Piratas Y Aventureros En Las Costas De Nicaragua, Jaime Incer Barquero
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COMENTARIO A LA CRÓNICA DE JOHN ROACH En 1784 apareció en Whitehaven, pequeño puerto inglés jun- to al canal de Irlanda, una insólita publicación escrita por un marinero, de nombre John Roach, que anduvo rodando fortuna por el Caribe. En ella el autor describe su largo cautiverio en las selvas de Nicaragua, cuando fue apresado y esclavizado por los indios Ulwas y Kukras que vivían junto a la laguna de Bluefields. Habiendo logrado escapar de sus captores indígenas Roach fue nuevamente apresado en Matagalpa, por las autoridades españolas que lo tomaron como espía inglés, en una época cuando las rivalidades entre España e Inglaterra parecían irreconciliables. En consecuencia, fue remitido a varias cárceles de Nicaragua, Honduras y Guatemala, antes de ser desterrado a cadena perpe- tua. Embarcado con tal destino rumbo a España, obtuvo la liber- tad a su paso por Cuba, donde el gobernador español, al tomado a su servicio, comprobó su inocencia. De regreso a su patria, después de once años de infortunada ausencia, publicó sus memorias en un librito que tituló The Surpri- zing Adventures of John Roach, ("Las Sorprendentes Aventuras de John Roach"). La publicación fue motivada, según parece, por la necesidad que tuvo el autor de ganar el sustento, después de haber vivido una penosa aventura a la intemperie en las selvas de la Costa Atlántica de Nicaragua y sufrido encierro en húmedas y oscuras mazmorras españolas, que lo dejaron tullido e incapaci- tado para ejercer de nuevo su antiguo oficio de marinero. Aparentemente la publicación tuvo cierto éxito, pues Roach preparó de inmediato una segunda edición 'aumentada y corre- gida"; advirtió a otros impresores que se abstuvieran de plagiar la obra porque serían demandados por "piratería' literaria. El marinero abre la historia recordando su iniciación en la vida del mar como aprendiz en los barcos que traficaban carbón entre Inglaterra e Irlanda. En más de una ocasión quedó expuesto a la zozobra sobre las tormentosas aguas del Mar del Norte, sobrevi- 211 PIRATAS Y AVENTUREROS EN LAS COSTAS DE NICARAGUA viendo -según afirma- gracias a la intersección de la Divina Provi- dencia, a la cual fervorosamente invoca a lo largo de la narración como la protectora que lo sacó avante de todos los peligros que tuvo que arrostrar en su aventurada vida. Por un tiempo Roach anduvo embarcado en el mercado de esclavos de Guinea, o comerciando madera de tinte en la costa de Honduras. En 1770, cuando tenía 22 años, fue contratado por un capitán que condujo el barco a Nombre de Dios (Panamá), con la aparente intención de intercambiar con los pobladores del lugar cierta ropa y utensilios por ganado; pero una vez que las bestias estuvieron a bordo el inescrupuloso capitán, en vez de cumplir con su parte, escapó con el botín ante los atónitos ojos de los engañados. Después que dejaron Nombre de Dios navegaron unas cincuenta leguas hacia el oeste, pero como tenían necesidad de leña anclaron en una gran bahía cerca de la boca de un río. Aun- que Roach no identifica el nombre del lugar, la distancia y ambien- tación geográfica que menciona corresponden a las de la bahía de Bluefields, donde desemboca el río Escondido. Estando en la faena de cortar leña, fue rodeado y capturado por una horda de indios salvajes. Estos formaban parte de un grupo familiar de indios Woollaways (Woolwas o Ulwas), quienes lo desnudaron, pintarrajearon y esclavizaron, cargando sobre sus hombros fas piezas de cacería que los indios obtenían usando con gran certeza rústicos arcos y flechas. El grupo estaba integrado por unos cincuenta hombres y doble número de mujeres y niños. No tenía residencia fija; vagaba dia- riamente por la extensa selva, ejercitando la cacería para asegurar el sustento cotidiano. Los indígenas se movían diariamente de un sitio a otro buscando los mejores lugares para la caza; no se atre- vían a construir habitaciones permanentes para no llamar la aten- ción de sus enemigos, especialmente los Miskitos del litoral, que a menudo realizaban incursiones al interior de la selva, remontando los ríos en largas canoas, para capturados con armas de fuego y venderlos como esclavos a los comerciantes de Jamaica. 212 COMENTARIO A LA CRÓNICA DE JOHN ROACH La cacería entre los indios se ejercía sin descanso a lo largo del día. Roach tuvo que soportar aquellas caminatas que realizó des- calzo, semidesnudo, siempre a la zaga de los cazadores indios, cargando las piezas cobradas y abriéndose paso entre un espeso bosque, con la piel rasgaba y lacerada la planta de los pies. Al ano- checer los indios acampaban debajo de un gran árbol, encendían una fogata y asaban la carne de monte en barbacoa. Era la única comida del día, o mejor dicho hartazgo, que devoraban con salvaje apetito. Carecían de sal y el agua era la principal bebida. Algunas veces las mujeres envolvían plátanos en hojas hasta que se tornaban rancios; luego los majaban y mezclaban con agua, elaborando así una bebida intoxicante. La cacería era una actividad diurna incesante. Admiraba el pri- sionero inglés la energía extraordinaria que los indios manifesta- ban en ella, pues no paraban sino hasta impedirla la noche. Roach menciona al respecto: "El jefe toma siempre la delantera, seguido por un tren de arqueros, con las mujeres y niños en la retaguardia. Marcha adelante de sus compañeros, husmeando el aire alrede- dor, y les señala en la dirección donde los animales se encuentran; también busca los rastros como las mejores pistas para perseguir- los. Cuando los indios dan con la huella de cualquier bestia no hay forma de hacerlos regresar, no importando las espinas y otros obs- táculos que encuentran en el rumbo: En ese caso el jefe se va de cabeza contra el matorral en forma tenaz, abriéndose paso a como de lugar para que lo sigan los arqueros. La brecha se amplía cuando toca el turno a las mujeres, que cargan niños, animales capturados o los utensilios de la tribu." Los miembros de este grupo fueron descritos por Roach como de regular estatura, bien proporcionada, robusta y fuerte. El pelo lacio, largo y negro, les cae sobre los hombros; el cutis es de color cobrizo aunque lo pintaban cada mañana con hollín y achiote. Con el tinte tatuaron una marca indeleble en el brazo del prisio- nero como signo de posesión. La cabeza de estos indios estaba artificiosamente deformada, 213 PIRATAS Y AVENTUREROS EN LAS COSTAS DE NICARAGUA con el cráneo abultado hacia atrás. Los indígenas consideraban esta deformación como algo bello y se esmeraban en provocarla en los niños desde el momento en que nacían. Para logrado utili- zaban un par de tablitas que aplicaban contra el cráneo del recién nacido, atadas fuertemente con cuerdas de henequén, acercándo- las en la medida que la frente se aplastaba. La deformación que- daba completa para la época en que el niño solía caminar. Los Miskitos apodaban Laltantas a los Sumus, palabra que significa "cabeza chatas." Cubrían el pudor con una pequeña pieza hecha de la corteza que llaman polpro (tuno). Una vez que la separan del árbol la secan y aporrean hasta darle la consistencia de tela; luego la enrollan en torno a la cintura, dejando caer los extremos hacia delante y atrás para cubrir las partes pudendas. Los modales de los indios eran graves y solemnes, sin asomo de júbilo y tan parcos en la conversación que con frecuencia via- jan juntos por varias horas sin cruzar palabra. El éxito para locali- zar la caza exigía silencio y atención. Los indígenas no practicaban ritos matrimoniales, pero el muchacho de mayor edad solía tomar a la muchacha también mayor, unión que se establecía entre los doce y los catorce años. La mujer no sufre durante el parto, que realiza sentada en el suelo, sin dolor ni peligro. La recién parida salta al agua y nada por largo tiempo, mientras sus compañeras lavan al bebé. Cuando la madre termina con su ablución se une al resto de la compañía como si nada hubiese sucedido; lleva al niño amarrado a la cadera, modo como cargan siempre a los tiernos, hasta que puedan caminar por si solos. Los indígenas padecían de pocas enfermedades a las que curaban con las hierbas del bosque. A la muerte de un miembro el resto de la tribu excavaba un hoyo, donde depositaba el cadá- ver sin exhibir ninguna ceremonia, o expresar el menor signo de duelo. Tampoco realizaban actos religiosos, salvo por cierto rito chamanístico que el sukia o hechicero ejecutaba todas las maña- nas con unas varas plantadas en el suelo para determinar el rum- 214 COMENTARIO A LA CRÓNICA DE JOHN ROACH bo a seguir en la búsqueda de las presas del día. Después de un tiempo como prisionero de los Ulwas, fraguó Roach el plan para escapar de sus dominios, cansado de servirles como esclavo. La ocasión se presentó una noche cuando los indios decidieron celebrar un gran banquete para aprovechar la abun- dante cacería que habían obtenido durante el día. La cena fue opípara, acompañada con copiosa libación de chicha de plátano. Toda la tribu, hombres y mujeres, quedaron fuertemente intoxica- dos y profundamente dormidos. Roach escapó, sobreviviendo en los siguientes días con los frutos que encontró en la selva; pero no tardó en caer en manos de los Buckeras o Kuckeras (Kukras), otro de los grupos de la estirpe sumu. Los miembros de esta segunda tribu, según Roach, eran de buenas proporciones, excesivamente livianos y activos a pesar de ser robustos. Sumaban un poco más de quinientas personas. En sus prácticas diarias estos indígenas eran similares a los Ulwas, de los que se diferenciaban únicamente por la forma de decorar el cuerpo.