Sangre Dorada Jack Williamson
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Sangre dorada Jack Williamson [1] Sangre dorada Jack Williamson Jack Williamson SangreSangre doradadorada [2] Sangre dorada Jack Williamson Título Original: Golden blood Traductor: Martín Lalanda, Javier [3] Sangre dorada Jack Williamson 1 LA LEGIÓN SECRETA En Arabia, a mediodía, el sol se parece curiosamente al claro de luna. Su cegador brillo, como el de la luna, elimina todos los colores, en un despiadado contraste de blanco y negro. Los sentidos se obnubilan ante su penetrante llama, y lo que los árabes llaman kaylulah, la siesta, viene a ser un tiempo de supina rendición ante el superno día. Price Durand, tumbado en el abrasador puente de la goleta bajo una toldilla descolorida por el sol, se encontraba en ese curioso duermevela en que uno sueña a sabiendas de que está soñando y contempla las propias visiones como si se tratase de un espectáculo. Pero Price, o al menos la parte consciente de su mente, se sorprendía de lo que veía. Pues estaba contemplando Anz, la ciudad perdida de la leyenda, en el mismo lugar en que se levantara, oculta, en el corazón del desierto. Imponentes murallas ceñían sus arrogantes torres y a sus pies se extendían los verdes palmares del gran oasis. En su sueño veía abiertas las puertas de Anz, de sólidos batientes de bronce. Un hombre salió de ellas, montado en un gigantesco dromedario blanco, un hombre con una brillante cota de malla de oro que llevaba una pesada hacha de metal amarillo. El guerrero franqueó las puertas, pasó entre las altas palmeras del oasis y penetró en medio de las leonadas dunas del desierto de arena. Se dirigía en busca de algo y sus dedos cogían firmemente el mango de la gran hacha. El dromedario blanco estaba asustado. Una mosca comenzó a zumbar alrededor de la cabeza de Price, quien se incorporó con un bostezo. ¡Aquel sí que era un sueño condenadamente extraño! Había visto la antigua ciudad tan vívidamente como si la hubiese tenido delante de los ojos. Su subconsciente debía de haber estado trabajando a partir de la leyenda, pero en ella no se decía nada de un hombre con armadura dorada. A fin de cuentas, hacía demasiado calor para preocuparse por un sueño, demasiado calor incluso para pensar. Se enjugó el sudor del rostro y miró a su alrededor, entornando los ojos para protegerse de la claridad cegadora. El mar de Arabia llameaba bajo el implacable sol, era una llanura de vidrio fundido. El inflamado cielo estaba teñido de cobre; un calor seco y punzante se derramaba de él. Una leonada línea de arena marcaba el horizonte norte, donde las desoladas y cambiantes dunas de Rub’Al Khali se encontraban con el mar incandescente. La goleta Inés, tan furtiva y siniestra como su negruzco patrón, originario de Macao, permanecía inmóvil sobre el cálido y acerado océano a una [4] Sangre dorada Jack Williamson milla de la costa, mientras sus velas sucias y flácidas arrojaban enjutas e inútiles sombras sobre los grasientos puentes. Price Durand, echado debajo de su andrajosa toldilla, se hallaba saturado de la obsesiva soledad del tórrido mar y de las ardientes arenas. La indefinida y melancólica hostilidad de aquel desierto desconocido, tan próximo, fluía a través de él como una corriente tangible, silenciosa y siniestra. Durante aquellos largos días sus emociones habían llegado a encontrarse singularmente contrapuestas, pensaba, desde que la goleta dejara el mar Rojo, como si dos fuerzas luchando dentro de él, se disputasen su persona. Price Durand, soldado de fortuna maltratado por el mundo, tenía miedo de aquel desierto, el más cruel y el menos conocido de todos los del planeta, pero por supuesto no hasta el punto de querer abandonar la expedición; no era de ese tipo de gente capaz de renunciar por miedo. Por eso luchaba contra el leonado y melancólico poder del desierto, ferozmente determinado a no ser dominado por su silencioso sortilegio. La otra parte de él, la que se acababa de despertar, daba la bienvenida al obsesivo espíritu del desierto, entregándose a él alegremente. La auténtica soledad le hacía señas, la oscura crueldad se concretaba en una muda llamada. La misma hostilidad severa de la región que había asustado al antiguo Price Durand atraía de manera fascinante al nuevo. —Ahí viene Fouad —resonó la voz tranquila de Jacob Garth desde el puente de proa—. Puntual al día de nuestra cita. El lunes nos pondremos en marcha hacia el interior. Price miró a Jacob Garth. Era un hombre inmenso y enorme, de barba roja, con una engañosa apariencia de blandura que encubría su fuerza de hierro. Su piel se veía blanca y tersa; no parecía quemada ni bronceada por el sol, que había tostado la de los demás hasta darle el color del chocolate oscuro. Sin soltar los prismáticos con los que había estado escrutando la roja línea de la costa, Jacob Garth se volvió lentamente, pero con soltura. No evidenciaba excitación alguna; sus pálidos ojos azules eran fríos y desprovistos de emoción. Pero sus palabras despertaron a la goleta de su sueño lleno de sol. Joao de Castro, el atezado eurasiático de ojos oblicuos, escoria de la degenerada Macao, salió de su cabina y comenzó a hacer, con evidente excitación y chillando, todo tipo de preguntas en portugués y en un inglés descompuesto. De Castro era pequeño, físicamente insignificante, y sólo conseguía imponer su autoridad a la tripulación por la fama de asesino que tenía. Price no sentía gran simpatía por ninguno de aquellos extraños compañeros de aventura; pero Joao era el único al que realmente odiaba. Aquel odio era natural e instintivo; había brotado de algún profundo pozo dentro de su naturaleza nada más verle; y Price sabía que el hombrecillo de Macao le correspondía cordialmente. Jacob Garth acalló las enfebrecidas preguntas del patrón con una simple palabra, que pareció retumbar: [5] Sangre dorada Jack Williamson —¡Allí! Pasó los prismáticos al hombrecillo, señalando la línea de ondulantes arenas, al otro lado del rielante e inflexible mar. La atención de Price recayó en Garth. Al cabo de tres meses no sabía más de aquel hombre que el día en que se había encontrado con él. Jacob Garth era un constante enigma, un acertijo que Price no había conseguido resolver. Su ancho rostro, blanco como el sebo, era una máscara. Su espíritu parecía tan reflexivo e imperturbable como grande era su cuerpo. Price jamás le había visto manifestar la menor sombra de emoción. Presumiblemente, Garth era inglés. En cualquier caso, hablaba inglés sin acento y utilizando el vocabulario de un hombre educado. Price se imaginaba que quizá podía tratarse de un miembro de la aristocracia arruinado por la guerra, que intentaba con aquella fantástica expedición recobrar su fortuna. Pero tal suposición no había sido confirmada. Resultaba extraño, y casi divertido, observar a Jacob Garth tan inmóvil e inmutable como un Buda, mientras la excitación que había creado con sus palabras se extendía por el barco como una llama. Los hombres se levantaron de un salto de los lugares en donde habían estado echados sobre el puente, o echaron a correr por las escaleras para alinearse a lo largo de la borda entre gritos y empellones, olvidados ya del sol abrasador mientras escrutaban el horizonte de arena. Price examinó la formación con ojo crítico. Un puñado de gente ruda, aquella veintena de aventureros endurecidos por la vida, que se denominaban a sí mismos la “Legión Secreta”. Pero un puñado de gente ruda era precisamente lo que exigía aquella empresa; allí no había sitio para novatos remilgados. Cada hombre de la “Legión Secreta” había servido en la Gran Guerra. Aquello era esencial, vista la naturaleza real del cargamento de la goleta, oficialmente calificado de “maquinaria agrícola”. Ninguno tenía menos de treinta años y unos pocos pasaban de la cuarentena. Sólo uno, además de Price, que había sido granjero en Kansas. Nueve eran británicos, elegidos por Jacob Garth. Los otros representaban a media docena de países europeos. Todos los hombres estaban entrenados en el uso de los “artículos” del cargamento; y todos eran del tipo de gente capaz de usarlos con desesperación y valentía mientras buscaban el fabuloso tesoro que Jacob Garth les había prometido. A simple vista, los hombres alineados cerca de la barandilla no podían ver nada. A regañadientes, Price se puso en pie y cruzó el ardiente puente hasta el lugar donde estaba Garth. Sin mediar palabras, el hombre obeso cogió los prismáticos de las temblorosas manos del capitán y se los pasó a Price. —Eche un vistazo por encima de la segunda línea de dunas, señor Durand. Ante las lentes desfilaron interminables filas de altas crestas de arena roja. Después, Price vio dromedarios, una línea de puntos [6] Sangre dorada Jack Williamson oscuros arrastrándose por el amarillento flanco de una larga duna, que descendían hacia el mar en interminable procesión. —¿Seguro que son sus árabes? —preguntó. —Desde luego —contestó Garth, con su voz atronadora—. Como verá, esto no es una carretera principal. Ya he hecho antes otros tratos con Fouad. Le he prometido doscientas cincuenta libras de oro al día por cuarenta guerreros montados y doscientos dromedarios extra. Sabía que podría contar con él. Pero Price había oído hablar antes de Fouad el Akmet y de su banda de renegados, compuesta de beduinos harami o salteadores de caminos, y sabía que poco se podía contar con el viejo jeque, excepto para cortar tantos cuellos como fuese posible en cuanto se presentase la ocasión. El lacerante sol condujo bien pronto a los hombres al amparo de las exiguas sombras. Un silencio opresivo cayó de nuevo, y la soledad vasta y hostil del Rub’Al Khali —la “Morada Vacía”— anegó una vez más la pequeña goleta con su claridad cegadora e implacable.