Q01-00040-N40-2008-11.Pdf
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
2 Índice: • Casi un siglo de cuento dominicano. René Rodríguez Soriano. • La mancha indeleble. Juan Bosh. • La última aventura de Charlot. Tomás Hernández Franco • Placeres muertos. Iván de Paula. • Glooning. Mario Dávalos. • Del Realismo mágico a la ciencia ficción. Linda Morales Caballero • El Nahual. Fernando Ureña Rib • Reseña: Unión, de Yerry Batista. ¿Primera novela dominicana de ciencia ficción? • Código naranja. Yerry Rivera • Miedo pánico / Juego 007. René Rodríguez Soriano • Amanecer entre los vientos. Amelia del Mar Hernández • Revolución. Rey Emmanuel Andujar • Historia del cine ciberpunk. 1995. Screamers. Asesinos cibernéticos. Para descargar números anteriores de Qubit, visitar http://www.eldiletante.co.nr Para subscribirte a la revista, escribir a [email protected] 3 Casi un siglo de cuento dominicano René Rodríguez Soriano Talismán o resguardo contra el pasmo, las paperas y el mal gusto, siempre traigo conmigo mi cuaderno azulito de finales del bachillerato. No es rojo ni escarlata, mi cuaderno azulito de cimarrona estampa. Ni son mías las palabras, pero cuánto quisiera, contar lo que me cuentan en sus textos mis paisanos. Del Sena al Camú. Si nos aventuráramos a trazar una línea casi recta desde las noches parisinas, donde Tomás Hernández Franco da forma y cincela los textos de “El hombre que había perdido su eje” (1925), hasta las mil veces borradas riveras del Camú, donde Pastor de Moya urde su insólito “Buffet para caníbales” (2001), veremos que, aunque ha corrido mucha agua bajo los puentes, la joven cuentística dominicana no ha cumplido el siglo todavía. Juan Bosch, considerado por muchos como el gran estilista de la cuentística dominicana, escribiría su primer cuento (“La mujer”) en el año 1932; y se animaría a publicar “Camino real”, su 4 primer libro de cuentos, el 24 de noviembre de 1934. Mucho antes de Bosch, en los albores del siglo y con mucho tiempo de anticipación a una sistematizada práctica escritural del género en el continente, y contestes con las autorizadas palabras de Américo Lugo, Virginia Elena Ortea con los textos de su libro “Risas y lágrimas” (1901), señalaría un “nuevo rumbo a la corriente literaria nacional.” Después vendría, incluso anticipándose al famoso decálogo de Horacio Quiroga –quien a la sazón tenía apenas 25 años de edad-, José Ramón López con su libro “Cuentos puertoplateños”, en 1904 . Años más tarde, en 1923, en “El Mundo” de México, Pedro Henríquez Ureña publicaba, sin firma, sus “Cuentos de la Nana Lupe”. En “El hombre que había perdido su eje”, un libro escrito en pleno primer cuarto del siglo XX, vamos a encontrar, sino el primer cuento dominicano escrito con el objetivo de relatarnos una historia maravillosa, jamás contada; valiéndose de reglas y parámetros que hoy, a la vuelta de casi un siglo, mantienen una novedad y una vitalidad que nos envuelve y nos atrapa por el ritmo con que ha sido escrita. “La última aventura de Charlot”, un texto vertiginoso, audaz, donde lo surreal y lo fantástico se tutean con una familiaridad y un desenvolvimiento singularísimo, constituye una aplastante alegoría contra la insensibilidad y la ceguera del mundo. La comunicación viajaba en barco de vapor entonces y, por cualquier mirar de medio lado, un general se alzaba con un bando; Santo Domingo era una aldea a la que los aires de vanguardia que hervían en Europa no le fueron ajenos. Fabio Fiallo y sus amigos bebieron de las fuentes mismas del modernismo, otros lo harían en el naturalismo, el costumbrismo o el criollismo, que ya tomaba cuerpo en los suelos de América, y en todos los suelos bullían los aires de apertura y de expansión. No debemos dejar pasar por alto que, desde el 29 de agosto de 1916, Santo Domingo había sido ocupada por el ejército de los Estados Unidos, presencia que se mantuvo en nuestra tierra hasta el 12 de julio de 1924, cuando los Marines salen definitivamente del país. Para esos mismos días, si se recuerda, era dado a conocer en París, inquietante libro de Tomás Hernández Franco (“El hombre que había perdido su eje”, 1925), y en La Habana, Cuba, Ricardo Pérez Alfonseca publicaría “El último evangelio”, (Editorial Hermes 1927). En la mediaisla, en cambio, Juan Bosch comenzaba a publicar sus primeros textos y poemas bajo el seudónimo de Rigoberto Fresni. Luego viajaría por España y Venezuela, sorprendiéndolo fuera del país dos acontecimientos demoledores. El primero, la ascensión a la presidencia de Rafael Leonidas Trujillo, el 16 de agosto de 1930; y el segundo, el 3 de setiembre del mismo año, el paso del ciclón San Zenón devastando la ciudad de Santo Domingo. Baní no era una fiesta A mediados de 1931, Bosch regresa a Santo Domingo. El 24 e3 noviembre de 1932 dará a conocer “Camino real”. Libro que inaugura, indiscutiblemente la cuentística formal dominicana. Tanto estilísticamente, como por el ritmo y el enfoque con los que el autor se enfrenta al texto y a la época que vive su país y el mundo que conoce, los textos de Juan Bosch, plantean una distancia abismal con el trabajo que venían realizando los escritores dominicanos de entonces y, muy importante, podían advertirse lazos comunicantes con lo que ya venía aconteciendo en la tierra ancha del continente americano, en el género. En ese interregno habían publicado sus primeros trabajos los uruguayos Horacio Quiroga y 5 Felisberto Hernández; en Venezuela Julio Garmendia Publicaba “Tienda de muñecos” (1927); y en Argentina, Jorge Luis Borges daría a conocer su “Historia universal de la infamia” en 1935. En el 1936 aparecía traducida al francés la colección “Cuentos negros de Cuba” de Lydia Cabrera; y el chileno Juan Emar, ya para el 1937 daba los primeros toques a su colección que habría de titularse “Diez”. El tiempo de la efervescencia en el continente de las letras le tocó a Ramón Marrero Aristy, Néstor Caro, José Rijo, Sócrates Nolasco, Julio Vega Batlle, Manuel del Cabral, Ramón Lacay Polanco, y Ángel Rafael Lamarche, quien, como un testimonio de su divagar por el mundo daría a la estampa sus “Cuentos que Nueva York no sabe”, en 1949 en México. Todo acontecía a ritmo inusual. Como en el cine, con planos contrapuestos y, aunque eran muy primarios los medios de comunicación, se transmitían los lazos comunicantes. Entre los años en que el colombiano Gabriel García Márquez escribía “Los funerales de La Mama Grande”, el argentino Julio Cortázar publicaba su “Bestiario” (1951); Juan Rulfo en México, “El llano en llamas” (1953); el guatemalteco Augusto Monterroso, “Obras completas y otros cuentos” (1959), y Roa Bastos en Paraguay, “El trueno entre las hojas” (1953); otro tanto hacía Juan Bosch, sus libros “La muchacha de la Guaira” (1948), “Cuento de Navidad” (1955) y “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” (1956), veían la luz en La Habana, Cuba, el primero, y en Santiago de Chile, los dos restantes. En Santo Domingo, en pleno fragor de los aprestos para el montaje de la Feria de la Paz y la Confraternidad del mundo libre que apantallaba los monumentales desafueros y desmanes que ya venía cosechando el “Padre de la Patria Nueva, Primer Maestro, benefactor de la iglesia y mejor amigo de los hombres de trabajo, el generalísimo y doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, harían su aparición “Cibao” (1951) de un Tomás Hernández Franco que, aún guarecido bajo las alas del cuervo, no dejaba de ser torrencial y brillante; Hilma Contreras con “Cuatro cuentos” (1953), abriendo nuevas trochas de expresión y búsquedas; Virgilio Díaz Grullón “Un día cualquiera” (1958); J.M. Sanz Lajara “El candado” (1959), y Juan Bosch, en exilio, más o menos por los mismos días, escribe “La mancha indeleble”. Aquí, por el momento, paro de contar. El 30 de mayo del 1961, en una emboscada en la carretera de San Cristóbal, amigos y enemigos del tirano ponen fin a su insana vida. El país, adormecido y expoliado por más de 30 años, comienza a desperezarse. Las letras también. René del Risco Bermúdez sale de las ergástulas de la tiranía donde, por más que le pisotearon y ultrajaron, nunca pudieron borrarle su pinta de dandy, buen conversador y meticuloso urdidor de historias que habrían de solidificar y afianzar los avances que en las lides del cuento ya habían sentado sus antecesores. Armado de magníficas lecturas y dueño de una impecable técnica de narrador; bajó una tarde al mar a tutearse con los peces y medusas. En su efímero tránsito por nuestras letras dejó uno de los textos más entrañablemente tiernos y venerados por generaciones de dominicanos: “Ahora que vuelvo Ton”. Entre finales del año 1950 y principios de los sesentas, cobró cuerpo y comenzó a gestarse una estirpe de narradores que habrían de abordar la escritura del cuento con un rigor y una entrega espartanos. Discípulos directos de Bosch, lectores avezados y tenaces que, además de desentrañar claves y técnicas que sacaban a flote los escritores del Boom latinoamericano, abrevaban en las fuentes de los maestros indiscutibles del género, ya en sus propias lenguas o en muy bien cuidadas traducciones, que para la época coparon las librerías y bibliotecas abiertas del país. En el 1972, Roberto Marcallé Abreu, un escritor que había presentado credenciales desde 6 mediados de los sesenta, radiografiando y proyectando la violencia y desolación que campeaba en los barrios de la parte alta de la ciudad de Santo Domingo, en un relato descarnado hasta el vómito, tuvo el pulso y el valor de congelar este momento espeluznante de la historia civil de la República Dominicana. “Las pesadillas del verano”, navegando en los litorales de la crónica periodística y la ficción, plasma en blanco y negro una imagen perdurable del despotismo y la ignominia: Batiendo un bien templado tambor pluralista, y haciendo galas de un excelente dominio no sólo en los linderos del poema o de la música, entra en el ruedo Manuel Rueda con “La Bella nerudiana” y “De hombres y de gallos”; textos en los que la voz femenina asume un papel protagónico, contestatario, que se antepone abiertamente al discurso representado por “Anselma y Malena” en los textos de Hernández Franco del 1951.