y, dado su afán de recolectar noticias y obser- var las características del lugar, recorre la región, complementando sus anotaciones sobre el Reino de Quito. Dichos viajes causan en el joven jesuita una gran impresión, tanto por las diversas etnias y tribus nativas que habitan el país, cuanto por las riquezas naturales que observa en el territorio ecuatoriano. Concentrado en aquellas labores pedagógicas, de contemplación de la naturaleza y de observación de las costumbres de los nativos, Velasco recibe la orden de expulsión de los territorios de la Corona española, que lo afecta a él y a todos los miembros de la orden de los jesuitas. Ello de acuerdo a la ya mencionada Real Cédula de Carlos III de 1767 (De Velasco, 1960). Velasco debe entonces abandonar Popayán, junto al resto de sus her- manos de la Orden y viaja a Cartagena, desde donde se embarca hacia Italia, en un viaje lleno de tribulaciones. Pasa por La Habana y por los puertos de Cádiz y de Santa María, en España, hasta que finalmente a mediados de 1768 arriba a la provincia italiana de Faenza. En esta localidad italiana el Padre Velasco se da a la tarea de ordenar sus notas y apuntes sobre el Ecuador, que logra traer desde Popayán, tal como lo ha destacado Tobar Donoso cuando analiza el catastro de las obras que los jesuitas dejaron con su partida:

Es esta una lista muy detallada de los libros y papeles ocupados por los jesuitas en Popayán […] y son incluidos en una especie de catálogo aun los escritos más insignificantes, como pláticas y sermones con los nombres de sus respectivos autores. Entre esos manuscritos debían hallarse los escritos del P. Velasco; él tenía sus apuntes, lo mismo que los demás Padres; sin embargo no se lo menciona para nada, su nombre no figura en ningún manuscrito. La única explicación satisfactoria en este caso no puede ser otra sino que se los llevó todos (citado en De Velasco, 1960).

En este sentido, el jesuita ecuatoriano mantiene el modelo cognoscitivo desarrollado por sus compañeros de orden en los siglos anteriores; esto es, un modelo explicativo que considera el registro bibliográfico previo, como apoyo metodológico para el abordaje de nuevos objetos de estudio.

111 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

Por petición de sus compañeros de la Orden, que no quieren permanecer inactivos en su exilio, Juan de Velasco comienza a componer a partir de sus anotaciones, su Historia del Reino de Quito en la América Meridional; obra que divide en dos partes: una Historia natural del Reino de Quito, que incluye descripciones sobre el clima, el terreno, las costumbres de las gentes y la flora y fauna del territorio ecuatoriano y una Historia mo- derna del Reino de Quito, en la que analiza tanto la historia de la región, desde sus primeros habitantes, como además la composición geográfica del Ecuador de finales del siglo XVIII. Por esta época, en el año 1775, el Padre Velasco se da a la tarea de escribir también la Relación histórico apologética sobre la prodigiosa imagen, devoción y culto de Nuestra Señora, con el título de Madre Santísima de la luz, sacada de varios autores por un apasionado a esta dulcísima advocación, conjunto de textos religiosos que permanecen inéditos hasta la fecha (De Velasco, 1960). El trabajo de organización y redacción del autor se ve interrumpido por varios años de inacción, debido a problemas de salud. Luego de veinte años, en 1789, finaliza su obra y los trabajos por los que ha pasado para completarla los relata el mismo Velasco (1844) de la siguiente manera:

Cerca de veinte años ha que me apliqué a la constante fatiga de recoger impresos y manuscritos, de que fui formando los convenientes ex- tractos; averigüé muchos puntos con varios sujetos no menos doctos que prácticos de aquellos países, especialmente misioneros; gasté el espacio de seis años en viajes, cartas y apuntes; y al tiempo que me hallaba medianamente proveído y en estado de ordenar a lo menos aquellos indigestos materiales, quiso Dios que me faltase del todo la salud. Dediqué por eso mi tal cual trabajo, después de una total inacción de nueve años, al pacífico templo del perpetuo olvido (p. 1).

Lo anterior nos permite observar, además, algunos de los métodos uti- lizados por el Padre Velasco para recoger la información que utiliza en su obra, y que son similares, por ejemplo, a las técnicas de recolección de datos que utiliza José de Acosta en el Perú durante el siglo XVI; entre ellas, informarse a través de personas sabias del lugar o “prácticos” en su propio idioma, sin utilizar intérpretes, y realizar observaciones de índole geográfica y natural in situ, es decir, enfrentándose al referente del que da cuenta o que describe. En este sentido, Larrea (1988) ha destacado: “Velasco era curioso, observaba con diligencia hasta los objetos más menudos e insignificantes, se ponía en comunicación familiar con los indígenas, cuya lengua materna entendía y hablaba perfectamente” (p. 54).

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En 1787 Velasco escribe el Vocabulario de la lengua peruano-quitense, llamada del inca, escrito por el presbítero D. Juan de Velasco, obra que contiene cerca de tres mil palabras y que, de forma similar a los vocabu- larios escritos por otros padres jesuitas, como Antonio Ruiz de Montoya, analiza la lengua quitense dividiéndola en diversas partes: vocablos, partículas, adverbios y elementos prácticos. La confección de este trabajo deja de manifiesto el dominio del lenguaje de los naturales del Ecuador7. Al año siguiente, en 1788, finaliza otra de sus obras, la Historia moderna del Reino de Quito y crónica de la Provincia de la Compañía de Jesús del mismo nombre, en tres tomos, que consiste en una historia de la Orden jesuita en la Provincia, en la que el autor estudia la relación entre la llegada de la Compañía al Ecuador y su labor pedagógica y misionera y el desarrollo de la región8. Al momento de completar su Historia del Reino de Quito en la América Meridional, en 1789, el Padre Velasco se ve aquejado por una sordera, la que le genera algunas dificultades pero no le impide continuar su labor intelectual en el exilio. Remite su Historia a la Real Academia de His- toria Española, en Madrid, para su evaluación y eventual publicación, recibiendo una respuesta favorable por parte de los revisores, quienes hacen constar que

[…] esta obra por la admirable división de épocas; por multitud de co- nocimientos y curiosas investigaciones; por la juiciosa crítica que reina en ellas; por la solidez con que trata las materias y por la inteligencia de la lengua que usa, la constituyen una de las mejores y quizás la más completa que se ha escrito de la América (De Velasco, 1960, p. L).

Sin embargo, y a pesar de esta auspiciosa evaluación, la publicación de su trabajo sufre una serie de retrasos. En dicho ínterin Juan de Velasco aprovecha para finalizar otro proyecto de su interés: la poesía. Así, entre 1790 y 1791 termina de escribir una antología de cinco volúmenes titu-

7. Confróntese en el estudio de Julio Tobar Donoso a la obra de Juan de Velasco (1960, p. LV); este trabajo de Juan de Velasco fue publicado por primera vez en Vocabulario de la lengua índica, versión paleográfica y comentario de Piedad Peñaherrera y Alfredo Costales (1964), publicado por el Instituto Ecuatoriano de Antropología y Geografía, Quito. 8. De esta obra del P. Velasco solo se ha publicado el primer volumen: Historia moderna del Reino de Quito y crónica de la Provincia de la Compañía de Jesús del mismo Reino, Tomo I, 1550-1685, Quito, 1941.

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lada Colección de poesías varias, hechas por un ocioso en la ciudad de Faenza, que es una selección de distintos autores quiteños y en la que el autor incluye algunos versos humorísticos sobre su condición de salud y su exilio en Italia9. Juan de Velasco fallece el 29 de junio de 1792, a los 65 años, en Faenza. Casi cincuenta años después, se publica en francés en 1840 la primera edición de su Historia del Reino de Quito, pero solo de la segunda par- te referida a la historia antigua de la región. Luego, entre 1841 y 1844, aparecen por primera vez en español los tres volúmenes de su principal obra10. Entre los otros trabajos del sacerdote jesuita pueden mencionarse sus apuntes para un curso de Lógica y otro de Física, probablemente para ser dictados en el Colegio de la Compañía de Popayán, que se mantienen inéditos, y una carta geográfica del Reino de Quito y Popayán, publicada en las últimas reediciones de su Historia del Reino de Quito. Además, unos Apuntes sobre la naturaleza y propiedades de mil especies de orugas, que tampoco ha visto la luz pública (Batallas, 1927).

LA ELABORACIÓN DE SU HISTORIA DEL REINO DE QUITO EN LA AMÉRICA MERIDIONAL

En los inicios de esta obra, el autor parte mencionando algunos de los motivos que lo impulsan a escribir dicho texto, al tiempo que da a conocer algunas de las características que lo han llevado a desempeñarse como historiador y recolector de datos de su tierra; entre ellas, su conocimiento de las tradiciones de los naturales y de la lengua vernácula de la región. Velasco (1844) lo expresa en estos términos:

Es verdad que el mandato y las recomendaciones para escribirla se apoyaban sobre los débiles fundamentos de ser yo nativo de aquel Reino, de haber vivido en él por espacio de cuarenta años, de haber andado la mayor parte de sus Provincias en diversos viajes, de haber personalmente examinado sus antiguos monumentos, de haber hecho algunas observaciones geográficas y de historia natural en

9. Esta obra de Velasco ve la luz en Carrión, Alejandro (1957). Los poetas quiteños de “El Ocioso de Faenza”, 2 volúmenes, editados por Casa de la Cultura, Quito. 10. Para más detalles se puede consultar el prólogo de Alfredo Pareja a la obra de Juan de Velasco (1981). Historia del Reino de Quito en la América Meridional, pp. XVI-XVIII.

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varios puntos o dudosos o del todo ignorados, de haber poseído la lengua natural del Reino en grado de enseñarla y de predicar en ella el Evangelio, y finalmente por hallarme un poco impuesto, no solo en las Historias que han salido a la luz sino también en varios manuscritos y en las constantes tradiciones de los Indianos con quienes traté por largo tiempo (p. I).

Para elaborar su Historia del Reino de Quito en la América Meridional, Velasco se concentra en el estudio de las notas previamente compiladas durante una investigación de más de 20 años, tal como se ha señalado. En dicha obra, se propone defender las glorias y bellezas de su tierra, frente a la visión europeizante de autores extranjeros que no le hacen justicia. Justamente en este sentido, llama la atención el hecho de que tanto el jesuita chileno Juan Ignacio Molina como Juan de Velasco coin- cidan en el propósito para divulgar sus obras; toda vez que estos autores, señalan que lo que los motiva es mostrar la realidad tal cual es de sus países y las características y costumbres de los nativos, para dejar atrás antiguos enfoques de estudiosos europeos que o bien exageran las notas de diversidad de los referentes autóctonos americanos, o bien divulgan mitos y fantasías sobre los exponentes del mundo biótico y antropológico americano. El Padre Velasco (1844) lo refiere de esta forma:

Esta [obra] no podía salir en menos de cuatro o cinco tomos gruesos, así para notar las equivocaciones y errores de los escritores antiguos, como principalmente para refutar las calumnias, falsedades y errores de algunos escritores modernos, especialmente extranjeros (p. II).

El primer volumen de su Historia del Reino de Quito en la América Me- ridional el autor lo dedica a la historia natural de la región, y según la edición de 1844 que circula en el mundo hispánico, esta historia natural aparece dividida en cuatro grandes libros: en el primero, el autor ecua- toriano se ocupa de la constitución material del territorio, describiendo tanto la geografía física como política del país: las divisiones y provincias del Reino, su clima, sus ríos y lagos, los montes y volcanes, y las relaciones que van dándose entre ellos. Por ejemplo, al referirse al clima del Reino, el Padre Velasco (1844) explica:

Que este clima así entendido, aunque diverso es generalmente sano y favorable, á excepción de tal cual parte de las más bajas […] por nece-

115 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias Juan de Velasco y el Ecuador del siglo XVIII

saria consecuencia, son así mismo diferentes los productos naturales En cuanto a los objetos de estudio propios del Reino Mineral, Velasco en casi todas sus provincias, en minerales, vejetales y animales […] dedica varias páginas de su obra a la descripción de los minerales que Por ejemplo, la chirimoya, una de las mejores frutas americanas, se esconden en las profundidades de su país, dividiéndolos en metales en Quito es pequeña, llena de pepitas y mal sazonada, en Ibarra y líquidos, térreos, pétreos, mármoles y finos. Entre estos últimos destaca Cuenca, es algo mejor; y en Popayán y Loja es muy grande, perfecta su conocimiento de algunas piedras preciosas menos conocidas, como y esquisita. Lo mismo sucede con el plátano, con la piña y con otras por ejemplo, el ingarirpo: varias frutas (p. 5). El ingarirpo, que quiere decir espejo del Inca, no es piedra natural, En otra parte de su obra, al describir los distintos montes, montañas y como algunos pensaron, sino artificial, hecha de plata, oro y otras volcanes de la región en que el autor divide este universo orográfico según piedras minerales que fundían los indianos, y cuyo secreto se ha su tamaño, en un momento de su prosa Velasco (1844) escribe lo siguiente: perdido. Ella parece piedra natural: no admite segunda fundición, y se cuenta entre las piedras preciosas, porque labrándola los lapidarios Supayurco, en la provincia de Cuenca, quiere decir el monte del demo- hacen joyas como de diamantes (De Velasco, 1844, p. 30). nio, porque en una de las cavidades de sus altas peñolerías le habían dedicado un templo los antiguos Cañares gentiles, y les sacrificaban todos los años 100 niños tiernos ántes de sus cosechas […] Después de LA DESCRIPCIÓN EN LA HISTORIA todo, hallándome yo el año de 1755 en el pueblo de Azogues, distante DEL REINO DE QUITO: cuatro leguas de aquel monte, me refirió el Párroco, hombre digno de toda fe, que aun proseguía aquel abuso, porque los bárbaros gentiles A su vez, en el segundo libro, que alude a los exponentes del reino ve- que habitan las cercanías, van todos los años de noche, por encima getal, el autor riobambeño comienza exponiendo las características de de las cordilleras, á hacer su acostumbrado sacrificio (p. 13). su método de organización y descripción de los referentes naturales: En estas descripciones de Velasco se aprecian dos elementos interesantes: Carece este Reino de límites en la Historia Natural. Consta de muchas por un lado, el conocimiento que posee de los referentes bióticos que va y muy dilatadas provincias y cada escritor las divide como puede o dando a conocer y cómo conecta dicho saber con las experiencias que como quiere. Muchos las reducen a un sinnúmero de órdenes o cla- ha adquirido a través de sus viajes por las distintas regiones del Reino; ses, por las analogías o por los diversos fines a que las ha destinado y luego, el esfuerzo que realiza el autor por ir corroborando, de manera presencial y basándose en testimonios de fuentes en las que puede confiar, el común uso. No haré yo poco, si lo poco que he de tocar cada una, las costumbres y leyendas asociadas a tales referentes. puedo reducirlo a solas ocho o nueve clases (De Velasco, 1844, p. 32). Posteriormente clasifica los diferentes puertos, promontorios, islas, cabos y bahías del Reino, otorgándole especial atención a la descripción Con lo anterior, se entiende que Velasco no intenta entregar en su obra un de las riquezas naturales que allí se pueden encontrar; v. gr.: cúmulo de anotaciones, referencias y subdivisiones de todas las especies, sino más bien traer a presencia algunas de ellas y presentarlas de forma El ámbar gris, que tantos siglos han dudado los naturalistas que cosa sucinta, matizadas con noticias sobre los usos que de tales referentes sea, y donde ó como se críe, se sabe ya con certeza no ser otra cosa hacen los naturales por sus beneficios o costumbres. que una especie de betún líquido, que reventando por ocultas venas Su primera división de tópicos relacionados con el reino vegetal, hace al fondo de algunos mares, sale á la superficie, y se cuaja con el aire alusión a los diversos tipos de vegetales presentes en la región: aquellos y con el frío tan sólidamente como la piedra. El que no lo tragan los útiles para la medicina, categorización que también utilizan Acosta y pejes, va á dar á las orillas, donde por casualidad se coge (De Velasco, Montoya y que permite que las gentes del Viejo Continente se relacionen 1844, p. 25). y entiendan de mejor manera lo que hasta ese momento no conocen;

116 117 Juan de Velasco y el Ecuador del siglo XVIII

En cuanto a los objetos de estudio propios del Reino Mineral, Velasco dedica varias páginas de su obra a la descripción de los minerales que se esconden en las profundidades de su país, dividiéndolos en metales líquidos, térreos, pétreos, mármoles y finos. Entre estos últimos destaca su conocimiento de algunas piedras preciosas menos conocidas, como por ejemplo, el ingarirpo:

El ingarirpo, que quiere decir espejo del Inca, no es piedra natural, como algunos pensaron, sino artificial, hecha de plata, oro y otras piedras minerales que fundían los indianos, y cuyo secreto se ha perdido. Ella parece piedra natural: no admite segunda fundición, y se cuenta entre las piedras preciosas, porque labrándola los lapidarios hacen joyas como de diamantes (De Velasco, 1844, p. 30).

LA DESCRIPCIÓN EN LA HISTORIA DEL REINO DE QUITO:

A su vez, en el segundo libro, que alude a los exponentes del reino ve- getal, el autor riobambeño comienza exponiendo las características de su método de organización y descripción de los referentes naturales:

Carece este Reino de límites en la Historia Natural. Consta de muchas y muy dilatadas provincias y cada escritor las divide como puede o como quiere. Muchos las reducen a un sinnúmero de órdenes o cla- ses, por las analogías o por los diversos fines a que las ha destinado el común uso. No haré yo poco, si lo poco que he de tocar cada una, puedo reducirlo a solas ocho o nueve clases (De Velasco, 1844, p. 32).

Con lo anterior, se entiende que Velasco no intenta entregar en su obra un cúmulo de anotaciones, referencias y subdivisiones de todas las especies, sino más bien traer a presencia algunas de ellas y presentarlas de forma sucinta, matizadas con noticias sobre los usos que de tales referentes hacen los naturales por sus beneficios o costumbres. Su primera división de tópicos relacionados con el reino vegetal, hace alusión a los diversos tipos de vegetales presentes en la región: aquellos útiles para la medicina, categorización que también utilizan Acosta y Montoya y que permite que las gentes del Viejo Continente se relacionen y entiendan de mejor manera lo que hasta ese momento no conocen;

117 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

aquellos vegetales que tienen diversos usos y, finalmente, otros vegetales especiales por su flor o su madera. Con lo anterior, volviendo a la prosa de Velasco, desde el punto de vista metodológico-taxonómico se observa que en la mayoría de sus descripciones, menciona el nombre de la planta en el idioma quechua, su significado, su utilización, sus características y si es conocida o no en Europa; por ejemplo, con respecto a una planta con propiedades laxantes señala:

El Chichil, planta conocida en algunas provincias con el nombre de hierva del zorro, por el olor fastidioso y grave. Es de dos á tres palmos, hoja verde oscura picada, flor amarilla y semilla negra, que dentro de un calicito negro hace ruido como los cascabeles, que eso quiere decir y significa chilchil. Es muy estomacal, corroborante, y bebida su hoja, ó bebida en cocimiento, hace restaurar la digestión más perdida (De Velasco, 1844, p. 33).

En otra parte de su prosa describe una planta con propiedades estimulantes que tanto fascina a los viajeros y misioneros del Nuevo Continente, por sus propiedades para combatir la fatiga. Velasco (1844) escribe:

La coca […] arbolillo pequeño verde claro, con hoja algo parecida á la del naranjo, de solo cultivo. El sumo es el mayor corroborante, y un alimento que parece increíble, porque, sin otra providencia que estas hojas, hacen los indianos viages de semanas, hallándose cada día más robustos y vigorosos. Se hace de ella un gran comercio en casi todas partes (p. 34).

O también el huantuc, planta alucinógena utilizada por los naturales de la región, “muy semejante al floripondio: flor roja y de mal olor, y virtud muy diferente: porque es formidable narcótico, del cual usaban los indianos para fingir visiones” (p. 35). También es de interés su descripción sobre la quina, cuyo descubrimiento se atribuye a los misioneros jesuitas, tal como lo refiere Velasco (1844):

Arbol [sic] no muy alto, de hojas algo parecidas á las del ciruelo, flor azuleja. Su corteza con la virtud febrífuga para todas especies inter- mitentes, y diversos otros males; es ya conocida en todo el mundo. Este es un vegetable propio y privativo del Reino de Quito, donde no se conoce sino por el nombre de cascarilla. A los principios de su

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descubrimiento se divulgó en Europa con los nombres de quinaquina, de polvos del Cardenal de Lugo y polvos de los jesuitas. Después a que- dado con solo el de quina […] La quina se descubrió por medio de un Jesuita, a quien le reveló un indiano de Quito en la montaña Uritozinga de Loja. Casi exhausta aquella provincia con la mucha que se sacaba, se descubrió en la de Cuenca, donde pasó todo el comercio (p. 37).

Velasco continúa destacando además otros árboles y plantas según su uso o utilidad, entre ellos el algodón, el barniz, el mate, la pita y el mimbre. Así, siguiendo su estilo, explica en una parte de su prosa:

Maguei ó cabuyo, es planta ya conocida en Europa y sabidas sus virtudes y utilidades. En Mégico se sabe cuanto aprecio tiene por la bebida de pulque, que hace un ramo exorbitante de utilidad y comercio. En el Reino de Quito sirve mas de estorbo, que de utilidad. Rarísimo es el indiano que hace el pulque (De Velasco, 1844, pp. 40-41).

El autor escribe también sobre especias, bálsamos, resinas y especierías que los naturales utilizan en sus preparaciones y guisos. Así, por ejemplo, reconoce el valor de conocer y utilizar los recursos naturales, frente al reconocimiento que se le da a las cosas del Viejo Continente:

En todas partes se buscan y aprecian más (por aprehensión ó por moda) las cosas extranjeras que las del propio país, siendo tal vez éstas mejores que aquellas. Esto se verifica en el Reino de Quito, particularmente en materia de especerías […] El Achote es un arbo- lillo pequeño de hoja grande, que da un erizo blando, grande de tres dedos. Está lleno de semillitas negras, cubiertas de bastante materia oleosa roja de buen gusto. Sirve para los guisos, y con ella se pintan el cuerpo los indianos (De Velasco, 1844, p. 51).

Como ya se ha dicho, el autor intenta aportar siempre los nombres autóc- tonos con los que los nativos se refieren a animales y plantes, haciendo algunas observaciones sobre sus utilización o utilidad; y en cuanto a los usos del idioma en los territorios del Virreinato del Perú, es interesante destacar también las observaciones que hace el autor de la Historia del Reino de Quito, puesto que reconoce las diferencias de los distintos dialectos regionales frente al quechua que se habla en el Perú, llamado lengua general. Así, Velasco (1844) escribe:

119 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

[…] debo prevenir en órden á las palabras y significados del idioma indiano, que pongo muchas veces, las cuales parecerán diferentes ó viciadas, ó no conformes á la lengua peruana, que se llama general. En el Reino de Quito, como parte que fue del imperio de los Incas, se hizo vulgar aquel idioma, no en todas las provincias que componen el Reino, sino solo en aquellas que fueron conquistadas por ellos. Mas este mismo idioma general, es en gran parte diferente en el partido de Quito de él del Cuzco. Aquí es puro como el de la China; y allá es mezclado como la mayor parte de los idiomas de Europa, por haberse introducido y adoptado muchísimas palabras extrangeras. […] Cuando los Incas lo conquistaron, se introdujo mucho más el lenguaje que se llama peruano; mas de tal suerte, que aun las palabras propias de este, se pronuncian por lo común variando algunas vocales; v. gr. tomando la g por la c; la b por la p; la u por la o; y tal vez la o por la u…” (p. 94).

Así, al describir los frutos de las palmas de cocos, Velasco (1844) da cuenta de estas diferencias lingüísticas, señalando:

El fruto en la lengua del Perú se llama ruru, y en la de Quito lulum, que es lo mismo que huevo; por lo que el fruto de cualquier palma se dice chontaruro; y es de advertir que a veces se toma el fruto por el árbol o el árbol por el fruto, como sucede en otros idiomas (p. 53).

Más adelante, al mencionar las maderas que se utilizan para fabricar distintos tipos de barcas, escribe:

Palo de Balsa. Es árbol bien alto y corpulento, con la corteza dura y toda la madera muy blanca, muy dulce, y tan ligera como el corcho. Esta se trabaja fácilmente con un cuchillo, y es utilísima para mil obras, y de ellas se fabrican las embarcaciones indianas llamadas balsas, uniendo y trabando los enteros maderos de esta especie con nervios y bejucos (De Velasco, 1844, p. 47).

Mediante estos relatos, el autor reconoce asimismo las relaciones des- criptivas entre el espécimen y el uso que de ellos hacen los nativos y los habitantes del país. En otra de sus descripciones, por ejemplo, Velasco destaca las diferencias de tamaño y sabor de un fruto según la región del territorio en la que se obtenga:

120 Juan de Velasco y el Ecuador del siglo XVIII

Chirimoya, propiamente chirimuyu, quiere decir el fruto de la pepita frígida […] Esta fruta compite la primacía entre algunas del Reino, y es en realidad una de las mejores. La han descrito varios pero mal generalmente. El árbol es mediano, ramoso hasta el suelo, de hojas algo grandes y anchas: la flor fragantísima, pequeña, de cinco hojas delgadas carnosas, entre amarillo verde y pajizo. El fruto en todas partes tiene la piel verde, delgada y delicada: la médula blanquísima sin oquedad, muy blanda, con más o menos pepitas negras lustrosas, algo chatas […] La médula es dulcísima sin fastidio, algo acuosa, en unas sin nada de ácido, y en otras con alguno. Se comen en tajadas ó con cuchara. El tamaño y lo sazonado de esta fruta es diversísimo, no solo en diversas provincias, sino aun dentro de una misma, según el temperamento y el terreno. En la de Quito son pequeñas, con mu- chas pepitas y poco sazonadas. En la de Ibarra, Hambato, Riobamba y Cuenca, es algo mejor. En las de Loja y Popayan, es perfectísima, y con pocas pepitas (p. 58).

Por su parte, en el tercer libro de esta obra, dedicado a los observables del Reino Animal o irracionales, el autor riobambeño comienza con una explica- ción del método seguido por relacionado con lo que se ha venido destacando como característico del modelo discursivo de Velasco; esto es, describir sin más, sin extenderse innecesariamente: “En el presente que compone el Reino Animal, haré mención de los diferentes órdenes de irracionales y de las distintas especies de cada uno, siguiendo el método ya prescrito de no dilatarme en descripciones” (De Velasco, 1844, pp. 77-78). De acuerdo a este método, divide a los animales según su tamaño en cuadrúpedos mayores y menores; según su agresividad, en fieras; y luego en distintas clases, por ejemplo especies caninas (por su similitud con el perro), ciervos y cabras, puercos, liebres y conejos, zorros y ratas. Al dar cuenta de un espécimen llamado guagua por los naturales, Velasco (1844) escribe: Es el nombre de un pequeño perro anfibio, de lana finísima, larga, espe- cialmente en las grandes orejas. El color es siempre pardo oscuro, de grande y agudísima dentadura. El nombre le viene de la palabra que pronuncia gua- gua, al ladrar, siempre que ve gente. La carne tiernísima y muy gustosa, es celebrada sobre cuentas especies hay de mejores carnes. Algunos lo llaman nutria, y es muy frecuente y abundante en varios ríos, especialmente en el de Mira. He visto allí al tiempo de pasar un puente de cuerdas, que llaman taravita, mas de 40 que me ladraban muy cerca y se metían al agua […] He comido algunos y quisiera comerlos siempre (p. 86).

121 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

En otra de sus descripciones, esta vez al escribir sobre la vicuña, ilustra su relación con los naturales a través de una técnica que utilizan estos para obtener su lana:

Su lana es tan fina y suave como la seda. Es animal timidísimo, co- barde y aprehensivo, de cuya propiedad se valen para quitarle con facilidad la lana. Rodean un pedazo de bosque, en que se conozca que hay bastantes, con una delgada cuerda, en altura del mismo animal, poco más o menos, tanto que pudiera pasar por debajo, ó por encima; pero no hay ese peligro. Cerrada esta cuerda en círculo, quedan ya seguros todos cuantos hay dentro de él. Lo van estrechando poco á poco sin que ninguna vicuña se atreva á vencer el muro que le pone la aprehensión en aquella cuerda. Juntas en un círculo pequeño, se van cojiendo y tusando, y se alza después la cuerda para que se vayan hasta la siguiente trasquila (Velasco, 1844, p. 83).

Otras anotaciones tienen un estilo humorístico, como al relatar las ca- racterísticas de una de las especie de mono existente en su país:

Horro es el nombre que se da en Guayaquil a la mayor especie que hay en todo el Reyno. Este es negro con collar blanco. Parado es de la estatura de un hombre, y uno de los más que se asemejan en la cara. Sus gritos aturden los bosques y tienen tantas fuerzas que quiebran ramas grandes para arrojarlas y defenderse. Es opinión vulgar que si coge una mujer a solas usa mal de ella con violencia (De Velasco, 1844, p. 90).

El autor da cuenta de otros ejemplos de la flora y fauna del Reino de Qui- to, como aves, reptiles, distintas clases de insectos y peces, incluyendo secciones para mencionar todas aquellas especies ajenas al Nuevo Mundo y que han sido introducidas por los españoles, como el caballo. De esta forma, por ejemplo, al referirse a los distintos tipos de peces y especies acuáticas, Velasco hace un alto para relatar las distintas formas de pesca que ha observado en los naturales de la región, en especial un modo que utiliza el barbasco, un arbusto oriundo de las zonas tropicales:

Omitiendo los modos comunes á todas partes, de las redes y anzue- los, hay dos modos fáciles de hacer una pronta y abundante pesca, cuando se quiere, en los ríos medianos ó pequeños, como también

122 Juan de Velasco y el Ecuador del siglo XVIII

en las ciénagas y lagos. El primer modo, es echar en el agua la yerba barbasco, medio molida, la cual embriaga á los pejes de modo que se sobreaguan todos como muertos, y se van cogiendo con las manos. Esa embriaguez no es maligna, ni mata al peje, como presumen algu- nos: porque pasados los efluvios de la yerba, se reponen y vuelven a entrar al agua sin novedad (De Velasco, 1844, p. 131).

Velasco se da a la tarea de relatar y comprobar distintos antecedentes sobre la historia del Reino de Quito, sus orígenes, sus habitantes, sus costumbres sociales, civiles y morales, así como las noticias que de este reino han llegado a España. Así, refuta variadas ideas de autores extran- jeros, principalmente referidas al imaginario colectivo europeo sobre la constitución física y el carácter y moral de las gentes del Nuevo Mundo. En este punto es interesante destacar el diálogo que mantiene con el Padre José Acosta, el cual ya hemos mencionado en este trabajo, y cuya obra Historia Natural y moral de las Indias se convierte en un referente para los estudios sobre la realidad del nuevo continente (De Velasco, 1844, Finalmente, el autor riobambeño concluye su obra reconociendo el valor de las gentes del Nuevo Mundo, más allá de su desarrollo técnico o científico. Son especialmente relevantes las conclusiones a las que arriba, al reconocer que gran parte del avance cultural y tecnológico del que goza el continente europeo en este período es producto de las relaciones comerciales y el contacto que sus países han tenido a lo largo de los años, creando una red de influencias y cooperación que, como podemos reconocer, se mantiene hasta hoy:

El grado de suma perfección á que ha llegado la cultura europea en el presente siglo, se debe á la comunicación y comercio de unas con otras naciones, y de unos con otros reinos extrangeros. Es innegable, que mutuamente han ido tomando luces, y han ido aprendiendo é imitando todo lo bueno y útil, que otros han pensado, inventado y producido, en lo político, en lo civil, en lo militar, en las artes y en las ciencias. Se han comunicado mutuamente sus escritos, sus dise- ños, sus máquinas, sus instrumentos, y aun se han llevado maestros y artífices de unas partes á otras. De este modo se han depuesto las costumbres bárbaras, que antiguamente fueron comunes […] Al contrario los Peruanos, sin comercio ni comunicación con nación alguna que pudiese iluminarlos, sin tener de quien aprender nada,

123 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

sin mendigar producción alguna de otros, por sí solos discurrieron, inventaron y pusieron en ejecución cuanto quisieron, llegando á un grado de cultura civil, de artes y ciencias, que ha causado admiración á los mismos Europeos (De Velasco, 1844, p. 231).

El resto de su principal obra, la Historia del Reino Quito en la América Meridional, se compone también de un segundo tomo, que incluye una historia antigua sobre los habitantes del reino, y un tercer tomo, rela- cionado con la historia moderna de Quito, en la que se catalogan sus distintas provincias, tipos de gobierno y administración.

OTRAS CARACTERÍSTICAS DE LA OBRA DE VELASCO

También es interesante comprobar que en diversas partes de su obra el Padre Velasco toma conciencia de las críticas que algunos de sus informes van a provocar, especialmente en Europa. Su argumentación tiene mucho que ver con el trabajo de los jesuitas que llegaron al Nuevo Mundo y escribieron sus obras para describir lo que observaron, que en muchos casos resultaba sorprendente e increíble para las gentes del Viejo Continente. Esta lucha constante por dar a conocer cosas de interés la ilustra Velasco en el siguiente pasaje al tratar aquellos vegetales que por sus propiedades parecen maravillosos:

Bien sé que todo lo que suena á maravilla, solo es materia de irrisión para los críticos y filósofos del día […] Yo tocaré solo algunas, muy cierto y seguro de la verdad de ellas, sin temor de la crítica censura, que puede certificarse como y cuando quisiere. Lo cierto es que todo lo extraordinario se hace á los principios increíble y parece maravilla, ó porque es raro, ó porque todavía no se desifra su arcano natural. Si los efectos del iman se hubiesen observado en solo un cantón de la Tartaria, se reputaría por fábula en todo el mundo. Creerlo todo por solo el dicho de cualquier persona, es facilidad y simplicidad de ignorantes: negarlo todo, por comprobado y autorizado que esté, solo porque suena á maravilla, es capricho y necedad de los doctos (De Velasco, 1844, p. 71).

En este punto, y relacionado con lo anterior, el autor de la Historia del Reino de Quito de cuenta de su conocimiento de la obra de otro miembro

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de la Orden Jesuita, el padre José Gumilla, cuyo trabajo en las tierras del Nuevo Reino de Granada destaca en su sentido historiográfico de la siguiente forma:

Al P. Gumilla que refiere en su Orinoco Ilustrado, varias cosas extraor- dinarias, lo tuvieron unos por embustero, y otros mas benignos, le calificaron de crédulo e inocente. No dudo yo que escribiese algunas cosas con poca crítica y examen, dejándose preocupar ó del humor de referir cosas extraordinarias, ó de la ciega fe al informe de cualquiera indiano. Mas no por eso dejaron de ser muy verdaderas varias otras cosas que al principio parecieron igualmente increíbles, y después las comprobó el tiempo con evidencia (De Velasco, 1844, p. 71).

En cuanto a los fenómenos naturales que parecen sorprendentes, el autor no se contenta simplemente con darlos a conocer, sino que intenta ex- plicarlos utilizando algunas de la teorías cognoscitivas de su época; tales como por ejemplo las ideas sobre los efluvios o la simpatía y antipatía natural entre los elementos, que provocan atracción o repulsión entre los mismos, tal como se aprecia en su descripción del Bejuco de Guayaquil:

Se halla en los bosques de esta provincia una especie de bejuco de color blanquisco, grueso de uno á dos dedos, y largo cuanto puede subir desde la tierra hasta la mayor altura de los árboles, y bajar des- pués, hasta quedar muchas veces colgado al aire como una cuerda. Entre la gente vulgar, unos lo llaman el bejuco amigo del hombre, y otros llaman enemigo, por el efecto que luego diré […] Sucede con este, que si está todo ligado, al acercarse una persona humana, se exfuerza á mover cuanto puede, tanto mas violentamente, cuanto está mas cercano al cuerpo. Si tiene alguna punta suelta y colgada al aire, no solo se mueve, sino que levantándose por la punta, va con grande ímpetu á dar al cuerpo, de modo que si lo alcanza, le causa un moderado golpe. Si la persona es ignorante de este natural efecto, y no tiene noticia alguna como sucede á muchos pasageros, huye luego dando gritos, persuadida á que le ha picado alguna víbora. He visto con mis ojos este efecto, que puede entenderse con la atraccion de los poros humanos, con los efluvios, y con la natural simpatía, según se discurre del ámbar con la paja, y del imán con el acero (De Velasco, 1844, pp. 72-73).

125 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias Juan de Velasco y el Ecuador del siglo XVIII

Velasco también aprovecha, a partir de su experiencia, de contestar a HACIA UNA CONCLUSIÓN EN LA OBRA muchas de las críticas que desde Europa se han hecho de las gentes y DE JUAN DE VELASCO animales del Nuevo Mundo. Especialmente responde a las críticas del naturalista francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, y de Cornelius La obra del padre Velasco presenta algunos elementos que la distinguen de Pauw, filósofo holandés, quienes postulan que, producto del clima de los trabajos de los otros jesuitas que se han investigado en este trabajo. americano, la flora, fauna y los habitantes de este continente se han Esto se debe principalmente a que sus viajes y su labor de observación degenerado y vuelto débiles, siendo inferiores a las versiones europeas. y descripción se despliegan en pleno siglo XVIII, momento en el cual ya Estas ideas circulaban entre grupos de pensadores que nunca habían se han dado a conocer las historias naturales de otros miembros de la visitado América y formulaban sus teorías de acuerdo a las noticias Compañía de Jesús, particularmente la Historia natural y moral de las que les llegaban de viajeros y marinos. Sin embargo, muchos jesuitas Indias, publicada por el padre José de Acosta a fines del siglo XVI. Es por aprovecharon su labor epistolar y de creación de historias naturales para esto que Velasco, en el desarrollo de su obra, dialoga con Acosta, o con el referirse a estas nociones y, con su experiencia, tratar de eliminarlas del padre Joseph Gumilla, evaluando sus opiniones sobre distintos tópicos imaginario popular europeo. Así, Velasco (1844) señala: de la flora y fauna americanos, y dando cuenta igualmente del efecto que el paso del tiempo ha tenido en sus obras. Ningún asunto inculcan con mayor empeño los señores Paw y Buffon, Por otro lado, al haber experimentado la expulsión de la orden jesuita que la suma escasez de cuadrúpedos y esos imperfectísimos que se de los territorios de la Corona española en 1767, su trabajo también se hallaron en América, porque este argumento era muy necesario para asemeja al realizado por el padre Juan Ignacio Molina sobre el territorio persuadir, o á lo menos hacer creíble su sistema sobre el perverso chileno, al escribir su obra basándose en las notas y observaciones que clima, contrario y destructivo a los vivientes […] Esta perversidad ha realizado durante su tiempo en el Reino de Quito. Por esto, una de las del clima no solo ha escaseado las especies, sino que á las pocas que principales críticas a su obra ha sido la falta de rigurosidad, sobre todo hay las ha dejenerado, de modo que son imperfectas, siendo casi en cuanto a su parte histórica y antropológica, referida a los habitantes todos los animales privados de dientes, de cuernos y de rabos, con prehistóricos del Reino (Larrea, 1988). las figuras extravagantes y con los miembros desproporcionados, sin La parte dedicada a la historia natural de la obra de Velasco sorprende simetría (pp. 79-80). vivamente al lector, puesto que para las descripciones de las plantas y animales y otros referentes orgánicos, el autor riobambeño va utilizan- Así, al describir por ejemplo al puma, que se le tenía en Europa por un tipo do los nombres nativos del quechua, tal como se ha visto. También es de león debilitado por el clima, que había perdido su melena producto interesante su análisis acerca del clima, su clasificación de los montes y del frío, Velasco (1844) refiere: “Este es en Reino sin melena, no porque volcanes, los datos referentes al terreno, la descripción potamológica, la el clima se la haya comido, sino porque así fueron sus primeros ascen- identificación de los frutos de la tierra y de los exponentes inorgánicos. dientes […] No ceden estos en la corpulencia á ninguno de los africanos Llama la atención, además, que la eventual taxonomía y la historia del que yo he visto en Europa” (p. 84). Ecuador actual, que nos presenta Velasco, se desarrollen como un com- Con esto, Velasco busca posicionar los especímenes de la flora y de pleto relato ordenado de las culturas indígenas. Ello, siempre con el afán la fauna de la zona del Ecuador como referentes únicos, que pueden de mostrar las virtudes de su tierra para hacerle justicia en el exterior, entenderse en su individualidad y no en comparación a los que existen en el mundo europeo. en el Viejo Continente. En rigor, la obra en comento se enmarca en la estructura discursiva característica de los trabajos de historia natural de los estudiosos de la Orden Jesuita, quienes además de insertarse en la prosa de las historias naturales —cuya difusión se remonta a la Naturalis Historia de Plinio (siglo I) y al paradigma de la Ratio Studiorum, propio de la Orden— arri-

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HACIA UNA CONCLUSIÓN EN LA OBRA DE JUAN DE VELASCO

La obra del padre Velasco presenta algunos elementos que la distinguen de los trabajos de los otros jesuitas que se han investigado en este trabajo. Esto se debe principalmente a que sus viajes y su labor de observación y descripción se despliegan en pleno siglo XVIII, momento en el cual ya se han dado a conocer las historias naturales de otros miembros de la Compañía de Jesús, particularmente la Historia natural y moral de las Indias, publicada por el padre José de Acosta a fines del siglo XVI. Es por esto que Velasco, en el desarrollo de su obra, dialoga con Acosta, o con el padre Joseph Gumilla, evaluando sus opiniones sobre distintos tópicos de la flora y fauna americanos, y dando cuenta igualmente del efecto que el paso del tiempo ha tenido en sus obras. Por otro lado, al haber experimentado la expulsión de la orden jesuita de los territorios de la Corona española en 1767, su trabajo también se asemeja al realizado por el padre Juan Ignacio Molina sobre el territorio chileno, al escribir su obra basándose en las notas y observaciones que ha realizado durante su tiempo en el Reino de Quito. Por esto, una de las principales críticas a su obra ha sido la falta de rigurosidad, sobre todo en cuanto a su parte histórica y antropológica, referida a los habitantes prehistóricos del Reino (Larrea, 1988). La parte dedicada a la historia natural de la obra de Velasco sorprende vivamente al lector, puesto que para las descripciones de las plantas y animales y otros referentes orgánicos, el autor riobambeño va utilizan- do los nombres nativos del quechua, tal como se ha visto. También es interesante su análisis acerca del clima, su clasificación de los montes y volcanes, los datos referentes al terreno, la descripción potamológica, la identificación de los frutos de la tierra y de los exponentes inorgánicos. Llama la atención, además, que la eventual taxonomía y la historia del Ecuador actual, que nos presenta Velasco, se desarrollen como un com- pleto relato ordenado de las culturas indígenas. Ello, siempre con el afán de mostrar las virtudes de su tierra para hacerle justicia en el exterior, en el mundo europeo. En rigor, la obra en comento se enmarca en la estructura discursiva característica de los trabajos de historia natural de los estudiosos de la Orden Jesuita, quienes además de insertarse en la prosa de las historias naturales —cuya difusión se remonta a la Naturalis Historia de Plinio (siglo I) y al paradigma de la Ratio Studiorum, propio de la Orden— arri-

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ban “a un método de aproximación a los objetos de estudio que como resultado de un permanente perfeccionamiento frente al estudio de los fenómenos naturales y de los grupos humanos, llega a coincidir con las propuestas ilustradas” (Hachim Lara, 2006, p. X). La Historia natural de Velasco no estuvo exenta de críticas, espe- cialmente por aquellos que la consideraban poco científica en sus des- cripciones, y muy poco docta, los otros, debido a la utilización de un lenguaje que no coincide con los cánones del idioma español, tal como lo deja de manifiesto el informe que entrega la Real Academia Española de Historia; ello, en relación a su Historia natural, que había sido enviada a la Corona española para una eventual publicación. Empero, esto corresponde a un propósito racional y voluntario de Velasco, toda vez que él desea contar la historia natural de su tierra, desde la perspectiva cultural de sus propios habitantes, tal como ya lo han destacado varios estudiosos. Justamente esta característica se aprecia también en la obra de otros jesuitas, tales como Molina y Clavijero. Así, queda claro que dicha nota que busca lo identitario mediante el uso de una abundante terminología nativa es una tendencia extensiva a la ma- yoría de los trabajos de los jesuitas latinoamericanos, quienes se oponen a las categorizaciones que del Nuevo Mundo hacen algunos pensadores europeos, sin siquiera conocer ninguna de las regiones de este hemisferio. El mayor aporte de Velasco para con el conocimiento de su tierra, y para la ciencia universal, es su forma de hacer historia y de entregar una aprehensión cognitiva, a partir del mismo conocimiento natural vernáculo, centrado con las voces quechuas. Algo similar ocurre en el caso de la prosa de Antonio Ruiz de Montoya, que reconoce la cultura guaraní, justamente por partir de una propuesta original, que se aparta de la búsqueda hegemónica occidental y que se construye a partir de un discurso histórico, vivo e inserto en lo social y en las costumbres nativas. Lo anterior deja de manifiesto que los autores jesuitas insertan las denominaciones de referentes bióticos y abióticos del Nuevo Mundo, incluyendo voces de las lenguas nativas como en el caso de Velasco y Montoya, para construir así una historia verdaderamente natural. Con razón, la minuciosidad y laboriosidad de Velasco para reunir y compendiar todos los elementos de interés —sean históricos o anec- dotarios— que encontró recorriendo su tierra ha sido destacadas en el Ecuador, donde su trabajo se ha comparado con el de otros grandes historiadores de ese país, como Federico González Suárez (1844-1917) y Jacinto Jijón y Caamaño (1890-1950). En relación a esto, el también historiador Carlos Manuel Larrea (1988) ha escrito:

128 Juan de Velasco y el Ecuador del siglo XVIII

Entre las muchas figuras históricas relevantes de la patria ecuatoriana, una de las más insignes y dignas de memoria es la del noble Jesuita riobambeño Padre Juan de Velasco. Padre de la historia ecuatoriana se le ha llamado, y justo es el honroso título; pues Velasco fue el pri- mer historiador nacional, el iniciador en nuestra patria de la ardua tarea de componer no ya una crónica de sucesos ocurridos en los vastos dominios españoles de América, sino una verdadera historia de un país, del antiguo y célebre Reino de Quito; comprendiendo la descripción de su territorio y naturaleza, la investigación sobre el origen de sus habitantes, sus principales características etnográficas, las tradiciones prehistóricas del pueblo y el relato de los más notables acontecimientos después del arribo de los españoles (p. 47).

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Juan Ignacio Molina y su contribución a la ciencia en el Chile colonial Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

JUAN IGNACIO MOLINA Y SU CONTRIBUCIÓN CIENTÍFICA EN EL CHILE COLONIAL

LOS JESUITAS EN CHILE. ALGUNOS ANTECEDENTES

Los jesuitas se establecen en el Reino de Chile tras su desembarco en el puerto de Coquimbo, el 11 de abril de 1593 (Hanish, 1974), siendo acogidos a su llegada por los padres dominicos, partiendo luego a Arauco a evan- gelizar. Con el paso del tiempo, y tal como en otras regiones del Nuevo Continente, la Orden se va destacando por su labor social en apoyo de la comunidad, su preocupación por los conflictos con los naturales de la región y por la creación de escuelas y seminarios:

La orden más floreciente era, sin disputa, la Compañía de Jesús, por el número de sus conventos y de sus religiosos y por la calidad de éstos; por los bienes que poseían y por los grandes servicios que prestaba a la colonia. En Santiago existía el convento máximo, el noviciado, el colegio de San Pablo y el convictorio de San Francisco Javier; poseía colegios en Serena, Mendoza y Quillota y las residencias de San Juan, San Luis, San Felipe, Valparaíso, Melipilla, San Fernando y , y además el colegio de Bucalemu, donde estudiaban los religiosos de- nominados juniores, o sea, religiosos jóvenes de primeros votos. Sus sacerdotes eran ciento veintisiete, cinco años antes de su expulsión.” (Cotapos, 1917, p. 86).

En cuanto a su labor social, los jesuitas prestan su apoyo realizando misiones regulares a las parroquias rurales del país, entre ellas a las de Colchagua, Rancagua, Ligua, Aconcagua, Quillota y Chacabuco, en las que dan anualmente los ejercicios espirituales (Cotapos, 1917).

132 Juan Ignacio Molina y su contribución a la ciencia en el Chile colonial

Para finales del siglo XVII, ya han introducido en sus colegios los ele- mentos característicos de su modelo pedagógico, tal como relata el padre Enrich (1891):

En todas las clases fueron notables los progresos […] y los profeso- res supieron mantenerla en sus respectivos alumnos por los nobles estímulos del honor y emulación, mas bien que por la severidad y los castigos. Con este objeto en ciertas festividades de entre año celebraban sus academias certámenes poéticos, compuestas de ora- ciones y poesías en latín y castellano; y además, otros actos públicos ó conclusiones, según su denominación común; con que terminaban anualmente los cursos. Estos actos se celebraban con solemnidad, y á ellos concurrían con entusiasmo los principales del pueblo, así los eclesiásticos como los seglares (p. 33).

La cita permite apreciar, por lo tanto, las prácticas educacionales de- sarrolladas por la Orden en el Viejo Mundo; entre ellas, la de presentar sus actividades académicas como instancias de integración social, en las que se reúnen y participan los diferentes grupos sociales de la ciudad. Así, en las distintas instituciones educacionales de la Orden se enseña lectura, escritura, retórica, lengua latina, griega y araucana, teología, cánones y cursos de filosofía; incluyendo en estos últimos nociones de matemática y física. A través de estos establecimientos, los jesuitas participan activamente en la educación pública del país, ya que en sus catorce colegios y escuelas, repartidos en once ciudades y en el campo, “se educaban, o a lo menos aprendían a leer y escribir, más de mil estu- diantes” (Enrich, 1891, p. 123). Asimismo, introducen nuevas ideas y conceptos en áreas que todavía no se desarrollan cabalmente en la región, como la arquitectura y la es- cultura, en las que destacan los jesuitas alemanes, entre ellos el coadjutor Johann Bitterich; o la preparación de medicamentos, puesto que para el momento de la expulsión de la Compañía la única botica de la ciudad de Santiago depende de los jesuitas. (Dacosta, 1999, En cuanto a la producción de conocimiento, desde su llegada al país muchos sacerdotes de la orden se destacan ora por su trabajo misional, literario y lingüístico, como el padre Luis de Valdivia (1560-1642), que escribe un confesionario y una gramática de la lengua mapuche, o Ma- nuel Lacunza (1731-1801), autor de una obra teológica enmarcada en la corriente mileniarista; ora por sus inquietudes científicas y su deseo de

133 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

conocer la naturaleza vernácula del país. Entre estos últimos, recuérdese por ejemplo a (1603-1651), a Diego de Rosales (1603-1677) y en el siglo siguiente al abate Juan Ignacio Molina (1740-1827). El Padre Ovalle publica su Histórica relación del Reino de Chile en Roma en 1646 y Diego de Rosales su Historia General del Reino de Chile, Flandes Indiano, que es publicada por Vicuña Mackenna en 1877. En estas obras hay claramente un esfuerzo tendiente a mostrar la naturaleza del país, sus vientos, cordilleras, árboles, algunas costumbres de los nativos y sus principales leyendas, pero no es una mirada completa sobre el cuerpo físico o el universo orgánico en general. Es un esfuerzo que atisba un universo propio, original, distinto a la cosmovisión de la naturaleza europea del período, pero que se agota en trasuntar el asombro global que despierta en los cronistas y literatos coloniales (Saldivia, 2001). También existen en el país sacerdotes que no pertenecen a la Orden y que se nutren de la obra jesuítica; entre ellos, por ejemplo, Manuel de Alday y Aspee, que llegaría a ser obispo de Santiago y que al momento de recibir las sagradas órdenes en el año 1740 se dedica a enseñar los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola en conventos y monasterios de religiosas. Posteriormente, siendo ya obispo, impone a ordenandos y párrocos la práctica de realizar dichos ejercicios por lo menos una vez al año (Cotapos, 1917). Juan Ignacio Molina, por su parte, es el autor que destaca por presen- tar un universo orgánico y social más global para dar cuenta del Chile colonial. Ello en virtud de sus descripciones y explicaciones sobre los referentes del mundo biótico chileno y por sus observaciones socioló- gicas y costumbristas sobre los mapuches. Los estudiosos de la historia natural lo consideran el primer científico chileno, toda vez que antes de él prácticamente no se observan expresiones referentes a la historia natural o a la descripción de los referentes orgánicos del país que hayan sido formuladas expresamente por autores nacidos en el Chile colonial, y que además utilicen una prosa descriptiva de carácter taxonómica. Al leer y analizar estas y otras fuentes bibliográficas del autor, no queda más que reconocer que se está ante un auténtico estudioso de la historia natural que logra entregar a la comunidad científica ilustrada un corpus teórico con aspectos relativos a la gea, flora y fauna del país, que en su conjunto constituye una visión científica de la naturaleza chilena. Las características de su obra, su descripción de la naturaleza y su metodología científica, entre otros aspectos, son los que se analizan a continuación.

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EL HOMBRE Y EL CIENTÍFICO

Molina nace en 1740 en la hacienda Huraculén, cerca de la ciudad de Talca, en la actual provincia de Linares. Hijo de Don Agustín de Molina y Doña Francisca González Bruna, recibe desde muy joven una fuerte formación religiosa. En 1748 ingresa al Colegio de la Compañía de Jesús en Talca, y siete años más tarde se incorpora al Colegio Noviciado de la Orden, en Santiago, donde estudia retórica y humanidades. En 1760 el joven Juan Ignacio principia a estudiar filosofía, teología y cosmografía en el Colegio Máximo de San Miguel, en Santiago. Siete años después, lo sorprende el decreto de Carlos III, que ordena la expulsión de los je- suitas de todos los dominios de la Corona española. Molina, por tanto, es detenido y remitido a Valparaíso donde permanece hasta febrero de 1768, fecha en que es enviado a Lima y desde ahí a Europa, unos meses después. Luego de deambular por Cádiz, Florencia, Pisa y otras ciudades europeas, se radica definitivamente en Bolonia. Son años en que el sen- timiento de desarraigo de su tierra lo apesadumbra, pero no logra mellar su interés por el estudio y por la producción teórica. En efecto, durante su estadía en Italia publica algunas obras, tales como: Compendio della storia geografica, naturale et civile del regno de Chile (1776), Saggio sulla storia naturale del Chile (1782) y Memoire di storia naturale (Bolognia, 1822). Las mismas son un verdadero acierto en el medio académico y en los círculos de los estudiosos de la historia natural. A partir de 1803 se desempeña como catedrático de la Universidad de Bolonia y se vuelca definitivamente al estudio y a las investigaciones propias de la historia natural; labor que ya había comenzado brillante- mente con su primera publicación en 1776. Como académico, refuerza su condición de estudioso de las ciencias de la vida y de conocedor de la flora y fauna chilenas. Tales preocupaciones pasan a ser sus más caros anhelos, la pasión de su vida. Tanto es así que a menudo algunos autores han insinuado que Molina descuidaba sus obligaciones propias de religioso por dedicarse a la ciencia (Briones, 1968). Esta misma pasión por las ciencias, en especial por las ciencias na- turales, le acarrea en 1815 una acusación de heterodoxia, “cuyo origen estaría en la publicación de la Memoria ‘Analogías menos observadas de los tres reinos de la naturaleza’ (Hanish, 1979, p. 66). En este ensayo, Molina postula una cosmovisión evolucionista de los exponentes del mundo orgánico e inorgánico. Así, a partir del exhaustivo análisis de una gran cantidad de analogías entre las producciones de los

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denominados tres reinos de la naturaleza (mineral, vegetal, animal), llega a colegir que la naturaleza tienen un solo universo donde se manifiesta la vida, y que los distintos exponentes de estos tres reinos puramente pedagógicos se vinculan y progresan entre sí. Al respecto, señala:

[...] no existe ni puede existir ninguna distinción absoluta entre los seres creados; que todos están conjuntamente encadenados por recíprocos vínculos, de modo que existe entre ellos una progresión gradual, en virtud de la cual los minerales llegan insensiblemente a vincularse con los vegetales, y éstos con los animales (Molina, 1965, pp. 7-8).

Lo anterior ilustra el énfasis transformista o preevolucionista de los exponentes del mundo natural; aunque su discurso explicativo en lo referente al fenómeno de la vida trasunta además una visión mecani- cista y animista; en especial en la relación que observa entre la gea, los minerales y los seres vivos. La acusación lo obliga a encauzar todas sus energías hacia una adecuada defensa, y finalmente, luego de los informes presentados, amén de la opinión de otros colegas, se deja constancia de la falta de base de dicha imputación y se le restablece la plena confianza religiosa y la facultad académica para enseñar. Molina fallece en Bolonia, en el año 1829. Como científico, el Abate Molina es el primer autor que da cuenta de los exponentes endógenos de la flora y fauna chilenas, aplicando el rigor y la metodología científica. Su taxonomía se basa en las nociones teóricas de los naturalistas Feuillé y Frezier, y en la nomenclatura binaria de Linneo. Para ejecutar dicha sistematización, utiliza los cri- terios metodológicos imperantes en la comunidad científica del siglo XVIII, vinculados a los principios teórico-filosóficos de la Ilustración y el Racionalismo. Imbuido de este marco epistémico, logra presentar a la comunidad estudiosa europea un amplio espectro del cuerpo físico de Chile. En las obras de Molina, el nivel de interpretación subjetiva ha disminuido enormemente, sobre todo si lo comparamos con los cronistas y descriptores de la naturaleza vernácula del país, propios del siglo del Iluminismo, como por ejemplo Ovalle o Rosales. Molina es un ilustrado a cabalidad y un romántico en cuanto a su visión de la naturaleza del Chile colonial; un naturalista que desea inser- tar lo viviente autóctono de su país, en el ámbito de la cultura y el saber del europeo bien informado; pero no aún específicamente en la ciencia universal. El cuerpo físico del país, a través de los exponentes de la flora

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y fauna seleccionados por el autor, aparece levemente idealizado, como si la naturaleza de Chile representara un lugar idílico, donde no existe la contaminación incipiente de las grandes urbes europeas que están entrando en el proceso de la Revolución Industrial, ni donde tampoco existe la perversión moral en el plano social. Esto parece ser parte de una noción comprometida con el arquetipo del “buen salvaje”, del nativo no contaminado por los cánones de la convivencia europea; utopía concebida a partir de Montaigne, como parte del ideario filantrópico ilustrado, que persigue la obtención de la felicidad y del progreso humano, en vista de un amplio ejercicio de la razón y de un respeto a la naturaleza. En este sentido, la tesis del “buen salvaje” ilustra y personifica en lo americano dicho ideario. Las obras de Molina persiguen llamar la atención de los europeos cultos hacia la naturaleza del continente americano y del Reino de Chile en particular. Y específicamente, con respecto a la publicación del texto Saggio sulla storia naturale del Chile, el propósito del Abate parece ser, además, corregir la desfiguración de América y de Chile, difundida previamente por Cornelio de Paw, en su obra Investigaciones filosóficas sobre los americanos, en la cual muestra los exponentes de la naturaleza americana y a los nativos como seres corruptos y degenerados (González, 1993,.

SU DISCURSO CIENTÍFICO

Desde el punto de vista del discurso científico, la clasificación de lo viviente en la prosa de Molina, si bien cumple con los cánones de pre- sentación descriptiva implantados por Linneo para dar cuenta de cada especie, carece de una sección o de un trozo descriptivo en latín, que acompaña a la tipificación de cada espécimen, como sucede por ejemplo en la prosa del propio Linneo. A este respecto, el mismo Molina señala:

He acomodado todos estos seres y cosas á los géneros establecidos por el célebre Caballero Linneo, y cuando ha sido el caso he formado otros nuevos siguiendo su método; pero he tenido por conveniente no adoptar su modo de distribuirlos, pareciéndome poco adaptable á la naturaleza de esta obra […] pero prevengo que en lugar de sus divisiones me he valido de otras más familiares y mas acomodadas al corto número de objetos que yo describo, y que no sirven para otra cosa que para dar algún orden a mi narración.(1788,p. XI)

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Así, como se ha mencionado con anterioridad, los miembros de la Compañía de Jesús van incorporando a su prosa descriptiva elementos “modernos” o recientes; en este caso, el modelo de categorización y nomenclatura de Carlos Linneo. Sin embargo, esta utilización no es oportunista, sino que, en esencia, responde a las necesidades de cada autor, en la medida que faciliten la comprensión de su obra por los habitantes de Europa y América. Molina ilustra justamente esta idea en los siguientes términos:

He seguido los pasos del naturalista Sueco, no porque esté yo per- suadido de que su sistema sea superior á todos los otros, sino porque veo que en el día es el mas generalmente seguido; pues á pesar de la grande estimación que profeso á su sabiduría, no puedo dejar de decir que me desagrada en muchos puntos muy esenciales su ingeniosísima nomenclatura, y que con mayor gusto mío habría seguido á Waller ó á Bomare en la mineralogía, al gran Tournefort en la botánica, y á Brisson en la zoología, porque me parecen más fáciles y mas acomo- dados á la inteligencia común. (1788, pp. XI-XII)

A través de la utilización de este sistema, la prosa de Molina presenta una diferencia frente a otros jesuitas naturalistas contemporáneos, por ejemplo, Juan de Velasco, que privilegia el uso de los nombres vernáculos en quechua. El discurso científico de Molina puede comprenderse mejor si traemos a presencia algunos trozos seleccionados del autor. Así por ejemplo, en la Historia natural y civil de Chile, señala:

El flamenco, Phoenicopterus chilensis, es uno de los pájaros más her- mosos que se ven en las aguas dulces de Chile, no solo por su magnitud, más por el vivo color de fuego de aquellas plumas que le cubren la espalda y la parte superior de las alas, campeando maravillosamente un color tan hermosos sobre el blanco brillante de todas las demás pluma. El largo de éste pájaro, medido desde la punta del pico hasta la extremidad de las uñas, es de cinco pies, bien que el cuerpo no tiene verdaderamente más que la quinta parte de esta dimensión; la cabeza es pequeña, prolongada y coronada de una especie de cimera o copete, los ojos son sumamente pequeños, pero vivos; el pico dentado, corvo la punta, de cinco pulgadas de largo y cubierto de una película encarnada (Molina, 1978, p. 51).

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O bien, en la misma obra cuando expresa:

El gevuin, Gevuina avellana gen. nov., que los españoles llaman avellano en consideración a su fruta, se cría en los y en las marismas, donde adquiere una altura mediana; sus hojas son aladas como las del fresno, y terminantes en una impar; pero las pequeñuelas son más redondas, más firmes, levemente dentadas, y colocadas a cuatro o cinco pares en un piesecillo común; las flores que lleva son blancas, cuadripétalas, y están asidas de dos a una espiga, que sale de la concavidad de las hojas; y la fruta es redonda, de nueve líneas de diámetro. (p. 46).

Las citas precedentes ilustran la estructura de la prosa científica de Mo- lina. El autor parte indicando el nombre vernáculo del observable, luego identifica a la especie con un nombre científico, y continúa con una des- cripción amplia en lenguaje culto, pero no especializado. En su discurso se percibe claramente la fase descriptiva y el cumplimiento de algunas exigencias de mensuración sobre el objeto de estudio taxonómico, pero esta no es muy exacta. En rigor, la cuantificación de las dimensiones de los especimenes de la flora o de la fauna chilenas no quedan aún debida- mente señalizadas; a lo más, la prosa del autor insinúa un determinado volumen o dimensión, o sugiere una analogía para comprender el porte real del observable; v. gr., cuando Molina (1978) menciona:

La loica, Sturnus loyca, es un pájaro algo mayor que los estorninos, al cual se parece en el pico, en la lengua, en los pies, en la cola, y aun en el modo de vivir y alimentarse. El macho es de color de gris obscuro, manchado de blanco, a excepción de la garganta y del pecho, que son de color escarlata, o más bién de un color de fuego muy vivo (p. 59).

Y en relación a un tipo de ave marina palmípeda, señala:

El pingüino, Diomedea chilensis, es el anillo o el eslabón que une los pájaros a los pescados, así como el volador o pescado volante es el que une los pescados a los pájaros [...] Es del tamaño de un ánade, pero tiene el cuello más largo, la cabeza aplastada por ambos lados y pequeña respecta a la mole del cuerpo. […] su piel es casi tan gruesa como la de los cerdos y se despega de la carne con facilidad; hace su nido en la arena y allí pone seis o siete huevos salpicados de manchas negras (pp. 50-51).

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La cita precedente es relevante, toda vez que lleva implícita una noción de pretransformismo o preevolución ingenua, en tanto sugiere que dicho exponente de la vida que está describiendo es un eslabón que estaría unificando la cadena de la vida. Y que por tanto la vida es un todo que se va expresando de un reino de la naturaleza a otro. En relación a otro aspecto, desde un punto de vista metodológico, el modelo explicativo de este autor jesuita incluye sistemáticamente las tres fases que hemos señalado cuando presentamos algunos ejemplos de las diagnosis de Molina, para lograr así la presentación taxonómica de un individuo. Estas son:

1. Nombre vernáculo 2. Nombre científico en latín. 3. Descripción minuciosa del observable, en lenguaje culto.

La secuencia anterior descansa en la canónica exigida por los naturalistas del Siglo de la Ilustración, y satisface los requerimientos de divulgación relativamente especializada de un tipo de naturaleza desconocida en Europa. Dentro de las características que sustentan su clasificación de las especies, no se aprecia con claridad un énfasis pragmático y positivista; aunque eventualmente describe algunos especímenes y sugiere ciertos modos prácticos de utilizarlos. En rigor, priman más bien los postulados del saber ilustrado y, en parte, de un romanticismo precoz, como bases de un modelo interpretativo para penetrar intelectualmente en la na- turaleza bullente e inexplorada del Chile colonial. Ello es concordante con las ideas de su tiempo y con una noción de ciencia más ilustrativa y verbalizante que con la noción de una ciencia operativa y utilitarista que vendrá en el siglo XIX. Esta característica, que impregna su obra de un valor particular, es destacada por diversos autores. Por ejemplo, Ferrrer (1904) señala:

Es tanta su claridad que no deja lugar á duda, sus noticias tantas que nada más se puede pedir; cuando él describe una cosa, por mínima que ella sea, parece que está viendo con sus ojos; cuando cuenta algún hecho, lo hace como si se hubiese hallado presente; cuando impugna un argumento, es indisoluble; cuando discurre, su razón es poderosa y sólida; en suma, su obra lo hace un gran naturalista, un sincero historiador, un modesto vindicador de su patria (p. 152).

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El lector bien informado de nuestro tiempo, por su parte, percibe en el discurso de Molina una indefinición acerca de cuál especie ha sido visualizada personalmente por el autor y cuál no. Ello obedece al hecho de que un alto porcentaje de las descripciones del jesuita naturalista que analizamos se sustentan tanto en el relato previo tomado de los lugareños que han estado en contacto con el observable; o bien, en los recuerdos que descansan en su memoria, como producto de sus propias observaciones de la naturaleza en el Chile colonial. Muchas de estas experiencias acontecieron en su infancia y en su adolescencia, en lar- gos paseos por la costa y los valles de la zona central del país. En otros casos, sus descripciones corresponden a informes que elabora a partir de conversaciones con viajeros. Y justamente en eso radica gran parte de su mérito: ese vasto poder ordenador de todo lo observado, escuchado y recordado del mundo orgánico del Chile lejano; que desde su psiquis logra consignar un peculiar universo de la naturaleza de su país en el papel. Dicha capacidad de síntesis, por un lado, y de ordenación globalizante, por otra, “le permite elaborar, en un todo organizado con admirable concisión científica, un gran número de datos desperdigados que su prodigiosa y tenaz memoria ha conservado de sus estudios anteriores, conversaciones y observaciones personales” (Briones, 1968, p. 82). En general, la diagnosis de Molina es un halago a la originalidad y peculiaridad de los exponentes de la flora y fauna chilenas, para despertar las inquietudes y fantasías de los naturalistas europeos. Tal vez por esto, algunos estudiosos estiman que el discurso taxonómico del Abate Molina contribuye a fomentar el interés por conocer estos lugares de América, principalmente en investigadores como Humboldt o Darwin, por ejemplo. Ello no debe parecer extraño, si se tiene en cuenta que a fines del Siglo de la Ilustración América era “la obsesión de muchos científicos europeos que soñaban con poder pasar a estas tierras para estudiar sistemática- mente la naturaleza y la sociedad del Nuevo Mundo” (Capel, 1989, p. 34). Y por cierto, dentro de esta ansiedad global de aprehensión cognos- citiva que manifiestan muchos exponentes de la comunidad científica europea, el Reino de Chile es uno de los puntos geográficos relevantes en la tarea de extender el ámbito explicativo de la historia natural.

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LOS ESFUERZOS PARA DAR CUENTA DE LA IDENTIDAD NACIONAL

Su prosa científica va más allá de la identificación taxonómica de los observables de la naturaleza chilena, pues además deja de manifiesto ciertos trazos identitarios referentes a la chilenidad, a la cultura popular o las primeras expresiones de sociabilidad de los chilenos. La obra de Molina incluye también, expresamente, descripciones de situaciones sociales y costumbristas, tales como juegos, matrimonios y normas de crianza infantil entre los mapuches, vestimentas usadas por los chilenos, y otras. Con respecto al juego entre los mapuches, Molina (1978) acota:

Los juegos hallados por ellos se dividen en sedentarios y en gimnásticos. Estos son muchísimos y por la mayor parte ingeniosos. […] El palin, que los españoles llaman chueca, se asemeja al arpasto o esferomaquia de los griegos, y al juego del calcio de los florentinos. Este juego que tiene toda la apariencia de una batalla ordenada, se hace con una bola de madera llamada pali, en una llanura larga, media milla, poco más o menos, y cuyos límites están señalados con ramos de árboles. Los combatientes, en número de treinta, armados de bastones curvos hacia la punta, se ordenan en dos filas, dispuestas de manera que cada uno tenga delante su contrario (pp. 145-147).

Todo lo cual se inserta en el plano del doble desafío imperante en la comunidad científica europea en el siglo XVIII. Esto es, por una parte, el anhelo de contar con una descripción y un adecuado conocimiento de los referentes del mundo orgánico existentes en el Nuevo Mundo; y por otra, los deseos de crear y fortalecer sus propias instituciones científicas, pero vinculadas a organismos políticos o gubernativos. Para lo primero, podemos recordar las diversas expediciones científicas y geopolíticas que las monarquías europeas financian para actualizar los conocimientos sobre el Nuevo Mundo, y para lo segundo, es posible reforzar dicha aseve- ración al observar el fenómeno de instauración de academias científicas en Europa que buscan la especialización y la actualización cognoscitiva de sus miembros, así como también la cooperación económica de las monarquías imperantes. Este es el universo cultural y político en el que se inserta su producción.

142 Juan Ignacio Molina y su contribución a la ciencia en el Chile colonial

Empero, Molina, como estudioso de la historia Natural, no se propone ni se concibe a sí mismo como un científico que organice su labor en pos de alguna de las variantes del ideario científico ilustrado del período. Su objetivo es aparentemente más modesto: dar a conocer la naturaleza vernácula de su querida y lejana patria a los lectores cultos de Italia y Europa en general. Por esto, en su prosa conserva los nombres autóctonos que los mapuches utilizan para designar a distintos exponentes de la flora y fauna chilenas; v. gr., peumo, boldo, huemul, maitén, chinchilla o diuca (Suwalsky, 1958). Entre las especies vernáculas del Chile colonial, que clasifica Molina, y que da a conocer al público culto de su época, figuran algunos mamíferos como el gato montés (Felis guigna); aves como la loica (Sturnus loyca), el papagallo (Psittacus cyanalysies), el jilguero (Fringilla barbata) y el flamenco (Phoenicopterus chilensis); árboles como el temo (Temus moscata), la patagua (Crinodendron patagua) y la palmera (Palma chi- lensis). O plantas alimenticias como la curagua (Zea curagua) y la papa (Solanun tuberosum). E incluso menciona algunas plantas utilizadas para tinturas, como el degul (Phaseolus vulgaris) y el rimú (Sassia perdicata). Con respecto a especies marinas, es el primero en clasificar la navajuela (Solen macha), la jaiba peluda (Cancer setisis), el picoroco (Lepas psittacus) y el piure (Pyura chilensis). En este sentido, Molina es uno de primeros autores que desde su campo disciplinario logra mostrar la naturaleza chilena, enfatizando en los aspectos vernáculos de nuestro universo biótico, en su peculiar policromía e interacción con los nativos y lugareños. Por ello, al dar cuenta de los exponentes de la flora y fauna chilensis logra alternar los trozos descriptivos con las notas taxonómicas exigidas por la comunidad científica, pero además consigna en muchos casos los nombres que le dan los araucanos y los nativos en general a tal o cual espécimen, modelo explicativo que también siguen Acosta, Montoya y Velasco. La comunidad científica de mediados del siglo XVIII, tanto de España como del resto de Europa, muestra un manifiesto interés por conocer la geografía de América y por la creación de instituciones científicas cada vez más específicas, como se ha mencionado. Entre estas, por ejemplo, se instituyen jardines botánicos, observatorios astronómicos, gabinetes de historia natural y de física, academias de medicina, colegios de ciru- gía y sociedades de amigos del país. Este proceso se complementa con la aparición en las universidades del Viejo Continente, de cátedras de Botánica, Agricultura, Química y otras (Sotos, 1989

143 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

La obra de Molina, por tanto, se presenta justo en pleno período expan- sivo de la institucionalidad científica y del fortalecimiento del carácter social de la misma. Por otra parte, a fines del Siglo de las Luces, se observa una nueva disposición política hacia las ciencias. Esta se caracteriza por una decisión gubernativa que fomenta diversos viajes científicos por América y Oceanía y por el apoyo económico a las distintas academias científicas que venían perfilándose desde el siglo anterior. Los países más interesados al respecto —por razones geopolíticas, navales y científicas— son España, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. España, por ejemplo, financia entre 1735 y 1810 “casi 60 viajes y expediciones a América y Filipinas para ampliar los conocimientos que tenía de sus vastos dominios de ultramar” (Pilar de San Pío, 1992, p. 31). Entre las organizadas por la Corona española, recordemos las expe- diciones botánicas y geográficas de Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón a los reinos de Perú y Chile (1777-1788); o la de Alejandro Malaspina (1789-1794) en la América Meridional; o la de Moraleda en las costas de la región austral de Chile (1792-1794). Tales experiencias dejaron como resultado completísimos herba- rios, plantas, semillas, animales disecados, conocimiento cartográfico actualizado y láminas de especímenes endógenos de América. Pero lo más relevante es que tales viajes permitieron a la comunidad científica europea replantearse la antigua visión de la naturaleza y la etnología americanas, saturada de mitos y de una gran imaginería folclórica. Luego, el marco epistémico y cultural en que se presentan los libros de Molina no puede ser más propicio. Hay un ansia por conocer los especímenes autóctonos de la flora y fauna americanas y de contar con algunos de ellos en vivo en las recién creadas instituciones científicas. Dentro del contexto epistemológico del siglo XVIII chileno, la obra del Abate Molina descuella frente a la escasa dedicación y conocimientos científicos existentes en el país, y porque permite difundir el conoci- miento de los exponentes orgánicos del cuerpo físico de Chile fuera del territorio. De este modo, contribuye por adición a incrementar el universo taxonómico de la flora y fauna americanas. En efecto, lo científico en el tiempo de Molina es describir la realidad, aun sin averiguar in situ todos los referentes y por ello muchas veces recurre en su prosa a testimonios de otras personas o autores (Berríos y Saldivia, 1995,.

144 Juan Ignacio Molina y su contribución a la ciencia en el Chile colonial

A MANERA DE CONCLUSIÓN.

El objetivo central de la obra de Molina, en rigor, se homologa con el propósito de la comunidad científica europea, aunque no es su interés fundamental. Tal vez por este aspecto de inserción de su diagnosis con la taxonomía europea sobre América, Molina es reconocido entre sus pares del Viejo Mundo. Con razón, lo visitan Humboldt y otros estudiosos de las ciencias de la vida, y lo designan miembro de número de la Accademia delle Scienze dell Istituto, en 1802; son las expresiones de reconocimiento que le prodigan sus pares dedicados al estudio de las ciencias de la vida y a la historia natural. Estos ven en el sabio chileno al iniciador, al pionero que instaura el método científico en la taxonomía sobre la naturaleza del Chile colonial. Y lo perciben además como un exponente de la difusión científica; tanto de los especimenes del mundo orgánico chileno como de las costumbres de las principales clases y grupos sociales de dicho país. Y es un difusor científico en tanto da a conocer parcialmente el cli- ma, la flora, la fauna, la mineralogía y la geografía del Chile de la época. En este último plano, el énfasis costumbrista y sociológico del autor, lo lleva a incluir en su prosa los detalles de la vida del huaso chileno, de los campesinos de la zona central y de los payadores. Con razón Hanisch (1979), destacado estudioso de la obra de Molina, sostiene que el trabajo de este último transmite un cierto “aire de nostalgia de la vida de campo, perdida en el tiempo y la distancia, pero viva en el corazón” (p. 64). El Abate Molina representa un hito significativo en lo referente al desarrollo de la ciencia en Chile, puesto que su obra corresponde a una aproximación ilustrada para abordar una cuestión pendiente en el marco cultural y cognoscitivo nacional; esto es, la sistematización y clasificación de lo viviente. Con ello se consigue una sinopsis del cuerpo físico del país y una mirada global sobre la naturaleza vernácula, si bien cronológicamente hablando no es el primero en presentar descripciones sobre los referentes orgánicos del Chile colonial, puesto que a fines del siglo XVII podemos encontrar algunos exponentes al respecto, como Alonso de Ovalle o Diego de Rosales, entre otros. En este sentido, su esfuerzo es bifronte: es el primero que utiliza la metodología científica y los principios taxonómicos imperantes en Europa para la diagnosis sobre lo viviente en Chile, y es uno de los pioneros en cuanto a identificar y explicitar las costumbres populares del Chile de fines del siglo XVIII y de los últimos años de la Colonia. Es un doble legado que traza un rumbo definido para las posteriores investigaciones, ora

145 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

taxonómicas, ora costumbristas, que se sucederán en el siglo del positi- vismo en el país, pero ahora en su condición de república independiente.

146 José Gumilla y sus viajes de exploración por Venezuela Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

JOSÉ GUMILLA Y SUS VIAJES DE EXPLORACIÓN POR VENEZUELA

EL PADRE JOSÉ GUMILLA Y EL NUEVO REINO DE GRANADA

El padre José Gumilla, cuyo nombre completo es José Francisco Tomás Gumilla Moragues, nace el 3 de mayo de 1686 en la comuna de Cárcer, cerca de Valencia, España. Sus padres son Francisco Gumilla y Margarita Anna Moragues. Ingresa en la Compañía de Jesús en Valencia, en junio de 1704, donde realiza estudios de filosofía (Gumilla, 1970). En 1704 es autorizado por el rector del colegio jesuítico de Valencia para viajar, junto a otros 44 religiosos de la Compañía de Jesús, al Reino de Granada y Quito. Ese mismo año parte a Sevilla, y en mayo de 1705 zarpa de ese puerto con dirección a su destino en el Nuevo Continente. Arriba en Santafé de Bogotá, en el Nuevo Reino de Granada, donde prosigue sus estudios religiosos, haciendo su noviciado en Tunja y pos- teriormente estudiando Filosofía y Teología en la Universidad Javeriana de Bogotá. (Mateos, 1953). Para 1711 se encuentra cursando estudios de Teología en el Colegio Máximo de la Compañía. Durante sus años de estudio Gumilla se destaca por su ingenio, su buen juicio y su temperamento moderado, competencias que son resaltadas por sus profesores e informadores de la Compañía de Jesús, tal como menciona el Padre José del Rey en su estudio preliminar a la obra de Gumilla: “Aunque en 1713 era todavía un anónimo, sin embargo no pasó inadvertido a la acuciosidad de los informadores del catálogo de ese año” (Gumilla, 1970, p. XXIII). El 31 de marzo de 1714 recibe su ordenación sacerdotal en la capital santafereña y para 1715 se encuentra en su tercer año de probación, trabajando en la ciudad de Tunja, próxima a Boyacá, en lo que hoy es la

148 José Gumilla y sus viajes de exploración por Venezuela

República de Colombia. A finales de este año comienza su trabajo en las misiones, y para este tiempo la Compañía de Jesús ha hecho muchos avances en las misiones del sector del Orinoco; por ejemplo, en las reducciones de Pauto, Tame, Macaguane y Patute, en las que se había instruido con éxito a los naturales en la fe y en la vida política. Esto, debido a que los jesuitas aplicaron el mismo estilo de acercamiento a los naturales y de respeto a sus costumbres que les fue exitosoa en otras locaciones que ya habían visitado desde la segunda mitad del siglo XVI: el entendimiento por medio de la adquisición de la lengua vernácula de la zona y el respeto a las colectividades, a través de la indagación con los propios nativos de las costumbres sociales y civiles de los mismos, además de la observación de los fenómenos distintivos de la flora y fauna del territorio en el que se encuentran: “En las reducciones están contentos con los jesuitas; y no se puede aceptar su renuncia porque nadie sino los jesuitas saben las lenguas indígenas” (Gumilla, 1970, p. XXIV). Sin embargo, en este período los jesuitas no buscan asentarse per- manentemente con los naturales a los que han enseñado, sino más bien continuar su labor en otras zonas inhóspitas del territorio y dejar estas reducciones a otras órdenes o a párrocos de seculares, tal como destaca el general de la Orden de esta época, el Padre. Tamburini, en una carta al provincial de los jesuitas en la región, el Padre. Mateo Mimbela: “[…] se deberá dar providencia de una y otra parte (el Señor Obispo y la Audien- cia), para que se instruyan párrocos seculares a quienes poder entregar los que espiritualmente hubiera conquistado la Compañía, cuando ya estuviere formado o asentado el pueblo” (Gumilla, 1970, p. XXIV). Al llegar al Reino de Nueva Granada y a la provincia de Quito, el padre Gumilla ciertamente observa y recoge toda la experiencia de la Orden en la región, lo que influye posteriormente en su disposición y estilo de trabajo misionero. Como se ha mencionado anteriormente, desde el año 1715 el autor del Orinoco ilustrado pasa a desempeñarse como misionero en la región de los Llanos del Orinoco, motivado por el Padre Mimbela, labor que realiza por más de 20 años, tal como destaca el padre José del Rey:

El primer período de su vida misional (1715-1737) es sin lugar a du- das el más importante en el aspecto desarrollista de las reducciones llaneras y orinoquenses; en su marco cronológico se llevará a cabo la revitalización de los ideales depositados en el gran río venezolano, se creará una nueva concepción misional, basada en la apertura y planificación, en diálogo con las Órdenes Religiosas circundantes, y

149 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

llegará después de diversos tanteos a la consolidación definitiva de la estructura misional a lo largo de la tríada de ríos Casanare, Meta y Orinoco (Gumilla, 1970, p. XXIV).

En este tiempo trabaja en la región circundante al río Apure, el cual recorre navegando numerosas veces, observando y tomando notas de sus características. Funda la misión de San Ignacio de Betoyes y pasa a trabajar en la región de los lolacas y las tierras de los anabalis, al otro lado del Sarare, entre los años 1716 y 1719. En este período se dedica al estudio profundo de la lengua de los naturales de la región, especialmente en la reducción de los betoyes. Gumilla escribe en esta época:

Es cierto que a los principios el estudio de nuevas lenguas tiene las raíces muy amargas; pero como después el fruto en la salvación de muchas almas es tan suave y abundante, es muy corto el costo a vista de tanta ganancia (Gumilla, 1970, p. 268).

Esto porque, como muchos otros misioneros jesuitas, Gumilla reconoce la importancia del aprendizaje y la adquisición de la lengua usada por los nativos de cada región como herramienta apostólica y misional; pero también como una manera de entender y, posteriormente dar testimonio, de las experiencias que tiene o de lo que observa. En el caso del lenguaje, por ejemplo, Gumilla hace observaciones muy relevantes sobre la existencia de una lengua común de la que derivan los distintos dialectos que utilizan las tribus en la zona en la que se encuentra:

Es tiempo que desentrañamos, con la brevedad y claridad posible, el origen de esta confusa variedad de lenguas. La raíz de las derivadas o subalternas se evidencia ella misma con la relación que tiene, aunque confusa, con su matriz, de quien no solo tiene, aunque disfrazados, los pronombres, sino también algún eco en las voces; más la división entre sí de dichas lenguas subalternas y la separación de su original no puede proceder de otro principio que de una notable dispersión de muchas familias de la lengua principal (Gumilla, 1970, pp. 298-299).

De aquí que investigadores modernos destaquen la existencia de una familia lingüística común en la zona, lo que explica la rapidez con la que se desarrolló la captación misionera en la región y la capacidad del

150 José Gumilla y sus viajes de exploración por Venezuela

misionero para polarizar, a pesar de las rencillas tribales, los diversos componentes indígenas bajo la única tutela de la reducción. Es nombrado superior de las misiones de la región en 1723, rol que desempeña hasta 1730. Luego, en 1731 inicia la misión del Orinoco, y al año siguiente pasa a evangelizar a los naturales de aruacas. Viaja en este tiempo a la Guayana y visita la isla de Trinidad, predicando también en la misión de San José de Oruro. En 1733 regresa a la región de Guayana y es nombrado rector del noviciado de Tunja. Luego, al año siguiente, participa en la firma de la “Concordia de Guayana”, edicto que divide el territorio guayanés entre las distintas órdenes religiosas que trabajan en esa región, estableciendo los límites entre las distintas misiones; entre ellas las de los capuchinos y los franciscanos de Piritú. En el año 1735 es nombrado capellán de la infantería del Castillo de San Francisco de Asís por el gobernador Carlos de Sucre. En relación a esto, Pacheco (1989) escribe:

Gumilla ha puesto la condición de que se agreguen a su feligresía los indios circunvecinos, sálivas y aruacas, y se compromete a dejar un sustituto en las ausencias que debe hacer por razón de su cargo de superior de las misiones (p. 469).

En 1736 viaja a Caracas y firma nuevo convenio con la Orden de Capu- chinos sobre los límites territoriales de las misiones. En 1737 asume como rector del Colegio de Cartagena y al año si- guiente es designado viceprovincial de la Orden Jesuita en el Nuevo Reino de Granada. El año 1738 es elegido procurador de Roma, viaje que realiza a partir de 1739, año en que arriba a Pamplona, posteriormente Madrid y finalmente Roma, donde aprovecha de proseguir sus intereses intelectuales, escribiendo una biografía de otro jesuita: el Padre Ribero. Continúa su labor sacerdotal e intelectual y en 1743 retorna al Nuevo Reino de Granada. Posteriormente regresa a la misión de San Ignacio de Betoyes y es nombrado superior de la Misión de Casanare, rol que desempeña entre los años 1745 y 1747. Esta forma de desempeñarse, moviéndose de un lugar a otro sin respiro, actuando en todos los lugares en los que se le necesita, con fortaleza y alegría, es una característica del trabajo del Padre Gumilla, y refleja el modo de actuar de la Compañía. Un relato de la época ilustra su labor continua, en este caso en el cuidado de los enfermos, de la siguiente forma: “El P. Gumilla […] era especialísimo en esta materia.

151 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

En su cabaña tenía toda suerte de remedios y al primer aviso del fiscal dábase prisa, como amorosa madre, a utilizarlos, era todo agilidad, todo prontitud, todo alegría” (Pachecho, 1989, p. 471). La muerte lo sorprende en la misión de Los Llanos venezolanos el 16 de julio de 1750. (Fajardo, 2006, Tomo II). Entre sus obras escritas se des- tacan El Orinoco ilustrado y defendido, historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes, la que termina de escribir en 1731 y que ve la luz recién en 174111. En 1739, escribe una Breve noticia de la apostólica y ejemplar vida del angelical y V .P. Juan de Ribero, así como también varios apuntes y escritos que van siendo publicados con el paso de los años, especialmente su vocabulario, gramática y catecismo en lengua betoy. Y en el plano de la cartografía, nos ha legado un mapa de los llanos y del río del Orinoco (1740), entre otros aportes.

SU ROL COMO EVANGELIZADOR Y VIAJERO

Su labor religiosa cubre los diversos aspectos administrativos de la Orden, como también la evangelización directa a los nativos en los llanos de Venezuela; empero, los jesuitas, y Gumilla en especial, tienen muy claro que para ello previamente se debe ordenar a los nativos, o asentarlos en su territorio. Al momento de elaborar su principal obra, El Orinoco Ilustrado, Gumilla da cuenta de un estilo de trabajo y una prosa muy similar al de otros jesuitas de su tiempo, como Juan de Velasco, que usan un lenguaje destinado a darse a entender en las gentes del Viejo Continente; para esto, prefiere hacer relaciones sucintas de los observables, sus costumbres y modos, y dedicar su obra a trasmitir, con la mayor claridad posible, lo que ha recogido en sus varios viajes por la región:

Gumilla echó por otro rumbo, el de recoger migajas y corrusquillos […] investigar o recordar las curiosidades menudas de los bárbaros […] porque fue pauta casi sin excepción que historiadores y cronistas empezaron por describir, y sin prisas, el escenario, con las calidades del clima y del terreno, la fauna y la flora. (Constantino Bayle, en su introducción a la obra de Gumilla, sin año, p. XIX)

11. En rigor, dado que de esta primera edición se hicieron pocos ejemplares, la que circula como la más antigua en nuestro tiempo es la 2.ª impresión de 1745.

152 José Gumilla y sus viajes de exploración por Venezuela

Es interesante destacar, en principio, las maneras en la que los naturales, y el propio Gumilla, se mueven por la región de Nueva Granada; esto, debido a que se trata una zona vasta, frondosa, caracterizada por la es- pesura de sus selvas alimentadas por el río Orinoco. Gumilla da cuenta de este saber de los indígenas de la región de la siguiente forma:

[…] ninguno se pierde, porque al ir precipitadamente en su alcance (de los jabalíes heridos), van al mismo tiempo rompiendo ramas tiernas con gran destreza, las cuales sirven de seña segura para volver por los mismos pasos que habían ido. Y este modo de caminar dejando dichas señas, se practica en todos los viajes, que por aquellas espesuras hacemos; y la razón es, porque no hay caminos, ni trochas abiertas, y rarísima vez se forma senda: y así para seguir uno de aquellos derroteros, no se atiende al suelo, porque en él no hay señal, por estar cubierto de más de un palmo de hojas secas: sólo se atiende a las ramas quebradas, y por ellas conocen los indios cuantos años ha que no se trajinó aquel rumbo; porque la rama quebrada, cada año echa su renuevo, y por los mismos cuentan seguramente los años. (Gumilla, 1944, pp. 263-264)

Al describir este método de orientación utilizado por los naturales, Gumilla transmite una diferencia entre el saber vernáculo y el saber co- lonial, influenciado por el Viejo Mundo, al momento de desplazarse de un lugar a otro por dichos parajes; esto, porque mientras que el natural se halla en su elemento entre la vegetación y cuenta con una técnica para movilizarse, que forma parte de sus hábitos y costumbres, el habitante de la urbe busca rastros de claros, sendas o aquellos caminos a los que está acostumbrados. (Morales, 2006) Asimismo, y para lograr su cometido es indispensable conocer la len- gua y los distintos dialectos de la región, labor que realiza dedicándose al estudio profundo de la lengua de los naturales, especialmente en la reducción de los betoyes. Gumilla escribe en esta época: “Es cierto que a los principios el estudio de nuevas lenguas tiene las raíces muy amargas; pero como después el fruto en la salvación de muchas almas es tan suave y abundante, es muy corto el costo a vista de tanta ganancia” (Gumilla, 1963, p.268) Esto porque, como muchos otros misioneros jesuitas, el autor del Orinoco Ilustrado reconoce la importancia del aprendizaje y la adquisición de la lengua usada por los nativos de cada región como herramienta apostólica y misional; pero también como una manera de

153 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

entender y posteriormente dar testimonio, de las experiencias que tiene o de lo que observa.

SU CONTRIBUCIÓN CIENTÍFICA

Gumilla además de su tarea religiosa actúa como un investigador en te- mas tales como: historia natural, cultivos agrícolas, medicina indígena, geografía, cartografía, potamología, topografía, economía, sociología y sobre diversos aspectos etnolingüísticos y psicológicos de los nativos del Orinoco. En cuanto a su producción científica, su intención es doble: por un lado, trasmitir la riqueza natural de la región y de las gentes que la ha- bitan, riqueza que a su juicio se encuentra oculta y debe ser sacada a la luz, o ser ilustrada (y de aquí el título de su obra), y en segundo lugar, continuar la tradición de producción literaria de su Orden, que se remonta a los comienzos de la Compañía de Jesús y a la labor organizativa de su fundador, Ignacio de Loyola, y sus primeros compañeros. Como se ha mencionado, esta tradición de producción literaria de la Compañía de Jesús consiste en establecer un sistema de correspondencia y creación escrita que posibilita que sus propios miembros conozcan y se nutran de dicho conocimiento; y funciona, en concreto, como un catálogo para que las gentes del Viejo Continente vislumbren parte de la realidad americana, sin dejar de lado costumbres, creencias y mitos, tal como ha mencionado Pacheco (1989):

Respondía también El Orinoco Ilustrado al momento cultural que se vivía en Europa; la Ilustración se había difundido con su entusiasmo y curiosidad científica, y eran bien recibidos los libros de viajes y de países extraños. Gumilla se propuso tratar de las cosas singulares que observó y notó acerca de las aves, animales, insectos, árboles, resinas, hierbas, hojas y raíces; demarcar la situación del Orinoco y sus vertientes; señalar el caudal de sus aguas, la abundante variedad de sus peces, la fertilidad de sus vegas y el modo rústico de cultivarlas, presentar los usos y costumbres de aquellas tribus indígenas y dar su parecer en algunas curiosas y útiles disertaciones. (p. 474)

Por esto, el trabajo de Gumilla se identifica con su preocupación y es- tudio de los llanos y río del Orinoco. Así, nos ha legado un mapa de la

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región (1740), que ya mencionamos, y su texto El Orinoco ilustrado y defendido, historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes (1741), obra que da cuenta de la visión de la natu- raleza geográfica e hidrográfica de los llanos del Orinoco y en general del corpus físico de dicha región; amén de observaciones, comentarios y descripciones sobre los trabajos agrícolas de los indígenas del Orinoco, así como también presenta un abundante número de descripciones sobre los referentes orgánicos existentes en la región. También en este texto explicita los rasgos morales de los nativos y señala diversas notas socio- lógicas y costumbristas de los nativos. Dicha obra, además, deja asentada las principales características geográficas del río Orinoco, su extensión y las propiedades peculiares del mismo en relación a las estaciones de la región, así como los exponentes de la flora y fauna circundante. Así por ejemplo, en cuanto a la ubicación geográfica del río, Gumilla acota: “Su boca grande llamada Boca de Navíos está en ocho grados y cinco minutos de latitud, y en trescientos diez y ocho grados de longitud” (Gumilla, 1944, p. 66). Y en relación a algunos de los tributarios que entran al Orinoco destaca que:

El último rio de los que entran en el Orinoco, que tenemos navegado y conocido, es el Guabiri, que tiene varios nombres según las pro- vincias por donde pasa. Su primario origen está en los encumbrados picachos de páramos fríos; á cuyas faldas de la banda occidental logra la ciudad de Sta. Fé de Bogotá de una primavera y perpetua con un temperamento tan benigno, que se inclina más al fresco que al calor. De la parte Oriental de dichas alturas baja el Ariari, recogiendo ríos y arroyos hasta los llanos de San Juan; y acaudaladamente suma mas agua, atraviesa el Ayrico, (quiere decir selva muy grande) y entra, finalmente en el Orinoco, apostando grandeza y soberbia con él, a medio grado de latitud y trescientos tres de longitud (1944, pp. 77-78).

Con razón no resulta extraño que, antes de la publicación del texto que comentamos, algunos de los censores que leyeron la obra de Gumilla, como por ejemplo el padre jesuita Antonio de Goyenechea, se inclinen por aceptarla principalmente desde la perspectiva científica, pues a jui- cio de ellos dicho libro aporta una visión de la flora, fauna y naturaleza en general de la región, y sobre todo porque corrige la diversas ideas difundidas por destacados geógrafos europeos, que manejan datos equi-

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vocados sobre las dimensiones y características del río, y también porque presenta rumbos náuticos apropiados para el recorrido o navegación por el mismo (Gumilla, 1993,. Llama la atención que Gumilla, en relación a las descripciones sobre distintas nociones potamológicas relativas al río Orinoco, generalmente parta mencionando todo el estado de la cuestión alcanzado a la fecha sobre el conocimiento de este río, y nombre, además, expresamente a autores y obras que han aludido al río o a alguna parte del mismo, para luego dar su descripción sobre dicho aspecto; v. gr., en su obra Orinoco ilustrado y defendido, historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes, señala en relación al punto de comunica- ción entre el Marañón y el Orinoco, que sería el Río Negro, el punto de conexión, ubicado a un grado de latitud, según las últimas observaciones de los científicos de la Academia de Ciencias de París. Y luego agrega que “Monsieur Sanson Fer, geógrafo particular de la Majestad cristianísima, en la carta moderna de 1713, pone la misma comunicación de aguas por el dicho rio Negro, en los mismos dichos grados, uno de latitud y trescientos doce de longitud” (Gumilla, 1882, pp. 36- 37). Y algo similar sucede en relación a los observables bióticos de la región. Así, en un momento de su discurso referente a especímenes orgánicos —en relación a las características de un tipo de víbora americana, (el culebrón)— Gumilla acota que Esloane en las Memorias filosóficas de la Sociedad de Londres alude al mismo referente en estos términos: “[…] el huio no tiene colmillos ni dientes y por eso no come, sino que engulle su presa, que atrajo” (Gumilla, 1882, p. 117). Lo anterior es parte de su estilo, de su prosa descriptiva, pero deja de manifiesto al mismo tiempo un cabal conocimiento de la bibliografía científica europea sobre la naturaleza de las regiones y los ríos que des- cribe, con lo cual la presentación que hace de tales referentes americanos y de las peculiares características de los mismos queda situada con un hálito previo de estatuto científico. De manera que así presentados los referentes geográficos americanos, prácticamente quedan de suyo insertos en el marco del acopio científico universal. Es un recurso epistémico, que le permite insertar su descripción de lo local, de lo vernáculo, como la continuación de la mirada científica europea, de manera que entonces viene de suyo la natural aceptación de las porciones cognitivas de lo biótico, geográfico o potamológico americano que describe Gumilla. Empero, su aportación cognoscitiva no se agota únicamente en aspectos geográficos, climatológicos o potamológicos vinculados al río Orinoco;

156 José Gumilla y sus viajes de exploración por Venezuela

alude también a descripciones cuidadosas sobre especímenes de la flora y fauna de la región y se explaya además en observaciones costumbristas y sociológicas. En efecto, en relación a la fauna y, por ejemplo, dando cuenta de un espécimen que vive en el río, Gumilla (1944) acota:

Es la figura del manatí o vaca marina muy irregular, y diversa de todo pescado; ya dije que se mantiene de la yerba y ramas que se crian en las márgenes del rio: la dentadura toda y modo de rumiar, es propia de buey: tambien son muy semejantes á los del buey su boca y labios, con semejantes pelos á los que tiene tambien el buey junto á la boca: en lo restante de la cabeza no se le parece; porque sus ojos son muy pequeños y desproporcionados a su grande mole: sus oidos apenas se pueden distinguir con la vista, pero oye de muy lejos el golpe del remo: por lo cual los pescadores bogan sin sacar el remo del agua, por no hacer ruido: no tiene el manatí agallas, y así necesita sacar a cada rato la cabeza para resollar (pp. 194-195).

Llama la atención aquí, que en plena descripción del observable, Gumilla alterne propiedades del referente enfatizando la interacción de este con los lugareños; como en el caso de la descripción anterior en que se percibe el conocimiento mutuo del espécimen biótico sobre los pescadores y de estos sobre el manatí; como si todo fuera uno y lo mismo: palmas, yuca, plátanos, frutos, aves, manatíes, venados, jabalíes, gatos monteses, río, peces, nativos…, en fin: naturaleza americana. Es otra nota relevante de su prosa. Así por ejemplo, describe a un tipo de felino en estos términos:

El cusicusi es del tamaño de un gato: no tiene cola, y su lana es tan suave como la del castor: todo el día duerme y de noche andan lige- ramente de rama en rama, buscando pajaritos y sabandijas de que se mantienen. Es animalejo de suyo manso; y traido á las casas no se huye, ni de dia se menea de su lugar; pero toda la noche anda tras- teando la casa y metiendo el dedo y despues la lengua (que es larga y sutil) en todos los agujeros y cuando llega a la cama de su amo, hace lo mismo con las ventanas de las narices, y si le halla la boca abierta hace la misma diligencia (1944, p. 269).

Y lo propio realiza cuando hace descripciones de murciélagos, insectos, sanguijuelas, ofidios, aves o peces. Por ejemplo, en relación a un tipo de pez venenoso, Gumilla acota:

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Otro pez que hay en las bocas del Orinoco y costas de la Isla de la Tri- nidad y en las del golfo Triste, que llaman Tamborete. A éste cuando cae en la red luego le arrojan otra vez los pescadores, porque á algunos que incautos le han comido luego se les ha hinchado horriblemente el vientre y han muerto. Doy las señas de él para que sea conocido: no crece mucho, pues el mayor no llega á once onzas de peso, no es pez de escama sino de pellejo, y es más grueso de lo que pedía su longitud; tiene el lomo casi morado y la barriga blanca (Gumilla, 1882, p. 146).

Por tanto, los ejemplos anteriores ilustran claramente lo que hemos adelantado: que la prosa discursiva del jesuita Gumilla, en relación a los especímenes bióticos que describe en sus obras, está matizada entre algunos aspectos específicos del observable y las costumbres y usos de los nativos en relación con dicho referente. Sin embargo, Gumilla no solo trabaja la diagnosis de los observables de la flora y fauna de los llanos del Orinoco, sino que también se da opor- tunidad para realizar algunos experimentos en aras de lo que podríamos denominar técnicas médicas o aprestos de cirugía, con el propósito de salvar vidas de los nativos. En efecto, como muchos niños despreocupados morían por las pinchaduras de las rayas venenosas de los ríos cercanos a sus aldeas, decide realizar prácticas introduciendo trozos de plantas o tubérculos en dichas heridas, con el objeto de que brote prontamente la sangre y la ponzoña. Así, en un momento de su prosa señala:

[…] al primer chico que me trajeron herido, saqué una vena que hay en el centro de los ajos que es la que pasa a retoño cuando nacen y la introduje por la herida de la púa, á breve rato brotó por ella tal copia de sangre que arrojó a la dicha vena ó nervio del ajo; después que paró la sangre puse otro semejante y volvió al cabo de un rato á salir sangre pero en menor cantidad y reteniendo en mi casa al paciente á los tres días ya estaba sano, sin habérsele inflamado la herida ni poco ni mucho; de modo que se infiere que lo cálido del ajo pone fluida la sangre coagulada con el frío del veneno, y se ve que con la misma sangre sale el veneno (Gumilla, 1882, p. 144).

A en cuanto a los aspectos sociológicos que concitan su interés, cabe destacar que Gumilla describe cuidadosamente la parsimonia de los nativos cuando estos se van de la misión, o el trato que dan a sus hijos, o los distintos tipos de ungüentos que utilizan o las principales comidas y

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bebidas que elaboran, así como también los detalles de sus preparativos para la caza, o las características y los pasos obligados de sus ceremo- nias mortuorias, entre tantas y tantas observaciones. Así por ejemplo, en relación a este último tipo de observaciones sociológicas, Gumilla (1944) señala:

Empezaron á venir compañías forasteras de los pueblos convidados; y yo no sé como puede ser, ni en donde traian tan á mano las lágri- mas; porque siendo así que venían alegres y con festiva algazara, al llegar á la puerta del duelo, soltaban un tierno llanto con verdaderas lágrimas. A esta respondia prontamente el llanto de los de adentro; y pasada aquella avenida melancólica, se ponían á beber y á bailar alegremente […] y si en todo su placer se volvió a formar la danza de los trompeteros junto á la casa del túmulo, y precediendo todas las otras danzas, se encaminaron todos al rio, danzando y tocando todos los instrumentos. […] luego se lavaron todos en el rio, y se volvieron a sus casas (pp. 191).

Pero además de su contribución a la disciplina de la historia natural, en virtud de sus descripciones sobre referentes bióticos del Orinoco, el Padre Gumilla incursiona también en una teoría sobre el origen del poblamiento americano. En efecto, en cuanto a la génesis del poblamiento americano, sugiere que es altamente probable que este continente se haya poblado con individuos provenientes de Europa o África como consecuencia de una fuerte tormenta que los alejó de sus lugares habituales de viajes, hasta llegar a las costas de América. Y para reforzar su hipótesis, men- ciona diversos relatos de autores que hablan de naves llevadas por las tormentas a otros lugares pero en el Viejo Mundo (Gumilla, 1882, Además, aborda cuestiones relativas a la agricultura y a la tecnología de la época; v. gr., en relación a la agricultura recuérdese que destaca las características de los campos de los cultivos agrícolas y que él mismo incursiona con técnicas de plantación, pues efectúa las primeras planta- ciones de cafetales en las riberas del Orinoco, en lo que hoy es Venezuela, con cafetos provenientes de Cayena: “El cafeto llega a Venezuela en 1730, proveniente de Cayena y es el misionero Jesuita Gumilla quien establece plantaciones en las misiones de su Orden, en las riberas del río Orinoco” (Fernández, De Guglielmo y Menéndez, 2010, p. 60). Y en relación a la tecnología, podemos rememorar su esfuerzo para llegar al gobernador de Trinidad, para ofrecer y compartir con él algunas

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ideas tendientes a la fortificación de la ciudad de Santo Tomé de Guayana, en 1732, las cuales más tarde serán llevadas a la práctica por el ingeniero Díaz Fernández Fajardo. Finalmente, conviene mencionar también el interés que demuestra Gumilla por la utilización que hacen los naturales de distintas plantas, resinas, ungüentos y cataplasmas para tratar enfermedades o dolencias, por ejemplo el llamado palo de anime:

[…] es tan común en dichos bosques, que apenas se da paso sin encon- trarle en los ríos de Tame, Cravo, Macaguane. Le pican los indios el tronco con un machete, y por cada herida llora cantidad de resina tan blanca […] y se ha experimentado que se humo alivia grandemente la cabeza, aunque esté con jaqueca: y cuando esta proviene de frío, con dos parches que se ponen en las arterias, que bajan de la cabeza por detrás de las orejas, se reconoce luego la mejoría. (Gumilla, 1944, p. 274)

Y en otra parte de su prosa, al referirse a la Otova, u Otiva, se destaca:

[…] no es resina, ni goma, es una como avellana blanca, que hallan dentro de las flores de aquellos árboles, tan blanda como una mantequilla: hacen bolas de a libra, y después las venden a ocho reales de plata cada una; y por mucha que cojan, falta siempre, por los muchos que la buscan para remedio de sarnas, tiñas y otros males: especialmente es un admirable preservativo contra las niguas, piques, o pulgas imper- ceptibles, que se entran hasta la carne viva. Es gran confortativo para el estómago, con una pelotilla del tamaño de una avellana, tomada, y dos sorbos de agua tibia encima, se quita el dolor de estómago. Tomadas tres, o cuatro pelotillas del mismo tamaño, fomentadas con agua tibia, sirve de purga […] (Gumilla, 1944, pp. 276-277)

La intención de Gumilla, ciertamente, es dar cuenta de las soluciones que los naturales han encontrado en su entorno, a través de su interés por la botánica, e insertarlas dentro de las nociones de la época como un complemento a las prácticas médicas, esencialmente europeas, des- tacando con esto las virtudes del otro, de lo alterno. Uno de los autores que ha hecho hincapié en esta faceta del autor del Orinoco Ilustrado es María Osorio (2013) la que ha llegado a destacar que, al momento de la expulsión jesuita de los territorios de Nueva Granada, en 1767:

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[…] muchas de las medicinas de origen europeo se vieron poco a poco reemplazadas por las sustancias medicinales naturales americanas […] para esto también se trato de percibir la necesidad de aplicar una medicina que mantuviera relación con la apropiación y la utilización de las propiedades de las plantas nativas […] Gumilla ayudó a la contri- bución de un conocimiento médico el cual hizo parte de una cultura impresa jesuita alrededor de la ciencia. (pp. 163-164)

ALGUNAS CONCLUSIONES SOBRE LA OBRA DE GUMILLA

El padre jesuita José Gumilla, al igual que muchos de sus pares, entre estos por ejemplo José de Acosta e Ignacio Molina, posee una amplia mirada sobre la naturaleza americana y una comprensión de los usos y costum- bres de los nativos del Nuevo Mundo, en especial de los habitantes de los llanos del Orinoco. Dicho conocimiento logró insertarlo en términos teóricos dentro de lo que se ha denominado trabajos de historia natural, con lo cual va articulando una nueva idea de la naturaleza y de lo viviente en general, para contribuir a desmitificar las visiones tradicionales tanto de viajeros como de científicos europeos que habían dejado asentado un imaginario de una América donde lo que primaba era un despliegue de formas vivientes corruptas degeneradas y monstruosas, tal como lo ha ilustrado acuciosamente Rojas Mix (1992). A través de su obra, Gumilla se revela como un viajero infatigable, en constante movimiento por los territorios de Nueva Granada, ya sea fundando misiones o visitando a los naturales, de los que obtiene con- siderables noticias, anécdotas y conocimiento de los elementos propios de la región. Esta labor constante, siempre en actividad, dirigiéndose a donde más se le necesita, es fiel reflejo de los valores y fundamentos de la Compañía de Jesús, cuya formación ciertamente está presente en su obra más célebre, el Orinoco Ilustrado; esto, a partir de su diálogo con autores clásicos del saber humano y, al mismo tiempo, al dar cuenta de las discusiones que en ese período histórico se llevan a cabo en Europa sobre el continente Americano; por ejemplo, las diversas ideas sobre el poblamiento Americano, el origen de sus gentes o la situación de su flora y fauna en relación al Viejo Continente. Es a partir de los distintos ejemplos de su prosa, y tal como se ha mencionado anteriormente, que podemos argumentar que su obra se

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enmarca dentro de una doble tradición: primero, la costumbre literaria de la Compañía de Jesús, donde la composición de trabajos y manuscri- tos edificantes, que reflejan la labor de los miembros de la Orden en los territorios que visitan, pasa a formar parte de la riqueza intelectual de los jesuitas, al tiempo que sirve como testimonio para las nuevas gene- raciones de novicios; y en segundo lugar, la tradición de las Historias Naturales, donde el Orinoco Ilustrado se convierte en un compendio de saber útil sobre las novedades y particularidades, del mundo físico, social y natural, del Nuevo Reino de Granada. Este último elemento es interesante, puesto que Gumilla, y en gene- ral los jesuitas ya mencionados que hacen descripciones de su entorno natural, mezclan el asombro con la descripción empírica del observable, es decir, capturan la imaginación del lector, a través de un hecho u cosa llamativos; es lo que Castro (2011) ha llamado “…una retórica que va de la captación de la admiración a través de lo maravilloso hacia la explicación detallada, tan propia del conocimiento científico.” (p.50) Este elemento luego es incorporado al nuevo corpus teórico americano, utilizando diversas herramientas: primero, dando cuenta del objeto en el idioma vernáculo con el que es conocido por los naturales, para luego dar el nombre en lengua común, haciéndolo de este modo inteligible para las gentes; segundo, acompañan las descripciones con usos o utilidad que del objeto obtienen los indígenas, acercándolo de esta manera a una costumbre más conocida por la gente del Viejo Continente; y tercero, en muchos casos Gumilla, y otros miembros de su Orden, insertan dicho referente en una realidad global, que incluye la totalidad del universo físico y natural, y que supera las limitaciones del sistema eurocéntrico. Por otro lado, Gumilla, desde la perspectiva metodológica, para dar cuenta de lo vernáculo americano, emplea una prosa que podríamos denominar como “conciliadora de paradigmas”, toda vez que descansa en una estrategia cognitiva que parte con la identificación del conoci- miento existente sobre referentes orgánicos o inorgánicos vinculados a la región del Orinoco, alcanzados en la comunidad científica europea, y luego sigue con la complementación y/o corrección de los mismos por parte de su contacto in situ con los observables de la región, tal como lo han dejado de manifiesto los ejemplos que se hemos seleccionado.

162 Hacia eventuales conclusiones Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

HACIA EVENTUALES CONCLUSIONES

En la prosa de los cinco jesuitas estudiados en el presente ensayo se observa una cierta similitud metodológica en cuanto a la manera de dar cuenta de la naturaleza del Nuevo Mundo. Ello porque todos con- sideran y utilizan los nombres vernáculos para sus diagnosis y realizan descripciones de los referentes bióticos del mundo natural de los países en los que les tocó trabajar; esto es, lo que hoy son Perú, Bolivia, Chile, Paraguay, Uruguay, Venezuela, Ecuador y Venezuela. El trabajo de estos cinco autores se enmarca, tal como se ha dicho con anterioridad, en una tradición espiritual, intelectual y pedagógica que proviene de los inicios mismos de la Compañía de Jesús. Es Ignacio de Loyola, junto a sus primeros compañeros, el que imprime a la Or- den, desde el momento de su fundación en la primera mitad del siglo XVI, un fuerte sentido activo y misionero, que se expresa en una doble virtud: contar con una formación educativa integral, cuyos orígenes se remontan al método de la Universidad de París, en la que se incluyen las disciplinas humanistas y científicas de su época; y al mismo tiempo, ser hijos de su tiempo, es decir, tomar las nociones e ideas de la época en la que se desenvuelven e incorporarlas a su modo de actuar, conforme a su utilidad para los fines de la Orden. Por eso, al partir estudiando la vida y obra de Íñigo López de Loyola intentamos cumplir aquellas palabras del historiador jesuita Hugo Rahner (1955): “A Ignacio y a su obra los entien- de tan sólo el que penetra en la hondura escondida donde las ingentes fuerzas de su vida activa quedan sueltas en el íntimo encuentro con Dios. La acción de Ignacio y de su Orden en la Iglesia, en política, en cultura, en su misión por todo el mundo es en último término un resultado de su vida espiritual” (pp.11-12)

164 Hacia eventuales conclusiones

Son estas características las que les permiten a los miembros de la Compañía que hemos estudiado desempeñar su labor en el Nuevo Mundo, incorporando a su saber tradicional, eminentemente europeo, el saber vernáculo de las gentes y los territorios en los que actúan, ora a través de sus viajes, ora a través de su trabajo misional y el contacto con los natu- rales. Es a través de esta síntesis cognoscitiva que los jesuitas en comento logran construir un proyecto intelectual pre-científico que consigue dar cuenta de la identidad americana como algo único y específico, y no ya como algo dependiente de las categorías europeas; ideal presente tanto en los jesuitas españoles que llegan a trabajar al Nuevo Mundo, Acosta y Gumilla, como en los criollos, Velasco, Montoya y Molina. Así, dentro de las particularidades de su formación está la incorpo- ración de las ideas científicas del período, la construcción de un corpus literario que funciona como un archivo del conocimiento de la Orden, la elaboración de una teoría de la potestad, y la fundación de escuelas en las que trasmiten su estilo de enseñanza en todos los territorios que visitan. Estos elementos van dando forma a un modo de ser distintivo, que los distingue de otras órdenes religiosas y les permite actuar, hasta cierto punto, de forma intelectualmente independiente. La mirada sobre la naturaleza vernácula de América es siempre presentada por estos jesuitas como ensayos con el formato clásico de una historia natural, civil y geográfica de las regiones en que les toca desenvolverse. Es lo que acontece con Juan Ignacio Molina (Compendio della storia geografica, naturale et civile del regno de Chile), con José de Acosta (Historia natural y moral de las Indias), Juan de Velasco (Histo- ria del Reino de Quito en la América Meridional), José Gumilla (Orinoco ilustrado y defendido, historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes), y con Antonio Ruiz de Montoya (Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape). Al parecer, este formato de ensayo era metodológicamente el que mejor se prestaba a sus propósitos, por ser el más holístico posible de su tiempo, y el más apropiado para dar cuenta de la naturaleza física, de los nativos, de la flora y de la fauna de las regiones de América. Y en especial, para dejar de manifiesto la equilibrada y armoniosa relación entre los indígenas y el entorno biótico en general, lo que claramente se percibe como una pregénesis del trabajo que realizará luego y con el cual quedará ya definitivamente abandonada la visión arcaica de los europeos sobre el Nuevo Mundo como una naturaleza de menor jerarquía biótica.

165 Cinco Jesuitas relevantes en América y su aporte a las ciencias

Por otro lado, la sistemática tarea de identificación y descripción de referentes bióticos y geográficos que nos han legado Acosta, Molina, Velasco, Montoya y Gumilla se inserta en un vasto plan orientado a mostrar lo americano como parte de una amplia noción de la moderni- dad europea que se está dando en el Viejo Continente desde fines del siglo XVII y hasta mediados del Siglo de la Ilustración. Esto es, que los jesuitas aquí estudiados están muy conscientes de que la preocupación de los intelectuales europeos en este hito se interesa en participar de la idea de modernidad desarrollada por los filósofos y académicos del Viejo Mundo, y ante la cual los jesuitas en América, y especialmente los aquí estudiados, no quieren dejar pasar la oportunidad de insertar dentro de este nuevo imaginario de la inteligencia europea también lo vernáculo de la naturaleza americana. Por ello, no es extraño por ejemplo que Gumilla o Molina mencionen frecuentemente en sus descripciones sobre la flora o la fauna americana los alcances o consideraciones de algunos estudiosos europeos sobre tales referentes del Nuevo Mundo, cuando existía algún nivel de conocimiento en Europa de estos especímenes. Como hemos venido destacando, el formato de ensayo de la historia natural era metodológicamente el que mejor se prestaba a sus propó- sitos, por ser el más holístico posible de su tiempo, y el más apropiado para dar cuenta tanto de la naturaleza física, de los nativos y de la flora y fauna de las regiones de América, al tiempo que no se descuidaban las anotaciones sobre teología, costumbres morales de los naturales y noticias sobre el trabajo misional de estos sacerdotes. Y en especial, para dejar de manifiesto la equilibrada y armoniosa relación entre los indígenas y el entorno biótico en general, lo que claramente se percibe como una pre-génesis del trabajo que realizará luego Alexander von Humboldt y con lo cual quedará ya definitivamente abandonada la visión arcaica de los europeos sobre el Nuevo Mundo como una naturaleza perverti- da, debilitada y, en fin, de menor jerarquía biótica. Así, los trabajos de estos jesuitas van cumpliendo la función tanto de catalogar la realidad novedosa y sorprendente que experimentan, como la de insertar dicho conocimiento en las categorías universales existentes. A través de sus observaciones etnográficas, por lo tanto, le otorgan al saber vernáculo, especialmente en lo referente a botánica, potamología, zoología, medicina natural y lingüística americanas, una categorización única y distintiva, que no depende ya de los cánones europeos, pero que al mismo tiempo comparte un mismo sentido universal de ciencia Cabe destacar también que los autores estudiados presentan algunas

166 Hacia eventuales conclusiones

diferencias en la manera de describir los referentes de los que dan cuen- ta. Por una parte, en las obras de Acosta y Montoya, publicadas durante el siglo XVII, predomina la descripción in situ de los observables, al tiempo que utilizan la opinión y comentarios de expertos o viajeros para mostrar lo que no conocen. Pero, por otro lado, Velasco, Gumilla y Molina, cuyas obras son del siglo XVIII, por motivo de la expulsión de la Orden Jesuita, utilizan las notas personales sobre referentes vernáculos que han podido rescatar de sus lugares de origen, más las opiniones de autores europeos para confirmar o refutar alguna diagnosis sobre algún referente del Nuevo Mundo. Hasta cierto punto, esta diferencia epistémica, observable en la prosa de los jesuitas abordados en nuestra investigación, resulta natural; no solamente por la problemática de la expulsión de la Compañía en la segunda mitad del siglo XVIII, que los deja lejos de los observables orgánicos e inorgánicos, sino que también porque para esta época ya existe una producción más acabada de literatura científica sobre el Nuevo Mundo, asentada en mayor objetividad y cuantificación de los observables bióticos o abióticos, principalmente gracias al acopio de los viajeros ilustrados (aunque algunos autores europeos no viajaron a América para confeccionar sus obras, como es el caso de Buffon y Linneo). En rigor, el aporte de los jesuitas aquí estudiados —pensando exclusi- vamente en América— radica en el hecho de que estos autores lograron articular desde sus respectivos trabajos una visión del Nuevo Mundo que definitivamente se aleja de los criterios y enfoques europeizantes, que tendían a pensar a América como un universo de especímenes co- rruptos y como meras copias de referentes orgánicos ya insertos en la ciencia europea, incluido los seres humanos de nuestro continente que eran percibidos como salvajes, incivilizados y prácticamente sin cultura. Las descripciones que aparecen en las obras de estos autores que hemos venido analizando sobre los referentes bióticos vernáculos, prin- cipalmente las de los jesuitas del siglo XVIII, se articulan en su mayoría dentro de una dialéctica orientada en cuatro pilares esenciales:

a) Constituir un mecanismo teórico-vivencial para ilustrar más aser- tivamente la naturaleza y lo real americano. b) Ser mecanismos de difusión de un mundo nuevo, de una impre- sionante biodiversidad, maravillosa, pletórica, pero no de menor importancia dentro de la unidad de lo vital, solo distinto al del mundo natural europeo conocido.

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c) Actuar como marco orientado a la reivindicación de los nativos como seres humanos distintos, pero no inferiores, y conseguir así un mayor respeto por los mismos. d) Contribuir indirectamente a llamar la atención de los exponentes de la comunidad científica europea sobre la necesidad de incorporar estos referentes distintos del Nuevo Mundo a la ciencia universal.

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179 Se terminó de imprimir en octubre de 2016 en Nuevamerica impresores. Para los títulos, capitulares y portada se utilizó la tipografía Berenjena en sus variantes Fina, blanca, gris y negra e itálicas. Para el texto continuo se utilizó Karmina y Karmina Sans !typetogether* en sus variantes Light, Regular, Italic, Bold y Bold Italic.