Matar a Pablo Escobar
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Matar a Pablo Escobar es la historia del brutal ascenso y violento fin del capo del narcotráfico colombiano cuyo imperio criminal aterrorizó a un país de más de treinta millones de habitantes. Mark Bowden desvela en este intenso y muy bien documentado relato, los detalles más celosamente guardados por las personas que dirigieron, durante dieciséis meses, su persecución y muerte. Mark Browden Matar a Pablo Escobar La cacería del criminal más buscado del mundo. Título original: Killing Pablo© 2001, Mark Bowden© de la traducción: 2001, Claudio Molinari© de la versión española: 2001, RBA Libros S.A. Para Rosey y Zook Prólogo 2 de Diciembre de 1993 El día en que Pablo Escobar fue abatido, su madre, Hermilda, llegó al lugar andando. Durante la mañana se había sentido mal y por ello en aquel momento se hallaba en una clínica. Cuando oyó la noticia se desmayó. Al volver en sí, se dirigió directamente a Los Olivos, el barrio sur de la zona céntrica de Medellín, donde reporteros de televisión y radio comentaban lo sucedido. Las calles se encontraban cortadas por el gentío, así que Hermilda tuvo que detener el coche y continuar a pie. Era una mujer encorvada, dueña de un andar agarrotado, de pasos cortos; una mujer mayor pero fuerte, de cabellos grises y un rostro cóncavo y huesudo. Sobre el puente de la nariz —la misma nariz que heredara su hijo— descansaban, algo torcidas, unas gafas de grandes cristales. Llevaba un vestido estampado con flores pálidas y, a pesar de sus pasos pequeños, caminaba demasiado deprisa para su hija. La otra mujer, más joven y más gorda, se esforzaba por no quedarse atrás. El día en que Pablo Escobar fue abatido, su madre, Hermilda, llegó al lugar andando. Durante la mañana se había sentido mal y por ello en aquel momento se hallaba en una clínica. Cuando oyó la noticia se desmayó. El barrio de Los Olivos estaba compuesto por manzanas de casas de dos o de tres pisos, construidas caprichosamente y con jardines y patios traseros ínfimos. Muchas de ellas lucían una palmera achaparrada que apenas llegaba a la altura del tejado. La policía mantenía a los curiosos a raya detrás del cordón, mientras que los residentes habían trepado a los tejados para poder ver mejor. Algunos decían que el hombre muerto era don Pablo y otros sostenían que no, que la policía había matado a un hombre pero que no se trataba de él, que don Pablo había vuelto a escapar. Muchos querían creerlo, y querían creerlo porque Medellín era la ciudad de Pablo: había sido allí donde había amasado sus miles de millones de dólares y donde aquel dinero había levantado bloques tic oficinas, edificios de apartamentos, discotecas y restaurantes; y también donde había dado casas a los pobres, aquellos mismos que hasta entonces se habían cobijado debajo de chabolas de carrón, de plástico y de lata, y que, con la boca y la nariz tapadas por un pañuelo, habían hurgado en las pestilentes montañas de desperdicios del basurero municipal en busca de cualquier cosa que pudiese ser recuperada, limpiada y vendida. En ese lugar, don Pablo había construido canchas de fútbol iluminadas para que los trabajadores pudiesen jugar de noche, y allí era donde tantas veces había ido a inaugurar instalaciones y cortar listones. En ocasiones, cuando ya se había convertido en una leyenda, don Pablo incluso participaba en aquellos partidos. Todos estaban de acuerdo en que el hombre del bigote, regordete y con una papada generosa, todavía tenía un par de piernas bastante rápidas. Eran aquellas gentes quienes creían que la policía nunca lo atraparía, que no podría lograrlo, a pesar de sus escuadrones de la muerte, de todo el dinero de los gringos, de sus aviones espías y de quién sabe qué otras superioridades tecnológicas. Don Pablo se había escondido allí durante dieciséis meses mientras la policía ponía la ciudad patas arriba; allí había vivido de escondrijo en escondrijo, rodeado de gente que, de haber conocido su verdadera identidad, tampoco lo habría entregado. Porque era en aquel barrio de Medellín donde fotos de él colgaban en marcos dorados, donde la gente le rezaba para que viviera muchos años y tuviera muchos hijos, y también donde —y él lo sabía bien— aquellos que no rezaban por él, le tenían terror. La anciana se adelantó, resuelta, hasta que unos hombres recios de uniformes verdes les cortaron el paso. La hija habló primero: —Somos su familia. Ésta es la madre de Pablo Escobar. —Los soldados permanecieron indiferentes. —¿ No tenéis madres? —preguntó Hermilda. Cuando corrió la voz de que la madre y la hermana de Pablo Escobar habían llegado, se las dejó pasar. Rodeadas de una escolta, se abrieron paso por entre hileras de coches en dirección a los destellos de las sirenas de la policía y de las ambulancias. Al aproximarse, las cámaras de televisión las enfocaron y un murmullo resonó entre los fisgones. Hermilda cruzó la calle hasta llegar a un pequeño terreno cubierto de césped donde yacía el cuerpo de un hombre joven. En medio de la frente tenía un agujero de bala y sus ojos nebulosos habían perdido el brillo y miraban al cielo sin expresión. —¡Estúpidos! —Gritó Hermilda mientras comenzaba a reírse abiertamente de la policía—. ¡Estúpidos! ¡Éste no es mi hijo, éste no es Pablo Escobar! ¡Habéis matado a otro hombre! Los soldados indicaron a las mujeres que se hicieran a un lado, y entonces, desde el tejado del garaje, bajaron un cuerpo sujeto a una camilla con correas: un hombre gordo, descalzo, con pantalones arremangados y un polo azul, y cuya cara redonda estaba hinchada y sanguinolenta. Tenía una barba espesa y un extraño y pequeño bigote cuadrado con los extremos afeitados, como el de Adolf Hitler. Fue difícil adivinar que se tratara de su hijo. Hermilda dio un grito ahogado y quedó en silencio contemplando el cuerpo. Junto con el dolor y la ira se mezcló una sensación de alivio: el alivio ante el final de una pesadilla. Porque Hermilda sólo deseaba que todo acabase de una vez, especialmente para su familia. Y que todo el dolor y el derramamiento de sangre murieran con Pablo. Cuando por fin se fue de allí, Hermilda apretó los labios para no dejar entrever emoción alguna y únicamente se detuvo ante un reportero que la apuntaba con un micrófono para decirle: —Al menos ahora descansa en paz. EL ASCENSO DEL DOCTOR 1948-1989 1 En abril de 1948 no había en Suramérica lugar más emocionante que Bogotá, Colombia. En el aire se respiraba el cambio, una carga estática que aguardaba un rumbo hacia el que encauzarse. Nadie sabía muy bien cuál sería, sin embargo sí había una certeza de que estaba al alcance de la mano. Era un momento en la vida de una nación, y tal vez hasta de un continente, en el que la historia anterior parecía no haber sido más que un preludio. Bogotá era por entonces una ciudad de más de un millón de habitantes que corría como una mancha por las laderas de verdes montes, hasta expandirse en una ancha llanura. Hacia el norte y el este la bordeaban picos abruptos, mientras que al sur y al oeste el terreno se dilataba raso y vacío. Al llegar por aire, lo único que podía verse durante horas eran sierras, fila tras fila de cumbres color verde esmeralda, y entre todas ellas, la más alta, cubierta de nieve. La luz golpeaba desde distintos ángulos las laderas de las ondulantes cadenas montañosas, creando así tonos verdiamarillos de verde salvia y oscuros tonos de hiedra, todos ellos atravesados por ríos afluentes de color amarronado, que gradualmente unían sus cauces, ensanchándose al bajar desde las alturas hasta cauces hundidos en valles, tan profundos y umbrosos que daban la impresión de ser azules. Y entonces, repentinamente, de aquellas sierras vírgenes surgía una metrópolis moderna en cada detalle, una inmensa llaga de cemento que cubría la mayor parte de una extensa llanura. Bogotá era fundamentalmente un cúmulo de casas de dos o de tres plantas, mayoritariamente de ladrillo rojo. El centro y el norte los surcaban avenidas anchas y ajardinadas. Había museos, catedrales clásicas y mansiones espléndidas, tan fastuosas como las de los barrios más elegantes del mundo. Sin embargo, hacia el sur y el oeste comenzaban los «tugurios» donde las víctimas de la violencia constante de las sierras y la selva buscaban refugio, trabajo y esperanza, pero donde no hallaban más que una pobreza paralizante. Al norte de Bogotá, lejos de aquella indigencia, estaban a punto de reunirse los representantes de la Novena Conferencia Interamericana. Ministros extranjeros de todos los países del hemisferio occidental se habían dado cita para rubricar los estatutos de la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA), una nueva coalición promovida por Estados Unidos con el objetivo de crear un foro de mayor envergadura en el que se tratarían las cuestiones de América Central y América del Sur. La ciudad había sido adecentada para el evento: sus calles habían sido barridas, la basura retirada y los edificios públicos habían recibido nuevas capas de pintura; las calles lucían nueva señalización y a todo lo largo de las avenidas y paseos engalanados con flores, colgaban banderas multicolores, y hasta los limpiabotas en las esquinas llevaban uniformes flamantes. Los dirigentes consagrados a visitas oficiales y fiestas en aquella sorprendentemente capital urbana albergaban la esperanza de que la OEA se tradujera en un nuevo orden y en una mayor respetabilidad para las pujantes repúblicas de la región. Pero el evento también atrajo a personajes críticos y a agitadores de izquierdas, entre ellos un joven estudiante cubano llamado Fidel Castro.