Literatura AL PIE DEL RUIZ
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Literatura AL PIE DEL RUIZ SAMUEL VELÁSQUEZ ©Dirección de Cultura de Antioquia, 1998 ©Benjamín & Olga Robledo Ortega AL PIE DEL RUIZ CAPÍTULO I Por las rendijas y rotos de una casa de El Tablazo se metía el amanecer de un día de verano con sus auras de frío olorosas a salvia y el delgadito cantar de los gallos que, como músicos acordes, daban el mismo tono. —¿Oyó, padre? —dijo dulcemente una mujer dentro de la casa— ya cantó el saraviao. —Sí hija, hace rato que estoy despierto; y ya su madre se levantó; llame usté a los muchachos — respondió con voz temblona un viejo. —¡Guillermo!... ¡Muchachos! ¡ole, José!... Levántense, que nos vamos. —¡Arriba, compadre Sinforoso, que nos coge el día! —gritaron desde el camino. —¡Ya vamos, compadre! —Pero afanen, porque allí vienen ya los de Aguabonita. —¡Que vivan los novios! —interrumpieron aquéllos. —¡Que vivan! —contestaron otros amigos que bajaban por las vueltas del alto de San Antonio. El viento de la madrugada fue regando aquellas voces hasta desleírlas en los rumores del Chinchiná. —Entren, pues —dijo el señor Sinforoso abriendo la puerta de su casa y limpiándose las lágrimas con el borde inferior de la camisa—. ¿Están aquí todos? —No, señor; pero vienen cerquita, óigalos —¿Bonifacio tampoco ha llegado? —Aquí estoy. —Figure —terció uno de sus compañeros—, si éste tardaría, con la gana que tiene de coger camino; en plomo derretido me trago el minuto que durmió. —Y lo peor es que es cierto, no he pegado pestaña en toda la santa noche. —No era para menos, hijo; la cosa es de pensarse mucho. —¿Y aquélla? —Por allá está en la alcoba; pero entren que aquí se engarrotan de frío, en estaco nos vamos. La sala se fue llenando de hombres y mujeres que habían sido convidados a la boda de Dolores y Bonifacio. Una vela prendida con su mismo sebo a la pared alumbraba los dos departamentos de la casa, y apenas si aclaraba el rincón de la alcoba donde la novia se trajeaba llorando. —¡Buenos días! —saludó la mujer del señor Sinforoso entrando a la sala. —Se los dé Dios, ña Genoveva. Como notasen que lloraba, todos guardaron silencio; ella, entre tanto, sacó de un baúl un atado de cigarros ordinarios y los repartió entre los que quisieron fumar. —Aguarden —se levantó su marido—, este frío de Judas nos tulle si no caloreamos el cuerpo con un trago. Alcanzó de la tabla que por allí había a guisa de estante una botella llena de aguardiente, acompañada de una tacilla de loza. ¡Tac! con la lengua en el paladar por aquí, saboreos por allá, el líquido picante bajó por aquellos estómagos en ardiente ola de vida produciendo estremecimientos de felicidad. Una de las convidadas de nombre Chiquinquirá y a quien todos, por no perder tiempo, llamaban Chinca, salió de la alcoba sujetándose a la cintura las faldas con una cuerda de cabuya y dijo: —Allá los llama aquélla, ño Sinforoso; si ustedes no hacen fuerza, no salimos hoy, porque ahí está sentada en un baúl llorando que ni la Magdalena. Poco menos andaban el viejo y su esposa, los cuales se acercaron a su hija a echarle encima los brazos. Ahí se estuvieron sollozando y enlazados por el dolor si la oficiosa amiga no entrase a decirles: —Bueno, pues, miren que nos mata el sol! Dolores, por la Virgen, hínquese, vea que ya aclareó. —¡Yo no me caso nada! ¿Cómo los dejo? —¡Ésta sí es boba, como si... que cuentos!... hínquese; cabalmente que se lleva un buen muchacho y que es a satisfacción de todos; el trance es duro, ¿para qué es sino la verdad? Por eso no me quise casar yo, pero ya usté está metida en el embeleco. Upa, upa, que esa maluquera de dejar a los taitas se le quita apenas coja camino, que es entualito. La niña cayó de rodillas al pie del baúl y, llorando las palabras, mejor que diciéndolas, murmuró: —La ben... dición... La señora Genoveva, tapada la cara con el brazo izquierdo, levantó la otra mano y sollozó: —Que... sea... la del... Padre... la del... —y no se le oyó más; salió precipitadamente de la estancia. —¡Eso es! —se metió Chinca— Ahora usté, mano Sinforoso, pero con fundamento, porque lo que es ña Genoveva no salió con nada. Trémulo el viejo levantó la mano, y aunque empezó con firmeza las sacramentales palabras, un aro invisible le fue estrechando la garganta, y, como quedase cortada su amante voz de padre, remató la bendición cayendo de rodillas y abrazando a su hija. —Ahora sí, caminen —finalizó el cuadro la testigo. Los convidados en gran número esperaban ya en el camino conversando unos, silbando aquéllos, y tiritando todos de frío. —¡Cuando nos fuimos! —cantó el novio. —¡Mi Dios lo lleve con bien! —Así los despidió la señora Genoveva— Cuidao, hijita, con el miedo; bien formal ¿oye? Y no se vengan sin el padre y las señoras Garcías. No se dilaten, pues. —Espérenos con un almuerzo bien bueno, eso sí, y haremos todo lo que quiera —le respondió su marido perdiéndose en un recodo del camino. Todo esto pasaba en un campo que, cuadras más o menos, está a media legua distante de Manizales, formado por la agrupación de otros pequeños y dividido en dos por un camino que es su perenne alegría, porque lo transita hasta después de ido el sol un reguero de gente que va al Cauca vecino de ahí a un cuarto de jornada, o que de allá viene, amén de toda la que en dicho campo tiene sus viviendas y trabajaderos, que no es poca. La casa que traemos entre ojos, porque en ella empezó esta historia en el año de 1876, estuvo a la vera del mencionado camino separada de él por un cerco de palos trabados; por allí interrumpía la trabazón un portillo, puerta que llamaban los demás, hecha de dos estacones agujereados al través, por entre los cuales agujeros corrían seis guaduas. De aquí al corredor de la casa había dos pasos, y cuatro a la derecha para topar con la cocina que, como si tuviese vergüenza de mostrar las negruras de su interior, daba la espalda a los transeúntes. A poco gritar desde esta morada respondía en la suya un vecino, más allá otro, y a lo último el sendero descrito venía a ser y es como la única calle de una aldea larga, larga. Luego que los novios partieron dijo la señora Genoveva: —Caminen ustedes a rajar leña y a cargar agua, miren que hay mucho que hacer. —Hoy sí, mamita, nos vamos a reventar a punta de corazones y patas de gallina! Y los hijos pequeños de la señora salieron relinchando y moviéndose a brincos. El viento frío y sutil con su incógnito cargamento de perfumes matinales soplaba por aquellos contornos, como si hubiera jurado barrer el suelo para que pasasen los novios, y comprometiéndose a hacer sonar todas las ramas igual que cítaras nupciales; las vacas que dormían al otro lado de los cercos del camino se levantaban, recogían los cuellos, encorvaban los cuerpos estirándolos después y aromatizando el aire con el chorro de vapor blanco que les inflaba las negras narices; saltando al rededor de sus nidos los músicos de alas preludiaban con voz de violín óperas extrañas entre las sombras verdosas del bosque. El acompañamiento, indiferente a estos adornos de la mañana, avanzaba hacia Manizales en dos bandos, los hombres en éste, en el otro las mujeres, mudos todos y atentos únicamente a caminar. Nadie habría podido dar en lo cierto al señalar a la novia, ni decir seguramente cuál era el amante, que ni siquiera volvían los dos a mirarse ni a hacerse fineza alguna de pura vergüenza que tenían; por los vestidos, quizá, se hubiera podido colegir quiénes eran, por la expresión de sus rostros no. ¡Tin!... ¡tin, tan!... Era el toque del ángelus que desde la iglesia de la Aldea de María se alzaba en notas como una bandada de turpiales por entre el aire diáfano de la mañana. A una se detuvieron los del acompañamiento, los hombres se quitaron los sombreros, inclinaron la cabeza las mujeres, y el señor Sinforoso con voz serena de bajo profundo encabezó la salutación a la Virgen con el Ave María. El sol que iba ganando la serranía de Aguacatal coronó todas las cimas con un brochazo color de limón verdoso, y el cementerio de la ciudad surgió al frente de nuestros campesinos en la explanada de la exponsión. Y ya que toda aquella gente camina a plena luz, quedará bien echarle encima los ojos, principalmente a Dolores que bien lo merece. Lo primerito que se le nota es que la juventud y los aires del Tablazo le acolcharon el cuerpo de muelles blanduras, permitiéndole, eso sí, que ondulara como una mata de maíz. Nada de abismos ardientes en sus ojos ni de vaguedades santas de arcángel meditabundo ¿para qué son esas invenciones? la pura verdad: los ojos de Dolores son unos ojos muy bonitos, y nada más, ahora, al menos, no se le ven por allí incendios ni ternuras; lo que sí aseguramos es que los tiene muy semejantes a los de un becerrillo. ¿Cómo hará para andar cuellierguida con esas trenzas? Es que allá van, de puro largas, jugando con el ruedo del traje. Poco ha menester saber de modas y tela fina quien quiera decir como está vestida. Un pañolón de lana azul profundo con un cuadro de listas rojas al borde y envuelto o amarrado en la cintura; de ahí abajo un derramamiento de faldas de muselina amarilla con enredijos de bejucos verdes y uvas moradas; por la cabeza un moño de cinta roja antiartísticamente construido y asegurado con un gancho que llaman de nodriza.