Obras. Tomo Primero
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Manuel Tamayo y Baus Obras. Tomo Primero. 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales Manuel Tamayo y Baus Obras. Tomo Primero. Prólogo Sr. D. Mariano Catalina. Mi querido amigo: Se empeña usted en que mi tosca y mal cortada pluma encabece con algo, a modo de prólogo, la edición de las obras dramáticas de Tamayo, publicadas bajo la inteligente dirección de usted y a expensas del oculto aunque constante Mecenas que, con tanta modestia como esplendidez, alterna con sus ricos donativos para las necesidades públicas de la Nación y con sus eficaces socorros a la miseria vergonzante, sus generosos auxilios a la memoria de los que, descuidando todo interés material, atendieron sólo a labrar la gloria de la Patria con el acertado cultivo de las letras, como Aparisi, Selgas y otros; y aunque en ésta, como en tantas otras ocasiones, olvidando lo inoportuno del mandato, haga la obediencia su oficio, no puedo menos de empezar a obedecer protestando contra el poco acierto de la disposición, aunque no sea más que para rehuir el cuerpo a las responsabilidades del caso. A la hora en que estamos, dadas las alturas supremas de la fama y del arte en que se cierne el nombre del gran Tamayo con aplauso común de críticos y espectadores, sólo al cincel escultural de un crítico de la talla de Menéndez y Pelayo correspondía esculpir el epitafio de este grandioso monumento en que, entre los despojos de la muerte, se consagra la inmortalidad del genio de nuestro teatro moderno; y si, dejando a un lado, por inútiles, juicios críticos elevados sobre obras maestras analizadas y encomiadas hasta la saciedad por todo linaje de escritores, se buscaba, más que un estudio de estética dramática fundamental, una acabada y perfecta biografía, en que la exactitud de los datos y la minuciosidad de los detalles satisficiesen por completo la ávida curiosidad del lector sobre las obras y los hechos del gran poeta, ¿quién como el infatigable y concienzudo investigador de las vidas de Tirso, de Villena y de Iriarte, que tan gallarda muestra acaba de dar de sus especiales conocimientos en la materia con la reciente necrología del propio D. Manuel Tamayo, hubiera podido consignar uno tras otro todos los pasos que por la áspera senda que conduce a las cumbres del Parnaso español dio en alas de su genial inspiración el autor de El 5 de Agosto y de Un drama nuevo? Y si ni uno ni otro se requería, sino antes más bien uno de esos estudios psicológicos íntimos y profundos en que se abre a la pública contemplación lo más recóndito y secreto del alma de un gran autor, la morada interior, por decirlo así, de su espíritu, poniendo de manifiesto los más ocultos resortes de su inspiración y de su ingenio, los repliegues más hondos de su corazón y las fibras más impresionables de sus nervios, ¿no estaba usted ahí para eso? Usted que ha vivido día tras día con él los últimos años de su vida; usted, confidente de sus pensamientos más serios, consejero de sus resoluciones más graves, testigo, por decirlo así, familiar de todas sus alegrías y dolores. ¿Quién como usted podía darnos disecada, con toda la delicadeza moral que se requiere para estas operaciones en que hay que humedecer el escalpelo con lágrimas, la flor misteriosa que, germinando en el centro mismo de su ser, embriagaba de aromas todas las páginas de sus admirables creaciones? ¿Quién como usted podía descorrer ante el público, con mano temblorosa tal vez, pero al fin con mano autorizada, el velo que encubre ese espectáculo interesante y sublime que no pueden menos de ofrecer la lucha, el movimiento y la vida de ideas y sentimientos, deberes y pasiones, creencias y temperamento, nervios y sangre, evolucionando a través de un organismo delicado y vigoroso a la vez, para resolverse en acciones marcadas con el sello soberano de la voluntad que libremente las determina? Nadie seguramente, sobre todo después de muertos Cañete, Guerra, Alarcón y Selgas, y la mayor parte de sus amigos fraternales. Verdad es que yo le conocí, que le traté con, verdadera intimidad, que le merecí inestimables pruebas de cariñosísima amistad y de confianza inalterable; pero, ¿por qué lo he de negar?, a mis ojos siempre se apareció el gran dramático como los dioses a los mortales de la antigüedad, como velado en una nube. Será prestigio, si se quiere forjado al calor de la imaginación en los días hermosos de la infancia, pero cuyo influjo no cabe desconocer, pues se siente todo a lo largo de la vida, y la muerte no puede nada contra él. Ni aun siquiera logra engrandecerlo la Historia. Era yo niño, muy niño a la verdad, y ya el nombre glorioso de Tamayo resonaba en mi oído como la expresión de una gloria nacional pura, legítima, de buena ley, formulada por los labios que me personificaban la verdad y que me infundían su respeto. Miraba en mi hermano una especie de furor sagrado, de entusiasmo febril por las obras maestras de este escritor, y hasta en el nobilísimo rostro de mi anciano padre, tan austero y severo de suyo, veía reflejarse el relámpago fúlgido de la emoción cuando se mentaba o se recordaba delante de él la palabra o la escena de alguna de esas producciones en que el genio ha puesto al servicio del bien todas las fuerzas del arte. Asistía en mi juventud a las representaciones de La locura de amor como quien asiste a la ceremonia religiosa de la resurrección sobrenatural de una época histórica de nuestra Patria; y cuando llegué a saludar a su autor, cuando estreché entre las mías su mano, no podía ver en él a un mortal como el vulgo de los corrientes. Para mí todo desaparecía en él, el hombre, el amigo, el político, el funcionario, el académico, el escritor. Sólo acertaba a ver en él algo como la divinidad o el numen dramático en persona, algo como el genio creador de seres vivos y perdurables, forjador de lances y situaciones supremas, evocador de muertos resucitados sobre el suelo mágico de las tablas. ¡Creo que si Tamayo hubiera sido capaz de cometer un crimen ante mi vista, en vez de una espantosa realidad, hubiera creído tener ante mis ojos una creación teatral que me fascinaba y confundía! Por eso fue su nombre para mí como una especie de religión en la república de las letras; por eso hice depender de su exclusiva aprobación mi ingreso en la Academia Española, a pesar de lo unánime de los restantes sufragios; por eso una de las escasas satisfacciones que experimenté a mi paso por ese calvario que se llama la posesión del poder, fue dar público y solemne testimonio de admiración a su genio, de respeto a su autoridad y de amistad a su cariño, con la reparación nacional que le otorgaron por mi mano el Rey, el Gobierno y la pública opinión sin excepción de matiz, nombrándole Jefe superior del Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios, en desagravio debido, además de merecido y conveniente para la Administración y los libros, a la lógica cesantía que, sin duda para regenerar a las letras, había decretado contra Tamayo, como contra Guerra, Cañete y tantos otros, la Revolución de 1868. No lo recuerdo por vanidad, tan ajena, gracias a Dios, a mi carácter, como ridícula en este caso. Lo recuerdo como demostración del aprecio universal a Tamayo. Nunca trazó mi pluma, ni volverá, seguramente, a trazar líneas tan celebradas y aplaudidas, como los cuatro renglones de la carta confidencial con que le transmití el nombramiento. No sé cómo se hubo de traslucir, pero el hecho fue que se divulgó; pidieron permiso para publicarla los periódicos más desafectos a mi persona, y aquello fue una explosión de plácemes y felicitaciones. Cánovas me escribió diciéndome que mi carta le parecía «de perlas», y hasta el Rey me mandó a llamar para darme la enhorabuena. Con ser yo en aquella situación el blanco de moda para el ataque combinado de todas las oposiciones, todas pusieron en las nubes aquella carta. ¿A qué se debía esta ovación? Sencillamente a que en ella me había hecho eco de la opinión nacional, que aclamaba en Tamayo, al genio de nuestra literatura dramática, para sacarle de su retraimiento y su olvido, y darle el merecido puesto de honor al frente de nuestra cultura. Más tarde estreché más fuertemente con él los lazos de una amistad respetuosa; admiré la pujanza de aquella inteligencia, rebelde a toda fuerza que no fuera la de la convicción razonada y sentida; me aterró la salvaje energía de aquella voluntad indomable para el empuje arrollador o para la laboriosidad formidable; sondeé con pavor los senos de aquel corazón, donde, bajo el cielo límpido y sereno de una conciencia inmaculada, sentíase el sordo hervor de las pasiones más violentas; asistí con placer a aquellas escenas de familia en que se aparecía en todo su natural esplendor el amigo, el esposo, el hermano y el caballero; presencié los terribles dolores y las espantosas agonías de su última enfermedad, y seguí siendo víctima de la misma fascinación: en todas y cada una de las diversas fases de su vida, en las más supremas y sublimes, como en las más ordinarias y sencillas, siempre vi, sobre todo y antes que todo en él, una naturaleza hondamente identificada con el genio de la creación dramática, al demonio de la representación, como diría un pagano, al ser privilegiado por Dios, que ve, palpa, entiende y siente la vida como un papel impuesto por Él, entre las peripecias del destino, en un drama vivo, trascendental, realísimo, en el que, compenetrándose lo real y lo ideal, todo tiene que desarrollarse con propiedad, con verdad y con rectitud, para que no lo manche, lo afee y lo deshonre todo la deformidad, que es la hija de la mentira.