L.M. Gutiérrez - J.A. Deháquiz

Leyendas Escolares y Otras Historias

L.M. Gutiérrez - J.A. Deháquiz z

Leyendas Escolares y Otras Historias Título Leyendas Escolares y Otras Historias Autores Luz María Gutiérrez de Coronel Jorge Alberto Deháquiz Mejía Primera Edición: Marzo de 2015 ISBN Obra impresa: 978-958-46-6023-7 ISBN Obra digital: 978-958-46-6024-4 Derechos reservados © Ilustración de portada Silvia Natalia Méndez Tamayo Diseño y Diagramación CreActive - Estudio Freelance [email protected] Bucaramanga, 2015 Ad aeternum al árbol de los abrazos…

Y a ellas que hacen parte de la leyenda: María de Jesús Páramo de Collazos Balvina Rovira García Virginia Martínez de Blume Evangelina Mejía Mercedes Ramos Margarita French de Fonseca María Josefa Garcés Sara Crosthwaite Luisa Convers Dolores Andrade María del Carmen de Carreño Elena Arenas Canal Tulia Gómez Laura Ruíz de Bretón Julia Sarmiento Peralta Tula Cadena de Mantilla Antonia Cardozo Serrano Mary Luna Santos Evelia López Tarazona María Estela Lozano Figueroa Gilma Ramírez Carvajal Piedad Santos Gómez Liliam Helena Lizcano Castellanos Dora Herrera Anaya

Contenido Introducción...... 7 Leyendas escolares...... 9 El Tivoli...... 11 Una anarquista expulsada...... 13 Estrenando casa...... 15 Primíparas...... 18 Un cementerio en la rotonda...... 21 Días gloriosos...... 23 La señorita profesora de lengua castellana...... 25 Un perro diabólico...... 27 Composición...... 29 ...... 34 Una pregunta insolente...... 36 Una música del inframundo...... 38 La monja sin cabeza...... 40 El árbol de los abrazos...... 42 La maestra de ciencias naturales y la noche negra...... 44 La astrónoma...... 47 Día del maestro...... 49 Ni un pelo de bobo...... 52 Orugaria...... 54 La noble insignia escolar...... 56 Una cadenita perdida en el bambusal...... 58 El profe...... 60 Préstamos que causan sonrojo...... 62 Agüita ardiente...... 64 6 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz

Centenario...... 66 Romería en viernes santo...... 74 Tiene que repetir el cuento...... 76 De caricatura...... 79 Fantasmagorías...... 81 ¡Treinta no, cuarenta sí!...... 83 Lengua, tiza y tablero...... 85 Mariachis a las puertas de la escuela...... 87 Feliciana y Feliziano...... 89 Alias Marina...... 91 El Chochal...... 93 Dos princesas en la escuela rural...... 95 La guerra de los horarios...... 97 La galería de afiches...... 100 Chaquira...... 102 Prácticas en el Megacolegio...... 104 La Balada de Estulticia...... 106 Brónquidos...... 108 Historias de vida...... 110 Pérdida irreparable...... 112 Tomy...... 114 Sobre el Arco Iris...... 116 Esos árboles que no dejan ver el bosque...... 118 De ñero a profesor...... 121 El bazar de piñatas...... 124 Añoranzas...... 127 Google School...... 129 La soledad de Mnemósyne...... 132 Uróboros...... 137 Ecos...... 140 Leyendas Escolares y Otras Historias 7

Introducción Recordar es vivir, reza el adagio popular. En este mundo de lo efímero, en el que las noticias, los videos, las selfies, los memes, los trinos, vienen y van, la memoria corre el peligro de perderse, y el olvido, no como deseo –porque una cosa es querer olvidar– sino como enfermedad –como aquella que padeció Macondo– termina anulando todo lo pasado, como dice Borges. Leyendas escolares y otras historias es un canto a la memoria, mítica y real, y a la identidad que nos hace ser lo que somos, es decir, normalistas. Se necesita un poco de hechicería, de poesía y de locura, y el corazón esmaltado de verde esperanza, para contar las cosas como se han contado.

Leyendas escolares y otras historias tiene diversas narraciones. Cuenta, de otra forma, algunas de las leyendas tradicionales de la Escuela: Un cementerio en la rotonda; Un perro diabólico; Una música del inframundo; La monja sin cabeza; El árbol de los abrazos; Una cadenita perdida en el bambusal. Rescata anécdotas: Primíparas; Ni un pelo de bobo; El profe; Agüita ardiente; De caricatura; ¡Treinta no, cuarenta sí!; Mariachis a las puertas de la escuela; El chochal; Dos princesas en la escuela rural; Historias de vida; Tomy; Chaquira; Sobre el arco iris; Añoranzas. Contiene historias personales traídas al contexto de la Escuela: La señorita profesora de lengua castellana; La astrónoma; Romería en viernes santo. Unas pocas son un acercamiento a la historia de la institución: El Tivoli, Estrenando casa, Centenario; La galería 8 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz de afiches. Hay historias que recuerdan a algunas maestras: La maestra de ciencias naturales y la noche negra; Feliciana y Feliziano; Brónquidos; El bazar de las piñatas; Ecos. También hay historias que hacen pensar: Leyendas escolares; Tiene que repetir el cuento; Lengua, tiza y tablero; La guerra de los horarios; La balada de Estulticia; Pérdida irreparable; Esos árboles que no dejan ver el bosque; La soledad de Mnemósyne; Uróboros. Otras son simples invenciones: Una anarquista expulsada; Amor prohibido; Orugaria; La noble insignia escolar; Préstamos que causan sonrojo; Fantasmagorías; Alias Marina; Prácticas en el megacolegio.

Leyendas escolares y otras historias es un homenaje a la Escuela Normal Superior de Bucaramanga en sus 140 años de existencia y al cumplirse el 70 aniversario de estar disfrutando de su hermosa sede. Leyendas escolares iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, sí, de “señoritas”. Lo Scurioso de las historias que se cuentan es que cuando la Normal dejó de ser de “señoritas”, a la par cesaron las leyendas. De eso, de dejar de ser de “señoritas”, hace ya algún tiempo; como quince años, más o menos. Es que el pasado siempre es distante; por eso es pasado. Es tan lejano el ayer como el antes de ayer o como el tras antes de ayer o como la misma noche de los tiempos. Pero… ¿en qué consistían esas leyendas? No hay claridad al respecto, porque en la memoria popular –que es la que cuenta en estos casos– las leyendas se transmiten de boca en boca y de generación en generación y no siempre evocan imágenes que perduren en la imaginación. Puede que dichas leyendas se refieran a algunas “señoritas” –porque son leyendas de lo que era una Escuela Normal de “Señoritas”–, que deambulaban a escondidas por los corredores lúgubres de la vieja edificación –porque las leyendas se escenifican en viejas casonas– en las noches o en días que parecían noches. Tampoco hay certeza –y no podría haberlo– sobre el por qué de sus locas correrías, ya que el grado de locura dependía si ocurrían en noches oscuras de luna nueva o en claras noches de luna llena. La presencia de la luna es crucial para imprimirle terror a las leyendas: el hombre lobo se transforma siempre a la luz de la luna llena y los amantes furtivos –porque el amor furtivo es tema de leyendas– también se 10 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz transforman a la luz de un claro de luna. ¿Y qué habría pasado si las andanzas de las “señoritas” se hubiesen hecho en una de esas mañanas o en tardes en que la luna coquetea con el día? Las “señoritas” también tienen sus excursiones a plena luz del sol, pero para los ojos seculares éstas ya no son leyendas, aunque bien contadas pueden mutar en leyendas, siempre y cuando acontezcan en días opalinos cargados de neblina y no de humo o de la calina con los que sólo se hacen cortinas de humo; la neblina, en cambio, permite ver imágenes espectrales, que son como los espejismos de los días calurosos y soleados en un árido desierto. Cuentan los ancianos, convertidos en rapsodas o trovadores o juglares, que en la ciudad donde está el viejo caserón que era de la “Normal de Señoritas”, ciudad autonombrada “de los parques” en donde hoy no hay parques o antes sí había parques, se ha visto a plena luz del día, en esos días en los que la luna amanece trasnochadora o atardece jacarandosa, el espectro de una “señorita” con poco donaire y cual Eva trashumante expulsada del Edén pendonear a la luz de los semáforos, allí donde hay semáforos y donde no los hay a la luz del Arco Iris –porque el Arco Iris son rayitos de luz prisioneros en gotas de agua cristalina que caen hacia el cielo– o de una luciérnaga vagabunda y efímera, las calles o los barrios o los suburbios de la ciudad recogiendo los pedazos esparcidos de su rostro lastimero –porque los espíritus de las leyendas no tienen rostro o se han quedado sin rostro– y por eso, porque no tienen rostro, los llaman espantos. Cuentan entonces los ancianos o bardos o cantores o copleros o cuenteros, con regocijo, que ellos habían asistido al surgimiento o a la creación de una “leyenda urbana”. El Tivoli iempre se ha escuchado hablar a los ancianos o abuelos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal de Señoritas”. Cuenta don José Joaquín, Sque era un señor y maestro y cronista muy honorable, que una mañana de mayo del año del señor de MDCCCLXXV, un seísmo devastó la comarca del Estado Soberano de Santander en los días de gozo por la recién fundada “Escuela Normal Nacional de Institutoras”, primer nombre que se dió a la Escuela Normal de Señoritas; que un ruido, que parecía provenir del nordeste, precedió a la trepidación que casi acaba con la iglesia y causó unos pocos agrietamientos en la Casa “El Tivoli”, un antiguo café-bar construido e inaugurado por Lengerke y la patota alemana inmigrada a la ciudad, para escándalo de las señoras y del cura párroco, que veían como los caballeros, sin distingo de edad y de abolengo, acudían allí en las tardes y en las noches para fumar finos tabacos piedecuestanos, jugar bolos o billar, degustar bebidas espirituosas importadas, pasear por el jardín, pactar negocios y dar palmaditas en las nalgas de las meseras del lugar. Se necesitaron muchos rosarios, alegatos y peroratas de las matronas y exhortaciones, sermones y advertencias del señor cura para que tan excéntrico y extravagante lugar, so pena de quedar en ascuas y cenizas, cerrara sus puertas y abandonara sus encantos. Justo allí, donde se pavonearon señoritas con pinta de bailarinas de cancán, se instaló la Escuela Normal de Señoritas. Los muros de la casona ofrecieron un solaz propicio para el aprendizaje, y un refugio ante los peligros y las frecuentes 12 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz alteraciones del orden público, como aquella que presenció la municipalidad con el motín y la asonada de los artesanos Pico de Oro, a quienes les decían “la culebra”, en contra de los muy ilustres y respetados comerciantes del Club de Soto. Cuentan que cuando el aventurero, fotógrafo y dibujante Albert Millican (un barón inglés al servicio de su majestad, digno representante de la fiebre botánica que por todo el orbe iba tras especies exóticas como las orquídeas), piso los intersticios de la meseta, la Escuela Normal daba gran prestancia a la ciudad; y también relatan que las señoritas normalistas engalanaban los actos sociales (en rivalidad por la elegancia, el porte, la gallardía y el donaire con los jóvenes de la Escuela de Artes y Oficios), como aquella noche en que gracias a unos pocos visionarios y soñadores y emprendedores y audaces empresarios, con la magia de la ciencia y la tecnología se encendieron simultáneamente y de repente treinta focos de mil quinientas bujías cada uno en la calle del comercio; la llegada de la luz eléctrica, desde la planta de Chitota junto al río Suratá, fue saludada por un ¡Oh! sostenido de la muchedumbre y anunciada por las campanas al vuelo, el sonar de la pólvora y el recorrido por vías y callejones de la banda de músicos del departamento, los gestores del milagro, las autoridades civiles, religiosas y militares y los coros estudiantiles. Cuentan los viejos bardos o juglares o rapsodas que la pavorosa y cruenta guerra que duró como mil días obligó a la clausura de la Escuela, y que pronto en la Casa del Tivoli las monjitas belencitas, que llegaron a la localidad al despuntar el nuevo siglo veinte, fundaron un colegio para las señoritas que se habían quedado sin dónde estudiar. Una anarquista expulsada iempre se ha escuchado hablar a los ancianos o abuelos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, aunque realmente Sempezó siendo la “Escuela Normal Nacional de Institutoras de Bucaramanga” y lo hizo en una época o en tiempos en que el país, que para ese entonces ya había tenido varios nombres –y no saber cuál es el propio nombre es ya un infortunio–, como un adolescente –perdido entre sus imaginarios– perfilaba su identidad como nación y lo hacía en medio de un sinfín de guerras y de reformas y contrarreformas. Cuentan los cronistas o historiadores que la fundación de la “Escuela Normal Nacional de Institutoras” llenó de orgullo al pueblo bumangués y que las familias prestantes inmediatamente inscribieron a sus hijas para formarse en la noble tarea de ser enseñantes o maestras o profesoras o educadoras. Pronto la fama de la institución se extendió por las provincias socorrana y pamplonesa y cucuteña y ocañera y guanentina y rovirense y veleña, desde donde comenzaron a llegar mujeres jóvenes de todos los talantes y calañas. Cuando la centuria ya caía y los albores de un nuevo siglo –el veinte– inundaban los ánimos y las expectativas –siempre soñando con la anhelada paz aunque sonaban los tambores de otra guerra, esa que duró mil días, ni uno más ni uno menos– ingresó a la “Escuela Normal de Institutoras” una “señorita” –con aspecto sospechosamente varonil– que decía venir de todas y ninguna parte, pero que en realidad era chitarera. La presencia de este personaje no duró 14 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz mucho debido a sus irreverencias, discursos y arengas –impropias de una dama– más políticas que pedagógicas. Las directivas –en cabeza de la señorita rectora– decidieron expulsarla y mientras leían –en presencia del señor alcalde, del señor cura párroco, del señor magistrado, del señor inspector de educación y del señor director de la gendarmería– el laudo o condena o veredicto o dictamen, un seísmo sacudió la ciudad –causando pánico y unos pocos destrozos materiales en la “Escuela Normal de Institutoras”–; pero se hubiera producido un verdadero terremoto o cataclismo o hecatombe de haberse revelado la mojiganga de este genio de la suplantación que en vida interpretaría otras mascaradas y otros quilombos, que lo llevarían –a la postre– a visitar más de una fría mazmorra –en las que estuvo sepultado en vida–. Cuentan los biógrafos de este autonombrado “amigo de la vida” pero “enemigo de todo” –algo así como un Biófilo Panclasta–, que sus correrías por diferentes países y regiones y comarcas y parajes fueron tantas que el mundo se le hizo estrecho para pregonar y avivar y atizar sus doctrinas sobre algo que llamaron “anarquismo individual”, cuya única verdad real era mostrar la desnudez de la vida. En las habladurías o cotilleos o murmuraciones o comadreos se dice que mientras el nombre de Biófilo era utilizado por las madres y las abuelas y las tías de la provincia pamplonesa para asustar o azarar o inquietar a los niños que no se tomaban o no querían ingerir o tragar la sopa, la “Escuela Normal Nacional de Institutoras” cambió el nombre por el de “Normal Nacional de Señoritas” y tomó un nuevo impulso en momentos en que los patricios o notables locales buscaban su traslado junto al renombrado “Parque de los niños”. Estrenando casa iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, sí, de “señoritas”. SCuentan los testigos que después de aquella guerra que desvencijó al país y la comarca, los patricios lugareños hicieron hasta lo imposible para refundar la Escuela y que cuando ésta se restableció parecía un judío errante deambulando por cuanto caserón podía albergarla; en este trajinar por todos los rincones de la villa se la pasó cuarenta años, como emulando la larga travesía de Moisés por el desierto. Quedó registrado que al promediar el siglo, cuando el paisito lindo del Sagrado Corazón intentaba, una vez más, liberarse de tanto conservadurismo rancio y adentrarse, por fin, en la modernidad, aunque fuera todavía a lomo de mula, la nueva prosapia clamó por un lugar propio, digno y definitivo para la Escuela Normal de Señoritas; los honorables diputados al unísono en la Asamblea regional apropiaron las partidas necesarias y facultaron al Señor Gobernador para escoger el sitio y adquirir el lote donde erigir la edificación, así como disponer la confección de los planos y acometer la construcción de la obra. Cuentan que gran alborozo causó entre las señoritas de la Normal de Señoritas, desde la señorita rectora hasta la señorita portera, la compra del predio para la Escuela en el costado nororiental del renombrado Parque de los Niños junto a la hondonada de la quebrada seca, en un terreno yermo y de pastón que decían sirvió de campamento y hospital de campaña a los guerreros de 16 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz la cruenta batalla del palo negro. Pero más feliz fue el día en que se colocó la primera piedra del esperado edificio; la comunidad en pleno presenció el acto simbólico. En el cortejo se destacaba una figura como traída de otro mundo, una especie de zoquete o gárgola con alpargatas, a quien, por expresa petición del cura capellán, fue encomendado el cuidado y vigilancia del lugar. Se dice que este azacán era un antiguo aguatero o aguador que surtía del preciado líquido a la institución desde las Chorreras de Don Juan; era un atavismo del Acueducto de la Triple B, del bobo, el burro y el barril, quien aprendió desde niño el oficio, pero que un día con plañidos desgarradores anunció la muerte de su jumento y el fin de su sustento. La señorita rectora conmovida por la situación decidió emplearlo, desde entonces y con su propia pecunia, para toda suerte de oficios. El orgulloso guachimán no sólo desterraba a curiosos, amantes furtivos en busca de un rastrojo y ladronzuelos; también se dedicó a ampliar la arbolada existente en el lugar plantando búcaros, sarrapias, oitíes, ficus, anacos, guayacanes, buganvilias, mangos, tulipanes africanos, eucaliptos, moncoros, mamones, gallineros, leucaenas, acacias, pivijayes, guamos, higuerones y anones. Sin querer queriendo este silvicultor aficionado dejó una especie de bosque relicto que pronto fue colonizado, desde la hondonada de la quebrada seca por ardillas, faras, iguanas, lagartijas, búhos, lechuzas, pájaros carpinteros, azulejos, palomas, picuíes, petirrojos, toches, colibríes, cardenales, pechiamarillos, cuchigas, pericos australianos, golondrinas, ratones, murciélagos, chicharras y un sinnúmero de insectos inimaginables. Con el tiempo esta floresta también albergó una legión de hadas, hechiceras, ninfas, espantos, brujas, monjas sin cabeza, perros diabólicos, fantasmas, duendes, espectros; toda una pléyade salida de la fantasía del bedel improvisado para asustar y hacer desistir a las señoritas internas Leyendas Escolares y Otras Historias 17 de rondar a hurtadillas en las sombras por los alrededores del lugar. A pesar de estas terroríficas fantasmagorías las señoritas maestras y alumnas aficionadas a la ciencia en acampadas nocturnas apreciaban a través del dosel arbóreo el oscuro cielo y en él el gran reguero de leche que la iracunda diosa Hera dejó al destetar intempestivamente al bastardo de Heracles, quien le fue puesto en su seno por el impertinente Hermes mientras dormía, siguiendo estrictas órdenes del pipi loco de Zeus. Sin duda quedó para la posteridad la procesión del día definitivo del trasteo de la Escuela a su nuevo hogar, precedida por la estrambótica panza del cura capellán y la flotilla de zorreros de la Plaza San Mateo, contratada expresamente para transportar los baúles, trebejos, utensilios, armatostes, bártulos, muebles, pupitres, armarios, camas, repisas, anaqueles y demás enseres de las normalistas; atrás quedaron desperdigados trastos, bacinillas, cachivaches y las colecciones apolilladas, consideradas como mera basura, de La Escuela Primaria y de la Gaceta de Santander. El imponente edificio, un híbrido entre claustro monacal, algo de republicano y un estilo neoclásico, levantado por uno de los más reconocidos y avezados arquitectos del momento, lentamente fue camuflado por la frondosidad del verdor con la traza de un corazón; este aislamiento favoreció el estilo de vida conventual o de milicia en su interior. Primíparas iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, de Suna señoritas que llegaban de lejanas tierras con deseos inmensos de estudiar y de “ser alguien en la vida”. Cuentan que la llegada de las novatas era como ingresar a Hogwarts o… ¿tal vez a Welton?: al llegar, cargando sus baúles y sus talegos, lo primero que acaparaba su atención era el torreón norte de tres pisos, en el que quedaban las oficinas y servicios como la enfermería y los aposentos de las señoritas profesores, y enseguida el largo pabellón oriental con su doble arcada y el pórtico o vestíbulo cubierto en el que se celebraban torneos de pingpong o servía de patio de juegos en los días de invierno; en esta sección destinada a los salones de clase, también se encontraban, en el segundo piso, los dormitorios colectivos y los baños. Ya en la terraza o plazoleta preparada para la gimnasia y las izadas de bandera, los pávidos ojos podían apreciar hacia el sur el comedor y salón de actos, y junto a él las dependencias del economato y el personal de oficios varios. Cuentan que definitivamente la peor noche en el internado era la primera: una cacofonía de gemidos, sollozos, lamentos, gimoteos, suspiros, resuellos y lloriqueos inundaba el dormitorio y se extendía por toda la penumbra hasta difuminarse con los primeros cantos de los gallos en la madrugada. Las internas veteranas y la señorita prefecta, conocedoras de la fastidiosa e inaguantable situación, preparaban con Leyendas Escolares y Otras Historias 19 antelación copitos de algodón con glicerina para utilizarlos como tapa oídos y poder dormir a pierna suelta. Al siguiente día los ojos hinchados o abotargados o tumefactos se percataban de la rotonda y los laboratorios en el costado occidental, unidos a la torre de la administración a través de un pasillo cubierto; y más allá el barranco y la quebrada. Cuentan que la levantada era motivada con el adagio de que “al que madruga Dios le ayuda” y coincidía casi con los maitines y era anunciada con un toque de cinco campanazos; comenzaba entonces el desfile de las adormiladas estudiantes en fila india hacia las duchas. Para la mayoría de las recién llegadas significaba el primer baño en regadera; en el recuerdo quedaban la alberca, la totuma, el estropajo y el jabón de tierra. La señorita prefecta inspeccionaba con rigor el evento para impedir que unas cuantas impúdicas y desvergonzadas se empelotarán y dejaran ver sus pubescencias y sus tetas para escándalo de las más pequeñas. Una que otra aprovechaba para hacer del cuerpo –al acorde de sonoros borborigmos y ventosidades– o para distender la vejiga; para las montañeras representaba una innovación hacer uso del genial invento del poeta John Harington, quien gustaba de la soledad del momento de sentarse a jiñar para la inspiración, la cual era interrumpida y desterrada por los mefíticos hedores de las antiguas letrinas. Con la modorra encima, a pesar del chapuzón en la fría agua, el clan de jovencitas, como si fueran novicias de convento, se dirigía a la capilla para el rezo de las laudes y la santa misa; era casi que una obligación la comunión so pena de una reconvención pública de parte de la señorita profesora de religión y de padecer una larga confesión con el cura capellán quien auscultaba hasta los más íntimos pensamientos de las conversas, para identificar sentimientos lascivos, lujuriosos, descocados, lúbricos, obscenos, procaces e indecorosos. El prolongado silencio mañanero se extendía hasta el desayuno; en estricta fila espartana se ingresaba al comedor; cada una se dirigía a su sitio 20 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz previamente asignado y después de la oración de bendición del pan, el desayuno, que constaba de caldo con arepa y chocolate entre semana; los domingos y las fiestas de guardar había una pequeña variación que incluía el tradicional tamal. Después de la barriga llena y el corazón contento un momento de solaz con el ingreso a clases de las externas y las noticias del mundo, especialmente de los pretendientes, esos conspicuos jóvenes del ahora Instituto Tecnológico Superior Dámaso Zapata, regentado por los lasallistas y que también estaba estrenando edificio en el sector norte del Llano de Don Andrés, por el camino de Matanza; esos chicos, bien educaditos e impecablemente presentados eran un sueño; los del recién fundado Colegio de Santander… esos eran unos patanes. A las cinco de la tarde terminaban las clases y las estudiantes internas podían quedarse en la terraza adelantando tareas. Aunque era su tiempo, la disciplina y el silencio eran imperantes. Al caer de la tarde y cansadas de su labor ofrecían sus vidas en las vísperas y el santo rosario que los lunes, los jueves y los sábados abordaba los misterios gozosos; los martes y los viernes los dolorosos, y los domingos y los miércoles los gloriosos. Cada estudiante debía tener en su ajuar una camándula y el dovocionario. Después de la comida era la hora feliz, pues se podía escuchar música, cantar, bailar o jugar pingpong; luego a los salones a estudiar y a las nueve en punto a la camita en estricto mutismo. Las alumnas de los últimos grados duraban una hora más preparando las prácticas pedagógicas del día siguiente, y a partir de entonces era el momento para los espantos, los duendes, los espectros y la osadía de los amores furtivos. Un cementerio en la rotonda iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, es decir, cuando las Sestudiantes para institutrices o preceptoras o maestras eran “señoritas”; mujeres jóvenes en edad de merecer. Cuando la Escuela Normal era la “Normal de Señoritas”, sucedían muchas cosas, porque donde hay “señoritas” sobrevienen abundantes acontecimientos, como aquel en el que un día, uno de esos días extraños en el que el sol alumbra pero no brilla, apareció una Virgen, sí con V mayúscula, derrumbada –las vírgenes sufren muchos desplomes– de su pedestal. Cuentan los ancianos o rapsodas o bardos o cuenteros que el pánico fue inmenso –porque los desplomes o caídas de las vírgenes, en este caso de la Virgen, causan conmoción o consternación o turbación o susto–. El miedo, como una histeria colectiva, se apoderó pronto de todas las “señoritas” de la “Normal de Señoritas”, desde la señorita rectora hasta la señorita portera; esto sucedió, porque en uno de esos otros días extraños en el que un sol rojizo se levanta sobre un horizonte lejano, apareció, en el mismo lugar de la Virgen caída, un Cristo de bruces junto a su nuevo basamento. En una misa rezada –porque las misas pueden ser rezadas o cantadas– el capellán de la “Normal de Señoritas”, un cura viejo y regordete, con una panza como la de Sancho Panza, quien siempre lucía una sotana negra brillante, con olor a sacristía, a incienso, a rancio, a sudor y a poluciones nocturnas –al señor capellán esas 22 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz efusiones siempre le sobrevenían después de sus rutinas en la “Normal de Señoritas”–, sotana que sólo conocía el agua lluvia, exhortó a las “señoritas” de la “Normal de Señoritas” a una vida de oración, estudio, austeridad y castidad para alejar a los espantos y a las almas en pena de los muertos enterrados en el olvidado cementerio sobre el que se edificó la “Escuela Normal de Señoritas”. Cuentan los ancianos o cuenteros o narradores de historias, que cuando a la ciudad –que en ese momento era de los parques– llegó la modernidad vestida de ruana y alpargatas a lomo de una vieja mula por los caminos de Lengerke, las mentes progresistas, las de aquellos espíritus filantrópicos alimentados por los ideales liberales de la masonería, no encontrando otro terreno baldío –porque los demás lotes o llanos o potreros o labranzas ya estaban reservados para el desarrollo visionario de la gran ciudad– decidieron levantar o cimentar o erigir o construir o edificar allí en el viejo cementerio del barranco de tierra rojiza como un búcaro junto a la quebrada seca, la nueva “Escuela Normal de Señoritas”. Cuentan que ese cementerio, sobre el cual ahora se levantaba orgullosa la Rotonda, podría ser de viejos soldados de la guerra, de esa guerra que dicen que duró mil días, pero que ha durado como el siglo mismo; guerreros cuyas ánimas con figuras fantasmales como gárgolas o quimeras o bestiarios revolotean en las noches oscuras disuadiendo a las “señoritas” y a otros duendes o geniecillos menos fantasiosos realizar sus caminatas noctívagas. Días gloriosos iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, es decir cuando Sdichas señoritas querían ser maestras; antes de que éstas mutaran en docentes o tutoras o mediadoras o facilitadoras. Narran los ancianos, convertidos en rapsodas o cuentacuentos o poetas que esas leyendas ocurrieron en los “días gloriosos” de la “Escuela Normal de Señoritas” –porque al parecer la gloria o la fama o la reputación están unidas con el pasado, y todo tiempo pasado fue mejor–; fechas en las que las señoritas de antes estudiaban en instituciones para señoritas y en las que aun siendo “señoritas” dejaban muchas historias o crónicas o anécdotas o anales o efemérides que contar. Es probable que las señoritas de esos tiempos y sus maestras o profesoras o pedagogas, la mayoría de ellas también señoritas, estuvieran convencidas –al igual que aquel sabio o filósofo o matemático o jurista o bibliotecario alemán que fue considerado el “ultimo genio universal”– que estaban viviendo en el mejor de los mundos posibles, el cual contiene todas las posibilidades de ser el mejor mundo posible, y, por tanto, vivían en el único tiempo hilarante digno de ser contado o narrado o reseñado para la posteridad. A pesar de ser días gloriosos, las estudiantes, que eran todas señoritas, desaparecían –tal vez como por arte de magia o de misteriosos encantamientos– o eran raptadas como las sabinas o las meninas por elfos o gnomos que esparcían luces polícromas 24 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz o irisadas y destellantes o fluorescentes al final del largo pasillo en donde quedaba el dormitorio comunal de las internas – porque muchas señoritas que estudiaban en la Escuela Normal de Señoritas procedían de lejanos poblados o aldeas o villas o lugares o municipios de las bravas tierras de Santander–. Nadie sabe por qué las “señoritas” que estaban al frente de la Escuela Normal de Señoritas no investigaron o averiguaron o husmearon u olisquearon por aquellas ausencias o si lo hicieron por qué las cubrieron con un manto de silencio o sigilo o disimulo o prudencia; tan sólo trascendió o se divulgó el testimonio de una niña que en una noche oscura o lóbrega o sombría escuchó voces y sintió pasos constantes y ligeros que se acercaban a ella; niña que venciendo el miedo a aquella presencia no tan desconocida pero anónima como las mismas sombras de la oscuridad, y arrebatada por la curiosidad –una curiosidad como aquella que mató al gato– se acerca más y más a una figura fantasmal o espectral que la abraza o rodea o estrecha y le susurra al oído “sálveme” o… tal vez… “te amo o te quiero o te idolatro”; cuentan que la niña nerviosa y temblorosa o trémula o agitada –tal vez por la excitación o el ardor o la fogosidad o el placer– vio como una luz al final de un túnel o galería o corredor o pasillo, porque los abrazos o apretones de amantes fantasmales producen luces de emoción, fascinación, alucinación y encanto. La niña, hecha toda una señorita, vio –como mucha gente en noches tormentosas de arrebato y de pasión– “luces encantadas”. La señorita profesora de lengua castellana iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, épocas en que muy Spocas “señoritas” podían o querían estudiar, porque muchas señoritas comunes y corrientes tenían otros destinos y otras historias que contar. Las rutinas diarias en la “Normal Nacional de Señoritas” –una casona construida como un convento y regentada o administrada o dirigida como si fuera un monasterio por unas “señoritas” que sin ser monjas vivían como monjas, que también son “señoritas” pero a quienes llaman reverencialmente “sor” o hermanas– consistían en las clases –que duraban todo el día–, el estudio personal –bajo el ojo escrutador e inquisidor de la “señorita prefecta”– en el gran salón de estudios, las actividades de comunidad –como el rezo diario del santo rosario– y el descanso –en un dormitorio comunal especialmente adaptado para “señoritas–; nada que las señoritas que no estudiaban en la “Normal Nacional de Señoritas” pudieran envidiar. Las profesoras de la “Normal Nacional de Señoritas” –algunas de ellas también señoritas– dictaban sus clases como verdaderos generales o generalas o, más bien, sargentos mayores. Aunque ya no eran los tiempos en los que se hacía entrar la letra con sangre –a través de raras transfusiones–, sí había una disciplina férrea en una curiosa combinación entre vida monacal y milicia. Cuentan los ancianos, convertidos en hábiles escribanos o amanuenses o 26 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz escribidores, que una “señorita” profesora de lengua castellana –y no “español”, porque nadie sabe por qué se llama todavía a la lengua de la madre España con ese nombre, a no ser que sea una prescripción de la Real Academia Castellana– profesaba una pasión por la literatura, tal vez su primera y última gran pasión. El arrebato o frenesí que sentía por la lírica, la épica, la dramática y la narrativa lo transmitía a sus pupilas. Gracias a su prodigiosa memoria y a habilidades histriónicas podía recitar apartes de los clásicos o representar a los grandes personajes del imaginario universal, para lo cual solía ir disfrazada –aunque su vestimenta diaria ya era un disfraz– a clases. La “señorita” profesora anhelaba que sus discípulas cultivaran a través de la literatura eso que se llama “cultura general”. Cuentan los ancianos que en una de sus excentricidades o, tal vez… ¿genialidad?, la “señorita” profesora realizó una feria sobre el Quijote. En una de las vitrinas –“el salón del libro”– se expusieron todo tipo de ediciones y de impresos que abarcaban desde el resumen del resumen del resumen hasta un ejemplar tan pero tan grande que tuvieron que cargarlo en una carretilla; este volumen pronto atrajo las miradas por las bellas ilustraciones estampadas en sus hojas, tal vez hechas en carboncillo o en sanguina. Cuentan los ancianos o pendolistas que la admiración de la “señorita” profesora de lengua castellana por las historias o aventuras o andanzas o hazañas del famoso hidalgo eran inmarcesibles o perennes o inmarchitables, y que siempre enseñó o aleccionó a las señoritas estudiantes que el problema de la lectura –tanto de los libros como del libro de la vida– está en dilucidar o esclarecer, y no confundir, aquella tenue, delicada, sutil y vaporosa frontera entre la realidad y la ficción. Un perro diabólico iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”; sí, de “señoritas”. SNo se sabe si por ser de “señoritas” o por tener una edificación parecida a un convento o por estar ubicada en los extramuros de la ciudad en un barranco junto a una quebrada seca o por haber sido construida donde había un olvidado cementerio –algunos dicen que de desdichados guerreros y otro que de ateos, herejes y toda clase de inconfesos–, allí sucedían historias curiosas y hasta fascinantes; es que donde hay “señoritas” la vida es un cuento. Relatan los antiguos que desde una buena noche –que no era la noche de “noche buena”– se comenzó a aparecer en los pasillos y los alrededores de la “Normal Nacional de Señoritas” un fantasmón con figura de perro; algunos llegaron a pensar que el mismísimo Cerbero había escapado de cuidar el portal de los infiernos –porque según la famosa “Comedia” del escritor renacentista los infiernos son como nueve–. Que el can Cerbero hubiera escapado de las entrañas del hades para instalarse en la “Normal Nacional de Señoritas” no dejaba de ser inquietante o espeluznante y causar preocupación; muy seguramente este morador del inframundo escuchó allí a un famoso inquisidor teutón o germano o tudesco decir que las “señoritas” –que para él eran como brujas: arpías, malvadas, pérfidas, víboras o pécoras– cuando pensaban por sí mismas, sólo pensaban cosas malas; y en un clan donde sólo hay “señoritas”, no era para menos. 28 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz

Está escrito en los registros que de nada valieron los rezos, las letanías, las oblaciones, los ayunos, las abstinencias para alejar a este demonio noctámbulo de ojos rabiosos como el fuego y un pelaje negro como una hormiga negra sobre una piedra negra en una noche negra. Después de una misa campal –presidida por su eminencia el Señor Obispo y a la que asistieron el grupo de los notables y las autoridades civiles, militares y religiosas de la región–, se roció con el hisopo agua bendita por todos los rincones de la “Normal Nacional de Señoritas”; su ilustrísima monseñor en tono grave, apocalíptico y profético sentenció que era necesario realizar un exorcismo para que cesara tanto olor a azufre – algunos creyeron entender que lo decía por el vaho nauseabundo que expelía la vieja y raída sotana del cura capellán–. Cuando el oráculo se pronunció, las “señoritas” –desde la señorita rectora hasta la señorita portera– palidecieron o turbaron o demudaron y se hincaron prosternadas como magdalenas, y cada una escrutaba con el rabillo del ojo a las demás tratando de adivinar de cuál de ellas saldrían expulsados siete demonios. Aseveran los ancianos –tras escuchar a múltiples testigos– que al parecer fueron suficientes los actos litúrgicos para disuadir al enviado del maligno de continuar sus rondas nocturnas por los interiores y los alrededores de la “Normal Nacional de Señoritas”. En la noche de ese mismo día, cuando el reloj de la iglesia catedral dejo retumbar las doce campanadas de la media noche, un aullido prolongado y lastimero se fue desvaneciendo o difuminando o disipando por el barranco del antiguo cementerio en dirección a la hondonada de la quebrada seca. A esa misma hora un coro –como celestial– de “señoritas”, apretujadas unas contra otras, entonaban, en exquisito canto gregoriano, el Salmo 23; al terminar la vigilia todas las señoritas –con rostros seráficos – se retiraron a sus aposentos. Composición iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, en aquellos años en que Singresar a esta magna institución era una lotería para las niñas, que luego se convertirían en señoritas, y para los papás, orgullosos de que sus hijas fueran unas señoritas maestras. Cuentan que en la Normal de Señoritas la jornada académica se extendía durante todo el día: cuatro clase en la mañana y tres en la tarde. El pensum era una verdadera enciclopedia y el rimero de cosas para memorizar un verdadero promontorio, digno de un cuento de Borges: los países del mundo, sus capitales, sus monedas, sus presidentes, sus productos de exportación; los accidentes geográficos –que cordilleras, montañas, nevados, volcanes, páramos, sierras, serranías, valles, planicies–, costeros –que océanos, mares, golfos, bahías, radas, sondas, fiordos, penínsulas, cabos, islas, archipiélagos, cayos, atolones, bocanas, deltas, estuarios, rías, albuferas, esteros, estrechos, istmos, plataforma continental–; la hidrografía –que estrellas hidrográficas, ríos, vertientes, cataratas, lagos, lagunas, ciénagas, pantanos–; los números –que naturales, primos, compuestos, perfectos, enteros, negativos, pares, impares, racionales, fraccionarios, reales, irracionales, algebraicos, trascendentes, complejos, hiperreales, ordinales, cardinales, transfinitos, inconmensurables; las figuras geométricas –que punto, recta, curva, polígonos, triángulos (equiláteros, isósceles, escalenos, rectángulos, oblicuángulos, 30 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz obtusángulos, acutángulos), cuadriláteros (cuadrado, rectángulo, rombo, romboide, trapecio, trapezoide, deltoides), circunferencia, elipse, poliedros, polígonos (pentágono, hexágono, heptágono, octógono, nonágono, decágono, simple, cóncavo, irregular, complejo, estrellado), cilindro, cono, esfera, politopo, teselado–; la taxonomía biológica –que el reino, el filo, la clase, el orden, la familia, el género, la especie–. Pero en la Normal de Señoritas, en donde también se trabajaba la creatividad, porque las maestras tenían que ser muy creativas para poder enseñar a los niñas, cualquier situación de aprendizaje era buena para una composición, eso sí con buena letra y atendiendo a las reglas del lenguaje; es que todas las señoritas profesoras estaban atentas en los progresos en lectura y escritura de las señoritas estudiantes. Composición: MI GATO SHAMÚ Mi gato Shamú es un gato doméstico, cuyo nombre científico es felis silvestris catus, denominación que combina las palabra latinas catus, la que aludía especialmente a los gatos salvajes, y felis con la que se llamaba a los gatos domésticos; la designación fue hecha por un señor llamado Carolus Linnaeus en su obra Systema Naturae en 1798. El gato doméstico es de la especie felis silvetris, del género felis, de la familia felidae, del orden carnívora, de la infraclase placentalia, de la subclase theria, de la clase mamalia, de la superclase tetrápoda, del subfilo vertebrata, del filo chordata, del subreino eumetazoa, del reino animalia, del dominio eukaryota. Mi gato Shamú, de raza persa himalayo con pelaje color gris azulado y ojos broncíneos, es un ser vivo eucariota cuyo organismo está formado por células con núcleo verdadero y pertenece a uno Leyendas Escolares y Otras Historias 31

de los cuatro reinos de este dominio: el reino animal o metazoo, cuyos vasallos se caracterizan por la capacidad para la locomoción, por la ausencia de clorofila y de paredes en sus células, y por un desarrollo embrionario que determina un plan corporal fijo. Este animal es un eumatozoo, es decir, presenta tejidos propiamente dichos; pertenece, además, al filo de los cordados vertebrados, que quiere decir que cuenta con una cuerda dorsal nerviosa que va por entre un tubo llamado columna vertebral, porque está compuesta de una serie de huesos en forma de disco, conocidos como vértebras. Shamú es un mamífero, es decir, es un vertebrado de sangre caliente recubierto de pelo y glándulas mamarias, que en las hembras producen leche para alimentar a las crías. Como los embriones de los gatitos no se desarrollan en el interior de un huevo, cosa que sucede en las aves y ¡en el ornitorrinco, que es un mamífero muy primitivo que tiene una reproducción ovípara!, es un terio placentario. Los gaticos en la barriga de la mamá, es decir en el útero, se desarrollan durante 67 días, tiempo en el cual ella requiere de cuidados especiales. Los mininos nacen con los ojos cerrados, maman con avidez durante un mes, duermen casi todo el tiempo y hay que pedir permiso a la recelosa mamá gata para poder aproximarse a ellos. Este mamífero es un zoófago, un carnívoro, ya que su organismo obtiene energía y los requerimientos nutricionales de una dieta a base de carne principalmente. La mayoría de los carnívoros son depredadores y otros carroñeros, pero como Shamú es un animal doméstico no caza ni come cadáveres; sólo comida procesada. Los 32 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz

carnívoros se subdividen en feliformes y caniformes. Los primeros, a los que pertenece mi gato, tienen un oído muy sensible, el rostro más achatado que los segundos, menos dientes, garras retráctiles o semi- retráctiles. A este sub-orden carnívoro pertenecen los felinos, las hienas (¡qué asco!), las mangostas y las civetas. La familia felina es esbelta; con una visión nocturna impresionante y oído muy agudo. Los felinos son cazadores sigilosos y sagaces. La familia de los felinos está compuesta por las panteras (el león, el tigre, el leopardo, el jaguar, el leopardo de las nieves, la pantera nebulosa) y los gatos (el puma, el jaguarundí, el guepardo o chita –único de la familia que no tiene uñas retráctiles–, el lince, el serval, el caracal, el ocelote, el tigrillo y los gatos salvajes y domésticos). Shamú es un gato doméstico de raza persa himalayo, con una cara ancha y plana (por eso parece chato) y abundante pelo. Estos chatos llegaron a Colombia con las familias sirias y libanesas que migraron después de la disolución del Imperio Otomano, que había dominado el mundo desde 1453, año en que conquista la ciudad de Constantinopla, hoy Estambul. El desplome de este coloso se produjo tras su derrota en la Primera Guerra Mundial y la rebelión de las tribus árabes. A estos inmigrantes comúnmente los conocemos como “turcos”. A uno de ellos mi abuelo le compró una parejita de gatos, muy exóticos en esta ciudad de parques. Shamú es muy juguetón y tiene las piernas de mi mamá muy laceradas porque no sabe dominar las uñas. Pero es manso y aunque parece gruñón es tierno y dócil. Los gatos fueron domesticados en Chipre, Egipto y China, hace unos 9.500 años. Leyendas Escolares y Otras Historias 33

Desafortunadamente en la Edad Media fueron asociados con las brujas y la mala suerte; si el gato tenía un pelaje negro profundo y los ojos verdes o anaranjados, estaba relacionado con el diablo; igual se pensaba de los hombres de ojos claros y cabello rojizo. Por estos motivos fantasiosos los quemaban vivos o los tiraban desde sitios muy altos. También se achacó a los gatos transmitir enfermedades como la toxoplasmosis; en realidad esta enfermedad, que es muy peligrosa en mujeres embarazadas, se presenta en las colonias de gatos silvestres o vagabundos que cazan ratones u otros animales infectados con un parásito intracelular oblongo, y no en los gatos que, como Shamú, son alimentados con pienso o comida seca, y depositan sus heces en cajitas de arena, que hay que limpiar todos los días; los gatos son muy aseados y remilgosos y no les gusta que su sanitario esté sucio. Por las noches, especialmente en aquellas que hace frío, Shamú duerme conmigo; su ronroneo, que es una muestra de confianza y de bienestar, porque se siente seguro y protegido, induce mi sueño. ¡Lo más genial es que sueño con un paraíso lleno de gatos! En definitiva, había que almacenar, como en un baúl o en un banco (por eso a ese tipo de educación se le apodó bancaria), una pila de informaciones. Amor prohibido iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, una época Sen la que las niñas y las señoritas estudiaban en colegios femeninos, porque todos o casi todos creían que entre más separados y lejos estuvieran los niños de las niñas y los efebos de las doncellas, mejor para la disciplina, los hábitos de estudio y la formación de conductas morales. Está consignado en los registros o matrículas que muchas de las estudiantes de la “Normal Nacional de Señoritas” procedían de todos los rincones de las bravas tierras de Santander, y que de tanto andar siempre libres por sus montañas –como se lee en la divisa, escrita en latín, del escudo de armas de la ciudad– su llegada al internado – porque la mayoría de “señoritas” estudiaban internas– era entre lágrimas, sollozos y lamentos. No bastaba la ilusión o anhelo o esperanza de convertirse en la próxima generación de ilustres y distinguidas maestras de los pueblos, campos y veredas, para aplacar o sosegar o aquietar o apaciguar o amansar sus pasiones juveniles y la explosión de hormonas propias de la edad. Cuentan los cronistas o relatores que a pesar de la dura disciplina, casi que de una vida monacal y ascética, muchas historias de amores furtivos acontecieron en la “Normal Nacional de Señoritas”; es casi imposible que donde hay “señoritas” no haya amores escondidos. Leyendas Escolares y Otras Historias 35

En las noches de luna llena –que es la luna de los enamorados–, a pesar del olfato vigilante del fiero sabueso de pelaje negro – negro como las noches de luna nueva– algunas “señoritas” se escabullían a la cañada que conducía a la quebrada seca; allí el titilar o centellear de luciérnagas fugaces acompañaba rítmicamente a los amantes que casi que morían de delirio y de éxtasis al dejar que sus cuerpos retozaran con frenesí; es que el amor cuando es amor clandestino vence los más duros obstáculos, incluidos la gendarmería del canino centinela o la astucia de un celador curtido por largas horas de vigilia o los ojos siempre atentos y guardianes como un argos de la señorita prefecta. Dicen los ancianos que en una de esas noches en que se presagia una desgracia, tormentosa como los amores de los años mozos, dos almas renegadas o tal vez malditas o simplemente pecadoras o quizás gemelas o sencillamente de mujeres como salidas de un poema sáfico escrito en la isla de Lesbos, ante la inminencia del escándalo, del escarnio y de los señalamientos en la picota pública por su amor prohibido, huyen presurosas cual fantasmas bajo un torrencial aguacero en dirección a la hondonada de la quebrada seca. Un estruendo –como el llanto de la muerte– retumbó tras la avalancha que se precipitó desde lo alto de la montaña. En un obituario de la prensa matutina –de esa que está a la vanguardia de las noticias– la señorita rectora y la comunidad educativa lamentaban la desaparición –tras la catástrofe del alud en la quebrada seca– de una señorita profesora y una alumna monitora. Siguiendo los preceptos salidos de un anatema, sus nombres y su memoria fueron borrados y olvidados. Tal vez porque sus cuerpos nunca fueron encontrados sus espíritus errantes vagan por los pasillos de la “Normal Nacional de Señoritas” tratando de encontrar o recuperar su libertad. Una pregunta insolente iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, sí de unas S“señoritas” que querían emular a sus maestros, quienes iban a la escuela a una sola cosa: a enseñar o instruir y a formar o disciplinar –siguiendo los preceptos del gran filósofo prusiano e ilustrado–. Está registrado que en el inicio de un nuevo año escolar la señorita rectora con solemnidad presentó a la comunidad estudiantil –estrictamente formada en escuadras en el patio central– a la nueva profesora de la institución, quien acababa de arribar a la ciudad portando con orgullo un diploma de la gran universidad parisina y llorando la desventura de un amor perdido. Aleccionada por la señorita prefecta –esa que como un argos parecía verlo todo y conocerlo todo, pero que en realidad tenía en el jardinero a su podenco– la nueva enseñante fue encargada para dictar filosofía y latín; fácilmente de los silogismos aristotélicos pasaba a las desinencias del lenguaje de Virgilio. Quedó registrado en los diarios de clase que un día –uno de esos días primaverales en los que los árboles mostraban toda la majestad de su florescencia, especialmente aquel guayacán amarillo como con forma de mujer abrazadora– la señorita docente de filosofía realizaba circunspecta una disertación o lección sobre la autoridad y el poder, cuando una muchachita desparpajada la inquirió con un delicado asunto: “¿el poder para qué?” Pasmada la educadora no supo en el momento qué responder. Cuentan que durante el receso y en los días Leyendas Escolares y Otras Historias 37 siguientes la joven –que adquirió aires de heroína– se ufanaba o jactaba o gloriaba de la hazaña de corchar a ese monumento a la sabiduría que era la profesora de filosofía. Algunas compañeras recurriendo al adagio “soldado advertido no muere en guerra”, aconsejaron a su amiga redoblar el estudio de la materia porque como “en juego largo hay desquite”, era muy probable que la educadora le devolviera el favor. Las horas de la noche fueron cortas para los cuidadosos repasos de las lecciones; leyó y releyó el cuaderno de apuntes de la mejor alumna –una que llegaría a ser, con todos los títulos, una afamada rectora de la institución–. Fue tanto el esfuerzo que memorizó cada hoja, cada línea, cada frase, cada palabra, cada coma, cada punto y coma; todo, absolutamente todo. El día del examen se encomendó a todos los santos e ingirió una tisana de valeriana para que los nervios no la traicionaran, pues estaría en la mira del ojo escrutador y vigilante de la tutora. Después del examen, el curso se dio a la tarea de verificar las respuestas; definitivamente la heroína tendría cinco aclamado. Pero en la entrega de los resultados se llevó una gran sorpresa: con lápiz de color rojo había un gran círculo, es decir un monumental o colosal o desmesurado “cero” en todo el pliego de papel. Bañada en lágrimas la estudiante preguntó a la docente por qué obtenía dicha nota si sus respuestas eran las correctas, ante lo cual obtuvo una contestación lapidaria: “jovencita, para eso sirve el poder”. Se dice que el día de la graduación de las “maestras normalistas” la discípula en nombre de las tituladas agradeció a la señorita docente de filosofía el haberlas conducido hacia el éxito por un sendero empedrado, estrecho y escarpado, y recordó el impase que se solucionó gracias al diálogo pero por sobre todo a la confianza que genera el reconocimiento de la otra y a la convicción de que en la búsqueda sincera de la verdad lo importante no es inquietarse por quién lleva la mejor parte, sino la conclusión a la que conducen los argumentos. Esto fue lo que enseñó el sabio ateniense. Una música del inframundo iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, Ssí, de “señoritas”, en una época en que las “señoritas” procedentes de veredas y pueblos –es decir señoritas campesinas y pueblerinas– dejaban las alpargatas y los vestidos de florones irisados o abigarrados como las mismas flores del campo, y cambiaban las labores en la labranza y la cocina –aunque continuaban oliendo a humo, a bosque y a boñiga– por el estudio, los libros, la tiza y el tablero, para convertirse en las “señoritas maestras” de campiñas y ciudades. Cuentan los rapsodas o cuenteros o narradores de historias que los días en la “Normal Nacional de Señoritas” eran apacibles y transcurrían entre rezos –como en cualquier noviciado–, estudio, deportes y prácticas pedagógicas de las señoritas institutoras en la escuela anexa. El bullicio o algazara comenzaba en el alba con el despuntar del sol en las montañas del páramo levantino y se extendía hasta la caída del crepúsculo. En las noches de la “Normal Nacional de Señoritas” se escuchaba toda una cacofonía de ruidos entremezclados de croar de ranas, ulular de búhos, susurrar de hojas bailando con el viento, ladrar de perros inquietos y nerviosos, chirriar de grillos, maullar de gatas en celo, groar de salamanquejas, crujir de maderas y… una música espeluznante como salida Leyendas Escolares y Otras Historias 39 de las entrañas de la tierra, de las profundidades mismas del inframundo desde donde se levantaban con el ocaso las almas perezosas de los guerreros sepultados –tal vez en una fosa común; tal vez como nomen nescio– en el cementerio olvidado al lado del barranco de la tierra bermeja como un búcaro debajo de la Rotonda. Cantan las leyendas o apólogos o juglarías que las almas en pena de esos desdichados lloraban la tragedia de su muerte absurda –porque toda muerte que es muerte de guerra es un disparate– en los campos de batalla junto a un palo negro, negro como el dolor y negro como el olvido de sus nombres –como el del soldado desconocido–. El canturreo como de arpías o basiliscos o esperpentos provenientes del mundo de los muertos, crispaba los ánimos de las normalistas quienes preferían dormir apretujadas o apiñadas en los pequeños catres del dormitorio comunal –tal vez para reconfortarse; tal vez para arrullarse; tal vez para escandalizar a la señorita prefecta; o tal vez para indignar al cura capellán que a su edad añoraba en las largas y frías noches en su celda en el viejo ancianato el calor de esas doncellas–. Dicen que con el paso de las noches, las lunas y los años, una cadencia como interpretada en un clavicémbalo se apoderó de la Rotonda y sus alrededores, que sus tonadas sonaban pasada la hora de la noche plena cuando el fantasma de una monja blasfema y renegada – que nadie sabe cómo llegó o se infiltró en la “Normal Nacional de Señoritas”– deambulaba por allí –tal vez buscando su cabeza perdida–. La monja sin cabeza iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”; Ssí, de “señoritas”. Cuentan que en las noches de luna llena se veía rondar por la Normal un espíritu o espanto o fantasma sin cabeza pero que parecía tener figura de mujer, el cual corría presuroso a esconderse cuando sonaban las doce campanadas de la media noche –y eso que no era Cenicienta, pero sí vestía un largo traje gris cenizo; bueno… en la oscuridad todos los gatos son pardos–. Está registrado que en el año del Señor de MCMXLVII se matriculó en la Escuela Normal una monja –una señorita, pero con votos religiosos–. Causó tal curiosidad la llegada del personaje que las demás estudiantes fisgoneaban todos sus movimientos y la espiaban hasta en el baño: “¿Cómo será una monja empelota?” “¿Se tirará peos?” Ante tal impertinencia la madre superiora solicitó expresamente a la señorita rectora una habitación individual para salvaguardar la santa intimidad de la reverenda, que tenía una extraña afición: realizar caminatas noctívagas a la luz de la luna –es que la sor sufría de insomnio–. Un mozalbete bobo o tarugo –como con aspecto de gárgola con alpargatas– pronto llevó el chisme de las extrañas correrías de la profesa al cura capellán –ese viejo canónico regordete con panza de cervecero–, quien comenzó a creer Leyendas Escolares y Otras Historias 41 que aquel rostro angelical –que lo hacía tartamudear y babear como un dragón de Komodo– no era un espíritu seráfico sino un ángel caído, tal vez el mismísimo Luz Bella –o Luzbel que llaman–. Preocupados por tan satánica presencia y pertrechados con crucifijos, escapularios, hisopo y agua bendita, el clérigo y su acólito se dieron a la tarea de husmear los pasos de la caminante de las tinieblas. Cuentan los rapsodas o juglares que una noche de plenilunio –justo cuando el reloj de la torre de la catedral anunciaba la hora cero– una neblina repentina bajada del páramo cubrió toda la Escuela reflejando la luz en cada gota de agua, creando imágenes espectrales. De repente –en un instante que pareció una eternidad– el religioso vio a trasluz una silueta demoniaca, y aterrorizado musitó: “De parte de Dios… o del diablo…” Al escuchar esa voz de ultratumba la sor emprendió la huida y tropezó con una piedra golpeándose estrepitosamente la testa. Cuentan que tras su muerte –precedida de terribles dolores y alucinaciones– la monja regresó a la Normal a recoger sus pasos –como si fuera un ánima en pena–. Al finalizar el novenario el rechoncho tonsurado lamentó, no sin desdeño, que la reverenda hubiese perdido la cabeza a causa de sus locas aventuras noctámbulas. El árbol de los abrazos iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, en una época Sen que la campanada de los maitines indicaba el inicio de la actividad académica en la institución y las señoritas estudiantes cual colmena de abejas o colonia de hormigas o termitas se aprestaban a cumplir con todas sus obligaciones o deberes o responsabilidades. Cuentan los cronistas que la “Normal Nacional de Señoritas” era regentada o dirigida por un clan de “señoritas” que parecía una falange con sus sargentos, coroneles y generales, y que la disciplina que imponían dichas “señoritas” –desde la señorita rectora hasta la señorita portera, pero especialmente la señorita prefecta– era severa –como en los ejércitos pretorianos o prusianos–, y que de nada valían los llantos o los lamentos de las estudiantes para aplacar el rigor de las órdenes o reglamentos. Era creencia popular que las normas, con cierto tinte draconiano, fortalecían los espíritus. Narran los rapsodas que un día, uno de esos días en que el sol resplandece con todo su fulgor en el infinito azul celeste, fue matriculada en la “Normal Nacional de Señoritas” una bella joven –como entresacada de un cuento de hadas y tal vez huyendo de una bestia o zafio, que para el caso debía de ser el gamonal de un pueblo–. Pronto esta ninfa campesina se ganó la ojeriza o tirria o inquina de la señorita Leyendas Escolares y Otras Historias 43 prefecta quien –como una verdadera bruja o pécora o arpía– la recriminaba hasta por las cosas más baladíes, haciendo que sus días y sus noches se sumieran en una profunda amarga desazón; fue tal la aflicción por las humillaciones que uno de esos otros días –esos en que el cielo borrascoso se encapota de nubarrones negros– la infanta como un zombi abandonó el aula de clases y corrió al cercano bosque junto a la quebrada seca a llorar sus desventura guarecida por un frondoso guayacán. Cuenta la leyenda que la alumna abrazada al árbol o –tal vez– abrazada por el árbol se fue difuminando o diluyendo en un mar de lágrimas que se fusionaron con las gotas del agua lluvia torrencial; su alma habitó desde entonces el coloso verde que adquirió su figura de mujer abrazadora. Dicen que el gigante durante la florescencia entreteje con sus pétalos –como si se tratara de los suaves cabellos dorados de la catira– una alfombra amarilla a su alrededor para dar cobijo a aquellos corazones rotos o contritos que llegan junto a él a depositar como en un altar sus dolores y sus desamores; es entonces cuando el alma de la niña emerge del follaje –como una briza danzarina– abrazando suavemente a las peregrinas para consolarlas. Cuentan las testigos que la señorita prefecta picada por la curiosidad –la misma que mató al gato o que hizo a un científico gritar “¡eureka!”– quiso profanar el lugar de las lamentaciones, cuando de repente fue invadida por un fuego abrazador que la postró en cama con una intensa fiebre. Con los años y en el sosiego del retiro de la tarde cuando la vida se tiñe de gris, la señorita prefecta interiorizaba las palabras del filósofo matemático samonense que aquel día de alucinación y éxtasis le fueron susurradas al oído por una voz jovial: la mejor forma de educar a un joven es hacerlo partícipe de una comunidad con leyes justas. La maestra de ciencias naturales y la noche negra iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, Sépocas en que era dirigida por famosas “señoritas”, como esa insigne o distinguida o renombrada o reputada “señorita” que en los estertores de la institución como de sólo “señoritas” fungía cual abadesa o generala que examinaba con ojo escrutador el ingreso de nuevas alumnas y maestras para dar su aprobación. Cuentan los cronistas que el día quinto del quinto mes de un buen año se incorporó al cuerpo docente una señorita que por su nombre parecía venir de un país de maravillas, pero que por su estatura y figura semejaba a alguien de la comarca de los hobbits, aunque en realidad era de la tierrita, allá del altiplano de los muiscas. Esta señorita al igual que institutora era costurera o modista o zurcidora. Enterada la flamante profesora de las fábulas y del pulular o bullir de espantos o engendros que recorrían los lóbregos pasillos en las ensombrecidas noches normalistas, decidió encarar los miedos o temores producto de extrañas visiones y fantasías –es que un espíritu científico sólo se basa en la objetividad de la evidencia–. Con el valor de su raza y la anuencia de la señorita rectora, la enseñante de las ciencias naturales inició –junto con un ramillete de Leyendas Escolares y Otras Historias 45 atemorizadas alumnas– una serie de excursiones noctívagas al bosque junto a la acequia de la quebrada seca –por los lados de la Rotonda cimentada sobre el olvidado cementerio de soldados sin nombre–. En una noche sin luna –una de esas noches oscuras o renegridas propicias para que emerjan o se asomen o aparezcan desde el inframundo espíritus renegados o ánimas en pena– y al calor de una fogata encendida al amparo de un gran árbol –de ese que tiene forma como de mujer abrazadora– y mientras el grupo contemplaba por entre el dosel arbóreo el inmenso cielo estrellado –tal vez del mismo modo que lo apreciaron Noé o Abraham o un astrólogo babilonio o Ptolomeo o un navegante polinesio o un sacerdote maya o Marco Polo o Galileo o Kant o Hubble o Neruda o una infinidad de amantes y poetas– se escuchó en la serenidad de la hora cero una pregunta: “¿Por qué la noche es negra?” Un escalofrío recorrió los cuerpos entumecidos por el gélido ambiente. Para calmar las angustiadas almas la señorita profesora de ciencias naturales narró a sus pupilas la paradoja que asaltó a un famoso médico arbergense o bremense o alemán quien cavilaba por qué no se podía ver a través de la incontable cantidad de estrellas como se hace a través de una arbolada en la que la visión siempre se topa con un tronco. Embelesadas por la historia y el desafío del asunto –¡con tanta estrella allá afuera en la inmensidad del universo y el cielo no se ve blanco iluminado!– las alumnas se dieron a la tarea de resolver el acertijo. Los siguientes días y semanas se convirtieron en una insaciable búsqueda de información para decantarla en conocimientos. El grupo de aprendices –de la mano de poetas y científicos o de científicos poetas o de poetas científicos– concluyó que es tan gigantesca la inmensidad del cosmos que no ha habido radiación luminosa suficiente en disposición de alcanzarnos totalmente y que mirar a la lejanía 46 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz en incontables direcciones es también otear o escudriñar en el tiempo, porque nuestros ojos ven la luz de las estrellas cuando ésta salió de ellas. Es que el amigo de la ciencia también –en cierta manera– lo es de los mitos, porque estos versan sobre lo maravilloso –al menos así pensaba el gran Estagirita–. La astrónoma iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, en aquellas épocas Sen que las “señoritas” que no estudiaban en la “Normal de Señoritas” querían lucir sus minifaldas –algo impensable en el monacal claustro en el que las estudiantes vestían un uniforme como de novicias– y ser parte de la liberación femenina –algo inaudito en las bravas tierras de Santander colonizadas por los más machos de los machos de este género humano con aire patriarcal–. Cuentan que gracias a la televisión –que era en blanco y negro– una jovencita –flaca como un maniquí y con anteojos que parecían culos de botellas– se entusiasmó con los misterios del universo al ver las aventuras del intrépido capitán Kirk y su oficial científico el Sr. Spock –ese vulcano medio humano de orejas puntiagudas y de carácter flemático como el de un filósofo estoico–, quienes con pericia y heroísmo llevaban la nave estelar Enterprise hasta la última frontera del espacio –allí donde el hombre nunca había llegado para descubrir y conquistar nuevos mundos y civilizaciones–. Con la aproximación de la feria de la ciencia la pequeña nerda quiso emular a Hipatia de Alejandría y al mismísimo Galileo construyendo un telescopio para otear o escudriñar cada rincón del profundo cielo estrellado y avizorar cuásares y púlsares, nebulosas y supernovas, galaxias y agujeros negros y, por qué no, algún huidizo cometa que llevara su nombre. El entusiasmo propio de un niño que elabora un juguete la impulsó a acudir presurosa a donde la veteranísima 48 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz señorita profesora de física en busca de asesoría, pero tan sólo escuchó una palabra: “¡investigue!” –algo así como cuando un adolescente agobiado por una explosión de hormonas y miles de inquietudes oye de sus padres un lapidario “¡cuídese!”–. Tras días de pesquisas infructuosas la empírica ingeniera recurrió más a la intuición y casi que a un milagro –algo inconcebible para un espíritu científico– y con un par de tubos plásticos y dos lentes de lupa se dispuso –sin ninguna teoría explicativa ni los cálculos requeridos (porque las matemáticas son el lenguaje de la ciencia y la tecnología) ni bocetos previos– a ensamblar el catalejo. Cuentan que la constructora orgullosa de su creación se dispuso a enfocar la luna –una luna coqueta y romántica en el crepúsculo vespertino con un extraño resplandor ceniciento, como si fuera un cuadro pintado por Caspar David Friedrich– y de repente pasmada, petrificada y helada por un escalofrío – que le recorrió desde el cuello hasta donde la espalda pierde su humilde nombre– observó a través de su visor que el satélite – despojado de su majestuosa belleza cinérea– quedaba reducido a un diminuto y lejano, muy pero muy lejano, lejanísimo punto en el horizonte –como si se tratara de un tenue lucero a miles de millones de años luz de distancia–. Décadas después reunida con sus excompañeras normalistas confesó entre risotadas que la frustración del momento le hizo desistir temporalmente de sus anhelos de estudiar astronomía, y evocó al poeta boyacense diciendo que si ella viviese en la luna contemplaría en las noches de tierra llena “el océano azul de nuestro planeta y lo vería lleno de estrellas de mar”. Día del maestro iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, en aquellos tiempos Sen que una más de las violencias se recrudecía por toda la geografía nacional. Cuentan que para agradecer la dedicación de los esforzados educadores, las autoridades nacionales quisieron celebrarles una fiesta. Algunos propusieron hacerlo el treinta y uno de agosto en memoria de don Dámaso Zapata; otros el once de septiembre para recordar al argentino Faustino Domingo Sarmiento. Cuentan que gran alborozo causó la decisión del gobierno nacional, en cabeza de un godo rancio color azul de metileno, de comenzar a conmemorarlo el 15 de mayo en honor a San Juan Bautista de la Salle, declarado Patrono Universal de los Educadores. En la primera efeméride la señorita profesora de pedagogía, que era a su vez la directora de la Escuela Anexa, dirigió a la concurrencia, y tras los saludos protocolarios, unas sentidas palabras. “Hoy comenzamos a celebrar, lo que esperamos, sea una tradición noble y gallarda: el Día del Maestro. Tuvo a bien el Gobierno Nacional mediante decreto de 4 del corriente mes, unificar en toda la República la celebración de la fiesta de los educadores colombianos. El Gobierno Nacional hace, de esta forma, eco del Breve Pontificio Quod ait, de su Santidad Pío XII, que declara a San Juan Bautista 50 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz

de La Salle patrono celestial ante Dios de todos los educadores de la juventud. Este santo barón nacido en Reims, Francia, en abril 30 de 1651, desde muy joven se hizo sacerdote y canónigo de la catedral de la ciudad. Él no sólo fue el fundador de la insigne Congregación de los Hermanos de las Escuelas Cristianas; fue, para orgullo nuestro, el iniciador de las Escuelas Normales, pues preocupado y celoso por la educación cristiana de los pobres, decidió abrir escuelas gratuitas para niños y niñas, colosal tarea que exigía la presencia de colaboradores. En su propia casa establece en 1684 la que se considera la primera escuela de formación para profesores. Al Señor De La Salle se le debe, además, la idea moderna de escuela, ya que introduce una innovación en la educación: las lecciones dejan de ser impartidas en forma individual para concentrar a los discípulos en un aula de clases. De La Salle consideraba que los niños debían ir a la escuela a aprender y, por sobre todo, a ser felices. Pero los inicios de las escuelas, que hoy conocemos como “primarias”, no fueron fáciles. El Santo pronto se percató que los frutos esperados no se daban, porque los maestros no seguían una conducta uniforme en su trabajo, sino que se guiaban por su talento particular; era necesario, entonces, establecer una comunidad educativa para armonizar las prácticas pedagógicas. Los maestros, en el ideario del Señor de La Salle, debían tener una comunidad de intención, un estilo de vida evangélico y tomar las riendas de su destino. Para los acá asistentes Leyendas Escolares y Otras Historias 51

es un honor celebrar esta fiesta en presencia de los Reverendos Hermanos Lasallistas, quienes por disposición del Gobierno Departamental, regentan el Instituto Técnico Superior Dámaso Zapata. Les deseamos, como a los marineros cuando inician su travesía por las profundas aguas, buen viento y buena mar. Maestros colegas, celebrar nuestro día es el recordatorio de nuestra vocación; una vocación de servicio a la niñez y a la juventud, a semejanza de nuestro Santo Patrono, pero en mayor medida a semejanza del gran servidor y educador de todos los hombres y de todos los tiempos, el Gran Maestro Jesucristo”. Ni un pelo de bobo iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, época en Sla que la institución se instaló en la casona con estilo de convento junto a la acequia de la quebrada seca y en la que se fueron tejiendo – tal vez por estar edificada sobre un olvidado cementerio– innumerables crónicas sobre espantos y espíritus errantes. Cuentan los juglares que en esos “días gloriosos” –porque todo tiempo pasado fue mejor; idea que comparten duendes y fantasmas– convivió en la “Normal Nacional de Señoritas” un extraño personaje –como con figura de gárgola con alpargatas– a quien bien podría habérsele compuesto una balada de babanca o mameluco o pazguato. No hay registros de su procedencia o llegada – aunque la chismografía criolla especulaba, para escándalo y horror de las “señoritas” de la “Normal Nacional de Señoritas”, sobre algún pecadillo no confeso del señor cura capellán–, pero sí de su larga estancia o permanencia en el recinto, tanta y tan prolongada que se puede decir que envejeció a la sombra de un árbol que se dice él mismo plantó –uno que tenía como figura o forma de mujer abrazadora y al que frecuentemente acudía, como muchas señoritas estudiantes, a sosegar sus ansias y su soledad–; y es que este émulo de eunuco era al tiempo jardinero, hortelano, herbolario, labrador, granjero, carpintero, Leyendas Escolares y Otras Historias 53 cerrajero, plomero, electricista, correo, mandadero, barrendero, porteador, sacristán, acólito, albañil, alarife y hasta vigía en los días y las largas noches plagadas de espectros y otros transeúntes furtivos y esporádicos. Cuentan que “Pablito”, así lo llamaban todas las “señoritas” de la “Normal Nacional de Señoritas” – aunque no se sabe si ese era su apelativo de pila, y siempre es mejor tener un mote a ser un nomen nescio– conocía cada “señorita”, desde la señorita rectora hasta la señorita portera, por su primer nombre, su segundo nombre, su primer apellido, su segundo apellido y sabia de sus andanzas, correrías, pilatunas y aventuras, y podía enumerar y dar cuenta de cada espacio y cada objeto vivo o inerte presente dentro de los linderos de la “Normal Nacional de Señoritas”. Es que Pablito –como si fuera la misma reencarnación, o mejor, un mal remedo del personaje taciturno y memorioso del famoso cuento del argentino Borges– tenía una retentiva o memoria prodigiosa, pero como Ireneo Funes no era muy ducho cuando se trataba de pensar pensar, y es tal vez por esto que lo consideraban tonto o alelado o tarugo, aunque en el fondo muchas “señoritas” pensaban que realmente de bobo no tenía ni un pelo. Es que en este valle de lágrimas –infectado desde la creación misma de demonios, tiranosaurios, lobos, sabandijas, alimañas y otros depredadores y raposas inmisericordes– cuando se trata de sobrevivir la gente es capaz de escenificar las mejores tramoyas; o como lo dijo el ginebrino: inteligencia es adaptación, y que mejor aclimatación que hacerse querer por todo el mundo –como sucedía con Pablito–. Orugaria iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, en una época en que el título de “señorita” no era precisamente Sun halago y sí sinónimo de vestir santos, porque se estaba levantando una nueva cofradía de fieles devotos adoradores del sexo, una singular hermandad religiosa que hizo del mundo un fin y proclamó un credo: “¡vive con placer!” Cuentan las abuelas –que para ese entonces eran unas bellas señoritas en edad de merecer– que una nerda –es que en todas las épocas han existido estos especímenes– cayó muy enferma y por no saberse si sus males eran del cuerpo o del alma fue puesta en cuarentena bajo el cuidado de una señorita enfermera que llegó expresamente para tan específico oficio. El arribo de esta dama a la Escuela Normal causó conturbación o conmoción debido no sólo a su fealdad –pues su figura parecía la de la momia viviente de Mumm-Ra, el brujo villano de los Thundercats–, sino también por su estrambótico nombre –¡Orugaria!, un apelativo como para llorar–, pero especialmente por su edad: era inverosímilmente joven. Cuentan que la sanadora –que expelía un penetrante olor como a cloaca, y no valían los sahumerios de eucalipto para aplacar o minimizar la fetidez– desde un comienzo mantuvo un constante intercambio epistolar con un supuesto tío y que todos los días iban y venían las misivas cuidadosamente selladas con lacre bermellón, hasta que un día –un buen día; no… uno Leyendas Escolares y Otras Historias 55 oscuro con un cielo nublado como de tormenta– la señorita rectora en complicidad con el señor cura capellán y el mandadero de la casa, interceptaron un correo cuyos caracteres tuvieron que ser descifrados como si fueran jeroglíficos por un canónico experto de la curia. “Sobrina, no tienes de qué preocuparte si nuestra nueva recluta quiere descubrir y seguir las huellas de la verdad; el clima intelectual que le estamos regalando a los hombres de este tiempo es de un ilimitado ahora y les damos cosas para que adapten el mundo a sus propios y mezquinos intereses. Además, en sus cabezas bailotean juntas ideas incompatibles y un cumulo de jergas les impide elaborar una argumentación. Sólo los eruditos leen y nos hemos ocupado para que aparezcan rancios y vetustos ante los ojos de los demás. Estamos llenando el mundo de una verdad: no hay verdades absolutas; todo vale… Tu infernal tío, Ecrutopo”. “¡Virgen santísima! ¿¡Esto qué contiene!? No puede ser cierto…”, exclamó alelada la señorita rectora. “¡Yo si dije que por acá olía a azufre! ¡Estas epístolas son un artilugio diabólico!”, espetó el viejo cura capellán –ese que tenía una panza como la de Sancho Panza–. La luciferina situación ameritaba todo un ritual de conjuros y exorcismos –porque a lo mejor la muchareja estaría poseída por siete demonios–. Al despertar la postrada en cama después de intensas convulsiones y alucinaciones y delirios y desvaríos confesó el contenido de unas horrendas pesadillas, algo así como haber estado al final de un túnel frente al averno mismo. Fue entonces cuando la señorita profesora de religión increpó duramente a la señorita profesora de filosofía –es que no faltaban los altercados o disputas o agarrones entre las señoritas de la “Escuela Normal de Señoritas”– por recomendar a las alumnas lecturas no prescritas en el canon de la Santa Madre Iglesia. Definitivamente parecía ser que “Cartas del Diablo a su Sobrino” no era una literatura recomendable para una mente adolescente cercana a la esquizofrenia. Lástima… Pablo Coelho aun andaba en mamelucos. La noble insignia escolar iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, una época Sen que las “señoritas” –y todas las mujeres– renacían como el Ave Fénix –después de tiempos de sombras y olvido– a la luz de un nuevo siglo, y conquistaban –en la única revolución incruenta de la historia– sus derechos. Cuentan los historiógrafos o cronistas que la “Normal de Señoritas” era un emblema de la ciudad, que en aquellos días parecía tener más parques que casas –o mejor caserones de estilo español o colonial con hermosos patios y jardines interiores y solares inmensos llenos de árboles frutales y ornamentales. En la proximidad de la celebración del centenario de tan egregia o ilustre e insigne institución, la señorita rectora se percató –con rubor, indignación y vergüenza– que para la conmemoración no se tenían símbolos que representaran la identidad del claustro. Confió la tarea a la señorita profesora de dibujo y artes manuales, quien pronto convocó un concurso para la elaboración de las insignias. Está escrito en las actas que reposan en los archivos, que un trío de hermosas “señoritas” alumnas de penúltimo grado se dieron a la tarea de trazar o abocetar una propuesta de blasón, atendiendo –por expresa indicación de la señorita profesora– a las leyes o cánones o preceptos o reglas de la heráldica. Tras unas pocas noches de desvelo, rutinarias visitas a la biblioteca municipal –para leer una literatura Leyendas Escolares y Otras Historias 57 más bien pírrica sobre el tema– y unos cuantos agarrones – porque como dice el genio del psicoanálisis poner de acuerdo a tres damiselas es casi que un acto fallido–, ensayaron múltiples esbozos que incluyeron rodelas –como el arquetípico aspís de Aquiles forjado por el mismo Vulcano en su taller a petición de la diosa Thetis–; adargas; broqueles; paveses; escudos suizos – como el escudo nacional–, franceses –como los usados por los caballeros templarios–, ingleses, hasta que –tal vez por el influjo del momento en que un equipo azul nombrado como embajador era la sensación de una época dorada de fútbol criollo, o tal vez porque semejaba la silueta curvilínea de una forma femenina– el modelo elegido recayó en un escudo de casulla o cinturado – llamado así por ser el resultado de un capricho estético–, tocado según una variante del tipo denominado “escudo calzado”, esa en la que el cuerpo es atravesado por dos líneas diagonales que se extienden desde la parte interna de las muescas –algo así como los hombros de la casulla– hasta encontrarse en la punta de la ojiva formando una uve –que parecer ser la V de la victoria–; los tres campos resultantes fueron esmaltadas en azur, blanco –un color poco heráldico– y oro. No está escrito, pero cuentan las testigos que móvil de gran disgusto –que casi da al traste con la creación– fueron las figuras heráldicas. A falta de leones, grifos, dragones, flor de lis y chevrones, se recurrió a algo más vernáculo o autóctono u originario –eso sí, sin caer en lo tropical, folclórico, provinciano o palurdo–: la lámpara –no la de Aladino ni la de las diez vírgenes necias o prudentes del evangelio, y si una votiva que alumbra o aluza con la luz del conocimiento– y la orquídea –que por entonces era la flor que engalanaba los jardines de la “Normal Nacional de Señoritas”–. Con el escudo acabado era el momento para que las vexilólogas dejaran ondear sus ideas al viento –porque la bandera se deriva del escudo y no al revés– y engalanar las astas con el tricolor. Una cadenita perdida en el bambusal iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, en esos años Sen que las directoras o regentes eran “señoritas” a quienes respetuosamente llamaban “señorita rectora”. Cuentan los cronistas o escribanos o escribidores que cuando la ciudad –que era de los parques– se extendió y atropelló al verde natural del campo y los cañadulzales o los tabacales daban paso a suburbios y los caminos de herradura se transformaban en calles y carreteras polvorientas a la espera de su cinta asfáltica, la cañada de la quebrada seca desapareció y con ella los guaduales que la engalanaban. Una señorita rectora creyendo introducir una especie exótica traída de las lejanas tierras del sol naciente, ordenó a la señorita jardinera plantar –junto al nuevo paramento a orillas de la ahora vía sobre la quebrada seca– unos bambúes –esas gramíneas tan nativas como sus hermanas las guaduas; aunque también los hay, como creía la “señorita rectora”, allende los mares pacíficos–. Con el paso de los años los vástagos o brotes o esquejes se transformaron en un bello bosque –uno de esos que llaman “pulmones verdes”– que se convirtió en un sitio preferido para los juegos de las estudiantes normalistas –que ya no eran tan señoritas sino pubescentes o adolescentes o quinceañeras o jovencitas–. El bambusal por efectos de la imaginación y la fantasía Leyendas Escolares y Otras Historias 59 se convirtió en un “bosque encantado” por donde desfilaban caperucitas rojas, hadas, hechiceras, ninfas, nereidas, sílfides, dríadas, ondinas, náyades, hespérides, oceánides, princesas y otros personajes más autóctonos como guandos, muelonas, patasolas, mancaritas, madremontes, mechudas, lloronas, poiras, mohanes o silbones. Cuentan las anécdotas que tal era el embrujo y las fascinación de los juegos y representaciones que las ejecutantes no escuchaban –o decían no escuchar o preferían no escuchar– el llamado de la sonora campana para terminar el recreo; era entonces cuando la señorita prefecta –convertida en “la coordinadora”– tenía que ir con la férula en la mano y cara de poco amiga o de ogro a desencantar y chasquear a las bribonas. Un día, como cualquier día, en el frenesí de la huida hacia los salones, una de las niñas perdió una cadenita –como otras tantas pitusas o pitufas olvidaron sus enseres–. Tras el extravío de la preciada joya –el único y adorado recuerdo de la madre ausente– la estudiante entró en estado de postración y prolongada tristeza y lentamente fue cayendo en la sima de un gran abismo, de un vacío infinito como la muerte. Cuentan los juglares que en días soleados y de un azul perenne, cuando los bambúes danzarines susurran con el vaivén de la brisa, se escucha un gemido quedo, trémulo y convulso: “¡perdóóóname…, perdóname mamita, no lo vuelvo a hacer!”. Es que la culpa dura una eternidad. El profe iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, sí Sde “señoritas”, y era regentada o gobernada o dirigida por un clan de “señoritas” que sin ser monjas –que son “señoritas”, pero de otro estilo– llevaban una vida casi que monacal y parecían haber hecho un voto de celibato –y tal vez, de castidad–. Cuentan que cuando el paisito lindo del Sagrado Corazón seguía con pasión las lides de Kid Pambelé, y vivía la euforia de la epidemia de “La Machaca” –esa Fulgora laternaria cuya picadura mortal sólo se curaba si el infectado, de no se sabe qué, tenía sexo antes de las veinticuatro horas–, y se sacudía de sus seculares violencias –sin percatarse que incubaba otros horrores o atrocidades o barbaries, como el secuestro del líder sindical asesinado–, y el mundo hispano aplaudía la parodia en el celuloide del cómico mexicano convertido en “El Profe” de una pobre escuela en un mísero pueblo –que podría ser cualquier aldea de estas desoladas o azotadas tierras–, la señorita rectora –esa conspicua dama que encargó el diseño del escudo y la bandera para celebrar por todo lo alto, con Presidente a bordo, el centenario de la noble institución– rompió la tradición –para regocijo y deleite de las señoritas estudiantes– y permitió –no sin antes realizar todo un catecumenado y hacer las mil y una Leyendas Escolares y Otras Historias 61 admoniciones o advertencias sobre el comportamiento decoroso de un caballero– la llegada del primer docente al claustro. Se dice que este señorito o efebo o mozalbete era un recién graduado –a lo Dustin Hoffman– de la Escuela Normal de la colonial villa que queda al pie de la cuesta. Cuentan las crónicas que este insólito o revolucionario suceso se dio por la urgente necesidad de disciplinar a un grupo de guaimarones –remoquete dado a los muchachos grandulones; derivado de weimaraners, unos perrazos traídos por los alemanes– rústicos y ordinarios de quinto grado de la extinta escuela anexa frente al renombrado parque de los niños –esa cuyo nombre honraba al país de los gringos–, pelmazos que requerían tener al frente una voz de mando con pantalones; lo curioso del caso era que la mayoría de los alumnos sobrepasaban en edad al pichón de maestro. Años después el ya experimentado licenciado causó un gran disgusto o enojo o contrariedad a la señorita rectora cuando le confesó la causa de la muerte repentina de los gansos que merodeaban por los jardines de la institución: tras unas prácticas en el laboratorio de química, una señorita aseadora –que parecía de la misma estirpe del jardinero con pinta de tarugo, pero que no tenía ni un pelo de bobo– se ofreció a evacuar o botar un cristalino líquido sobrante –que no era otra cosa que un ácido–, vertiéndolo en la poceta o lagunero o charco de los patos. Oculta la verdad –para alegría de bardos o copleros o rapsodas– las señoritas estudiantes creyeron que la repentina muerte de las aves era la obra perversa de un vengativo o resentido o rencoroso duende –uno de esos con cara de niño y cuerpo de viejo, a lo Benjamín Button, que deambulaba en las renegridas noches por los patios y pasillos de la Escuela– o sencillamente era el presagio o augurio o vaticinio de un muy grave desastre como en el cuento garciamarquiano. Es que definitivamente la fantasía popular se nutre de verdades a medias o de silencios cómplices. Préstamos que causan sonrojo iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, Ssí de “señoritas”, en aquellos tiempos en que el mundo se recuperaba de una pesadilla que como un holocausto esparció todos los horrores, bajezas, vejámenes y tragedias concebibles juntas, y para estupor de todos se lanzaba a otras locuras bélicas amparadas en una guerra fría –con amenaza nuclear incluida–. Cuentan los cronistas o historiógrafos que en la proximidad de la celebración del centenario de la laudable o encomiable institución formadora de maestras, la señorita directora –esa que encargó a la señorita profesora de arte la elaboración de las insignias escolares– quiso que todo el cuerpo docente explorara, adoptara y adaptara las últimas tendencias en pedagogía y no escatimó esfuerzos ni talento para estar junto a la vanguardia de las nuevas ideas. Era tanto el trajín o ajetreo en las vísperas del aniversario que los días parecían cortos –porque “había tanto por hacer y tan poco tiempo para hacerlo…”– y la comunidad educativa – como si fuera una colonia de hormigas o de termitas– vivía una especie de acuartelamiento de primer grado –porque nada, absolutamente nada, sería dejado al azar–. La señorita rectora absorta o abismada o sumida en los quehaceres de la organización a la hora de preparar su ajuar para la ceremonia –porque con presidente y gobernador a bordo había que lucir como una diva a lo Catherine Denueve o Sofía Loren o Audrey Hepburn o Julie Andrews– pasó por alto los Leyendas Escolares y Otras Historias 63 tacones de aguja para lucir con su elegante sastre confeccionado en fino paño inglés. Horrorizada por tan descomunal olvido o descuido urgió a su fiel sirviente –a ese que tenía como figura de gárgola con alpargatas y que era todero– para que en la brevedad de un tiempo escaso le dejara como nuevos sus escarpines menos desgastados. El fiel ayudante dado que tenía una multitud de ocupaciones –ya que fungía desde jardinero y celador hasta casi que bedel– no tuvo a tiempo el encargo, lo que provocó a la gentil dama un estado de pavor o grima. Con la ingenuidad de un memo sugirió a la patrona calzar las zapatillas de otra señorita que ya estaban remontadas. “¿¡Cómo pretende que yo me ponga los zapatos de otra persona!? ¡Ni más faltaba!” El tiempo y el horizonte de sucesos parecieron congelarse a su alrededor como si hubiese sido tragada y engullida hacia el mismísimo centro de un agujero negro –el más negro de todos los agujeros negros–. La señorita rectora despertó de su sopor de zombi cuando escuchó, con cierto tonito desvergonzado, esta acusación: “Usted todos los días se pone en la cabeza las ideas de otros y eso sí no le da pena”. Con sonrojo la conspicua dama retiró el calzado que gracias a las destrezas del improvisado zapatero remendón lucía como recién sacado del almacén. Cuentan los testigos que en emotiva ceremonia la bandera normalista fue engalanada –de manos del Señor Presidente– con la máxima condecoración que otorga la nación: la Cruz de Boyacá, y que la señorita rectora con excelente oratoria marcó el rumbo o derrotero de la Escuela y con rubor pidió disculpas al auditorio por tomar prestados reiteradamente para su bitácora los pensamientos de filósofos y pedagogos. En el fragor de los abrazos y las congratulaciones nadie reparó en el roto de la media velada en la pantorrilla de su pierna izquierda a tres centímetros, siete milímetros y dos micras de la corva. El discurso posteriormente transcrito en pergamino con letra de estilo, reposa finamente enmarcado en la biblioteca como mudo recuerdo de aquel día memorable. Agüita ardiente iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”; Ssí, de “señoritas”. Fue un batallón de “señoritas” el que con dedicación y esmero cuidó a la señorial institución como a una tacita de porcelana asentada o erigida o edificada o construida sobre los terrenos de una olvidada necrópolis –allá en el barranco de tierra bermeja como un búcaro junto a la acequia de la quebrada seca–. Cuentan los rapsodas o bardos o cuenteros o escribanos que la proximidad del centenario –corrían los tiempos de un mandato claro y por todos los rincones de la geografía nacional se comenzaba a tatarear y a bailar apretadito un ritmo acordeonero salido del valle del cacique Upar con sabor guajiro y sabanero entremezclados– imprimió una especial dinámica a las actividades del alma mater y desde la señorita rectora hasta la señorita portera programaban finamente hasta el detalle cada aspecto de la gran celebración; nada, absolutamente nada era dejado al azar o a la improvisación, y menos a sabiendas que el acto central sería engalanado con la presencia del Excelentísimo Señor Presidente de la República. En la víspera del sublime acontecimiento un enviado del Palacio de San Carlos al momento de verificar el protocolo y la seguridad del mandatario, solicitó a la señorita rectora Leyendas Escolares y Otras Historias 65 tener discretamente en la mesa principal dos botellitas de Bretaña surtidas con un líquido especialmente refrescante para el ilustre visitante. Sonrojada por la curiosa petición –es que la señorita rectora últimamente sufría de esos rubores o enrojecimientos o sofocos– la magna directora encomendó a una señorita profesora –a una que tenía como pinta de atleta campeona– ocuparse del encargo. Como muchas no son tantas una curtida educadora sugirió ampliar la cantidad del embriagante elíxir y dado que no hay quinto malo se vio al dignatario despachar entusiasmado el contenido de los candorosos embaces transparentes. Con el corazón henchido de emoción la comunidad normalista a los acordes de su querido himno –“A la Normal/ con gratitud cantad,/ cantad, load,/ eterna juventud;/ a la Normal/ con gratitud cantad/ cantad, load, eterna juventud…”– presenció la imposición de la Cruz de Boyacá –máxima condecoración que otorga la patria a sus hijos destacados– a la bandera escolar. Tras un prolongado abrazo y unas palabras de felicitaciones del primer ciudadano, la señorita rectora derramó una larga lágrima, no de contenta – como lo ameritaba la ocasión– sino por el ardor en los ojos que le produjo el tufo aguardientado del insigne personaje. Cuentan los cronistas que culminados los festejos se vio al todero de Pablito poner en orden el lugar y, tras dar habida cuenta de los cunchos de agüita ardiente en los cascos de vidrio olvidados en la mesa principal, danzar un torbellino sin su clásico semblante mohíno de gárgola con alpargatas –es que como dicen por ahí, los pobres se divierten hasta con un moco–. Centenario iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”; sí, Sde “señoritas”. Cuentan que la mientras la ciudad crecía, la Escuela Normal se consolidaba como casa formadora de maestras y surgían nuevas instituciones educativas para atender una población progresiva y ascendente de niños y de jóvenes ávidos por estudiar; es que a falta de celulares y otros distractores electrónicos, el colegio –de alguna forma– era divertido, y por eso se decía que la mejor época de la vida era la de estudiante. La quebrada seca, convertida desde antaño en un basurero, fue canalizada y rellenada con tierra para dar paso a una avenida; justo en el costado noroccidental de la institución se plantó una glorieta y con los días se estableció en su margen un famoso bebedero o taberna: el Mesón de los Búcaros, no se sabe si en honor del árbol emblemático de la meseta o del equipo de fútbol que adoptó al leopardo como su insignia. Y como el progreso no da espera, la Concentración Escolar Estados Unidos, que fungía como escuela anexa, fue demolida para dar paso a la Biblioteca Pública, apellidada para honrar a un gran patricio que se dice murió en el exilio y de tristeza o melancolía o depresión o aflicción o nostalgia o murria por haber perdido las elecciones presidenciales en una absurda contienda con un copartidario. Muy pronto los estantes y Leyendas Escolares y Otras Historias 67 anaqueles de la rectoría y de la secretaría se fueron llenando de trofeos y sus paredes de credenciales de reconocimiento en los campos deportivo, artístico y académico. Con semejante palmarés la benemérita institución llegó a la celebración de su centenario. Días y noches fueron pocos para organizar los diversos actos que ameritaba la ocasión; que la revista gimnástica; que la serenata; que el congreso nacional de exalumnas; que las exposiciones culturales; que los torneos deportivos, y el gran agasajo con lo más granado de la sociedad bumanguesa y los invitados especiales. El día de la gran celebración, peripuesta la señorita rectora pronunció el discurso de agradecimiento por las declaraciones de afecto y las condecoraciones recibidas. “Excelentísimo Señor Presidente de la República, Doctor Alfonso López Michelsen; Excelentísimo Señor Gobernador del Departamento, Doctor Oscar Martínez Salazar; Respetado Señor Ministro de Educación Nacional, Doctor Hernando Durán Dussan; Respetado Señor Ministro de Comunicaciones, Doctor Jaime García Parra; Respetado Señor Alcalde de Bucaramanga, Doctor Jorge Reyes Puyana; Su Ilustrísima Señor Arzobispo de la Arquidiócesis de Bucaramanga, Monseñor Héctor Rueda Hernández; Maestra Emérita Señorita Antonia Cardozo Serrano, Exrectora; Señora Isabel Vásquez de González, Presidenta de la Asociación de Exalumnas; Honorable Cuerpo Docente de la Escuela; Señoritas Alumnas-Maestras; Demás Invitados Especiales; Señoras y Señores. Indigna como soy, me ha correspondido la delicada tarea de dirigiros la palabra para expresaros los sentimientos 68 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz

de gratitud por vuestras manifestaciones de aprecio. Me siento honrada de poder presidir esta celebración en conmemoración del primer centenario de nuestro querido claustro. Si me permitís os haré una rápida sinopsis de lo que ha significado el trascurrir institucional desde aquella mañana del jueves 15 de abril de 1875, en la que el Ciudadano Presidente del Estado Soberano de Santander, Germán Vargas Santos, instaló la Escuela Normal Nacional de Institutoras de Bucaramanga. Os pido perdón por mis exiguas dotes de historiadora. La Escuela Normal de Señoritas es la decana de los establecimientos educativos de Bucaramanga; fue el sueño de un puñado de visionarios como Dámaso Zapata, Felipe Zapata, Eustolgio Salgar, Victoriano de Diego Paredes, Gregorio Villafrade, Santiago Pérez y otros, quienes consideraron que la educación pública, gratuita, universal y obligatoria era el fundamento para la construcción de la nacionalidad. Ellos comprendieron que sin educación no hay progreso posible. El sueño de los educacionistas se centró en la formación de los maestros. El gran educador santandereano Dámaso Zapata, en cuyo honor se ha denominado el Instituto Tecnológico Superior, escribió: (abro comillas) “Buenas escuelas, significa buenos maestros; y para ser buenos maestros es preciso haber sido educado al efecto. La profesión de enseñar es de suyo difícil, y además de ciertas dotes naturales, exige de los que se consagran a ella cierta solidez de instrucción y haberse ejercitado en la práctica de los métodos Leyendas Escolares y Otras Historias 69

bajo la dirección de profesores competentes. Las Escuelas Normales son la base del sistema de instrucción pública” (cierro comillas). Las Escuelas Normales Femeninas fueron creadas mediante decreto nacional de agosto de 1874. Ese mismo año, el 28 de diciembre, se expidió el decreto que dio origen a la de esta ciudad. Durante los primeros años, en el periodo comprendido entre 1875 y 1885, la Escuela fue regentada por una pléyade de mujeres pioneras: María de Jesús Páramo, Balvina Rovira, Virginia Martínez (esposa de Alberto Blume, uno de los miembros de la Primera Misión Alemana) y Evangelina Mejía. La guerra civil de 1885 indujo la caída del sistema federalista y la promulgación de la Constitución Política actual. Plugó al Gobierno Nacional de aquel entonces refundar las Escuelas Normales en las ciudades capitales de los ahora Departamentos Nacionales. Bucaramanga tuvo la fortuna de reabrir en el mes de marzo de 1887 la Escuela Normal Femenina y la de Varones, que fue trasladada de la ciudad del Socorro, antigua capital del Estado Soberano. Esta responsabilidad recayó en las manos del Señor Rozo Cala Rocha. En la segunda época, que se extiende hasta el año 1899, la educación religiosa y moral adquiere preponderancia. La Iglesia, gracias al Concordato de 1887, se convierte en guía y salvaguarda de toda la educación colombiana. Al frente de la Escuela estuvieron las insignes maestras Mercedes Ramos, María Josefa Garcés, Margarita French de Fonseca, Sara Crosthwaite (de quien no se tiene absoluta 70 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz

certeza de si aceptó o no el destino), Luisa Convers y Dolores Andrade. La guerra fratricida que ensangrentó la patria y especialmente a nuestro departamento, produjo un colapso en todo el sistema educativo. Los esfuerzos de años se vieron convertidos en cuarteles militares. Las nefastas consecuencias de la locura bélica que arrasó con campos y ciudades fracturó la patria con la secesión de Panamá y a nuestro territorio con la creación del Departamento de Norte de Santander. En medio de la ruina y la pobreza, el Señor Gobernador Alejandro Peña Solano impetró al gobierno central la reapertura del establecimiento docente. El Señor Presidente Rafael Reyes Prieto autorizó que tal súplica se realizara en el año 1906; no obstante se cerró definitivamente la Escuela Normal de Varones. Los años que siguieron fueron de una austeridad a toda prueba; en medio de la precariedad y las limitaciones, la trémula nave supo sortear toda clase de temporales y dificultades. Correspondió a las directoras Margarita French de Fonseca, María del Carmen de Carreño, Elena Arenas Canal, Tulia Gómez y Laura Ruiz de Bretón, sacar avante a la institución. A finales de la década de 1930 las autoridades departamentales y municipales y las directivas de la Escuela, en cuya cabeza se encontraba doña Tula Cadena de Mantilla, mujer de recia personalidad, se dieron a la tarea de conseguir la nacionalización de la institución y de dotarla de una sede digna de la trascendencia de su misión. Mediante la Ordenanza 88 de julio 6 de 1937, la Leyendas Escolares y Otras Historias 71

Asamblea Departamental autorizó y facultó al Señor Gobernador Alfredo Cadena D’Costa (abro comillas), “para que escoja el sitio y adquiera el lote donde debe erigirse el edificio de la Escuela Normal (…) y para disponer la confección del plano y acometer la construcción de la obra” (cierro comillas). La nacionalización se hizo realidad gracias a la Ley 91 del 11 de junio de 1938, norma que estableció que en los contratos celebrados entre la Nación y los Departamentos se podían incluir estipulaciones sobre construcción de nuevos edificios. Efectivamente, el 13 de febrero de 1940 el Ministro de Educación, Alfonso Araujo y el Gobernador de Santander, Hernán Gómez Gómez, firmaron el contrato de nacionalización de la Escuela Normal de Señoritas. En este contrato el Gobierno Nacional (abro comillas) “se compromete a iniciar la construcción en el curso del año 1940, de un edificio de condiciones pedagógicas modernas, y para un cupo aproximado de, por lo menos, 200 alumnas internas, en donde en lo futuro ha de funcionar la Escuela Normal para Señoritas, de Bucaramanga” (cierro comillas). La ciudad recibió con beneplácito estas noticias. Felizmente, el día 6 julio de 1943 en presencia del Señor Director Nacional de las Escuelas Normales, Germán Peña Martínez, se colocó la primera piedra y se acometió la construcción de la obra, la cual fue inaugurada por el Señor Gobernador, Luis Camacho Rueda, el lunes 13 de noviembre de 1945. Este hermoso edificio, ideado por el arquitecto Julio Bonilla Plata 72 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz

y levantado por los ingenieros Miguel A. Mora y Guillermo Melo, es un orgullo arquitectónico para la ciudad. La edificación ha sido testigo mudo de las historias que se han tejido en su interior a lo largo de estos treinta años; la creatividad de las maestras y las alumnas ha producido una serie de leyendas dentro de sus muros y en el hermoso bosque que la resguarda. También atestigua los adelantos pedagógicos que sus rectoras, las Señoritas Julia Sarmiento Peralta, Antonia Cardozo Serrano y esta humilde servidora, hemos logrado introducir. No ha sido una tarea fácil, pero la dedicación, el estudio y el compromiso nos han permitido adoptar y adaptar a nuestra idiosincrasia regional las ideas y los postulados de pedagogos como Ovideo Decroly, John Dewey, María Montessori, Célestin Freinet, Benjamin Bloom y Jean Piaget. En estos cien años la Escuela Normal supo responder a los desafíos que se le presentaron. Nosotras no seremos inferiores a la misión que se nos ha encomendado. La Escuela Normal, os lo aseguro, seguirá nutriendo de las mejores docentes de escuela primaria a Bucaramanga y a Santander. Estas jóvenes están convencidas de su vocación y no cejarán en su empeño; nosotros sus maestros y guías ofrecemos nuestros mejores esfuerzos para que el sueño de Dámaso Zapata siga siendo una realidad. Finalmente, quiero agradeceros los reconocimientos y las condecoraciones que nos habéis otorgado: la Gran Cruz de Boyacá conferida por el Gobierno Nacional y La Orden José Antonio Galán concedida Leyendas Escolares y Otras Historias 73

por el Departamento, así como la bella estampilla emitida por los Correos Nacionales con la efigie de la Señorita María de Jesús Páramo. Muchas gracias”. El aplauso de los presentes fue retumbante, similar al trueno del agua de las cataratas del Niágara o… tal vez las del Iguazú o… tal vez las del Zambeze o… tal vez las de Gullfos o… tal vez las de Jirijirimo; e igual de estrepitoso y estentóreo al que algunos años después acompañó el féretro de la destacada institutora aquella tarde opalina de un octubre en la que la comunidad de normalistas la despidió en su viaje eterno; después de la fragosa aclamación, un batir de pañuelos blancos y un silencio ensordecedor la acompañaron a bajar a su última morada. A lo lejos se escuchó la corneta fúnebre reverencial, sosegada y serena. Romería en viernes santo stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes aedos o vates o poetas de las “nuevas historias” que se han sucedido en la Escuela Normal cuando Eestaba en tránsito de convertirse en la “Escuela Normal Superior”, en esos tiempos en que muchos muros y cortinas cayeron por el mundo y en los que las hadas, los duendes y toda esa legión de espantajos, ánimas y fantasmones ancestrales y vernáculos fueron desplazados –es que en el mundo mágico también se presentan estas tragedias– por una caterva de mutantes, alienígenas, cíborgs, superhéroes y villanos del “Universo Marvel” que pronto colonizaron –como si fueran langostas– el espectro cultural del paisito lindo del Sagrado Corazón con sombrero vueltiao. Cuentan que por esa época ingresó a la Escuela Normal una señorita profesora de matemáticas que tenía alma de cirujano – es que entre el gremio de docentes la respetabilidad era directamente proporcional a los alumnos que eran rajados en la materia– o de una de esas fachendosas o jactanciosas o postineras antagonistas de novela –de las que le amargan la vida hasta el cansancio a la sufrida heroína–. Ante la abultada mortalidad académica –para asombro y estupor de las señoritas directoras– la docente decidió colocar como recuperación el sueño de todo matemático en vías de la inmortalidad: una conjetura, que si bien no era como las de Hodge, Reimann, Yang, Goldbach, Pólya, Collatz, Fermat, Leyendas Escolares y Otras Historias 75

Poincaré o Cook, si era bastante dificultosa –como para deleite del Guasón–, y tanto padres –porque las tareas difíciles siempre involucran a los papás–, como hermanos, primos, novios, amigos, conocidos y desconocidos buscaron, ensayaron, preguntaron, exploraron, modelaron e intentaron resolver el acertijo. Expirado el plazo de la entrega de la tarea en vísperas de la semana mayor, un grupillo de necias y despreocupadas muchachitas no presentó su deber. “¿¡Cómo, era para hoy!?” “¿¡No era para la semana entrante!?” “¿¡Había que entregarla!?” Rogaron, imploraron y suplicaron a la inflexible maestra para que les recibiera el ejercicio y sugirieron –de ser necesario– entregarlo o llevarlo a dónde fuera. Para quitarse el sinapismo la avezada formadora dictaminó una solución inaudita, insólita y pintoresca: sólo recibiría la actividad de nivelación el día viernes santo a las seis de la mañana –ni un minuto más, ni un minuto menos– en el atrio de la iglesia de Girón. Entre columnas de incienso y multitud de penitentes todas las interesadas –para sorpresa de la profe– acudieron a la cita. Cuentan que la señora madre de la educadora aprovechando la asistencia invitó a las chicas a una romería al interior del santuario del Señor de los Milagros y con devoto recogimiento inició el rezo del viacrucis. Es posible que la solución del problema se haya difuminado o desvanecido o disipado con los años, pero ahí quedaron para perpetua memoria las fotografías de las peregrinas entre nazarenos y al bocado de un desayuno opíparo en el palacio del colesterol. Como escribió el autor de Zaratustra, en una montaña el camino más corto es de cima en cima y para ello hay que tener las piernas largas; y para transitar las cimas del conocimiento hay que tener talla elevada. Infortunadamente para aparentar ser gigantes a veces improvisamos zancos. Tiene que repetir el cuento stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes bardos o poetas de las “historias” que se sucedieron cuando la Escuela Normal era aún la “Normal Ede Señorita”, por aquellos días cuando las señoritas que estudiaban en la Normal se convirtieron en las “alumnas” y las maestras en docentes. Cuentan que una estudiante quedó paralizada, atónita, pasmada, aterida, al recibir el cuento al que le había dedicado semanas, días, horas, minutos y segundos, guiada por eso que llaman inspiración; era que a esta niña le encantaba escribir recostada inmóvil como una cataléptica sobre la poltrona de la sala de su casa mirando a un horizonte, tal vez lejano, tal vez cercano, y ahora no daba crédito a lo que leían sus ojos: “Tiene que repetir el cuento”. “¿¡Tengo que repetir el cuento!?”, se preguntó sorprendida. Sí, ahí estaba escrito con tinta roja con una caligrafía de niña boba. “¿¡Tengo que repetir el cuento…!?” Mil veces se hizo la pregunta y otra tantas leyó, allá bajó la frondosidad del árbol de los abrazos, los garabatos de la profesora: “Tiene que repetir el cuento”. Eso era simplemente insoportable. “¡Está bien…! Está bien… – pensó– Debo admitir que mi cuento no es precisamente La puta de mensa de Woddy Allen; ni Beatriz la polución de Benedetti; ni El burlado de Jack London; ni Algo grave va a pasar en este pueblo de García Márquez; ni La isla desconocida de Saramago; ni Funes el memorioso Leyendas Escolares y Otras Historias 77 de Borges; ni Los advertidos de Carpentier; ni Una rosa para Emilia de Faulkner; ni El cuentista de Saki de Munro; ni El color que cayó del cielo de Lovecraft; ni El destino de un hombre de Sholojov; ni A veces el corazón de la tortuga de Kenzoburo; ni… ¡qué sé yo…! Lo cierto es que tengo que repetir el cuento”. Sí, repetirlo. Pero… ¿qué significaba repetirlo? Un problemita nada nimio era que la señora profesora, como la mayoría de los de su gremio, tenía la manía de expresar su rechazo por las cosas pero sin ofrecer mayores detalles, y con respecto a su cuento no decía dónde estaba lo que había que repetir, que tal vez significa mejorar. Eso fue un rompedero de cabeza. Si leer para darle cuenta a otro es una verdadera tortura, escribir para profesores es una expedición hacia un agujero negro: nada de lo que entra ahí sale; mejor dicho, es escribir para nunca ser leído o ser leído sin rigor. Tal vez la maestra pensaba que no valía la pena perder el tiempo leyendo sandeces. Lo triste era que ella nunca leía ni escribía nada, un pecado de omisión; y esa vaina se nota a leguas. La tarde anterior a la entrega perentoria de la mejora estaba la alumna sentada frente a la vieja máquina de escribir Remington con sus caracteres casi borrados; de repente se acordó de la nueva máquina Olivetti con bolas de tipo reemplazables, que celosamente guardaba su mamá en el chifonier de la pieza. ¡Eureka! Había encontrado la mejora: sencillamente transcribiría, es decir, repetiría, su creación en una versión mecanografiada con letras limpias y llamativas en un bonito papel y con uno que otro cambio en la ortografía y la puntuación; una simple cuestión de forma, de repetición. Su madre amablemente, y con cierta complicidad, la dejó usar su Olivetti. El cuento fue entregado tal y como estaba previsto, con una variante: lo recogió la representante del curso, quién en el término de la distancia lo llevó a la señorita prefecta de disciplina. La señora profesora tenía una de sus ya habituales 78 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz jaquecas. Después de reposar en el escritorio repleto de papeles de la profe durante un buen tiempo, su producción literaria vía representante de grupo regreso a ella. Sólo tenía un vobo, un visto bueno, en el ya tradicional color rojo. Había pasado la tarea. Gracias a que estaba resguardada por otros manuscritos, la hoja de papel que presentó, a no ser por las letras negras, estaba impoluta; un buen forense de CSI no le habría encontrado una sola huella dactilar distinta a la suya. Como todo autodidacta solitario y al mejor estilo de Capote niño, continuó su camino de escritora, tratando de aprovechar una que otra clase de mecánica lingüística de la señora profesora. De caricatura stas son las crónicas que se escuchan a los “jóvenes” escribas o escribanos o escribidores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la Escuela Normal Ecuando debía transformarse en “Escuela Normal Superior”, so pena de desaparecer como “Normal”; eran las épocas en que el país estrenó Constitución –gracias a la marcha del silencio y a la séptima papeleta promovida por unos jóvenes románticos– y vivió o padeció la reforma educativa que quiso hacer de los docentes expertos peritos en currículo. Cuentan las anécdotas que la ola del cambio suscitó un ejército de educólogos documentados en el famoso PEI y quienes con su jerigonza crearon todo un embrollo parecido a una especie de laberinto –como hecho por el mismo Dédalo– con incontables cantidades de pasillos entrecruzados que conducían en distintas direcciones; lo malo del cuento es que entre tanto estropicio –como la mutación de los vilipendiados y desprestigiados objetivos específicos en los variopintos indicadores de logro– muchos aventureros perdieron el hilo de Ariadna. Se cuenta que un destemplado profesor de “to be” de un colegio nocturno municipal se hizo –gracias al tráfico de influencias políticas– con el oficio paralelo de “supervisor departamental de educación” y cual doxóforo –uno de esos cuyas palabras van más rápidas que su pensamiento– ofreció su sapiencia citando a un curso obligatorio de formación para maestros. La señorita rectora de la “Escuela Normal” presta a la convocatoria envió al dichoso taller a un trio de jóvenes enseñantes –todavía señoritas en vías 80 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz de conseguir marido–. Fue tanta la verborrea y los disparates que invadieron un discurso trasnochado –no se sabe si a causa del trabajo nocturno del tertuliano o por sus largas jornadas de bohemio y de beodo en los bares o cafetines o tabernas o cantinas de la ciudad– que una de las noveles educadoras de la “Escuela Normal Nacional de Señoritas” –ella sí muy versada en cuestiones de pedagogía– con vergüenza ajena decidió hacer un uso creativo de su tiempo dibujando una caricatura del parlanchín expositor. Como en los “Años Maravillosos”, la viñeta circuló clandestina o subrepticiamente –para regocijo común– por todo el recinto de la conferencia e inevitablemente fue a parar a la cartelera del lugar. Ante el silencio cómplice que ocultó al responsable de semejante agravio, el señor supervisor de educación prometió “¡ir hasta las últimas consecuencias!” y amenazó con “¡aplicar todo el peso de la ley!” –que para él debía de ser muy pesada–, sin reparar que en estos casos se cuenta el milagro pero no el santo. Está consignado en las actas del Consejo Académico que la señorita rectora y su equipo sacaron avante a la Escuela, que desde entonces –para orgullo de unos y desdén de otros– es “Escuela Normal Superior”. Muy probablemente la agrupación magisterial recurrió a la Navaja de Ockam –o principio de parsimonia que llaman– para afirmar con sencillez los fundamentos teóricos de la propuesta educativa de la institución –es que cuando dos o más explicaciones se ofrecen para describir un fenómeno, es preferible el razonamiento completo más simple–, sin olvidar o pasar por alto ningún elemento esencial. Fantasmagorías stas son las crónicas que se escuchan a los “jóvenes” cuenteros o cuentistas o contadores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la Escuela Normal Edesde que es “Escuela Normal Superior”, y en la que por ser “Superior” deben acontecer historias o aventuras o anécdotas asombrosas, dignas de ser narradas o recopiladas como memoria o fábulas o leyendas o anales para ser legadas o heredadas a la posteridad. En estas narraciones hoy como ayer –y, tal vez también mañana– aparecen y desaparecen espíritus y espantos. Los nóveles trovadores cuentan los sucesos de una noche borrascosa y diluviana –porque las noches tormentosas o tempestuosas son las más aptas para las fantasmagorías– en las que un huracanado vendaval y una orquestación de relámpagos y truenos –que hacían palidecer hasta las almas más devotas y quemar cuanto ramo bendito bendecido en el último Domingo de Ramos se tuviera a la mano o en algún baúl de la abuela– permitían presagiar eventos inenarrables en un mundo plagado de luces de neón e imágenes virtuales menos demoníacas que inundan la infinita red. Esa chapoteada noche, como casi todas las noches, las porristas –una cofradía de mujeres atletas que combinan magistralmente la danza, la gimnasia y ejecuciones aeróbicas– realizaban sus rutinas de prácticas o ensayos en el gran salón –aquel cobertizo que parece un hangar para viejos aviones o una bodega en la que se arruman montones de tiestos o cachivaches, y que pomposamente llaman “aula máxima” o 82 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz auditorio o paraninfo–. Las bellas “linces” –porque Lince era el nombre de aquella hermandad para evocar la agilidad, la fortaleza y la gracia felina de un gato salvaje montañés o montaraz más propio de regiones nórdicas que andinas– seguían rítmica y acompasadamente la música frenética de estridentes melodías – un tanto monótonas o monotemáticas, a decir verdad– de géneros electrónicos mezclados. Tras horas de entrenamiento los esbeltos cuerpos dejaban caer el sudor a cántaros y las bocas jadeantes reclamaban un poco de líquido hidratante para sofocar la sed. En el merecido descanso una niña se apresuró a los lavabos, pero entre los resplandores o fulgores o destellos de los centelleantes relámpagos una extraña sensación invadió su mente paralizando su cuerpo de tanto temor y miedo ante la visión de un sinnúmero de monstruosos engendros. Al despertar de una pesadilla que parecía no tenía fin –porque los sustos o sobresaltos o turbaciones producen desmayos que duran como la eternidad misma–, la niña, como volviendo de una novela de suspenso y de terror, atónita y como una autómata cabrioleo, al fragor de los truenos y el viento, la canción Thriller –porque tal vez entre sus alucinaciones vio la imagen andrógina de Michael Jackson–. Años más tarde la niña comprendería, al escuchar los versos del poeta griego, que los endriagos y las quimeras no se encuentran si no se llevan en el alma y si no es el alma la que los pone en enfrente. ¡Treinta no, cuarenta sí! stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes reporteros de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior” y que por ser tan Eextraordinarias merecieron ser destacadas en los titulares de la prensa local. Consta en los archivos y las hemerotecas que en aquellos días aciagos o infaustos o fatídicos mientras el paisito del Sagrado Corazón se debatía entre la guerra y la paz –con anuncios, despejes, sillas vacías, monólogos, leyes promulgadas desde las montañas y retomas– los padres de la patria al calor de unos güisquis legislaban –disque para bien de los niños o… tal vez para salvaguardar las arcas del Estado o sus propios bolsillos– engendrando lo que desde esos momentos se dio en llamar pomposamente “I.E.”: instituciones educativas “completas” – algo así como una amalgama de colegios y escuelas yuxtapuestos o adosados bajo una única dirección–. Los vientos de la reforma llegaron con un torbellino de burócratas, consultores, asesores, técnicos y asesores técnicos, quienes trataron a los vetustos establecimientos como un burdel –es que si hay algo manoseado como una puta ese algo es la educación–. Quedó en la memoria que ante la tropelía la señorita rectora y las señoritas coordinadoras –porque las señoritas aun reinaban y gobernaban, como en los tiempos gloriosos, en la Escuela Normal que ya no era de “señoritas”– lanzaron un llamado y emplazaron a toda la comunidad, que al unísono acorde y espontáneo de “¡treinta no, cuarenta sí!” se dio a la tarea de marchar como una falange 84 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz o cohorte o legión hasta la administración municipal y ante el cabildo en pleno presentar sus demandas. Fue tal la contundencia de los argumentos y la vehemencia o ímpetu o fogosidad de su presentación –a cargo de la señorita coordinadora de la jornada matutina y del líder de los padres de familia– que las autoridades –muy a pesar de sus políticas– accedieron a las demandas. Quedó consignado en las actas –para felicidad propia y envidia de muchos– que gracias a aquellos días de protestas y reclamos –“históricos”, como se los califica en los discursos del recuerdo– los estudiantes normalistas de los últimos grados seguirían asistiendo a su jornada escolar de cuarenta horas semanales –y no de treinta que es el mínimo que estipulan las normas–; tiempo favorable para el conocimiento y para alejarlos y blindarlos contra las vanidades y fatuidades del clima de este mundo postmoderno. Esos jóvenes –muchachas y muchachos– definitivamente fueron mejores personas y ciudadanos. La señorita rectora –esa pequeña mujer de rostro moreno o cobrizo, digna representante de la raza de los guanes– comprendió que la voluntad de un colectivo –es que se unieron maestros, alumnos y padres de familia– y las situaciones de emergencia impulsan una serie de capacidades inéditas que permiten superar toda adversidad, por más grande que sea el infortunio o contratiempo. Lengua, tiza y tablero stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes narradores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior”, que antes era la “Normal Nacional Ede Señoritas” pero que comenzó siendo la “Normal Nacional de Institutoras”. Cuentan que con el advenimiento del nuevo siglo –y el inicio de la centuria veintiuna era el presagio de extrañas cosas como el fin de la historia o la entrada en el eón de acuario– la señorita rectora con alborozo y regocijo inauguró la sala móvil de informática; profética y soñadora vaticinó –como si fuera el oráculo de Matrix– el ingreso de la Normal a la gran revolución educativa en gestación, la cual enterraría definitivamente ese vestigio de una educación anacrónica y tradicional, la trilogía de lengua, tiza y tablero (… lágrimas y un silencio profundo y nostálgico dieron un adiós al vetusto maestro…); suceso comparable al impacto que causó la invención de la imprenta del señor Gutemberg. Ahora sí los estudiantes aprenderían y lo harían, además, interconectados –o enchufados– a través de la omnisciente, omnipresente y ubicua internet (… lágrimas y un silencio prolongado y agradecido dieron un adiós al desgastado libro...). Una carismática docente asistente al evento –una de esas damas centenarias que olvidan todo lo presente pero rememoran hasta el detalle lo pasado– evocó aquel día –uno de esos días de efervescencia y entusiasmo que acompañaban la reforma educativa– en que la señorita rectora del momento recibió de manos del señor gobernador las llaves de la recién construida sala de computadores, y quien con vibrato en su discurso –producto de la emoción– sentenció la transformación de 86 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz la educación gracias a estos aparatos, algo nunca visto desde la aparición de la imprenta de tipos móviles de Gutemberg. Como se produjo el momento de las añoranzas, una senil colega recordó el instante en el que el generalísimo al inaugurar la televisora nacional expresó que quedaba claro que la televisión ofrecería la mayor oportunidad de avance educacional desde el alemán Gutemberg y su imprenta. Cuentan los historiógrafos que en la revista ECOS –esa producción periodística y literaria de las estudiantes de la “Normal Nacional de Señoritas”– un importante intelectual adalid de las reformas liberales de la primera mitad del siglo XX argumentaba que el cine –ese prodigio de imágenes en movimiento– constituía el instrumento pedagógico más innovador desde que Gutemberg introdujo la imprenta. Un joven investigador de la historia regional encontró refundido y olvidado en un montón de papeles de archivo una de las primeras ediciones de “El Pestalozziano”, en la que se transcribía el discurso del “Ciudadano Presidente del Estado Soberano de Santander” dando apertura –aquel quince de abril de 1875– a la iniciación de clases en la “Escuela Normal Nacional de Institutoras de Bucaramanga”, la cual había sido dotada para su funcionamiento con la más grande contribución dada a la enseñanza y al conocimiento desde la imprenta de Gutemberg en el siglo XV: el pizarrón o tablero de dos caras –ese hermoso rectángulo hecho de madera fina como de cedro o de roble flor morado o de guayacán o de caoba o de sapán, barnizado con pintura mate color verde oscuro y algunos de color negro, si es que el negro es un color–. En fin…, tal vez la presencia del docente con su lengua y su saliva sea inherente a la enseñanza de todos los tiempos como lo muestra el maestro Yoda aleccionando a los jóvenes padawans aprendices de Jedi en las distantes galaxias de un universo en guerra o como lo invoca Asimov en “¡Cómo se divertían!”; los recursos, es un hecho, cambian con el tiempo. Mariachis a las puertas de la escuela stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes contadores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior” y que por acontecer en Eun lugar con tal renombre de “Superior” no se pueden perder en el desierto del olvido. Está documentado –incluso por un video de un noticiero de televisión local– que cierto día –uno de esos días en que la monotonía parecía señorearse sobre la ciudad de los antiguos parques– una ola de inconformidad se gestaba desde lo profundo de la clandestinidad como un tsunami incitada por extrañas fuerzas –no tan telúricas– amenazando romper la estabilidad de la armonía escolar. A la hora tercia una fila como de batalla de guerreros espartanos tomó por asalto la fluyente vía frente a la “Normal”; conductores y peatones desprevenidos quedaron represados frente al muro compacto de voluntades. De nada sirvió la presencia disuasiva del escuadrón antimotines para dispersar o desalentar a los revoltosos –porque a los niños no se los toca ni con el pétalo de una flor–. Una intermediación – al estilo del arzobispo virrey– logró satisfacer un reducido pliego de peticiones. Cuentan los anecdotarios que meses después con el orgullo de las conquistas alcanzadas y en un acto de devoto agradecimiento las huestes victoriosas quisieron rendir un tributo musical con un mariachi –como traído de la Plaza Garibaldi– a la figura inspiradora de su sensei más querido en el día de su cumpleaños. La señorita rectora –la última de las “señoritas rectoras”– alertada por sus fieles sabuesos desaprobó el sarao 88 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz

–es que era el tiempo de las clases y los aprendizajes de ellos y los otros niños–. Frustrados e indignados los celebrantes cantaron a las puertas de la “Escuela Normal Superior” la preparada serenata –aunque por lo temprano de la hora del día más parecía una cantata vespertina, porque las serenatas se entonan a la hora del sereno, es decir bien entrada la noche–. Ronco de la alegría el festejado como si fuera un senescal dio asueto a sus pupilos por el resto de la tarde y propuso continuar la parranda al cobijo de una casa. Quedó escrito en el expediente que días después en tono compungido o atribulado o dolorido el docente denunció ante un magistrado el atropello del que fue víctima de parte de la última de las señoritas rectoras, quien guiada por un ciego despotismo –al mejor estilo del monarca a quien llamaban el “Rey Sol”– no permitía ningún tipo de festejo, pues era ya legendario que había decidido –en nombre de la academia– poner fin a la celebración del día de la mujer, del niño, del hombre, del trabajo, de la secretaria, del alumno, de la familia, de la madre, del padre, de la tierra, del idioma, de la escuela, de San Valentín, del campesino, del jardinero, del agua, del medio ambiente, de la raza, del soldado desconocido, ¡del maestro!, y si no se hacía nada para detenerla pronto acabaría hasta con la navidad. Años después –y con la última señorita rectora en el ostracismo de la diáspora– el gran sensei –que para ese entonces semejaba un buda o un luchador de sumo en retiro– recordaba con nostalgia aquellos días de protesta juvenil, pero por sobre todo esa tarde memorable de mariachis y rancheras en los extramuros de la Escuela. Feliciana y Feliziano stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes cuenteros de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior” y que por acontecer Een una “escuela superior” merecen un puesto en los anales del patrimonio inmaterial de la ciudad. Cuentan los registros que un buen día –uno de esos días que transformaron al mundo, porque definitivamente sí hay algo nuevo bajo el sol– los jóvenes –esa rara especie a la que los viejos, tal vez por venganza, le endilgan o le cargan como a un atlas las expectativas del futuro– se despertaron con un grito casi que desesperado: “¡a jalar a la lata que el mundo se va a acabar!” Es que Nostradamus o los Mayas con sus profecías o el Apocalipsis o el mismo Lucifer siempre meten miedo o temor o terror o espanto. Tal vez con este despabile la raza humana después de siglos de controversias exegéticas o hermenéuticas descubrió la real causa del porqué nuestros primeros padres fueron inmisericordemente arrojados del paraíso: sencillamente Eva no tenía “tetas”, y sin tetas no hay paraíso; o simplemente tras centurias de coitos, amores y procreaciones en la oscuridad –opacidad que lanza de las cimas del paroxismo y del arrebato de la dicha a las simas del pecado y de la culpa– se dio cuenta que tenía otro o un nuevo derecho –no se sabe si de primera, segunda, tercera, cuarta o quinta generación–, derecho a una sexualidad ciudadana, es decir responsable o autónoma o madura o humana. Está escrito en las actas que la señorita rectora –la última de las señoritas 90 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz rectoras– presta a los desafíos de los tiempos –en este eón de revoluciones incruentas– confió la tarea de la enseñanza de la sexualidad ciudadana a una maestra estulta o vesania, que traía consigo el olor a mar y el ritmo de la música sabanera. Quedó consignado en los diarios de clase que la avezada cumbiambera imprimía sensualidad, erotismo y desparpajo en sus lecciones, y que un buen día –uno de esos días propicios para las genialidades– trajo a escena dos personajes que se hicieron legendarios: Feliciana y Feliziano, una niña y un niño cuyos alegres y festivos nombres fueron yuxtapuestos para realizar una extraña simbiosis editorial: “Felician@”, apelativo escrito con el impronunciable signo de arroba; es que la tropicalísima profesora en cuestiones filológicas y lexicográficas de género –para horror de los señores académicos– parecía una fiel seguidora o discípula o prosélita de la pacifista senadora morena o afrodescendiente, para quien en todo discurso a cada sustantivo masculino debía corresponder uno femenino y por eso ella lideraba a “colombianos y colombianas por la paz”. Feliciana y Feliziano enseñaron la experiencia del amor y lo hermoso que es estar enamorado y las bondades del lenguaje corporal y el desarrollo libre y personal y el respeto por las identidades en este mundo diverso y la riqueza y múltiples posibilidades de la sexualidad. Ellos tal vez compartían una máxima o sentencia de la irreverente dama de la caricatura –esa cuya boca es un enigma– según la cual “el sexo no lo es todo en la vida; es apenas el comienzo”. Alias Marina stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes rapsodas de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior” y que por ser tan numerosas requerirían Ede cientos o miles o miríadas de unidades de información para poder ser codificadas y cifradas en el ciberespacio para la posteridad. Cuenta el expediente que después de unos meses de readaptación a la vida civil, la niña de grandes ojos verdes fue enviada a la “Escuela Normal Superior” –la que antes era de señoritas– a matricularse. Mientras caminaba por el oscuro y largo pasadizo del segundo piso recordó aquel día en que fue llevada al campamento guerrillero y encontró un pelotón de combatientes en estricta formación militar, siendo alineada –junto con sus compañeros reclutas, mientras los latidos del corazón se les aceleraban– delante o enfrente de una tarima de troncos y tablas. Evocó al hombre de boina roja e incipiente barba –a ese que parecía sacado de una vieja fotografía–, quien les dio la bienvenida a la revolución; desde ese momento sus vidas y sus voluntades pertenecían al pueblo y a la organización. El hombre de la chapela como en un ritual del bautismo comenzó a señalar a cada niño y a darle un nombre: “Usted desde hoy se llama Simón, como el Libertador”; a cada señalamiento un alias: Salvador, Maritza, Uriel… Cuando el dedo inquisidor apuntó directamente a ella escuchó su nuevo apelativo: “Marina”. A diferencia del niño gordito junto a ella –a quien se apodó “caremarrano”– ella sintió que por primera vez tenía un nombre digno de un cristiano. “Marina” era un buen mote. Tiempo después se enteró que cuando el comandante se fijó 92 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz en ella, se acordó de su mamá, porque los comandantes también tienen madre. Ya en la rectoría la señorita rectora –la última de las señoritas rectoras– también le dio la bienvenida –precedida, eso sí, por una gran sonrisa, muy característica de ella–. “¿Cómo se pronuncia tu nombre?” “Usnabi, pero se escribe con hache inicial y zeta”. La chica de los grandes ojos verdes le contó que su tía fue quien la inscribió en el registro civil y que a cambio de una ayuda periódica para la bebé exigió que llevara su mismo nombre, eso sí con un arreglo: poniéndole una hache y cambiando la ese por una zeta, para hacerlo más bonito, más elegante, como de una reina de belleza. Fue así como el “Usnabi” de la tía se transformó en el “Huznabi” de Marina. “¿Qué significa tu nombre?”, preguntó la señorita rectora. Huznabi le contó que días después de su reinserción a la vida civil fue enviada a la casa de sus abuelos en la Ciudad Heroica, cerca del muelle de los pescadores. Su abuela era tocaya, pero con una ligera diferencia en la escritura del nombre: “Usnavy”. “Abue, ¿de dónde sacaron nuestro nombre?” “Ay mija, cosa de borrachos”. En su momento la respuesta sorprendió a la muchacha. “¿Cosa de borrachos?” La abuela le contó que su papá, un pescador ignorante y necio, muy aficionado a los gallos, tenía por compadre a un negro cimarrón mamagallista; en una pelea de esos animales apostaron el nombre de la primogénita del pescador: sí el pescador ganaba le pondría el nombre de su mama; sí ganaba el compinche, el nombre de un barco de guerra gringo anclado en la Base Naval de Cartagena. “¿Quién ganó abue?” Con un largo suspiro la nona respondió: “Fíjate mija, ¿qué nombre cristiano es el de un barco de guerra?” La niña le confesó a la abuela que le gustaba más su nombre en el monte. “¿Cuál?” “Marina, como la mamá del comandante”. “Así se llamaba mi mamá”. Tras una sonrisa la señorita rectora preguntó a la niña si tenía hermanos. “Sí, uno; se llama Alkaseltzer”. El Chochal stas son las crónicas que se escuchan a los “jóvenes” cuenteros o contadores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la Escuela Normal desde que se transformó Een la “Escuela Normal Superior”, relatos que –a pesar de lo inverosímiles que parezcan– no dejan de sorprender o asombrar o pasmar a propios y a extraños. Con nostalgia y añoranza se recuerdan aquellos tiempos de antaño o… tal vez presentes –porque pareciera que el pasado está ante nuestros ojos y sus imágenes rutilantes nos asaltan, mientras el futuro es como un salto de espaldas al vacío– en que las señoritas –desde la señorita rectora hasta la señorita portera– gobernaban o dirigían la institución. Cuando el paso inexorable de cronos dejó atrás muchas lunas llenas con su tropel de espantajos y figuras diabólicas y el nuevo eón decidió reemplazar el código de santidad –que para muchos espíritus posmodernos era retrógrado o anticuado o moralista o rancio o atrasado– por el libre desarrollo de la personalidad, una nueva dictadura –no la del proletariado ni la del cognitariado sino la de los mocosos, esos prepotentes que mandan en la casa y desafían hasta el gato– comenzó a imperar. Los vientos constitucionales abrieron de par en par las puertas de la “Escuela Normal Superior” y niños y muchachos de todas las calañas y raigambres saturaron sus otrora apacibles pasillos como de convento o cenobio o cartuja. Cuentan que era tal el alboroto o bullicio o algarabía en las horas de recreo – ese segmento de ocio causante de no pocas e inéditas disquisiciones jurídicas– que un grupo de estresadas profesoras decidió encontrar 94 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz refugio y sosiego en el patio trasero del emblemático auditorio con nombre de orquídea. Entre arrumes de pupitres, cachivaches y fumaradas de cigarros, se contaban sus cuitas, azares y venturas. Un día –uno de esos días propicios para el regocijo y la hilaridad– la señora maestra de “ética y valores” del grado octavo contó con sonrojo –no se sabe si causado por lo desvergonzado del suceso o por los calores propios de la menopausia– lo acontecido con dos hermanos gemelos y la tarea de la clase: uno la presentó con lujo de detalles y el otro no –¡y ni siquiera tenía el cuaderno de apuntes!–. Al ser increpado el mielgo desjuiciado por su irresponsabilidad, se justificó contando que no la hizo por estar en las noches ayudando a su papá en el trabajo. Dado lo extraño de la jornada laboral para un menor, la maestra quiso saber más sobre el asunto y con sorpresa y desconcierto se enteró que el chico era una especie de ayudante en un bar de damiselas –popularmente conocidas como putas, zorras, golfas, meretrices, coimas, pelanduscas, fufurufas, guarichas, busconas, hetairas, pendangas o rameras– con un curioso nombre en las tarjetas de presentación para los clientes: “El Chochal”. (A lo mejor la veterana educadora no conocía la anécdota de los dos perros de Licurgo, legislador de Esparta, que siendo de la misma camada y criados y alimentados con la misma leche, tenían distintos comportamientos: uno siempre permanecía en la cocina y el otro solía correr libremente por los campos). Entre carcajadas o risotadas y bocanadas de humo el singular nombre fue dado a la tertulia del descanso, hasta cuando la señorita rectora –la última de las señoritas rectoras, esa que dicen acabó hasta con el nido de la perra– con la ley antitabaco en la mano decidió, para consternación e irritación del grupo de avezadas docentes, clausurar el lugar. Definitivamente la vida escolar es un inmenso caldero de situaciones y experiencias, y si bien no todas cuentan como cantares de gesta, sí son motivo para unas cuantas salomas. Dos princesas en la escuela rural stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes contadores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior” y que por acontecer en Eun lugar con tal dignidad de “Superior” merecen ser recopiladas o coleccionadas o compiladas como rapsodias o memorias para heredarse a las generaciones futuras. Se narra en las anécdotas que siendo la “Normal” una institución universal en la que se establecen las normas para la enseñanza, con el paso del tiempo y el crecimiento de la metrópoli se acostumbró a ser un claustro citadino –con olor a chimeneas y a exostos– que dio la espalda a ese otro mundo rural –con olor a clorofila, a bosque, a estiércol, a tierra y a agua cristalina– azotado –para desventura de todos– por todas las pestes o desgracias o calamidades o infortunios y por inimaginables tormentas –naturales o engendradas por el zumbido y el retumbar de la pólvora y la dinamita–. Un día –de esos propicios para las genialidades– una señora profesora –esa que decían tenía más ojos que una mosca y más dientes que un castor y una sonrisa encantadora que haría morir de envidia a la misma Mona Lisa– propuso a las estudiantes –y, claro, también a los pocos varones, porque en la “Escuela Normal Superior” seguía predominando o dominando el bello sexo– hacer las prácticas educativas en escuelas campesinas. La emoción y el entusiasmo invadieron los juveniles y joviales corazones que soñaron y fantasearon e imaginaron su despliegue como una tropa de cruzados portando sus lámparas votivas para llevar a ignotos lugares la luz del conocimiento. Dos 96 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz agraciadas o garbosas pimpollas de maestras iniciaron al alba su primera correría viajando en un camión lechero –sentadas sobre unas cantinas y en compañía de rostros adustos curtidos por el sol y la lluvia, los jornales y las penalidades–. En un paraje –allá en la ye, una de tantas ye que bifurcan los caminos– las aguardaba un mozalbete de cachetes enrojecidos por el frío y el viento, presto a darles todo tipo de atenciones. “Buenos días, señoritas profesoras”; pronunció el saludo a la par que se quitaba el sombrero. El camino de herradura era un lodazal y pronto las señoritas profesoras comenzaron una retahíla de lamentos y descontentos por todo, absolutamente todo. Ante tanta cantaleta el imberbe lazarillo comenzó a darle a las quejosas el apelativo de princesas: “mis princesas por aquí; mis princesas por allá”. Con desenfado confesaría que el epíteto o moto sólo era para designar la flojera y las niñerías de las señoritas profesoras, quienes no tardaron en captar la ironía. Quedó registrado en los “diarios de campo” que su llegada a la escuela rural –allá en lo alto de la montaña– estuvo engalanada por un coro de bienvenida y hermosos ramos de flores silvestres –esas que adornan las casas campesinas–. Sin duda, lo verdaderamente inolvidable fueron las experiencias didácticas y el desparpajo de los niños lugareños: “¿Qué significa que Tomás Espantapájaros se fue de bruces?” “¡Pues que se fue de jeta!” “¿Y cómo se llama la otra cara de la luna nueva?” “¡Luna vieja!” Aun más imperecedero fue el mensaje, días después, de una niña a la señora profesora –a la de la sonrisa envidia de la Mona Lisa–: “¡Usted es la profesora más linda!” “Yo no, ellas que son jóvenes son las profesoras lindas”. “¡Usted es la más linda porque nos las trajo!” Es que definitivamente, como decía el santo ardenés, la escuela debe dejar que los niños sean felices. La guerra de los horarios stas son las crónicas que se escuchan a los pimpollos relatores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la Escuela Normal desde que se convirtió en E“Escuela Normal Superior”. Cuentan que cuando la Normal de “señoritas” se acreditó como institución formadora de maestros según las nuevas disposiciones gubernamentales, entre sus filas ya contaba con señoritos. Esta mixtura trajo alegrías para las señoritas estudiantes y no pocas rabietas o enfados a las señoritas profesoras; el claustro con estilete monacal quedaba en un lejano ayer; la algarabía, el bullicio, el vocerío y el desparpajo pulularon por doquier y el apacible bosque y su árbol de los abrazos comenzaron a testimoniar los coqueteos, galanteos, cortejos y flirteos de una nueva generación de enamorados. “¡Allí di mi primer beso!”, reza desde entonces en las memorias de los bachilleres. Por esos días llegó el tan esperado nuevo milenio cargado de deseos, anhelos, presagios, augurios, agüeros, vaticinios, pronósticos y adivinaciones. Y con la apertura del siglo también se abrieron las puertas de la Escuela de par en par para que una muchedumbre de estudiantes se hacinara en sus salones; nacía intempestivamente uno de esos llamados mega colegios. Cuentan que también arribó una lechigada o cuadrilla de docentes bisoños, los primeros direccionados bajo un nuevo estatuto y seleccionados por un cuestionado concurso. Con el gremio de los curtidos y entendidos en el oficio en contra, fueron recibidos como unos donnadies inexpertos. Y tras de ellos, el 98 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz advenimiento de la última de las señoritas rectoras, que, como todas las señoritas rectoras que le precedieron en el cargo, era una augusta exalumna. La reconocida pedagoga, porque ya había labrado y forjado su fama y su nombre, conocedora al dedillo de su casa, le imprimió un tono academicista al devenir escolar, con un florero de Llorente: los horarios de la jornada laboral de los maestros y de la jornada académica de los estudiantes, incluido el recreo o descanso. La inusual o insólita o inaudita disputa se presentó por un vacío en los reglamentos; es que cuando la ley siembra dudas se cosechan tempestades. Cuentan que desde que se promulgó el primer código de instrucción de la nación, expedido por “Francisco de Paula Santander de los libertadores de Venezuela y Cundinamarca, condecorado con la cruz de Boyacá, general de división de los ejércitos de Colombia, vicepresidente de la República encargado del poder ejecutivo. Etc. etc. etc.”, por allá en 1826, la cosa era bien clara: en el horario escolar, que era el mismo para docentes y discentes, se incluía el descanso o recreo y éste, a su vez, estaba bien diferenciado de las clases. En el nuevo precepto la cuestión de la jornada laboral de los maestros y de los horarios y descansos de los niños no fue clara y una legión de exégetas, hermeneutas, intérpretes, glosadores y apostilladores intentaron desentrañar y esclarecer la hesitación, sin lograr un acuerdo jurídico unánime. Los derechos de unos y de otros, de niños y maestros, entraron en abierta colisión. Esta guerra de los horarios hizo recordar una por allá a finales del siglo XIX que se llamó “guerra de las escuelas”, en la que los señores curas (bueno… no todos los curas), se enfurecieron porque los señores que integraban el Olimpo Radical querían que todos los niños tuvieran una educación pública y obligatoria. Los clérigos y unas cuantas élites dijeron que no porque el derecho a la ignorancia era sagrado y eran únicamente los papás quienes deberían decidir Leyendas Escolares y Otras Historias 99 qué educación dar a sus hijos. Como los liberales radicales insistieron en hacer de la educación, y no de la ignorancia, un real derecho, se armó la de Troya. Infortunadamente, en ese entonces, las armas, y no la lógica de lo razonable –que es la que gobierna los buenos discursos políticos–, hicieron prevalecer la educación. La galería de afiches stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes juglares de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior”, centro Eque en los estertores y albores de los siglos logró su título –o acreditación, como rezan las normas– de “Superior”, después de muchos esfuerzos para mantener su condición o estatus de institución formadora de maestras y, desde ese entonces, de maestros. Se dice que por esos años llegó a la Normal un conspicuo profesor de filosofía, quien fue recibido con recelo por la señorita coordinadora –un atavismo de los tiempos gloriosos–. Este pollo recién llegado a un corral o gallinero viejo, pronto disipó –para no ser desplumado– los temores sobre su profesionalismo –es que eran las épocas del nuevo concurso docente y hasta la mama del perro podía aspirar a una cátedra–. Curtido por la experiencia y los desengaños de la enseñanza de la “ciencia máxima” –que parece un acto fallido, como lo expresó algún día el francés adalid de la postmodernidad–, llegó al convencimiento –guiado por el gran maestro de Königsberg– que definitivamente se aprende es a filosofar o como quien dice, a usar la cabeza con talento. Aunque parecía tener cara de poco amigo se ganaba la confianza de sus pupilos y les endilgaba el trabajo de la clase, haciéndoles creer que se trataba de una aventura, y “Aventura” tituló los libros que para ellos escribió a cuatro manos y dos mentes y dos corazones con su esposa –esa que decían tenía más ojos que una mosca y más dientes que un castor y una sonrisa Leyendas Escolares y Otras Historias 101 encantadora que haría morir de envidia a la misma Mona Lisa–, y como si se tratara de un viaje o un paseo veraniego los transportó por Ithakí, Miletos, Athína y Alexandreía. Cuentan los anuarios que con la complacencia de la señorita rectora –la que dicen intentó acabar hasta con la navidad– y de la señora coordinadora –esa con nombre de troyana raptada que llegó a reemplazar a la veteranísima e insigne y renombrada “señorita directora” de la antigua Escuela Anexa– el viejo profesor de filosofía –quien pintaba ya algunas canas y parecía ir ya tras el búho de Minerva al caer de su crepúsculo– persuadió o convenció o impulsó a las aprendices de filosofía –es que las señoritas seguían siendo mayoría entre los estudiantes– para que hicieran uso público de su razón por todo lo alto celebrando anualmente un congreso de filosofía –porque el cielo es el límite y las personas llegan hasta donde sus sueños lo permiten–. En los recuerdos de los participantes quedaron los debates o las polémicas o las peloteras o el apasionamiento de los jóvenes en torno a ideas sobre la ética y la política; la fe y la razón; el pensamiento de los ancestros o de las mujeres en la historia; y otros temas. Pero sin duda alguna el testimonio mudo que evoca lo sucedido año a año lo constituye la galería de afiches cuidadosamente elaborados para cada evento. En las viejas paredes de la “Escuela Normal Superior”, allá cerca al “salón de los espejos”, reposan junto a las viejas fotografías del recuerdo los abigarrados o polícromos o multicolores o irisados carteles elaborados para cada ocasión: un rostro de mujer con antifaz de plumas de paloma y cuero de serpiente; un huevo etiquetado con código de barras y en el que se incuba un humano; un símbolo de la cosmología indígena; una figura de mujer sensual; un quijote absorto mirando al horizonte –tal vez contempla el vuelo del búho de Minerva o tal vez en su vanidad piensa que el mejor sitio para reposar para la posteridad es junto a la imagen impertérrita o impávida de Pablito, ese que dicen que era lelo o tarugo, pero que en realidad no tenía un pelo de bobo–. Chaquira stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes recitadores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior”, relatos Eque dejaban estupefactos o atónitos o pasmados a quienes los escuchaban en tiempos en que la chismografía mediática y digital sobre actores y actrices, cantantes, modelos y otros personajes pintorescos de la farándula nativa ya domina el cibermundo. Cuentan las leyendas que en una tarde tibia de arreboles –propios de los crepúsculos vespertinos del cielo bumangués extendido hasta las montañas del ocaso en Palonegro– apareció por los lados de la Rotonda –ese legendario o mítico o quimérico salón de música levantado o construido sobre los despojos o restos de un olvidado cementerio– un extraño can, que para algunos fulanos se trataba de Cedejo y para otros zutanos de Trehuaco, mas para muchos menganos era Saramá y para los restantes perenganos el mismísimo Cerbero –el fiero centinela de las puertas del infierno–. La presencia de esta bestia manchada como una hiena –y que parecía salida de las abismales y profundas entrañas del inframundo– despertó terribles recelos o temores entre las señoras profesoras de la primaria, quienes presurosas acudieron en gavilla ante la señorita rectora –la última de las señoritas rectoras– para exigirle que expulsara o arrojara o desterrara cuanto antes a ese bicho o esperpento. Los miedos de las señoras Leyendas Escolares y Otras Historias 103 profesoras fueron disipados con una visita del veterinario, quien conceptuó que tan solo se trataba de un desvalido cachorro criollo y callejero en busca de alimento y de cobijo. Se dice que “Chaquira” –nadie sabe por qué le pusieron este mote, ni quién lo hizo– pronto se convirtió en la mascota y guardiana celosa de los niños y en el juguete preferido para su entretenimiento o pasatiempo a la hora del recreo –o “segmento de ocio”, como dirían algunos sedicentes especialistas en pedagogía–, y además, terminó siendo parte del paisaje de la Escuela Normal y la compañera inseparable de los señores porteros Teodomiro y Ariel. Gracias a su nobleza y gallardía y a su pose vigilante en las puertas de la institución se podría decir que su porte semejaba a un “Perro de Fu”. Prácticas en el Megacolegio stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes relatores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior”, cuando Eal despuntar del siglo marcado con el número veintiuno, la metrópoli –que para ese entonces era llamada la “ciudad bonita”– se estaba expandiendo en forma acelerada, desordenada y caótica sobre sus erosionadas laderas; los cordones de miseria –fruto de todas las violencias de un tempranero apocalipsis o hecatombe o calamidad– tenían un crecimiento casi que exponencial. Cuentan que para esas épocas un alcalde o burgomaestre –a quien le encantaba el negocio de la educación o la educación como negocio, y que timó a toda la población con el rimbombante título que dio a la urbe de “centro empresarial o internacional de negocios”– entró en la moda de edificar un megacolegio –es decir, una gran estructura de cemento sobre un terreno yermo o baldío–, que terminó por encarnar el más grande y profundo temor de todos los maestros oficiales: se convirtió en una institución “privada”: privada de agua; privada de servicios; privada de seguridad; privada de comodidad; privada de condiciones para la enseñanza. Una profesora de una de las sedes de la flamante megainstitución, exalumna de le Escuela Normal, acudió a su antiguo claustro académico solicitando a la “señorita rectora” –la última de las señoritas rectoras– el apoyo de Leyendas Escolares y Otras Historias 105 estudiantes practicantes. La maestra a la que se encargó dicha tarea –esa a quien algunos colegas con eufemismo y circunloquio llamaban “maestra de maestros”– con gusto, expectativa y no pocos temores –es que ir allí donde se encuentran y se juntan la pobreza, la indigencia y las penurias produce mucho susto– envió a un grupo de normalistas para que afrontara la dura realidad –que incluía cambuches, malos olores, mosquitos, basuras, calor y calles polvorientas surcadas por hilos de aguas negras–. Quedó registrado en los diarios de campo y en las bitácoras que eran tantas las carencias de los niños del lugar que un día –uno de esos días cargados de rutinas y letargo, en los que no sucede algo excepcional– a pesar del hambre y las penurias un chico bizarro protestó por el pésimo estado de su refrigerio –donado habitualmente por la administración municipal–, el cual sabía a rancio –como si hubiese sido guardado en un enmohecido sótano o pisoteado y orinado por los mismísimos ratones de Hamelín–, y con rabia y frustración lanzó la pírrica ración al caneco de la basura; más tardó aquel trozo de vianda en caer al infestado cubo que una docena de manos huesudas y famélicas lanzarse a recuperarlo para engullirlo o zamparlo o tragarlo en una sola mordida. Los aprendices de docentes –dolidos por la situación– entendieron que no se puede jugar con la necesidad ajena y que buen samaritano no es aquel desalmado y oportunista limosnero –con mascarada de filántropo– que dando cosas –que a lo mejor no son suyas– hace perdurables la pordiosería y la mendicidad, y sí aquel que ayudando con amor brinda respeto y dignidad; pero especialmente observaron cómo –a pesar de las duras y adversas condiciones– los niños mantenían un impulso innato por el deseo de saber –algo que ya había advertido el preceptor macedonio del guerrero magno–. La Balada de Estulticia stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes cuenteros de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior” y que Epor acaecer en los albores de un fresco y flamante milenio, cuyo tiempo huye inexorable y presuroso, se van compilando como auténticas “leyendas urbanas”. En una época en que los fantasmas ancestrales se habían difuminado o evaporado –tal vez por eso la ciudad se cubría de calina– y en la que la presencia de las solas “señoritas” en la Escuela Normal era ya un recuerdo –porque hacía algunos años, por aquello de la equidad de género y la cobertura educativa, por sus pasillos también deambulaban señoritos o mancebos o efebos o muchachos–, sobrevinieron hechos y personajes como para inspirar un elogio del filósofo de Rotterdam más que un cuento de realismo mágico garciamarquiano. Es que en los años de la última de las señoritas rectoras se juntaron en el filo de una navaja –que no era la de Ockham, pero sí como de Blade Runner– el hambre y las ganas de comer. La prensa local informó que tras un inédito e inaudito choque de trenes –nunca antes los sacrosantos derechos de los docentes se habían contrapuesto con los prevalecientes derechos de los estudiantes–, una especie de pregón se esparció –como un virus informático– por toda la ciudad y su área metropolitana, denunciando o acusando o soplando ante cautos y desprevenidos, sensatos Leyendas Escolares y Otras Historias 107 e indiscretos, prudentes y necios, las osadías e insolencias de la señorita rectora, quien –tras un fallo de anatema dictaminado por un improvisado tribunal ad hoc– fue arrojada o lanzada – como Eva del paraíso– a una diáspora trashumante, y como si fuera la misma peste negra era rechazada o repudiada con saña y fiereza con duras consignas –como esa expresada por un imberbe adolescente: “Mi colegio no es un basurero para que nos manden cualquier porquería”– allí donde esperaba –tal vez resignada; tal vez digna– retomar su última cruzada. Cuentan los jóvenes cronistas que un festín dionisiaco de congratulaciones y enhorabuenas mutuas se diseminó desde la Rotonda –aquel viejo salón levantado sobre un olvidado cementerio–, convertida en cuartel general de operaciones de los nuevos mejores amigos en su tropel contra el autoritarismo rectoral –es que cuando los ratones se unen logran espantar al gato–. La resaca de la victoria dejó a todos –camaradas y adversarios– cómodamente instalados en sus rutinas diarias y a la espera –con temor unos; con expectativa otros– de si en este país prolífico en normas, algún argumento constitucional esgrimido por un hábil abogado o jurisconsulto diera al traste con la larga lucha y se restituyeran a la última de las señoritas rectoras sus derechos. Ante tan infausta posibilidad, presurosos los líderes –como patriarcas otoñales guardianes de la ortodoxia sindical– aseveraron que dado el caso –que para entonces los favorecía– acatarían el dictamen o sentencia del señor juez, olvidando que lo deseable –como dice el poeta gringo de origen puritano que quiso vivir la vida en lo profundo de los bosques de Walden–,”no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia”. Todo lo otro no es más que un canto a la locura. Estulticia rebosante de hibris siempre anda suelta por ahí. Brónquidos stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes rapsodas o juglares de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior”, Een tiempos en que la memoria y la palabra parecían haber cedido o claudicado ante el imperio de la imagen y su justificación mediática o, como lo denominó el novelista checo de la Insoportable Levedad del Ser, de la imagología. Se cuenta que “…en una noche oscura y borrascosa, salpicada de una lluvia torrencial, vendavales, relámpagos y truenos que hacían retumbar las viejas paredes en las que se enclavaban como huyendo los mismos fantasmas y espantos y endriagos inquilinos de la Normal –porque aquella tenebrosidad parecía una hecatombe o cataclismo o el apocalipsis con sus cuatro jinetes desbocados como si fueran los nazgûl de Sauron el horripilante–, entre destellos fulgurantes o fúlgidos o fulgentes un rostro aterrorizado retenía un grito atragantado ante aquella visión que aparecía en la ventana: ¡¡¡un brónquido!!!...” Así se dio inicio al taller de cuentos dirigido por la profesora –esa que tenía una sonrisa que haría morir de envidia a la Mona Lisa– que fungía como reemplazo temporal de la maestra titular de literatura infantil: esa histriónica dama hija de un afamado pintor de la comarca. Pasmados los participantes, que debían continuar la narración, se preguntaron en voz baja o para sus adentros o a la tallerista sobre este bicho o Leyendas Escolares y Otras Historias 109 gusarapa o lo que fuera. “¿¡Un brónquido!?” “¿¡Qué demonios es un brónquido!?” “¿Acaso voy a cortarles la creatividad…?” Inmediatamente acudieron a la omnisciente, omnipresente y ubicua internet y al no encontrar respuesta cayeron en la cuenta que había que darle forma al monstruo. Tras pensar; cavilar; fantasear; inspirarse; garabatear; escribir; tachar; borrar; romper; indignarse; rabiar; concentrarse; recapacitar; escribir; reescribir; volver a escribir; leer; comparar, fueron apareciendo brónquidos-novios; bronquidos-papás; brónquidos-gusano – como para deleite de un helmintólogo–; brónquidos-guerrilla; brónquidos-pobreza; bronquidos-paracos; brónquidos-desastres naturales; brónquidos-deudas; brónquidos-asesinos; brónquidos- muerte; brónquidos-espantos; brónquido-señorita rectora –¡sí, la última de las señoritas rectoras!, quien como una aparición fantasmagórica llevaba al cuello un gran reloj (hecho con la mejor tradición suiza de precisión) en el que marcaba las millonésimas de segundo, las milésimas de segundo, las centésimas de segundo, las décimas de segundo, los segundos, los minutos y las horas de las jornadas de clases–. Al final los escribidores o escribientes o cuentistas concluyeron –como lo hizo el nobel de las mariposas amarillas del realismo mágico macondiano– que una cosa es contar el cuento y otra bien distinta es escribirlo; y, tal vez, una muy diferente el cranearlo. Es que la imaginación y la pluma en la mano no siempre van de la mano. Historias de vida stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes reporteros o corresponsales o informadores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la E“Escuela Normal Superior”, relatos que servirían como tema de unos cuantos foros o coloquios o simposios o congresos sobre educación –es que la vida escolar está llena de experiencias que invitan a pensar–. Narran que la jornada escolar en la Normal era como un cuento, uno de esos que se escribe y reescribe hasta una nueva versión en borrador que se vuelve a componer con una redacción impregnada de realismo mágico o… tal vez de un realismo trágico en el que se reeditan los conflictos que azotan al paisito lindo del Sagrado Corazón con cara de desplazado pidiendo limosna en un semáforo –es que la escuela no se sustrae de todo aquello que sucede a su alrededor–. Cuentan que la Escuela deseosa que sus alumnos entraran al mundo con confianza y realizaran sus sueños, quiso que al final de su formación como maestros entraran en contacto con ese entorno plagado de contradicciones. Quedó registrado en las bitácoras que cuando los gallos cantaban en la madrugada a la espera de la aurora, los jóvenes practicantes se dirigían –guiados por la señora profesora de la sonrisa envidia de la Mona Lisa o como de inspiración para una canción de Fito Páez– a las escuelas rurales, allí donde una polifonía de trinos y de Leyendas Escolares y Otras Historias 111 voces infantiles campesinas saludaban el gozo de la llegada de los primeros albores o resplandores del astro rey, con la mirada de la luna coqueta aún en el poniente. Entre todas las actividades con los niños fue especialmente significativa aquella sobre sus historias de vida, como la de la niña de siete años con sus largas trenzas negras:. “¿Qué te pone triste?” “Que mi mamá llora todas las noches” “¿Todas las Noches?” “Sí, lo hace pacito” “¿Llora pacito?” “Sí, así: ahhh ahhhh aahhh…” –Una sonrisa nerviosa invadió el recinto donde se tabulaban las respuestas dadas en las entrevistas–. O esta otra: “¿Te gusta el estudio?” “Sí, pero no me gusta la maestra” “Por qué no te gusta?” “Es muy malgeniada…, mi papá dice que parece una cerveza” “¿¡Una cerveza!?” “Sí, ¡amarrrga!” –es que la mente infantil es maravillosa–. No menos impactante fue la del niño pecoso y pelirrojo o taheño: “¿Qué te hace sentir orgulloso” “¿Orgulloso?” “Sí, que te hace sentir satisfecho, contento”. “Cuando no me regañan ni me pegan en la casa”. “¿Por qué?” “Porque siento que ese día me porté bien”. El implacable sol o la lluvia torrencial siempre acompañaron a los normalistas en sus correrías. Quedó registrado en fotografías y videos las angustias y peripecias vividas en los caminos o travesías –como aquel día en que gracias a la pericia del chofer de la camioneta que los transportaba no rodaron por el profundo abismo–. Con el corazón encogido la maestra orientadora de las prácticas esperaba al llegar la noche noticias de sus pupilos desde las bravas montañas santandereanas. Al narrar sus experiencias, Antonio, el más otoñal del grupo, en nombre de sus compañeros expresó que verdaderamente “Ad vitam paramus” –nos preparamos para la vida–. Pérdida irreparable stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes rapsodas o vates o poetas de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior”, Eque gracias a sus años se convirtió en la decana de todas las instituciones educativas de la ciudad de los parques o bonita o de la alegría o de todos. Cuentan que la icónica matrona creció con el siglo tejiendo en su seno cientos o quizá miles o tal vez miríadas de historias y leyendas que alimentaron la fantasía de generaciones guarecidas por un imponente árbol abrazador o jugando “cuclí uno, dos, tres” en un bosque de bambúes encantado o durmiendo de susto con los aullidos de un perro endemoniado o escuchando a la media noche unas tonadas musicales por los lados de la rotonda o escapando al ojo escrutador de ese argos que era la señorita prefecta o haciendo rabiar al todero de Pablito o… Cuentan que como en una película de terror de Alfred Hitchcock la señorita rectora –la última de las señoritas rectoras– se despertó sobresaltada por una horrible pesadilla en la que un monstruoso cybertron derrumbaba estrepitosamente y sin contemplaciones al gran árbol de los abrazos y sus leños profanados quedaban sepultados bajo una gran cinta asfáltica –es que la señorita rectora se había deleitado en el cine con Avatar y allí comió muchas crispetas de maíz con mantequilla–. Con el paso de los días el sueño de la señorita rectora –como si fuera una premonición, un dèjá vu– produjo sobrecogimiento en la familia normalista; fue entonces cuando la suma de todos los Leyendas Escolares y Otras Historias 113 miedos se hizo realidad: el encargado de la educación municipal anunció como un pregón con bombos y platillos que gracias a que la Constitución establecía que los sacrosantos derechos de los carros prevalecen o priman por sobre los de los niños, y debido a que el “lote” o “terreno” sobre el que está asentada la institución fue declarado –por un clan de burócratas expertos paisajistas y urbanizadores– en un “bien de interés público”, justo por allí se construiría una gran autopista –es que el progreso no da espera–. Cuentan por ahí –pero no se le sostiene nada a nadie– que debido a los conflictos intestinos –es decir internos, aunque también viscerales– de la comunidad educativa normalista, ésta se dejó arrastrar por los acontecimientos y no tuvo la fuerza o el coraje o el temperamento necesario para oponerse a la mutilación del viejo caserón y su arbolada –es que los ratones embelesados en espantar al gato no se percataron que les quitaban el queso–. La nueva señora rectora –porque la última de las señoritas rectoras vivía el drama de su diáspora trashumante por todos los colegios de la gran urbe– propuso un cabildo abierto –ambientado por el aroma de un tamal con chocolate– para tratar el delicado asunto de la demolición. En el debate un honorable edil con el alma compungida y voz bronca y entrecortada expresó el dolor y la tristeza y la melancolía y la aflicción y el pesar y el quebranto y la tribulación y la desdicha y la nostalgia que embargaba a la ciudadanía por la lamentable e irreparable pérdida –debida a la construcción del viaducto– de ese emblema o insignia o símbolo o estandarte de la cultura bumanguesa que era… el querido Mesón de los Búcaros. La mayoría de los presentes enmudeció –no se sabe sí por solidaridad o porque quedaron atónitos o estupefactos o pasmados o patidifusos– ante tal desatino o dislate o disparate. Quedó en los corazones que vale más para la cultura popular una cantina de pueblo que un sitio para la formación y el disfrute de los niños. Tomy stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes relatores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior”; Ehistorias que causan asombro o admiración o fascinación o pasmo o maravilla o encanto entre aquellos que las leen o las escuchan o las narran. Cuentan que en el año de la gracia del Señor de MMXII un grupo de normalistas llegó a una sede del Colegio Rural Árbol Solo, a la escuela de la vereda El Chocho –por la abundancia de Erythrina corallodendrum cuya floración es roja–, allá en las bravas tierras de Doña Manuela la comunera, a realizar sus prácticas pedagógicas. Cuando los niños se encontraban embelesados o cautivados o arrobados trabajando la actividad del “Árbol de la Vida”, una pelea de perros distrajo su atención; fue entonces cuando una de las maestras del lugar cayó en la cuenta: “¿Tomy? ¡No he vuelto a ver a Tomy!” “¿Tomy? ¿Quién es Tomy?” “El perro de Juliancito. ¿Será que se murió?” Pronto el niño fue interrogado sobre el destino de su mascota, que por fortuna estaba vivita y coleando. “A este niño tuvimos que ir a su casa a sacarlo de debajo de la cama para que viniera a la escuela. Lloraba mucho y no quería estar aquí. Desde el primer día el perro siempre lo acompañó; en el salón se echaba a sus pies. Si Juliancito iba al baño, Tomy lo seguía; en el recreo nunca lo dejaba solo”. Quedó registrado que Leyendas Escolares y Otras Historias 115 aunque para los practicantes normalistas llegar a las lejanas escuelas de la campiña no siempre era fácil, especialmente en la temporada de invierno en la que los caminos se convertían en verdaderas trochas y lodazales, para los niños su presencia era un evento esperado: en esas jornadas el aprendizaje era divertido. Cuentan los testigos que en la clausura del año escolar y después de un acto cultural multicolor como las montañas y las flores y el arco iris, la mamá de Juliancito relató que una mañana cualquiera el niño se levantó temprano y con mucho ánimo y desparpajo cogió su maletín y se despidió con un grito: “¡la bendición, me voy para la escuela!” “¡La bendición mijo!” Cuando el chico se alejaba de la casa, Tomy –con sus orejas levantadas y la cola erguida y batiente– ladró un par de veces desde el portal de la vivienda como despidiéndolo. Desde ese día la mascota dejó de acompañar a su pequeño amo, pero devotamente por las tardes a la entrada de la finca esperaba su regreso. Después de un meloso saludo, unos cuantos lamidos y una buena jugarreta, el chiquillo hacia juicioso sus tareas con el can recostado a sus pies. Tomy, de alguna forma, supo el momento en el que el niño superó sus temores; entonces dejó que fuera él mismo. Sobre el Arco Iris stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes narradores o cuentistas o contadores de las “nuevas historias” que se han sucedido en Ela Escuela Normal desde que se transformó en “Escuela Normal Superior”, heredando una tradición pedagógica centenaria custodiada y acrecentada por una legión de “señoritas rectoras” –bueno…, y unas pocas señoras– quienes como unas verdaderas amazonas lograron superar momentos difíciles como aquellos cierres temporales de la institución a causa de las guerras –esa que duro mil ciento treinta días y esa otra fronteriza con un vecino– (como dijo Mafalda: el ra-ta-ta-ta de las ametralladoras es más elocuente que el tiki-tiki-tiki de las máquinas de escribir). Cuentan que cuando el año escolar fenecía o llegaba a su fin los estudiantes practicantes –esos que conocieron el olor a bosque y a boñiga de ganado y a humo de cocinas de leña y experimentaron el clima inclemente de las montañas– presentaron a la comunidad normalista el balance de sus vivencias en las escuelas campesinas. “¿Cómo podemos medir la distancia entre la tierra y el sol?” “¡Con una cabuya!” “¡Yo le digo a mi papá que me preste el metro!” “¿¡Se puede medir…!?” “¡Montado en un rayo de luz!” Llamó la atención el acto de contrición –ese sentimiento de pena, de angustia y de vergüenza– de un padre de familia después de acompañar a regañadientes a su hijo en la Leyendas Escolares y Otras Historias 117 realización de la tarea, la actividad de “puertas y clavos”; en ese momento se dio cuenta que iba a perder su hogar porque los corazones de los suyos parecían un colador roto y desvencijado a causa de las laceraciones que de continuo les producía por sus vejámenes, maltratos e improperios. En la clausura, plasmado en un video y en un libro, fue presentado el registrado testimonial de la bella experiencia magisterial. Una controversia tuvo que ver con el diseño de la primera imagen del cortometraje y de la portada del historial: ¿Cuál debería ser el ícono representativo? ¿Quizá un árbol por aquello del “árbol de la vida”? ¿Quizá una hormiga culona? ¿Quizá una gota de agua como homenaje al Páramo de Santurbán? ¿Quizá una puerta y unos clavos? ¿Quizá…? De repente… como Noé tras el diluvio cuando oteó el inmenso cielo a través de la escotilla de su navío, se divisó por la ventana del salón allá sobre el cerro de Morrorrico un inmenso arcoíris que dejaba ver en todo su esplendor esa llamativa gama polícroma de rojo-naranja-amarillo-verde-azul-añil-violeta y un poco más tenue –como en contravía– rojo-naranja-amarillo- verde-azul-añil-violeta en una segunda cimbra o arcada. En tono poético se tituló el expediente con una agraciada y elegante leyenda: “Bajo el arco iris de la montaña enamorándonos de la vida y construyendo ciudadanía”. Y para que todo fuera ritmo o cadencia o armonía o eufonía, se escogió como canción de fondo del video –“banda sonora”, dirían los expertos– Somewhere over the rainbow –sí, la del Mago de Oz, pero en la versión del gordo Iz Kamakawiwo’ole–. Los corazones henchidos de orgullo mostraron sus logros y... ¿cómo seguir contándolo o narrándolo…? Pues…, “a veces no hay palabras; no hay frases que puedan resumir lo que pasó aquel día. A veces el día, simplemente… termina…” Esto dijo Aaron Hotchner –el famoso agente supervisor del FBI–. Esos árboles que no dejan ver el bosque stas son las historias que divulgan o propagan los jóvenes cibernautas o surfeadores de la red, como dirían algunos, de las “nuevas crónicas” que Esucedieron en la “Escuela Normal Superior” en aquellos días en que la destrucción de su preciado bosque parecía ser una triste realidad. Cuentan que con motivo de la celebración del día del idioma, y para despertar un poco de conciencia sobre la tragedia del inminente arboricidio, los profesores de español hicieron un concurso de cuento para rememorar las viejas leyendas sobre el cementerio en la rotonda, el árbol come niñas, el perro diabólico, los bambúes cantadores, las maestras acibaradas, las internas pícaras, los duendes pillos, la monja sin cabeza, el capellán con una panza como la Sancho Panza, el jardinero todero, las ardillas danzarinas, los búhos escrutadores, las primíparas turbadas, la señorita coordinadora con un genio como para espantar alacranes y cientos de historias fruto de la fantasía y la imaginación. Cuentan que una niña, inspirada en la película de Chis Wedge, El Reino Secreto y su máxima: “muchas hojas, un sólo árbol”, escribió un pequeño cuento, una especie de parábola, en el que extrapoló a la floresta normalista la majestuosidad inmarcesible de otros bosques. Leyendas Escolares y Otras Historias 119

Este bosque de misterios tiene una topografía embrollada, enrevesada e intrincada, con innumerables montañas, planicies, claros, ríos majestuosos, quebradas, cascadas de cristal, cañadas profundas, lagunas, pantanos, cavernas, valles, doseles arbóreos entrecruzados, matorrales, suelos desgastados, riscos erosionados, galerías inundadas, en fin... Lo pueblan innumerables árboles, cada uno único y gallardo, pero cada cual haciendo parte vital de un todo. Esta vida sésil puede ser una vorágine impenetrable o el hábitat que cobija y guarece a esa otra vida que se mueve. Quienes lo habitan desde antaño, lo conocen en su conjunto, en sus olores, en sus sabores y en sus verdes e irisadas tonalidades. En este bosque de misterios y fantasías la vida siempre es una aventura. En el festival literario también hubo espacio para la sátira, el sarcasmo, el retintín y la ironía, porque con las palabras también se pueden hacer caricaturas; es que el humor negro es un buen vehículo del pensamiento y despierta las conciencias más aletargadas. Pacho el Gris, que parecía un enviado del Señor Oscuro, llegó a la comarca, angarillado sobre un golem y entre aclamaciones de júbilo de los parroquianos del lugar, para dirigir su destino. Cubría su cuerpo con un blusón o camisola sinople y se adornaba con cadenas refulgentes, como queriendo disimular su rostro cenizo. A su paso la hierba adquiría una tonalidad ocre calcinada, como si él fuera la reencarnación de Atila. Pronto 120 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz

posó sus huidizos ojos sobre Pandora, el bosque encantado de los cerros nebulosos. Un ambiente plomizo lentamente se apoderó del lugar y las gentes tuvieron que ataviarse con sus bayetones por el intenso frío. En el solsticio de invierno peregrinó a la montaña para contemplar la magnificencia del bosque. Desencantado por la percepción continua de ramas retorcidas y troncos musgosos, llenos de nudos y de los cuales no saldría un simple tablón, esgrimió una gran segur y su cimitarra y derribó con ímpetu la frondosidad. Radagast, el mago montaraz compañero de Gandalf, descendió como un relámpago de lo profundo de la cordillera para evitar la devastación total; anonadado por la imagen de ruina que contemplaban sus incrédulos ojos, gemebundo preguntó: “¿Por qué has talado los colosos verdes?” Con un tono cínico y procaz el hombrecillo ceniciento esputó: “Es que esos árboles no me dejaban ver el bosque”. “¡Imbécil, esos árboles eran el bosque!” De ñero a profesor stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes recitadores o narradores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la Escuela Normal desde que se Eacreditó como “Escuela Normal Superior”, en aquellos días en que los jóvenes con su rebeldía hicieron del grafiti su medio de expresión política –“¡Qué nos gobiernen las putas, ya que sus hijos son unos incapaces!”– o amorosa –“Hazme el amor, pero de tu vida”– o evocadora –“María Juana, tu nombre me sabe a yerba”– o filosófica –“Justo cuando encontré las respuestas a la vida, me cambiaron las preguntas”– o poética –“Escribí el verso más tierno, el más romántico, el más azul, escribí: tú”– o ecológica –“Si no vas a defender la tierra, vete a vivir a otro planeta”–, o teológica –“al que madruga Dios le ayuda (hasta agotar existencias)”–, o atea –“Dios no existirá, pero hay que respetarlo”– y se inventaron –como para hacer morir de la piedra a Cervantes y a los Señores Académicos– un lenguaje universal: el ñerol, un dialecto que con cinco supervocablos y sus derivados –hijueputa, marica, güevón, culo y mierda– es capaz de expresar toda realidad –un auténtico deleite para las indagaciones cognoscitivas de Berkeley: como sólo percibimos sensaciones no podemos tener ideas abstractas, a lo sumo generalizaciones, y con ellas representar todo lo que se parezca entre sí (“¡Jueputa! No entendí un culo de esa maricada…”)–. Cuentan que cuentan que una mañana –para sorpresa de muchos y sobresalto de los espíritus de las señoritas que habitaron la 122 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz otrora “Escuela Normal Nacional de Señoritas”– se matriculó en el programa de formación para maestros un muchacho con pinta de parcero –como sacado de la película Rodrigo D–. Llegó con olor a parche y a ritmo reguetonero –“¡perrea nena, perrea!”–, pero por sobre todo, y eso es lo importante, con unas ganas inmensas de superación. “Mijo –le dijo alguna vez la cucha– estudie y sea alguien en la vida” (las mamás, siempre las mamás…). La primera interpelación que le hizo la titular de pedagogía –como cantándole la zona– fue diciente: “¡A usted sí le falta lija!” Pronto en las redes sociales se hizo mofa de su figura estrambótica. Poco a poco fue disfrutando lo que hacía, y de la mano de sus maestras –porque en el programa seguía reinando una hegemonía femenina– se transformó de lunfardo en todo un intelectual, a pesar de que su condición económica y su salud no iban bien; la poca platica era para las fotocopias y para uno que otro combo en la calle, hasta que se enteró por El Currinche que en sus empanadas favoritas habían encontrado heces fecales; entonces cayó en la cuenta sobre la causa de sus recurrentes diarreas: “¡Esto me pasa por andar comiendo mierda!” Cuentan que cuentan que cuando el prospecto de docente se encontraba realizando las prácticas pedagógicas –por allá en una vereda lejana de las montañas santandereanas–, presurosa y con sudor en el rostro llegó una señora. “Buenos días profesor”. “Buenos días”. “Venía a presentar excusas por el niño Milan Pike”. “¿Y eso…?” “Es que se nos escapó la marrana mona y el papá lo mandó quebrada abajo y él se fue p’arriba a buscarla”. No había culminado la conversación cuando el ringtone de su celular comenzó a sonar insistentemente. Fue el recorrido más largo de su vida hasta llegar al hospital en donde habían internado a su progenitora. En la soledad y el silencio de la noche recordó las palabras del gran comediógrafo francés: lo malo no es la muerte, Leyendas Escolares y Otras Historias 123 que llega sólo una vez en la vida; lo malo es que dura mucho tiempo… Y meditó que tal vez por eso o porque en esta vida se decide la eternidad, como diría el existencialista danés, lo mejor en este mundo que crucifica el amor es pasar haciendo el bien y hacer felices a los demás. El bazar de piñatas stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes bardos de las “nuevas historias” que se han sucedido en la “Escuela Normal Superior”, cuando Ela institución abrió las puertas de par en par y aún seguía cumpliendo su misión de formar las nuevas generaciones de maestros. Cuentan que los vientos constitucionales como un ciclón o un tornado instauraban un nuevo orden –entre tanto desorden– y las viejas convicciones o valores –cual divisas deshilachadas como banderines de un viejo y trémulo bergantín– zozobraban en un mar de incertidumbres. Atrás habían quedado los días en que las “señoritas” que estudiaban en la “Normal de Señoritas” adornaban y engalanaban con su presencia graciosa y gallarda el contiguo Parque de los Niños y se comportaban con maneras finas y delicadas –como todo unas “señoritas”– según las formalidades del señor Manuel Carreño. Pero en los nuevos tiempos –y no es que los pasados sean mejores– se ve en cada atardecer a un tropel de púberes poco recatadas, greñudas y malhabladas, exhibir desinhibidas sus pasiones y amoríos, besuqueándose y amacizándose hasta el delirio –tal vez impulsadas por sus copiosas feromonas– con sus amigovios, para asombro y escándalo de los transeúntes. En un atardecer el ñero del lugar a voz en cuello hizo su amonestación: “¡Qué los profesores de la Normal eduquen bien a esas muchachitas para que no Leyendas Escolares y Otras Historias 125 den tanto espectáculo!” Menos sofisticado fue un guachimán que hacía su ronda en bicicleta: “¡Ey degenerado, páguele pieza!” Cuentan que en una parranda o sarao los maestros normalistas entre bailes, cánticos y unos guarilaques, comenzaron a evocar en un caudal de remembranzas las anécdotas, chascos, fiascos y diversas situaciones con sus alumnos. “Si los profesores escribiéramos las experiencias vividas en los salones de clases, se llenarían bibliotecas”. “Se escribiría la verdadera pedagogía y no esos mamotretos teóricos de escritorio”. En el cenit de una luna coqueta galanteada por un tropel de luceros danzarines y luciérnagas efímeras y con el recuerdo de una monja huidiza y sin cabeza, se rememoraron los triunfos y experiencias de camaradas admiradas y queridas; pronto vinieron a colación las piñatas de la maestra artista, esa parecida a una muñeca de trapo repolluda; bazar en el que se han recreado las más variopintas historias infantiles y leyendas populares. Cuentan que el entusiasmo se apoderaba de los estudiantes y que ponían todo su empeño en la preparación de las escenografías y la caracterización de los personajes de las historietas, cuentos, fábulas y alegorías que les correspondía montar, y que pasaban días y noches fungiendo como diseñadores, carpinteros, pintores, decoradores, utileros, maquilladores y modistos, y que en medio de ese derroche de fervor y empeño siempre acechaba una preocupación: la lluvia, que en un santiamén podía convertir todo en un montón de escombros. El día de la feria, abierta al público por un saltimbanqui pregonero, entre bandadas de palomitas de maíz y nubes de copos de algodón azucarados, todos se divertían: los niños imaginando ciudades doradas defendidas por dragones alados y los adultos volviendo a ser niños para soñar con ciudades de cristal resguardadas por dragones de fuego. Al caer el crepúsculo de la tarde, cuando la lechuza levanta su vuelo majestuoso tras el ocaso de una luna 126 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz cinérea, la muñeca de trapo repolluda, recostada sobre el regazo tibio de sí misma, contemplaba melancólica un paisaje como de una plaza después del mercado. Cuando los chicos encargados del aseo dejaban todo como si nada hubiese sucedido, la esquirla o guadaña o astilla de la luna se hundía en las montañas del poniente. Añoranzas stas son las crónicas que se escuchan a los jóvenes narradores o relatores de las “nuevas historias” que se han sucedido en la Escuela Normal desde que se Econvirtió en “Escuela Normal Superior”, en aquellos días en que con los pelos de punta los dedicados profesores o educadores o docentes daban el paso de los logros y los indicadores de logro a las competencias y sus desempeños, un salto parecido a aquella escalofriante pesadilla en la que Sir Isaac Newton se veía de repente en el mundo conflictivo de Albert Einstein y de Neils Bohr; después del sobresalto el milord se dijo como consolándose: “En fin…, a pesar de todo ese caos e incertidumbres, me necesitan para viajar a Marte”. Cuentan que en un recreo de la mañana un tropel de bulliciosos muchachitos irrumpió en el tercer piso de la vieja casona, allí donde se prepara a la nueva generación de maestros, a entrevistar a la más antigua de las preceptoras sobre las leyendas del lugar. “¿¡Es cierto que en la Rotonda hay un cementerio!?” “¿Un cementerio…?” “¡Sí, dizque allí están enterradas las maestras más bravas de la Escuela!” “Mis amores, eso no es cierto”. “¡Vamos y miramos los tumultos de tierra sobre las tumbas!” Después de un corto paseo por el bosquecillo del lugar, la veterana dama les hizo un recuento de su larga trayectoria desde aquel día en que con nueve añitos a cuestas fue internada en la institución. Fluyeron los recuerdos y las historias como la de la alumna sonámbula con sus largas correrías noctívagas y el cuidado para no despertarla so pena 128 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz de que se volviera loca; o esa de los grandes torneos de ping- pong y de volibol en el patio central; y porqué no la de los correos clandestinos y de los amores ocultos; o mejor narrar la larga temporada de convalecencia en la enfermería gracias a una hepatitis; y qué tal los madrugones de la señorita prefecta acompañada del todero de Pablito a hacer el mercado; o… ese día aciago o infausto o fatídico o funesto en el que se conoció la noticia de la muerte de la señorita rectora –esa que celebró por todo lo alto el centenario– a causa de un cáncer… Ahora… ahora sólo esperaba el júbilo de la jubilación. “¿Y usted por qué duró tanto como maestra?”, preguntó un mozuelo o mozalbete pelirrojo impertinente. “¡La vocación!”; esa penetrante e incisiva voz interior que llama, llama y llama –como aquella noche al pequeño Samuel el efrateo en el santuario de Silo–, o tal vez porque desde pequeña la impresionó el consejo del gran Mahatma: “aprende como si fueras a vivir siempre; vive como si fueras a morir mañana”. Lo cierto era que debía abandonar el amado claustro. A su salida las desgastadas paredes seguirían manteniéndose en pie; pero la Escuela sería, definitivamente, otra. Google School stas son las entradas que publican los jóvenes blogueros de las “nuevas historias” que sucedieron en la “Escuela Normal Superior” en aquellos días, como todos los días, Een que el mundo fue puesto de cabeza por cuenta de los líderes del establecimiento, empecinados en dirigirlo como con las patas. De repente no se sabía qué causaba más estupor o pasmo, si la locura de unos lunáticos estrellando aviones contra imponentes rascacielos o la hórrida fotografía de una niña esquelética y esmirriada muriendo ante la vigilante mirada de un buitre o la respuesta en televisión de un púber de barriada sobre sus ilusiones futuras. “¿Y tú que quieres ser cuando grande?” “Yo quiero ser como el duro del barrio”. “¿Y por qué quieres ser como el duro del barrio?” “Porque quiero tener plata, tener poder y poder matar” “¡No pelado, tener viejas, hartas viejas! Para eso sirven el poder y el dinero”. “No. ¡Poder matar…!” Lo dicho: en este mundo al revés proyecta más imagen y produce auténtica envidia entre los bravucones y jactanciosos un carro –uno de esos de alta gama– que una buena damisela. Cuentan que un día se propaló en el muro del –¿o a través de un trino?– que los maestros fueron expulsados –como Adán y Eva del paraíso– de su pedestal de lugartenientes del Oráculo y que Minerva –con su nueva pinta gótica– cambió su búho por una tableta y que el incansable Hermes fue jubilado de su oficio de heraldo y mensajero de los dioses para dar paso a un emisario más ágil y versátil llamado Google. Súbitamente una babel de 130 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz información estaba al alcance de un clic y si algo no era dicho o no aparecía en Google, simplemente no existía. Cuentan que a pesar de la omipresencia y la omnisapiencia de Google, los padres de familia –no se sabe por qué emotiva consideración– seguían mandando a sus hijos a la vieja escuela, y los docentes –cual vetustas reliquias de museo– intentaban convencer a los ciberniños que en su tiempo de estudiantes, cuando ellos fueron niños –tal vez de otra especie–, “dos más dos era igual a cuatro”, pero que ahora por cuenta de los derechos y las identidades y las diferencias y los disentimientos y el anacronismo de verdades absolutas, era necesario esperar saber lo que sentenciaban unas cuantas tutelas acerca de tan espinoso asunto; en la democracia de la trias politica los señores jueces se habían autoproclamado como “autoridad máxima” en todos los asuntos de la vida social y, por tanto, también en cuestiones cognitivas. Lejos habían quedado aquellas épocas en que la verdad se refrendaba con un “palabra de Dios” o un “argumento de razón” o un “científicamente comprobado”. Cuentan que ante el avance de los nuevos tiempos y para hacer más interactiva a la Escuela, los maestros decidieron dejar atrás tanto relato y trabajar por proyectos, y que un profesor afiebrado por un sinnúmero de tics quiso despertar el ingenio de sus pupilos, retándolos a crear un dispositivo para seleccionar las sempiternas basuras, y que los aprendices cual émulos de Dédalo o de Da Vinci o de Tesla diseñaron un curioso adminículo para recoger las bazofias y otros desechos: la recicleta, creación que ganó el premio a la innovación que otorga la petrolera de la iguana. Ante el furor de lo alcanzado, una inquieta docente quiso empoderar a sus alumnos en el uso y cuidado de este artefacto y les dejó como tarea investigar “¿qué es la recicleta?” Los escolares ni cortos ni perezosos se dirigieron al erudito, versado, perito y enterado Google, quedando conturbados Leyendas Escolares y Otras Historias 131 con la respuesta. “Recicleta: Comunidad dedicada a rescatar bicicletas abandonadas, en desuso y olvidadas para volverlas a la calle”. Tras la conmoción, y como eso no era la respuesta que esperaban, acudieron al segundón Yahoo. “Recicleta: Proyecto profundamente ecológico que apuesta por la bicicleta como medio de transporte barato, sano, divertido y no contaminante, en el que prima la persona sobre la máquina”. Ante menudo embrollo conceptual y la perplejidad de los chiquillos, la profesora abordó la delicada cuestión de la comunicación, la semántica, la polisemia y los contextos de sentido de las cosas. La maestra trajo a su memoria las palabras de C.S. Lewis –el de las Crónicas de Narnia–: “La experiencia es un maestro feroz, pero está claro que nos hace aprender”. Desde entonces la recicleta no sólo hizo parte del paisaje de la Escuela; fue el inicio de una conciencia en esta era planetaria en la que hasta para botar la mugre y los residuos se requiere estar informados. La soledad de Mnemósyne stas son las historias que cuentan los viejos bardos o poetas, ahora aficionados al guazap y al tuiteo, de las “nuevas leyendas urbanas” que sucedieron en Ela “Escuela Normal Superior” en aquellos días en que se aprestaba a celebrar el centésimo cuadragésimo aniversario de su fundación, para evocar aquellos días gloriosos cuando la villa de los búcaros era frecuentada por una patota de alemanes y el tema educativo era una prioridad en patricios y matronas, y el septuagésimo año de la inauguración de su casa, esa que parecía un convento pero que en realidad era una mezcla de modernidad y republicanismo. Cuentan que después que la última de las señoritas rectoras fue defenestrada y que de la cima del éxito y el reconocimiento público fue a parar a la sima del ostracismo y el repudio magisterial, llegó a la rectoría una señora que en sus tiempos juveniles también fue una “señorita” que estudió en la “Normal de Señoritas”. Cuentan que el paso de esta conspicua dama por la rectoría de la Normal parecía como calcado de un poema de Hölderlin. Es que creyó que en esta sementera o seminario de maestros las semillas debían estar bien maduras porque llevaban más de una centuria bañadas por un fuego heraclitiano y puestas a prueba una y tantas veces sobre estas bravas tierras plagadas de montañas. Por eso, como siguiendo un precepto, profética y soñadora se adentró en las colinas de ese anhelado cielo llamado éxito, Leyendas Escolares y Otras Historias 133 hasta saber que debía retener como una pesada carga de leña sobre sus espaldas el sillón rectoral; es que los senderos de la vida son abruptos y los acontecimientos como corceles alados, hermosamente blancos y horripilantemente negros, raudos y a desmano tiran de su auriga como cautivando los elementos de este mundo y las viejas leyes de la tierra. Cavilando, como lo sabía hacer libando una copa de vino blanco emparejado con queso y aceitunas, sobre los eventos faustos e infaustos, como el galardón del sello verde, el programa de bilingüismo, los semilleros de investigación, el congreso de filosofía o la terrible inundación que arrojó un cúmulo de materias sabulosas acumuladas por años de descuido e hizo colapsar un muro externo y varias techumbres o la tala del bosque y la demolición de un costado del emblemático y simbólico edificio, supo que definitivamente su tarea era como el equilibrista que sostiene una gran montaña y que ese esfuerzo requería más que compromiso y fidelidad, porque siempre existe un anhelo desenfrenado de romper toda atadura. Entonces no quiso mirar adelante ni atrás y quizás dejarse mecer o acunar o bambolear como en una vacilante o trémula barca en mitad de la inmensa mar océano, y, por qué no, arrullarse en el olvido que, como dice Borges, anula o modifica el pasado. Cuentan que después que el espectáculo público del día y el bullicio cesaron, porque los oficios públicos se tienen que escenificar como dicen los estatutos, la señora rectora cerró, ya con las sombras de la noche, la puerta de la rectoría, se quitó la parafernalia propia de su investidura y se detuvo en el silencio en espera de sí misma; respiró profundamente recordando aquellos tiempos de infancia en los que jugueteó en la gran explanada frente al auditorio Catleya o en las sinuosidades del bosque periférico. De repente un tropel de duendes, elfos, gnomos, hadas, ninfas, náyades, orcos, geniecillos, espantos, una gárgola con alpargatas, espíritus, especialmente 134 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz los espíritus de las señoritas rectoras, de las señoritas prefectas, de las señoritas profesoras, de las señoritas porteras y de muchas otras señoritas, se fue conglomerando reverencialmente a su alrededor. Aprovechando la solemnidad del momento, se levantó de su silla, sacó del viejo archivador una carpeta pigmentada por el tiempo, la polilla y la humedad, usó el escritorio como tribuna o tarima, y con voz pausada y manifiesta leyó el discurso que el Presidente del Estado Soberano de Santander Germán Vargas Santos pronunció aquella mañana de abril en que se instaló y dio apertura a la Escuela. Conciudadanos. Es de concepto del Poder Ejecutivo Nacional que el sistema de instrucción pública de la República se soporta en las Escuelas Normales. Con la expedición del Decreto de 1 de noviembre de 1870 se ha establecido un plan que abre las puertas de Minerva no solo a los ricos, según se ha llegado a afirmar hasta por los medios de prensa. Muy bien sabéis vosotros que la ignorancia en la masa del pueblo es la rémora mayor de todo adelanto social, y que sin instrucción, la moral pública carece de fundamento sólido, la creencia es rutina que cualquiera novedad desvía, y que hasta la virtud misma, como que no se encuentra firmemente arraigada allí donde no era sostenida por la instrucción. Dar instrucción quiere decir, dar poder, dar riqueza, dar moralidad; y siendo esto inconcuso como lo es, y dependiendo de un corto esfuerzo impartir la instrucción a todas las masas, ¿cómo es posible que dejemos pasar los años y los siglos sin hacer mayor cosa a ese respecto? Nosotros deseamos Leyendas Escolares y Otras Historias 135

que los pueblos se moralicen, que se civilicen, que adquieran hábitos de orden, que tengan comodidades y riqueza, que sepan llenar sus deberes políticos, etc., más, ¿cómo podremos alcanzar todo eso por otro camino que el de la instrucción de las masas? Es un error pensar en ello si no echamos primero los fundamentos únicos que han de conducirnos a esa prosperidad; y mientras no nos decidamos a echarlos, permaneceremos tan bárbaros como estábamos y como hemos estado desde el tiempo de la Colonia. Uno de los mayores obstáculos conque tropieza hoy el progreso de la instrucción primaria en la mayor parte del Estado es la falta de maestros idóneos para las Escuelas elementales y superiores. El Gobierno no omite esfuerzo ni sacrificio alguno, a fin de poner pronto remedio a necesidad tan capital. Tengo la persuasión de que ni la educación primaria, ni la secundaria, ni la profesional harán sólidos progresos, mientras que las madres no sean capaces de dar buena dirección a las inclinaciones de sus hijos. La inmoralidad, las preocupaciones y la ignorancia, nacen del lamentable y criminal descuido en que hasta ahora ha estado la educación de la mujer que es la primera maestra del hombre sobre la tierra. Incalculables beneficios obtendrán el Estado y esta ciudad que cuenta con unas condiciones satisfactorias de salubridad, excelente clima y escogida sociedad, con el establecimiento de la Escuela Normal Nacional de Institutoras. La aplicación en el trabajo y el noble empeño que animará a este selecto ramillete de señoritas, 136 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz

estarán bajo la supervisión de la señorita María de Jesús Páramo, directora de la Escuela Superior de Niñas del Barrio la Catedral de la Capital de la República. Allí, sus luces, su reconocida aptitud, su exquisita cultura y su genial benevolencia la hicieron acreedora a las consideraciones generales de la sociedad, del respeto y adhesión de las alumnas y de la alta estimación de los Superiores. En este merecido puesto en que ha sido designada por el Gobierno del Estado sabrá llenar su deber y prestar un positivo servicio a la educación de la juventud. El Estado y los habitantes de esta ciudad culta, que contribuyeron a remover obstáculos que embarazaban su inicio, abrigan elevadas esperanzas respecto de este importante plantel, que promete óptimos frutos que correspondan a los patrióticos esfuerzos de que ha sido objeto. He dicho. De repente se escuchó el ulular de una lechuza. Uróboros stas son las entradas que publican los jóvenes tuiteros o feisbukeros o blogueros o instagrameros o googleros de los relatos y anales que se sucedieron al avanzar el Enuevo siglo en la “Escuela Normal Superior de Bucaramanga”, la emblemática ENSB. Cuentan que en el cambio de eones un grupo de avezadas o veteranísimas maestras presentó a la comunidad el historial de la patricia institución, desde su fundación en aquel lejano invierno de mil ochocientos setenta y cinco, hasta los albores del nuevo mileno, con la intención de que las nuevas generaciones empezaran su tarea de escribir la inédita historia, como aquella que esculpió su huella en la memoria y en los corazones de las normalistas. Pero el tiempo no marcha solo; consigo arrambla multitud de sucesos, episodios y eventos, como la muda misma de la centenaria institución. Es que muchas de las beneméritas maestras mostraban ya sus canas y sus voces apagadas y estaban tras el júbilo de la jubilación. En este ciclo, vital y necesario, pero a la vez dramático y sobrecogedor, al mejor estilo de Sísifo o del Uróboros, aquel dragón alado serpentiforme verde rojizo con escamas nacaradas que engulle su cola, o como Helios en su carruaje resplandeciente surcando los cielos desde el alba hasta el ocaso, la Úrsula otoñal de nervios inquebrantables, arropada con su chal de tonalidades verdosas y sus enaguas de holán, a paso de cangrejo, enfrentó el espléndido futuro, augurado en las crónicas divulgadas, para renovar su estirpe magisterial. Con una leve torticolis de tanto mirar a 138 L. M. Gutiérrez - J. A. Deháquiz su pasado, porque la gente mayor se embelesa recordando las huellas borrosas y polvorientas de su caminar, y entre aplausos y algazaras, estropicios e insatisfacciones, la majestuosa matrona veía el transitar, a veces sinuoso, a veces hialino, por entre las arcadas y salones, de la camarilla variopinta de enseñantes. En su corazón albergaba y meditaba largamente las palabras de don Dámaso: “buenas escuelas, significa buenos maestros”; es que la calidad de aquéllas no es más que la de éstos. Así como una flor refleja el código genético de su semilla, así se manifiesta el hacer de un maestro en el ejercicio de su profesión. Infortunadamente este discurrir es como el viento: no se puede capturar la sabiduría de aquellos buenos preceptores, que aunque abraza, en forma sostenida y sustanciosa, las mentes y los corazones, las acciones y los sentimientos de los alumnos, a quienes impulsa a llegar más lejos, se desvanece, disipa y difumina con el tiempo. La noticia del irse de este mundo para siempre de una de las rectoras más queridas, una de esas a quienes, como el misterioso capitán Ahab, le agitaba una atracción permanente hacia las cosas remotas y adoraba surcar mares prohibidos hasta dar con el paraje último y secreto del escurridizo Moby Dick, apenas causó en las huestes normalistas un ligero sobrecogimiento. Con la imposibilidad de clonarlos, la riqueza pedagógica y el inmenso caudal de la práctica docente de la señorita Antonia se quemaron hasta las cenizas el día de su funeral. Esa noche de plenilunio, justo con las campanadas de la hora cero y del primer canto del gallo, desde la rotonda se elevó un coro de mujeres dirigido por una monja que parecía no tener cabeza, pero cuyas manos majestuosamente marcaban los compases; eran los espíritus de las señoritas rectoras que daban la bienvenida a su colega. Con la ilusión de que el linaje normalista sí tiene una nueva oportunidad sobre esta tierra, la centenaria Úrsula ataviada con el verbo esperanzar –el Leyendas Escolares y Otras Historias 139 mismo que envolvió a las bíblicas y estériles Sara, Rebeca, Ana e Isabel–, soñó que su cuerpo de formadores repetirían, por decirlo de alguna forma, esa vieja historia que la señorita Antonia había contribuido a escribir, pero esta vez no como tragedia y mucho menos como farsa, como algún día lo advirtió el barbudo filósofo profeta de todas las revoluciones. Ecos iempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la “Normal Nacional de Señoritas”, apólogos Sque al igual que las historietas cómicas de los superhéroes con el paso del tiempo se van reeditando como adaptaciones o versiones o reescrituras de la mano de los nuevos juglares, transformados o convertidos en celosos o solícitos o esmerados centinelas de la memoria y las tradiciones normalistas. Cuentan que cuando la “Normal Nacional de Señoritas” se traslado a su moderna sede –allá frente al parque de los niños, en el barranco de tierra bermeja como un búcaro junto a la acequia de la quebrada seca– y fue siendo colonizada o invadida por monjas sin cabeza; perros diabólicos; espantos; almas en pena; gárgolas con alpargatas; árboles caníbales y otros esperpentos, la vena literaria surgió en las señoritas estudiantes –es que lo fantástico es lo maravilloso, y lo fascinante incuba el talento– impulsadas o motivadas por la señorita profesora de lengua castellana –esa que parecía un saltimbanqui y amaba ardorosamente la literatura, su primera y última pasión–. Las nóveles escritoras fungiendo como poetisas, periodistas y editoras dejaron para la posteridad una serie de revistas, anuarios y otras publicaciones finamente elaboradas, en las que se recogían las ideas pedagógicas; el acontecer escolar; las variopintas variaciones sobre las Leyendas Escolares y Otras Historias 141 letras criollas y los relatos sobre las leyendas de las criaturas feéricas y los espíritus del inframundo que hacían de las noches normalistas unas veladas verdaderamente horripilantes –es que, ¿quién puede conciliar el sueño con toda esa cacofonía de espantos, quimeras y engendros rondando los lúgubres pasillos que en la oscuridad parecían más luctuosos o sombríos o siniestros?–. En la pequeña hemeroteca que reposa olvidada en la biblioteca de la institución como testigo mudo –porque todo papel escrito sólo adquiere vida, significado y actualidad cuando es leído por alguien– se muestra el periplo –primero semanal, luego semestral y posteriormente anual– de ese acervo que se ha llamado ECOS, nombre que puede representar un acróstico o un acrónimo o la evocación de Eco, la oréade o ninfa montarás que amaba su propia voz –como lo hacen los adolescentes, que al hablar pronuncian palabras para sí mismos–. Se dice que a la “Escuela Normal Superior” llegó una docente o maestra de español que aún traía a cuestas la rebeldía de su juventud lejana y el espíritu poético de la generación contestataria –esa que amó todas las revoluciones, cruentas e incruentas; la del grafiti; la de hacer el amor y no la guerra; la del prohibido prohibir; la del “Canto General”, sin caer en la trampa de la yerba– y creyó con vehemencia en el periódico escolar como vía de expresión libre y espontánea. En el emérito tabloide se mancharon de tinta por primera vez aquellas crónicas –para perplejidad de unos y bochorno de otros– que comienzan: “Siempre se ha escuchado hablar a los ancianos de las “leyendas” de la Escuela Normal, cuando la Normal era la Normal Nacional de Señoritas…”