La normalización del Mal

La normalización del Mal

Carlos Varela Nájera

Colección Hablalma Universidad Autónoma de Sinaloa Facultad de Psicología Primera edición: abril de 2013

D. R. © Carlos Varela Nájera

D. R. © Universidad Autónoma de Sinaloa Ángel Flores s/n, Centro, 80000, Culiacán, Sinaloa

Facultad de Psicología

Laura Beatriz Verdugo Montoya Coordinadora de la colección

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales

ISBN: 978-607-9230-72-2

Impreso y hecho en México

ÍNDICE

Introducción 11 i. La normalización del Mal 21 ii. Psicoanálisis, violencia y utopía 37 iii Los celos: fading de amor 49 iv. amor-irse: el suicida 65 v. Derecho y reverso en la posmodernidad 85 vi. muerte y agresividad: ese oscuro objeto del deseo 105 vii. comentarios sobre erótica del duelo en tiempos de la muerte seca de Jean Allouch 127 viii. Pasiones del alma 139 ix. Kierkegaard y Lacan en pura angustia 149 x. el espejo barrado 161

Referencias 171

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INTRODUCCIÓN

El presente trabajo incursiona a través del psicoanálisis por los des- filaderos del mal. Partimos de la tesis de Jacques-Alain Miller que sostiene que no hay nada más humano que el crimen, se analiza lo que se juega detrás de cada acto agresivo, y la pertinencia de sostener un saber que dé cuenta de la inclinación a dañar, explotar, asesinar al otro, como una forma de satisfacción siniestra. En el primer capítulo “La normalización del Mal”, mante- nemos que el mal existe aunque las sociedades contemporáneas prefieren negarlo; solo la religión y el psicoanálisis muestran el mal en el sujeto excedido a la enésima potencia; pero a diferencia de la religión, el psicoanálisis no trae bajo el brazo ni catecismo ni plan de salvación para la humanidad, sino que el sujeto se debe tragar sus pedazos siniestros a cada instante; desde aquí la única salida sería darle movilidad al goce. La posición que asumo tiene sus consecuencias en tanto que la sociedad se dirige a otro esce- nario: el “máximo bien”, espejismo tras el cual corremos como el asno tras la zanahoria. “Psicoanálisis, violencia y utopía”, segundo capítulo del libro, intenta mantener el sustrato maledicente en los actos del sujeto, partiendo de una reflexión sobre El malestar en la cultura de Freud, donde la violencia es concebida como una obra cultural; por eso consideramos a la cultura como fallida, y, por lo tanto, como un malestar social.

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Somos parte de una filiación parricida al asesinar al Urvater, pues devenimos en civilización sostenida por la ley. Para la teo- ría psicoanalítica, la muerte del padre crea instituciones culturales. Freud es el primero que reúne historia y goce a partir del asesinato colectivo. Nos preguntamos desde nuestro quehacer ¿a caso el in- fractor no es el producto de una represión social originaria?, y ante esta represión vemos aparecer un sujeto inhibido que sólo violen- tando al Otro descarga libidinalmente su monto afectivo. Con el asesinato del padre surge una nueva organización social fundada sobre la culpa; esta tesis invalida la intencionalidad psico- logizante, donde la felicidad intenta ser un valor cultural pero no es tal. Cometamos o no un crimen, sabemos desde el psicoanálisis que el hombre que se cree inocente es en realidad culpable, inten- cionalmente es un criminal, su crimen reside en la fantasía y en los deseos culpables de la infancia. Desde el psicoanálisis se reflexiona en torno al sujeto que se inclina a la agresión, la cual ha tratado de ser paliada con la creación de sistemas religiosos en cuya estructura anida el delirio. Recordemos que el propio Jesucristo violentó a los mercaderes, atacándolos con un látigo en la sinagoga. La agresividad es intrínseca al sujeto; en ese sentido Freud es pesimista; por lo tanto, el psicoanálisis no nos trae la buena nueva, sino todo lo contrario. El discurso psicoanalítico tiene poca acep- tación por el malestar psíquico que produce al enfrentarnos con nuestra filiación asesina. En el capítulo tres denominado “Los celos: fading de amor”, se analiza esta expresión animal, irracional del sujeto. Los celos re- presentan, sin duda, la parte más primitiva del sujeto, ya que pueden llevarlo al asesinato o bien a construir enfermedades imaginarias. Existen celos normales, pero son los celos delirantes los más omi- nosos porque ponen en peligro al otro y a uno mismo. Su dimen- sión de peligrosidad obedece a que se pueden disimular; ante el celo LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 13 nos enmascaramos intentando con esto no dar la cara al otro, sin embargo, los celos lastiman, hieren, marcan y van creciendo como la mala hierba a nivel inconsciente, que invade nuestra dimensión psíquica, acarreándonos pesadillas, frustraciones y amarguras; no existe una persona que no haya padecido celos. En ellos están in- filtradas las miradas pero como engaño imaginario, son como un señuelo que propicia una prueba de realidad sesgada generando un juicio de atribución adverso, lo que lleva al sujeto a delinquir y a agredir al otro que imaginariamente se completa en su real ataque. En el capítulo cuatro denominado “Amor-irse: el suicida”, se aborda el suicidio que es un acto intencional, una figura existencial del inconsciente que se produce cuando la voluntad se doblega ante el deseo del Otro. A nivel psíquico es una operación de remiendo; con el pasaje al acto suicida se intenta resarcir (remendando) un orgullo, una culpa o un sufrimiento. Cuando lo moral se desvanece se propicia el acto suicida. En términos freudianos el suicidio sería un acto fallido pero realizado, por lo tanto, el suicidio sería parte de las formaciones del inconsciente. A lo largo de la historia ha tenido fines diversos, desde los rituales, donde se impone la lógica del sacrificio, hasta los punibles, esos que rompen el marco jurí- dico de la ley, entendiendo que el cuerpo no nos pertenece sino que está regulado por el Otro. Para Durkheim, se llama suicidio a toda muerte que resulta mediata o inmediata de un acto positivo o negativo ejecutado por la propia persona a sabiendas de que habrá de producir ese resultado. Analizo en el capítulo cinco, “Derecho y reverso del psicoa- nálisis”, el concepto de ley en psicoanálisis como una forma de estructurar a la sociedad; de igual manera la ley en el orden psicoa- nalítico, donde esta es un trazo de lengua que nos inscribe del lado de lo simbólico. Se puede afirmar que la ley simbólica nos viene de la lengua castrada, o lo que es lo mismo, solo hay ley de lo que se 14 CARLOS VARELA NÁJERA puede nombrar con la lengua, no puede ser de otra manera, el dere- cho solo existe al ser nombrado, de otro modo no existe, no puede escribirse, no hay ley a señas, solo hay ley a lenguas. Es por eso que el derecho en todas sus manifestaciones se ubica en el plano de la certidumbre, no de las certezas. El derecho es una inscripción ra- cionalista que está del lado de lo consciente, aunque los efectos de su instrumentación se sufran a manera de goce en lo inconsciente. El derecho y la ley se juegan en dos escenas: el primero, es del orden del contrato; el otro se instrumenta como un pacto. La ley es una función simbólica, mientras que el derecho está desportillado por lo real en tanto que cada quien lo interpreta, le pone un “apalabra- miento” en lo que no está escrito, eso que nos viene de lo real, pero es un real que actúa como comodín, derrapa en la búsqueda de un sentido que el interpretante da con su lengua; sin embargo, cuando este interpela lo real con el sentido interpretado, en ese momento se separa de la inspiración del código al cual el derecho se remite. El interpretante en busca del sentido choca con la torsión del dere- cho al aplicar la ley, que no es otra cosa que la ley amordazada por lo ominoso del acuerdo; la aplicación de la ley en sentido estricto choca con lo ominoso del acuerdo entre partes, es por eso que no hay ley que se aplique de manera justa, alguien tiene que rasgarse las vestiduras, alguien que se siente confundido porque la ley no le hace justicia. El capítulo seis “Muerte y agresividad”. Sabemos que lo que mata es la indiferencia, pero, por esa articulación del lenguaje el su- jeto se socializa y puede apalabrar la intencionalidad bélica cuando no es producto de una justificación fundamentalista como la de George Bush. No hacemos apología de la violencia cuando afir- mamos que el acto de violencia hacia el prójimo es necesario, es más, funda el lazo social. El psicoanálisis viene a romper con el mito judeo-cristiano de que podríamos superar nuestra condición LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 15 de pecadores. Freud afirma que el ser humano no es bueno por naturaleza, siempre está tensando su imaginario hasta que se desba- rranca con el acto irracional de joderse al otro, ¡aun en el nombre del amor hacemos mucho daño! El ser humano es una especie mor- tífera, que además mortifica al Otro antes de consumirlo; por eso le resulta muy difícil someterse a la ley, ya que al acatarla tiene un precio, hay que pagar con la neurosis o con la propia vida. Hobbes se pregunta cuál es el origen de la desigualdad y se contesta que si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que sin embargo no pueden ambos gozar, devienen enemigos. Kant, por otro lado, interpreta el llanto del recién nacido como la primera expresión de temor y de protesta por precisar del otro; señala que el ser humano sufre de tres apetitos lamentables: sed de horrores, de dominación y de bienes. Esta tríada kantiana podría ser el manifiesto de una ética trascendental, ya que su delimitación implica el desborde, eso que no hace función de contención. Tal parece que existe un placer en dañar al otro, es la función diaria que nos entrega la novela cotidiana, hay un disfrute en el dolor, de hecho, la trasgresión del Otro no es un fin “natural” para el sujeto del inconsciente, este acto de transgredir al otro posibilita que surja la “moralina” contra una sociedad libertina que por su Significante crea un síntoma social. El Marqués de Sade difundía la práctica del mal como un acto ennoblecedor, hoy tristemente asistimos a la lógica del horror, cuerpos estallados y fragmentados donde ese mal se justifica en un máximo bien; de hecho, bien y mal han sido la constante que han fundado Dios y el Diablo, el crimen, la moral y la trasgresión. En el capítulo siete “Comentarios sobre Erótica del duelo en tiem- pos de la muerte seca de Jean Allouch”, nos adentramos en este libro que cimbra, pues hace una lectura controvertida del texto de Freud Duelo y melancolía; la obra que comentamos surge ante la muerte de 16 CARLOS VARELA NÁJERA su hija, es la forma en que Allouch le rinde homenaje, es un dollus compartido con el público lector. De entrada el autor discute con Freud, ya que este reduce el duelo a un trabajo. Allouch considera que existe una diferencia abismal entre el trabajo de duelo y la sub- jetivación de la pérdida, esta última supone “el acto, capaz de efec- tuar en el sujeto una pérdida sin compensación alguna, una pérdida a secas”. “Pasiones del alma” es el nombre del capítulo ocho, allí nos sumergimos en el vasto saber de Spinoza, quien define la pasión como un fin que debe regir la conducta del sujeto. Para Baruch el sujeto en pasión, expresa un modo de ser, en cuanto la pasión es algo practicable que conducirá a la rectitud. Spinoza está más allá de una concepción psicologista, asume la función de la pasión de un modo algebraico, como si fuese un aparato para simular coor- denadas, donde las líneas y las superficies son su efigie (forma de- mostrativa), esto lo convierte en un geómetra de la pasión. Spino- za sabe que para producir una teoría de las pasiones debe redimir demostrando un más allá del cuerpo pero bordeando el espíritu. Para ello necesitará debatir las teorías atribucionistas que se expo- nen en vitrinas de mercado esperando pescar a los incautos; él sabe sin saberlo, que la naturaleza de lo existente se inscribe como una metáfora donde la idea fecunda ideas, generando una serie, a modo de significante donde lo que queda implicado es del orden del cuer- po. El cuerpo toma conciencia por ese engendramiento de ideas donde se inscribirá el espíritu como causa, esto llevará a Spinoza a plantear que no hay nada que llegue al cuerpo a no ser a través del espíritu, pero no se trata de cualquier espíritu, este debe tener las características de un órgano receptor donde el mismo cuerpo que- da subsumido a no ser más que una entidad espiritual, donde los acontecimientos del mismo cuerpo ya no pueden ser presentados sino desde la cualidad espiritual que parirá al ser; desde ahí toda LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 17 modificación que se haga al cuerpo, se inscribirá en el orden de la idea, propiciando incluso una modificación del mismo espíritu. Creo hasta aquí, que Spinoza no está muy lejos del hombre con- ductual del cual muchas psicologías hacen su quehacer, su causa eficiente. Spinoza intenta hacer una amalgama donde el cuerpo y la conciencia están “pegados” en forma copular haciéndose-apa- reándose, a condición de anularlos como hoy lo hace el discurso corriente conductual. En el capítulo nueve, “Kierkegaard y Lacan en pura angustia”, analizo la angustia como una experiencia que nos guía en nuestro trabajo como analistas y como analizantes. Afirma Lacan “la an- gustia es lo que no engaña”. Para interrogar esta experiencia, dice Lacan, “no debemos separarnos de la experiencia que interroga- mos, de llegar a su Por qué”. Por ello tomé en este trabajo una de las primeras referencias de Lacan que dice lo siguiente: “La verdad sobre la angustia, la trae Kierkegaard, no es la verdad de Hegel, sino la de la angustia la que nos lleva a nuestras observaciones rela- tivas al deseo en el sentido analítico”, y prosigue con esta idea: “Es en tanto que marcados de finitud que (para) nosotros sujetos del inconsciente nuestra falta puede ser deseo, deseo finito en aparien- cia porque la falta que siempre participa de cierto vacío, puede ser llenado de varias maneras en principio”. Siguiendo esta referencia, me encaminé a buscar esa verdad; tomé entonces un texto de Kier- keggard que se titula: El concepto de la angustia con el propósito de hallar la verdad que encierra la angustia. Kierkeggard fue un teólo- go cristiano que criticó ampliamente el dogma del cristianismo, y es considerado como el padre del movimiento existencialista. Lacan le atribuye a Kierkegaard en el Seminario 10 (La Angustia), la rectoría del movimiento existencialista y destaca que este autor asume “la angustia para-normal o incluso francamente patológica, que puede apoderarse de nosotros” (Lacan, 1963, p. 27). 18 CARLOS VARELA NÁJERA

Con el capítulo diez, denominado “El espejo barrado”, con- cluimos el libro; allí trabajamos el término heimlich, cuyo significado llevado más lejos, designa algo más que lo oculto, designa también lo escondido, lo peligroso; su sentido evoluciona hacia su antónimo unheimlich con el que casi se confunde. Dicho término es equivalen- te a nuestro concepto de “lo siniestro” voz compleja, que designa el fenómeno que vuelve extraño, ajeno, a lo familiar o cotidiano. Así con sutileza, partiendo desde heimlich que engloba un conjunto de antónimos que se unen en una sola representación, esto es, lo familiar, lo íntimo y lo amable con lo oculto, lo secreto, unheimlich extiende su significación hacia un sentido más perverso. Para Sche- lling el término unheimlich se refiere a algo que debería estar oculto y se manifiesta, mostrando así la otra cara de lo familiar, de lo ama- ble, volviendo estas vivencias siniestras, sorpresivas, inquietantes, sobrecogedoras. Lo paradójico consiste en que la fuente de pavor no es lo extra- ño en su oposición inmediata a lo familiar, sino que lo que antes era familiar emerge bajo un aspecto amenazante, peligroso, siniestro, algo conocido desde siempre que ha estado oculto, en la sombra: “Todo lo que debería permanecer secreto, pero que se manifiesta”, como lo define Schelling. Esta manifestación hace coincidir en el seno del objeto a la vez presente y ausente, el acto de olvidar y el acto de rememorar. La normalización del mal es ese indeseable que se nos ha co- lado por todas las ventanas: la violencia generalizada en la escuela, en los espacios políticos, en los religiosos; en todos los ámbitos de la vida social existe una fascinación por ese goce especular; pasión necrófila, que convierte al mal en nuestro amo, lo que genera desde la angustia una servidumbre voluntaria cuyo semblante es el temor del otro, ese temor petrificado del otro que muestra su semblante es una forma ominosa de gozar, donde mi semejante especularmente LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 19 es mi enemigo. Tal como Lacan lo planteara en su estadio del es- pejo, este mal corporizado se ha intentado exorcizar inútilmente, con psicoeducación, mentes positivas, concepciones religiosas, pas- tillas; todo ello muestra el fracaso de la cultura frente al mal, este insiste, se repite, lanzando al sujeto a su tragedia privada, donde el orden pulsional se satisface minando al ser. Sabemos que el mal, tiene que dejarse salir, pero debemos reorientar al sujeto frente a ese goce desbordado. La tarea sería escucharlo y encauzarlo, en lugar de diagnosticarlo y medicarlo.

I. LA NORMALIZACIÓN DEL MAL

Si no puedo conciliar a los dioses celestiales, moveré a los del infierno. Virgilio

La normalización del mal es una trama pulsional que le apuesta al holocausto cercando al sujeto en su dimensión malediciente que contornea lo Real. La guerra permanente de baja y alta intensidad produce restos de lo real y ante los genocidios se inscribe algo in- decible desde el goce inaudito que se vive como asombro, conge- lando la mirada y la voz. Estas formaciones del objeto (a) intentan arrancarse y resquebrajarse por la intromisión de ese real letal. La militarización de los estados produce ejecuciones atroces en todo el país, muertes exageradamente violentas que derrumban toda certi- dumbre racional. La raíz del mal es el deseo siniestro del sujeto de violentar al otro sin medida haciendo aparecer interrogantes al cuerpo en la dimensión simbólica como serían: heridas en la carne, miedos, angustia, asco, enfermedades, cuerpos agusanados tras la ejecución, decapitaciones de un lado y otro de los cárteles, asfixia psíquica, cuerpos encintados con el tiro de gracia, o bien descuartizados que- dando en todos ellos la sombra del sufrimiento del otro familiar. La violencia genera el rompimiento del lazo social entre dos variables que hacían amarre, guerra y muerte se desatan del lazo quedando en su lugar el hueco de la sepultura. Ante la banalización de la muerte, de la criminalidad, el incons- ciente se cierra. La criminalidad se ha convertido en una economía psíquica masificada que produce el silenciamiento de la palabra; la

21 22 CARLOS VARELA NÁJERA vida es silenciada por el orden del discurso del mercado que institu- ye la destrucción en el lugar del deseo, a esto llamamos la normali- zación del mal. Tras el crimen, el doliente queda sumido en el ano- nimato colectivo, desde el orden social no puede ser representado en el imaginario, y por tanto no puede ser simbolizado, esto elimina la posibilidad de sujeto. De hecho se puede afirmar que un sicario “ya no es un su- jeto de la ley desde el orden jurídico” (aunque lo sea), en tanto que no cuenta con un nombre que lo identifique, sino que porta dos o hasta tres credenciales de elector que lo representan, pero en lo real, es un ente, sin nombre, sin identidad y sin localización geográfica, llevando fantasmáticamente en su piel el mensaje de la muerte del otro. En este sentido el sicario es puro anoni-mato, no cuenta ni para la subjetividad, tampoco se apega a la ley, es un des- representado del orden jurídico, ahí es donde el inconsciente se cie- rra. El anoni-mato viene a suspender la vida en tanto que el sujeto no puede ser nombrado, lo indecible tras el anoni-mato confisca la vida del sicario por la muerte, aunque él sea el ejecutor del otro infractor. El sicario vendrá a ser el hurtador de vidas, ya que roba vidas indistintamente para la pulsión de muerte. Cada ejecución es un sacrificio que se otorga a la pulsión de muerte aun sin saberlo, el sicario acribilla lo simbólico presentificando un real de carne para la muerte en su dimensión de goce sin límite. Lo que hay de goce en el crimen es irrepresentable en lo simbó- lico y en lo imaginario, goce que apunta más a un real indescriptible a la mirada del otro, goce que anticipado a la mutilación del cuerpo, lo hace inefable a la mirada del espectador; en su lugar quedará el efecto traumático de la mirada convertida en vacilación escópica y fuga de sentido, goce del cuerpo del otro que acerca al espectador en ese trauma escópico: al camino hacia la locura ¿Por qué se da esto? porque el cuerpo desmembrado hace que la representación LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 23 misma del cadáver no se afirme en labehajung , quedando en su irre- presentable que genera horror en el sujeto, un algo que está fuera de sentido que amenaza la vida psíquica del espectador, un irrepresentable psíquico que amenaza la cadena significante desde el real de locura. La normalización del mal también aparece en la vida institucional degradada que se da en el país; la polarización de las clases sociales y la segregación son la moneda de cambio; se crean así las condicio- nes para una posible irrupción violenta en el territorio. La marginación se vive hoy de manera similar a la vida en un campo de concentración, los pobres esperan su exterminio, como se practicó en la época de Hitler. En México los pobres son una amenaza para el mantenimiento del poder en turno, ya que repre- sentan “un peligro para la nación”. Observamos cómo se norma- liza el mal llamando a la población pobre “peligrosa” para las pro- pias instituciones, puesto que el sostenimiento del poder solo puede darse si se eliminan los focos rojos en el país; para ello el Estado produce estamentos a través de la televisión y de la radio, medios encargados de representar a la n-potencia el mal, al difundir y crear sujetos peligrosos para la seguridad nacional en medio de un cerco informativo de desinformación; de esta manera se construye la se- gregación y metafóricamente el campo de concentración. Se podría afirmar entonces que el sujeto político es un sujeto que trans(a)grede el orden institucional, esto se puede observar en los últimos acontecimientos donde los sujetos del orden social, los funcionarios, confiesan sus intromisiones en fraudes y corrupcio- nes sin límites, pero en México no pasa nada… Para Kant el mal nos llega de máximas malignas cuyo sustrato es moralizante. La Iglesia obtiene el máximo beneficio del mal al implicar al sujeto en la di- mensión del pecado, donde el mal tiene la función de verdugo que deviene de Dios. Acaso el infierno no es un holocausto para que- mar a los malditos de la Tierra, y el holocausto es un medio para 24 CARLOS VARELA NÁJERA exterminar al mal, al peligroso, a los diferentes, en fin es el modo de segregación ejercido por las élites del poder fascista. El psicoanálisis plantea una teoría del mal más allá de la reli- gión. Fue Lacan quien profundizó en esta asignatura; para él, la fun- ción del mal consta de tres momentos: lo primero es el kakon que se define como el mal interior, este produce en el sujeto reacciones agresivas sobre todo en la estructura psicótica; el kakon produce al enemigo interior desde la perspectiva especular según la teoría laca- niana que va siempre en pos de su víctima; el mal será entonces del orden de lo real amenazante tanto para el sujeto como para el otro. El segundo momento se produce desde la trasgresión que pone en acto el goce del otro, en tanto entraña el mal del otro, pero en su dimensión de maldad; este concepto de maldad tiene en su infraes- tructura un momento que es la del “chingaquedito”, maldad coti- diana que sirve de enlace socializante en el orden comunitario cuyo monto aparentemente no es tan amenazante. El tercer momento es la aparición de lo erótico, del goce erótico que propiamente encarna el mal. El mal siempre produce el horror desde lo real. Diré entonces que este mal habita en la estructura, pero el mal no necesariamen- te nos llega desde lo demoníaco como plantearía cierta religión, viene de nosotros mismos, también desde la ciencia y la tecnolo- gía; recordemos que el mundo nunca había estado en peligro de desaparecer sino hasta ahora debido a la capacidad destructiva de las armas químicas y nucleares, entre otras; asimismo el mundo es degradado desde la tecnología y su aplicación a través de los obje- tos que producen emisiones contaminantes. Por eso Lacan señala en la proposición del 9 de octubre de 1967 lo siguiente: “la tercera facticidad real, demasiado real, suficientemente real para que lo real sea más mojigato al promoverla que la lengua, es lo que se puede hablar gracias al término de: campo de concentración, sobre el cual LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 25 parece que nuestros pensadores, al vagar del humanismo al terror no se concentraron lo suficiente” (1987, p. 22). La tendencia al mal en el sujeto produce las guerras, éstas son formas ominosas de acabar con el otro; esto último se logra cuando ya no existe en el sujeto infractor más discursos y en su lugar apa- rece el pasaje al acto del homicidio generalizado, ya que la guerra tiene una función fulminante: disecar el lenguaje convirtiéndolo en una suerte de monolito, sin existencia. Todo lenguaje conlleva una amenaza latente en cuanto a la función de desborde, un atentado en contra del otro. Es decir, el desborde del lenguaje produce un desanudamiento del lazo quedando el lenguaje atrapado en la red y en las mallas del mal. Todo mal apunta hacia el tormento del otro, esto se puede observar en la dimensión transgresora del sujeto, ya que en cada momento que se rebasa esta posibilidad hay de hecho un bien para el sujeto que acaba en un mal. Pero se cree poder re- sarcir esta forma de operar del mal, pagando por ella, es decir, “ojo por ojo”, pero ni aun así el mal deja de investirnos con lo siniestro. La lógica del mal lleva también a destruir al semejante acicateándolo desde la pulsión de muerte, es necesario subrayar que ella inscribe al sujeto hacia su mal. Desde la antigüedad el mal ha estado en las discusiones perso- nales y pasionales del sujeto. Fue Empédocles de Agrigento, quien ubicó al neikos (discordia), como un existente aun antes de la vida; este neikos arrastra al sujeto a su propia destrucción amparándose siempre el sujeto en su mal; de hecho Freud retoma de Empédo- cles el neikos para elaborar su Eros y Tánatos, esa dualidad que sostiene al ser en su deseo. Bajo esta concepción del mal, podemos decir, siguiendo las cuestiones sinaloenses del narco, que este es hijo putativo del mal, el narco no produce el mal, sino el mal al nar- co. La fascinación por el brillo agalmático que nace de los billetes verdes, es consecuencia necesaria de un valor agregado a las hojas 26 CARLOS VARELA NÁJERA del mismo color (droga), que vienen a ser de capital importancia para el sujeto. El traslado de las sustancias es una tarea sencilla, pero su realización supone operar el mal que lo habita desenca- denando las muertes arregladas por el otro, su patrón. La guerra entre cárteles no deja fuera al significante, pero queda eclipsado por el puro concepto. Quien ejecuta una orden transforma el lenguaje pervirtién- dolo, es decir, le quita al lenguaje su poder trascendental convir- tiéndolo en cliché, que vendrá a ser una especie de palabra vacía de sí mismo. Ante el mal es posible que surja la obediencia bajo una forma perniciosa. Ricardo Forster afirmaba: “hay muchas y variadas maneras de degradación de un idioma. Una quizás la más terrible, es convertirla en la lengua de la muerte, en una nueva sin- taxis capaz de hacer pasar por normal, lo espantoso, lo inhumano” (2002, p. 23). Este planteamiento de Forster viene a la medida to- mando en cuenta el discurso ideológico eclesiástico, que siempre convoca a dejar atrás la cultura de la muerte sin ir un poco más allá en sus reflexiones; por ejemplo, no toma en cuenta que la palabra muerte funda la cultura de la muerte y es imposible desplazarla del sujeto porque encarna en lo más profundo de la existencia, así como también la convicción de un Dios devenido inconsciente. La palabra de la muerte viene a producir la normalización del mal. Tomemos el ejemplo del asesino, que no deja de ser un sujeto de derecho, es probable que tenga un trabajo, muchos de ellos tienen una familia. Llegar a ser un asesino implica regirse por esa lógica de las costumbres, acostumbrarse a matar es parte necesaria de una de tantas tareas que realiza el sicario, así como llevar a cuestas una responsabilidad familiar. El sentido común ubica al sujeto bajo la dicotomía bueno/malo, en ella se anatemiza el mal desde el concepto judeocristiano. Para Kant la maldad depende de la voluntad de cada sujeto, ya que según este filósofo el hombre LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 27 puede elegir entre el bien y el mal como alternativas; afirma que no hay ni pecado original ni maldad, tampoco bondad, lo que hay es una tendencia al mal; pero frente a este mal hay una postura moral. Otros autores dicen que el mal es inherente a la naturaleza humana; en Hegel, por ejemplo, el mal forma parte de lo real, un mal metafísico considerado como negatividad positiva, donde el sujeto sobrelleva un intenso mal moral; aunque dice este filósofo que crímenes, destrucción y muerte no significan el mal, sino el mal reconciliado consigo mismo. El mal-vado atenta no solo contra el prójimo, sino contra el orden social mismo, poniendo en grandes dificultades a la propia conciencia, al lazo social, a la cultura y al ser humano que camina sobre la Tierra. También el mal hiere a lo más sagrado del cristia- nismo, al mismísimo Dios; es por eso que Dios odia todo mal, por su parentesco con lo demoníaco, pero sobre todo porque lo coloca en una dimensión de fragilidad ante su propio poder divino, por eso Dios tiene reservado el infierno para aquel sujeto que transgreda su ley acoplándose con el mal. El mal es un concepto, que incluso en la topología psicoanalí- tica podría llegar a producir una fórmula lógica. El mal produce un lugar de ominosidad que tiende a descargarse sobre la víctima o bien consigo mismo; la relación con otro le exige que lo someta hasta ase- sinarlo. El sujeto del mal intenta arrebatar al otro ese trozo de mundo placentero, que él no posee y que lo mantiene insatisfecho; al arre- batarle el placer lo lanza al abismo del goce absoluto sin retorno, y el golpe que da el inconsciente, metafóricamente hablando, sumerge al sujeto al orden de la extinción del deseo ahogándolo para siempre en las memorias de las sepulturas, ahí donde nada está estructurado. Se puede decir a la ligera que el inconsciente es la religión del psi- coanalista y su practicable clínico es el mal del sujeto, que surge como un intento de atemperar al goce, aunque la religión del psicoanalista, 28 CARLOS VARELA NÁJERA es decir, su religare, no siga a cualquier Dios, solamente a sus maes- tros; eso es poquito peor, tampoco todos los psicoanalistas se con- sagran al mismo ritual aunque así parezca, a lo que sí le apostamos es a “lenguajugar” con la pulsión que clava al sujeto para su mal. El inconsciente como religión siguiendo con esta diatriba, genera las posibilidades de la herejía y los herejes entre los herejes se desean la muerte; pero lo curioso es que cada hereje sigue a su maestro de- seando siempre el mal para el otro que no es de su rebaño; aunque Lacan sea uno, cada rebaño le atribuye una indumentaria distinta. Los herejes malseaman (maldecirse entre psicoanalistas), entonces quedará como exergo que entre psicoanalista malseaman ocultando hasta lo más profundo su desfachatez homosexuada. Siguiendo con esta lógica, el paciente buscará confesar al inconsciente, donde el psicoanalista desde el prejuicio de su beatitud reparte santidades para los de su rebaño siempre desde un prejuicio moralizante del psicoanalista bueno. Bien, hasta aquí podría llegar el psicoanalista, pero en fin, sigamos dándole todo el poder al mal. El sujeto que victimiza al otro desde su mal hace tragar trocitos de sílabas y cada sílaba personifica el dolor de la tortura ejercida en su cuerpo; pocas veces las sílabas forman en la víctima las palabras completas, el dolor no lo permite, lo que sí es claro es que la sílaba es producto de la tortura infringida al cuerpo que encarna en el sujeto, momentos antes de ser ultimado. Cuando alguien hace mal a otro, queda algo entre los dos, puede ser el odio pero igual la indiferencia; no es el caso del sicario, mata sin odiar, pues no necesita romper el lazo con la presunta víctima tras una sórdida discusión, basta con que la víctima sea señalada para que cometa tal atrocidad su verdugo; aunque sea el amo quien regula los modos de sacrificio de sus enemigos. Por lo tanto, para asesinar no es necesario odiar, basta que un sujeto represente imaginariamente un peligro para la organización. La víctima es asesinada desde lo imaginario del LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 29 sicario, en un primer momento vendrá a ser un asesinato ensayado, luego se mandará tal vez un mensaje y posteriormente la afanisis del sujeto. Cuando la víctima es “levantada” para ser ejecutada, el acto en sí llena de horror a la víctima no solo porque vaya a ser masacra- do, sino porque no había entre ellos una mala relación, es más ni se conocían, lo que acentúa aun más el horror de la víctima. El hombre alcanza su magnificencia en el mundo a partir del mal, se puede decir que alcanza cierta soberanía sobre los otros ani- males; la libertad le viene de la transgresión, del asesinato y de hacer del padre una especie de tótem. Ante el parricidio surgirán figuras emblemáticas tabú, que desde el mal se transgreden; el sicario no res- peta la regla y en su predisposición sádica solo vive para transgredir al otro. Pero, ¿se puede prescindir del mal? No. Para Platón la guerra era inevitable, así la ciudad necesitaba especialistas en la guerra, cuya misión sería, según el filósofo griego, proteger a la ciudad de todo po- sible peligro. Siempre el otro será el peligroso, como se observó en la película Matrix, el mal lo encarna el otro. Si bien en esa película el mal no es el diablo, quien lo encarna tiene figura de holograma, producto de un chip de computadora, hasta parece un semejante pero con la predisposición al mal. Este otro semejante que encarna el mal se pa- rece a Eichman, personaje criminal de la época nazi, en cuyo análisis, elaborado por Hana Arendt, se plantea una tesis fundamental sobre el criminal: hay según ella, una banalidad del mal. Para Arendt no fue algo diabólico, ni el instinto, ni siquiera por la estupidez lo que llevó a Eichman a convertirse en uno de los más grandes crimina- les de su tiempo, sino su incapacidad para reflexionar, la cual era tan extrema que desconcertaba. Arendt decía que no era el tipo de malvado inteligente y calculador, ya que no pensaba desde la otra persona. Eichman declara ante sus jueces, según la autora, que el exterminio judío había sido un crimen, pero que negarse a cumplir la orden hubiera sido inadmisible; declara que ninguna orden debe 30 CARLOS VARELA NÁJERA parecer repugnante, ni siquiera la de matar al propio padre, ya que es más importante el deber. Con base en el proceder de Eichman, Arendt dice haber revelado el misterio del mal al decir que este no tiene ningún misterio. La religión al igual que Arendt resuelve el problema del mal, pero para la Iglesia el mal es el diablo, con la salvedad de que el diablo es una hechura de Dios y allí empieza otro recorrido que por ahora no analizaré. Quien usufructúa en nombre del diablo es la religión que intenta fundar el mal como un sustrato diabólico en el hombre; sin embargo, Dios también tiene un semblante des- tructivo, destruirá a los apóstatas, a quienes nieguen su nombre. El demonio en el Antiguo Testamento es enemigo y cómplice de Dios, pues ejecuta, con el permiso de la divinidad, acciones contra los seres humanos como pasó con Job; así el diablo vendrá a tentar a los creyentes, haciendo la tarea sucia de Dios. Satanás es su brazo ejecutor, Dios lo usa a capricho para su beneficio: satisfacerse de los humanos por vías maléficas de las que él se lava las manos, esa es la dimensión perversa de Dios. Satanás con permiso de Yahvé, daña a Job y a su familia, al quitarle sus bienes materiales y a sus propios hijos; en ese sentido el Dios del Antiguo Testamento es terrible ya que, lo mismo hace con Abraham a quien ordena sacrificar a su hijo. No olvidemos que el diablo es una invención de Dios. San Agustín dice que en sus orígenes Satanás era un ángel bueno, pero se con- vierte en un ente maligno por su orgullo; en términos psicoanalí- ticos se diría que es afectado por su narcisismo, y enloqueciendo, disputa el poder al creador. El diablo es la bestia porque destruye de manera instintiva e infame el alma de los humanos, ese sería el rasgo fundamental del ángel malvado. Dios goza mediante el diablo, esa también sería la posición sadeana, hacernos gozar hasta lo imposible del otro. El Marqués nos da una cátedra sobre el mal, esto es, de cómo se puede violentar LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 31 al prójimo; para él solo hay razón excitada y esto posibilita que el hombre se exceda en el vicio y el delito. Lo que nos muestra es una moral terrorífica de pasaje al cuerpo de lo erótico: “acaban- do… en él”. Sus escritos dan escalofríos por el tratamiento inso- lente que da a las zonas erógenas, ya que estas solo sirven siendo tensadas al límite, doblegándolas al dolor del órgano; para el Mar- qués de Sade la inclinación al mal le viene al sujeto de su propia naturaleza provocándole egoísmo, vitalidad por el poder para joder, exiliándose en los placeres, que sería su verdadero rostro. El delito es una virtud, según el Marqués, los virtuosos serían seres despreciables que solo se alimentan de la culpa; por ello, todo humano busca el placer desmedido que se hermana con el crimen; el filósofo inaugura el culto al mal como un bien necesario, como una ética. La lógica sadeana se ubica más que en el ateísmo en un culto exacerbado al goce; su dios es destructivo, se conecta con lo criminal. Habría que preguntarle a los pederastas, si la ética que funda Sade tiene una orientación de orden jurídico porque man- tiene la tesis de gozar con pleno derecho del cuerpo del otro; tal razón “jurídica” produce una fuente de derecho inagotable para el exceso sin límites. La ética que produce Sade es una crítica aguda a la moral vergonzante con la que se arropa la humanidad y el propio oscurantismo presente en la teoría de valores, ya que detrás de estos anida el rencor, Freud denuncia acertadamente que el altruismo es una manifestación del egoísmo. Las tesis de este autor no dejan de ser actuales por el esta- do de barbarie que nos llega del Estado mismo. Georges Bataille afirma que lasCiento veinte jornadas de Sodoma no podrían leerse sin acabar enfermo, será porque su autor explora el terror y el goce de la crueldad al adentrarse en el infierno de cada sujeto donde pro- bablemente la libertad se alcance al límite de poder excederme en mi cuerpo. Pero en la lógica sadeana solo hay goce si se inmiscuye 32 CARLOS VARELA NÁJERA cierta cantidad de angustia necesaria para potencializar el placer del órgano, la angustia sirve al verdugo para alcanzar lo que por la vía del froti-froti, no alcanzará. El goce que alcanza el verdugo puede ser monótono, lo que le da su plus de placer es lo nuevo de la carne o bien experimentar con carne nueva la monotonía de los placeres. Lo que molesta de Sade es que tiene razón ya que siempre han existido sujetos y organizaciones homicidas, siempre se ha practica- do la violencia en el mundo, y la tendencia hacia el mal se resignifica a diario. Desear el mal para el otro coloca al sujeto en el orden de la esquizia lacaniana, pero desear mal tiene que ver psicoanalíticamen- te con una satisfacción pulsional, en este sentido aparece una lógica inscrita en un más allá del principio del placer; el mal jinetea al goce a través de eslabones de sangre. Georges Bataille afirma que el mal conduce a una creación mo- ral superior que denomina hipermoral. Desde el psicoanálisis el mal tendría que ver con una satisfacción sádica, sin embargo, la raíz del mal hay que encontrarla en la infancia (perverso polimorfo); lo infan- til tiene una frontera que mira hacia el mal a través de la dulzura y el encanto. Así, el mal es un mal infantil y hasta cierto punto necesario, pero la sobrestimación del afecto amoroso dirigido a su majestad el bebé no permite ver los eslabones de mal que sostiene la infancia. Para nadie pasa desapercibido que el bebé puede en sus juegos ino- centes llenos de beatitud arrancar las alas de las mariposas cubriendo su rostro con una sonrisa sincera, golpear a sus juguetes, asfixiar sus muñecos, arremeter contra sus vecinitos lanzando ingenuos golpes con la intención de dañar en el nombre del juego, son maneras de visualizar el mal del niño que es cubierto con exagerada ternura, por eso infancia no es igual a destino, infancia es igual a mal. El mal en el niño muda a rebeldía, a intolerancia con el otro, a posicionamientos narcisistas, recuerden que el bebé no odia, solo LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 33 daña para una satisfacción sádica pulsional de la cual nada sabe; el odio aparece más adelante en el traspaso de la infancia o bien cuando ya lo imaginario tomó completamente el control del cuerpo que le vino de lo simbólico incluida la salpicadura narcisista. En el sujeto habita una parte maldita, donde se inscribe incluso la des- obediencia, no entendida esta, como aquella que se opone al amo (en términos hegelianos), sino la desobediencia que origina el deseo de destruir al otro. El mal como rasgo humano hace historia en la cultura, sin ella no se puede escribir la historia de la humanidad ni explicarla, ya que es su condición necesaria, recordemos que sin Judas Iscariote no se hubiera podido escribir el evangelio; así, desde su maldad empuja a la historia, entrega a Jesucristo a sus verdugos, acto malvado sin el cual no se hubiera legitimado la sangre de Cris- to. En el seminario La ética del psicoanálisis (1960), Lacan llamó al mal radical la “Cosa” definida como la región límite que se encuentra del lado de toda subjetividad, es decir, el vacío. El mal pude ser tan atemorizante que lo convertimos en comicidad para que no nos atormente; por ejemplo, las películas que ridiculizan el terror en las pantallas haciendo del miedo una suerte de humor negro pacifican al mal haciendo tragar al terror en su dimensión lúdica. El mal discurre en el orden imaginario, algunas veces es cap- turado en los medios masivos de comunicación, tal fue el caso de George Bush, quien en su campaña multihomicida aseveraba la existencia del eje del mal, modo en que el expresidente llamaba a sus enemigos desde la sinrazón cristiana, haciendo creer que él en- carnaba el bien. Un autor que considera la dimensión del mal como algo necesario es Arthur Machen para quien el “mal en el hombre es como la santidad y el genio. Es un éxtasis del alma, algo que rebasa los límites naturales del espíritu, que escapa a la conciencia. Un hombre puede ser infinitamente y horriblemente malo, sin sospecharlo siquiera. Pero repito: el mal, en el sentido verdadero 34 CARLOS VARELA NÁJERA de la palabra, es muy raro. Creo que incluso cada vez es lo más desdeñado” (2004). Bajo esta lógica el mal se entiende como una pasión del alma donde el odio es su circunstancia; en la comuni- dad el odio se transforma en ideología racial, midiendo al sujeto en función de este prejuicio, desencadenándose la segregación ra- cial, la dominación realizada incluso con el catecismo en la mano que hace existir a los puros y a los impuros; en fin, la más pura estupidez humana. La condición maligna que subyuga la existencia del sujeto se encuentra a cada paso, se odia lo otro sin ser responsable. No hay lugar en esta lógica de la maldad para la solidaridad con el semejan- te, con el prójimo; se invalida el precepto religioso de “da la mano a tu hermano da la mano”, porque si te la da se la cortas, o mínimo le robas. El prejuicio aumenta la rispidez del mal, en este caso desde la dimensión de la ignorancia, muchos sujetos que hacen el mal no se reconocen como transgresores, justifican sus acciones. En la correspondencia de Freud y Einstein ¿Del por qué la gue- rra? llegan a una cierta coincidencia: sostienen que en efecto debe- rían existir ciertos obstáculos psicológicos que la impidieran. Freud señala que existe en el hombre un apetito de odio y de destrucción que en épocas normales se encuentra en estado latente, emerge de manera inusual. La tendencia al mal, afirma Freud, solo podrá disminuir cuando se aplique la ley y el derecho; aunque sabía de antemano que el mismo ejercicio del derecho lleva implícita cierta tendencia a la agresividad. Freud señala que los conflictos de interés entre los hombres se zanjan mediante la violencia. Hoy diríamos que la ley también pisotea los derechos humanos, poniendo al su- jeto de la ley en la encrucijada de la trasgresión. Toda ley utiliza la coerción como medio de imposición. El mal conecta la carne con lo trágico, donde el drama se vive en pura angustia y en ese sentido no hay derecho. LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 35

Existe una conciencia del mal que se inscribe como mala con- ciencia no en el sentido extramoral, el mal como tal despliega un orden jurídico emplazando al sujeto a su “bien”. Lo que intenta desconocer el derecho es que en el mal hay una dimensión de goce, tomando en cuenta que el infractor cuando produce daño reincide, el mal se juega en una tyche espasmódica que repite el encuentro aza- roso con la víctima pero con otro color, es la banalización del mal.

II. PSICOANÁLISIS, VIOLENCIA Y UTOPÍA

Cuando oigo la palabra revólver saco mi cultura. (El desprecio, película de Jean-Luc Godard)

Desde el psicoanálisis ubicamos a la violencia como una obra cul- tural, pero una obra cultural fallida, y, por lo tanto, como malestar social. Somos parte de una filiación parricida, pues al asesinar al Urvater devenimos civilización sostenida por una ley. La muerte del padre crea instituciones culturales, Freud, por lo tanto, es el primero que viene a reunir historia y goce a partir del asesinato colectivo. Nos preguntamos desde nuestro quehacer ¿a caso el infractor no es el producto de una represión originaria? y ante esta represión vemos aparecer un sujeto inhibido que solo violentando al Otro descarga libidinalmente su monto afectivo. A partir del asesinato del padre surge una nueva organización social fundada sobre la culpabilidad, esta tesis invalida esa inten- cionalidad psicologizante, de que la felicidad es un valor cultural, aunque no sea tal. Cometamos o no un crimen sabemos, desde el psicoanálisis, que el hombre que se cree inocente es en realidad culpable, intencionalmente es un criminal, su crimen reside en la fantasía y en los deseos culpables de la infancia. Desde el psicoanálisis se considera que el sujeto tiende a la agresión, se ha pretendido paliar esta tendencia con la creación de sistemas religiosos, en cuya estructura anida el delirio. Recordemos que el propio Jesucristo violentó a los mercaderes, atacándolos con un látigo en la sinagoga.

37 38 CARLOS VARELA NÁJERA

La agresividad es intrínseca al sujeto; en este sentido Freud es pesimista, pues el psicoanálisis no nos trae la buena nueva, sino todo lo contrario. Freud aborda el concepto llamado pulsión de muerte, con éste da existencia a lo simbólico. El hombre se presenta ante el otro con una intencionalidad; Freud menciona que al otro se le usa, explota, viola y asesina. Así, el hombre deviene siniestro para los demás, el es das unheimliche (lo siniestro). Ya Sófocles lo menciona “no hay nada más monstruoso que el hombre”. Lo das unheimliche es eso, familiar visto desde afuera que se vuelve inacep- table, terrorífico; por ejemplo, los abuelos sentados o postrados en un rincón, son para el nieto terroríficos. El psicoanálisis no se traga esos presupuestos filosóficos en los cuales el niño nace bueno y la sociedad lo hace malo. No hay tal bondad. Asumir y defender esta cuestión se relaciona más con el maniqueísmo que con la verdad. Lo siniestro que existe en todo sujeto lo convierte en un ser muy peligroso ubicándose por encima de los demás animales. El hombre es el máximo depredador, acaba con los recursos natura- les como si quisiera inconscientemente eliminar toda posibilidad de sobrevivencia. Somos, pues, un grupo que mata para sobre- vivir y se gratifica de ello, somos asesinos en potencia o seres para la muerte. Nuestra civilización ha creado artefactos no solo para matar sino para torturar, para infringir dolor. Esto último nos ubica como sujetos sádicos; siendo que el sadismo se explica por la agresividad intrínseca que existe en el sujeto. Jacques Lacan lo aborda en su famoso estadío del espejo (1936). El infante no soporta ver a otro idéntico a él, y responde con una agresividad anticipada porque ese que se presenta como completo ante él lo castra, por eso responde con agresividad; el infante sabe, se da cuenta, de que su cuerpo no le obedece, y por lo tanto, es impo- sible soportar que otro aparezca ante él como completo, por eso descarga el golpe sobre la imagen del otro. LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 39

La vida es eso que pasa mientras nosotros hacemos otras co- sas, dice un psicoanalista argentino parafraseando a John Lennon. Se cuida la vida porque se puede perder, porque se teme perder, la angustia se presenta como señal de lo impredecible, pero también como una exigencia a lo inanimado. Este trabajo sucio lo realiza la pulsión de muerte, que nos inscribe en ese impulso hacia al estado inorgánico, a saber la pulsión de muerte que aparece en Más allá del principio del placer. Jacques Lacan ubica la pulsión de muerte en la tendencia sui- cida del narcisismo, aquí vendrá a operar posteriormente ese regis- tro que llama orden imaginario. En 1950, afirma que la pulsión de muerte es simplemente la tendencia fundamental del orden sim- bólico a producir repetición; sin embargo, para el inconsciente no existe la muerte como representación, la negación inconsciente de la muerte nos ubica en la inmortalidad; por ello, se construye un principio clínico del psicoanálisis “si quieres soportar la vida prepá- rate para la muerte”. Hegel se pregunta si “¿realmente tenemos aprecio por la vida?”, y nos remite al enfrentamiento primigenio de dos hombres, en ese acontecimiento uno no vio en el otro más que al animal, peli- groso y hostil al que trataba de destruir. Por lo tanto, el concepto de vida como autoconciencia no está escrito. Somos, pues, una especie en extinción, la muerte nos marca el paso sin darnos cuenta. En sus reflexiones sobre La dialéctica del amo y el esclavo, Kojeve nos dice “la manifestación del individuo-humano tomado en tanto que abstracción pura del ser-para-sí consiste en el hecho de mostrarse como siendo la negación pura de su modo-de-ser objetivo-o-cosi- ficado; es, en otras palabras, mostrar que ser para sí o ser hombre significa no estar ligado a ninguna existencia determinada, es no estar ligado a la particularidad-aislada universal de la existencia en tanto-que-tal. Significa no estar ligado a la vida” (1980, p. 7). La 40 CARLOS VARELA NÁJERA visión hegeliana de la que nos habla Kojeve será retomada por Hei- degger quien sostiene que el ser es un ser para la muerte. Martín Heidegger explica lo pavoroso a través del concepto deinon, que nombra, comprende, lo siniestro en el hombre; sitúa al deinon como una actividad violenta; así, la prevalencia de lo si- niestro en el sujeto explica su irrupción violenta en casi todos los escenarios, que devienen historia de la civilización. Somos el pro- ducto de un enfrentamiento, de una guerra a muerte por el deseo de reconocimiento como lo afirmara Hegel. La concepción filosófica del ser antes enunciada rebasa cualquier explicación biológica del fenómeno y se ubica en toda actividad del sujeto. El ser es el amo absoluto de la muerte. Podemos decir que la filosofía hegeliana es una filosofía de la muerte. En “La dialéctica del amo y el esclavo”, insiste Kojeve, no hay libertad sin muerte. Alexandre Kojeve, quien dictaba cursos sobre Hegel, mencio- na: “Si el hombre es esencialmente finito, no puede ser plenamente consciente de sí mismo, salvo tomando conciencia de su muerte. Por consiguiente, solo sabiéndose irremediablemente mortal puede el sabio alcanzar la plenitud de la satisfacción” (1980). La tesis psicoanalítica que explica la agresividad en el sujeto es sencilla, la agresividad es provocada por la represión; la represión crea un orden simbólico donde el sujeto deviene en falta, lo que lo llevará a agredir a todos aquellos que se le presentan completos. El niño libra una lucha por sobrevivir, por mantenerse con vida ante las contingencias amenazantes de un mundo real; el niño sobrevi- virá si es capaz de vencer a la muerte, que agazapada en enferme- dades lo amenaza, trátese de virus, bacterias; pero también recae sobre él la amenaza de la separación del pecho nutricio que genera depresión o predisposición a la muerte en el infante. Esta separa- ción física la introyectará como simbólica e imaginaria, la falta real produce alucinación en el psiquismo. LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 41

Para la doctora Martha Gerez la vida está hipotecada por el asesinato del padre; de hecho los hijos al nacer son responsables del asesinato de los padres, nuestra sociedad descansa en la culpa. Jacques Lacan aparece en el escenario del saber con la tesis doc- toral “La psicosis paranoica y sus relaciones con la personalidad”, en la cual analiza el crimen, en aquellos tiempos cuando todavía se creía que era producto del desaseo moral amparado en la estulticia. Dirá Lacan que el criminal para nosotros no es una bestia feroz, puesto que sabe que transgrede la ley. Transgredir la ley está más allá de la perversión, diremos que está del lado de la canallada. Al criminal cualquier llamado a la contención le produce una mueca, mueca que encierra su goce. Lacan radicaliza su discurso y a todos nos ubica, desde el punto de vista estructural, como paranoicos. La paranoia es parte de la “personalidad”, y a esto se debe en gran parte el que sea- mos violentos. El sujeto sublima la violencia a través del arte y de la ciencia. Jerónimo Bosco vierte en sus pinturas la agresividad extrema del sujeto. Los instrumentos de tortura que utiliza, los desmembra- mientos plasmados en su obra aterrorizan al otro, no porque le tema sino porque no sabe hasta dónde puede llegar con tal de gozar. Lo mismo podemos decir de los arsenales de armas creados con la nueva tecnología cuyo objetivo es aplastar, destruir, asesinar al Otro. Inclu- so en las obras de caridad vemos que se oculta un egoísmo reacio pero real. El sujeto es un actor, esconde su agresividad, su violencia, desplazándola, escamoteando lo que hay en él de siniestro. La agre- sividad inscrita en el sujeto pasa de generación en generación; hasta el amor se transforma en su reverso odio-amoramiento. Al criminal se le asigna la etiqueta de antisocial, psicoanalíticamente diré que es un a-social tomado en su objeto (a) por lo que hay de exceso en su acto. El criminal es ese que anda en las arenas movedizas de lo real. Se cree que asignándole un castigo se va a readaptar; pero él está tan bien adaptado a lo real que se desculpabiliza. Ser culpable es acceder 42 CARLOS VARELA NÁJERA a una rumiación mental, pero como el crimen se realiza más allá de la neurosis, digamos del lado del canalla, hay por lo tanto desorden simbólico, o sea transgresión a la ley, y es por ese intersticio donde aparece lo real que define al canalla. En 1920 Freud reconoce que mientras el sadismo parece estar controlado por el principio del placer, no ocurre lo mismo con el masoquismo. El sádico encuentra placer provocando cierto estado displacentero, su ganancia radica en hacer sufrir al Otro. Esto le acarrea beneficios, se satisface a sí mismo frustrando a los otros; aquí vemos aparecer una dimensión paranoica. Nuestra cultura es una tragedia, el sujeto no deja de ocupar su función diabólica jo- diendo al Otro; el resto que queda como culpa ingresará al superyó como sedimento. El superyó no es de ninguna manera una concien- cia moral, sino que es el imperativo de goce en el sujeto, goce en la transgresión, goce en el sufrimiento que se recapitula en el síntoma. El sujeto es un practicable, clínicamente hablando, pero su práctica en el quehacer cotidiano es autodestructiva y actúa en silencio. El psicoanálisis muestra que el delincuente transgrede la ley para ser hallado culpable y que se le administre un castigo, con el cual pagará simbólicamente otras culpas más oscuras que son parte de su histo- ria, de su histeria, de su síntoma. La doctora Gerez comprueba que el superyó unifica el agua y el aceite, cultura y hostilidad van de la mano, caminan juntas en tanto que operan con efecto retroactivo la construcción de nuestra subjetividad, ahí, dice la autora, donde guerra, progreso y muerte lo evidencian. Nuestra cultura no es para la paz. Lacan saca sus propias conclusiones, considera que el goce es un mal porque conlleva el mal del prójimo, esto lo afirma Freud en El malestar en la cultura. Sería conveniente señalar discursos como los de los cuentos de hadas que niegan lo que hay de siniestro en el sujeto; son cuentos blancos donde hay un principio y un final feliz, puerto hacia el que LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 43 invitan a remar a la sociedad. Su objetivo es el éxito, mejorar estilos de vida, en fin, intentan sellar con buenas intenciones lo que hay de siniestro en el sujeto; por ello el síntoma insiste ante la pretensión de hacer oídos sordos a un malestar cultural que es propio de tirios y troyanos. Nadie escapa a esta impronta de la violencia que marca el cuero, la carne, el deseo. Es tanta la agresividad que nos habita que surgieron las reli- giones para atemperarla, y tranquilizar a las malas conciencias. Hoy esa función la realizan magistralmente los humanistas, esos que han espiritualizado el logos. Existe una tendencia natural a la maldad, pensar otra cosa es comulgar con ruedas de molino, o sea, caer en el orden del engaño. Lacan vendrá a decir que el sujeto se pasea, se contornea ante el otro, así deviene víctima al propiciar la maldad del Otro. Villaurrutia decía que somos muertos con permiso. Como mencioné con anterioridad, nuestra historia se sostiene por el mal-desear, es un neologismo que construí para conceptualizar la tesis psicoanalítica de que nuestra sociedad se sostiene sobre el mal. La pulsión de muerte es eso que nos lanza al reencuentro con lo inorgánico, es su función llevar al sujeto al encuentro con la cosa. La pulsión de muerte extingue el deseo, psicoanalíticamente la pul- sión de muerte no es concebida como violencia, sino como ese estado en el cual el sujeto se encuentra en la negatividad absoluta, ahí donde el significante cumple su cometido de amarre. La pulsión de muerte viene a mostrar el dolor de existir que insiste en la repetición. La pulsión de muerte no es agresividad, esta le corresponde más que nada a la identificación. Lacan men- ciona que en este estadio, el sujeto en lugar de romperle la cabeza al otro, prefiere incorporarlo mediante la identificación, vuelve contra sí mismo esa dulce agresividad. La vida no quiere curarse concluye Lacan. Con la vida no se juega. Sin embargo, Sade sostenía que con la muerte del semejante se aportaban nuevas creaciones a la naturaleza. 44 CARLOS VARELA NÁJERA

En esta puesta en escena psicótica, el Marqués muestra una parte de la intimidad, como lo más propio y lo más extraño a la vez. Al sujeto que comete actos violentos se le considera peligroso, sin embargo, esta cualidad que se le asigna al infractor es propia de todo sujeto, nadie escapa a esta circunstancia, el problema es quien evalúa. El evaluador es ese que se siente libre, pero hasta dónde el evaluador proyecta sus fantasías sádicas sobre el infractor, cuando lo castiga en exceso. Lo curioso de todo esto es que el peligroso, llámese infractor de la ley, no solo paga y carga sus culpas con el castigo, también carga las culpas del otro que lo castiga. Aquí en- contramos lo paradójico, el infractor es siempre doblemente cul- pable. Para Foucault el término peligroso es usado para legitimar un encierro, y, cuando se encierra al otro, somos nosotros quienes nos encerramos pues hacemos un acto de expiación, proyectamos nuestros fantasmas en el otro, al cual acusamos y de esa manera nos curamos de la enfermedad; el psicoanálisis no se tragó ese señuelo y ha mantenido una posición crítica al respecto. Freud sabe que la agresividad nace precozmente en el sujeto, incluso, en nuestros sueños asesinamos, nos vengamos, en fin, lo inconsciente enseña sus dientes mediante los sueños. Se ha intentado hacer desaparecer la violencia con educación. Observamos a diario las mil y una metodologías educativas, para acabar con la ignorancia y educar para la paz, estos buenos propó- sitos se quedan en la tinta. El sujeto se niega, se resiste, lo que está en el núcleo de nuestra agresividad es de orden pulsional, éste no puede ser dominado o domesticado puesto que se fracasa. A los niños se les aplican dinámicas, mediante mensajes donde se les pide que no utilicen, ni compren armas de juguete. Para no fomentar la violencia. Psicoanalíticamente sabemos que esto no es cierto, inclu- so, diríamos, que es necesario que al niño se le compre eso y más, ya que de alguna manera tiene que expresar su agresividad; solo LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 45 dándole la posibilidad de trasmitir su odio y coraje hacia nuestra persona podemos sentirnos tranquilos al darle la oportunidad de que simbólicamente nos asesine con esa arma de juguete. De lo contrario ese monto afectivo pulsional se dirige hacia dentro del niño, produciendo en él todos los estados de ambivalencia hacia los progenitores, en los cuales como la punta de un iceberg aparecerá el sadismo; con el tiempo lo veremos descuartizando aves, o bien, desbaratando o destruyendo todo lo que esté a su alcance. Es, pues, necesario mostrarle al niño el margen de libertad para su agresión. Claro que tras esta puesta en escena de la agresividad también es necesario, hablarle, transmitirle por medio de palabras los límites y los excesos a los que puede llegar uno por cualquiera de los cami- nos; es, apalabrando al odio y al rencor, como podemos tener más conocimiento de nuestro ser violento. El psicoanálisis no se propone entonces acabar con la violen- cia, tampoco taponarla, mucho menos promoverla, solo marca la cojera del sujeto, y que todas las posibles soluciones a tal fenómeno no dejarán de ser meros paliativos. Se trata pues de tomar la palabra a la letra sin ingenuidad. Ingenuidad que exageran los modelos exis- tenciales, es otra nuestra apuesta. En el criminal fallan las terapias, la toma de conciencia y aún la propia ciencia en su intención adaptativa. Solo tomando en cuenta la teoría del inconsciente se podrá dar un paso más en el escabroso tema del trasgresor. Todo lo demás son ortopedias integracionistas. El criminal es ese, que para cometer su delito, se sale de escena, realiza un pasaje al acto donde el testigo es un impertinente, y por lo tanto, puede correr la misma suerte que la víctima. La culpa, ya lo dijimos, puede llevar al sujeto a cometer el delito y este lo puede llevar a otro y a otro, porque la culpa no se extingue, se agudiza. Para Freud el crimen obedece a una necesidad de castigo. Uno de los problemas que enfrentamos al abordar al criminal es el modelo 46 CARLOS VARELA NÁJERA salutogénico y dinámico, desde nuestra perspectiva para tratar a este tipo de sujeto que se repite a la n potencia es necesario aceptar los límites, y que la intervención es de orden ético, más que medica- mentoso. Aunque para los funcionarios de la salud lo idóneo sería sedar a estos seres para que no cometan más fechorías, amarrarlos químicamente para que no violenten. Sabemos que esa no es la respuesta, hay en el transgresor una demanda. El ideal médico sería obtener por medio del análisis de sangre el grado de criminalidad del sujeto en cuestión; y así podrían darle la dosis necesaria para imposibilitar actos delincuenciales. De esa manera no se acaba el problema, este rebasa los límites que la biología impone, es un problema cultural, pues la civilización des- cansa sobre el crimen. Se juegan factores psicológicos, sociológicos, y, el más importante: en el criminal lo que opera es su inconsciente. Solo conociendo las determinantes psíquicas inconscientes se po- drá tomar otra posición. El asesinato puede ser considerado de alguna manera como una elección forzada en tanto que lo sostiene una voluntad de goce y se racionaliza como un interés, o bien, como el producto de una amenaza que se vive como angustia. Se mata por dinero, por gusto, por amenaza o por cobardía. El ser humano es traicionado aún en su voluntad. Se asesina cuando no se puede poner un límite a ese goce, que desbordado por el sesgo de la locura, se implanta. Para el asesino no existe la conciencia y menos el remordimiento ya que estos vienen juntos. Ese quiebre de la voluntad hace aparecer lo que hay de trai- cionero en el sujeto pues en él se inscribe un goce trágico, como si pareciera que existe algo así, como una felicidad en ejercer el mal. Podemos ejemplificar lo anterior, con las relaciones cotidia- nas relativas al exceso de cariño y a la sobreprotección. Situaciones que hartan, y en cierto modo se viven como agresiones al Otro “te LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 47 amo tanto que quisiera devorarte”. Toda violencia tiene su cuota, la pulsión. La pulsión es eso que nos toma por detrás lanzándonos al mundo de la insatisfacción. El Estado y las psicoterapias pretenden frenar este mundo pulsional que se vive como irrefrenable. Según Slajov Zizeck hay un fantasma oscurantista que acecha la universidad, es la New Age (Nueva Era), esa que en nombre del holismo se presenta como fiel consorte de lo antiuniversitario, pues pone en escena el discurso religioso en su máxima expresión. Se intenta hacer uso de la cultura para frenar el goce desquiciante. Se ha matado a Dios padre por eso se le rinde homenaje, se le adora, se pide perdón. La culpa es ley que gobierna al sujeto. En el Seminario XIX Lacan afirma lo siguiente “el camino ha- cia la muerte no es otra cosa más que el goce” (1971-72). Dar la muerte parecería ser la moneda de cambio hoy en día, tiempo en que se vive una violencia generalizada, donde el asesinato tiene su impronta de goce, el robo y secuestro sucedáneos de este, el ultraje y suicidio indican que las cosas vienen para mal, donde lo normal sería el mal-dado al otro como condición de existencia.

III. LOS CELOS: FADING DE AMOR

¿Encontraré los nombres, encontraré las palabras para tildar de infame a esta perra que eligió a su esposo para engañar a su amante, y, que llevó al adulterio hasta su punto máximo? Mi amante, ¡la traidora! George Brassens

Sin lugar a dudas, los celos constituyen la parte más irracional, ani- mal del sujeto, pueden llevarlo al asesinato, o bien, a construir en- fermedades imaginarias. No hay nadie que no los haya padecido. Existen celos normales y celos delirantes, estos son ominosos por- que ponen en peligro al otro y a uno mismo. El hecho de que no ubiquemos su peligrosidad obedece a que se saben disimular; ante el celo nos enmascaramos. Los celos lastiman, hieren, marcan y van creciendo como la mala hierba a nivel subjetivo; el celo es un mon- to, un quantum que crece, invadiendo nuestra dimensión psíquica, acarreándonos pesadillas, frustraciones y amargura, que desenca- denan el odio que abarrotado en el sujeto posibilita el asesinato, incluso del objeto celado; por otro lado, los celos tienen una fun- ción creadora, empujan al sujeto a construir… ¡hasta libros!, ya que detrás de ellos está el “no dejarse”, eso que en psicoanálisis ubicaríamos como orgullo narcisista ¿Por qué somos celosos en el plano amoroso? Por una sencilla razón: nunca lograremos gozar completamente a £a MUJER, “por eso se divierte por otros me- dios”: asfixiándola, amenazándola, incriminándola, ninguneándo- la, poniéndola toda en falta. Los celos rompen el frágil equilibrio del sujeto generando pun- tos de fuga libidinal que debilitan su psique enfermándolo; son una historia de dolor y sufrimiento, encierran depresiones y melanco- lías, pero también ímpetu y empuje, deseos de destruir a otros. La

49 50 CARLOS VARELA NÁJERA primera víctima de los celos es quien los padece; para el celoso cada día es un capítulo de una novela, la escribe con pasión. Siguiendo a Freud, desde la infancia los celos que se dirigen hacia el objeto amado se transforman en su meta inhibida, esto es, en pasión. Para Marx esta clase de sentimiento evidenciaba el carácter burgués que coarta el entusiasmo revolucionario. Para Descartes, los celos son esa especie de temor que se relaciona con el deseo de conservar un bien; en términos cartesianos diríamos que solo se es celoso cuando una pertenencia podría perderse; lo anterior es uno de los factores que los conforman, pero hay otros elementos propios de los celos que iré analizando. Freud considera que pertenecen a estados afec- tivos que pueden ser calificados de normales al igual que el duelo, pero a menudo se guardan en secreto. El celoso se vuelve obsesivo; el otro (partenaire) le es infiel; por lo tanto tiene que lavar su orgullo, su honor, hasta con sangre; en esta vivencia está presente el goce, por lo que hay de exceso; sin embargo, podrían estar cobijados por lo real, sirviendo de contención y formando un nudo entre lo real y lo imaginario, en ese sentido, cumpliría el celo una función de suplencia, suplencia del Nombre-del-Padre; porque en la infancia es el padre el que desencadena los celos al ser un padrote dueño de La Madre; el celo en ese periodo se vive como tragedia. Caín y Abel actuaron movidos por ese sentimiento, mismo que lanzó a Caín a la paranoia: todo celoso confunde sus fantasmas con la realidad. En los celos se infiltra la mirada como engaño imaginario, como señuelo que viene a propiciar una prueba de realidad sesga- da, generando un juicio de atribución adverso, que lleva al sujeto a delinquir, a agredir al otro que imaginariamente se completa en su real de ataque. En la infancia, los celos surgen cuando se da a conocer la di- ferencia sexual y el niño/a no la acepta; en este sentido diríamos que tienen un componente polimorfo y, por lo tanto, perverso; LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 51 aún más son acicateados por la pulsión de muerte, es ella, en su plasticidad, quien les da vida. Los celos se presentan en la vida cotidiana por la buena intención, es decir, el bien intencionado, es de entrada, un apasionado del deseo de celos, mismos que pro- pician identificaciones. Los celos aparecen en la mujer interro- gándola por lo que le hace falta, la sitúan en fading, anudándola en su deseo del Otro; ser celoso es preguntarse ¿qué es una mujer? En £a MUJER pueden desencadenarse autopuniciones (mortifi- car al cuerpo); en el caso Aimée, Lacan observa que esta situa- ción trae consigo conciliación y vergüenza, acusaciones falsas y reivindicaciones interesadas que conforman la noción que le ha traído beneficios clínicos al psicoanálisis: la erotomanía, donde los celos tienen su impronta maniaca. Solo hay celos en el ser que habla, porque son un precipitado de real dirigido hacia lo imaginario. Cuando son negados, se cierne sobre el sujeto lo sim- bólico que hace estragos en la vida psíquica, que se desborda en acto violento; el celo es el goce trágico, ese que anula y eclipsa en un instante la razón hace aparecer la locura razonante por el argumento que lo real da, confundiendo en ese instante fantasma con realidad, imaginario con simbólico. Lacan trabaja los celos en sus dos manifestaciones cuando se habla de paranoia: “yo le amo, ella lo ama”. La obra de Shakespeare, Otelo, nos permite ilustrar lo señalado por Lacan. En Otelo los celos irrumpen por la insidia del envidioso Yago, quien le hace creer que existe una relación amorosa entre Desdémona y Casio. Al principio de la historia, Otelo es un personaje heroico, Desdémona se ena- mora de él por su valentía en el campo de batalla. Casio, su lugar- teniente, le ayuda a lograr el amor de Desdémona. Otelo confía en Casio y en su amor por él. En el drama hay una relación directa que podría expresarse así: “como yo, Otelo, amo a Casio, a quien le doy mi confianza, hago de él, objeto de mis celos porque Desdémona 52 CARLOS VARELA NÁJERA lo ama”. Yago desencadena los celos de Otelo, pero en realidad son provocados por el apego y la pertenencia de mí hacia el otro, por lo tanto, producen situaciones paranoicas. Reiteramos que ningún ser humano está exento de los celos, por ejemplo, entre los psicoanalistas la competencia es un modo de desplazamiento del celo, su imbricación del lado del Ideal del Yo se podría decir que es algo así como un experimento de la falta que se desencadena en la creencia omnipotente. En el campo de la psico- sis, se le llama celos delirantes a un estado muy particular donde la erotomanía es su condición de posibilidad. Los celos son un indicador de lo ilimitada que puede ser la crueldad; lo siniestro capturado en lo real desencadena esta señali- zación que distingue al ser humano con respecto a los otros anima- les, por su capacidad y pasión destructiva hacia el otro que aparece como estorbo. Son la posibilidad de marcar un rasgo que lo dife- rencie del semejante, y es ese rasgo el que posibilita que yo y el otro, no se confundan en la identificación especular y narcisista, en esa fusión mortífera con el Otro. La perturbación es el estado del celoso, que se origina en el desencanto provocado por el supuesto encuentro que el ser debería de tener. Forzando un poco la lógica lacaniana, se podría afirmar que el celo está agazapado en la angustia de la cual se desprende con ese tono amenazante, el celo demuestra que no hay relación sexual; pero pone a funcionar otra escena: para poder amar solo lo puedo hacer como mujer. He ahí el filón lacaniano que explica esa defor- mación amorosa a la cual también se podría llamar celo; solo amo siendo no-toda, esto es, amo en pura negatividad, a partir de aquí surge el fantasma de los celos como sostén de suplencia de lo impo- sible de alcanzar por las vías “normales” del amor, otra manera de nombrar la impotencia y lo imposible. El celo también representa el fracaso de la unidad, en tanto “no soy quien porta el falo”, el falo LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 53 es otro, ante esto el sujeto derrama su gota de irracionalidad, por no decir su tempestad. Freud encuentra un paralelismo entre los celos, la paranoia y la homosexualidad (1921). El celoso sufre por el objeto que cree per- dido y se vuelve agresivo con el otro, el rival; para Freud esta clase de celos ocultan el hecho de que se puede ser igualmente infiel; en ese sentido se desencadena el celo hacia el otro como una forma de expiar hacia ese semejante su propio mal; así alivia a la conciencia moral Superyóica de tal infidelidad proyecta en el otro su compo- nente paranoico. El celoso padece un sufrimiento obsesivo. Los celos aparecen a partir de la madre, ella los convoca al amar al padre y/o a los hermanos; la madre es el objeto precioso, es la agalmata. El celoso puede llegar al asesinato del partenaire y de él mismo, incluso de toda una familia, en otras palabras, el celo desbarranca al sujeto a la destrucción del otro; los celos llevan al deseo de darle muerte. En el celoso se juega una metáfora freudiana: “Estoy celoso de usted: lo amo”, aquí se expresa la condición homosexual del celoso; su demanda pretende anular la falta (no soy celoso), pues según el prejuicio del celoso el significante de la falta en el Otro S(A) sería para él inexistente. Lo que el sujeto en este estado convoca es la imposibilidad de que el deseo se despliegue en busca del placer, negándose el acceso al otro como partenaire. Los celos fracturan el inasible falo que apenas se asoma; el falo es recortado como Significante y la pulsión de muerte muestra sus dientes para de- vorar el objeto que provoca el celo; ser celoso es una celada que la pulsión de muerte provoca, es desplayar en toda su magnitud el deseo de transgresión hacia el prójimo. Cuando el celoso expe- rimenta ese sentimiento, queda atrapado obsesivamente en una imagen que lo traga; esta se vuelve absoluta hasta que genera el vacío psíquico, un gran hueco que devora la imagen inexplicable 54 CARLOS VARELA NÁJERA que sostiene al Yo. El sujeto que lo sufre queda fracturado ante la mirada del partenaire que se dirige al otro, al ser desinvestido, queda desnudo, avergonzado, encolerizado, intenta destruir lo amado des- de el fading. Veamos al gran Freud: este amo derrapaba por Martha, era un celoso victoriano y empedernido, que no perdía la ocasión para amenazar en el tono más dulce a su bella amada. Freud era atormentado por el narcisismo que lanza al sujeto a la frágil creen- cia de la univocidad; él se ubica frente los celos como un ser herido, porque la impotencia de estar cerca de Martha, lo trastornaba, celos polimorfos que en su desfiguro lo lanzaban a la creación y a apresu- rar su sometimiento: casa-miento. Si los celos guardan una relación directa con la homosexuali- dad se conjuga entonces en todo celo un pasaje erotomaníaco que sostiene del lado de la paranoia al celoso. Toda experiencia amorosa se funda en la suplencia, los celos son la aparición de la increduli- dad: “a mí no me puede pasar eso”, en su desencadenamiento algo se ha forcluido; esto puede ser, por qué no, su singularidad, eso que lo hace único en tanto sujeto de experiencia. El celo fractura lo que hay de singular, realiza en el sujeto un proceso de sustracción, le resta la singularidad, lo despoja de ella, lanzándolo como dese- cho, haciendo que el amor en su dimensión de engaño aparezca como su reverso: el odio, y entre el amor y el odio hay un paso, el tercero en discordia, siempre el otro… Los celos son el subrogado de la pasión del neurótico, cuya inscripción atempera el deseo y se desencadena el goce en la mujer erotomaníacamente, en el hombre paranoicamente. En psicoanálisis se distinguen los celos infantiles y de los celos amorosos. Según Lacan los celos amorosos ocultan un deseo de infidelidad y se proyecta sobre la persona amada que se manifiesta en un deseo sexual del rival, entonces diré que el celo se comporta como un goce siempre fuera de la palabra. LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 55

En Psicología de las masas... Freud menciona que en los celos se da una especie de identificación en exceso, donde el celoso se enmarca en una ingenuidad supuesta; para Lacan se trata de un proceso identificatorio. La identificación es un mal necesario para el sujeto, siempre y cuando no se patologice. Hoy observamos a los terapeutas que lanzan la demanda a sus pacientes de: “no seas como él, se como yo”, el otro aparece como permisivo en tanto que castra. Lo malo de la identificación es que crea copias, este es un abuso de la identificación, ya que contribuye a empeorar las cosas entre los seres humanos. El celoso que se identifica con sus celos se pavonea bajo un superyó “invencible” asumiendo la función del Urvater, dueño del goce del otro, esto se presenta, incluso, del lado del terapeuta Pigmalión, que en su imbecibilidad cree que el pacien- te le pertenece rompiendo con el quehacer real de la clínica. “El otro no tiene lo que yo tengo: el objeto (a)”, por otro lado, es necesario trazar los rasgos implícitos en la identificación, esto compromete al sujeto en el orden social hay agresividad cuando entre enamorados se reclaman, lo que esto pone a trabajar es una exclamación que intenta taponar la impotencia. Existe una relación aparentemente directa entre celos, avari- cia y envidia, cada uno de ellos son postraciones de esa relación especular donde el narcisismo se mantiene, no sin consecuencias. Podríamos describir al avaro como un ser cuya pobreza es exage- rada, nada lo sacia, es sometido por la desmesura, en su pretensión patológica quiere tenerlo todo; el avaro pretende borrar su castra- ción, causada por la envidia del Otro completo, y el celoso duda obsesivamente de tenerlo todo. El psicoanalista sabe que los celos no son un sentimiento, son el producto de una experiencia identifi- catoria que se da como residuo de esta, por lo regular en la infancia con el hermano. El celoso es un insatisfecho, es un “despechado”, comenzando con la madre y siguiendo con el partenaire, ella también 56 CARLOS VARELA NÁJERA lo despechó (le quitó los pechos). La mirada vehiculiza de manera parcial los celos observando cómo su pareja acaba por entregarle el pecho al Otro. La mirada del celoso es fulminante, diría mortífe- ra pero es disimulada. En la literatura los celos son representados como un elíxir venenoso que corre de la mirada al corazón, envene- nando cada cavidad; el celo tapona el hueco y el sujeto por ese ins- tante queda “desimbolizado”, a esto lo llamaríamos resto de celo. El celoso escudriña, intenta ir más allá de lo aparente, lo que no implica ninguna dificultad ya que la situación lo enferma, se vuelve paranoico y se construye como gran escrutador, mientras su mirada traspasa lo real creando escenarios imaginarios, pero dentro de una situación paradójica: no comparte la escena en su representación, está desrepresentado y sobre todo fuera del escenario, es un mirón incómodo, al que solo le queda su desfallecimiento homosexual. Goza en la identificación con el Otro a quien mal-trata, ya que se encuentra en esa disyunción dialéctica, es el tercero excluido. El celoso es un desecho en el amor, es pasión, es el último reducto del amor, es cuando el amor no-da para más, quedando entonces su desecho, el celo. La mujer que provoca el celo juega con el varón, no escatima en provocar los juegos, ser celoso es negar la falta; por lo tanto, el celo opera una desconstrucción en la vida amorosa, como consecuencia lógica del amor. El celoso quiere el objeto sin tomar en cuenta el deseo, pues si se cela se niega el deseo. Los celos también implican un modo de gratificación mediante un matema S(A): Quiero al otro para mí. Anteriormente señalé que en el celoso aparece un desfallecimiento donde asoma la homosexualidad, esto puede ser un malentendido y a la vez un tropiezo en el campo del psicoanálisis, dejemos a los creyentes que ellos lo expliquen ya que sus explicaciones son un tanto más ad hoc; me referiré en todo caso a que el amor es narcisista ya que cuando se ama no se trata de sexo, sino del “Ex”. Lacan llegará a decir que cualquier amor es homo- LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 57 sexual, apunta que el núcleo amoroso y sexual de toda mujer es homosexual inicialmente. Los celos son una irrupción del afecto que no puede inscribir- se psiquicamente a no ser en su metabolización de goce, sobre todo cuando apunta a la disolución del Otro. Existe en su naturaleza una lógica de la disolución del otro cuya impronta es la de la amenaza a esa imagen completa que el espejo sostiene desde una realidad virtual; es esta la patología del celo que encarna el narcisismo, la po- sibilidad de resquebrajarse frente a la desvalorización de ese otro, el tercero en discordia. El sujeto que padece celos es un ser descom- pletado, es alguien que se acercó demasiado a la herida narcisista de la castración; ante esto el sujeto se desorbita y aparece la queja y el enojo correlativa a esa confrontación con la falta. Lo más doloroso es aceptar que fue cambiado por otro, le duele la castración, lo que produce un desbarrancamiento de la organización corporal, que en el estadio del espejo se había construido; haber sido reemplazado por otro lo confronta con su diferencia que lo perturba psicótica- mente, la diferencia lo anula, pero sobre todo si es mejor que él. El ser se completa a través de la destrucción, desde una posi- ción sádica. El malquerer sería lo propio de esa lógica afectiva que representan los celos, concepto que esconde una metáfora celo-losé; el celo sería entonces eso que viene a acabar con la y ocupa el lugar de la certeza, es de hecho de certeza. Los celos ponen a trabajar el fenómeno de lo femenino como semblan- te, ser negado porque no tiene el atributo fálico que el otro sí, esto es para él un empuje delirante que lo mueve a suplir esa carencia, recomponiendo esa fractura por medio de la agresividad hacia todo lo que representa el Otro. El otro es una figura de la pasión que des- encadenará una envidia inobjetable porque el objeto de adoración que representaba él ya no está, “cedió”. Si no cumple la función de objeto libidinal para el otro, cede el encanto y confronta al sujeto 58 CARLOS VARELA NÁJERA con lo descarnado de lo real que produce locura, ya no motiva a la amada. Se produce un daño colateral con la imagen del espejo, la unidad simbólica e imaginaria se viene abajo y queda lo real descar- nado empujando al sujeto a la oscuridad psicotizante. Pero los celos también se mantienen sobre la incógnita: qué quiere de mí la mujer, aún más, por qué no me quiere, qué me hace falta, qué no la satisface de mí, y sobre esta castración nacerá un sufrimiento psíquico con serias consecuencias. Queda aturdido por el medio-decir que lo descompleta amputando su filiación fálica, pierde entonces la compostura; si no salva la unidad imaginaria que su amada negó, se arrojará a los brazos de la muerte consuelo ab- soluto del que sufre. El sujeto ha quedado suspendido pero a la vez en fading para su amada, que se convierte de amada en amala, repre- sentando el mal que padece en carne propia, mala y maldita por la cálida oferta de amor que rechazó. El celoso es desprendido de sus pasiones, éstas lo rechazan, lo asfixian, lo enloquecen, está desen- cadenado, intentando romper los lazos del oprobio ante el estatuto de no ser nada para la otra (la antes amada). Lo que él representaba se vuelve desecho para £a MUJER, ahí está lo complejo. El amor no necesariamente es superficial, pero se sostiene con un solo pie en el estribo, se ama en función de que se puede perder al otro; se ama cuando el objeto preciado es deseado por los demás, si no de acuerdo con Freud, el objeto amoroso no tendría sentido. Podríamos aventurar la hipótesis de que en el celo padecido por el ser prehistórico por su territorio se encuentran los rudimen- tos mínimos para explicarnos que el celo derivó en enlace socia- lizante, demarcando a la vez territorialidad, dominio del espacio; si no se respetaba su territorialidad no había por qué no matar en masa a quienes pretendían robarle sus espacios. El celo siempre deja marcas, la nostalgia es una de . Más allá del amor perdido, la nostalgia es un intento de recuperación, se- LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 59 gún la exégesis lacaniana. También existe en todo celo resentimien- to, que se manifiesta en un decir obtuso, habiendo cosas que no se pueden decir, porque el lenguaje se encuentra afectado, enfermo por un tercero. En los infantes los celos se acercan a la envidia, producen en el bebé ansiedad, es fundamental subrayar esto, pero sobre todo que portan un componente libidinal narcisista; los celos infantiles son el producto de un estadío que podríamos nombrar como “normal” y que se tiene que trascender para poder hablar de un desarrollo óptimo del bebé. Los celos implican en su infraestructura un llamado a que to- dos los fantasmas cojan con el objeto celado, en otras palabras, la pareja se acuesta con medio mundo. Son un disparador de pasión perversa; son patrimonio de un deseo trascendental, pequeña reli- gión en la que vive quien los padece, su pasión es una letanía de la creencia. En ese sentido no puede negarse su carácter religioso, vive en éxtasis con su cuerpo, se contorsiona para espiar lo que queda de su amada en él; la posee fantasmáticamente por lo que es lanzado a la plegaria del asesino. En los celos se juega una triangulación, esa es su santa trinidad: él, ella y el otro, tres nombres distintos y una sola castración verdadera. La cuestión de los celos en la mujer se vive bajo la noción pita- górica del uno en sí mismo, no hay dualidad posible, el narcisismo no lo permite, ella es la única. Los celos producen una asíntota cuando se trata de una suposición y de un ataque sin motivo. El sin-motivo es lo automático que se desencadena de los celos que va en pos de una víctima. Parece que en la lógica del encuentro trágico con el otro hay una reivindicación de eso que en su momento se vivía como frag- mentado. El amor de unos y otros es, de entrada, distante, en tanto que es imposible mantenerlo todo el tiempo arraigado en el otro, de ahí viene la función de los celos bajo la lógica de la frustración. 60 CARLOS VARELA NÁJERA

Marcel Mauss en su texto Ensayo sobre el Don, menciona lo si- guiente: “se puede probar que las cosas objeto de cambio […] tie- nen una virtud que las obliga a circular, a ser entregadas y devuel- tas”. Los celos se pueden precipitar como un don funesto que en su circularidad lleva inscrito el goce; pero el recorrido de los celos siempre es hacia un callejón sin salida en el que se encuentra solo la defenestración del otro. A mi juicio todos los libros de Freud revelan lo más verdadero del sujeto; en su texto Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad (1921), Freud señala ciertas caracterís- ticas sobre la dimensión del objeto que nos ocupa, por ejemplo: dolor por lo que se cree perdido, sufrimiento por ese resquebra- jamiento narcisista que implica una dimensión de falta de objeto amado, agresividad e irritación hacia todo aquello que se presente como contrario a uno. Freud trabaja los celos, los denomina “celos proyectados”, pues normalmente el celoso es una persona infiel, pero este tipo de infidelidad se juega en los planos latentes que con- tornean, en su aparición inconsciente, el llamado a la finitud del su- jeto. La infidelidad se experimenta como una represión, desde este lugar acicatean al sujeto a transitar por el camino de lo reprimido en su función de automaton. Un sujeto que padece celos delirantes diría que su mujer lo engaña con otro, pero con otro hombre que no es él. Ella lo ama, o sea, ella su mujer, ama a ese otro que es el rival; por ello la vigilará incesantemente argumentando que la ama sin medida y que ella solo le pertenece a él. Si esta mujer hace algún movimiento, a los ojos del celoso delirante es una provocación a su autoridad ama- toria, eso basta para desencadenar la agresión lanzando la palabra furiosa que atraviesa los oídos del otro, levanta la mano amenazante prohibiéndole que vea a otros hombres; el partenaire se vuelve un cuerpo sufriente, una víctima. Se presenta aquí una situación difícil LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 61 de resolver, pues mientras más se reprima la agresividad, más para- noia se produce. La relación de pareja siempre se encuentra en riesgo, pues la infidelidad acecha persistentemente; la infidelidad se experimenta en representaciones e ideas desbordadas en fantasía (por ejemplo, soñar con mujeres exóticas) que se convierten paradójicamente en su enemigo fantasmáticamente porque ese otro le arrebatará a las mujeres; se produce entonces en la pareja una lucha constante contra las tentaciones de tener a otro u otra producto del fantas- ma erótico que se pasea a lo largo y ancho de lo psíquico. Todo sujeto que niegue tales impulsos será un total engaño, pero los engañados tarde o temprano se desengañan, aun así es tan grande la tentación que provoca la proyección de estos deseos culpando al otro de ello y el yo como siempre fracasando. Si representamos al amor con un nudo, el celo sería lo que lo deshace, entran en el celoso y su celado; se desata un redondel y aparece el pasaje alucinatorio hacia el otro, el sujeto enloquece de celos. Cuando se rompe un redondel aparecen algu- nos shifters emocionales: desbordes alucinatorios, somatizaciones, shock nervioso. Pero otra cosa se juega en los celos, la imposi- bilidad de garantizar lo “estable de la pareja”, quien los padece juega a la irresponsabilidad en su actuar acusatorio; llama desde su delirio inconsecuente a aquel que según él lo engaña con el otro que fractura la confianza depositada tras un acuerdo mutuo. El cónyuge es responsable por lo tanto del sufrimiento que acusa el celoso, el acuerdo de amor mutuo ha sido destronado por un otro fantasmático sin falta, que lanza al celoso al goce excitante de la paranoia. Los celos no son una prueba de amor como se cree popu- larmente, ocurre que el amor, como afecto, es avasallado por los celos, porque el amor se sostiene por esfuerzo y por represión o 62 CARLOS VARELA NÁJERA censura hacia el otro cuerpo que aparece como deseante. El celo es el apresuramiento de la degradación de ese orden amoroso que se sostendría por lástima. Difícilmente el amor puede existir sin ellos, celos y amor son elementos contingentes y necesarios, el celo también se manifiesta a través de la rabia que es portadora del odio contenido y lleva al sujeto a acciones límite tales como el asesinato. Cuando esto ocurre hay una posible disminución del afecto celoso, es decir, cuando hay un acto de venganza, los celos caen; se puede decir entonces que ellos son una deformación amorosa, se trata en términos clínicos de la patología del amor, en fin, lo que se diga se ubica como fading de amor. El sujeto víctima del trastorno aquí estudiado, pierde el beneficio del cuerpo del otro deseado. Lo que sostiene el dócil lazo amoroso es la amenaza que representa la infidelidad, y de esto surge la angustia amorosa. Durante el juicio contra O. J. Simpson, acusa- do de haber dado muerte a su esposa por celos, declaró ante el gran jurado que, suponiendo que hubiera cometido ese crimen la causa era que “la amaba demasiado”. Desde ese planteamiento el amor es una pasión peligrosa. El asesino que hace del asesinato un culto es un celoso com- pulsivo, en el caso del enamoramiento, y por otro lado, el celo pue- de llevar al suicidio al sujeto en un arranque de locura extrema. La paranoia producto de los celos la vive al fantasear la in- fidelidad de la amada homosexualmente, así el sujeto anticipa la victimización de su pareja; ella devendrá su presa y él su ver- dugo, ya que desde su paranoia quiere tener la certeza de su partenaire “ella lo ama”, llevándolo incluso a un arrebato de nar- cisismo: “yo no soy quien lo ama”. Hasta aquí se está jugando la posible victimización y la posibilidad lógica de la extinción de lo amado bajo la certeza delirante y loca de que ella lo ama; desde esa desmesura se aferra de manera brutal a su cuerpo, que en su lógica LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 63 territorial sienta el precedente de la muerte. Los celos delirantes engendran un victimario brutal, la muerte en sentido heideggeriano es uno de sus componentes. Lo anterior no tiene que ver con la infidelidad o con la traición, sino con el orden imaginario desde la que adquieren su dimensión insólita, asociada directamente con la castración; así el sujeto celoso vive una realidad hecha de retazos; su delirio es un resto de lo siniestro que el bien no puede exorcizar. Podríamos decir analíticamente que el que ama en posición delirante (celos) a quien ama realmente es a su rival que a sus ojos aparece como un sujeto más viril al que se somete, es el padrote que le quita a su amada y en esa relación paradójica de amar, el rival sostiene su convicción agresiva homosexual.

IV. AMOR-IRSE: EL SUICIDA

La muerte no es abordable más que por un acto. Aún para que sea logrado es preciso que alguien se suicide sabiendo que eso es un acto, lo que sólo sucede muy raramente. Jacques Lacan

Nuestro inconsciente es tan inaccesible a la representación de la muerte, tan ávido de muerte para con los extraños y tan dividido (ambivalente) en cuanto a la persona amada, como lo fue el hombre originario. Sigmund Freud

El suicidio es un acto intencional, un deseo inconsciente realizado, es la voluntad que se doblega ante el deseo del Otro, es una opera- ción de remiendo; con el pasaje al acto suicida se intenta resarcir un orgullo, una culpa o un sufrimiento. El desvanecimiento de lo moral es lo que propicia el acto suicida. En términos freudianos el suicidio sería un acto fallido pero realizado, sería pues, parte de las formaciones del inconsciente. Históricamente el suicidio se ha realizado con diferentes fines desde los rituales, donde se impone la lógica del sacrificio, hasta los punibles, esos que rompen el mar- co jurídico de la ley, entendiendo que el cuerpo no nos pertenece sino que está regulado por el Otro. Durkheim llama suicidio a toda muerte que resulta mediata o inmediata de un acto positivo o negativo, ejecutado por la propia persona a sabiendas de que habría de producir este resultado (1897).

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Parece intrascendente que el suicida realice su acto por cobar- día moral, sin embargo, es su manera muy particular, muy individual de expiar sus culpas, ya que seamos culpables o no, le debemos una muerte a la naturaleza, según el discurso freudiano. Para Lacan el suicidio es el acto plenamente realizado, es un acto de renuncia- miento que conlleva un componente ritual, tal es la autoinmolación. Hay significantes que producen horror, el Significante Suicidio es uno de ellos. Es un Significante que atrapa y pone en falta, lanza un murmullo inoportuno. Los intentos de suicidio son un llamado que pregunta en espera de una respuesta, si esta llega a tiempo el sujeto se salva; si al llamado le ponen oídos sordos, el acto suicida se realiza. Para Lacan, con el acto suicida también se busca lanzar una mirada de reproche. El suicida es igualmente abarrotado por un duelo que elimina su intermediación simbólica, este duelo lleva al sujeto al vacío, a la nada, sufre entonces un ataque de pánico y se suicida. En ese instante el sujeto se confronta con la nada, esta disolución lo devora “no queda nada por hacer”; el suicida, rompe sus lazos con la metáfora paterna, con la Ley; se diluye y en su lugar queda el sacrificio mítico, el sacrificio original que se realiza en el nombre del padre. El sujeto suicida no soporta su fantasma ($ a), se lanza por entre los bastidores del losange, rompiendo su pobre organización corporal, fragmentándose en mil pedazos, negando su cuerpo, despedazándose. Allí el narcisismo cumple su cometido con su impronta mortífera, mastica el cuerpo porque dos no caben en uno y el cuerpo de carne y hueso sale perdiendo, en ese instan- te se alían narcisismo y goce, desbarrancando al cuerpo. El goce con su infertaz mortífera imposibilita que lo simbólico del cuerpo libidinal se defienda, quedando a expensas de la pulsión de muerte que el tánatos consume. El sujeto que hace el pasaje al acto, lo que busca es hacerse invisible a los ojos del Otro, mirada que tasajea, que corta, mirada que traspasa y genera sufrimiento, mirada asesina, LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 67 aterradora, mirada frenética, mirada de pánico, de terror. Volverse invisible a la mirada es la función de muerte. No podemos dejar de lado una manifestación particular de este fenómeno: los suicidios que ante desastres financieros se pre- sentan como salida, como ganancia ante una situación devastadora de quiebre (empresa, compañía, etc.). En esos casos, el suicidio se ubica como un plus, como una pequeña inversión con saldos malo- grados; este es un efecto del capitalismo salvaje, que el imperialismo ha creado con su domesticación de una lógica perversa del mercado donde el Fondo Monetario Internacional dicta las bonanzas de sus filiales. Pero qué pasa cuando el suicidio no se logra, independientemen- te de las veces que se intente; pasa que cumplió en parte su cometido, tal vez partes de su cuerpo mueren, pero su condición psicológica es la de un muerto caminando, es por eso que su deseo se ve cumplido, la muerte ya se ha desencadenado solo es cuestión de tiempo. Nuestro cuerpo es un cementerio de fantasmas que muchas veces nos arrebatan la vida (Varela, 1985). Existe complacencia del inconsciente por nuestra muerte como satisfacción pulsional, nos aporta todos los elementos para un buen morir; ante el público lo inconsciente elabora la muerte como espectáculo, un colorido mor- tuorio. La muerte siempre ha sido uno de los espectáculos más llama- tivos; suicidarse es intentar separarse de un tajo de la alineación que nos sostiene como sujetos, se intenta romper con una identificación, hacer un acto de denegación del placer; buscarse y administrarse una determinada forma de morir, porque el individuo, cualquiera que sea, que está decidido amor-irse tiene un estilo que remite a un orden imaginario; pero en términos generales el suicida intenta morir lo más rápido posible, forma de agilizar ese pasaje y de disminuir el dolor. Algunos psicólogos afirman que los suicidios son más frecuen- tes en familias disfuncionales, pero ¿qué familia no es disfuncional? 68 CARLOS VARELA NÁJERA

Si pensamos desde el punto de vista psicoanalítico que cada ele- mento que compone el núcleo familiar se sostiene por su deseo, es obvio que va a actuar de acuerdo al deseo que lo habita, aunque siempre sea fallido, no como lo dice un reglamento ni mucho me- nos la tradición familiar. Es más, de toda familia tradicional surge una disfuncional, entendiendo que el sujeto es experto en romper las reglas. El tema de la muerte es más común entre la población juvenil que se ubica al lado del ideal; los movimientos darks hacen apología de la muerte, el imaginario social orienta la convivencia hacia lo pútrido; si no se comparte ese ideario, nada se comparte. Existe una fascinación por la sangre y por lo inútil. Algunos adolescentes asumen una filosofía existencial vacía, como la existencia misma, a la cual intentan llenar con idealizaciones donde los mensajes de muerte taponan ese vacío. Jóvenes que ante la soledad más triste, la soledad extrema, construyen la depresión que los lleva a inmolarse en el nombre de un ideal, también en el nombre del amor, mutila- ción y sexo son otras formas que expresan ese vacío. El suicidio como acto logrado, se analiza, unicamente, en función de la muerte como si para el suicida la muerte representara su ideal. Lo que presentifica el suicidio es un fracaso aún cuando se logre, es la subjetividad la que se resquebrajó. El suicidio se aborda como conjetura porque el pasaje al acto encierra un silencio, un gran silencio, las reflexiones del hecho pertenecen al discurso ana- lítico el cual intenta obtener conclusiones, silogismos e inferencias, pero, una cosa es real… el suicidio, es lo más real que le acontece al sujeto. Si no hay relación sexual en el acto, tampoco hay acto suicida, sino que los dos están suspendidos; la no relación sexual, el no acto se dan en función del fracaso, aunque el sujeto gane con su muerte la expiación, en ambos casos se trata de una falta de lo que debería de haber habido y no hubo a nivel psíquico: la contención. El suicidio LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 69 es un acto sin sujeto, se sale de escena al atreverse a romper con los procesos de anudamiento y alienación. Lacan menciona que el acto suicida, aunque ganado, es un acto fracasado: “porque no es necesa- rio que permanezca como tentativa para ser igualmente fracasado, completamente fracasado desde el punto de vista del goce”. El empuje a la muerte se produce a partir de un estado depresi- vo, no es el único, pero me interesa pensar la inclinación a la muerte como una puesta en escena que puede tener su origen en la cobar- día moral. El suicidio es una demanda de respuesta a la pregunta ¿qué quiere el Otro de mí?; la respuesta del suicida es el silencio, donde la pulsión cumple una función: desaparecer al sujeto ante la pregunta del Otro insoportable. La desaparición del cuerpo cuando un sujeto se melancoliza por la pérdida del otro, es letal para el inconsciente. Lo que no acepta es que ese otro lo representa a él, y ante la pérdida del otro él se pierde en términos imaginarios. El suicidio, por lo tanto, es, de entrada, un desecho para el inconsciente, desecho que se ubica como ganancia primaria a nivel metapsíquico y que lanza de la mano del objeto a un abismo. La muerte se vive como oposición al placer cuando el sujeto se la administra; la muerte nada quiere saber de la erección, se abraza a lo mortífero que le queda pero como goce. Freud menciona que la muerte nos vuelve a reincorporar al seno materno; la muerte, por lo tanto, es restitutiva, volver al polvo si polvo somos, devolverle al Otro la imagen que en un estado de anticipación le robamos. Se devuelve la imagen y se deja de desear en imagen, el cuerpo sin deseo, sin imagen se corrompe, se hace carroña, es devorado por el fuego o los gusanos. El suicidio en la melancolía es un acto fallido pero que se sostiene por cierto guiño de goce. Cuando lo simbólico se tensa, surge la emergencia, es algo así como una exigencia intrapsíquica de elaboración de un acto deses- perado-esperado; el sujeto se suicida porque hay un Significante que 70 CARLOS VARELA NÁJERA en su combinatoria le invita a romper esas barreras de goce, es un punto de fuga la tentativa de suicidio, es una huida contra ese goce mortífero que con sus dientes lo quiere devorar. Ser asistido por la muerte en el acto suicida es llegar al mundo real, mundo sin inter- mediarios, mundo en el que domina lo absoluto; o sea un principio de nirvana atroz donde la dialéctica no tiene sentido porque en lo real el sentido no tiene sentido según Lacan. La muerte es eso que corrompe la regla, la ley, la lógica y la dia- léctica, es un goce constante y absoluto, donde el goce queda petri- ficado y es hasta ese momento cuando el goce se presentifica en el rostro del muerto; en ese instante el goce se deja ver para dejar de ser… Freud nos lanza una ley, que querramos o no, nos cobija: es la ley del inconscientedonde somos inmortales. Ante la muerte somos sólo meros espectadores; somos tan inconscientes de la muerte que el niño hasta los cinco años sabe de la muerte por lo que ve, pero no la resignifica, no le da el estaturo de pérdida, que el adulto le atribuye, de hecho si el vecino muere, descansamos porque todavía tenemos la certidumbre de vivir otro día más. La muerte siempre es ajena, es del Otro, por lo tanto la ubicamos como un accidente, pero también cumple una función azarosa: hoy no me tocó a mí tal vez mañana, la muerte conlleva en sí misma una función de tyché y de automatón. Cuando un sujeto se suicida reflexionamos horas o días, ya que si nos la pasáramos reflexionando sobre la muerte del otro no avanzaríamos en nuestra vida, puesto que las ilusiones, fantasías y proyectos se nos vendrían abajo si aceptáramos que somos finitos; es mejor engañar- nos mutuamente con la inmortalidad inconsciente e intentar gozar (con la muerte) es lo paradójico. El presunto suicida (que somos to- dos) elabora inconscientemente sus formas de muerte, él de cualquier forma quiere partir, es un viaje sin marcha atrás. El suicidio tiene un sustento simbólico en tanto huida o esca- pe, si el cuerpo aprisiona al ser en su huida, para el suicida el cuerpo LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 71 es algo asfixiante, intenta prohibirle algo, tal vez el placer o el goce del sufrimiento; el suicidio pasaría a tomar parte también de una formación del inconsciente por el nivel de compromiso que elabora a nivel de ganancia. El sujeto que se suicida no imagina a su cuerpo como cadáver, mucho menos reflexiona sobre lo bueno o malo de la ejecución. El orden moral sí existe, pero está dañado. En el suicida se juega un resto de envidia, ya que se envidia a quien se atrevió morir, esto para ellos es una invitación a quitarse el temor; si bien es cierto que, no pueden esperar a que sea la providencia quien les mande un infarto, aceleran su muerte ayudándose mecánicamente. Para el suicida su muerte es su derecho, le pertenece, puede hacer uso de su libertad sin menoscabo alguno. La eutanasia es otra manera de nombrar al suicidio cuya particularidad es que es asistido, en muchas ocasiones por el “Doctor” muerte, que en paz descanse. La muerte se juega como asistente en algunas personas que han cargado con un dolor orgánico producto de una enfermedad degenerativa, no buscan en la muerte más que su auxilio, la buscan, la imploran, dice Freud, como su más grande benefactora. Muchas veces a la muerte se le saluda como salvadora, como refugio, o bien como única salida, de hecho, siempre ha existido un culto a la muerte, recordando que cada día morimos un poquito. Freud durante muchos años de su vida estuvo torturado por la enfermedad y la posibilidad de morir, tenía deseos heroicos de quitarse la vida, de hecho él padecía estados hipocondríacos “irregulares”; sin embargo, no le temía a la muerte, la añoraba, la acariciaba, porque sabía que si no hay representación psíquica en el inconsciente de nuestra propia muerte, no hay, por qué temerle a la muerte:

Nos resulta absolutamente indiferente el saber si se puede probar o no que la muerte en los protozoarios es una muerte natural […] las fuerzas de pasión tienden a conducir la vida a la muerte, bien podrían 72 CARLOS VARELA NÁJERA

actuar en ellos desde un principio; empero, sería muy difícil tener una prueba directa de su presencia ya que sus efectos están enmascarados por las fuerzas que conservan la vida […] Aún en el caso de que los protozoarios fuesen inmortales como lo quiere Weisman, su tesis, que convierte a la muerte en una adquisición tardía no es válida para los fenómenos manifiestos de la muerte y no inhabilita ninguna hipótesis relativa a los procesos que tienden a la muerte” (Freud, 1920, p. 44). La reflexión freudiana sobre el suicidio inicia a partir del caso de la hermana del Hombre de los Lobos, donde afirma que cuando el sujeto fantasea su suicidio en términos neuróticos este “deseo de muerte” disminuye. En Psicopatología de la vida cotidiana, Freud relata la decisión de un paciente que por una perturbación sexual incurable, se suicida. La muerte para el sujeto que se suicida es una pizca de lo subli- me, él elige la muerte o la muerte lo elige a él; suicidarse es otro modo de gozar, pero es un gozo que tiene un inmenso costo para el sujeto. Para Freud el suicidio es “una salida, una acción, un desenlace de conflictos psíquicos y, lo que corresponde explicar es el carácter del acto y de qué modo el suicida pone fin a la resis- tencia contra el acto suicida” (1908-1910, p. 69). La elección de la muerte se hace de manera consciente, o sea, se ejerce de manera voluntaria, claro está, sin menospreciar el operador inconsciente que lo hace consciente. En 1920 Freud descubre que en los seres vivos reposa el de- seo de la muerte. Todo suicidio es la anticipación en acto sobre el cuerpo, una agresividad vuelta contra la propia persona bajo una dinámica pulsional muy propia, donde la identificación juega un papel fundamental a nivel clínico. La melancolía y la depresión son pequeñas muertes donde el deseo inconsciente se ve eclipsado por la necesidad de muerte; recordemos que entre deseo y necesidad existe una gran distancia según Lacan. Otra pequeña muerte que el LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 73 sujeto se autoaplica es la retribución de la culpa hacia sí mismo por todo el daño que ha deseado al otro. El psicoanálisis descubre que el sujeto muy a su pesar, se tiene que preparar para soportar la muerte, de hecho, la estructura del sujeto es suicida; entre los numerosos ejemplos sobre esta tendencia del ser humano acudimos a uno que la ilustra en múltiples aspectos, me refiero a los órganos educativos y culturales que nos alertan sobre situaciones de peligro tanto in- dividuales como sociales; pero no nos interesa escuchar, la conse- jería sale sobrando porque hombre y mujer hacen lo opuesto a su bien. Hay entonces una tendencia al mal o lo que es lo mismo una tendencia suicida, existe una felicidad maligna en cada ser; el sui- cidio es el producto de nuestras miserias psicológicas y materiales. También existe el suicidio masivo, por ejemplo, el de Waco, Texas o de la Guayana Francesa, de la secta “El Templo del Pueblo”; en los suicidios colectivos se juega por lo regular un fundamentalismo religioso, es claro que la pulsión de muerte siempre hambrienta nos con-voca para devorarnos; si somos modelados desde la pulsión es obvio que la muerte es un plus que la pulsión otorga al cuerpo em- pujando con ello a un encuentro siempre fallido con lo real. El suicida lanza su demanda por la ventana, ya que para él está prohibido vivir, es un mensaje muy perturbador el que expresa su demanda: darse muerte. En su seminario R. S. I. 1975, Lacan afirma que la muerte no es abordable más que por un acto, todavía para que sea logrado es preciso que alguien se suicide sabiendo que eso es un acto, lo que sucede muy raramente. Es suficiente con ser un buen observador para saber de buena fuente que la muerte es un acto fallido. De acuerdo con Freud, el suicida toma la libertad por su mano, y… muere; no juega a hacerse el muerto, todo lo contrario el único acceso a la muerte es su verdad, la verdad sostenida en un hilo, mientras busca su modo de morir. El suicida es un exagerado del 74 CARLOS VARELA NÁJERA sentido, todo lo toma en serio hasta que queda rígido en su serie- dad, diré ¡seriecito!, muy seriecito (rigor mortis); es riguroso, lo que busca es servirse del intercambio simbólico, de hecho no tiene que intercambiar nada más que su cuerpo entregándolo totalmente al Otro, incluso por qué no, al Otro gozoso: Dios es inconsciente (Regnault). El obsesivo siempre se hace la pregunta: ¿Estoy muerto o estoy vivo? Bajo esta lógica la muerte se inscribe como una falla. Lacan en 1974 afirmaba: “El suicidio es el único acto que puede tener éxito sin fracaso”. Por ello, en todo suicidio opera una pulsión de muerte pero también una ética, o sea un sentido filosófico, es decir, el sujeto siente la filosofía del morir como una exigencia real. Si se muere filosófica- mente es porque filosóficamente nos adelantamos a la muerte con el suicidio, esa es la única garantía que se vive tras el telón. El suicidio se manifiesta como un acto deliberado donde lo intencional tiene su impronta, es necesario también plantear que el suicida vive en un mundo de incertidumbres y la única certidumbre es el infinito, cree que con su muerte alcanzará su lugar, cuando lo que alcanza es su lugar en el obituario. La muerte que busca se vive como un silenciamiento de la palabra, hay algo que pesa en el lenguaje, que es insoportable desde la amenaza fantasmática en la compulsión obsesiva hasta lo real descarnado como figura de síntesis en el sujeto mismo. Si hay suicidio el sujeto se fracturó y no hubo un ideal que sostuviera en lo imaginario ese cuerpo, solo ese ideal loco que lo empuja a la disolución de la vida. Nuestra rela- ción con la muerte es hasta cierto punto cómica, ni que decir de los cuadros de Posadas, esos grabados exponen la relación del lenguaje con la muerte. La muerte es un invento, no de la naturaleza, sino del Significante que hace del signo un sinsentido, esto es, operativiza la negatividad que está asociada con la extinción en tanto el significante no… verdad de Lacan. LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 75

El suicidio puede analizarse también como un “autoasesinato”, pero este acto convoca en sí mismo una situación ética; de hecho el suicida nunca camina solo por ese recorrido sino que se inscribe en todo un ordenamiento fantasmático que lo acompaña, dedica a los otros su acción, se ofrece como tributo, él, si paga con su carne los favores de la vida. Por otro lado, se producen muchos intentos de suicidio, se podría afirmar que en estos casos se convoca desde lo simbólico una repetición que se inicia en lo real, en la tyché. Diré entonces que en lo concierne a la tentativa, lo que se dará es algo así como un enlace de lo real y lo simbólico imbricado por lo imagina- rio. Pero el suicidio lleva en sí la marca de una mueca, el horror, el llanto y la risa, son las manifestaciones propias del suicidio, cuando solo se conserva desde lo simbólico. El suicidio lleva en su seno un componente de provocación, desde su significante provocación = a bravucón; hay bravuconería en el suicida, esto es, se arriesga a morir con todo y su tentativa. Hay quien se intenta suicidar lentamente, esto no queda registrado en la estadística, en el discurso académico se quiere tomar lo estadístico como un intento de legalidad hacia un saber; la estadística se alza como legitimadora de una ignorancia co- lectiva, se enseñorea en la realidad usando cuadritos y porcentajes, ahí radica la verdad: en las barras. Es necesario plantear que más allá de una disposición genética para el suicidio debemos buscar también una causalidad psíquica, sí, pero a mi juicio desde un factor fundamental: la biografía del sujeto: historia de una tristeza que culmina en la depresión, factor desencadenante de esta situación. A nivel subjetivo se trata de una transposición que va desde una absurda representación hasta el ac- cionar; durante ese recorrido acontecen muchas representaciones de orden fantasmático, esto es, desde la culpa hasta el deseo como pasaje al acto. En todo acto suicida se juega también un sentimien- to de culpabilidad que otorga la garantía punitiva; por lo que hay 76 CARLOS VARELA NÁJERA de desborde en ese acto, con el suicidio es probable que se quiera expiar una culpa, entonces, el suicidio en sí adquiere una categoría totemizante, núcleo en torno al cual gira el ritual. El suicida intenta salirse del espejo, lanza una provocación a esa organización libidinal que encarnada en una imagen escópica, sostiene su cuerpo en el espejo; el suicida intenta, entonces, dañar al prójimo, que como su semejante lo acompaña en la imagen que lo determina. Entonces el suicidio, en sí mismo, es un atentado contra su semejante que está encarnado en él de manera especular, con ello pretende silenciar la algarabía de la pulsión. Esta función eterna de búsqueda de satis- facción se le frena desde un silenciamiento absoluto, el suicidio se vive más como deseo que como demanda, caminando, pidiendo a gritos su silenciamiento. En el campo de la clínica es el analista el responsable de lo que pueda pasarle a un paciente en el intento de suicidio, nada de que el paciente me quiere poner en falta con ese pasaje al acto; cualquier argumento por parte del analista, no lo exime de su res- ponsabilidad, es decir, no puede dejar todo el peso de la responsa- bilidad al paciente. El suicidio es un acto fatal, y lo que posibilita esta puesta en escena es la pulsión de muerte. En cada uno de nosotros pervive un asesino en potencia, algunos, incluso que lo saben intentan encarnar la ley, son los legisladores del bien co- mún, función de apostolado que oculta su semblante perverso. Habría que decir ante este supuesto que en efecto no hay efecto sin inconsciente y la pretendida racionalización del suicidio está más allá de la conciencia, pero siempre la pulsión de muerte trabaja para nuestro fin; el intento de suicidio es la antesala, es una alerta máxima que el sujeto contornea con todo su cuerpo, todo intento guarda una verdad, de hecho la verdad habla en el intento de suici- dio, habla desde un finalismo cuando la vida según él ya no tiene sentido. LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 77

Se dice que Hegel encarna una filosofía de la muerte, será que él sí veía la finitud del sujeto; y se es más finito, en tanto tenemos mayor conciencia de nuestra propia muerte, por ello el sujeto sufre, por la anticipación del ser para la muerte. Por eso ante situaciones extremas el sujeto se quiere morir, porque la muerte es un don, es el don fundamental que la naturaleza nos ha otorgado; ser mortal es la gran castración, se le puede oponer a esto el narcisismo de las pequeñas diferencias. En todo suicidio hay una intervención subje- tiva, el suicidio es como una lengua de fuego que consume al sujeto a falta de palabras. El suicida no quiere salvar su pellejo, lo vemos con los soldados estadounidenses, cuyos suicidios causan estupor en el Otro, también en los adeptos de HAMAS que se autoinmo- lan apelando a una visión salvífica, siendo las ideologías (todas) las que producen víctimas al por mayor. Hoy, en nuestra trastornada posmodernidad, se mata más en menor tiempo, se han asesinado a más de 60 millones de personas en los últimos 50 años. Somos una sociedad suicida. El terrorista usa su cuerpo suicida como arma, su cuerpo es un bien público para generar un mal; el cuerpo suicida rompe el lazo social, lo hace explotar, es lo que hay de vulgar en la pulsión de muerte. Cuando el cuerpo se hace estallar rompe de manera brutal el nudo que amarra lo Real, Simbólico e Imaginario, al romperse el nudo con el estallido siempre queda un mensaje y las tripas desparramadas; es la lógica del NO. Cuando hay un acto suicida lo que empuja ese acto es una conciencia desdichada, es la voluntad hegeliana de ser y no ser al mismo tiempo. En México y en otras partes de Occidente se usa un tipo de suicidio que yo llamaría suicidio tímido: es la huelga del hambre, con la que se matan lentamente sin probar bocado, es una muerte a pausas. Un suicidio muy singular fue el del escritor Yukio Mishima en 1970, quien después de secuestrar al comandante en jefe de las fuerzas armadas japonesas y de pronunciar un discurso, procedió al 78 CARLOS VARELA NÁJERA seppuku y con una espada ritual se abrió el vientre, es por ello que Lacan exclamaría “la belleza es la última barrera frente al horror del goce”. La sangre derramada tiene un brillo diabólico pero atrayente, con ello el suicidio pretende eternizar un goce infinito, es un instan- te tanático que no dice mucho ya que enmudece al actor, pero deja un enigma, ante la cita con la muerte. En su texto La tercera, Lacan menciona que “el cuerpo se introduce en la economía del goce por la imagen del A morir.” Si en psicoanálisis afirmamos que moriremos de lo que Dios de-sida, escribir sobre la muerte es otra de las tareas imposibles, puesto que el acto mortuorio no es contingente sino necesario (esto para inscribirlo dentro del discurso de la universidad en términos lacanianos); entonces lo que nos queda ante la muerte es escribir porque la letra puede tener en su escritura un lugar que el sujeto jamás obtendrá, a saber: inmortalidad. La escritura, como lo indica Lacan, es preservada por el acto de los funerales, entonces para que el cuerpo se preserve de convertirse en desecho, debe renacer en la escritura, por eso el a morir no es caprichoso tiene toda la intensión de fraccionar las letras, donde el (a) es el eje disparador del objeto (a), el plus-Morir que en la letra se contiene y el cuerpo se sigue ma- terializando, aún en espíritu, y el espíritu del cuerpo es un soplo, un suspiro. Recordemos que según el Génesis Dios produjo un soplo sobre la arcilla y apareció el alma, el soplo sería el deletreo de la escritura en el cuerpo del otro. A dónde nos lleva la muerte cuando sabemos que lo más necesario, es hablar de ella, a entretenernos ha- blando de ella, aunque inconscientemente no estemos convencidos de nuestra muerte; pero sí estamos convencidos de la muerte del Otro que se nos entrega a través de los medios de comunicación: el gran espectáculo de la muerte masiva. El libro La separación de los amantes de Igor A. Caruso es un tex- to bellísimo con una calidad literaria inobjetable, pero sobre todo LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 79 lúcido, cualidad muy escasa hoy en día. En su obra el autor habla de muerte psíquica y muerte real; la muerte real sería esa materiali- dad de lo real/cognitivo. Lo importante de este libro es la manera como el escritor hace un juego metafórico entre la separación de los amantes que describe en su texto como una pequeña muerte, haciendo énfasis en el ritual, la plegaria no es distinta de la de aquél que va a ser “cortado” por la amada. Caruso nos lleva por el frondo- so bosque de la separación donde el corte mata, lo peor dice, es que el amante tiene que soportar en vida la separación, eso para él, es lo más mortífero viendo a su ser amado en brazos de otros, con ello aparece lo mortificante y lo gozoso de la otra muerte: la psíquica, por ello intenta hacer una suerte de recurso profiláctico al decirnos “no os preocupéis se mata mejor al muerto teniendo su sustituto”. En esta frase aparece cierta luz en lo escabroso de la muerte psíqui- ca, nos prepara Caruso con la lógica de la anticipación, es como si se dijera que en las cosas del amor los dados no están echados o lo que es lo mismo, es necesario tener una refacción, un soporte que amortigüe las penas. Pero si en lo inconsciente somos inmortales en la vida cotidiana somos multiasesinos, queremos matar hasta nues- tra sombra, cada sujeto aparece ante nosotros como una presunta víctima. Freud en su texto Sobre lo perecedero, dice lo siguiente: “en el curso de nuestra existencia vamos a desaparecer para siempre la belleza del rostro y el cuerpo humano, más esta fugacidad agrega a sus encantos uno nuevo, una flor no nos parece menos espléndida porque sus pétalos si estén lozanos durante la noche” (1915, p. 4). Cuando leemos este pasaje de Freud podemos ver que tratar con la verdad nos vuelve enemigos del otro, del que vive en el ideal, por lo que el otro siempre será el enemigo-amigo; en este sentido, Freud no es un religioso, el psicoanálisis no pretende llevarnos a la tierra prometida, más bien su teoría contraría el discurso ecuménico casi religioso, que ve en el mundo las perlas de la virgen, engañando aún 80 CARLOS VARELA NÁJERA más al sujeto al sumirlo en un sueño, aquí reside la peligrosidad del psicoanálisis. Freud sigue siendo un provocador que mata de coraje a las almas buenas, este Freud… incorregible…, supo enfrentar su muerte con heroísmo. En su teoría sobre la pulsión de muerte, que hoy en día es eje del psicoanálisis, el temor a la muerte no es más que el temor a la castración, pues la muerte es lo más castrante, en tanto que separa al sujeto del beneficio de la vida, si es que esta tiene alguno; pero si la muerte no existe -condición de lo inconsciente- esto no impi- de que sea pensada, cuando esto sucede entramos en el campo de la angustia. Pensar la muerte es otorgar la muerte, dar la muerte, como don; la muerte es el don en tanto que se distribuye de sujeto a sujeto; siendo la muerte lo más singular en la vida del individuo se ejecuta como causa eficiente en el ser; la muerte es la retracción de la vida. En palabras de Freud es el intento de devolver a su estado inorgánico al sujeto, a partir de que ese ser dio el salto cualitativo hacia la vida. ¿Dónde cobra existencia la muerte en el sujeto?: en la fantasía que la produce en exceso, esto se da en todos los sujetos creyentes o no creyentes, psicoanalistas o no; convivir con la muerte es una atracción siniestra, pero es una convivencia necesaria. La muerte es un significante que tiene una función de tabú, la muerte es un innombrable pero que a fuerza se nombra. Ella es ese paréntesis en tanto nombre innombrable; el no saber de la muerte inscribe al sujeto en la docta ignorancia haciendo como que no sabe, llegar hasta aquí implica desempaquetar la negación, siendo la muerte una negación simbólica. Se dice que la muerte es la interrupción de la vida, pero se olvida que hay muertos viviendo en cuerpos alienados por el otro. La muerte también conlleva una implicación real patentizada por el enigma: ¿Cuándo moriré?, la respuesta a esta pregunta es real, es la LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 81 incertidumbre, lo incognoscible, la muerte es un modo de mantener lo real enigmatizado en tanto incertidumbre, no se sabe cuándo acontecerá. La muerte según Lacan no es la síntesis de la vida sino una sustracción, que contrasta con la concepción cotidiana del rito: ple- garía, rezo y llanto. Desde el psicoanálisis enfrentamos a la muerte con el duelo, el cual consiste en esperar que el fantasma, lo perdido se articule en lenguaje, y produzca un tránsito de eso fantasmático a una posición lógica donde se subjetivará la pérdida, esto es, aceptar la muerte del otro, aunque hay que decirlo, la muerte no se supera. La muerte tiene un efecto terrorífico, el culto y el luto son rituales universales. Todos los pueblos han adorado a la muerte porque es portadora de lo terrorífico; dicha adoración siempre está enmarca- da en la impotencia de sustraerse de la muerte, pero es inmortal. La muerte fue inmortalizada por el culto en su nombre dándole con ello un carácter trascendental, por ejemplo, en nuestro país existe el culto a la santa muerte. La muerte entonces solo existe en calidad de ritual, este ritual le atribuye a la propia muerte una naturaleza siniestra, secular. De la muerte el sujeto nada sabe, se mantiene en cierta memoria colectiva desteñida que la atrapó con sus letras, la escritura preserva la mortaja, el muerto ahora es un epitafio, pero, ¿qué es el epitafio?, es un intento absurdo de seguir manteniendo el rasgo unitario del cadáver. El epitafio entonces hace insignia y marca el lugar del muerto que reposa tanto geográficamente como en la subjetividad del otro. El sujeto vive en un mundo de muertos. En el texto bíblico la muerte tiene una función de intercambio, de don, se da la muerte a cambio de una posible resurrección, pasaje necesario para lavar el pe- cado; la muerte en el Génesis es el precio que tenemos que pagar por nuestros pecados, aunque parece un precio muy alto. La resurrección es el compromiso ideológico de quien está casado con la tesis de la 82 CARLOS VARELA NÁJERA

Iglesia, es el concepto de esperanza en el cual como lo dice la trivia de la Iglesia, duermen los hermanos en Cristo. El católico cree en la resurrección de la carne, la resurrección para ellos es un finalismo creador donde la carne viene a representar al hombre, diré, en su miseria psíquica: el convencimiento de su pecado. Por eso Pablo, el santo, dice, “Habríamos de ordenarle en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho a la muerte, mejor sería huir de los pecados que de la muerte” (1976, p. 2037). En Fedón, Platón hace de la muerte un mito: “es el hombre que se ha purificado de las taras del cuerpo que no vive más que para el alma y no teme a la muerte”(1998, p. 44). Para el filósofo la muer- te es la realización plena; la muerte tiene un carácter espiritual, es parte de eso que se mantiene por toda la eternidad: el alma. Platón considera que la muerte libera al alma del cuerpo; la concepción del cuerpo como prisión es perversa y sádica y fue tomada como prin- cipio del mal por la religión católica, es por eso que el reino de la Iglesia “no” es de este mundo, aunque la devoción a sus paidofilias es grande. Es necesario decir que, quien le da entidad lógica a la muerte es la Iglesia, porque la muerte remite para ellos, a la muerte de algo, y ese algo no es el sujeto, sino la envoltura del pecado. La muerte es lo ciego, pero lo ciego sigue mirando, ya que aquélla tiene un carácter escópico, el cual se requiere para ver en el otro mundo. Se entra a la muerte viendo, la mirada no se opaca, taladra lo ul- tramundano, la ultratumba, el otro mundo; la mirada en él, queda como efigie “siempre viendo”, porque el muerto hará un recorrido buscando la resurrección, cierra los ojos del cuerpo y abre los ojos del alma. Solo él, en espíritu, sigue sin dejar de ver, el cadáver en espíritu se vuelve en el otro mundo un panóptico; aquí hay una verdadera transfiguración de la castración, pues sin deseo no hay LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 83 mirada, entonces el ojo existe por todo lo que ve, pero recortado por la castración. Sabemos, por otro lado, que la muerte se mantiene gracias al mito, que es la pasión de un fantasma por extenderse fuera de la lógica en lo atemporal, es esa suerte de perduración; el hecho de que la muerte no pase, que no se borre, se debe a ese sustento miti- ficante. El mito resuelve una contradicción: sostiene vivo al muerto, lo que en la sagrada eucaristía viene a dar vida al cuerpo de Cristo es la consgración del pan y del vino, que se vuelven el cuerpo y la sangre de Jesucristo; la consagración, es el ritual del mito ha- ciendo del cadáver un significante. El mito se confronta entonces con una categoría que no es lógica y que tiene una certidumbre de anticipación, a saber, la nada. Eso implica plantearse desde aquí el concepto creacionista que inviste a todo mito, sabiendo que el mito por generación espontánea hace existir, el mito es un modo de creencia que tiene que ver con el borde y el hueco, en tanto este en su existencia quiere hacernos creer que la nada existe y que el sujeto cuando muere vuelve a la nada aunque sabemos que nada vuelve. El hueco entonces es su justificación, hace creer que la nada hace al ser de Dios.

V. DERECHO Y REVERSO EN LA POSMODERNIDAD

La libertad es una práctica […] la libertad de los hombres no está garantizada jamás por las leyes y las instituciones destinadas a garantizarlas. Por ello, casi todas las leyes e instituciones son del todo susceptibles de trastornarse. No porque sean ambiguas, sino simplemente porque la “libertad” es lo que debe ejercerse […] Creo que nunca puede ser inherente a la estructura de las cosas el garantizar el ejercicio de la libertad. La garantía de la libertad es la libertad. Michel Foucault

La Ley es un trazo de lengua que nos inscribe del lado de lo simbóli- co. Se puede afirmar que la Ley nos viene de la lengua castrada, o lo que es lo mismo, solo hay ley de lo que se puede nombrar, no puede ser de otra manera, el derecho existe si es nombrado, de otro modo no existe, no puede escribirse, no hay ley a señas, hay ley a lenguas. Es por eso que el derecho en todas sus manifestaciones se ubica en el plano de la certidumbre, no de las certezas. El derecho es una inscripción racionalista que está del lado de lo consciente, aunque los efectos de su instrumentación se sufran a manera de goce en lo inconsciente. El derecho y la ley se juegan en dos escenas: la prime- ra, es del orden del contrato, a saber, el derecho; la segunda, se ins- trumenta como un pacto, en este caso la ley. La Ley es una función simbólica mientras que el derecho está desportillado por lo real, en tanto que cada quien lo interpreta, le pone un apalabramiento en lo que no está escrito, eso que nos viene de lo real, un real que actúa

85 86 CARLOS VARELA NÁJERA cual comodín, y derrapa en busca de un sentido que el interpretante da con su lengua. Sin embargo, cuando el interpretante interpela lo real con el sentido interpretado, se separa de la inspiración del código al cual el derecho se remite; el interpretante en busca de sentido choca con la torsión del derecho al aplicar la ley, que no es otra cosa que la ley amordazada por lo ominoso del acuerdo. La aplicación de la ley, en sentido estricto, choca con lo ominoso del acuerdo entre partes, es por eso que no hay ley que se aplique de manera justa. Porque la ley siempre es antinómica, por lo menos eso he aprendido del psicoa- nálisis, la ley no tiene porque ejercerse a capricho de unos cuantos, no hay una ley segura ni mucho menos que esta se cumpla. Siempre hemos sabido que la ley está más allá del enunciado, se encuentra en la enunciación, en el sujeto de la enunciación para ser exactos, entonces por qué con los enunciados denuncio que hay un sujeto del mal (acusado) y un sujeto del bien que encarna (acusador); lo anterior sería realmente la patología de la ley, la versión superyoica de dividir al mundo en buenos y malos, en pecadores y beatos; ahí realmente radica el desconocimiento de la ley, no se puede andar a todos lados con la ley en la mano creyendo que se encuentra en un libro y menos, que se es el representante citando los dichos artículos, serás otra cosa menos lo que dices representar. Dentro del psicoanálisis el orden jurídico se toma como inde- cible, las normas y las reglas son consecuencia de la ley, la pena y las penas son subrogados de lo que hay de goce en la culpa. El or- den jurídico al intentar generalizar la sanción, no toma en cuenta lo particular, lo individual, su apuesta es desde el derecho positivo que jerarquiza la sanción en función del agente culpígeno. El derecho positivo no permite la aplicación de la sanción en singular, esto es, en toda su singularidad, desobedeciéndose a sí misma al no tomar en cuenta la subjetividad que es propia del ser, toma ciertos trazos LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 87 psicologistas que opacan aún más la eficacia de la sanción. Ejercer la ley desde el orden jurídico es la puesta en acción del discurso Amo; quien quiera encarnar la ley fuera del discurso jurídico, acaba en el manicomio o siendo un infractor. El orden jurídico presentifica el ejercicio del poder, con el que se intenta domesticar al otro que cree que este orden jurídico encar- na la verdad. La observancia de la ley se despliega desde el Superyó con un efecto de goce, impronta regulada por lo inconsciente. Hay que recordar que el orden jurídico no es más que un cuerpo, pero cuerpo al fin inervado por letras que intentan conservar en su escri- tura la ley. El orden jurídico tiene una relación con lo real por lo que hay de imposible en la propia sanción; la ley es encarnada por un juez que rompe el orden simbólico del infractor, haciendo de él algo transparente, objetivo y racional. Las penas que se le apliquen al su- jeto infractor son desoídas por el sujeto de la enunciación; cuando el orden jurídico interpreta la ley parece que nos acercamos al caso por caso, pero debemos tomar en cuenta que el caso por caso no son los hechos circunstanciales sino lo que hay de inconsciente e imposible al orden de la sanción. Para el psicoanálisis el sujeto es un sujeto jurídico y, por lo tanto, culpabilizable en la estructura simbólica que lo deletrea; la ley está hecha para ser dirigida a un sujeto del yo, la jurispruden- cia desconoce, la mascarada del yo que es un señuelo. De hecho para Emanuel Kant, el yo es un conjunto a priori, una entidad trascendental, que es intra y exterior a la experiencia del sujeto y es como experiencia que da cuenta de un supuesto yo. Más allá de un yo, se encuentra un sujeto que está sujeto a la ley y, por lo tanto, es efecto de la prohibición; el incesto y el parricidio son dos violaciones que contornean al ser en su miseria psicológica. La subjetividad existe porque hubo crimen. El crimen humaniza al sujeto del logos. 88 CARLOS VARELA NÁJERA

Pudiera decirse que en la posmodernidad el discurso capitalis- ta empuja al sujeto al disfrute de lo patológico que hay en el acto transgresivo, pareciera que estas patologías alimentaran lo singular de la transgresión; el delincuente es un sujeto, y si es sujeto, es por- que ya transgredió de manera virtual al otro que encarna la ley; de hecho lo inconsciente le hizo justicia probablemente con una culpa, culpa que carga a cuestas el hablante al ser regulado por el signifi- cante paterno. El sujeto es sujeto de culpa, regulada desde lo simbó- lico; en términos económicos, estaríamos siendo advertidos de que la deuda se tendrá que saldar con la vida o con la “salud psíquica”. La deuda es como un salvoconducto que posibilita el desplaza- miento del ser en el mundo, a condición de una cicatrización ima- ginaria que nos muestra castrado ante el Otro. Si todo sujeto debe algo, ¿no querrá cobrárselas al Otro infringiéndole una violación en acto?, es lo más probable, el otro la paga, es el “mariquita sin calzo- nes” ese otro que paga nuestra desnudez. Somos “sujetos a penas”, evadimos la ley, al hacerlo, al menos por un momento, evadimos los barrotes de nuestra mediocridad. Si se es agente culpable se es un criminal; se intenta disfrazar tal transgresión con la risa de una su- puesta felicidad “abarrotada”. Estar preso en la dimensión de la cul- pa disminuye al sujeto que busca cobrárselas con cualquier otro que se deje; incluso puede llegar a ser un perverso desde esta dimen- sión; es tan culpable que amenaza a los otros desde su ignorancia, intentando vengarse por todo el daño que le han hecho. Como se darán cuenta, el sujeto se culpa, vive de deudas que son su miseria psicológica, aquí la venganza es consuelo de su obtusa desventura. La culpa es como un regulador integrado, amortigua la angustia de lo real, pero se paga la deuda con el cuerpo-sintomatizado, algunas veces esos tipos enloquecen. El tratamiento psicoanalítico es un tratamiento sobre la culpa, se administra la cura al sujeto culpable, ese que se sabe acreedor de LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 89 la sanción, al haber transgredido la ley en acto o en omisión. Ser sujeto en psicoanálisis es estar sostenido por la culpa, por eso el sujeto espera una sanción. La religión ha exagerado al envolver en la culpa todo lo humano: “aún por lo que piensas serás juzgado”; así la culpa es llevada a la máxima potencia; fortalecer el sentimiento de culpa ha sido la constante cultural desde la religión hasta el Es- tado en occidente. El psicoanalista es respetuoso de la culpa, sabe que este es su filón. Por tanto pone a trabajar un subrogado de la culpa que es la angustia. Es por este medio que originamos la cura en psicoanálisis, sabemos que de la culpa nace la sanción, según la aporía de San Pablo “de la culpa nace la Ley”, es por eso que quien tiene autoridad para hablar sobre culpas y penas es el psicoanalista. La culpa hace sujeto al sujeto, porque lo aliena al lenguaje, podemos decir que es un tránsito de la alienación imaginaria a la alienación al lenguaje; tras la sanción surgió el edicto, enajenados al lenguaje los unos con los otros, entendiendo que la ley unicamente existe para el sujeto que habla. En términos jurídicos la culpa y la sanción, o sea el orden de lo imputable, debería ser objeto de reflexión porque a nivel jurídico se sanciona el cuerpo, pero y ¿la subjetividad? Si digo que la culpa es un hecho de lenguaje, esta misma genera síntomas. La regla psicoanalítica sería la siguiente: “todos somos culpables”, la culpa, por lo tanto, es un bien, si soy culpable me tengo que so- meter a la sanción, la culpa es por eso un lazo, un anudamiento de lo imaginario, lo simbólico por un real de goce que se encuentra detrás de la ley. La normatividad jurídica hace una decantación, los culpables y los no culpables. Para el psicoanalista todos somos culpables y lo que buscamos con el síntoma es resarcir la culpa, se paga con un síntoma con un sufrimiento psíquico, pero tenemos que saldar cuentas más que con la culpa con el Superyó. La culpa cumple una función socializante, logra contener al sujeto, lo recorta, lo limita, 90 CARLOS VARELA NÁJERA esta sería una de sus funciones; la culpa también es un propicia- torio, eso que desencadena vía la angustia, a la pulsión de muerte para nuestro exterminio. Para el orden jurídico la muerte es un ele- mento del delito cuando fue accionado por otro, para otros es una característica del delito; para el psicoanalista no es así, la culpa es la condición de la subjetividad y se vive de manera típica fuera del ordenamiento conductual. La culpa en el sujeto siempre se da a partir de un acto de lengua o de hecho, el cual puede ser un hecho objetivo o subjetivo: cuando el sujeto transgrede, si no es perverso, queda la melancolización o mínimamente la depresión como subrogada de esta. Según Freud, es la culpa la que nos lleva a la transgresión; así el delito se comete por la culpa, ese delito tiene un vínculo doble: la causalidad material y su conexión con la causalidad psíquica. Se podría decir que la culpa que afecta al sujeto se inscribe en el discurso de la histeria, al sujeto agente ($), que por su situación lo que lo sostiene como culpable es el plus de goce masoquista que lo inviste (a), logrando producir un Significante que asociado a la lógica del discurso ense- ña con su (S2), este sujeto dirige la demanda culpabilizando al Otro: la Ley o el Amo que lo limita, el discurso quedaría sostenido por la histeria. La culpa es el eje en torno al cual gira la cosmovisión judeo- cristiana, pecado y culpa van de la mano; no obstante, que Jesu- cristo pagó con su vida nuestros pecados, lavó con sangre nuestras culpas, nos extendió un cheque en blanco donde él fue el depo- sitario de nuestra salvación y anduvo por el mundo perdonando pecados, o sea desculpabilizándonos…“Todos tus pecados te son perdonados”. En sus seminarios sobre la ética, Lacan sostiene que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspec- tiva analítica, es de haber cedido al deseo. Esta ética es la insinuación de no acobardarnos en todos los sentidos, es más, ni aún ante el LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 91 suicidio. La culpa es también una invitación al sacrificio: con la salud psíquica se paga una deuda psíquica. Clínicamente la culpa inviste al sujeto con angustia y con ella vienen los autoreproches; el sujeto es muy severo consigo mismo, en consecuencia la denigración hacia sí mismo se presentifica; ser culpable es ser acreedor a un castigo, para el sujeto culpable algo falta, él no ha hecho lo suficiente, de hecho, vive disminuido en su actuar. Es tan persistente el sujeto ante su culpa que ante cualquier acontecimiento fatídico, se ve implicado o por lo menos así lo hace ver. Freud considera que, ante la culpa el sentimiento se encoje profundizando su culpabilidad, el sujeto pa- dece, pues, una suerte de autodesprecio y de autodenigración, por ello duda obsesivamente de todo su quehacer; la culpa es necesaria y de hecho es consustancial al duelo, no hay duelo sin culpa, es su desencadenante. La culpa produce un dolor psíquico que en ciertos momentos encarna; la culpa es algo así como un agujero, y es la extirpación sintomática la que viene a taponar ese hueco, que lanza al sujeto al arrancamiento de piel, a la desesperación o a la muerte. El psicoa- nálisis descubre que todo acto humano es un acto ambivalente, una de las maneras más propias en que aparece la culpa es a través del duelo. La cultura se erige sobre un eterno duelo, el que presentifica a la culpa por la muerte del Urvater, el padre, padrote gozador, pero este duelo se inscribe en un (S2) saber inconsciente. En 1915 Freud trabaja el texto Duelo y Melancolía, donde analiza los pasos que juega el duelo y su producción melancólica. Mantiene que todo duelo se inscribe en la pérdida del objeto amado, a partir de esa pérdida se da un descalabro subjetivo; esto genera culpa y martirizaciones. El descalabro psíquico es a mi parecer otro modo de nombrar la culpa. La función del duelo consistiría en subjetivizar la pérdida, lugar donde el objeto no es sustituible porque reviste la condición 92 CARLOS VARELA NÁJERA de único. Avanzar en el trabajo de duelo implicaría suplementar con un trazo la “pérdida de lo perdido”, donde la sombra que queda es la culpa, producto del impulso afectivo, por lo tanto no se reprime, tampoco se interpreta, solo es una marca, es un trazo en lo imagi- nario originado por la pérdida de ese objeto sobrevalorado que en ciertos momentos nos psicotiza. La culpa es una demanda inconsciente de castigo, no podría ser de otra manera en tanto que la culpa es un llamado a la expiación por el trasgresor y lo que queda es la sombra, un sujeto ensombre- cido y melancolizado. En criminología el estudio de la culpa es fundamental, en caso contrario no hubiese delito que perseguir. En psicoanálisis es el Su- peryó quien agudiza la culpa en su dimensión mortificante aleccio- nadora. La culpa se vive como un sentimiento inconsciente, podría inferir que la pulsión de muerte la acicatea. Aquí vemos el obstáculo de la culpa en la clínica que no deja avanzar el tratamiento analítico, provocando que algunos pacientes que se sienten culpables dejen de asistir a sus análisis. La culpa puede desencadenar un pasaje al acto del suicidio, ya que clínicamente se desparrama por todo el cuerpo bajo la dirección del goce que hace que el cuerpo se enferme, atacando el órgano o produciendo semiológicamente cuadros de obsesión, me- lancolía, depresión o ataques de pánico histérico. Freud en El malestar en la cultura, menciona que lo último es el producto de la culpa en el sujeto, lo que provoca tendencias autodestructivas hacia sí mismo y hacia su prójimo. Podemos observar lo anterior en el acto perverso que se inviste sin culpa bajo la secularización religiosa del fundamen- talismo en el nombre de Dios, recordemos que una de las expresio- nes de Dios es su fase perversa al volvernos proclives a su furia, Dios no cae en falta pero con su exceso de goce cae en lo perverso. El Dios de los judíos hace de ellos un juego masoquista, Dios castiga al pueblo; el castigo es asumido por ellos sin protesta, como si se LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 93 lo merecieran. De hecho el pueblo judío se sacrifica para solucionar la culpabilidad, o mostrar cuán culpable soy que con este sacrificio apenas pago algo de lo que debo. No basta la vida como sacrificio, se ofrece también la muerte. La Ley en su construcción elabora un sujeto determinado por la regla, la ley humaniza en tanto que es el lenguaje quien la articula. El derecho concibe una ley que no es totalmente la ley del psicoaná- lisis, entendiendo que aquella es el producto, en términos jurídicos, del derecho en sus distintas acepciones, y la ley en psicoanálisis es la interferencia del Nombre del Padre en la conservación del Edipo, quien promueve la ley y nos inscribe como sujetos del lenguaje. La ley ocupa el lugar del agente y dirige el discurso encumbrado en su función de Amo, es por eso que se tiene que acatar la ley porque es un imperativo, se es hijo de la ley o se es hijo de la chingada. Desde el psicoanálisis nos reconocemos en la ley que instala el lenguaje. Esta ley es importante porque nos lanza hacia el bien de- cir y hacia el maldecir; la ley en psicoanálisis nos lleva al encuentro con la ética, no con una deontología puritana, sino al exceso de la lengua; aquí la ley paterna instala la subjetividad y regula la dimen- sión simbólica, donde lo esencial es limitar el incesto. La función paterna opera la anulación del deseo de la madre y sostiene la ley, de hecho la función paterna es un operador estructural como agente que ejecuta la acción. Jacques Alain-Miller menciona que el sujeto responsable se define a partir del castigo sea o no justificado. Es por eso que la noción de castigo se vincula al derecho, mientras que la de sanción es de naturaleza subjetiva. Debido a la ley paterna, el hombre y la mujer están encerrados afuera, sometidos a la ley, a la cárcel de la subjetividad; el encierro físico es una presunción positivista en tanto ya estamos encarcelados. Es necesario analizar desde el punto de vista psicoanalítico el orden jurídico y revisar las penas, en tanto 94 CARLOS VARELA NÁJERA que, en el castigo poco o nada se toma en cuenta la subjetividad, mucho menos lo inconsciente. Clínicamente la culpa es regida por el Superyó. Si en la teoría psicoanalítica se sostiene que todos somos culpables es porque la culpa tiene una función esencial: crear cultura que se erige sobre un sustrato sadomasoquista. La culpa lejos de verse como casti- go es liberación: por fin voy a pagar con culpa mis actos, de esa manera saldo mi deuda. Es culpable aquél que por una u otra razón quiso desentenderse de sus responsabilidades, hacia allá va la culpa. Todos los seres simbólicos, o sea, los que deseamos, tenemos inscrita una culpa originaria precoz más antigua que la culpa edípica, que, por sus efectos, es trascendental al pasaje de un estado a otro en el infans; si hemos sido creados por la metáfora paterna, entonces esta metáfora crea, es lo más creacionista del psicoanálisis. Compartimos con la Iglesia un prejuicio pero que en el psicoa- nálisis es más mito que un mote con el cual si carga la Iglesia y sus fieles cristi-anos. Existe, pues, una culpa originaria que la religión transmite con el nombre del pecado, claro que el pecador en la culpa lleva la penitencia o si no, a la penitenciaría, es todo dice uno, y uno dice todo sin censura. Todo sujeto cree en Dios, eso pone a los creyentes en el camino de la garantía, pero los psicoanalistas no garantizamos ni lo que llevamos puesto. Si el creyente tiene garan- tías entonces se hace garante de la verdad, y la garantía verdadera, aunque es de orden ilusorio no es una ganga. El lugar del creyente, entonces, está asegurado pero allá en el cielo, no sé en qué constela- ción, habría que preguntarle a los alumbrados, mientras los psicoa- nalistas nos tenemos que quedar aquí en la Tierra si bien nos va, a no ser que nos concentre la ley en un campo para desaparecernos; bueno a nosotros nos queda la garantía de Freud: de este mundo no podemos caernos, recitaba, esa es la garantía, tenernos pues en LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 95 la Tierra y que no se nos suban las estrellas a la cabeza, porque aca- bamos estrellados. Ante la ley lo que se manifiesta es la función del padre, bajo cuyo manto discurren señuelos. El padre nos inscribe bajo la som- bra del Significante, esto es, tiene como función delimitar la norma. En todo padre se esconde un amo. El amo que fomenta la ley en la era mercadotécnica nos modelan como objetos de consumo para ser devorados silenciosamente por un fondo monetario de rostro yanqui, el cual permea y encumbra a la vez al padre. La ley en nues- tra sociedad es propicia a Edipo que regula una circulación de sig- nificantes, nos inscribe en el código y nos lee nuestros derechos. Pero el inconsciente no sabe de derechos, tampoco de justicia, se regula por el mal ajeno, a saber, por el otro, al que victimiza, lo hace rehén de las pulsiones, lo sodomiza y, aún así, apenas si goza. La ley se ve amenazada por el perverso o el psicótico, son dos naturalezas de significantes que deniegan, forcluyen la ley; entonces la ley solo existe si tiene donde aplicarse, siendo por lo regular el cuerpo quien mantiene esta red de asociaciones significantes. La ley es la extensión de esa ley que hace circuito con la subjetividad culpabilizante y con un desmesurado goce, en tanto trasgresión. La aplicación de la ley encierra una lógica de venganza, se im- pone la ley por todo el daño que se le ha hecho a aquel que la en- carna, se culpa desde lo inconsciente y desde la agresión. Cuando se ejerce la ley y “se mete en cintura al infractor”, es necesario pensar desde ¿dónde se le construye? Pues de acuerdo con la doctora Mar- tha Gerez Ambertin, el auténtico culpable, el verdadero criminal imbuido de su causa, no registra culpabilidad, ni recurre a la deman- da de castigo o sanción alguna. El Nombre del Padre es fundamental porque cuando se hace metáfora aparece la ley, entonces somos hijos de un padre muerto que a nivel metafórico instaló la ley. Por eso nosotros somos hijos 96 CARLOS VARELA NÁJERA de un nombre, de un fragmento bíblico que inscribe el Génesis, o bien del abecedario, incluso se afirma que somos hijos de Dios, na- die le disputa esa paternidad. Todo Padre es también un instigador, esto es, su ley es prohibitiva porque viene a demarcar los límites, es decir, decide las formas en que podemos gozar. Al imponer límites vía la ley nos castiga, pues la ley es en sí misma una carga, es llevar a cuestas la angustia totémica por una prohibición. En la Carta al Padre de Kafka, lo primero que aparece es el miedo, que conjugado con la desesperación nos acerca a la angustia del hijo; pero este padre temible es tomado por sorpresa porque el hijo le atribuye su fracaso; el padre paga por ese fracaso una libra de carne, es su sacrificio. Lo que se juega en la carta kafkiana es una dialéctica de la conjetura que desencadena un temor al desamparo, pues tanto él y como su padre están desamparados y advertidos de la debilidad de ambos; acaso no hay en el amor del uno y del otro un lazo muy delgado que muestra cuán frágil es el afecto que los une. Siempre la ley se actualiza a partir de la palabra, de hecho la palabra es la ley; ley modificable porque aún cuando se guarda si- lencio, no deja de actuar. Todo sujeto se mantiene con una garantía, de hecho tiene que hacer una permutación, cambiar goce por ley. La ley en psicoanálisis es sagrada e inviolable, se debe mantener bajo estos supuestos, y eso la diferencia de la ley que se menoscaba desde el orden jurídico por lo que hay de degradación en la ley misma, en otras palabras, la ley queda sujeta a la interpretación de su garante, se trata de una ley mocha suspendida por el soborno. La ley en psicoanálisis, al contrario, no acepta transgresión o sufriremos sus consecuencias. Lacan entra al escenario psicoanalítico desde la psiquiatría con su trabajo sobre el orden paranoico y la personalidad, que para él son lo mismo. Lo que Lacan descubre es que el sujeto es sujeto moral, jurídico y pulsional. Como verán eso no es nuevo, el sujeto siempre se LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 97 ha regulado por la norma, en tanto al ser regulado se está sometido al drama del crimen del otro. Pero si la ley nos humaniza junto con el lenguaje, la ley nos da una promesa, la del Nombre-del-Padre, esa ley que esconde un padre excepcional que hace de la regla una ex- cepción, por lo tanto, ley y lógica van de la mano. Podríamos pensar que la ley como promesa instituye el amor como malentendido, no lo planteo como pregunta, pero para responderlo tendría que pen- sar esto siguiendo a Lacan: “un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si un denominado Amor, el dicho respeto es –no le creerán a sus oídos– pére_versement orientado hacer de una mujer objeto (a) que causa su deseo”. El padre tiene una relación homofónica con perversión, pero aún así si la ley se transgrede… se cae al precipicio. Si el padre es la ley, puede darse el gusto de transgredirla. Al padre se le ama, preci- samente por lo que encarna: “la entronización de la ley”. El amor al padre tiene un componente incestuoso, irreverente en sí mismo, porque ahí él también tensa la ley. Es así que el padre es portador de lo gocificante absoluto en su cuerpo, donde incluso su cuerpo en tanto inalcanzable, afelio del goce, es una manera de expiar lo gozoso que aparece en los límites de la ley. Cuando se aplica la ley hacemos llegar un Significante, ahí don- de operó lo real descarnado en la transgresión del cuerpo del otro. Recordemos que la ley no se aplica completamente, choca con lo real; en este sentido, detrás de la ley se esconde una angustia por lo que hay de no aplicabilidad en el sujeto, eso que en el orden jurídico se le llama prescripción, pero la ley hecha significante nunca pres- cribe. La ley es un Significante privilegiado y quien lo representa se totemiza, lo que algunas veces enferma, tratar de encarnar la verdad anulando al otro es estar desportillado en lo simbólico. En la Crítica de la razón práctica, Kant aborda la ética como imperativo y hace una diferenciación entre los imperativos practicables, que son objetivos, 98 CARLOS VARELA NÁJERA y las máximas que son subjetivas; según él, los imperativos prácticos valen para todo ser racional y pueden ser elevados a leyes universa- les, mientras que las máximas son de corte subjetivo y tienen vigen- cia y validez para cada sujeto en lo individual. Este posicionamiento kantiano nos acerca a lo que conocemos como ley en la polis (ley en sentido práctico), así nos acercamos con Kant a la jurisprudencia en la medida en que esos imperativos se vuelven legibles por la letra significante que se personifica en el ser humano. De acuerdo con Kant, tomar la ley en su aplicabilidad llevará al sujeto a la “felicidad” y al “amor”. Esta reflexión nos lleva a tomar la ley en la mano en el buen sentido del término, en tanto practica- ble, y en función de ello se producirá el beneficio en el ser “racio- nal” en términos éticos. Para Kant someternos a la ley es liberarnos de los “instintos” y asumir una voluntad libre, no existe ley a secas pues se sostiene en el orden moral, este vela su observancia; la ley, según el filósofo debe ser vigilada, lo que no me parece juicioso es que sea vigilada por la moral, menos por la moral burguesa. Desde el sentido común, la ley es un mandato que deviene demanda; se demanda justicia y el funcionamiento del estado de derecho. Como tal cosa no existe la aplicación de la ley todavía se toma por propia mano, y cuando se hace de esta manera es coman- dada desde el prejuicio. En una discusión los sujetos se hacen de palabras, esto de “se hicieron de palabras”, lleva implícito el recorte a lo más particular de una enmienda: no ceder ante el otro, respetar mis garantías, no violar mi derecho. Cuando se aplica la ley el sujeto queda en suspenso, porque le guste o no la tiene que acatar; la ley ata produciendo una suerte de ética pero ficticia, todo lo que digas será usado en tu contra; esta clase de ética sostenida por un juez de barandilla, es lo único que se aplica de la ley. Someterse a la ley es estar sometido a la lengua que nos regula en tanto seres deseantes imponiéndonos un límite; someterse a la ley implica someterse a LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 99 una escritura, entonces la ley en esencia tiene un saber hacer cuya naturaleza radica en someter otro, lo cual tiene algo de siniestro. Lo grotesco de la ley en su conjunto es que al operar actúa desde la angustia proyectada en el otro; si la ley es para todos es claro que no todos nos sometemos a la ley del mismo modo. La sintaxis in- trínseca a la ley es un regulador operativo de su aplicabilidad; pero la ley no se permite todo, porque la ley aunque así lo quiera no es absoluta, nos sometemos a la ley pero no del todo. Es por eso que la interpretación de la ley es variable cada quien da lectura a la ley de acuerdo con sus inclinaciones y contexto intentando negar lo implícito de su sintaxis. El único que puede escapar de la ley es el psicótico, lo vimos de manera explícita con el genocida Pinochet, quien al ser diagnostica- do con tal padecimiento mental, quedó libre de culpas, no pudo ser sometido a la ley porque lo único que escapa a la ley es el orden de lo real ¿con su muerte paga? Puedo afirmar entonces que el orden jurídico está limitado por el azar. Lo jurídico es un juego azaroso que la tyché maneja con sus hilos desde un real, así la ley se somete a la ley de la probabilidad; de hecho si no se encuentran pruebas suficientes el delito queda impune, pero se afirma que no escapará del brazo de la ley, porque la ley tiene una función de amarre que anuda al sujeto a un registro: la contención, que vectoriza la convi- vencia civilizadora con el otro, querer representar a la ley, o bien la supremacía, es un absurdo, solo el ruin lo encarna. El psicoanálisis es la única práctica que nos muestra las con- secuencias que la función paterna ha tenido como garantía de Ley. En esta práctica historizamos la función paterna, se hace de ella objeto, ya que esta convoca la humanización mediante su sosteni- miento lenguajero. Si a fines del sigloxx y principios del xxi hay una declinación en el orden social de la paternidad esta tendría que ver con el derecho: ¿qué es un hijo en términos jurídicos? Porque para 100 CARLOS VARELA NÁJERA la medicina genética la cuestión de la paternidad sale sobrando, lo que importa es la clonación, por lo tanto la cuestión del padre es solo de orden experimental, y ¿qué con el derecho del hijo, en tanto entidad jurídica? En la antigüedad ser padre no estaba relacionado con el hombre, sino con el amo, que dirigiría una ciudad. Se podría decir entonces que el padre es un funcionario de una institución religiosa o política, más que familiar. En su lingüística Benveniste analiza el sustantivo patrius se refiere según él no al padre físico, sino al padre dentro del parentesco clasificatorio, así la patria potestad es el poder engendrar. Dentro del cristianismo San Pablo dice: “me arrodillo en presencia del padre del que toda patria (descendencia) recibe su nombre”. La función paterna es crucial en tanto que estructura la psique y por lo tanto, es fuente creadora de eso que llamamos sujeto. Queda muy claro que como analista no me importa la paternidad biológica, sino el Padre, ese que vehiculiza la ley. El padre es una anunciación de que ha quedado algo escrito simbólicamente en el ser que habla, el- Nombre-del-Padre, que nos sujeta a una lógica de la sexualidad más que al orden genital. El padre carnal solo es una representación ante los otros sociales que cumple una función de servidumbre para el hijo en tanto que le debe garantizar la manutención. El padre cumple una función de ideal, e igualmente al padre el infans le desea… pero su muerte. La función paterna no deja de tener un sentido cómico, está ahí para que se le desparezca. En Moisés y la religión monoteísta, Freud insiste en la cuestión del padre, hace un recorte de lo que es: el padre, el padrote míticamente asesinado y esa muerte elabora una satisfacción con un resto pulsional para el asesino. Creo que en la realidad se reproduce esta misma situación. En el discurso freudia- no lo que hace cultura es la muerte del Urvater, y ante su muerte se encumbra adviniendo más poderoso. Cuando el padre es asesinado, LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 101

¿qué pasa con la madre? Si el hijo mata al padre, es posible que ella en ese momento esté vehiculizando una angustia terrorífica por el sacrificio del padre por la horda irracional que ella engendró, pero esa angustia si el padre muere será real de goce porque: ¿qué va hacer con el hijo asesino? Ahí está un problema. El asesinato del padre vehiculiza un goce, así lo considera Freud entre líneas, se mata al padre no por capricho, sino por una dis-puta de faldas, que contornea las nalgas y que invita a la transgresión, o sea, lo unheimli- che que hay en la belleza materna. Con el asesinato se juega el acceso al goce, ya que, en un tiem- po le fue prohibido al presunto asesino: el hijo. Todo hijo añora la muerte del padre, es más, se agazapa oníricamente y señala con angustia su instrumentación “matando al perro se acabo la rabia”. Se mató al padre porque era un padrote y su goce escapaba a toda contención, no había quién lo regulara, él encarna y se adueña del goce, un “goce­-falo”, por eso lo matan todas las instituciones, cum- pliendo la función de subrogado del padre el cual sobrevive al ad- ministrar una ley que viene a regular el goce. El padre siempre nos pesa, es una carga, porque lo llevamos a cuestas en la creencia religiosa, lo encumbramos en la cotidianidad, lo sintomatizamos, estamos enfermos de exsexopadre. Vayamos al caso “Juanito”; este chiquillo estaba enfermo porque el padre falla- ba, en ese caso el padre no estaba cumpliendo su función de corte; con la muerte del padre de la horda primitiva hemos firmado los descendientes un cheque con sangre endosado con angustia, que presentifica nuestra filiación asesina o destructora de “hogares”, es pues, el haber descubierto la pulsión siniestra de asesinar sin me- noscabo, lo que nos lanza al prejuicio de culpabilidad, que hasta cierto punto es necesario. La ley porta la marca de la violencia que la funda, la ley se ejerce a través de la violencia. El crimen primordial perpetrado 102 CARLOS VARELA NÁJERA nos convierte en culpables; pero, siguiendo a Freud, solo hay culpa cuando el sujeto se somete a la ley, siendo el sometimiento el que atempera la culpa; por otro lado, se intenta mediante el lazo social la reconciliación, si recordamos que el lazo social es el bien, entendido como reconciliación con el padre en términos estructurantes. Si el psicoanálisis no es muy popular, es porque descubre algo siniestro en nosotros, esto es, la inclinación al deseo de muerte del otro, de igual manera nos protegemos sintomáticamente contra el in- cesto, pero nuestra sociedad prefiere aceptar cualquier cuento rosa, o una edulcorada. El psicoanálisis señala que hay maldad en el sujeto, las guerras son la manifestación más evidente del grado de agresividad al que podemos llegar. La guerra representa la posibilidad de descargar la ira, el coraje con el prójimo; asimismo, la inteligencia en la guerra desemboca en goce, lo que la vuelve una inteligencia perversa; es por así decirlo, una inteligencia artificiosa, esa que ocupa en su delirio el lugar del omnipotente, casi un Dios. Todo lo anterior es absurdo; si la guerra desata el goce, quien desata la paz es el deseo y aguardamos suspendidos deseando la paz. Lacan menciona que la verdad es hermana del goce. Toda función de padre es articulada por alguien. Pero qué de- recho tiene el padre sobre el hijo, se deberá a que es un padre bio- lógico. Lo anterior sería la cuestión más simple y la más ligera de las teorizaciones, ya que, se es hijo de un espermatozoide, entonces, no habrá un abuso del lenguaje al hablar de paternidad biológica eso no exime la diferencia entre la paternidad y la función paterna. Sabemos en psicoanálisis que la función del padre es inoperante si no señalamos la diferencia entre paternidad y función paterna, in- cluida la función paterna real, simbólica e imaginaria. El padre real es espermatozoide. Sean realistas decía Lacan, pidan lo imposible, pero él mismo preguntaba ¿es posible ir más allá del padre? a con- dición de que se sirva de él. Hay padre gracias a la madre, que nos LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 103 conduce hacia él, ella instrumenta la demanda. Recordemos que no hay Nombre-del-Padre si la madre desde un inicio no lo reconoce, la mujer en tanto madre funda al padre como nombre para el hijo. Ella siendo mujer reconoció como fundamento la ley del padre, eso la hizo menos loca. Todo padre es una imagen, el hijo tiene la ima- gen del padre que lo observa por las rejillas del espejo, es un atisba- dor y vouyerista; el bebé forma la imagen del padre interiorizada en un aprescoup del superyó. El psicoanalista cumple hasta cierto punto la función del pa- dre, siempre y cuando el psicoanalista no se lo crea. El padre figura- do en el analista, es eso, una simple y buena imagen de completud, aunque padezca de todo en la seriedad del silencio. Freud en Tótem y tabú, nos dice que el Urvater priva a los hijos no de una, sino de todas las mujeres, ya que este padre mítico es la imagen de un padre Amo, lo que se corresponde con el deseo del niño. Así, este padre es buscado y deseado, es digno de ser amado y en razón de este amor, en el momento de la “declinación” del Edipo, se produce una identificación con él; hay entonces paternidad por identificación, pero también algo del padre es un enigma en tanto imposibilidad de saber sobre ese real, es esa imposibilidad de demostrar mediante un saber la verdad de su goce. El Urvater le dice al hijo, este goce no te concierne, no es asunto tuyo, por eso el hijo lo asesinará. El padre deviene en provocador de frustración, el Urvater se queda solo, es más está solo, nadie puede ser padre de más de cuatro, ya no es un padre, lo que provocará que lo maten, así es que no hay que creerse tan padre, por el triste destino que esta función depara. Es importante analizar que no toda manifestación o acción de agresividad es necesariamente inquietante en el rasgo mortífero del orden pulsional, su ejecución se tramita por la letra que invoca el contorneo pulsional ahí por donde la agresividad se asoma; si la agresividad no se cura, no se evita y no puede desaparecer del 104 CARLOS VARELA NÁJERA ser es porque está anudada a la letra de un goce desesperante que irrumpe con su andar mas allá de lo real; de hecho estamos anu- dados a la agresividad como al orden paranoico y esquizofrénico. Debido al efecto producido por la ruptura del nudo el ser se pierde en la nada, si somos agresivos es efecto de lo que hay de semblante en el Significante, un des-atendido que tiende al desequilibrio del sujeto. La agresividad es lo más antihomeostático del principio eco- nómico freudiano. “Amarás a tu prójimo como a tí mismo” es la ilusión cristia- na que pretende fundar una sociedad en el bien. Si analizamos un poco este aforismo diremos que es el señuelo de una exigencia ho- mosexual, el “a tí mismo”, es una ilusión, una fantasía, este “a tí mismo” es un engaño en el nombre de un bien. Sabemos que me quiere para mi mal. El Otro intenta gozar mi cuerpo en el nombre de la construcción, de hecho, la pulsión de muerte premia al sujeto por su agresividad con el prójimo para hacerlo víctima del exceso, del sadismo, según el psicoanalista Néstor Braunstein. VI. MUERTE Y AGRESIVIDAD: ESE OSCURO OBJETO DEL DESEO

Por la articulación del lenguaje el sujeto se socializa y puede apala- brar la intencionalidad bélica cuando no es producto de una justi- ficación fundamentalista como la de George Bush (padre). El acto de violencia con el prójimo es necesario porque funda el lazo so- cial. Freud sostiene que la naturaleza del ser humano no es buena, siempre está tensando su imaginario hasta que se desbarranca con el acto irracional de joderse al otro, aun en el nombre del amor hacemos mucho daño. El ser humano es una especie mortífera que además mortifica al Otro antes de consumirlo, así mismo el sujeto paga caro el someterse a la ley, tiene que pagar con la neurosis o con su propia vida. Hobbes se pregunta cuál es el origen de la desigualdad y se contesta que si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que sin embargo ambos no pueden gozar, devienen enemigos. Kant, por otro lado, interpreta el llanto del recién nacido como la primera expresión de temor y de protesta por precisar del otro; señala que el ser humano sufre de tres apetitos lamentables: sed de horrores, de dominación y de bienes. Esta tríada kantiana podría ser el manifiesto de una ética trascendental, ya que su delimitación implica el desborde, eso que no hace función de contención. El placer en dañar al otro es la función diaria que nos entrega la novela cotidiana, hay un disfrute en infingir dolor; de hecho, la trasgresión del Otro no es un fin “natural” para el sujeto del inconsciente, este

105 106 CARLOS VARELA NÁJERA acto de transgredir al otro posibilita que surja la “moralina” con- tra una sociedad libertina que por su Significante crea un síntoma social. El Marqués de Sade difundía la práctica del mal como un acto ennoblecedor, hoy tristemente asistimos a la lógica del horror, cuerpos estallados y fragmentados donde ese mal se justifica en un máximo bien. El binomio bien/mal ha sido la constante en la histo- ria humana, “fundados” y representados por Dios y por el Diablo: crimen, moral y trasgresión. La muerte es una exigencia y el inconsciente nos demanda sin saber. Existe una pulsión escópica producto de la mirada que afec- ta incluso al cuerpo concebido desde el orden biológico; surge el cuerpo libidinal que es el recorrido desde el autoerotismo hasta la pulsión de muerte, psicoanalíticamente hablando, cuerpo para la muerte. La afirmación de que el sujeto no puede vivir sin la locura, se debe a la pulsión desbordante, que puede llevar al sujeto hasta el suicidio. Ser sujeto pulsional es ser presa de la locura, conside- rando a la pulsión como límite del sujeto; la pulsión es un afecto enloquecedor, ya que esta no se reprime, sino que navega a la deriva produciendo choques con lo real de angustia. Freud nos trae la mala nueva: la pulsión de muerte, por la que el orden academicista lo detesta, lo ataca, lo ningunea. Cuando él plantea la pulsión de muerte, pregunta: “¿cómo es posible que ese orden mítico pulsional tan desconocido para nosotros tenga esa función de destruir lo orgánico que nos sostiene con su fragilidad incipiente?”, es entonces que el inconsciente, tiene una tarea sinies- tra como siniestro es el ser que sostiene al Yo. Es por eso que ante la pulsión –aterradora– de la muerte el sujeto huye, escapa hacia el or- den libidinal: erotismo encarnado en el placer pero acicateado por el Uneimleichkleit, a saber, ese estado demoníaco que se encuentra más allá de la histeria. Sin embargo, comparte con ella cierto anu- damiento que es contorneado por lo que hay de goce en el objeto LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 107

(a), es por eso que el cuerpo siempre es una invitación al ex-sexo, de hecho la mujer es metaforizada como mujer-hoyo por donde el placer excede, goce mortífero donde su cuerpo es falicizado. El cuerpo siempre muere por un ex-sexo arrebatado en su goce que lo consume, y ante el goce “la carne es débil”. El cuerpo siempre está confrontado a una ambivalencia de corte escolástico: lo bueno y lo malo, donde lo malo es dañino, enferma; mientras que es bueno lo que cura; esta cosmogonía cristiana está imbricada en la subjetivi- dad occidental. El individuo común, al parecer, se rige por el gusto: otro modo de nombrar el principio de placer freudiano; sin embargo, el cuerpo en su invitación hace una apología del crimen, cuerpo investido como otro, incluso bajo el orden psicotizante de una perversión atroz. En este sentido el asesinato ha sido considerado como “una obra de arte”; arte trágico, donde el cuerpo es violentado por el goce sádico del otro, en la lógica psicótica del desmembramiento. De igual manera en el nombre del amor se victimiza el cuerpo del semejante en los órdenes Imaginario, Simbólico y Real. Ernest Mandel escribió una obra donde sostiene que el hombre es necrófi- lo. Si trasladamos esta tesis al discurso psicoanalítico podemos esta- blecer que, esa atracción morbosa por la muerte se relaciona con el cuerpo como excremento, como desecho (recordemos que el cuer- po se sostiene bajo el orden imaginario por lo que queda de narci- sismo), del que se desprenden olores “impuros”, y es acechado por la decrepitud. Ante esta situación, él mismo deviene extraño, gene- rando incluso estados hipocondríacos que expresan angustia, con la que se mortifica al cuerpo. Lo que confronta nuestro narcisismo es el hecho de que vamos a morir. Ante el temor a la muerte, nos vol- vemos esclavos, el cuerpo se mortifica haciendo ejercicios, viviendo “sanamente”. Según Hegel, “quien no logra enfrentarse al miedo que produce la muerte, se hace esclavo”. Si tomo en su dimensión 108 CARLOS VARELA NÁJERA propositiva esta reflexión hegeliana, diré entonces que la religión como lazo social unifica los miedos, disipándolos en el amor a Cris- to y en su promesa de salvación. Si bien en el inconsciente somos inmortales, no aceptamos nuestra disolución debido al narcisismo que nos habita, en otras palabras nos sostenemos narcicísticamente. Somos igualmente esclavos eligiendo la vida que otros eligen, pro- duciendo en nosotros un estado de servidumbre sin fin. La muerte amenaza al cuerpo, esto lo desmiente el inconsciente. José Alfredo Jiménez decía que la vida no vale nada, sin embargo, azarosamente vivimos y tenemos que pagar con la muerte este asomo a la vida; la muerte es, en todo caso, la única certeza de la vida, no existe otra cosa, a no ser la creencia espiritual en la otra vida. Si seguimos lo aporía de San Juan diciendo que en el principio era verbo, hoy diré que en el principio existe… el fin como eterno retorno. En el sujeto los desequilibrios son una constante, el cuerpo siempre se siente amenazado tanto por agentes patógenos como por otros sujetos, sus semejantes, aun más por sus propias repre- sentaciones. Los psicólogos sostienen que el sujeto se mueve en estilos de vida, a los cuales concebimos como contrario de los esti- los de muerte, pues son los que presentifican un síntoma situando cierta obviedad. El síntoma es suplencia de la pulsión de muerte que marcha a pasos agigantados en el sujeto, por ejemplo, desde la clínica psicoanalítica confrontamos un fenómeno llamado sadismo, este es el producto de cierta economía libidinal que lanza al sujeto a una miseria psicológica: gozar haciendo sufrir el cuerpo del Otro. El cuerpo teme ser atacado, sin embargo, existen otros tipos de ataques no menos peligrosos como el de pánico. De lo que nos defendemos es de un pedazo de lo real que se ha desprendido de la emergencia pulsional del sujeto; esto produce un orden, a saber: la dramátización del cuerpo que esboza su no lugar. El cuerpo sufre porque es descorporizado por un real de órgano y por una realidad LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 109 ficticia, y tanto una como la otra son padecidas por el sujeto y son amenazadas por un saber que no deberíamos tener: que la vida solo es un señuelo, un divertimiento para la pulsión. Otra hipótesis más formulada en el campo de las estructuras clínicas es la siguiente: el desquiciante mundo posmoderno ha pro- ducido una inflación narcisista donde el cuerpo es ensalzado-des- pedazado, volviéndose un cuerpo que no castra; cuerpo por el cual se administran tratamientos tecnológicos para escapar del horror de lo que sobra o de lo que falta; cuerpo estallado por las prótesis, que violentan su “naturalidad”, cuerpo estallado por su singularidad. Ante el temor que provoca la muerte el sujeto huye a los pla- ceres discretos, el placer siempre es material, es por eso que ante el goce estos son perceptibles para el sujeto. El placer está localizado, mapeado en el cuerpo biológico. Placer y dolor son un continum de la corteza corporal que comienza en la piel, y hacen que el cuerpo inervado produzca éxtasis o sufrimiento. El cuerpo es una zona erógena caminante que se estimula, goza y muere. Al cuerpo no solo lo estudia la medicina sino la estética. Freud lo ubica como un disfraz orgánico que sostiene lo inorgánico, pues el cuerpo es un estar-ahí-para- la descomposición. La regulación por el espectáculo ha hecho de la imagen corporal un desecho de cinescopio, es un reflejo luminoso producto de la televisión y el cine que juegan con lo siniestro, elaborando imágenes terroríficas que desencadenarán los miedos más ocultos. Por ejemplo, la película El Aro, es terror siniestro puesto en escena, cuerpos que destrozados, agusanados, desangrados, reavivan el espectáculo necrofílico de nuestra filiación asesina. Freud menciona que: “si de hecho es secreta la naturaleza de lo ominoso, comprendemos que los usos de la lengua hagan pasar lo Heimliche (lo familiar) a su opuesto lo unheimliche (1994, pp. 224-226)”, pues lo ominoso no es efectivamente algo nuevo o aje- no, sino algo familiar, antiguo para la vida anímica, enajenado de 110 CARLOS VARELA NÁJERA ella por el proceso de represión. Ese nexo con la represión ilumina también la definición de Schellig, según la cual lo ominoso es algo que, destinado a permanecer en lo oculto, ha salido a la luz. Solo nos resta someter a prueba la intelección que hemos ob- tenido, ensayando como explicar con ella algunos otros casos de lo ominoso. A muchos seres humanos les parece ominoso lo que se relaciona de manera íntima con la muerte, como la cercanía con los cadáveres y el retorno de los muertos (espíritus y aparecidos). En efecto, dijimos que numerosas lenguas modernas no pueden tradu- cir literalmente la expresión alemana “una casa unheimlich”, como no sea mediante la frase “una casa poblada de fantasmas”. Hitchcock retrata lo siniestro en sus obras cinematográficas, trabajando todo lo relacionado con la infidelidad, la muerte, lo ab- surdo, la psicosis, así como la emergencia de la muerte en todos sus dramas. En la película Psicosis, Norman vive un idilio incestuoso, muy amenazador, con su madre que siempre está en la silla mecedo- ra. Esa relación horrorosa la extiende a los cuerpos de los inquilinos del motel a quienes asesina. La relación de horror incestuoso con su madre es encarnada en cierto momento por él mismo. Desde el punto de vista analítico Norman desea más de lo que el Otro puede ofrecer (a no ser una libra de carne), se trata, sin lugar a dudas, de un deseo obturado por el llamado a la muerte. Asesina con un arma privilegiada: el cuchillo, ese cuchillo que brilla morbosamente ante los ojos de los espectadores, mientras es hundido en los cuerpos voluptuosos de las mujeres, propiciando en el espectador una suer- te de complicidad en el momento de empujar la mano que descarga el golpe. En la misma película hay un personaje llamado Marlon, quien habla con Norman y le dice “me he desviado”, a lo que él contesta: “todos los que vienen aquí se han desviado”. La trama de Hitchcock ilustra a la perfección la locura; de hecho la locura en Norman se presenta con tal genialidad, que sus asesinatos son LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 111 obras maestras, ahí lo que Norman pondera en su unión total con una dama en el letargo de la muerte. Para Freud, lo siniestro, corresponde a la transformación de lo familiar, en un sentido opuesto, en algo extraño y destructivo que nos apunta. El horror al semejante lo convierte en víctima para el otro, el espejo produce cierto vértigo y eclipsa. En el asesinato la ley queda suspendida y ese que se convierte en homicida es un canalla, que como tal, no va al análisis, sostiene Lacan. Job, les dice a sus amigos que vinieron a consolarlo: “sostenedme y hablaré después, y después de mi discurso podréis siempre hacer estupideces”. Job se enfrenta a los amigos antes que al buen Dios, puesto que su pe- nitencia (llevar esa llaga que lo corrompía) es para él un consuelo. En la víctima hay un llamado pero es un llamado al goce del Otro, que se explica así: la víctima llama a su verdugo, pero es un llamado inconsciente al goce sádico; Job se ofrece en sacrificio, así como Abraham ofrece a su hijo a Yahvé, ya que la función del sacrificio que no es santa impone autoinmolarse en el nombre del don. Ser victimado por otro atroz implica que la víctima negó la función en el orden simbólico buscando declinar su bienestar en un buen morir. El ritual brutal del sicario que juega a ser Dios al quitar o per- donar vidas, tiene una función de expiación tanto para el sicario que salda la deuda, como para la víctima que endeudado muere, cerrán- dose así un pacto siniestro. El resto que queda, a nivel intrapsíquico, del asesino que da muerte al Otro, se transforma en fantasma obs- ceno. Él es un sicario, no es como el otro comunitario, su tarea es su perfil perfilado para dar muerte al otro, al saber cómo hacerlo. Para el sicario dar muerte al otro es su acción específica, está regulado por su acción-ar el arma; la víctima es un condenado por el don del otro; está enmarcado por el significante del “me la debes”. El crimen lleva implícito una coordenada simbólica (control del territorio), muchas 112 CARLOS VARELA NÁJERA de las muertes en Sinaloa se dan en función de ello. De este modo la territorialidad conquistada deviene campo de batalla, pero también de días contados. Para futuros victimados el tiempo cronológico se vuelve implacable, viven colgados de las manecillas del reloj, al estar sus horas contadas. Estos sujetos se saben cerca de la muerte, por ello su vida se desencadenará sujeta a un monto de angustia que la entorpecerá hasta que tropiece con la muerte. La culpa nos endeuda y esto adviene en ley, ser asesinado es cumplir con la ley de ese Otro obsceno que lo encarna para su con- secución. La culpa nos hace deudores de la ley que muchas veces pagamos con nuestro cuerpo, por tal situación nos dejamos caer en la mano de la ley que nos sanciona quitándonos un poquito la vida; pero lo curioso de todo esto es que ni muertos saldamos todo por completo, ya que luego de muertos nos aplican la “autopsia de la ley”, último reducto de la ley encarnada en el modelo mé- dico que nos hace pagar con el cuerpo el haber transgredido “su naturalidad”; desgarran el cuerpo en pedazos para que no quede huella de la muerte y se haga valer en lo real que la ley no puede ser de ninguna manera violada, dejando el cuerpo tasajeado como el mudo testigo. En el sicario se juega lo más arcaico del sujeto que se repite sin que haya sentimentalismo de por medio que lo detenga, el monólogo suicida de la víctima se cifra en la metáfora “Me vas a matar”, que es el disparador o la indicación necesaria para dar la muerte. Según lo establecido en la Ley somos finitos, por eso agredi- mos al otro, ya que nuestra vida es solo una circunstancia y depende del otro el que nos mantengamos con vida. Es obvio que ante esta impotencia respondemos agresivamente por el desencanto de no ser inmortales. Estoy indefenso ante la muerte que el otro me pue- de dar, es un obsequio nada grato el cual siempre que se da produce la fragmentación de la vida. La vida es como un espejo y refleja LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 113 la posición subjetiva del sujeto enmarcada por oposiciones: bien y mal, felicidad e infelicidad, trascripciones con las que el inconscien- te escritura el cuerpo y el entramado social. Ser mortal es una con- dición que nunca se asume, solo es mortal el vecino, el semejante. El yo en su génesis lleva el germen del narcisismo que empu- ja al sujeto a la fragmentación. Se está indefenso ante la muerte, se está a su merced, sometido por una regla muy estúpida, por la voluntad violenta y asesina del otro; ser mi semejante, mi propio es- pejo que viene del otro hacia mí, por eso yo violento al otro al otro. Ser agresivo es un modo de soportar la vida. La agresión es anterior al amor puesto que es la capacidad de reconocerme como agresivo, lo que posibilita que ante la culpa surja un afecto cariñoso ataviado con amor que se dirige al Otro. Luis Tamayo describe la función enemigo, a mí parecer lo que marca esta función es un algoritmo entre él y su espejo (+1-Ø), el menos Phi delimita el contexto de la realidad adscrita a lo simbóli- co, el más uno es el plus desglosado del ideal, que aún perdido mar- ca así (+); pero en este caso la función enemigo es la intrusión del sujeto en el orden de la agresividad, la agresividad siempre proviene del Otro. Entre los niños observamos que la agresividad siempre viene del otro, bajo el argumento “tú empezaste”; el sujeto nace con tendencias agresivas, también con tendencias constructivas pero las víctimas dependen de las primeras. La agresividad tendríamos que explicarla, no en función de conductas, sino de pulsiones. Existe una pulsión de vida que tiene como finalidad la conservación de las unidades vitales existentes, y la pulsión de muerte cuyo empuje es hacia el retorno, esto es, volver a ser materia inorgánica de la cual provenimos. Cuando la pulsión de muerte se encuentra en su reco- rrido con la sexualidad, la arropa produciendo al sujeto sádico. Uno de los factores que desencadena la agresividad es el odio, el odio es una descarga de la pulsión de muerte, que se dirige hacia el otro. 114 CARLOS VARELA NÁJERA

En el orden jurídico, la pena impuesta al infractor, conlleva agresividad, dado que con la aplicación de la ley el otro se ve dismi- nuido y amenazado por un Amo jurídico que lo denosta, lo pone en falta. Algunas teorías psicológicas abordan la agresión como el producto de una frustración. Precisamente para el psicoanálisis la agresión va de la mano con la pulsión de muerte, es más, es ella quien la reactualiza; la agresividad se produce en el sujeto a partir de que su imagen en el espejo se ve amenazada por una fragmentación. La agresividad es un sustrato pulsional, se podría afirmar que ante el silencio del narcisismo opera el acto de la violencia; la vida erótica de igual manera lleva implícita cierta agresividad, desde el beso que consume al otro, hasta “me las vas a pagar en la noche”, son for- mas de una agresividad intrínseca que hasta en el acto más sublime se presentifica. Freud señala que: “hemos edificado con ilusiones sobre la premisa de que todo ser vivo tiene que morir por causas in- ternas” (1920); y elabora una pregunta esencial para el psicoanálisis: ¿Qué puede existir más allá del principio del placer? En términos lacanianos diríamos que se encuentra el goce, y en términos freu- dianos la pulsión de muerte, ya que según Freud si queremos so- portar la vida debemos prepararnos para la muerte. Dentro de cada sujeto aparece el Amo absoluto que es la muerte, todo sujeto está teñido por la muerte seca, ella nos inscribe en lo imaginario y en la nostalgia. La agresividad se deletrea en la falta y se vivencia desde lo imaginario; por ejemplo, en la guerra televisada se observan solo unas pequeñas luces que se encienden y se apagan son los cohetes y armas de destrucción, mostrándose como mentiras verdaderas que la tele nos transmite. Si afirmamos con Juan el evangelista que en el principio el verbo se hizo… carne, podemos igualmente sostener en términos freudianos, que en el principio era la agresividad la que ocupó un posicionamiento con respecto a la supervivencia y desde luego LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 115 frente el Otro. El mal es intrínseco al orden especular-imaginario, todo sujeto tiende al mal por el propio bien de la pulsión de muerte, es ella quien nos lanza a ese vericueto insalvable que consiste en poner la vida ante el des-eso. A esta época llamada “posmoderna” por los teóricos de la emoción, yo le llamaría la época de la amenaza, tomando en cuenta la guerra de baja intensidad que se vive en todos los países que re- presentan una amenaza para el imperialismo yanqui, el atolondrado de Bush con su delirio de persecución lo demostró al convertirse en el exterminador de todo aquello que se oponía a sus intereses expansionistas. Karl Von Clausewitz define la guerra como una forma de relación humana que consiste en intentar someter al otro. Si este concepto de guerra lo traslado al discurso lacaniano, diré que la guerra es un lazo lleno de crueldad que anticipa una forma de con- frontación desde la identificación mortífera que de alguna manera es un compás de espera. En la guerra se emplea la crueldad y el derramamiento de sangre, aun sí el derramamiento no es condición real para frenar la guerra. Cuando se le quita la vida al otro con cualquier tipo de instrumento, por más avanzado que sea, lo que se expresa es un estado de atraso psíquico tan lamentable, al que Freud llamaba decadencia del ser, irracionalismo atroz propio de los primates. La guerra es en esencia brutalidad en exceso: cuer- pos destrozados, desmembrados, descuartizados, que bajo ningún imperativo se justifica. Hemos de hacer notar que en la guerra se rompe la ley y se infringe el derecho a la vida del otro. La guerra es lo indescriptible del goce que anticipa la pulsión de muerte en su máxima intención, somos primitivamente violentos y ese atraso irracional nos va a acompañar hasta que el mundo feliz nos alcance con pastillas para no joderme al Otro. Dañar al otro bajo cualquier argumento es el simplismo adulador de imponer el brillo 116 CARLOS VARELA NÁJERA fálico al seme(n)jante, hasta hacerlo pa(li)decer. La guerra también es producto, no solo del ejercicio del poder sino de la impotencia; por ejemplo, en la guerra de guerrillas, cada uno de los grupos se inscribe en formas muy particulares de goce. En la guerrilla co- lombiana lo que observamos es la falta en ser del neurótico, como también la hubo desde Bush, es la misma lógica de la falta quien los mueve a poner en fading al otro. La guerra produce una estética ne- crófila, ciudades destruidas, niños llorando, es el arte del holocausto donde la pintura ensangrentada retrata la devastadora disolución. Agrede al otro por lo que el otro tiene que yo no tengo, es decir, se encuentra motivado por la envidia agustiniana la cual va más allá de la envidia que se pueda generar en el castrante. Hay un horror a caer en falta, es por eso que se esgrime cualquier argumento para que ese otro engreído no cercene el brillo del sujeto. Quien ejerce los celos domesticados aun desde la posición intolerante de “yo soy el bueno, el otro es el cobarde”, ejercita un modo de coerción que va en sentido inverso, o sea, hacia él. La agresividad que se ejerce sobre el Otro obedece igualmente a una angustia muy particular, que proviene de una degradación amorosa imposible desde lo real: se trata de ese pasaje angustioso e insoportable de la castración. Es una agresión que se ejerce por tensión y es producto del malestar que bordea con la pulsión de muerte. Aquí en Sinaloa como sujeto de comunidad se vive en peligro, de hecho vivir en peligro es la constante en nuestra especie por la pulsión de muerte que desencadena el estado grave del ser. En Culiacán la muerte propiciada por los sicarios parece que no tiene remedio, pero analizando las formas tan absurdas de administrarla se sabe que sí se puede hacer algo. Para ello sería necesario hacer un trabajo de investigación desde una perspectiva psicoanalítica sobre los procesos intersubjetivos de la identificación con el narco; en LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 117 función de los resultados podríamos realizar una profilaxis desde el seno familiar hacia el exterior. Pero como se darán cuenta esta problemática implica más que una profilaxis, ya que hay que afron- tar el imperativo de dañar al otro que es el límite del goce para luchar contra él, psicoanalizar la vida, la muerte, el sexo, el amor, la belleza, la violencia, el desamparo, aun sabiendo que son cosas que no tienen remedio, a las que solamente se contrastarán desde una ética. Sin embargo, lo que no tiene solución es atrayente porque puedo teorizar, sin jamás dejar de hacerlo, es tela para cortar por un buen tiempo. Mucha gente ante esta situación de des-gracia recurre a la religión para que atempere su filiación suicida, pues Dios es un buen analgésico, se toma por dosis masivas hasta que el cuerpo aguante. La religión ofrece la gracia y el perdón, ambas son respues- tas, son soluciones para la desgracia-da agresividad que aqueja al ser humano. No obstante, ni su amo Jesucristo se salvó de una dosis excesiva de violencia, y si Dios no se salvó, tendremos que luchar los unos con los otros y los otros con los unos, como parte de la diversión insana que anuncia el asesinato. Culiacán es una ciudad sumamente violentada, no por hambre, sino por prestigio o por formarse un corrido. La violencia desatada es lo intemporal del inconsciente que cada ciudadano porta, pro- ducto de la narcopsicosis-social que se sostiene en el elogio, la ton- tería que con la pulsión de muerte se enseñorea; es la pulsión muda de muerte que nos acicatea. También debemos pensar la violencia como un mandato, como el ejercicio de una exigencia pulsional, es la respuesta que le doy a lo pulsional para liberarme del Otro amenazante. Culiacán amanece algunas veces y otras también, muy desordenado, invadido por objetos rotos, muertes por sobredosis, ajusticiamientos, golpes, palizas, cuerpos dañados por la intrusión toxicómana, sujetos delirantes que desnudos deambulan de un lu- gar a otro, como evidencias del fracaso de la civilización. 118 CARLOS VARELA NÁJERA

La decadencia de la civilización anuncia nuestro fin y el de nuestros límites; es necesario, pues, que analicemos el narcisismo y que atemperemos la filiación parricida poniendo límites al exceso, la violencia, la agresividad, formas de expansión del goce a la di- mensión gozosa del Otro. La violencia es provocada no solo por la pulsión de muerte, sino por la identificación y por la agresividad, ya que estas juegan un papel importante en quienes se sienten desvali- dos por no haber sido tomados en cuenta por el Otro. En términos freudianos la violencia también es un intento de recuperación de una posible pérdida en la nachtrelung. La vida es un gran viaje con muchos capítulos de agresividad, en los que si el sujeto agrede, repi- te; pues la repetición es el mecanismo que desencadena la agresivi- dad, y el sujeto, por tanto, se encuentra encadenado a una repetición constante, su dinámica psíquica es un “automatismo mental”. Hoy la violencia intrafamiliar se ha vuelto un asunto público que se da, se va a dar y nada lo va a parar porque lo que se juega en el interior es una relación de poder que consiste en dañar al otro. Este poder siendo escatimado pierde su sentido recuperándose con el golpe, con la asfixia, recuperaciones de un semblante ominoso, ese que oculta el poder y que puesto en falta se recupera con un añadido de goce sádico, rompiendo la boca, tumbando los dientes, asesinando, como la gracia de la des-gracia. Jacques Derrida señala en su texto titulado Estados de ánimo del Psicoanálisis, que el psicoanálisis es la única teoría que ha tomado en serio el estudio de la crueldad. Los psicoanalistas, en consecuen- cia, somos “crueldólogos”; los analistas y transitamos por el exceso displacentero del decir atroz convertido en acto; la crueldad es el pan nuestro de cada día, esta no necesariamente proviene del ma- soquismo; negar la mirada y prohibir la hostia en la liturgia cristiana también es una crueldad; se puede afirmar que hasta cierto punto es un mal necesario. En la crueldad lo que se pone en juego es la LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 119 demanda-denegada que genera satisfacción en quien la ejerce. La crueldad tiene un soporte psíquico, registrado en los bordes de lo simbólico pero bajo la exigencia pulsional; me pregunto si ser cruel es un estado de ánimo, o es un resto siniestro, pienso que entre estos dos factores se produce tal acción. La crueldad es detonante de la impotencia, fenómeno que no ha estudiado a profundidad, todo lo contrario, se le ha ocultado o lanzado al cesto de la basura; sin embargo, creo que solo tomándolo en su inmediatez se podrá dar una explicación de la crueldad a nivel psíquico. A su vez para que la verdad se haga presente hace falta que el otro lo resignifique en una relación de (a-a´), ya que el Otro que está presto a sufrir es necesario para el ejercicio de la crueldad. Ésta se ejerce de muy di- versas maneras, una de ellas, la más siniestra, es la tortura: el matar lentamente, acción por medio de la cual quien la ejecuta la acción esconde y exalta los sentidos. Aunque la mueca de dolor de la víc- tima acrecienta la vacilación para no terminar, el sujeto cruel toma al otro sometido como objeto que le sirve para su fin siniestro (no olvidemos las máquinas de tortura o el descuartizamiento que Fou- cault describe en Vigilar y castigar); la instrumentación de la crueldad se hace necesaria, pues para el sujeto porque está dirigida desde la opacidad de un goce. La persona cruel atenta contra el cuerpo del otro, ese cuerpo está ahí para ser sodomizado, agujerado, descarnado, salpicado, tor- turado. El cuerpo del prójimo se pone a prueba, se intenta calibrar cuánto puede soportar, para ver si la libra de carne… la libra. Se intenta con la crueldad hacer tantos y variados orificios como cor- tes en el cuerpo para que haya un vaciamiento en exceso, podría aventurar no sin prejuicio que la crueldad tiene un monto, y no sobra decir que puede ser la ternura, en otras palabras, detrás de todo acto tierno se esconde un aliens dentado que huele la carne como objeto (“a”). 120 CARLOS VARELA NÁJERA

Karl Abraham, un psicoanalista, hace una observación sobre el bebé al que se le empieza a ofrecer el pecho nutricio, dice que el pe- queño quisiera devorar el pecho que lo alimenta. Esa cara tierna se vuelve presa de una pulsión canibalesca y lo que se le ofrece como alimento intenta incorporarlo destruyéndolo, o sea intenta desde el espacio bucal devorar con la intención inocente de alimentarse. Ser cruel es un estilo, es tomar una decisión adelantándose en el acto. Sería conveniente analizar la crueldad desde el orden pulsio- nal, pero desde un lugar específico, desde lo acéfalo de la pulsión, que en la transgresión saca sus máximos dividendos. La vida es una elección que se toma o se deja, esto implica que psicoanalíticamente no haya muchas elecciones, Lacan dirá “la bolsa o la vida”. En el neurótico de nuestro tiempo como en el tiempo de Freud se juega una lógica de la transgresión del Otro; se transgrede la ley o la ley se conserva, pero lo paradójico es que la ley en sí misma nos con- voca a la trasgresión, puesto que marca con su escritura la sanción al criminal o al infractor, es un invite a la trasgresión misma. De hecho como hijos de la culpa nos contorneamos en la vastedad de un goce que nos acecha desde el delirio paranoico hasta la más simple posición narcisista. Es un goce silencioso el narcisismo que marca el horizonte de sustracción, de castración, si Narciso se niega a morir, como uno ese es el estatuto de lo inconsciente, de tal modo que es mejor dañar al Otro con nuestra crueldad semejante. Trans- gredir al otro como semejante lleva implícito un ideal que se mueve desde el orden metonímico, anudando topológicamente la violencia y la muerte como ideal gozado para el otro siniestro. En términos lacanianos se podría afirmar que en la violencia existe una envoltu- ra informal en tanto que se circunscribe solamente a lo imaginario identificatorio, haciendo del acto violento un antilapsus que en su acción queda regido por el goce, amenazando lo simbólico que como envoltura formal del síntoma se obtura. El sujeto está marcado en LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 121 su diferencia por un rasgo, pero este rasgo es el rastro que deja el goce, en tanto singularidad cuando opera desde los orificios como huecos erógenos en su insatisfacción que llevan al sujeto a la des- mesura, a la trasgresión, construyendo un goce ideal para el usu- fructo del cuerpo puesto ahí como señuelo para ser devorado por ese resto de Urvater que hay en todos como goce siniestro. Cuando la ley intenta regular al sujeto lo que hace es propiciar un despliegue artificioso de formas muy sui generis de gozar; se modula el goce y se transforma en un haz de goces donde hasta el propio síntoma saca su ganancia gozosa. Entonces la ley sin quererlo produce un goce suplementario siempre parcial porque cuando se ejercita para el bien del Otro social, en su aplicación aparece un velo de cruel- dad que en su despliegue provoca una asfixia psíquica contorneada desde un goce sádico que la institución encarna protegiendo a las masas de una amenaza. Solo los humanos generamos las más sofisticadas maneras de dañar. Hacer daño al Otro es un imperativo de goce, pero vehicu- lizado desde lo siniestro que es lo que produce la crueldad en acto. Como psicoanalista aventuro la hipótesis de que nuestra cultura no es más que un señuelo, un pacto logrado por el inconsciente a tra- vés de la lengua, a condición del derramamiento de sangre como cuota a pagar. A nivel psíquico se podría afirmar que es el Superyó quien con su escritura sádica nos inscribe en su manto cruel, entre- gándole al otro para su disfrute nuestro cuerpo en llagas, heridos, o bien, en lamentaciones, o, lo que en otros términos podríamos denominar: goce. La civilización hasta hoy no es otra cosa que hui- das y asesinatos; los judíos, por ejemplo, durante mucho tiempo fueron perseguidos porque pretendían alcanzar un ideal: la tierra prometida; ahora, en cambio, se encuentran en otra posición, se convirtieron en verdugos junto con su amo Ariel Sharon que en paz descanse. Sin embargo, siguen justificándose de un lado y otro, 122 CARLOS VARELA NÁJERA con la venganza divina para cometer toda clase de atrocidades. Hoy un Amo comanda la crueldad con armas de destrucción masiva: los Estados Unidos y su obsesión colonialista, expansionista, e impe- rialista. El discurso capitalista se ha impuesto por medio del terror y la crueldad bajo el llamado de su cortesana: el Fondo Monetario Internacional. El discurso capitalista siempre oculta Otro cruel, de hecho los dominados tienen que pagar con sangre la tierra que pisan, exten- sión territorial de la que son despojados por su valor energético. El Otro cruel que oculta el discurso capitalista se expande creando inflaciones y crisis económicas para diezmar a los países pobres; podría decirse que su poder alcanza a Dios, que es tomado como rehén para justificar la muerte del Otro. Así el discurso capitalista encarna una filiación masoquista, una representación de la incon- sistencia del Otro; tal como se vio con Bush quien diariamente se contradecía, sólo para justificar su expansionismo sangriento, repleto de crueldad inaudita. Dios es el títere y el capitalismo ex- pansionista su titiritero. De esta forma el desencadenamiento de la crueldad se produce cuando se bordea lo simbólico, así el sujeto se desculpabiliza y echa a andar toda su maquinaria de guerra, que ocasiona una fascinación masoquista por la dominación y encarna la función divina para poder autorizar el despliegue del terror. Existe una relación directa entre la crueldad y la ternura: esta se vuelve cruel ante la amenaza del otro. No por menos nuestra civiliza- ción se erige desde la crueldad, que se presenta en estadios progresi- vos hasta encarnar la maledicencia del ser. Si nosotros vivimos en la indefensión somos el producto de la falta; es necesario entonces que respondamos al Otro con una oposición decidida a la crueldad como pasatiempo. El odio es un dispositivo que encarna la crueldad, en cuanto que esta se sostiene en función de un verleugnung, es una rene- gación porque una parte de la crueldad no está simbolizada, sino que LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 123 se desencadena rebasando en cierto modo la inscripción simbólica donde hubiese quedado estratificada una culpa que no existe. Antonin Artaud llevó a escena la crueldad en sus obras de teatro. En su libro El teatro y su doble menciona que la escena pro- duce un vouyer, el escenario captura al espectador, el público se transforma; acaso las producciones cinematográficas comerciales de Hollywood no retratan la crueldad en su máxima expresión con sus puestas en escena, el cine es un circo de satisfacción escópica, algo muy semejante a lo que señala Artaud sobre los orígenes del teatro, dice con “las intrigas del teatro psicológico que nació con Esquilo nos acostumbraron a la acción inmediata y violenta..” Lo que dinamiza el teatro es la crueldad nos dirá Artaud, por- que sugiere un espectáculo de masas. Lo vemos en películas como La Pasión de Cristo, donde el Padre es transgredido cruelmente por la horda, lo que nos conduce a un éxtasis escópico alucinatorio; descubrimos con esta escena que es el desenfreno de la crueldad la que motivó al asesinato del padre. En textos como Mas allá del principio del placer, Freud nos remite a esa función cruel que soporta al ser, donde incluso la sexualidad, es un medio con el cual se pro- duce la crueldad en el otro. El Marqués de Sade es un fiel exponente de esa búsqueda de tensar los órganos con el froti froti hasta causar un dolor a nivel de órgano. El acto genital para el Marqués puede interpretarse como un mensaje cruel que se ejecuta en el Otro, en el hueco, es una crueldad destructiva que deja una mueca de dolor en quien es victimizado, ser cruel es un intento brutal de borrar frac- turando la imagen del Otro en el espejo. La crueldad es el principio rector de una política de Estado donde se victimiza al jodido de manera brutal desde un escritorio donde el secretario “X” impone una política irracional que detenta contra la prole de manera que transgrede su posibilidad de supervivencia con la miopía asistencial (el changarrismo). 124 CARLOS VARELA NÁJERA

Sigmund Freud ubica a la crueldad desde la hostilidad que con- tornea y es experimentada por todo sujeto a partir de las fantasías, ya que en todo ser humano existe la fantasía de dañar al Otro, de desaparecerlo; algunos sueños llevan implícitos ese orden hostil y siniestro que desencadena el deseo de obturar al otro desde la posición de deseante como agente de venganza, que vehiculiza la crueldad en acto. Vengarse sólo es cosa de tiempo, el representante vengativo lanza al sujeto a una serie de fantasías siniestras de donde se alimenta, psíquicamente hay formas de cobrárselas al Otro, se despliegan mundos imaginarios de aparatos de tortura hasta deso- llar vivo al sujeto como afiche de venganza. Existe la tendencia en el ser humano a autoflagelarse, son mu- chas versiones las que desencadenan tal situación desde el orde- namiento psíquico. Nosotros como especie alienada al Otro en el espejo nos aventuramos a la búsqueda del placer en el dolor, donde hay una brutalidad dirigida hacia nosotros mismos; por ejemplo, el introducirnos jeringas llenas de sustancias químicas, polvearnos la nariz con el país de nunca jamás, utilizar incluso instrumentos del sex-shop que sirven para inscribirnos en esa demanda obsesiva por obturar la castración comprando aparatos que dejan huellas y crean huecos. Con las simples arracadas, aros y demás instrumentos me- cánicos de implantación cutánea, el mundo es un hueco y estamos ahuecados; el sujeto cruel ensancha los bordes para su satisfacción. Necesariamente la crueldad es una perversión que se encuentra fantasmáticamente en la neurosis y comparte con ella un espacio imaginario hacia la búsqueda de un sustituto de goce pero parcial; el sadismo es el fiel representativo del agente cuya pulsión libidinal se dirige a la búsqueda de un placer oscuro, que eclipsa al otro, actuando como un carroñero. El sádico vive del suplicio del otro amoratando su carne, triturándolo, extirpándolo, destripándolo, ho- radándolo, en fin, hasta castrándolo. El sádico es como un seudó- LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 125 podo que marca con su pulsión de muerte al otro para succionar la sabia de placer que el símil le devuelve en su sufrir; es un agente gozoso, recaudador de goce parcial, que desde el lugar del amo sa- cia una pulsión escópica; es la puesta en escena del desgarramiento atroz del otro, que sin oponer resistencia u oponiendo le entrega su cuota de goce. El sujeto cruel se maneja siempre intencionadamen- te agazapado en una lógica muy oscura donde el cuerpo del otro lo está llamando, esperando para su deleite a saber, un disfrute con sabor a muerte. Porque existe en el sujeto una fijación gozosa a ha- cer sufrir al otro bajo cualquier pretexto, existe en todos y cada uno de nosotros ese impulso a dañar al semejante, a alimentarse con su sufrimiento es una fuente de satisfacción, el cuerpo del semejante me invita a que lo transgreda. Recordemos al buen Abraham, era tal el amor a su creencia en Yahvé que iba a inmolar a su hijo Isaac; en ese acto de purifi- cación de la creencia, se da el pasaje al acto cruel en el nombre del Señor. Para Abraham sacrificar a su hijo no era pecado, era honrar al divino creador; así pues, el devoto que inmola su cuerpo a Dios devuelve la crueldad contra su propia persona de manera brutal. Lo anterior no se puede dejar de analizarse aun en sus contornos eidéticos. El sujeto cruel cumple una exigencia ética muy propia, muy personal, se siente comprometido a llevar a cabo en el nombre de no sé qué ideal, su desencadenamiento cruel en el otro, siente una responsabilidad con su acto, sino lo hace él entonces: ¿quién? Quien encarna esta forma de ser, es un sujeto siniestro “es una bestia”, siendo lo siniestro es lo más bestial que se puede desenca- denar en un sujeto, ese desamarre que provoca una exigencia de entrega del goce del otro para su disfrute, es un animal silencioso en busca del goce del Otro. El sujeto que encarna la crueldad no puede dejar de ser pensado como un resto, hay una exigencia de la tyché, que lo lleva a una repetición azarosa de lo real, un saber que 126 CARLOS VARELA NÁJERA apunta al goce con el sujeto cruel y se contornea con el disfrute del grito del otro. La salvajada que produce en el otro es su plus de anexo, que deriva desde lo más real encarnado en la tortura. Se podría decir que con el cuerpo del otro. Lo siniestro del sujeto cruel se enaltece, lo Unheimleichkleit, es el gran mal que nos habita y que nos hace vivir en el exceso cutáneo, en el intercambio de líquidos, en la defenestración del prójimo. La religión es la primera, y quizá la irrenunciable, respuesta al trauma del sujeto, se escucha en los corrillos freudianos. Por eso la religión se precipita sobre el monoteísmo. Grecia es únicamente un sueño. La discordia, decían los griegos, está en el origen. A esa discordia la llamamos aquí escisión pulsional o trauma fundamen- tal. Cuando la religión se convierte en lengua fundamental, el Uno desplaza esa discordia o escisión hacia la contienda maniquea. Así pues, la religión, es certeza de sentido, se manifiesta siempre como un consuelo moral, pero detrás de eso existe un pensamiento ma- niqueo, el hombre bueno que resiste al mal exterior y nefasto, sin embargo el monoteísmo es imposible. Abrevemos ahora sobre la tesis psicoanalítica según la cual el hombre es constitucionalmente peligroso a causa del exceden- te pulsional. El excedente pulsional es correlato de la pobreza de dotación instintiva, así el hombre está expuesto, por el empuje pul- sional y su carencia de programa instintivo, a situaciones de riesgo o confusión a la hora del acto. Esa es una tesis, como se sabe, ori- ginalmente freudiana. Freud subraya, sin embargo, un aspecto más concreto de la cuestión: la falta de programa instintivo asciende la pulsión de manera que esa escisión, como límite de la vida, deja al azar de la intrincación entre vida y muerte, el destino del hombre. VII. COMENTARIOS SOBRE ERÓTICA DEL DUELO EN TIEMPOS DE LA MUERTE SECA DE JEAN ALLOUCH

La revisión de Jean Allouch del texto de Freud sobre Duelo y melanco- lía cimbra doblemente cuando nos dice que es una manera de rendir homenaje a su hija fallecida, eso vuelve al libro un dollus compartido con el público lector. De entrada el autor discute con Freud, quien reduce el duelo a un trabajo. Allouch hace una distinción abismal entre el trabajo de duelo y subjetivación de la pérdida, definiéndola como “el acto, capaz de efectuar en el sujeto una pérdida sin com- pensación alguna, una pérdida a secas”. (2006, p. 19). Allouch estudia la Primera Guerra Mundial donde la muerte empuja el duelo a muerte seca según el comentario dl mismo; re- curre, para una de sus fundamentaciones a Kenzaburo Oé, ya que para este personaje el duelo lleva aparejado un gratuito sacrificio ponderado en el acto de duelo, que Allouch llama un “pequeño trozo de sí” el cual requiere una erótica del duelo. Sostiene que Freud tiene una posición oscurantista sobre el duelo, afirmado in- cluso que poco supo decir al respecto. Cita la frase de Shakespeare “Sufro porque mi corazón está en ese ataúd, no está en su sitio pues me fue arrancado por la muerte” (2006, p. 11). Según él ahí aparece el sacrificio gratuito del duelo; toma el significante a la letra y analiza una frase fundacional “que te sirva de vela,” que implica muerte, velorio, entierro, sin posibilidad de votar y ser votado; a partir de lo anterior analiza las costumbres sepulcrales del mexicano

127 128 CARLOS VARELA NÁJERA y las tradiciones mortuorias de noviembre. Mas adelante el autor discute veladamente con el discurso médico que pide donar los ór- ganos como refacción o suplencia para el vivo-muerto, pues ubica a los órganos posibles de ser donados, como un tes-oro; esa sería la agalmata de ese discurso, lo donado en vida por el ahora muerto (cadáver) y menciona “hay un duelo efectuado cuando quien está de duelo, lejos de recibir algo del muerto, lejos de extraer alguna cosa del muerto suplementa la pérdida sufrida con otra pérdida la de uno de sus tesoros” (2006, p. 14). Otra tesis muy impresionante es la planteada por Allouch so- bre la psicosis de Aimée, a la que considera que era el modo de vivir el duelo. Con eso el autor da un paso clínico trascendente al trasladar al duelo a varios casos clínicos tanto de Lacan como de Freud; esto es evidente si tomamos en cuenta que hemos nacido para perder, somos el producto de una pérdida, y por lo tanto el duelo es parte del sujeto barrado ($), no como trabajo sino como acto, como sacrificio. Lo que hace Allouch es atraparl a la letra en la clínica, en ese sentido contraviene a los freudianos al enmendarles la plana, donde duelo y melancolía para Freud no son una enferme- dad sino formas normales de vivir la pérdida. Las críticas al duelo de Freud provenían de distintos lugares y nadie respondía hasta que Alouch buscó en Lacan, no en Freud, una concepción de duelo partiendo también de Hamlet y Kenzaburo Oé. Para Jean Allouch

quien está de duelo se relaciona con un muerto que se va llevándose con él, un trozo de sí. Y quien está de duelo corre detrás de los brazos tendidos, hacia delante para tratar de atraparlos a ambos, al muerto y al trozo de sí mismo, sin ignorar en absoluto que no tiene ninguna posibilidad de lograrlo (2006, p. 30). Esta concepción del autor impone una dimensión macabra a lo que hay en el duelo donde la vestidura de la mortaja esconde el LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 129 fantasma inasible del desencanto agregado en el acto del funeral. De hecho Allouch señala, y eso es de capital importancia, que uno está de duelo no porque un allegado se haya muerto sino porque el que ha muerto se llevó consigo en su muerte un pequeño tro- zo de sí. Esto viene a revolucionar el concepto simplista que se hace del duelo que es más psicologista que psicoanalítico. Critica el formalismo sobre el que se juega el duelo y menciona que el trabajo de duelo, supuesto tratamiento contra el duelo, sería como cualquier otro antidepresivo, que se vuelve objeto de prescripción por el discurso psicoanalítico y no se diga el tanatológico y demás yerbas. Allouch, cuestiona al doctor Hanus respecto a un niño en tratamiento a quien para confrontarlo con la pérdida elabora un concepto llamado necesidad de trabajo de duelo cuya consigna es hacer llorar al niño; sin embargo, para nuestro autor la forma de tratar el problema se muestra inadecuada:

¿Qué le va a mostrar al niño como lo perdido? ¿Un cadáver? ¡Pero eso no es lo que perdió! ¿Una foto del muerto? ¿Pero la foto sigue estando allí? ¿El amor? ¿El odio? ¿El desprecio? ¿Y de quién serían las palabras que expresarían el amor, el odio, el desprecio? Más aún ¿el niño ha perdido a un amante o a un amado, a un odiante o a un odiado, a un despreciante o a un depreciado? Y sobre todo: ¿Qué se sabe al respecto? Porque ese es el punto: se cree saber lo que el niño ha perdido, en todo caso se pretende saberlo y esa pretensión, ade- más de que corta lo que se le ocurra, sigue siendo abusiva de punta a punta (Allouch, 2006, p. 47). El duelo acrítico de los psicoanalistas sería una manera de ha- cer entrar al sujeto a la extremaunción al modo religioso. Freud se resbala desde la medicina ya que propone en el duelo la lógica de la norma, hipótesis que Allouch anuncia sin desenfado poniendo una cortadura en el decir freudiano, de hecho no se fía del concepto 130 CARLOS VARELA NÁJERA prueba de realidad, para ello recurre a un trabajo hecho por Lacan el cinco de febrero de 1958, y dice: “cuanto más satisfactoria es la realidad, si puede decirse así, menos constituye una prueba de realidad” (1999). Lo espantoso de la prueba será la prueba misma, dirá Allouch. El diálogo de un moribundo debatiendo sus conclusiones “reales” del otro mundo nos remite a esta dimensión: “la mayoría tuvieron como primera reacción al tomar conocimiento del des- enlace fatal de su enfermedad, decir ‘¡No, no a mí, no puede ser verdad!’” (Citado en Kübler-Ross, 1969, p. 47). Contrario a lo que piensa Kübler-Ross, nuestro autor sostiene que no es una denega- ción, en todo caso, no en el sentido freudiano del término: no hay ninguna suposición explícita por lo cual el otro pensaría que sí es verdad. Se trata de un juicio que efectúa una permutación de los términos de realidad ingenua: el “¡No es verdad!” plantea la realidad como si debiera adecuarse al juicio, como si indicara que la realidad bien podría llegar a plegarse a las determinaciones del mismo. Se- gún nuestro autor, con el “¡No es verdad¡”, la realidad deja de ser recibida como dato, aduce que a partir de allí ya no es posible contar con ella para garantizar la verdad del juicio, puesto que se ha vuelto lo que deberá asegurar la verdad del juicio aunque conformándose a él y no como un dato previo. El “¡No es verdad¡” tendría el alcance de una marca inaugural que introduce al sujeto en su estatuto de enlutado, indicándonos que la realidad para quien está de duelo ya no puede constituir una prueba;. En lo sucesivo, dirá Allouch, conforme a su naturaleza nos planteará preguntas, ya que como él lo dice si hay una prue- ba de realidad en el duelo nunca puede ser sino en el sentido de que en el duelo la realidad como tal se haya puesta a prueba: “el duelo se puede clasificar como una de las experiencias posibles de la pérdida de realidad o dicho de otro modo en la experiencia LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 131 del duelo la realidad ya no le sirve de pantalla a algo real” (2006, p. 74). Por eso es necesario, tomar en cuenta la experiencia del duelo como cuestionamiento de la realidad, ya que según sus palabras, podría permitirles a los médicos clínicos desprenderse un poco de la incongruencia que implica pasar por alto la diferencia entre sus ideales y las preguntas que habitan en sus enfermos, así, la noción de realidad es particularmente propicia a dar un traspié. Allouch nos plantea que más allá del duelo subsiste la psicosis alucinatoria del deseo que se construye como posibilidad de una tercera vía entre el apartarse de la realidad o bien respetar la realidad; surge un trasfondo que sería no respetar, que produce el Nombre del Padre como psicosis alucinatoria del deseo, objeto curioso y evanescente, dirá Allouch, que Freud construyó entre líneas pero no lo clasificó. En el proceso de duelo ese trozo de sí que se lleva el muerto, llegado el caso, puede equivaler a un objeto de goce del muerto. Se- mejante posibilidad está abierta desde el momento en que la vida de quien falleció no es recibida como cumplida. Tal postura aún sigue en curso, y quien está de duelo puede así sentir que tiene relación con un muerto que, más allá de su muerte, reivindica un trozo de sí. Ahora bien, la situación así creada se vuelve fácilmente simétrica, puesto que quien está de duelo, que también siente que ha perdido un trozo de sí, puede reivindicarlo ante el muerto, como el muerto lo reivindica con respecto a él. Desde entonces, esa simetría, que no está hecha para que sea planteada la cuestión de saber si de un lado y del otro se trata del mismo trozo de sí, merece el nombre de paranoia (en el sentido advertido desde hace mucho tiempo, del perseguidor perseguido). Que los muertos puedan ser perseguidos, escandaliza sin que se quiera saber demasiado, sin embargo, lo que ese marco revela es la creencia en una vida del muerto. Sobreviene otra reacción desde el momento en que a uno se le ocurre que los 132 CARLOS VARELA NÁJERA muertos pueden ser perseguidores. Cualquiera sea ese malestar, el hecho es de una pregnancia tal que uno vacila incluso al escribirlo; y no se resuelve a hacerlo porque la obra freudiana Duelo y melancolía le volvió la espalda a ese vínculo esencial del duelo y de la persecu- ción. Para Allouch el duelo no consiste en cambiar de objeto sino en modificar la relación con el objeto; se puede decir que la crítica de este autor con respecto a la teoría de Freud, es sobre la “prueba de realidad” de que el objeto se ha perdido; sucede que nunca se sabe a ciencia cierta qué es lo perdido por aquel que sufre una pérdida. En una muerte se pierde una parte de sí. No una parte de mí (el deudo), ni una parte de él (el muerto), sino una parte de un sí impersonal, que, a la vez que no es de ninguno, les concierne a los dos (al deudo y al muerto). Por esa razón el intento de llevar a cabo la famosa prueba de realidad implica confrontar (de un modo estructuralmente fa- llido) al paciente con la pérdida que suponemos que padeció. Por otra parte, rizando el rizo, podemos decir que en el duelo pierdo la dimensión de objeto que, hasta el momento de la pérdida, ocupé para el otro (amado y perdido). El intento de propiciar el llamado trabajo de duelo, dio lugar a la creación de técnicas que apoyan la neocatarsis o, para decirlo de un modo más general, la descarga del duelo en cualquiera de sus formas con tal de que tal trabajo alcance su exutorio normal (algo del orden del: “¡Si quieres llorar, llora!”). Forzar asociaciones en el paciente, golpear almohadas, llevar a cabo representaciones teatra- lizadas, etc., son modos disparatadamente creativos de no haber entendido la metapsicología procesal del duelo. En cuanto al “ob- jeto sustitutivo”, en Duelo y melancolía, Freud sostiene la idea de la elaboración del duelo pensada en términos de reemplazo del objeto (amado y perdido). En Lo perecedero, plantea que “si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad de amor (libido) queda de nuevo libre. Puede tomar otros objetos como sustitutos o LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 133 volver temporariamente al yo” (1994, p. 3). La tesis de Allouch ra- dica en otra cosa: “Quien está de duelo se relaciona con un muerto que va llevándose con él un trozo de sí. Y quien está de duelo corre detrás, los brazos tendidos hacia adelante, para tratar de atraparlos a ambos, al muerto y al trozo de sí mismo, sin ignorar en absoluto que no tiene ninguna posibilidad de lograrlo” (2006, p. 30). Por otro lado, remite en su texto a la concepción de deseo de Lacan y su interpretación, haciendo un análisis del grafo del deseo. No quiero repetir lo que menciona el autor, solo diré que la deman- da, que empezará a formularse, según Lacan, “a partir del Otro”, se refleja en primer lugar en algo que vendrá a ser el yo. El grafo nos plantea el modo de la estructuración topológica de la intersubjetivi- dad que atraviesa siempre al otro en su recorrido dejando su estela de deseo a partir de la insatisfacción. Allouch de acuerdo con Lacan considera que lo Real, Simbólico, Imaginario (RSI), se anudan de ciertas maneras para funcionar como paradigma del psicoanálisis. Para el autor, el cadáver, el muerto, tiene una función erótica, en tanto construcción imaginaria, lo cito “por su muerte, el muerto adviene como eromenós, detentador del agalma; quien está de duelo se halla pues, brutalmente, salvajemente y públicamente puesto en posición de erastés, de deseante” (2003, p. 31). Las palabras griegas: eromenós, erastés, agalma, las tomó Lacan de Platón para sus semina- rios, entre ellos, el que trata de la transferencia. Son palabras que se ponen en relación para referirse al fenómeno del amor, del que la transferencia participa. Demarcan las posiciones entre el amado y el amante, cuyos lugares no son simétricos sino desproporcionados: su fusión es imposible, como lo es, a pesar del romanticismo, la fusión entre el vivo y el muerto. El muerto, entonces, pasa a ocupar el lugar de eromenós (el amado), el que tiene el agalma, el que para Platón es el objeto bello, en términos de Allouch: “el pequeño tro- zo de sí inestimable”. En consecuencia el vivo adviene en el lugar 134 CARLOS VARELA NÁJERA de erastés, el amante, el deseante. El duelo resulta un drama en el sentido de conflicto de la vida humana, drama que no es entre dos, sino por lo menos entre tres: el muerto, el vivo, el “pequeño trozo de sí”, a partir de lo que aconteció: la muerte. La muerte provoca este orden de lugares. Plantear la situación del duelo en estos términos llevó a Allouch a escribir de una manera determinada aquel “objeto perdi- do” que en Duelo y melancolía no viene siendo propiamente el muer- to: escribe (1+a) y dice que el que pone de duelo (el muerto), en este caso eromenós, no es un individuo sino un objeto compuesto, al perder un (1), se pierde (a), “el pequeño trozo de sí”. Ahí es donde se confunde, si el “de sí”, se refiere al muerto, al vivo o, a ambos, se pone en juego el drama del duelo de cada uno. Si para despejar la situación de duelo Allouch recurrió a la lec- tura que Lacan hiciera de esas palabras griegas -entre otras- en el seminario acerca de la transferencia, ¿qué tiene que ver la muerte con la transferencia? La situación analítica es un acontecimiento en el que participan dos cuerpos presentes, sin que por eso se tra- te de un diálogo. Esta nominación que entraña la idea de diálogo, hace evidente un problema: ¿qué hacer con los sentimientos del psicoanalista?, ¿suprimirlos, dominarlos mediante un yo fuerte?, ¿ponerlos en una balanza con los del analizante? Así planteadas las preguntas, el problema se escurre como agua entre las manos. Sin embargo, sigue siendo cierto que analista y analizante experimentan la transferencia, el dispositivo de la situación analítica, esto es, lo que se establece entre analista y analizante, y la experimentan con sorpresa, la sorpresa referida a algo que tiene que ver con el incons- ciente ¿de quién? Esta confusión evoca la que produce el “trozo de sí” en la situación de duelo. Sigamos entonces la pista que nos daba el duelo: en apariencia se trata de dos: el vivo y su muerto, pero lo que aparece es que en verdad se ponen en juego tres: el muerto, el LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 135 vivo y el agalma o “trozo de sí”, esto debido a la muerte, el factor desencadenante del drama. Durante el Seminario acerca de la trans- ferencia, realizado el 8 de marzo de 1961, llega un momento en que Lacan designa un lugar: “sépalo o no el analizante, virtualmente está constituido como erastés”. Así, en la situación desencadenada por la transferencia, al analista le toca el lugar de eromenós, el amado, el que detenta el agalma, el muerto en la situación de duelo. Ya antes del Seminario citado arriba, Lacan había expuesto en un texto titulado La dirección de la cura, de los sentimientos del analista, que el único lugar posible del analista es el del muerto. Para situarlos ahí recurrió al juego del bridge. Dos parejas se reparten las cartas. La pareja del jugador que tiene la mano pone sus cartas abiertas sobre la mesa, este ocupa el lugar del muerto. No puede ni chistar en lo que su pareja hace el juego de ellos contra los otros dos. El bridge deja claro que el muerto tiene un lugar en el juego, lugar sin el cual simplemente no hay juego. Establecida esta condición, Lacan pone a jugar el lugar del muerto para referirse a la situación analítica. En el duelo podemos ver que el muerto es un objeto compues- to que se puede escribir: (1+a). El analista también es un objeto compuesto, un (1+a): igual que el muerto, que el cadáver, el analista está en cuerpo presente. Algunos han confundido este particular estado del muerto con la ya proverbial actitud del analista lacania- no: su abstención. La cuestión está en aclarar de qué se abstiene el analista como para ser cuerpo presente, pero vivo. Jean Allouch dio lugar a que se problematizaran esas categorías que demarcan las tres palabras griegas, y eso permite ahora plantear unas reglas de juego tales, que a nuestra pregunta: ¿qué es un muerto?, podamos dar por respuesta: un analista. PAG 136 El punto de partida es el espejismo del amor. Hace creer a eromenós que él posee el agalma, aquello que su erastés busca en él. La clave está en que para erastés el agalma ya existía desde antes que 136 CARLOS VARELA NÁJERA se encontrara con eromenós. El agalma existía como perdido, como belleza que alguna vez fuera experiencia divina -diría Platón-. La ilusión para erastés reside en creer que vuelve a encontrar el agalma en su amado (eromenós). En términos de amor de transferencia, el analista en calidad de eromenós sabe dos cosas: no posee el agalma en juego en la situación analítica, puesto que ya desde antes de que se suscitara la transferencia, ese agalma estaba en el analizante, que está en calidad de virtual erastés. También sabe que si busca su propio agalma en el analizante, se acabó el psicoanálisis. Simplemente, no hay juego y además, se producen, como dijera Lacan, “efectos tan singularmente espantosos”. En términos del bridge, “el analista debe saber siempre lo que hay en la mano”. ¿Acaso lo que sabe lo pone a funcionar como aquellos libros donde dice “cómo hacerle”? Más bien, habría que preguntar, ¿cómo lo sabe? Es que hizo lo que se dice la “talacha”: pasó por un análisis y eso hizo de su inconsciente un inconsciente ya no en bruto, en palabras de Lacan, sino “suavi- zado”, más la experiencia de este inconsciente. Que el analizante encuentre al analista no como persona, sino en su función de Otro, lugar del código, es una manera de decir que el analista está en el lugar del muerto. Phillipe Ariès considera que el hombre prolonga más allá de la muerte a los que han sucumbido antes que él… continúa amán- dolos, concibiéndolos, manteniéndolos después de que han cesa- do de vivir e instituye para su memoria un culto donde su corazón y su inteligencia se esfuerzan por asegurarles la perpetuidad. Esta propiedad de la naturaleza humana nos hace bastante afectuosos y bastante inteligentes para amar a seres que ya no existen, para arrancarlos a la nada y crearles en nosotros mismos esa segunda existencia que sin duda es la única y verdadera inmortalidad. En ocasiones, la literatura de ficción puede convertirse en un elemento útil y atractivo para analizar y reflexionar sobre situaciones conflictivas LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 137 que se presentan en nuestra práctica asistencial. Es el caso de la obra de Kenzaburo Óe, Una Cuestión personal, que trata sobre el nacimiento de un niño con una malformación congénita. Bird, a sus 27 años, malvive en el Japón contemporáneo, abrumado por una existencia cotidiana llena de insatisfacciones y frustraciones. Su rutinaria vida (afectiva y profesional) le asolan y le arrojan a un submundo de huida, del que solo es capaz de redimirse ima- ginando un viaje a la mítica África. Durante un tiempo Bird se ha visto atormentado por su incapacidad para superar su “duelo personal”: hacerse adulto. Esta situación se ve exacerbada por el próximo nacimiento de su primogénito, responsabilidad para la cual no se siente preparado. Es entonces cuando sufre el peor de los golpes: enfrentarse al nacimiento de su hijo, un bebé sin nombre con una hernia cerebral. La derrota, la desesperación y se apoderan de él sin resistencia. La narración encuentra su piedra angular en el acontecimiento del nacimiento y lo aprove- cha para elaborar con gran habilidad una cuidadosa construcción de la evolución psicológica del personaje y su “duelo”, analizando minuciosamente cada una de sus etapas: shock, negación, depre- sión y aceptación. Bird, inmerso en la intersección de dos duelos, el suyo personal y el ocasionado por el nacimiento de su bebé, se desvanece en lo que parece una ineluctable marcha hacia la autodestrucción. En este camino, se revisan con gran realismo aspectos muy diversos que rodean el nacimiento de un niño con una malformación congénita. Desafortunadamente el personal sanitario está incapacitado para asumir su responsabilidad en la comunicación de noticias difíciles a los progenitores (padre y ma- dre), emiten frases desafortunadas, mentiras, evasivas y conceptos erróneos. En otras palabras, la intromisión de nuestros propios tabúes y fantasmas personales como elementos de influencia ne- gativa durante la atención del niño y su familia. 138 CARLOS VARELA NÁJERA

El autor atisba el sufrimiento de los padres, sondea sus senti- mientos más íntimos acerca de la enfermedad y su estigma, la mi- nusvalía, sus inseguridades para proporcionar cuidados a un niño con mayores necesidades e incluso sus dudas acerca de su capa- cidad para procrear bebés sanos. Kenzaburo Oé, padre en la vida real de un niño con un grave retraso psicomotor, analiza aspectos muy relevantes, como la importancia y la trascendencia de la comu- nicación no verbal, la mitificación del dolor y la muerte neonatal. Finalmente, la aceptación del bebé enfermo permite a Bird acep- tar su compromiso como adulto y resolver su otro gran “duelo”. El aprendizaje de Bird nos recuerda el dramatismo que envuelve a estas situaciones y nuestras limitaciones para manejarlas con la des- treza que sería deseable. Sin duda Kenzaburo aporta algunas claves sobre el duelo a partir de su reflexión personal. VIII. PASIONES DEL ALMA

La libertad, según Spinoza, no consiste en librarse de la ley o del proceso causal, sino de la pasión, esa pasión que puede ser incoor- dinada e incompleta. Sabio es aquel que controla sus pasiones, nos dirá el filósofo. En el “Prólogo” de la parte tres de su ética, Spinoza define a la ética como un fin que debe regir la conducta del sujeto; para él, la pasión del sujeto es un modo de ser, es un practicable que conducirá a la rectitud. Su concepción está más allá de una visión psicologista, asume la función de la pasión de modo algebraico de modo que, para mostrar su “comportamiento”, traza coordenadas donde las líneas y las superficies constituyen a su vez su efigie, lo que lo convierte en un geómetra de la pasión. Spinoza sabe que para producir una teoría de las pasiones debe demostrar un más allá del cuerpo pero bordeando el espíritu, para ello necesitará deba- tir las teorías atribucionistas expuestas en las vitrinas del mercado, esperando pescar a los incautos. Él sabe sin saberlo que la natura- leza de lo existente se inscribe como una metáfora donde la idea fecunda ideas, generando una serie, a modo de significante donde lo que queda implicado es del orden del cuerpo; el cuerpo, toma conciencia por ese engendramiento de ideas donde se inscribirá el espíritu como causa. Esto llevará a Spinoza a plantear que todo lo que llega al cuerpo lo hace a través del espíritu, pero no es cualquier espíritu, este tiene las características de un órgano receptor donde

139 140 CARLOS VARELA NÁJERA el mismo cuerpo queda subsumido a no ser más que una entidad espiritual, donde los acontecimientos del mismo cuerpo ya no pue- den ser presentados sino desde la cualidad espiritual que parirá al ser; desde ahí toda modificación que se haga de ese ser tomado en el cuerpo, se inscribirá en el orden de la idea, propiciando incluso una modificación del mismo espíritu. Creo hasta aquí, que Spinoza no está muy lejos del hombre conductual del cual muchas psico- logías hacen su quehacer, su causa eficiente. Spinoza intenta hacer un agalma donde el cuerpo y la conciencia están pegados en forma copular haciéndose-apareándose, a condición de anularlos, como hoy lo hace el discurso corriente conductual. La teoría de Spinoza es muy densa, él sabía que en el pen- samiento del ser humano no había claridad, lo cual se debía se- gún el autor a que la primera forma de autoconocimiento no es un conocimiento claro; aunque aquí tampoco despeja qué es un conocimiento claro. En su libro Ética hay ciertas coordenadas que permiten salir al paso con respecto a la claridad obscurecida por la incomprensión textual. Spinoza menciona a descargo que el hecho de que el espíritu y el cuerpo estén unidos no significa que en la experiencia el espíritu humano tenga pleno y claro conocimiento de sí; el espíritu no sería otra cosa que la simple conciencia, la cual configura lo cognoscente del ser. Si seguimos por este camino nos espinaríamos, ya que si el espíritu es conciencia y cierta concien- cia engaña, ¿habrá claridad en el espíritu?, aún más, es posible la corrupción del espíritu. De ser así el espíritu estaría supeditado al hombre y no a Dios, pues ya no sería una substancia ni nada que se le parezca porque al ser presentificado el espíritu en el ser devendría solamente en una ilusión del ser que marcaría, para no perecer, las pasiones… del alma. Las pasiones del alma no pudieron ser explicadas por los filó- sofos de su tiempo; si bien Descartes intentó dar un asentamiento LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 141 biológico al alma. La filosofía tradicional siempre ha buscado una explicación del hombre que no contradiga a Dios, estableciendo similitudes entre el ser y lo divino. Spinoza no estuvo muy lejos de este desvarío, pero esto le valió matematizar la pasión; sin embargo, no lo hizo de manera caprichosa al saber que la naturaleza humana se mostraba siempre desde la imperfección. Ser defectuoso es la razón de la existencia tomando en cuenta la enmienda pauliana que explicaba al hijo del hombre como mala semilla y es en esa mala simiente donde se inscribe el mal. El geómetra de las pasiones le atribuye al alma una capacidad casi creacionista, el alma infunde la pasión; incluso le atribuye po- tencias. Entonces para Spinoza, la función del alma es hacer un imperio sobre sus pasiones comandadas desde el ser espiritual. No por nada la política juega una función religiosa de reclutamiento, se puede hasta decir que religión y política van de la mano, una al ofre- cernos el paraíso en el cielo, y la otra en la Tierra. Lo que queda de estos superpoderes es el sujeto como resto de estos dos discursos donde su libertad queda en un decir; de tal forma que si la libertad del sujeto queda en un entredicho ¿habrá elección? Spinoza viene a cuestionar la trascendencia divina y la razón, que no es poca cosa; de hecho la imagen de Dios es una usurpación del intelecto del hombre, Dios es una creación mental, es producto del discurso del otro y en su función todopoderosa es un ente político que somete lo mundano a su capricho; Dios sabe que lo político empieza cuando los cadáveres apestan, por ello, nuestro amado Freud ubica lo polí- tico en Tótem y tabú, cuando el padre es ensangrentado por los hijos y sobre ese baño de sangre surge la alianza política entre los her- manos hermanados por la sangre, “somos hermanos de sangre”; allí, la muerte es condición de lo político según Freud. Recordemos a Colosio y como tras su muerte se fortalece el partido de Estado, que luego es partido por el iletrado con botas. Se puede afirmar 142 CARLOS VARELA NÁJERA que Marx, intenta instalar con su crítica al capital, la igualdad, pero Marx no previó que con su ordenanza, lo único que se distribuía al por mayor era la desigualdad, hoy lo vemos en las economías de mercado, en las cuales en lugar de igualdad tal parece que lo que se reparte es la injusticia. En todo discurso político lo que se pone en juego es una identificación de lo inconsciente: “si yo fuera usted”, si yo fuera usted votaría por x candidato; además de que existe en este discurso identificatorio un imperativo de acto, de hecho tampoco está lejos de ser un posicionamiento afectivo con el candidato, pero a fuerza de repetirse se hipnotiza… si yo fuera usted. Volviendo a Spinoza y forzando un poco su discurso que se inscribe como un saber, diría que las pasiones del alma quedan cir- culando fuera de los afectos y produciendo discursos; la política sería una de ellas donde el color de la pasión sería la carne, no tanto el rojo, el azul o el amarillo, sino eso que se adhiere a la piel, apasio- nadamente. Esto no significa que el color sea el incentivo que los hace actuar; en los movimientos políticos como Green Peac, por ejemplo, lo que los mueve no es el verde sino su pasión masoquista investida de defensa del ideal, ya que deben pagar con su cuerpo la defensa de las especies. En política la pasión puede producir algo ominoso, a saber: la indiferencia. Este posicionamiento subjetivo se inscribe como mueca amenazante de lo real al fenómeno político; la indiferencia sería el verdadero rostro detrás de lo político que contornea al voto cautivo, de no ser así, el ser político sería tan transparente como la gota de agua que surge en el rocío. Entonces lo político es la pasión, pero a la vez, esta es su espada de Damocles, puesto que la pasión no deja de ser una ilusión pasajera, que siem- pre está mudando a otra cosa, incluidos los estados de ánimo, que aparecen como producto de la frustración ante la derrota electoral, recordando que el ser político es desmedido en su pasión. Lacan propone que la indiferencia es un modo en que aparece la pasión, LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 143 entre el amor y el odio está la indiferencia investida de ignorancia que los consume; esto lo demuestra al desportillar las paredes la ética spinoziana, puesto que esas grietas que abre de pared a pared supuran redondeles, geometrías y hasta oropeles agalmáticos, que para sorpresa agalman al otro; la indiferencia desde aquí consiste, hasta cierto punto, en poner en suspenso al goce, incluso lanzar al goce a la lógica del intercambio, donde el objeto (a) posibilita su transmutación como el flogisto. Para Lacan lo inconsciente es lo político, ahí donde lo incons- ciente es el discurso del Otro. Persiste entonces una política de la dominación instalada en el discurso del amo, aunque este milite con el estatuto de analista, por medio de la cual el amo pone a trabajar al esclavo, apoderándose del exceso de goce. La política pone al descubierto una teoría de las pasiones, donde Baruch Spinoza es su representante: hacer de la política algo en psicoanálisis es llevarlo a un discurso, deletreando a Spinoza y sus montos de afectos, captu- rados en las pasiones; está en la política del psicoanálisis, se asume la pasión como una función lógica, que quedará articulada al decir del Otro, pero como principio socializante. El jefe, la masa, la gue- rra, la agresividad, las renuncias pulsionales, incluso la política, nos permiten recoger un ideal, se trata de analizar los espejismos de la política y lo que queda como sustrato de practicable en el mismo. Ante la política lo menos que puede mostrarse es indiferencia, ya que queramos o no, estemos de acuerdo o no, somos convoca- dos al divertimento partidista, al showman. No hay que olvidar que el asesinato del Urvater tiene un fin político… la igualdad; los hijos quieren democratizar su goce ante el padre jodedor, pero esa demo- cracia queda eclipsada por el encumbramiento del padre; ante esa democracia fallida lo que queda es la alianza, a los hermanos convo- cados en partes iguales por la culpa les queda su resto de goce en un imperativo superyoico. El padre se vuelve lo ominoso de lo cual no 144 CARLOS VARELA NÁJERA se puede escapar ya que vive en nosotros, ¿cuál será el prejuicio de los hermanos? Lo que ellos quieren es repartir sus goces en partes iguales, instalar la democracia libidinal como si esto fuera posible. Es por ello, que el Urvater se los come, los devora, dejándoles como único atisbo alcanzable la culpa, tienen su pedazo de maná caído del cielo o como dijera Lacan, comen su porción de dasein. La culpa sirve hasta para gobernar en la Ley, su acto permite mediatizar al Otro, hacerlo a un discurso de sometimiento, lanzán- dolo al plus contingente pero sometido al trabajo. En un encuen- tro entre Wilhelm Reich y Sigmund Freud, el primero le pregunta: “¿Qué es usted políticamente?”, Freud respondió: “Políticamente no soy nada”. El hecho de que el psicoanalista tenga poco interés en lo político se debe a que en él encuentra lo real, eso que no le permite un total acceso, porque ese real lo impide, así lo real hace que el psicoanalista ante esta situación se vuelva in-diferente; ser o no político en acto tiene que ver con regulaciones, de lo real que lo hacen in-diferente, indistinto sin color. Cuando alguien es político lo hace porque es capturado escó- picamente por los colores blanco, verde, rojo, azul, y amarillo; son los lazos indistintos que marcan a un líder vociferando sus manda- tos. El amo desde la política es la respuesta a todo, por una simple razón, nada sabe sobre su deseo; desde ahí el ser político se acerca más al lugar de las mercancías, donde este sujeto tiene un valor que es canjeable, incluso en sus ideales se cambia de camiseta. El sujeto político es aquel que puede permutarse aun en su ideal, acción de la que surge una ganancia: se le devuelve al sujeto su función de ciu- dadano no sé si para bien o mal, pero la función cívica es devuelta, aunque no queda claro si esto es un retroceso, solo que la política marca un trazo por donde aparece la identificación. En la política el falo es suplido por el slogan que es otra manera de presentificar lo fálico, pero marcando lo in-distinto; lo que iguala la política y LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 145 al psicoanálisis tiene que ver con la discursividad, ya que la masa es manejada histéricamente, bajo las decisiones del amo, porque el político sabe hablarles no a los sujetos sino a los ideales, y concomi- tantemente a los deseos que nos habitan. El político nos maneja, a este manejo Jacques Alain-Miller lo llama el salario del ideal. Lo que no comparten el psicoanálisis y la política es la búsque- da de la felicidad. No podemos ser felices, sin embargo, el proyecto político nos muestra la felicidad; en otras palabras, lo que queda de ese proyecto político es la creencia de que se va alcanzar la felicidad; ¿donde ubicamos, por ejemplo, el goce de Fox?: en el changarro, ahí se reduce su plataforma política; donde administra las carencias en función de la superación del ideal. Ante esto el psicoanálisis hace la función de procurador, es decir, procura que el sujeto despierte de ese sueño que el opio de la política le administró. Lo político no es una suplencia, se manifiesta como suplemen- to de la tyche (encuentro con lo real), haciendo siempre que el afecto vuelva sobre el riel del cual cree partir. Debido a la tyche, la política se convierte en un engaño al que hace su ejercicio de rigor. En eso consiste la política en engañar a los unos y a los otros, ¿desde dónde engaña el ser político?: desde la doctrina de la igualdad; la democracia sería el sutil engaño de las pasiones que la convierte en un indeseable. La política como pasión del alma es un modo de contención de la agresividad. Trasladándola a la cuestión parlamen- taria, el ser es un modo de contención, solo desde el taponamiento puede subsistir y decodificarse en afectos o en posicionamientos subjetivos. Asumir una posición política te salva de la orfandad, te libera de la soledad, ya no se encuentra uno solo, comparte iden- tidades que lo unifican a la voz de mando, pasa a formar parte de la historia, es de hecho, un sujeto de la historia, apiñándose a lo colectivo que a su vez lo devora. Bajo estas circunstancias el sujeto politizado existe, pero como fenómeno retroactivo, el apres-coup le 146 CARLOS VARELA NÁJERA devuelve las ilusiones de un mundo porvenir; cuando el sujeto es devorado por lo colectivo se produce una ruptura entre el pensar y el ser, quedando expuesto a la sugestión colectiva que lo convierte en un ser peligroso, porque se le puede convocar incluso a que sus proyectos políticos se vean cristalizados a costa de la muerte del enemigo político. En este contexto la pasión se convierte en acto homicida que eclipsa la racionalidad que supuestamente nos sos- tiene; cuando el sujeto es fracturado entre el ser y el pensar, queda absorbido entre lo que dice y hace y desde ahí ya no es posible decir “yo soy”. Aquí el sujeto amarrado a lo político tiene dificultades para pensarse, anclado en una oposición: yo soy otro, ya no se trata de quien percibe sino de un sometimiento esencialmente en rela- ción con el otro del discurso. Lo que descubre el psicoanálisis en el sujeto de lo político, es que el “ser no es”, únicamente es un trazo que codifica significante y goce. Puedo afirmar hasta aquí que el sujeto de lo político es un juego de palabras que apuntan hacia un algoritmo, simbolizado en O, haciéndole un corte en la estructura donde supura, por esa herida, los afectos de la pasión. Si somos el producto del significante a lo que podemos llegar, a lo sumom es a la “escogencia”, eso es lo que somos; queremos evitar ese destino con los títulos, que también son escogidos por el otro de lo inconsciente ¿pero por qué elige uno las supuestas elecciones de lo político?, será para que se nos haga justicia, o bien, para tener una identidad: yo soy de x. La elección que el sujeto asume se inscribe sobre el fondo de la ausencia, la pulsión lo movi- liza hacia la adhesión para volverlo a confrontar con la castración. Freud en De guerra y muerte, dice lo siguiente: “la búsqueda de tras- cendencia… la pretensión de proyectarse, de superar las trivialida- des de la vida… de no ser uno más… expresan formas de religio- sidad instalada más allá de una vida cualquiera. Evidencia también la indisposición a soportar los impedimentos de la vida así como LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 147 las propias limitaciones” (1915, p. 291). El sujeto que asume una elección lo hace para existir; de la falta en ser el sujeto se desplie- ga en un para-ser donde el ideal es a contrapelo; se coloca en una posición de justiciero, desde donde al elegir asume un compromiso subjetivo más allá de su egoísmo, resolviéndose su miseria psíquica con la compensación de tomar su lugar en lo político. Frente a la falta de una razón de ser, como metonimia del vacío, constituye su elección política inventando una razón de ser, para existir; así la injusticia es su causa eficiente y es desde esa causa donde viene a alojarse en el lugar de la fianza, al inventar la causa como pasión justifica su existencia por venir. Volvamos sobre el tema spinoziano aquí tratado. Baruch Spi- noza habla de las pasiones en un sentido muy especial, pues con- sidera que las pasiones no son activas, somos pasivos ante ellas y nos comportamos de acuerdo con ellas. Mientras más nos dejemos llevar por las pasiones, menos control tendremos sobre nosotros mismos. Un afecto (o pasión) no se puede dominar más que con otro afecto. Por eso la razón es inútil ante las pasiones. El control de los afectos no se basa en una voluntad que quiera dominarlos, sino en un conocimiento profundo de ellos. Somos libres en tanto co- nocemos nuestras determinaciones. Dios es libre porque es absolu- tamente determinado y necesario. No existen el bien y el mal en sí, son parte de la totalidad de Dios. El bien y el mal están relacionados con las metas que nos proponemos. Lo bueno es aquello que nos acerca a nuestro ideal; en tanto lo malo, lo que nos aleja. La filosofía de Spinoza muestra la imagen de Dios como intelecto y voluntad libre, y la del hombre como animal racional y con libre arbitrio actuando conforme a fines, ambas imágenes nacen del desconoci- miento de las verdaderas causas y acciones de todas las cosas. Estas nociones forman un sistema de creencias y de prejuicios generados por el miedo y por la esperanza, sentimientos que dan origen a la 148 CARLOS VARELA NÁJERA superstición, alimentada por la religión, y conservada por la teo- logía por un lado, y con el moralismo normativo de los filósofos por el otro. Spinoza es muy aristotélico, plantea que hay libertad para hacer el bien y el mal, de hecho para él la libertad no consiste en librarse de la ley o proceso causal, sino de la pasión, esa pasión que puede ser incoordinada e incompleta. Afirmaba que “existen dos pasiones, la pasión triste que es toda pasión, cualquier pasión que envuelva una disminución de potencia de actuar”, y agregaba: “existe una pasión alegre, es toda pasión que envuelva un aumento de mi potencia de actuar”. Pensarnos como cuerpo nos pone ante la evidencia de que somos parte de algo, estamos inscritos en la relación de movimien- tos de cuerpos más complejos que nosotros mismos. Y hablar de composición implica hablar de posibilidades de relación de cara a un horizonte: la preservación de la existencia. La vida misma de los cuerpos depende del encuentro con el otro, en medio de un mo- vimiento mucho más complejo. Somos una parte de la naturaleza con una cierta capacidad de hacer cosas para preservar nuestra vida, pero hay cuerpos y causas exteriores que nos superan en fuerza y que pueden ponernos en peligro. Así, buscamos una composición que nos salve, que nos haga más fuertes: la sociedad es un conjunto de hombres que componen su potencia respectiva para formar un todo de potencia superior. IX. KIERKEGAARD Y LACAN EN PURA ANGUSTIA

La realidad entera del saber, se proyecta en la angustia. S. Kierkeggard

La angustia es una experiencia que nos guía en nuestro trabajo como analistas y como analizantes, afirma Lacan “es lo que no engaña”, para interrogar esta experiencia dice que “no debemos separarnos de la experiencia que interrogamos, de llegar a su Por qué”. Según Lacan la verdad sobre la angustia la trae Kierkegaard, pues no es la verdad de Hegel, sino la de la angustia la que nos lleva a nuestras observaciones relativas al deseo en el sentido analítico. El filósofo Kierkegaard fue un teólogo protestante que criticó ampliamente el dogma cristiano, y es considerado el padre del movimiento existen- cialista, movimiento que surge precisamente de un desorden en ese pensamiento. Lacan, por su parte, va a deslindar el término angustia de su origen filosófico y lo va a ubicar dentro de las estructuras clí- nicas. El desarrollo clínico de este concepto apunta a un desarreglo que adquiere rectoría sobre la subjetividad del individuo a través de la emoción, su esencia es la paradoja pues guía el trabajo terapéutico pero no es localizable. Lacan reflexiona al respecto, lo siguiente:

La emoción se refiere etimológicamente al movimiento, sólo que aquí daremos el primer empujoncito introduciendo el sentido golds- teiniano del arrojar afuera, ex, fuera de la línea del movimiento – es el movimiento que se desagrega, es la reacción que se llama catas- trófica. Era útil que se les indicara dónde poner esto, pues, al fin y

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al cabo, algunos nos han dicho que la angustia era esto, la reacción catastrófica. No deja de tener relación, por supuesto, pero ¿Qué no iba a estar relacionado con la angustia? Se trata precisamente de sa- ber dónde está verdaderamente la angustia. El hecho de que haya podido, por ejemplo, y sin escrúpulos, recurrir a la misma referencia a la reacción catastrófica para designar la crisis histérica, o también, en otros casos, la cólera, demuestra que en cualquier caso no puede ser suficiente para distinguir la angustia, ni para señalar dónde está (Lacan, 2008, p. 20). Podemos pensar entonces, de acuerdo a lo expuesto arriba, que la angustia, esa que se precipita en el sujeto, se encuentra en relación con un desorden, con un desarreglo, con algo que está fuera de lugar. Kierkegaard plantea el concepto de la angustia en el año 1844, desde donde analiza el dogma cristiano del pecado original. Una de las cuestiones más importantes sobre las que trabaja es la idea de pecado; afirma que el pecado no tiene lugar en la metafí- sica, ni en la estética, ni en la ética, no se puede teorizar porque la teoría es indiferente a él; la manera discursiva de abordar el pecado es la predicación “allí donde el individuo le habla al individuo como individuo” (1969, p. 119). En el paraíso Adán y Eva se encontraban en estado de inocen- cia, solo había paz y reposo; la nada y la angustia en ese momento se hallan en estado de indeterminación. Adán y Eva son un objeto más entre las cosas, este es el profundo misterio de la inocencia, afirma Kierkegaard, que al mismo tiempo es angustia pero en un estado, como se dijo, de indeterminación. Con el pecado Adán pier- de la inocencia, y cae en un saber referido a la diferencia sexual, a la diferencia entre el bien y el mal; el saber en juego se trata de un saber sobre la diferencia sexual. “Y Dios le dijo a Adán, tan sólo del árbol de la ciencia del bien y el mal no puedes comer”. Kierkegaard LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 151 afirma que era natural que Adán no entendiese estas palabras, pues aún no entendía la diferencia entre el bien y el mal. Son las pala- bras divinas las que llevan a Adán al pecado, más precisamente, la prohibición divina es lo que incita el deseo de poder en Adán. La tentación es descubierta por Adán a partir de la prohibición y es la tentación la que va a adquirir un carácter fundamental, ya que pone en evidencia un objeto que en el mito está representado por la man- zana. La tentación pone en movimiento la dialéctica del deseo. A partir de la intromisión del pecado de Adán en el mundo, el pecado queda ligado inexorablemente a la sexualidad. La tentación es representada por la serpiente que en el rela- to bíblico concentra las fuerzas demoníacas; primeramente tienta a Eva y luego, ella tienta a Adán. Una de las interpretaciones que se desprenden del análisis de Kierkegaard sobre el mito, es que el pecado produce angustia pero esta es mayor en la mujer que en el varón. Esto, dice, no debemos entenderlo como una imperfección femenina, es la angustia la que lleva a la mujer a refugiarse en el varón. Ya podemos observar en esta sencilla idea la relación que va es- tableciendo entre la angustia y el pecado. La diferencia sexual queda ligada íntimamente a la aparición del pecado, introduciendo la peca- minosidad en la especie ¿Y qué significa esto? Kierkegaard explica esta idea, mediante el concepto de salto cualitativo, el distancia- miento del hombre de la naturaleza, por lo cual es fundamental en el pensamiento kierkegaariano. El pecado de Adán, afirma nuestro autor, como el de cualquier otro trae al mundo la pecaminosidad (la cualidad) y como consecuencia la culpa. Es preciso destacar que la explicación del pecado de Adán implica la explicación del pecado original, sin lo cual carece de sentido. Ser el hombre, aclara, es ser un individuo que al mismo tiempo participa de la especie entera y la especie entera participa del individuo. 152 CARLOS VARELA NÁJERA

En la mitología cristiana a partir de Adán entra el pecado al mundo, y si consideramos esta explicación Adán quedaría fuera de la historia, sería pues, absolutamente inconcebible llegar al concep- to del pecado por un individuo que no es un individuo. Kierkegaard aclara esta cuestión al aducir que el primer pecado es diferente de cualquier otro pecado del hombre y diferente de un pecado en una serie numérica; el primer pecado, afirma, “es la determinación de una cualidad, el primer pecado es el pecado” (1960, p. 125). Esta cualidad vuelve individuo a Adán, igual que a cualquier otro hom- bre, y pasa según nuestro autor a formar parte de la historia. Por otra parte, dice que el individuo solo puede entender cómo ha veni- do el pecado al mundo a través de su propio pecado. En la inocencia, la angustia, afirma Kierkegaard, es objetiva, y es a través del salto cualitativo del individuo en oposición a la espe- cie, que la angustia se transforma en subjetiva. Lo que Adán pierde es la inocencia a través del pecado al que precede siempre la tentación. Cae entonces en la desnudez de su cuerpo, la vergüenza, el pudor como un saber de la diferencia se- xual, y es por este saber que la angustia en el individuo va tornán- dose cada vez más en algo, dejando de ser indeterminada como en el estado de inocencia. Kierkegaard considera que “El objeto de la angustia es la nada”, llega a esta conclusión afirmando que el lenguaje común nos conduce a esta reflexión, puesto que: “si le pre- guntáramos a alguien sobre el por qué de su angustia, la respuesta inmediata que obtendríamos sería nada” (Hirschberger, p. 321). Así la esencia de la angustia sería la imprecisión, la indeterminación. En consecuencia esta nada pone en el tapete que es el lenguaje el que viene a ocupar un lugar vacío. Es importante aclarar que la nada aquí es entendida como un conjunto de presentimientos que antes que el individuo se haga culpable no significan nada, y es solo a par- tir de la culpa que la angustia estará determinada en el individuo y LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 153 en esta nada hallará su determinación. Para Kierkegaard “es a partir de la existencia del pecado que la angustia hace su primera presa, en lugar de la nada, ha encontrado una palabra enigmática”( citado en Rodríguez, 2006). Entonces no es la palabra una consecuencia de la nada, sino que luego de la aparición de la culpa la palabra viene a sustituir a la nada. El pecado tiene un carácter enigmático, viene al lugar de la nada y es por ello que Kierkegaard toma al pecado como un ob- jeto gramatical, una palabra. El pecado encierra un saber que está relacionado a la angustia y es importante destacar que su concepto resulta de ser vencido. Una falta pensada desde una doble signifi- cación: como un lugar vacío (la nada mencionada anteriormente), y como falta respecto a la culpa (falta cometida). Ahora ¿cómo es posible que algo pueda constituirse en el lugar de una falta?, de acuerdo con Masotta: “La noción o la estructura freudiana del com- plejo de castración sirve para dejar percibir la función de la falta en la constitución sexual del sujeto humano. Pero si se parte de los datos de hecho, no hay falta. Para que algo falte es necesario partir de conjeturas, de cosas no cumplidas” (2004, p. 77), en resumen en datos de derecho y no de hecho. En Lecciones introductorias al psicoaná- lisis Óscar Masotta menciona que la falta surge en la encrucijada del nivel del hecho. Es a partir del debe haber que algo puede faltar. De acuerdo a este desarrollo existe una articulación entre la tentación (el deseo), la prohibición (la ley) y la nada (el objeto), conceptos cruciales en psicoanálisis. Siguiendo la pregunta inicial sobre la verdad que encierra la an- gustia retomaré nuevamente el Seminario donde Lacan se pregunta: ¿Y qué nos enseña la angustia en relación al objeto del deseo? Que ella es tentación, no pérdida de objeto sino presencia, porque el objeto no falta. ¡Qué quiere decir esto? sino que lo que se teme es el éxito... cuando están colmadas todas las faltas, cuando no hay 154 CARLOS VARELA NÁJERA lugar para el deseo, cuando el sujeto no sabe qué hacer de su vida. Ese es el momento de la angustia. Y por último, ¿cuál sería el aporte que toma el psicoanálisis de este autor? (1962). Es a partir del Seminario 10 cuando Lacan consuma su aleja- miento de Hegel y su acercamiento a Kierkegaard a quien considera como él más osado investigador del alma antes de Freud. Imposible no retrotraernos a los cuestionamientos que el filósofo danés le dirigiera al gran filósofo alemán. La existencia, según Kierkegaard, no depende de la esencia, ya que no es su especificación; la esencia es ideal y por ello definible y pensable, la existencia en cambio no es ideal sino real y por ello indefinible y no pensable. La verdad es la subjetividad, en la existencia subjetiva se destacan la desespe- ración, la angustia, el temor, el temblor y el pecado. En definitiva Kierkegaard se levanta contra Hegel indicando que hay algo que en la dialéctica no puede suprimirse; la angustia objeta así la ilusión de un universal que pudiese reabsorber lo singular. La escritora Sara Vasallo desarrolla de qué manera al introyectar como un veneno en el sistema de Hegel la “diferencia absoluta”, en una época que llamaba al progreso y la reconciliación de las contradicciones, Kier- kegaard descubría lo imposible de “revocar”, lo que el psicoanálisis llamaría la pulsión de muerte. Totalmente inactual, tan inactual que se lo encuentra en el exacto reverso de un cierto modelo de goce dictado por las sociedades occidentales actuales, Kierkegaard se ha convertido, por esa misma razón, en un pensador absolutamente actual. Capturado en la ley protestante del padre, descubrió un día que esa Ley estaba contaminada por una falta, que el padre le habría susurrado a medias palabras, eso que en el Diario describe como un “terremoto”. ¿Habremos trazado así los pasos de la célula triádica hegeliana (blanco de su polémica con Hegel), a saber: una Ley corroída por la falta, la del padre, negada por el hijo y “revocada” (según el término LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 155 de Hegel) en la creación de obra? Kierkegaard leyó su propia his- toria de otro modo. Escribió para decir, apasionadamente, que la revocación especulativa de la contradicción no existe, ni para él ni para nadie. En su lugar, situó la paradoja, o la diferencia absoluta, un factor que Lacan llamaría letal, que hace que la alienación prime- ra en el Otro no pueda mediatizarse. En resumen, prefirió ser aplas- tado por la contradicción a pensarla desde lo alto de un sujeto que la hace y deshace. Prefirió ser una nada residual del Aut-Aut (título de su primer libro), “un menos que nada”, como dice de sí mismo en el Diario en 1851, a sobrevolarla como el sujeto absoluto de He- gel. ¿Es masoquista esa preferencia?, ¿o revela la estructura de todo sujeto? Es cierto que el núcleo de su descubrimiento teórico (esto es, la necesaria sustitución de la mediación hegeliana por la parado- ja, el pecado y la repetición) se confundió con su sufrimiento vital. Todo, en su obra, es autobiográfico, y todo es a la vez reflexión pura. Desde sus primeros libros de 1843 (La repetición y Aut-Aut), Kierkegaard se sabía ya situado, como sujeto en el “factor letal”. Descubrió, en la imposibilidad de repetir el placer en su exaltación primera, un elemento mortal, heterogéneo de la vida, punto de par- tida de muchas disquisiciones de Lacan en torno al “más allá de la vida” real que actúa en el principio del placer haciendo desvanecer el objeto de la pulsión. Sometiendo la contradicción hegeliana a una especie de cortocircuito mortal hizo de Don Juan un melancólico y del hombre ético (el asesor casado de Aut-Aut) un hombre cómico. La ley no “revoca” (aufheben) el placer sino que devuelve al goce al lugar inaugural en que Kierkegaard no dejó de entreverse a sí mis- mo como muerto. Cortocircuito perfectamente reconocible en su renuncia a casarse con una mujer a la que amaba: “En Oriente, el envío de un cordón de seda significa para el destinatario su condena a muerte -le escribe a Regina Olsen en la carta de ruptura de 1841- en este caso, el reenvío del anillo de noviazgo sella la muerte del que 156 CARLOS VARELA NÁJERA lo manda”. Retirarse de la normativa social rompiendo el contrato de noviazgo, suspender la ética, es entrar en la esfera religiosa la cual no excluye el mal sino que lo presupone como su condición. En ese volver atrás, Kierkegaard encontró las dos salidas posibles: la fe o la angustia, situadas ambas al borde de toda ley comprensible y de toda diferencia reconciliada. Pocas cosas escaparon a la ironía de Kierkegaard: ni la liberali- zación política y social de Dinamarca ni la teología especulativa, ni Mynster, obispo de Copenhague, confesor de su padre y amigo de ; ni Hegel, a quien comparó con un escapado del hospital psiquiátrico que para convencerse de que no está loco repite sin cesar una verdad objetiva incuestionable (por ejemplo, la Tierra es redonda). Tampoco el matrimonio núcleo de la paradoja más cruel y a la vez más cómica; las palabras exaltadas del enamorado: “Estoy dispuesto a perderlo todo para tenerte”, dice, se vuelven una injuria dichas por el mismo hombre ya casado, el cual no puede proferir la misma frase sin estar dispuesto a perder al objeto ya poseído. Como el chiste freudiano, su risa abre la falla del Otro. ¿No eleva acaso en el Post-Scriptum a las Migajas Filosóficas, el hu- mor a condición de entrar en la esfera de lo religioso, o sea, la esfera de lo Otro? Para renunciar a lo que el sentido común llama felici- dad, para entrar en el centro incandescente de la paradoja, Kierke- gaard tuvo que ser objeto del Otro, en otras palabras, tener un sín- toma. El tormento al que lo sometió ese síntoma quedó sustraído para siempre de toda explicación concreta: “Después de mi muerte -escribe en 1841- no se encontrará entre mis papeles (y es ese mi consuelo) una sola explicación de lo que en el fondo llenó mi vida, no se encontrará ese texto que explica todo y que siendo tal vez para los otros una bagatela, remite para mí a hechos de una enorme importancia, pero que a mi vez considero como fútiles, al suprimir la nota secreta que es su clave” (citado en Villalba, 1997). De la LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 157 segunda epístola de San Pablo a los Corintios, Kierkegaard tomó las palabras “su espina en la carne” para nombrar esa “bagatela”. Hay dos modos de abordarla: o se plantea la pregunta positivista de cuál es su correlato empírico (¿homosexualidad?, ¿impotencia sexual?, ¿sífilis?) para deducir algunas hipótesis de corte clínico, o se atiene a lo que dicen sus textos. Y lo que dicen sus textos, como todo lo que puede decirse de un síntoma, es sumamente equívoco. A su amigo Boësen escribe en Temor y temblor “tengo mi espina en la carne, exac- tamente como el apóstol Pablo. Por eso no pude integrarme en las categorías humanas comunes, y saqué la conclusión de que mi tarea tenía que ver con lo extraordinario. Allí residía el obstáculo en mis relaciones con Regina” ¿Pero qué tipo de obstáculo?, ¿ocultó con ese término un detalle humillante que envolvió luego, en su tarea de escritor, en interpretaciones magnificantes?, ¿o hay que leer su espina en la carne como una formación psíquica, huella del pecado del padre? Lo cierto es que en todas las alusiones a ella, una vaci- lación se reitera: por un lado, una “cosita” que lo pone al margen de los demás, por otro, un signo de excepción, tal vez el signo que provoca Temor y Temblor, o bien, la gloria de la marca (ya que gracias a la espina, salta más alto que los demás, dice en el Diario). El psicólogo positivista e incluso el psicoanalista pueden muy bien detenerse, satisfechos ante lo que parece un claro signo de ma- soquismo (¿perverso o moral? Habría que abundar en comentario para dirimirlo). Ese signo dice: soy inferior a todos pero superior; un signo de castigo clavado en mi que cuerpo me hace sufrir, pero mi dolor es mi gozo, etc. La lógica de Kierkegaard sale al paso de esta interpretación, ya que la vacilación mencionada es contrarres- tada por una convicción que la neutraliza (convicción demasiado reiterada como para no encontrarla en todas sus construcciones teóricas), esto es: no extirpemos la espina. Para decirlo en un len- guaje que no es el suyo: si se extirpa la espina, se extirpa al sujeto. El 158 CARLOS VARELA NÁJERA enunciado es a la vez ético-clínico y teórico. La interpretación psi- cológica del goce y su presupuesto normativo (“señores, hay modos más equilibrados de gozar”), y terapéutico (“el bien como meta del placer puede eliminar la espina”), el goce de Kierkegaard, para usar un término de Hegel no es una categoría inmediata ¿Acaso Lacan no separó el masoquismo del sufrimiento definiéndolo en función exclusiva de la posición de objeto del sujeto? Al negarse enérgica- mente, comentando a San Pablo, a estampar su espina con un sello garantizador de elección, Kierkegaard se niega a “hacerse objeto del Otro”. Hace de ella no un signo sino un significante. Nadie como él se opuso tan radicalmente a los sistemas de méritos y recompen- sas calculadas del cristianismo. Un verdadero cristiano nunca está seguro de haber sido elegido, dice. La fe, repite, es riesgo y angus- tia. Más aún, supone, como en el caso de Abraham, pasar del otro lado de las reglas morales (¿hay algo más criminal que la aceptación de inmolar a su hijo Isaac?). El mal no es un contenido humano inscripto en las reglas de la comunidad, reside en la posibilidad (es- tructural) de que la ley misma se de vuelta y diga dos cosas a la vez. Es imposible, a este respecto, no sospechar, en virtud del lazo inde- leble entre síntoma y concepto, que la paradoja de Kierkegaard no sea una emanación de esa Ley que se convierte en tentación, como lo dice en Temor y Temblor, la ley del padre. El que debía represen- tar una ley sin falla que le ordena a Abraham sacrificar al hijo a la promesa y se dirige a Adán con una frase que según Kierkegaard, Adán no entendió del todo, una prohibición (“no comerás de los frutos…”) en la que éste oye la orden contraria: “Comerás…” Comparemos dos registros en principio incomparables: la clí- nica y la teología. Así como no basta el diagnóstico positivista res- pecto de la espina (el que quiere ante todo enterarse de su correlato real), así también no se trata de hacer del cristianismo un “objeto de saber” para gente culta. El cristianismo, dice Kierkegaard, no es una LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 159 doctrina sino una “contradicción de la existencia”. El saber objetivo no agota la verdad, no se cansa de repetir. Y como telón de fondo se escucha: el sentido de la espina tampoco es objetivo, ni lo es su supuesto remedio, lo que importa es su real y lo que se haga con ella; más todavía, el acto en el que se la convierta. ¿Se liberó Kierkegaard de la ley paterna, por escribir en El con- cepto de la angustia, una teoría del pecado que difería de la tradición augustiniana de la predestinación? No precisamente. Si hubiera su- primido la alienación en la ley paterna, no habría residuo de goce. Dicho de otro modo, Kierkegaard sería hegeliano. No lo suprimió pero introdujo en ella la paradoja, eso que el psicoanálisis no podrá arrancarle nunca, el “salto” que hace del pecado un enigma incom- patible con la mediación de Hegel. Liberado por lo mismo que lo alienó, Kierkegaard tocó aquí un punto álgido: ser libre no es, como lo deja entender a menudo el malentendido respecto de la libertad existencial, suprimir la alienación primordial en el Otro sino que supone aceptarla. Al escribir otra versión de la ley dentro de la ley que lo constituye, el sujeto de Kierkegaard no puede reducirse a la rápida definición del masoquismo perverso que diría: “hacerse ob- jeto del Otro”, lo cual implica la ilusión de rellenar el vacío del Otro con su propio goce. Kierkegaard no puede caer ciegamente en ella, puesto que, el pecado que engendra la angustia, que es angustia de nada, ha tachado ya al Otro. Se necesita algo más para comprender- lo. Ese algo más reside en un saber: el masoquista “sabe más” que el sádico, concluye Lacan el 14 de junio de 1967. ¿En qué consiste ese más?, siguiendo a Kierkegaard sería un saber de la estructura. Con todo lo que ese saber implica, en Kierkegaard, de no-saber (irreductible, justamente, a la mediación de Hegel). Un poco más: el masoquista, comparado con el sádico, no solo se pone “delibera- damente”, como dice Lacan, en el lugar del objeto sino que lo sabe. En el caso de Kierkegaard faltaría decir que lo sabe al poner por 160 CARLOS VARELA NÁJERA escrito una construcción del síntoma que lo lleva más allá de su cie- ga particularidad, lo cual anula, por la misma razón, la importancia de calificarlo de masoquista u otra cosa. Goce sin objeto inmediato que se puede asimilar en una extrapolación psicoanalítica, a la pro- pia operación lógica de la separación en su expresión singular. Puro goce de saberse resto -y no objeto- del Otro. X. EL ESPEJO BARRADO: TIEMPOS SINIESTROS

Lo siniestro es el nombre que recibe todo aquello que debió permanecer oculto y secreto pero que sin embargo ha salido a la luz. Schelling

El concepto de “lo extraño inquietante” que Freud desarrolla en su artículo de 1919 también ha sido traducido al castellano por “lo siniestro” y quizá así, sea más explícito. Antes de Freud, Schelling, el filósofo alemán del romanticismo define la noción de “extrañeza inquietante” (unheimlich) como lo que debía de haber quedado ocul- to, secreto, pero que se ha manifestado. Sin embargo, lo complejo del término unheimlich lo ha hecho meritorio de un gran espacio cuando nos referimos a fenómenos psicológicos que tienen que ver con la angustia, con el fantasma, con lo pavoroso. Así, unhei- mlich es el antónimo de heimlich. A su vez, el término Heimlich no tiene un sentido único sino que pertenece a dos grupos de repre- sentaciones bastante alejadas entre sí. Un primer sentido designa por heimlich algo que es familiar, íntimo, amable; un segundo sen- tido, designa algo más que lo íntimo, designa lo secreto, lo oculto, lo impenetrable. Este significado llevado más lejos designa algo más que lo ocul- to, se refiere a lo velado, a lo escondido, a lo peligroso. El sentido evoluciona de este modo hacia su antónimo y casi se confunde con él. Pero su antónimo unheimlich o nuestro concepto de “lo siniestro” es una voz más compleja que designa con sutileza un conjunto de

161 162 CARLOS VARELA NÁJERA antónimos que se unen en una sola representación. Esto es, lo fami- liar, lo íntimo y lo amable transformado en su contrario, a la vez que lo secreto, oculto o escondido, deja de ser tal. Esta es la construc- ción del concepto unheimlich que Schelling define como algo que se manifiesta cuando debería estar oculto y que muestra la otra cara de lo familiar, de lo amable, volviendo estas vivencias siniestras, sorpresivas, inquietantes y sobrecogedoras. En lo extraño inquietante se presenta el juego dialéctico entre dos términos opuestos, por el hecho de que está concentrado en el mismo objeto lo familiar y lo extraño, lo escondido y lo visible. Lo paradójico consiste en que la fuente de pavor no es lo extraño en su oposición inmediata a lo familiar, sino que lo que antes era familiar emerge bajo un aspecto amenazante, peligroso, siniestro y que a su vez refiere algo conocido desde siempre que ha estado oculto en la sombra. “Todo lo que debería permanecer secreto, pero que se manifiesta”, como dice Schelling. Esta manifestación hace coincidir en el seno del objeto a la vez presente y ausente, el acto de olvidar y el acto de rememorar. Parecería entonces que el concepto de “lo siniestro” en esta definición filosófica y psicoanalítica ha surcado la historia reciente de nuestro país con un negro esplendor. El presente inmediato se mezcló con el pasado inmemorial, donde los sujetos por más que se esforzaban no podían deslindar la realidad de la fantasmagoría. Esta realidad sostiene una particularidad turbadora: lo conocido desde siempre, lo familiar, se descubre en su dimensión horripilan- te: desapariciones, torturas, enterramientos, silenciados, todo ello inmerso en el equívoco, la ambigüedad, la impostura, la prestidigita- ción. Multiplicando la sensación de lo siniestro, génesis del espanto, que paraliza, enajena, y termina con toda objetivación posible. Los reclamos se quedaban en una dimensión especular, en un espacio imaginario en el cual el rostro del interlocutor únicamente existe LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 163 desde el punto de vista del otro. Lo extraño inquietante aparece siempre que se pierde la distancia a la que normalmente se man- tiene el objeto, porque el espacio pierde su dimensión habitual. Y en la vida cotidiana coexistieron momentos en que parecía que lo siniestro se alejaba, pero cada vez que resurgía anunciaba una ena- jenación progresiva de los sujetos que buscaban que su percepción permaneciera fiel al objeto que otrora fuera familiar. Así, en esta alternancia, se insinúa la dinámica entremezclada del recuerdo y del olvido. Entonces, en medio de este hueco negro de la desinformación, inmersos en lo siniestro de lo innombrado, de la amenaza desde la sombra que se materializa cotidianamente, el afuera comienza a confundirse con el adentro y la actividad perceptiva se modela cada vez más en la experiencia del espejo, en ausencia de otro que res- ponda, que no se escamotee y regrese a su oscuridad pavorosa. Esta proyección de los sujetos que intentan reconstruirse en su realidad. Sin embargo, con una vuelta más de la espiral siniestra, lo que es proyectado vuelve a su lugar de origen, confundiéndose los conte- nidos de lo fantasmático y de lo perceptivo. Triunfante, lo siniestro nos confunde hasta hacernos dudar si lo exterior es realmente lo exterior. En este esfuerzo por restablecer parámetros que no se deslicen hasta la angustia sin nombre de aquellos horrores insinuados, entre rumores, susurros y desmentidos, hay una multiplicación de lo mis- mo, que a veces se manifiesta como extraño, a veces como familiar en el seno de una realidad espacial donde todo se repite indefinida- mente adentro y afuera, y donde el tiempo gira sobre sí mismo, se anula y finalmente se reduce al espacio. Al espacio delimitado por la frontera del recuerdo y aquella del olvido. Esta estrategia multipli- cadora de lo siniestro se ha convertido en una matriz pantanosa de nuestra posibilidad de memoria. Cómo adentrarnos en las marismas 164 CARLOS VARELA NÁJERA contradictorias en las cuales se pueden reconocer rostros familiares deformados por sus propios designios horripilantes, donde se di- fumina y reaparece el fantasma de lo amable, siempre retrocedido por nuestro esfuerzo de objetivación. Lo amable se torna maléfico cuando el padre se vuelve como el personaje de terror con el que Freud ejemplifica su estudio sobre el fenómeno de lo siniestro que multiplica e invade toda la realidad. También la realidad interna no cesará de crecer hasta llenar todos los resquicios con la sombra de lo siniestro. Se confundirá, en último término, con los fantasmas ancestrales que emergen del interior para colgar su vestidura en los meandros fantasmatizados. Cómo queda entonces la psique de una comunidad que ha vivido tantos años protagonizando lo siniestro. Cuerpos que reclaman y que se han mantenido fuera del tiempo y del espacio, esperando por una palabra que no se refiera a lo fan- tasmagórico, que no se refiera al proceso de desaparición que evoca magia, sortilegio, prestidigitación, sino a una realidad de un interlo- cutor que también posee un cuerpo. Un cuerpo que vehiculiza ac- ciones que dejan huellas, huellas siniestras que se pretenden ocultar para que una vez más se cumpla el ciclo que describe Schelling: la manifestación de lo que debía de quedar escondido. Con la estrategia del ciclo de lo siniestro repetido incansable- mente por los hombres fantasmatizados se logra la enajenación de los sujetos, se hace cada vez más cansado sustraerse a la tentación del olvido, así como se vuelve más conflictivo vivir en el terreno de nadie que constituye la frontera entre el hecho sin nombre y el reclamo de la palabra. O sea entre el olvido y la memoria. No solo ya “recordar para no repetir”, sino recordar para exigir y conocer, para exigir la palabra, es decir, el significante que permita clarificar el conjuro de la sombra. Porque con la luz del día, al igual que esas noches de pesadillas en las que nuestros fantasmas nos invaden, lo siniestro se desvanece, dejando develada una realidad que no será LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 165 equívoca ya, sino unívoca en cuanto a hechos enjuiciables, a casti- gos merecidos y a dignidades restablecidas. El primer paso será entonces juntar nuestras palabras en una memoria colectiva. Al final de la clase tres del Seminario La Angus- tia, Lacan señala la necesidad de retomar el escrito de Freud deno- minado Lo Siniestro, pues allí se encontrarían velados los secretos para abordar precisamente el tema de la angustia. En este escrito hecho en 1919 Freud se propone aislar el núcleo de lo siniestro, tomando como eje el cuento de Hoffmann “El hombre de la are- na”. De acuerdo con Freud lo siniestro aparece cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior o cuando convicciones primitivas superadas parecen hallar una nueva confirmación. Para ello dirá que lo siniestro es aquello espantoso que afecta a las cosas familiares y conocidas desde tiempo atrás. En otras palabras, lo familiar que ha quedado reprimido retorna trans- formándose en algo extraño, en algo siniestro. Se puede observar el sentimiento de lo siniestro en muchos fenómenos, por ejemplo, en la duda de que un ser inanimado sea en realidad un ser vivo como es el caso de las muñecas de cera o lo muertos que aparentan estar vivos. Dice Freud: “Lo siniestro se da frecuentemente y fácilmente cuando se desvanece el límite entre la fantasía y la realidad; cuando lo que habíamos tenido por fantástico aparece ante nosotros como real, cuando un símbolo asume el lugar y la importancia de lo simbolizado” (1919, p. 8). Todos los facto- res remiten al estado del narcisismo primario, al que la represión transformó en algo extraño; momento en que el niño establece con su madre una relación de absoluta dependencia, en donde no hay diferencia entre el yo y el no yo, en donde el primer doble del niño se encuentra en la figura de la madre quien asegura de la superviven- cia. Una vez superado este narcisismo primario, el doble se ubicará en todo aquel que remita a ese narcisismo, invirtiendo el sentido, 166 CARLOS VARELA NÁJERA para convertirse en vez del aseguramiento de la supervivencia en el siniestro mensajero de la muerte. El carácter siniestro del doble y del desdoblamiento remite al individuo a épocas psíquicas primiti- vas y superadas, donde su estado fusional y de indefensión necesi- taba asegurarse un mundo imaginario omnipotente. El animismo, la magia, los encantamientos, la omnipotencia de pensamiento, las actitudes frente a la muerte, las repeticiones de la castración pueden reanimar complejos infantiles reprimidos y llevar a vivir el senti- miento de lo siniestro donde aquello que debería estar oculto se ha presentificado. Se podría decir que las cosas son bellas o asumen un valor particular para nosotros, no por lo que se ve en ellas, sino por lo que no se ve, por lo que falta, por lo que está velado, eso que está oculto más allá, pero que no se manifiesta. Freud toma la definición de Schelling, matriz del problema: “Se llama siniestro (unheimliche) a todo lo que estando destinado a permanecer en , en lo oculto, ha salido a la luz”. Lo mismo se puede sostener para el arte, Borges decía que el efecto estético es la inminencia de una revelación que no llega a producirse. Lo siniestro no es efecto de algo nuevo o ajeno, sino algo familiar y antiguo a la vida anímica enajenada por la represión. Lacan sostenía que la última barrera que puede proteger a un sujeto frente a la confrontación con la pulsión de muerte es lo bello, eso bello enceguecedor que esconde algo. Es cuando aparece lo escondido que nos encontramos ante un sentimiento de lo siniestro. Lacan aconseja remitirse a lo siniestro para rastrear la angustia en Freud, quien dijo que falta la falta, es decir, se hace presente lo que debería faltar lo que nos pone ante la angustia. No obstante, también es necesario remitirse a Heidegger, quien sostenía que en la angustia no se trata de ningún objeto o ente determinado que lo produzca. Decía: “Lo amenazador no es en ninguna parte”; esto no significa una nada, sino que la nada se LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 167 hace patente y para el hombre es en la angustia donde es arrojada su singularidad, donde su existencia puede ser empuñada de manera propia. Puesta en juego la singularidad, lo que angustia es el mundo apareciendo como tal. Esto significa que la nada que se presentifica en la angustia no remite a la pérdida de los objetos del mundo, sino a que estos son despojados de su significación. La concepción de la angustia por parte de Lacan coincide con de Heidegger. Lacan parte de un mundo con objetos que por sí solos carecen de signi- ficación, el sentido es dado desde un orden simbólico, desde los significantes. Ellos tendrán significación debido a ese objeto que está velado, perdido y que es producto de la constitución subjetiva. Cuando esto que debería estar velado, que debería faltar, se hace presente aparece la angustia. Lo podemos enunciar de la siguiente manera: i(a), en donde ese “objeto a” es el que debe estar velado, por eso está entre paréntesis. La falta de este objeto se viste con una imagen especular, pero si esa falta no falta, es decir si el “objeto a” se presentifica, comienza la angustia. El sujeto se encuentra con los restos del mundo a los que la escena velaba y le daba significación. A su vez, si el “objeto a” no se presentifica le da identidad al yo, lo fortalece; por que el objeto es causa del deseo, por lo que es un objeto bifronte, ya que si aparece revienta la imagen. Corrido el velo, lo real de su presencia, estalla el montaje de la escena en la que el sujeto se sostiene, encontrándose allí conjugado heim y unheim, lo más familiar y lo más ajeno. En la casa del hombre otra presencia pasa a comandar. Las simbologías del espejo y la sombra han sido considera- das desde el psicoanálisis como formas del doble, como formas donde lo siniestro aparece, donde aquello que nos es familiar se transforma en extraño, espantoso, inquietante. Y esta ambivalencia se presenta de manera palmaria en la superficie del espejo donde un yo parece no coincidir consigo mismo, en su reflejo, siendo esa 168 CARLOS VARELA NÁJERA incongruencia motivo permanente de inquietud, que moviliza o da cuenta de las fantasías siempre imposibles. Una de las imágenes que puede encarnar más eficazmente la experiencia de lo siniestro, según Freud, es la animación de aquello que parece inanimado. Vale aclarar que la experiencia designada por Freud como siniestra es aquella que involucra un hecho reprimido que por una u otra cir- cunstancia retorna. En la vida común de cualquier persona hay toda suerte de situaciones que por ser vividas de forma traumática son resguardadas de la experiencia consciente, transfiriéndose a “aque- llo” que podría denominarse el inconsciente. El inconsciente, según los argumentos de Jacques Lacan es una condición tan externa a los sujetos que escapa a su conocimiento. En 1949 se publicó el proyecto el juego de pupée de Hans Bellmer, que consistía en la escenificación con diversas muñecas (más bien ma- niquíes) en situaciones que parecían escenificar el terror que se des- prende de sugerir la animación de objetos inanimados. Mediante la alu- sión al sueño o las proyecciones oníricas, estas imágenes fotográficas de Bellmer cumplían de forma rigurosa el mandato del surrealismo disidente, orientado por lo traumático y lo abyecto bajo la orquestación del señor Georges Bataille. Una de las más importantes genealogías que se han trazado sobre el arte contemporáneo, en particular con las prácticas apropiacionistas asociadas al posmodernismo y sustentadas en el surrealismo batailleano. Sin embargo, el trabajo de los artistas que enlazaron la abierta década de los setenta a la conservadora década de los ochenta, como el caso antes citado, produjo una abundante cosecha en los años noventa, cuyos frutos aun estamos aprendiendo a degustar. Desde entonces, las prácticas fotográficas son algunos de los bocados más extraños, puesto que han indagado sobre las fuentes y fundamen- tos de la apropiación de muchas maneras. En ese contexto Adriana Duque ha intentado explorar los ras- gos siniestros no solo de la fotografía, sino de la relación entre ella LA NORMALIZACIÓN DEL MAL 169 y las formas de realidad política y cultural. En los proyectos que ha emprendido en los últimos años, ella ha conectado esas “realidades” con relatos ficticios o de fábula, que relaciona con el ámbito rural. Lo siniestro en realidad no es, después de todo, nada nuevo ni ex- traño, lleva ya mucho tiempo establecido en nuestra mente excepto que se ha distanciado de la cosa en sí a través de un proceso de re- presión. Esa experiencia podría asociarse a las fantasías que encar- nan los juguetes y que escenifican todo el universo de lo imaginario, en donde el sujeto da rienda a sus deseos para un posible escenario de “realidad”. Algunos filósofos herederos de la estética kantiana y del sentimiento de lo sublime, arrastrados por la época de las luces (enamorada secreta de las sombras), entenderán la belleza como presencia divina, como encarnación de lo infinito en lo finito. Es el surgimiento de la pregunta romántica por excelencia sobre el rostro de esa divinidad de la que percibimos fragmentos, mientras busca- mos por todas partes lo Absoluto y solamente encontramos cosas, diría Novalis. Por eso, el hombre romántico jugador a todo o nada acostumbra hallarse en la situación de Fausto: entre la verdad y el abismo absolutos. El sentimiento de lo sublime romperá la apacible consideración de la estética como teoría de lo bello, obligándola a admitir al huésped inhóspito (unheimlich) de lo sublime. Esta di- mensión siniestra salta a la vista en toda su mundaneidad, el horror del espectáculo el homo cinemus, que se alimenta de esa necesidad siniestra que nos habita y que nos viene desde el orden pulsional. Concluimos nuestro ensayo con la tesis que lanzara Freud en El malestar en la cultura: No existe nada más siniestro que el hombre.

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La normalización del Mal de Carlos Varela Nájera se terminó de imprimir y encuadernar en los talleres de Imprenta Pandora SA. de CV., Caña 3657, La Nogalera, C.P. 44470, Guadalajara, Jalisco, en el mes de abril de 2013. Tiraje: 1000 ejemplares