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MECI SUÁEZ se pone laS pilas MECI SUÁEZ se pone laS pilas Meg Medina This is a work of fi ction. Names, characters, places, and incidents are either products of the author’s imagination or, if real, are used fi ctitiously. Copyright © 2018 by Margaret Medina Translation by Alexis Romay, copyright © 2020 by Candlewick Press All rights reserved. No part of this book may be reproduced, transmitted, or stored in an information retrieval system in any form or by any means, graphic, electronic, or mechanical, including photocopying, taping, and recording, without prior written permission from the publisher. First Spanish edition 2020 Library of Congress Catalog Card Number pending ISBN 978- 0- 7636- 9049-6 (original hardcover) ISBN 978-1-5362-1258-7 (original paperback) ISBN 978-1-5362-1257-0 (Spanish hardcover) ISBN 978-1-5362-1259-4 (Spanish paperback) 20 21 22 23 24 25 TRC 10 9 8 7 6 5 4 3 2 1 Printed in Eagan, MN, USA This book was typeset in Berkeley Oldstyle. Candlewick Press 99 Dover Street Somerville, Massachusetts 02144 www.candlewick.com A JUNIOR LIBRARY GUILD SELECTION A la memoia de Diego Cuz S. Capítulo 1 Y pensa que tan solo ayeye yo andaba en chancletas, bebiendo limonada y mirando a mis primos, los mellizos, atravesar a la carrera la lluvia artifi cial de las mangueras del patio. Y ahora estoy aquí, en la clase del señor Patchett, sudando a mares en mi blazer escolar de poliéster y espe- rando a que termine esta tortura. Solo estamos a la mitad de salud y educación física cuando se ajusta el apretado cuello de su camisa y dice: «Hora de irse». Me levanto y pongo mi silla en su sitio, como se supone que hagamos siempre, agradecida de que el día de la foto signifi que que la clase termine un poco más temprano. Al menos así no tendremos que comenzar a leer el primer capítulo en el libro de texto: «Yo soy normal. Tú eres nor- mal: sobre las diferencias en nuestro desarrollo». Qué asco. —¿Viene, señorita Suárez? —me pregunta mientras apaga las luces. Ahí es cuando me doy cuenta de que soy la única que todavía está esperando a que nos diga que nos pongamos en fi la. Todos los demás ya van rumbo a la puerta. Ya estamos en sexto grado, así que no habrá ninguna madre de la Asociación de Padres y Maestros que nos lleve a la fotógrafa. El año pasado, nuestra escolta nos animó con un torrente de cumplidos acerca de lo bellos y hermo- sos que lucíamos todos en nuestro primer día de escuela, lo que es una exageración ya que varios de nosotros tenía- mos las bocas llenas de aparatos o grandes brechas entre nuestros dientes delanteros. Pero eso ya pasó. Aquí en Seaward Pines Academy, los estudiantes de sexto grado no tienen al mismo maes- tro todo el día, como a la señorita Miller en quinto grado. Ahora tenemos un salón principal y taquilleros. Cambia- mos de clases. Por fi n podemos hacer una prueba para en- trar en equipos deportivos. Y sabemos muy bien qué hacer y adónde ir el día de la foto… o al menos el resto de mi clase lo sabe. Yo agarro mi nueva mochila y apuro el paso para unirme a los demás. 2 Afuera hay un muro de calor. No será una caminata larga, pero agosto en la Florida es brutal, así que no hace falta mucho para que se me empañen los espejuelos y para que los rizos de mis patillas se pongan más acaracolados. Hago lo posible por caminar a la sombra del edifi cio, pero ni modo. El sendero de losas que serpentea al frente del gimnasio atraviesa el patio interior, en donde no hay ni una palma fl acucha que nos pueda escudar. Me hace sus- pirar por uno de esos pasillos con techos de guano que mi abuelo Lolo construye con las pencas de las palmas. —¿Cómo luzco? —pregunta alguien. Me seco los lentes con el borde de la blusa y echo un vistazo. Todos tenemos puesto el mismo uniforme, pero noto que algunas de las niñas se hicieron peinados especia- les para la ocasión. Algunas incluso se plancharon el pelo; lo puedes notar por las pequeñas quemaduras que tienen en el cuello. Qué pena que no tengan mis rizos. Eso no quiere decir que a todos les gusten, por supuesto. El año pasado, un niño llamado Dillon dijo que me parecía a un león, lo que me viene muy bien, porque a mí me encantan esos gatos grandes. Mami siempre me da la lata con que me quite los mechones de enfrente de los ojos, pero ella no sabe que esconderme detrás de mi pelo es la mejor parte. Esta mañana me encasquetó un cintillo aprobado por la escuela. Hasta ahora, lo único que ha hecho ha sido darme 3 un dolor de cabeza y hacer que mis espejuelos luzcan tor- cidos. —Oye —digo—. Esto es un horno. Yo me conozco un atajo. Las niñas se paran en un pegote y me miran. El camino que señalo está claramente marcado con un letrero que dice: SOLO PERSONAL DE MANTENIMIENTO. NINGÚN ESTUDIANTE MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO. A nadie en este grupo le hace mucha gracia violar las reglas, pero el sudor ya se está acumulando por encima de sus labios pintados, así que a lo mejor se animan. Se miran las unas a las otras, pero sobre todo miran a Edna Santos. —Anda, Edna —digo, decidiendo ir directo a la que manda—. Es más rápido y nos estamos derritiendo aquí afuera. Me frunce el ceño mientras considera las opciones. Ella será la consentida de los maestros, pero he visto a Edna saltarse las normas una que otra vez. Nos hace muecas desde afuera de la clase cuando le dan permiso para ir al baño. Le cambia la respuesta a una amiga cuando tenemos que autoevaluar nuestras pruebas. ¿Cuánto peor podría ser esto? Me le acerco un paso. ¿Ahora es más alta que yo? Echo 4 los hombros hacia atrás, por si acaso. De algún modo, luce mayor que en junio, cuando estábamos en la misma clase. ¿A lo mejor es el colorete en sus mejillas o el rímel que le hace esos pequeños círculos de mapache bajo los ojos? Trato de no mirarla fi jamente y me lanzo con la artillería pesada: —¿Quieres lucir toda sudada en la foto? —le digo. Abracadabra. En un santiamén, guío a nuestro grupo a través del sendero de gravilla. Atravesamos el parqueo del personal de mantenimiento, esquivando escombros. Aquí es donde Seaward esconde las podadoras mecánicas y el resto de las descuidadas herramientas necesarias para hacer que el campus luzca como en los folletos. Papi y yo parqueamos aquí el verano pasado cuando tuvimos que trabajar como pintores a cambio del precio de nuestros libros. Eso no se lo digo a nadie, por supuesto, porque mami dice que es «un asunto privado». Pero más que nada, no lo mencio- no porque quiero borrármelo de la memoria. El gimnasio de Seaward es una enormidad, así que nos tomó tres días completos para pintarlo. Además, los colores de nuestra escuela son rojo-bombero y gris. ¿Tienes idea de lo que pasa cuando miras fi jamente al rojo brillante por mucho tiempo? Empiezas a ver bolas verdes frente a tus ojos siem- pre que miras a otra parte. Pffffffffff. Vete a ver si puedes dar 5 los retoques fi nales en esas condiciones enceguecedoras. Por eso nada más, la escuela debería darnos a mí y a mi hermano Roli toda una biblioteca, no tan solo unos cuan- tos míseros libros de texto. Papi tenía otras cosas en mente, por supuesto. «Hagamos un buen trabajo aquí», insistió, «para que sepan que somos gente seria». Detesto cuando dice eso. ¿Acaso la gente piensa que somos payasos? Es como si siempre tuviéramos algo que demostrar. En cualquier caso, llegamos al gimnasio en la mitad del tiempo. La puerta trasera está entreabierta, como yo lo suponía. El jefe de los custodios deja puesto un cajón de la leche en el umbral para poder leer su periódico en paz cuando nadie lo está mirando. —Por aquí —digo con mi voz de mandamás. He intentado perfeccionarla ya que nunca es demasiado temprano para comenzar a practicar las habilidades de liderazgo corporativo, según dice el manual que le envió por correo la cámara de comercio a papi, acompañado de unas instrucciones de qué hacer en caso de huracán. Por el momento, funciona. Las conduzco a través de habitaciones traseras e incluso pasamos por al lado del ves- tuario de los muchachos, que huele a blanqueador y a me- dias sucias. Cuando llegamos a un par de puertas dobles, las abro orgullosamente. He salvado a todas de la ardua y horrible caminata bajo ese calor. 6 —Ta-rá —digo. Por desgracia, tan pronto como entramos, es obvio que hemos llegado a territorio hostil. Los grados mayores se han reunido a este lado del gimnasio para el día de la foto y el ruidoso chirrido de la puerta ha hecho que todos se viren en nuestra dirección y nos miren fi jamente. No lucen contentos de tener a “los ni- ñitos” entre ellos. Se me seca la boca. En primer lugar, son bastante más grandes que nosotras. Al menos los de nove- no. Busco a mi hermano por todas partes, con la esperanza de encontrar protección, pero entonces recuerdo que Roli ya se tomó su sofi sticada foto de estudiante del duodécimo grado en julio, en un estudio con aire acondicionado en el centro comercial.