2A4c2ad8154a265905a0bbfad5
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
LA BIBLIOTECA N° 11 | Primavera 2011 ÍNDICE 3 Editorial Diálogos 14 • Ricardo Forster: “El kirchnerismo vino a enloquecer la historia”. Por Sebastián Scolnik 50 • Christian Ferrer: “En los ritmos últimos de la experiencia popular se expresa la humillación, el dolor, la crueldad, la soledad de los vencidos”. Por Horacio González 72 • Eduardo Grüner: “La verdadera política empieza cuando las masas empiezan a preguntarse qué clase de Estado tiene que ‘retornar’”. Por Verónica Gago, Sebastián Scolnik y Mario Santucho 122 • Alejandro Kaufman: “Se ha alcanzado un techo en la posibilidad de desarticular críticamente los discursos dominantes”. Por Horacio González, María Pia López y Sebastián Scolnik La década política 164 • Flecos de una conmoción (A diez años de diciembre de 2001). Por Eduardo Rinesi 184 • “Las tensiones creativas de nuestro proceso revolucionario”. Por Álvaro García Linera 204 • Pensar lo político: la (doble) excepción latinoamericana. Por Diego Sztulwark y Sebastián Scolnik 224 • Desfondamiento, realización y agonía. Por Gabriel D’Iorio 238 • Entre la microeconomía proletaria y la red transnacional: la feria popular como desafío a la ciudad neoliberal. Por Verónica Gago La década cultural 258 • Poesía civil (2001). Para un diccionario crítico de la lengua (inéditos). Por Sergio Raimondi 264 • Exhibir cuerpos, transitar espacios, producir escrituras. Algunos episodios de la narrativa argentina de la última década. Por Juan Pablo Canala 292 • Tiempo de carnaval. Política del conocimiento, minería y semiopraxis de la serpiente. Por Alejandro F. Haber 310 • Fragmentos de un discurso rockero. Por Leandro Barttolotta e Ignacio Gago Contornos y semblanzas 330 • El ademán contornista. Por David Viñas 342 • León Rozitchner: “Ser coherente significa estar empecinadamente metido en ahondar una idea”. Por Ana Da Costa y Sebastián Scolnik 350 • Un adiós a David Viñas. Por Germán García 358 • León Rozitchner, filósofo. Por Ricardo G. Abduca Modos intelectuales 366 • Psicoanálisis, retórica y política. Por Jorge Alemán y Ernesto Laclau 374 • Escarnio y verdad: las armas de la crítica. Por Horacio González 394 • Bibliotecas en la literatura. Por José Luis de Diego 410 • Mariano Moreno, un intelectual controvertido. Por Dardo Scavino 420 • Castellani: “Estilo oral”, crítica y teoría. Por Diego Bentivegna 432 • Añoranza y revolución. Lo indio, lo negro y lo cholo en lo “santiagueño” en el norte argentino. Por José Luis Grosso 1 LA BIBLIOTECA N° 11 | Primavera 2011 448 • Deshilvanar. Fragmentos. Representación del cuerpo en la tortura y la represión. Narrativas argentinas 1960-1990. Por Liliana Lukin Museo del libro y de la lengua de los argentinos 458 • Un museo en construcción. Por María Pia López Archivos, documentos y polémicas 472 • El archivo personal de César Tiempo en la Biblioteca Nacional. Por Natalia González Tomassini 480 • Querido Zeitlin: César Tiempo y la Biblioteca Nacional. Una historia de mudanzas. Por Solana Schvartzman 490 • Mastronardi, el gran lector. Por Agustín Alzari 494 • Desventuras de las estatuas porteñas. Por Mario Tesler 516 • El Libro de Donaciones de la Biblioteca Nacional argentina. Por Gustavo Míguez y Jorge Díaz 528 • En la producción de eventos centenarios. El mito de la primera historieta argentina. Por José María Gutiérrez 544 • Cuadros de vida. Por Hernán Martignone 2 LA BIBLIOTECA N° 11 | Primavera 2011 Editorial Realidad y ficción de las bibliotecas nacionales I Un simple registro de las situaciones institucionales de las bibliotecas nacionales de América Latina revela la disparidad que las constituye. La Biblioteca Nacional de nuestro país depende de la Secretaría de Cultura y tiene un grado importante de autarquía. La de Bolivia actúa en conjunto con el Archivo Nacional y ambos dependen de la fundación cultural del Banco Central; la de Brasil es una Fundación, régimen habitual en ese país, dependiente del Ministerio de Cultura y tiene a su cargo las funciones integrales de una biblioteca nacional: depósito legal, planes de fomento de la lectura y bibliotecas populares. La de Chile también está incluida junto a los archivos nacionales, dentro de la misma organización, una Dirección General de Archivos y Museos. La de México forma parte de la Universidad Autónoma de México, a la que José Vasconcelos preparó bajo la consigna extrema de: “por mi raza hablará el espíritu”. Vasconcelos también fue director de esa Biblioteca Nacional. Casi todas las grandes bibliotecas nacionales –Venezuela, Colombia, Uruguay– tienen bajo su gestión a la fundamental institución del depósito legal o la atribución del ISBN. No es el caso de la Biblioteca Nacional de la Argentina. En cuanto a las bibliotecas populares, casi todas las bibliotecas nacionales de América Latina son cabeza de esa red. No lo es en la Argentina, debido no a un desarrollo frágil de los conglomerados bibliotecarios, sino por el contrario, a la plenitud de su ramificada diversificación. La trama bibliotecaria argentina es de las más nutridas del subcontinente y su tradición intelectual en materia de bibliotecas, luce como una de las más encumbradas. La Biblioteca Nacional es Moreno, Groussac, Borges. La Conabip es Sarmiento. La Biblioteca del Congreso es la Constitución de 1853, es el patrimonio de Juan María Gutiérrez. La Biblioteca Nacional de Maestros es (también) Sarmiento, es el Monitor de la Educación Común, es Lugones. Cuando decimos es, decimos se vincula, arrastra esos símbolos, rumorea los signos de esas memorias, conlleva laboriosamente esos nombres, entre otros. Nos referimos pues a que son las marcas culturales más importantes que traen estas instituciones, insignias profundas de la intervención del Estado y de las huellas genealógicas que emanan de ciertas vidas intelectuales. La bibliotecología argentina cuenta con nombres como el de Pedro de Angelis, Alberto Navarro Viola, Vicente y Ernesto Quesada, Paul Groussac, Manuel Selva, Josefa Sabor, Roberto Juarroz. Borges escribe una obra nunca ajena a las vicisitudes de la bibliotecología, ciencia a la que trata como un juego clasificatorio perteneciente a las posibilidades de construir conceptos que organizan el orden, pero bajo un sentimiento de infinitud, desolación y laberinto. El orden es sorprendido en un punto de irrisión. Estos atributos lúdicos de la literatura borgeana impiden que figure en la lista más eximia de los biblio- tecarios argentinos –como figura Leibniz entre la de los bibliotecarios alemanes–, aunque su presencia secreta tiene una fuerza que no puede evitarse. Lo mismo pasa con Juarroz. La meditada exactitud poética de sus paradojas lírico-metafísicas no parece ajena a un melancólico orden bibliotecario. Muchos libros de importancia hay en la bibliotecología argentina, pero nos gustaría referirnos, una vez más, al trabajo de Josefa Sabor sobre Pedro de Angelis. En este gran trabajo, cuyas fichas de investigación se conservan en la Biblioteca Nacional de nuestro país, se exponía el itinerario de este 3 LA BIBLIOTECA N° 11 | Primavera 2011 fundamental archivista, que al mismo tiempo se ofreció como publicista de los gobiernos argentinos durante la primera mitad del siglo XIX. El archivista, el coleccionista, el filatelista, el devoto a escarbar en los planos arcaicos en los que habitan objetos descartados, es hijo de una extraña pasión. La había intentado describir Rimbaud en Una temporada en el infierno: Me gustaban las pinturas idiotas, dinteles historiados, decoraciones, telas de saltimbanquis, carteles, estampas populares; la literatura anticuada, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos para niños, óperas viejas, canciones bobas, ritmos ingenuos. Soñaba con cruzadas, con viajes de descubrimientos de los que no hay relatos, con repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos. Si desechamos el componente de ingenuidad y bobería que Rimbaud le atribuye a su propio gusto por esos objetos exóticos, evidentemente estamos ante el placer del coleccionista, que se lanza a dar vuelta atrás con una actitud aceptable de todo ciudadano –hacer cortes necesarios con el pasado para vivir su obligatorio horizonte del presente–, para rescatar lo que se arroja al olvido, al desván de los trastos viejos o al vaciadero municipal. El coleccionista es el personaje así que presenta el oficio contrapuesto al ciudadano que vive en su sincronía con la época. Es el juntador de los materiales que el tiempo ha sancionado con el decreto de obsolescencia. El enorme placer, muchas veces religioso y fetichista de ese coleccionismo es el de la pérdida de las nociones más profundas sobre el juego dramático de la cultura. El mundo cultural paga el precio de su frágil vitalidad en cuotas sigilosas de pérdidas, extravíos y hecatombes. El coleccionista, o es un ser desperado que pierde la orientación en medio de la acción desleal del tiempo, o se trans- forma en un escéptico y maduro recolector que sabe actuar entre ruinas. II Entonces: ¿el coleccionista es hijo de una esperanza de preservación absoluta o de la creencia de que el tiempo, los hombres y las luchas producen un deterioro ineluctable en toda materia cultural? Lo primero es ingenuo, lo segundo es fatal. Se trata de fundamentar un coleccionismo no ingenuo ni adoratriz, que sepa de la continua destrucción de los documentos de la civilización. Todos formamos parte, lógicamente, de políticas y actitudes dirigidas a impedirlo. Pero nos referimos a una actitud,