NAUFRAGIOS LITERARIOS. Colonialismo, poscolonialismo

y encuentro entre culturas

Giorgio Serra

Universidad de Alicante Departamento de Filología Española, Lingüística General y Teoría de la Literatura

NAUFRAGIOS LITERARIOS. Colonialismo, poscolonialismo y encuentro entre culturas

Tesis Doctoral de: D. Giorgio Serra Director: Dr. Virgilio Tortosa Garrigós

Año académico 2011-2012

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN: POR QUÉ LOS NAUFRAGIOS, p. 4

I. CULTURAS EN CONTACTO, p. 12 I. 1. ALGUNOS ANTECEDENTES: DE LA ANTIGÜEDAD A LA EDAD MEDIA, p. 16 I. 2. MODERNIDAD Y COLONIALISMO, p. 19 I. 2. 1. Colonialismo: primera fase (siglos XVI-XVII), p. 22 I. 2. 2. Colonialismo: segunda fase (siglos XVIII-XIX), p. 36 I. 2. 3. Descolonización (siglo XX), p. 47

II. LOS NÁUFRAGOS COMO “AGENTES DEL IMPERIO”, p. 55 II. 1. LA ACTITUD COLONIAL, p. 58 II. 1. 1. De la actitud colonial a la literatura, p. 69 II. 2. EL COLONIALISMO IBÉRICO, p. 73 II. 2. 1. Castigos, milagros y supervivencia, p. 80 II. 2. 2. Cristianos y Otros, p. 91 II. 3. EL COLONIALISMO ANGLOSAJÓN, p. 97 II. 3. 1. El modelo del buen colonizador..., p. 101 II. 3. 2. ... con el Otro para servirle, p. 108

III. VISIONES DEL OTRO EN LA ÉPOCA COLONIAL: CABEZA DE VACA Y SHAKESPEARE, p. 118 III. 1. EN DEFENSA DE LOS INDIOS, p. 127 III. 2. LA CRÍTICA AL PODER, p. 135

IV. DEL IMPERIO DEL NÁUFRAGO AL NAUFRAGIO DEL IMPERIO, p. 144 IV. 1. LA ACTITUD POSCOLONIAL, p. 146 IV.1. 1. Poscolonialismo y canon literario, p. 155 IV. 2. EL REY BLANCO DE LA SELVA, p. 159 IV. 3. LA REESCRITURA DE LOS CLÁSICOS, p. 169 IV. 3. 1. Comprender e integrarse en el mundo del Otro, p. 176 IV. 3. 2. Robinsones femeninos, p. 191 IV. 3. 3. Reescribiendo un naufragio desde la colonia, p. 199

V. EPÍLOGO: IMPERIOS Y ESCLAVOS EN UN MUNDO GLOBALIZADO, p. 208 V. 1. NUEVAS FRONTERAS CULTURALES, p. 214

CONCLUSIONES: MÁS ALLÁ DE LA LITERATURA, p. 223

APÉNDICE: TABLA CRONOLÓGICA DE LAS OBRAS ESTUDIADAS, p. 232

BIBLIOGRAFÍA, p. 233

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INTRODUCCIÓN: POR QUÉ LOS NAUFRAGIOS

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En este trabajo intentaremos investigar las relaciones entre ciertas historias de naufragios y el colonialismo. Mejor dicho, las narraciones de naufragios son un hilo conductor para observar cómo la civilización occidental se ha relacionado con las otras culturas, desde el surgimiento de los imperios coloniales hasta el siglo XX, cuando se desarrolla el pensamiento poscolonial. Las interacciones de los imperios europeos con los habitantes de los demás continentes siempre han supuesto un encuentro entre culturas. Y este encuentro, a menudo conflictivo, se ha reflejado en todas las manifestaciones artísticas, incluída la literatura, atestiguando las formas en que el individuo occidental veía al Otro. Con este término entendemos el representante, generalmente humano, de un mundo no occidental; la otredad indica, por extensión, la pertenencia a un contexto natural, social y cultural diferente al de la persona que observa y relata una historia. El concepto de Otro y otredad se puede aplicar también a un ambiente natural cuyas características difieren del entorno occidental. Análogamente, cuando nos referimos a la civilización occidental indicamos ese conjunto de patrones culturales, sociales y científicos que compartimos todas las comunidades de origen europeo. La gran mayoría de los occidentales, en algún momento de nuestra historia, hemos cedido a la peligrosa tentación de imponer nuestro sistema de pensamiento y conocimiento a otros pueblos, acorde con una presunta superioridad de nuestro punto de vista. La idea de la otredad nace a tenor de esa convicción, seguramente cuestionable, pero que ha marcado profundamente toda la historia del colonialismo, así como la forma de relacionarnos con comunidades que no compartían nuestro sistema. Se trata, sin embargo, de una simplificación que nos ayudará a tener una visión global del colonialismo en cuanto fenómeno intercultural. Un factor oportuno a destacar es el eurocentrismo (por llamarlo de algún modo) del tema del naufragio. Todas las obras que componen el corpus de nuestro trabajo plantean las

5 acciones y vivencias del náufrago europeo (o de un grupo de náufragos) al entrar en contacto con la naturaleza y los habitantes indígenas de otros continentes. Ahora bien, el náufrago sigue siendo un representante del sistema de pensamiento y conocimiento occidental; en el corpus de textos que nos disponemos a estudiar observaremos que éste puede no tener en consideración lo que pueda sentir o pensar el Otro o, en algunos casos, ser el Otro el que determina la vida del náufrago. Pero si lo pensamos bien, ¿acaso hay, en literatura, algo más eurocéntrico que el tema del naufragio? El naufragio está, salvo casos extraordinarios, estrechamente vinculado con las navegaciones; y éstas a su vez están relacionadas con la expansión de Europa fuera de sus confines. Los países que antaño fueron posesiones coloniales no tienen (con la excepción de Estados Unidos y unas pocas naciones más) tradiciones navales de tipo imperial. Con lo cual es inevitable que las historias de naufragios pertenezcan a las literaturas de aquellos países que hayan tenido mucha experiencia en ese sentido. Por todo ello, no ha de sorprender que la mayoría de las obras estudiadas sean de autores europeos o norteamericanos. La pregunta que puede surgir espontánea, llegados a este punto, es ¿por qué elegir el tema del naufragio? La primera razón es puramente práctica. Tanto las literaturas occidentales, como las de las antiguas colonias, cuentan con un gran número de obras que abordan el tema del colonialismo o del contacto entre culturas. Por lo tanto ha sido necesario jalonar el campo de investigación eligiendo un tema concreto a la vez que sugestivo. De este modo ha sido posible analizar un fenómeno tal como el colonialismo, que por sus implicaciones en el encuentro y el choque entre culturas distintas ha condicionado enormemente a la humanidad entera. El segundo elemento que ha determinado nuestra elección del tema estriba en una gran oportunidad que ofrece la condición de náufrago. Tal como veremos más adelante, el naufragio aparta al individuo occidental de su mundo de procedencia. Lejos de su patria, al no poder contar con el sistema social, legal y cultural impuesto por su imperio, el blanco tiene que recurrir a su ingenio o a sus conocimientos si quiere sobrevivir. En realidad él lleva dentro de sí el sistema epistémico occidental, con lo cual sigue siendo un representante de su propio país o imperio. La condición de náufrago impone un “punto cero” para que la interacción entre el europeo y el Otro pueda tener comienzo. Es como si la pérdida de barco anulara las diferencias que existen entre el individuo occidental y el mundo indígena (incluyendo el medio natural). Esta situación nos permite observar con claridad cómo dos mundos tan diferentes se ponen en relación. Una novela ambientada en una colonia difícilmente podría ofrecer una oportunidad igualmente interesante, porque la acción se

6 desarrollaría en el seno de un sistema colonial que está vigente y ocupa una posición de fuerza. Así las cosas, las relaciones con el Otro serían fundamentalmente unidireccionales, al ser los colonizadores quienes influirían sobre los indígenas (muy difícilmente al revés), y no podríamos apreciar cómo el representante del imperio se relaciona con un ambiente ajeno al suyo. A la hora de seleccionar las obras nos hemos ceñido a dos criterios fundamentales. En primer lugar, las implicaciones con el colonialismo y, en sentido más amplio, con el encuentro entre el náufrago y un contexto extraeuropeo. El segundo criterio es, naturalmente, la presencia significativa del tema del naufragio o, en todo caso, de la condición de náufrago. Dicho criterio ha sido, en muy contadas ocasiones, flexibilizado: algunas obras como de Shakespeare, o Tarzán de los monos de Burroughs, pueden ser consideradas historias de naufragio con cierta reserva. Estos textos presentan un desastre marítimo como acontecimiento inicial, pero la condición sucesiva de los protagonistas no es propiamente la de náufragos. Hemos estimado oportuno incluir las dos obras mencionadas por la importancia ineludible de Shakespeare y, en ambos textos, las implicaciones interesantes de las historias contadas con el colonialismo. Al fin y al cabo, La tempestad aparece en el momento en que Inglaterra empieza con éxito su expansión imperial. En cuanto a Tarzán de los monos, su publicación coincide con la crisis incipiente del pensamiento occidental como único modelo cultural a adoptar. Ha sido necesario comenzar con un sintético excursus a través de la historia de la expansión europea fuera de sus fronteras. Se ha puesto especial énfasis en las implicaciones culturales y filosóficas que un fenómeno de tal envergadura implica. Ha sido fundamental identificar dos etapas principales del colonialismo: una temprana, que cubre hasta el siglo XVII y está mayormente protagonizada por los imperios ibéricos; y una segunda etapa, que va desde el Siglo de las Luces hasta el principio de la descolonización, y que ve a los países anglosajones liderar la lucha de Occidente por el dominio del mundo. El siglo XX está caracterizado por la crisis de la supremacía europea (en el campo epistémico) y por la consiguiente caída de los imperios coloniales. El segundo capítulo se centra en aquellos textos del periodo colonial que reflejan las ideas dominantes en la civilización europea; al mismo tiempo, el orden de presentación de las obras sigue nuestra división del colonialismo en dos etapas. La absoluta mayoría de los textos escritas entre el siglo XVI y el XIX muestran una marcada tendencia a apoyar la labor colonial del país al que pertenecen. Hemos denominado esta toma de posición “actitud colonial”, puesto que se basa en la convicción de que el modelo europeo es superior a los

7 demás, y que como tal debe imponerse fuera de sus fronteras. Este postulado se concreta de forma más específica en cada uno de los textos de naufragios que nos ocupan, desde las crónicas con finalidad informativa hasta las novelas de entretenimiento. No falta, en casi todas las obras, una función didáctica orientada a promocionar bien los valores cristianos, bien los modelos sociales considerados necesarios a todo europeo que participara en la empresa colonial. En concreto, los textos españoles y portugueses hacen especial hincapié en la defensa de la misión evangelizadora y en la conquista militar, tal como se observará en el Libro de infortunios y naufragios, en el relato El naufragio de Pedro Serrano, o en el compendio de historias portuguesas que componen la Historia trágico-marítima. Las novelas de los países anglosajones cuentan, en lo referente a los naufragios, con el hito de Daniel Defoe Robinson Crusoe. Este texto representa un punto de partida para numerosas obras sucesivas, entre las que destacan El Robinson suizo y La isla de coral. De estas tres novelas la primera y la tercera son británicas, la segunda, menos conocida, es del autor suizo Johann Wyss. De acuerdo con el contexto protestante y burgués en el que han sido concebidas, estas obras promocionan el afán por rentabilizar el entorno extraeuropeo, la explotación sistemática de la naturaleza que rodea a los náufragos, sin olvidar someter al indígena (algo que, a decir verdad, se detectaba ya en las obras de origen ibérico). En línea general, el colonialismo de los siglos XVIII y XIX, al que estas novelas pertenecen, pone en primer plano la acumulación de riquezas que deriva de una labor explotadora metódica, recurriendo a los conocimientos científicos de los que el náufrago dispone. Este primer conjunto de obras refleja las diferentes maneras en que se ha llevado a cabo la expansión imperial a lo largo de los siglos. Un capítulo aparte merecen dos textos, que cronológicamente se colocan en plena época colonial pero plantean la cuestión del Otro de una forma algo nueva respecto a la demonización propia del periodo; estas obras, muy conocidas, son Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, y La tempestad de William Shakespeare. Cada una testifica la expansión de un gran imperio: el español y el británico. Bien que ni Cabeza de Vaca ni Shakespeare se oponen al colonialismo, cada uno de ellos dedica un espacio al indígena, mostrando cómo este puede influir en la actitud del náufrago o el por qué de su rebeldía contra el blanco que le esclaviza. El cuarto capítulo se centra en el siglo XX. La centuria pasada ha visto vacilar el sistema de pensamiento y conocimiento occidental como gnoseología dominante. Las dos guerras mundiales, entre muchos otros conflictos, han mostrado cómo las naciones occidentales (las que supuestamente dominaban el mundo) se destruían mutuamente. Al

8 mismo tiempo, los habitantes de las colonias reclamaban su libertad cada vez con mayor fuerza. Todo ello no ha hecho sino fortalecer la convicción generalizada de que Occidente, y menos Europa, no podría seguir controlando el globo. La crítica a la presunta superioridad cultural occidental se contrapone a la “actitud colonial” ilustrada en el segundo capítulo. Hemos denominado dicha postura “actitud poscolonial” ya que, a la hora de entrar en contacto con el mundo del Otro, busca caminos alternativos a la imposición del sistema epistémico europeo. Un testimonio temprano de la crisis de la supremacía occidental es la novela Tarzán de los monos. En ella se presenta a un niño inglés, abandonado en una región salvaje de África, que crece entre los animales y se impone como señor incontestable de la selva. Es un intento extremo, aunque sólo en la ficción literaria, de proyectar las ansias coloniales en un momento de retroceso; al hacerlo, sin embargo, salen a flote paralelismos inquietantes entre Tarzán y ese mundo salvaje que pretende controlar. La reescritura de obras importantes ocupa un lugar significativo en la literatura poscolonial. En lo referente a los naufragios, Robinson Crusoe es seguramente el clásico que más se ha reelaborado durante el siglo XX. Nos han llamado especialmente la atención Susana y el Pacífico por Jean Giraudoux, Viernes o los limbos del Pacífico de Michel Tournier, así como la novela de J. M. Coetzee, titulada Foe. En estos textos se subvierte la lógica explotadora y esclavista que dominaba en Robinson Crusoe. El Otro, lejos de desaparecer detrás del náufrago, reafirma su presencia reclamando ser escuchado (es lo que ocurre en Foe), o enseña a su amo el camino para una vida de alto valor espiritual (tal como observaremos en la novela de Tournier). Asimismo se reacciona al machismo implícito en la historia de Robinson. Jean Giraudoux sustituye al náufrago inglés con una protagonista femenina, quien sabe establecer un vínculo armonioso con la naturaleza de la isla. La obra de Coetzee presenta a una mujer que se esfuerza por conocer el pasado atormentado de Viernes, a la vez que lucha por imponerse como autora de la historia que se está contando. Viernes o los limbos del Pacífico nos muestra un Robinson que tiene pulsiones sexuales y asigna a la isla una identidad femenina: de esta manera se desmarca del náufrago asexuado que protagonizaba la novela de Defoe. El último texto elegido también reescribe un clásico: se trata del drama de Aimé Césaire Una tempestad. La fuente de inspiración es claramente La tempestad de Shakespeare, que es oportunamente modificada con el objetivo de evidenciar la relación entre Próspero y Calibán. Próspero es la encarnación del despotismo, típico del imperialista que explota al indígena y a la colonia. Calibán, representado como un esclavo negro, se le opone con todas

9 sus fuerzas, adoptando una actitud de rebeldía absoluta contra cualquier forma de opresión. El mensaje lanzado por el autor es que si el mundo occidental no se abre a un diálogo en pie de igualdad con las otras culturas, si no respeta a los pueblos que han sufrido el colonialismo, la humanidad entera podría caer en la barbarie más abyecta. Finalmente, hemos considerado oportuno cerrar el trabajo con una panorámica sobre la situación social actual. El capitalismo y consumismo descontrolado ha acabado agrandando las desigualdades entre ricos y pobres. Una de las consecuencias de esto son las migraciones masivas del Sur hacia el Norte: millones de personas entran en Norteamérica y en la Unión Europea en busca de una vida más digna. A veces arriesgan o pierden su vida al intentarlo; casi siempre la nueva vida que les espera en Occidente está marcada por la pobreza y las incomprensiones con los habitantes del lugar. La coexistencia pacífica entre nosotros, ciudadanos occidentales, y nuestros inmigrantes de culturas diferentes es uno de los grandes retos de la actualidad. Un reto que el colonialismo no supo o no quiso vencer. Cualquier trabajo de investigación supone el manejo de una cantidad determinada de fuentes y materiales. Algunos se seleccionan (y se incorporan al corpus bibliográfico) y otros se descartan. Pero la acción de descartar lo que no es pertinente también tiene su utilidad, puesto que nos ayuda a delimitar nuestro campo de investigación, a aclarar los objetivos, y a centrar nuestra atención en los aspectos realmente importantes. A tenor de esto, hemos dejado fuera de nuestro estudio obras que, amén de ser muy conocidas, no entraban en los dos parámetros de selección que hemos descrito. Tal como indicábamos anteriormente, los textos que abordan el tema de la colonia son realmente abundantes, hasta el punto de que resultaría imposible realizar un estudio exhaustivo de todos ellos. Desde El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad), pasando por Viaje al Congo y Los conquistadores (respectivamente de André Gide y André Malraux), hasta los escritores poscoloniales como Franz Fanon, V. S. Naipaul (por no citar sino unos pocos nombres), el imperio y la figura del Otro han estado presentes en la historia literaria desde que existió el colonialismo. Otras obras, también conocidas, han sido descartadas. El lector que sea aficionado a las historias de naufragios notará la ausencia de Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift), La isla del Dr. Moreau (H. G. Wells), La laguna azul (Henry de Vere Stacpoole), El señor de las moscas (William Golding), o tal vez de alguna que otra novela de Jules Verne o Emilio Salgari. Se trata, para todos los títulos mencionados, de textos desvinculados de los fenómenos del colonialismo/descolonización. Diferente es el caso de textos como Viernes o la vida salvaje (Michel Tournier): aquí la exclusión se debe a la sustancial similitud con la

10 novela de inspiración. Otras reescrituras de Robinson Crusoe se han quedado fuera de nuestro corpus por alejarse demasiado del género literario del naufragio. A título de ejemplo podemos mencionar el radiodrama Adiós, Robinson (Julio Cortázar) y la obra teatral Pantomime (Derek Walcott). El riesgo habría sido, en unos casos, la repetición de aspectos u observaciones ya vistos en otras obras, y en otros, alejarse del tema estudiado, perdiendo de vista aquella condición de náufrago que resulta tan interesante. En última instancia, no hay que olvidar que el naufragio es un tema poliédrico ya de por sí; los lazos con otros temas (igual de complejos) pueden ser múltiples. Una razón más para operar una selección de las obras a comentar. Hemos estudiado el colonialismo y poscolonialismo como ocasiones de encuentro o enfrentamiento cultural (el náufrago occidental frente a la cultura y a la naturaleza del Otro), aplicando nuestras observaciones a un campo cultural concreto, como es la literatura. Sin embargo, los presupuestos teóricos que hemos ilustrado a lo largo de todo el trabajo (sobre el contacto entre culturas, actitud colonial y poscolonial) pueden ser adaptados y aplicados al estudio de otras disciplinas artísticas. No olvidemos que la cultura, bajo todas sus formas, ha participado en el colonialismo. En casi todos los países que hayan tenido un imperio, los productos artísticos han reflejado o cuestionado las experiencias coloniales. La actitud colonial (o poscolonial, según el caso) puede ser detectada en cualquier forma de creación artística o intelectual, desde la pintura hasta el cine, pasando por la antropología, la historiografía y, por supuesto, la literatura. Por este motivo, nuestro trabajo va más allá de la pura filología. No es exactamente un analisis textual de una serie de obras, y menos todavía un estudio específico sobre el tema del naufragio como un fin en sí mismo (lo que sería una falacia, dadas las múltiples facetas que ese tema puede adquirir). Hemos escogido una situación (la del naufragio) especialmente interesante para la interacción entre el individuo occidental y el Otro; hemos identificado unas posturas determinadas hacia el mundo del Otro (la actitud colonial y poscolonial); finalmente, nos hemos centrado en cómo estas posturas toman forma en los textos literarios. Se trata, desde luego, de un estudio de comparatismo literario, pero un simple vistazo a la bibliografía crítica bastará para dar cuenta de la deuda y los lazos que tendemos con disciplinas tales como la antropología, la filosofía, la historia y la crítica cultural.

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I. CULTURAS EN CONTACTO

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Quizá no haya fenómeno que represente tan bien el comienzo de la Edad Moderna como los descubrimientos geográficos. La verdadera Historia Universal surge cuando los distintos mundos culturales que conforman la humanidad entran en contacto. Hasta el siglo XV los continentes han vivido básicamente ensimismados en sus culturas. Ha habido, es cierto, contactos entre Europa y Asia o África desde la Antigüedad, pero se han realizado de forma esporádica y discontinua. La llamada “época de los descubrimientos geográficos” supone un gran cambio en el espacio humano. Se derriban muchas de las barreras que existen entre los sistemas de pensamiento y conocimiento de los cinco continentes y se establecen contactos regulares entre ellos. En otras palabras, los descubrimientos geográficos representan la primera fase de la fusión de distintos mundos en uno solo. Por otra parte, el hecho de ser Europa la parte activa de este fenómeno comporta la ruptura de un equilibrio entre las civilizaciones del planeta. Hasta la Edad Media las culturas de la Europa cristiana, del mundo musulmán, de China o la de los grandes imperios precolombinos han guardado cierta distancia; cada sistema ha actuado casi exclusivamente dentro de su esfera de influencia, con poco o nulo conocimiento sobre la evolución de los demás. La expansión europea, iniciada en el siglo XV, altera este equilibrio debido a que su cultura ha sabido imponerse, aunque en algunos lugares menos que en otros, sobre la de los demás continentes. Los resultados a corto plazo han sido de tipo económico; pero la intervención de Europa en otras culturas ha dado también frutos de carácter intelectual. Ante todo, los conocimientos geográficos, alcanzados mediante los viajes marítimos y terrestres: las fronteras del mundo se ensanchan notablemente después de la Edad Media. En segundo lugar, aunque este punto haya de ser aceptado con algunas reservas, las exploraciones europeas han permitido conocer mejor sociedades ignoradas (especialmente en África y América), o

13 conocidas de forma muy aproximativa. Culturas cuya enorme riqueza ha sido registrada por exploradores y misioneros, difundida por la prensa y almacenada en las bibliotecas, para acabar formando parte de los conocimientos del mundo a disposición de Occidente. Durante las primeras fases de la intervención europea en los otros mundos, la principal preocupación intelectual es de tipo religioso. España y Portugal son los primeros en percibir como necesaria la conversión a la fe cristiana de pueblos que tienen sus propias religiones. En este sentido, los misioneros actúan como «agentes de un tráfico cultural» (Martínez Shaw/Alfonso Mola, 1999, 14), transmitiendo al otro lado del océano el dogma del cristianismo junto a otras costumbres de la civilización europea. No extraña, pues, que los religiosos hayan dado aportes tan tempranos (y a menudo detallados) de las tradiciones y arte de aquellas etnias con las que han entrado en contacto. Sin embargo, las relaciones que Europa tiene con las otras culturas durante la Edad Moderna son de varios tipos. En Asia, la influencia occidental resulta, por lo general, anecdótica: la labor evangelizadora no llega a dar frutos significativos (salvo en Filipinas), debido sobre todo al rechazo o a la persecución del cristianismo por parte de los soberanos locales. Tampoco se imponen las costumbres europeas, ya que en Asia existen culturas muy elaboradas que han evolucionado de forma autónoma. En América, en cambio, los blancos trasplantan sus modelos de sociedad y llevan a cabo un proceso de aculturación a escala continental. Los resultados perviven en la actualidad: América es un continente cuyos habitantes se confiesan, en su gran mayoría, cristianos (ya sean católicos o protestantes) y hablan una lengua de origen europeo, pese a la importancia de las comunidades indígenas y de las minorías afroamericanas de religión pagana. África también ha recibido la doctrina cristiana, aunque siguen siendo muy difundidas las religiones islámica y la animista. El legado lingüístico ha sido importante, pero los idiomas europeos en África nunca han dejado de ser vistos como las lenguas de los opresores; prueba de ello es la creciente popularidad de lenguas como el árabe y el swahili. Así pues, aparte de unas lenguas impuestas (y sólo hasta cierto punto aceptadas) y del cristianismo, Europa no ha ofrecido a África mucho más que explotación. Los contactos con Oceanía han sido prácticamente inexistentes hasta bien entrado el siglo XIX. A fin de enmarcar el fenómeno del colonialismo cabe reseñar brevemente los factores que hicieron posible la expansión europea. Un primer impulso viene del crecimiento demográfico, hecho que ha permitido, tras los estragos provocados por las epidemias de peste y la Guerra de los Cien Años, el “regreso a la vida” de los centros rurales y urbanos. Las grandes ciudades han vuelto a ser polos de actividad económico-cultural, además de dispensar

14 los servicios comerciales y administrativos necesarios a un tejido social en desarrollo. Relacionado con el aumento de la población está el desarrollo agrícola: se ha arrancado terreno a la naturaleza para incrementar la producción de alimentos y materias primas. Esto implica que, a medio plazo, será necesario buscar en otras tierras los recursos necesarios a la economía de los países del Viejo Mundo. Los dos fenómenos que se acaban de citar representan una expansión interna a la propia Europa, lo que le ofrece la posibilidad de extender su influencia más allá de sus confines. Los motivos que impulsan los descubrimientos son inicialmente de tipo económico. La búsqueda del oro lleva a los portugueses a bordear las costas de África subsahariana. Por otra parte, las especias traídas desde el extremo Oriente por los mercaderes venecianos han modificado las costumbres alimenticias, con lo cual se precisa encontrar nuevas rutas para conseguirlas, dado que los otomanos, al tomar Constantinopla, han cerrado el camino directo hacia el Este. Los portugeses y los españoles son los primeros autores de la empresa atlántica en acceder a las áreas productoras de especias y oro. También tiene su importancia el afán del cristianismo por ganar adeptos. En este sentido, el empeño en difundir el evangelio en todo el mundo sería una virtual continuación de algunos acontecimientos históricos, entre los que cabe destacar dos. Primero, el establecimiento, más o menos exitoso, de misiones en Asia extremooriental desde el siglo XIII; labor que se había echado a perder debido al apoyo relativamente escaso que recogieron entre las civilizaciones locales, y también a la expansión musulmana en Oriente Próximo. En segundo lugar, España está a punto de terminar su lucha secular contra la presencia árabe. Se siente, pues, la necesidad de reafirmar la supuesta superioridad del cristianismo sobre las otras culturas. Si bien, en ocasiones, el ideal religioso es el medio y el fin real de la labor misionera, es harto sabido que éste ha servido a menudo como pretexto para legitimar acciones mucho menos espirituales. Se trata, claro está, de las masacres de los indígenas dictadas por la codicia y la ignorancia. Últimas, aunque no menos importantes, vienen las razones de tipo científico-filosófico. Los humanistas y los científicos del siglo XV han prodigado confianza en el ser humano, contribuyendo a desarraigar aquel temor reverencial hacia lo ignoto. El “mar tenebroso” ya no lo es tanto, cuando se dispone de los conocimientos astronómicos y los instrumentos de navegación adecuados para explorarlo. A todo esto cabe añadir aquel general deseo de conocimiento del hombre renacentista, lo cual permite desvelar las realidades ocultadas bajo la superstición medieval. Así pues, la idea de que la humanidad pueda actuar sobre el territorio permite romper barreras y lanzarse a la conquista de nuevos espacios. En este

15 sentido, los descubrimientos han sido también una empresa del espíritu. Hasta aquí los aspectos generales y previos al contacto entre Europa y los otros mundos. Veremos ahora brevemente de qué modo ha evolucionado el asunto en cuestión.

I. 1. ALGUNOS ANTECEDENTES: DE LA ANTIGÜEDAD A LA EDAD MEDIA

Desde que existen culturas civilizadas en sus tierras, Europa ha querido conocer lo que hay fuera de sí misma; pero en el mundo clásico se tienen límites de desplazamiento geográfico perfectamente definidos. El Mediterráneo representa posiblemente la principal vía de comunicación entre los pueblos que viven en sus orillas. Buen testimonio de ello es, ya desde el siglo IX adC, la Odisea. El mar en que se mueve Ulises es un escenario misterioso: en él se pueden dar los hechos más bienaventurados o encontrar la peor muerte. La connotación mitológica de un ambiente, que se suponía conocido ya en aquella época, delata su importancia cultural. Así pues, el campo de acción de los antiguos europeos está delimitado por las columnas de Hércules, el desierto del Sáhara, y el territorio comprendido entre Oriente Medio y la India, alcanzado por Alejandro Magno. Este último representa un caso extraordinario para su época. En su desmedida ambición, el rey macedonio extiende la esfera de influencia griega hasta las puertas de la India. Al tener una gran pasión por el conocimiento, Alejandro se rodea de geógrafos y humanistas griegos (él mismo ha sido discípulo de Aristóteles). Gracias a sus sabios llegan a Occidente noticias del Mar Caspio e informaciones sobre las emisiones de petróleo y gases en Mesopotamia. Incluso se observan los movimientos de marea en el Océano Índico, fenómeno poco evidente en el Mediterráneo. La experiencia griega en Oriente es de breve duración: tras la muerte del soberano el imperio acaba dividiéndose en varios estados. Los romanos, debido a su mentalidad práctica, permanecen casi del todo insensibles a los posibles préstamos culturales procedentes de las tierras conquistadas. Si bien organizan expediciones a regiones lejanas y se relacionan con pueblos bien diferentes de ellos, dichos contactos no tienen gran trascendencia más allá de su función comercial o diplomática. La intervención de Roma en el mundo conocido se basa sobre todo en la imposición de su lengua y de su sistema jurídico. No obstante, es innegable la importancia que ha tenido, también para los romanos, el Mediterráneo, lo que se refleja en una obra tan fundamental como la Eneida. Una parte importante de esta epopeya relata las navegaciones de Eneas en busca de una nueva

16 tierra. A la hora de ofrecer una representación mitificada de los orígenes de Roma, Virgilio subraya la trascendencia histórico-cultural del Mare Nostrum y también de los viajes por mar. Ya en la Edad Media, merecen ser citados los viajes de los vikingos, quienes, alrededor del siglo X, establecen colonias de poblamiento, primero en Groenlandia, sucesivamente en Terranova y en la actual península del Labrador. Estos asentamientos noreuropeos en tierras americanas dejan de existir allá por el siglo XIV, al ser abandonados por motivos no bien conocidos (posiblemente los cambios climáticos). Su memoria ha permanecido sepultada en el olvido durante muchos siglos, de manera que no han traído consecuencias desde el punto de vista cultural. En otras palabras, este hecho histórico no ha hecho tomar conciencia a los europeos de la existencia de otro continente. Más o menos en el mismo período la península ibérica está viviendo una experiencia única en Europa: la presencia árabe. Los musulmanes, cuyo imperio se encuentra en plena expansión entre Oriente Medio y África del Norte, entran en España en 711, conquistan la mayor parte de la península (salvo los territorios septentrionales), y ahí permanecen hasta ser expulsados definitivamente por los Reyes Católicos en 1492. En el siglo XV el poderío árabe en Al-Ándalus está ya en fuerte retroceso ante la presión de los reinos cristianos. Sin embargo hay una época en que la España musulmana vive un florecimiento artístico e intelectual desconocido al resto de Europa. Durante los siglos XI y XII, mientras que el resto del continente permanece sumido en la “Edad Oscura”, lejos todavía del desarrollo humano del Renacimiento, Al-Ándalus cuenta con extraordinarios avances en los conocimientos astronómicos, en la agricultura y en el pensamiento. Averroes plantea la problemática del nexo entre filosofía y religión, ofreciendo además posibles soluciones a este conflicto con al menos tres siglos de antelación respecto a los pensadores europeos. En lo que atañe a los artes visuales, la arquitectura árabe alcanza en España niveles de elaboración y elegancia impensables para el Occidente de aquel entonces. Con la Reconquista, y la consiguiente cristianización de la península, se echan a perder los adelantos alcanzados por los musulmanes. Los más de 4.000 arabismos presentes en la lengua castellana1, las numerosas mezquitas y baños del período árabe, las múltiples influencias en algunos tipos de música y en la gastronomía son tal vez los vestigios más relevantes del esplendor científico-cultural de Al- Ándalus. La gran frontera euroasiática tiene protagonistas muy significativos. En el siglo XIII los mongoles arrasan todo el Este, hasta el punto de representar una posible amenaza para

1 En su Historia de la lengua española, Rafael Lapesa calcula un número aproximado superior a los 4.000 términos derivados del árabe actualmente presentes en nuestra lengua (Lapesa, 1999, 133).

17 Europa. Esto anima al papa a intentar el camino diplomático para gestionar las relaciones con el Gran Khan. Con este propósito sale, en 1245, el franciscano Juan del Pian del Carpine, en calidad de embajador del cristianismo en Karakorum. Su misión, relatada en la Historia de los mongalos a los que nosotros llamamos tártaros, es el primer testimonio presencial del viaje de un europeo a Oriente. Otro relato de viaje que merece la pena citar es el que fray Guillermo Rubruck realiza después de una larga estancia en la corte de los mongoles, aproximadamente diez años más tarde que su predecesor. Pero sin duda alguna el más conocido viajero de la Edad Media ha sido Marco Polo. Incorporándose a una expedición comercial de su padre y su tío ha podido recorrer, durante veinte años, los territorios dominados por el Khan. Es más; ha transcurrido buena parte de este tiempo (entre 1271 y 1291, año en que regresa a Venecia) en la corte del propio soberano, que se ha trasladado a Cambalic (la actual Pekín). El resultado de su experiencia ve la luz en una cárcel genovesa, donde Marco Polo dicta la aventura a su compañero de celda. El libro, titulado en francés Livre des Merveilles du Monde pero mejor conocido como Il Milione, tiene un éxito formidable y se difunde rápidamente por toda Europa. La obra del viajero veneciano es el más influyente libro de viajes desde la Edad Media hasta al menos el descubrimiento del Nuevo Mundo, porque ha divulgado una imagen fabulosa de un mundo ajeno a Europa. Las expediciones a Asia han sido protagonizadas sobre todo por misioneros, en su mayoría franciscanos. Juan de Montecorvino tiene el privilegio de ser el primero en operar como evangelizador en la corte china, hacia 1294. También fray Odorico de Pordenone se enfrenta a un largo viaje con destino a Pekín, de cuyas peripecias deja testimonio escrito. En lo que concierne a España, hay que destacar la misión de la embajada liderada por Ruy González de Clavijo, ya a principios del siglo XV. En este caso el lugar de destino es no ya China sino Samarcanda, ciudad en que se encuentra Tamerlán, el nuevo dominador de Asia Central. Todas estas experiencias europeas en Oriente tienen un carácter minoritario, puesto que no han supuesto ningún flujo migratorio de Europa a Asia o viceversa. No obstante, el hecho de que estos viajes estuviesen a cargo de misioneros y mercaderes prefigura ya el de que estas clases sociales desvelarán nuevos horizontes al Viejo Mundo. Más o menos en la misma época de los viajes a Oriente, los europeos comienzan a cruzar la frontera de las columnas de Hércules, aunque no lleguen a explorar bien las costas africanas, ni a construir asentamientos duraderos. Los navegantes en cuestión proceden del Mediterráneo. Entre los primeros están los hermanos genoveses Ugolino y Guido Vivaldi: en 1291 parten con dos galeras en busca de un camino oceánico para la India; desaparecen sin

18 que se sepa nada de ellos. Durante la primera mitad del siglo XIV se descubren las islas Canarias, gracias a expediciones mixtas organizadas por portugueses y genoveses. Por su parte, los mercaderes catalanes financian el viaje de Jaume Ferrer, quien tal vez alcance la costa de Senegal en 1346. Por último, cabe mencionar el asentamiento de un obispado en Gran Canarias, que permanece desde 1350 hasta 1400, en un prematuro intento de evangelizar el archipiélago por parte de los mallorquines. La vocación de viajeros y evangelizadores de los pueblos de lengua catalana tiene un importante referente literario en Tirant lo Blanc. La novela caballeresca de Joanot Martorell presenta a un verdadero héroe cristiano, que cruza el Mediterráneo y se compromete en la imposible misión de salvar el Imperio Bizantino de los turcos. Incluso después de naufragar en la costa del norte de África su cautiverio no le impide evangelizar a los musulmanes con los que entra en contacto. Las expediciones atlánticas tempranas a las que hemos hecho referencia han tenido, en línea general, poco éxito, debido a una serie de razones prácticas. La navegación oceánica es un gran misterio para los comandantes acostumbrados a moverse en el Mediterráneo. Los barcos utilizados, por lo general galeras a remos, resultan totalmente inadecuados para esa clase de travesías. Finalmente, la financiación, eminentemente privada, de las expediciones no ofrece un respaldo económico y administrativo suficiente como para dar resultados más significativos y duraderos. Aun así estos viajes han tenido cierta utilidad. Han permitido a los europeos familiarizarse con la geografía del Atlántico, y así vencer ese temor reverencial al mar desconocido que se extiende al otro lado de las columnas de Hércules. De algún modo, estas navegaciones han representado una especie de preámbulo al siglo XV, la centuria que llevará a España y a Portugal a abrir el camino (¡los dos reinos casi al mismo tiempo!) hacia las Indias orientales y occidentales.

I. 2. MODERNIDAD Y COLONIALISMO

Cuando se habla de colonialismo es oportuno tener presente un elemento que se suele dar por sentado. El fenómeno del colonialismo pertenece a la modernidad y a Europa. Es el resultado de aquella política expansionista, aparecida entre la Edad Media y el Renacimiento, que tiene en la explotación de los recursos y en la imposición de un determinado sistema social sus principales líneas de acción. Así pues, difícilmente se podría hablar de colonialismo con respecto a las actividades fenicias o griegas en el Mediterráneo: estas “colonias” no eran mucho más que bases para las relaciones comerciales.

19 Los grandes imperios desde la Antigüedad hasta la Edad Media tampoco entrarían en la categoría de imperios coloniales. Por ejemplo, en dos épocas bien distintas la península ibérica ha estado regida por un sistema impuesto por invasores extranjeros; y sin embargo ni la Hispania romana ni el Al-Ándalus musulmán eran colonias de sendos imperios, sino parte integrante de los mismos. ¿Cuál es la diferencia entre la expansión de las civilizaciones antiguas y medievales y el colonialismo moderno? Las monarquías europeas han permitido (a menudo incluso apoyado) el expolio de los territorios que han caído en su esfera de influencia. Los recursos naturales y humanos existen únicamente para el beneficio de la metrópoli: el binomio, simplificado hasta lo esencial, de oro/esclavos representa el motor de la economía de nuestro continente. El otro aspecto en que la actitud de la Europa moderna se desmarca del pasado consiste en la sustancial aniquilación de las culturas autóctonas. Salvo casos excepcionales, los pueblos dominados han tenido que elegir entre convertirse a la religión y al estilo de vida de sus dueños y ser exterminados o marginados. La última de las tres opciones conlleva la exclusión de los derechos más básicos hasta imposibilitar la subsistencia. Ahora bien, estas prácticas de explotación y opresión han sido llevadas a cabo por las administraciones coloniales de los diferentes países europeos de una forma tan sistemática y generalizada como nunca antes. Esto no significa que en el mundo premoderno (dentro o fuera de Europa) no se haya dado ningún caso de explotación indiscriminada o de etnocidio; solo que, desde el siglo XV en adelante, los recién formados Estados europeos han sido los primeros en operar de tal manera, y a conciencia, en los territorios adquiridos. La expoliación de las tierras se explica, en un primer momento, con la necesidad de materias primas para la economía y la sociedad de la metrópoli. Más tarde (sobre todo a partir del siglo XVIII) el principal punto de apoyo pasa a ser el ideal capitalista, promotor del enriquecimiento material de la burguesía emergente (Watt, 1999, 59-60). Entre las causas de los malos tratos propinados por los españoles a los indios se ha apuntado, en primer lugar, la codicia. No es ninguna novedad que el deseo de riquezas lo pueda todo. En cambio, sí es típicamente moderno el hecho de que se subordinen otros valores sociales en aras del beneficio económico. Los conquistadores han sido los primeros en entender que con el oro se puede obtener el honor y los títulos nobiliarios. El dinero “no es solamente el equivalente universal de todos los valores materiales, sino que hace posible también la adquisición de todos los valores espirituales” (Todorov, 1982, 174, traducción mía). Es el nacimiento de una mentalidad atenta a los bienes materiales que abrirá el camino a la sociedad capitalista.

20 La sumisión obligada, que más o menos todas las autoridades europeas imponen a los indígenas, posiblemente tenga su origen en el concepto renacentista según el cual el ser humano puede dominar el mundo que le rodea, incluyendo la naturaleza2 (y a los aborígenes se les considera parte de ella exactamente como lo son los animales o las plantas). El Renacimiento tiene en Europa su desarrollo: no es casualidad que marque el punto de arranque histórico del primer colonialismo. No es imposible que, de la confianza en la ciencia y en el pensamiento de la humanidad europea, haya evolucionado la idea que ve el sistema epistémico occidental superior a todos los demás. Pero una peculiaridad aún mayor del colonialismo reside en su cara más cruel. El traslado del sistema epistémico europeo a otros continentes se ha pervertido en el genocidio y el etnocidio3. La conquista de América es el ejemplo más trágico y el que se podría tomar como referente en el mundo, quizás porque está mejor documentado. Al referirse al exterminio de millones de indígenas en el Nuevo Mundo, Tzvetan Todorov diferencia entre una “sociedad del sacrificio” y una “sociedad de la masacre”. A la primera pertenecen las culturas precolombinas y la europea antes de la Conquista. El sacrificio (incluido el canibalismo ritual) es un asesinato religioso cumplido en el nombre del sistema dominante, casi siempre como evento solemne y en público. La víctima suele ser alguien que no pertenece a la comunidad, pero tampoco tiene que serle muy extraño: se sacrifica un miembro de la tribu vecina, o alguien de un pueblo enemigo. También se podrían considerar sacrificados a los condenados por la Inquisición. Los supuestos brujos y herejes que se mandan a la hoguera, aunque actúen fuera de la ideología oficial, siguen perteneciendo al país que los condena y suelen ser conocidos por sus conciudadanos. La sociedad de la masacre, por otro lado, está representada por la España de la Conquista. En realidad las observaciones de Todorov se pueden extender a toda la historia del colonialismo europeo. La masacre denota la caída de los principios morales, hasta de aquellos mismos principios que determinan la condena de quien se mueve contra el sistema. Se da con mayor frecuencia lejos de la metrópoli, donde es más problemático el respeto de la ley. Por ende está especialmente vinculada con las guerras coloniales. Cuanto más ajenas sean las víctimas mejor, pues se puede asesinar sin remordimientos. La identidad de quien se extermina tiene que ser lejana

2 El concepto al que nos referimos aquí es el antropocentrismo de Giovanni Pico della Mirandola, cuya doctrina tuvo mucho eco en el pensamiento renacentista (Garin, 2006, 123-124). 3 Con el término de etnocidio nos referimos a la aniquilación de una cultura con todo lo que con ésta se relaciona. A un etnocidio no siempre corresponde el exterminio físico (genocidio) de quienes representan esa cultura. Sólo consiste en una serie de acciones orientadas a impedir que se practique una religión, un determinado estilo de vida, una manera de pensar o de llevar a cabo una determinada actividad científica o artística. El resultado es, o debería de ser, la extinción de ciertas formas de pensamiento y conocimiento sin que por ello tengan que desaparecer sus representantes.

21 (en el sentido de muy diferente): rara vez se tiene la curiosidad de conocer a los masacrados, a menudo considerados como seres inferiores. La masacre carece de valor social, con lo cual no tiene nada de ritual ni religioso. Se mata por el placer de hacerlo. Siempre según Todorov, la barbarie de los conquistadores poco o nada tiene que ver con la Edad Media; marca el comienzo de la Edad Moderna porque indica un contraste entre la metrópoli y las colonias, dos lugares con situaciones sociales y morales diferentes (Todorov, 1982, 175-176).

I. 2. 1. Colonialismo: primera fase (siglos XVI-XVII)

El descubrimiento y la sucesiva conquista de América marcan el virtual punto de partida del colonialismo. Los horizontes de la humanidad ya no serán los mismos después de aquel 12 de octubre 1492, puesto que a los ojos de Europa se presenta una nueva realidad cultural. Del contacto con el mundo indígena surge muy tempranamente un debate de carácter filosófico-moral, entre quienes sostienen la inferioridad de los habitantes del Nuevo Mundo, y los defensores de sus derechos como seres humanos. Colón es el primero en relacionarse con esta cultura Otra, pero su pragmatismo y la vigencia de muchos de los esquemas mentales medievales limitan su comprensión de la misma. A los ojos del descubridor, los habitantes del Nuevo Mundo son parte integrante del entorno natural. Al buscar el oro y el reino del Gran Khan, todo lo que encuentra tiene sentido en la medida en que pueda conducirle hasta el objetivo de su viaje. A Colón no le interesa entender la lengua de los indígenas. Es más: no concibe la idea de que los indios tengan un sistema de referencias culturales y perceptivas diferentes al de los europeos. Por ejemplo, no se plantea cuál pueda ser el sentido de la palabra “cacique” para los taínos (en relación con su sistema epistémico); sólo quiere saber a qué palabra castellana corresponde el término. Para él el modelo español es el único posible, pero esto no ha de sorprender. Más significativo es el que Colón se obstine en explicar lo que ve y oye según su sistema de referencia, incluso cuando demuestra claramente no entenderlo. Los indios que lleva consigo, de vuelta de su primer viaje, a la corte de los reyes católicos no son más que curiosidades, al igual que los loros y las plantas de las Indias, desconocidos en Europa. En suma, el descubridor del Nuevo Mundo excluye la comunicación con la cultura autóctona; su deseo de conocer al Otro no se

22 acompaña con una genuina intención de apreciar su mundo, tal vez porque no comparte la misma realidad de referencia4. El tema de la Otredad es de importancia fundamental para nuestro trabajo; uno de los intelectuales que más lo han trabajado es Tzvetan Todorov, quien ha dado aportes fundamentales al debate sobre las relaciones entre europeos e indígenas. En La conquista de América. La cuestión del otro, Todorov identifica tres ejes en los que se desarrolla la relación con el Otro. Existe primero un eje axiológico que lleva a asignar un juicio de valor: el Otro es bueno o malo, está en el mismo nivel de quien juzga o le es inferior. Naturalmente el Yo que habla (casi siempre europeo) se considera ya bueno de antemano. Después influye la acción de acercamiento o alejamiento (plan praxiológico): Yo puedo adoptar los valores y costumbres del Otro; o, en el extremo opuesto, puedo asimilar la otra parte imponiéndole mi modelo de pensamiento (la evangelización obligada es un clásico ejemplo). También es posible permanecer indiferente. En tercer lugar está el eje epistemológico, es decir, el Yo decide conocer o ignorar al Otro. Cada plan admite diferentes grados: entre un juicio extremamente positivo o negativo; entre la completa sumisión del Otro y la total identificación con él; el perfecto y completo conocimiento de su realidad o la completa ignorancia de la misma. Además, a un grado determinado en uno de los tres planes no tiene porqué corresponder el mismo grado en otro. Se puede desconocer una cultura diferente a la nuestra, y aun así apreciarla y respetarla (Todorov, 1982, 225). Volviendo al caso de América, más consideración hacia los indígenas se reconoce en Hernán Cortés. El conquistador de México manifiesta su admiración por el arte y la artesanía de los aztecas, comparándolos favorablemente con los españoles. Su conocimiento general del mundo indígena es bastante bueno; de hecho llega a compartir su vida con la Malinche (hija de un noble azteca y cedida como prisionera a los mayas), lo que le da la oportunidad de aprovechar las tensiones existentes entre el imperio de Moctezuma y los pueblos a él subyugados. Pese a todo lo dicho, el papel que Cortés asigna a los indios sigue siendo el de objetos; en la mejor de las hipótesis los ve como productores de objetos útiles o autores de juegos y espectáculos agradables. En ningún momento el caudillo se interesa por compartir los conocimientos de la cultura azteca, y esto es una lógica consecuencia del no querer conceder al Otro el status de sujeto, capaz de pensar y sentir del mismo modo que el Yo que

4 De ningún modo quiero aquí demonizar la imagen de Cristóbal Colón, ni desmerecer su inteligencia. Al fin y al cabo el navegante genovés no demostró más crueldad que los conquistadores que le siguieron. Tampoco se ha de olvidar su contribución (voluntaria o no) al nacimiento del mito del buen salvaje. Sin embargo es innegable su poca sensibilidad hacia la cultura de los indios, así como su falta de escrúpulos a la hora de esclavizarlos.

23 observa. Cortés, en suma, habla bien de los indígenas pero no a los indígenas, evitando establecer cualquier comunicación con ellos. El principio de desigualdad de los indígenas americanos respecto a los europeos tiene su primera documentación oficial en el Requerimiento. Se trata de un texto dirigido a los jefes de las poblaciones que se van a conquistar, en el intento de otorgar validez legal a las masacres españolas5. Si, después de la lectura de este documento, los indios aceptan el dominio de los conquistadores no se les podrá tomar como esclavos ni hacerles la guerra. De lo contrario los españoles estarán autorizados a subyugarles con la fuerza y a combatirles hasta las extremas consecuencias. A despecho de sus defensores, quienes afirman querer tutelar a los indígenas de los abusos de los soldados, el Requerimiento lleva un evidente principio esclavista. No solamente los indios tienen que elegir entre someterse voluntariamente a los dominadores o ser esclavizados con la violencia; entre ser, en otras palabras, esclavos por las buenas o por las malas. Lo peor, en términos morales, es que a los destinatarios del Requerimiento se les considera inferiores a priori porque son los españoles los que dictan las reglas del juego. Al ser ellos quienes hablan, sin importar lo que opinaran los indios, se da por sentada su posición de superioridad. Los principios contenidos en el Requerimiento se han arraigado en la mentalidad de la España de la conquista hasta el punto de ejercer cierta influencia en los defensores de los indígenas. Al constatar los abusos que los comandantes españoles propinan a los indios, el teólogo y jurista Francisco de Vitoria emprende una primera iniciativa para brindarles algún tipo de protección legal. En Relecciones sobre los indios y el derecho de guerra (compuestas entre 1538 y 1539), el padre Vitoria pone límites a la legitimidad del poder papal: puesto que los indígenas no son, de entrada, cristianos, el pontífice no tiene poder temporal sobre ellos. El hecho de que los indios no quieran reconocer la autoridad religiosa no significa que se les pueda hacer la guerra ni arrebatar sus bienes. La intervención de las tropas es lícita sólo en determinadas circunstancias, como por ejemplo defender las comunidades autóctonas de la tiranía de algún jefe que quiere restablecer la idolatría o los sacrificios humanos; también sería justo atacar a los indígenas si estos impiden a los españoles predicar o practicar la fe cristiana (Vitoria, 1975, 66-67 y 100-101). El principio de base, para Vitoria, es el de la ‘guerra justa’, rechazando aquella arbitrariedad que ocasiona la mayoría de los conflictos con los autóctonos. En todo caso, siguen siendo los españoles los que deciden el significado de la

5 El Requerimiento contenía una versión de la historia humana donde Jesús, padre de la humanidad, había entregado sus poderes a San Pedro, y este último los había pasado a los papas. El Sumo Pontífice Alejandro VI había concedido el Nuevo Mundo a España, con lo cual los conquistadores tenían el derecho y la obligación de apoderarse de las tierras allí situadas y de difundir la fe cristiana.

24 palabra “tiranía”: el hecho de que para ellos el canibalismo y los sacrificios humanos sean prácticas salvajes no quiere decir que lo son también para los indios. Al jugar los españoles el papel de juez en el asunto, la propuesta de Vitoria, por muy innovadora que parezca, no admite una verdadera igualdad entre las dos partes. Entre aquellos que se pronuncian a favor de los conquistadores destaca Juan Ginés de Sepúlveda, autor de un texto cuyo título es ya de por sí elocuente: Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios. Contemporáneo de Francisco de Vitoria, Sepúlveda discrepa radicalmente de las opiniones iusnaturalistas del religioso. Su principal fuente de inspiración es la Política de Aristóteles. Según afirmaba el gran pensador griego, en toda sociedad existían algunos individuos nacidos para mandar y otros para ser esclavos. Tomando este punto de partida, el erudito español hace del principio de jerarquía la base de su pensamiento. Él da por hecho el dominio del bien sobre el mal, de la fuerza sobre la debilidad, del alma sobre el cuerpo. De ahí hasta propugnar la sumisión de la mujer al hombre, y de los siervos a los dueños, sólo hay un paso. El concepto de jerarquía se rige por la dicotomía “superior/inferior”. En palabras del propio Sepúlveda:

Hay otras causas de justa guerra menos claras y menos frecuentes, pero no por eso menos justas ni menos fundadas en el derecho natural y divino; y una de ellas es el someter con las armas, si por otro camino no es posible, a aquellos que por condición natural deben obedecer a otros y rehusan su imperio (Sepúlveda, 1987, 81).

La superioridad de los españoles frente a los indios es incuestionable: al fin y al cabo, como sus antecesores, Sepúlveda identifica sus valores con los valores; y dado que su modelo de cultura y sociedad (el modelo español) es el mejor, es necesario imponerlo a los demás. Cualquier observación que él hace sobre los indígenas está marcada por el prejuicio que los ve como inferiores6. El principal partidario de la igualdad entre españoles e indios es, al menos para el siglo XVI, Bartolomé de Las Casas. Las Casas indica los derechos humanos más básicos como comunes a todos los pueblos y comunidades, independientemente de su religión. Los indios son seres humanos al igual que los españoles, por lo que esclavizarlos y quitarles sus posesiones resulta inaceptable. A los ojos del religioso, los indígenas de América son individuos obedientes y pacificos, poco propensos a enriquecerse y a trabajar. Esta imagen no se aleja mucho de la que tenía Colón, y es muy parecida a la del salvaje desconocedor del

6 Las informaciones que Sepúlveda proporciona a propósito de los indígenas no son de primera mano, ya que están sacadas de la Historia general y natural de las India, por el funcionario colonial Gonzalo Fernández de Oviedo; lo que las priva de interés etnológico.

25 pecado. Las Casas utiliza estas premisas para afirmar que los indios tienen en sí las características de los buenos cristianos. Es oportuno, entonces, completar su “cristianismo a medias” mediante la evangelización. En concreto, su proyecto para evangelizar, y proteger al mismo tiempo a los indios, consiste en encomendar a cada familia de labradores españoles un pequeño grupo de indígenas. Estos trabajarán la tierra junto con los colonos y compartirán las ganancias. De este modo, los indígenas aprenderán a trabajar, mejorarán su calidad de vida y hasta podrían acabar mezclándose con los españoles. Si demuestran ser capaces de cuidar de sí mismos, se les podrá autorizar para que vivan y trabajen autónomamente. Más tarde, alrededor de 1518, esta propuesta es modificada por el propio Las Casas, ya que aboga por liberar a los aborígenes de toda obligación de trabajo al servicio de los colonizadores. Se deberían de reunir en poblados reducidos, bajo el mando de un cacique; eso sí, dichos poblados deberían de estar cerca de algún asentamiento misionero que les proporcionaría adoctrinamiento espiritual, a la vez que protección de cualquier abuso por parte de los españoles. En este caso serían los negros quienes trabajarían la tierra, obviamente a las dependencias de los blancos. Resulta evidente que estos modelos sociales son más bien fruto de idealizaciones, pero de dudosa viabilidad, por no mencionar las opiniones del fraile a favor de la esclavización de los negros (Borges Morán, 1987, 89-90). A la luz de estos elementos, nos damos cuenta de cómo el ideal de igualdad entre hombres se acaba confundiendo con la universalización del cristianismo. La religión de Las Casas determina cuáles son los derechos humanos y las leyes naturales que hacen posible la convivencia entre las personas. El dogma cristiano tiene carácter universal, y si por un lado anula las diferencias de valor entre los europeos y los Otros, por el otro impide al que no es cristiano expresar plenamente su propia identidad. La obra más destacada de Bartolomé de Las Casas es la Historia de las Indias. Sin embargo poca o ninguna información sobre la historia y las culturas indígenas se reseña, ni en éste ni en los otros textos del religioso. Su labor está máximamente orientada hacia la evangelización. Pero proyectar en el Otro el ideal de sí mismo es una manera más de negar su identidad e imposibilitar el conocimiento. La novedad del pensamiento estriba en la identificación del bien con el Otro y el mal con los españoles. La evangelización se ha de llevar a cabo de manera pacífica; es ésta, para Las Casas la forma correcta de convertir a los indígenas (potencialmente buenos cristianos) a la que se considera como la única verdadera religión. A la vez que rechaza la violencia de los conquistadores, que la ejercen escudándose en la evangelización, el dominico está convencido de poseer (él mismo y todos los religiosos)

26 una verdad válida para todos los seres humanos y de tener licencia para imponerla a los que la ignoran. Sobra decir que se trata de un discurso paternalista, que se acompaña a una actitud mental de por sí violenta: la idea de llevar Yo y no los Otros la razón. Así pues, según Las Casas se tiene que colonizar el Nuevo Mundo y someter a sus habitantes, pero sin esclavizarlos7. Su ideal es que el poder espiritual esté por encima del poder temporal, y ¿quiénes, si no los misioneros, podrán liderar mejor la colonización de América? Si la labor colonizadora se realizara así no sólo no se torturaría a los indígenas; también el rey y la mismísima España tendrían mucho que ganar. Pese a las evidentes limitaciones de su pensamiento, Bartolomé de Las Casas ha sido sin lugar a duda el que más ha hecho para defender a los indios de las injusticias de los conquistadores. Durante los últimos años de su vida, ya a mediados del siglo XVI, Las Casas llega a cuestionar el argumento según el que los sacrificios humanos serían una prueba de la inferioridad de los indios. Si su ley les impone el sacrificio es normal que los indígenas lo practiquen; no es justo culpar a los elementos de una comunidad, si estos obedecen a un sistema que está por encima de ellos, por muy execrables que puedan llegar a ser sus normas. Pero el misionero va más lejos cuando afirma que el sacrificio humano no es del todo ajeno al mundo cristiano; la historia bíblica (el sacrificio de Isaac, y muchos ejemplos más) corrobora su tesis. Aunque el dios de los indígenas no es el verdadero Dios, continúa Las Casas, ellos creen que sí lo es, y de buenos fieles le ofrecen el don más preciado: la vida humana. Al afirmar que un dios es verdadero sólo para quien cree en él, Las Casas introduce, con enorme antelación, el prospectivismo, universalizando no ya el Dios cristiano sino la idea misma de divinidad8. Para completar este breve excurso sobre los misioneros españoles que han defendido a los indígenas, es oportuno recordar la figura de fray Toribio de Benavente “Motolinía”. En su Historia de los indios de la Nueva España el fraile ilustra de forma detallada la actividad de evangelización de los indígenas. En ningún momento duda de que la conversión al cristianismo sea algo bueno y necesario puesto que, al erradicar la poligamia, la idolatría y los sacrificios humanos, ha convertido a los indios en perfectos cristianos. Tanto es así que a menudo serían los propios indígenas quienes, al caer en el pecado, pidan ser disciplinados religiosamente (Motolinía, 1985, 243 y 247-250). Evidentemente Motolinía exagera a la hora

7 Como hemos indicado, Las Casas no manifiesta hacia los negros el mismo respeto que hacia los indios. Al menos en un primer momento, ve favorablemente que se esclavice a los africanos. Él mismo posee algunos esclavos, y reprocha que los españoles maltraten a los indígenas de América como si de negros se tratara. Sin embargo, en la Historia de las Indias afirma tener la misma consideración para los negros y para los indios. 8 A grandes rasgos, el perspectivismo se basa en la puesta en relación de cada uno con sus propios valores, en vez de ponerlo en relación con un ideal único y supuestamente universal.

27 de retratar a los autóctonos; el hecho de que alabe tanto los beneficios de la evangelización delata una postura algo más conformista que la de Las Casas. Sus principales méritos son su esfuerzo por conocer a los indios y poder ayudarles mejor (aprende la lengua nahuatl), así como el de abogar por una colonización pacífica, en la que se trate dignamente a los colonizados. Michel de Montaigne reanuda el debate cultural en 1580 cuando, al dedicar un capítulo de sus Ensayos al tema de los caníbales, evidencia cómo cada uno tiende a considerar sus tradiciones, su religión, su gobierno como los mejores. Resulta por tanto muy cómodo tachar de salvajes a todos los que obedezcan a un sistema diferente. Las referencias a las crueldades de los españoles en el Nuevo Mundo quedan patentes a la hora de comparar el canibalismo y los sacrificios humanos con las torturas propinadas por los conquistadores. Mandar a la hoguera a los indios o echarles a los perros para ser devorados, y todo detrás del pretexto de la religión denotan una barbarie genuinamente europea. Es muy probable, sin embargo, que el filósofo francés tenga en mente una imagen idealizada de los indígenas, puesto que los describe como pueblos que no luchan para hacerse con nuevos territorios, y que no necesitan más que para satisfacer sus necesidades naturales (Montaigne, 2005, vol. 1, 267-268 y 272-273). En suma, Montaigne también anticipa el mito del buen salvaje, condenando la maldad y la corrupción moral que los europeos han traído a otras culturas. En España los preceptos de Las Casas surten cierto efecto en el Consejo de Indias cuando, en 1573, se redactan nuevas ordenanzas. A diferencia del Requerimiento, estas ordenanzas condenan la esclavización y la guerra contra los indios, salvo que sean estrictamente necesarias. Los tributos a cobrarles no deberán ser excesivos. Se ha de mantener a los caciques como jefes de sus comunidades, a no ser, claro está, que se nieguen a servir a la corona. No se tendrá que imponer la religión cristiana con la violencia, sino que tendrán que ser los indios los que la elijan partiendo del libre albedrío. Pero todo esto no debe engañar. La finalidad de las autoridades coloniales sigue siendo la de anexionar y someter el Nuevo Mundo como sea. Los nuevos decretos sustituyen la palabra “conquista” con “pacificación”; la construcción de iglesias y la oferta de una educación cristiana a los indios da a entender que los intentos del Requerimiento están aún presentes. Así como las de Bartolomé de Las Casas, también las opiniones de Cortés marcan las normas de 1573. En particular destaca la importancia que se da a la exploración del territorio y a la búsqueda de informaciones acerca de las comunidades autóctonas y sus costumbres. Todos estos datos pueden resultar muy útiles para una mejor explotación de las tierras. Los pioneros de esta táctica, que marca también el origen de la etnología, han sido justamente los

28 españoles. De hecho se considera que a partir de esta década del siglo XVI la conquista es una fase ya concluida; a partir de este período, lo que se lleva a cabo en América es más propiamente una colonización. El trabajo del ejército pasa a tener un papel secundario frente a la cada vez más influyente labor de los religiosos, de los intelectuales y de los mercaderes. Los primeros se encargan de la asimilación cultural, los segundos consiguen informaciones, los terceros se ocupan de los beneficios económicos. Todorov opera una distinción entre ideología esclavista e ideología colonialista. Con la palabra “esclavismo” indica la actitud que veía al indígena como mero objeto, un ser inferior sin uso de razón. La actitud de Cristóbal Colón era ejemplar en este sentido. Aquella manera de tratar a los indios no respetaba su dignidad, y, lo que era más importante, no resultaba provechosa para la corona española. Lo mejor que se pudiera hacer era considerar a los indios no ya como objetos sino concederles el status intermedio de productor de objetos, y tratarlos como tales. En vez de apoderarse de las personas, utilizarlas hasta el completo agotamiento y venderlas, se les permitía crear objetos que multiplicaban las posibilidades de apropiación y de ventas. En esto consistía la ideología colonialista, tal como la evidencia Todorov. Sólo había dos condiciones a cumplir para que esta lógica diera buenos resultados. Los indígenas tenían que permanecer en el estado intermedio de productores de objetos: jamás tendrían que gozar de lo que producían ni llegar al mismo nivel social de los dueños. Asimismo se tendría que cuidar de ellos, ya que cuanto mejor se les tratara más productivos serían. La concepción “colonialista” era más provechosa y efectiva para el imperio. Todorov adscribe dos personajes tan diferentes como Cortés y Las Casas a esta tipología de pensamiento, por la atención que ambos, aunque cada uno a su manera, dedicaron al mundo del Otro (Todorov, 1982, 213-214). Si bien no es tan destructiva como el “esclavismo” la mentalidad “colonialista”, a juicio de Todorov, impide la “comunicación”, es decir el contacto con el Otro en cualquiera de sus formas. Y esto porque a toda colonización subyace una supuesta superioridad de valores, de cuyo principio deriva la imposición de los mismos. Siempre según Todorov,

La cristianización, así como la exportación de cualquier ideología o técnica, es condenable en cuanto esté impuesta, con las armas o de otra forma. Existen aspectos de una civilización que se pueden considerar superiores o inferiores; pero no por ello pueden ser impuestos a los demás. Es más: imponer a los demás su propia voluntad implica que no se les reconoce nuestra misma humanidad [...] (Todorov, 1982, 218).

De ahí surge la violencia, casi siempre vinculada a la colonización. Una aportación es realmente útil si es propuesta y no impuesta. En otras palabras, si quien la recibe tiene la oportunidad de rechazarla o elegir otra opción.

29 Desde su punto de vista, los indígenas han sido despojados de su propia identidad por la Conquista, y las aportaciones culturales o tecnológicas impuestas han servido más bien para llevar a cabo la sumisión con eficiencia, que para mejorar las condiciones de vida de los autóctonos. La introducción de la lengua castellana, que justamente con la Conquista inicia una significativa expansión en el mundo, es ante todo una manera de privar a las poblaciones de su identidad precolombina. Cierto es que ha habido misioneros que se han molestado en aprender las lenguas indígenas (el padre Motolinía es un ejemplo); algunos de estos han traducido al castellano cuentos y tradiciones aztecas o mayas. Pero la idea generalmente puesta en práctica por las instituciones religiosas y administrativas es la de utilizar el español como lengua de cultura y de opresión; las lenguas, las artes y las culturas de los Otros (a veces incluso más antiguas y elaboradas que la nuestra) estaban destinadas a perderse en el olvido de sus propios pueblos, remplazadas por la lengua y el sistema epistémico de los conquistadores. En el mejor de los casos se permitía el uso de las lenguas locales, pero sin otorgarles oficialidad ni prestigio cultural. De este modo se pretendía silenciar el punto de vista del Otro, así como sus memorias acerca de su historia y de la colonización. En lo referente a la conquista de México, los testimonios indígenas han sido rescatados por el antropólogo e historiador Miguel León-Portilla. En Visión de los vencidos se recopilan textos nahuatl en los que se relata la conquista del Imperio Azteca, desde las profecías sobre la llegada de los españoles hasta la caída definitiva de Tenochtitlán. La constante y el principal mérito del trabajo de León-Portilla, aparecido por vez primera en 1959, es el hecho de centrarse en la perspectiva de los indígenas a la hora de relatar la conquista. Merece la pena recordar especialmente la repentina pérdida de identidad de los aztecas, quienes se vieron privados física y culturalmente de su espacio vital. Los versos de los cantares poscortesianos, que León-Portilla brillantemente recupera, resultan muy sugestivos:

¿Adónde vamos?, ¡oh amigos! Luego ¿fue verdad? Ya abandonan la ciudad de México: El humo se está levantando; la niebla se está extendiendo... Con llanto se saludan el Huiznahuacátl Motelhuihtzin, [...] Llorad, amigos míos, Tened entendido que con estos hechos Hemos perdido la nación mexicana (León-Portilla, 1969, 165).

Hablar de colonialismo en los siglos XVI y XVII significa sobre todo hablar de América. Los españoles han sido, con diferencia, quienes más implicaciones culturales han dado al contacto con el Otro. El desarrollo de un largo y articulado debate acerca de cómo

30 tratar con la realidad autóctona denota cierta atención (para bien o para mal) por parte de España hacia los destinatarios de su conquista. Llama la atención, en este sentido, la diferencia entre la colonización del Nuevo Mundo y la de Norteamérica, que se inicia en el siglo XVII. Mientras que los católicos eran propensos a asimilar a los indígenas a su sistema de vida, los protestantes tienden a hacer hincapié en las diferencias y a aislarlos de su comunidad, reservándose los beneficios del cristianismo para sí mismos. Esta actitud, que suele culminar con la aniquilación del Otro, no es del todo extraña a los españoles: el modelo “esclavista” y las ideas de Sepúlveda, que se han citado antes, lo atestiguan. Ambas actitudes niegan la identidad del indígena e impiden la comunicación con él aunque, cabe precisarlo, el colonialismo británico la ha ignorado más que cualquier otro, hasta borrar casi completamente las peculiaridades de los pueblos sometidos. Los españoles, tal vez más que cualquier otro pueblo colonizador, han mantenido una actitud de relativa apertura hacia el mestizaje cultural. Los resultados de esta apertura son en día visibles en la variedad y vitalidad cultural de Hispanoamérica. Resulta muy acertada la afirmación de Arturo Uslar Pietri acerca de este tema. A su juicio, la América hispana es la única parte del mundo en la que el mestizaje es un factor realmente enriquecedor y positivo para la creación cultural y artística. No es, en otras palabras, una marca de atraso o de inferioridad, sino una circunstancia que otorga vitalidad y variedad al desarrollo cultural del continente. Este mestizaje poderoso y fecundo es lo que permite que Hispanoamérica cuente con un panorama original, tanto en lo literario, como en otros sectores de la cultura (Uslar Pietri, 1969, 25). En las letras hispanoamericanas es fundamental el aporte español y europeo; pero no menos destacados son los lugares ocupados por las culturas indígenas y las africanas. Indigenismo y negritud (cada uno en sus regiones geográficas) son parte de la cultura literaria oficial, al igual que las obras de los intelectuales blancos. Esto es mucho menos frecuente en otras partes del mundo, donde la cultura “que cuenta” es casi siempre la del grupo social dominante (ya se trate de los más ricos o más blancos), y generalmente se escribe en una lengua estándar que no admite regionalismos ni jergas minoritarias. Mucho más dura es la opinión de Rafael Sánchez Ferlosio sobre la conquista. Lejos de ver en el descubrimiento del Nuevo Mundo un fenómeno de encuentro e intercambio cultural, el intelectual español considera el contacto entre Europa y América como un «encontronazo». Los europeos que cruzaron el océano estaban impregnados por el espíritu renacentista. Por muy paradójico que parezca, la cultura del Renacimiento carece de aquella carga de moralidad y respeto hacia lo desconocido que era propia del mundo medieval. Por ejemplo, el

31 ya citado Ginés de Sepúlveda, intelectual y renacentista, veía con buenos ojos el sometimiento de un pueblo bárbaro por parte de otro que fuera más culto. El mayor inconveniente de la conquista estriba en que esta se ha producido de forma repentina, sin previo y progresivo acercamiento entre las civilizaciones implicadas. Así pues, el Viejo Mundo y el Nuevo han sido puestos cara a cara en lugar de haberse acercado lentamente, dándose la oportunidad de conocerse uno al otro. Este tipo de contacto no suele traer nada positivo, porque desorienta tanto a los europeos como a los americanos; las diferencias culturales y las disparidades técnicas llaman la atención más que los puntos en común, y más que el hecho de que, europeos o amerindios, todos somos iguales y tenemos nuestra dignidad de seres humanos. El descubrimiento y conquista carecen de aquel conocimiento mutuo que permite un desarrollo armonioso de las relaciones interculturales. Puesto que ha prevalecido la brutalidad, es injusto alabar la conquista como si fuera una hazaña (Sánchez Ferlosio, 1994, 43-44). Total indiferencia han mostrado todos los europeos hacia los africanos. Para las administraciones imperiales África es básicamente una fábrica de esclavos, cuya trata representa una de las páginas más lamentables de la historia de la expansión europea. Los contactos regulares con el continente meridional se inician gracias a los portugueses, aunque los objetivos principales son, en un primer momento, el oro y el azúcar. Pronto, sin embargo, se empiezan a intuir los beneficios derivados del comercio de esclavos. Algunos intentos esporádicos de establecerse en el interior (especialmente en el Congo y Etiopía) no habían llegado a dar frutos, debido respectivamente a guerras intestinas y a reacciones de carácter religioso. Así pues, hasta todo el siglo XVII, el conocimiento de África está limitado casi exclusivamente a las zonas costeras. La trata masiva de los esclavos comienza hacia mediados del XVI, cuando (ya por su extinción, ya por las nuevas leyes que prohiben su esclavitud) la disponibilidad de mano de obra india empieza a menguar. Al contrario que con los indios, la esclavitud de los negros no encuentra una oposición firme por parte de los religiosos. Ni parece que su cultura despierte gran interés entre las personas cultas. Tal vez esto se deba a que el principio de igualdad del que deriva la iniciativa de evangelizar y asimilar a los indígenas americanos es díficil de aplicar a los negros, tan diferentes y tan Otros respecto a los blancos. También hay que recordar que, en el siglo XVI, los contactos con los indios eran algo nuevo, mientras que la existencia de esclavos africanos era una realidad bien conocida y aceptada en Europa, al menos desde el Imperio Romano. Para ganarse la confianza de los jefes locales, los blancos les ofrecen regalos como viejos trajes europeos o bebidas alcohólicas (en general productos de baja calidad) a cambio

32 de oro, marfil, y sobre todo negros. A partir de ahí, la máquina infernal de la trata opera con siniestro orden.

Cada sector era conocido por poseer un tipo determinado de esclavo cotizado en los puertos negreros de Europa y de América. [...] Una vez que las autoridades locales habían dado la autorización para abrir las operaciones, la trata se desarrollaba según un esquema rutinario. Los esclavos traídos del interior o capturados a lo largo de la costa eran amontonados en una especie de almacenes infectos que se denominaban barracones. Alrededor de estos edificios siniestros se desplegaban las escenas infernales de la trata, en especial la separación de las madres de sus hijitos. [...] Inmediatamente, los negros son marcados con un hierro al rojo con las iniciales del propietario en el pecho, las nalgas o el seno. La marca es indeleble. Cuando el cargamento se completa, se producen nuevas escenas de separación: gran número de negros dejan en los barracones a parientes, a esposos y esposas, que aún no han sido comprados. En el momento de abandonar la tierra natal o de franquear la pasarela del barco, sobreviene la desesperación: hay esclavos que aprovechan un instante de descuido para lanzarse al agua y ahogarse; otros se asfixian con sus propias manos. Los demás, afeitados y desnudos, salvo un mínimo taparrabos para las mujeres, echados cuerpo contra cuerpo, a veces colocados «en cuchara», inician la larga travesía. Están tan apretados entre sí que nadan literalmente en un barrizal de sangre, vómitos, y deyecciones de todo tipo. [...] Antes de la llegada, los enfermos, que corrían el riesgo de no poderse vender, y por los que hubiera de pagarse quizá una tasa, eran lanzados al mar; esto sucedía sobre todo con los niños de pecho, más sensibles a las enfermedades. Y antes de ser vendidos en América, los esclavos solían ser cebados adecuadamente e incluso drogados, con el fin de que tuvieran un aspecto sano [...]. Y de nuevo se repetían las escenas de la partida de la costa africana: examen de los ojos, de los dientes, del sexo, de manos y pies [...]. Aun cuando, por fin, el esclavo era comprado por algún amo brasileño, cubano o norteamericano, no terminaba ahí su calvario. Más bien comenzaba el segundo capítulo. Se le privaba de todo derecho. Incluso una legislación relativamente liberal, como el Código Negro de Colbert, consideraba al esclavo como un bien mueble y por ello transmisible o negociable (Ki-Zerbo, 1980, 311-314).

Esta cita, que se comenta por sí sola, describe un fenómeno que se repite infinidad de veces durante casi cuatro siglos. Muy significativos son los efectos a largo plazo del tráfico de esclavos. En África, las regiones más afectadas son las del actual Senegal, Congo y Angola, que, por otra parte, se benefician con la implantación de los nuevos cultivos procedentes de América. El maíz, el tabaco y la mandioca, entre otros, son una mísera contrapartida del expolio humano. El comercio negrero priva las tierras de sus habitantes más necesarios, ya que los esclavos más preciados son hombres y mujeres jovenes en buena salud, eso es, los mejores procreadores y productores, imprescindibles para el progreso de una comunidad. Hay un aumento de la mortalidad, debido a que los niños son separados de sus madres o muertos directamente. Muchas poblaciones africanas se sustentan gracias a la agricultura; las incursiones de los esclavistas las obligan a abandonar sus territorios en busca de nuevos lugares, lo que supone destruir su economía que se basa en la estabilidad y en la permanencia en una zona. Finalmente, la intervención de los blancos infunde la guerra entre las diferentes tribus; guerra ahora más letal, debido a la introducción de las armas de fuego.

33 Los esclavos africanos ofrecen un aporte fundamental a las que luego serán las culturas latinoamericanas y angloamericanas. En este sentido, las mujeres desempeñan un papel fundamental. En número más reducido que los hombres, tienen un fuerte apego a su tierra natal. A la vez que trabajan en las plantaciones o en la casa de sus amos, se hacen portadoras de su cultura de origen entre los demás esclavos; «sus canciones de cuna, sus cuentos, sus danzas representaron durante siglos el único hilo de araña, frágil pero irrompible, que formaba un puente con África» (Ki-Zerbo, 1980, 324). Además de permitir la supervivencia biológica y cultural de los esclavos desterrados, la mujer negra es a menudo también (debido a la escasez de mujeres europeas en las colonias) la amante del amo. El fortalecimiento de la identidad cultural alimenta indirectamente las rebeliones, que ya tenían su razón de ser en los malos tratos propinados por los blancos. Las revueltas culminan, en muchos casos, en el cimarronaje. Los negros fugitivos se reúnen en zonas aisladas y fundan comunidades clandestinas, cuya organización y estructura sigue el modelo africano9. En Asia la situación es diferente. A la llegada de los europeos Asia es en gran parte un “mundo lleno”, en el sentido que tiene su cohesión religiosa y está organizado en una serie de grandes civilizaciones. La China de los Ming, la India del Gran Mogol, el Imperio Otomano o los sultanatos malayos cuentan con civilizaciones cuya ciencia y filosofía no tienen nada que envidiar a los europeos. En consecuencia, la acción colonizadora está limitada sobre todo a la creación de imperios comerciales, y los asentamientos consisten más bien en factorías. La labor evangelizadora es llevada a cabo sobre todo por los católicos, y muy especialmente por los jesuitas. Sin embargo, los resultados no están a la altura de las expectativas, y esto debido básicamente a dos factores. Las poblaciones no están sometidas políticamente, como ha ocurrido en América, sino que siguen estando sujetas a sus propias autoridades. Por otro lado, la evangelización requiere un lento proceso de aculturación con el fin de imponer los hábitos europeos, sus lenguas y sus formas de vestir. Al mantener las civilizaciones asiáticas sus propias estructuras sociales, todo esto resulta imposible. Los portugueses optan por un método de evangelización masiva y superficial, que no da frutos duraderos. No obstante, ha habido religiosos que han intentado evangelizar siguiendo métodos originales. En China, en 1595, se instala el padre Matteo Ricci; adopta las costumbres confucianas y ejerce como astrónomo y cartógrafo en la corte del emperador, hasta obtener el

9 Uno de los ejemplos más destacados es la República de Palmares, en el nordeste de Brasil. Llega a contar con una población de casi 25.000 negros, y tiene su propio sistema económico y judicial. Los cimarrones oponen una fuerte resistencia a los intentos de reconquista de los portugueses. En 1697, un siglo después de su fundación, la guerrilla es aniquilada definitivamente.

34 título de profesor de ciencias del príncipe. Consigue fundar aproximadamente 300 iglesias. La innovación aportada por este misionero consiste en instaurar los preceptos cristianos sin exigir la supresión de los ritos autóctonos. En este caso, el culto de Confucio es una especie de veneración de los antepasados, sin ningún valor religioso. En la India ocurre algo parecido. Aquí el padre Roberto de Nobili opera una distinción entre la doctrina cristiana y las manifestaciones culturales originarias de cada sociedad. La cristianización se realiza manteniendo las tradiciones ya existentes, puesto que éstas tienen una función de cohesión social aun sin reconocerles validez oficial desde el punto de vista religioso (Martínez Shaw/Alfonso Mola, 1999, 75-76). Filipinas es la única región donde la obra de los misioneros ha dado resultados significativos. Se establece un contraste entre el norte del archipiélago, cristianizado muy rápidamente, y el sur, donde los musulmanes se muestran especialmente reacios a la conversión. Los levantamientos del sultán de Magindanao obligan a los españoles a abandonar la misión de Zamboanga a mediados del siglo XVII. Las Islas Filipinas han quedado (y actualmente siguen) divididas entre dos religiones principales: cristianos católicos en el norte, y musulmanes en el sur. Si, en línea general, la influencia cultural europea en Asia ha dejado mucho que desear, en cambio, sí han sido notables algunos aportes asiáticos para los occidentales. Sin el astrolabio y la brújula, habría sido difícil para Vasco da Gama llegar a Calicut; y desde luego, estos inventos “de importación” han permitido que el juego de la expansión y de los adelantos técnicos pasara a manos de Occidente. No obstante, es oportuno recordar algunas influencias que Asia ejerció sobre la cultura europea gracias a la experiencia colonizadora. El tópico de la sabiduría china se ha arraigado mucho en toda Europa y se ha reforzado con las traducciones de las obras de Confucio. Los relatos de los misioneros y viajeros han contribuido a su difusión, junto con las especulaciones de filósofos del calado de Leibniz o Voltaire. Entre las influencias artísticas, quizás la más relevante sea el gusto por la manufactura de las lacas y porcelanas, introducidas por los holandeses desde 1600. Tuvieron tanto éxito que se implantó una producción de objetos al estilo chino y japonés, la cerámica de la Compañía de Indias, específicamente destinada al público occidental. El entusiasmo por el exotismo se ha extendido con la interpretación de temas orientales en la pintura europea y en las decoraciones de palacios señoriales en Madrid, Aranjuez y Capodimonte, entre otros muchos.

35 I. 2. 2. Colonialismo: segunda fase (siglos XVIII-XIX)

El siglo XVIII contempla el paso de la hegemonía de los imperios ibéricos a las nuevas potencias coloniales de Inglaterra, Holanda y Francia. Europa conoce un nuevo crecimiento económico, que se concreta en el aumento de su población, en la multiplicación de los intercambios entre los varios países, en el deseo de conocer el mundo, lo que da lugar a nuevos viajes con finalidades científicas. En la América española la Ilustración se abre camino, aunque lo hace a su manera respecto al Viejo Mundo. Las universidades y la prensa actúan como difusores de las nuevas ideas. Ideas que son tempranamente abrazadas por la población de ascendencia europea, porque alimentan su orgullo criollo. Los avances del urbanismo, el embellecimiento de las ciudades mediante la construcción de obras públicas, nuevos palacios e iglesias, contribuyen a que los grandes centros de la colonia desarrollen cierta autonomía intelectual. ¿Acaso no es la Lima virreinal una de las más bellas ciudades existentes? Y por qué no puede ser Ciudad de México (ya más populosa que la propia Madrid) la “Roma del Nuevo Mundo” (Martínez Shaw/Alfonso Mola, 1999, 180)? La reivindicación de una identidad propiamente americana tiene su máxima representación escrita en las obras de fray Servando Teresa de Mier. En sus numerosos discursos, sermones y tratados, entre los que podemos recordar la Historia de la revolución de Nueva España, Teresa de Mier aboga por la independencia de la colonia mexicana. Para justificar los movimientos independentistas americanos, el fraile se apoya en los ideales de igualdad de derechos promovidos por la Revolución Francesa. Además afirma que los pueblos hispanoamericanos, en su mayor parte descendientes de los españoles del siglo XVI, poco o nada tienen que ver con la España borbónica, por lo tanto sus ambiciones de formar un pueblo soberano son legítimas (Teresa de Mier, 1978, 78-80). La reciente invasión napoleónica en España (el texto de fray Servando es de 1813), al ser una prueba de la vetustez y oscurantismo de la monarquía hispánica, proporciona un argumento más a favor de la liberación de México del yugo español, hecho que se cumplirá definitivamente en 1821. Volviendo al siglo XVIII, la influencia de la Ilustración es evidente en el campo científico. Eruditos como Antonio de Alzate y Eugenio Espejo, autores respectivamente de las Observaciones sobre física, historia natural y artes útiles y de los tratados médicos Memoria sobre el corte de quina y Reflexiones acerca de las viruelas dan muestra de ello. La literatura hispanoamericana enfatiza la belleza del paisaje del continente: esto se observa en la Rusticatio mexicana, texto ilustrado con grabados sobre la flora y la fauna en cuestión, y

36 redactado por el jesuita Rafael Landívar. El Lazarillo de ciegos caminantes, obra de Concolorcorvo, es un libro de viajes a medio camino entre la novela y el reportaje sobre la gente y las costumbres culturales del Perú. Durante el siglo XVIII, el arte barroco colonial alcanza su apogeo, a pesar de que en Europa la tendencia se decante ya por un regreso al clasicismo. Así pues, si bien en Iberoamérica no se han dado innovaciones tales de otorgarle una posición de hegemonía cultural (no tanto en comparación con Europa, cuanto dentro del mundo hispánico), es innegable que ha alcanzado un notable florecimiento estético. En Norteamérica se asiste a la aparición de las primeras personalidades intelectuales destacadas. Benjamin Franklin, editor, científico inventor del pararrayos, y presidente de la America Philosophical Society, representa posiblemente la figura más ecléctica de la Ilustración americana. Junto con él merecen ser citados personajes como John Bartram, quien dirige el primer jardín botánico del continente; Thomas Paine es conocido por ser el autor de una colección de ensayos anticolonialistas, Common Sense, en 1776. Justo en ese año las Trece Colonias consiguen la independencia de Inglaterra. Se trata de un logro de gran trascendencia, y no solamente por ser la primera vez que en América se constituye un estado independiente. El nacimiento de Estados Unidos es visto, dentro y fuera de Europa, como una verdadera revolución. Hasta entonces la crítica al poderío de las monarquías europeas no había tenido más referente que su propio absolutismo regio. La fundación de la república estadounidense representa virtualmente la victoria de la libertad mediante la creación de un sistema político igualmente o más avanzado que la obsoleta monarquía inglesa. Además de ofrecer un ejemplo para las demás colonias, los Estados Unidos aportan a la sociedad europea algunas nuevas ideas vinculadas con la burguesía. Al ayudar esta clase social a tener más conciencia de sus potencialidades, Norteamérica proporciona los presupuestos políticos de la casi inminente Revolución Francesa. La conquista de la independencia induce a los Estados Unidos a buscar su propia identidad en campo artístico. Si en la arquitectura civil y en el diseño urbanístico triunfa el estilo neoclásico, la pintura ofrece intérpretes interesantes. El conocimiento y colonización de las grandes praderas despierta la curiosidad por retratar a los indígenas y sus culturas (Gustave Hesselius es un pionero y retratista de los pieles rojas), así como el interés hacia el encanto paisajístico. En las dos Américas (pero sobre todo en la parte central y meridional) la presencia de los esclavos negros da un enorme impulso económico. En el siglo XVIII en América Latina viven once veces más negros que blancos. Al parecer, Brasil es el país con más esclavos, mientras que en Norteamérica estos son numerosos en las regiones meridionales, debido al clima templado. Su empleo está vinculado con aquellos cultivos rentables, como el algodón,

37 el café o la caña de azúcar. La primera rebelión exitosa se da en Haití, donde, en 1804, Toussaint-Louverture lidera una insurrección que culmina con la fundación de una república negra. Sin embargo, un significativo rescate del grupo afroamericano se produce en el ámbito cultural. El duro trabajo en los campos está acompañado por los ritmos y los cantos que los esclavos han traído de África, y que evolucionará en géneros musicales como el jazz o el spiritual. También pasan al Nuevo Mundo las divinidades de las etnias a las que los esclavos pertenecen. Detrás de los bautizos obligados, siguen viviendo los dioses africanos de la costa atlántica. Es creencia difundida entre los negros que cuando un esclavo muere realiza el viaje de vuelta a su tierra de origen, al otro lado de océano, para juntarse otra vez con sus antepasados (Ki-Zerbo, 1980, 322-327). Pese a todo, la Europa del siglo XVIII empieza a cuestionar la legitimidad de la esclavitud. En Francia se funda una Société des Amis des Noirs, que en 1794 emprende iniciativas legales para proteger a los esclavos de la barbarie de la trata; dicha acción es bloqueada por el entonces consul Napoleón Bonaparte, quien, entre otras cosas, ha adquirido esclavos negros para atender a su ejército. Resultados realmente notables se alcanzan en Gran Bretaña. La patria de la revolución industrial precisa ampliar el mercado para la inmensa cantidad de productos que salen de sus fábricas. En virtud de esto se comienza a ver a los negros no sólo como productores de manufacturas, sino también como consumidores de artículos de bajo coste. De esta manera también los africanos empiezan a entrar en el grupo de los destinatarios de la industria británica. Los resultados son la abolición de la esclavitud en territorio metropolitano, a partir de 1772; la prohibición de la trata en sus colonias, en 1807; y finalmente, ya en 1834, la liberación de los esclavos en todo el imperio. Al mismo tiempo se arman barcos especialmente destinados a atacar las embarcaciones negreras de otros países (Ki-Zerbo, 1980, 315-317). La pérdida de las Trece Colonias es compensada por los avances del Imperio británico en la India. Mientras que China y Japón mantienen una condición de estabilidad política, lo que les permite parar los pies a la ingerencia europea, India atraviesa un período de divisiones internas. Ya desde mediados del siglo XVIII muchas compañías comerciales manifiestan su interés por ella y, con la guerra de Sucesión a la Corona de Austria, se abre oficialmente la disputa entre Inglaterra y Francia por el dominio de la India. En 1763, la paz de París decreta la anexión de la península a los británicos. Aprovechando las escisiones entre los distintos

38 soberanos locales (ocupados en sus guerras sucesorias)10, los ingleses logran penetrar en el interior de la región y extender su influencia hasta el Himalaya. También en África se producen algunos cambios, aunque se habrá de esperar hasta finales de la centuria. Es entonces cuando se inicia el reparto del continente entre las varias potencias de Europa occidental. En el Magreb, las dinastías musulmanas van perdiendo terreno. La segunda mitad del XVIII ve los países europeos poniendo fin, por un lado, a la piratería árabe y a las hostilidades internas, y por el otro imponiendo acuerdos de comercio que les permiten disponer de los recursos naturales. Argel y Túnez, independientes del Imperio otomano, conocen una grave crisis económica y política que las hace caer presa de la ocupación francesa, alrededor de 1830. En África oriental los portugueses siguen luchando contra los jeques y los omaníes. Estos últimos consiguen rechazar a los lusos (cuya presencia, a partir de 1730, queda limitada a unas cuantas ciudades meridionales de Mozambique) y restaurar la independencia política. En el centro del continente, los reinos del Congo y del Monomotapa han sido desmantelados y dominan las provincias negreras del Imperio portugués. Los influjos europeos se concretan también en el “antonianismo”. Se trata de un movimiento profético que aúna el catolicismo importado por Portugal con las tradiciones paganas. En Sudáfrica, los indígenas hotentotes son empujados hacia el norte por la irrupción europea. Al pertenecer la región a Holanda, son los boers los principales protagonistas de la colonización del extremo sur. La gran distancia de la metrópoli y el difícil control por parte de las compañías comerciales animan a los colonos a declarar una ciudad del interior distrito autónomo en 1786, e incluso a proclamar la república en 1795. Sin embargo, la contemporánea ocupación británica de la zona obliga a los boers a desplazarse hacia el norte y el este, enfrentándose con los zulúes y con los propios británicos, lo que acabará desencadenando (ya a fines del siglo XIX) el violento conflicto con Inglaterra. En el siglo XVIII se asiste al desarrollo de un debate muy animado alrededor de los pueblos no europeos, muy especialmente los indígenas de América y las poblaciones de las islas del Pacífico, que se han ido descubriendo justo en el siglo de las Luces. La observación de otras culturas alimenta reflexiones acerca de la validez o no de la cultura europea; tal es el caso del exotismo. El exotismo idealiza las culturas distintas a la propia, sobre todo si aquellas son lejanas y desconocidas respecto a ésta. En su estudio, titulado Nosotros y los Otros, Todorov subraya la paradoja presente en la idea de partida del exotismo.

10 Las principales resistencias anti-inglesas fueron la del sultán de Mysore y la de la Confederación de los Mahratas. El sultán Tippu Sahib fue derrotado y murió en 1799. La guerra contra los Mahratas requirió la movilización de 113.000 soldados británicos y 300 cañones, concluyéndose sólo en 1818.

39 [...] el desconocimiento de los otros, la negativa a verlos tal como son, dificilmente pueden considerarse formas de valorar. Es un cumplido muy ambiguo el de elogiar al otro simplemente porque es distinto que yo. El conocimiento es incompatible con el exotismo, pero el desconocimiento es, a su vez, irreconciliable con el elogio a los otros; y, sin embargo, esto es precisamente lo que el exotismo quisiera ser, un elogio en el desconocimiento. Tal es su paradoja constitutiva (Todorov, 1991, 306).

No se puede apreciar aquello que no se conoce, dictaría el sentido común. Empero, la realidad ha demostrado que esto, en ocasiones, ha sido posible. Ya se ha visto cómo, en el contexto de la conquista del Nuevo Mundo, Las Casas apreciaba a los indígenas aunque no conociera bien sus tradiciones, mientras que Cortés, que sí entendió su cultura, nunca los respetó demasiado. En cierto sentido, Las Casas se había adelantado a la concepción exotista del Otro. El exotismo fundamenta su visión en las dicotomías que coloca uno o varios rasgos de la cultura de pertenencia del observador (generalmente europeo) frente a otros tantos de la cultura observada. Por ejemplo, se compara el salvajismo de una población primitiva con la sociedad de un país europeo, o la simplicidad de las costumbres primitivas con las sociedades complejas del Viejo Mundo. Tal como destaca Todorov, hasta casi todo el siglo XVIII, el exotismo está vinculado con el primitivismo, en el sentido que las culturas admiradas son en su mayor parte aquellas que aparecen como más primitivas11. Pero esto no debe sorprender, dado que a los intelectuales de nuestro continente no les cabe la menor duda de que Europa Occidental cuente con la cultura más desarrollada y más artificial del mundo. Es entonces lógico que, si ven positivamente a los Otros, estos no pueden sino brillar por características opuestas a la nuestra. Este sesgo primitivista es la línea dominante de casi todo el exotismo europeo. Un primer impulso a su nacimiento viene de los viajes al Nuevo Mundo del siglo XVI. La exploración de América había puesto a disposición de los europeos un territorio inmenso en el que se podían proyectar las imágenes de una edad del oro ideal, una especie de Arcadia ya perdida para el Viejo Continente. Recordamos la ilusoria búsqueda del Paraíso Terrenal que hizo Colón en su tercer viaje, así como las observaciones de Montaigne. El descubrimiento de pueblos primitivos comulga con la entonces difundida convicción de que, inicialmente, ha existido el hombre natural y que éste se ha vuelto artificial a medida que iba

11 La variante opuesta del exotismo es la que mira hacia culturas más avanzadas, como por ejemplo la cultura china. De todos modos se trata de un punto de vista frecuente sobre todo a partir del siglo XIX. Entonces las grandes culturas tales como la árabe, la china o la hindú, comienzan a ser vistas con ojos diferentes por parte de los europeos. A raíz del florecimiento de nuevas grandes metrópolis extraeuropeas (Nueva York y Hong Kong son un ejemplo), Europa se siente retrasada en lo que se refiere a la vitalidad intelectual y artística; esto incide en el desarrollo de esta clase de exotismo.

40 evolucionando. Si los salvajes están más próximos a la naturaleza, entonces tienen que ser mejores que los europeos (Todorov, 1991, 307 y 310-311). De este principio arranca el mito del buen salvaje, que se alimenta de las experiencias de las expediciones científicas al Pacífico. Son sobre todo los franceses quienes oponen a los indígenas de los europeos, aunque a esto se acompañe una representación tendenciosamente estereotipada de los primeros. Los salvajes son más o menos iguales entre ellos, ya sean de Norteamérica o de Polinesia. El requisito imprescindible a cumplir es que este conjunto de poblaciones primitivas muestren costumbres y mentalidades opuestas a las de Francia (y por extensión a las de Europa). Todorov menciona, no sin razón, al barón de Lahontan, un viajero que en 1703 ha recorrido las colonias francesas en Norteamérica, publica la relación de su periplo. En ella destaca los llamados Dialogues avec un sauvage, en los que se representan unos diálogos entre el autor y un sabio hurón. Ahora bien, lo que se ofrece en el texto no es tanto una descripción fidedigna de las costumbres de los hurones, cuanto una especie de retrato invertido de la sociedad europea. Una fuerte orientación utopista domina el punto de vista del viajero, con lo cual el encuentro con el Otro acaba siendo un pretexto para decir cómo deben de ser los habitantes del “mundo civilizado”. El mensaje final surge solo: si se elige seguir estos principios de vida y convivencia, todos y cada uno de los individuos que conforman una sociedad saldrán ganando. En otras palabras, los hurones proporcionan un modelo de sociedad física y moralmente perfecta. Lahontan enseña un retrato típico del buen salvaje que estará después presente en muchos textos durante todo el siglo XVIII (Todorov, 1991, 314). En general, las obras sucesivas (y más conocidas) tienen como protagonistas los indígenas de las islas del Pacífico, pero el esquema es el mismo. A los salvajes se les describe con un gran caudal de características y adjetivos positivos, tales como inocentes, dulces, generosos, felices, sanos y un largo etcétera. A los civilizados les corresponden calificativos como corruptos, codiciosos y belicosos. En suma, la relación entre los europeos y los salvajes siempre es de oposición: los primeros viven obsesionados por las posesiones materiales, la guerra y las enfermedades; los segundos gozan de una vida sana y feliz, en paz con sus congéneres, con la naturaleza y consigo mismos. Un ejemplo de todo esto se encuentra en un escrito de Diderot, el Supplément au voyage de Bougainville, que el filósofo redacta justamente para complementar la relación del navegante francés tras su viaje a Tahití. En virtud de la naturaleza ejemplar de los buenos salvajes queda descartada la legitimidad a esclavizarles. Por la misma razón, tampoco es razonable organizar aquellas “misiones civilizadoras” cuyos resultados son harto previsibles.

41 Siendo los indígenas de por sí mejores que los europeos, nada podríamos enseñarles. Cualquier posible contacto entre su civilización y la nuestra se ha de realizar según los principios de reciprocidad. Pero el que más desarrollo y resonancia ha dado al mito del buen salvaje es Jean- Jacques Rousseau. El pensador opone al “hombre civil” el “hombre de naturaleza”. Este último representa una condición más ideal que real del ser humano: el hombre natural no sólo no existe en el presente del siglo XVIII, sino que nunca ha existido, ni presumiblemente va a existir en el futuro. El hecho de existir como ser humano, dotado de capacidades intelectuales y cognitivas, es ya de por sí condición suficiente para salir del estado de naturaleza. El hombre natural no es sino un modelo que identifica un estado ejemplar de la sociedad, útil para entender la sociedad presente. En cualquier caso, aun en el supuesto de que el hombre natural existiera realmente, no sería posible para el hombre civilizado regresar a esa situación, dado que con el progreso la sociedad se ha corrompido (Rousseau, 1985, 67-68). En el Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Rousseau critica el estado de naturaleza porque en él la humanidad desconoce la comunicación entre las personas. No se distingue la virtud del vicio, ni la justicia de la injusticia. Por lo tanto el hombre natural sería algo muy parecido a la bestia. El extremo opuesto está representado por la sociedad europea, dominada por la corrupción y el materialismo. Ninguna de las dos opciones resulta satisfactoria, y ahí se produce una paradoja. Si por un lado la sociedad estropea al ser humano, por el otro ninguna persona que desconozca la sociedad puede definirse ser humano. Entre los dos extremos Rousseau ve un estado intermedio: el estado salvaje. Lejos ya de la bestia, el salvaje no conoce aún la degeneración del hombre civilizado. No obstante, las sociedades salvajes no están en absoluto exentas de defectos, por lo que tampoco es aconsejable regresar a esa condición. En general, Rousseau ve la historia de la humanidad como un proceso de degeneración, puesto que las ventajas de un estado son las carencias del otro. Así pues, el hombre salvaje es demasiado ocioso e indiferente; el hombre civilizado, en cambio, está constantemente obsesionado con el trabajo, el ascenso social, la exigencia de agradar a quien está por encima de él. Las ideas del pensador llegan a contradecirse cuando identificaba los salvajes con los animales (se deja condicionar por los datos etnográficos recopilados por los exploradores), y propugna como

42 ideal un estado inexistente que toma prestados algunos rasgos tanto de la naturaleza como de la civilización (Rousseau, 1985, 87, 99 y 165)12. Entre el siglo XVIII y el XIX Francia se impone como referente intelectual de toda Europa. Aunque Gran Bretaña prime por tener el imperio más vasto, los franceses son los que demostraron mayor lucidez a la hora de tratar las cuestiones que surgen del encuentro con las culturas extraeuropeas. Georges-Louis Leclerc, más conocido por su apellido nobiliario de Buffon, es el autor de una monumental Histoire naturelle, cuyos libros aparecen entre 1749 y 1788. Lo que aquí interesa de este prócer de la ciencia son sus teorías sobre el origen de la humanidad. Su punto de partida es la evidente e innegable diferencia entre el ser humano y los animales, lo que implica la superioridad del primero sobre los segundos. Esta superioridad se basa en el hecho de que el hombre tiene el uso de la razón, de la palabra, experimenta sentimientos y sensaciones. Todos estos rasgos no se aprecian en ningún animal. Incluso, en un primer momento, Buffon afirma que los seres humanos pertenecen a un mismo género, sin importar el color de la piel u otras características físicas. No se puede colocar un hotentote en la misma categoría de un orangután, por mucho que los monos sean parientes próximos de los humanos (Buffon, 1852-58, 23-27). El discurso de Buffon cambia en cuanto se trate de hacer comparaciones entre pueblos diferentes. Los habitantes de las regiones tropicales (eso es, los negros y los amerindios) son tendencialmente indolentes y poco propensos al trabajo. Los indígenas de América, más que los demás, parecen atraer las antipatías del ilustrado porque, al haberse separado de los asiáticos (de los que descienden) han perdido buena parte de los avances de la raza amarilla (Buffon, 1852-58, 45 y 79). En La disputa del Nuevo Mundo, Antonello Gerbi pone debidamente en evidencia los juicios negativos del conde francés sobre el continente americano. El aspecto bruto de la naturaleza y el clima tendencialmente frío húmedo serían la causa de una no bien definida mediocridad de todo lo que concierne a la fauna y a la flora del Nuevo Mundo. Debido a la húmeda frialdad del clima, no existen grandes animales: pone el ejemplo del puma, que es uno de los principales depredadores pero no puede ser comparado, en tamaño y agresividad, con el león. Los indígenas americanos no han sido capaces de doblegar la naturaleza a su antojo; más bien están sujetos a ella porque carecen de esa animosidad que caracteriza los seres de sangre caliente. Por otro lado, sí abundan los animales

12 Es importante no asimilar los postulados de Rousseau al primitivismo. Su rechazo hacia un hipotético regreso a la condición de naturaleza, y, en última instancia, su identificación del hombre salvaje con el animal permiten desmarcar su figura de quienes glorifican el salvajismo (Todorov, 1991, 320-322).

43 de sangre fría, como son los insectos y los reptiles, que además suelen ser de grandes dimensiones. Así que, según Buffon, las peculiaridades climáticas de América dan lugar a la proliferación de una parte del mundo animal, mientras que la otra (incluyendo a los humanos) es débil, sin voluntad y sexualmente impotente (Gerbi, 1982, 7-11). Pero algo mucho más inquietante, sobre todo a la luz de los acontecimientos de los siglos sucesivos, es que Buffon aborrece de manera tajante el mestizaje entre razas diferentes, tanto humanas como animales e incluso vegetales. Aduce que cada especie tiene un lugar en el mundo y debe mantenerlo, so pena que pierda su especificidad y lleve a la confusión universal. Por este motivo, a su juicio, toda criatura fruto de una mezcla de razas distintas está destinada a degradarse hasta la extinción (Buffon, 1852-58, 103). A pesar de afirmar un origen común de todos los seres humanos, Buffon acaba estableciendo una jerarquía en el momento en que ilustra las características de las razas. Así pues, resulta que los blancos son los que han sabido imponerse sobre los demás gracias a la superioridad de su ingenio. Y dentro de la raza blanca, como es de esperar, los europeos son quienes ostentan una cultura más evolucionada, en comparación con los árabes o los bereberes. Los negros serían más aptos para el trabajo físico, ya que su inteligencia no está tan desarrollada como en los blancos (Buffon, 1852-58, 109 y 119). De esta manera Buffon está insinuando que la esclavitud de los africanos es, a fin de cuentas, una consecuencia justa y normal de este principio jerárquico que él está defendiendo. Al conde de Buffon podemos reconocerle un mérito inicial, es decir, la idea de asociar las diferencias entre razas (color de piel, complexión física, textura del pelo) a factores ambientales, y no a un origen distinto de los pueblos. Sin embargo, la introducción de los juicios de valor y de jerarquía que hemos citado eclipsan la tesis sobre la génesis unitaria de la humanidad. Puede que Buffon no haya querido apoyar el sometimiento y los malos tratos hacia los otros pueblos; pero lo cierto es que sus teorías representan un punto de partida para los intelectuales racialistas del siglo XIX. Entre estos destaca Ernest Renan quien, a mediados del XIX, opinaba que los negros, los australianos y los amerindios representaban la raza inferior en sentido cultural. Él suponía que los primeros hombres aparecidos en la tierra pertenecieran todos a estas razas, y que la evolución en algunas regiones hubiese llevado a su eliminación por parte de otras nuevas. Estas razas, identificadas como inferiores, se caracterizaban por su incapacidad de progresar: no eran civilizadas ni civilizables; estaban condenadas a permanecer en estado de “eterna infancia”. La introducción de poligenismo se vuelve aquí evidente, puesto que se niega el origen común de la humanidad, y esto cuestiona los planteamientos básicos formulados durante el siglo de las Luces:

44 La ruptura con el ideal humanista es aquí muy clara: aquello que Rousseau presentaba como el rasgo distintivo de la especie humana, a saber, su perfectibilidad, se niega a una parte de la humanidad; ya no hay unidad en la especie, ni fe en que sea capaz, gracias a su voluntad, de alcanzar metas siempre nuevas; [...] (Todorov, 1991, 133).

Por encima de todas, como era imaginable, se erguían la raza blanca y la semita, cuya perfección se concretaba en su belleza y en el uso del raciocinio. Para Renan estas razas nunca habían conocido el estado salvaje y llevaban la civilización en su sangre, aportando como prueba de ello el hecho de que habían contribuido a la formación de la civilización mundial. En suma, el pensamiento de Renan estribaba en la idea de desigualdad entre los humanos. Los negros existían para servir a los blancos, y este concepto había de aplicarse, so pena de decadencia de la humanidad. En su tratado, titulado L’Avenir de la science, el intelectual ilustra la evolución de todas las disciplinas que conforman el sistema de pensamiento y conocimiento humano (desde la física hasta la filosofía), añadiendo sus previsiones acerca del futuro de cada una de ellas. A la hora de hablar de las religiones salen a la luz sus juicios de valor: en primer lugar, es evidente que las religiones primitivas carecen de profundidad. La razón es que los pueblos menos desarrollados viven en una supuesta espontaneidad; no conocen el sentido del futuro y, por tanto, no tienen conciencia de sí mismos. La cultura islámica representa, al menos en parte, una excepción porque cuenta con una larga tradición que se ha desarrollado durante siglos; a juicio de Renan, el Corán es un texto filosófico que otorga profundidad y consistencia moral a la cultura musulmana. Así pues, el francés diferencia entre religiones organizadas y no organizadas (como si la antigüedad de una doctrina fuera directamente proporcional a su validez y nivel de elaboración). Sobra decir que el cristianismo pertenece a la primera categoría, y los sabios científicos y filósofos que el mundo islámico ha ofrecido a la historia no son suficientes para que Oriente esté a la misma altura del Occidente cristiano. Los musulmanes desconocen aquel racionalismo que es el caballo de batalla de los europeos, y que permite que los saberes se desarrollen de modo libre e independiente de los dogmas religiosos. En definitiva los musulmanes, así como los hindúes, los budistas y los pueblos “primitivos” carecen de una conciencia clara de sí mismos (Renan, 1890, 278-273). La opinión de Renan sobre las demás culturas aparece sintetizada con todo su cinismo en el pasaje siguiente:

La mort d'un Français est un événement dans le monde moral; celle d'un Cosaque n'est guère qu'un fait physiologique: une machine fonctionnait qui ne fonctionne plus. Et quant à la mort d'un sauvage, ce n'est guère un fait plus considérable dans l'ensemble des choses que quand le ressort d'une montre se casse, et même ce dernier fait peut avoir de plus graves conséquences,

45 par cela seul que la montre en question fixe la pensée et excite l'activité d'hommes civilisés (Renan, 1890, 522).

Otro personaje destacado en el marco del pensamiento racialista decimonónico es Arthur de Gobineau. Tal como apunta Todorov, sus tesis son incluso más radicales que las de Renan, insistiendo en la idea de que el comportamiento de las personas está determinado por la raza de origen, y se transmite por la sangre. De este modo, ni la voluntad del individuo ni los intentos de educación podrán hacer nada para cambiar el destino de un pueblo; su mentalidad, sus gustos y sus leyes y códigos sociales vienen determinados de antemano. No hay manera, por lo tanto, de civilizar a los negros, a los amerindios, ni a los australianos porque su naturaleza primitiva terminará prevaleciendo. Los europeos son distintos, siendo la civilización entre ellos un hecho congénito y no adquirido. Aun así se aprecian diferencias dentro de la raza blanca, dado que existen disparidades entre sus representantes. Los proletarios, y en general la clase obrera, no son en el fondo tan distintos de aquellos negros cuya esclavización se ha abolido justo en esos años. Víctimas de una evolución social más retrasada, las clases bajas son, por así decirlo, los nuevos esclavos dentro de Europa. Gobineau, en definitiva, se opone a las teorías de la perfectibilidad ilimitada del ser humano. Hasta la raza blanca, a lo largo de toda su historia, ha conocido altibajos en su progreso (Todorov, 1991, 158-162). El proyecto colonialista del siglo XIX se inspira en el concepto, propio de la Ilustración, de unificación del universo mediante la institución de leyes comunes, y en línea general la homogeneización de la humanidad. Se trata de un ideal utópico, formulado por el matemático y filósofo Nicolas de Condorcet, que fundamenta la concepción del colonialismo decimonónico. La labor de Europa no consiste tanto en ocupar los otros países y someter a sus habitantes, cuanto en incluirlos en un plan universalista orientado a elevar las colonias al nivel de la metrópoli. Las naciones europeas tendrán que borrar el salvajismo del mundo, pero sin recurrir al exterminio; los principios europeos de libertad y razón son los medios apropiados: gracias a ellos los «industriosos colonizadores» acercarán los colonizados a los europeos. Teniendo en cuenta que los salvajes no van a poder civilizarse sin la ayuda de los blancos, está claro que los indígenas están ansiosos por aprender las técnicas agrícolas, el libre comercio y los demás beneficios de la colonización. Entonces no pueden dejar de pedir ellos mismos la intervención europea. La imagen del colonizador pasa de ser la de un conquistador (ejemplo de violencia y destructividad que los ilustrados quieren evitar) para convertirse en

46 algo parecido a un pacificador, cuya sutil influencia va a actuar de guía para esos pueblos “abandonados” (Todorov, 1991, 292-293). Sin embargo la historia nos enseña cuán lejos del ideal ilustrado ha quedado la realidad del colonialismo del siglo XIX, con sus masacres y explotaciones indiscriminadas. Y en realidad ese proyecto idílico resulta paulatinamente ingenuo. Ninguna autoridad de ningún país que decida expandirse querrá actuar según un ideal que anteponga un supuesto interés social colectivo a sus propios intereses económicos. Además, el concepto de universalización del proyecto es claramente etnocéntrico: el modelo al que se pretende homologar a los indígenas es el europeo, mientras que su sistema de origen está considerado como algo extraño. No obstante, estos ideales utópicos de civilización pacífica han gozado de un gran apoyo en toda Europa. Lo mismo se puede decir de las doctrinas de superioridad racial, que han contado con muchos seguidores y teóricos, tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos; han tenido su notable influencia, que ha llegado a constituir las bases morales del Nuevo Imperialismo. Esta etapa del colonialismo, situable entre la séptima década del siglo XIX y el comienzo de la Primera Guerra Mundial, está protagonizada por Francia, Reino Unido y los Estados Unidos, que se lanzan por primera vez al dominio del globo. La característica principal del Nuevo Imperialismo es la extraordinaria competencia entre los países colonizadores: el afán por conseguir “el imperio por el imperio mismo”, agregando nuevas conquistas a las posesiones ya existentes a costa de las potencias rivales. La lucha por el poderío económico se justifica bajo el pretexto de la labor civilizadora, que a su vez estriba en las ideas racistas sobre la supuesta incapacidad del Otro para autogobernarse. África y Ásia Sudoriental son los teatros más importantes donde se desenvuelve la última competición de la Europa colonial.

I. 2. 3. Descolonización (siglo XX)

Si el siglo XIX ha estado caracterizado por el apogeo de las potencias coloniales, el XX ve las colonias de Europa y Estados Unidos conquistar su independencia. Sin embargo, los términos “independencia” y “descolonización” no siempre coinciden. La independencia es un factor sobre todo administrativo: un país que se vuelve independiente consigue su autonomía como entidad política (se le reconoce un gobierno central, una constitución y un

47 sistema legal para sí mismo), sin que ello comporte necesariamente cambios en su estructura social, su sistema económico o su cultura dominante. La descolonización representa algo más. Se acompaña casi siempre con una toma de conciencia, por parte de la población indígena, de su propia dignidad cultural y civil. Los movimientos de independencia están encabezados por líderes pertenecientes a la cultura autóctona (o al menos, que se identifican con ella); el objetivo no es sólo la independencia, sino que se intenta que los habitantes originarios de la tierra, aquellos que han sufrido la opresión de los colonizadores, sean dueños de su propio destino política, económica y culturalmente. La descolonización implica el desmantelamiento del sistema de dominio que la metrópoli ejerce sobre la colonia. Un país puede lograr la independencia sin descolonizarse, pero la descolonización requiere la independencia: para liberarse del yugo colonial es generalmente necesario que la nación se independice primero. A fin de entender mejor la diferencia entre los dos fenómenos, se puede pensar en los países del Norte y Suramérica. En Estados Unidos, Canadá y Latinoamérica los descendientes de los colonizadores eran los artífices y promotores del largo proceso que culminó con la independencia de las colonias correspondientes. El poder ha quedado en manos de la población de origen europeo, que ha establecido un sistema económico-político análogo al de España, Portugal o Inglaterra. Y por mucho que los independentistas se hayan inspirado en los ideales de democracia e igualdad, los indígenas y los negros han seguido siendo dos clases sociales discriminadas, cuyas lenguas y culturas no se han visto reconocidas por el orden establecido, hasta fecha más o menos reciente. En Australia ha ocurrido lo mismo porque los europeos, al considerar los aborígenes inferiores incluso a los indios, han evitado cualquier clase de relación constructiva con ellos. Sudáfrica representa un caso aparte: oficialmente independiente desde 1931, se ha descolonizado de hecho en los años noventa, con la liberación de Nelson Mandela y el fin del apartheid. Se puede hablar de verdadera descolonización para los países del Magreb, el África Subsahariana, algunos países de Oriente Medio y la región comprendida entre la India y el sureste de Asia (incluyendo pequeñas partes del territorio chino). La mayoría de estas regiones pertenecen al Tercer Mundo, aunque algunas de ellas están ahora conociendo un sensible desarrollo y, al menos en el caso de China y de la India, se han convertido en potencias económicas. Los movimientos anticoloniales han tenido mayor intensidad y mejor organización entre las sociedades de más antiguas tradiciones. Así pues, las poblaciones islámicas de Oriente Medio, China y Japón, que cuentan con un sistema estatal elaborado, cuestionan con

48 más eficiencia los modelos sociales introducidos por los europeos. Además el hecho de poseer una cultura antigua y bien arraigada ayuda a mantener alto el orgullo de los colonizados frente a los intentos de descalificación de los colonizadores. Algunos acontecimientos histórico- políticos han alimentado el sentimiento anticolonial en las posesiones europeas. Uno es el triunfo de Japón contra Rusia en 1905; también han llamado la atención los levantamientos de los Jóvenes Turcos de 1908, y la proclamación de la República de China, en 1911. Estos hechos, aparentemente poco importantes para Europa, tienen el valor de demostrar los intentos de modernización autónoma de las colonias (sobre todo las asiáticas), sin aceptar los modelos occidentales. También sirven para demostrar, por si aún fuera necesario, que las poblaciones autóctonas pueden derrotar a los blancos (Sánchez Cervelló, 1997, 16-17). El malestar generalizado entre las poblaciones colonizadas se debe, aparte de la explotación inhumana, a los tratos discriminatorios propinados por los amos y apoyados, directa o indirectamente, por las instituciones. La aculturación, también impuesta desde fuera, empieza a ser cuestionada por aquellas élites nativas que han sido tan cuidadosamente asimiladas a los modelos europeos. El siglo XX ve el regreso masivo de las poblaciones indígenas a sus propias tradiciones culturales, gracias también al surgimiento de algunos líderes ideológicos. A título de ejemplo se podría citar la figura de Gandhi: el líder del movimiento independentista de la India funda su lucha en los principios de la filosofía hindú. En los países europeos el colonialismo sigue teniendo un apoyo muy alto. A pesar de las primeras críticas adelantadas por los socialistas, quienes consideran las colonias una consecuencia directa del capitalismo, la gran mayoría de la población no tiene duda sobre la legitimidad de los imperios. La idea común (y bien consolidada) es que: si la raza blanca tiene una cultura superior y una tecnología más avanzada, ¿qué hay de malo en que su dominio sobre el mundo dure para siempre? Al estallar la Primera Guerra Mundial, las poblaciones indígenas de las colonias son movilizadas como efectivos militares o para ofrecer soporte logístico. Estos individuos desempeñan las mismas funciones que sus compañeros blancos, pero suelen ser peor tratados. La participación en el esfuerzo bélico hace que los indígenas conozcan de cerca los valores por los que han combatido al lado de los europeos: democracia, libertad, igualdad y justicia. Todos estos valores entrarán en sus conciencias y alentarán muy pronto la lucha contra sus dominadores. Otra vez, dos sucesos históricos sirven de ejemplo para todos los pueblos sometidos. En 1916, con el Alzamiento de Pascua, los irlandeses proclaman unilateralmente su independencia de Inglaterra: un hecho de gran trascendencia, porque se trata de una rebelión contra el imperio más grande casi desde el interior de la metrópoli. La revolución

49 soviética de 1917, por otra parte, ofrece argumentaciones contundentes en contra del imperialismo, al tiempo que representa la voluntad de un país imperial de acabar con la explotación del hombre por el hombre (Sánchez Cervelló, 1997, 20-22). Mientras que en África y en Oriente Medio el islamismo es el principal inspirador de los movimientos de liberación nacional, en Asia influyen sobre todo los ideales de la Revolución bolchevique. Al menos en forma teórica, el comunismo propugna la igualdad entre las personas y el derecho de los pueblos a la autodeterminación, poniendo así fin a la discriminación racial y cultural. Las potencias europeas y norteamericanas atraviesan una grave crisis económica a partir de 1920, cuyos efectos se manifiestan en las colonias a finales de esa misma década. Entre 1929 y 1933 los precios de los productos agrícolas caen, y esto perjudica gravemente la economía en las posesiones europeas, especialmente las que se basan en los cultivos. Quedan patentes, una vez más, los fallos de la gestión económica de las metrópolis, lo que favorece que las clases indígenas altas ganen prestigio a los ojos de sus coterráneos. Mientras tanto, el anticolonialismo va lentamente ganando adeptos también en Europa. En Bruselas, asociaciones obreras, grupos socialistas y comunistas fundan, en 1927, la Liga contra el Imperialismo, que cuenta con el apoyo de los independentistas de las colonias. La Segunda Guerra Mundial inflige otro golpe durísimo a la hegemonía blanca en el globo. El Partido del Congreso se niega a ayudar a los británicos si no se concede la independencia a la India. La expansión de Japón a expensas de países como Francia y Estados Unidos desprestigia a los occidentales hasta el punto de que, hasta que cambie el rumbo del conflicto, muchos autóctonos prefieren colaborar con los nuevos invasores. Finalmente, la victoria de la Unión Soviética acrecienta enormemente la reputación, ya muy buena, de la que goza esta superpotencia a los ojos de los pueblos antaño colonizados. La celebración del V Congreso Panafricano, en 1945, representa un evento significativo por la presencia de muchos dirigentes negros, y porque se toman decisiones favorables a la independencia del continente. La reciente independencia de la India, así como las ideas de Gandhi y del socialismo tienen enorme peso en la liberación de África. Sin embargo, la posguerra muestra la ruptura profunda entre la Unión Soviética y los países occidentales; esto afecta al proceso de descolonización, puesto que las ex colonias se ven involucradas en la Guerra Fría. El Pacto de Varsovia tiene generalmente más popularidad que la OTAN, debido a que la Unión Soviética, que lo encabeza, ha derrotado el nazismo y ofrece un modelo político-económico alternativo al capitalismo.

50 No obstante, y para desgracia de los países pobres, la confianza en el modelo socialista acaba siendo defraudada. No sólo muchos de estos países han sufrido dictaduras sangrientas en el nombre del socialismo. En más de una ocasión, territorios y poblaciones del Tercer Mundo han sido teatro de conflictos apoyados tanto por la OTAN, como por la Unión Soviética o China. La Guerra de Corea (1950-53), la de Vietnam (1955-75), o la Guerra Civil de Angola (1975-2002), por citar sólo tres casos, no son más que enfrentamientos entre los dos bloques en el seno de la Guerra Fría. Conflictos locales, en los que dos superpotencias luchan indirectamente derramando sangre ajena. Así pues, las colonias independizadas acaban conformando, en su mayor parte, el Tercer Mundo. Siendo las naciones pobres del planeta las más numerosas, la ONU se convierte pronto en su portavoz, al darles la oportunidad de reclamar sus derechos. Se difunde la impresión de que alineándose con cualquiera de las dos superpotencias, los países pobres saldrán perdiendo, con lo cual los gobiernos empiezan a plantearse la posibilidad de unir el Tercer Mundo en bloques aparte. Ya desde marzo de 1945 se había constituido la Liga de los Estados Árabes, para fomentar la cooperación entre los gobiernos que la componían. El año 1955 marca una fecha importante para las veintinueve naciones que se reúnen en la Conferencia de Bandung. Es la ocasión en que un conjunto de estados, representantes más de la mitad de la población mundial, declara explícitamente alejarse de los dos bloques, pidiendo que las superpotencias no intervengan en los asuntos internos de cada país. Además reclaman igualdad en el trato con las diferentes razas y naciones. Las resoluciones definidas en Bandung surten el efecto de reforzar la autoestima colectiva de los pueblos pobres. Por otra parte, no son igualmente halagüeños los resultados en el campo económico. En 1960 obtiene su independencia la más grande de las colonias africanas: el Congo Belga13. Desgraciadamente se trata de una de las descolonizaciones menos exitosas. La nueva república conoce un largo periodo de guerras y represiones provocadas, en parte por los belgas, que pretenden seguir gobernando indirectamente el país, y en parte por los norteamericanos, quienes asumen el control de los recursos mineros mediante el apoyo a la dictadura de Joseph Désiré Mobutu (Jiménez Fraile, 2010, 12-15)14. La década de los sesenta es relativamente positiva para el Tercer Mundo: casi todas las colonias alcanzan la independencia; la economía mundial conoce un período de expansión.

13 La fotografía que inmortaliza a un congoleño en el acto de robar el sable de ceremonia del Rey Balduino de Bélgica, tomada en la víspera de la independencia, se ha convertido en un icono de la descolonización del continente africano. 14 El uranio utilizado para fabricar las bombas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki procedía de la región minera de Katanga. La presencia abundante de este y otros recursos rentables es el motivo de los intereses extranjeros en Congo.

51 Para indicar algunas fechas importantes, recordamos la cesión de las últimas colonias españolas: Guinea Ecuatorial ve concedida su independencia en 1968, bajo la presión de las Naciones Unidas y de los nacionalistas; el año siguiente España entrega Sidi Ifni a Marruecos. En 1975 se concluye el dominio portugués en casi todas las colonias y protectorados africanos (los más importantes son Angola, Cabo Verde, Mozambique, Guinea Bissau). Sucesivamente los países recién independizados tienen que afrontar la crisis petrolera, que produce el hundimiento de sus economías y el aumento de su deuda externa. La continua precariedad acabará originando el éxodo demográfico hacia Europa Occidental y Norteamérica. Ha tenido gran resonancia internacional la devolución de Hong Kong a la República Popular China, por parte del Reino Unido, en 1997. Siempre en territorio chino, pero en el año 1999, asistimos a la entrega de Macao, hasta entonces perteneciente a Portugal. La renuncia a estas pequeñas posesiones marca el simbólico fin definitivo del imperialismo colonial, si bien es harto conocido cómo este haya sido remplazado por el colonialismo económico. Todavía hoy imperios privados, en forma de empresas multinacionales, explotan las poblaciones y la naturaleza de otros países con estrategias más solapadas pero igualmente inhumanas. En el aspecto cultural, los anticolonialistas ponen en el punto de mira la desculturación. A raíz de su supuesta superioridad, los europeos se han empeñado en erradicar las tradiciones indígenas en casi todas sus colonias. Sus características son generalmente ignoradas por los colonizadores, ya sea voluntariamente o por falta de medios para comprenderlas. El término más utilizado para referirse a esta acción destructiva es el de “etnocidio”, palabra que se puede extender a la gran mayoría de los países víctimas del colonialismo. Una vez conseguida la descolonización, la respuesta a este fenómeno es exaltar las peculiaridades propias del país. Al fin y al cabo, casi todos los movimientos de liberación que han luchado contra la dominación extranjera han esgrimido una historia nacional para apoyar su causa. En otras palabras, descolonizar la historia es un objetivo tan importante como liberar la nación. En cualquier caso, este afán por rescatar su propio pasado ha llevado a menudo hacia idealizaciones poco realistas; se solían recordar sólo los rasgos positivos de una cultura o exagerar la relevancia de sus aportes a la civilización mundial (Miège, 1975, 210-211)15.

15 Es bien conocido el caso del antropólogo senegalés Cheikh Anta Diop, quien sostenía que la civilización egipcia antigua fuera de origen negro-africana, en lo que correspondía a la lengua así como en sus raíces genéticas y su cultura espiritual. Su intento era claramente el de ennoblecer las culturas negras ante los ojos de la humanidad, exagerando los aportes de la civilización africana a la historia mundial. Sus tesis han sido eficazmente contrastadas por los lingüístas y los antropólogos.

52 El esfuerzo de rescatar la herencia propia se complementa con la identificación de valores comunes a todos los pueblos afines: nacen así sentimientos como el panafricanismo y el panarabismo, que quieren dar un referente epistemológico alternativo al occidental. Un ejemplo significativo es el establecimiento del árabe como lengua oficial y de cultura en todo el Magreb. Siempre dentro del mundo árabe, es oportuno recordar la figura del intelectual palestino-norteamericano Edward W. Said. Sus obras nos van a ayudar en el capítulo siguiente. Aquí podemos destacar sus esfuerzos por analizar y superar los estereotipos sobre Oriente Medio: «Orientalismo» es el término que Said usa para designar un sistema de tópicos, prejuicios y representaciones falsas que el mundo occidental aplica a la hora de relacionarse con los pueblos orientales.

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Hemos estimado oportuno realizar este sintético excurso a través de la historia del colonialismo para poner en evidencia las implicaciones culturales del fenómeno. Esto nos ayudará, por una parte, a contextualizar las representaciones de la Otredad en las historias de naufragios que nos corresponden y, por otra, a entender mejor los presupuestos ideológicos que impregnan dichas obras, es decir, la actitud colonial y poscolonial. De este capítulo será fundamental tener presente la secuenciación cronológica del colonialismo y posterior descolonización, ya que esta determina la estructura y el orden expositivo de los próximos capítulos. A grandes rasgos, podríamos dividir la historia del colonialismo en dos partes fundamentales. En la primera, dominada por los imperios de España y Portugal, prima la misión evangelizadora y de aculturación a los cánones europeos. En la segunda, protagonizada por Inglaterra, Francia y, más tarde, Estados Unidos (inicialmente colonizados pero, a partir de cierto momento, colonizadores) se tiende a dar la prioridad a la explotación sistemática de los recursos de las colonias. Obviamente esto no quiere decir que España no haya perseguido sus beneficios económicos, ni que la Inglaterra del siglo XIX no haya impuesto su lengua y costumbres en su imperio. Pero son evidentes unas diferencias en los objetivos que se han propuesto en los dos períodos históricos, así como en las formas de relacionarse con las culturas autóctonas. Finalmente, la descolonización del siglo XX viene precedida por una profunda crisis del poderío europeo sobre el resto del mundo. Esta crisis, acentuada por los desastres de las guerras mundiales, hace que las ambiciones de independencia de las colonias logren

53 imponerse. Lo más importante de la descolonización es que un gran número de civilizaciones, hasta entonces silenciadas por los imperios, han comenzado a hacer oír su voz dando origen, tal como se observará en el último capítulo, a una cultura poscolonial y multicéntrica. No es menos importante el hecho de que el imperialismo colonial es una parte ya concluida de la historia de Occidente. Aparte de ser virtualmente divisible en las tres grandes fases que hemos ilustrado (colonialismo ibérico, colonialismo anglosajón, descolonización), puede ser jalonado de forma clara. El colonialismo tiene sus comienzos en la época de los descubrimientos geográficos y termina entre los años 70 y 80 del siglo XX, periodo en el que las últimas colonias importantes se independizan. Por todo ello, podemos hoy en día mirar hacia los antecedentes coloniales con un mínimo de necesaria objetividad y distancia, lo que nos permite entender la real envergadura (cultural y económica) de esta etapa tan larga de nuestra historia. No se puede decir lo mismo de otros fenómenos actuales, como la globalización y los flujos migratorios hacia los países industrializados. Al tratarse de hechos aún por concluir, solamente el tiempo y los futuros desarrollos pondrán de manifiesto su verdadero impacto en las culturas involucradas, así como la real vinculación con el pasado colonial.

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II. LOS NÁUFRAGOS COMO “AGENTES DEL IMPERIO”

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Del mismo modo que hay una conexión entre las historias de naufragios y los viajes, también es verdad que algunas de ellas guardan una relación con las experiencias coloniales de los países europeos. El hecho de que la expansión de un imperio tenga algo que ver con esos acontecimientos desastrosos, en línea general sinónimo de fracaso, resulta aparentemente paradójico. Un texto que relata un naufragio parecería totalmente inútil para una sociedad colonial, puesto que cualquier europeo que se precie habría de actuar, en tierras lejanas, según un código heredado de su país de origen, lo que implica trasladar el sistema social y el estilo de vida europeo en el nuevo territorio. ¿Para que servirían entonces los naufragios? Es cierto que los desastres marítimos son el reverso de la moneda de cualquier empresa expansionista. Es sabido de sobra que aventurarse hacia otros países conlleva grandes riesgos de accidentes y fracasos. Sin embargo la cuestión tiene raíces más profundas. La actividad colonizadora no conlleva sólo una labor material sino también una manera de pensar con sus propios valores. Tal como se observará a lo largo de este capítulo, la condición de náufrago, siempre y cuando esté relacionada con la actividad colonial, lleva a quien la sufre a adoptar una actitud confirmatoria respecto a su contexto occidental de procedencia. En primer lugar es preciso determinar el valor del naufragio desde la perspectiva del imperio. Es interesante la breve definición de Antonello Gerbi:

El naufragio es la catástrofe que destruye la estructura económica y técnica vigente, sin destruir la vida del supérstite (por hipótesis). Anula su condicionamiento histórico y jurídico, y hace de él un simple ser de naturaleza. Es, por consiguiente, el paso más fácil de la realidad a la utopía, de la Sociedad a la Naturaleza, del Pasado al Futuro (Gerbi, 1978, 301).

56 Partiendo de las palabras de Gerbi uno iría un poco más lejos: afirmaría que el acto mismo de naufragar (en el sentido literal del término navis fragium) representa un simbólico punto de ruptura, una separación entre el superviviente y su sistema epistémico. A fin de cuentas una expedición de conquista o de colonización, un barco negrero, un avión, representan (explícita o implícitamente) las estructuras de pensamiento y conocimiento occidentales. Precisamente estas estructuras, que Walter D. Mignolo evidencia a la hora de hablar del sistema-mundo moderno/colonial (Mignolo, 2003, 61-107), tienen en el colonialismo su traslado a los territorios no occidentales, y en el naufragio su virtual destrucción. Dicho de otra forma, el mundo colonial europeo acompaña al barco que toma tierra en un espacio que no pertenece a Europa. Si la nave se hunde, es muy sugestivo observar cómo los objetos-símbolos del sistema epistémico europeo (armas, libros, vestimentas, entre otros), se dispersan en el nuevo ambiente.

Nuestras chozas que teníamos en estos bajos, en las cuales nos recogíamos, eran de palos y de duelas de pipas, y cubiertas con paños de todas clases y sedas, que el mar echó fuera; y nos acogíamos de seis en seis personas, tanto altos como bajos; y las chozas que teníamos eran cincuenta y seis (Gomes de Brito, 1948, 145)1.

El alejamiento de su sistema-mundo de procedencia implica que el náufrago entre en contacto con un ambiente ajeno al suyo. Mignolo habla de este último utilizando el término Otro: designa un contexto social y cultural que no corresponde al de Occidente. En cuanto tal, todos los que sean parte de este entorno Otro son colocados en una posición subalterna respecto al sistema de pensamiento y conocimiento de Europa. Aquí es necesario un inciso sobre el concepto de Otro. La definición que Mignolo propone es análoga a la que había ilustrado Todorov con anterioridad. Se refiere únicamente a la esfera cultural y humana, es decir a los indígenas que pueden estar presentes en el territorio no europeo y que, por supuesto, tendrán su propia civilización. No obstante yo creo que, al menos en lo que respecta a este trabajo, sería oportuno aplicar la idea de Otro y Otredad también a la naturaleza. En primer lugar no hay que olvidar que el entorno natural extraoccidental no reservó menos sorpresas y problemas a los europeos que sus propios habitantes. Es imposible no considerar, por ejemplo, la exuberancia y la inmensidad de las selvas como parte integrante de la realidad americana. Un aspecto que influyó después, de forma determinante, en el impacto entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Además, si nos

1 Se trata de una cita de la relación del naufragio de la nao Conceição, acaecido en 1555. En 1735 Bernardo Gomes de Brito la incluyó, junto a otras once, en su compendio de historias de naufragios.

57 referimos en concreto a las historias que nos corresponden, los náufragos tienen que enfrentarse a una naturaleza salvaje, lo que representa a la vez un reto para su supervivencia (poniendo a prueba su ingenio y capacidad de adaptación) y una posible fuente de provecho económico (si se consigue dominarlo, el entorno natural puede llegar a ser muy rentable). Volviendo a la definición del mundo de origen del náufrago respecto al contexto del Otro, se podría decir que son las dos caras de la misma moneda. En cierto sentido el sistema epistémico occidental es la cara visible del mundo moderno (entendido como construcción cultural), es decir, lo que se consideraba el punto de irradiación del verdadero conocimiento. Por el contrario la Otredad representa la cara oscura del mismo mundo, en virtud de la posición subalterna que le ha impuesto el eurocentrismo. Como no forma parte de Occidente, el patrimonio epistemológico del mundo Otro está condenado a permanecer oculto, relegado a un ámbito local (Mignolo, 2003, 80 y 82). Esta subalternidad parte de un plan filosófico para extenderse a uno social y político: ya que su sistema de pensamiento y conocimiento se considera inferior al occidental, la única función posible del mundo Otro es de servir a Europa como colonia, proveerla de recursos rentables y someterse a sus códigos legales y sociales.

II. 1. LA ACTITUD COLONIAL

Algunas historias de naufragios plantean un contacto entre el individuo occidental y un ambiente que no es occidental. Dicho contacto lleva a dos actitudes fundamentales posibles, que indicaremos a partir de ahora como actitud colonial y actitud poscolonial. Con el término de actitud nos referimos a una toma de posición del náufrago con respecto al contexto natural y humano que encuentra desde el momento en que pierde su barco. En el primer caso el objetivo es confirmar la supuesta validez del sistema epistémico occidental y, por consiguiente, de la labor colonial. La actitud poscolonial, por otra parte, tiende a cuestionar esos mismos modelos de pensamiento y conocimiento. Ambas posibilidades se concretan en las representaciones artísticas (ya sean literarias, cinematográficas o visuales). En su conocido estudio dedicado al orientalismo, Edward W. Said ilustra la visión de Oriente en la cultura e imaginario occidentales. En realidad muchas de sus afirmaciones se pueden aplicar a un contexto más amplio, tal como es el conjunto del mundo Otro. De su obra voy a tomar prestados algunos conceptos, dado que los presupuestos básicos de la actitud colonial no difieren mucho de lo que Said entiende como orientalismo.

58 El crítico llama «orientalismo» a la imagen que de Oriente (sobre todo el islámico) tenía el mundo occidental. Dicha imagen llegaba a definirse con las representaciones: no sólo en los textos literarios propiamente dichos sino también en la producción memorialística u oficial realizada por viajeros y funcionarios coloniales. Todos esos textos tenían un punto de partida en algunas ideas fijas que veían en Oriente un lugar retrasado, excéntrico, cuyos habitantes, en el mejor de los casos, tendían a ser indolentes y reacios a evolucionar científica y culturalmente. Resultaba pues inevitable y justo que Occidente llevara la luz del progreso para rescatar a Oriente de su innato retraso; esta misión sólo se podía cumplir, obviamente, con la colonización. Los orientales eran, para Europa, inferiores por naturaleza, lo que implicaba que fuera necesario dominarles. Al mismo tiempo los planes de sometimiento querían ser una forma de negarles toda posibilidad de desarrollo autónomo, de acuerdo con la concepción de Oriente como una parte del mundo estática e improductiva fuera del marco colonial. Todas estas premisas son lo que Said denomina “orientalismo latente”; tal como he adelantado, representan el punto de arranque de cualquier imagen de una realidad Otra. Se trata de ideas muy arraigadas en el imaginario europeo de los siglos XVIII y XIX, hasta el punto de tener el carácter de doctrinas. Además estas bases ideales no nacían de un directo y profundo conocimiento de Oriente por parte de Occidente. Los europeos que hablaban del mundo asiático lo hacían desde una posición de distancia y superioridad. El orientalista era más un juez que un conocedor de Oriente, cuyo patrimonio cultural existía en la medida en que él lo ilustraba al público occidental. El orientalismo latente se alimentaba con los estereotipos relativos al Oriente clásico y con las teorías raciales elaboradas por los antropólogos franceses y británicos (Said, 1990, 249-252). Si se amplía la perspectiva de Said, es fácil caer en la cuenta de que lo que él subraya acerca de Oriente se puede aplicar a todo el mundo no occidental. En suma, el orientalismo latente también es la base implícita de la actitud colonial. A partir de esas referencias los intelectuales elaboran cada uno su representación de lo que no es Europa, y casi siempre acaban moldeando una imagen distinta de la realidad. La principal preocupación de los escritores decimonónicos era la manera en que ellos, hijos del Occidente colonial, percibían Oriente. Inglaterra y Francia (Said se refiere únicamente a estos dos países) creían tener pleno derecho a llevar sus culturas y ciencias a Oriente; a raíz de ello las colonias tenían el valor añadido de ser la prueba tangible del éxito de Europa fuera de sus fronteras. Cuanto mejor Occidente conseguía imponerse sobre Oriente, más despertaba Oriente el interés de Occidente. Said denomina a todas estas representaciones exteriores «orientalismo manifiesto»: la representación literaria o visual, así como el sistema jurídico y

59 administrativo, son la materialización de los postulados constitutivos del orientalismo latente. A su juicio, este aspecto del orientalismo es menos significativo que el anterior, porque sólo define el estilo individual de cada autor o la forma concreta de unas ideas; difícilmente se cuestionan los principios de partida (Said, 1990, 254-255 y 265-266). La actitud colonial es una toma de posición que se apoya en la lógica imperialista de dominación y explotación colonial. Si se aplica a la literatura del naufragio se observa cómo, en general, el náufrago intenta dominar el ambiente natural y cultural con el que entra en contacto, poco importa que lo consiga o no. El caso es que trata de imponer el sistema epistémico occidental a una entidad que se sitúa fuera de Occidente. También se pueden adscribir a la actitud colonial aquellos casos en que se ignora expresamente la realidad nativa evitando integrarse en ella; lo mismo ocurre cuando no hay presencia indígena y el náufrago apela a sus modelos europeos para sobrevivir (la fe cristiana o las tecnologías occidentales, por ejemplo). Tal como he indicado antes, el entorno natural ajeno a los blancos participa de la Otredad. De este modo se da lugar a una representación idealizada que configura a los desdichados europeos como héroes cuyo valor y devoción aseguran el rescate de sus vidas y la salvación de sus almas. Pero ¿cuáles son los orígenes de la actitud colonial? Claude Lévi-Strauss, en uno de sus primeros ensayos, Raza e Historia, nos explica que esta postura tiene sólidas raíces psicológicas, presentes en la práctica totalidad de los seres humanos, cualesquiera que sea su cultura. Todos tendemos a repudiar, sobre todo ante una situación inesperada2, las formas culturales (ya sean sociales, estéticas o religiosas) que se alejan de aquellas con las que nos identificamos. En la Antigüedad se utilizaba la palabra “bárbaros” para designar a cualquier comunidad que no se acogía al modelo cultural greco-romano. A partir de la Edad Moderna (por ende, con el comienzo del imperialismo colonial) los europeos han sustituido el término “bárbaro” con el de “salvaje”; pero la actitud de base sigue siendo esencialmente la misma. En ambos casos nos negamos a reconocer la diversidad cultural como un hecho: todo lo que no se ajusta a nuestros modelos de referencia es expulsado del rango de cultura. Sin embargo, al identificar nuestros modelos como cultura y degradar a los demás como salvajismo o barbarie, nos convertimos en lo que intentamos negar. Discriminar, excluir del estado de

2 Con la expresión “situaciones inesperadas” nos referimos a cualquier circunstancia que nos imponga un contacto problemático con otras culturas. La colonización de una tierra poblada por otros es un ejemplo; otro caso, igualmente paradigmático y más contemporáneo, sería una migración masiva que llevara a uno o más pueblos a ocupar el espacio vital de los autóctonos.

60 humanidad a quien aparece diferente es más propio del bárbaro que del civilizado: como agudamente afirma Lévi-Strauss, el primer bárbaro es el que cree en la barbarie. Durante la historia de la humanidad se ha intentado repetidas veces contrarrestar esta actitud tan natural. Recordemos las teorizaciones, propuestas por filósofos y científicos como Rousseau o Buffon, sobre el origen común de los hombres; también las batallas en defensa de los derechos de los indígenas, llevadas a cabo por Las Casas, Motolinía y otros muchos. Aun así, especular sobre la igualdad entre razas y culturas, defender la fraternidad que debería unir todos los seres humanos choca contra la evidencia de que los pueblos son diferentes, física y culturalmente. La humanidad no se mueve en un contexto abstracto, sino en una realidad conformada por hechos definidos en el tiempo y en el espacio (Lévi-Strauss, 1993, 47-50)3. En realidad no hay nada malo en reconocer el hecho de que existen diferencias entre culturas, ni en afirmar que la humanidad está compuesta por etnias distintas entre sí físicamente. Nadie es racista por observar que existen diferencias en el color de la piel, en la altura o en la complexión física de personas procedentes de lugares distintos. Tampoco es racismo hablar de raza blanca, negra o amarilla. La diversidad es la base de la identidad, y negarla significaría rechazar la especificidad de un pueblo o grupo étnico. El error en el que cae el racista (incluyendo antropólogos y científicos como fueron Buffon, Renan o Gobineau) es asociar las diferencias biológicas y culturales a los juicios de valor. Decir, por ejemplo, que los negros en cuanto tales son incapaces de desarrollar capacidades de pensamiento científico o filosófico, sería un craso error (Lévi-Strauss, 1993, 39-40). Y es justamente en este error donde estriba la actitud colonial, junto a otras doctrinas de carácter racistas. En línea general la actitud colonial inhibe la comprensión de la realidad Otra, puesto que opta por someterla. Sin embargo la relación con la colonia es algo más compleja; si volvemos a Said, podemos ver las observaciones que apunta en su otro gran ensayo, Cultura e imperialismo:

Todas las culturas tienden a construir representaciones de las culturas extranjeras para aprehenderlas de la mejor manera posible o de algún modo controlarlas. Pero no todas las culturas construyen representaciones de las culturas extranjeras y de hecho las aprehenden y controlan. Creo que ésta es la diferencia de las culturas europeas modernas. Artistas de finales del siglo XIX como Kipling y Conrad, o incluso figuras de mitad de siglo [...] no se limitaron a reproducir los territorios remotos: los interpretaron y animaron, utilizando las técnicas narrativas, las actitudes exploratorias y las ideas positivistas que podían encontrar en pensadores como Max Müller, Renan, Charles Temple, Darwin, Benjamin Kidd o Emerich de Vattel. En todos ellos se desarrollaron y acentuaron esas posiciones esencialistas dentro de la

3 La edición española aquí utilizada incluye en un mismo volumen el ensayo Raza e Historia y el artículo titulado Raza y Cultura, que retoma en parte el discurso propuesto en el texto anterior.

61 cultura europea que proclamaban que los europeos debían dominar y los no europeos ser dominados. Y los europeos verdaderamente dominaron. [...] Y mientras crecía desproporcionadamente el gran poder europeo, de acuerdo con el enorme imperium no europeo, también crecía el poder de los esquemas que aseguraban a la raza blanca su indiscutida autoridad (Said, 1996, 170-171).

Dentro de este proceso, el papel que se le concede al Otro es el de productor de los bienes y servicios necesarios a la felicidad del dominador. La productividad, continúa Said, “es el significado concreto de la dominación” (Said, 1996, 172-173). No se somete sólo por el gusto de hacerlo: el colonialismo nunca pierde de vista los principios utilitaristas de la rentabilidad. Queda así descartado, una vez más, un real y sincero conocimiento del mundo indígena, debido al afán por mantener esa posición de superioridad. Con su actitud el individuo europeo añora los patrones de origen, es decir el sistema epistémico occidental con todo lo que ello implica. Esto es especialmente relevante en las narraciones de naufragios puesto que dichas obras enfatizan, de forma muy llamativa, el alejamiento de Occidente. El protagonista no cuestiona su identidad de cristiano, blanco y capitalista (según el caso), sino que estas “virtudes” salen fortalecidas del apuro del naufragio. No es casualidad que Robinson Crusoe recupere con creces las pertenencias materiales que había perdido al irse a pique su barco. En línea general, aun lejos de la metrópoli, el náufrago sigue actuando por el bien del imperio y del suyo propio. Tal vez la raíz de este fenómeno se encuentre en lo que Said define como «estructuras de actitud y referencia». Son el bagaje que los occidentales (ya sean náufragos o no) llevan consigo fuera de sus tierras. Este bagaje está constituido por sus países de origen, es decir por la conciencia de pertenecer a una potencia imperial, y en definitiva a Occidente. La metrópoli siempre está ahí y representa el principal (incluso el único, en el caso de los náufragos) referente seguro para los blancos “desterrados”. Al referente de la nación de origen se acompañan unas actitudes orientadas a controlar y gobernar el nuevo lugar, lógicamente en aras del beneficio individual y de la metrópoli. A juicio de Said, se trata de estructuras mentales constitutivas de la identidad europea que están presentes, en mayor o menor medida, en todas las culturas de los países occidentales. Estos esquemas llevan a crear un retrato positivo de la metrópoli: Inglaterra, Francia o España no dejan de aparecer como los lugares más deseables para los blancos que se encuentran lejos de ellos. A Europa siempre le corresponde la supremacía social; las zonas periféricas del imperio o los territorios desconocidos pueden ser apetecibles desde el punto de vista de la explotación económica, pero difícilmente despertarán un interés cultural (Said, 1996, 102-103).

62 Entre todos los europeos existía, y hasta cierto punto sigue existiendo, la convicción de que las culturas de los países occidentales son, de alguna manera, adultas, mientras que las demás resultan infantiles por ser menos evolucionadas. Se trata de una percepción errada del Otro, determinada por la idea de que nuestra civilización occidental (con todas sus culturas entre ellas afines), es mejor que las demás. En virtud de un supuesto mayor desarrollo, las culturas de Occidente son más elaboradas, más profundas, en definitiva más deseables. Claude Lévi-Strauss saca a la luz el valor relativo de estas afirmaciones: no existen culturas adultas o infantiles. Simplemente, cada una ha utilizado su tiempo de forma distinta: por ejemplo, algunas comunidades se dedicaban a desarrollar el conocimiento científico, mientras otras buscaban nuevos caminos en la agricultura. La diferenciación en la evolución a lo largo de la historia de las culturas da lugar a dos tipos fundamentales de las mismas. Por un lado tenemos unas culturas de historia acumulativa: son aquellas que evolucionan de manera progresiva, sumando los inventos y hallazgos que se realizan durante su crecimiento. Por otro están aquellas culturas que no han sabido (o no han querido) sintetizar sus logros técnicos, científicos o intelectuales y encauzarlos hacia un progreso continuo y lineal. Muchas innovaciones, en vez de sumarse a las anteriores, se han disuelto hasta echarse a perder, o se han estancado en formas más o menos arcaicas. La opinión difundida en los pueblos occidentales, al menos hasta finales del siglo XIX, ha sido la de considerar sus propias culturas como de tipo acumulativo; las demás, que normalmente correspondían a los pueblos colonizados, eran de tipo estacionario con diferentes grados de estacionamiento entre cultura y cultura (Lévi-Strauss, 1993, 59-60). Volveremos a la brevedad sobre el asunto de la supuesta superioridad de las culturas acumulativas. De momento es interesante observar las raíces psicológicas de la actitud colonial. A mediados del siglo XX, el etnólogo y psicoanalista francés Octave Mannoni propone una lectura interesante del colonialismo en Psicología de la colonización. Su trabajo marca un hito por cuanto intenta esclarecer los mecanismos psicológicos que están en la base de la discriminación y la explotación de los colonizadores hacia los colonizados. Habiendo vivido en Madagascar, muchas de las observaciones de Mannoni están referidas a los malgaches; no obstante, los fenómenos mentales detectados son universales. Desde su punto de vista, la imagen que los blancos se hacen de los Otros como salvajes primitivos tiene más que ver con sus propias dificultades interiores que con la realidad. Nuestra visión de los indígenas sería errónea porque nosotros, los blancos, estaríamos atribuyendo a los indígenas algún defecto que sería en realidad nuestro. En general, siempre a juicio de Mannoni, todos los humanos adoptan una actitud hacia sus propios instintos; esta actitud, que no tiene

63 fundamentos objetivos, se manifiesta en las formas de ver lo que nos rodea. El entorno colonial, ya sea natural o social, se presta especialmente a ser la encarnación de estas percepciones confusas del subconsciente, tal vez debido a su aspecto tan distinto al nuestro. Dado que sus costumbres (además de su apariencia física) nos resultan extrañas e inquietantes, el indígena a menudo acaba jugando el papel de chivo expiatorio de nuestros vicios imaginarios. Este sentimiento de inquietud se ve amplificado por la lejanía de la metrópoli, ya que, como es sabido, el colonizador ama a su madrepatria pero tiene que salir de ella. El resultado más frecuente es una imagen del Otro como ser bruto o bárbaro. Esta idea se enlaza, hasta cierto punto, con las afirmaciones de Lévi-Strauss, a propósito del contraste entre cultura y barbarie. Desde este punto de vista, el verdadero bárbaro es el que cree en la existencia de la barbarie y la atribuye a los demás. También se puede dar el extremo opuesto: cuando se busca en quien es diferente la inocencia perdida de la infancia, entonces se ven en el Otro características positivas como inocencia, sensatez o sabiduría. En ambos casos estamos ante representaciones falsas, porque se trata de proyecciones del Bien o del Mal tal como los percibiría un niño, es decir, como deseos o miedos. Viernes, los “salvajes” polinesios, Calibán (en la obra de Shakespeare que observaremos en el siguiente capítulo), e incluso el entorno natural hostil o edénico, no serían sino la encarnación de los aspectos de sí mismos que los europeos no han sabido aceptar. En pocas palabras, las discriminaciones racistas operadas por los blancos derivan de unos miedos que el blanco tiene de sí mismo (Mannoni, 1950, 211-215). En cuanto al ejercicio del poder económico, este se funda en el mantenimiento de un bajo nivel de vida en la colonia. Como justamente destaca Mannoni, la diferencia entre explotadores y explotados no refleja exactamente los grupos raciales de pertenencia. En las colonias suelen haber muchos blancos cuyas ganancias son mediocres; y con frecuencia estos blancos suelen ser los que más apoyan las prácticas discriminatorias, o incluso los malos tratos hacia los indígenas. Para enriquecerse no haría falta maltratar a los pobladores originarios de las colonias; más útil sería llevar a cabo algún razonamiento práctico que permitiera sacar el máximo provecho de los recursos disponibles y de las inversiones. Sin embargo, el racismo no radica en la racionalidad humana, sino más bien lo contrario, nace de reacciones instintivas a una situación determinada. Ahora bien, unos europeos abandonan su patria para buscar su fortuna en ultramar. Si se hacen ricos, lo más probable es que vuelvan a la metrópoli. De lo contrario se quedarán en las colonias porque no tienen los medios para regresar, y en todo caso saben que en Europa no les esperará un futuro mucho mejor. En este contexto de sueños fracasados, existe una buena probabilidad de que el europeo discrimine o

64 maltrate a los indígenas. Él sabe perfectamente que, al ser poco más que mano de obra, es explotado por el imperio, lo que debería de acercarle idealmente al Otro. Pero esta posible solidaridad (la mayoría de las veces) es rechazada por los colonos, porque de realizarse echaría abajo la satisfacción psicológica de sentirse superior al indígena mediante el racismo. Maltratar y discriminar a los indígenas significa, en definitiva, actuar contra los propios intereses económicos; sin embargo es la única manera para un europeo defraudado de sentir que tiene algún poder sobre los demás (Mannoni, 1950, 216-218). Después de considerar los presupuestos psicológicos de la actitud colonial, si nos acercamos a la literatura de naufragio, nos damos cuenta de que algunas de sus obras más importantes serían impensables sin la experiencia del colonialismo. No sólo porque les sirve de marco histórico; todas las crónicas españolas y portuguesas de los siglos XVI y XVII, así como el Robinson Crusoe y las novelas decimonónicas están impregnadas de aquellas ideas y esquemas que llegan a conformar la actitud colonial. La principal diferencia entre los textos del colonialismo ibérico y los anglosajones está en el hecho de que los primeros exaltan especialmente la devoción de los náufragos, su identidad cristiana y la importancia de la labor evangelizadora. Los segundos enfatizan sobre todo la capacidad de explotar el territorio y de imponer el estilo de vida europeo al Otro. El colonialimo ibérico y el anglosajón corresponden, cronológicamente hablando, a la primera y segunda fase del colonialismo que hemos observado en el capítulo anterior. Representan las dos vertientes principales en que ha operado Occidente: el dominio espiritual y el dominio material. Para concluir es interesante volver a citar a Walter Mignolo, quien afirma, con razón, que la historia y el conocimiento locales europeos fueron transformados en universales. Europa quería imponer la perspectiva occidental (su manera de ver el mundo) en calidad de diseño global, o sea como único punto de referencia en la epistemología de la humanidad entera. Se hacía, por así decirlo, productora y exportadora al mismo tiempo de los diseños globales (Mignolo, 2003, 77 y 128). Efectivamente, la civilización occidental parece más acumulativa que cualquier otra, debido al gran número de innovaciones técnicas e intelectuales que han pervivido y han evolucionado a lo largo de los milenios. Lévi-Strauss cita la revolución neolítica y la industrial como los ápices de la evolución de la humanidad occidental: en estas dos ocasiones el hombre ha sabido acumular y aprovechar como nunca sus avances, orientándolos hacia un progreso unívoco. Sin embargo el antropólogo belga modera los posibles entusiasmos, puesto que los cambios, ya sean tecnológicos o sociales, pueden darse en cualquier momento y en cualquier lugar del mundo. Que la revolución industrial se haya producido en Europa no es

65 más que una coincidencia; América Latina u Oriente Medio podrían haber sido protagonistas igualmente válidos para este gran fenómeno de florecimiento. Lo que Lévi-Strauss intenta decirnos es que el concepto de progreso no depende del genio de una raza o cultura específica, sino de factores ajenos a la consciencia o voluntad de los hombres. Con lo cual, evidentemente, distinguir entre culturas estacionarias y acumulativas está sujeto al interés de quien opera dicha clasificación. Todos los pueblos cuentan con alguna invención o hallazgo técnico-científico: los dominan, los transforman, a veces los olvidan (en todas las culturas existen tradiciones y conocimientos que se han perdido). Más importante: un mismo invento puede ser utilizado de formas diferentes por otra cultura. Los chinos conocían la pólvora desde antes que los europeos; sin embargo es en Europa donde su uso ha tenido más evolución en el campo bélico. Así pues, que una cultura sea acumulativa o estacionaria es una cuestión que deriva más de los puntos de vista que de unos hechos reales (Lévi-Strauss, 1993, 86-88). Sin embargo, donde Lévi-Strauss asesta un golpe mortal a la presunta supremacía de las culturas occidentales (en cuanto culturas acumulativas) es cuando afirma que, justamente estas culturas, deben su carácter acumulativo a los múltiples contactos que han tenido durante su historia. Los grandes avances en todos los sectores del pensamiento y conocimiento se dan con más frecuencia en aquellas culturas que realizan intercambios con otras. Intercambios que, bien entendido, pueden realizarse de forma voluntaria o involuntaria por medio de relaciones comerciales, migraciones, invasiones o guerras. Sería absurdo considerar una cultura superior a otra: la superioridad implicaría el aislamiento de una cultura respecto a las demás; pero una cultura aislada de las otras nunca podría ser superior puesto que, al cerrarse en sí misma, perdería la oportunidad de crecer y evolucionar. Ninguna cultura está realmente sola; todas, aunque algunas más que otras, han tenido y siguen teniendo contacto con realidades diferentes. La historia nos enseña que la Europa del Renacimiento debe su grandeza al hecho de haber sido el fruto del encuentro entre culturas originariamente bien distintas: el mundo griego, el romano, el germánico y el anglosajón, incluyendo el influjo de los árabes y de los chinos, han acabado conformando la humanidad europea a partir del periodo renacentista. La América precolombina no contaba con la misma variedad. Si bien compuesta por muchos pueblos, estos no eran tan diversificados culturalmente como los del Viejo Mundo; tampoco tenían una historia lo suficientemente antigua como para formar un panorama demasiado variado. Las civilizaciones precolombinas habían conseguido logros importantes, pero aún tenían sus retrasos: la organización social de sus pueblos, incluso de los más avanzados, mostraba escasa flexibilidad; además las categorías sociales más influyentes solían estar compuestas por

66 miembros afines, con una limitada variedad en el tejido social (Lévi-Strauss, 1993, 91-94). La mayor diversificación de las culturas europeas, resultado de miles de años de contactos interculturales, les ha permitido conquistar y cambiar la cara al Nuevo Mundo. En definitiva, la universalidad del modelo epistémico occidental (si realmente la hay) se debe a que Occidente, en su momento, se ha relacionado con otros mundos sabiendo enriquecerse con los aportes externos. En cambio, creer en la universalidad fundada en una supuesta superioridad o pureza cultural de Occidente no sería más que una falacia. La actitud colonial pretende ser universal en virtud de una supuesta superioridad de los valores occidentales. Sin embargo esta universalidad sería sólo ilusoria también por otro motivo. Sencillamente las culturas ajenas a Occidente, en el supuesto de que acepten asimilarse a la epistemología europea, muy difícilmente llegan a ser parte de ella. En otras palabras, el colonizador no suele acceder a compartir su posición privilegiada con el colonizado, incluso si éste acepta de buen grado las aportaciones del primero (Said, 1996, 65). Este razonamiento elitista acaba por limitar la posibilidad de los modelos culturales occidentales de ser asimilados por otros pueblos. Por último, la actitud colonial, lejos de extinguirse con la disolución de los imperios, ha persistido hasta después de la posguerra. Tras abandonar físicamente sus colonias, Occidente ha continuado imponiendo sus patrones de referencias, además de ejercer su influencia en el campo económico. Por muy anacrónica que parezca la actitud colonial, está presente en el Occidente actual, aunque haya cambiado en parte sus formas. Es suficiente observar cómo muchas empresas trasladan sus establecimientos a otras regiones, con tal de encontrar mano de obra más barata y una legislación más ventajosa para su rentabilidad (es la llamada “deslocalización”). El mismo razonamiento se aplica cuando algunos occidentales visitan unos determinados países extranjeros (sobre todo si pertenecen al Tercer Mundo) negándose voluntariamente a aprender cualquier aspecto de su lengua o de su cultura (y a menudo exigiendo ser atendidos en su propio idioma); o incluso cuando ven a la cultura del Otro como una mera curiosidad, que por su bizarría merece ser disfrutada o comprada. Dean MacCannell ha estudiado los efectos del contacto entre culturas en el fenómeno del turismo. Cuando un grupo étnico permite la existencia de otro (generalmente más débil) para fines de entretenimiento, generalmente el segundo pierde su autenticidad cultural. Sus formas étnicas se congelan en un conjunto de estereotipos y tópicos, que poco o nada guardan de su significado socio-cultural original. Este grupo puede llegar a reducir su propia cultura a la condición de producto para vender; a veces puede ser el grupo más fuerte (por tener mayor poderío en el mercado) el que mercantiliza la cultura del otro. Normalmente esto puede

67 ocurrir en un mundo globalizado, donde comunidades diferentes entre ellas, y con distinto poder de adquisición, se ven obligadas a vivir e interactuar en un sistema de libre mercado. Se trata, en definitiva, del sistema económico vigente en la mayor parte del mundo (MacCannell, 1988, 221-222). Dentro de este panorama, las culturas que se reducen a atracción turística o producto comercial sufren una alienación, puesto que se despersonalizan al vaciarse de sus valores verdaderos. La relación que se establece entre el grupo cultural estereotipado y el más fuerte (generalmente compuesto por consumidores y compradores occidentales) es casi siempre desigual y superficial; un caldo de cultivo excelente para la explotación y el engaño. Para dar una idea más clara, lo contrario de esto sería una relación madurada durante años de contacto, basada en intercambios recíprocos, y en relaciones de amistad o de odio. En nuestro caso, en cambio, un grupo étnico se vende, dejando de evolucionar de forma natural; se convierte en una cosa, y aquí estriba su despersonalización, ya que una cultura (con sus valores e ideas que cambian en relación con sus propios representantes y con los demás grupos) es pura humanidad. El grupo se reduce a una imagen estereotipada de sí mismo. El turismo étnico, sobre todo si es un fenómeno de masas, perpetúa, a juicio de MacCannell, las antiguas formas de explotación del colonialismo. El cambio sólo es aparente, porque el pretendido interés por la cultura autóctona sólo es pura fachada que esconde la mentalidad colonialista (MacCannell, 1988, 224-226). El ejemplo del turismo es paradigmático, pero el mismo fenómeno se puede observar en diferentes representaciones artísticas y productos culturales. A título de ejemplo podemos citar la película 300, del director estadounidense Zack Snyder, inspirada en el acontecimiento histórico de la Batalla de las Termópilas. Sin poner en entredicho la espectacularidad y la calidad artística de la obra, son evidentes los estereotipos con respecto tanto a los espartanos, como a los persas. Los primeros aparecen idealizados, como una sociedad justa y plenamente democrática, cosa que en realidad no eran. Los persas, por otra parte, reúnen todos los rasgos del peor de los pueblos invasores y exterminadores que hayan pisado el planeta. Además la representación de los persas muestra una gran cantidad de elementos raros y exóticos, cuya exactitud histórica resulta, por lo menos, dudosa. No es casualidad que el estreno de la película, en 2007, haya provocado controversias en Occidente y hasta indignación en Medio Oriente. En ese periodo las relaciones entre Estados Unidos e Irán eran especialmente tensas, hasta el punto de hacer temer una invasión del país oriental. Este contexto explica, al menos en parte, la representación estereotipada (en concreto una demonización) de los persas, que son implícitamente asociados a los actuales iraníes. El cine y el turismo son sólo dos ejemplos

68 (se podrían encontrar muchos más) de cómo hoy en día se puede poner en práctica un razonamiento que deriva directamente de siglos de colonialismo.

II. 1. 1. De la actitud colonial a la literatura

Es evidente, llegados a este punto, que lo que denominamos actitud colonial es un concepto fundamentalmente abstracto, y de por sí bastante vago. Surge de una postura que condiciona nuestra forma de ver al Otro, y dicha postura arraiga en el subconsciente. Si esta actitud tendencialmente discriminatoria ha pervivido a lo largo de los siglos, siendo aceptada por la gran mayoría de la humanidad occidental, es porque se ha sujetado en una poderosa serie de construcciones culturales que tocan la casi totalidad de los campos del conocimiento humano (desde la jurisprudencia hasta las artes visuales). Se trata de aquellas «estructuras de actitud y referencia» mencionadas por Said: un sistema de ideas, cuya función es la de proporcionar un andamiaje racional a fenómenos de origen irracional, ya que nacen de los instintos. Estas estructuras o sistema de ideas acaban conformando la actitud colonial. El problema es que esta se manifiesta en un sinfin de campos epistémicos. Así pues, se puede dar en la filosofia, en la pintura, e incluso en disciplinas de índole más objetiva como la antropología o la eugenesia. En lo que corresponde a nuestro trabajo, lo que interesa es por qué medio la actitud colonial se concreta en la literatura, en concreto en la literatura del naufragio. Una pregunta, bastante precisa, que cabría plantearse sería: ¿Cuál es el nexo entre la actitud colonial y los textos literarios? Para buscar una respuesta a esta pregunta es necesario echar mano a la teoría del canon literario. Con la palabra “canon literario” se suele designar una lista de obras que han marcado un hito en la historia literaria, cuya lectura suele ser aconsejada. Por una parte, es cierto que el canon impone unos criterios de interpretación y de valoración de la literatura a lo largo de su evolución. Dicho de otra forma, la manera de interpretar los textos nuevos, de considerarlos buenos o malos, depende de los modelos que hemos recibido por las obras maestras. Por otro lado, los modelos estéticos y de conducta cambian constantemente, y lo que en un periodo se considera excelente o ejemplar, en otra época puede resultar lamentable. En este sentido, la utilidad del canon es muy relativa. No es conveniente tomar las obras que lo componen (sobre todo si estas pertenecen a épocas muy distintas de la actual) como modelos estéticos o morales. Wendell V. Harris indica acertadamente cuál es la verdadera utilidad del canon literario:

69 Otra función del canon es proporcionar lo que se considera el conocimiento cultural básico para interpretar los textos del pasado, ver los temas actuales con perspectiva histórica y orientarse en los logros estéticos, cambios sociales y políticos y debates filosóficos que han durado siglos (Harris, 1998, 51).

Tener unas coordenadas que permitan orientarse en la evolución estética y social de las letras es imprescindible para cualquier intelectual. El canon literario desempeña esta función orientadora. Al fin y al cabo, los escritores que han tenido el privilegio de entrar en el canon lo han conseguido porque han mirado hacia algún autor canónico, bien con la intención de seguir sus huellas, bien con la de criticarle (Harris, 1998, 50-53). Si bien se puede hablar de obras canónicas, se suele organizar el canon literario por autores. Por ejemplo, Dante ocupa un lugar fundamental en el canon occidental, aunque la importancia y la influencia de un texto como De vulgari eloquentia no son en absoluto comparables con los de la Divina Comedia. El motivo por el cual el canon se rige por autores más que por obras estriba en la función de modelo de los propios autores, una vez estos son canonizados. Los escritores que buscan sus modelos en el pasado por lo general identifican dichos modelos con los autores, no con los textos. Además, el canon tiene una función educativa (suele determinar lo que se estudia en la escuela y en la universidad); como la creación literaria refleja sensaciones y pensamientos humanos, el contenido de cualquier obra depende de su autor. Entonces, no ha de sorprender que la historia de la literatura se ordene por autores (Gumbrecht, 1998, 71). Al fin y al cabo sigue el mismo patrón el estudio de las otras expresiones de la creatividad humana, como el arte y la música. Sin embargo, el canon literario no es precisamente una invención de tipo democrático. El acceso a él, así como las pautas para interpretar las obras que lo componen, están controladas por las instituciones culturales, entre las que destaca la universidad. Como subraya Frank Kermode, las comunidades académicas (cuyos referentes son, por ejemplo, el MLA o los departamentos de literatura de las universidades más prestigiosas) deciden qué autores contemporáneos pueden llegar a entrar en el canon, si algunos autores ya canonizados deben ser excluidos de la lista, y cuáles son las normas que un crítico ha de seguir a la hora de estudiar las obras, si quiere que su trabajo sea aceptado como actividad científica. Las instituciones académicas establecen, asimismo, quién está capacitado para realizar la labor científica e interpretativa, y lo hacen mediante la concesión de títulos oficiales como los de licenciado, máster o doctor. Las obras literarias (ya sean parte o no de un canon) están al alcance de cualquier lector; pero solamente el lector titulado (cuya formación y actividad haya sido reconocida por la institución académica) dispone de las herramientas y de la autoridad

70 necesarias para que su interpretación sea digna de consideración. La opinión del lector no titulado carece de interés ante la institución (Kermode, 1998, 92-93). Si la formación del canon y sus posibles cambios dependen de las instituciones, entonces es evidente la conexión entre el canon y el poder. Este vínculo ha generado posturas muy diferentes hacia el propio canon literario. Hay críticos que lo defienden, en cuanto parte importante de la identidad cultural de un país, o de un grupo de países. Otros lo cuestionan porque ven en él una limitación a la libertad de expresión artística. En el segundo grupo figuran críticos que pretenden abrir el canon a aquellos escritores pertenecientes a comunidades silenciadas por la cultura oficial. Autores que, con sus obras, se han hecho portavoces de minorías étnicas o sexuales, y cuya calidad literaria les hace merecedores de canonicidad (Sullà, 1998, 11-12 y 16). Componen este grupo heterogéneo los representantes de las literaturas marxista, feminista, homosexual, afroamericana y poscolonial, entre otras. Las posturas críticas hacia el canon literario nos interesarán más adelante. En este capítulo nos ocuparemos de aquellas obras que, al estar imbuidas de actitud colonial, apoyan la actividad del Imperio y, por lo tanto, se sitúan más o menos cerca del canon literario. El primer bloque está compuesto por obras que se refieren al colonialismo ibérico. La Historia general y natural de las Indias es una de las crónicas más completas sobre la conquista del Nuevo Mundo, y se terminó de escribir en 1548. El autor, Gonzalo Fernández de Oviedo, estaba considerado el cronista oficial de la Conquista. Se trata de un texto monumental, constituido por cincuenta libros, cuya redacción se basa en una intensa labor documental. Los acontecimientos relatados han sido escuchados de boca de los testimonios reales o, en su defecto, Oviedo ha recurrido a las crónicas oficiales de los mismos. La otra obra importante es la del historiador peruano Inca Garcilaso de la Vega, los Comentarios reales. El Inca Garcilaso es el primer autor de una historia del Perú nacido en la colonia. Además es hijo de un oficial español y de una mujer inca de noble linaje. Se juzga, por unanimidad, su texto como un referente para conocer la historia del imperio inca hasta su caída. La naturaleza y la importancia de estas dos obras influyen en las historias de naufragios que nos ocupan, si bien estas son parte integrante de aquellas, mantienen una autonomía narrativa respecto a los textos que las enmarcan. Volviendo a Fernández de Oviedo y al Inca Garcilaso, posiblemente resulte excesivo introducirlos dentro de un canon literario general. Pese al innegable valor documental de sus trabajos, cabe destacar que los dos intelectuales se acogen a los modelos de la historiografía latina. Las obras muestran poca originalidad en lo referente a su estructura y organización, aunque siguen siendo dos referentes en la incipiente literatura del Nuevo Mundo. Lo más apropiado sería incorporar a ambos autores a un canon

71 específico, como podría ser el latinoaméricano. Merece un juicio más severo la obra del portugués Bernardo Gomes de Brito, Historia trágico-marítima. Esta recopilación de crónicas de naufragios sigue la estructura de cualquier compendio de relaciones que se hubiera podido escribir en el siglo XVI. La diferencia con las obras del siglo XVI, y en definitiva lo que le resta originalidad, es el hecho de haber sido redactada en 1736. Para entonces ya se estaba difundiendo Robinson Crusoe; la literatura en general, y la de naufragio en particular, iba por nuevos caminos. Gomes de Brito y su obra satisfacen un interés sectorial, pero no son en absoluto susceptible de canonización. El segundo grupo de textos cuenta, en primer lugar, con Robinson Crusoe. De entre los autores escogidos, Daniel Defoe es el único que entra de pleno derecho en el canon. La literatura de naufragio cambia a partir de la aparición de Robinson. La novela proporciona un nuevo modelo de historia de naufragio: el del ingenioso portador de los valores de la Ilustración, que consigue imponerse sobre la naturaleza y la barbarie del indígena. El náufrago británico encarna tanto los ideales dieciochescos, que su aventura literaria es escogida como lectura fundamental por Jean Jacques Rousseau. Más allá de sus contenidos didácticos, la popularidad del personaje literario pervive desde 1719, año de su primera aparición, hasta la actualidad, debido a que la literatura, el cine y la televisión han repropuesto la figura de Robinson, a veces modificándola respecto al original, pero siempre manteniendo vivo el interés del público. Por todo ello, Daniel Defoe y Robinson Crusoe figuran en el canon, no sólo de la literatura inglesa y de naufragio, sino en la de todo Occidente. Las dos siguientes novelas son El robinson suizo, escrita en 1812 por Johann Wyss, y La isla de coral, de Robert Michael Ballantyne, publicada en 1858. Vale para ellas lo que hemos dicho sobre la Historia trágico-marítima. Ambas obras suelen adscribirse al género de la novela de aventuras. Lo cierto es que los dos textos muestran fuertes influencias de Robinson Crusoe, lo que no hace sino confirmar el valor canónico de Defoe. A diferencia de la obra maestra, las novelas decimonónicas carecen de implicaciones filosóficas y didácticas; simplemente modifican la historia original (Wyss nos muestra una familia de náufragos, mientras que Ballantyne centra la trama en tres jóvenes que llegan a una isla desierta). Lo que se echa en falta es la originalidad en los acontecimientos, así como una mayor elaboración psicológica de los personajes. Evidentemente Defoe había establecido un modelo de éxito, útil para todos aquellos narradores que querían vender sus obras. Muchos críticos académicos son reacios a considerar la novela de aventura como objeto de estudio, debido a que se trata, en la mayoría de los casos, de simple literatura de entretenimiento. Wyss y Ballantyne suelen caer en esta categoría y, no sin razón, se ven excluidos del canon literario.

72 II. 2. EL COLONIALISMO IBÉRICO

Páginas atrás, hemos mencionado a Edward Said. Uno de los principales límites de su obra crítica radica en no considerar mínimamente el siglo XVI, en concreto el período relativo a los imperios español y portugués, como una etapa fundamental de la historia colonial. Sin embargo la época de los descubrimientos geográficos y la sucesiva colonización de los nuevos continentes representan los albores del colonialismo y de la edad moderna. Entre la segunda mitad del siglo XV y la primera mitad del XVI se asistió a la expansión de la epistemología europea en el globo, lo que determinó el origen del occidentalismo como eje del sistema- mundo moderno/colonial. Tal como apunta Walter Mignolo, la imposición de Occidente más allá de sus fronteras es la conditio sine qua non del orientalismo, puesto que el segundo es consecuencia directa del primero. Recordemos que el orientalismo es el imaginario formulado por Europa con respecto a Oriente (por extensión, a todo lo que no era Europa), y que emergió a partir del siglo XVIII. Ahora bien, el surgimiento de esa representación del Otro está en el Renacimiento, en particular en el hecho histórico de los descubrimientos geográficos y en las naciones que los fueron englobando entre sus posesiones. España y Portugal fueron los países fundadores del colonialismo moderno. Según evidencia Mignolo, las riquezas procedentes de las Indias Occidentales transformaron las relaciones entre los reinos ibéricos (que eran ya imperios) y el resto de Europa: dieron vida a un circuito comercial que involucró primero todo el continente y más tarde, con la expansión de Inglaterra, Francia y Holanda, el mundo entero (Mignolo, 2003, 117 y 120). Al hilo de lo que Mignolo afirma, podríamos añadir algunas observaciones más. El conocimiento de nuevas tierras y mares, junto con el oro, la plata y los productos que llegaron a Europa desde las colonias ibéricas surtieron un doble efecto. De un lado conformaron la cultura occidental tal como la conocemos ahora, y, ampliando los horizontes epistemológicos, permitieron que el Viejo Mundo se hiciera con todo el orbe. Por otra parte fueron a la vez el sostén económico y el aliciente psicológico para las demás naciones europeas que se harían a la mar después. En definitiva, la conquistas de España y Portugal permitieron que se constituyera el occidentalismo, o sea aquel imaginario englobador con que Europa pudo alternar con las culturas de los Otros e imponer su modelo epistemológico en todo el planeta. El imperialismo ibérico tenía en la labor evangelizadora uno de sus puntos fuertes, de hecho los misioneros

73 iniciaron el proceso que iba a convertir el catolicismo en diseño global (Mignolo, 2003, 120 y 122)4. A la hora de hablar de Latinoamérica, desde luego la entidad más importante de la experiencia imperial hispano-portuguesa, Mignolo la define como una extensión de Occidente, con lo cual ésta no representaría más que una diferencia dentro de la mismidad, y no la Otredad respecto a Europa.

Es cierto, tal como sostiene Said, que Oriente se convirtió en una de las imágenes recurrentes de la alteridad europea después del siglo XVIII. Occidente, sin embargo, nunca fue la alteridad de Europa sino la diferencia en el seno de la mismidad: las Indias Occidentales (tal como se desprende de su propio nombre) y América Latina (en Buffon, Hegel, etc.) fueron el extremo de Occidente, no su alteridad. América, a diferencia de Asia y África, formaba parte de la extensión de Europa, y no su diferencia (Mignolo, 2003, 121).

A nuestro juicio esta afirmación es cierta sólo en parte. Sí es verdad que Latinoamérica es el resultado del traslado de pueblos, culturas y conocimiento europeos en el Nuevo Mundo, aunque estos se han modificado a raíz del contacto con un ambiente tan peculiar. Tampoco se pueden ignorar los modelos de progreso y revolución, también de procedencia occidental, que impulsaron enormemente los movimientos de independencia (Mignolo, 2003, 118). Al fin y al cabo América conquistó su independencia mucho antes de que finalizara la era colonial, y ya hemos visto que a la independencia de un país no siempre corresponde su descolonización. En este sentido, el continente transatlántico puede ser considerado parte del mundo occidental porque su cultura dominante es de origen europeo. Pero el hecho de que se haya implantado una epistemología europea no descarta la presencia de una autóctona. En el caso de Latinoamérica la imposición del sistema epistémico español (el portugués en Brasil) ha implicado un contacto, a veces muy profundo, con las culturas indígenas. Un ejemplo muy significativo nos lo proporciona la historia: pensemos en la unión de Hernán Cortés con la Malinche, de cuya relación nacieron varios hijos mestizos. La pareja español/indígena ha llegado a representar un emblema del encuentro de dos mundos. Si bien generalmente conflictiva, la relación entre españoles e indios terminó siendo enriquecedora para los primeros: sin el Otro, la cultura iberoamericana actual no sería lo que es. Aquella lengua, literatura, estilo de vida que se trasladaron al nuevo continente salieron

4 Puede que a Mignolo se le olvide aclarar la diferencia entre el occidentalismo que se originó en el siglo XVI y el orientalismo de los siglos XVIII y XIX. Contrariamente a lo que podría parecer, la idea sobre el origen del occidentalismo no está en contradicción con el concepto de orientalismo que había ilustrado Said. El segundo presupone al primero, y no sólo porque se da más tarde. El propio orientalismo es, en cierto sentido, una variante del occidentalismo, ya que representa la Otredad partiendo de unas bases en que prima la epistemología europea. No es casualidad que su nacimiento coincida con el pleno desarrollo de los presupuestos eurocéntricos.

74 fuertemente marcados por el contacto con una naturaleza y unos habitantes tan distintos. La importación de esclavos desde África planteó cuestiones análogas, aunque en ese caso la relación con una cultura diferente era el resultado directo de la actividad negrera, y no de la presencia de nativos in loco. Además, en casi todos los países latinoamericanos la Otredad (ya sea referente a los indios o los negros) respecto a la cultura de legado ibérico sigue existiendo hoy en día. Es cierto, su proporción varía según la zona. Es oportuno tener en cuenta que los indígenas (y también los negros) a menudo no se identifican con la cultura propiamente iberoamericana; es más, suelen componer los grupos sociales marginados. Ésta es la situación referente a la época posterior a la independencia de los países latinoamericanos. Durante el período colonial ni siquiera existía el concepto de Latinoamérica tal como lo entendemos ahora. Los indios y los negros que se sometían a la esclavitud y aceptaban la doctrina católica eran, en cierto sentido, súbditos del imperio. A aquellos que intentaban vivir libres se les consideraba salvajes merecedores de exterminio. Resulta sobremanera curioso que Mignolo, mediante una cita del sociólogo peruano Aníbal Quijano, indique que el colonialismo en Latinoamérica “no finalizó con la independencia debido a que la colonialidad del poder y del conocimiento cambiaran de manos y pasaran, por decirlo de algún modo, a subordinarse a la nueva y emergente hegemonía epistemológica que ya no era [...] la del Renacimiento, sino la de la Ilustración” (Mignolo, 2003, 153). ¿Acaso quiere Mignolo reconocer que América Latina es asimilable a Occidente sólo en parte? Independientemente de lo que digan los críticos, hay diferencias tan evidentes entre el sur y el norte del continente americano que éstas a veces rozan la oposición. En Estados Unidos y Canadá se ha llevado a cabo una aniquilación casi total de los aborígenes y de su cultura. Nadie duda en colocar cultural y epistemológicamente América del Norte en Occidente. Su civilización es de genuina raíz europea, debido a que los nativos no han influído de modo significativo en su formación. Para remarcar los contrastes existentes es imposible no citar las intervenciones militares y económicas estadounidenses en casi todos los países de su vecino del sur. Acciones que, en su tiempo, contribuyeron a conformar el imperialismo económico del siglo XX. Estos elementos parecerían alejar Iberoamérica del mundo occidental; no obstante, la situación de ese continente sigue siendo algo controvertida. Quizá lo más equilibrado sería considerar América Latina como una entidad Otra hasta el momento en que las colonias se han independizado de los imperios ibéricos. Las representaciones del ambiente natural y de los indígenas americanos que se desprenden de los textos de la época colonial, deben una parte importante de su interés a las diferencias respecto

75 al viejo continente. Y estas diferencias, tanto en la cultura como en la naturaleza, determinan la Otredad de América, que además se caracterizaba como espacio colonial opuesto a la metrópoli. Las naciones americanas independientes se pueden adscribir al mundo occidental en lo que toca su cultura oficial, que resulta ser la del grupo étnico más fuerte, o sea los blancos. En cambio, es oportuno considerar al grupo indígena y al de origen africano como los Otros: los problemas de natura social y económica con los que tienen que enfrentarse; el frecuente rechazo de la lengua y de la cultura procedente de los antiguos dominadores acercan las clases marginadas de América a las poblaciones del Tercer Mundo. Si se tiene en cuenta que también en Europa existen comunidades que no se asimilan a la cultura dominante, y que por ello aparecen como Otras a los ojos de los demás europeos, no resulta tan difícil aceptar la doble naturaleza de Latinoamérica. Volvamos al período del colonialismo hispano-portugués. Si en esa época cualquier territorio que se situara fuera de Europa había de entenderse como el del Otro, entonces tenemos que reconocer la importancia de la literatura de tipo cronístico-historiográfico, fruto del contacto entre los hombres del imperio y los nuevos mundos (no solamente América). En materia de naufragios hay tres obras que tienen mucho en común entre ellas. La primera pertenece a Gonzalo Fernández de Oviedo, quien está considerado como el cronista de América por antonomasia (ocupó oficialmente dicho cargo desde 1532 hasta su muerte). Su trabajo principal es la Historia general y natural de las Indias, en cuya redacción el autor siguió trabajando hasta 1548: para esa época la Conquista del Nuevo Mundo era un hecho sustancialmente concluido, y ya se podían determinar sus coordenadas históricas. La crónica monumental de Oviedo está compuesta por cincuenta libros: el último, denominado comúnmente «Libro de infortunios y naufragios», está dedicado a las peripecias de la navegación. Consciente de que los naufragios eran parte de la aventura de España en América, Oviedo concibió este libro como una especie de apéndice conclusivo para la Historia. Al referirse a su función de cierre Antonello Gerbi utiliza una expresión sugestiva, afirmando que este libro es “el único esfuerzo de “composición” que se nota en la Historia: la cual se abre con un felicísimo viaje de Colón y se cierra con un fortissimo al unísono de maderos rotos, de alaridos y de plegarias desesperadas y de silbantes huracanes” (Gerbi, 1978, 300). En el conjunto de los libros de la Historia, los hechos se presentan según un criterio esencialmente geográfico. El «Libro de infortunios y naufragios», en cambio, responde a una unidad temática y a un orden cronológico. Esta peculiaridad respecto al resto de la obra lleva a pensar que las narraciones de naufragios eran un género autónomo dentro de la producción

76 cronística del período. Los casos relatados a lo largo de los veintinueve capítulos (algunos no son más que anécdotas; de otros sólo queda el epígrafe) se colocan temporalmente entre el 1513 y el 1548 (Martinetto, 2001, 27-28). El último libro de la crónica de Oviedo está imbuido de una función edificante, que se detecta en el recurso a la oración por parte de los personajes de las historias propuestas. En ocasiones incluso se dan apariciones de santos o de Vírgenes. Pero eso no ha de sorprender: a los marineros se les consideraba pecadores por definición, y a menudo el hundimiento de los barcos se debía más a su sobrecarga de mercancía (señal de codicia) que a la violencia de las tempestades. Y por mucho que los náufragos se esfuercen, el rescate final llega por voluntad divina; aquellos que se muestran devotos siguen con vida, que es el único bien realmente valioso. La recompensa no consiste en posesiones materiales sino que es de tipo espiritual, fundada en la purificación del alma, en el perdón divino y en la “garantía del Paraíso”. La imagen final de náufrago, tal como se ofrece en el «Libro de infortunios y naufragios», es la de un héroe cristiano. Un individuo capaz de salir de los apuros más trágicos gracias a su devoción personal, pero también a su habilidad para liderar y mantener unidos a los compañeros con el recurso a la fe católica. En otras palabras estamos hablando del perfecto evangelizador de las Indias. De entre los veintinueve capítulos que componen el «Libro de infortunios y naufragios» destaca el X, por su extensión y por el desarrollo de la historia. En él se relata el naufragio del licenciado Alonso Zuazo en las Islas de los Alacranes. Otro caso interesante está constituido por un cuento breve, conocido con el título de «El naufragio de Pedro Serrano», obra del Inca Garcilaso de la Vega y parte integrante del capítulo VIII del primer libro de sus Comentarios reales (la obra completa apareció en 1606). La naturaleza de los Comentarios reales resulta muy controvertida. Por un lado representa una historia de Perú (desde los orígenes del Imperio Inca hasta el 1561) que se acoge a los hechos históricos. Pero también es evidente cierto aspecto literario de la disertación historiográfica, junto a la presencia de varios cuentos y anécdotas de gran intensidad narrativa intercalados en la obra5. El Inca Garcilaso justifica la inserción del cuento de Pedro Serrano con la necesidad de rellenar espacio: el capítulo VIII trata sobre los confines del imperio de los Incas; para que

5 Estas narraciones intercaladas deben su existencia, según el juicio de Enrique Pupo-Walker, a la vocación narrativa del escritor y a su personal experiencia. De todas maneras la costumbre de insertar digresiones narrativas era bastante frecuente en los textos tardíos del periodo colonial, hasta en la producción historiográfica. El propio Inca Garcilaso operaba distinciones a la hora de caracterizar sus pequeñas joyas literarias. Las que estaban ambientadas durante la época precolombina las denominaba «fábulas historiales»; en otras, las «fábulas», intentaba comparar las leyendas incaicas con la tradición greco-romana; finalmente, los cuentos que se referían a la época de la Conquista eran los «casos historiales» y relataban sucesos extraordinarios, como justamente el de Pedro Serrano (Pupo-Walker, 1982, 150-151 y 159).

77 no resulte demasiado breve el Inca decide añadir la historia del náufrago. En el momento de describir la topografía que los españoles impusieron en América Meridional el historiador menciona la Isla Serrana, situada en el Mar de los Caribes a medio camino entre Cartagena de Indias y La Habana. Entonces al Inca se le ocurre contar la aventura del hombre que dio nombre a la isla, por lo que opta por proponerla un poco más adelante. Sin embargo esta explicación no acaba de convencer: según apunta Pupo-Walker, el cuento aparece muy cuidado en su estilo; incluso tiene un sentido unitario si se le extrae de su contexto y es digno de considerarse una pieza de alta literatura (Pupo-Walker, 1982, 158). La narración denota una insistencia en las dificultades derivadas del naufragio y en la tenacidad de Pedro Serrano. La importancia del relato estriba, a mi juicio, en ofrecer un ejemplo breve pero efectivo de los riesgos e inconvenientes que comportaba la actividad colonial en el Nuevo Mundo. Igualmente interesante resulta la caracterización del náufrago, que parece representar de forma ejemplar, aunque estereotipada, el perfil típico del buen conquistador. La enorme popularidad de la que gozaban las historias de naufragios hizo que el erudito portugués Bernardo Gomes de Brito publicara la Historia trágico-marítima. Aparecida en dos tomos, entre 1735 y 1736, consiste en un compendio de historias de naufragios y peripecias marítimas. Las doce relaciones que componen la obra son el fruto de una selección cumplida por el propio Brito, y se refieren a historias ocurridas entre el año 1552 y el 1602. Las fuentes originarias son los informes escritos por los supervivientes de los naufragios; sin embargo, en su trabajo de recopilación, Brito no ha dudado en aportar las adaptaciones que estimaba oportunas6. Así pues, la Historia trágico-marítima ha de entenderse como una obra literaria independiente, también porque para muchas de las fuentes es imposible identificar el texto primitivo del cronista (D’Intino, 1992, XXVI). Los naufragios relatados tienen, en algunos casos, causas naturales (tempestades, bajos no indicados en los mapas), pero a menudo se deben a factores humanos, con lo cual se trata de desastres que se hubieran podido evitar. En particular destaca el afán por enriquecerse,

6 Casi todas las relaciones contenidas en la Historia trágico-marítima siguen una misma estructura narrativa, que puede ser sintéticamente ilustrada de la siguiente manera: 1. Descripción breve de los hechos previos al viaje. 2. La salida del barco; las características del mismo; presentación de los miembros más importantes de la tripulación; carga, destino del barco y finalidades del viaje. 3. Se describe la tempestad (cuando procede) y los daños ocasionados a la nave. 4. El naufragio propiamente dicho, es decir, el hundimiento o el abandono de la embarcación. 5. Llegada de los supervivientes a alguna tierra y primer asentamiento. 6. Peregrinación de los náufragos en busca de un asentamiento portugués. En caso de encontrarse en una isla, se pueden adscribir a esta fase la construcción de una embarcación de fortuna y la sucesiva búsqueda de tierra firme. 7. Los supervivientes alcanzan un lugar seguro, ponen fin a su viaje y vuelven a Portugal o a alguna ciudad del imperio (Lanciani, 1993, 600).

78 causa de la sobrecarga de las embarcaciones y de la salida en un periodo del año inapropiado con tal de llegar a destino antes que la competencia. Inicialmente la razón de estas prácticas radica únicamente en la codicia de quienes gestionaban el comercio con Oriente; a partir de las últimas décadas del siglo XVI, entra en juego la rivalidad de otros países europeos. Los portugueses, hasta ese momento los dominadores sin rival de las Indias Orientales, ven su supremacía amenazada por las flotas inglesas y holandesas. El riesgo de ser atacados por los corsarios de las naciones enemigas; la mala administración de las autoridades; la corrupción difundida entre los que controlan el tráfico con las colonias son los factores principales de la decadencia del Imperio Luso frente a la injerencia extranjera. Seguramente la literatura de naufragios hace especial hincapié en los aspectos negativos de la epopeya ultramarina. Es innegable, de todos modos, que entre finales del siglo XVI y principios del XVII comienza a llamar la atención lo que se puede definir como la cara oscura de la expansión imperial portuguesa: naufragios, competencia extranjera, mala administración, corrupción y una general incapacidad de mantener el control del comercio oriental (D’Intino, 1992, XX y XXIII-XXIV). No es entonces casualidad que los relatos incluidos en la obra cubran el periodo de ascenso y ocaso del monopolio portugués en las Indias. A pesar del desfase cronológico, la Historia trágico-marítima guarda más similitudes con las crónicas españolas de la Conquista del Nuevo Mundo que con un texto como Robinson Crusoe (publicado casi veinte años antes que el de Brito). De hecho el estilo del intelectual luso es el de un Barroco tardío, tiene muy poco que ver con la novela de Defoe, y resulta tal vez inactual respecto a las nuevas tendencias estéticas que se abren camino en el resto de Europa. Otra señal del retraso, también cultural, que los países ibéricos sufren durante el siglo XVIII. Por todo ello resulta quizás más apropiado observar la obra de Brito paralelamente a las de Oviedo y del Inca Garcilaso7.

7 La Historia trágico-marítima ofrece una casuística muy variada, y a menudo se aleja de las cuestiones del colonialismo y del contacto con la Otredad que nos interesan. Por estas razones serán aquí objeto de estudio los tres textos más significativos que componen la obra de Bernardo Gomes de Brito. Se trata de la historia del naufragio del galeón São João, en 1552; del naufragio de la nao São Bento, acaecido en 1554; y el de la nao Conceição, en 1555.

79 II. 2. 1. Castigos, milagros y supervivencia

El viaje del licenciado Alonso Zuazo empieza en Cuba, donde se embarca en una carabela para la Nueva España, el 19 de Enero de 15248. A la medianoche del día siguiente una violenta tempestad estrella el barco contra unas rocas. La función purificadora de la desgracia resulta muy clara desde el principio: el juez ha perdido sus valiosos efectos personales (oro, joyas y plata), pero no tiene en consideración los daños materiales. Zuazo es el primero en darse cuenta de que la vida está por encima de todo; de que es el único bien que merece la pena rescatar. Alienta a los compañeros a confiar en la bondad divina, la cual da una primera manifestación a la mañana siguiente, cuando aparece una canoa entre las rocas. Gracias a este providencial medio los náufragos pueden buscar un sitio más seguro. Es marzo de 1552, cuando el galeón portugués São João naufraga cerca del Cabo de Buena Esperanza, durante la travesía que le lleva desde Cochin a Lisboa. Se achaca el hundimiento del barco a su carga excesiva de mercancías, signo delator de un afán de riquezas. La desgracia no puede ser otra cosa que una merecida condena por este pecado: no es por azar que el capitán del São João se dirige a sus compañeros de desventura con un discurso cargado de retórica.

Amigos y señores: bien veis el estado a que por nuestros pecados hemos llegado, y yo creo verdaderamente que bastaban sólo los míos para que fuéramos puestos por ellos en tamañas necesidades, como veis que tenemos; pero es Nuestro Señor tan piadoso, que aun nos hizo tamaña merced de que no nos fuésemos al fondo en aquella nao, trayendo tanta cantidad de agua bajo las cubiertas; placerá a Él que, pues fue servido de llevarnos a tierra de cristianos, los que en esta demanda acabaren con tantos trabajos, tendrá por bien de que sea para la salvación de sus almas (Gomes de Brito, 1948, 27).

En la casi totalidad de los textos de la Historia trágico marítima los sufrimientos de los náufragos se configuran como consecuencias de sus pecados. La insistencia en este

8 Alonso Zuazo (1466-1539) fue un personaje prominente de la historia colonial del Caribe. La corte le envió a América en 1517 como encargado de los asuntos judiciales. Debía ocuparse sobre todo de controlar las relaciones entre los gobernadores y los indígenas. Debido a que muchos administradores actuaban siguiendo únicamente sus intereses personales, el jurista acabó resultando incómodo. Su escrupulosidad le valió el encargo de mediar un contencioso entre Hernán Cortés (que una vez conquistado México se disponía a gobernar la provincia de Pánuco) y Francisco de Garay (nombrado oficialmente gobernador de esa misma provincia por la corona española). El famoso naufragio ocurrió exactamente durante el viaje que Alonso Zuazo estaba cumpliendo para atender esta tarea, por lo que llegó a destino con tres meses de retraso. Durante este tiempo Francisco de Garay había muerto y Hernán Cortés había salido ganador en la disputa. Cuando este último se alejó temporalmente de sus provincias, encomendó la gerencia al licenciado, en el que tenía confianza. Al parecer, Zuazo destacaba por su moderación a la hora de gobernar y estaba en contra de los métodos opresivos generalmente utilizados por los españoles, lo que originó fuertes enemistades y reiterados intentos de descrédito. Pese a todo ello, el jurista consiguió defender su reputación y recibió el cargo de oidor en la Audiencia Real de Santo Domingo, ciudad donde murió en 1539.

80 aspecto es muy frecuente, en ocasiones hasta resulta monótona (D’Intino, 1992, XXVIII). Los pasajeros de la Conceição, tan pronto como su nave choca contra unos bajos, se dan por perdidos e invocan al unísono la ayuda de la Virgen; sus llantos son tan fuertes que parecen atravesar el cielo. Volviendo a la historia de Alonso Zuazo, cuando él y los suyos hallan un arenal empieza un exilio obligado durante el cual los desafortunados deberán expiar sus pecados. El primero de una larga serie de milagros no tarda en manifestarse: cinco tortugas marinas llegan a la playa, presentándose a los ojos de los náufragos como fuente inesperada de alimento. La presentación de este suceso establece una correspondencia entre la sangre de las tortugas, que los hombres beben, y las cinco llagas de Cristo. De hecho, Zuazo ofrece los cinco animales a aquellas heridas un momento antes de sacrificarlos, y es además el primero en beber un sorbo del precioso líquido. Sucesivamente los náufragos se abalanzan sobre las presas para saciarse con sus carnes y su sangre. La escena, tal como apunta Antonello Gerbi, es sangrienta y tiene muy poco en común con la ceremonia de comunión que simbólicamente representa; es connotada como una especie de «bárbara eucaristía»:

[...] hizo el licenciado abrir una de aquellas cinco tortugas que estaban trastornadas [...] e bebió primero que ninguno un gran golpe de aquella sangre, que parescía un gran horror y espanto a la compañía; e después que se limpió e paresció que a los demás les había hecho la salva, se echaron uno sobre otros encima de la mesma tortuga, como si les hobiera aparescido una taberna de muy buen vino, o aquella saludable ribera del río del Tajo, que es una de las mejores aguas de España. Nunca brebaje fué más dulce a gente alguna que a ésta aquella sangre que es dicha. E así como cada uno se levantaba de beber, untado, de la manera que he dicho, antes que se alimpiase, alzaba las manos con los ojos al cielo a dar gracias a Dios por su socorro e merced [...] (Fernández de Oviedo, 1959, 327).

Además, Gerbi no deja de evidenciar la recurrencia del número cinco en el texto de Oviedo: cinco tortugas son ofrecidas a las cinco llagas de Jesucristo; en un momento dado se acercan a la isla cinco aves que dan señales de buen agüero a Zuazo. Según la mística de los números, el cinco es representativo del universo, y esta simbología, que fascinaba tanto a Oviedo, persistía hasta el Renacimiento (Gerbi, 1978, 368-369). El consumo de alimentos crudos resulta dañino para la salud debilitada de los españoles y no sirve para calmar la sed; sigue muriendo gente día tras día. Oviedo proporciona una impactante descripción de la agonía: los cuerpos de los moribundos, deshidratados, parecen embalsamados; aun así Dios manifiesta su infinita bondad, haciendo que su lengua sea lo último en secarse, de manera que puedan darle las gracias por acabar con sus sufrimientos. Es evidente en todo momento la reescritura de los hechos en clave religiosa,

81 con claros intentos moralizadores. Sólo los que demuestran ser lo bastante devotos y actúan como buenos cristianos pueden salvar la vida o, por lo menos, morir con los pecados perdonados. Los hechos adquieren el más intenso sentido milagroso a la hora de conseguir agua dulce. A una niña en el trance de la muerte se le aparece Santa Ana, quien le pregunta por Alonso Zuazo. Al acudir el licenciado, la santa le manda desplazar el grupo a una tercera isla, situada al Poniente de la actual, donde se hallará la anhelada agua. Los hombres excavan en el nuevo lugar pero sólo encuentran agua salada y amarga, por lo que se desaniman e incluso llegan a dudar de la palabra de Santa Ana. Mientras se ensalza, una vez más, como guía espiritual de los compañeros, Zuazo da lugar a una ceremonia propiciatoria. Con una cruz en las manos encabeza una procesión,

E dada una vuelta alrededor de la isla [...] atravesaron la isla por medio de parte a parte. E díjoles el licenciado que todos fuesen haciendo señal o rastro con los pies en la arena, e tornaron otra vez con la mesma procesión, del un cabo al otro de la isleta, para la atravesar asimesmo por medio, en cruz, con las mesmas señales de los pies, como si se tomase un pan redondo e le partiesen en cuatro partes iguales, quedando por las partiduras o divisores cuatro cuarterones con una cruz en medio. E así quedó hecha en la mitad de la isleta. E antes que cavasen allí, predicó el licenciado, trayéndoles a la memoria cómo Dios les había dado a beber hasta entonces sangre cruda [...]. Más para que tan altísimo misterio sacramental representase su verdadero cuerpo, hobo nescesidad que juntamente con la sangre de su sagrado costado, también saliese agua pura e perfecta, [...] por tanto [...] cavasen allí en aquel lugar donde se había hecho la cruz de las pisadas que habían hecho y está dicho; [...]. Dichas estas palabras por el licenciado con lágrimas, y escuchadas con otras muchas más, comenzaron a cavar todos con gran priesa con las manos, [...] e hallaron agua dulce que se pudo muy bien beber, con que se sostuvieron ciento e treinta y cinco días que allí residieron. [...] Así que, hallada esta agua, tomó el licenciado un cobo o caracol, [...] e dijo a la compañía que no bebiesen, porque antes todas cosas era razón que toviesen agradescimiento de la merced que Jesucristo e su bendita abuela les había hecho, e que le debían ofrescer aquel agua primeramente, [...]. Y echada el agua por el aire a manera de cruz, ofresciéndola a Dios Nuestro Señor, e a la Señora Sancta Ana, de lo que quedó, dió a todos sendos tragos, en manera de comunión e licencia para que todos bebiesen y se hartasen. Hobo hombre (que fué el piloto del navío) que desde que el sol se puso aquel día hasta la mañana siguiente bebió tanto, que así como lo bebía por la boca (sin pensar de verse harto) lo echaba por bajo; el cual murió desde a dos días (Fernández de Oviedo, 1959, 331-332).

Con un arte digno de un chamán, Alonso Zuazo convence a los náufragos para que realicen una especie de comunión (la comparación entre la isla y el pan redondo y la aspersión del agua son referencias a los rituales católicos). El poder espiritual del que goza el licenciado le habilita para bendecir el agua, y que se vuelva potable. Con este acontecimiento la narración adquiere un sesgo fantástico: ya no parece ser tanto la fe lo que permite que se produzca el milagro, cuanto las capacidades mágico-santificadoras de Zuazo (Martinetto, 2001, 42-43). Margo Glantz destaca la analogía del agua salada respecto a las lágrimas que se

82 derraman en las oraciones fomentadas por el licenciado: la sal de las lágrimas actuaría como un antídoto contra el del agua imbebible. Dicho de otro modo, los llantos, en cuanto signo de arrepentimiento, propician el cumplimiento del milagro por parte de Alonso Zuazo (Glantz, 2005, 112). La connotación milagrosa de la conversión del agua salada en agua dulce está confirmada por el hecho de que el líquido permanece tal durante el tiempo estrictamente necesario para la supervivencia del grupo. Cuando los desafortunados sean rescatados, los salvadores probarán el agua y la encontrarán salobre. Jamás los náufragos deben aprovecharse de la merced recibida, ya que quien se muestre codicioso será oportunamente castigado: la muerte del piloto que bebe en demasía es representativa. Naturalmente Oviedo no deja de atribuir al hecho una naturaleza sobrenatural, señalándolo como una demostración de lo inescrutable que son las obras divinas para los mortales. La Historia trágico-marítima presenta un caso análogo, aunque aquí lo que parece condenar al capitán del São Bento es la prisa a la hora de atravesar un río.

Oído esto por el capitán, un tanto exaltado determinó meterse en la primera jangada que llegó a él, y aunque le dijeron todos que no pasase aquella vez, porque aun bajaba mucho la marea, [...] parece que siguiendo ya el consejo de la fortuna, no quiso él tomar el nuestro, y entrando en el agua se puso en un rincón de la jangada, y Antonio Pires y Juan da Rocha, sus criados, y Gaspar, el trujamán, en los otros tres; [...] y preparados así llegaron a la mitad del río, donde había corriente, la cual, como bajaba furiosa, levantando la esquina que estaba sin peso, la hizo caer sobre los que lo tenían, llevándose debajo al capitán y a Antonio Pires, los cuales, aunque trabajaron cuanto les fué posible para no desprenderse, no pudiendo resistir más ahora la llegada, levantando las manos al cielo en señal de la fe (que el agua no les dejaba confesar con las bocas), se fueron al fondo, y el joven trujamán se salvó, porque iba desnudo y sabía nadar bien (Gomes de Brito, 1948, 83-84).

Al igual que los compañeros de Alonso Zuazo, los náufragos portugueses no deben actuar con irresponsabilidad, ni apresurarse en querer salir de los apuros que les tocan antes de que sus culpas estén debidamente expiadas. Lo que podría parecer un simple accidente es puntualmente transformado en una intervención celeste, preparada para entrar en juego con tal de mantener las cosas en su sitio. Sin embargo sería incorrecto pensar que, en las desventuras marítimas de los lusos, Dios existe sólo para castigar a los mortales. Como a los españoles, también a los supervivientes del naufragio del Conceição la Providencia dispensa su ayuda en los momentos más críticos. La urgencia de construir una pequeña embarcación se ve pronto satisfecha mediante el descubrimiento, casi milagroso, de la madera necesaria. Más sorprendente aún: ninguno de los hombres ahí presentes saben manejar sierras y hachas, pero el Señor guía sus

83 manos para que trabajen de la forma correcta, e incluso les proporciona brea de manera que puedan acabar la barca. La presencia tan recurrente del elemento religioso que impregna el texto de Gomes de Brito se explica, al menos en parte, con las costumbres de los navegantes de la Carreira da India. Era una constante la presencia a bordo de religiosos en viaje hacia las muchas misiones del imperio. A menudo la fecha de salida de los barcos era próxima a la Semana Santa, y ceremonias tales como misas o procesiones se celebraban en el barco, también para darle las gracias a Dios por superar una tempestad o una zona de bonanza. Asimismo eran frecuentes las confesiones durante las travesías, pero era sobre todo cuando se presentaban las peripecias más duras que las manifestaciones devocionales se daban en sus formas más patéticas. En este sentido, era normal interpretar cualquier golpe de suerte (por ejemplo, encontrar comida u objetos útiles, o tan simplemente evitar la muerte) como el fruto de la intercesión divina (D’Intino, 1992, XXXI-XXXII). En la crónica de Oviedo se observa un último gran milagro en el momento en que Alonso Zuazo logra pescar un tiburón con métodos rudimentarios. Este animal proporciona alimento a los náufragos llevando en su vientre treinta y un tiburoncillos. Es evidente la inspiración en el milagro de la multiplicación de los panes por Jesús; y, a juicio del propio Oviedo, la explicación de lo ocurrido no puede sino encontrarse en Dios:

De aquí se nota que quiere Dios que los hombres hagan lo que es en ellos, e con su favor socorre e les da industria (como en este caso se vido) para que lo que paresce imposible, sea hecho muy fácilmente cuando le place, en especial con los que tienen entera confianza en Dios Todopoderoso (Fernández de Oviedo, 1959, 335).

Si pasamos a observar la historia del naufragio de Pedro Serrano vemos cómo ésta tiene algo en común con la de Alonso Zuazo. Los dos llegan a una isla desierta y pobre de recursos; ahí tienen que sobrevivir de una forma o de otra hasta ser rescatados. Pero si bien la ambientación es muy parecida, el relato del Inca Garcilaso se diferencia de la crónica de Oviedo en la forma en que el protagonista sobrevive. Mientras que en el «Libro de infortunios y naufragios» se produce una larga serie de hechos casi siempre prodigados por la gracia divina, en «El naufragio de Pedro Serrano» no hay, al menos en lo que concierne a la supervivencia, ninguna referencia a la devoción y no se cumple ningún milagro que favorezca al desdichado personaje.

84 Después del naufragio Pedro Serrano busca comida (encuentra mariscos que come crudos). Más tarde, al ver salir del agua algunas tortugas, las aprovecha del mismo modo que lo hizo Alonso Zuazo, pero sin entretenerse con ceremonias religiosas.

[...] vió salir tortugas; viéndolas lejos de la mar, arremetió con una de ellas y la volvió de espaldas; lo mismo hizo de todas las que pudo, [...] y sacando un cuchillo que de ordinario solía traer en la cinta, que fue el medio para escapar de la muerte, degolló y bebió la sangre en lugar de agua; lo mismo hizo de las demás; la carne puso al sol para comerla hecha tasajos y para desembarazar las conchas, para coger agua en ellas de la llovediza, porque toda aquella región, como es notorio, es muy lluviosa (Garcilaso de la Vega, 1976, 24).

José Juan Arrom subraya cómo Serrano empieza siendo un hombre natural, aislado de la sociedad y desposeído de todo objeto material: sus únicas necesidades son comer y beber. Pero al poco tiempo recurre a un instrumento, el cuchillo, para conseguir presas de mayor tamaño que le provean carne en abundancia, y que pueda aprovechar para otros fines. Los caparazones le sirven para recoger agua de lluvia. Una vez solucionado el problema alimentario se plantea el del fuego. Gracias a su porfía, y a su sentido práctico de marinero, encuentra pedernales en el fondo del mar con los que saca chispas golpeándolos con el cuchillo; de este modo consigue encender hogueras para cocinar y llamar la atención de los barcos que se acerquen a la isla (Arrom, 1971, 30). Pedro Serrano lleva a cabo una lucha por la supervivencia en condiciones durísimas, puesto que casi no dispone de ningún utensilio y la isla no ofrece recursos: baste con pensar que lo único que puede usar para alimentar el fuego son raspas de pescado, plantas marinas y maderos de barco traídos por las olas. Comparados con los del licenciado, los logros de este hombre de mar parecen modestos, aunque más verosímiles, y en cierto sentido más dignos de admiración. La supervivencia del náufrago ya no es una cuestión de devoción. El Inca Garcilaso propone, ya sea voluntaria o involuntariamente, una lectura del naufragio y del náufrago más moderna, que luego encontraría a su mejor representante en el Robinson Crusoe. En lo que atañe a las cuestiones de supervivencia, se podría definir a Serrano un «proto-robinsón» (Marías, 1957, 1 y 3)9. Desde luego el náufrago está caracterizado como un hombre de recursos: se salva por ser buen nadador, y su supuesta fuerza de voluntad se

9 Es muy probable que Defoe se haya inspirado, entre otras cosas, en la historia de Pedro Serrano para redactar su bien conocida obra maestra: al fin y al cabo los Comentarios reales se habían traducido pronto al inglés. Sin embargo no es oportuno, en mi opinión, insistir demasiado en este paralelismo, ya que el cuento del Inca se desarrolla en unas pocas páginas y no es, por consiguiente, comparable con la novela de Defoe. Esta última propone una representación del contacto con el Otro que falta en el texto del escritor peruano (Arrom, 1971, 31- 32).

85 identifica en su propio nombre. Pedro Serrano suena como “piedra de las montañas”, clara alusión a un individuo resistente y tenaz (Roses, 2001, 537). En suma, si en la crónica de Fernández de Oviedo y, en buena medida, en los textos de Gomes de Brito, la salvación dependía básicamente de la voluntad divina, siempre y cuando los náufragos dieran muestra de devoción y arrepentimiento, en el cuento del Inca Garcilaso la supervivencia sólo puede venir de uno mismo. Cuando describe las circunstancias previas al naufragio, Oviedo presenta a un Alonso Zuazo movido por el amor a Dios y por la fidelidad al rey, lo que le otorga las capacidades conciliatorias necesarias para desempeñar su función de mediador. Una vez que se encuentra en las condiciones penosas que ya hemos visto, el licenciado mantiene su status de persona civilizada y de cristiano. No sería exagerado afirmar que la caracterización del personaje, debido también a las obras milagrosas que llega a realizar, acerca la relación de su desventura a un texto hagiográfico. El naufragio de Zuazo acaba convirtiéndose en una epopeya diferente, pero en absoluto inferior a las hazañas bélicas de los conquistadores (Glantz, 2005, 110-111). El juez no deja de alentar a sus compañeros para que recen, ayuda a enterrar a los muertos y ofrece consuelo espiritual: actúa, en fin, como capellán de los náufragos (y los rituales religiosos llevados a cabo para propiciar los milagros le confirman en este rol). La Historia trágico-marítima no presenta personajes tan carismáticos como Alonso Zuazo, ni que sean tan buenos guías como él. Al menos en una ocasión los náufragos de la São Bento, llevados por el hambre, parecen perder el uso de la razón:

[...] creció tanto la necesidad entre nosotros, que nos obligó a comer los zapatos y brazales de las rodelas que llevábamos; y el que alcanzaba a encontrar algún hueso de alimaña, que de viejo estaba ya tan blanco como la nieve, lo comía hecho en carbón, como si fuera un abundante banquete; [...] y así pasaban unos juntos a otros sin observar en ellos señal alguna de sentimiento, como si todos fueran alimañas irracionales que por allí anduviesen paciendo, trayendo sólo el deseo y ojos asombrados por el campo para ver si podían descubrir hierba, hueso o bicho (al que no le valía ser ponzoñoso), de que pudiesen echar mano; y apareciendo cualquiera de estas cosas, corrían en seguida todos, a quien podía más para cogerla primero; y llegaban muchas veces a tener pasión parientes con parientes, amigos con amigos por un saltamontes, besouro o lagartija, tanta era la necesidad y tanta la desgracia, que hacían estimar cosas tan torpes [...] (Gomes de Brito, 1948, 94).

Se trata de una escena muy probable en una situación real pero que sería difícil de imaginar en el texto de Oviedo. La descripción de casos similares de degradación moral no es en absoluto compatible con la representación idealizada de un personaje que, lo recordamos, actúa como guía espiritual de los náufragos. Éste posiblemente sea uno de los pocos aspectos en que la obra de Brito se aleja de la de Oviedo, demostrando los casi dos siglos de distancia

86 que la separan de la primera. La Historia trágico-marítima propone una visión del naufragio orientada a promover, entre otras cosas, la devoción y la práctica religiosa; pero esta instrumentalización no impide revelar las peores consecuencias del desastre marítimo. Desnudez, mezquindad y locura están en mayor o menor medida presentes en las relaciones de Gomes de Brito, mientras que están cuidadosamente omitidas, o apenas esbozadas, en la crónica de Fernández de Oviedo, por ser elementos muy lejanos de las virtudes cristianas que se propugnan. La representación de Alonso Zuazo es el retrato de un líder, que además de desplazar a los compañeros de una isla a otra ofrece sus brazos para tareas pesadas. De hecho es el que más impulsa la construcción de una barca de fortuna utilizando los maderos de la nave naufragada, lo que servirá para que tres voluntarios se aventuren en busca de socorro. En esta situación tan penosa el licenciado hace caso omiso de las distinciones sociales, reservando para los esclavos los mismos cuidados que para sí mismo. Es quien menos está acostumbrado a las privaciones y al trabajo físico; y sin embargo sabe aguantar estoicamente las peores adversidades. Todo esto contribuye a enaltecer su figura. Cabe destacar que la participación de un hombre de alto nivel social en actividades agotadoras es algo extraordinario, teniendo en cuenta las distinciones de clase operadas por la sociedad colonial del siglo XVI. El hecho de que un juez se dedique a tareas más propias de un esclavo se explica con la necesidad de salvar la vida, al tiempo que sirve para dar un buen ejemplo a los compañeros y ennoblece aún más su propia imagen. Oviedo apunta la aparente inmunidad del licenciado respecto a los sufrimientos de los demás; para explicarlo alega, de un lado, la piedad divina hacia este hombre ejemplar, y del otro la moderación que le lleva a comer lo mínimo indispensable. La condición de náufrago proporciona un contexto con unas coordenadas espacio-temporales muy precisas, dentro de las cuales el esfuerzo físico y el trabajo pesado realizados por un representante de la alta sociedad pueden ser apreciados en cuanto valores cívicos. La alteración de su condición privilegiada es, por tanto, un fenómeno provisional dictado por la exigencia de sobrevivir. En cuanto se le rescate, Alonso Zuazo recupera su estamento y se le trata con la debida deferencia (Glantz, 2005, 114-115). Los tres mensajeros enviados para pedir auxilio, que al final vuelven con un barco para salvar a todos, traen a la isla una mesa con vino y comida para celebrar el evento antes de abandonar el triste archipiélago. Es el último de una ya larga serie de rituales, esta vez de índole social, que decreta el regreso al orden corriente.

87 [...] llegó la barca del navío con aquellos tres criados del licenciado, [...] e sacaron a tierra una mesa pequeña, que llevaban a su amo, e una silla de caderas, e la olla con la comida que se dijo arriba, bien aparejada, e pan e vino e conservas e otros refrescos. E después de muy bien abrazados con lágrimas hasta poner los manteles, pusiéronle luego al licenciado la silla, que no era poco alivio a quien estaba cansado de se echar e sentar en aquella arena, e hizo luego poner la mesa bien bajo para que comiesen todos los que en ella cupiesen; e así, con gran gozo, comieron, platicando e informando a los que fueron en el barquillo, de lo acaescido al licenciado e a los demás en tanto que aquellos mensajeros habían ido a buscar este socorro (Fernández de Oviedo, 1959, 342).

Al volver, el juez no se muestra codicioso; ante la oferta, por parte de Cortés, de 10.000 castellanos como indemnización, se conforma con cobrar 1.300 y lo mínimo indispensable para vestirse y desplazarse. Algo bien distinto se observa en la relación del naufragio del São Bento. En un momento dado uno de los náufragos, que actúa como intérprete entre sus compañeros y un rey indígena que los hospeda, exige que sus propios camaradas le obsequien y le obedezcan en virtud de su posición privilegiada de negociador. Una vez más la miseria humana, esa misma que en el «Libro de infortunios y naufragios» se esquiva puntualmente, se muestra sin evasivas en la Historia trágico-marítima. Pese a ello, la codicia del portugués encuentra al final su merecido castigo, justo para no traicionar las funciones didácticas de la obra:

[...] Gaspar el truchamán que no fué Nuestro Señor servido [...] que llegase a tierra de cristianos y lograse lo que tenía tan mal ganado [...] los que quedaron con él dicen que andando muy gordo, y bien dispuesto, desapareció una tarde de la población, y tardando dos o tres días, mandó El-Rey a buscarlo por todas partes con mucha diligencia, y nunca más supieron noticias de él; de manera, ora que fuese por algún tigre tan ansioso de sangre humana como él andaba de la nuestra, ora (lo que es más cierto), la herencia que por su muerte esperaba alguno, lo trajo a tal fin y castigo, cual sus obras merecían (Gomes de Brito, 1948, 128-129).

Por otra parte, la desgracia de Alonso Zuazo está destinada a concluirse con el rescate; esto no extraña, si se recuerda que está movido no por la ambición sino por su deseo de servir a Dios y al rey. Sus rasgos dominantes son los de un hombre justo y devoto cristiano, cuya actitud en la adversidad ha de tomarse cual ejemplo edificante, tanto para los compañeros como para los lectores de la crónica. Alonso Zuazo no necesita redención porque es él mismo instrumento de redención, y lo que hace en las islas representa una hazaña espiritual de vital importancia para la labor evangelizadora de España. Superando la prueba del naufragio el licenciado fortalece su fe. La crónica de su desventura no termina con el regreso a la Nueva España, sino que continúa describiendo la actividad del juez en México. Ahí Zuazo no se limita a administrar la justicia durante la ausencia de Cortés; también se prodiga en convertir a

88 los sacerdotes aztecas al cristianismo; cuando es necesario hasta destruye sus ídolos (Martinetto, 2001, 45-47). Además de liderar a sus compañeros, a veces exponiéndose personalmente al peligro, Zuazo da nombre a las islas en las que ha naufragado, como si tomara posesión de ellas10. En cuanto al relato del Inca Garcilaso, Pedro Serrano es el único personaje que actúa como protagonista, al menos hasta la mitad de la historia. Desde el momento en que naufraga en la isla baldía se pone de manifiesto su soledad, lo que le causa grandes sufrimientos.

A Pedro Serrano le cupo en suerte perderse en ellos y llegar nadando a la isla, donde se halló desconsoladísimo, porque no halló en ella agua ni leña ni aun yerba que poder pacer, ni otra cosa alguna con que entretener la vida mientras pasase algún navío que de allí lo sacase, para que no pereciese de hambre y de sed, que le parecían muerte más cruel que haber muerto ahogado, porque es más breve. Así pasó la primera noche llorando su desventura, tan afligido como se puede imaginar que estaría un hombre puesto en tal extremo (Garcilaso de la Vega, 1976, 23).

Paralelamente a los sufrimientos y al alejamiento físicos, se describe el estado psicológico del náufrago; cada uno de los dos aspectos completa el otro: a la desolación de la isla corresponde el sentimiento de abandono de Serrano (Arrom, 1971, 29). El recurso a los conectores temporales, como «la primera noche», «luego que amaneció», «los primeros días», «dentro de dos meses», «al cabo de los tres años» marca el avance de los acontecimientos a medida que pasa el tiempo, a la vez que acentúan el sentido de melancolía que entraña la vida en solitario de Pedro Serrano (Roses, 2001, 535). El sentido de la soledad llega a su clímax cuando se hace referencia a los barcos que pasan de largo ignorando las señales de humo. Justamente a los tres años llega a la isla otro náufrago. El encuentro resulta tan inesperado que inicialmente cada uno de los dos escapa del otro: Serrano cree que el nuevo huesped es el demonio en forma humana; el otro, sorprendido por el aspecto salvaje del primero, lo toma por el diablo en persona. Sólo pronunciando una oración consiguen reconocerse como cristianos y españoles. Se introduce de este modo el tema de la convivencia. Arrom ve en el encuentro entre los dos náufragos el origen del hombre social: reconocerse en la misma religión, el mismo idioma, contarse sus propias vidas, convivir y pelearse representa el punto de partida de cualquier forma de sociedad (Arrom, 1971, 30).

10 Fernández de Oviedo afirma que aquellas islas se conocen como “Islas de los Alacranes” debido a las insidias de sus bajos. Zuazo las denomina también Insulae sepulchrorum, por haber muerto en ellas tanta gente. En concreto, a la primera que descubren da nombre Sitis sanguinea turtucarum, refiriéndose a las tortugas gracias a cuya sangre calmaron su sed. El segundo islote se bautiza No penséis en la comida, porque ahí los náufragos se saciaron gracias a los huevos de las aves marinas. La última tiene como nombre Fontinalia Elisei, en memoria del milagro que convirtió el agua salada en agua potable.

89 Después de algunos días la vida se complica: a pesar de la situación, ya de por sí crítica, uno de los dos descuida las tareas que le tocan; surge así la enemistad entre ellos y deciden vivir cada uno por su cuenta.

Así vivieron algunos días, mas no pasaron muchos que no riñeron, y de manera que apartaron rancho, que no faltó sino llegar a las manos (por que se vea cuán grande es la miseria de nuestras pasiones). La causa de la pendencia fue decir el uno al otro que no cuidaba como convenía de lo que era menester; y este enojo y las palabras que con él se dijeron los descompusieron y apartaron. Mas ellos mismos, cayendo en su disparate, se pidieron perdón y se hicieron amigos y volvieron a su compañía, y en ella vivieron otros cuatro años (Garcilaso de la Vega, 1976, 25-26).

La desdichada condición de náufragos es el elemento dominante, y además de ser la causa indirecta de las peleas, permite que los dos se reconcilien. Así pues, se vuelve a presentar la sensación de soledad y abandono haciendo referencia a los barcos que ignoran las señales: se establece una simetría entre la vida solitaria de Pedro Serrano y los años que pasa con su compañero, también marcados por la soledad. La relación que se establece entre los dos náufragos es de tipo paritario. Cada uno trata de igual al otro, en los momentos de paz y en los conflictos, y siempre terminan siendo amigos. Algo inconcebible en Robinson Crusoe, que, a veces con insistencia, se ha comparado con el cuento del escritor peruano (Marías, 1957, 3)11. En la historia de Pedro Serrano, la oración tiene una presencia limitada y una función muy precisa. No se puede decir lo mismo, tal como se ha podido ver, para la Historia trágico- marítima. En particular, las desventuras de los pasajeros del Conceição se ven sobremanera aliviadas por los rituales religiosos, que se convierten en una costumbre diaria. Una enésima demostración de aquella componente devocional, que imbuye la obra de Gomes de Brito como lo hacía con el texto de Oviedo.

Todos los días que la gente podía andar en pie hacíamos procesión alrededor de la isla; cada quince días nos confesábamos, y nos disciplinábamos algunos por nuestras devociones mientras se rezaba el Salmo Misere [...]. Éramos todos unas ciento sesenta y seis personas de diferentes padres, aunque en lo demás hermanos muy conformes; todos sabíamos que no teníamos alimentos más que para veinte días [...] pues con tener todo esto bien sabido, no hubo quien quisiese amotinarse para tomar la comida unos de otros, sino antes morir que hacer tal ofensa a nadie [...]. Y había algunos que tenían las malas costumbres de jurar; en éstas pusimos tanta diligencia, que al cabo de diez días no había ninguno que jurase, y teníamos todas las buenas costumbres que podíamos tener. Tornando, como digo, a los alimentos, en

11 La comparación entre la relación Robinson/Viernes y Pedro Serrano/otro náufrago no tiene, en realidad, mucha razón de ser. Incluso dejando de lado las temáticas relacionadas con la sociedad colonial, resulta obvio que Serrano trate de igual a su compañero: los dos son náufragos y, más importante aún, son europeos y cristianos. No se puede decir lo mismo de Robinson respecto a Viernes.

90 cuanto se gastaron unos pocos alcatraces en la isla [...] quiso Nuestro Señor darnos otro, que fué llenarnos la tierra de hierbas, que fué el mejor alimento que hubo [...]. Y con estas misericordias que veíamos, teníamos tan grandes esperanzas en que Dios había de salvarnos, como si claramente lo viéramos delante de nuestros ojos. ¿Quién creería que ciento sesenta y seis personas podían sustentarse cinco meses en una playa de arena, de trescientos pasos de largo y ciento sesenta de ancho, sin otro alimento sino el que Dios suministraba? Teniendo nosotros así tanto cuidado de encomendarnos a Él, tenía Él también de darnos cada día remedio para sustentarnos (Gomes de Brito, 1948, 154-155).

II. 2. 2. Cristianos y Otros

Los náufragos que acompañan a Alonso Zuazo corren constantemente el riesgo de volverse bárbaros, dadas las condiciones extremas. Un paje del licenciado, no pudiendo aguantar la sed, intenta mamar leche de una loba marina, de la que recibe un buen mordisco. El otro papel del licenciado consiste en evitar que los compañeros caigan en estado de barbarie; jamás tendrán que apartarse de la luz de Dios, portándose como salvajes. También es cierto, por otra parte, que a despecho de la ejemplaridad religiosa de las acciones de Zuazo, la manera en que él y los suyos aprovechan los animales de las islas presenta inquietantes parecidos con la antropofagia y los sacrificios humanos. Dos prácticas que la sociedad española, y por supuesto Oviedo, aborrecían y tomaban como justificaciones de la violencia contra los indígenas. Tortugas, aves y lobos marinos son animales que la bondad divina pone a disposición de los náufragos devotos. Aun así, y admitiendo las alusiones a las ceremonias cristianas, la acción de decapitar y beber la sangre de estas criaturas o la práctica de sacar la grasa de una foca y hacer “tasajos” con su carne, amén de ser necesario para la supervivencia, ¿acaso no lleva a la mente ciertas escenas, en aquel entonces ya conocidas, de caníbales devorando a sus enemigos o de sacerdotes extrayendo el corazón a sus víctimas (Glantz, 2005, 113)? Sobre el mismo tema, la Historia trágico-marítima va más lejos al presentar a un grupo de náufragos que están a punto de comerse el cadáver de un “cafre”. Aunque el acto antropofágico no llegue a consumarse (por miedo a represalias de los negros) el planteamiento de esa posibilidad resulta ya chocante para la época. El hecho de que puede que sean unos blancos los que se coman a un indígena representaría una potencial inversión de los roles: el crimen que con más frecuencia se les critica a los Otros llegaría a ser cometido por los

91 portugueses12. Se trata de un tema escabroso para cualquier europeo del siglo XVIII; quizá por esta razón no tiene ulterior desarrollo en la obra. La desnudez es otra temática, y muy importante, presente en la historia de Alonso Zuazo. Lejos de tener connotaciones paradisíacas, no puede ser aceptada por los hombres civilizados. Al respecto es interesante lo que ocurre cuando los tres emisarios de Alonso Zuazo llegan a tierra y hablan con un lugarteniente de Cortés. Al estar los tres desnudos y muy flacos nadie toma en serio las peticiones de ayuda para sus compañeros. Para que los compatriotas les presten atención, les tienen que enseñar una hoja de pergamino con un mensaje escrito previamente por el licenciado, cuyo texto reza: «A cualquier gobernador que ésta llegare, sepa que el licenciado Alonso Zuazo queda en las islas de los Alacranes, donde ha que está tres meses perdido e a mucho peligro, con toda la gente que escapó de la que con él se perdió: envíen luego socorro, del cual hay mucha nescesidad» (Fernández de Oviedo, 1959, 337). Zuazo hace uso de la escritura (signo de civilización) porque sabe que la desnudez despoja a los náufragos de su identidad cultural, haciendo que los demás españoles los tomen por salvajes; por cierto, él tampoco está exento de ese peligro (Martinetto, 2001, 48-49). Una vez que, atendidas las indicaciones de los mensajeros, una nave se acerca a las islas para rescatar al grupo, los salvadores se espantan al ver en qué estado está el licenciado y los demás. Es más; cuando el barco de rescate regresa a la Nueva España es preciso que Zuazo se deje identificar, por lo que antes de desembarcar reza un pasaje de un romance: “Buenas las traemos, señor, pues que venimos acá” (Fernández de Oviedo, 1959, 344). También el relato del Inca Garcilaso deja espacio a la desnudez del náufrago. A los dos meses de estar en la isla a Pedro Serrano se le pudre la ropa y se queda desnudo:

Dentro de dos meses, y aun antes, se vio como nació, porque con las muchas aguas, calor y humedad de la región, se le pudrió la poca ropa que tenía. [...] Con las inclemencias del cielo le creció el vello de todo el cuerpo tan excesivamente que parecía pellejo de animal, y no cualquiera, sino el de un jabalí; el cabello y la barba le pasaba de la cinta (Garcilaso de la Vega, 1976, 25).

La cuestión de la decadencia del aspecto físico sigue teniendo sus implicaciones sociales. En este sentido, para que se cumpla la asociación entre desnudez/aspecto salvaje y bárbaro/criatura demoníaca, es necesario que aparezca el segundo personaje, que en este caso procede del mundo “civilizado”. Se trata del segundo náufrago, que llega a la isla algunos

12 Algunas crónicas españolas del siglo XVI habían registrado casos de canibalismo entre blancos, entre ellas los Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Sin embargo, nunca se había planteado el riesgo de que unos europeos pudiesen propinar esta práctica a los autóctonos.

92 años después de Serrano. Una vez más la palabra desempeña un papel fundamental para desmentir las apariencias.

Cuando se vieron ambos, no se puede certificar cuál quedó más asombrado de cuál. Serrano imaginó que era el demonio que venía en figura de hombre para tentarle en alguna desesperación. El huésped entendió que Serrano era el demonio en su propia figura, según lo vio cubierto de cabellos, barbas y pelaje. Cada uno huyó del otro, y Pedro Serrano fue diciendo: “¡Jesús, Jesús, líbrame, Señor, del demonio!”. Oyendo esto se aseguró el otro, y volviendo a él, le dijo: “No huyáis hermano de mí, que soy cristiano como vos”, y para que se certificase, porque todavía huía, dijo a voces el Credo, lo cual oído por Pedro Serrano, volvió a él, y se abrazaron con grandísima ternura y muchas lágrimas y gemidos [...] (Garcilaso de la Vega, 1976, 25).

Invocar a Jesús es una manera, segura y desesperada a la vez, de reafirmar aquella identidad cultural que el naufragio puede llegar a hacer vacilar. La comparación entre la apariencia salvaje de Serrano y el jabalí acentúa su aspecto inhumano, haciendo necesario confirmar su pertenencia a la comunidad católica. La escena se repite en el momento de ser rescatados. Por temor a que los marineros crean que son demonios, los dos náufragos rezan el credo; ellos mismos son concientes de que ya no parecen hombres (Marías, 1957, 3). El compañero muere durante el viaje de vuelta a España. En cuanto a Pedro Serrano, curiosamente aquel pelo y barba larguísimos que le daban aspecto de demonio son ahora objeto de interés por parte de la gente. Una vez que se ha vuelto a insertar en la sociedad española puede llevarlos incluso ante el rey, como prueba de lo ocurrido. Alonso Zuazo y Pedro Serrano se ven obligados a confirmar su identidad delante de los compatriotas. El primero lo hace con un mensaje escrito y una cita literaria; el otro recurre a las oraciones cristianas. El uso del castellano demuestra su pertenencia a la España imperial y católica, a la vez que se rechaza el parecido con cualquier clase de criatura salvaje o demoniaca. Es, en definitiva, una manera de decir a los coterráneos “¡Yo no soy uno de ellos! Soy de los vuestros!”. La Historia trágico-marítima presenta un mayor desarrollo del tema del contacto con el Otro. Se pone mucho énfasis en la caracterización del entorno natural, que aparece extremadamente diferente del de Portugal, y sobre todo hostil a los náufragos.

[...] llegamos a lo alto del cabezo, donde hallamos todo bien diferente de lo que creíamos; porque no sólo no vimos población, sino que cuanto descubríamos con los ojos eran cercados de valles tan bajos y sierras tan altas que éstas confinaban con y aquéllos con los abismos (Gomes de Brito, 1948, 67).

93 Este pasaje, procedente de la relación del naufragio del São Bento, describe una naturaleza exuberante, cuyo salvajismo pone a prueba las capacidades de supervivencia de los portugueses. A los paisajes abruptos se añaden la dureza del clima, los ataques de los tigres, de los piojos y de los cafres. Las peregrinaciones de los náufragos se configuran como una larga serie de pruebas físicas, que una vez superadas dan derecho a salvarse (D’Intino, 1992, XXIX). Esto es más evidente en los textos sobre el naufragio del São João y del São Bento13. Lo que parece especialmente significativo es la representación de un ambiente natural descaradamente hostil, que se opone a los náufragos europeos del mismo modo que las poblaciones salvajes. La historia de los supervivientes del galeón São João merece una atención especial porque denota, en la narración de las peripecias, un fuerte apego a los patrones de procedencia de los portugueses y su incapacidad de moverse en el medio Otro, lo que les resultará fatal. Al empezar sus desventuras, el galeón acaba de irse a pique, el grupo se organiza según el modelo de la expedición de conquista. El objetivo es recorrer un territorio inexplorado del sureste de África hasta alcanzar un asentamiento portugués.

[...] visto no haber otro remedio, asentaron que debían caminar con el mejor orden a lo largo de esas playas, camino del río que descubrió Lourenço Marques, [...] y luego lo pusieron por obra. Al cual río habría ciento ochenta leguas por la costa; pero ellos anduvieron más de trescientas, por los muchos rodeos que hicieron, por querer pasar los ríos y pantanos que encontraban en el camino, y después volvían al mar, en lo que gastaron cinco meses y medio. De esta playa donde se perdieron, a 31 grados, a siete de julio de cincuenta y dos, comenzaron a caminar con este orden que sigue, a saber: Manuel de Sousa con su mujer e hijos, con ochenta portugueses y con esclavos; y Andrés Vaz, el piloto, en su compañía con una bandera con un Crucifijo erguido, caminaba en la vanguardia; y a Doña Leonor, su mujer, la llevaban esclavos en unas andas. Luego detrás venía el maestre del galeón con la gente de mar y con las esclavas. En la retaguardia caminaba Pantaleón de Sá, con el resto de los portugueses y esclavos, que serían hasta doscientas personas; y todas juntas serían quinientas, de las cuales eran ciento ochenta portugueses (Gomes de Brito, 1948, 27-28).

La expedición de descubrimiento y conquista es un medio de sumisión de probada eficacia, tanto para el imperio portugués como para el español. Tiene además un fuerte valor simbólico, en el sentido que representa la exportación e imposición de los valores del país conquistador. Sin embargo estos portugueses son un grupo de náufragos, y el naufragio es de por sí sinónimo de derrota; en estas condiciones, organizar un viaje desesperado como si de una misión de conquista se tratara resulta totalmente fuera de lugar. Evidentemente los modelos europeos siguen dando seguridad a los portugueses extraviados en ambiente salvaje.

13 Referencias al entorno natural hostil están más o menos presentes en toda la Historia trágico-marítima. Los náufragos del Conceição, por ejemplo, sufren los efectos del sol achicharrante, que parece asarles vivos.

94 La insistencia en las actitudes propias de los blancos marca las desventuras de estos náufragos. Incluso en su situación desesperada, los marineros y los soldados dan la preferencia a sus intereses económicos, llegando a vender el agua disponible y exigiendo cobrar para ir a buscar más. A continuación encuentran a un jefe negro, quien les aconseja que se queden en sus tierras, ya que más allá hay otro cacique hostil. Pero Manuel de Sousa y los suyos, en su afán por continuar su peregrinación, desatienden los consejos. Su obstinación, junto a la incapacidad de comprender el ambiente del Otro, les llevan a dos desgracias. Primero no se dan cuenta de que han llegado al río que buscaban (el Lourenço Marques). En segundo lugar, al continuar su marcha entran en el territorio del soberano enemigo. Aquí la incapacidad de los portugueses roza la estupidez: el capitán permite que los cafres alojen a sus compañeros en diferentes aldeas; por si eso fuera poco, se dejan convencer de que deben entregar las armas para ser mejor proveídos de comida. Una vez repartidos entre varios pueblos y desprovistos de armas, los portugueses son fácilmente despojados de todas sus pertenencias y alejados de las aldeas. Llegados a este punto, la compañía de náufragos se dispersa por los bosques; la expedición militar, que parecía el mejor sistema para moverse en el ambiente no europeo, ha sido aniquilada. Los portugueses vagabundean sin meta y vuelven a sufrir los robos de los cafres. Manuel de Sousa y su esposa, en particular, son desnudados pese a la resistencia de la mujer:

Aquí dicen que doña Leonor no se dejaba desnudar, y que se defendía a puñadas y a bofetadas, porque era tal que quería antes que la matasen los cafres, que verse desnuda ante la gente; y no hay duda que acabara allí en seguida su vida, si no fuera que Manuel de Sousa le rogó que se dejase desnudar, que le recordaba que nacieron desnudos, y pues era Dios servido de aquello, que lo fuese ella. [...] Y viéndose desnuda doña Leonor, tiróse al suelo y cubrióse toda con sus cabellos, que eran muy largos, haciendo un hoyo en la arena, donde se metió hasta la cintura, sin levantarse más de allí (Gomes de Brito, 1948, 38).

Puesto que, como ya sabemos, la desnudez corresponde a la privación de la identidad cultural de europeo, es rechazada tanto por los náufragos portugueses como por los españoles. Tampoco hemos de olvidar que la moral cristiana, a partir del Renacimiento, impone un marcado sentido del pudor, lo cual se traduce en el rechazo de la desnudez. Destacar la falta de vestimenta en la familia del líder del grupo es una forma de decretar la disolución definitiva del mismo en el entorno Otro. Este fenómeno culmina con la muerte del capitán que, una vez fallecidos sus hijos y su esposa, se adentra en la selva y desaparece para siempre. Así pues, los blancos, que no han sido capaces de adaptarse a un medio ajeno al suyo, acaban

95 siendo absorbidos por él. La relación del naufragio del São João es la que más atención dirige hacia las posibles consecuencias del contacto directo entre unos europeos perdidos y el mundo indígena. Menos llamativo resulta lo que ocurre a los náufragos del Conceição en el momento de ser rescatados. Encontrándose en unas islas cerca de la India, los que les prestan auxilio son súbditos de un sultán. Ahora bien, los portugueses llegan a perder su dignidad de cristianos para suplicar ayuda al grupo de negros musulmanes. Supuestamente lo hacen impulsados por el hambre; aun así extraña que los náufragos se declaren dispuestos a servir a los islámicos, renunciando a su papel de agentes del imperio portugués en Oriente. En la relación del naufragio del São Bento no se dedica mucho espacio al contacto entre los portugueses y los Otros. Los cafres encontrados a lo largo de las peregrinaciones están constantemente descritos de manera negativa. En ocasiones se subraya su falta del sentido de la orientación, lo que les lleva a ser pésimos guías para los lusos. Más a menudo destacan por su codicia y falsedad: en particular, los reyes negros resultan ser especialmente interesados en el dinero y las joyas de los portugueses. En línea general, el viaje de la compañía está marcado por los robos y las agresiones por parte de los autóctonos (algunos de ellos son los mismos que anteriormente habían entrado en contacto con Manuel de Sousa). Finalmente, en una ocasión, se plantea el caso de un europeo que se ha asimilado a la cultura del Otro. El hecho se da cuando el grupo de supervivientes encuentra a un portugués que acompaña a un grupo de indígenas. Se trata de otro náufrago y, como es de suponer, el aspecto físico de este personaje no es ya el de un blanco. El contacto prolongado con los negros, además de la adopción de sus costumbres, hace que se parezca en todo a ellos.

[...] vimos salir de un bosque hacia donde estábamos un grupo de cafres que traían entre sí a un hombre desnudo, con un manojo de azagayas a las espaldas (según su costumbre), el cual no se diferenciaba de ninguno de ellos; y en esta cuenta lo tuvimos, hasta que por el habla y cabello conocimos ser portugués, llamado Rodrigo Tristán, que también había quedado de otro naufragio, y que, por hacer tres años que andaba desnudo en las calmas y fríos de aquella comarca, estaba tan mudado de color y parecido, que ninguna diferencia hacía de los naturales de ella (Gomes de Brito, 1948, 78).

El texto de Brito no desarrolla un tema tan interesante, tal vez porque en el Portugal del siglo XVIII la integración total de un blanco en una comunidad de africanos no se consideraba aceptable. Sigue teniendo mucha importancia la apariencia física. Tanto en las historias de Alonso Zuazo como en la de Pedro Serrano, hasta llegar a los textos portugueses sobre naufragios, un aspecto salvaje es sinónimo de pertenencia a una cultura no “civilizada”.

96 Este aspecto estará presente en prácticamente toda la literatura europea que tenga relación con el colonialismo, por lo menos hasta el siglo XIX. La presencia de esta temática en textos españoles y portugueses desde el siglo XVI demuestra la importancia del colonialismo ibérico en la larga historia del dominio de Europa sobre el resto de mundo. Pero lo que más diferencia las obras literarias coloniales españolas y portuguesas de las inglesas es la omnipresencia del referente religioso. Si, por un lado, el Renacimiento ha visto al ser humano convertirse en el autor de su propio destino (los descubrimientos geográficos y el colonialismo lo atestiguan), por otro está todavía muy presente el papel fundamental de Dios en todo lo que atañe a la colonización y al comercio. También es cierto que esta primera fase del colonialismo representa, tal como se ha podido obsevar, el origen de la modernidad, y que ha determinado enormemente la realidad actual de muchos países entre Europa y América. Por último, la importancia del elemento religioso dentro del contexto de la labor evangelizadora de España y Portugal, es una prueba de cómo estos dos países han transformado el catolicismo en un modelo universal y globalizador.

II. 3. EL COLONIALISMO ANGLOSAJÓN

El protagonismo de Inglaterra durante los siglos XVIII y XIX está reconocido por unanimidad; hasta caracteriza la idea misma de imperio colonial. En el imaginario colectivo el explorador es británico, y lo mismo se puede decir del colonizador, al menos en lo que se refiere a la Edad Moderna. En efecto, desde principios del siglo XVIII hasta la descolonización, Gran Bretaña fue, con diferencia, el imperio más extenso del orbe. Aparte de los factores geográficos, el país anglosajón destacaba por su poderío económico y por su eficiencia explotadora. Recordando las observaciones de Mignolo, el siglo XVIII marca de forma tajante el pasaje de la supremacía imperial ibérica a la de Europa centroriental. Del mismo modo, cambia el motor epistémico del colonialismo: si para España y Portugal primaba la labor evangelizadora (sin descartar los intereses económicos), para Inglaterra, Holanda y Francia era más importante rentabilizar los recursos de las nuevas tierras que convertir a los autóctonos al cristianismo. En realidad, cada imperio llevaba a cabo su propia política, y algunos países dedicaban más atención a la “aculturación” de los indígenas que otros. No obstante, los rasgos principales de esta “segunda fase” del colonialismo son: la rentabilización sistemática de las posesiones ultramarinas; el interés por observar la naturaleza

97 y las culturas de las tierras lejanas; una actitud, en línea general, más discriminatoria hacia las poblaciones indígenas que la de los ibéricos. Como se ha podido observar, la explotación económica de las colonias no es un fenómeno nuevo; la novedad consiste en que, a partir del siglo XVIII, con el ascenso de la burguesía capitalista, esta práctica se lleva a cabo de forma generalizada y adquiere cada vez más peso. El Siglo de las Luces coincide con el nacimiento de las expediciones científicas. Si hasta el siglo XVII los viajes estaban finalizados máxime a establecer nuevas rutas comerciales o a conquistar nuevos territorios, ahora en las navegaciones participan naturalistas, botánicos y antropólogos movidos por el afán por el conocimiento del mundo. El desarrollo de las diferentes disciplinas científicas y técnicas ha sido determinante. La actividad evangelizadora de los españoles tendía fundamentalmente a asimilar al Otro a la doctrina católica. Esto implicaba, desde luego, una actitud violenta, ya que o bien se imponían las costumbres europeas a los indígenas (y aunque estos se convirtieran, no se les consideraba al mismo nivel que los blancos), o se les esclavizaba o exterminaba. Pero también es cierto que los misioneros, en muchas ocasiones, se mostraban compasivos con los indígenas y los protegían de los abusos de sus amos. Sin considerar algunos aportes positivos, como la educación. El hecho de que los españoles y los portugueses, desde el primer momento, han dado lugar a un mestizaje biológico y cultural en sus colonias demuestra cómo los ibéricos, para bien y para mal, han dirigido su atención al mundo del Otro. Los anglosajones, en cambio, solían mantener a los indígenas al margen de su sociedad, reservando para sí mismos los beneficios del cristianismo y de la cultura europea. Interesantes las observaciones de Said al destacar cómo:

[...] la sobrecogedora pureza de la búsqueda imperial [...] permanece como la realidad constitutiva y dominante en la cultura del imperialismo. [...] La idea de civilizar y llevar luz a los lugares oscuros es antitética y lógicamente equivalente a su fin efectivo: el deseo de «exterminar a los brutos» que pueden no mostrarse cooperativos o albergar ideas de resistencia (Said, 1996, 264-265).

Salvo casos extraordinarios, los nativos no despertaban el interés del colonizador británico, cuyo objetivo prioritario era extender su dominio en los nuevos espacios y acrecentar sus ganancias. Si se les dirigía algo de atención era sobre todo porque podían resultar útiles para servir a los blancos, o porque representaban un obstáculo a superar para ejercer el control. La función principal de las colonias era abastecer de recursos a Europa; también servían como lugar donde buscar aventuras, fortuna personal, o para saciar el hambre de conocimientos de algún que otro individuo curioso. Las posesiones ultramarinas son

98 necesarias a la sustentación de Europa, aunque no se les reconozca una personalidad cultural propia (Said, 1996, 117-118). Said se refiere a una «práctica de la eficiencia» para indicar la labor de la Europa decimonónica fuera de su frontera. Al llevarse a cabo la colonización, el orden establecido engloba los territorios y los pueblos de ultramar; el resultado es (o debería de ser) el beneficio económico del país dominador, junto a su crecimiento por encima de las naciones rivales. En virtud de esto, todo europeo que actúa por el bien del imperio está, por así decirlo, “redimido” porque no tiene que enfrentarse con las consecuencias morales de sus acciones. Alrededor de la actividad colonial se erige un sistema de conceptos cuya finalidad es legitimar el expansionismo. En esta línea se mueven las doctrinas racialistas que hemos observado en el capítulo anterior. Del mismo modo, la «práctica de la eficiencia» es un apoyo para los ideales capitalistas, que en buena medida se benefician del colonialismo. Según esta lógica, la sumisión del indígena es un hecho absolutamente natural, puesto que, al ser los nativos poco propensos al trabajo y a menudo depravados, precisan un señor europeo (Said, 1996, 125-126 y 265). La novela inglesa, continúa Said, cuenta entre sus textos fundadores Robinson Crusoe, cuyo protagonista es la encarnación del colonizador perfecto, por lo menos acorde con el modelo británico. Crusoe se mueve plenamente dentro de los ideales expansionistas de su país; aunque califique a la isla como “suya”, de hecho la está reclamando para el sistema epistémico (imperial, capitalista y protestante) al que él mismo pertenece (Said, 1996, 126). El náufrago británico se adscribe a aquella burguesía capitalista que empieza a desarrollarse definitivamente a partir del siglo XVIII. Ian Watt subraya cómo Crusoe persigue de forma sistemática sus beneficios económicos, hasta el punto de sacrificar los valores no materiales. Un ejemplo de ello está representado por un criado árabe que, tras salvarle la vida, decide ponerse a su servicio como sirviente y amigo. El inglés afirma quererle, y sin embargo, cuando un portugués le propone una oferta interesante, lo vende como si se tratara de un esclavo cualquiera. Para él el placer más grande deriva de la acumulación de bienes materiales.

Por cierto, en algún día de invierno, Crusoe se da a algún placer. Si no baila con sus cabras como Selkirk, al menos juega con ellas y juega con su loro y con sus gatos, pero su más intensa satisfacción viene del acto de observar su acumulación de bienes. “Tenía tantas cosas a mi disposición”, observa, “que era para mí un gran placer ver todos mis bienes tan ordenados y, especialmente, ver que mis disponibilidades de todo lo necesario eran tan grandes” (Watt, 1999, 66, traducción mía).

99 Aparte de su desmedido apego a las posesiones físicas, Crusoe rompe los cánones en la manera de enriquecerse. Se hace a la mar para dedicarse al comercio marítimo con las colonias: entonces es el imperio la mayor fuente de provecho para la burguesía europea. El padre es de opinión contraria puesto que representa una sociedad, si bien atenta al enriquecimiento personal, más sedentaria y poco propensa a exponerse a los riesgos derivados del alejamiento de la metrópoli. Como es sabido, Robinson no hace caso a los consejos paternos, sufre primero un cautiverio entre los piratas musulmanes, y después el fatídico naufragio. Las consecuencias últimas, sin embargo, superan con creces las expectativas. La novela de Daniel Defoe ha marcado pautas tan importantes en la literatura sucesiva, que es prácticamente imposible imaginar la narrativa de naufragio sin ella. El modelo de self made man que el personaje de Crusoe representa es un símbolo de la recién nacida burguesía capitalista (la obra apareció en 1719). Más importante aún, su forma de apoderarse de la isla partiendo desde la nada ofrece una imagen de la actitud colonial tal como la aplicaron los británicos y las nacientes potencias imperiales a ellos contemporáneas. Al hilo de Robinson Crusoe se ha escrito un sinfín de obras narrativas sobre naufragios. La tendencia ha llegado hasta las reescrituras poscoloniales del siglo XX, como es el caso de la novela de Michel Tournier, Vendredi ou les limbes du Pacifique. Pero también dentro de la época colonial se han dado muchas novelas inspiradas en el texto de Defoe; la mayoría están orientadas hacia el entretenimiento, y se adscriben a la literatura de aventura. Hay una, no obstante, que merece ser observada con detenimiento. Se trata de Der Schweizerische Robinson (El Robinson suizo), publicada en 1812 y escrita por el pastor protestante Johann David Wyss. La novela ha gozado de mucho éxito popular (se han producido adaptaciones televisivas y cinematográficas), sobre todo porque ha sido presentada como novela de aventuras. Relata la historia de una familia de náufragos suizos en una isla desierta, mostrando cómo el grupo sobrevive aprovechando los recursos del territorio con sabiduría. El trabajo colectivo permite convertir la isla salvaje en un hogar ideal hasta el punto de que, una vez reanudados los contactos con el Viejo Continente, muchos europeos se trasladan a vivir ahí. Más allá de la connotación aventurosa, el texto hace mucho hincapié en el trabajo, el sentido del deber, la frugalidad como valores cristianos protestantes. Aquellos que se acogen a estos principios lo pueden todo: mejorar su condición económica, vivir en paz consigo mismos y con los demás y, por supuesto, fundar colonias. The coral island (La isla de coral), es sin duda la novela más conocida del escritor escocés Robert Michael Ballantyne. Además de ser novelista, Ballantyne realizó numerosos viajes alrededor del mundo, consagrándose en 1858 (año de publicación de The coral island)

100 como pionero en la narrativa de aventuras. Los tres adolescentes náufragos, que protagonizan la historia, viven en total libertad y armonía en su isla. En esto, posiblemente, estriba la función escapista a menudo atribuida al texto: proporcionar una situación ficcional de libertad absoluta, lejos de las normas sociales de la Inglaterra victoriana. Sin embargo, este punto de vista se ve abundantemente contrarrestado por la actitud de los personajes, sobre todo a la hora de entrar en contacto con los indígenas. Tal como se podrá comprobar, las observaciones de los jóvenes náufragos delatan reiteradas veces su identidad de británicos. Un último aspecto a destacar en estas dos novelas, pero sobre todo en la de Ballantyne es la presencia de todos los tópicos que caracterizarán la novela de aventura de finales del siglo XIX. Elementos tales como piratas, tribus de indígenas salvajes e islas con una naturaleza edénica serán una constante en autores como Kipling, Salgari o Verne. Lo mismo puede decirse del naufragio, cuya presencia en los autores mencionados tendrá casi siempre un valor episódico.

II. 3. 1. El modelo del buen colonizador...

Robinson Crusoe es una obra compleja que se presta a múltiples claves de lectura. La novela es una especie de tratado moral sobre la condición humana, al tiempo que refleja dos fenómenos característicos de la sociedad en la época. Por una parte el ascenso imparable de la burguesía, apoyado por el inicio del capitalismo moderno. Desde esta perspectiva, el individuo reemplaza a la familia como centro del orden social. Por otro lado, también es importante el sentido religioso de obediencia a Dios que, según las doctrinas puritanas y calvinistas, admite el éxito personal y la acumulación de bienes. La novela presenta muchos elementos de valor religioso. Crusoe no deja de rezar a Dios, y busca algún tipo de aprobación divina para sus acciones. Incluso podríamos considerar el propio naufragio como un castigo divino, aunque su connotación sea bien diferente respecto a los naufragios españoles y portugueses. Al hacerse a la mar, el joven Crusoe desobedece a su padre: su culpa es como una versión, en escala reducida, del pecado original.

In this second sleep I had this terrible dream. I thought that I was sitting on the ground, [...] and that I saw a man descend from a great black cloud, in a bright flame of fire, and light upon the ground. He was all over as bright as a flame, so that I could but just bear to look towards him; his countenance was most inexpressibly dreadful, impossible for words to describe; [...] He was no sooner landed upon the earth but he moved forward towards me, with a long spear or weapon in his hand, to kill me; and when he came to a rising ground, at some distance, he

101 spoke to me, or I heard a voice so terrible, that it is impossible to express the terror of it; all that I cas say I understood was this: “Seeing all these things have not brought thee to repentance, now thou shalt die.” At which words, I thought he lifted up the spear that was in his hand to kill me (Defoe, 1994, 89).

Esta aparición apocalíptica se le presenta a Robinson durante un período de enfermedad, y denota la necesidad de arrepentirse de su pecado. Aquí es donde el valor moral de la novela se hace más patente: además de recurrir a la oración y de dar las gracias a Dios cuando consigue algo, Crusoe tiene que tomar conciencia de la razón por la que se encuentra en esa situación. La isla será entonces, sobre todo durante los primeros años, una prisión donde cumplir una condena consistente en el aislamiento forzoso del género humano. A pesar de todo, para Robinson el naufragio acaba siendo una “desgracia afortunada”, ya que le brinda la oportunidad de convertirse en el dueño de la isla. De esta “caída” tendrá que redimirse mediante sus esfuerzos personales y la ayuda divina. Sin embargo, es importante no caer en el engaño de considerar la estancia de Crusoe en la isla como un exilio. En primer lugar, y esta sería la razón más evidente, su alejamiento de Inglaterra no lleva ninguna implicación política, social ni filosófica: sólo es el resultado de una desventura accidental que se produce durante su actividad de mercader. En segundo lugar para poder definirse como tal, el destierro, cuando no es voluntario, está marcado por la añoranza de una patria o de una sociedad a la que el personaje siente pertenecer, aunque se encuentre lejos. Y esta añoranza es causa de sufrimiento en el exiliado. Cuando el exilio es voluntario, entonces el individuo se aparta de su país o de la sociedad porque busca algo nuevo, generalmente difícil de conseguir en su casa. Ahora bien, el Robinson de Daniel Defoe es un hombre extremadamente pragmático, tal como demuestra su obsesión por los negocios. Su aridez sentimental le impide experimentar una real nostalgia por cualquier persona que pueda haber dejado en Inglaterra o en Brasil (país donde llevaba sus negocios antes del naufragio). Incluso el recurso a la oración, bastante significativo durante los primeros años de su vida en solitario, será tempranamente eclipsado por su empeño en imponerse sobre la isla. El aislamiento no es algo que Robinson haya elegido, lo que le hace padecer la soledad; pero este pretendido sufrimiento parece estar vinculado más a cuestiones prácticas (la imposibilidad de seguir su comercio; la falta de un sistema colonial y explotador que respalde su actividad) que a una carencia de contacto humano. Las intervenciones sobre el entorno natural, y el trato que proporcionará a Viernes demuestran la pobreza humana del náufrago. La permanencia en la isla no cambia a Robinson, sino que le ofrece una oportunidad inmejorable de reafirmar y fortalecer su identidad de europeo colonialista y explotador. Su

102 logro más grande es la adquisición y el ejercicio del poder. Lo que se concreta en la acción progresiva de convertir una isla inhóspita en su casa. La domesticación de las cabras montaraces y del loro, por ejemplo, son una demostración de la toma de control del náufrago sobre la naturaleza. A tenor de esto, Crusoe se convierte también en el artífice de su propio destino; al construir una vivienda segura y confortable para sí mismo da muestra de ser dueño de su vida. La estancia prolongada en la isla no convierte a Crusoe en un bárbaro. A diferencia de los animales, él tiene conciencia de su identidad en todo momento. La calidad de vida y la toma de posesión del entorno dependen por completo de su lucidez, debido al hecho de encontrarse lejos de la sociedad occidental. En este sentido llama la atención el hecho de que redacte un diario. Robinson Crusoe escribe no sólo para tener constancia de cuántos días pasa en la isla sino que, más importante, quiere tomar nota de qué hace cada día y de cómo consigue mejorar su situación gradualmente. No es una casualidad que el informe diario esté centrado en lo que él hace o piensa, incluso cuando se trata de cosas extremadamente banales. La centralidad del yo acerca su escrito a una autobiografía, y responde a la exigencia de tener conciencia de la situación en que se encuentra. Durante su aislamiento Crusoe adquiere y mejora una gran cantidad de habilidades manuales. Dichas habilidades, en Europa, son propias de las clases bajas y generalmente la burguesía comercial (a la que pertenece Crusoe) las rechaza. Sin embargo, fuera de su contexto de origen, el náufrago aprende a valorar las herramientas de trabajo y la capacidad de aprovecharlas: más útil resulta ser buen carpintero que gran mercader. En el entorno de la isla desierta y salvaje el dinero y las mercancías pierden su valor. Este aspecto aparece claramente cuando Robinson encuentra el dinero a bordo del barco naufragado:

[...] I found about thirty-six pounds value in money, some European coin, some Brazil, some pieces of eight, some gold, some silver. I smiled to myself at the sight of this money. “O drug!” said I aloud, “what art thou good for? Thou art not worth to me, no, not the taking off of the ground; one of those knives is worth all this heap; I have no manner of use for thee; e’en remain where thou art and go to the bottom as a creature whose life is not worth saving.” However, upon second thoughts, I took it away, and wrapping all this in a piece of canvas, I began to think of making another raft [...] (Defoe, 1994, 60).

Crusoe recupera el dinero, tal vez por optimismo o por cierto sentido de futilidad, pero se nos da a entender que las riquezas sólo tienen sentido dentro de un sistema social y económico, mientras que carecen de valor para un individuo aislado de la sociedad. En todo caso Robinson mantiene un fuerte apego hacia su mundo de origen. Siente la necesidad de

103 llevar ropa a pesar del clima cálido, y además echa de menos los productos y la comida de Inglaterra (Smith, 1996, 69-70). Sus esfuerzos constantes están encaminados a dar un orden al entorno, para comprenderlo y dominarlo según su sistema epistémico de origen. El resultado es un crecimiento, no sólo material (vive cada vez mejor y acumula objetos), sino espiritual (adquiere un fuerte sentido del trabajo y de la religión). Es una actitud que quiere demostrar la superioridad del hombre blanco. Pese a estar en contacto con ella, Robinson no regresa al estado de la naturaleza. El barco le proporciona una serie de utensilios que van desde comida hasta armas de fuego, todos ellos de origen europeo. Estos objetos resultan necesarios para su supervivencia. Más importante aún, Crusoe dispone de la conciencia de su ser europeo y cristiano; lo que, en definitiva, le permite organizar racionalmente su vida y su trabajo en la isla. Todo este patrimonio material (objetos y utensilios) e immaterial (cristianismo, conocimientos técnicos-científicos) le faculta para sentirse el amo de su ambiente (Spaas, 1996, 105). Así pues, a pesar de la desventura padecida, Robinson mejora su condición. De hecho toda su vida en la isla es un anhelo para acrecentar sus posesiones y sentirse más cómodo. En el momento de abandonarla, ésta se encuentra convertida en una verdadera colonia, puesto que todos sus recursos han sido debidamente aprovechados por el náufrago: por ejemplo, se han domesticado los animales y se ha iniciado la ganadería y la agricultura. Un grupo de ex amotinados ingleses y de colonos españoles son los nuevos pobladores; ellos tendrán que rentabilizar la isla para el beneficio de Crusoe, que sigue siendo el dueño de la colonia. En esto consiste la mayor ganancia que le haya podido derivar del naufragio; más grande incluso que la del dinero acumulado, durante su ausencia, gracias a las plantaciones en Brasil. Crusoe se empeña en mandar nuevos colonos y animales para poblar la isla y trabajar la tierra. Lo hace para enriquecerse, de acuerdo con la lógica colonial y capitalista que se ha citado anteriormente. A veces se han criticado las observaciones de Ian Watt, diciendo que las aventuras del náufrago tienen un sentido únicamente religioso. Durante los treinta y cinco años transcurridos en solitario Crusoe no ha podido atender sus negocios (ha sido su ayudante quien ha cuidado sus inversiones en Brasil), por tanto su historia poco o nada tiene que ver con el colonialismo y la explotación económica (Downie, 1996, 20-22). A nuestro juicio, sin embargo, la narración revela un fuerte sentido práctico del protagonista. Sobre todo en los últimos capítulos se advierte la atención dirigida al dinero (a la hora de indicar cuánto le ha rendido la plantación usa cifras concretas), además de manifestar un deseo incontenible de visitar su isla para ver cómo procede la colonización. El enriquecimiento personal no está

104 necesariamente en contraste con la moral religiosa de Robinson Crusoe; más bien una cosa complementa la otra. No se ha de olvidar que, según la moral calvinista, la Providencia premia el duro trabajo y la búsqueda de una mejor condición, siempre que no falten la devoción y la confianza en la bondad divina. Mucha más insistencia en los valores cristianos se detecta en El robinson suizo, mientras que pasa a segundo plano la visión capitalista. Los hechos son básicamente los mismos que en la obra de Defoe: una familia de colonos suizos naufraga durante un viaje a Australia. Aquí también se ofrece una imagen de los náufragos europeos como colonizadores ejemplares: en concreto, el liderazgo del grupo le corresponde al padre de familia, quien sabe cómo utilizar los recursos de la isla y garantizar la supervivencia de su esposa, de sus hijos y suya propia. A este fin juegan un papel importante la racionalidad (representada por los conocimientos científicos) y las habilidades prácticas; ambos elementos derivan de la experiencia de vida en Europa y, en general, del hecho de ser occidental. Pero más determinante resulta la ayuda de Dios, cosa que toda la familia procura ganarse con el trabajo, físico e intelectual, que les lleva a apoderarse de la isla desierta. Y una vez más, el control sobre el ambiente y la calidad de vida son directamente proporcionales a la cantidad de bienes conseguidos. Bienes que consisten en provisiones alimenticias, objetos de utilidad práctica, o también manufacturas decorativas. Al respecto cabe destacar que el padre reprende a veces a uno de sus hijos por su pereza física, ya que ésta está mal vista por la moral protestante y capitalista como una actitud no productiva. El favor divino merece ser conmemorado con una celebración que recuerde el día en que sobrevivieron al naufragio.

Con gran asombro mío, mis cálculos me demostraron que estábamos precisamente en la víspera del aniversario de aquel día, a la vez venturoso y desgraciado. [...] Dios no sólo nos había salvado a todos de la muerte, sino que en su bondad, nos había concedido por asilo una verdadera tierra de promisión, una especie de paraíso terrenal, donde el trabajo hasta entonces había sido recompensado, donde los más débiles esfuerzos habían sido hasta entonces bendecidos. Un himno de reconocimiento se elevó desde el fondo de mi alma hacia aquel que había otorgado tan delicada protección a mi amada compañera y a nuestros queridos hijos. Resolví no dejar pasar inadvertida para ellos una época tan importante de nuestra existencia, conmemorándola con una solemnidad intérprete fiel de los sentimientos que nuestra pasada y presente situación debían inspirarnos (Wyss, 1985, 136).

La isla, caracterizada como un lugar edénico, denota cierto gusto de lo exótico. Está poblada por animales y plantas propios de áreas geográficas muy dispares: leones, lobos, pingüinos, entre otros, parecen coexistir en un lugar que debería situarse cerca de Australia. No menos sorprendente es el conocimiento enciclopédico del padre de familia. Él sabe reconocer cualquier especie animal o vegetal, y siempre prodiga explicaciones a sus hijos. En

105 pocas palabras, la cultura científica europea puede explicarlo todo. Prueba de ello es la domesticación de animales salvajes como chacales y águilas. Al igual que Robinson Crusoe, los suizos realizan sus propios cultivos y plantaciones, crían animales de corral y de trabajo, tal como lo haría cualquier colono que se precie. La fe y el trabajo hacen al ser humano invencible, hasta el punto de que el cuerpo casi no sufre el paso de los años:

Merced a nuestros incesantes esfuerzos, gracias a un trabajo constante, las plantaciones, los diversos establecimientos que habíamos fundado alcanzaron un verdadero y halagüeño estado de florecimiento, progreso y prosperidad. [...] Cada año había traído consigo un perfeccionamiento, acrecentando nuestras posesiones, aumentando nuestro bienestar. ¡Qué potente es la voluntad del hombre cuando obedece a la ley del trabajo! [...] El tiempo apenas había alterado los rasgos de mi esposa, que siguió siendo el ángel de nuestra soledad; su alma encantadora se reflejaba siempre joven en su bello semblante, en su cariñoso mirar. [...] Mis cabellos habían blanqueado; pero estaba fuerte, sano y bien dispuesto. La edad no había debilitado ninguna de mis facultades (Wyss, 1985, 216-217).

Aparte de los conocimientos y de la fe, los náufragos demuestran tener valor, determinación y destreza en el uso de las armas. Todas ellas son cualidades necesarias, tanto a la supervivencia como a la labor colonizadora. El padre y los hijos se muestran impávidos ante el peligro, son buenos tiradores, consiguen construir utensilios y viviendas sin desanimarse ni un solo momento. El sentimiento de pertenencia a Europa se mantiene vivo, volviéndose evidente cuando se convierte en nostalgia. Cuando se decide volar los restos del barco, los náufragos sienten que algo se ha perdido.

De pronto se oyó una explosión espantosa, y una elevada columna de fuego que se dirigía al cielo desde la superficie de las aguas nos anunció la destrucción completa del buque. Acababa de romperse el último lazo con aquello que, a pesar de su ruina, nos había parecido siempre el único lazo de unión con Europa. Desde entonces adquirimos el convencimiento de que entre nosotros y la patria se había abierto un abismo infranqueable. Esta reflexión trocó los gritos de alegría a que mis hijos se habían preparado en suspiros y tristezas que yo mismo no pude reprimir (Wyss, 1985, 102).

De todas maneras la familia ya ve la isla como su casa, una posesión que ellos mismos han fundado y hacia la que sienten cariño. Cuando, tras diez años de soledad, un barco inglés les descubre, deciden quedarse. El hijo mayor viaja a Inglaterra con la hija del capitán para casarse. Después ambos vuelven a la isla, cuya fama ha alcanzado Europa y atrae a muchos colonos. Una vez establecidos los contactos regulares con Europa, la Nueva Suiza (así ha sido

106 bautizada la isla) se ve convertida en una colonia próspera y activa, bajo el liderazgo (no podía ser de otra forma) del hijo del robinson suizo. La actitud de Jack, Ralph y Peterkin (los protagonistas de The coral island) no difiere sustancialmente de las ya observadas en la novela de Defoe y en la de Wyss. Es cierto que, al menos en un primer momento, los náufragos no dan especial importancia a su identidad de cristianos. En cambio, no dudan en ningún momento de su pertenencia a Inglaterra, lo que les faculta para tomar posesión de la isla, pese a acabar de alcanzarla y a no disponer de ningún medio para colonizarla. “We’ve got an island all to ourselves. We’ll take possession in the name of the king; we’ll go and enter the service of its black inhabitants. Of course we’ll rise, naturally, to the top of affairs. White men always do in savage countries” (Ballantyne, 1994, 23). Este pasaje se sitúa al principio de la narración; los tres jóvenes tan sólo llevan unas pocas horas en su nuevo entorno, y sin embargo se dejan ya bien claras las “obligaciones y derechos” de los blancos que se encuentran fuera de la metrópoli. Se junta el placer del exotismo que despiertan las tierras lejanas, con un marcado sentido de superioridad de los valores europeos, cosa muy común en esa época. Tal como ocurría en El robinson suizo, también para los náufragos de Ballantyne los conocimientos científicos lo explican todo. Al considerarse la ciencia privilegio de los europeos, se entiende cómo el dominarla pone a los náufragos en una posición de superioridad, no sólo respecto a los autóctonos sino también al ambiente natural. De entre los tres, es Jack el que más destaca por su instrucción y su agudeza de observador. Una vez más, la isla se ofrece a los occidentales en su gran belleza y fertilidad, hasta el punto de querer vivir en ella para siempre:

But I am certain that none of us wished to be delivered from our captivity, for we were extremely happy, and Peterkin used to say that as we were very young we should not feel the loss of a year or two. [...] The climate was so beautiful that it seemed to be a perpetual summer, and as many of the fruit-trees continued to bear fruit and blossom all the year round, we never wanted for a plentiful supply of food. The hogs, too, seemed rather to increase than disminish, although Peterkin was very frequent in his attacks on them with his spear (Ballantyne, 1994, 191-192).

Esta tierra de los mares del sur ofrece recursos que parecen inagotables pero, al tiempo que se alaba su esplendor y la dulzura de su clima, los tres náufragos no olvidan su patria adonde, a pesar de lo bien que hablen de la isla tropical, querrán volver. Las manifestaciones de júbilo ante la aparición del primer barco no dejan lugar a dudas. A la insistencia en las “virtudes” del nuevo territorio subyace la idea de que sería oportuno explotarlo. No obstante,

107 se da un acontecimiento que merece ser mencionado: se trata del hallazgo, dentro de una cabaña, de los esqueletos de un hombre y de su perro, que murió a su lado. No se dan informaciones sobre este individuo, pero algunos indicios (utensilios de hierro, la presencia de una pistola) hacen pensar que se trata de un europeo. Este descubrimiento de los restos de una persona muerta en la más completa soledad, posiblemente víctima de otro naufragio, inspira reflexiones melancólicas en los protagonistas. Tal vez este hecho insinúa que la isla podría no ser el paraíso o la colonia próspera que parece.

II. 3. 2. ...con el Otro para servirle

En El robinson suizo no se plantea la relación entre los náufragos y una cultura Otra. No obstante, merece la pena anotar que la pertenencia al sistema europeo parece autorizar a los suizos a sentirse dueños de la isla. No dudan ni un solo momento en doblegar la naturaleza a su voluntad y servicio; los animales son casi siempre matados para aprovechar su carne o su piel. Si alguna vez ocasionan daños a las propiedades de los robinsones, estos no dudan en propinarles un duro castigo.

Al bordear las plantaciones de Zuckertop, observé, con asombro, que los tallos, de una altura de ocho a diez pies, estaban tronchados y caídos como si hubiese descargado allí alguna granizada. [...] Los infames monos se habían conducido allí como en la alquería, o peor aún. ¡Todo estaba destrozado, destruido por ellos! [...] A la caída de la tarde, [...] llenamos las calabazas y las cortezas de coco, [...]de leche de cabra, de vino de palmera y de grano de mijo machacado, teniendo cuidado de mezclar a esto una parte igual de la droga [...] que nos pareció necesaria para dar una lección de que pudieran guardar permanente recuerdo los despiadados destructores de nuestros dominios. [...] Al día siguiente, y muy de mañana, deseoso de saber lo que había sucedido durante la noche, nos levantamos y pudimos hacernos cargo de los efectos producidos por el medicamento. Puedes ya estar tranquilo, pues es seguro que en la actualidad no ha quedado ni un mono en dos leguas a la redonda (Wyss, 1985, 209- 210).

Jamás la naturaleza ha de obstaculizar la labor de los colonizadores, quienes están dispuestos a reafirmar su superioridad con cualquier medio en cualquier momento. Un mayor desarrollo del tema de la otredad está presente en Robinson Crusoe. En primer lugar, el aislamiento y el individualismo hacen que Crusoe vea el mundo en comparación consigo mismo. Así pues, lo que él hace o construye sigue como modelo su persona, o a lo sumo su contexto de procedencia. En cierto sentido, la figura de Robinson Crusoe recuerda el personaje mítico de Narciso. Un ejemplo interesante se observa cuando el

108 loro llama a Crusoe por su nombre: “Poor Robin Crusoe! Where are you? Where have you been? How come you here?” (Defoe, 1994, 141). Por primera vez desde que ha llegado a la isla, el náufrago oye una voz distinta a la suya. Estas pocas palabras, que Crusoe había enseñado al loro, no son sino un simulacro de él mismo, aunque, por ser vacías y carecer de un razonamiento, no tienen ningún valor de voz humana. Su sentido consiste únicamente en representar una reproducción de la figura de Crusoe (Spaas, 1996, 100-101). Octave Mannoni apunta varias observaciones interesantes sobre obras como Robinson Crusoe y La Tempestad. Sus estudios sobre las raíces psicológicas del colonialismo le dan la oportunidad de ilustrar cómo la novela de Defoe revela la vocación colonial tal como existe en el subconsciente del autor y de sus lectores europeos. Robinson (al igual que personajes como Ulises, Sinbad o Gulliver) se enfrenta a peripecias y a una situación de exilio. A juicio de Mannoni estas vicisitudes son representaciones de la prohibición como castigo por desobedecer a la autoridad. Autoridad que en línea general (y es el caso de Robinson) se identifica con la figura del padre (Mannoni, 1950, 97). Cabe añadir que la existencia misma de la isla desierta responde a un deseo de huir lejos de la autoridad paternal y de las demás personas. Se trata de una pulsión presente en el subconsciente de la mayoría de las personas desde la infancia14, y que probablemente haya contribuido a popularizar el mito de la isla desierta como lugar de evasión de la sociedad urbana. La vida en solitario permite llenar virtualmente la isla vacía de personajes que responden mejor a unos ideales determinados: personajes como Viernes, el caníbal que Robinson convierte en fiel y manso esclavo. Acorde con la lectura del intelectual francés, la representación de Viernes delata una incapacidad de adaptación a la realidad social, a la vez que se relaciona con una necesidad patológica de dominación. Además de personajes idealizados el subconsciente crea, siempre según Mannoni, figuras negativas como los antropófagos, o cualquier personaje hostil, que pueden ser bien la representación de seres malvados sobre los que el sujeto proyecta su deseo de actuar mal, bien la imagen de los padres que prohiben estas malas acciones (Mannoni, 1950, 99-100). El aspecto físico del náufrago, después de muchos años viviendo lejos de Inglaterra, es objeto de reflexión. Viste pieles de cabra y luce un enorme bigote: aparentemente a Crusoe no parece importarle mucho su apariencia, pues vive completamente solo. Pero su autodescripción detallada delata cierta preocupación, debido a que su fisonomía espantosa le

14 En los años 30 y 40 Mannoni ejerció la docencia en Madagascar, entonces colonia francesa. La observación de la realidad social de la isla le ha permitido estudiar de cerca las relaciones entre colonos e indígenas. Aunque los ejemplos y casos concretos de su trabajo estén limitados a los contactos franceses/malgaches, los principios generales identificados por Mannoni pueden ser aplicados a cualquier contexto colonial.

109 acerca peligrosamente a un hombre salvaje. Si el loro hablador produce cierto regocijo (es un elemento natural moldeado a su imagen y semejanza), el aspecto físico del náufrago infunde miedo. Este miedo está alimentado por las dicotomías humano/animal y Yo/Otro, que parecen ser el eje del pensamiento de Crusoe (Spaas, 1996, 102-103). El verdadero encuentro con el Otro llega cuando Robinson encuentra a Viernes. Otra vez, la apariencia física resulta ser determinante. Esta es la descripción del indígena:

He was a comely, handsome fellow, perfectly well made, with straight strong limbs, not too large, tall and well-shaped, and, as I reckon, about twenty-six years of age. He had a very good countenance, not a fierce and surly aspect, but seemed to have something very manly in his face, and yet he had all the sweetness and softness of an European in his countenance too, especially when he smiled. His air was long and black, not curled like wool; his forehead very high and large; and a great vivacity and sparkling sharpness in his eyes. The colour of his skin was not quite black, but very tawny; and yet not of an ugly yellow, nauseous tawny, as the Brazilians and Virginians, and other natives of America are; but of a bright kind of a dun olive colour that had in it something very agreeable, though not very easy to describe. His face was round and plump; his nose small, not flat like the Negroes’, a very good mouth, thin lips, and his fine teeth well set, and white as ivory (Defoe, 1994, 202).

La profusión de detalles es un indicador de la obsesión de Crusoe por la relación entre los rasgos somáticos y la identidad cultural. El parecido de Viernes con los europeos podría hacer creer que el sistema de pensamiento del náufrago está a punto de desmoronarse: si el hombre primitivo se parece tanto a un hombre civilizado, ¿qué sentido tendría seguir manteniendo la oposición entre los dos modelos? En realidad, el razonamiento de Crusoe está lejos de ponerse en duda. No olvidemos que Viernes debe su vida al inglés, habiendo sido salvado justo un momento antes de que otros caníbales le ejecutaran como prisionero de guerra. El hecho de haber estado a punto de sufrir la barbarie de los antropófagos despierta la simpatía de Crusoe hacia el indígena. Además, el de tener rasgos “europeos” que lo diferencian de los negros e indios, hacen que el náufrago vea en Viernes un siervo perfecto. De hecho le aleja de la antropofagia, convirtiéndole al cristianismo y a las costumbres británicas. Se mantiene así vigente la jerarquía que garantiza la posición de superioridad del blanco. El planteamiento de la otredad comienza con el hallazgo de la huella de un pie desnudo. Esto preocupa sobremanera a Crusoe, pues relaciona de inmediato la otredad con el canibalismo. El terror se renueva dos años después, al encontrar huesos humanos en la playa, señal de que se ha consumado un banquete antropofágico. Crusoe, que por primera vez ve en peligro no sólo su poderío en la isla, sino su propia vida, reacciona de manera tal vez ingenua: se encierra en su fortaleza, evitando salir sin llevar armas. A partir de ese momento, se entrega

110 a conjeturas acerca de los antropófagos que seguramente viven en la tierra firme, no muy lejos de su dominio. Como muchos europeos antes que él, el náufrago lleva a cabo una especulación consistente en definir como caníbales a poblaciones salvajes que viven lejos de Europa. No conoce a estas etnias (ni le interesa conocerlas), con lo cual no sabe si realmente se alimentan de carne humana o no; sin embargo, por el simple hecho de no haber sido sometidas a los europeos, estas tribus merecen ser calificadas como caníbales y despreciadas como tales. Estamos ante un discurso ideológico, orientado a defender la superioridad cultural de Europa y a legitimar posibles esclavizaciones y exterminios. El canibalismo es la otredad en su máximo grado, puesto que los caníbales siempre son aquellos que viven lejos de los europeos y no están sometidos a estos. Crusoe tiene entonces las ideas muy claras cuando afirma que «all my apprehensions were buried in the thoughts of such a pitch of inhuman, hellish brutality, and the horror of the degeneracy of human nature». Por lo tanto, a la vista de los huesos humanos “gave God thanks that had cast my first lot in a part of the world where I was distinguished from such dreadful creatures as these” (Defoe, 1994, 163). Robinson ve en todos los indígenas unas criaturas demoniacas y degeneradas, sintiéndose a la vez afortunado por ser europeo. Esta deshumanización de los salvajes le permite planear expediciones punitivas para matarles sin remordimientos, caso de que vuelvan a aparecer (Ellis, 1996, 46-47). Según la lógica de Crusoe, los caníbales sólo comen carne humana en virtud de su naturaleza perversa. Este discurso resulta excesivo, y hasta carece de sentido común, pero entre los europeos del siglo XVIII debía de tener bastante popularidad. La aparición de Viernes en la vida del náufrago se acompaña con otra concepción, más realística. El indígena, que es antropófago a su vez, explica a Robinson que los caníbales comen únicamente a los enemigos capturados en batalla. El canibalismo es entonces una práctica ritual: una manera de adquirir la esencia espiritual del enemigo. No se explica con la maldad ni con el sadismo de los autóctonos. Defoe reproduce en las palabras de Viernes el relativismo cultural, que había sido propugnado por Montaigne y que sería desarrollado por los antropólogos durante los siglos siguientes. Está claro que, para Crusoe, la simple existencia de la antropofagia es inaceptable, ya sea ésta un fenómeno ritual o pura perversión. Él, que ha invertido buena parte de su vida y de su inteligencia en englobar la isla en su esfera de influencia, está aterrorizado ante el peligro de ser a su vez englobado por el mundo del Otro.

111 Según Octave Mannoni la soledad, tan temida por el náufrago, acaba transmitiendo más seguridad que la posibilidad de tener compañía. Robinson sufre porque está solo, pero cualquier señal de presencia humana es suficiente para aterrorizarle. Mannoni explica esta paradoja recordando que Crusoe ha aprendido a sacar partido de su soledad, asumiendo el control del entorno natural y adaptándolo a sus necesidades e ideales. El loro hablador y el servidor que tanto desea (antes incluso de encontrar a Viernes) son figuras tranquilizantes de la presencia ajena. La tendencia al escapismo que hemos observado poco antes se manifiesta inicialmente con una animadversión hacia las demás personas, y continúa generando imágenes opuestas. En el caso de Robinson éstas son, por un lado, los caníbales; por el otro, Viernes, que es un personaje positivo pero carente de personalidad propia15. En definitiva, el psicanalista francés insinúa que la actitud del colonizador delata la necesidad (originada en la infancia y nunca superada) de vivir en un mundo sin personas (Mannoni, 1950, 98 y 102-103). Los caribes representan también una amenaza a su hegemonía política en la isla. En más de una ocasión había afirmado ser el señor y amo de su territorio, y tener todos los derechos de explotación sobre él. Cuando, junto con él, viven en la isla Viernes, el padre de éste, y el soldado español rescatado de los caníbales, Crusoe reitera su soberanía absoluta; está reproduciendo, a escala reducida, el esquema colonial vigente en Inglaterra. El principio de jerarquía es algo incuestionable, y lo sigue siendo a la hora de poblar la tierra y de llevar a cabo su verdadera colonización. Los británicos se sitúan en la cumbre, seguidos por los colonos españoles y, por último, los siervos indígenas. Todos aquellos que se niegan a doblegarse a la voluntad de Crusoe son definidos «caníbales» (Ellis, 1996, 49). Viernes, si bien ya no come carne humana, no es más que un servidor, al que ni siquiera se le da el derecho a llamar a Crusoe por su nombre. Las opiniones que los protagonistas de The coral island tienen de los indígenas son en parte análogas a las de Robinson. Al cabo de un tiempo los náufragos reciben la visita de un grupo de aborígenes en guerra entre ellos. En esta circunstancia se aprecia una obsesión con sus rasgos somáticos, tal como se observa en este pasaje:

One of those women was much younger than her companions, and we were struck with the modesty of her demeanour and the gentle expression of her face, which, although she had the flattish nose and thick lips of the others, was of a light-brown colour, and we conjectured that she must be of a different race. She and her companions wore short

15 Estos instintos infantiles estarían en el orígen de un fenómeno ambiguo y frecuente en la historia del colonialismo. La búsqueda de lugares lejanos poblados de indígenas hospitalarios (los esclavos perfectos) a la vez que se fortifican los asentamientos y se exterminan los autóctonos hostiles. Tanto la idealización como la demonización de lugares y habitantes nacen en el subconsciente de los europeos.

112 petticoats, and a kind of tippet on their shoulders. Their hair was jet black, but instead of being long, was short and curly –though not woolly- somewhat like the hair of a young boy (Ballantyne, 1994, 200).

La descripción de la joven indígena parece estar inspirada en el retrato de Viernes hecho por Crusoe. Sigue viva la insistencia en la tonalidad de la piel, la textura del pelo, y en cualquier elemento que delata la pertenencia a una raza no blanca. La práctica totalidad de los indígenas están descritos como seres demoniacos, incapaces de controlar sus propios instintos, cuya ferocidad supera con creces la de cualquier fiera, y por supuesto caníbales. Esta imagen se plantea desde las primeras páginas de la novela. El narrador, que es Ralph, uno de los tres náufragos, comienza su relato manifestando su fascinación por las islas del Pacífico; una fascinación donde la belleza del paisaje y la fertilidad de la tierra se entremezclan con el peligro que suponen sus pobladores, hombres salvajes y sedientos de sangre. El hecho de que estas concepciones del Otro hayan pasado, casi sin experimentar cambio alguno, de un texto de principios del siglo XVIII (por no citar los textos españoles muy anteriores), a otro de mediados del XIX nos demuestra cuán arraigadas estaban en la epistemología occidental. Por muy amenos que puedan resultar los lugares exóticos, la necesidad de la intervención europea está fuera de cuestión y está orientada, entre otras cosas, a mejorar la calidad de vida lejos de la metrópoli. Se trata, tal como indicaba Said, de un mecanismo mental antes que administrativo y social. De él nacía un círculo de dominio y dependencia entre la potencia dominadora y las colonias, que en aquel periodo era prácticamente imposible romper. Todo lo bueno no podía llegar sino de Europa, ya se tratara del arte, de la ciencia o de la religión (Said, 1996, 64). Precisamente en el aspecto religioso se da la diferencia entre Robinson Crusoe y The coral island, en lo que corresponde a la relación con los indígenas. En ningún momento el texto de Ballantyne deja ver en la esclavización una manera de solucionar el “problema indígena”, cosa que, al contrario, está bien presente en la obra de Defoe. Pero esto no extraña en absoluto si se tiene en cuenta que, para el año 1858, casi todos los países europeos habían formalmente abolido la esclavitud. Al no ser ya practicable la sumisión física, sólo queda la espiritual; es por esta razón que se insiste mucho en la labor misionera en las islas meridionales. La actividad de los religiosos es caracterizada como legítima y siempre positiva. Cualquier individuo que no haya estado en contacto con los padres misioneros, o que no acepte el cristianismo y las costumbres europeas, es visto como peligroso y designado con los calificativos que ya se conocen. Así pues se exageran las características negativas de los antropófagos, al tiempo que se ensalza la figura de los misioneros. Los primeros están

113 dominados por la perversión, son analfabetos y matan por placer; los segundos son los portadores de la civilización, de la instrucción e inculcan aquellos valores genuinamente humanos que son la paz, la piedad y el respeto mutuo. La imagen de ambas partes acaba extremándose, hasta el punto de ser poco creíble; pero en ningún momento queda en entredicho la asignación de estos papeles. Lo único positivo que se les concede a los indígenas es una fugaz apreciación acerca de sus tatuajes; aunque ésta se justifica inmediatamente con el hecho de que las pinturas corporales ayudan a paliar la desnudez de los que las llevan. Además de los indígenas y de los misioneros, en la novela aparecen también los piratas, quienes tienen una caracterización algo ambigua. Si por un lado se destaca su origen europeo, por otro llaman la atención su aspecto salvaje y su crueldad en la manera de actuar. “I beheld a man of immense stature and fierce aspect regarding me with a smile of contempt. He was a white man –that is to say, he was a man of European blood– though his face, from long exposure to the weather, was deeply bronzed” (Ballantyne, 1994, 222). Estas líneas describen al capitán del barco pirata, quien rapta a Ralph, llevándole en un viaje de contrabando por las islas del Pacífico. Paradójicamente, el jefe corsario admira la labor misionera siendo él mismo igual o más sanguinario que los propios salvajes: “...this is the man who favours the missionaries because they are useful to him and can tame the savages better than any one else can do it! Then I wondered in my mind whether it were possible for any missionary to tame him!” (Ballantyne, 1994, 246). La aparición de los piratas plantea un interesante papel intermedio entre la maldad absoluta y natural (representada por los aborígenes) y la justicia incondicional (ostentada por los evangelizadores). El periodo de tiempo transcurrido navegando con los filibusteros da a Ralph la oportunidad de comprobar cuán inciviles son sus compañeros de viaje, y también hasta qué extremo puede llegar la barbarie de las tribus locales. De hecho los piratas acaban masacrados al fracasar su expedición punitiva para exterminar a los indígenas, lo que permite al joven náufrago apoderarse del barco y regresar a la isla donde le esperan sus dos amigos. Que los náufragos procedan del mundo civilizado no quiere decir que estén exentos de volverse salvajes. De hecho, el riesgo de alejarse del cristianismo está presente de forma constante. Lo vemos en el momento en que Ralph no logra recordar ningún versículo de la Biblia para ser rezado con ocasión de la muerte de un pirata. El tema vuelve a plantearse una segunda vez, más adelante. Los tres jóvenes llegan a una isla en la que la mitad de los pobladores son convertidos a la religión y a las costumbres occidentales, mientras que los

114 demás siguen viviendo en estado salvaje. En este caso es un indígena convertido al cristianismo quien previene a los náufragos del peligro de alejarse del camino recto.

[...] the native teacher conversed with us again, and told us many things concerning the success of the gospel among those islands; and perceiving that we were by no means so much gratified as we ought to have been at the hearing of such good news, he pressed us more closely in regard to our personal interest in religion, and exhorted us to consider that our souls were certainly in as great danger as those of the wretched heathen whom we pitied so much, if we had not already found salvation in Jesus Christ. “Nay, further”, he added, “if such be your unhappy case, you are, in the sight of God, much worse than these savages (forgive me, my young friends, for saying so): for they have no knowledge, no light, and do not profess to believe; while you, on the contrary, have been brought up in the light of the blessed gospel, and call yourselves Christians. These poor savages are indeed the enemies of our Lord; but you, if ye be not true believers, are traitors!” (Ballantyne, 1994, 342-343).

Este «bárbaro convertido» demuestra tener más sentido común que nadie, pues dirige comentarios acertados a sus amigos blancos, que supuestamente deberían ser portadores de la civilización británica. Si haber nacido lejos de la luz divina es malo, mucho peor es ser cristiano y caer en la barbarie por no seguir los preceptos de la «verdadera religión». La posición de este profesor aborígen es comparable con la de un iluminado, pues no sólo recurre a la oración sino que vive siguiendo los principios del respeto y del diálogo, rechazando la violencia incluso contra los caníbales. La actitud agresiva de Jack es lo que pone en peligro la vida de los náufragos, puesto que, debido a unas escaramuzas con la tribu indígena, los tres son apresados para su inminente sacrificio. Pero aquí llega el desenlace feliz, en concreto a través de la conversión del cacique al cristianismo, lo que permite que los protagonistas sean puestos en libertad. Una ulterior confirmación del poder salvífico de la evangelización. Antes de embarcarse para su regreso definitivo a Inglaterra (no podía acabar de otra forma) los tres contemplan una escena, sugestiva y muy emblemática, sobre el fin de la barbarie y el triunfo de la civilización europea:

The scene that met our eyes here was one that I shall never forget. On a rude bench in front of his house sat the chief. A native stood on his left hand, who from his dress seemed to be a teacher. On his right stood an English gentleman, who I at once and rightly concluded was a missionary. He was tall, thin, and apparently past forty, with a bald forehead and thin gray hair. The expression of his countenance was the most winning I ever saw, and his clear gray eye beamed with a look that was frank, fearless, loving, and truthful. In front of the chief was an open space, in the centre of which lay a pile of wooden idols, ready to be set on fire [...] (Ballantyne, 1994, 377).

La importancia otorgada a la labor evangelizadora diferencia parcialmente The coral island respecto al clásico de Defoe. Sin embargo, es fácil suponer que la conversión de los

115 indígenas no sea sino una forma alternativa de reducirles a la voluntad y servicio de los colonizadores. Si bien la esclavitud, en esa época, era formalmente historia, no se podía decir lo mismo del expansionismo británico.

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La actitud colonial es una toma de posición que actúa tanto en el campo religioso, social como económico. Se trata de una construcción cultural y, de alguna manera, apoya la actividad del Imperio fuera de sus fronteras. En literatura la actitud colonial se manifiesta institucionalizando sus ideas. Estas ideas son, casi siempre, discriminatorias hacia la Otredad. El canon literario, por su relación estrecha con el poder (el Imperio es una estructura de poder) actúa como un eslabón entre la actitud colonial, que es un concepto filosófico, y la representación literaria del Otro. Si hoy en día, desde la actual teoría literaria del canon, miramos hacia los autores de los que hemos hablado caemos en la cuenta de cómo apoyan al Imperio; se amoldan a los patrones estéticos y sociales promovidos por los centros de poder al que hacen referencia. A veces, como ocurre con Robinson Crusoe, el autor pasa a ser parte del canon, porque marca un modelo que influye en los autores posteriores. La literatura de naufragios revela dos maneras distintas de relacionarse con la labor colonial y con las culturas de los Otros. Los españoles y portugueses ponen especial énfasis en la actividad evangelizadora y en la asimilación de los indígenas a las costumbres cristianas. Los británicos (y por extensión los países protestantes) tienden a otorgar especial prominencia al aspecto económico. El objetivo prioritario es la explotación de los territorios ajenos a Europa y la rentabilización de sus recursos. A diferencia del náufrago ibérico, el anglosajón siempre intenta mejorar su situación personal y económica. La presencia del Otro interesa en la medida en que éste puede ayudar al blanco a realizar sus proyectos, que son, en última instancia, el enriquecimiento financiero y el dominio sobre el entorno. Ambas clases de actitud colonial corresponden a las dos etapas históricas del colonialismo, consistente en una primera fase (siglos XVI-XVII) dominada por España y Portugal, y en una segunda (siglos XVIII-XIX) en la que prima Inglaterra. Por otro lado, si miramos al mundo colonial en su conjunto, entendemos que los imperios, si bien pueden ser diferentes y mostrar rivalidad entre ellos, suelen coincidir en cuanto a sus objetivos de explotación y enriquecimiento. Todos sabemos, por ejemplo, que España e Inglaterra se han relacionado con los indígenas de forma diferente, por no mencionar

116 la fuerte enemistad entre las dos potencias. Sin embargo es innegable el de que ambos países han querido expandirse y enriquecerse, además de haberse cobrado un tributo enorme en sangre. Volviendo a la literatura, no debemos olvidar que los náufragos (ya sean ibéricos o anglosajones) añoran los patrones de origen, es decir el sistema epistémico occidental. No cuestionan su identidad de cristianos y blancos, sino que estas características salen fortalecidas con el apuro del naufragio. Tampoco se debe subestimar la incidencia de factores psicológicos profundos en la manera de relacionarse con los miembros de comunidades no europeas. Con frecuencia la representación del Otro resulta distorsionada por su identificación con complejos y miedos que hunden sus raíces en la infancia del colonizador. Dicho de otra forma, ese Otro tan temido u odiado está, a veces, dentro del propio europeo. Asignarle una raza, un color de piel, o una costumbre aborrecible es una manera de exorcizar los propios monstruos interiores. La actitud colonial, en cualquiera de sus formas, inhibe la comprensión de la realidad Otra, puesto que opta por someterla.

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III. VISIONES DEL OTRO EN LA ÉPOCA COLONIAL: CABEZA DE VACA Y SHAKESPEARE

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Durante toda la época colonial el apoyo al expansionismo europeo es prácticamente absoluto; las obras literarias sobre naufragios, tal como se ha podido observar, no son una excepción. Sin embargo no faltan, en pleno colonialismo, “voces” individuales que se desmarcan en parte de la ideología dominante. Mejor dicho, no se ciñen completamente a los patrones propios de la actitud colonial. En lo que se refiere a las historias de naufragios destacan dos textos que, teniendo en cuenta el período al que pertenecen, resultan muy innovadores. Se trata de Naufragios, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y de la conocida comedia de William Shakespeare, titulada The tempest. Las dos obras testifican sendos momentos importantes para sus patrias de origen: los Naufragios fueron escritos cuando el imperio español estaba alcanzando su apogeo, mientras que The tempest vio la luz en los años en que Inglaterra se lanzaba a la conquista de Norteamérica. Antes de observar estos textos de cerca serán oportunas algunas consideraciones previas. En primer lugar, no hay que malinterpretar la también notable novedad que las obras en cuestión representan. No se trata, en pocas palabras, de escritos contra la conquista del Nuevo Mundo, ni contrarios a la expansión imperial. A fin de cuentas se adscriben históricamente a un momento de fuerza de los imperios español e inglés. En 1542 (año de publicación de la crónica de Cabeza de Vaca) no hacía mucho que se habían producido las conquistas más importantes en el Nuevo Mundo; el poderío de España se encaminaba hacia una fase de consolidación. Por otra parte, la Inglaterra de 1610 no sólo veía nacer una de las últimas comedias shakespearianas, sino que acababa de iniciar su expansión exitosa en los actuales Estados Unidos. Por lo tanto, dado el momento especialmente favorable a la expansión imperial, sería excesivo afirmar que éstas desaprueban la intervención de Europa en América.

119 La realidad es que ni en los Naufragios ni en The tempest se cuestiona la legitimidad del colonialismo, pero sí se toman posturas críticas hacia ciertas manifestaciones excesivas de la actitud colonial. Para identificar esta perspectiva aparentemente ambigua podemos tomar prestado el concepto de «pensamiento fronterizo» de Walter D. Mignolo. Según su definición, el pensamiento fronterizo consiste en:

[...] una reflexión crítica sobre la producción del conocimiento tanto desde el interior de las fronteras del sistema-mundo moderno/colonial [...] como desde sus fronteras exteriores [...]. Por fronteras exteriores me refiero a las existentes entre España y el mundo islámico, así como con los pueblos azteca o inca en el siglo XVI, o a las que se dieron entre los británicos y los indios en el siglo XIX o a las memorias de la esclavitud en el concierto de historias imperiales (Mignolo, 2003, 70).

El pensamiento fronterizo requiere una actitud de diálogo con los conocimientos subalternos, es decir, con los sistemas epistémicos que el colonialismo intenta ocultar o reprimir. Esta clase de especulación se lleva a cabo, continúa Mignolo, a la vez desde todos los sitios y desde ninguno, dado que supone una doble crítica: se critica tanto al mundo de procedencia como a la nueva realidad con la que se entra en contacto. Todos los sistemas de pensamiento y conocimiento tienen sus limitaciones porque cada uno tiene una visión del mundo centrada en sí mismo. Para superar este desfase es necesario tomar en consideración aquellas que Mignolo denomina «historias locales» que son, en definitiva, las culturas subalternas. De esta manera el pensamiento fronterizo realiza una especie de liberación de los conocimientos que han sido reducidos al silencio y a la invisibilidad por el mundo colonial. El pensamiento fronterizo trata de superar los límites de todos los sistemas epistémicos buscando los aspectos positivos de cada uno. A raíz de estas características, este modo de pensar es tendencialmente no opresivo y de gran valor ético (Mignolo, 2003, 71 y 130-131). El surgimiento de esta clase de pensamientos híbridos, como el fronterizo identificado por Mignolo, es una consecuencia indirecta del colonialismo, puesto que puede nacer del contacto entre individuos de culturas distintas. El motivo radica en la puesta en contacto (gracias al colonialismo) de sociedades holísticas con sociedades individualistas. Se trata de un concepto sacado a la luz por el antropólogo francés Louis Dumont, quien evidencia cómo la sociedad occidental moderna está marcada por el individualismo. En cambio, muchas de las sociedades que han sufrido el colonialismo eran holísticas, en el sentido que primaban el bienestar de la colectividad frente al del individuo, las relaciones entre personas en vez de con las cosas, no operaban distinciones tan tajantes entre sujeto y objeto. Una sociedad individualista, además, se diferencia de otra holística porque da preferencia a los hechos y a

120 las ideas respecto a los valores y, finalmente, tiende a organizar el conocimiento por disciplinas independientes, mientras que en la otra clase de sociedad estos solían estar vinculados, pese a las posibles diferencias (por ejemplo, la medicina podía estar relacionada con la magia o la astrología) (Dumont, 1988, 164). Como podemos imaginar, dadas estas circunstancias, la civilización occidental ha introducido el individualismo (entendido como forma de concebir la vida y la colectividad) en muchas sociedades donde este era desconocido. Esto no quiere decir que todas las culturas extraeuropeas fueran de tipo holístico; sin embargo es innegable la prominencia de los valores individualistas en el mundo occidental respecto a otros contextos. Sin embargo, y aquí enlazamos las observaciones de Dumont con el concepto de pensamiento fronterizo, no son solamente los dominadores quienes ejercen una influencia en los dominados, sino que se da también el proceso inverso. Sin duda los colonizados adoptan (por las buenas o por las malas) algunas costumbres del país colonizador; es más, en general terminan por uniformarse, en mayor o menor medida, con el modelo individualista. También los colonizadores pueden adquirir elementos aislados del mundo del Otro, como son inventos especialmente eficientes, o alimentos disponibles en el territorio que se incorporan a las comidas importadas desde Europa. Pero en un plano mucho más profundo, a veces toman de los indígenas determinadas representaciones (Dumont utiliza este término) cuyas componentes son ajenas a los valores individualistas occidentales. En otras palabras, algo de la manera de sentir de los Otros pasa a formar parte de los colonizadores, sin que estos últimos tengan plena conciencia de ello. En el ámbito de estas hibridaciones el individualismo no merma en absoluto, sino que a menudo sale fortalecido del contacto. No es necesario que un europeo deje de ser europeo sólo por llegar a entender al Otro, o incluso a pensar como él. Al fin y al cabo esta clase de hibridaciones en el campo epistémico nacen de una rivalidad entre culturas diferentes (Dumont, 1988, 171). Está claro que el Álvar Núñez Cabeza de Vaca de Naufragios sigue siendo español, por mucho que se ponga en la piel de los indígenas; sigue siendo favorable al imperio de España en América, así como a la evangelización. Pero quizás por eso, este hombre extraordinario representa un caso ejemplar de esa fusión entre individualismo y holismo que evidenciaba Dumont. Su actitud es también adscribible, en buena medida, a la idea de pensamiento fronterizo formulada por Mignolo. En The tempest la cuestión es básicamente la misma, pero se plantea de otra forma. Aquí la hibridación no se detecta en un personaje en concreto, puesto que cada uno representa un punto de vista bien definido (nos referimos especialmente a Próspero y a Calibán). Sin embargo una visión de la obra en su conjunto,

121 teniendo en cuenta tanto los personajes como sus acciones y pensamientos, nos reconduce a una actitud de doble crítica (posiblemente un reflejo de la opinión de Shakespeare con respecto al imperio) análoga a la que acabamos de ilustrar. El hecho de que Shakespeare no haya participado personalmente en la empresa colonial no significa que permanezca insensible a sus problemáticas cultuales. Las noticias y aportaciones de ultramar no tardan en cruzar el Atlántico, no sólo gracias a la actividad de la propia Inglaterra, sino también a través de los ya experimentados españoles y portugueses. Tanto Naufragios como The tempest tienen una deuda evidente con los viajes, no sólo como experiencias reales, sino como materia literaria. En el primer caso la obra es fruto directo de una expedición de conquista. En el otro, como ya sabemos, la inspiración procede de las primeras experiencias coloniales de Inglaterra: recordamos, por ejemplo, el intento de colonización de la isla de Roanoke, por parte de Walter Raleigh, entre 1585 y 1591; en 1607, tan sólo tres años antes de que Shakespeare escribiera su comedia, John Smith había fundado Jamestown, primer asentamiento británico en Virginia. Incluso en 1610 (cuando la redacción de The tempest ya estaba en marcha) se publicó un opúsculo sobre el naufragio de un barco inglés en las islas Bermudas. En esta obra destacaba la descripción de las islas como lugar idílico, de clima dulce y suelo fértil, pese al peligro de las tempestades frecuentes. Un naufragio, con final feliz, en unas islas misteriosas y bellas, azotadas por tempestades: ya están presentes los elementos fundamentales que constituyen el esenario de The tempest. No se sabe si Shakespeare hubiera leído aquel opúsculo; lo cierto es que su contenido era bien conocido por el público general de la época (Melchiori, 1994, 13-14). En cuanto a las posibles fuentes de inspiración literaria, es innegable la fama de la que siempre han gozado los clásicos greco-latinos como la Odisea y la Eneida. Además la realidad histórica de la Conquista del Nuevo Mundo ofrece desde el primer momento un caudal de textos documentales especialmente ricos, que abarca desde los Diarios de a bordo de Cristóbal Colón, hasta La Araucana de Alonso de Ercilla, sin olvidar las Cartas de relación y la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, escritas respectivamente por Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo. Testimonios de viajes y naufragios, conquistas y derrotas que han tenido amplia difusión en Europa. Es lícito pensar, aunque no siempre se declare explícitamente, que estos textos han brindado alguna inspiración a los autores españoles e ingleses, tanto contemporáneos como posteriores a estos años. Al ser las dos obras anteriores a la publicación de Robinson Crusoe, no cuentan con un patrón tan influyente como la novela de Defoe, por lo tanto resulta más difícil identificar con exactitud un texto específico de inspiración.

122 En ambas obras la representación del Otro brota de un mito recurrente en toda la literatura de viaje: el de un mundo lejano, distinto al nuestro, lo que siempre ha servido como pretexto para imaginar al Otro como opuesto a nosotros. Según el intento de la obra, el extraño puede encarnar bien algo negativo (de esta forma se justifican los abusos hacia él), bien cualidades positivas (cuando se pretende denunciar los defectos de nuestro mundo). El concepto de diversidad puede resultar útil para el “nosotros” que observa. La diferencia empieza ahí donde termina la identidad, por lo tanto ver nuestros confines nos ayuda a vernos y conocernos más claramente (Nucera, 2002, 255). Desgraciadamente, durante siglos de dominación sobre otros pueblos, nos hemos esforzado más a menudo en destruir al Otro que en aprender sobre él o sobre nosotros mismos. Pasemos ahora a las relaciones de estas dos obras con el canon literario. Cuando, en 1994, Harold Bloom publicó El canon occidental, tanto el ensayo como su autor se vieron envueltos en una polémica muy animada. El crítico norteamericano se apoya en argumentaciones no siempre fáciles a compartir, y propone una lista de autores que considera fundamentales. Mientras las corrientes dominantes en el mundo académico intentan flexibilizar la lista de autores canónicos, y abrirla a las aportaciones procedentes de minorías, como las escritoras feministas, los afroamericanos y los marxistas, Bloom lleva a cabo una defensa del canon tradicional. Coloca a Shakespeare, junto con Dante, en el centro del canon occidental en virtud de la agudeza cognitiva, la energía lingüística y el poder de invención. Reconoce, en todo caso, que la obra del dramaturgo inglés ha ido madurando a lo largo de su vida; por tanto, las obras juveniles no tienen el mismo valor innovador que, pongamos, Macbeth o El rey Lear. William Shakespeare supera a todos los autores anteriores y posteriores en la representación de la psicología humana. Nadie como él sabe, ni ha sabido nunca, reproducir los cambios interiores que se realizan en la mente de los personajes. Su posición central en el canon literario se debe, al menos en parte, a su independencia política: los héroes de sus dramas están libres, no solamente de los gustos e ideas de las clases poderosas, sino también de cualquier veleidad filosófica o ética que muchos críticos se empeñan en asignarles (Bloom, 2009, 56-58 y 66). Lo que Bloom nunca hace es considerar el contexto social, cultural o político como elemento que contribuye a la grandeza del autor. Este es uno de los aspectos más criticados de la teoría del norteamericano. Shakespeare y sus obras son grandes por sí mismos en virtud de un proceso dialéctico que el autor mantiene consigo mismo (Pozuelo Yvancos/Aradra Sánchez, 2000, 37). La autorrefencialidad de las obras (y en

123 última instancia del mismo canon literario) hacen de este principio un concepto francamente poco creíble1. Harold Bloom reúne a los críticos marxistas, feministas, neohistoricistas, multiculturalistas y afroamericanos bajo el lema de «Escuela del Resentimiento». Estas líneas interpretativas son las que ahora dominan los estudios literarios. En lo que a Shakespeare se refiere, estos críticos tienden a considerarle parte de una conspiración cultural orientada a defender los intereses políticos y económicos de la Gran Bretaña mercantil e imperial. En Norteamérica, el maestro está visto como un símbolo de eurocentrismo, lo que se opone al derecho de las minorías culturales a hacerse escuchar (Bloom, 2009, 63). Más allá de cualquier especulación sujetiva, la grandeza de Shakespeare es incuestionable, así como su lugar fundamental dentro del canon literario occidental. Las argumentaciones de Bloom a favor del dramaturgo británico han de ser aceptadas, si bien resultan un tanto excesivas. Desde la perspectiva del canon literario, comparar Cabeza de Vaca con Shakespeare equivale a realizar una confrontación desigual. Cabeza de Vaca no es un intelectual profesional; aunque procede de una familia de buen nivel socio-económico no dispone de las habilidades retóricas y literarias del autor inglés. La historia extraordinaria de Naufragios surge de una experiencia real igualmente extraordinaria. No obstante, tampoco podemos hacer caso omiso de la originalidad de esta obra respecto a la rica (y a menudo repetitiva) producción de crónicas de la Conquista. Notable es el interés documental del texto, ya que Cabeza de Vaca es el primero en observar la naturaleza y las costumbres autóctonas en los territorios que atraviesa, y deja constancia de ellos en su escrito. Al igual que las obras historiográficas que vimos en el anterior capítulo, Naufragios puede considerarse parte de un canon específico, pues es un texto ineludible en las letras hispanoamericanas coloniales. Naufragios relata la expedición, liderada por Pánfilo de Narváez, que salió de España en junio de 1527. Con el viaje se pretende tomar posesión del territorio comprendido entre la Florida y el actual México; Alvar Núñez Cabeza de Vaca está embarcado como tesorero y alguacil mayor. Las peripecias se presentan ya desde el momento en que llega la flota a Santo Domingo, donde un huracán hunde algunos barcos. A la hora de dirigirse hacia México, los

1 El principal mérito de Harold Bloom consiste en su actitud práctica y explícita a la hora de hablar del canon literario. La mayoría de los críticos que abordan el tema lo hacen de manera excesivamente teórica: hacen un gran despliegue de retórica, pero en muchos casos no ofrecen más que palabrería vacía. Nunca se entiende qué es el canon para ellos, cuáles son los autores u obras canónicos, ni qué debería tener un autor o un texto para ser considerado parte del canon. Bloom formula una lista concreta, de autores y títulos, y argumenta para defenderla. Por otra parte, es cuestionable cierto anglocentrismo palpable en la selección de los autores del canon, y también en su apasionada defensa de Shakespeare. Del mismo modo, resulta difícil compartir su absoluto rechazo del valor social de la literatura. A su juicio, el estudio de las letras no ayuda a mejorase como persona. Sólo puede servir a vivir mejor nuestra soledad y a estimular el diálogo de la mente consigo misma (Bloom, 2009, 40).

124 pilotos se equivocan de ruta, por lo que las naves van a dar con la costa occidental de la Florida. Desatendiendo los consejos de Cabeza de Vaca, el comandante manda alejarse de los barcos para aventurarse en el interior. En vez de encontrar el oro que tanto anhelan, los españoles hallan indígenas hostiles, que impiden llevar a cabo la exploración. La construcción de embarcaciones improvisadas sólo hace que el grupo se disperse. Los únicos supervivientes son Cabeza de Vaca, Andrés Dorantes, Alonso del Castillo, y un esclavo negro llamado Estebanico. Los cuatro se desplazan de tribu en tribu viviendo como esclavos y, en un segundo momento, como mercantes. El cambio radical se da cuando algunos indios les piden que realicen curaciones; mediante la astuta unión de las oraciones cristianas con los rituales autóctonos, los náufragos se labran una gran fama como taumaturgos. El prestigio logrado llega a cubrir a los protagonistas con un halo de sacralidad a los ojos de los indígenas. Lo más significativo de esta odisea es la capacidad de Cabeza de Vaca para establecer relaciones pacíficas con los indios, hasta el punto de identificarse con ellos y hablar en su defensa. Objetivo último de los náufragos es atravesar la zona meridional de los actuales Estados Unidos hasta alcanzar las colonias en la Nueva España. Lo logran después de ocho años de peregrinaciones; una vez recibidos por las autoridades virreinales, los cuatro regresan a España en 1536. Si la obra de Cabeza de Vaca surge de una experiencia real de su autor, la comedia de William Shakespeare es un texto plenamente ficcional. No obstante, no es oportuno distanciar demasiado los dos textos. Los Naufragios tienen en común con la narrativa de carácter autobiográfico el hecho de partir de unos acontecimientos realmente ocurridos. También se da la coincidencia entre las entidades del autor, narrador y protagonista. No es una autobiografía propiamente dicha, porque tan sólo cubre una parte muy concreta de la vida de Cabeza de Vaca: sus siete años transcurridos entre los indígenas, lo que representa solamente una de las experiencias más o menos extraordinarias que le ha tocado vivir. El escrito del náufrago se podría adscribir a las crónicas, y el autor lo presenta como tal, porque además quiere asignarle alguna utilidad práctica para el imperio. Las crónicas y las memoria comparten con la autobiografía el referente de los acontecimientos reales; sin embargo no son textos de ficción, mientras que la autobiografía sí lo es. Según lo que afirma Karl J. Weintraub, en el primer caso el autor debería centrarse en los acontecimientos objetivos; no está especialmente interesado en las reflexiones ni en el sentido que los hechos pueden tener para su vida o para la de quienes los vivieron. Es fácil imaginar, sin embargo, que la distinción entre la crónica y las memorias (que relatan sucesos reales y objetivos) y la autobiografía (por extensión, cualquier texto determinado por las vivencias individuales) no está tan definida (Weintraub,

125 1991, 19). Son frecuentes las obras que están a medio camino entre la ficción y la no ficción: los Naufragios es una de ellas. Por una parte, la historia del naufragio y de la peregrinación de Cabeza de Vaca es real; por otra, aparecen numerosas anécdotas que son claras invenciones del autor. Además, el náufrago tiene todo el interés en ofrecer una imagen mitificadora de sí mismo a través de la narración de sus peripecias. En realidad los Naufragios son un texto de difícil clasificación; hasta el punto de que considerar la obra como una simple crónica tampoco es correcto. Los acontecimientos relatados, que se suponen verdaderos, están reordenados y reformulados por Cabeza de Vaca. Así pues, lo que ocurre es que a los sucesos se les atribuyen significados y valores que no tenían cuando se produjeron en el mundo real. La verdad o veracidad de lo que se cuenta está sujeta a las percepciones del que escribe (Weintraub, 1991, 21). Este fenómeno no es sorprendente ni inusual, si se piensa que la crónica que mezcla lo real con lo fantástico es tan antigua como la escritura misma. En virtud de esto, podemos entender cómo, en algunas ocasiones, la distancia entre una historia real y una de fantasía no es tan grande. A menudo es evidente, en Naufragios, una visión idealizada de los indios (tanto en sentido positivo como negativo); y dichas distorsiones se hacen en función de las ideas del autor acerca de los indígenas y de su ideal de colonización. Incluso la imagen del propio Cabeza de Vaca aparece artificiosamente enaltecida por algunos acontecimientos que rozan lo increíble. Quizás lo más apropiado sería decir que los Naufragios son una crónica novelada; un texto de origen no ficcional que acaba siendo ficcionalizado y cuyos acontecimientos, al fin y al cabo, no se alejan tanto de las ambientaciones fantásticas del dramaturgo inglés. The tempest (La tempestad), en cambio, cuenta una historia fantástica pero tiene referentes explícitos y concretos en la realidad histórica y social. La comedia de Shakespeare tiene como fuente de inspiración algunos panfletos, que circulaban en la prensa inglesa entre 1609 y 1610, donde se relataba el naufragio de un barco británico en las islas Bermudas. A eso se deben las implícaciones indirectas (que observaremos más adelante) de la obra con la colonización de América. Se representó por primera vez en 1611 y pertenece al último periodo de actividad del dramaturgo. Próspero, mago y legítimo duque de Milán, fue exiliado por su hermano a una isla desierta con su hija Miranda. Gracias a sus artes mágicas, Próspero se impone como dueño de la isla, poniendo a su servicio al espíritu Ariel, tras haberlo liberado de un árbol donde había sido atrapado años atrás por la bruja Sycorax. El único ser físico que vive en la isla es el deforme Calibán, hijo de la bruja. Habiendo sabido que su hermano Antonio está navegando cerca de la isla, Próspero desencadena una tempestad y provoca un naufragio. En el barco se

126 encuentra también Alonso, rey de Nápoles y cómplice con Antonio de la usurpación, con su hijo Ferdinando. Los hechizos de Próspero hacen que Ferdinando y su padre se separen, creyendo cada uno que el otro ha muerto. La magia del protagonista controla los destinos de todos los personajes, llevando a Calibán a aliarse con dos miembros de la tripulación para planificar una rebelión contra Próspero. Ferdinando tiene la oportunidad de conocer a Miranda y enamorarse de ella. La unión de los dos jóvenes es la clave para que Próspero se reconcilie con Antonio. Al final los personajes se reúnen en la gruta del mago; Calibán renuncia a sus planes de rebeldía; Próspero abandona las prácticas hechiceras, revelando que la tempestad y el naufragio no eran otra cosa que ilusiones fruto de su magia. Finalmente, todos vuelven a Milán para celebrar el restablecimiento de Próspero como duque y las bodas de Miranda con Ferdinando. A Ariel se le concede la libertad, quedando Calibán como amo de su isla. Estas dos obras abordan, cada una a su manera, la cuestión de la otredad, es decir, la manera de representar la naturaleza o el individuo indígena con los que el náufrago europeo entra en contacto. Lo innovador es que tocan el asunto en cuestión con un enfoque algo diferente respecto a la mayoría de los textos a ellas contemporáneos, y también a muchos otros que vinieron después.

III. 1. EN DEFENSA DE LOS INDIOS

Hasta un punto avanzado de la narración los Naufragios no presentan grandes innovaciones respecto a las otras crónicas que relatan naufragios e infortunios varios. La parte comprendida entre el principio de la narración (con el primer naufragio en Santo Domingo) y las andanzas de Cabeza de Vaca hasta la región de Texas se configura como una serie de peripecias a las que los náufragos tienen que sobrevivir. El hambre, el frío y las crueldades propinadas por los indígenas, son los principales marcadores de las andanzas de los personajes. La relación con el mundo del Otro empieza, entonces, de forma conflictiva. La cultura de los barcos, de las espadas y de los vestidos sale derrotada del enfrentamiento con el mundo indígena, más flexible y en armonía con la naturaleza. En los Naufragios esta derrota está bien simbolizada por la pérdida de la vestimenta, uno de los máximos emblemas de la civilización europea. El hecho de haberlo perdido y de haberse quedado desnudo representa un regreso al estado de la naturaleza. En las obras de Fernández de Oviedo, del Inca Garcilaso y de Gomes

127 de Brito, vimos cómo las asociaciones desnudez/barbarie y vestido/civilización eran muy frecuentes en la producción cronística e historiográfica de la época. El texto de Cabeza de Vaca acompaña la desnudez con la falta de toda posesión material y tiene además cierta connotación adánica inversa, lo que delata la fuerte identidad católica del protagonista: “Los que quedamos escapados, desnudos como nascimos y perdido todo lo que traíamos, y aunque todo valía poco, para entonces valía mucho” (Cabeza de Vaca, 2001, 101). En vez de representar un simbólico regreso a la condición anterior al pecado original, la desnudez (al menos para el conquistador) es señal de miseria y motivo de vergüenza. Si la destrucción de los barcos representa la pérdida de la territorialidad (es como si las naves encerraran en sí algo de Europa), la de la vestimenta se puede entender como caída de la civilización. El cuerpo del náufrago, que padece el hambre y las inclemencias del clima conlleva un simbólico alejamiento de la condición de los primeros padres, o sea la caída del Paraíso y la pérdida de la inocencia originaria. La condición de salvaje incivilizado se vuelve repentinamente parte del cuerpo del desaventurado europeo (Glantz, 2005, 67-69). Se trata de una interpretación ofrecida por el autor de la crónica, posiblemente porque se sabía que la lectura en clave metafórico-religiosa de las desventuras y sufrimientos físicos era algo común en la literatura (crónica y no sólo) del período. En la realidad es muy probable que el no llevar ropa se convirtiera en un hecho normal y corriente para unos pocos españoles que vivían entre indígenas desnudos. Un buen indicio de ello se nota cuando Cabeza de Vaca afirma haberse acostumbrado a su desnudez hasta el punto de que le cuesta usar las prendas que le facilita el gobernador, una vez que ha vuelto a estar entre españoles: “Y llegados en Compostela, el governador nos rescibió muy bien y de lo que tenía nos dio de vestir, lo cual yo por muchos días no pude traer, ni podíamos dormir sino en el suelo” (Cabeza de Vaca, 2001, 170). La falta de ropa altera también el sentido de la temporalidad. Junto con el vagabundeo, que modifica el estilo de vida, la desnudez hace que se abandone la noción del tiempo basada en las festividades religiosas y en las convenciones, para adoptar un calendario cíclico organizado acorde con la disponibilidad de una determinada fuente de alimento. Un sistema, en suma, más propio de las culturas nómadas y recolectoras. Así que el náufrago se coloca fuera de los contextos comunicativos e informativos europeos (Glantz, 2005, 73-74), lo que podría explicar la dificultad para acostumbrarse nuevamente a llevar vestimenta y a dormir en una cama. La ausencia de ropa, en conclusión, de un lado simboliza un ideal reinicio (devuelto al estado de naturaleza, el náufrago puede “regenerarse” como hombre nuevo); del otro, coloca a Cabeza de Vaca al mismo nivel que los indios (ya no tiene sentido distinguir

128 entre bárbaro/desnudo y civilizado/vestido) (Pastor, 1983, 311-312). Se prepara así el camino para una posible identificación con el entorno del Otro. El verdadero cambio se produce cuando los indios obligan a los náufragos a ejercer la actividad de chamanes. Al principio los cuatro se muestran escépticos, pero aceptan por temor a que les quiten la comida. Las curaciones indígenas se basan en la imposición de las manos y en los soplos en los cuerpos de los enfermos. Los náufragos aúnan estas prácticas con las oraciones cristianas, para favorecer la ayuda divina e impresionar a los indios. Esta mezcla entre rituales autóctonos y católicos da origen a un sincretismo cultural. Además, el oficio de curanderos ocasiona a los españoles una cada vez mayor veneración por parte de los indígenas. Pronto comienzan a ser bien acogidos por las poblaciones; temidos y respetados al igual que dioses, ya no tienen miedo ni pasan hambre. Al contrario, las tribus les ofrecen comida espontáneamente. Esta conquista de prestigio, por parte de Cabeza de Vaca y de los suyos, es un fenómeno opuesto al que se ha observado en las demás crónicas de naufragios escritas durante la época de la conquista: allí los españoles iban perdiendo la reputación de criaturas divinas para revelar toda su salvaje brutalidad; aquí un puñado de náufragos desnudos y maltratados acaban configurándose como dioses, sin recurrir necesariamente a la violencia. Y quizá sea esta recuperación de la autoridad sin violencia la clave para comprender al Otro (Pastor, 1983, 317-318). De hecho, tal como apunta Sylvia Molloy, el conquistar una posición de autoridad marca una distancia entre los curanderos y los indígenas; distancia que, como es imaginable, es favorable a los náufragos. La carrera de curandero de Cabeza de Vaca es cercana a una labor evangelizadora y de alguna manera prepara su reintegración en la cultura española (Molloy, 1993, 236-237). En lugar de temer a los indios, ahora son los náufragos quienes lo inspiran, y eso influye en su calidad de vida en el entorno del Otro. Aparte de representar ellos mismos una fuente potencial de terror, su presencia otorga esta característica a los indígenas que les acompañan en sus desplazamientos. En ocasiones éstos se sienten autorizados a apoderarse de objetos y comida de las poblaciones a las que visitan. Cabeza de Vaca y sus compañeros procuran mediar las relaciones entre los distintos grupos autóctonos, favoreciendo la paz entre ellos. A diferencia de los negociadores corrientes, sin embargo, los náufragos disponen de poderes mágicos. Y a esta característica se debe el miedo reverencial que les tienen los aborígenes, ya que legitima los pillajes de sus acompañantes hacia las otras tribus. Cabeza de Vaca salva en todo caso su reputación porque, según sus afirmaciones, redistribuye lo que recibe entre los indios. Pero ni siquiera esto es suficiente para eliminar el halo de terror que

129 rodea a los cuatro extranjeros, que a los ojos de los indígenas son agentes de muerte y salvación al mismo tiempo (Adorno, 1993, 329 y 335-336). Así pues, a los taumaturgos se les atribuye poderes sobrenaturales potencialmente ofensivos, aunque ellos los encauzan hacia fines benéficos. Hay una historia, dentro de los Naufragios, que los indígenas relatan a Cabeza de Vaca:

[...] dezían que por aquella tierra anduvo un hombre que ellos llaman Mala Cosa, y que era pequeño de cuerpo y tenía barva, aunque nunca claramente le pudieron ver el rostro, [...] y luego parescía a la puerta de casa un tizón ardiendo, e luego aquel hombre entrava y tomava al quería dellos e dávale tres cuchilladas grandes por las hijadas con un pedernal muy agudo, [...] y metía la mano por aquellas cuchilladas y sacávales las tripas, y que cortava de una tripa poco más o menos de un palmo y aquello que cortava echava en las brasas; y luego le dava tres cuchilladas en un braço, e la segunda dava por la sangradura y desconcertávaselo, y dende a poco se lo tornaba a concertar y poníale las manos sobre las heridas; y dezíannos que luego quedavan sanos, y que muchas vezes cuando bailavan aparescía entre ellos, en hábito de muger unas vezes, y otras como hombre, e cuando él quería tomava el buhío o casa y subíala en alto y dende a un poco caía con ella y dava muy gran golpe. También nos contaron que muchas vezes le dieron de comer y que nunca jamás comió, e que le preguntavan donde venía e a qué parte tenía su casa, e aquel les mostró una hendedura de la tierra e dixo que su casa era allá debaxo. Destas cosas que ellos nos dezían nosotros nos reíamos mucho, burlando dellas, e como ellos vieron que no lo creíamos, truxeron muchos de aquellos que dezían que él avía tomado y vimos las señales de las cuchilladas que él avía dado en los lugares, en la manera que ellos contavan. Nosotros les diximos que aquel era un malo, y de la mejor manera que podimos les dávamos a entender que, si ellos creyessen en Dios Nuestro Señor e fuessen christianos como nosotros, no ternían miedo de aquel, [...] y que tuviessen por cierto que, en tanto que nosotros en la tierra estuviéssemos, él no osaría parescer en ellas (Cabeza de Vaca, 2001, 129-130).

Mala Cosa lleva barba, al igual que los españoles; también maltrata a los indios, como suelen hacer los conquistadores. Por otro lado sana las heridas y rechaza las ofertas, que es lo que hacen los náufragos-chamanes, quienes aceptan solamente lo estrictamente necesario y procuran comer sin que nadie los vea. A juicio de Rolena Adorno, este cuento podría ser una especie de transfiguración de dos elementos que dan miedo a los autóctonos: el primero es el terror que siembran los españoles (los soldados de Nuño de Guzmán atacaban y saqueaban los poblados al este de la Nueva España), cuya acción devastadora era ya bien conocida por los habitantes de la zona; el otro está representado por la actividad mágico-religiosa de los cuatro náufragos y su supuesta naturaleza divina. Esos consejos benévolos que los taumaturgos dan a los indios tras escuchar la historia de Mala Cosa posiblemente aludan a las relaciones entre los indígenas y los cristianos en general. Si los indios se convierten al cristianismo no tendrán nada que temer de Cabeza de Vaca ni de ningún español (Adorno, 1993, 326-327). Tampoco es imposible que este cuento sea una invención del propio Cabeza de Vaca: un pequeño

130 artificio narrativo que delata su identificación con el papel de chamán, si se tienen en cuenta los significativos detalles en común entre él y Mala Cosa. Se deja bien claro desde el principio el hecho de que los náufragos han aceptado actuar de curanderos bajo la presión de los indios, y la razón es muy sencilla. Cabeza de Vaca no podía declarar de forma demasiado explícita ni su integración en la cultura indígena, ni su identificación con el papel de chamán, debido a que en la España de la Inquisición estas prácticas podían ser castigadas con la hoguera. Además de gozar de la reputación de seres divinos, los cuatro náufragos parecen tener poderes conciliatorios: las tribus en guerra abandonan las hostilidades gracias a sus obras benéficas y la gente sigue en masa varias etapas de su recorrido. Es lícito imaginar que Cabeza de Vaca ofrezca una imagen idealizada de sí mismo, exagerando a la hora de ilustrar la veneración mostrada por los indios. A este propósito es digno de atención un lapsus que se produce en su narración:

Diximosles [a los indios] que nos llevassen hazia el Norte; respondieron de la misma manera, diziendo que por allí no avía gente, sino muy lexos, e que no avía qué comer, ni se hallava agua. Y con todo esto nosotros porfiamos y diximos que por allí queríamos ir, y ellos todavía se escusavan de la mejor manera que podían, y, por esto, nos enojamos [...]. Y como nosotros todavía fingíamos estar enojados y porque su miedo no se quitasse, suscedió una cosa estraña, y fue que este día mesmo adolescieron muchos dellos y otro día siguiente murieron ocho hombres (Cabeza de Vaca, 2001, 150-151).

Al atribuir la muerte de unos indios a su propia cólera, Cabeza de Vaca hace una afirmación comprometedora. Tal vez se trate de un desliz del cronista que revela su integración en la cultura Otra y la identificación en el papel de divinidad blanca “venida del cielo”. Es cierto que Cabeza de Vaca a veces tacha a los indios de ladrones, mentirosos o sodomitas, pero su narración deja ver cierta complicidad a la hora de describir sus costumbres. Él ve el Nuevo Mundo como un lugar inocente y bárbaro a la vez, manteniendo en vigor la distinción entre cristianos y paganos. Desde luego está convencido de la necesidad de la evangelización, pero ésta se ha de realizar con amor, no con las armas. La conversión pacífica es la única estrategia efectiva, y su realización les corresponde a los españoles. Se trata, en el fondo, de una visión presente entre los misioneros de la época. Trinidad Barrera, quizás exagerando, define a Cabeza de Vaca como partidario de las ideas lascasianas, aunque no abandona los ideales paternalistas y discriminatorios propios de un buen colonizador (Barrera, 2001, 31). En cierto sentido se podría hablar de este personaje como de un

131 “conquistador conquistado”, precisamente por su integración (al menos parcial) en el contexto Otro (Pranzetti, 1989, 141). Este cambio de identidad se vuelve muy evidente en el momento en que los cuatro náufragos se refieren a los cristianos, después de haber tenido noticias de los malos tratos perpetrados a los indios. En estas ocasiones Cabeza de Vaca utiliza el “nosotros” oponiéndolo a “los cristianos”. Al distanciarse de sus compatriotas el náufrago-curandero revela un sentimiento de comunión con el mundo indígena, resultado de ocho años de estancia. No obstante, en La Conquista de América. El problema del otro, Todorov adelanta una hipótesis interesante. El pronombre “nosotros” no uniría a Cabeza de Vaca con los indios, ni tampoco con los españoles: se referiría únicamente a los cuatro náufragos. En opinión de Todorov, Cabeza de Vaca, sin sentirse español, tampoco se sentiría indio2. Entonces el “nosotros” designaría a una tercera entidad, que está representada por los taumaturgos. Una entidad que se coloca en una posición intermedia entre la cultura española y la indígena. En esto estriba el concepto de “pensamiento fronterizo” al que se refiere Walter Mignolo, y que se detecta también en Naufragios. El pensamiento fronterizo es por definición «un lugar dicotómico de enunciación», porque se coloca entre dos mundos culturales sin defender ni identificarse plenamente con ninguno. Por muy raro que parezca, el colonialismo tiene el peculiar mérito de la existencia de este punto de vista situado fuera de un lugar concreto. La forma de pensar y sentir de los indígenas no sólo es ajena a la de los colonizadores; también se vuelve ajena respecto a sí misma, debido a que la intromisión de los extranjeros destruye o modifica irreversiblemente su sistema epistémico. El punto de enunciación de los españoles (sobre todo en el caso de Cabeza de Vaca) no es menos extraño: al fin y al cabo ellos se encuentran en un mundo donde no rige su forma de pensar. Desde luego lo españoles procuran moldear el Nuevo Mundo según el modelo castellano, pero se trata de un proceso que lleva su tiempo. Además, la territorialidad americana construida según el modelo español resulta muy diferente a la peninsular (Mignolo, 2003, 150 y 201). A la hora de acercarse a las colonias españolas aparecen situaciones conflictivas provocadas por los malos tratos hacia los indígenas. Cabeza de Vaca se da cuenta de que sus conterráneos están haciendo “tierra quemada” y los indios abandonan la región, que resulta despoblada. Si en un primer momento los náufragos deseaban volver a ver a otros cristianos,

2 Todorov no acaba de aclarar la identidad de este “nosotros”: “Parece que aquí el universo mental de Cabeza de Vaca se tambalea, con la ayuda de la incertidumbre en cuanto a los referentes de sus pronombres personales; ya no hay dos partidos, nosotros (los cristianos) y ellos (los indios), sino tres: los cristianos, y los indios y “nosotros”. Pero ¿quienes son esos “nosotros”, exteriores tanto a un mundo como al otro, puesto que los ha vivido ambos desde el interior?” (Todorov, 1982, 242).

132 ahora su deseo se ha convertido en resentimiento al oír hablar de las crueldades cometidas por los blancos, al ver las aldeas hechas ceniza y los habitantes dispersos por los montes. La actitud inhumana de Diego de Alcaraz y sus soldados (los primeros españoles encontrados después de tantos años) disgusta especialmente a Cabeza de Vaca. La tierra podría ser muy aprovechable si los indios la cultivaran, lo que sería posible si éstos fueran respetados y evangelizados de modo pacífico (Barrera, 2001, 43-44). Los soldados tratan de convencer a los cuatro chamanes para que los ayuden a esclavizar a los indígenas, aprovechando su ascendiente. Como Cabeza de Vaca se niega, intentan destruir su reputación. Entonces se evidencia, paralelamente a la opinión del náufrago, la manera en que los indios ven a los cristianos.

Ellos no querían sino ir con nosotros hasta dexarnos, como acostumbraban, con otros indios, por que si bolviessen sin hazer esto temían que se morirían, que para ir con nosotros no temían a los christianos ni a sus lanças. A los christianos les pesava desto y hazían que su lengua les dixese que nosotros éramos dellos mismos y nos avíamos perdido mucho tiempo avía, y que éramos gente de poca suerte y valor [...]. Mas todo esto los indios tenían en muy poco o no nada de lo que les dezían, antes unos con otros entre sí platicavan diziendo que los christianos mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el sol y ellos donde se pone, y que nosotros sanávamos los enfermos y ellos matavan los que estavan sanos, y que nosotros veníamos desnudos y descalços y ellos vestidos y en cavallos y con lanças, y que nosotros no teníamos cobdicia de ninguna cosa, antes todo cuanto nos davan tornávamos luego a dar y con nada nos quedávamos, y los otros no tenían otro fin sino robar todo cuanto hallavan y nunca davan nada a nadie (Cabeza de Vaca, 2001, 164).

Este importante pasaje ilumina el punto de vista transformado del protagonista. El Cabeza de Vaca que aquí habla se compromete, tomando una postura crítica hacia sus compatriotas. El regreso a la cultura de origen se hace incómodo para el náufrago, porque ésta se percibe como ajena. En otras palabras, los Otros pasan a ser los españoles en vez de los indígenas. Si bien no se considera precisamente un autóctono, el protagonista destaca su alteridad respecto a la presencia amenazadora de los cristianos. La desnudez y las experiencias de vida en el mundo del Otro han convertido al yo de Cabeza de Vaca en un híbrido que no se identifica completamente ni con los indios ni con los españoles. Los españoles intentan asimilarle a su mundo aprovechando la influencia de los náufragos para fines colonizadores y apartándole de los indígenas. Cabeza de Vaca, por su parte, mantiene las distancias de sus conterráneos, y se ve de forma clara cuando, ya definitivamente entre cristianos, le cuesta dormir en una cama y llevar ropa (Molloy, 1993, 238-240). La “transculturación” de Alvar Núñez Cabeza de Vaca adelanta el concepto ilustrado del bon sauvage, aparte de criticar la sociedad colonial a la que pertenece y de la que procede.

133 Para identificar esta actitud crítica merece la pena citar un brillante ensayo, titulado Illuminismo, barocco e retorica freudiana, del crítico italiano Francesco Orlando. Partiendo de una constatación de base, Yo critico la tradición, Orlando identifica tres variantes fundamentales posibles, que se fundan en el concepto freudiano de afirmación de algo mediante su negación: 1) NO YO critico la tradición; 2) Yo NO CRITICO la tradición; 3) Yo critico NO LA TRADICIÓN. La negación indica la posibilidad de cambio en la entidad que expresa la crítica, la actidud misma, y el objeto de la crítica3. Cabeza de Vaca cuestiona NO LA TRADICIÓN. Seguramente no es un antiimperialista, en ningún momento deja de confiar en el ideal evangelizador y en la fe católica. En cambio, sí pone en duda los excesos de la tradición: la codicia, el expolio, la imposición violenta del cristianismo son vistos como degeneraciones de la labor civilizadora de España en el Nuevo Mundo. Combatirlas o cuestionarlas no significa que se sienta odio hacia la cultura de origen. Son los “efectos colaterales” que deben ser combatidos. En cuanto a la entidad que expresa las críticas, Cabeza de Vaca corresponde a la segunda de las opciones propuestas por Orlando. NO YO (Cabeza de Vaca) critico la tradición (entendiendo con “tradición” aquel sistema de dominación que permite que se maltraten a los indios), sino ellos (los propios indios). El narrador realiza un extrañamiento, es decir, hace que las críticas salgan de la boca de quienes se sitúan fuera de la tradición: los indígenas, que justamente pertenecen a la cultura Otra (Orlando, 1997, 180-183). ¿Porqué Cabeza de Vaca delega sus opiniones en los autóctonos? Lo más probable es que una crítica demasiado directa al imperio habría implicado un riesgo para él. Entonces no habría más remedio que expresar sus propias opiniones en tercera persona y atribuirlas a aquellos que necesariamente las tendrían contrarias al sistema dominante (Glantz, 2005, 99). El verdadero “regreso a la civilización” está marcado por la cálida bienvenida que le ofrecen el gobernador en Culiacán y el virrey en Ciudad de México, antes de volver a España.

3 El NO YO que critica puede ser: 1) la propia autoridad (por ejemplo un personaje que representa la tradición), que cuestionando su propio mundo niega su pertenencia a él, o actúa contra su propio interés; 2) alguien que está equivocado (o se supone que lo está), es decir un elemento que, por sus ideas o manera de actuar, suele ser aborrecido por la tradición; 3) un extraño; alguien que no pertenece a la tradición criticada. La actitud definida como NO CRITICO supone las tres opciones siguientes: 1) tomar la tradición al pie de la letra, sobre todo con el fin de ridiculizarla; o también tomarle la palabra a la tradición con cierto tono de desafío, para que sea ella misma la que demuestre sus errores; 2) obedecer ciegamente a la tradición, de manera que ésta queda desmitificada y pierde buena parte de su autoridad; 3) ignorar la tradición para que quien critica pueda entender autónomamente o informarse por su cuenta. Cuando se cuestiona NO LA TRADICIÓN, el que juzga se centra en aspectos reducidos o complementarios de la misma, cuales: 1) los excesos, entendidos como “efectos secundarios” de la manera de operar del sistema, o la aplicación extremadamente rigurosa de doctrinas y leyes; 2) las novedades, algo a lo que no está acostumbrado o que se teme pueda resultar dañino para la tradición, porque son posible causa de degradación social; 3) una tradición alternativa, o sea hablar de otra realidad (real o imaginaria) sacando implícitamente a la luz los fallos de la tradición a la que realmente se alude. (Orlando, 1997, 170-227).

134 El conquistador regresa a su lugar de origen pero ya no es el mismo de antes: las penalidades sufridas, las relaciones con otras culturas, la experiencia como divinidad le han dejado marcas indelebles, haciendo de él un hombre nuevo (Glantz, 2005, 101)4.

III. 2. LA CRÍTICA AL PODER

La historia de The tempest gira alrededor de las relaciones de poder. Todos los personajes que se encuentran en la isla se reúnen o se separan acorde con la voluntad de Próspero quien, mediante el recurso a la magia, se ha apoderado del lugar que le rodea. Todo lo que ocurre, desde el acontecimiento del naufragio hasta la reconciliación final, es fruto de su intervención (Righter, 1968, 27). Próspero, al igual que Robinson Crusoe o que cualquier colonizador, impone un nuevo orden a un contexto ajeno al suyo. Además de criar a su hija Miranda, establece una jerarquía que le coloca como jefe supremo; el respeto a su autoridad es la condición necesaria para que se mantenga el orden. Desde esta perspectiva la ambición de Antonio, que otrora le había ocasionado la pérdida del ducado de Milán y el sucesivo exilio, y la rebelión intentada por Calibán, trastornan su orden establecido. Y sin embargo el autoritarismo de Próspero es lo que provoca la supuesta maldad de Calibán ya que, como veremos dentro de poco, ésta se debe al resentimiento. La actitud opresiva del amo hacia “su isla” es una consecuencia, directa y casi inevitable, de la posición por él ocupada. Debemos volver a Psicología de la colonización para observar cómo Octave Mannoni identifica el poder mágico de Próspero con la imagen infantil de la omnipotencia del padre. Si consideramos que el protagonista de la comedia es un padre, y que da muestra de impaciencia o tendencia a la cólera cada vez que su poder se ve amenazado, dicha coincidencia resulta acertada. Próspero se atribuye el derecho a controlar a Ariel y a castigar a Calibán porque se configura como figura paterna (Mannoni, 1950, 103). Al igual que Robinson y Viernes, Próspero es un personaje arquetípico. En la realidad colonial el europeo lleva dentro de sí unas estructuras mentales que le acercan al personaje

4 Juan Francisco Maura, especialista en la obra de Cabeza de Vaca, ha rastreado la vida y actividad del conquistador, no sólo a través de sus textos (Naufragios y Comentarios), sino mediante investigaciones históricas. Uno de sus libros más interesantes, El gran burlador de América: Álvar Núñez Cabeza de Vaca, cuestiona aquella costumbre, muy difundida entre los críticos, de mitificar al náufrago, hasta retratarle como un defensor de los indígenas (comparable con Bartolomé de las Casas). El perfil de Cabeza de Vaca que transparenta el ensayo de Maura es quizá más realísta, y corresponde al de un astuto manipulador. Un individuo seguramente admirable por algunas cosas (por ejemplo, la supervivencia a sus peripecias), pero capaz de vender una imagen falsa de sí mismo, gracias también a sus recursos retóricos. Un factor más que debería prevenirnos de ver a Cabeza de Vaca como alguien que no es.

135 shakespeareano: la convicción de que el punto de vista del Otro no existe o no cuenta. Lo que les falta, tanto a los colonialistas como a Próspero, es un mundo en el que los Otros son respetados; los europeos rechazan este punto de vista porque les cuesta aceptar a las personas tales como son. Mannoni relaciona este rechazo con un deseo no bien controlado de dominación, que él denomina justamente “complejo de Próspero” (Mannoni, 1950, 106). La comedia de Shakespeare presenta situaciones que no son reales y personajes no humanos, pero las relaciones entre ellos sí son verosímiles, o por lo menos responden a unos ideales de cómo sería un buen amo y padre, o un buen o mal servidor. Ariel, aunque es un espíritu sin cuerpo físico, se configura como un siervo fiel y sensato; domina los elementos naturales según las órdenes de Próspero; sabe lo que es bueno para su dueño y para sí mismo por lo que tiene certeza de que, en cuanto haya cumplido con su deber, será puesto en libertad. No es difícil reconocer en Ariel el esclavo perfecto que todo blanco quisiera tener a sus órdenes. Pero el trabajo al servicio de alguien es en todo caso la condición de los siervos y de los prisioneros. Ariel ha sido liberado de su cautiverio dentro del árbol sólo para obedecer a Próspero; a Calibán le toca el trabajo más duro como castigo a su espíritu rebelde, y por haber intentado violar a Miranda; incluso Ferdinando, pese a su condición de noble, se ve obligado a trabajar para demostrar su verdadero amor hacia Miranda (Hamm, 1996, 113). La libertad no se da porque sí, sino que tiene como condición previa la esclavitud, o por lo menos la obediencia. Aun así, Próspero tiene sus limitaciones. Su poderío queda limitado a la isla y, más importante todavía, su magia no es capaz de dominar la naturaleza de las personas. Su hermano Antonio, así como el esclavo Calibán, aunque hagan acto de arrepentimiento siguen siendo traidor el primero y “bruto” el segundo. Las promesas finales de Calibán de querer llevar a cabo una vida de sabiduría no parecen más que palabras vacías: da la impresión de que las enseñanzas que Próspero le dio en su momento a su siervo están destinadas a caer en saco roto (Righter, 1968, 27-29). El rechazo absoluto de Calibán hacia las enseñanzas de Próspero adquiere un sentido crítico hacia el colonialismo. La representación de un salvaje que echa a perder los valores occidentales inculcados por su amo resulta innovadora para la época; parece insinuar el fracaso del intento civilizador europeo, puesto que las costumbres propias del Otro sobreviven sin cambios. La acción de Próspero modifica el orden social de la isla, entrando en conflicto con el papel de Calibán. El mago establece una jerarquía que le ve como amo absoluto de ese lugar, incluidos todos los objetos y seres vivos que ahí se encuentran. Esta jerarquía impuesta por Próspero reproduce fundamentalmente la escala social vigente en Europa. Él mismo sería el

136 soberano; sigue el grupo de nobles, encabezados por Antonio y Alonso, quienes afrontan algunas peripecias hasta llegar al perdón de Próspero; Stephano y Trinculo (el marinero borracho y el bufón) pertenecen a unas clases bajas, corresponden más o menos a los obreros o a las tropas. Calibán sería comparable con un salvaje a esclavizar (Hamm, 1996, 111-112). Pero este «salvaje» es una de las figuras más interesantes de la comedia shakespeariana. Lejos de ser simplemente un bárbaro (el nombre Calibán es claramente un anagrama de ‘caníbal’), el hombre deforme representa un emblema de la otredad. Sufre resentimiento por el trato injusto que recibe. Próspero justifica su dureza hacia Calibán con el hecho de que éste había intentado violar a Miranda. Pero castigarle mandándole hacer los trabajos más duros no es una solución racional: mejor hubiera sido alejar a Calibán o seguir civilizándole para corregir sus defectos. En realidad la actitud de Próspero es una justificación del odio mediante la culpabilidad sexual del salvaje. Próspero ya tiene sus complejos, es decir, la incapacidad para relacionarse de modo paritario con sus congéneres; Calibán le sirve de chivo expiatorio, en el sentido que encarna las malas intenciones (reales o potenciales) que el amo pueda tener. Éstas pueden ser incluso intenciones incestuosas, puesto que Miranda es la única mujer presente en la isla, y Próspero y Calibán son los hombres que más tiempo han transcurrido cerca de ella. El colonizador blanco aleja de sí el espectro de la culpabilidad y de las malas intenciones cargándolas a alguien que pueda representarlas físicamente. Y ¿quién mejor que el Otro (mejor si de raza negra o asimilable a un individuo de color) será capaz de desempeñar el papel del malo o violador de mujeres blancas? Esta imagen de la mujer blanca violada por el Otro, a veces obsesiva por su recurrencia, es un elemento básico del racismo colonialista y ocupa un lugar importante en el subconsciente de muchos europeos5. Mannoni señala que la violencia y la agresividad producen miedo, al mismo tiempo que son formas extremadas de ejercer el propio poder. La imagen de la mujer blanca violada por un representante de una “raza inferior” es, tal como indicábamos antes, la proyección sobre el Otro de estas tendencias hacia el mal, que espantan y fascinan al colonizador. (Mannoni, 1950, 104 y 109). En definitiva, el «complejo de Próspero» consiste en una actitud paternalista fuertemente marcada por el orgullo, una impaciencia neurótica, el afán por dominar a los demás; todo esto brota de una incapacidad de relacionarse con las personas de una forma distinta de la dominación. Cualquier instinto conducente a una acción que puede generar

5 Con razón Mannoni cita como ejemplo a muchas personas, declaradamente antirracistas, que manifiestan sus reservas en el momento en que se les plantea la posibilidad de que su hija se case con un negro. Evidentemente este tema toca, en algunos individuos, instintos bien ocultados (posiblemente orientados hacia el incesto) que provocan reacciones defensivas calificables como racistas (Mannoni, 1950, 109 pie pág. 1).

137 culpabilidad se intenta neutralizar asignándolo a la maldad o perversión sexual del Otro (Mannoni, 1950, 108). En cuanto a la caracterización individual, Calibán está profundamente arraigado en su isla, de buen indígena; muestra un conjunto de pulsiones e instintos (rebeldía, fuerza bruta, deseo sexual) normalmente aborrecidos por los europeos en cuanto bestiales, pero profundamente naturales y humanos. Debido a su anterior intento de violar a Miranda, y al hecho de que ésta le había enseñado a hablar como lo hacen las personas civilizadas, Calibán se ve obligado a pagar un precio muy alto.

MIRANDA: Abhorrèd slave, Which any print of goodness wilt not take, Being capable of all ill! I pitied thee, Took pains to make thee speak, taught thee each hour One thing or other. When thou didst not, savage, Know thine own meaning, but wouldst gabble like A thing most brutish, I endowed thy purposes With words that made them known. But thy vile race, Though thou didst learn, had that in’t which good natures Could not abide to be with. Therefore wast thou Deservedly confined into this rock, who hadst Deserved more than a prison. I.2, 352-362 (Shakespeare, 1968, 77).

Aparte de deber obediencia a Próspero, vive bajo las amenazas de castigos corporales y es objeto de mofa por parte de todos, desde Antonio y sus consejeros hasta los marinos. La originalidad de The tempest estriba precisamente en la prominencia de un personaje como Calibán. Ninguna obra que fuera plenamente colonial, es decir, portadora de aquel incondicional apoyo a la actividad colonialista que hemos llamado “actitud colonial”, daría tanto espacio a un individuo perteneciente a la cultura del Otro. En los textos anteriormente observados, los Otros eran más bien figuras sin personalidad. Constituían parte del paisaje, como la flora y la fauna; o representaban un conjunto informe de seres bárbaros, caracterizados únicamente por su crueldad y salvajismo, sin identidad individual ni facultad de pensamiento. Viernes (cronológicamente un siglo más tardío que Calibán) no es una excepción: su personalidad, opiniones y pensamientos son aquellos que les inculca Robinson; de lo contrario, Viernes sería uno más de la horda de caníbales que amenazan la supremacía del británico. En The tempest, en cambio, Calibán se expresa y muestra sentimientos. Si es malo es porque siente rencor hacia Próspero, que le ha desplazado en la escala del poder; sus acciones están en todo momento justificadas, ya sea por rabia o por ingenuidad.

138 También Mannoni evidencia la importancia de la actitud de Calibán. Lo que resulta más peligroso de él, más incluso que su bestialidad, es el hecho de que demuestre tener voluntad propia; el de que se proponga como ser humano. Que los fantasmas del subconsciente se proyecten en el mundo exterior es aceptable; pero que éstos adquieran rasgos de personas reales, y que como tales pretendan relacionarse con los demás resulta escandaloso. Lo que no se quiere aceptar es el deseo de liberación. El racismo, continúa Mannoni, es una construcción racional que esconde sentimientos cuyas raíces están arraigadas en el subconsciente. Estos sentimientos serían ya de por sí suficientes para crear rencor y violencia; la invención de las razas superiores o inferiores acrecienta su destructividad porque les añade un valor afectivo. El racista no racionaliza su superioridad respecto a los otros: la siente a un nivel prevalentemente instintivo. En el Otro ve la raza antes que el individuo. Y esto le impide considerarle como igual, a la vez que le permite adaptar su imagen a lo que le dicta el subconsciente (Mannoni, 1950, 115-118). Por otra parte, Shakespeare debió de haber leído los Ensayos de Montaigne, y esto se deduce no sólo de la caracterización de Calibán, sino también de las palabras que pone en la boca de otro personaje de su comedia. Gonzalo, el viejo consejero del rey de Nápoles, describe su ideal de sociedad, que parece casi copiado del texto de Montaigne, «De los caníbales»:

GONZALO: I’th’ commonwealth I would by contraries Execute all things. For no kind of traffic Would I admit, no name of magistrate. Letters should not be known. Riches, poverty, And use of service, none. Contract, succession, Bourn, bound of land, tilth, vineyard, none. No use of metal, corn, or wine, or oil. No occupation: all men idle, all, And women too, but innocent and pure. No sovereignty – [...] GONZALO: All things in common nature should produce Without sweat or endeavour. Treason, felony, Sword, pike, knife, gun, or need of any engine Would I not have; but nature should bring forth Of it own kind all foison, all abundance, To feed my innocent people. II.1, 150-167 (Shakespeare, 1968, 88).

Este modelo de sociedad natural es un guiño introducido por Shakespeare en su obra; nos hace reflexionar sobre la opinión del dramaturgo respecto al entonces naciente expansionismo británico. Próspero, que había perdido la soberanía de Milán, encuentra en la

139 isla la oportunidad de compensar su pérdida reconstituyendo su status. Al igual que Robinson cien años más tarde, el duque adquiere el papel de una divinidad física en virtud de su posición de amo. Proporciona el uso del lenguaje a Calibán, mediante la imposición de su propia lengua, mientras que en ningún momento se plantea la posibilidad de aprender el lenguaje del Otro, ni de comprender sus razones. Calibán había recibido a Próspero con ofrendas y regalos, le había enseñado los mejores lugares de la isla, pero se ha visto involucrado en un juego de poder que le ha llevado a la esclavitud. La relación entre dueño y servidor siempre es de tipo hegemónico (Hamm, 1996, 118-119). Al final los blancos abandonarán la isla, devolviéndola a Calibán; sin embargo, la intromisión ha alterado la relación armoniosa que el indígena tenía con su tierra. Las enseñanzas inculcadas por Próspero dan a entender que Calibán perderá la capacidad de comunicar con su entorno natural. Así las cosas, si querrá volver a relacionarse con alguien, a Calibán no le quedará más remedio que esperar otro visitante blanco, es decir, un nuevo colonizador. La historia de Calibán parece ser la de una eterna esclavitud, al tiempo que en la isla se repite aquella historia de opresión que es tan propia del Viejo Mundo (Lombardo, 2010, XLVII). El aspecto monstruoso de Calibán y su supuesta naturaleza perversa es el pretexto para llevar a cabo un proceso de mortificación orientado a legitimar su condición de esclavo. Está condenado a desempeñar las tareas más ingratas (recoger leña, hacer fuego, etc.), además de ser amenazado con castigos físicos (las picaduras y los dolores que Próspero promete darle con su magia). Estas situaciones guardan inquietantes parecidos con acontecimientos realmente ocurridos, relacionados con la conquista del Nuevo Mundo y con la trata negrera. A principios del siglo XVII ya ha caído el mito de una colonización fundada en el amor y en la instrucción. El despotismo de Próspero anticipa la acción de Robinson, dictada por los mecanismos de la explotación económica. Desde este punto de vista, el Otro estaría condenado para siempre al papel de siervo (Lombardo, 2010, XLVIII). En cierto sentido, Calibán cae víctima de su generosidad inicial. Al ofrecer su ayuda y hospitalidad a Próspero le da la oportunidad de reducirle a la esclavitud. Algo similar había ocurrido con los indios de Norteamérica que habían entrado en contacto con los primeros colonos ingleses: les habían traído agua y comida, salvándoles de segura muerte, para ser después despojados de sus tierras por los recién llegados.

CALIBAN: [...] This island’s mine, by Sycorax my mother,

140 Which thou tak’st from me. When thou cam’st first, Thou strok’st me, and made much of me, wouldst give me Water with berries in’t, and teach me how To name the bigger light, and how the less, That burn by day and night. And then I loved thee, And showed thee all the qualities o’ th’ isle, The fresh springs, brine-pits, barren place and fertile. [...] For I am all the subjects that you have, Which first was mine own king; and here you sty me In this hard rock, whiles you do keep from me The rest o’ th’ island. I.2, 332-344 (Shakespeare, 1968, 76).

El Otro sufre una enajenación al ser apartado de su condición natural, que es análoga a un estado de gracia porque Calibán vivía en paz y tenía el pleno control de su ambiente. La enseñanza del lenguaje por parte de Próspero no hace sino corromper al indígena. Puesto que el intento de educarle fracasa, la única opción es demonizar a Calibán, lo que no resulta en absoluto difícil, dadas sus características. Calibán es el hijo de una bruja argelina; parece incapaz de vivir según las normas dictadas por Próspero; su aspecto es monstruoso. Todos los rasgos de la otredad están presentes en su persona (Hamm, 1996, 114-115). El perdón de Próspero y la devolución de la isla a su legítimo propietario representan el supuesto desenlace feliz de la comedia. El mérito de The tempest consiste en rescatar la figura del Otro de una definitiva demonización. Si bien se ve sometido a toda clase de burla y de comentarios infamantes, al final Calibán se salva de la aniquilación. El pensamiento fronterizo que The tempest atesora puede ser localizado en la caracterización de Calibán frente a Próspero. Son dos personajes totalmente distintos, pero ambos, y cada uno desde su posición, tienen rasgos negativos. Ninguno de los dos parece realmente mejor que el otro. Si el autóctono puede ser tachado de brutalidad o falta de control, Próspero parece ser esclavo de su prepotencia y autoritarismo hacia todos los demás. Es más: su afán por ejercer el poder es quizás menos justificado que la rebeldía de su siervo. La figura de Calibán fue abundantemente rescatada durante el siglo XX, y muy especialmente en América Latina. En 1969 el escritor de Martinica Aimé Césaire escribió una obra teatral, titulada justamente Une tempête, que tendremos ocasión de observar en el capítulo siguiente. El texto se ciñe mucho a la comedia de Shakespeare, aunque acentúa la caracterización de Próspero como dictador. Calibán se ve convertido en un ejemplo de resistencia cultural de los pueblos nativos a la opresión de los blancos. Se deja entrever que la única forma de resistencia correcta es la revolución incondicional.

141 Mucha resonancia tuvo el ensayo Calibán, escrito en 1971 por el intelectual cubano Roberto Fernández Retamar. Aquí se elige a Calibán (por encima de Ariel) como representante de las culturas americanas en las ex colonias españolas. Retamar acuña el término “calibanismo”, aludiendo con esto a aquella actitud de insurgencia contra el opresor que ha caracterizado una parte importante de los intelectuales latinoamericanos (Vega, 2003, 240-242). Todo ello demuestra que The tempest, lejos de ser solamente una obra fantástica, tiene referentes importantes en la larga historia de opresión de Europa en el mundo.

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Los presupuestos de partida para obras como Naufragios o The tempest están en la aceptación (consciente o no) de que existe una forma de sentir y ver distinta a la occidental. Observando con actitud crítica tanto al mundo del Otro como al propio es posible mantener firmemente la identidad europea de origen, y a la vez intentar comprender las motivaciones de quien sufre el imperialismo. Se trata de una postura a medio camino entre la actitud colonial y la actitud poscolonial propiamente dicha, y resulta especialmente innovadora cuando se observa en contextos plenamente colonialistas. Tal es el caso de Naufragios, por Cabeza de Vaca, y de The tempest de Shakespeare. A juicio de Harold Bloom, la habilidad de Shakespeare para caracterizar los personajes le hace merecedor de ser el centro del canon literario occidental. Él sería el mejor autor a la hora de representar la psicología humana con sus contradicciones y cambios a lo largo del tiempo. Cabeza de Vaca, aunque no es comparable con Shakespeare, ha dado con su obra una aportación original y fundamental a la génesis de la literatura hispanoamericana. Las dos obras, si bien tan distintas, tienen referentes muy concretos en el mundo real. Los Naufragios, que nacen de una historia verdadera, se alejan de la realidad más que la mayoría de las crónicas. Podemos recordar a Paul de Man, quien subrayó que, en los textos de carácter autobiográfico, no siempre el referente (en este caso los hechos reales) determina la figura (su representación literaria) tanto como querríamos. Dicho de otra forma, una obra autobiográfica (o cualquier escrito que surja de la realidad) no depende de su fuente del mismo modo que un cuadro de su modelo (de Man, 1991, 113). La teoría propuesta por de Man es fácilmente verificable si reflexionamos a partir de lo siguiente: la herramienta básica que se utiliza a la hora de relatar acontecimientos reales es la memoria. Pero el paso del tiempo y las experiencias que se dan a lo largo de la vida ejercen cierta influencia en la labor

142 de recuperación de los recuerdos. Por consiguiente, el que relata un hecho vivido personalmente acaba dándole una forma o un orden que pueden no corresponder a los reales. Aparte de las diferencias más o menos significativas entre las obras, tanto Cabeza de Vaca como Shakespeare, lejos de cuestionar la legitimidad del expansionismo de sus imperios, dedican algo de espacio al Otro. Los Naufragios muestran cómo, en circunstancias determinadas, el mundo indígena puede determinar cambios en la identidad del náufrago europeo, aunque sólo de forma parcial. The tempest recurre a una historia fantástica para representar simbólicamente el recién nacido imperio británico. Aparentemente la comedia de Shakespeare no desarrolla mucho el tema de la otredad; sin embargo la caracterización de Próspero y su forma de actuar ocultan fenómenos psicológicos que fundamentan las relaciones entre colonizador y colonizado, no sólo en la ficción literaria sino también en la realidad histórica. Pese a todo ello, el valor que acaba triunfando en la obra es el perdón, lo que acaba enalteciendo la figura de Próspero como europeo, superior al indígena. En ambos textos se expresa una crítica, aunque moderada y generalmente indirecta, a los abusos de la institución imperial y a quien de una manera o de otra la representa.

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IV. DEL IMPERIO DEL NÁUFRAGO AL NAUFRAGIO DEL IMPERIO

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Que el naufragio sea un tema “eurocéntrico” no debería de extrañar, a estas alturas. La relación entre el desastre marítimo y los viajes de exploración y conquista es patente; quienes llevaron a cabo la actividades coloniales tal como las entendemos hoy en día fueron los europeos (o en todo caso comunidades que de ellos derivan, si incluimos los norteamericanos). Los naufragios, como se ha podido observar, han acompañado a la historia de Europa fuera de sus fronteras, haciendo de contrapunto a sus abusos y triunfos. Resulta por lo tanto normal el hecho de que las historias de naufragios han entrado plenamente en el imaginario occidental, dando aportes más o menos significativos a campos que van desde el cine hasta la filosofía. Hablar de naufragios implica tomar como referente principal, aunque no exclusivo, el mundo occidental. Incluso aquellas narraciones de naufragios que no presentan vínculos con las actividades coloniales resultan especialmente frecuentes en los países que se adscriben a la civilización occidental; y entre estos últimos, los que fueron potencias coloniales se llevan la mejor parte. Ya vimos cuánta relevancia puede llegar a tener el naufragio en diferentes literaturas europeas durante la época colonial. Pero incluso en el siglo XX, que puede ser identificado como el siglo de la descolonización y del poscolonialismo, este tema sigue dando obras fundamentales dentro del mundo occidental. Algunas de éstas conjugan los relatos de naufragios y las fuertes implicaciones culturales de la descolonización. No es por azar que de entre las cuatro novelas que interesan para este capítulo, dos son francesas, una estadounidense, una es del novelista sudafricano J. M. Coetzee, y la última del escritor martiniqués Aimé Césaire. Si bien los textos critican el colonialismo de una manera más o menos sutil (a veces cuestionan la supremacía del pensamiento europeo), no hay que olvidar que fueron escritos

145 por autores occidentales, con la única excepción de Césaire, quien figura entre los fundadores de la literatura negra1. Esto corrobora lo que afirmábamos anteriormente, es decir, que el naufragio es un tema genuinamente occidental, mediante el cual se observa la historia desde la perspectiva del colonizador. Desde luego se trata de un tema que sigue gozando de gran popularidad en las literaturas de los países que antaño lideraban sus respectivos imperios. Pero el hecho de que algunos escritores hayan escrito novelas donde critican al Imperio no quiere decir que sean portavoces de los oprimidos. Es muy difícil que el Otro pueda verse representado por alguien que escribe desde la metrópoli y que por lo general, sea o no partícipe de la opresión, pertenece al grupo de los dominadores. Giraudoux y Tournier no pueden ser considerados portavoces de una forma de pensamiento alternativa a la suya europea; ni dejan de ser franceses y de representar al mundo cultural al que pertenecen, incluso cuando reescriben en clave crítica el mito colonial de Robinson Crusoe. El caso de Coetzee no es una excepción: si consideramos que el premio Nobel sudafricano es blanco, y que además pudo realizar una prestigiosa carrera académica y profesional entre Inglaterra, Estados Unidos y su propio país, entendemos cuán difícilmente su punto de vista pueda coincidir con el de la mayoría negra que sufrió los abusos del apartheid. Todo lo afirmado no pretende desmerecer la labor de estos autores, quienes han demostrado gran agudeza y sensibilidad al cuestionar no sólo un referente literario fundamental, sino en algunos casos la validez misma del sistema epistémico occidental. Su labor demuestra que la supremacía de la civilización occidental puede ser cuestionada desde dentro del mismo. La actitud y el pensamiento poscoloniales pueden manifestarse también dentro de la metrópoli.

IV. 1. LA ACTITUD POSCOLONIAL

Con anterioridad hemos observado cómo la actitud colonial beneficia la actividad de un imperio en el mundo. No solamente apoya o favorece las acciones promovidas por la potencia dominadora, sino que defiende, directa o indirectamente, el sistema de pensamiento y conocimiento del país colonizador (y por extensión, de Occidente). La actitud colonial es

1 La brillante personalidad de Aimé Césaire se desmarca profundamente de los demás autores citados, a raíz de su revindicación de una cultura literaria negra, que sin embargo no puede renunciar ni a la lengua francesa ni a los patrones literarios europeos. Su obra teatral Une tempête es una reescritura de la comedia shakespeariana que lleva mucho más lejos el tema de la relación de dominación/esclavitud entre Próspero y Calibán. Se ha incluido en el corpus de este trabajo porque tiene evidentes relaciones con el colonialismo, a la vez que mantiene la centralidad del naufragio en la trama, ciñéndose así a la obra británica de inspiración.

146 relativamente sencilla de definir, pues consiste básicamente en apoyar un sistema de ideas claramente establecidas que suelen estar ya asentadas en el tejido social de quien escribe. La actitud poscolonial, en cambio, es una toma de posición más flexible y por ello de más ardua identificación; la razón es que supone una postura crítica, y bien sabido es que una crítica puede manifestarse bajo un sinnúmero de formas distintas. Una definición, a grandes rasgos, sobre esta postura puede ser deducida de las aportaciones de Walter Mignolo. Llevando un poco más lejos el concepto de «pensamiento fronterizo», Mignolo apoya una modalidad de pensamiento que otorgue una relevancia limitada al papel de Occidente. El objetivo es dar vida a una forma de pensar apta para ser practicada desde la perspectiva de la colonialidad (esto es, desde el punto de vista de los colonizados). La mayoría de las antiguas colonias componen un grupo de culturas silenciadas, en el sentido de que su actividad intelectual rara vez ha sido tenida en cuenta por el mundo occidental, que a su vez controla la producción y difusión de los conocimientos. Ahí debería entrar en juego el «pensamiento otro» propugnado por Mignolo, lo que entronca, en parte, con la actitud poscolonial que nos interesa (Mignolo, 2003, 132-133 y 135). Esta última representa una forma de ver las cosas desligada del sistema de pensamiento y conocimientos occidentales y, lo más importante, toma en la debida consideración el punto de vista del Otro sin dejar de ser tolerante y abierta a cualquier aportación valiosa, independientemente de su procedencia. Ahora bien, si exceptuamos unos pocos casos aislados (entre los que figuran, hasta cierto punto, Alvar Núñez Cabeza de Vaca y el Shakespeare de The tempest) la actitud poscolonial comienza a adquirir una forma identificable en el siglo XX, concretamente alrededor de 1910. Ya sabemos que el desmantelamento de los imperios, a nivel administrativo, se realiza en su máxima parte después de la Segunda Guerra Mundial, pero eso no es más que la punta del iceberg. En realidad, la actitud poscolonial (entendida como forma de pensamiento que pretende ser distinto al occidental) va naciendo contemporáneamente a los hechos históricos que hemos recordado al principio: la victoria de Japón en la guerra ruso-japonesa; la Primera Guerra Mundial; la revolución rusa, entre otros. Pero también ha incidido un factor de índole más profunda: a partir de la primera década del siglo XX entra en crisis la confianza absoluta en la ciencia y la tecnología. La idea, genuinamente occidental, según la cual todo fenómeno o problema podía ser comprendido y solucionado mediante el recurso a la técnica o al saber humano, se ve duramente puesta en tela de juicio por los descubrimientos de la ley de la relatividad de Einstein, y también por las teorías de Freud sobre el subconsciente humano. Freud y Einstein, cada uno a su manera,

147 asestan un golpe definitivo al positivismo, y por ende a la hegemonía del sistema epistémico occidental entonces vigente. Se trata de un cambio radical para Europa: el comienzo de la “Tercera Modernidad”, es decir, la época marcada por un fuerte sentimiento de pesimismo y cierto temor hacia lo irracional, que tendrá en las dos guerras mundiales y en la “solución final” sus páginas más negras. El tema de la Tercera Modernidad nos interesará más tarde, puesto que una obra de las que nos ocuparemos tiene bastantes vínculos con el período. Lo que hay que subrayar ahora es que a partir de ese momento la seguridad del sistema de pensamiento y conocimiento occidentales empieza a vacilar desde su propio corazón, y esto hará que la legitimidad del colonialismo quede en entredicho. Cierto es que, al menos hasta la segunda década del siglo, los juegos de poder de las distintas naciones occidentales sobre el resto del mundo parecen estar destinados a continuar durante un tiempo indefinido; hay imperios que caen, imperios que surgen, y otros que redefinen sus fronteras2. No obstante, pese a su aparente capacidad de dominar el planeta, las culturas europea y norteamericana se ven minadas por aquella inquietud de fondo que, junto al despertar de los primeros movimientos independentistas dentro de algunos países sometidos, preparará el camino hacia la descolonización. El fenómeno es gradual pero se realiza a gran escala, no sólo en las colonias sino también dentro de las metrópolis correspondientes. La oposición al dominio puede llevarse a cabo de muchas formas: mediante las acciones subversivas, o propugnando un modelo de vida y pensamiento alternativo al occidental, que comienza a ser visto como inadecuado. En el ampliamente difundido ensayo, The Empire writes back, Bill Ashcroft, Gareth Griffiths y Helen Tiffin señalan la coincidencia del descubrimiento del Otro con el cambio de siglo. Ha sido justamente la experiencia colonial lo que ha permitido conocer culturas y formas de arte diferentes a las occidentales, insinuando el germen del relativismo cultural. En ese momento el mundo occidental comienza a darse cuenta de que su civilización no es más que una entre muchas. Y es interesante destacar que el arte de los países occidentales (en todas sus formas) se ha enriquecido desde muy pronto con las aportaciones estéticas de las otras culturas. En cierto sentido la cultura del Otro (muy especialmente la que procedía de África) ha hecho que Europa descubriera su lado oscuro y ancestral, análogamente a lo que hizo Freud en el mundo de la medicina y del pensamiento. En el campo literario merece ser

2 El “Desastre de 1898” ve prevalecer la potencia de Estados Unidos frente al vetusto Imperio español. De un modo análogo la Guerra Italo-Turca (1911-1912) decreta, por un lado, el comienzo de una expansión exitosa de Italia en ultramar, y, por otro, el declive de un Imperio Otomano ya próximo al colapso. En 1918 Alemania es derrotada en la Primera Guerra Mundial y pierde todas sus colonias, mientras que el Imperio Británico alcanza su máxima extensión, si bien comienzan a faltar los recursos financieros para mantenerlo. También Francia mantiene una posición de fuerza y prestigio en el escenario internacional de esta época.

148 recordada la novela de Joseph Conrad, Heart of darkness (El corazón de las tinieblas) en la que el miedo a la maldad humana, que radica en el subconsciente, adquiere un matiz inquietante. El mensaje, más o menos subliminal, que se desprende de esta y de más creaciones literarias o visuales es la gradual pérdida de la universalidad del sistema epistémico occidental. La que parecía ser la civilización por antonomasia pierde su carácter eterno y absoluto, iniciando una profunda crisis que caracterizará la cultura occidental hasta después de la Primera Guerra Mundial (Ashcroft/Griffiths/Tiffin, 1989, 156-160). Si queremos captar la quintaesencia de la actitud poscolonial tenemos que echar mano del trabajo de Claude Lévi-Strauss. Su contribución (no siempre debidamente reconocida) al surgimiento de la crítica cultural poscolonial es especialmente importante en El pensamiento salvaje. El libro, publicado por primera vez en 1962, es anterior a muchos de los textos fundadores del pensamiento poscolonial. Si bien no habla de colonialismo, las observaciones sobre las sociedades “salvajes”, a menudo comparadas con las sociedades industrializadas, resultan muy valiosas. Ante todo, Lévi-Strauss evidencia que cada civilización tiende a sobrestimar la orientación objetiva de su sistema de pensamiento. Un pensamiento más objetivo sería, en el seno de este razonamiento, más propenso a desarrollar ciencias exactas y manifestaciones artísticas elaboradas. Sin embargo todas las culturas del mundo tienen algún grado de objetivismo; es falso afirmar que los salvajes piensan solamente en base a sus necesidades orgánicas o económicas. Es más: a raíz de nuestro elevado nivel tecnológico, ellos pueden perfectamente reprocharnos a los occidentales una hipotética carencia de conocimientos auténticos (Lévi-Strauss, 1984, 13-14). La confrontación entre el pensamiento salvaje y el pensamiento civilizado se enriquece con las referencias a la magia y la ciencia: la primera carecería de objetividad (según la burda opinión de muchos occidentales), mientras que la segunda sería el más alto resultado del sistema epistémico de una sociedad desarrollada. La magia, afirma el antropólogo, supone un determinismo global en los fenómenos y en el entorno con el que pretende interactuar. La ciencia opera por niveles: no sólo diferencia campos y disciplinas de estudio; cada objeto de observación consta de elementos bien definidos. Por ejemplo, la medicina y la química son dos disciplinas bien distintas; y dentro de la medicina, el cuerpo humano consta de varias partes, cada una con un funcionamiento diferente (no es lo mismo estudiar los huesos que la sangre). Pero el pensamiento mágico también cuenta con cierto rigor, y la precisión en sus rituales delata una inquietud por conocer profundamente aquel determinismo que le es consustancial. Las creencias mágicas y sus ritos correspondientes son

149 como actos de fe de una ciencia que está aún por nacer. Al no entender un fenómeno natural, físico o químico la magia le asigna una explicación y un procedimiento que pretende controlarlo. Lévi-Strauss se niega a considerar el pensamiento mágico como una simple etapa intermedia de la evolución científica, ya que esto nos impediría comprenderlo plenamente; la magia constituye un sistema independiente y bien articulado. Más justo sería poner magia y ciencia como dos disciplinas paralelas, porque se trata de dos modos de conocimiento cuyos resultados son desiguales (la ciencia acierta más que la magia), pero que tienen en común muchos de los procedimientos mentales que están a la base de los rituales de una y de los experimentos de la otra (Lévi-Strauss, 1984, 27-28 y 30). Con mucha frecuencia se han considerado a los salvajes como seres dominados por los instintos, las necesidades inmediatas y los sentimientos más básicos y sujetivos. En suma, criaturas incapaces de reflexionar, entender y razonar. Al realizar estas simplificaciones hemos olvidado que la gran mayoría de las personas de ciencia y cultura han estado (y están en la actualidad) movidas por esas mismas emociones y sentimientos que se atribuyen a los salvajes. ¿Qué decir, por ejemplo, de todos aquellos naturalistas que estudian a los animales y, al mismo tiempo, sienten hacia ellos el cariño más sincero? El entusiasmo o el cariño espontáneos no son en absoluto incompatibles con el saber teórico u objetivo; más bien lo alimentan, puesto que el conocimiento puede ser objetivo y sujetivo a la vez. A juicio de Lévi-Strauss, nuestra imagen tradicional de la primitividad debe cambiar. Nunca el salvaje ha sido ese ser recién salido de la condición animal al que nos referíamos poco antes. Tampoco reinan, en el mundo salvaje, la afectividad y la confusión como principios reguladores. El pensamiento salvaje tiene todas las capacidades para ejercer la misma reflexión intelectual que conduce al conocimiento científico; de hecho los indígenas realizan, en su propio entorno, clasificaciones metódicas fundadas en un saber diferente del nuestro pero igualmente sólido. En ocasiones las clasificaciones zoológicas y botánicas indígenas han resultado ser comparables (por su complejidad) con las europeas (Lévi-Strauss, 1984, 69-70 y 72)3. Lévi-Strauss sigue reduciendo la distancia entre el mundo salvaje y el civilizado:

Se ha dicho a menudo, no sin razón, que las sociedades primitivas fijan las fronteras de la humanidad en los límites del grupo tribal, fuera del cual no perciben más que extraños, es

3 El propio Lévi-Strauss menciona el sistema de clasificación que los guaraníes aplican a los felinos. Se trata de un sistema de términos binomios y trinomios no tan distinto de la nomenclatura binomial, de uso en el mundo científico occidental, y establecida por Carlos Linneo. Además, Lévi-Strauss destaca cómo los cambios impuestos por los europeos a los nombres de plantas y animales recién descubiertos han causado confusiones en el mundo científico occidental, dado que han llegado a existir varias denominaciones para una misma especie o, a la inversa, el mismo nombre para especies diferentes. Todo esto se habría evitado, de haberse respetado las taxonomías indígenas (Ibid., 73).

150 decir, subhombres sucios y groseros, si no es que no hombres. Esto es a menudo verdad, pero se olvida de que las clasificaciones totémicas tienen, como una de sus funciones esenciales, la de romper este cierre del grupo sobre sí mismo, y de fomentar la noción aproximada de una humanidad sin fronteras (Lévi-Strauss, 1984, 242).

Los obstáculos que nos separan de los Otros son abatidos sistemáticamente por el antropólogo belga. La comparación es ahora entre magia y religión: la religión supone la humanización de las leyes naturales; la magia, por su parte, naturaliza las acciones humanas, en el sentido que considera algunas de ellas como si fueran parte del determinismo natural. En realidad, continúa Lévi-Strauss, el antropomorfismo de la naturaleza (en la religión) y el fisiomorfismo del ser humano (lo que ocurre en la magia) están presentes en ambos campos epistémicos. No existe religión sin algo de magia, ni magia sin algo de religión (Lévi-Strauss, 1984, 321). La referencia a la religión implica la comparación con el mundo occidental, concretamente con el cristianismo. El pensamiento salvaje, en general, funciona igual que el del hombre civilizado, tanto en lo referente a los campos de conocimiento como en las interacciones entre personas. El salvaje (exactamente como el occidental) “no distingue el momento de la observación y el de la interpretación, tal como no registramos, primero, al observarlos, los signos emitidos por un interlocutor para tratar después de comprenderlos” (Lévi-Strauss, 1984, 323). También para los salvajes, cualquier lenguaje articulado está compuesto por elementos simples que no tienen significado de por sí mismos, sino que tienen que combinarse según reglas convencionales para poder comunicar algo. Lévi-Strauss termina de anular virtualmente la distancia con los salvajes en el momento en que compara la función del totem (cualquier objeto que represente un personaje o un acontecimiento pasado) a la de los archivos occidentales (cuyo contenido son libros antiguos y documentos históricos). Para los occidentales los archivos son bienes tan preciados como los totems lo son para los indígenas. Y sin embargo, unos y otros atestiguan un pasado que seguiría siendo recordado y documentado sin ellos, es decir, sólo son objetos que representan el pasado sin ser el pasado mismo. La historia vive en el presente de una comunidad; se registra en los libros y en los testimonios de quienes la han vivido. La eventual pérdida de bibliotecas, archivos, reliquias o totems no tendría consecuencias significativas para el conocimiento del pasado, y tampoco incidiría en la conciencia que se tiene de él. Pese a ello esta pérdida sería percibida como un daño irreparable porque el archivo, así como el totem, tiene un valor sagrado de tipo diacrónico.

151 De igual manera, si perdiésemos nuestros archivos, nuestro pasado no quedaría por ello abolido: se vería privado de lo que nos sentiríamos tentados a llamar su sabor diacrónico. Existiría todavía como pasado; pero preservado solamente en reproducciones, libros, instituciones, una situación inclusive, todos contemporáneos o recientes. [...] La virtud de los archivos es la de ponernos en contacto con la pura historicidad. Como lo hemos dicho ya de los mitos de origen de las denominaciones totémicas, su valor no depende de la significación intrínseca de los acontecimientos evocados: éstos pueden ser insignificantes, o inclusive no existir, si se trata de un autógrafo de algunas líneas o de una firma sin contexto. ¡Sin embargo, qué precio no tendría la firma de Juan Sebastián Bach, para quien no puede oír tres compases de él sin que comience a palpitarle el corazón! (Lévi-Strauss, 1984, 351).

Los archivos para nosotros, y el totem para el salvaje, otorgan consistencia física a la historia, ya que actúan como la encarnación del pasado y ayudan a que este último perviva en el presente (Lévi-Strauss, 1984, 350-352). El mismo discurso vale para nuestros monumentos y museos repletos de piezas históricas y arqueológicas. El enfoque estructuralista del antropólogo demuestra que pensamientos aparentemente muy distintos tienen en realidad procesos mentales comunes. No por azar, Lévi-Strauss está considerado como el padre del estructuralismo. Pero lo que más interesa aquí es que, con su trabajo de anulación de la distancia, Claude Lévi-Strauss ha puesto en práctica (con varios años de antelación respecto a Edward Said) la actitud poscolonial. Ahora bien, no es este el lugar para hacer comparaciones entre estas dos figuras geniales (ni es nuestra intención hacerlo); pero es evidente la innovación de El pensamiento salvaje, y cómo esta obra abre un camino hacia una forma más respetuosa de mirar al Otro. Lo que ofrece es un ejemplo de lo que es poner en práctica la actitud poscolonial. Desgraciadamente su aporte parece no haber sido tenido en cuenta por muchos intelectuales que han venido después (que sí se ha dado en llamar poscoloniales), y que han intentado esbozar ex novo un nuevo tipo de crítica cultural. Otros intentos de definir la actitud poscolonial merecen ser tomados en consideración. María José Vega analiza el poscolonialismo desde el punto de vista de la literatura; varias observaciones, por ella ilustradas en Imperios de papel, pueden ser aplicadas a nuestro discurso sobre la actitud poscolonial. Si nos ceñimos a cómo la investigadora identifica la literatura poscolonial, podemos entender como actitud poscolonial aquella perspectiva que observa con ojo crítico el hecho imperial, y que en general desconfía de cualquier relación de superioridad de una cultura respecto a otra; también entran en esta definición las posturas que optan por resistir a la lógica de dominio/sumisión o subvertirla activamente (Vega, 2003, 17- 18). Esta descripción es bastante atinada pero será oportuno disipar unas posibles dudas acerca de los límites históricos entre colonialismo y poscolonialismo, así como aclarar una diferencia fundamental entre la literatura y el pensamiento poscoloniales.

152 Si la actitud poscolonial nace antes del desmembramiento de los imperios (se desarrolla paralelamente a la toma de conciencia de una cultura propia), su correspondiente literatura ve la luz (al menos en la mayoría de los casos) casi contemporaneamente a la descolonización. Aun así es excesiva la teoría sostenida por Ashcroft, Griffiths y Tiffin. Los tres críticos hacen remontar la poscolonialidad (no solamente en la literatura, sino también en el pensamiento y en las ideas relacionadas con lo poscolonial) en el momento mismo en que se establece el poderío de un país fuera de su territorio (Ashcroft/Griffiths/Tiffin, 1989, 2). Esta interpretación se apoya en el hecho de que la instauración del dominio colonial desencadena un proceso de cuestionamiento y rebelión hacia dicho dominio, lo que culmina con la independencia y descolonización de los pueblos sometidos. Resulta evidente que, de esta manera, ya no tendría sentido hablar de colonialismo y poscolonialismo, puesto que los dos fenómenos se sobreponen. Más exacto es situar los inicios de la actitud poscolonial en las primeras dos décadas del siglo XX, mientras que una literatura poscolonial propiamente dicha se desarrolla a partir de la segunda posguerra, dependiendo del momento en el que las poblaciones sometidas toman conciencia de su identidad cultural. Desde luego, en plena época colonial ha habido atisbos de modelos sociales o culturales alternativos a los impuestos por el imperio, al igual que hubo obras literarias que, ya fuera de parte europea o autóctona, apoyaban ideales en mayor o menor medida contrarios al orden establecido. Pero estos no tuvieron continuidad y quedan como casos aislados, si bien su recuperación y relectura en pleno siglo XX hace en parte justicia a su carácter innovador. Pese a la evidente voluntad de ruptura respecto al periodo anterior, la actitud poscolonial acaba reproduciendo a menudo los modelos de los amos, sobre todo en la vertiente política. Esto se debe a que el surgimiento de la identidad de un pueblo se basa en su ensalzamiento como nación, con sus propios rasgos culturales, su propia historia y su propia literatura. Así pues, los nuevos países o las colonias próximas a independizarse suelen reproponer los sistemas administrativos de sus ex potencias dominadoras, además de adoptar como oficial una lengua europea. En algunos casos se llegan a establecer formas de gobierno dictatoriales, cuya opresividad supera a la del colonialismo europeo. Por otra parte, en estos recién nacidos países se asiste a la creación de una literatura nacional. De este modo, como apunta oportunamente María José Vega, se oye hablar a menudo de “literaturas neonacionales” en lugar de poscoloniales, en virtud de una tradición indígena que siempre había estado ahí, aunque sofocada por el imperio. Es evidente, no obstante, que esta búsqueda de una imagen e identidad nacional pertenece al legado europeo y procede especialmente de aquellos movimientos nacionalistas que hurgan bien en las tradiciones rurales, bien en un

153 pasado histórico glorioso (Vega, 2003, 22 y 27)4. Sobra decir que estas reivindicaciones de un largo pasado autóctono, en los países que acaban de independizarse, resultan en muchos casos (si bien no en todos) artificiosas, respondiendo éstas más a finalidades políticas que a una real herencia histórica. Por otra parte, este fenómeno demuestra hasta qué punto el sistema epistémico occidental había influido en la visión del mundo y en el pensamiento de los colonizados. La actitud poscolonial puede ser dañina si se lleva a cabo como una glorificación incondicional de lo ajeno. Los aportes extraeuropeos no son buenos por el simple hecho de que proceden del Otro. En Occidente se abrazan con frecuencia algunas ideas de carácter tercermundista, que parecen ser herederas directas del mito del buen salvaje: las otras culturas son mejores en virtud de su primitivismo y de su retraso tecnológico. Sin embargo Tzvetan Todorov saca a la luz los principales límites de esta visión del Otro. Surge de forma natural asumir y propugnar una actitud tolerante, debido a que esta nos parece más correcta que el fanatismo o la discriminación. Pero la tolerancia es justa si se refiere a algo realmente inofensivo: en otras palabras, no sería justo tolerar la antropofagia o los sacrificios humanos porque forman parte de las costumbres de una cultura diferente. Actuar de esta manera significaría carecer de capacidad de discernimiento. Sería igualmente correcto, por ejemplo, condenar tanto los sacrificios humanos como la Inquisición, porque ambas tradiciones violan unos principios básicos de respeto hacia los seres humanos (Todorov, 1988, 14-15). Otro riesgo de la actitud poscolonial reside en la consideración, también difundida, de que cada cultura es universal en sí misma, porque ha nacido y se ha desarrollado a su manera y en su propio contexto: por tanto, no se deben establecer comparaciones ni jerarquizaciones entre culturas. De este modo se están rechazando las ideas de unidad de los seres humanos, a la vez que se le asigna a un pueblo unos esquemas de pertenencia étnica de los que no puede librarse. Todorov explica que establecer comparaciones no implica necesariamente abrazar conceptos racistas. Decir, por poner un ejemplo quizás surrealista pero de fácil comprensión, que los chinos son propensos a la reflexión filosófica, mientras que los japoneses tienen una mentalidad más marcial y orientada a la disciplina no quiere decir que los unos sean mejores que los otros; ni que los japoneses sean unos belicistas agresivos frente a unos chinos pacíficos. En definitiva, no deberíamos aceptar la idea de que una cultura sea superior a otra

4 Algunos ejemplos importantes los encontramos en la historia de Alemania, Italia y España. El Tercer Reich legitimaba su sistema social y racial en nombre de una supuesta superioridad, de tradiciones milenarias, de los pueblos germánicos. El fascismo italiano se inspiraba en los patrones de la Roma Antigua, tanto en la manera de moldear a la sociedad como en su política colonial. Al mismo tiempo, el franquismo exaltaba los antecedentes de la Conquista y la evangelización del Nuevo Mundo con el fin de promover un segundo imperio en África y de dar prestigio al régimen.

154 en virtud de ciertas diferencias; tampoco es oportuno aprobar unas prácticas determinadas sólo porque pertenecen al contexto cultural; en cambio, no hay nada malo en comparar pueblos y culturas diferentes, incluso estableciendo alguna jerarquización (siempre y cuando no se expresen juicios de valor) respecto a un aspecto común a varias. En el fondo, renunciar a la universalidad del género humano es el primer paso hacia las discriminaciones (Todorov, 1988, 16-18).

IV.1.1. Poscolonialismo y canon literario

La naturaleza tendencialmente subversiva de la actitud colonial nos lleva a pensar, y con razón, que su reacción ante el canon literario sea de rechazo. Sabemos de sobra que el canon está estrechamente relacionado con el poder. Cuando hablamos de colonialismo tenemos una de las estructuras de poder por antonomasia, que es el Imperio. Los pueblos colonizados pueden tener sus propios cánones, es decir, sus referentes culturales y estéticos heredados de su historia. Sin embargo, en el momento en que un dominador extranjero se entromete en la vida y en la evolución de un pueblo para someterlo, el canon (entendido como instrumento de poder) viene a ser el del Imperio. De hecho, al ser algo impuesto a los colonizados, el canon mismo es una forma de dominación: suele regular la actividad artística y cultural mediante los modelos que importa de la metrópoli. Con estas premisas es normal que la crítica literaria poscolonial desconfíe del canon occidental; del mismo modo, la actitud poscolonial se propone eliminarlo o reemplazarlo por un canon autóctono. Hemos indicado cómo Harold Bloom reúne bajo la definición de «Escuela del Resentimiento» aquellas líneas críticas que cuestionan el canon o pretenden ampliarlo con la introducción de textos representativos del punto de vista de unas minorías discriminadas. Aunque él no lo dice, podemos agregar a la Escuela del Resentimiento la crítica poscolonial, que figuraría así al lado de la feminista, marxista, neohistoricista y afroamericana. La denominación escogida por Bloom hubiera podido ser más elegante, pero no más clara. Es probable que el afán por modificar el canon, permitiendo que se canonicen las obras de los colectivos discriminados, sea debido a cierto rencor por parte de los intelectuales marginados hacia los modelos occidentales. En cualquier caso, se trata de una opinión personal del crítico cuyo fundamento no procede averiguar. Bloom reprocha a la Escuela del Resentimiento una extrema politización de la literatura: el valor de una obra se mide en función de su implicación social. De esta manera se

155 ha echado a perder el valor estético de las letras. El crítico norteamericano defiende la lectura de un poema como poema, o de una novela como novela, lo que permite apreciar su verdadero calado artístico. El canon occidental está formado por obras excelentes bajo el punto de vista estético. Los estudiosos resentidos pretenden abrir las puertas del canon a trabajos que no brillan como obras de arte pero representan documentos sociales, ya que retratan o dan voz a comunidades socialmente marginadas. Bloom rechaza una defensa ideológica del canon, puesto que este no ha de entenderse como portador de los valores de la civilización occidental. El canon es elitista y selectivo, pero su elitismo se basa únicamente en criterios artísticos. Ahora bien, la Escuela del Resentimiento ve en la selectividad estética del canon literario una forma de lucha de clase, por ende, una actitud opresiva hacia los más débiles (mujeres, homosexuales, negros etc.), quienes ven silenciada su expresión artística. Harold Bloom insiste en que la única entidad que determina el valor estético es el «yo individual». Es el lector quien, en última instancia, decide si una obra es tan buena como para formar parte del canon occidental o no. No obstante, como el yo se identifica casi siempre en oposición a la sociedad, a menudo se da espontáneamente el conflicto entre clases sociales (Bloom, 2009, 28 y 32-33). Es fundamental tener presente el individualismo de los artistas. Un autor, por muy politizado que esté, sale a la palestra por su propio nombre, y no es infrecuente que olvide las necesidades de su clase social de origen, una vez alcanza el éxito. Si un escritor es tan grande hasta el punto de ser canonizado siendo viviente, lo más probable es que vea su obra como algo por encima de cualquier programa social que esta pueda representar. La literatura es grande cuando se mantiene por su propio valor, es decir, es autosuficiente y no depende de posibles contenidos sociales. Si un autor accede al canon ha de ser únicamente por su fuerza estética, la cual brota de diferentes cualidades: dominio del lenguaje metafórico, originalidad, poder cognitivo, sabiduría y exuberancia en la dicción5. En ningún caso el canon occidental tiene entre sus funciones la de mejorar o salvar a la sociedad (Bloom, 2009, 37-39). Harold Bloom denuncia la pérdida de valores intelectuales y estéticos de las humanidades en aras de los valores sociales. De este modo, ha empezado a ser irrelevante la preparación profunda como requisito para emitir algún juicio sobre una obra. El canon

5 Estos pocos criterios de canonicidad resultan un poco simplistas. Para completarlos vale la pena mencionar una observación de José María Pozuelo Yvancos. Si el canon otorga la inmortalidad a una obra, entonces una obra canónica debería resistirse a ser “encasillada” en un contexto histórico concreto. No debería cerrar una cuestión hermenéutica, sino mantenerla abierta. Un texto que atraviesa los siglos, prestándose a interpretaciones diferentes según cambie la época histórica y cultural, es realmente un texto inmortal. Además de un altísimo valor estético, esa obra tendría una energía transformadora que nos impediría reducirla al momento histórico de su consagración (Pozuelo Yvancos/Aradra Sánchez, 2000, 69).

156 desempeña un papel regulador, impone límites y establece patrones que no tienen nada de moral ni de político. Es la base del pensamiento cultural que se funda en la memoria, y esta tiene que ser alimentada con una formación sólida. La importancia que se da a los valores sociales es a veces engañosa, añade Bloom. La lucha de clases, que con tanta facilidad la Escuela del Resentimiento trae a colación, tiene poco que ver con la canonización de las obras. Por ejemplo, un obrero puede leer y apreciar una novela donde se ilustran las condiciones de vida de su clase social. Pero quienes deciden si esa novela merece entrar en el canon no son precisamente los miembros de la clase obrera. Ni los críticos que establecen la inmortalidad de una obra pueden leerla en nombre de dicha clase, ya que difícilmente un obrero dispondrá de la formación y del título que le facultan para hablar y ser escuchado por el mundo académico (Bloom, 2009, 45 y 48-49). En este último punto Bloom tiene razón, aunque su postura sea muy radical. El intento de incluir en el canon obras de autores afroamericanos, poscoloniales o feministas puede que no sea tan aconsejable como parece. Hemos de tener en cuenta que una buena parte, si no todos, los intelectuales que Bloom adscribe a la Escuela del Resentimiento son anticanónicos. Miran con desconfianza hacia el canon occidental porque lo ven como una institución reaccionaria y reacia a admitir nuevos aportes. Por si esto no fuera suficiente, los escritores poscoloniales (que son los que aquí nos interesan) se imponen a lo largo del siglo XX. Sabemos de sobra que la centuria pasada se desarrolló artísticamente bajo el lema de la innovación, de la superación de las convenciones, y ¿es que hay algo más convencional que el canon? Entonces, si los textos del siglo XX son anticanónicos, ¿por qué deberíamos empeñarnos en introducirlos en el canon? Walter Mignolo indica que la literatura es una práctica regional (el hecho de que se tenga que escribir en una lengua constituye ya de por sí una frontera). Sin embargo, tanto los autores, como los críticos tendemos a universalizarla. Se trata, afirma Mignolo, de una actitud de tipo vocacional, fuertemente marcada por el etnocentrismo. Ningún hispanista dudaría en considerar a Cervantes como un autor no sólo español o perteneciente al mundo hispánico, sino universal. Del mismo modo, cuando se sugiere que un autor poscolonial debería formar parte del canon (al igual que, pongamos, un escritor inglés), estamos ante un movimiento vocacional. Hasta aquí el discurso puede funcionar. Los problemas empiezan cuando los valores literarios de ese autor poscolonial, que son valores locales, no son aceptados ni sentidos como universales. La equivocación radica en el hecho de que los intelectuales confunden el plano vocacional (basado en los gustos y las implicaciones personales respecto a la literatura) con el plano epistémico (la real y objetiva importancia de un autor u obra).

157 Existen cánones vocacionales y cánones epistémicos. Estos dos niveles de formación del canon se suelen confundir; incluso el canon occidental se ve afectado por los intereses y los puntos de vista de los críticos. Esta confusión está lejos de aclararse, y es lo que a veces impide establecer de forma unívoca qué es literatura occidental y qué pertenece a otras tradiciones (Mignolo, 1998, 259-260). Que no sea oportuno colocar en el mismo plano una obra o autor canónico y otro que se opone al canon no significa que los autores y los críticos anticanónicos (como son, por ejemplo, los poscoloniales y las feministas) tengan menos derecho a teorizar y expresarse artísticamente que sus homólogos que siguen el canon desde los países desarrollados. Las aportaciones procedentes de los intelectuales del tercer mundo son tan válidas y necesarias como las de cualquier otro. Este razonamiento nos conduce a una simple conclusión: existen tantos cánones como comunidades. Así pues, es posible que para un europeo una obra de Césaire sea menos significativa que una de Proust; pero el lector afroamericano verá probablemente un referente más importante en el primero que en el segundo. Todo depende de los valores contenidos en cada texto y a quién estos valores van dirigidos (Mignolo, 1998, 262 y 265). A la luz de lo observado hasta ahora podemos centrar nuestra atención en las obras que componen la muestra de este capítulo. Se trata de textos que, en mayor o menor medida, se alejan del canon occidental. En Tarzán de los monos el autor trata de reafirmar el poderío del hombre blanco ante la naturaleza salvaje. Sin embargo lo hace de una manera bien distinta respecto a los autores decimonónico. Es suficiente comparar Tarzán con los protagonistas de El robinsón suizo o La isla de coral. Nada de ciencia, ni de trabajo, ni de esfuerzo civilizador; aquí lo que domina es la fuerza bruta, lo que reduce la distancia entre el protagonista y los animales. Las siguientes cuatro obras son reescrituras de textos canónicos ya estudiados en los dos anteriores capítulos. Daniel Defoe y William Shakespeare ocupan un lugar esencial dentro del canon occidental. Intentar establecer un nivel de canonicidad para las obras de Giraudoux, Tournier, Coetzee y Césaire respecto a sus maestros de inspiración no aportaría gran cosa. En primer lugar, entre los dos autores canónicos y los del siglo XX hay una distancia inmensa en materia de tiempo y de entorno cultural. Además, al ser reelaboraciones de clásicos, el carácter subversivo de estas obras se da prácticamente por sentado. Con Susana y el Pacífico Giraudoux arrebata el protagonismo masculino de Robinson para otorgárselo a una mujer. Además, casi burlándose del duro trabajo con el fin de doblegar a la naturaleza, Suzanne vive perfectamente y en armonía con la naturaleza. Viernes o los

158 limbos del Pacífico invierte los papeles de Robinson y Viernes. Dejando por un momento de lado los contenidos filosóficos de la novela, lo más relevante es cómo el náufrago pasa de ser educador a discípulo del indígena. En vez de enseñarle los beneficios de la civilización occidental, Robinson aprende de Viernes las virtudes del estilo de vida del salvaje. Coetzee intenta rescatar la memoria del Otro, que hasta el momento ha permanecido en el silencio. En Foe es importante también la presencia femenina, pues es una mujer la que defiende el derecho de Viernes a hacer escuchar su historia. El drama de Césaire, Una tempestad, replantea la relación entre Próspero y Calibán. La rebeldía del segundo está politizada, y el papel de Calibán es interpretado por un negro. Al final Próspero sucumbe ante el triunfo de la naturaleza que se apodera de la isla. Giraudoux, Tournier y Coetzee reescriben una misma obra canónica, aunque ellos mismos son blancos y han recibido la misma formación que cualquier ciudadano de Occidente. El canon al que critican es el mismo sobre el que se han formado. Ninguno de los tres autores parece haber querido proponer nunca su obra para un nuevo canon. De haberlo hecho, habrían caído en el mismo error de aquellos que quieren proteger el canon occidental a toda costa. Seguramente algún crítico sentirá la tentación de canonizar estas u otras obras que se burlan de la institución literaria. Se puede aplicar este mismo discurso al drama de Césaire, Una tempestad. A este propósito podemos recordar la opinión del crítico afroamericano Henry Louis Gates Jr., no muy distinta de las afirmaciones de Mignolo. Todos los autores son ciudadanos de la literatura, y entonces han de relacionarse en pie de igualdad entre ellos. Intentar imponer la supremacía de uno o varios autores u obras sobre otros significa poder ser tildado de racista. La actitud correcta es, una vez más, considerar cualquier aporte (blanco o negro) como perteneciente tanto a una tradición local como a las tradiciones de Occidente. Se trata, en el fondo, de un principio que comparten todas las manifestaciones artísticas del mundo: la literatura inglesa es local a la vez que global (Gates Jr., 1998, 183-184).

IV. 2. EL REY BLANCO DE LA SELVA

El auge del sistema epistémico occidental (y de los imperios francés y británico) coincide con todo el siglo XIX y termina durante la primera década del XX. Se trata de la “Segunda Modernidad” (tomaremos prestada la terminología empleada por Hernán Loyola, quien cita a Hobsbawm), una fase que se abre con la Revolución Francesa y se cierra, como

159 indicado, durante los primeros años del siglo pasado6. Los dos elementos más destacados de esta época son el afianzamiento de la burguesía como clase dominante y los numerosos descubrimientos e inventos científicos y tecnológicos. Estos triunfos acaban alimentando el pensamiento positivista, que toma forma y se difunde en toda Europa y América del Norte a lo largo de la centuria. Naturalmente la humanidad está lejos de solucionar las desigualdades sociales, pero las injusticias sufridas por los desfavorecidos no merman la confianza en una industrialización descontrolada como forma de mejorar la calidad de vida. Nadie cuestiona la legitimidad del colonialismo, los beneficios que aporta a la población occidental, ni el hecho de que sea necesario para los colonizados. Las tropas protegen los intereses económicos de las compañías comerciales y los políticos de las naciones dominadoras, a la vez que ayudan a llevar a territorios lejanos la luz del progreso de nuestra civilización. Y es aquí donde entra en juego una de las ideas centrales de esta Segunda Modernidad: la absoluta convicción de que el modelo cultural de Occidente es superior a cualquier otro. Dicho de otra forma, el crecimiento fundado en el progreso científico y tecnológico occidental sería el único modelo de desarrollo posible. Con estas premisas, ¿quién va a oponerse al triunfo de la ciencia sobre la naturaleza o de la civilización sobre la barbarie? Tanto en Europa como en América del Norte se mira con optimismo al siglo XX que se acerca (Loyola, 1996, 3-5). Sin embargo, las grandes ilusiones decimonónicas se ven defraudadas por la realidad del nuevo siglo. En el plano histórico, la guerra entre Rusia y Japón, en 1905, el levantamiento de los Jóvenes Turcos de 1908, la proclamación de la República China en 1911 y el naufragio del Titanic de 19127 son los prolegómenos funestos de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial. El conflicto de 1914-1918 es la primera guerra total y el acontecimiento que abre formalmente la Tercera Modernidad, si bien ésta se había ido anunciando ya desde principios del siglo. En 1900 había aparecido La interpretación de los sueños: con su obra Sigmund Freud había asestado un duro golpe a una psicología que

6 La “Primera Modernidad” coincide con el periodo comprendido entre el Renacimiento y 1789, año de la Revolución Francesa. El invento de la prensa, el descubrimiento del Nuevo Mundo, el Barroco y la Ilustración son los fenómenos más emblemáticos de esta etapa, aquellos que han marcado las pautas fundamentales en el pensamiento, conocimiento y creatividad occidentales durante este amplio arco de tiempo. A juicio de Loyola, esta Primera Modernidad se caracteriza por presentar un rasgo que perdurará en la fase siguiente: la convergencia entre el progreso tecnológico-científico y la emancipación humana. Desde este punto de vista, tanto las batallas del pensamiento científico contra las verdades impuestas por la fe religiosa, como los avances realizados durante el Siglo de las Luces, estarían encauzados hacia la mejora de las condiciones de vida de la humanidad, desde el aspecto económico-político hasta el práctico. La Segunda Modernidad representa la natural continuación de esta primera etapa (Loyola, 1996, 2-3). 7 El hundimiento del transatlántico británico tiene un valor más bien anecdótico pero merece ser recordado. Por una triste ironía del destino el non plus ultra de la tecnología europea encuentra su trágico fin justo en su viaje inaugural.

160 participaba de las certezas infundidas por las demás disciplinas. Se creía que la ciencia tuviese conocimientos suficientes sobre la mente humana; pero ahora Freud da a entender que existe un “yo” profundo, más allá del pensamiento racional, un “yo” que ejerce una influencia insospechada en lo que se hace, se dice o se omite. Esta “bestia oscura” es el subconciente, aquellos instintos (sobre todo los de naturaleza sexual) que en el siglo XIX se ignoraban porque se oponían a la racionalidad. No menos significativas son las teorías de la relatividad propuestas por científicos como Albert Einstein y Max Planck, entre 1905 y 1915. La física newtoniana, que parecía ser el ámbito más firme del conocimiento científico, se ve cuestionada en cuanto se teoriza que el átomo puede no ser la unidad mínima de materia (Loyola, 1996, 5-7). Eric Hobsbawm expone su interpretación en la que es su obra cumbre, Historia del siglo XX. 1914-1991. Llama la atención sobre la importancia de la Primera Guerra Mundial y de su fecha emblemática, subrayando la envergadura del conflicto que inaugura la guerra total. Antes de 1914 ningún país se había enfrentado a otro más allá de su esfera de influencia inmediata. Las guerras coloniales son una excepción, pero se trata de enfrentamientos desiguales, que además se sitúan dentro de los proyectos de expansión imperial. Estos acontecimientos no tienen repercusiones significativas en la vida de la población europea, para la que representan más bien materia para ciertas novelas de aventura. En cambio, la Primera Guerra Mundial moviliza a todas las grandes potencias y a la mayoría de las naciones occidentales, sin considerar el hecho, ya de por sí relevante, de que muchos habitantes de las colonias participan como soldados al lado de sus homólogos europeos. La guerra masiva, continúa Hobsbawm, se diferencia de las demás porque involucra a todos los ciudadanos, requiere un armamento especialmente destructivo cuya producción implica grandes inversiones económicas y científicas, y en definitiva transforma la vida de los países beligerantes. Se trata de una situación que puede ser sostenida únicamente por naciones industrializadas, y siempre al precio de movilizar la población entera, ya sea para luchar o trabajar (Hobsbawm, 1996, 31 y 52). En otras palabras, esta clase de conflictos atañen al mundo occidental del siglo XX, puesto que no tienen antecedentes comparables en la historia, y que ninguna colonia ni país de economía tradicional podría llevar a la práctica una masacre de tal calibre. Tal como se ha indicado, la Tercera Modernidad se caracteriza por un fuerte sentido de pesimismo y desorientación en todo el mundo occidental. Dentro de este marco se insertan las dictaduras que han marcado el siglo XX, especialmente la primera mitad. Incluso la revolución soviética, con sus proyectos basados en la igualdad y en la justicia social, acaba

161 pervirtiéndose en el momento en que la doctrina del estado limita las libertades individuales de los ciudadanos. Ese mismo dominio de lo oscuro y de lo irracional representa un terreno abonado para el florecimiento de los movimientos fascistas y nazis en Italia, Alemania y España, así como en otros países fuera de Europa. Las dictaduras europeas del siglo XX, cualesquiera que sean sus orientaciones políticas, pueden ser entendidas como intentos, extremos y desesperados a la vez, de restablecer un orden en una humanidad que ha perdido todo referente social y epistemológico. No olvidemos que, durante mucho tiempo, dichos gobiernos han recibido un fuerte apoyo popular. Pero estos intentos de “llevar la luz a un mundo ensombrecido” han dado resultados desde parcialmente fallidos hasta catastróficos. La Alemania Nazi es el caso más ejemplar de un ideal de perfección social y humana planteado de modo aberrante desde sus fundamentos. En línea general las consecuencias de estas experiencias políticas totalitarias han sido desastrosas para las naciones implicadas. Al hilo de esta clave de lectura es natural considerar la Segunda Guerra Mundial y el holocausto de los judíos como la culminación de este periodo negro que es la Tercera Modernidad. No se trata, desgraciadamente, ni de las únicas ni de las últimas masacres del siglo anterior, pero es indudable que la gravedad de estos dos acontecimientos ha tenido tanta resonancia como para marcar un antes y un después de 19458. A raíz de las consecuencias del conflicto, las organizaciones internacionales recién creadas como la ONU o la CEE (la actual Unión Europea) rechazan oficialmente las dictaduras y los genocidios. El último, y quizás más horrible, legado que nos deja el conflicto mundial es la despersonalización de la guerra. El gran número de personas involucradas, así como el recurso a los avances tecnológicos convierten la muerte y el sufrimiento de millones de seres humanos en una simple cuestión de técnica y estadística. Para los comandantes y combatientes modernos, las ciudades de Hiroshima o Bagdad no son el hogar de personas indefensas sino blancos que hay que destruir u ocupar por órdenes procedentes desde lejos (Hobsbawm, 1996, 58). En definitiva, el punto central de esta Tercera Modernidad que aquí nos interesa es que el sistema de pensamiento y conocimientos de Occidente entra en crisis, puesto que se pierde la confianza en que la ciencia, la tecnología y la racionalidad permitan comprender y controlar

8 A partir de la segunda posguerra se impone a nivel planetario el sistema del libre mercado y el progreso científico-tecnológico tiende a desvincularse de cualquier proyecto social o político que beneficie genuinamente a la colectividad. Los movimientos de protesta juveniles que se han dado en los años sesenta son, por así decirlo, el canto del cisne de la Tercera Modernidad: se trata de fenómenos de movilización colectiva, alimentados por ideales auténticamente políticos y por la exigencia de reclamar un sistema más justo. Pero los tiempos ya han cambiado; la recuperación económica del mundo occidental ve primar el modelo socioeconómico de Estados Unidos, y con él el capitalismo y el consumismo pasan a ser dos pilares de una nueva época: la “Posmodernidad” (Loyola, 1996, 11-13).

162 plenamente el mundo. Si tenemos presente que estos tres elementos son las columnas de nuestro sistema epistémico, y que además constituyen el fundamento de la supremacía occidental sobre el resto del mundo, podemos fácilmente imaginar qué ocurre en las colonias cuando estos vacilan. Recordemos otra vez, aunque sea de paso, Heart of Darkness, la novela de Joseph Conrad aparecida por primera vez en 1899, y publicada integralmente en 1902. La fecha es ya de por sí emblemática, pues coloca la obra en ese momento clave en el que se realiza el pasaje de la Segunda a la Tercera Modernidad. A través del personaje del señor Kurtz el texto aborda el tema del colonialismo de modo muy crítico. Muy a grandes rasgos, las tinieblas a las que alude el título no son sino la maldad presente en todo europeo que saquea los recursos de los otros continentes y dispensa muerte entre los nativos, amén de escudarse detrás del pretexto de la misión civilizadora. Kurtz es un personaje carismático y cruel, quien logra manipular a los indígenas con el fin de conseguir cada vez más marfil para la exportación. En 1912, diez años después de publicarse la obra de Conrad, aparece una novela, destinada a gozar de fama y éxito, pero cuyas implicaciones con el binomio colonialismo/náufrago europeo han sido injustamente infravaloradas. Esta novela es Tarzan of the apes (Tarzán de los monos) del escritor estadounidense Edgar Rice Burroughs. La historia del mundo no occidental todavía está determinada por sus relaciones con esos pocos países situados en el hemisferio norte del planeta. Su modelo capitalista de progreso y desarrollo parece imponerse, como dice Hobsbawm, como el único posible (Hobsbawm, 1996, 204). Pero esto no durará mucho más. 1912 es un año interesante: como es sabido, los conflictos de principios del siglo son historia reciente, el desastre del Titanic es actualidad (se hunde en abril del mismo año), y la Primera Guerra Mundial está al caer. Las circunstancias dejan claro que el futuro inmediato de Occidente (sobre todo el europeo) es bastante oscuro; la racionalidad, la ciencia y la tecnología, fundamentos del poderío occidental sobre el mundo, ya no servirán de guía para la nueva época. Al igual que Robinson Crusoe, Tarzán es un mito literario y colonial; ambos encarnan el papel de Occidente en el entorno del Otro. La diferencia está en que el primero es un digno representante del colonialismo en su mejor momento, mientras que el segundo es testigo del ocaso de la dominación europea sobre el mundo. Los dos personajes son británicos, lo que es indicativo del recorrido de ascenso y declive de Gran Bretaña como imperio, pero buena parte de sus historias son paradigmáticas de las relaciones entre el mundo occidental y las colonias. A la luz de los datos históricos que hemos venido evidenciando, Tarzan of the apes se configura como el canto del cisne del viejo imperialismo llevado a cabo hasta entonces por las

163 potencias europeas. Es importante tener presente que Tarzán es blanco, puesto que es hijo de un funcionario colonial británico de ascendencia noble.

Clayton was the type of Englishman that one likes best to associate with the noblest monuments of historic achievement upon a thousand victorious battle fields – a strong, virile man – mentally, morally, and physically. In stature he was above the average height; his eyes were gray, his features regular and strong; his carriage that of perfect, robust health influenced by his years of army training (Burroughs, 1999, 2-3).

El padre tiene todas las cualidades del perfecto europeo. Este origen biológico resultará determinante para el desarrollo intelectual del joven Tarzán, sin importar mucho el hecho de que el padre muera a los pocos días de nacer su hijo. Así pues, Tarzán ve la luz en un lugar indefinido de la costa del África Occidental, donde sus padres han sido abandonados por la tripulación amotinada de su barco. Su cuna es la selva, un lugar altamente inhóspito para los señores Clayton como para cualquier blanco; sin embargo, desde el momento mismo de venir al mundo, parece claro que su casa será ese entorno en el que retumban los gritos de los monos. El linaje es lo que le permite destacar en medio de esa naturaleza salvaje, imponer orden entre los pobladores animales, hasta convertirse en el líder incontestable. Pero Tarzán es un personaje ambiguo, porque encierra un conflicto entre su mundo de origen y el medio en que se cría. Es justo ahí donde estriba el valor poscolonial de la novela de Burroughs. Para sobrevivir (y después dominar) en el entorno Tarzán no puede contar con los recursos de los que disponían sus predecesores literarios. No tiene el referente del ideal civilizador; desconoce la doctrina cristiana; no sabe utilizar armas de fuego; no tiene nociones técnico-científicas. La explicación más obvia es que no ha sido iniciado en estos pilares de la civilización occidental; sin embargo esta ignorancia primordial conlleva consecuencias interesantes. Tarzán se hace entender y obedecer por los monos a través de su lenguaje natural; un lenguaje que no consiste solamente en una comunicación pseudoverbal (que evidentemente él conoce perfectamente), sino en los códigos de comportamiento del mundo animal. Y en este mundo los únicos portadores de mensajes efectivos son la fuerza bruta, la lucha y el asesinato. Una señal significativa de actitud poscolonial se observa en la humanización de la madre adoptiva de Tarzán, el mono hembra que le adopta y le amamanta: se trata, y no podía ser de otra forma, de un ser caracterizado por su amor maternal y una inteligencia superior a los demás simios. Hay dos circunstancias en que la identificación del hombre-mono con el mundo salvaje adquiere un matiz inquietante. La primera es cuando se autoproclama rey de la selva por ser el más temible asesino, y afirma su superioridad lanzando su bien conocido grito. Más

164 impresionante resulta su participación en un banquete, en el que come la carne cruda de un animal muerto.

With his knife he severed many strips of meat from Horta’s carcass, but he did not cook them. He had seen fire, but only when Ara, the lightning, had destroyed some great tree. [...] But, be that as it may, Tarzan would not ruin good meat in any such foolish manner, so he gobbled down a great quantity of the raw flesh, burying the balance of the carcass beside the trail where he could find it upon his return. [...] while in far-off London another Lord Greystoke, the younger brother of the real Lord Greystoke’s father, sent back his chops to the club’s chef because they were underdone, and when he had finished his repast he dipped his finger-ends into a silver bowl of scented water and dried them upon a piece of snowy damask (Burroughs, 1999, 79-80).

El contraste entre el estilo de vida de Tarzán y el de su pariente civilizado subraya cuán poco europea es su educación, si hasta desconoce el uso del fuego. Es cierto que la brutalidad y la violencia son una constante de la intervención europea en las colonias; no obstante, cualquier obra que quiera promocionar la labor de los blancos en el entorno del Otro no podrá sino insistir en los aspectos positivos (los aportes tecnológicos, la civilización, entre otros) dejando en silencio los lados oscuros del colonialismo. Hemos observado todo esto en las obras decimonónicas estudiadas en el segundo capítulo. La prepotencia de Crusoe, la de los náufragos suizos, o de los tres jóvenes protagonistas de la novela de Ballantyne resulta casi edulcorada, y en todo caso está presentada como algo necesario y justo: orden y disciplina impuestos por individuos superiores y que, como tales, casi no han de ser considerados como actos bárbaros y crueles. En el caso de Tarzán se muestra la violencia salvaje del hombre-mono en toda su repugnancia, de una manera casi gráfica. Podemos leer estas representaciones ocasionales de brutalidad por parte de un Tarzán que llega al salvajismo como una crítica sutil a la violencia que encierran todos los imperios. Hasta aquí llegan los rasgos que alejan al personaje de los estereotipos del blanco civilizado, rasgos que podemos definir poscoloniales. Si bien no numerosos, estos elementos llaman mucho la atención y contrastan con sus otros aspectos más humanos, generando situaciones de conflicto interior. Un primer indicio de que Tarzán es superior por naturaleza a todos los habitantes de la selva se halla en su alfabetización espontánea. Aquí parece que se olvida el hecho de que aprender a leer, escribir y hasta hablar cualquier idioma sin nadie que guíe en el aprendizaje, y sin tener ni siquiera la más mínima oportunidad de escucharlo, es empresa prácticamente imposible. A despecho de los mecanismos cognitivos universales, Tarzán aprende a leer y hablar en inglés con una naturalidad enternecedora: inicialmente cree que las palabras escritas

165 son insectos, y trata de atraparlas en las hojas de un libro. En este aspecto juega un papel fundamental el hallazgo de la antigua casa construida por sus padres, entre cuyas más valiosas pertenencias están los libros. Las frecuentes visitas a la morada paterna y las horas pasadas intentando descifrar las letras llevan al joven Tarzán a interrogarse sobre sus orígenes. Y es gracias a la observación de las imágenes en los libros que cae en la cuenta de que procede de una raza distinta a la de los simios. A partir de ese momento, deja de avergonzarse de su cuerpo imberbe, e incluso se apresurará a afeitarse en cuanto le brote barba. En esta misma línea vuelve el notorio tema de la desnudez: una vez ha tomado conciencia de sus raíces, Tarzán no puede renunciar a llevar algo de ropa para cubrir su cuerpo y diferenciarse de los monos.

At the bottom of his little English heart beat the great desire to cover his nakedness with clothes for he had learned from his picture books that all men were so covered, while monkeys and apes and every other living thing went naked. Clothes therefore, must be truly a badge of greatness; the insignia of the superiority of man over all other animals, [...] now he was proud of his sleek skin for it betokened his descent from a mighty race, and the conflicting desires to go naked in prideful proof of his ancestry, or to conform to the customs of his own kind and wear hideous and unconfortable apparel found first one and then the other in the ascendency (Burroughs, 1999, 67).

La vestimenta, tan incómoda para el hombre-mono criado en la selva, se le hace imprescindible con tal de reafirmar su superioridad respecto a los animales. Obviamente Tarzán no lleva trajes europeos mientras esté en tierras salvajes; optará por algo más práctico, como una piel de león. La idea expresada en la novela, y sintetizada en el pasaje citado, es de clara concepción occidental: la raza blanca es superior a cualquier otra especie viviente, sea esta animal, vegetal o humana. Este mensaje se ve sobremanera reforzado con la aparición de una tribu de negros. Los indígenas disponen de recursos que el hombre-mono ignora: saben encender fuego para calentarse y cocinar; utilizan flechas y lanzas envenenadas; construyen chozas y aldeas. Tarzán desconoce el uso del fuego; no sabe construir armas de largo alcance (solamente utiliza sogas y un cuchillo que perteneció a su padre); duerme en el suelo o encima de los árboles. Y a pesar de todo se sorprende del primitivismo de los salvajes al ver la sencillez de sus viviendas. Los negros parecen carecer de ese sentido del respeto y solidaridad que es innato en Tarzán: sus únicas características son la crueldad, el salvajismo y la escasa inteligencia. Más de una vez el protagonista se burla de ellos, introduciéndose a escondidas en la aldea para robar flechas y matando a algunos sin ser visto. Los ‘necios’ no podrán hacer más que asociar las acciones de Tarzán a una divinidad que requiere adoración y ofrendas. La

166 tribu de los negros tiene una importancia al fin y al cabo relativa en el desarrollo de la narración. Su presencia sirve, con toda probabilidad, para insinuar la idea antes mencionada; una idea muy acorde con la historia, el pensamiento y la actitud colonial que en este periodo ya se encaminaban hacia su fin. Los negros (así como todos los pueblos no occidentales) no pueden ser tomados como modelo de la superioridad del ser humano sobre la naturaleza; son más bien parte del medio natural, y en cualquier caso inferiores a los blancos y sujetos a servirles. El racismo subyacente a una parte importante de la novela ha hecho que el mito de Tarzán tuviese que ser modificado para sobrevivir hasta nuestros días. El periodista español Manuel Rodríguez Rivero insinúa que si la figura del hombre-mono ha perdido fuerza en la memoria colectiva actual es porque la globalización cultural y la obsesión por lo politicamente correcto resultan incompatibles con el componente racista del personaje. Por la misma razón, la larga serie de películas, series televisivas y dibujos animados inspirados en las novelas de Burroughs que se han producido a lo largo del siglo XX han tenido necesariamente que allanar la figura de Tarzán y el mensaje narrativo de su autor original. Con razón Rodríguez Rivero critica el racismo y la agresividad del hombre-mono, definiéndolo como un precursor de los nazis (Rodríguez Rivero, 1999). Llegados a este punto, queda claro cómo Tarzán está perfectamente adaptado a la naturaleza a la vez que la domina, teniendo conciencia de su superiorioridad. Es fundamental, a estas alturas, que el rey blanco de la selva entre en contacto con individuos de su misma raza, cosa que ocurre a la mayor brevedad. Como es de esperar, todos los personajes blancos que llegan a ese rincón perdido de costa africana son totalmente incapaces de sobrevivir en el ambiente: con gran asombro del hombre-mono, los occidentales se pierden con impresionante facilidad en la selva. De no ser por la ayuda que les proporciona Tarzán (quien en un primer momento no se deja ver) todos los visitantes blancos estarían condenados. No puede, sin embargo, dejar de ayudarles en múltiples circunstancias como, por ejemplo, cuando caen prisioneros de los negros para ser sacrificados.

Tarzan had looked with complacency upon their former orgies, only occasionally interfering for the pleasure of baiting the blacks; but heretofore their victims had been men of their own color. Tonight it was different―white men, men of Tarzan’s own race―might be even now suffering the agonies of torture in that grim, jungle fortress (Burroughs, 1999, 201-202).

La intervención de Tarzán a favor de cualquier ser humano está supeditada al color de la piel de éste. Aparte del evidente racismo de fondo en el pasaje que acabamos de citar, está

167 claro que el protagonista se solidariza con los blancos en virtud de su origen étnico. De hecho, tan sólo algunas páginas antes, se había indicado explícitamente que el hecho de haberse criado en la selva no iba a poder borrar la nobleza de sangre de Tarzán, lo que le permite mostrarse amable y respetuoso cuando encuentra por vez primera a Jane Porter: “It was the hall-mark of his aristocratic birth, the natural outcropping of many generations of fine breeding, an hereditary instinct of graciousness which a lifetime of uncouth and savage training and environment could not eradicate” (Burroughs, 1999, 191). Ahora que Tarzán ha demostrado que sabe relacionarse con los seres civilizados sólo le queda trasladarse a la sociedad occidental. El traslado es más bien una vuelta al mundo de procedencia: aunque nunca ha estado en una ciudad, se deja ver perfectamente que Tarzán es originario de la metrópoli. La ayuda del amigo D’Arnot, el oficial francés al que había salvado la vida en la selva, resulta útil para favorecer su integración en la civilización: con una facilidad impresionante, y en tan sólo dos meses, el hombre-mono adquiere la elegancia y los modales de un gentleman. Sin embargo, justo en el momento en que la asimilación de Tarzán parece haberse cumplido, se manifiesta el llamado de la selva. Es posible que sólo se trate de guiños literarios; el caso es que vuelven a aparecer elementos que contrastan con la identidad europea del protagonista. Al adentrarse en la foresta para cazar con un grupo de franceses saborea la libertad: mientras salta de una rama a otra redescubre el valor que tiene la simplicidad de vivir sin ropa y libre de las restricciones sociales de la civilización. Además critica a los cazadores blancos por utilizar armas de fuego, ya que así la lucha entre el cazador y la presa es desigual. Poco después D’Arnot le lleva a París, donde encarga el análisis de sus huellas dactilares para comprobar su descendencia de la familia Clayton: curiosamente Tarzán intenta desmentir sus raíces blancas recordando que había sido criado por un mono hembra. Ya se trate de caprichos del autor o no, estos elementos rompen una lanza en favor de la lectura poscolonial de la novela puesto que vuelven a alimentar el conflicto de identidad de Tarzán. El conflicto de Tarzán es análogo a la situación, también conflictiva, que han experimentado las colonias a la hora de separarse de los imperios. Hobsbawm destaca cómo la mayoría de las antiguas colonias carecen de identidad nacional, teniendo como confínes administrativos aquellos que les han sido impuestos por la metrópoli. Además, el pueblo llano suele rechazar tanto a los occidentales (con todas sus aportaciones sociales y tecnológicas), como la idea de que dichos aportes occidentales serán necesarios para el nacimiento de la nueva nación independiente (Hobsbawm, 1996, 211-213).

168 Es cierto que Tarzan of the apes ve la luz bastante antes de que la descolonización sea una realidad. Pero si recordamos que en 1912 el futuro de los imperios (sobre todo el británico) no era precisamente brillante, es más fácil reconocer el valor profético del texto de Burroughs. Tarzán desconoce sus orígenes, no recibe la educación que le correspondería como europeo, en ocasiones incluso rechaza su legado occidental; no obstante, el llamado de su sangre es demasiado fuerte: su naturaleza superior le permite imponerse como líder de la selva, descubre por sí solo su identidad cultural, se convierte rápida y perfectamente a las costumbres del mundo occidental. Una vez ha descubierto el mundo del que procede, acaba regresando a la civilización porque no puede hacer otra cosa. En suma, si por un lado Tarzán se integra en el entorno del Otro hasta dominarlo mediante los mismos códigos naturales que lo rigen, por otro les resultan imprescindibles los beneficios que le vienen de Europa, al igual que acaba siendo inevitable retornar a ella. Así pues, Tarzán se encuentra en una situación de conflicto, y finalmente lo que hace es aceptar con una mano lo que rechaza con la otra: el legado colonial.

IV. 3. LA REESCRITURA DE LOS CLÁSICOS

En The Empire writes back se destaca cómo muchos intelectuales europeos han sido los primeros en percibir que la universalidad de la cultura occidental es sólo relativa, y no absoluta respecto de las demás. Esta toma de conciencia del relativismo cultural ha hecho que se pasara a considerar la historia occidental como materia más ficcional que científica. En otras palabras, debido a la «crisis de autoridad» del mundo europeo, su patrimonio histórico y cultural se ha vuelto mucho más susceptible de ser ficcionalizado. Y esto se debe a que se empieza a sentir la necesidad de relacionarse con otras culturas de formas distintas a la conquista o sumisión. El cambio, de enorme relevancia cultural, se inicia con la ya citada Tercera Modernidad y adquiere su forma definitiva a partir de los años 50 (Ashcroft, Griffiths, Tiffin, 1989, 162). Queda patente la coincidencia del fenómeno con las literaturas poscoloniales propiamente dichas y con aquella época que se ha dado en llamar Posmodernidad9.

9 El principal problema de la Posmodernidad es que esta no ha sido jalonada de una forma unánimemente aceptada, ni desde el punto de vista cronológico ni en lo referente a los rasgos culturales que la caracterizan. Por un lado, y tal como observábamos antes, se identifica la Posmodernidad con la difusión de la cultura de masas y de la economía de libre mercado; por otro, se tiende a clasificar como posmoderna toda obra occidental realizada después de la Segunda Guerra Mundial.

169 Una práctica muy propia de esta época es la reescritura de obras clásicas de las literaturas occidentales. Tanto en Europa y Norteamérica, como en las antiguas colonias, se han retomado textos fundamentales escritos siglos atrás y se han reinterpretado sus historias y sus contenidos de modo crítico. Generalmente la elección ha caído en unos hitos universales: obras claves que, por su fama o influencia en la cultura posterior, han marcado un canon en materia de gustos estéticos. También pueden ser textos portadores de ideas consideradas como valores durante mucho tiempo. En lo referente al colonialismo y a la literatura de naufragio estas obras cumbres son básicamente dos: una es The tempest de William Shakespeare; la otra, más conocida y emblemática, es Robinson Crusoe por Daniel Defoe. En ambos casos las reescrituras del siglo XX replantean las relaciones entre el individuo europeo y el Otro; incluso se reelaboran los propios mecanismos mentales que rigen dichas relaciones. La intención es claramente ofrecer una versión alternativa a la que se aprecia en las obras de origen, aplicando una crítica más o menos agresiva hacia dos aspectos fundamentales: la lógica colonialista de explotación y dominación sobre el mundo extraeuropeo; la supuesta universalidad y superioridad del sistema epistémico occidental. Según los críticos australianos antes mencionados, los textos canónicos son reformulados para que los lectores sean conscientes de cómo esos mecanismos mentales y sociales se reflejan en las fuentes de inspiración. De hecho la poscolonialidad de una obra se evalúa también en base a sus capacidades contra-discursivas que permiten llevar a cabo una visión alternativa de un tema (Ashcroft, Griffiths, Tiffin, 1989, 189 y 193). María José Vega continúa este discurso en Imperios de papel, afirmando que la contraescritura es una tarea política, ya que intenta mostrar las bases ideológicas de la obra que reescribe. Modificando las relaciones entre los personajes se saca a la luz la complicidad subyacente con el imperio. La contraescritura mantiene una fuerte dependencia de los textos canónicos (sin ellos no podría existir y su mensaje perdería sentido si no se relacionara con la fuente de inspiración); al mismo tiempo relativiza el supuesto valor universal de la cultura europea que está presente en la obra matriz. Paradójicamente, esta labor crítica de cuestionamiento o relativización demuestra la influencia de los modelos occidentales en las otras culturas, con lo cual se configura como una forma de homenaje hacia el mundo de la metrópoli, cuyos valores han sido tan asimilados por las colonias que resulta imprescindible recurrir a ellos a la hora de comunicar una idea nueva (Vega, 2003, 235-237). Hablar de reelaboraciones de los clásicos literarios nos lleva a tocar el tema de la intertextualidad. El primero en destacar que textos literarios diferentes mantienen relaciones entre ellos fue Mijail Bajtin. El término que él utiliza es “dialogismo”, eso es, una

170 característica presente en la palabra en sí, y que resulta evidente en el texto en prosa. Consiste en una orientación de la palabra hacia el oyente y su posible respuesta; la palabra retórica (Bajtin utiliza este término) sería la más propensa a tomar en consideración al receptor. El teórico ruso afirma que todo discurso, y por ende, todo texto que pretenda expresar o contar algo, está orientado hacia la comprensión recíproca con el oyente/lector, así como con otros textos. Esta relación existiría siempre, incluso sin ser revelada de forma explícita (Bajtin, 1989, 93 y 97-98). El dialogismo de un texto es tanto más fuerte, cuanto más vinculada esté la obra a un contexto social: esto se debe a que el lenguaje refleja una visión del mundo, con lo cual es inevitable que el entorno humano, en el que se ha concebido un texto, acabe influyendo en el texto mismo (Bajtín, 1989, 102). Bajtin va más allá, y afirma lo siguiente:

El diálogo interno, social, de la palabra novelesca, necesita la revelación del contexto social concreto de la misma que define toda su estructura estilística, su «forma» y su «contenido», pero no desde el exterior, sino desde el interior; porque el diálogo social suena en la palabra misma, en todos sus elementos [...] (Bajtín, 1989, 117).

En virtud de lo indicado, todas las novelas llevan en sí un mayor o menor grado de dialogización. Las narraciones más desarrolladas son las más dialógicas, es decir, las que más se relacionan con otras escritas anteriormente (a través del contenido y del lenguaje). Las ideas de Bajtin resultan originales para su época y, lo más importante, representan un punto de partida para definir las posibles relaciones entre textos distintos. No convence, sin embargo, la aplicación del dialogismo a cualquier novela, ni tampoco lo de hacer depender el nivel de desarrollo de una obra de su nivel de dialogismo. Evidentemente existen novelas, muy complejas o elaboradas, que poco o nada tienen que ver con el entorno social. Cuesta creer que un buen texto, para ser considerado tal, tenga necesariamente que guardar alguna relación con la realidad humana en la que ha sido generado. Pese a todo ello, las reescrituras de obras clásicas sí se relacionan con sus textos de inspiración, y también entre ellas. A decir verdad, un hito como Robinson Crusoe ha dado lugar a nuevas novelas que le son deudoras. El Robinsón suizo y, en menor medida, The coral island, nacen al hilo de aquel subgénero novelesco que se ha dado en llamar robinsonade; por tanto es evidente que existe alguna relación entre estas y la obra de Defoe. Pero la influencia del ‘padre literario’ de los náufragos modernos se limita (al menos hasta el siglo XIX) a proporcionar el contexto del naufragio. Las narraciones de Wyss y Ballantyne toman pronto caminos distintos respecto a las aventuras de Robinson. Por si esto no fuera suficiente, los

171 mensajes y modelos culturales propugnados por esas novelas decimonónicas son fundamentalmente análogos a los que aparecen en el trabajo de Defoe. El dialogismo entre Robinson Crusoe y las dos novelas del siglo XIX se manifiesta, entonces, de manera superficial, ya que no se detectan relaciones profundas entre los tres textos. Tal como pudimos ver en el capítulo correspondiente, pasando de una novela a otra no se cuestionan los contenidos éticos-sociales, mientras que, en lo referente a los acontecimientos, no se dan similitudes suficientes a alimentar un estudio contrastivo rico. Mucho más interesante resultará vincular los clásicos de Defoe y Shakespeare con sus revisiones del siglo XX, tal como nos disponemos a hacer. El término “intertextualidad” es utilizado por primera vez por Julia Kristeva en su complejo estudio, titulado Semiótica. A juicio de la teórica el texto “es una permutación de textos, una intertextualidad: en el espacio de un texto varios enunciados, tomados a otros textos, se cruzan y se neutralizan” (Kristeva, 1978, 147). Igualmente universal es la definición que nos da Roland Barthes. Él ve en todo texto el entretexto de otro, y esto implica que la intertextualidad esté presente en cualquier composición verbal escrita. Sin embargo, la intertextualidad no ha de confundirse con el origen del texto, ya que la búsqueda de las fuentes y de las influencias en una obra no tiene que ver tanto con la intertextualidad, cuanto con el mito de la filiación (Barthes, 1987, 78). Un aspecto fundamental de la intertextualidad supone, como evidencia José Enrique Martínez Fernández, el conocimiento de otros textos por parte del lector. Existen tipos de textos que son muy intertextuales, como es el caso de la parodia, la reseña crítica y la contraargumentación, entre otros. Si quien lee, por ejemplo, una parodia, no conoce en absoluto la obra a la que esta se refiere, la intertextualidad no es captada. Por una parte, la intertextualidad se realiza en el momento en que se produce el texto. Pero la recepción de la misma por el lector es igualmente importante, y también de ella depende el éxito de la intertextualidad (Martínez Fernández, 2001, 38). Otra característica propia de la intertextualidad es la “des-contextualización” y sucesiva “re-contextualización” de la obra que se cita. A la hora de ser utilizado para realizar una nueva obra, un texto tiene que ser necesariamente extraído de su contexto cultural (y también de su cotexto lingüístico). Después, al ser insertado en otro texto, el texto-cita se recontextualiza en un nuevo entorno textual y cultural. Normalmente, al realizarse esta operación, el texto manejado adquiere valores nuevos, porque cambia el mensaje del que es portador. No obstante, es suficiente con que el lector reconozca la cita para que se mantenga la relación del texto nuevo con el antiguo (Martínez Fernández, 2001, 94). Esto es lo que

172 observamos, a nivel general, en las obras que reelaboran la historia de Robinson Crusoe y La tempestad. Los textos de Giraudoux, Tournier, Coetzee y Césaire toman como punto de arranque una historia ya existente y bien conocida (algunos lo hacen de forma más directa que otros). Las obras resultantes son textos completamente nuevos, cuyo contexto histórico- cultural y cuyos mensajes pueden llegar a ser opuestos a los de las obras de inspiración. Pero el hecho de reconocer de dónde nacen estas reescrituras nos permite vincularlas con los trabajos de Shakespeare y Defoe. Por otro lado, es normal que una reescritura implique una mayor o menor remodelación del texto original: se trata de escribir una nueva obra sin conservar la antigua, pero haciendo que esta última deje huellas suficientes para ser reconocida (Martínez Fernández, 2001, 161-162). Un crítico destacado en el estudio de la intertextualidad es Gérard Genette; su trabajo, extremamente razonado y sistemático, a la vez que completo, nos va a ser indispensable para identificar algunos fenómenos puntuales relacionados con la intertextualidad. Antes de adentrarnos en el estudio de las obras concretas, será oportuno evidenciar algunos de los conceptos básicos sobre la relación entre un clásico y un texto posterior que se inspira en este teórico. El trabajo crítico Palimpsestos. La literatura en segundo grado ilustra de manera esclarecedora lo que es la intertextualidad. Se trata de una relación de copresencia entre dos o más textos, como si un texto estuviera presente (completamente o en parte) en otro. La forma más evidente de la presencia de un texto en otro es la cita: mencionar una obra, a veces reproduciendo un fragmento de esta, significa hacer que esté presente en el texto en cuestión. Existen muchas formas de realizar una relación intertextual. Como ejemplo podemos mencionar la alusión, es decir, una frase relacionada con un texto diferente, y cuya relación ha de ser captada por el lector (Genette, 1989, 10). Lo más importante a destacar de momento es que un texto que deriva de otro se define como “hipertexto”, mientras que el más antiguo (el que ejerce una influencia sobre el más reciente) se identifica con el término “hipotexto”. Normalmente un hipertexto es una obra literaria, pues las de índole crítica, denominadas “metatextos” puesto que hablan de un texto, no son obras de ficción. La derivación de un hipertexto puede ser de tipo temático, textual, o tan sólo una similitud en lo referente al orden de los hechos. A veces un hipertexto no habla explícitamente de su hipotexto, pero la existencia y plena comprensión del aquel está supeditada a la existencia de este (Genette, 1989, 14-15). Así pues, Robinson Crusoe de Defoe, y The tempest de Shakespeare son los hipotextos respectivamente de Suzanne et le Pacifique, Vendredi ou les limbes du Pacifique, Foe el primero, mientras que al segundo le correspondería Une tempête. A juicio de Genette, la hipertextualidad es una categoría

173 “transgenérica”, porque cada obra que tiene relación con otra pertenece, al tiempo que a un género literario, a la categoría de los hipertextos. Además, varios hipertextos que tienen un hipotextos en común pueden pertenecer a diferentes géneros. El teórico francés va más lejos, al otorgar una (tal vez exagerada) universalidad al fenómeno de la hipertextualidad. Toda obra literaria evocaría, en mayor o menor grado, a otra. En cualquier texto se podría rastrear algún eco, influencia o parentesco con otro anterior o posterior. Si se realizara esta acción se debería incluir toda la literatura universal en el campo de la hipertextualidad (Genette, 1989, 18-19). Volveremos más tarde a las aportaciones de Genette. Entre estas cuestiones de carácter general es necesario recordar que la contraescritura de obras que tienen implicaciones con el colonialismo no es exclusiva de las antiguas colonias. También desde el interior del Imperio se pueden contestar las tradiciones literarias occidentales. Las reescrituras y secuelas de Robinson Crusoe dan buena muestra de ello; no es atrevido decir que la reformulación de textos ya clásicos es una práctica muy presente en las distintas literaturas de Occidente. A juicio de María José Vega, cuando se realiza una contraescritura desde una antigua colonia se imita y continúa una característica de la tradición que se está criticando. Lo que sí suele cambiar es el propósito social o político, necesariamente diferente para el Otro respecto al occidental. Reescribir un texto implica, además, haber asimilado profundamente el texto de origen y, tal como se ha indicado antes, reconocer su importancia. Por tanto resulta inapropiado considerar la reescritura de una obra clásica como una peculiaridad de las literaturas poscoloniales (entendiendo con ese término la producción de las ex colonias). Del mismo modo, no es correcto ver en toda contraescritura una crítica contra el Imperio o contra un canon determinado. Es cierto, sin embargo, que el poscolonialismo ofrece una oportunidad muy fructuosa de aprovechar la reescritura con finalidades críticas. Esto se debe a la situación de marginalidad y desposeimiento propio de muchos de los contextos poscoloniales (Vega, 2003, 243-245). Las obras que nos interesan son tres novelas que reelaboran Robinson Crusoe, y un drama que subvierte The tempest. Cabe destacar que, dentro de este corpus de textos, priman los de lengua francesa. Jean Giraudoux y Michel Tournier ofrecen dos visiones alternativas de la historia del náufrago británico; el martiniqués Aimé Césaire, por su parte, reescribe la obra shakespeariana de referencia y realiza un cambio en los papeles de los personajes. Tal vez el hecho de que tres autores francófonos hayan reelaborado textos canónicos ingleses sea una señal de que la cultura del país transpirenaico, pese a ser tan imperialista como las demás culturas literarias europeas, gozaba de especial prestigio. Recordemos las afirmaciones de Edward Said, quien sorprendentemente (él, que a la hora de hablar de imperialismo solía

174 mirar más hacia el mundo anglosajón) detecta cómo el “genio irradiante” de Francia se transmitía a sus colonias. El imperio francés dejaba algún espacio a la asimilación colonial. Esto no significa que no se recurriera a la represión violenta; sin embargo es indudable que la misión civilizadora, junto con el desarrollo cultural, ocultaban detrás de una fachada de humanidad y elegancia el rostro sanguinario del imperio (Said, 1996, 268-271). La selección de textos se ha hecho acorde con su fama y relevancia literaria. Asimismo hemos aplicado como criterios selectivos, por una parte, la centralidad de la condición de náufrago; por otra, la importancia de los vínculos entre esta condición y el fenómeno del colonialismo o (en su caso) la fuerte identidad occidental del náufrago. La primera novela en orden cronológico es la de Jean Giraudoux, publicada en 1921 y titulada Suzanne et le Pacifique (Susana y el Pacífico). Las referencias a la obra maestra de Defoe son sutiles: se asiste a un replanteamiento de la experiencia del naufragio en una isla desierta. La diferencia respecto a Robinson Crusoe consiste en la presencia de una protagonista femenina, quien muestra una sensibilidad hacia el entorno natural y un sentido poético desconocidos a su precursor británico. Mucho más conocida es la obra de Michel Tournier, Vendredi ou les limbes du Pacifique (Viernes o los limbos del Pacífico), de 1967. El texto es complejo, de hecho se presta a múltiples lecturas porque ofrece abundantes contenidos filosóficos. De momento podemos destacar la importancia de las relaciones que Robinson establece con la isla y, sucesivamente, con Viernes. Este último representa la definitiva clave de acceso hacia una vida más allá de las limitaciones terrenales. El mundo del que es originario Robinson es el de las leyes humanas, de la administración que pretende controlarlo todo. El náufrago emprende una dificultosa metamorfosis que le lleva a despojarse de estos límites, hasta acercarse a una dimensión celestial. De hecho al final será Viernes quien decidirá abandonar la isla, dejando un Robinson ya iniciado a una nueva vida. Foe, novela de 1986 escrita por el sudafricano John Maxwell Coetzee es la única de entre nuestras reescrituras que no está en francés. El hecho de que el autor sea originario de un país como Sudáfrica no ha de engañarnos sobre su identificación con el mundo poscolonial. Aquí el naufragio de la mujer protagonista es el pretexto para dedicar amplio espacio a un personaje femenino (en la novela de Defoe no aparecía ninguna mujer); también se plantea la presencia insistente de un Viernes mudo, una evidente referencia al Otro, cuya cultura ha sido silenciada durante siglos. Mientras que Robinson aparece en todo su conservadurismo, la protagonista se empeña en conocer la historia de Viernes y en establecer una comunicación con este.

175 La última obra es plenamente poscolonial, puesto que Aimé Césaire escribe desde aquella antigua colonia francesa que es la isla de Martinica, además de pertenecer él mismo a la comunidad negra. Une tempête (Una tempestad) es un drama teatral que ofrece una lectura explícitamente anticolonialista del texto de Shakespeare, al tiempo que se mantiene muy próxima al original inglés, en lo que a la trama se refiere. Apareció en 1969, cuando aún muchos países se estaban independizando de sus imperios. Se enfatizan los rasgos totalitarios de Próspero, emblema del blanco civilizado que entra en contacto con el primitivismo del Otro. El totalitarismo resulta ser una perversión, casi inevitable, del ideal civilizador europeo. Surge entonces un conflicto entre el amo y Calibán, quien representa el hombre próximo a la naturaleza y un héroe de la resistencia cultural.

IV. 3. 1. Comprender e integrarse en el mundo del Otro

Con su novela, Suzanne et le Pacifique, Jean Giraudoux nos demuestra que ya en 1921 se lanzaban críticas a los presupuestos culturales del colonialismo, incluso desde la propia metrópoli. La joven francesa que protagoniza la obra naufraga en una pequeño archipiélago desierto del Pacífico; ahí se quedará durante cinco años, siendo la única superviviente. Durante este tiempo la Primera Guerra Mundial asola al mundo. La situación es típica de cualquier cuento robinsoniano y, si bien la historia presenta acontecimientos distintos al texto de Defoe, no es difícil reconocer la fuente de inspiración. Sin embargo la experiencia de Robinson Crusoe aparece reformulada en clave más poética o intimista, hasta el punto de que el personaje de Suzanne se configura, si no como una anti-Robinson, al menos como una versión alternativa del padre de los náufragos. En primer lugar es importante destacar cómo se presenta el entorno natural. La isla tiene buen clima, una vegetación lujuriante, y ofrece alimentos en abundancia:

[...] Je me retournai, et vis mon île... Elle sortait de la brume. Mille arcs-en-ciel levés ou posés de biais joignaient les criques à des mornes. Des bosquets d’arbres à palmes, coupés de frondaisons carmin, scintillaient dans la vapeur d’eau, plus immobiles que le zinc... J’entendais soudain, comme celui de jets d’eau qu’on ouvre au jour, le bruit de cascades... [...] à dix mètres de moi, je voyais déjà réuni [...] –presque à portée de la main comme un déjeuner auprès d’un dormeur, –tout ce qui pourrait jamais apaiser ma faim et ma soif. Des bananiers offrant autour d’eux mille bananes, [...] des cocotiers plus hauts que les chênes, dont les noix tombaient sur une mousse ou sur des stalagmites qui les faisaient éclater; des manguiers, et la première mangue que je cueillis était juste à point (Giraudoux, 1975, 85).

176 A decir verdad, esta visión de una naturaleza extraeuropea amiga se había adelantado cuando, días antes del naufragio, el barco había entrado en los Mares del Sur: el océano se había presentado a los ojos de Suzanne como una entidad amistosa y acogedora; algo bien diferente de aquella clásica imagen de la mar procelosa, que había aterrorizado a generaciones de viajeros y viajeras. En cuanto a la isla, el pasaje citado arriba nos deja entender que la protagonista no tendrá ningún problema para sobrevivir. Puesto que la naturaleza tiene sus equilibrios armoniosos y le proporciona todo lo necesario para una vida digna, no tiene sentido sembrar, construir utensilios, ni llevar a cabo ninguna clase de trabajo que conduzca a la explotación de la tierra. Al hilo de esta situación aparece el primer guiño explícito hacia Robinson Crusoe. En un momento dado Suzanne descubre los rastros de otro náufrago que la ha precedido; esta persona había intentado someter de alguna manera la naturaleza en su propio beneficio. Pero sus construcciones, por muy elaboradas que fueran, no han resistido a la acción demoledora de los elementos (Di Maio, 1993, 519 y 523). Al contrario que la mayoría de los náufragos literarios, Suzanne es más dada a la reflexión que a la acción. No le hace falta cazar ni cultivar; ni siquiera tiene que buscar comida, porque la isla pone a su alcance tanto los recursos alimenticios como los lugares amparados para dormir. La clave de la supervivencia está en la armonía con el ambiente natural: no tiene sentido talar árboles, matar animales o levantar edificios. De no ser así, la naturaleza perfecta saldría degradada por la intromisión de un individuo europeo. También Gérard Genette destaca la actitud de Suzanne como antítesis del topos robinsoniano. Los vestigios del asentamiento del otro náufrago atestiguan una actividad tan destructora como inútil, puesto que alteran al equilibrio de un entorno natural que ya es perfecto de por sí, y al que es más sencillo adaptarse que degradar con la acción humana. El predecesor de Suzanne en la isla es una presencia implícita de Robinson Crusoe en la obra de Giraudoux. Cabe precisar su naturaleza implícita, porque ni Defoe ni su personaje han sido nombrados todavía. La presencia del hipotexto británico se vuelve evidente cuando Suzanne encuentra esa novela entre las pertenencias del otro náufrago. Al leerla queda sobremanera asombrada por la nimiedad intelectual del personaje (Genette, 1989, 382-383). Pese a su espíritu práctico, Robinson Crusoe no se preocupaba por conocer a fondo su isla; no sabía prescindir de objetos inútiles, como mesas, sillas y herramientas variadas; no echaba en falta una presencia femenina. Y, lo que es aún más grave, actuaba de forma destructiva sobre la isla.

Cet arbre que tu veux couper pour planter ton orge, secoue-le, c’est un palmier, il te donnera le pain tout cuit; cet autre que tu arrache pour semer tes petits pois, cueille sur lui ces serpents

177 jaunes appelés bananes, écosse-les. Je t’aime, malgré tout, toi qui parles du goût de chaque oiseau de l’île et jamais de son chant. [...] Tout ce qui pensait Vendredi me semblait naturel, ce qu’il faisait, utile; pas un conseil à lui donner. Ce goût de la chair humaine qu’il conserva quelques mois encore, je le comprenais (Giraudoux, 1975, 202-203).

Que la protagonista de la novela de Giraudoux prefiera Viernes a Robinson es ya de por sí elocuente. Se trata de un rechazo a la imposición de la ‘civilización’ sobre la naturaleza, que tiene su contrario en la figura de Viernes, quien se hace portador de una sabiduría basada en una relación serena con el entorno. La contraposición entre Suzanne y Robinson tiene mucho que ver con la ausencia total de figuras femeninas en la historia del británico; este aspecto explica por qué Giraudoux ha elegido a una protagonista femenina, que nos interesará en el próximo apartado. Así pues, Suzanne cuestiona el afán de su predecesor por reconstruir en la isla el mundo de procedencia. Ella prefiere integrarse en el entorno de forma suave. No extraña que, ante la posibilidad de permanecer en la isla durante años, Suzanne sustituya sus referentes culturales de origen con los nuevos elementos que la rodean: los árboles y animales conocidos en Francia, las oraciones diarias y los horarios de las comidas no tardan en desaparecer frente a la selva, los pájaros tropicales, la libertad absoluta en las actividades. Quizás la señal más explícita de la integración de Suzanne en el entorno esté en su forma de relacionarse con los animales. Al dormir cubre su cabeza con un brazo, como un pájaro lo haría con su ala, y vuelve a ver a los animales al igual que los veía cuando, de niña, leía las fábulas. Lejos de ser simples objetos, sus nuevos compañeros comprenden su voluntad y reaccionan espontáneamente a sus gestos: el resultado es que la joven es elegida reina de la isla por sus primitivos habitantes. En este contexto la desnudez es algo que se acepta con total naturalidad, marcando otra diferencia respecto a Robinson. Si para éste la falta de vestimenta era absolutamente inadmisible (recordemos que permanecía abrigado de pieles de cabra, pese al clima tropical) para Suzanne es del todo natural. Después de un breve periodo en el que se hace trajes con plumas aprende a renunciar a todo tipo de ropa. De esta manera, además de perder el miedo a las partes de su cuerpo relacionadas con los instintos sexuales (clara referencia al impacto de Freud en la epistemología occidental), comienza a considerar la desnudez como signo de franqueza y de honestidad frente al mundo natural, de una manera similar a lo que ocurre entre los pueblos ‘salvajes’. El último, pero no menos relevante, aspecto que denota la armonia de la náufraga con la isla estriba en el uso del lenguaje. Como ya sabemos, la lengua es uno de los elementos que definen la identidad cultural de una persona. En un momento dado, Suzanne decide poner un

178 nombre a los distintos senderos de su isla; es entonces cuando cae en la cuenta de que su propia lengua se le está volviendo ajena. No sólo le cuesta recordar las palabras francesas, sino que éstas empiezan a carecer de sentido para sus oídos. Sin embargo se produce un acontecimiento que vuelve a acercarle bruscamente a Europa: las olas traen a la isla los cadáveres de marineros ingleses y alemanes procedentes de una batalla naval.

Voilà ce que l’on faisait sans moi là-bas! C’était l’Angleterre contre l’Allemagne... [...] Déjà je sentais en effet la France menacée elle aussi de la guerre; dans chaque corps, je cherchais un signe qui m’indiquât laquelle des deux équipes était morte pour moi; j’espérais le deviner en me relevant soudain, en les embrassant d’un regard... Rien encore. [...] Ce n’est que dans le portefeuille du dernier Allemand que je trouvai le Petit Eclaireur de Shanghaï, et un titre en lettres immenses m’apprit qu’en Champagne [...] une de nos patrouilles avait ramené un prisonnier... (Giraudoux, 1975, 186-187).

El primer conflicto mundial está en curso, lo que no deja de resultar chocante para Suzanne, pues vuelve a interesarse por la suerte de su patria. Pero se trata de un sentimiento pasajero, porque en realidad Europa no puede ofrecerle nada que no tenga en su nuevo ambiente natural, donde ella sabe encontrar incluso los ruidos de la ciudad. Y de nuevo se presenta el problema de identidad relacionado con la lengua. Al resultarle molestos los vocablos franceses, Suzanne inventa su propio léxico para nombrar tanto los árboles y los animales, como sus sentimientos personales. En suma, la lejanía del mundo europeo impone la creación de un nuevo lenguaje, más adecuado a esta nueva dimensión de vida. Es normal que, una vez rescatada de su ‘dulce exilio’, Suzanne rompe a llorar al ver la isla que se aleja en el horizonte. La experiencia vivida durante esos años la ha cambiado profundamente: al pasearse por un bosque francés, nuestra heroína siente esa misma armonía y fusión con la naturaleza que había descubierto cuando vivía en la selva. Con Vendredi ou les limbes du Pacifique, Michel Tournier toma el personaje de Defoe como referente directo. A su juicio, Robinson Crusoe es un elemento constitutivo de la identidad de los occidentales, ya que su mito sigue vivo y es parte de nuestro imaginario colectivo. Robinson se configura, ante todo, como un héroe de la soledad: abandonado en la isla, lucha por sobrevivir al hambre y a la desesperación. Y esta soledad es una de las peores plagas de la humanidad occidental contemporánea. Tal como afirma Tournier, “vivimos encerrados cada uno en su jaula de vidrio”, porque se anteponen las libertades personales y la búsqueda de riquezas materiales a las relaciones entre seres humanos. Pero esa misma soledad que atormenta a la sociedad occidental tiene un lado mítico, y es ahí donde radica el heroísmo del náufrago. La situación de soledad, entendida como lejanía del caos de la metrópoli,

179 siempre ha gozado de prestigio en el mundo industrializado. Robinson ha sabido gestionarla, hasta convertirla en un arte de vida (Tournier, 1977, 221-222 y 225-226). El Robinson que nos presenta Tournier se aleja del original del siglo XVIII. El personaje de Defoe es un hombre de su tiempo, convencido de ser el portador de los valores de la verdadera civilización, a partir de los cuales reconstruye en la isla su mundo de origen. Es, por así decirlo, un personaje retrospectivo, del mismo modo que lo es la novela por él protagonizada. Al contrario, Vendredi ou les limbes du Pacifique muestra un Robinson prospectivo, porque su forma de pensar y actuar evoluciona a lo largo de sus veintiocho años de náufrago. Incluso su naturaleza espiritual sale radicalmente modificada de su experiencia. Por ende, el tema central de la reescritura de Tournier no es la reproducción económica o social de Europa en la isla, sino la creación de un hombre nuevo en un nuevo mundo. El naufragio se puede entender como una situación extrema que permite una regeneración absoluta (Di Maio, 1993, 521-522 y 524). Gilles Deleuze señala acertadamente cómo la intención de Tournier es sustituir un Robinson asexuado, prisionero de sus esquemas sociales, con un individuo en contacto tanto con su identidad sexual, como con los elementos primordiales del mundo. El encuentro con Viernes tiene una importancia fundamental en la superación del mundo europeo de procedencia, puesto que insinúa la duda en la mente de Robinson. Las acciones arbitrarias del Otro van socavando las certidumbres que la organización colonial de la isla confiere al náufrago. Antes de la llegada del ‘salvaje’ el mundo de Robinson se basaba, en gran medida, en su pasado europeo; ahora resulta imprescindible desmantelarlo para abrir camino al futuro. Cuando Viernes provoca la explosión involuntaria de la cueva (que era a la vez residencia, almacén y vientre acogedor) de su amo, el sistema de administración impuesto por Robinson se derrumba de modo definitivo. Se trata de una destrucción necesaria para que la verdadera transformación del náufrago pueda empezar (Deleuze, 1996, 259 y 269). Es preciso volver al clásico que ha inspirado a Tournier. Es fácil advertir, en Robinson Crusoe, que la postura colonialista del náufrago coincide con la de Daniel Defoe. Esto no ha de sorprendernos, pues la novela tiene un fuerte valor didáctico en el contexto social de su época. La adaptación de Viernes a los valores accidentales, por parte del Robinson trabajador y protestante, está planteada de manera irrefutable. A partir de ahí, lo que hace Tournier es invertir el juego operando, según las palabras de Genette, una «transvalorización». El novelista francés toma partido por Viernes, y de sus valores culturales, contra Robinson. Se trata de un proceso que se realiza de forma progresiva; el resultado es que se sustituye la educación del salvaje por la del blanco. Un indicio de esta intención se detectaría en la

180 modalidad narrativa. Mientras que el texto de Defoe es de tipo autodiegético (está escrito en primera persona y Robinson es el protagonista absoluto), el de Tournier es básicamente de tipo heterodiegético, interrumpido por los fragmentos del diario. Es como si el autor de la reescritura quisiera marcar una distancia respecto al personaje de inspiración. La novela de Defoe se divide en dos partes fundamentales: una antes de la llegada de Viernes, y otra que se desarrolla después del encuentro con el indígena, con su proceso de educación. Vendredi ou les limbes du Pacifique muestra una estructura temática algo más compleja. En la primera parte vemos a Robinson solo, dividido entre la voluntad de civilizar a la isla y unos impulsos que le llevan a caer en un estado de animalidad. Una vez aparece Viernes, observamos primero el periodo de la isla administrada, y de los intentos de educar al recién llegado (acorde con los modelos vigentes en el texto de Defoe). Sucesivamente (a partir del momento en que explota la cueva) asistimos a la conversión de Robinson por parte de Viernes (Genette, 1989, 460-462). Desde el comienzo de la novela (concretamente cuando el capitán del barco le lee el tarot), se deja entrever que Robinson va a pasar por una larga serie de vicisitudes que le harán renacer como hombre nuevo. Durante un primer período después del naufragio muestra un fuerte apego hacia los elementos de su cultura, lo que no ha de asombrar. Se empeña en seguir llevando ropa, lee la Biblia, recupera herramientas de trabajo de los restos del barco. Con respecto a esta primera etapa de su vida como náufrago son destacables dos elementos: casi tan pronto como llega, bautiza la isla con el nombre Désolation; una de sus primeras actividades consiste en la construcción de un nuevo barco, que él llama Évasion, con el que quiere abandonar la isla. Estos detalles delatan claramente su marcada identidad de europeo. Sin embargo sus reflexiones sobre la Biblia le llevan a cometer un gravísimo error. Condicionado por la imagen del Diluvio Universal, Robinson construye su nave demasiado lejos del agua; al finalizar su construcción se ve en la imposibilidad de utilizarla. Este accidente representa un duro golpe para su voluntad, y marca el comienzo de un descenso a una condición animal. Desesperado por su fracaso, descuida sus quehaceres y comienza a vivir en un barrizal.

D’ailleurs il ne craignait plus l’ardeur du soleil, car une croûte d’excréments séchés couvrait son dos, ses flancs et ses cuisses. Sa barbe et ses cheveux se mêlaient, et son visage disparaissait dans cette masse hirsute. Ses mains devenues des moignons crochus ne lui servaient plus qu’à marcher, car il était pris de vertige dès qu’il tentait de se mettre debout. Sa faiblesse, la douceur des sables et des vases de l’île, mais surtout la rupture de quelque petit ressort de son âme faisaient qu’il ne se déplaçait plus qu’en se traînant sur le ventre (Tournier, 1996, 38).

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Esta imagen de un Robinson animalizado lleva al extremo aquel pasaje de la obra de Defoe, en el que el náufrago se inquietaba pensando en su aspecto físico parecido al de un salvaje. Si Defoe había evitado dar más secuelas a esta cuestión, Tournier la desarrolla hasta mostrarnos la degradación del hombre civilizado. Pese a todo Robinson consigue salir de este estado, porque se da cuenta de que le llevaría a la destrucción de su personalidad humana. La clave para recuperarse está en la explotación metódica y racional de los recursos de la isla. A partir de este momento, Robinson inicia su labor de administración del ambiente que le rodea. Se trata del segundo estadio de su transformación: el de la “isla administrada”. Básicamente consiste en reproducir su concepto de civilización en un lugar alejado de Europa. Así pues, Crusoe instituye un calendario propio, escribe un diario, redacta un sistema de leyes y da comienzo a una producción de bienes y reservas alimenticias. Cada rincón de la isla tendrá que ser conocido, ordenado y aprovechado; todo animal presente deberá ser marcado como su propiedad. La finalidad de todas estas labores no es tanto su éxito material, como su efecto psicológico. Al cambiar el nombre anterior de la isla por Speranza, al trabajar duramente, Robinson intenta reafirmar su humanidad, o mejor dicho, su pertenencia a la comunidad humana occidental de la que se siente apartado. Incluso construye un reloj de agua, cuyo significado es el de racionalizar su vida en la isla mediante la medición del tiempo (Purdy, 1996, 185-186). Una muestra de todo esto está en la glorificación del dinero y de la producción como valores supremos, frente al consumo de productos y a los ideales:

J’obéirai désormais à la regle suivante: toute production est création, et donc bonne. Toute consommation est destruccion, et donc mauvaise. En vérité ma situation ici est assez semblable à celle de mes compatriotes qui débarquent chaque jour par navires entiers sur les côtes du Nouveau Monde. Eux aussi doivent se plier à une morale de l’accumulation. […] Je mesure aujourd’hui la folie et la méchanceté de ceux qui calomnient cette institution divine: l’argent! L’argent spiritualise tout ce qu’il touche en lui apportant une dimension à la fois rationnelle –mesurable– et universelle– puisqu’un bien monnayé devient virtuellement accessible à tous les hommes. La vénalité est une vertu cardinale. L’homme vénal sait faire taire ses instincts meurtriers et associaux –sentiment de l’honneur, amour-propre, patriotisme, ambition politique, fanatisme religieux, racisme– pour ne laisser parler que sa propension à la coopération, son goût des échanges fructueux, son sens de la solidarité humaine (Tournier, 1996, 61-62).

La etapa de la “isla administrada” es la respuesta de Robinson a la animalización. Sin embargo, la soledad sigue siendo un problema; y todo el sistema legal y administrativo impuesto en la isla echa en falta la presencia de otra persona que pueda descodificarlo. No es

182 por casualidad que Robinson hable en voz alta y escriba su diario, para asegurarse de no perder su lengua, pero quizás también con la ilusión de dirigirse a un posible interlocutor. También se podría leer el afán de Robinson por administrar la isla como una exageración caricaturesca, lo que se traduce en una crítica al modelo propuesto por Defoe. Al fin y al cabo la construcción de un palacio de justicia, de un conservatorio, así como la redacción de un código penal, entre otras cosas, no son más que un patético simulacro de civilización (Genette, 1989, 463). Lo que ha hecho Michel Tournier ha sido aprovechar la soledad del protagonista para sacar a la luz la importancia del Otro. El Otro no es sólo el representante de otra cultura sino, desde una perspectiva más universal, la presencia de otro individuo humano. El Otro es necesario porque, de alguna manera, permite demostrar la existencia del yo. Sin él no estaríamos seguros del sentido de las cosas y de los hechos que vemos; ni siquiera tendríamos garantía de la realidad de esas cosas o esos hechos; podrían ser fruto de nuestra imaginación. Únicamente la presencia de otra persona nos garantiza que lo que percibimos es real, pues él (o ella) ve lo mismo que nosotros. La aparición de Viernes soluciona este problema, si bien es lícito preguntarse hasta qué punto. ¿Puede ser considerado Viernes como un compañero a la misma altura que Robinson? La novela no da respuesta clara a este interrogante. Lo que sí se detecta es que, durante un primer periodo, Robinson ve en Viernes un salvaje (un ser inferior a un hombre); más adelante le aparece como un semi-dios (es decir, una criatura sobrehumana), capaz de iniciar al náufrago hacia una nueva vida. Esta imagen de ser inferior o superior es la que percibe Robinson: por lo tanto él sería el único individuo propiamente humano entre los dos (Stirn, 1983, 36-37). Cuando Viernes llega a la isla está a punto de ser ejecutado, pero Robinson le salva de los otros caníbales y le adopta como esclavo. En Robinson Crusoe la aparición del indígena es algo esperado y hasta deseado: al náufrago le vendría bien un servidor que le ayude a abandonar la isla. En Vendredi ou les limbes du Pacifique la llegada de Viernes es más bien accidental. De hecho Robinson no piensa salvarle de sus ejecutores y, cuando el salvaje echa a correr, le apunta para matarle antes de que delate su presencia; sin embargo, un movimiento de su perro desvía su tiro y le hace abatir a uno de los perseguidores. Para el Robinson de Tournier, Viernes es un intruso indeseado, además de resultar inútil como siervo, al menos durante un primer periodo (Genette, 1989, 464). Pero la tranquila, y casi apática, mansedumbre del indígena oculta una influencia poderosa en el sistema de vida de su amo. Viernes vive en un paraje apartado, donde ha plantado los árboles con las raíces hacia arriba: es una señal de que su presencia está subvirtiendo el frágil equilibrio instaurado por el

183 náufrago. En otro lugar, unas flores de mandrágora (que habían empezado a proliferar debido a las interacciones entre el Robinson y la isla) cambian de color.

Bientôt Robinson dut même se rendre à l’evidence: à son insu, Vendredi devait séjourner régulièrement dans cette partie de l’île, y mener une vie en marge de l’ordre et s’y adonner à des jeux mystérieux dont le sens lui échappai. Des masques de bois, une sarbacane, un hamac de lianes où reposait un mannequin de raphia, des coiffes de plumes, des peaux de reptile, des cadavres desséchés d’oiseaux étaient les indices d’un univers secret dont Robinson n’avait pas la clef. […] Vendredi lui donnait des soucis de plus en plus graves. Non seulement l’Araucan ne se fondait pas harmonieusement dans le système, mais –corps étranger – il menaçait de le détruire. […] Contre ses lèvres, il pressait les muqueuses tièdes et musquées d’une fleur de mandragore. Ces fleur, il les connaissait bien pour en avoir recensé les calices bleus, violets, blancs ou purpurins. Mais qu’est ceci? La fleur qu’il a sous les yeux est rayée. Elle est blanche avec des zébrures marron. […] Il se leva. Le charme était rompu, tout le bienfait de cette nuit radieuse était dissipé. Un soupçon encore très vague était né en lui et s’était mué aussitôt en rancune contre Vendredi (Tournier, 1996, 163-164 y 166).

En realidad estas alteraciones en el equilibrio de la isla, si bien preocupan a Robinson, son los primeros pasos hacia nuevos cambios. Gracias a Viernes emprende un camino que le lleva a una condición de satisfacción eterna. El Otro ayuda al blanco a desprenderse de sus certezas basadas en las normas y en los bienes materiales. El elemento de referencia para el primer Robinson era la tierra; Viernes le acerca al elemento solar, que es una fuente de energía inagotable. El resultado es la armonía con los elementos naturales, lo que se traduce en la pérdida de la necesidad de placeres físicos u objetos materiales (Milne, 1996, 169 y 171). Así que, cuando Viernes provoca la explosión de la gruta de Robinson, la etapa de la “isla administrada” termina definitivamente para dar comienzo a un nuevo periodo. Ahora el orden económico-administrativo de la isla es sustituido por una forma de santificación del mundo a través del juego. El homo economicus ha sido reemplazado por el homo ludens. De hecho, los objetos que Viernes construye (una cometa de cuero y un arpa de viento) representan una simbólica liberación de Robinson de sus esquemas occidentales. La vida de los dos personajes ya no está marcada por el sentido del tiempo, sino que transcurre en un eterno presente, una especie de limbo (de ahí el título de la obra) donde no existe el envejecimiento, la decadencia ni la muerte. Después de veintiocho años del naufragio, y cuando el náufrago vive ya en plena armonía con Viernes y con la naturaleza, un barco se acerca a la isla. Ahora bien, los hombres del barco son ingleses que pertenecen al mundo europeo. Esto implica que estén sujetos a los patrones sociales del imperio, así como al ciclo temporal que conduce inevitablemente a la muerte. Robinson no acepta volver a esas condiciones de vida de las que procede; por esa razón se niega a embarcarse para volver a Inglaterra.

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C’est là qu’il prit conscience de la décision qui mûrissait inexorablement en lui de laisser repartir le Whitebird et de demeurer dans l’île avec Vendredi. Plus encore que tout ce qui le séparait des hommes de ce navire, il y était poussé par son refus panique du tourbillon de temps, dégradant et mortel, qu’ils sécrétaient autour d’eux et dans lequel ils vivaient. […] Speranza se dressait à deux encablures de ce navire plein de miasmes, comme la lumineuse négation de toute cette sinistre dégradation. En vérité il était plus jeune aujourd’hui que le jeune homme pieux et avare qui s’était embarqué sur la Virginie. Car il n’était pas jeune d’une jeunesse biologique, putrescible […]. Il était d’une jeunesse minérale, divine, solaire (Tournier, 1996, 245-246).

Con esta decisión el Robinson de Tournier se desmarca del personaje en el que está inspirado. El rechazo de la civilización significa que se está poniendo en entredicho la lógica colonial y occidental de acumulación de riquezas, del mismo modo que se repudian las concepciones, también occidentales, del tiempo y de la consecuencialidad. Se opta por la inmanencia absoluta de la isla (Purdy, 1996, 188-189). Viernes, por su parte, decide embarcarse para ir a Europa sin decir nada a Robinson. Esta defección inesperada pone temporalmente en peligro la vida del náufrago. Es evidente que la energía elemental proporcionada por la isla es insuficiente para él, si le falta la presencia del Otro. Así las cosas, Robinson piensa abandonarse y esperar la muerte. Pero en el último momento llega su salvación: el joven grumete del barco (quien se había refugiado en la isla a escondidas) será su nuevo compañero. Este personaje, un adolescente estonio de pelo rubio y de constitución extremadamente delgada, es casi antitético a Viernes, que tenía una presencia física exuberante y hasta sensual. En cierto sentido su figura se asocia a la luz, lo que es la fuente principal de la energía vital de Robinson. Gracias a Jueves (así el náufrago llama al muchacho), ya en las últimas líneas de la novela, Crusoe se convierte en un ser parecido a una divinidad solar, superando la dimensión de persona física para convertirse en una representación de su propio triunfo (Milne, 1996, 175-176). A la hora de concebir su novela, Tournier ha admitido una importante influencia de Lévi-Strauss. Tal como hemos podido observar, el antropólogo era muy crítico hacia aquellos que rechazan una cultura sólo porque es muy distinta a la propia. Tournier piensa, y lo demuestra en Viernes o los limbos del Pacífico, que a una idea de superioridad de una cultura respecto a otra casi siempre sigue una acción de violencia. Violencia que se puede concretar no solamente en el asesinato o en la esclavitud, sino también en la labor de sumisión del entorno natural al sistema productivo industrial. En vez de buscar la armonía con la naturaleza, se intenta transformarla según convenga, aplastando aquellos pueblos que no pueden hacer lo

185 mismo (Stirn, 1983, 30). Es lo que observamos en la novela de Defoe, y que Tournier voltea en su reescritura. La escasez de sentimientos, que caracterizaba el náufrago de la novela de Defoe, tiene en las obras de Giraudoux y Tournier su oportuna contestación. El goce que el alejamiento de la sociedad proporciona aquí a Suzanne y a Robinson diferencia a estos dos personajes de aquel colonialista sin alma que fue su padre literario. A diferencia de la novela dieciochesca, en estas sí se puede divisar algo parecido a un exilio feliz, aunque, tengámoslo en cuenta, este se debe a circunstancias fortuitas. El comparatista Claudio Guillén vuelve a la literatura y filosofía griega para recuperar la connotación positiva del destierro. Autores como Plutarco, y más tarde los estoicos, veían en el aislamiento de la sociedad una oportunidad para llevar una vida tranquila, entregándose a sus reflexiones filosóficas. En particular, vivir lejos de los problemas de la vida urbana, marcada por una serie de convenciones sociales, permite realizar una unión cósmica con la naturaleza, lo que es, en definitiva, un acercamiento a unas leyes superiores comunes a todos los seres porque son de origen divino. Existen incluso quienes buscan voluntariamente el exilio, con tal de ostentar ese rechazo a las restricciones que la sociedad les impondría si vivieran en su patria (Guillén, 1998, 31-35). Los protagonistas de nuestras novelas se acercan más a los estoicos que a los cínicos (los que se exilian por voluntad propia), ya que el naufragio no es algo que se busca. Suzanne y Robinson aceptan su situación. La primera, como hemos observado, se encuentra tan cómoda que renuncia a llevar ropa; sobre todo, su nivel de armonía con la naturaleza se concreta en su capacidad para comprender a los animales. No extraña que llore a la hora de abandonar la isla. En Viernes o los limbos del Pacífico el efecto benéfico del exilio acaba siendo más evidente y, al menos al principio, más sufrido. La desesperación de Robinson, su temporal decadencia hacia el estado animal, y la sucesiva fase de administración de la isla indican una inicial resistencia a aceptar la ausencia de Europa y de sus cosas positivas. Pero más tarde, gracias a la ayuda de Viernes, el británico descubre su nueva dimensión de vida; el desprendimiento de la esfera terrenal, lo que le lleva a una elevación espiritual, es una forma de acercarse a la divinidad. El paralelismo con la visión griega del exilio se vuelve así patente. A pesar de todo, resulta acertada la observación de Genette acerca del verdadero protagonista de la novela. Si bien el título parece dar protagonismo a la figura de Viernes, la narración está centrada en Robinson. Y la glorificación del salvaje está hecha por un hombre civilizado (el propio Tournier), quien no se identifica realmente con Viernes, sino con Robinson. La historia de Viernes o los limbos del Pacífico no es, en definitiva, la historia del indígena; es la historia del náufrago convertido por el indígena (Genette, 1989, 465).

186 La novela de J. M. Coetzee, Foe, es una deconstrucción del mito literario de Robinson Crusoe. Al tratarse de una contraescritura poscolonial, Coetzee ha desplazado la atención principal de Crusoe a Viernes. Asimismo, es subversiva la inclusión de Susan Barton en la historia: esta figura femenina de importancia central cuestiona el machismo subyacente en la novela escrita por Defoe. Más allá del debate relacionado con el género, Susan intenta intervenir en la autoría de la historia relatada. Mientras que en Robinson Crusoe Daniel Defoe desaparecía para presentar a Robinson como protagonista y redactor de su propias vivencias, en la obra de Coetzee el escritor británico es desenmascarado e introducido en la novela como el señor Foe. Tanto Daniel Defoe (autor real de Robinson Crusoe), como Foe (el escritor profesional al que Susan Barton encarga la redacción de la historia de Cruso, Viernes y ella misma en la isla) son culpables de haber distorsionado la representación de una realidad cultural. Daniel Defoe ha ofrecido una imagen seductora del colonialismo, mostrando la esclavización de Viernes como algo justo, un acto de gratitud a cambio de la civilización otorgada al indígena. En la obra de Coetzee, Foe es reo de imponer una escritura forzosa de la verdad puesto que, por una parte, no respeta los aportes testimoniales de Susan (quien, al contrario que él, ha vivido los hechos en primera persona); por otra, no reconoce la verdadera relevancia de Viernes ni de su pasado de sufrimientos. La elección del nombre está lejos de ser casual: el nombre de Foe implica una alusión al apellido de nacimiento de Daniel Defoe, al tiempo que alude al carácter hostil del personaje, pues en inglés el sustantivo foe significa ‘enemigo’ (Burnett, 1996, 244-245). La historia del náufrago es vista desde la perspectiva de la protagonista Susan Barton, quien la conoce sólo en parte, pues llega a la isla años después de Cruso y Viernes. La vida en la isla ocupa la primera parte de la obra. Cruso es un hombre cerrado y retrógrado, un tipo de reencarnación de la figura de Robinson. Se niega obcecadamente a abandonar la isla, incluso finge ignorar su vida anterior en Inglaterra. Para él su vida empieza en su pequeño reino y es imposible fuera de ahí. Su principal preocupación es construir terrazas con piedras por unos hipotéticos pobladores futuros, actividad que, de todos modos, no acaba de tener un sentido concreto y parece más bien un fin en sí mismo.

When I spoke of England and of all the things I intended to see and do when I was rescued, he seemed not to hear me. It was as though he wished his story to begin with his arrival on the island, and mine to begin with my arrival, and the story of us together to end on the island too. [...] Cruso rescued will be a deep disappointment to the world; the idea of a Cruso on his island is a better thing than the true Cruso tight-lipped and sullen in an alien England (Coetzee, 1987, 34-35).

187 La teórica poscolonial Gayatri Spivak, en su importante ensayo A Critique of Postcolonial Reason: Toward a history of the vanishing present dedica cierto espacio a la novela de Coetzee. Respecto a este punto de la narración nos recuerda cómo, en el texto original de Daniel Defoe, se da mucha importancia al tiempo. El tiempo equivale al dinero, y dado que permite trabajar y generar más riqueza, es uno de los recursos más preciados por Robinson. En la obra del escritor sudafricano, en cambio, Cruso valora mucho más el espacio que el tiempo. Tal como hemos estado observando, este náufrago no tiene el más mínimo interés en mantener la cuenta del tiempo transcurrido en la isla. Las tareas que realiza en su pequeño reino están orientadas hacia un futuro indefinito e improbable. Al conocer el personaje de Defoe, podemos suponer que Cruso, al igual que Robinson Crusoe, es un producto de la burguesía capitalista. Sin embargo, Coetzee da vida a un personaje que no está interesado en representar esa sociedad de la que procede (Spivak, 1999, 178-179). Además de llevar esta vida patética, Cruso explota a Viernes y rehusa contar detalles sobre el pasado de su servidor, al que le ha sido cortada la lengua. La personalidad vetusta de Cruso se refleja en su aspecto físico, pues aparece envejecido antes de tiempo. Cuando, al final de la primera parte de la narración, un barco rescata a los tres el náufrago muere durante el viaje de vuelta a Inglaterra. En el fondo su muerte es un hecho natural, pues él representa el antiguo y ya superado imperialismo colonial. Cabe mencionar, llegados a este punto, el aspecto de la isla donde viven Cruso y Viernes. Se trata de un lugar básicamente inhóspito, especialmente a los ojos de la mujer que ahí naufraga: las plantas y árboles útiles escasean, el entorno tiene un aspecto baldío, hasta el tipo de terreno le produce heridas en los pies. Esta hostilidad del ambiente natural hacia el náufrago implica una desvalorización de la visitante blanca. Viernes, en cambio, al residir en la isla, tiene más poder que Susan: de hecho le presta auxilio al principio, y puede moverse libremente si miedo a perderse o a hacerse daño. La isla no ejerce ninguna fascinación sobre Susan, así como no ofrece recursos de los que apoderarse. La presencia de la viajera náufraga es algo indeseado para Cruso y su pequeño mundo. La actitud cerrada de Cruso refleja la dureza del paisaje isleño. No ha de sorprender que el ‘castillo’ del señor no sea más que una choza construida con cañas y ramaje (Del Campo Gómez, 1996, 105-107). La llegada del rescate supone, para Cruso, la ruptura de una relación de equilibrio que él mantenía con la isla. Por este motivo se resiste a emprender el viaje de vuelta, hasta el punto de luchar y tener que ser embarcado a la fuerza. El viejo náufrago era como un rey sagrado en su territorio, pero ahora, el alejamiento forzado de su espacio vital acelera su muerte. Una vez desaparecido Cruso, Susan Barton se convierte en la depositaria del legado

188 muy importante, que es la historia de ella, Cruso y Viernes, de cuya defensa hablaremos en breve (Del Campo Gómez, 1996, 129 y 131-132). Susan Barton es la única persona que se esfuerza por comprender a Viernes y por conocer su pasado. Es cierto que mantiene su identidad de inglesa, e inicialmente el indígena le inspira cierta repulsión. En este sentido, Susan es representativa de un Occidente ex colonialista que se descubre incapaz de entender las culturas antes sometidas a su dominio. Pero ese mismo Occidente intenta establecer una comunicación con el Otro; de ahí se entienden los continuos intentos por parte de la mujer de establecer una comunicación con el ‘salvaje’, incluso enseñándole a escribir. Sin embargo las diferencias entre la cultura de los dominadores y las de los dominados (que son mucho más variadas) plantean problemas básicos de comunicación, porque las maneras de sentir y de pensar pueden diferir enormemente. Buen ejemplo de ello se observa cuando Susan intenta conocer el pasado de Viernes enseñándole unos dibujos:

I brought out my second sketch. Again there was depicted little Friday, his arms stretched behind him, his mouth wide open; but now the man with the knife was a slave-trader, a tall black man clad in a burnous, and the knife was sickle-shaped. Behind this Moor waved the palm-trees of Africa. “Slave traders”, I said, pointing to the man. [...] Did a slave-trader cut out your tongue, Friday? Was it a slave-trader or Master Cruso? But Friday’s gaze remained vacant, and I began to grow disheartened. [...] Or if there was indeed a slave-trader, a Moorish slave-trader with a hooked knife, was my picture of him at all like the Moor Friday remembered? Are Moors all tall and clad in white burnouses? [...] “Is this a faithful representation of the man who cut out your tongue?” –was that what Friday, in his way, understood me to be asking? If so, what answer could he give but No? And even if it was a Moor who cut out his tongue, his Moor was likely an inch taller than mine, or an inch shorter; wore black or blue, not white; was bearded, not clean-shaven; had a straight knife, not a curved one; and so forth (Coetzee, 1987, 69-70).

El relativismo cultural complica las comunicaciones, pues el Otro puede tener diferentes formas de percibir imágenes y conceptos. Es oportuno realizar otra observación contrastiva entre Robinson Crusoe y Foe. Robinson enseña la lengua inglesa a Viernes, pero mantiene limitadas sus habilidades comunicativas. Sabe que el indígena tiene su propia lengua materna, aunque no es necesario que un blanco se esfuerce en aprenderla. Al fin y al cabo, Viernes es un esclavo, y como tal tendrá que aprender justo lo necesario para entender y cumplir las órdenes de su amo. Spivak pone especial acento en lo siguiente: Robinson, como buen colonialista, le otorga a Viernes la capacidad de hablar; Susan Barton, procedente de la metrópoli pero sustancialmente antiimperialista, quiere dar voz al indígena. El Viernes de la novela de Defoe es un ejemplo de colonización exitosa: aprende la lengua de su amo, obedece sus instrucciones, le garantiza fidelidad, cree que la cultura de Robinson es la mejor, hasta

189 llega a matar a otros indígenas con tal de ser partícipe de los planes del inglés. En Foe, en cambio, se pretende que Viernes recupere su propia voz. Por eso Susan intenta enseñarle a escribir, y la primera palabra que trata de enseñarle es ‘África’ (se supone que ese es su continente de origen). Desgraciadamente, un blanco no puede enseñar a un indígena la forma correcta de pronunciar y escribir el nombre de su tierra: ‘África’ es la denominación que los europeos han adoptado (desde el imperio romano) para designar al continente meridional. Se trata de un vocablo al que ha sido asignado un significado, comprensible únicamente a quienes tienen un sistema de referencias culturales y lingüísticas europeas. Por si esto fuera poco, el nombre de África incluye un territorio inmenso, extremamente diversificado desde todos los puntos de vista. Una señal más que delata la inadecuación de los blancos para establecer una comunicación justa con los Otros. La única letra que Viernes parece haber aprendido es la ‘h’; una letra que representa, y no por casualidad, la mudez. Posiblemente el mensaje final de la novela sea esta imposibilidad de determinación (de determinar la historia de los hechos, así como la autoría del texto y la voz del Otro) por parte del mundo occidental (Spivak, 1999, 187-188 y 193). Susan se empeña en encomendar al señor Foe la redacción de una novela centrada en la vida de los tres náufragos. Es entonces cuando surge una disputa entre ella, que quiere relatar únicamente su experiencia en la isla, y Foe, quien quiere imponer una historia que abarca todas las vicisitudes sufridas por Susan durante la búsqueda de su hija perdida. La intención de la mujer es incluir el punto de vista de Viernes en la historia que se va a escribir, razón que justifica su afán por comunicar con él. Viernes, como es fácil imaginar, personifica la otredad en el sentido universal del término. Es mudo porque su lengua ha sido cortada; además se insinúa la sospecha de que haya sido sometido a castración. Cruso afirma que ha sido mutilado por los traficantes de esclavos, quienes querían impedirle que contara su historia. Habiéndole sido denegado el acceso al mundo de las palabras, sólo puede obedecer órdenes. Con su situación, la figura de Viernes concentra en sí todas las culturas que han sido silenciadas por siglos de colonialismo. A Viernes le ha sido robada su identidad personal; esta falta de control sobre su propia versión de los hechos le condena a estar sujeto a cualquier manipulación mediante el uso del lenguaje verbal. En otras palabras, Viernes permanece a merced de la narración propuesta por otras personas, ya se trate de Susan Barton o del señor Foe (Corcoran, 1996, 259-260 y 262- 263). Aun careciendo de palabra Viernes muestra una profunda sensibilidad natural, procedente de una vida en armonía con la naturaleza. Su presencia, misteriosa y silenciosa a la

190 vez, inquieta e intriga tanto a Susan como a Foe. Su personaje representa, en última instancia, un mundo Otro que se niega a desaparecer sin ser conocido. También se ha propuesto una lectura metafórico-religiosa de Foe. A juicio de Paula Burnett, la isla desempeñaría la función de un purgatorio para Cruso y para Susan. La muerte del primero durante la travesía de vuelta lo corroboraría, del mismo modo que la conclusión de la novela insinúa la sospecha de que en realidad Susan Barton habría muerto ahogada antes de llegar a la isla. Viernes sería la clave de la redención. Su nombre le relaciona con la Pascua y Coetzee aprovecha este paralelismo para enfatizar los sufrimientos del Otro. Viernes no necesita hablar para comunicar, porque sólo con su presencia física atestigua su existencia y sus penas. Al fin y al cabo la expresión verbal es más propia de la civilización occidental que del Otro. De hecho, la única manera en que Susan consigue acercarse a una verdadera comunicación con Viernes es mediante la música y la danza, aunque esto resulte insuficiente para romper el silencio entre los dos. Cabe destacar que Coetzee, al ser blanco, es consciente de no poder hablar en el nombre de los Otros quienes, en su caso concreto, serían los negros marginados por el régimen del apartheid. Y sin embargo el mundo ex colonialista necesita una señal de perdón que le alivie de sus culpas, porque sin redención no puede haber futuro. Al final de la novela el narrador queda en silencio, observando con respeto la extraña danza de Viernes bajo el agua. El silencio del narrador es el símbolo del final de la dominación blanca (Burnett, 1996, 247-248).

‘Friday,’ I say, I try to say, kneeling over him, sinking hands and knees into the ooze, ‘what is this ship?’ But this is not a place of words. Each syllable, as it comes out, is caught and filled with water and diffused. This is a place where bodies are their own signs. It is the home of Friday. He turns and turns till he lies at full length, his face to my face. [...] His mouth opens. From inside him comes a slow stream, without breath, without interruption. It flows up through his body and out upon me; it passes through the cabin, through the wreck; washing the cliffs and shores of the island, it runs northward and southward to the ends of the earth (Coetzee, 1987, 157).

IV. 3. 2. Robinsones femeninos

El Robinson de Defoe cubre con un inusual silencio los impulsos, absolutamente naturales, de índole sexual. Es más: cualquier presencia femenina parece estar vedada de la novela, como de la vida del náufrago. La obra de Daniel Defoe parece haber establecido una convención, respetada por todas las novelas que se inspiran en ella hasta todo el siglo XIX, según la cual el protagonista masculino no necesita expresar su sexualidad. Esta situación

191 cambia radicalmente con las reescrituras de Giraudoux, Tournier y Coetzee. Cada texto deja algún espacio a la presencia femenina en la historia del naufragio o, en el caso de Tournier, llena las lagunas del personaje original dotándole de una identidad sexual (Saxton, 1996, 141). En Suzanne et le Pacifique queda patente, ya desde el título, la crítica al personaje del náufrago británico. Suzanne se configura como una especie de anti-robinson, porque con su identidad femenina responde al protagonismo absoluto del Robinson masculino, que no admitía ninguna mujer en su vida. La relación edénica que Suzanne mantiene con la naturaleza está en fuerte oposición con el modelo robinsoniano que ve la explotación de la isla como una acción necesaria para producir bienes y recursos. En otras palabras, la sensibilidad que Suzanne demuestra al vivir en armonía con la isla está presentada como una virtud femenina, y es una forma de criticar la idea masculina de sumisión de la naturaleza (Di Maio, 1993, 520 y 523). El conjunto de la obra insinúa que el afán civilizador es una obsesión típicamente masculina, y que sólo una mujer, entre los habitantes del mundo occidental, puede superarla. Suzanne lee y critica a Robinson (esto es lo que permite relacionar la novela de Giraudoux con un hipotexto), y en su identidad de mujer estriba su caracterización de anti- Robinson (Genette, 1989, 385-386). Suzanne no tiene ninguna relación, ni pasada ni presente, ya que en la isla no hay ningún hombre. No obstante uno de los cuerpos de los marineros que llegan a tierra está desnudo, al igual que ella. Después de observar cuidadosamente el cadáver tatuado, en el intento de descubrir algo sobre la vida de este hombre, yace tumbada a su lado mientras fantasea con que un posible avión que sobrevolara la isla pudiese verles como si fueran amantes. La historia termina pronto, al verse ella obligada a enterrar al marinero muerto, y el asunto se resuelve sin connotaciones macabras o morbosas. Pero a partir de este momento Suzanne siente la necesidad de estar en contacto con una persona del sexo opuesto. Esto explica por qué ahora empieza a escribir a un tal Simon (al que había encontrado anteriormente en París), contándole sus experiencias en la isla. De ser una “Eva sin Adán” Suzanne pasa a ser una “Eva esperando a Adán”; el encuentro con los marineros muertos despierta su necesidad de comunicarse con sus congéneres. El paso siguiente es la crítica a Robinson Crusoe y al sistema de valores que él representa, con la consiguiente admiración por Viernes (Saxton, 1996, 145-146). Puesto que ahora se siente preparada para conocer a un hombre, Suzanne desea ser rescatada bien por un salvaje, bien por un millonario.

192 Sans aucune pensée, [...] j’attends un homme. J’attends non pas de ces bateaux transatlantiques qui portent des hommes à destins médiocres, [...] mais les deux esquifs qui ont le plus de différence et qui portent les êtres les plus lointains, une pirogue d’abord, ou au contraire un yacht. [...] Ce n’est plus entre un roux et un brun, [...] que je me sens balancée, mais entre deux races séparées de vingt mille ans, entre la jeunesse et la vieillesse du monde, entre un lit d’herbes au troisième étage à droite d’un arbre géant, avec la panthère apprivoisée sur le palier, les crânes vides en sonnettes à la troisième branche à droite, et tout le lin et la soie de New York (Giraudoux, 1975, 213-214).

Suzanne queda así pendiente de un encuentro que podrá representar bien el regreso a su mundo de origen, bien una unión definitiva con el mundo del Otro. Se realiza la primera de las dos opciones: un yate, perteneciente a tres ricos y jóvenes occidentales, llega a la isla y recupera a Suzanne. Aunque los tres individuos se presenten como elementos ajenos al mundo natural que rodea a la joven (y por tanto potencialmente dañinos para el equilibrio natural entre Suzanne y la isla), ella finalmente opta por volver a Europa10. En definitiva, la mayor originalidad de Suzanne et le Pacifique estriba en el hecho de que plantea la relación entre la protagonista y su isla (que a su vez tiene una connotación femenina) de forma profunda y armoniosa, hasta el punto de tener que hacer referencia a la figura masculina de Robinson como modelo antagónico. Vendredi ou les limbes du Pacifique no presenta personajes femeninos. Aun así es destacable la configuración de la isla de Speranza como entidad femenina que, a los ojos de Robinson, desempeña alternativamente el papel de madre y amante. Durante la etapa de la “isla administrada” el náufrago mantiene una relación estrecha con Speranza; en un primer momento dicha relación es de tipo filial, para convertirse en otra más propia de un esposo o amante. Este vínculo continúa hasta que Viernes le inicia en su metamorfosis: entonces Robinson se desprende del elemento terrestre para escoger al sol como fuente de energía (Tournier, 1977, 234). El primer paso consiste en considerar Speranza un ser vivo y fuente de vida, no ya sólo como una posesión a administrar. Para que esto sea posible, Robinson se ve obligado a parar su reloj y a renunciar temporalmente a su rol de administrador de la isla. Decide explorar la cueva de la isla con el objetivo de alcanzar una armonía profunda con ella. La experiencia requiere una toma de contacto íntima con el elemento natural terrestre lo que se traduce, en primer lugar, en la suspensión de la actividad racional de administración de la

10 Pese a lo que el título podría sugerir, Suzanne et le Pacifique no guarda similitudes importantes con el episodio bíblico contenido en el libro de Daniel, y conocido como Susana y los viejos. En la novela de Giraudoux no se da el chantaje de los personajes masculinos hacia Suzanne, ni las falsas acusaciones por rechazar la propuesta de los jueces lujuriosos. El único punto en común entre las dos historias es la integridad moral de la mujer. En el cuento bíblico Susana prefiere las calumnias a pecar de adulterio. La novela francesa nos muestra un personaje inocente, que se relaciona de forma espontánea con la naturaleza, y con una visión algo idealizada del amor.

193 naturaleza. A continuación Robinson se acostumbra a vivir y moverse en la oscuridad absoluta de la gruta, sin confiar en los sentidos pero sí en su instinto. Se embadurna el cuerpo desnudo con leche y desciende hasta las entrañas de Speranza, donde encuentra un hueco en el que puede acurrucarse. Este acontecimiento, de gran profundidad mística, representa un retorno a un estadio prenatal que le permite renacer con renovadas energías. Y exactamente como entre una madre y un hijo, a medida que las energías vitales de Robinson se renuevan la isla parece debilitarse, agotando sus recursos. Sin embargo, la elección de relacionarse con Speranza como con una madre sólo es temporal: el náufrago ve en eso el peligro del incesto, por lo que no vuelve a bajar a las profundidades de la tierra. En este punto, el vínculo entre el náufrago y Speranza pasa a ser de tipo marital. A este propósito es oportuno destacar que Robinson, al llegar a la isla, es un hombre casado y con hijos; entonces su modelo es la sociedad patriarcal. Una vez ha salido de la cueva recupera su papel de gobernador que responde, en definitiva, al estereotipo del pater familias. Su marcada identidad masculina le lleva a relacionarse físicamente con la naturaleza, como cuando llega a masturbarse con un árbol cuya forma le recuerda al cuerpo de una mujer.

Parcourant l’île en tous sens, il finit par découvrir en effet un quillai dont le tronc –terrassé sans doute par la foudre ou le vent– rampait sur le sol dont il s’élevait médiocrement en se divisant en deux grosses branches maîtresses. L’écorce était lisse et tiède, douillette même à l’intérieur de la fourche dont l’aisselle était fourrée d’un lichen fin et soyeux. [...] Il revenait tourner autour du quillai [...] finissant par trouver du sous-entendu aux branches qui s’écartaient sous les herbes comme deux énormes cuisses noires. Enfin il s’étendit nu sur l’arbre foudroyé dont il serra le tronc dans ses bras, et son sexe s’aventura dans la petite cavité moussue qui s’ouvrait à la jonction des deux branches. [...] Il connut des longs mois de liaison heureuse avec Quillai. [...] Pourtant un jour qu’il gisait écartelé sur son étrange croix d’amour, une douleur fulgurante lui traversa le gland et le remit d’un coup sur ses pieds. Une grosse araignée tachetée de rouge courut sur le tronc de l’arbre et disparut dans l’herbe (Tournier, 1996, 121-122).

El mordisco de araña, que tan bruscamente estorba sus uniones con Speranza, no es sino una señal de que estas relaciones fundadas en los papeles macho/hembra están destinadas a terminar. La sexualidad masculina de Robinson sigue siendo un enlace con su pasado de hombre blanco; por tanto resulta inadecuada a su próxima metamorfosis, que le llevará a un estado de armonía perfecto, desvinculado de cualquier limitación de género. En esta misma línea podemos considerar la aparición de plantas de mandrágora como el fruto de un intento extremo, por parte del náufrago, de aparearse con su isla. Tal como íbamos adelantando, la sucesiva interferencia de Viernes (con el episodio de las flores que cambian de color) frustra este intento, poniendo de manifiesto el hecho de que la identidad paternal y masculina de

194 Robinson pertenece al pasado. La destrucción de la cueva con las pertenencias de Robinson pone punto final a las limitaciones relacionadas con su pasado europeo, a la vez que marca el comienzo de su conversión a una nueva forma de erotismo (Milne, 1996, 168). Antes de la intervención de Viernes, el náufrago comienza una transformación; y dicho cambio se manifiesta en las uniones con la isla femenina (los intentos de aparearse con el árbol; el florecimiento de las mandrágoras en el paraje cuya forma recuerda una espalda de mujer). Sin embargo, aun sintiendo satisfacción de estos fenómenos, Robinson no acaba de comprender bien el sentido de estos cambios, ni adónde estos le van a llevar. Por esta razón sigue trabajando, pues las actividades administrativas evitan que pierda de vista su identidad masculina y terrestre. Para que su transformación sea radical y definitiva Robinson necesita alguien que le inicie, y Viernes desempeñará esta función (Stirn, 1983, 22). Viernes tiene a su vez su propia identidad masculina (y su intromisión en las uniones entre Robinson y Speranza lo demuestra), además de ejercer una enorme influencia sobre su amo. Su nombre le vincula con Venus, la diosa de la belleza y del amor; su costumbre de lanzar flechas al cielo le acerca también al mito de Cupido. Pero lo más importante es que su orientación hacia el aire (las flechas, la cometa y el arpa de viento) indica a Robinson el camino a seguir para renovarse. De hecho el elemento solar, superior a la tierra de la isla, es lo que permite al náufrago desarrollar su nueva identidad espiritual y erótica, ya libre de todo esquema social o de género (Milne, 1996, 170). Cuando finalmente Viernes abandona la isla, y Robinson se ve privado de su apoyo para llevar su nueva vida, es sustituido por el jovencito rubio tránsfuga del barco. Esta figura, sobre todo si la comparamos con Viernes, es virginal y casi asexuada, hasta el punto de sugerir una posible relación de padre e hijo con Robinson. En cualquier caso las características físicas de este muchacho (pelo rubio, delgadez, tez pálida) le relacionan con el sol, tan necesario para que Robinson pueda completar su transformación (Wilson, 1996, 203). El principal personaje femenino en Foe es Susan Barton. Al ser mujer su figura representa, en la novela de Coetzee, una variante de la otredad. El lector reconoce con gran facilidad que hay una cultura hegemónica, formada básicamente por hombres de cierto prestigio social, que trata de marginar las voces más débiles. El dueño de la isla, Cruso, y el señor Foe, escritor de profesión, son herederos de esta sociedad patriarcal y elitista que es la base del imperialismo. Viernes es la quintaesencia del Otro, y como tal ha sido aplastado y puesto en la condición de no poder expresar su punto de vista. Al lado de Viernes tenemos a Susan, que en cuanto mujer se presenta como el Otro del género. Con su lucha por ver respetada su versión de la historia, Suan Barton anticipa las batallas del Otro racial (el

195 colectivo indígena). El sistema opresivo y machista del Imperio ha producido dos personajes: uno es Cruso, intelectualmente árido; el otro es Foe, inmoral y explotador de los recursos narrativos ajenos. Ambos sintetizan, en la intención de Coetzee, dos aspectos de la sociedad blanca que dominaba durante el apartheid. Al introducir la figura de Susan, Coetzee pretende deconstruir ese modelo patriarcal, discriminatorio y opresivo. El autor sudafricano lleva más lejos su mensaje cuando nos presenta a Susan ofreciéndose a Foe como amante y musa inspiradora. Si consideramos que la creación del mundo (incluyendo un mundo ficcional) es una obra divina, y que una musa actúa de intermediario entre Dios y el artista, entonces caemos en la cuenta de que Susan Barton está asumiendo un rol fundamental en la autoría de la historia. De esta manera el autor masculino e imperialista, portador de los cánones estéticos, queda sujeto al principio femenino de origen. Lo que ocurre, en resumidas cuentas, es que el mito de la mujer como origen, madre, musa o amante remplaza el mito del origen masculino, representado por el padre y, en la obra de Defoe, personificado por Robinson (Burnett, 1996, 245-247). En la primera parte de la narración es evidente el escepticismo de Susan sobre la facultad de Cruso para distinguir los hechos reales de su propia vida de lo que son sueños o ilusiones. Esta es una de las primeras actitudes de desafío que la mujer toma hacia la autoridad masculina del náufrago. La disputa continúa durante casi toda la permanencia en la isla, pues Susan insiste en querer mantener un diario, sin el cual los hechos que se producen no sólo podrían olvidarse, sino que hasta carecerían de realidad.

“Nothing is forgotten,” said he; and then: “Nothing I have forgotten is worth the remembering.” “You are mistaken!” I cried. “I do not wish to dispute, but you have forgotten much, and with every day that passes you forget more! There is no shame in forgetting: it is our nature to forget as it is our nature to grow old and pass away. But seen from too remote a vantage, life begins to lose its particularity. All shipwrecks become the same shipwreck, all castaways the same castaway, sunburnt, lonely, clad in the skins of the beasts he has slain (Coetzee, 1987, 17-18).

Otro punto de oposición con Cruso tiene que ver con los límites de su historia. Tal como vimos, para Cruso la historia de su vida tiene sentido sólo desde el momento de su naufragio, mientras que Susan presiona para incluir el periodo anterior, cuando vivía en Inglaterra. Estas discrepancias, aparentemente ridículas, delatan la intromisión de Susan en la función de narrador; al otorgarse la licencia de decidir dónde comienza o acaba la historia, ella está tomando el control y la posesión de la misma quitándoselos a Cruso (Corcoran, 1996, 258-260).

196 Con el rescate de Cruso, Susan y Viernes, y la muerte del primero, Susan sale triunfadora de esta primera contienda. Ahora puede defender únicamente su versión de los hechos, pues Viernes no puede hablar. En cierto sentido asume el papel de protagonista en la narración de los otros dos. Sin embargo, la tarea de mantener viva la memoria de la historia de los náufragos resulta ser más dura de lo previsto. La vuelta a Inglaterra no comporta la solución de los problemas de lejanía física e incomunicación con el mundo; al contrario, es causa de nuevas dificultades igualmente o más difíciles de superar respecto a las que se presentaban en la isla. Susan y Viernes no disponen de recursos económicos. Su subsistencia depende de la ayuda del Señor Foe, en cuya casa se alojan y con quien Susan mantiene un continuo contacto epistolar. Las cartas están fechadas y son escritas desde el espacio cerrado (a veces incluso claustrofóbico) de la casa. Esto indica que el tiempo y el espacio son recursos estrictamente limitados, y por ende se insinúa que la tierra de origen, idealizada durante la estancia en la isla, puede llegar a ser un entorno tan hostil como cualquier ambiente salvaje. En Londres Susan necesita constantemente dinero para pagar el alquiler, mientras que en la isla nadie le había pedido nada para pagar su residencia. Las cenas de guisantes le parecen sumamente míseras, frente a las cuales la alimentación, también escasa, que caracterizaba su vida de náufraga no era tan mala. Cuando, después de un tiempo, empieza a alojarse en la casa de Foe, descubre que no quedan velas. La falta de luz en horario nocturno pone un límite al desarrollo de una vida individualizada e independiente de los ritmos impuestos por la naturaleza. Esta falta se advertía en la isla, como ahora se advierte en pleno Londres. En este contexto, Susan Barton debe administrar su historia de náufraga, pues a eso se debe el apoyo financiero que Foe le envia. Además lleva la responsabilidad de Viernes, de por sí totalmente incapaz de sobrevivir en el ‘mundo civilizado’. Este cargo, si bien por un lado representa un peso para ella, por otro supone un ejercicio de poder sobre el indígena: Viernes sufre más que nadie su reclusión obligada en la casa, con gran lástima por parte de Susan, puesto que ella desearía devolverle a África (Del Campo Gómez, 1996, 145-147). Cruso es muy pronto sustituido por la figura de Foe, quien guarda muchas analogías con el náufrago. En primer lugar, dependen económicamente de él, como antes dependían de las decisiones del patriarca y rey de la isla. Un hecho muy curioso es que, si Cruso se negaba a contar su historia y no quería ser rescatado, ahora Foe es reacio a redactar la novela que le ha sido encomendada. Cuando por fin decide escribirla quiere hacerlo de forma arbitraria, provocando la reacción de Susan, que procura intervenir en la autoría. El desafío a la autoridad masculina es ahora el verdadero centro de la narración, puesto que la novela se

197 cierra con la escena de Susan muerta en el naufragio inicial, dejando abierta la controversia (Corcoran, 1996, 260-261). Spivak insiste en la importancia que la novela da a Susan Barton quien, en cuanto mujer, pertenece a una categoría de marginados (del mismo modo que Viernes). Su marginalidad se rescata, al menos en parte, gracias a su determinación a contar su historia. Al acostarse con Foe, bajo el pretexto de actuar como musa inspiradora, Susan utiliza su sexualidad como instrumento de poder, puesto que de esta manera cree que le resultará más fácil convencer al escritor para que novelice la historia como ella quiera. En resumidas cuentas, Susan actúa como agente de la marginalidad porque trata de imponer su versión de la historia, y al mismo tiempo insiste en querer entender y hacer escuchar el punto de vista de Viernes. Estas dos acciones corresponden a un intento de superar, respectivamente, el sistema machista y patriarcal que rige la sociedad europea, y el discurso colonialista que silencia al Otro (Spivak, 1999, 180-183). La versión de la historia propuesta por Foe está repleta de tópicos clásicos de la narrativa de viaje y aventura. Piratas y caníbales deberían enriquecer el relato de la isla. Naturalmente Susan se opone a estas manipulaciones. Su postura es contraria a las convenciones literarias que tienden a amenizar artificiosamente la realidad de los hechos. Si recordamos la parquedad del paisaje isleño nos resulta fácil entender cómo una manipulación de la historia resultaría fuera de lugar. En el afán de Susan Barton por ceñirse a la realidad de los hechos (al menos en la medida de lo posible) se concreta el carácter reivindicativo de Foe. La intención es la de descodificar la verdad del colonizador, que se ha impuesto durante siglos como la versión oficial de todas las historias que han relatado un contacto entre el blanco y el Otro. Lo que quedaría sería un relato de viaje auténtico, en cuanto despojado de todo artificio narrativo o retórico que no haría sino enmascarar la verdad. Lo más relevante del trabajo de Coetzee es que Susan Barton asume el poder sobre la historia de la vida en la isla, pero no se dedica a ejercer este poder a su antojo, sino que lucha por imponer una versión justa de los acontecimientos. En otras palabras, su autoridad está libre de aquella prepotencia típica del poder masculino e imperialista (Del Campo Gómez, 1996, 151 y 153).

IV. 3. 3. Reescribir un naufragio desde la colonia

198 El clásico de William Shakespeare, The tempest, ha inspirado numerosas reescrituras en clave poscolonial. Entre estas resulta especialmente interesante Une tempête, drama del intelectual martiniqués Aimé Césaire, porque es la que más se ciñe al texto original manteniendo la historia del naufragio. En concreto la trama es sustancialmente la misma de The tempest, con la diferencia que Césaire desarrolla la personalidad de Calibán, dirige más atención a la relación entre este y Próspero, elimina diálogos y acontecimientos presentes en la comedia de Shakespeare pero poco relevantes para su reescritura poscolonial. Tal como se indica en el subtítulo de la obra, Une tempête es una adaptación al teatro negro del trabajo shakespeareano, lo cual no ha de extrañar, teniendo en cuenta la identidad de su autor. Aimé Césaire es negro, nacido y criado en la que antaño era colonia, y ahora departamento de ultramar de Francia. Está considerado como uno de los fundadores del movimiento cultural de la Negritud, además de ser uno de los intelectuales que más han criticado al colonialismo. La Negritud es una forma de rebelión que se manifiesta en todos los campos culturales, desde la religión hasta los artes visuales. El dato de base es el resurgimiento de la expresión y el pensamiento de los negros, cuya voz ha sido sofocada por el colonialismo, en virtud de su supuesta inferioridad intelectual y técnico-científica. Fundamental, en este despertar de conciencias, es el sincretismo: los valores culturales africanos y los occidentales se han fusionado, dando vida a una nueva cultura que es diferente de las originales. La Negritud es un fenómeno de amplio alcance, puesto que llega a África (o tal vez deberíamos decir que vuelve a la tierra de origen de los negros) a través de Europa, y sobre todo a través de Francia (Martínez Montiel, 1992, 230). De ahí se entiende la importancia de Césaire, y de su largo período de vida en la metrópoli del imperio, desde donde volverá a su isla caribeña. En virtud de este punto de partida podemos dirigir nuestra atención hacia el Calibán de Une tempête, un esclavo negro sometido al despotismo de Próspero. Césaire convierte al personaje de Shakespeare, un ser deforme de difícil asignación étnica (se podía ver como el Otro en general), en un representante de la negritud, de la que él mismo forma parte. En realidad, la negritud no es sino una forma específica de la Otredad: de hecho cuando Césaire contesta al colonialismo (ya sea en sus ensayos o por boca de Calibán) se entiende claramente que habla en el nombre de todos los pueblos e individuos que han sufrido la colonización. Calibán el negro puede ser sustituido por un indio, un malayo o un piel roja, sin que el mensaje lanzado por Césaire deje de tener validez. Próspero está caracterizado como un tirano, dispuesto a infligir los castigos más duros con tal de mantener su posición de poder. Si su homólogo shakespeariano, aun reconociendo

199 su autoritarismo, conservaba un matiz paternalista, el nuevo Próspero recuerda de cerca a uno de los muchos dictadores que han asolado la mayoría de los países del Tercer Mundo durante el siglo XX. Está convencido de que su dominio sobre la isla es necesario para dar un sentido a la existencia de la misma. A cada queja por parte de Calibán responde con los argumentos típicos de los imperialistas. La labor civilizadora, con la imposición de otra lengua y otras reglas de vida justifican cualquier explotación, a la vez que una actitud rebelde o crítica, ya venga de Calibán o Ariel, constituye motivo suficiente para perpetrar abusos. Al fin y al cabo, los aportes de Próspero a la vida de su siervo sólo sirven para someterle con mayor eficiencia.

PROSPERO Puisque tu manies si bien l’invective, tu pourrais au moins me bénir de t’avoir appris à parler. Un barbare! Une bête brute que j’ai éduquée, formée, que j’ai tirée de l’animalité qui l’engangue encore de toute part! CALIBAN D’abord ce n’est pas vrai. Tu ne m’as rien appris du tout. Sauf, bien sûr à baragouiner ton langage pour comprendre tes ordres [...]. Quant à ta science, est-ce que tu me l’as jamais apprise, toi? Tu t’en es bien gardé! Ta science, tu la gardes égoïstement pour toi tout seul, enfermée dans les gros livres que voilà. PROSPERO Sans moi, que serais-tu? CALIBAN Sans toi? Mais tout simplement le roi! Le roi de l’île! Le roi de mon île, que je tiens de Sycorax, ma mère. [...] Eh bien, voilà: j’ai décidé que je ne serai plus Caliban [...] Appelle-moi X. Ça vaudra mieux. Comme qui dirait l’homme sans nom. Plus exactement, l’homme dont on a volé le nom. Tu parles d’histoire. Eh bien ça, c’est de l’histoire, et fameuse! Chaque fois que tu m’appelleras, ça me rappellera le fait fondamental, que tu m’as tout volé et jusqu’à mon identité! Uhuru! (Césaire, 2008, 25 y 27-28).

Así pues, al igual que casi todos los pueblos que han sufrido el colonialismo, Calibán ha sido despojado de su identidad propia y le han sido asignados una serie de atributos, como el salvajismo o el subdesarrollo, que han servido de coartada para privarle de la libertad. Y esta lucha por la conquista de la libertad es el fin último de Calibán, quien da muestra de un espíritu rebelde orientado a la revolución a ultranza. Al contrario que en The tempest, aquí el ‘salvaje’ no se arrepiente de lo que hace o dice contra su amo, ni acepta pactos con él. Volvamos por última vez a las teorías de Genette sobre la intertextualidad. En la comedia de Shakespeare, el protagonista es Próspero, mientras que a Calibán le corresponde un papel, al fin y al cabo, secundario. Incluso parece que el autor omite dar un mayor y oportuno desarrollo a la figura del salvaje. Así pues, este acaba presentándose como uno de los antagonistas (entre los que destacan Antonio y Alonso, cuya conspiración nada tiene que

200 ver con Calibán) de Próspero. Además, debido a su bárbara perversión, Calibán nunca deja de ser un personaje esencialmente malvado. Si aceptamos este hecho como punto de partida, no podemos no caer en la cuenta de que Césaire ha realizado lo que Genette define una «valorización secundaria», lo que consiste en rescatar un personaje no protagonista y negativo de un hipotexto, para convertirlo en un personaje principal y positivo, a veces hasta en un héroe. Las constantes y motivadas quejas de Calibán en Une tempête no dejan lugar a dudas al respecto. Por otra parte, la figura de Próspero ha sido sometida a una «desvalorización». El Próspero shakespeareano es el protagonista de la obra; pese a su autoritarismo da muestra de justicia y magnanimidad al perdonar a sus enemigos y devolver el control de la isla a Calibán. Césaire degrada al personaje, pues le arrebata el papel de protagonista (aun manteniéndole en un rol fundamental para la historia), a la vez que reduce su personalidad al simple despotismo, despojándole de cualquier virtud que el personaje de Shakespeare pudiera tener (Genette, 1989, 432-433 y 444-445). En pocas palabras, Césaire convierte a Calibán en el héroe de Une tempête, mientras a Próspero le toca el papel de antagonista. Teniendo en cuenta la época en que apareció Une tempête, así como la militancia en el Partido Comunista de Césaire en esos años, podemos asimilar la figura de Calibán a la de un revolucionario como Ernesto Guevara. Un individuo dispuesto a luchar hasta la muerte por una causa, incluso si esta lucha implica el uso de la violencia. “Et je sais qu’un jour mon poing nu, mon seul poing nu suffira pour écraser ton monde!” (Césaire, 2008, 88), es una de las afirmaciones más amenazadoras que Calibán dirige a Próspero, preludiando la futura caída de los imperios. Por otra parte tenemos a Ariel quien, si bien no aprueba la actitud explotadora de Próspero, no se rebela abiertamente. Reclama la libertad que le ha sido prometida, y en muy contadas ocasiones se atreve a criticar tímidamente los excesos de su amo, pero le sigue obedeciendo. Él sabe muy bien que no podría ganar si se enfrentara a Próspero, así que opta por una forma de resistencia pasiva de tipo no violento.

ARIEL Pauvre Caliban, tu vas à ta perte. Tu sais bien que tu n’est pas le plus fort, que tu ne seras jamais le plus fort. A quoi te sert de lutter? CALIBAN Et toi? A quoi t’ont servi ton obéissance, ta patience d’oncle Tom, et toute cette lèche? Tu le vois bien, l’homme devient chaque jour plus exigeant et plus despotique. ARIEL N’empêche que j’ai obtenu un premier résultat, il m’a promis ma liberté. A terme, sans doute, mais c’est la première fois qu’il me l’a promise. [...] Je ne crois pas à la violence.

201 CALIBAN A quoi crois-tu donc? A la lâcheté? A la démission? A la génuflexion? C’est ça! On te frappe sur la joue droite, tu tends la joue gauche [...]. ARIEL Tu sais bien que ce n’est pas ce que je pense. Ni violence, ni soumission. Comprends-moi bien. C’est Prospero qu’il faut changer. Troubler sa sérénité jusqu’à ce qu’il reconnaisse enfin l’existence de sa propre injustice et qu’il y mette un terme (Césaire, 2008, 36-37).

Como es de esperar, Calibán critica la actitud de Ariel tachándola de servilismo. En realidad los dos personajes representan dos tipos distintos de anticolonialismo. Calibán encarna los movimientos más radicales (que hasta podrían conducir a nuevas formas de nacionalismos o dictaduras); Ariel representa los colectivos moderados, aquellos que ven la independencia como algo justo y necesario, pero que debe realizarse de forma progresiva y manteniendo las aportaciones útiles de los colonizadores. Stephano y Trinculo son otros personajes prestados de la comedia de Shakespeare. Aunque no ocupen un papel fundamental en la obra muestran una voluntad, confusa y superficial, es cierto, de adueñarse de la isla e inicialmente parecen querer hacer causa común con Calibán para derrocar a Próspero. Sin embargo el esclavo se desengaña muy pronto, al ver que tanto Stephano como Trinculo son indiferentes a su causa. De alguna manera estos dos personajes guardan algo en común con los pueblos de los países occidentales. Su egoismo y sus preocupaciones fútiles les impiden ver los problemas de los más desfavorecidos. En el final la obra de Césaire se desmarca radicalmente de su texto de inspiración. Próspero decide quedarse solo en la isla con la intención de terminar de dominarla, y de someter a Calibán por la fuerza. La secuencia final nos muestra a un Próspero viejo y agotado, con la gruta invadida por animales pero todavía decidido a defender su civilización con una obcecación patética.

Du temps s’écoule, symbolisé par le rideau qui descend à demi et remonte. Dans une pénombre, Prospero, l’air vieilli et las. Ses gestes sont automatiques et étriqués, son langage appauvri et stéréotypé. PROSPERO C’est drôle, depuis quelque temps, nous sommes ici envahis par des sarigues. Y en a partout... Des pécaris, des cochons sauvages, toute cette sale nature! Mais des sarigues, surtout... Oh, ces yeux! Et sur la face, ce rictus ignoble! On jurerait que la jungle veut investir la grotte. Mais je me défendrai... Je ne laisserai pas périr mon oeuvre... Hurlant Je défendrai la civilisation! (Césaire, 2008, 91-92).

Cuando llama a Calibán sólo le contesta el eco de la voz del ‘salvaje’, que se confunde con el piar de las aves y el murmullo del mar, e invoca la libertad. Ignoramos lo que ha sido

202 de él; la invasión de la gruta nos hace sospechar que la naturaleza ha triunfado sobre la civilización. En cualquier caso, la debilitación de Próspero y la pérdida de identidad de su lenguaje indica que la ‘civilización’ traída por el Imperio ha acabado agotándose a sí misma. El mensaje que Césaire pone en boca de Calibán nace de las ideas del autor acerca del colonialismo. En su clásico ensayo Discurso sobre el colonialismo Aimé Césaire lleva a cabo un razonamiento que, en línea general, tiene su aplicación en Une tempête. El intelectual francés parte del presupuesto que el colonialismo ‘desciviliza’ al colonizador, convirtiéndole en un bárbaro. Sin embargo, y siempre a juicio de Césaire, cierto nivel de barbarie es consustancial al individuo occidental hasta el punto de afirmar que en el espíritu de todo burgués europeo hay algo que le acerca a Hitler11. Lo que Occidente desprecia del nazismo no es tanto el crimen en sí, cuanto el hecho de haber puesto en práctica en el seno de la civilización occidental aquellas doctrinas racistas y genocidas que durante siglos los diferentes imperios habían aplicado en sus colonias, eso sí, con la total indiferencia o incluso con la aprobación de sus ciudadanos (Césaire, 2004, 12-14). Publicado en 1955, el Discurso sobre el colonialismo se encuentra entre los textos fundadores del pensamiento poscolonial. Césaire dirige una violenta crítica a Octave Mannoni, quien cinco años antes había investigado los orígenes psicológicos de la explotación colonial, citando la obra de Shakespeare para ilustrar los complejos que impiden a los colonialistas tratar de manera ecuánime a los Otros. El martiniqués rechaza a rajatabla los argumentos presentados en Psicología de la colonización. Mannoni explica la sumisión de los pueblos más primitivos con el hecho de que sus estructuras sociales se basan en una fuerte dependencia del nucleo familiar. En la mayoría de las sociedades no occidentales es inconcebible que un individuo abandone su familia o su pueblo de origen para llevar a cabo cualquier actividad independiente. Al contrario, las sociedades desarrolladas sí son capaces de prescindir, hasta cierto punto, de aquellos enlaces familiares que, para el ‘hombre primitivo’, son un referente de autoridad paternal (Mannoni, 1950, 221-223). Una prueba de ello está también en las culturas que conforman la identidad de las sociedades: las sociedades evolucionadas se rigen en doctrinas (ya sean religiosas o ideológicas), mientras que las civilizaciones primitivas tienen solamente creencias y

11 Las afirmaciones agresivas, además no siempre documentadas, de Césaire contra la humanidad occidental resultan apresuradas. Sería más sensato sostener que los crímenes del nazismo, y la sucesiva guerra mundial, han tenido una incidencia significativa en el desmantelamiento de los imperios coloniales, hecho que, no por azar, se ha cumplido en su máxima parte después de 1945. Los horrores de Hitler y de la guerra han permitido una toma de conciencia de la humanidad como género dotado de un sentir común. Esto ha representado un hito para la tutela de los derechos humanos, y también un punto de partida para proyectos de unificación administrativa y económica, que luego conducirían a realidades como la Unión Europea.

203 costumbres. La diferencia entre los dos sistemas está en que los dogmas constan de reglas de conducta abstractas, así como abstractas son generalmente las ideas en que se fundan. Las doctrinas, además, realizan una función reguladora sobre las costumbres y las creencias, definiendo si estas son verdaderas o aceptables. Las creencias, en cambio, están profundamente arraigadas en la mente de las personas, y hasta pueden llegar a representar la razón de ser de una sociedad. Otra características es que deben concretarse en prácticas físicamente visibles, porque de lo contrario carecerían de sentido. Debido a la índole constitutiva de las creencias, es muy difícil que sean abandonadas sin que esto suponga una pérdida (aunque sólo parcial) de la identidad cultural de quienes las profesan. De esta manera se comprende el apego de los negros a sus costumbres, o la razón por la que los indígenas de América han adaptado la religión católica a su propio contexto socio-cultural. El resultado, para Mannoni, es que las sociedades arcaicas viven en una situación de equilibrio estable, gracias a unos referentes que son visibles, a la vez que son parte integrante del individuo y lo mantienen en una condición de dependencia (Mannoni, 1950, 223-224). Lo que el etnólogo parece insinuar con todas sus argumentaciones es que los pobladores autóctonos de las colonias necesitan la presencia de los blancos porque, al ser primitivos, desconocen el sentido de la independencia y, más aún, de la autodeterminación. Trasladando esta teoría al ámbito literario, diríamos que Calibán y Viernes necesitan respectivamente a Próspero y a Robinson porque no saben valerse por sí mismos. Y es precisamente este razonamiento lo que Césaire no puede perdonarle a Mannoni. En Discurso sobre el colonialismo rechaza a ultranza las observaciones del francés, tachándolas de especulaciones bien aliñadas con el fin de impresionar al lector y justificar la barbarie del colonialismo (Césaire, 2004, 47-51). Honestamente, y a distancia de tiempo ya significativa, las acusaciones de Césaire resultan excesivas, más bien en línea con la época en la que escribe su ensayo, que son los años de la independización de las colonias y de los movimientos antieuropeos orientados a crear una identidad para los nuevos estados. Las aportaciones de Mannoni no estarán exentas de fallos, y seguramente tendrán su nota discriminatoria, pero esto no es razón suficiente para echarlas a perder con argumentos superficiales12. De hecho su trabajo ha sido recuperado en los últimos años. En suma, Mannoni había hablado de Próspero y Calibán, mostrando la actitud del primero como fruto de unos miedos subconscientes. Por

12 La tesis de Césaire, según la cual la cultura occidental sería portadora de un elevado grado de barbarie, es realmente peregrina e insuficiente para rebatir consideraciones basadas en el estudio y la observación de los indígenas. Si las acusaciones lanzadas por el martiniqués fueran datos objetivos, entonces los europeos, al no tener ya colonias a las que avasallar, ¿deberíamos subyugarnos y exterminarnos entre nosotros? ¿O acaso la barbarie era algo desconocido entre los pueblos de otros continentes antes de que llegaran los europeos?

204 su parte, Césaire ha replanteado la figura de Calibán, en cuya rebeldía no es difícil reconocer la dureza de la postura de su autor. Césaire está claramente influido por el comunismo soviético, pues señala entre los principales culpables de la desumanización de Occidente a la clase burguesa, muy especialmente a la burguesía norteamericana. Al destruir culturas, arruinar naciones, anular las diferencias propias de cada pueblo, la burguesía ha generado la barbarie. Y esta barbarie se alimenta cada día con el mercantilismo y el despilfarro en la más completa indiferencia hacia los demás. Detrás del progreso siempre se ha escondido la mecanización del hombre, lo que lleva a aniquilar las conciencias y a embrutecer a los pueblos, también (y quizás sobre todo) a los dominadores. La única esperanza de recuperación para la civilización occidental está en una actitud respetuosa y abierta hacia las culturas que han sido heridas por el colonialismo. Si Europa no es capaz de aprender de África, Asia, América del Sur y Oceanía; si no revitaliza las patrias y las culturas que ha despojado, así como las suyas propias, entonces estará condenada a hundirse definitivamente en la decadencia (Césaire, 2004, 69-74). Las afirmaciones expuestas en Discours sur le colonialisme resultan marcadas por un tono panfletario, pero nos ayudan a entender la profundidad de Calibán en Une tempête. Su batalla contra Próspero no está dictada por la ambición de poseer la isla para sí; incluso estaría dispuesto a ceder la soberanía a Stephano, si este le ayudara a deshacerse de Próspero. Calibán odia a su amo porque lo identifica como anti-naturaleza: es un elemento extraño al equilibrio de la isla y llevará a la destrucción total de la misma. No cree que Próspero pueda cambiar porque sabe que la barbarie es propia de su ser; entonces no le queda más opción que combatirle. El cierre de la obra confirma cómo las suposiciones de Calibán eran ciertas: puede que Próspero le haya ganado al esclavo, pero ha terminado perdiendo su fuerza y personalidad. Calibán representa un símbolo para muchos intelectuales originarios de países pobres, especialmente caribeños. El cubano Roberto Fernández Retamar es conocido, entre otras cosas, por su compendio de ensayos titulado Calibán. El libro fue publicado por primera vez en 1971, teniendo varias ampliaciones hasta ser reeditado en 2000. La idea central del trabajo de Fernández Retamar es que los latinoaméricanos son como Calibán, puesto que se les ha impuesto la lengua española y han tenido que sufrir todo tipo de desmanes por parte de dictadores manipulados por los países ricos, además de soportar la prepotencia norteaméricana. Si tenemos en cuenta los acontecimientos históricos del Desastre del 98, la explotación azucarera estadounidense, y la dictadura de Batista, entendemos cómo el discurso de Fernández Retamar se aplica perfectamente a Cuba. Calibán se ha convertido en el portavoz de los pobres y explotados del mundo.

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Durante el siglo XX se han producido algunos de los peores oprobios de la historia humana. Por otro lado, se han desmantelado los antiguos imperios coloniales, se ha tomado conciencia del valor de la dignidad de las personas (independientemente de su origen), y se han realizado los primeros proyectos significativos de unión cultural, administrativa y económica. La actitud poscolonial, entendida como crítica al sistema imperial de sumisión de otras culturas (cualesquiera que sea su forma), se desarrolla paralelamente a los fenómenos mencionados. Al abatir virtualmente las diferencias entre el pensamiento occidental y el de los salvajes, Lévi-Strauss demuestra que es posible observar y conocer al Otro respetándolo, partiendo de unas bases comunes que tienen las distintas formas de pensamiento y conocimiento. La actitud poscolonial es, además, la respuesta natural a la actitud colonial, que aprobaba y apoyaba la labor colonizadora de los distintos imperios y de sus habitantes. Los autores del siglo XX, sobre todo los que se implican en el cuestionamiento del colonialismo, muestran una actitud de rechazo hacia el canon literario. De modelo a seguir pasa a ser visto como una institución reaccionaria, cómplice del Imperio, que además pretende silenciar las voces de los colectivos oprimidos o minoritarios (indígenas, negros, mujeres, etc.). El objetivo de los autores no es ya ajustarse al canon para crear obras que puedan llegar a ser parte de él, sino más bien dar voz a aquellos que han padecido el colonialismo. Los trabajos de los escritores poscoloniales (que pueden ser tanto indígenas o negros, como europeos) intentan dar vida y visibilidad a unos cánones locales, que llevarán los valores de los pueblos antaño colonizados. De esta manera se fomenta el pluralismo en los puntos de vista; las minorías que antes eran silenciadas tienen en los escritores afroaméricanos, homosexuales, o feministas sus representantes culturales. Cada autor, así como cada colectivo, da a conocer su manera de ver el mundo. La consecuencia inevitable de todo esto es una diversificación del panorama literario: no ya una, sino múltiples voces se expresan a través de los libros. La pérdida de supremacía de la cultura occidental se refleja muy tempranamente en las obras literarias que plantean el contacto entre el individuo europeo y el Otro, y por supuesto también en las novelas de naufragios que nos interesan. El personaje de Tarzán sintetiza la crisis de la hegemonía epistémica occidental: de un lado impone su propio orden en un

206 entorno extraeuropeo, del otro muestra algunos signos inquietantes de incorporación en el medio natural. Las reescrituras de textos clásicos ocupa un lugar destacado en la literatura del siglo XX. Así pues, la novela Robinson Crusoe de Daniel Defoe, ha sido replanteada por muchos autores, entre los que destacan Giraudoux, Tournier y Coetzee. Los ejes principales de estas reescrituras son la importancia otorgada al papel del Otro y la influencia de figuras femeninas, ambos aspectos ausentes en la obra de inspiración. Vendredi ou les lymbes du Pacifique por Michel Tournier, y Foe de J. M. Coetzee dedican amplio espacio a la figura de Viernes, que de esclavo fiel y obediente pasa a ser una presencia que condiciona la vida de Robinson y de otros personajes. En Suzanne et le Pacifique de Jean Giraudoux el náufrago que hereda el papel de Robinson es una mujer quien, al mostrar una sensibilidad desconocida a su antecesor británico, es capaz de establecer una relación más auténtica con ‘su isla’. La obra de Coetzee asigna a la mujer protagonista el rol de defensora del derecho de Viernes a contar su propia historia, a la vez que lucha para que ella misma logre imponer su versión de los hechos relatados. Una vez más, el indígena y la mujer (quienes pertenecen a dos colectivos que siempre han sido discriminados) ganan espacio e influencia dentro de la novela. Otro clásico que ha sido reescrito es la comedia de William Shakespeare, The tempest. La reelaboración que mejor se ajusta al matrimonio entre historia de naufragio y contacto entre culturas es la de Aimé Césaire, titulada Une tempête. Además de presentar una actitud crítica hacia el Imperio (algo que también se aprecia en los autores que han reelaborado el mito de Robinson), este texto está escrito por un habitante de la colonia de Martinica, cuya perspectiva coincide con la del Otro. Césaire desarrolla la figura de Calibán y su rebeldía orientada a la conquista de la libertad. Al hacer esto, el autor modifica los roles de los personajes de Shakespeare: Calibán pasa a ser el protagonista y héroe de la obra, mientras que Próspero pierde parte de su protagonismo y se convierte en un personaje negativo. Este replanteamiento de los papeles en la obra teatral coincide con la reelaboración de las relaciones entre el colonizador y el colonizado. El despotismo de Próspero se presenta como algo propio de la civilización occidental. El mensaje final es que si no decide respetar y escuchar al mundo del Otro, Occidente está condenado a la aniquilación humana y cultural.

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V. EPÍLOGO: IMPERIOS Y ESCLAVOS EN UN MUNDO GLOBALIZADO

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La última década del siglo XX marca el comienzo de una nueva época, cuyas características, positivas y negativas, perduran en la actualidad. 1991 es un año clave, pues vemos acontecer dos hechos de fundamental importancia: la caída de la Unión Soviética (con la conclusión de la Guerra Fría) y el desmantelamiento progresivo del apartheid en Sudáfrica. Los imperios coloniales son un recuerdo del pasado: recordemos cómo, entre los años 60 y 80, las poblaciones indígenas de África, Oriente Medio y Sureste Asiático empiezan a recuperar su identidad cultural y su derecho a autogobernarse. El modelo socio-económico neoliberal, defendido por los países de la OTAN, parece haberle ganado la partida al sistema socialista del Pacto de Varsovia. Sin embargo, todo esto no significa que los mecanismos de dominación, la explotación y el racismo se hayan extinguido. Micheel Hardt y Antonio Negri utilizan la palabra Imperio para referirse al sistema de poder actual, si bien este ya no tiene nada que ver con el antiguo colonialismo. En el mundo posmoderno los conceptos de estado y nación han perdido su importancia, así como cualquier conflicto basado en contiendas territoriales. Los centros de poder han pasado del mundo político y militar al financiero. Los países que dominan el mundo no lo hacen en cuanto entidades políticas sino como potencias económicas. Así pues, los Estados Unidos son la primera potencia mundial debido, en primer lugar, a que ostentan un mayor número de empresas y bancos poderosos, con sedes en el extranjero. La influencia política o militar deriva de la supremacía financiera y no a la inversa. El Imperio de la Posmodernidad se funda en la capacidad de proponer un sistema económico que sea aceptado por todos los países del mundo, hasta el punto de representar un modelo ideal, admirado y reclamado a escala planetaria. El ensayo de Hardt y Negri, titulado justamente Imperio, destaca el papel de «policía internacional» desempeñado por EE.UU. Desde esta perspectiva la Guerra del Golfo, cuya importancia militar sería poco relevante, ha servido para demostrar al mundo que, tras la

209 caída de la Unión Soviética, el país norteamericano era el único capaz de imponer la justicia internacional. Prácticamente todas las organizaciones internacionales (desde la ONU, hasta las humanitarias como UNICEF o Cruz Roja) solicitan la intervención de los Estados Unidos como garantes de la paz y del orden (Hardt/Negri, 2002, 171-173). Sin embargo, la identificación de EE.UU. con el modelo de mercado mundial libre no ha de llamar a engaño: la idea actual de mercado no coincide con la de Estado-nación. Durante toda la Modernidad las potencias coloniales fueron las protagonistas del proceso de producción, venta e intercambio global. En la época actual de capitalismo sin reglas ni fronteras, los estados se han convertido en obstáculos para el mercado mundial; las fronteras y las leyes limitan la acción de las empresas multinacionales. Cada vez tiene menos sentido hablar de productos, tecnologías e industrias nacionales porque el mercado mundial tiende a expandirse por encima de fronteras y nacionalidades. Es más, el marketing (disciplina inventada para planificar la expansión del mercado) ve en las especificidades culturales de un territorio y de su comunidad correspondiente una nueva oportunidad de negocios. Simplemente habrá que modificar las características del producto o servicio que se pretende vender adaptándolo, en la medida estrictamente necesaria, a los gustos y costumbres del lugar (Hardt/Negri, 2002, 146-148). Esto explica, por citar un ejemplo, la gran variedad de productos comercializados por la Coca-Cola Company en diferentes áreas del mundo. La empresa vende en la India refrescos distintos de los que distribuye en España, pero no porque respete las especificidades culturales de los dos países. Los estudios de marketing han revelado que una bebida con cierto sabor vendería más entre los indios, y otra con otro sabor tendría más éxito entre los españoles. A los ojos de quienes dirigen una empresa multinacional España, la India o China no son sino sectores de un mercado planetario. En el caso en que la cultura de una zona determinada no aceptara la presencia de una empresa extranjera, o no fuera capaz de adaptarse al consumo de los productos de dicha empresa, esta cultura representaría un estorbo para el crecimiento y los beneficios de la multinacional. Las consecuencias pueden variar mucho según los intereses económicos en juego. Si la región ofrece grandes perspectivas de crecimiento para la empresa, esta hará todo lo posible para deshacerse de los miembros de la comunidad que obstaculizan su establecimiento en el territorio. Las medidas a tomar van desde el bombardeo mediático de la población (con el objetivo de manipularla a favor de la inversión extranjera), a la demonización del gobierno y de la cultura locales, siempre a través de los medios (en este caso la intención es desacreditar el país a los ojos del mundo y favorecer su aislamiento internacional), hasta la financiación de guerras o golpes de estado. Caso que la zona implicada

210 resulte de escaso interés para la empresa, entonces simplemente será inexistente a los ojos de los inversores (Hardt/Negri, 2002, 148-149). En el mundo globalizado siguen existiendo jerarquías entre áreas diferentes. El sistema mundial capitalista cuenta con unas regiones dominantes, en continuo desarrollo que coinciden, a grandes rasgos, con los países industrializados. Las demás zonas están subordinadas a las primeras, sin que se les permita crecer hasta alcanzar una posición significativa (no digamos ya dominante) dentro del escenario económico planetario. Gran parte de estas zonas subordinadas antaño fueron colonias europeas o norteamericanas. Su dependencia administrativa respecto de Occidente ha dejado lugar a una dependencia casi exclusivamente financiera. Normalmente los medios de comunicación hablan de estas regiones como de tierras aisladas del mundo, en las que nada cambia con el paso del tiempo. Sin embargo, el hecho de que dichos países permanezcan en condiciones de subordinación o de miseria no significa que no evolucionen. Sencillamente, los cambios en el estilo de vida o en las conciencias de los habitantes pueden ser diferente de los que se realizan en los países occidentales. La realidad es que cualquier asunto que carezca de interés económico es completamente ignorado por el capitalismo, de manera que la posición de cada país en la jerarquía financiera es el factor determinante. Incluso las potencias económicas son a la vez protagonistas y víctimas del mercado mundial. El sistema está tan fundado en la globalización, que cualquier maniobra orientada a independizar una gran empresa (o la economía de un país entero) de este sistema mundial llevaría casi seguramente al debilitamiento de la entidad que se pretendiera liberar. Se trata, en resumidas cuentas, de un sistema económico que crea dependencia en todos los estados y empresas que entran en su juego, en el que dominan unos pocos gigantes financieros (Hardt/Negri, 2002, 263-265). Edward Luttwak ha acuñado el término «turbocapitalismo» para designar el sistema de libre mercado que domina hoy en día. Hasta los años 80 el capitalismo estaba controlado por las leyes de cada estado; los países más liberales eran EE. UU. y Gran Bretaña, mientras que Japón aceptaba el libre mercado bajo un fuerte control por parte del estado. Durante las últimas dos décadas se ha impuesto una forma de capitalismo libre de todo control legal o nacional. Las normas reguladoras de las inversiones, la acción de los sindicatos, las leyes que defienden los derechos de los trabajadores se han convertido en un impedimento al crecimiento de las empresas y, por ende, limitan también los beneficios de directivos, ejecutivos e inversores. A juicio de estos colectivos, las empresas deben operar sin ningún límite legal o moral de manera que, al maximizar el rendimiento financiero, la economía del país entero crecerá más y mejor. Pero irónicamente, resulta que el mundo occidental ha

211 conocido un mayor crecimiento antes de que se difundiera el turbocapitalismo, y no después. Con toda probabilidad esto se debe a que, mientras los estados pudieron poner coto a los desmanes de los empresarios y tutelar los derechos de los trabajadores, se pudo garantizar una mínima estabilidad en las condiciones de vida de los empleados. Una clase media con un sueldo digno y una situación laboral tranquila consume más, aumenta sus inversiones en formación y mejora sus condiciones de vida. Todo esto ayuda a mantener activa y en buen estado la economía nacional (Luttwak, 2000, 49-51). Evidentemente, la liberalización sin condiciones sólo favorece a los que están en la cumbre de la pirámide empresarial. Huelga decir que este nuevo Imperio es una estructura de poder que puede oprimir a los individuos. Hardt y Negri ven la estructura del Imperio actual como una red universal que establece relaciones con todos los lugares. Se encuentra y actúa a la vez en todos los lugares y en ninguno. Como no existe un centro de poder físico, resulta difícil identificar la persona o entidad concreta que lo ejerce. El Imperio cuenta con muchos recursos para mantener el control de los ciudadanos: uno de ellos es el espectáculo, y muy especialmente el espectáculo televisivo. Mediante el control de los medios de comunicación y de los productos de entretenimiento, quien tiene el poder determina lo que la gente ve o no ve. A esto hay que añadir que los medios actuales, como la televisión e internet, tienden a aislar físicamente al individuo, con un resultado importante en dos vertientes. Por una parte, las personas tienen menos posibilidades de reunirse para entablar un diálogo y organizar cualquier actividad independiente. Por otra, el entretenimiento que se consume a través de la televisión y el ordenador masifica las acciones y los pensamientos del público (Hardt/Negri, 2002, 294 y 296). Es oportuno recordar el antiguo, pero siempre actual, principio del panem et circenses. Las clases dominantes (ya sean los aristócratas, los políticos o los empresarios) tienen interés en mantener distraída a la población con el entretenimiento, mientras se le proporciona lo indispensable para vivir. El problema es que en la actualidad se han concentrado las riquezas en manos de unos pocos, hasta el punto de que las últimas generaciones no cuentan con un trabajo estable ni con la oportunidad de una vivienda digna. En el binomio del refrán latino se sigue haciendo cada vez más hincapié en los entretenimientos. En el Occidente actual estos se concretan generalmente en el fútbol, la fórmula 1, y la telerrealidad, entre otros espectáculos. Se trata de formas de diversión cuidadosamente estudiadas, que apelan bien a nuestra curiosidad por la vida de los demás, bien a unas más sencillas ganas de desconectar de los asuntos del mundo. El objetivo es evitar que las masas empiecen a pensar de forma

212 independiente y que se organicen para pedir que los de arriba dén cuenta de lo que están haciendo (Chomsky/Ramonet, 1996, 14-15). El pensamiento único es un invento especialmente efectivo a la hora de controlar las masas. Consiste en la imposición, a través del bombardeo mediático, de una o varias ideas que defienden los intereses de un grupo dominante, casi siempre las élites económico-financieras. Los bancos y las multinacionales no sólo manipulan los medios, sino que financian las universidades y los centros de investigación para dar mayor credibilidad a lo que difunden. Según lo que afirma el pensamiento único, el capitalismo es el estado natural de la sociedad: hay que defender al mercado a toda costa, incluso sacrificando la política y la justicia social. La repetición constante de estos mensaje acaba convenciendo a la mayoría de la población de su validez. A menudo se aliñan estos propósitos con retórica barata en el nombre de la libertad, la democracia o el progreso. De esta forma es incluso posible convencer a millones de personas a apoyar guerras e invasiones: esta es la estrategia con la que se han justificado las guerras de Irak y Libia. Los pocos individuos que piensan autónomamente son presentados como bichos raros o personas de mentalidad anticuada; se les suele indicar con epítetos despectivos (Chomsky/Ramonet, 1996, 58-60). Los pilares básicos del control imperial son tres: el dinero, el éter y la bomba. El primero consiste en el poder financiero del que ya hemos hablado. Los principales administradores del dinero ya no son los estados sino las grandes empresas privadas y los bancos (cuya mayoría también están privatizados). El capital se ha desmaterializado, pues hoy en día los grandes movimientos de dinero no tienen en cuenta las fronteras nacionales. Ni siquiera hay una correspondencia en oro o papel moneda con las enormes cifras que se desplazan entre multinacionales y bancos. Por ejemplo, cuando oímos hablar de un préstamo de tantos millones de euros que la Banca Común Europea concede a España, se está hablando de dinero virtual que se mueve a través de un ordenador. Esta cantidad no coincide con un equivalente en metálico ni en oro. De esta manera es posible crear dinero desde la nada, e incluso hacer que desaparezca y cambie de localización. El poder económico está ante todo en manos de entidades privadas, que tienen la facultad de enriquecer los estados, empobrecerlos hasta la quiebra, condicionando las vidas de los ciudadanos. Prueba de ello es la crisis económica que asola Occidente desde 2008. El éter es el medio por el cual se transmiten las comunicaciones radiofónicas y televisivas. Podemos agregar al éter también las comunicaciones a través de Internet. Tal como hemos observado, los grandes grupos mediáticos manipulan la información, condicionan la opinión pública, y en definitiva controlan las acciones y pensamientos de la

213 mayoría de la población. El hecho de que se pueda llevar a millones de personas a aceptar una guerra contra otro país, levantar oleadas de odio contra una comunidad de ideas o religión diferentes es ya de por sí elocuente. La bomba, tercer pilar del poder imperial, está estrechamente vinculado con el miedo. Puede ser el miedo a un supuesto enemigo, casi siempre creado por los medios de comunicación. Según la situación geopolítica (y los intereses de las élites económico- financieras) el peligro varía: en las últimas décadas hemos visto como enemigos de Occidente primero a los soviéticos, después a los musulmanes y a los chinos. En otras épocas fueron los alemanes y los japoneses. Alentar a la población a hacer la guerra sirve, entre muchas cosas, a dar muestra del poder del Imperio sobre otros países así como sobre su propia población. Así pues, se trata de un miedo no sólo a otros, sino también a su propio sistema de poder. El Imperio demuestra su capacidad absoluta de destrucción (Hardt/Negri, 2002, 315-316). Por último, si bien no menos importante, cabe mencionar la pérdida de autenticidad individual producida por el mundo globalizado y turbocapitalista. La obsesión por la eficiencia, la acumulación de dinero y la apariencia ha acabado convirtiendo las vidas de las personas en un espectáculo. En el trabajo se miente para vender o conseguir amistades provechosas. Los políticos exponen su vida personal, con la intención de demostrar que son humanos, tienen gustos, sentimientos y debilidades. Pero lo que realmente todo esto indica, a juicio de Luttwak, es que la imagen ha desplazado a la sustancia de las cosas (Luttwak, 2000, 283-285). Concluimos nuestro discurso mencionando el que tal vez sea el aspecto más pernicioso del turbocapitalismo: el encumbramiento del dinero como valor.

Hay dos cosas que se están aceptando: la sustitución del contenido esencial por la generación incidental e incluso bastante trivial de dinero, y el encumbramiento de esta generación incidental de dinero a valor primordial que legitima las decisiones. [...] En otras palabras, todo lo que proporciona dinero, incluso en una actividad primaria no económica, está por encima del resto de consideraciones (Luttwak, 2000, 291).

V. 1. NUEVAS FRONTERAS CULTURALES

Las desigualdades entre las áreas industrializadas y las que no lo son han establecido nuevas fronteras entre ricos y pobres. El resultado, fácilmente imaginable, ha sido la migración masiva desde las regiones subdesarrolladas hacia los países occidentales. En concreto, Europa recibe inmigrantes de los países musulmanes (desde el Norte de África hasta Oriente Medio), de Europa del Este (aquellos países que en el pasado pertenecieron al Pacto

214 de Varsovia), y de África Subsahariana. Norteamérica acoge a millones de latinoamericanos y también de indios, entre muchas otras etnias. Lo que tienen en común todos los emigrantes de las regiones pobres del mundo es el deseo de abandonar las condiciones de miseria que sufren en sus lugares de origen. La situación de la que huyen, de más está decirlo, se debe a la actividad del Imperio. Su acción sigue siendo explotadora y, en general, basada en el enriquecimiento de unos pocos a daño de muchos. La pobreza es el aliciente negativo que mueve millones de personas en todo el globo. También hay un aliciente positivo, y es la esperanza: los emigrantes viajan a los países industrializados porque esperan ganar más dinero y consumir más. Por desgracia, la ilusión del consumo y de las ganancias les han sido inculcadas por el propio sistema del libre mercado, con la consecuencia de que el consumismo y el capitalismo sin límites se han convertido en un modelo a seguir también para muchos pobres. En la mayoría de los casos, la nueva vida en el país de acogida es tan sólo un poco mejor que la existencia pasada. Los inmigrantes del Sur del mundo siguen siendo pobres en el Norte. No tienen certezas para el futuro, y esto hace que se sitúen en un cruce. Cualquier actividad es, para los inmigrantes, un camino nuevo cuyo destino no se conoce. Si el resultado no es satisfactorio, ellos escogerán otra opción entre las disponibles, pues a sus ojos cada camino es una posibilidad (Hardt/Negri, 2002, 202-203). Es opinión muy difundida creer que en el mundo actual el racismo ha desaparecido. Esto no es del todo correcto. Sí están en evidente decadencia algunas prácticas de antigua tradición racista: nos referimos, por ejemplo, a la segregación racial aprobada por la ley, que se concreta en la existencia de servicios separados según la pertenencia a uno u otro grupo étnico. En verdad han cambiado las formas de la discriminación. Durante toda la Modernidad, el racismo ha estado basado en datos biológicos: se hablaba de razas, de color de la piel y de otros rasgos físicos que diferenciaban a los blancos de los otros. En la Postmodernidad el eje vertebrador de la discriminación se ha movido desde la biología a la cultura. Ahora se suele aceptar sin problemas el principio universalista sobre el origen de todos los humanos. Dicho de otra forma, ya no se suele atribuir la conducta de los individuos (sus aptitudes, costumbres o manera de pensar) tanto a la raza cuanto a la cultura de origen. El Otro racial ha sido sustituido por el Otro cultural. Esta nueva forma de pensamiento está muy cercana al relativismo cultural, y por este motivo no parece discriminatoria, aunque en realidad sí lo es. De esta manera el poder imperial puede seguir fomentando las separaciones interétnicas cuando le resulte conveniente: que haya guerra entre serbios y croatas, o entre israelíes y palestinos brinda la oportunidad de intrometerse en los asuntos interiores de los territorios

215 implicados, sin mencionar los beneficios procedentes del tráfico de armas. Así pues, las diferencias entre nosotros y los Otros son tanto más grandes cuanto más distante es su cultura de la nuestra. Como las diferencias culturales no son biológicas e inmutables (como lo eran las de tipo racial), es posible reducirlas al menos hasta cierto punto, dependiendo de la voluntad de las partes en juego (Hardt/Negri, 2002, 181-184). Los movimientos migratorios han favorecido la aparición de los fundamentalismos. Pese a las formas diferentes, el fundamentalismo es por su naturaleza un movimiento conservador y antimodernista. Se configura a menudo como un rechazo a los cambios que están afectando a una comunidad determinada. Los medios tienden a identificar con esta palabra al fundamentalismo islámico. Este último representa una reacción criminal y exagerada a la acción invasora y moralmente cuestionable del Imperio en el mundo. Ahora bien, no olvidemos que las reales dimensiones del integralismo islámico han sido hinchadas con la finalidad de difundir el pánico al Otro entre los occidentales, haciéndoles así más propensos a aceptar las guerras en los países árabes. Es importante indicar que los fundamentalismos existen también dentro de las varias culturas de Occidente. ¿Qué son los movimientos racistas como el Ku Klux Klan, la Hermandad Aria, o las muchas asociaciones ultracatólicas si no formas de integrismo? Todos estos movimientos se inspiran en un pasado supuestamente ideal, en el que los grupos étnicos conducían vidas separadas, o las familias cristianas eran el nucleo puro e indestructible de la sociedad. Imágenes del pasado tan idílicas como falsas, pues nunca existieron en la medida en que las describen estos extremistas. Se trata de engaños históricos; reconstrucciones idealizadas con el fin de alimentar las nostalgias del pasado y oponerse a los cambios (Hardt/Negri, 2002, 143-145). Pasemos ahora al tema de las fronteras culturales (y no sólo) entre el mundo industrializado y los países pobres. En Occidente, las principales áreas de destino de los emigrantes son Norteamérica y la Unión Europea. En la primera zona los inmigrantes más numerosos son los de Latinoamérica, mientras que la segunda absorbe la casi totalidad de los flujos migratorios procedentes de Europa del Este, África subsahariana, y los países musulmanes (desde el Magreb hasta Oriente Medio). También cabe mencionar a los emigrantes chinos e indios, quienes se encuentran tanto en Europa como en Norteamérica. El panorama étnico que conforman las migraciones es muy variado, y las fronteras culturales no tienen la misma importancia para todos los grupos. Los latinoamericanos y europeos del Este que viajan hacia Occidente o hacia el Norte no son, al fin y al cabo, tan extraños. La mayoría hablan un idioma europeo, (lenguas como el ruso, el polaco o el rumano pertenecen a Europa tanto como inglés y castellano), y son de religión cristiana. Más allá de la práctica religiosa o

216 del ateísmo individuales, la religión desempeña un papel fundamental en la identidad cultural de un pueblo. Además de todo ello, Europa Oriental y América Latina son parte de Occidente porque han abierto sus fronteras económica al Oeste, adoptando nuestro sistema de mercado (los antiguos miembros del Pacto de Varsovia), y su condición económica ha conocido sensibles mejoras durante las últimas décadas (este es el caso de los latinoamericanos). Eso sí, ambas zonas representan una especie de «periferia de Occidente», pues los centros del poder económicos se sitúan en los países más ricos, y las decisiones políticas de estos a menudo influyen en los vecinos más pobres. En general, debido a la mayor o menor afinidad cultural de Latinoamérica y Europa del Este respecto al resto de Occidente, los emigrantes logran integrarse más rápidamente. Esto se concreta en una mejor formación académica y en mejores condiciones laborales, en comparación con sus homólogos africanos u orientales. Los hispanoamericanos residentes en Estados Unidos constituyen una minoría étnica y lingüística cada vez más poderosa, gracias a su número y al hecho de que todos comparten la lengua española. Las instituciones, así como los políticos norteamericanos han aprendido desde hace años a utilizar nuestro idioma, ya que les permite acercarse a una comunidad de personas que cada vez más participa en las elecciones, consume productos y paga los impuestos. En la Unión Europea los grupos de inmigrantes pertenecen a varias comunidades lingüísticas distintas, lo que obligaría a aprender varios idiomas para dirigirnos a los diferentes grupos de nuevos trabajadores, electores y contribuyentes. Pese a todo, se está volviendo común el recurso a servicios de información y de interpretación en las lenguas extranjeras más utilizadas por los inmigrantes. Los inmigrantes norteafricanos, subsaharianos y mediorientales, así como los chinos y los indios encuentran, en muchas ocasiones, mayores dificultades a la hora de integrarse en los países de acogida. Las diferencias culturales respecto a los países occidentales son enormes. El Mundo Árabe y musulmán, África negra, China y la India no sólo ocupan regiones geográficas enormes e involucran a billones de personas, sino que incluyen una gran variedad de matices culturales no siempre exentos de conflictos en sus relaciones. La religión juega un papel fundamental para establecer un mínimo de cohesión entre pueblos diferentes. En otros casos, este rol unificador le corresponde a la lengua, como ocurre con China, cuya extensión y número de habitantes se acompaña con su creciente influencia económica. Por una parte hablamos de civilización occidental (también Occidente), pues esta parte del mundo consta de culturas diferentes y afines al mismo tiempo: no es lo mismo hablar de cultura italiana, alemana, mexicana o catalana, pero es evidente que todas comparten un mismo sistema epistémico. Acorde con este principio, deberíamos considerar China, la India, África

217 subsahariana y el Mundo Árabe como civilizaciones, eso es, conjuntos de culturas y lenguas diferentes pero con unos presupuestos epistemológicos comunes. Estas diferencias de bases epistémicas hacen que las fronteras culturales entre los inmigrantes de estos países y los occidentales requieran un gran esfuerzo para ser superadas. Existen casos admirables, en los que individuos de orígenes tan distintos a los nuestros aprenden perfectamente la lengua del país anfitrión, consiguen una formación de alto nivel, a veces incluso un trabajo en la administración pública o en el mundo empresarial o político. También ocurre que grupos de inmigrantes de igual nacionalidad o religión se unan entre ellos hasta formar comunidades ajenas a la de los nacionales. En estas situaciones es probable que las barreras culturales se vuelvan infranqueables. Se inicia un círculo vicioso, por el cual los extranjeros se unen entre ellos porque no se sienten aceptados por los nacionales, y los nacionales marginan a los extranjeros porque sienten que se niegan a integrarse. Situaciones más graves son las que han llevado, entre 2005 y 2007, a muchos jóvenes franceses de origen norteafricano a salir a la calle destrozando vehículos y mobiliario urbano. En El miedo a los bárbaros, Tzvetan Todorov enfoca con agudeza la fuente de este fenómeno. Las explosiones de violencia en las calles de Francia no tienen su raíz en el conflicto entre culturas, sino en la desculturación de sus autores. Los jóvenes implicados son, en su mayoría, hijos y nietos de magrebíes que viven en los extrarradios de las grandes ciudades. No se identifican (o al menos no del todo) con la cultura de origen, pues no se criaron en Argelia ni en Marruecos. Su condición de pobreza y marginación les impide adoptar plenamente la cultura del país de acogida. Los problemas sociales que padecen repercuten en su carente formación escolar, lo que se concreta en una dificultad añadida a la hora de encontrar trabajo. Al mismo tiempo, estos adolescentes pasan horas delante de la televisión: los medios los bombardean con mensajes de falsas necesidades y mitos juveniles, poblados de cosas como videojuegos, zapatos de marca y móviles de último modelo. En otras palabras, los medios de comunicación les animan a consumir; pero al no poder cumplir sus sueños, desahogan su rabia destruyendo el mismo mundo que les rodea y alimenta sus falsas ilusiones. Algunos explican estas actitudes con la pertenencia a una comunidad cultural determinada: los jóvenes magrebíes o negros lo destrozan todo porque eso está en su ADN cultural y no cuentan con la civilización de sus homólogos europeos. Este razonamiento superficial es una manifestación de aquel racismo cultural del que hemos hablado en este mismo capítulo. Las referencias que estos individuos a veces hacen a la religión islámica es fruto de las reminiscencias de sus raíces perdidas, mezcladas con el sentimiento de frustración determinado por su situación

218 social. Sus fuentes de inspiración son más los raperos que salen en la televisión que Osama Bin Laden (Todorov, 2009, 133-135). Llegados a este punto es necesario poner en claro dos elementos. En primer lugar, las fronteras culturales realmente importantes están entre nuestra civilización occidental, el mundo árabe-musulmán y África subsahariana (posiblemente las áreas que traen más cantidad de inmigrantes a la Unión Europea), seguidos por China y la India. Las primeras dos zonas suponen no sólo una frontera de tipo cultural, sino también de tipo geográfico: el Mediterráneo. La gran mayoría de los que cruzan el Mediterráneo desembarcan en Italia, España y Grecia. En concreto, las puertas de acceso son las islas de Sicilia y Cerdeña, las Islas Canarias, el Estrecho de Gibraltar, las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, y el Mar Egeo. El segundo elemento que es oportuno destacar tiene que ver tanto con la realidad social del fenómeno, como con sus repercusiones en la literatura. No se puede comparar la inmigración actual hacia los países occidentales con el colonialismo que ha marcado la historia del mundo hasta hace medio siglo. Lo que ha ocurrido durante centurias ha sido que poderosas naciones en crecimiento económico y militar se han hecho a la mar de forma organizada, con el objetivo de conseguir nuevos recursos a explotar. Con la misma fría organización los imperios han expandido sus esferas de influencia, imponiendo su lengua y sus costumbres a los pueblos indígenas, o exterminándolos cuando no era posible someterlos. Tanto la actividad colonizadora, como las consolidadas tradiciones viajeras (las expediciones eran uno de los instrumentos básicos de la colonización), han hecho que la literatura registrara el contacto entre civilizaciones que derivaba de todo ello. Justamente las novelas y cuentos de viaje, y también los de naufragios, son el resultado de unas actividades que se han realizado de forma prolongada en el tiempo. Actividades de contacto, sumisión, encuentro o choque que se han llevado a cabo, debemos recordarlo, de forma premeditada, organizada y sistemática. Si bien el encuentro fortuito entre un náufrago y otra cultura no es de por sí una acción premeditada, generalmente sí lo es el viaje a las colonias que ha fracasado, sin hablar de todo el bagaje cultural que el náufrago lleva consigo. Pensemos ahora en los flujos de emigrantes y refugiados que alcanzan Europa y Norteamérica. Se trata, en su mayor parte, de personas pobres que huyen de unas misérrimas condiciones de vida. Casi no tienen poder adquisitivo; en algunos casos (si bien no en todos) carecen de una formación que les permita ser competitivos como profesionales. Aunque tienen sus religiones y tradiciones, no vienen con la intención conciente y premeditada de imponerlas a los países de acogida. Sus desplazamientos se realizan de manera desorganizada, incluso casual, pues afrontan los viajes por puro instinto de supervivencia, estando siempre

219 dispuestos a cambiar de ciudad o país en busca de mejores oportunidades de trabajo. Finalmente, representan un crisol heterogéneo de lenguas y culturas: en cada barco puede haber personas de muchas nacionalidades distintas y, como ya sabemos, los términos árabe o subsahariano indican dos civilizaciones complejas y variadas. Una vez comienzan a vivir en su nuevo hogar comparten la condición de inmigrantes con individuos de los orígenes más dispares. En virtud de estas constataciones, cualquier intento de establecer paralelismos entre las actuales inmigraciones y el colonialismo cae por su propia inconsistencia. La importancia del fenómeno de las migraciones repercute en la literatura. Abundan sobre todo las obras que se inspiran en los viajes de aquellos inmigrantes que desafían el mar para desembarcar en Italia, España y Estados Unidos. Merece la pena mencionar algunos textos recientes y especialmente significativos, sin pretender ofrecer un panorama exhaustivo. En Italia ha tenido gran difusión Nel mare ci sono i coccodrilli (En el mar hay cocodrilos). Se trata de una novela redactada por el periodista Fabio Geda con la ayuda del protagonista, el afgano Enaiatollah Akbari. El viaje desde su pueblo natal hasta Italia le lleva a enfrentarse a una infinidad de peligros. Uno de ellos es la travesía desde Turquía hasta Grecia en un bote inflable. Las insidias del viaje por mar están bien representadas por el miedo a los cocodrilos (temor totalmente infundado) que, según un compañero de viaje del protagonista, se esconderían en las aguas. El senegalés Bay Mademba, en Il mio viaggio della speranza (Mi viaje de la esperanza), nos relata su odisea entre África y Europa, incluyendo el viaje por mar con medios de fortuna. En ambos casos, el emigrante acaba sintiéndose a gusto en Italia. La mirada del hombre oscuro es una pieza teatral de Ignacio del Moral, merecedora de prestigiosos premios. La historia del africano (de nacionalidad desconocida) que llega a España con la intención de trabajar e integrarse es paradigmática de la situación que viven muchos inmigrantes. Los esfuerzos del negro por comunicarse con los españoles chocan con la ignorancia y los prejuicios de estos últimos. El único verdadero interlocutor es el espectador. Jerónimo López Mozo es otro dramaturgo, autor de Ahlán. Aquí vemos a un marroquí que se mueve entre varias ciudades españolas en busca de mejores condiciones de vida, hasta pasar un periodo en un centro de internamiento para extranjeros. Domina la imagen de una Europa inhóspita, cada vez más cerrada hacia los inmigrantes pobres. Más trágico es el mensaje que nos lanza la novela de Andrés Sorel, Las voces del estrecho. El escritor quiere rescatar las historias de los que han naufragado al intentar llegar a España cruzando el Estrecho de Gibraltar. Adrián, un pintor que vive cerca de Cádiz, es conducido por un sepulturero a un lugar donde los muertos se reúnen y cuentan sus vidas. Los náufragos

220 pasan así de ser simples números para los medios a tener una historia como seres humanos, siendo rescatados del olvido. Para muchos cubanos que intentan emigrar a Estados Unidos el Mar del Caribe se convierte en una tumba, al igual que el Mediterráneo para los africanos y orientales que se dirigen a Europa. Es cierto que entre latinoamericanos y estadounidenses las diferencias culturales no son tan grandes como entre los europeos y los subsaharianos o magrebíes. De todas formas, los viajes de muchos cubanos tienen cosas en común con los de nuestros inmigrantes. Se realizan en balsas mal construidas, intentando eludir la vigilancia de las autoridades; a veces terminan en campos de acogida o de prisión (como el de Guantánamo). Cuando el viaje se concluye con éxito, sólo es el comienzo de una vida generalmente dura, marcada por la difícil integración en la sociedad de acogida y por las malas condiciones laborales. El león y la domadora, de Antonio Orlando Rodríguez, es un texto teatral que representa de forma metafórica el conflicto entre quedarse en la isla y abandonarla. Una domadora quiere convencer a un león para que se suba a una balsa, rumbo al norte. La fiera se niega a irse en honor al patriotismo, mientras que la domadora esgrime argumentos relacionados con la pobreza y el malestar que se sufren en el país. Una estrella que cayó en el mar, novela de Luís Ricardo Alonso, se desarrolla durante la travesía marítima. Se da cuenta del pasado del protagonista al tiempo que se destacan los peligros del viaje. Los islotes desiertos, que se encuentran a lo largo de la navegación, proporcionan unos preciados momentos de alivio y descanso. También Más allá de mis fuerzas se centra en los quince días que se tarda en cruzar el mar. William Arbello ve morir a varios de sus compañeros, hasta que la balsa se deshace y los tres supervivientes continúan el viaje a la deriva sobre neumáticos. Se hace hincapié en la necesidad de ahuyentar el miedo y en la fragilidad de la vida ante el enorme reto que supone abandonar el hogar en esas condiciones. Cuando se llega a Estados Unidos es frecuente la nostalgia de Cuba, sentimiento exacerbado por la dificultad a la hora de integrarse. A veces esta nostalgia degenera en arrepentimiento por haber abandonado el país natal. Es lo que ocurre en El punto más cercano, de Carmen Duarte. La mujer que protagoniza la pieza teatral llega al extremo de tirarse al mar, en el vano intento de regresar a la isla. Para cualquier emigrante, el riesgo a naufragar sólo es un acontecimiento más de toda una vida de pobreza, peligros e ilusiones. Normalmente no lleva en sí grandes implicaciones de tipo cultural pues, como hemos indicado, el del inmigrante es un viaje de ilusiones, no de conquista. La literatura dará cuenta de cómo evolucione este fenómeno de gran magnitud,

221 lejos de finalizar, y en buena medida aún en marcha. Sin embargo la situación contemporánea, caracterizada por la inmaterialidad del Imperio, la primacía de los intereses privados sobre los nacionales, y los grandes flujos migratorios desde el Sur hacia el Norte, conforma un escenario cultural que nada ya tiene que ver con la época colonial y la descolonización. Las manifestaciones artísticas, que sin duda brotarán de estos acontecimientos, van más allá del objeto de estudio de nuestro trabajo.

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CONCLUSIONES: MÁS ALLÁ DE LA LITERATURA

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El de los naufragios no es más que uno de los temas que pueden plantear el encuentro entre culturas diferentes. Nuestro corpus de obras, además de cubrir prácticamente toda la historia del colonialismo, nos ha permitido observar cómo la visión del Otro ha evolucionado a lo largo de los siglos. En este sentido las narraciones de naufragio han desempeñado una función instrumental, puesto que han representado un hilo a seguir para entender el desarrollo del colonialismo como encuentro/choque entre el Viejo Mundo y los nuevos. Nuestro tema actúa, tal como habíamos adelantado en la introducción, como campo de prueba ideal para que el mundo occidental y el del Otro puedan empezar a relacionarse desde una base de paridad (al menos teórica). Recordamos que el colonialismo es un fenómeno que pertenece al mundo moderno y que nace en Europa. Puede ser dividido en dos grandes fases: una primera, dominada por España y Portugal; y una segunda, en la que priman Inglaterra y Francia. El colonialismo ibérico cubre desde el descubrimiento de América hasta el siglo XVII; dominan la escena mundial los imperios de España y Portugal, que ponen especial esmero en difundir la religión católica conforme van anexionando nuevos territorios a sus respectivas posesiones, desde México hasta la India. Los comienzos de la dominación española están marcados por el saqueo de las colonias y el exterminio de muchas comunidades indígenas. Tanto el imperio portugués como el español inician la trata de esclavos desde África, a la vez que establecen las primeras rutas comerciales entre Europa y las nuevas tierras. A partir del siglo XVII, países como Inglaterra, Francia y Holanda se lanzan a la conquista de sus propios imperios, llegando a dominar la escena a expensas de las monarquías ibéricas. Empieza así la segunda fase del colonialismo, que a lo largo de los siglos XVIII y XIX ve crecer estas nuevas potencias imperiales, entre las que acabarán destacando el Reino Unido y Francia. Esta etapa (que podríamos denominar ‘colonialismo anglosajón’ por la

224 mayor prominencia del imperio británico y la creciente influencia de Estados Unidos en el panorama mundial), antepone la lógica de mercado a la labor evangelizadora. Las poblaciones indígenas resultan útiles en la medida en que ayudan a rentabilizar las colonias; si se les enseña la lengua y las costumbres de los amos es básicamente para explotarles con mayor eficiencia. Desde esta perspectiva, es normal y justo que el colonizador europeo luche para acumular bienes y mejorar su situación social y económica, al tiempo que trabaja por el bien del imperio. Con el comienzo del siglo XX la fe en el sistema de pensamiento y conocimiento occidental entra en crisis. Esta crisis es alimentada, por una parte, por algunos avances científicos como la teoría de la relatividad y los descubrimientos del subconsciente, elementos que socavan aquel sentido de la racionalidad que sostenía la civilización occidental hasta el siglo XIX. Por otro lado comienzan a producirse sublevaciones entre las comunidades que habían sido subalternizadas por los imperios. Las masacres cumplidas durante las guerras mundiales y, más importante, el holocausto de los judíos permiten que se difunda un mayor respeto hacia los seres humanos, independientemente de su origen o color de piel. A partir de 1945 se lleva a cabo la independencia de las colonias respecto a los imperios, nacen organizaciones internacionales que dan algo de visibilidad a los nuevos y pobres países, y en general se empieza a fomentar la cooperación entre pueblos con culturas diferentes. Hemos visto cómo las obras literarias sobre naufragios reflejan la evolución del colonialismo. La gran mayoría de los textos escritos hasta finales del siglo XIX están imbuidos por esa postura que hemos denominado ‘actitud colonial’. El náufrago se mantiene firme en su identificación con su mundo de procedencia e intenta trasladar sus modelos a la nueva realidad, incluso haciendo uso de la fuerza. Más allá de los acontecimientos históricos, o de lo que nos cuenten las obras, es oportuno destacar que la actitud colonial ha imbuido a la cultura de casi todos los países occidentales. Incluso hoy en día, cuando parece haberse superado el viejo imperialismo, la actitud colonial pervive en nuestra sociedad. Podemos reconocerla en el momento en que nuestros gobiernos permiten la existencia de dictaduras y explotaciones en algún país más pobre, sólo para conseguir fuentes de energía a precios ventajosos. Lo mismo ocurre cuando una empresa occidental traslada sus centros de producción adonde la mano de obra es más barata. Aparte de estas prácticas explotadoras también sobrevive, en muchas personas, un fuerte apego a nuestro sistema epistémico, que a veces puede impedir el conocimiento de otras realidades. Mostrar una mentalidad cerrrada cuando se visita otro país o se entra en contacto con culturas diferentes; exigir que los demás

225 acepten o aprecien, por defecto, nuestros modelos culturales significa dar continuidad a aquella actitud colonial que otrora respaldaba nuestros antiguos imperios. Las obras escritas durante el siglo XX testifican la ya mencionada crisis del sistema epistémico occidental, lo que conducirá a la descolonización a lo largo de casi toda la centuria. A diferencia de la actitud colonial, que aún sobrevive de forma encubierta, la actitud poscolonial está ampliamente aceptada por el mundo contemporáneo. Al menos en teoría, todos los gobiernos y los ciudadanos dentro y fuera de Occidente aborrecen del colonialismo, miran con vergüenza a los antecedentes imperiales, ven a los otros mundos culturales como compañeros de relaciones económicas y, en general, respetan sus modelos de vida en cuanto alternativos a los occidentales. La actitud poscolonial es por definición abierta a los aportes procedentes de otras culturas, ya que en vez de dominarlas prefiere comprenderlas; en un mundo cada vez más globalizado y multicultural es normal que esta toma de posición se siga difundiendo. En su nivel avanzado la actitud poscolonial permite establecer relaciones dialogantes y respetuosas con el Otro, a la vez que se mantiene la propia identidad cultural. El antropólogo Lévi-Strauss demuestra que, al fin y al cabo, las diferencias entre el pensamiento occidental y el de los Otros no son tan profundas como se piensa. A la luz del estudio de las obras podemos ahora resumir similitudes y diferencias entre las historias y personajes observados. Más o menos todas las historias de naufragios tienden a seguir el mismo patrón en lo que toca a la dinámica de los hechos: un barco se hunde; los náufragos tienen que sobrevivir en una isla, o bien emprender un camino a través de un territorio desconocido; a menudo la aventura concluye con el regreso a la realidad de origen del náufrago. Donde se pueden observar aspectos interesantes entre las obras es en la representación del entorno (natural y humano) autóctono, y en la actitud del náufrago hacia este entorno. Los textos españoles y portugueses resultan ser los más estereotipados, en el sentido que muestran una caracterización de los protagonistas y una imagen del mundo indígena fundamentalmente análogas. Que nuestro náufrago se llame Alonso Zuazo, Pedro Serrano o Manuel de Sousa conlleva diferencias poco relevantes. A los ojos de todos ellos el mundo del Otro consiste en una naturaleza hostil, dispuesta en todo momento a devorar al desafortunado visitante, en la que el hombre indígena (cuando aparece) no tiene mayor importancia que cualquier animal salvaje. El entorno tiene que ser dominado y sometido por la voluntad del blanco y, en el caso de que esto no fuera posible, habrá de ser destruido. Las herramientas de las que dispone el náufrago para sobrevivir e intentar llevar a cabo esa tarea son básicamente de dos tipos. Alonso Zuazo, protagonista de la crónica de Fernández de Oviedo, recurre casi

226 exclusivamente a la devoción religiosa. En el cuento de Pedro Serrano priman la voluntad y el ingenio del náufrago para salir de la mísera situación. Los personajes que aparecen en la Historia trágico-marítima también dependen mucho del favor divino a la hora de superar las adversidades. Sin embargo, la narración del cronista portugués ofrece una representación más realísta de los náufragos, respecto a lo que observamos en los textos hispanos. Las acciones de los lusos resultan muchas veces inútiles o incluso inapropiadas ante las situaciones trágicas que se les presentan: la invocación a Dios, así como la confianza en los patrones sociales y militares europeos no son más que falacias. La debilidad de los que luchan por sobrevivir es siempre evidente, y los grupos de náufragos se ven diezmados por una naturaleza brutal con la que no son capaces de interactuar. Naufragios se desmarca, en parte, de las obras ya mencionadas. La representación de la naturaleza y del indígena varía según las condiciones de vida del protagonista. Cuando este sufre, el mundo del Otro aparece salvaje y hostil; una vez aprende a desenvolverse en la realidad local, la naturaleza tiende a volverse más generosa y los habitantes más apacibles. Cabeza de Vaca se diferencia de los náufragos que le han precedido en la forma de relacionarse con el indígena. Ya que es imposible imponer el sistema de dominación colonial, será más oportuno esforzarse por conocer al Otro, ganarse su confianza, su respeto y, hasta cierto punto, adoptar sus costumbres. Todo esto se lleva a cabo sin perder de vista el objetivo final, que es volver a tierras pobladas por españoles. El contacto directo con las culturas autóctonas hace que la actitud de Cabeza de Vaca sea de tipo asimilacionista. Asimilar al Otro, evangelizarle con amistad, es una posibilidad de tenerlo a nuestro servicio mucho más rentable que esclavizarle o exterminarle por medio de la guerra y el trabajo forzado. La aparición de Robinson Crusoe marca un modelo en la literatura de naufragio. La historia del desdichado viajero que llega a una isla, donde gracias al trabajo y al ingenio construye su propia vivienda y obtiene de la naturaleza todo lo que necesite, hunde sus raíces en la novela de Defoe, aparte de ser un tópico que ha entrado en el imaginario colectivo a través de siglos de pervivencia en la literatura. La lógica colonialista, encarnada por Robinson, ve la naturaleza como una entidad a la que es necesario dominar con la técnica y la ciencia occidentales: los recursos que ofrece deben ser aprovechados hasta el agotamiento. De la misma manera el indígena, que tiene en Viernes su paradigma, tiene que ser educado según las costumbres europeas con el fin de servir al amo. Cualquier individuo que rehuse abandonar sus tradiciones (a menudo identificadas con el canibalismo) merece ser eliminado en cuanto salvaje. Este modelo colonial robinsoniano está orientado a la explotación del ambiente y de la humanidad Otra; después de la publicación de la novela de Defoe se ha

227 difundido en un sinnúmero de obras literarias (y no sólo) durante todo el siglo XIX. El robinsón suizo, así como La isla de coral están impregnados de ese conjunto de ideas que constituyen la actitud colonial. La primera está protagonizada por una familia de náufragos, la otra por tres jóvenes que dan con una isla tras el hundimiento del barco en el que viajaban. Pero las diferencias respecto al texto dieciochesco son en su mayoría superficiales: los contenidos de fondo siguen siendo los mismos que observamos en Robinson Crusoe. La naturaleza puede mostrarse más o menos generosa, pero siempre debe considerarse al servicio de los náufragos para garantizar su mantenimiento y la mejora de su nivel de vida. Los indígenas, cuando aparecen, son buenos o malos según colaboren o no con la actividad dominadora de los blancos. En suma, durante los siglos XVIII y XIX, el arquetipo de náufrago estrenado por Robinson Crusoe ha sido repetido con mayor o menor fidelidad al original, pero nunca ha sido cuestionada su validez cultural. En el siglo XX se han realizado algunas reescrituras en clave crítica de la obra de Defoe. Así pues, Susana y el Pacífico nos muestra a una protagonista femenina (la absoluta mayoría de las historias de naufragios tienen protagonistas masculinos), cuya sensibilidad contrasta profundamente con el pragmatismo de Robinson. Además, la isla no es ya un lugar a expoliar y doblegar con la fuerza, sino un entorno armonioso, rico en recursos que se ofrecen en abundancia al náufrago que sabe vivir en armonía con ella. En Viernes o los limbos del Pacífico Tournier convierte a Crusoe (el personaje frío y racional que había inventado Defoe) en un hombre más humano, con sus miedos y sus dudas, sus triunfos y sus fracasos. El Robinson de Tournier necesita emprender un camino de renovación, puesto que sus intentos de administrar la isla no llegan a dar los frutos esperados. Es la intervención de Viernes lo que le permite cambiar. En vez de ser el náufrago el educador del salvaje, es este último el verdadero maestro de Robinson, el que le guía en su proceso de conversión a una nueva vida. La relación Robinson/Viernes resulta invertida respecto al texto de inspiración. Completamente distinto es el caso de la novela de Coetzee, titulada Foe. Aquí el personaje de Robinson se presenta como un viejo obstinado, centrado en llevar a cabo sus tareas repetitivas y sin sentido en su isla. No sólo esclaviza a Viernes; Cruso se niega a volver a Inglaterra hasta el punto de que muere después de abandonar la isla. Viernes, por su parte, encarna la situación de todas las culturas autóctonas que han sufrido y han sido silenciadas por el colonialismo. Su mutismo, junto a su presencia insistente, son el gran dilema de la novela para los personajes blancos. Nunca se descubre con seguridad quién es realmente Viernes ni su historia. Su condición es la del Otro, el indígena por antonomasia, que ha sido subyugado por el Imperio y obligado a permanecer en silencio sin haber sido debidamente escuchado ni conocido.

228 La tempestad de Shakespeare es difícilmente comparable con los textos mencionados hasta ahora, porque pone en escena situaciones y personajes completamente diferentes. Se trata, sin embargo, de un clásico significativo que ha sido revisado durante el siglo XX. Por lo que aquí nos corresponde, el principal mérito de esta comedia teatral está en el reconocimiento de la presencia del Otro. La rebeldía de Calibán demuestra que los indígenas pueden tener sus razones para oponerse a los dominadores europeos; si bien su actitud se representa como propia de un salvaje, la obra deja entrever una moderada crítica al despotismo de los colonizadores. El autor de Une tempête extrema mucho la figura de Calibán, convirtiéndole en un luchador activo por la libertad (la de los pueblos oprimidos por los imperios y la suya propia). Acorde con la descolonización que se estaba realizando en los años sesenta del siglo XX, Césaire ha reelaborado a Calibán como si fuera un revolucionario, y a Próspero como un tirano cruel y sin escrúpulos, portador de la barbarie de la civilización occidental. Un espacio aparte está ocupado por Tarzán de los monos. Una vez más, estamos ante un texto único y que sería inútil poner al lado de las demás obras. Su importancia estriba en el hecho de ser una obra que atestigua la crisis incipiente de los valores occidentales, a comienzo del siglo XX. Tarzán, que con su fuerza e inteligencia mantiene a su servicio a los animales de la selva, no es otra cosa que una representación extrema de un Occidente en decadencia cultural, ante un mundo colonizado que reclama sus derechos. El rey de la selva viene a ser un representante del ocaso de la superioridad del sistema epistémico europeo. De una imagen de la otredad como objeto de expolio o, caso de que esto no fuera posible, de exterminio, se ha pasado a una idealización que ve la naturaleza y las culturas extraeuropeas como portadoras de valores sociales más auténticos. Representantes de una supuesta sabiduría que podría enseñar a un Occidente deteriorado el camino hacia un nuevo y renovado modelo de vida. Ambas son burdas generalizaciones, y cualquier antropólogo que se precie podría confirmarlo. Obviamente sería injusto propugnar la imposición del sistema epistémico occidental sobre las otras culturas. Pero es igualmente cierto que la idealización del Otro (que con frecuencia pertenece a culturas muy antiguas y elaboradas) en sentido únicamente positivo resultaría simplista. Pero al fin y al cabo la literatura no es una ciencia; la narrativa, así como la dramaturgia y la poesía son hijas de sus tiempos. Lo que reflejan es, por tanto, el imaginario colectivo de la sociedad en la que se originan o la manera de pensar del autor. No podemos considerar realístas ni confiables las representaciones del Otro que se desprenden de las obras de creación.

229 Una rápida mirada a la situación del mundo actual nos permite entender cómo esta está cambiando. Ahora los países occidentales se han convertido en meta para millones de pobres, procedentes de las regiones más desfavorecidas. En muchos casos las barreras culturales entre los emigrantes y los países de acogida son enormes, así como los peligros y dificultades que deben ser superados antes de conocer una nueva vida en Europa o Norteamérica. Ya han visto la luz numerosas obras literarias inspiradas en la aventura de la emigración. Sin embargo se trata de un fenómeno de amplísima envergadura, bien diferente del tema del colonialismo que nos ocupa, y cuyas consecuencias (tanto literarias, como histórico-sociales) están por llegar. Sin duda, ante un tema tan antiguo y popular como el naufragio, el lector sentirá la tentación de agregar obras a nuestro caudal ya de por sí significativo. Sin embargo sabemos que si se siguen añadiendo textos se corre el riesgo de sembrar confusión y dispersión en el estudio del tema tratado. No deberíamos, por ejemplo, presentar muchos textos sin saber qué tienen en común para aparecer en el mismo trabajo. Igualmente, no tendría mucho sentido incorporar ciertas obras, si estas no aportan novedades respecto a lo ya observado. En el primer caso, correríamos el riesgo de proponer obras y observaciones fuera de contexto; en el segundo, estaríamos ofreciendo poco más que una retahila vacía de títulos, una especie de déjà vu donde elementos ya conocidos se repiten sin aclarar la efectiva importancia de cada uno de ellos. Cuando se investiga sobre un tema, no hay que incorporar absolutamente todas las obras que lo abordan (so pena de correr los peligros que acabamos de mencionar); es necesario seleccionar los textos más representativos del tema en cuestión, ya sea porque marcan un patrón destinado a repetirse, o porque brillan por su originalidad respecto a los modelos imperantes. Así pues, hemos tenido que delimitar, junto al campo de estudio, el corpus de obras de referencia adaptando el segundo al primero: la elección ha recaído en aquellos textos que relatan un naufragio y que al mismo tiempo relacionan la condición de náufrago con la actividad colonial. Una última cuestión consiste en cierta dificultad a la hora de dar a este trabajo una conclusión única y definitiva. El colonialismo ha sido un fenómeno de gran complejidad, que al haberse alargado durante mucho tiempo ha condicionado enormemente (para bien o para mal) tanto a la cultura de los colonizadores como a la de los colonizados. Definitivamente, después de 1492 el mundo no fue el mismo. El tema del naufragio también es muy complejo, ya que puede ser aplicado casi a cualquier ámbito, desde la literatura hasta la filosofía. Por todo ello, y por la escasez de estudios específicos sobre el mismo tema este trabajo es, en cierta medida, una opera aperta. Aquí hemos aplicado el estudio del naufragio literario a un aspecto concreto del colonialismo, como es el contacto entre culturas. No es imposible que se

230 puedan conocer mejor nuevas facetas de la historia de los imperios a través de otras obras que tengan como protagonista el desastre marítimo. Ojalá este trabajo sirva de ayuda para futuras investigaciones sobre estos temas. Tampoco debemos infravalorar la importancia del colonialismo y de la descolonización en la situación actual, que ve los países occidentales en relaciones a veces tensas con Oriente Medio o con China. El llamado “choque de civilizaciones” es un fenómeno de reciente definición y que, en su mayor parte, se va desarrollando en la actualidad. Por este motivo puede resultar difícil de comprender y delimitar adecuadamente, sin mencionar el hecho de que, a veces, se tiende a enfocarlo de una manera extremada (como su propia denominación indica). El colonialismo, en cambio, ha tenido su conclusión, al menos en el campo administrativo, hace ya algunas décadas; podemos mirarlo desde una posición algo más distante y objetiva. Nuestra esperanza es que un mejor conocimiento del contacto entre culturas, tal como viene determinado por el colonialismo y el poscolonialismo, ayude a entender mejor la situación actual y a gestionar las relaciones entre civilizaciones diferentes.

231 APÉNDICE: TABLA CRONOLÓGICA DE LAS OBRAS ESTUDIADAS

Año de Autor Título País edición 1535-1548 Gonzalo Fernández Historia general y natural España de Oviedo de las Indias (libro L «Libro de infortunios y naufragios»)

1542 Álvar Núñez Cabeza Naufragios España de Vaca 1606 Inca Garcilaso de la Comentarios reales Virreinato del Perú Vega (cuento de Pedro Serrano) (España)

1611 William Shakespeare La tempestad (The Reino Unido Tempest) 1719 Daniel Defoe Robinson Crusoe Reino Unido 1735-1736 Bernardo Gomes de Historia trágico-marítima Portugal Brito 1812 Johann David Wyss El Robinson suizo (Der Suiza Schweizerische Robinson)

1858 Robert Michael La isla de coral (The coral Reino Unido Ballantyne island) 1912 Edgar Rice Tarzán de los monos Estados Unidos Burroughs (Tarzan of the apes) 1921 Jean Giraudoux Susana y el Pacífico Francia (Suzanne et le Pacifique)

1967 Michel Tournier Viernes o los limbos del Francia Pacífico (Vendredi ou les limbes du Pacifique)

1969 Aimé Césaire Una tempestad (Une Martinica (Francia) tempête) 1986 John Maxwell Foe Sudáfrica Coetzee

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