LA VUELTA DE BETO

Juan Carlos Domínguez

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El ambiente es el de siempre, el de todas las noches, todos sus días. ¡Vaya!, el Gusano Bar es su segunda casa. Por qué carajo se siente mal, ahora sí, como perdido, sin rumbo. Si todo aquí está a toda madre: están sus cuates, la divina fauna natural de la covacha, es decir, puchadores, putas, loosers, pachecos, tecatos, culturosos, juniors, padrotes, maras, morritas, policías, estudiantes, gays, gente cool; él encaja en varias categorías, debería estar contagiado de la misma euforia. De dónde le viene, así de repente, esa sensación de melancolía. ”¡Es el bajón, hombre!”, piensa. Pero no, es más que eso.

Beto Ruiz salió de su pueblo 10 años atrás, a los 17. Se vino repudiando el entorno, la tradición meramente mercantil en la que se convirtió el oficio de sus padres, de sus abuelos, de sus hermanos y todos sus ancestros. Ahora resulta que extraña las tejedoras, que le brota una necesidad imperiosa de palpar los telares, manipular los hilos, de ir entramando superficies multicolores.

Las bolsas de plástico, las corcholatas, los desechos industriales que casi enajenadamente encuentra y hurga en los botes de basura, yacen regados por el piso de su cuarto, sobre la cama y por todas partes. Le van a servir para crear. ¿Qué? No lo sabe, no tiene cabeza para dilucidarlo. Está embotado desde hace un buen rato. Presiente que habrá de huir de nuevo.

Esa es la palabra que le había costado trabajo soltar: huir. Así como lo hizo un buen día en su Teotitlán del Valle. Cuando lo apacible del transcurrir del tiempo en su pueblo y la inercia familiar, lo empezaron a ahogar. “¡Estaba hasta la madre de Teotitlán!”. Pero que tampoco se piense que su vida se convertía en una tragedia. Nomás eran las ganas de moverse, “como cualquier adolescente, cabrón”. Que no le escarben pues, que lo le llamen a los suyos conflictos existenciales, prefiere nombrarlos “conflictos de geografía” de “búsqueda”.

¿Que cómo está eso? Beto no se quiebra la cabeza: “La gente de los pueblos quiere el desmadre de la ciudad, y la gente de la ciudad desea la tranquilidad de los pueblos. Nadie está conforme con lo que tiene, todo el mundo se queja”.

La neta es que como a todos los morros del pueblo, también a él le cosquilleaba el hecho de ver regresar a otros lugareños que se iban al “otro lado” y llegaban con sus camionetotas, dólares para construir una buena casa y buena ropita. La diferencia es que la inquietud de él no se centraba en lo que se podía traer, sino en el mero hecho de la partida. En casa no había necesidad. Y eso, precisamente, era otra cosa que le irritaba.

Beto había empezado a experimentar un poquito de libertad cuando sus hermanos se habían ido al Distrito Federal o a . En ese lapso se quedó como hijo único y gozó de nimiedades que sus hermanos no le habían permitido por ser el menor de la familia; el hecho de conocer otro tipo de música, su propia música, escuchar rock, elegir un canal en la televisión. Y pues más ganas de irse a explorar el mundo. “Sabes que existe otra parte, que existen otras cosas, y yo lo quiero conocer”.

Pero ¡ojo!, no todo es mero idealismo y afán de aventura. Beto también quería huir del textil, sí, ese que le había dado de comer y una vida de comodidad a él y su familia, como no a todos en el pueblo. Don Heliodoro, su padre, durante los ochenta y noventa tuvo el taller que más exportación de tapetes hacía para Estados Unidos, miles de dólares en ventas, “de ahí viene el varo, la casa. Algo de lo que no me siento culpable, porque no soy culpable”, se exculpa Beto.

Testarudo el chavo pues: “Pero renegué del textil, renegué cabrón. Porque repites los mismos diseños todo el tiempo, el mismo de hace 20 años, y no tienes oportunidad de tú plantear, de dónde viene el material, que nomás te piden este diseño y hay 100 tapetes igualitos al que tienes que hacer. Y la gente lo hace, porque se le paga, porque tiene que vivir, y viven bien. Y ya no les preocupa nada, y lo saben hacer automáticamente. Y empieza una reproducción, como maquiladora. Entonces de repente eso cansa también. Por lo menos a mí me cansó”.

Y más que su padre lo empezó a presionar, siendo Beto por el momento el encargado del taller, tenía que responder como sus hermanos mayores, que sí “producían” y él no. Y aparte que ya le empezaba a gustar la pisteadera: “Te doy todo, tú nomás aplícate”, era la consigna paterna. Y se aplicó. Con otro cuate empezó a sacar muchos tapetes. “Pero era como esta cosa mecánica. Y yo dije ¡a la chingada! Ya no quiero saber nada de los textiles. ¡Ya no quiero saber nada!”.

Y pues vino el estira y afloja con sus “jefes”. El caso es que Tijuana fue la primera posibilidad porque como allá estaban una hermana casada y un hermano soltero, era el único lugar a donde le permitirían irse. Le hicieron concluir la prepa, marcharse seis meses por lo pronto a la frontera, regresar a liberar su cartilla militar; y entonces sí, llegó el permiso, y seguramente sus bendiciones.

Y así con Tijuana en la mira se agarró un año sabático que se convirtió en diez. “¡Pues sigue siendo uno, nomás le quitamos el cero!”, dice a carcajadas el muy cínico.

2

Beto estaba muy entrado en su chamba, pintaba unos jarrones en un local de artesanías sobre la avenida Revolución, la más turística de Tijuana, cuando llegó Panchito, otro morro artesano, pero ese sí tijuanense. Desde el primer cotorreo se identificaron, porque aparte de tener el mismo oficio, compartían inquietudes sobre “algo más”, la pintura, la cultura, y esas cosas. No había más convivencia que esos encuentros breves. Hasta que un tiempo después Beto fue a inscribirse a un taller de artes plásticas a la Casa de la Cultura, y que se va encontrando a Panchito haciendo lo mismo.

Coinciden en clases, y después cada quien en lo suyo. Luego los encuentros son en expos, eventos culturales, parties, cantinas y demás. Un día se van caminando a sus respectivas casas y resulta que son prácticamente vecinos, sin saberlo. Y a Beto la serie de coincidencias le parecen muy raras. Lo interpreta como el anuncio de su entrada al ambiente artístico en una ciudad que pronto ya no le será desconocida.

Una relación la va llevando a otra. Conoce artistas, conoce galerías, conoce a maestros, conoce a gente “clave”. Se va acoplando pues. Un día llega a la Universidad donde se exponía una colección de Vladimir Cora, un artista nayarita de renombre: “Muy culero, una obra muy culera”. Sin embargo: “Ahí tuve el primer contacto con el grabado. Yo antes no sabía ni lo que era el grabado”. Y viniendo de , qué poca, pero Beto nomás se ríe. Aclara que sí sabía de , , Sergio Hernández, “¡A huevo!” Pero no me engranaba a ver sus técnicas”. Nomás sabía que pintaban y eran de Oaxaca.

Pero regresando al grabado, cuando Beto lo vio, se dijo: “Yo quiero hacer esta madre. Se me metió la idea”. Y así le va siguiendo la cadenita, y cada vez se va sintiendo menos artesano y más artista plástico. Hace grabado, pinta, logra colarse en algunas exposiciones colectivas, incluso en una individual. Y sintiéndose muy experimental él, con otro compa sacan “Música para Viajar”, un proyecto donde aquel tocaba el bajo o varios instrumentos y Beto utilizaba el zapoteco como sonido nada más, de tal manera que se oyera chido. A la gente le gustaba a pesar de que Beto, muy mala leche, en rolas de hasta 45 minutos cagaba a todo el mundo, “¡tú que estás haciendo aquí hijo de puta!”, y el público complacido le aplaudía.

Así pasaron como cinco años y Beto como pez en el agua. Aparentemente. Cada vez fue más la fiesta y menos la disciplina. Como él dijera, nunca nadie está conforme. La “vida de artista” lo saturó muy pronto. Se dedicó a deambular por las noches y días que se sucedían sin diferencia en una Tijuana siempre de fiesta. Se fue engranando en la mota, la coca y, sobre todo, el crico, barato en precio y el mejor para el tripeo. “¡No mames güey!, no tuve ningunas decepciones, simplemente estaba clavado en otras cosas, ya no enfocaba qué pedo”. Y cuando menos pensó, de cliente asiduo pasó a ser empleado del Zacazonapan Bar. Ahí mesereaba y, claro, como todos los meseros, tiraba mota y droga. El sueldito y la venta, le dejaban alguna fierecilla. Suficiente para sus gastos, y su crico. Y en cuanto al arte, “bien, gracias”, fue puro tirar hueva. “Cuando me di cuenta ya no tuve tiempo. Chambeaba hasta las 4 de la mañana, despertaba bien madreado, salía a hacer otras cosas, daban las seis o las siete de la tarde, y ya era empezar a prepararme de nuevo para la chamba”. Algo malo debe tener ese mentado crico fabricado con aspirinas molidas, líquido para baterías y veneno para ratas, que al Beto lo puso flaco flaco, escuálido y grisáceo de la piel. Una estampa muy distinta al zapoteco gordito y cabezón que llegó del sur, y que así se había mantenido –incluso más gordo– hasta hace poco tiempo.

En sus ratos de lucidez –los menos– y los del alucine –los habituales–, Beto caminaba y caminaba por la Zona Norte –la de tolerancia– y el Centro, para rastrear en los contenedores y botes de basura, y recoger corcholatas, láminas, plástico, letreros publicitarios y cuánta fregadera le sugiriera “material” para algo. Ya no pintaba, los cuadros eran cada vez menos en su taller, y la basura comenzaba a apilarse. “Eran demasiadas cosas y no podía procesarlas”. Así que ni producía ni nada. Muchas ideas, cero obras y puro desmadre. Era un pepenador compulsivo y un artista semi inconsciente.

“Me la vivía drogándome nada más pero tripeando un chingo de cosas”. Y a veces tenía ocurrencias. Como cuando con el Shanky, un amigo oriental, se pusieron bien marihuanos y empezaron a cagarse el palo; el Shanky lo insultaba en japonés y Beto le respondía en zapoteco. En medio de su locura aquello les parecía muy “sonoro” y artístico. Y que se les va ocurriendo armar otro proyecto como el de “Música para Viajar”. Pero el Beto ya andaba mal. Ya no iba a prosperar eso ni nada.

Pinche güey, o te regresas a Oaxaca o te metes a un centro de rehabilitación. El ultimátum hubo de ponérselo el Shanky. Y a Beto le movieron el tapete. Cómo no, “realmente hace 4 años que se había acabado esto. Puro underground”. Que regresara a su tierra, no podía seguir tan perdido, buscar la raíz y que pusiera en orden todo su desmadre. Porque de repente piensas que “identidad” es nada más hablar el zapoteco, o ser de la comunidad indígena, y ya con eso se abandera uno. ¿Y todo lo demás qué? Cuando sabes quién eres, sabes a dónde vas, derrochando sapiencia le habría dicho su amigo. Y con los ojos bien redondos puestos hacia el horizonte, de la boca de Beto salieron palabras contundentes que harían temblar a cualquiera: “¡Chingue a su madre todo!, me regreso a Oaxaca”.

3

“A ver… a ver… ya he tomado dos clases y han hablado mucho del abstraccionismo y yo no entiendo qué es eso de ‘abstracto’”, salió con su chingadera Javier e hizo reír a todos en el taller de textil que Beto Ruiz junto con otros artistas imparte para algunos de sus paisanos en Teotitlán. Javier es un chavo ahí del pueblo, su padre fue empleado del papá de Beto, ahora ambos toman clase en “Taller Ocho”, el proyecto de Beto en donde busca que los textileros pasen de ser meros maquiladores a ser creadores, que le den una vuelta de tuerca a la mera tradición o costumbre. Que no les pase como a la mayoría, que cuando les cambian el “diseño” del tapete a uno de ellos se conflictúan todito, “es un pedote”, dice Beto. A Javier le explicaron casi con manzanitas “eso de lo abstracto”: “Mira, este artista dibujó este tronco de árbol, y luego empieza a abstraerlo… a abstraerlo… a abstraerlo, hasta llegar a una simple cosa cuadrada. Y es un árbol”. Y Javier sigue sin entender qué es abstraccionismo. Desesperado Beto indica a sus 12 alumnos (doñas, señores, adolescentes, ancianos): “Entonces mañana todos traigan una pieza así”. Al día siguiente todos llevaron su dibujo y Javier resultó el más abstracto de todos.

“Fue buena elección mi regreso, sí güey, al principio estuve como león enjaulado, pero ¡cabrón!”, rememora Beto los primeros días de su retorno desde Tijuana. Y es que traía la cabeza, y todo él, hecho bolas. “Fue una época de desmadre pero con un chingo de cosas, de ideas, un chingo de cosas que empecé allá, ahora las estoy aterrizando aquí. Esa es la parte chingona, si no me hubiera ido a Tijuana no estuviera haciendo esto. Allá empecé cosas como lo de los letreros. Ya está más sustentado, ya no soy sólo el ´morro roba letreros’”.

El retorno de Beto a su pueblo no sólo fue literal, sino un flashback mental que le ayudó a concretar, ahora sí ¡carajo! lo que dice que traía en el subconsciente. Una noche unos amigos que abrieron un barecito en Teotitlán lo presionaron para que montara una exposición en su local, que les demostrara qué tan artista era. Y pues Beto echó mano de los letreros viejos que se robaba de tiendas de abarrotes, letreros casi todos de lámina ya oxidada anunciando productos que ya no existen o ahora tienen otra presentación (gansitos Marinela, Coca Cola, etc.): “Fue una provocación. Los morros empezaron a identificar, ‘mira ese letrero era de…’, ‘¿dónde estaba esa madre?’... El lugar estaba atiborrado de letreros y con ellos partes del pueblo, –de la vida en Teotitlán– estaban concentradas en el bar”.

Beto ya empezaba a encarrerarse, a agarrar confianza, vaya, a creérsela él mismo su faceta de artista, y no improvisado. Ya no le harían mella sus naturales detractores. “Los chavos de Teotitlán me cuestionaban ‘¡Y esa madre qué es!’, se sacaban de onda, y yo me preguntaba cómo lo sustento”. Pasaba eso cuando textileros, y no textileros, paisanos suyos, veían los “tapetes” que Beto tejía a base de corcholatas y bolsas de plástico. Y ni él mismo lo sabía cuando lo empezó a hacer en Tijuana. Pero ya en Teotitlán de vuelta, “empecé a concretar los materiales, los diálogos”, declara Beto Ruiz ya muy en su papel de artista visual contemporáneo entrevistado para revistas de arte. “No es reciclado, es reactivar las cosas; yo reactivo la materia, hago que funcione otra vez, le doy oportunidad que agarre su segundo aire”.

“Allá me llegaron ideas muy tontas, tal vez estaba muy sensible allá”, es la interpretación que Beto le da a su improductiva etapa final en Tijuana, en que más parecía pepenador que otra cosa. Pero en Teotitlán hasta le entró la onda transcendental: “Vine a cerrar el círculo, y a que todo empiece a girar otra vez; empezar desde ese punto”. ¿Qué dijo? Pues que ahora sí sabe lo que hace, y para qué. Como con las bolsas de plástico.

Mientras en Tijuana sobran las bolsas de plástico que te dan en los supermercados, sobre todo las del chocante color amarillo de las tiendas Calimax, en Teotitlán escasean. Con tantas bolsas de plástico en Tijuana (hasta en la alacena de las casas hay un cajón especial para guardar las decenas y decenas que se juntan de ellas) y la nostalgia por el textil que le empezaba a invadir, ante la ausencia de un telar Beto se encontró con un aparador de Bimbo, y así empezó a tejer con plástico. Y al improvisado material también le encontró su encanto. El colmo, en Tijuana extrañaba las fibras naturales, y en Teotitlán añoró el plástico. “En Teotitlán hay un problema con el basurero, pero el basurero no me interesa tanto. Estamos grabando video de dónde terminan las bolsas, y estoy recuperando bolsas de plástico para hacer textiles aquí”. Y hasta en la capital del país hay un centro de acopio, para que Beto en los próximos meses en un proyecto de residencia allá, dé rienda suelta a su afán creativo con las bolsas. “A la gente que me traiga bolsas les doy un taller de telar. Algunos dicen ‘¡para qué chingada madre quiero aprender a tejer si no tengo un telar!, ¡ni dónde poner un telar!’. Pero les enseño a trabajar en una silla, como los niños lo hacen para imitar al padre, porque a los seis años no tienes la estatura para alcanzar un telar. Entonces las amas de casa se me llevan sus bolsas y yo les enseño cómo con ellas pueden hacer carpetitas, tapetes para el baño o cositas decorativas. Y cómo convivir con algo tan agresivo como la bolsa de plástico y que se te haga bonito, que no lo veas nada más como un producto contaminante”.

Pintura, instalación, video; a todo le anda haciendo el Beto, y se siente a sus anchas. Pero siempre regresa al textil, mismo del que un día renegó. Lo reconoce, lo vive como la base de todo lo que hace y lo que él es. Y ahora se afana en transmitirlo, en lo práctico y en lo vivencial. En sus talleres (ya auspiciado por instituciones oficiales) de textil tridimensional: “Que el textil no acabe en el tapete nada más, que no se acabe en la alfombra, sino que hay que experimentarle cabrón. Decirle al chavo que tiene necesita estudiar, necesita leer, necesitas otras cosas”. Javier, el chavo que estaba angustiado por no entender el abstraccionismo un día quedó sorprendido cuando una de las maestras le presentó un tapete terminado con imágenes distintas a las de siempre: “Qué bonito se ve, a mí nunca se me había ocurrido”.

Beto les está haciendo ver que la tradición de los tapetes de Teotitlán se comercializó tanto que ya se está agotando, renovarse o morir, que ser artesano por herencia no representa olvidarse del aprendizaje, que para qué se andan con limitaciones, que hay que ser bueno, son 70 mil tejedores para un mercado de 45 millones. “Esto frutos van empezar a verse en unos cinco o seis años, pero ya está el Alex, Alejandro, estoy yo, Eduardo, que son los chavos que le van a dar continuidad”.

Beto Ruíz regresó y ya no renegó. “Por qué no regresar, si hay posibilidad de hacerlo pero aportando otras cosas, pues regresémoselas”. Y a la vez que nuestro amigo le deja su aporte a su terruño y su gente, se apresta a seguirla girando por el mundo; Oaxaca, Ciudad de México, Londres y, por supuesto, Tijuana, escala de sus nuevos vuelos: “… mi tijuanita querida… cómo te podré olvidar…”.