biblioteca abierta colección general estudios de género

Del amor y otras pasiones Élites, política y familia en Bogotá, 1778-1870

Del amor y otras pasiones Élites, política y familia en Bogotá, 1778-1870

Guiomar Dueñas Vargas

VICERRECTORÍA DE INVESTIGACIÓN DIRECCIÓN DE INVESTIGACIÓN SEDE BOGOTÁ EDITORIAL FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA

2014 catalogación en la publicación universidad nacional de

Dueñas Vargas, Guiomar, 1946- Del amor y otras pasiones : élites, política y familia en Bogotá, 1778-1870. Guiomar Dueñas Vargas. – Bogotá : Universidad Nacional de Colombia (Sede Bogotá). Facultad de Ciencias Humanas. Escuela de Estudios de Género, 2014. 348 pp. – (Biblioteca Abierta. Estudios de Género)

Incluye referencias bibliográficas

ISBN: 978-958-761-918-8 1. Cortejo amoroso - Historia - Colombia - Siglo XIX 2. Elección del conyuge – Colombia - Siglo XIX 3. Matrimonio - Historia - Colombia - Siglo XIX 4. Familia – Historia - Colombia - Siglo XIX 5. Colombia - Condiciones sociales - Siglo XIX I. Título II. Serie

CDD-21 306.734 /2014

Del amor y otras pasiones Élites, política y familia en Bogotá, 1778-1870

Biblioteca Abierta Colección General, Serie Estudios de Género

© Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, Facultad de Ciencias Humanas, Escuela de Estudios de Género Primera edición, 2014 ISBN: 978-958-761-918-8

© Vicerrectoría de Investigación, sede Bogotá, 2014 © Editorial Universidad Nacional de Colombia, 2014 © Guiomar Dueñas Vargas, 2014

Facultad de Ciencias Humanas Comité editorial Sergio Bolaños Cuéllar, decano Jorge Rojas Otálora, vicedecano académico Luz Amparo Fajardo, vicedecana de investigación Jorge Aurelio Díaz, profesor especial Myriam Constanza Moya, profesora asociada Yuri Jack Gómez, profesor asociado

Diseño original de la Colección Biblioteca Abierta: Camilo Umaña

Preparación editorial Centro Editorial de la Facultad de Ciencias Humanas Esteban Giraldo González, director Felipe Solano Fitzgerald, coordinación editorial Diego Quintero, coordinación gráfica [email protected] www.humanas.unal.edu.co

Bogotá, 2014

Impreso en Colombia

Figura de contraportada (p. 4): José María Samper y Soledad Acosta de Samper, El libro de los ensueños y el amor. Fondo Soledad Acosta de Samper, 1855. Ms 005 (Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1855).

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio, sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. Tabla de contenido

Agradecimientos ...... 11

Introducción ...... 15

Deseo erótico, amor y matrimonio ...... 35

Entre el deseo y el amor ...... 40

El oscuro pecado del deseo ...... 41

Entre el ágape y los pragmáticos intereses de los padres ...... 47

El amor y la libre elección de pareja ...... 50

La rebeldía de Andrea ...... 53

El matrimonio casto ...... 61

Caldas, el científico ...... 62

Caldas y la Ilustración ...... 63

Caldas y el culto de la sensibilidad ...... 65

La Ilustración, el culto de la sensibilidad y las mujeres ...... 71

El matrimonio es el camino hacia la perfección ...... 74

Vida familiar y conflictos políticos ...... 83

Sexualidad y limpieza de sangre ...... 91

La aristocracia caucana ...... 94

Sexualidad, limpieza de sangre, y endogamia ...... 98

Las «pequeñas travesuras» de Tomás...... 102

Los desencuentros de Mariana y Tomás ...... 105

Tomás, el marido ausente ...... 117

Las transgresiones de las Ibáñez ...... 127

Las mujeres y la Revolución de Independencia ...... 128

Los Ibáñez Arias: una familia patriota ...... 132

Bernardina, «La reina de Cundinamarca» ...... 135

«La adorada Nica» ...... 140

El matrimonio de Nicolasa y Antonio José Caro...... 142

Nicolasa y la política ...... 146 «¡Qué desgracia es querer mucho!» ...... 148

«Los hombres hacen la leyes y las mujeres las reputaciones» ...... 155

Bogotá: la persistencia de la tradición ...... 158

Don Rufino Cuervo: amigo, padre y marido ...... 161

Rufino Cuervo: amigo, ciudadano y educador ...... 172

Sociedad civil y placeres domésticos ...... 179

La sociabilidad burguesa ...... 182

Los discursos sobre la feminidad y el espacio doméstico ...... 184 «Instruid a las mujeres, ahogad su corazón

en ese foco de luz que ilumina» ...... 187 Doña Josefa Acevedo de Gómez:

otra visión del mundo doméstico ...... 189

El romanticismo en la Nueva Granada ...... 193

Un diseño ...... 193

El romanticismo y las mujeres que escribían ...... 196 Las mujeres y el amor en las obras de ficción

de Soledad Acosta de Samper ...... 196

«¡Y tú no sabes cómo yo te amo!»...... 203

José Eusebio Caro, el poeta ...... 206

Blasina, el único amor ...... 211

La ausencia ...... 214

El circunspecto amor de Blasina ...... 219

La educación de los hijos ...... 227

El desencanto de José Eusebio Caro del país ...... 229

Cortejo y noviazgo ...... 235

Los goces y agonías del amor ...... 239

El cortejo ...... 248

Reflexiones de Soledad sobre el amor ...... 249

Entre el amor y las demandas de la patria ...... 253

El noviazgo ...... 255

Noviazgo y sexualidad ...... 258 El amor conyugal ...... 267

La enfermedad del hogar ...... 268

«Quisiera verte, vida de mi vida, quisiera oír tu suave hablar»...... 269

«El ruidito de los chinos queridos» ...... 282

Agripina y la expulsión de las monjas ...... 288

Conclusión ...... 297

Cambios en la escogencia de pareja ...... 298

Cambios en los discursos de masculinidad y feminidad ...... 299

El amor romántico ...... 302

Bibliografía ...... 309

Índice analítico ...... 335 x

José María Samper Detalle de Pensamientos y recuerdos consagrados a la Srta. Ángel Soledad A. Fondo Soledad Acosta de Samper, 1854-55. ms 004 (Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1855). Agradecimientos

a lo largo de los varios años de gestación y producción de este libro he contraído deudas de gratitud con varias personas e insti- tuciones en Colombia y en los Estados Unidos. Mis más rendidos agradecimientos a Inés Ancízar, descendiente directa de Manuel Ancízar, quien en extraordinario acto de generosidad y confianza me permitió escudriñar la correspondencia personal entre él y Agripina Samper Agudelo. Agradezco a Gilberto Loaiza por pro- porcionarme la conexión con Inés a través del colega Fabio Zam- brano Pantoja. Durante mis frecuentes estadías en Bogotá, en las que visité archivos y bibliotecas, y en las que escribí, me beneficié de la hospitalidad de Yolanda Puyana, de su energía y de su opti- mismo contagiante. Reflexioné mucho durante mis conversaciones con Florence Thomas sobre el tema constante de las mujeres colom- bianas. A ella le agradezco los comentarios a un capítulo del libro. Debo gestos de solidaridad al Grupo Mujer y Sociedad, que me acogió con calor en cada visita a mi ciudad; agradezco a Yolanda López por sus agudos comentarios a un capítulo del libro, cuando este todavía se encontraba en «obra negra». De Abel López, colega de mis años en la Universidad Nacional de Colombia y amigo de siempre, recibí consejos sobre autores y lecturas; a Guiomar Cuesta,

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la poeta, a Jaime Eduardo Jaramillo, a la Kika Martínez y a Néstor Gutiérrez les debo su calurosa acogida durante tantos «veranos» en Bogotá. Agradezco a Ángela Robledo, de la Escuela de Género de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Co- lombia, por sus gestiones para la publicación de esta investigación, y a Vera Grabe por sus acertadas observaciones sobre el manus- crito. Una mención especial debo a Guiomar Aya, quien desde siempre ha sido mi asistente y mi constante compañera de inves- tigación; su apoyo moral ha sido crucial en mi vida. A Douglas Uribe, por su amor antiguo y generoso y por las muchas rosas rojas con que me prodiga en mis visitas a Colombia. Este libro tomó su dirección definitiva gracias a las conversa- ciones permanentes que sostuve con Asunción Lavrin, quien me apoyó, animó y prodigó consejos durante todo el proceso de es- critura. Contar con su amistad y sabiduría ha sido un regalo de la vida. En los Estados Unidos conté con el apoyo intelectual de mis colegas Bill French y Donald Stevens, quienes leyeron el manus- crito en su totalidad. Sus detalladas observaciones y sugerencias beneficiaron enormemente el producto final. A Pamela Murray, Rebecca Earle, William Lofstrom, Víctor Manuel Uribe-Urán, Ann Twinam, James Blythe, Dennis Laumann y Alcira Dueñas, otros amigos y colegas que leyeron partes del manuscrito, les debo su interés y su generoso apoyo intelectual. Mi proyecto no hubiera visto la luz sin la ayuda financiera de algunas instituciones y el apoyo de muchos funcionarios. Mis agra- decimientos a Colciencias, por financiar la investigación inicial que motivó mi interés en los temas de identidad e intimidad de las élites bogotanas; al Programa de Estudios de Género (hoy, Escuela de Es- tudios de Género) de la Facultad de Ciencias Humanas de la Univer- sidad de Colombia; al Archivo General de la Nación, en donde conté con la colaboración de Mauricio Tovar y del personal de la sala de in- vestigadores, siempre dispuesto a proporcionar información y faci- litar las tareas del investigador; a los funcionarios de la Casa Gómez Campuzano, sede de la Biblioteca Luis Ángel Arango; a la Biblioteca Nacional de Colombia y al archivo de la Academia Colombiana de Historia, lugares en donde encontré ayuda incondicional.

12 Agradecimientos

En los Estados Unidos, mis agradecimientos al Departamento de Historia de la Universidad de Memphis, especialmente a Jannis Sherman, quien respaldó mis numerosos viajes a Colombia; y a la Facultad de Ciencias y Artes de la Universidad de Memphis, que financió mis varios viajes y estadías en Bogotá. Mis hijos y nietas son fuente de inspiración. Gracias a Francina, a Arturo y a mis adorables nietas, Ameliè y Emma, por darme tantos motivos de celebración. A ellos dedico este libro.

13 x

José María Samper y Soledad Acosta de Samper Detalle de El libro de los ensueños y el amor. Fondo Soledad Acosta de Samper, 1855. Ms 005 (Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1855). Introducción

En las sociedades colombianas es desconocida esa horrible enfermedad europea que se llama el matrimonio de conveniencia. Allí, gracias a Dios, todo el mundo se casa por amor, jamás por interés o razón de estado. De ahí proviene que entre nosotros hay gran mora- lidad en la vida del hogar, y que los juicios de divorcio son fenomenales.1

José María Samper era el feliz esposo de Soledad Acosta, la importante escritora bogotana del siglo XIX. El matrimonio de los jóvenes se había realizado en 1853, después de un accidentado no- viazgo. La lectura del diario de noviazgo de Soledad fue el punto de partida de este libro2. El escrito, un viaje a las inescrutables

1 José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas (hispano-americanas, 19): con un apéndice sobre la orografía y la población de la Confederación Granadina (París: Imprenta Thumot y Cía., 1861; Bogotá: Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1945), 263-264. Las citas corresponden a la edición de Biblioteca Popular de Cultura Colombiana. 2 Véase la excelente edición del manuscrito de Soledad Acosta que hizo Carolina Alzate, Diario íntimo y otros escritos de Soledad Acosta de Samper (Bogotá: Alcaldía Mayor, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2004).

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profundidades del enamoramiento, es por un lado refrescante- mente contemporáneo, debido a la fácil identificación con las emociones contradictorias —de felicidad suprema, de agonía sin límites, de idealización y de ceguera— con las que asociamos comúnmente al amor. Por otro lado, el diario está firmemente plantado en un momento histórico, y refleja la adhesión de la autora a ciertos códigos y rituales inscritos en el amor romántico que se expandió entre las élites letradas neogranadinas de me- diados de siglo XIX. La época del cortejo de Soledad fue un pe- riodo de intensa introspección, de autoanálisis obsesivo de los estados del alma, de revelación mutua y de verificación de los ver- daderos sentimientos del amado. El deseo erótico que se percibe en cada entrada del diario no se expresaba, permanecía oculto en los rincones más profundos de su mente. Soledad, como las jóvenes de su tiempo que aspiraban a casarse, espiritualizaba el deseo y filtraba todos los elementos de la pasión que pudieran amenazar y poner en peligro el matrimonio. La correspondencia personal de miembros de la élite burguesa neogranadina evidencia el intenso apego emocional entre esposos, devoción que probablemente existió, pero que en épocas anteriores no era requisito para contraer matrimonio. La obsesión de José Eu- sebio Caro por su esposa, Blasina Tobar, y el amor conyugal que crecía con el tiempo entre Manuel Ancízar y Agripina Samper contrastaban con el distanciamiento y frialdad de matrimonios realizados dos generaciones atrás, como el de Tomás Cipriano de Mosquera y Mariana Arboleda, casados a comienzos de la Indepen- dencia. Lejos, también, parecían los tiempos de Nicolasa Ibáñez y de Manuelita Sáenz, quienes incitadas por el fuego del amor apa- sionado, vivieron relaciones prohibidas con los hombres más pode- rosos de la Revolución de Independencia. El apego amoroso de estas mujeres era trasgresor. Desde los tiempos de la conquista el amor apasionado —que se confundía con lo moralmente ilícito y que co- múnmente aparece registrado en las fuentes judiciales y eclesiás- ticas como «torpe ayuntamiento»— era contrario al matrimonio y generalmente se asociaba con relaciones extramatrimoniales.

16 Introducción

Desde las décadas posteriores a la Independencia, el amor tendió a ser canalizado y controlado dentro del matrimonio. El movimiento romántico contribuyó a resaltar los aspectos sublimes del amor. El romanticismo, más que un movimiento lite- rario, era una manera de sentir, un estado en el que la sensibilidad y la imaginación predominaban sobre la razón. José María Samper decía que el romanticismo […] despierta las pasiones generosas removiendo fuerte- mente las fibras del corazón; suscita la fecunda curiosidad de lo desconocido; abre al entendimiento, sorprendido en su primitiva ingenuidad, hermosos y vastos horizontes y estimula las almas, ricamente dotadas por el soplo divino, a solicitar y perseguir las supremas maravillas de lo ideal y levantarse a las remotas y encum- bradas regiones de lo perdurable […].3

Las fronteras entre el arte y la vida se borraban en la poesía de los románticos; el mundo objeto de su inspiración poética era el del espíritu, el de las relaciones suprasensibles; y los temas favoritos de su escritura eran la naturaleza —que los arrebataba por su gran- diosidad—, la patria, la religión, la mujer y el amor. José María Samper había sido víctima de las flechas de cupido en el instante en que posó sus ojos sobre Soledad. En el amor romántico, la atracción física, característica de la pasión erótica, se transformaba en una intuición de las cualidades del otro que se percibían como necesarias para la unión en el matrimonio. En el diario en el que re- gistró su romance, el joven escribía sobre su amor a primera vista: La vi el 15 de agosto y la amé instantáneamente. Mi amor fue súbito, misterioso. ¿Qué amaba yo en ella? No su fortuna porque yo la ignoraba, i soy muy noble en eso de intereses; no sus virtudes, porque no las conocía; no su hermosura porque ella sí tiene una belleza fantástica, poética y espiritual, —belleza extraña, tipo sin semejanza que revela melancolías profundas, ensueños i genio— no

3 José María Samper, Selección de estudios (Bogotá: Biblioteca de Autores Colombianos, 1953), 181.

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tiene sin embargo, la hermosura femenil en el sentido que el vulgo le da a esa palabra. —¿Entonces de qué me apasioné? He aquí el mis- terio: era que el dedo de Dios me la señalaba.4

El amor romántico no transgredía el orden de las cosas como sí lo hacía el amor apasionado. Aquel se ajustaba a los mandatos de la religión, era un misterio divino, ataba a la pareja en el cielo y era para siempre. En el amor romántico el deseo erótico se sublimaba en aras de la perdurabilidad de la relación. El amor romántico, que ocurría entre jóvenes sensibles pro- pensos a la melancolía y entre damas de apariencia delicada y sen- timientos sublimes, estuvo socialmente condicionado. En la Nueva Granada este fenómeno cultural floreció a mediados del siglo XIX y estuvo restringido a una clase social, más precisamente a las élites cultas que tenían el tiempo y las condiciones materiales para cul- tivar los sentimientos. Es preciso aclarar que aquí me refiero a una tendencia sobre el cambio en las nociones del amor. Ejemplos de amor romántico pueden encontrarse en todos los tiempos y lu- gares, y sin distingo de clase; algunos han sido registrados poéti- camente en la literatura, como las desventuras del amor imposible entre Abelardo y Eloísa, los cantares del rey Salomón, la tragedia de Romeo y Julieta, y los sonetos de Shakespeare. Pero si los sen- timientos de apego entre hombres y mujeres han existido siempre, lo que ha cambiado a través del tiempo es la forma en que las so- ciedades han ejercido control sobre ellos, debido a sus potenciales efectos disruptivos para la buena marcha de la sociedad5.

4 José María Samper, 7 de enero de 1855, en Diario íntimo de José María Samper Agudelo, Fondo Soledad Acosta de Samper (Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1855), Manuscrito 006. El diario íntimo comienza el 1.º de enero de 1855 y termina el 4 de mayo del mismo año, el día anterior a la boda. [Subrayado en el original] 5 Sobre este tema, véase por ejemplo a William Goode, «The Theoretical Importance of Love», American Sociological Review 24, n.° 1 (febrero 1959): 38-47; Jean Louis Flandrin, La moral sexual en Occidente. Evolución de las actitudes y comportamientos (Barcelona: Ediciones Juan Granica, S. A., 1984), 9-50; Williard Gaylin y Ethel Person, eds., Passionate Attachments: Thinking about Love (Nueva York: The Free Press, 1988), 15-17.

18 Introducción

A pesar del carácter decididamente personal de los diarios y de la correspondencia intimista —fuentes principales de este estudio—, leerlos en un contexto amplio y en relación con los grandes temas del siglo XIX neogranadino puede ser extraordinariamente reve- lador. Los muchos temas que sugieren nos remiten a la historia de las emociones y se enlazan con importantes temas de la historia social y política. El siglo XIX no fue solo una época de revoluciones y de grandes aspiraciones en relación con el Estado. Fue también un pe- riodo en el que ocurrieron cambios en la vida emocional de hombres y mujeres que se manifestaron, primero, en la gradual aceptación de que la escogencia de pareja debía ser materia que concernía a los jóvenes para quienes la atracción y el amor era la principal razón de la selección. Aunque el matrimonio seguía siendo asunto de alianzas familiares, e involucraba intereses económicos, estatus y prestigio, criterios como la atracción y la compatibilidad de temperamentos empezaron a ser decisivos. Segundo, en la importancia conferida al cortejo como periodo de autoconocimiento emocional, revelación mutua e identificación de sentimientos verdaderos. Tercero, en la creación del hogar, en los discursos sobre la maternidad y en el as- censo de la mujer doméstica. Un tema explícito a lo largo de este trabajo es el de las emo- ciones, especialmente aquellas relacionadas con los afectos. Las emociones no son intrínsecamente irracionales y de interés ex- clusivo de la biología. Como lo señala Eva Illouz, las emociones son concurrencias de «excitaciones fisiológicas, mecanismos percep- tivos y procesos interpretativos». Así definidas, ellas se sitúan en el umbral donde el cuerpo, lo cognitivo y lo cultural convergen6. La inclusión de las emociones en los sistemas éticos, de pensamiento, y de los juicios de valor elaborados por hombres y mujeres a través de la historia es defendido por la filósofa Martha Naussbaum, quien señala que lejos de ser fuerzas incontrolables, desligadas de lo que consideramos significativo en la vida, las emociones son

6 Eva Illouz, Consuming the Romantic Utopia: Love and the Cultural Contradiction of Capitalism (Berkeley: University of California Press, 1997), 3.

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«respuestas inteligentes a lo que se percibe como importante» y en las que el yo está intensamente involucrado7. En los escritos sobre la historia de las emociones se reconocen dos perspectivas. La primera se refiere al énfasis en las actitudes y valores que un grupo social manifiesta frente a las emociones, y en el que juega un papel considerable en su construcción, interpretación y expresión. La segunda alude a las experiencias emocionales personales8. En este trabajo abordo las emociones desde los dos ángulos: el de la regulación social y el de la experiencia personal. De las constelaciones emocionales asociadas con el matri- monio, la del amor romántico fue medular. Este era distinto al amor apasionado que, en la Nueva Granada, solía envolver a los amantes en relaciones extraconyugales que traspasaban las ba- rreras del color y del grupo social de pertenencia. El amor ro- mántico, cuyos orígenes se encuentran en el amor cortesano del siglo XII —que era casto o adúltero, pero no conyugal—, desde el siglo XVIII se volvió imprescindible para el matrimonio9. A él se amarró el culto de la domesticidad y las esferas separadas se con- virtieron en su marco ideológico.

Análisis historiográfico José María Samper se equivocaba cuando atribuía a los europeos la horrible costumbre del matrimonio por conveniencia. La tendencia hacia relaciones de mayor intimidad en la familia ha sido abordada por muchos historiadores europeos y norteamericanos. Norbert Elias escribió que el cambio en las costumbres amorosas había hecho parte del proceso civilizatorio que involucraba el constreñimiento de las

7 Martha Naussbaum, Upheavals of Thought: The Intelligence of Emotions (Cambridge: Cambridge University Press, 2001), 1. 8 Los autores de esta categorización de las emociones son Peter N. Stearns y Carol Z. Stearns. El enfoque colectivo de lo emocional es denominado por ellos emotionology ‘emocionología’ y la experiencia emocional personal es llamada simplemente emotion ‘emoción’. Peter N. Stearns y Carol Z. Stearns, «Emotionology: Clarifying the History of Emotions and Emotional Standards», The American Historical Review 90, n.° 4 (octubre 1985): 813-815. 9 Sobre los cambios en las nociones del amor, véase Gayling y Person, eds., Passionate Attachments…, 17-20.

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pasiones, el cambio en los hábitos sexuales del hombre y de la mujer, y la creciente canalización de las emociones en el privado recinto de la familia legalmente constituida10. Los historiadores de la familia han descrito los cambios en el amor como la «revolución de sentimientos» de la edad moderna. La mayoría ha situado sus inicios en el último tercio del siglo XVIII. Se ha discutido si la frialdad marital y la indi- ferencia de la madre hacia los hijos era un rasgo de las sociedades tradicionales, que desapareció en la edad moderna. En lo que sí se concuerda, no obstante, es en la asociación de los cambios en la vida afectiva con los cambios en la vida material, en el desarrollo de la economía de mercado, y con el creciente individualismo de las socie- dades occidentales11.

10 Norbert Elias, The Civilizing Process: The Development of Manners: Changes in the Code of Conduct and Feeling in Early Modern Times (Nueva York: Urizen Books, 1978), 88-89. 11 El papel de los afectos en la familia fue explorado inicialmente por Lawrence Stone, quien tomó como parámetro las familias de clase alta y las convirtió en agentes de la revolución de los sentimientos en Inglaterra. Véase del autor The Family, Sex and Marriage in England 1500-1800 (Nueva York: Harper Torchbooks, 1979). Esta tesis ha sido refutada por Alan McFarlane, quien atribuye protagonismo directo a los sectores populares, a su intenso individualismo y a los cambios introducidos por el capitalismo temprano, en Marriage and Love in England, 1300-1840 (Oxford: Basil Blackwell Ltd., 1987), 153-160; Keith Wrightson, English Society 1580-1680 (Newark: Rutgers University Press, 1988); Ralph Anthony Houlbrook, The English Family, 1450- 1700 (Londres y Nueva York, 1984); Flandrin, La moral sexual en Occidente...; Jean Louis Flandrin, Orígenes de la familia moderna (Barcelona: Editorial Crítica, 1979); Jacques Sole, El Amor en Occidente durante la edad moderna (Barcelona: Argos S. A., 1977); Jack Goody, La evolución de la familia y el matrimonio en Europa (Barcelona: Herder, 1986); Francesca M. Cancian, Love in America (Cambridge: Cambridge University Press, 1987); Elizabeth Franklin Lewis, Women Writers in the Spanish Enlightenment: The Pursuit of Happiness (Hampshire, Inglaterra: Ashgate Publishing Limited, 2004); Lisa Vollendorf, «Good Sex, Bad Sex, and Intimacy in Early Modern Spain», Hispania 87, n.° 1 (marzo 2004): 1-12; Carmen Martín Gaite, Los amores del dieciocho en España (Madrid: Anagrama, 1988); Georgina Dopico Black, Perfect Wives, Other Women: Adultery and Inquisition in Early Modern Spain (Durham: Duke University Press, 2001).

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¿En qué medida la identificación del matrimonio con el amor en la Nueva Granada fue parte de estas tendencias? Las fuentes con- sultadas confirman la trayectoria observada en Europa, sin embargo, no se podría decir que fue una «revolución» que transformó los va- lores, las costumbres, la posición de las mujeres, los hábitos sexuales y de convivencia de amplios sectores de la sociedad neogranadina. La intimidad era asunto de la pareja. Como lo señalara Brundage, la respuesta a la atracción sexual no se ha sometido en el pasado, ni en el presente, a un modelo único y uniforme12. Desde la Conquista y a largo del periodo colonial se había desarrollado una cultura de los afectos caracterizada por encuentros sexuales temporales o perma- nentes, casi siempre fuera del matrimonio, entre individuos de dife- rentes razas, condiciones sociales, niveles económicos y persuasiones religiosas. El matrimonio no fue la vía más transitada para la canali- zación de la sexualidad o para la domesticación de los afectos. Fue, en cambio, una institución que sirvió a los fines de consolidación social, política y económica de los sectores de las élites burguesas neograna- dinas. En la República, la cultura de los afectos al margen de la ins- titucionalidad continuó vigente. La Iglesia se atribuía la potestad de imponer una moral sexual uniforme —pretensión que se reflejaba en la ley civil— pero sin mucho éxito. La población no se guiaba por la ética moral católica en su vida privada; al margen de la norma o de la predicación, esta se orientaba por sus afectos. Es más, entre la escasa población que se casaba, el lazo afectivo del núcleo familiar a ex- pensas de la parentela y la libertad personal para escoger pareja fuera de las redes familiares de pertenencia no eran ocurrencias frecuentes. Los lazos de parentesco, la afiliación a clanes familiares, la utilización del matrimonio para cimentar conexiones entre redes de familias y el alineamiento político de las familias, que orientaba la escogencia de pareja dentro del partido político deseable, fueron rasgos de la di- námica familiar del siglo XIX. Además, mientras la «revolución de los sentimientos» fue parte y parcela del proceso de secularización de la

12 James A. Brundage, Law, Sex and Christian Society in Medieval Europe (Chicago: The University of Chicago Press, 1987), 595.

22 Introducción

edad moderna, en la Nueva Granada siguió prevaleciendo la Iglesia. El romanticismo, que influyó en el amor romántico, se inspiraba en la simbología católica. El Estado, las familias y la Iglesia perseguían fines comunes con la domesticación del amor en el matrimonio, entre estos objetivos, la moralidad de las costumbres, que recaía sobre los hombros de las mujeres, era el más importante. Escritos referidos al amor romántico han enfatizado las re- laciones entre este sentimiento y la modernidad. Colin Campbell aduce que las raíces de las tendencias modernas del consumo hedonista, del buen gusto y la moda se encuentran en el movimiento romántico del siglo XVIII13. Eva Illouz explora la intersección de las emociones románticas y el consumo en la sociedad contempo- ránea, y enfatiza en la función del romance como elemento demo- cratizador del ideal de prosperidad de la sociedad norteamericana de consumo14. Karen Lystra asocia las manifestaciones del amor romántico del siglo XIX en los Estados Unidos con la creciente se- cularización de las clases medias y considera que el gran aporte del amor/romance fue el reforzamiento del individualismo15. Secularización, consumo, individualismo y clases medias —nociones ligadas a la modernidad— parecían todavía lejanas en la Nueva Granada del ochocientos. No obstante, con el movi- miento ilustrado, la emancipación política y la construcción de la nación, se dio paso hacia una modernidad favorecida por la so- ciedad burguesa, la misma que contribuyó a la modernidad en Europa16. ¿Quiénes eran los burgueses neogranadinos? ¿Qué tenían

13 Colin Campbell, The Romantic Ethic and the Spirit of Modern Consumerism (Cambridge: Basil Blackwell Inc., 1990). 14 Eva Illouz, Consuming the Romantic Utopia. Véase especialmente la parte 3: «The Business of Love», 187-207. 15 Karen Lystra, Searching the Heart: Women, Men, and Romantic Love in Nineteenth-Century America (Nueva York: Oxford University Press, 1989). 16 Véase el original e innovador libro de Jerrold Seigel, Modernity and Bourgeois Life: Society, Politics and Culture in England, France and Germany since 1750 (Cambridge: Cambridge University Press, 2012). De acuerdo con el autor, en cada país (Inglaterra, Francia y Alemania) la sociedad burguesa «da forma al ritmo y a la naturaleza del cambio a

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en común Francisco de Paula Santander con José María Samper?, ¿Nicolasa Ibáñez con Soledad Acosta? Los burgueses neograna- dinos no eran una clase claramente conformada, como tampoco sucedió en países como Inglaterra, Francia, y Alemania. El término burguesía, de acuerdo con Jerrold Seigel, posee un amplio rango de significados no limitados al mero poder económico17. El vocablo se refiere a agregados de personas influyentes unidas por una densa, aunque informal, red de conocidos, que se extendía más allá del confín de lo local. Más que a una rígida categoría económica, el término burguesía hace referencia a nuevas prácticas culturales, a la emergencia de una forma de vida constituida por conductas co- tidianas, por reconocibles códigos en los modos de vestir y hablar, por el refinamiento en la conducta y por las maneras de relacio- narse en la intimidad del hogar. La sociedad burguesa se movía en tres tipos de redes: la de la oferta y la demanda de bienes y servicios; la de la administración del Estado; y la de las profesiones. Las tres redes, con sus múltiples conexiones con otros grupos, confor- maban la estructura de la vida social. Estas categorías presentadas por Siegel dan luces para entender el desarrollo de la modernidad burguesa neogranadina en el siglo XIX. Con la desaparición de la aristocracia colonial a comienzos del siglo, grupos provenientes de las regiones conformaron redes de notables que figuraron en la guerra y en la política partidista que se fraguaban en la capital. Hacia mediados del siglo XIX cobraron importancia las redes de profesionales, abogados, escritores, periodistas, profesores y cien- tíficos, más interesados en los asuntos de la cultura que la gene- ración anterior. La expansión de la imprenta y la comunidad de

través de esferas tan diversas como la política, el dinero, las finanzas, las relaciones de género y la vida artística, literaria y musical […]». Seigel, Modernity and Bourgeois Life…, 1. 17 Los burgueses, de acuerdo con Seigel, tenían distintos papeles dependiendo de su actividad profesional: los administrados del Estado, los funcionarios públicos, los médicos, los abogados, los periodistas, no eran menos burgueses que los que se dedicaban a la producción industrial o los banqueros. El rasgo común de los burgueses era su influencia en diferentes categorías de redes, y su capacidad de conectarse unos con otros a larga distancia de forma eficiente. Seigel, Modernity and Bourgeois Life…, 41-42.

24 Introducción

lectores y lectoras, el aumento de vehículos culturales como libros, periódicos y museos, ilustran la activa vida cultural de la ciudad18. Movimientos como el romanticismo causaron impacto en la lite- ratura y en la vida íntima de hombres y mujeres. El romanticismo francés contribuyó a hacer prominente el tema del amor en las pu- blicaciones femeninas, en los periódicos y en las correspondencias personales. El lenguaje del amor romántico se volvió de uso común en las visitas, en los bailes, en las funciones de teatro y en los rin- cones urbanos escogidos por los enamorados. El amor adquirió un valor supremo y se confundió con la felicidad doméstica. Los estudios históricos relacionados con estos temas apenas comienzan. Rebecca Earle, en su artículo «Love Letters in Colonial Latin America», presenta la superioridad del género epistolar sobre otro tipo de fuentes para indagar sobre la intimidad de la vida do- méstica19. Ann Twinam, en su libro Public Lives, Private Secrets, a través de numerosas cartas y de otros documentos de archivo, descubre la complejidad de las relaciones amorosas en la Hispa- noamérica colonial20. Ramón Gutiérrez proporciona ejemplos de rechazo al mandato paterno en la elección de pareja entre jóvenes que defendían el derecho al amor a finales del sigloXVIII 21. Susan Socolow escribe sobre las costumbres matrimoniales en la Co- lonia cuando todavía el matrimonio y el amor no hacían pareja22. Asunción Lavrin rescata las actuaciones de la neogranadina María

18 Este fenómeno, común a otras ciudades de América Latina, es captado por Ángel Rama en su importante libro, La ciudad letrada (Hanover, N. H.: Ediciones del Norte, 1984), 71-101. 19 Rebecca Earle, «Letters of Love in Colonial Spanish America», The Americas 62, n.° 1 (julio 2005): 17-46. 20 Ann Twinam, Pubic Lives, Private Secrets: Gender, Honor, Sexuality and Illegitimacy in Colonial Hispanic America (Stanford: Stanford University Press, 1999). 21 Ramón Gutiérrez, «Honor, Ideology, Marriage Negotiation, and Class- Gender Domination in New Mexico, 1690-1846», Latin American Perspectives 12 n.° 1 (invierno 1985): 81-104. 22 Susan Socolow, «Amor y matrimonio en la América Latina colonial», en Cuestiones de familia a través de las fuentes, ed. por M. Mónica Ghirardi (Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba, 2006), 19-57.

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Martínez de Nisser, en beneficio de su esposo, movida por el amor que le profesaba23. Carlos A. Mayo, refiriéndose a las expresiones de amor entre la juventud rioplatense, señala que aunque no eran abundantes, tampoco eran excepcionales, y que la palabra «vo- luntad», como sinónimo de atracción y como justificante para la boda, empezó a entrar en desuso hacia 1820. Para las décadas pos- teriores, Mayo presenta evidencias del surgimiento de la pasión24. Jeffrey M. Shumway, analizando disensos matrimoniales de la sociedad bonaerense en la época de la Independencia, encuentra que los jóvenes expresaban sus sentimientos más abiertamente, al tiempo que la autoridad patriarcal parecía suavizarse25. Teresa Pe- reira Larraín, usando testimonios de jóvenes enamorados, llega a conclusiones diferentes a las de Shumway en su estudio sobre Chile. Aunque la juventud se oponía a los intereses prácticos de los padres en la selección de pareja, la autora considera que los casos anali- zados no son suficientes para hablar de una tendencia significativa de mayor libertad de los hijos en sus decisiones personales con res- pecto al matrimonio26. Sergio Vergara Quiroz selecciona y edita el epistolario de mujeres chilenas, y analiza su contenido a la luz de distintos periodos históricos27. La correspondencia personal del al- mirante chileno Agustín Arturo Prat Chacón y su esposa, Carmela Carvajal, se refiere a aspectos de su cotidianidad, pero son cartas formales y carentes de la expresividad afectiva que se descubre en la correspondencia de los actores del presente libro28.

23 Asunción Lavrin, «Hispanic American Women, 1790-1850: The Challenge of Remembering», Hispanic Research Journal 7, n.° 1 (marzo 2006): 71-84. 24 Carlos A. Mayo, Porque la quiero tanto. Historia del amor en la sociedad rioplatense (1750-1860) (Buenos Aires: Biblos, 2004). 25 Jeffrey M. Shumway,The Case of the Ugly Suitor and Other Histories of Love, Gender, and Nation In Buenos Aires, 1776-1870 (Lincoln y Londres: University of Nebraska Press, 2005). 26 Teresa Pereira Larraín, Afectos e intimidades: El mundo familiar en los siglos XVII, XVIII y XIX (Santiago: Universidad Católica de Chile, 2007). 27 Sergio Vergara Quiroz, Cartas de mujeres en Chile, 1630-1885. Estudio, selección documental y notas (Santiago de Chile: Andrés Bello, 1987). 28 Agustín Arturo Prat Chacón, cartas de Agustín Arturo Prat Chacón y Carmela Calderón, Memoria chilena. Biblioteca Nacional de Chile,

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Esta investigación indaga sobre las emociones relacionadas con el amor entre sectores de la élite burguesa que vivieron tem- poral o permanentemente en Bogotá desde finales de la Colonia hasta 1870. Enlaza la vida emocional con otras manifestaciones de la modernidad burguesa neogranadina, como la política y la cultura, y ofrece información biográfica y de contexto de individuos y fa- milias que ilustran las tendencias emocionales de la época. Estudiar las familias de la élite burguesa permite entender la gradual transformación de la representación de las emociones y de las costumbres en el amor. La escogencia de pareja por los intere- sados, y no por los padres, constituía un reto al dominio patriarcal ejercido directamente sobre la familia. El emergente aprecio hacia la mujer en el hogar fue asunto de las familias burguesas y surgió como superación de los imperativos aristocráticos sobre las rela- ciones de parentesco, en los que las mujeres estaban estructural- mente subordinadas. Don José María Samper estaba equivocado cuando decía que el matrimonio por amor era universal en la Nueva Granada. Ma- trimonios por exclusivos intereses de estatus social y de fortuna siguieron ocurriendo. El matrimonio consagrado por la Iglesia, al que hacía referencia Samper, tampoco era una práctica común entre las gentes. La escasa nupcialidad observada a fines de la co- lonia siguió siendo una característica notable de la sociedad bo- gotana del siglo XIX, y fue causa de preocupación de la época, como se expresó en la prensa local29. Tomada en su conjunto, la vida fa- miliar de los bogotanos continuó inserta en los viejos patrones de una Iglesia que intentaba ejercer control sobre la vida familiar y de la franca inobservancia de las normas matrimoniales por la ma- yoría. Las uniones informales, las relaciones extramatrimoniales y el alto número de hijos ilegítimos registrados en los archivos pa- rroquiales a lo largo del siglo siguieron siendo tan numerosos como

http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-3308.html#documentos (consultado el 13 de junio del 2010). 29 Véase, por ejemplo, el artículo del periodista Emiro Kastos [Juan de Dios Restrepo] «El yugo matrimonial», en el que explica la renuencia de los jóvenes a casarse. El Mosaico 11 (marzo 1859).

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en la Colonia30. La vida íntima de estas sociedades continuó ci- mentándose en el vínculo amoroso, con sus componentes eróticos y de ternura, y con episodios de apego y desapego, de abandono, de reconciliación, de celos y de sufrimiento, constitutivos de la vida de hombres y mujeres dentro o en las márgenes de la insti- tución matrimonial. El periodo escogido en este estudio estuvo cargado de aconte- cimientos políticos. La cronología política de la época incluye su- cesos como las tensiones entre plebeyos y aristócratas a finales de la Colonia, la Independencia, la construcción del Estado, la lucha entre facciones políticas y el surgimiento de los partidos Liberal y Conservador. Estos acontecimientos han sido la materia favorita de los historiadores. Escasa atención se ha prestado a los cambios en la sensibilidad y en las formas de expresar el amor. En este estudio arguyo que los cambios políticos, sociales y culturales ocurridos en la Nueva Granada, desde fines de la Co- lonia hasta 1870, ayudaron a transformar el significado del amor, en el sentido de «purificarlo» y de hacerlo compatible con los sa- grados fines del matrimonio y la familia, y contribuyeron a de- linear modelos de feminidad y masculinidad afines a los intereses de la sociedad burguesa.

Fuentes y estructura del libro El género epistolar y los diarios íntimos fueron fuentes valiosas para recobrar la experiencia personal de los miembros de las élites neogranadinas. Mientras que las memorias políticas, que usual- mente documentan ideologías, intrigas y alianzas por el poder, ayudan a la reconstrucción de la vida política, económica, insti- tucional —sustancia de la esfera pública—, las cartas personales y los diarios íntimos, además de contener información de hechos políticos, de ideologías y de formas de habitar el mundo exterior, arrojan luz sobre la trama de la vida privada y de los sentimientos, y sobre la manera en que estos eran concebidos, experimentados y

30 Guiomar Dueñas Vargas, «Los archivos parroquiales de Bogotá en el siglo XIX», investigación en curso, 2012.

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representados. Para explorar el mundo femenino, el género epis- tolar y los diarios son particularmente valiosos. Solo a través de las palabras de las mujeres podemos llegar a su subjetividad. El deber ser, que procedía de la literatura prescriptiva, era apenas un as- pecto del complejo mundo de las mujeres. Las cartas y los diarios describen texturas múltiples de sumisión y vulnerabilidad, pero también de agencia y negociación en sus relaciones afectivas. Las fuentes que permitieron sumergirme en la vida íntima de miembros de las élites neogranadinas fueron los diarios íntimos de Soledad Acosta y José María Samper, además de otros escritos in- éditos de Samper; la correspondencia personal de Manuel Ancízar y Agripina Samper; la colección de cartas familiares de Mariana Arboleda de Mosquera; la correspondencia de José Eusebio Caro y Blasina Tobar durante el exilio del político conservador; y la co- rrespondencia de Rufino Cuervo con amigos personales y políticos. Otro tipo de fuentes corresponden a las actas sobre matri- monios y defunciones de los archivos parroquiales de Bogotá en el siglo XIX, las colecciones de periódicos de la época, colecciones de documentos públicos y privados, información genealógica, me- morias, literatura del siglo XIX, literatura histórica sobre el siglo XIX y tratados clásicos sobre la sexualidad y el amor romántico. Mi metodología evita la narrativa lineal. En la mayoría de los capítulos opto por la presentación de perfiles emocionales de fa- milias o parejas a quienes estudio en el contexto de sus relaciones interpersonales y de sus interacciones sociales. Busco explicar cómo sus valores, sus formas de concebir la amistad y la relación entre los sexos se insertaban dentro de marcos normativos. Intento demostrar también cómo sus conductas reflejaban un alto grado de decisión personal y de cuestionamiento o desdén del orden es- tablecido. En lo posible, doy la palabra a los protagonistas de mis historias; sus voces dominan este estudio. Con esta narrativa per- sonal intento abrir la puerta a las relaciones de intimidad de las élites en el tiempo en que vivieron. No asumo que todos los indi- viduos escogidos sean prototipos, o que sus conductas sean sus- ceptibles de generalizarse a su grupo social. Hay personajes que definitivamente caracterizan una época, como fue el caso de don

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Rufino Cuervo, sobre quien versa el capítulo quinto. No obstante, lo que busco es señalar tendencias en el proceso hacia la indivi- dualización, la subjetividad y la dulcificación de sentimientos de hombres íntimamente ligados con el quehacer político, y de sus amantes o esposas, e hijos, habitantes de la esfera privada. En el capítulo primero examino conceptos claves a lo largo de este estudio, como el deseo erótico, el amor matrimonial y el libre albedrío como condición para la unión, a la luz de la doctrina ca- tólica. Exploro la interpretación que de ellos hacían el clero, la so- ciedad, los padres de familia y algunos jóvenes desde los tribunales de justicia, en el periodo de transición de la Colonia a la República. En el capítulo segundo exploro aspectos de la vida privada e íntima del científico payanés Francisco José de Caldas y de su esposa, Manuela Barahona. Mi intención es examinar su corres- pondencia privada a la luz de la cultura de su tiempo. Caldas hizo parte del grupo de los ilustrados de la Nueva Granada y su estilo epistolar revela influencias de la «nueva sensibilidad», en boga a finales del sigloXVIII . En el capítulo tercero examino los desencuentros emocionales de Tomás Cipriano de Mosquera y de su esposa, Mariana Arboleda, en su largo matrimonio caracterizado por la frialdad y el distancia- miento. La dinámica de este matrimonio estuvo imbricada directa- mente con las Guerras de la Independencia y la fundación de la nueva República. Las revoluciones crearon nuevos escenarios de figuración masculina: el poder de los varones se configuró en torno a los ho- nores militares y a la actividad política, espacios en los que brilló Cipriano de Mosquera. En su vida privada y emocional, conservó las lealtades a los valores patriarcales que combatía en la escena pública. En el capítulo cuarto arguyo que la fragmentación de la aris- tocracia santafereña y la formación de nuevas élites formadas por individuos y familias provenientes de otras regiones, que se entron- caron con las diezmadas familias coloniales, suscitaron cambios en las formas de poder patriarcal sobre los hijos. Me enfoco en las hermanas Nicolasa y Bernardina Ibáñez, quienes a través de sus relaciones pasionales con hombres poderosos pudieron desplegar

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una intensa vida amorosa y una agencia política negada a las mu- jeres de la Colonia. En el capítulo quinto estudio la vida familiar de Rufino Cuervo, prototipo del buen burgués conservador, y de Francisca Urisarri, su esposa. Él representaba al republicano racional que fundaba su honorabilidad en el servicio al Estado y a sus amigos, y en la posesión de una familia que debía estar al margen de sus acti- vidades públicas. Cuervo representa una nueva narrativa familiar: el retorno a las buenas costumbres destruidas por la «barbarie» de la Independencia. En el capítulo sexto contextualizo algunos cambios culturales ocurridos a mediados del siglo, cuando una generación de letrados, periodistas, abogados, hombres de negocios, buscaron reemplazar la espada por la pluma. Examino los discursos de masculinidad de estos grupos, que diferían de los modelos que sacralizaban la fuerza varonil asociada con las armas de la generación anterior. Exploro la prédica de los ideales de feminidad que exaltaban la domesticidad, la espiritualidad, el sacrificio en aras de la felicidad doméstica, y la maternidad. Estudio la difusión del movimiento romántico entre los letrados —hombres y mujeres— y su proyección en los recintos de la intimidad. En el capítulo séptimo examino las expresiones del amor ro- mántico entre José Eusebio Caro y su esposa, Blasina Tobar. Caro, hijo de la apasionada Nicolasa Ibáñez, a diferencia de su madre, canalizó su exaltado romanticismo en el matrimonio. Exploro la personalidad de Caro a la luz de su infancia desafortunada y de su accidentada vida política. Analizo la circunspecta y piadosa per- sonalidad de Blasina Tobar, educada para el servicio al marido y a los hijos, y sus dificultades para expresar sus sentimientos con la libertad con que lo hacía su enamorado marido. Los cambios en el cortejo es el tema del capítulo octavo. Construyo mi narrativa en torno a los diarios íntimos de So- ledad Acosta y José María Samper, que reflejan la impronta de la cultura romántica de medio siglo en la etapa que precedía a la boda. Examino el proceso de la construcción de la subjetividad

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femenina y masculina en una pareja favorecida por el desarrollo cultural de la época. En el capítulo noveno me ocupo de las expresiones del amor romántico en el matrimonio. Este, que era una institución de de- beres y obligaciones sociales asignadas de acuerdo con el género, a menudo generaba conflictos e infelicidad entre los cónyuges. No fue esta la experiencia de Manuel Ancízar y Agripina Samper. Aquí analizo los factores que llevaron a su felicidad conyugal. La acep- tación del solitario Ancízar por la prestigiosa y extendida parentela de Agripina Samper, los beneficios del enlace por el creciente pres- tigio de aquel, las comunes persuasiones políticas de la pareja, la admiración mutua por sus virtudes y méritos, y una gran com- patibilidad psicológica fueron factores que, sumados a la inicial atracción personal, garantizaron el éxito de ese matrimonio.

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Amalia Mosquera de Herrán

(1847-1920) Hija de Mariana Arboleda y Tomás C. de Mosquera. Esposa de Pedro Alcántara Herrán. Este retrato aparece en: Revista Credencial Historia Bogotá n.º 80 (agosto de 1996): 4-5. Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República. Deseo erótico, amor y matrimonio

En febrero de 1778 el doctor Ignacio de la Rocha acudió a la Real Audiencia de Santafé para instaurar una caución contra el matrimonio que pensaba contraer su cuñado, el doctor Juan An- tonio Moya, con Josefa Carballo. El doctor Juan Antonio Moya, descuidando las obligaciones con que nació y en que se ha educado, abandonando el santo temor de Dios, la honra de su parentela, y con desprecio de los derechos canónico, civil, divino y natural, quiere contraer matrimonio con Josefa Carballo, mujer de baja esfera y desigual de todos modos al citado José Antonio, y hallándose ausente mi suegro, no pudiendo yo ni demás parientes permitir este feo borrón en nuestra casa, en ofensa de toda la república, a cuyo bien común mira el justificado celo de Nuestro Católico Monarca en su Pragmática Sanción […] y para ocurrir a tan grave daño, suplico debidamente a V. S. que por la urgencia se sirva suspender las proclamas y las diligencias, man- dando que sin dilación alguna se haga saber a cualquier párroco o ministro a que se omita la asistencia a dicho casamiento y que por ningún modo lo hagan ni solemnicen, entre tanto que yo en uso de mi derecho y de toda la familia alego todo cuanto nos convenga sobre lo ilícito, ofensivo e injurioso que no es solo a nosotros sino

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a todo el bien público y honra de todas las familias distinguidas de esta corte, semejante casamiento, gobernado solo por la torpeza lasciva, y desenfrenamiento de los apetitos del referido Moya.1

Las bases del disenso, como se deduce, eran la gran distancia social entre Juan Antonio y la joven, y el consiguiente deshonor que ese enlace traería a toda la familia2. Este sonado escándalo, que tuvo ribetes violentos y un final inesperado, se enmarca dentro de una acentuada preocupación de las familias notables de Santafé por con- trolar los enlaces de sus hijos en una época en que el creciente mes- tizaje borraba las fronteras del color, y en una sociedad en la que las distancias económicas entre los grupos de poder y la plebe no eran muy significativas. ¿Cuáles fueron los efectos del control de los padres y parientes sobre parejas que, movidas por el amor, despreciaban la desigualad social? Este documento, junto con otros, dan pistas sobre un tema que será materia de estudio en este libro: el papel de los sen- timientos en la vida de hombres y mujeres en relación con la elección de pareja y el matrimonio. La época se caracteriza por el conflicto generacional con respecto al papel de los sentimientos en el matri- monio, y es en los juzgados donde salen a la luz pública aspectos de la vida personal de las parejas y conflictos generacionales en torno a la valoración de la pasión como antesala del matrimonio. El asunto de los sentimientos estaba en el orden del día en el mundo occidental3.

1 Archivo General de la Nación-AGN, «Oposición judicial que hicieran Ignacio de la Rocha y María Rosalía de Moya Guzmán y La Portela, su consorte, al matrimonio de Juan Antonio Moya y Josefa Carballo», febrero 1778, en Archivos civiles, Fondos Colonia (Bogotá: Archivo General de la Nación-AGN), tomo 29, fol. 744-756. [Subrayado en el original] 2 AGN, Archivos civiles, fol. 744 r. y v. 3 Niklas Luhmann analiza la evolución del amor en la Europa occidental desde el siglo XVII hasta el siglo XX. Véase del autor Love as Passion. The Codification of Intimacy, trad. por Jeremy Gaines y Doris L. Jones (Stanford: Stanford University Press, 1982); Anthony Giddens, por su parte, estudia la trayectoria del género, la sexualidad y la identidad como procesos sociales modernos en The Transformation of Intimacy: Sexuality, Love and Eroticism in Modern Societies (Stanford: Stanford University Press, 1992). Véase también Goode, «The Theoretical Importance of

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En algunos países europeos la idea del amor asociado a la libertad y a la realización personal ganó terreno con el creciente individualismo, el comienzo del capitalismo y la llegada del romanticismo4. En la Nueva Granada, lejana todavía a estos cambios culturales, e inmersa en un áspero patriarcalismo, la fuerza de la tradición dejaba pocas fisuras para la rebelión sentimental de los jóvenes. Sin duda, casos de raptos, intercambio de misivas amorosas, rebelión abierta contra los padres, existieron, pero su número y su impacto no debieron ser su- ficientes para ser registrados en los archivos judiciales. Esto contrasta con lo hallado por algunos historiadores en Río de la Plata, Nueva España y Chile5. La tendencia general entre las familias de élite era

Love»; Flandrin, La moral sexual en Occidente…; Flandrin, Orígenes de la familia moderna; Sole, El amor en Occidente durante la edad moderna; Goody, La evolución de la familia y el matrimonio en Europa; Lawrence Stone, «Passionate Attachments in the West in Historical Perspective», en Passionate Attachments, ed. por Willard Gaylin y Ethel Person (Nueva York: The Free Press, Mcmillan Inc., 1988), 15-26; Cancian,Love in America; Janice A. Radway, Reading the Romance (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1984); Franklin Lewis, Women Writers in the Spanish Enlightenment…; Vollendorf, «Good Sex, Bad Sex, and Intimacy in Early Modern Spain»; Martín Gaite, Los amores del dieciocho en España; Dopico Black, Perfect Wives, Other Women… 4 Véase Earle, «Letters of Love in Colonial Spanish America», 21; y Luhmann, Love as Passion…, 129-44. El papel de los afectos en la familia fue explorado inicialmente por Lawrence Stone, quien tomó como parámetro las familias de clase alta y las convirtió en agentes de la revolución de los sentimientos en Inglaterra; véase del autor The Family, Sex and Marriage in England… Esta tesis ha sido refutada por Alan McFarlane, quien atribuye protagonismo directo a los sectores populares, a su intenso individualismo y a los cambios introducidos por el capitalismo temprano, véase MacFarlane, Marriage and Love in England…, 153-160; Wrightson, English Society 1580- 1680; Houlbrook, The English Family, 1450-1700. Estos autores han escrito sobre las prácticas diversas en el cortejo y la flexibilidad en la elección de pareja en la edad moderna. 5 Ramón Gutiérrez, Cuando Jesús llegó, las madres del maíz se fueron: Matrimonio, sexualidad y poder en Nuevo México, 1500- 1846 (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1993), 378-391; Mayo, Porque la quiero tanto…, 45-47; Shumway, The Case of the Ugly Suitor…, 68-95; Pereira Larraín, Afectos e intimidades..., 75-79; Gutiérrez, «Honor, Ideology, Marriage Negotiation, and Class-Gender Domination in New Mexico,

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afirmar la autoridad paterna. La nueva legislación sobre matrimonios confirmaba el poder de los padres, y estos hicieron amplio uso de ese nuevo poder en muchas regiones de Hispanoamérica6. Pero al parecer, entre las familias de mayor prestigio de Santafé, el férreo control sobre los hijos hizo innecesario acudir a las nuevas instancias legales que ofrecía el Estado español7. Las fracturas producidas por la Revolución de Independencia modificarían la composición social de las familias de élite e introducirían nuevas modalidades en las rela- ciones entre los jóvenes y razones diversas para escoger pareja. Pero fue hacia la segunda mitad del siglo XIX cuando el amor, como re- quisito para el matrimonio, adquirió carta de ciudadanía.

1690-1846», 81-104; Robert McCaa, «Gustos de los padres, inclinaciones de los novios y reglas de una feria nupcial colonial: Parral, 1770-1810», Historia Mexicana 40, n.° 4 (abril-junio 1991): 579-614. 6 Por ejemplo, Córdoba, Argentina, ciudad semejante a Santafé en sus costumbres tradicionales que por ser centro de alta cultura, presenta un alto número de disensos. Véase al respecto, Susan Socolow, «Acceptable Partners: Marriage Choice in Colonial Argentina, 1778-1810», en Sexuality and Marriage in Colonial Latin America, ed. por Asunción Lavrin (Lincoln: University of Nebraska Press, 1989), 209-246; Socolow, «Amor y matrimonio en la América Latina colonial», 19-57; Gutiérrez, Cuando Jesús llegó…, 132; Patricia Seed, To Love, Honor and Obey in Colonial Mexico: Conflicts over Marriage Choice, 1574-1821 (Stanford: Stanford University Press, 1988), 123-135. 7 Quienes acudieron a las cortes a presentar disensos matrimoniales, entre 1778 y 1809, fueron familias blancas sin blasones y más vulnerables a la mezcla con estratos plebeyos. Debe anotarse que los reclamos se originaban en la desigual posición social y no en la raza. En este periodo se presentaron ante la Real Audiencia dieciséis disensos, tres de los cuales procedían de Cartagena, San Gil e Ibagué; y dos, de poblaciones vecinas a la capital. De todas las demandas, solo una involucraba a una familia aristocrática de Santafé, la del joven Nepomuceno Álvarez del Casal, quien deseaba casarse con una viuda de desigual condición social. La diferencia de clase resultaba «deshonrosa» para la familia, «por ser nupcias indignas, humillantes, “ofensibles” a la reputación de la familia». AGN, Juicios civiles, vol. 8, Fondos Colonia (Bogotá: AGN, 1801), carpeta 4, fol. 257 r.

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El pleito en cuestión ocurrió en un momento de grandes cambios en la normatividad matrimonial en las colonias. La Prag- mática Real sobre matrimonios, promulgada en España en 1776, aumentaba la autoridad de los padres sobre los enlaces de sus hijos, y la autoridad del Estado sobre la Iglesia en asuntos matrimoniales. Con la Pragmática se reforzaron los aspectos civiles y temporales del contrato matrimonial a través de la intervención directa del Estado en los asuntos tocantes a la responsabilidad de los padres en la selección de pareja y en materias relacionadas con la herencia. La nueva normativa matrimonial que empezó a regir en España exigía el permiso paterno para la celebración del matrimonio de los hijos varones menores de 25 y de las hijas menores de 23 años. La medida se extendió a las colonias americanas en 1778 con la intención de limitar el poder de la Iglesia en torno a las regula- ciones matrimoniales e incrementar el poder de los padres para evitar los matrimonios social y racialmente desiguales. El rápido mestizaje que experimentó la sociedad santafereña a finales de la Colonia estaba borrando las fronteras del color; los recuentos censales ponían en evidencia el acelerado «blanqueamiento» de los santafereños8. Don Jorge Tadeo Lozano, partícipe de la gesta emancipadora, refiriéndose al desvanecimiento del fenotipo de las castas decía: «Sería demasiado prolijo el referir todas esas degra- daciones que algunas veces más bien se fundan en la opinión y concepto político de las gentes que en una diferencia física que las caracterice […]»9. El mestizaje generalizado se había constituido en una fuente de preocupación para las élites, que temían perder su supremacía racial, y los dispositivos de control se reforzaron. Aumentaron las impugnaciones ante la Real Audiencia de casos

8 Desde finales del sigloXVIII se volvió más difícil distinguir a los santafereños por su fenotipo. La mitad de la población de la ciudad declaraba ser de calidad blanca, y la proporción de niños blancos bautizados aumentó, alcanzando la cifra de 61,2% del total de bautizados en los barrios de Las Nieves y La Catedral. Véase Guiomar Dueñas Vargas, Los hijos del pecado. Ilegitimidad y vida familiar en la Santafé de Bogotá colonial. 1750- 1810 (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1997), 91-92. 9 Dueñas Vargas, Los hijos del pecado…, 100.

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sobre legitimidad. Las demandas se presentaban para esclarecer el origen limpio de toda mala raza, el no haber ejercido oficios viles y el ser cristianos viejos10. Se cuestionaba el uso indiscriminado del título de hidalguía por mestizos y blancos pobres que buscaban reconocimiento, y se reclamaba la exclusividad del tratamiento de don y doña para aquellos que tenían reconocimiento social y figu- ración pública. El control social que se buscaba iba de la mano con la regulación de la sexualidad y el matrimonio de la prole.

Entre el deseo y el amor El juicio contra Josefa y su novio refleja cómo se expresaban los valores respecto del placer erótico, el amor y el matrimonio en la sociedad neogranadina al final de la Colonia. Los parientes, al impugnar «la torpeza lasciva y el desenfrenamiento de los ape- titos» del contrayente, se adherían a códigos de sexualidad de la época patrística en los tempranos siglos del cristianismo, que fueron reforzados en las colonias con la normatividad del Con- cilio de Trento (1545-1563). La posición de De la Rocha era com- partida por padres de familia, quienes rechazaban la pasión sexual como ofensiva a los altos fines del matrimonio. La defensa de la libre elección y del amor de los supuestos infractores estaría re- flejando, en cambio, las nuevas tendencias de autonomía entre la juventud del viejo y del nuevo mundo. Uno de los motivos de la expedición de la Pragmática sobre matrimonios fue contrarrestar la progresiva liberalidad de la generación de fines del ochocientos. La protección del matrimonio, como bien de la República y como medio para la conservación del ordenamiento sociorracial, ponía de manifiesto los intereses del Estado y de las familias de estratos superiores, en los que prevalecía la preservación de esas institu- ciones sobre los intereses de los hijos. Detrás de este pleito, que involucraba sexo —insinuado por De la Rocha en su apelación—, amor y matrimonio, había una larga historia de intervención de la Iglesia y el Estado en estos temas. La sexualidad, por ser una fuerza poderosa y peligrosa para el orden social, ha sido regulada por las

10 Dueñas Vargas, Los hijos del pecado…, 105.

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leyes y la religión en todas las sociedades11. En las colonias hispano- americanas, el control de la conducta sexual emanaba del conjunto de códigos canónicos y civiles que evolucionó a lo largo de la Edad Media y la temprana Edad Moderna europea. En Hispanoamérica, una peculiar cultura de los afectos, marginalmente afectada por la normatividad canónica y civil, caracterizó la experiencia colonial y republicana. El matrimonio localizado en el cruce de caminos de la pasión venérea y de los afectos mesurados fue objeto de escrutinio permanente por su centralidad en las nociones de moralidad, de patrones de herencia y propiedad, y crianza de los hijos.

El oscuro pecado del deseo De la templanza en el placer —especialmente dentro del ma- trimonio— recomendada entre los griegos, el cristianismo de los primeros siglos se caracterizó por una actitud de aversión al sexo, asociado con la Caída y el pecado original, haciendo de la pureza sexual el elemento clave de la moralidad cristiana. San Agustín creía que el deseo sexual era la más sucia de todas las debilidades humanas por su capacidad de opacar la razón y desarmar la vo- luntad12. Así pues, era deber del buen cristiano evitar por todos los medios caer en el pecado de la lujuria. La catástrofe ocurrida en el jardín del Edén, según San Agustín, había cubierto a Adán, a Eva y a sus descendientes con un velo de oscuridad representado en la lujuria y en la vergüenza de los hombres por su incapacidad de con- trolar sus órganos sexuales. El sexo, aun dentro del matrimonio, era polución vergonzosa y sórdida que tenía que realizarse en la oscuridad de la noche, lejos de la vista de los hombres13.

11 Véase Brundage, Law, Sex and Christian Society in Medieval Europe, 1; Michel Foucault, Historia de la sexualidad, vol. 3 (Madrid: Siglo XXI, 1987); Rosa E. Ríos Lloret, «Sueños de moralidad: la construcción de la honestidad femenina», en Historia de las mujeres en España y América Latina. Del siglo XIX a los umbrales del XX, vol. 3, ed. por Isabel Morant (Madrid: Cátedra, 2005), 181-206. 12 Brundage, Law, Sex and Christian Society in Medieval Europe, 80. 13 Brundage, Law, Sex and Christian Society in Medieval Europe, 7.

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La implantación de los valores morales cristianos asociados con la sexualidad en las Colonias hispanoamericanas encontró grandes obstáculos entre sociedades con diversas tradiciones sexuales, que desde la Conquista habían generado sus propios patrones de rela- ciones sexuales y de convivencia afectiva14. El matrimonio, la única vía aceptada para canalizar las pasiones venéreas, era la ruta menos transitada. Las conductas «ilícitas» y transgresoras contra el sacra- mento y la moral, el adulterio, la bigamia, el rapto, la cohabitación, la sodomía, practicadas por la población sin distingos de razas y o grupo social, conformaban el ancho espectro de la sexualidad colonial extramatrimonial; y aunque el clero asumió, con un rigor cercano a la obsesión, el control de estos comportamientos, la po- blación no observaba las normas eclesiásticas15. La obra del Concilio de Trento, que buscó sujetar la sexualidad errática dentro de la nor- matividad matrimonial, el uso de los confesionarios, de prédicas y de instrumentos de castigo como el tribunal de la Santa Inqui- sición tuvieron un éxito muy limitado. La impermeabilidad a los discursos normativos, de acuerdo con Lavrin, estaba relacionada con «el complejo universo de ideas y sentimientos de las sociedades coloniales que en materias de comportamientos sexuales creaban

14 Sobre la variedad de trasgresiones sexuales en Nueva España y en otras colonias, véase Kathy Waldron, «The Sinners and the Bishop in Colonial Venezuela: The Visita of Bishop Mariano Martí, 1771–1784», en Sexuality and Marriage in Latin America, ed. por Asunción Lavrin (Lincoln: University of Nebraska Press, 1989), 156-177; Eduardo Cavieres y René Salinas, Amor, sexo y matrimonio en Chile tradicional (Valparaíso: Universidad Católica de Valparaíso, 1991); Sergio Ortega et ál., eds., De la santidad a la perversión: O por qué no se cumplía la ley de Dios en la sociedad mexicana (Ciudad de México: Grijalbo, 1985); Solange Alberro et ál., El placer de pecar y el afán de normar: Ideologías y comportamientos familiares y sexuales en el México colonial (Ciudad de México: Planeta, 1988); Ana María Atondo Rodríguez, «El amor venal y el amor conyugal», en Amor y desamor: Vivencias de parejas en la sociedad novohispana (Ciudad de México: CONACULTA / INAH, 1999), 83-102. 15 Asunción Lavrin, «Sexuality in Colonial Mexico: A Church Dilemma», en Sexuality and Marriage in Latin America (Lincoln: University of Nebraska Press, 1989), 46-95.

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sus propias reglas, al tiempo que transformaban las que recibían»16. A lo largo del periodo colonial y de la temprana república se formó una cultura de los afectos, en la que las relaciones extramaritales, particularmente en concubinatos de larga duración, fueron fuente de satisfacciones no solo sexuales sino también emocionales, y en donde no había sanción al grupo de pertenencia a la prole habida en uniones no santificadas por la Iglesia. La flexibilidad y la fluidez en las relaciones sexuales y afec- tivas caracterizaron la sociedad colonial y republicana. Las mu- jeres de élite que habían «cedido a sus pasiones» podían recobrar el honor perdido contrayendo matrimonio, y los hijos naturales, a su vez, eran rescatados de un futuro impredecible gracias a la legitimación posterior que se hacía en las actas de nacimiento. De la misma manera, la comunidad exhibía una extraordinaria tole- rancia hacia las conductas afectivas que se salían de las normas establecidas por la Iglesia y el Estado. Era frecuente que los casos de concubinato solo llegaran a los tribunales cuando producían es- cándalo público. En esta misma dirección, Ann Twinam recalca la aceptación de las mujeres «caídas en desgracia» por las gentes de su entorno social: «Uno de los más significativos silencios de las peti- ciones de “Gracias al Sacar” era la ausencia de manifestaciones de condena hacia las mujeres que habían entregado su virginidad, o aun de aquellas comprometidas en relaciones extramatrimoniales monógamas prolongadas […]»17. Pero cuando la conducta sexual privada salía a la luz pública, se convertía en escándalo mayor que, aparentemente, afectaba la moral de la comunidad, y era en las mu- jeres sobre las que recaía con más fuerza el peso de la ley18.

16 Asunción Lavrin, «Sexuality in Spanish America», en The Oxford Handbook of Latin American History, ed. por José Moya (Nueva York: Oxford University Press, 2010), 136. 17 Twinam, Public Lives, Private Secrets…, 63. 18 Sobre la misoginia de la sociedad colonial neogranadina, véase Jaime Humberto Borja, «Sexualidad y cultura femenina en la Colonia: prostitutas, hechiceras, sodomitas y otras transgresoras», en Las mujeres en la historia de Colombia, vol. 3, ed. por Magdala Velásquez Toro (Bogotá: Norma, 1995), 47-71.

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La cultura de los afectos se refería a la interpretación y práctica de la sexualidad entre individuos renuentes a la imposición de nor- mativas religiosas y civiles en sus asuntos privados. ¿Cabía allí el matrimonio? ¿Cómo se relacionaba con la sexualidad, con el amor? Retomando el pleito origen de mis disquisiciones, no era tanto el «deseo carnal» de los enamorados lo que inquietaba a De la Rocha, ni su relación pecaminosa —aun así lo menciona para hacer más detestable el caso—; era su pretensión de contraer matrimonio, acto público de importantes repercusiones para el honor de la familia. El juicio con el que doy comienzo al capítulo es una puesta en escena de los conflictos que surgían cuando no había acuerdo familiar con respecto al matrimonio. El pleito, que a veces sale del marco restringido y controlado del juzgado a las calles de Santafé, ilustra el cúmulo de emociones que generaba la voluntad contra- riada de los actores implicados. Son parte del elenco los novios y sus familias —los directamente involucrados—, pero también hacen su representación los curas y los administradores de justicia; cada uno de ellos hace uso del saber legal y canónigo a su alcance para defender sus intereses personales; algunos, obviando la ley, actúan con violencia para alcanzar sus objetivos. Importa observar, en el juicio, el cambio perceptible de la realidad social que comienza a subvertir el antiguo régimen. La boda era inminente. Ya se habían realizado dos de las tres proclamas requeridas: en la iglesia de La Catedral, en donde se iba a celebrar el matrimonio; y en Las Nieves, la parroquia de Josefa; y al parecer, el cura que los iba a casar había omitido la tercera para agi- lizar la ceremonia. Antes de acudir a la corte, De la Rocha había in- tentado aprehender a Moya y desterrarlo de la ciudad para evitar su casamiento, pero este se había encerrado en la casa de un cura pro- tector. Presintiendo que el cuñado estaba en casa de su prometida, De la Rocha, acompañado del alcalde ordinario, Nicolás Bernal; del alguacil mayor del cabildo; de un escribano de cámara; y de una es- colta de soldados, acudió con presteza a la casa de Josefa. Ella, a su vez, había evadido al violento grupo, resguardándose en la casa de su tío, el Dr. George Nieto. De la Rocha y el alcalde acompañante inspeccionaron la casa e instaron con amenazas a la madre de Josefa

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a que revelara el escondite de los jóvenes. Ante su negativa, se pro- cedió a llevarla presa a la Casa del Divorcio. Enterados de que Josefa estaba en casa de su tío, sin demora llegaron allí y la conminaron a que declarara el paradero de Moya, amenazándola con llevarla presa a la Casa del Divorcio si se negaba a hablar. La comitiva aducía tener órdenes expresas del Virrey y que actuaban en conformidad con su voluntad19. Ante el frustrado intento de evitar el enlace, De la Rocha decidió presentar la caución y acogerse a las disposiciones legales. Josefa fue llamada a declarar ante el tribunal y sus argumentos de- finieron el caso a favor de la enamorada pareja. Ella, a través de su abogado, cuestionaba la competencia de De la Rocha para oponerse al matrimonio, habida cuenta de que ni el permiso paterno era re- querido por el Concilio de Trento: [R]especto a que la Pragmática de nuestro católico monarca no prohíbe ningún casamiento y que, conforme al Santo Concilio de Trento, no se puede en modo alguno impedir el casamiento estando conforme las voluntades: que si las de don Juan Antonio y la mía están conformes como lo están, ni el Dr. Rocha ni toda su familia podrán impedir el casamiento.20

Josefa argüía también sobre su calidad que, aunque no equi- parable con la de las familias De la Rocha y Moya, no debía ser obstáculo para sus aspiraciones matrimoniales: No obstante la nobleza del Dr. Rocha, que sea mi calidad y esfera tan desigual a la suya porque aunque no soy tan noble, puedo blasonar de mujer blanca, limpia de toda mala raza, por serlo mi padre, don Francisco Carballo, y Manuela Calixto, mi madre, a quienes no podrá probar el Dr. Rocha de ser mulatos o mestizos, y atendido esto es gravísima injuria la que a mí y toda mi familia ha impugnado con el denigratorio escrito presentado a nuestro

19 AGN, «Oposición judicial que hicieran Ignacio de la Rocha y María Rosalía de Moya Guzmán y La Portela, su consorte, al matrimonio de Juan Antonio Moya y Josefa Carballo», fol. 746 r. 20 AGN, «Oposición judicial que hicieran Ignacio de la Rocha y María Rosalía de Moya Guzmán y La Portela, su consorte, al matrimonio de Juan Antonio Moya y Josefa Carballo», fol. 746 r.-v.

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discreto Provinciano [se refiere a carta enviada por De la Rocha a la Curia Provinciana sobre la reprobable reputación de Josefa]… tengo hermanos religiosos y un sacerdote en el convento de San Juan de Dios: Que el Dr. don George Nieto, casado con tía mía y que tiene dos hijos religiosos sacerdotes, es hombre de buena calidad, honrado y de circunstancias, lo que debiera contenerlo para no macular mi familia; pero su nobleza tan decantada lo cegó tanto que ensangrentó la pluma para infamarme como si yo fuera la mujer más vil.21

Josefa denunciaba el abuso de autoridad del alcalde ordinario que acompañó a De la Rocha, al intervenir en una causa de natu- raleza eclesiástica, y ponía en duda la existencia de la orden del Virrey para proceder con violencia contra ella y su familia22. Finalizó su intervención exigiendo justicia por los agravios e in- jurias sufridos por ella y su familia. Pidió al Tribunal imponer al Dr. Rocha y al alcalde ordinario «las penas a la que se han hecho dignos tanto por sus oprobios como por oponerse contra el derecho ca- nónico, al santo matrimonio queriendo con violencia estorbarlo»23. La intervención de Josefa, sin duda, produjo efectos inesperados. La Real Audiencia exigió la presencia del alcalde ordinario para que justificara su conducta, y una explicación de las acciones violentas por parte de De la Rocha. Cabe anotar que la acción del fiscal de li- mitar el fuero matrimonial como asunto civil y no eclesiástico revela la nueva influencia borbónica que empezaba a imponerse. Debido a inconsistencias legales, el fallo del fiscal no benefició a De la Rocha:

21 AGN, «Oposición judicial que hicieran Ignacio de la Rocha y María Rosalía de Moya Guzmán y La Portela, su consorte, al matrimonio de Juan Antonio Moya y Josefa Carballo», 747 v. 22 AGN, «Oposición judicial que hicieran Ignacio de la Rocha y María Rosalía de Moya Guzmán y La Portela, su consorte, al matrimonio de Juan Antonio Moya y Josefa Carballo», 747 v. 23 AGN, «Oposición judicial que hicieran Ignacio de la Rocha y María Rosalía de Moya Guzmán y La Portela, su consorte, al matrimonio de Juan Antonio Moya y Josefa Carballo», 747 v.

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[…] así por la naturaleza de la causa como por estar ya pen- diente su conocimiento en la Curia Eclesiástica y no haberse ni co- municado ni publicado la Pragmática Sanción que se cita en este reino no fue legal la presentación de la Rocha ante el alcalde ordi- nario ni debió este proceder en su virtud como que para el intento podía dar providencia al juez eclesiástico […]. El citado alcalde […] no puede en conformidad con la Ley de Indias prestar auxilio [a De la Rocha]; tampoco se moleste a los interesados que deberán usar su derecho donde y como les corresponda en justicia.24

Entre el ágape y los pragmáticos intereses de los padres En temas concernientes al amor en el matrimonio, la Iglesia católica coincidía en gran medida con la posición que histórica- mente asumieron las sociedades occidentales antes de la revolución de los sentimientos de finales del sigloXVIII , y que consistía en identificar el amor matrimonial con sentimientos afectuosos y no con la pasión25. La novedad del cristianismo fue el divorcio entre la pasión de resonancias sexuales y el amor, al integrar el amor de la pareja en el amplio concepto del ágape, del amor altruista, ge- neroso y espiritual. Así, el amor entre los esposos debía ser un ins- trumento para ascender en la escala de cáritas (el amor a Dios) y no para la mera satisfacción de los deseos personales. El amor, decía el franciscano Juan de la Cerda, es algo «espiritual que arrastra al cuerpo […]. El alma va tras el amor […], el deseo de los sentidos

24 AGN, «Oposición judicial que hicieran Ignacio de la Rocha y María Rosalía de Moya Guzmán y La Portela, su consorte, al matrimonio de Juan Antonio Moya y Josefa Carballo», fol. 753 v. 25 Para los griegos, la razón del matrimonio era la procreación. Decían, así mismo, que la esposa debía tratarse con «reserva y delicadeza», y Séneca, casi en las mismas palabras que utilizara San Jerónimo, decía que la pasión ardiente ejercida sobre la mujer la rebajaba a la condición de adúltera. Foucault, Historia de la sexualidad, 154-165.

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oler, gustar y tocar y especialmente tocar no merece el nombre de amor sino concupiscencia y furia sexual»26. Aclimatar el matrimonio cristiano en las colonias para com- batir la poligamia y el concubinato fue una preocupación de la Iglesia de la Contrarreforma, y para ello se implementó el modelo perfecto, difundido tanto en España como en ultramar, del ma- trimonio de la Virgen María y San José27. La santa pareja no sola- mente representaba el ejemplo de castidad suprema, sino el ideal de los papeles de cada género en el matrimonio. Cuadros que repre- sentaban los desposorios de María y José, de la Anunciación y del Sueño de San José, sermones, devocionarios y obras de teatro se di- fundieron profusamente, y en 1555 San José se erigió como el santo patrón de Nueva España. La imagen de María que se proyectaba en las pinturas era la de mujer modesta, recatada, con la cabeza baja, en posición de sumisión al marido. San José, por otro lado, representaba el esposo perfecto, modelo de continencia sexual y obediente a los designios celestiales que no comprendía pero que acataba como ferviente cristiano. La imposición de este modelo de matrimonio, no obstante, no tuvo mucho éxito en las colonias. En Santafé, como en otras ciudades coloniales de Hispanoamérica, los bajos niveles de nupcialidad fueron un rasgo característico. En la capital del Virreinato, la escasez de matrimonios continuaría a lo largo del siglo XIX y sería descrita en los periódicos de la época como una calamidad pública28. El rito era observado sobre todo

26 Juan de la Cerda, Vida política de todos los estados de mugeres: en el qual se dan muchos provechosos y christianos y avisos, para criarse y conservarse de- bidamente las mugeres en sus estados (Alcalá de Henares: Imprenta de Iván Gracián, 1599), 40, http://books.google.com.co/books?id=GH_AuunKTooC& printsec=frontcover&dq=Juan+de+la+Cerda,+(1599)&hl=es-419&sa=X&ei= OR_iUsbRGKvLsQT2wILQCQ&redir_esc=y#v=onepage&q=Juan%20de%20 la%20Cerda%2C%20(1599)&f=false (consultado el 13 de diciembre del 2010). 27 Lo que sigue se basa en el excelente artículo de Charlene Villaseñor Black, «Love and Marriage in the Spanish Empire: Depictions of Holy Matrimony and Gender Discourses in the Seventeenth Century», The Sixteenth Century Journal 32, n.° 3 (otoño 2001): 637-667. 28 Emiro Kastos [Juan de Dios Restrepo], «Yugo matrimonial», El Tiempo 177 (18 de mayo de 1858): 3.

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por la población criolla y peninsular, por la población indígena —respetuosa de las tradiciones y del mandato de los clérigos— y, en menor medida, por la población negra subordinada a las élites29. En el matrimonio primaban, pues, intereses de clase y de raza, y el sacramento coadyuvaba a la preservación del honor y de las adecuadas conexiones sociales y económicas entre las familias. Las decisiones sobre la formación de las parejas estaban general- mente en manos de los padres, y los sentimientos de atracción o de rechazo entre los jóvenes que se unían en matrimonio no eran tenidos en cuenta. No obstante, al final de la Colonia se ob- serva que los jóvenes empezaban a intervenir más directamente en dicho evento, de tanta repercusión en su vida futura, y que lo hacían respetando los mandatos de la Iglesia. La finalidad mora- lizante del matrimonio se capta en los consejos de un padre a su hijo, que estudiaba en Santafé en 1808: «Mi querido Joseph María, la elección de estado es libre, pero debes ser prudente, porque de errarla, o acertarla, pende nuestra felicidad eterna y temporal. No debemos consultarla con nuestras pasiones sino con Dios»30. No solo los sacerdotes y los padres privilegiaban el carácter espi- ritual de la unión matrimonial. Cuando el estudiante de derecho, Joseph María, consumido por la indecisión, acudió a un amigo para buscar consejo, este le recomendó tomar un retiro espiritual para que, en situación de «indiferencia, es decir sin estar decidido por este o aquel estado», examinara cuál era la voluntad de Dios en cuanto a su destino y evitara tomar una decisión tan crítica consultando solo con las pasiones31. El tema del libre albedrío no era nuevo. La Iglesia lo había defendido y los padres de familia se habían opuesto. Lo que necesita ser aclarado es si la libre elección,

29 Entre 1775 y 1779 se celebraron en La Catedral 192 matrimonios de blancos, 19 de indígenas, 11 de esclavos y 7 de mestizos y mulatos. Dueñas Vargas, «Archivo parroquial de La Catedral, Libros de Matrimonios 1765-1800», en Los hijos del pecado…, 138. 30 Pablo Rodríguez J., Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada, siglo XVIII (Bogotá: Ariel, 1997), 158. 31 Biblioteca Nacional, Copias y manuscritos originales, vol. 7, sección de libros raros y curiosos (Bogotá: Biblioteca Nacional, 1805), 172, fol. 22-23.

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preconizada por la Iglesia desde antes del Concilio de Trento, se refería al amor entre la pareja.

El amor y la libre elección de pareja La protección de la elección personal por la Iglesia católica ha sido interpretada por algunos historiadores como una evidencia de la escasa capacidad de los padres para impedir matrimonios y del triunfo del amor de la pareja sobre los intereses de los padres. Pa- tricia Seed señala que en México, durante los siglos XVI y XVII, el matrimonio por amor era lo corriente. Pero que con la publicación de la Pragmática sobre matrimonios, los padres pudieron controlar la escogencia de pareja para sus vástagos y ejercer un poder pa- triarcal en la familia. Esta normatividad, por consiguiente, habría significado un obstáculo al amor expresado en la libre elección32. A juzgar por la diferenciación que la Iglesia establecía entre el con- senso (libre albedrío) y el amor, y por las prácticas sociales de la Colonia y de la República en lo que respecta a la libertad de los hijos y a la autoridad de los padres, es arriesgado hacer generalizaciones. El amor no hizo parte de las disquisiciones teóricas de los teólogos y juristas medievales en torno al consentimiento; el sexo, expresado en la consumación, sí. El jesuita Baltasar Graciano pri- vilegiaba la consumación sobre el consenso para la realización del matrimonio. Pedro Lombardo, al contrario, daba más peso al consenso33. Ninguno de ellos se refería al amor como requisito de la unión. Graciano, por ejemplo, no consideraba el amor como un elemento intrínseco sino como resultado del matrimonio, el cual se refería a sentimientos de apego y de respeto a la pareja34. Graciano, al parecer, sí reconoció la influencia de los padres en la decisión matrimonial. Como lo señala Brundage, «él [Graciano] parece haber asumido que las familias normalmente jugaban un papel importante en la escogencia de pareja para el matrimonio»35.

32 Véase Seed, To Love, Honor and Obey in Colonial Mexico…, 47-122. 33 Conor McCarthy, ed., «Peter Lombard: Sentences», en Love, Sex and Marria- ge in the Middle Ages (Londres y Nueva York: Routledge, 2004), 62-63. 34 McCarthy, ed., «Peter Lombard: Sentences», 239. 35 McCarthy, ed., «Peter Lombard: Sentences», 238.

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El Concilio de Trento privilegió el consentimiento verbalizado de los contrayentes sobre la voluntad de los padres en la celebración matrimonial36. No obstante, los hijos e hijas no se liberaron de la presión social y familiar, y las determinaciones de Trento no alte- raron el patrón vigente de matrimonios arreglados por los padres37. El efecto de las nuevas leyes fue restablecer a los padres un control mayor aún del que habían disfrutado anteriormente38. ¿Cómo se reflejó esta normatividad canónica sobre el con- senso en las colonias hispanoamericanas? Según lo señalado an- teriormente, la legislación no siempre prefería el consenso como requisito de la unión sacramental, y cuando lo hacía no establecía una clara dicotomía entre la libertad de los hijos y la autoridad de los padres en la escogencia de pareja. En la vida diaria de las sociedades coloniales la diferencia de posiciones era aún menos ta- jante, como se evidencia en la literatura histórica sobre el tema39. La Iglesia y el Estado tenían intereses comunes con respecto a la protección del matrimonio y de la familia. El poder de los padres en el consentimiento no era cuestionado pero había espacios para la negociación. Los acuerdos matrimoniales iniciales eran en ge- neral prerrogativa de los parientes. Entre la familia, y en el medio social de pertenencia, era donde se creaban las condiciones para

36 El Concilio de Trento (1545-1563) fijó los rituales definitivos para el matrimonio y estableció como necesaria la presencia del sacerdote y de testigos para dar validez al consentimiento verbalizado por los contrayentes. 37 Véase John T. Noonan, «Power to choose», Viator 4 (1973): 419-434. 38 Brundage, Law, Sex and Christian Society in Medieval Europe, 566. 39 Richard Boyer señala que el Concilio de Trento no alteró la forma en que los padres, parientes e interesados, y los clérigos arreglaban los matrimonios, ni las costumbres inveteradas e inscritas en la ley y la costumbre, que tenían que ver con la procreación, las alianzas entre familias y la transferencia de propiedades; véase del autor Life of the Bigamist: Marriage Family and Community in Colonial Mexico (Albuquerque: University of New Mexico Press, 2001), 64. Ramón Gutiérrez, después de analizar múltiples casos de conflictos en la elección de pareja en Nuevo México, encontró que la práctica frecuente era la negociación entre las partes interesadas; véase Cuando Jesús llegó…, 283-284; Christine Hunefeldt, Liberalism in the Bedroom: Quarreling Spouses in Nineteenth Century Lima (Pennsylvania: Pennsylvania University Press, University Park, 2000), 111-113.

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el encuentro de los jóvenes en edad de contraer matrimonio. Las costumbres con respecto a la elección dependían del grupo social. No había fórmulas estrictamente establecidas para la escogencia. A veces los padres decidían, otras veces eran los novios, pero entre las familias más linajudas la intervención de los padres, para ne- gociar los mejores partidos para sus hijas y para obviar sus poten- ciales objeciones, era más directa. Una manera de acallar protestas era casar a las jóvenes tan pronto estuvieran aptas para procrear y aun no bien informadas de lo que era el amor o la atracción sexual. Cuando surgían conflictos entre padres e hijos respecto a la elección, se buscaba resolverlos en la intimidad del hogar, con la intervención del sacerdote de confianza y de amigos de la familia. Solo cuando los medios persuasivos fallaban, la Iglesia intervenía apoyando la voluntad de los interesados40. Entre las familias más tradicionales se planeaban los matrimonios desde la cuna, y las parejas más apetecibles eran los miembros de la misma familia. Cuando nació Amalia, la hija de Tomás Cipriano de Mosquera, la cuñada de este quería que la niña fuera la futura esposa de su hijo, Julio Arboleda, y justificaba la conveniencia del temprano enlace diciendo que «quien da presto, da dos veces»41. Las intenciones de Matilde, la cuñada, no se cumplieron, y Julio Arboleda, por ra- zones de orden político, se convertiría en acérrimo contrincante de Tomás Cipriano, su tío. Amalia, sin embargo, siguiendo los destinos de las mujeres de su clase, e instigada por su padre, se comprometería en matrimonio a los 12 años y se casaría a los 15 con Pedro Alcántara Herrán, de 41 años de edad. Herrán era el presidente de la Nueva Granada y era el mejor amigo de Tomás Cipriano. El matrimonio probó ser un desastre y una frustración

40 Asunción Lavrin anota que en las negociaciones matrimoniales se equilibraban los derechos y las obligaciones de padres e hijos en «armonioso acuerdo de voluntades», y que la Iglesia y el Estado solían concordar en estas materias. Asunción Lavrin, «Sexuality in Colonial Mexico: A Church Dilemma», 32. 41 Matilde de Arboleda, «Matilde de Arboleda a Mariana Arboleda de Mosquera, Popayán, 16 de diciembre de 1825», en Archivo de la Biblioteca Luis Ángel Arango —en adelante, BLAA—, carpeta 19.

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para Amalia y para la familia Mosquera. El matrimonio, como muchos otros, había sido por conveniencia, Amalia no se había re- belado por la influencia casi patológica que sobre ella ejercía su padre. El matrimonio entre primos era considerado ideal. Los ma- trimonios consanguíneos eran más frecuentes entre la aristocracia que entre otros estratos de la población blanca, y la búsqueda de dispensas eclesiásticas para unirse con parientes cercanos —como medio de preservación de patrimonios— continuó hasta la época republicana. El control sobre las mujeres se hacía necesario en la medida en que sus bienes (la dote) eran administrados por el marido; además, las opciones de rechazar un pretendiente o de participar en la elección del esposo eran, al parecer, mínimas. Un caso bien conocido fue el del matrimonio de Jorge Tadeo Lozano, hijo del marqués de San Jorge, quien se casó con Tadea, la hija núbil de su hermano mayor y heredera del mayorazgo El Novillero, el 2 de julio de 1797. Probablemente, el hecho de que la niña fuera su sobrina retrasó la petición hecha por el padre de Tadea a la más alta autoridad eclesiástica de la Nueva Granada. La solicitud, al pa- recer, se agilizó con la donación de dos mil pesos para dotar a las niñas pobres que asistían al colegio de La Enseñanza42.

La rebeldía de Andrea Aunque podemos acceder a información fragmentaria sobre los mecanismos usados por los padres para inducir o forzar a sus hijas en matrimonios que convenían a sus intereses, es extraordi- nariamente difícil saber cómo reaccionaban las jóvenes obligadas o disuadidas a casarse sin amor. ¿Qué tipo de emociones desenca- denaba la imposición de pareja? El pleito que relato a continuación ilustra la gama de emociones y de sentimientos encontrados entre los actores de un matrimonio «arreglado» por los padres: En una mañana de agosto de 1799, el doctor don Francisco González Manrique, abogado de la Real Audiencia de Santafé,

42 Pedro María Ibáñez, «Biografía de don Jorge Tadeo Lozano», Boletín de Historia y Antigüedades 10, Bogotá: Academia Colombiana de Historia (1916): 546-547.

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se presentó ante el Tribunal Eclesiástico a entablar juicio por ali- mentos «pretéritos y futuros» contra el doctor don Miguel Ga- lindo, gobernador de Girón (Santander), pariente del demandante y esposo de doña Francisca Andrea González Santamaría, su hija43. El padre acusaba a Galindo de haber abandonado a su hija a los pocos días después de la boda, «sin que para un procedimiento tan irregular se le hubiere dado el menor motivo ni por parte de mi mujer ni de persona alguna de mi familia». El padre pedía a los jueces tener en consideración la esfera y calidad de la hija y las «abundantes y notorias facultades del doctor Galindo»44. Este pro- longado juicio, cuyo dictamen final desconocemos por la incierta suerte que sufren los documentos de archivo, arroja información sobre las fisuras que sufrió la autoridad paterna cuando los hijos, defendiendo su derecho a la libre elección, empezaban a rebelarse. El caso es importante también para los fines de este trabajo porque entre el cúmulo de pleitos que involucran conflictos en las rela- ciones humanas, las referencias al amor o al desamor raramente son verbalizadas. El abogado González Manrique, «por razones de amistad y de cariño», había entregado en matrimonio a su hija de 13 años a su pariente Galindo. El padre no había consultado la voluntad de Andrea, quien manifestó su rechazo al marido desde la noche de bodas. Durante el juicio, para liberar a su cliente de obligaciones monetarias, el defensor de Galindo se centró en la ausencia de con- sentimiento de Andrea, circunstancia que, según él, invalidaba el matrimonio. A su vez, el padre alegaba la legalidad de la unión y demandaba por el abandono de la niña por parte de su legítimo marido, el maltrato sufrido por Andrea de manos de Galindo y la obligación de este de atender a la manutención de su legítima mujer. Los testimonios de Galindo ponen en evidencia que él, co- nociendo el desamor de Andrea pero atraído por la niña, esperaba

43 AGN, «El Dr. Dn. Francisco Manrique contra el Dr. Dn. Miguel Galindo sobre que dé alimentos a su hija Da. Andrea», agosto 1799, en Juicios Civiles, vol. 25, Fondos Colonia (Bogotá: AGN), fol. 107-152. 44 AGN, «El Dr. Dn. Francisco Manrique contra el Dr. Dn. Miguel Galindo…», fol. 107 r.-110 r.

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que el tiempo y la convivencia decidieran en su favor. La falta de voluntad de Andrea hacia Galindo fue rotunda, como se observa en la deposición de Galindo en el tribunal, en la que confrontó a los padres sobre los hechos que siguieron a la noche de bodas: Digan si al siguiente día del supuesto matrimonio que entraron ambos a mi dormitorio, en consorcio del Dr. D. Felipe Salgar, Don José Santamaría, D. Evaristo García y D. Francisco Guardamino vieron todos a Doña Andrea llorando […]. [D]esde el momento que me desposé con Andrea Manrique me aborreció esta, si es que puedo asegurar que antes me tuvo alguna voluntad. Pocos minutos bastaron para que experimentara yo unas esquiveces, sin querer ella estar un solo minuto a mi lado, de modo que si se vio obligada a acostarse la primera noche conmigo, fue para convertir el lecho nupcial en teatro de lágrimas, suspiros y sollozos que me martirizaron y me fueron más sensibles que los coces y puntapiés que me tiró sin haberla yo tocado y sin conseguir me expresase las causas de tanta desazón y amargura.45

Después de este incidente, los recién casados se trasladaron a la hacienda de Galindo para iniciar su vida de casados, pero la frialdad de la joven aumentó. En julio de 1791, tres meses después de la boda, cansado de la resistencia de doña Andrea y de su empeño en «permanecer incorrupta» —preservar su virginidad—, de común acuerdo con ella, Galindo inició gestiones para ingresarla como novicia en el Monasterio del Carmen en Villa de Leiva, y se ofreció a pagar la dote de ingreso. Los padres, que en connivencia con el marido re- probaban la conducta de la hija, no aprobaron la drástica decisión de Galindo y esperaban que con sus «reconvenciones» Andrea «en- trara en razón y se aviniera al matrimonio». Galindo prosiguió con sus intentos de ganar el cariño de Andrea y de consumar al fin el matrimonio, obsequiándola con valiosos regalos, con vestidos de seda importados de España, con costosas joyas y con «una negrita por valor de doscientos pesos».

45 AGN, «El Dr. Dn. Francisco Manrique contra el Dr. Dn. Miguel Galindo…», fol. 124 r.-v. [Subrayado en el original]

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Como Andrea no accedió a sus deseos, Galindo tomó la drástica decisión de devolverla a la casa de sus padres: […] cansado yo de la resistencia de Doña Andrea de hacer vida maridable conmigo, no hallando otro medio para su reducción, ocurrí extrajudicialmente al ilustrísimo Señor Arzobispo Don Baltasar Jaime Martínez que me aconsejó no la viese u oyese de- jándola en casa de sus padres.46

En la correspondencia sostenida entre el marido y los padres de Andrea en los años posteriores a su traslado a Santafé, se infiere que la amistad entre Galindo y el abogado González y Manuela, su mujer, continuó inalterable. Tanto los padres como el marido esperaban que Andrea tomara la decisión de retornar a la hacienda de Galindo para hacer vida maridable. Las dos partes tenían el in- terés común de «hacer entrar en razón» a la joven. El padre le daba cuenta a Galindo de las gestiones infructuosas para convencer a la niña de volver con él: […] ella se obstina en vivir en matrimonio […], mis súplicas y las razones que pudieran suavizarla han sido continuas pero in- útiles […], se ha cerrado en que no ha consentido en el matrimonio y que ni supo qué cosa era y que así que no está casada.47

En cartas posteriores, el padre, para quien los sentimientos de Andrea eran terra incognita, confesaba a Galindo estar cansado de la terquedad y de las tonterías de su hija, «que si las hubiera mani- festado antes [de la boda] no habría propendido a la felicidad que le proporcioné en el matrimonio con Usted»48. Después de siete años de «dilatados intentos de reconci- liación», la madre decidió escribirle a Galindo para buscar una salida definitiva al gravoso asunto:

46 AGN, «El Dr. Dn. Francisco Manrique contra el Dr. Dn. Miguel Galindo…», fol. 144 v. 47 AGN, «El Dr. Dn. Francisco Manrique contra el Dr. Dn. Miguel Galindo…», fol. 114 v. 48 AGN, «El Dr. Dn. Francisco Manrique contra el Dr. Dn. Miguel Galindo…», fol. 115 r.

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No ignora Ud. las diligencias que por parte de Manrique y mías se han practicado para salir del estado de inacción a que se ha reducido un negocio del mayor momento para Ud. para Andrea, para sus padres que nos lamentamos de tener una hija que no sa- bemos si es soltera o casada y sin embargo de estas diligencias, el fruto de ellas ha sido ninguno.49

Y añade, con respecto a la conveniencia de llevar el caso a las autoridades competentes: «Es preciso que […] nos sujetemos al juicio de la Iglesia que nos desengañe si el matrimonio debe sub- sistir o si padece defecto que lo invalide». Al parecer, Galindo también se había fatigado del asunto y no volvió a comunicarse con los padres de su mujer. Ante su silencio, los padres decidieron llevar el caso al Tribunal Eclesiástico. Entre los argumentos presentados figuraba la incapacidad del acusado de ganarse el afecto de una niña de apenas 13 años, para lo cual citaron el ejemplo de un famoso oidor de Lima casado con una jovencita «desafecta, y hostigada», que al acudir a un sacerdote, le había aconsejado que «a la mujer desafecta no se debía irritar más, que se había de vencer con maña e industria, y con sagacidad y prudencia»50, estrategias que a todas luces habían sido ignoradas por Galindo. El desamor de Andrea por su marido, el amor contrariado del gobernador y la discrepancia de criterios sobre el papel del amor en el matrimonio son los hilos que tejen esta historia. Para los padres de Andrea, el matrimonio era un «negocio» que atendía a los in- tereses del honor, y del estatus social y económico de la familia, y en este sentido Galindo era un candidato ideal. La posición de los padres respecto al carácter contractual y no amoroso del ma- trimonio coincidía con las tradiciones teológicas del cristianismo

49 AGN, «El Dr. Dn. Francisco Manrique contra el Dr. Dn. Miguel Galindo…», fol. 130 r.-v. Se anexó carta de la madre de Andrea, fechada el 18 de septiembre de 1797. [Cursivas mías] 50 AGN, «El Dr. Dn. Francisco Manrique contra el Dr. Dn. Miguel Galindo…», fol. 138 r..

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colonial, en las que el vínculo no era por placer sino con el objeto de servir a Dios. Galindo creía en la «magia del amor» que endulzaba las re- laciones maritales y se lamentaba de la «situación envilecida» que había vivido al lado una mujer que no lo amaba y que, por falta de cariño, lo encontraba lleno de defectos: Cuando se aborrece a una persona no hay defecto por corto que sea que no se pondere una monstruosidad, así como al contrario pa- recen venialidades las culpas más graves de la persona amada porque el amor sabe dar mil coloridos a las acciones del ser amado […].51

Era evidente la discrepancia de interpretaciones entre la gene- ración de los padres de Andrea y la de Galindo con respecto al lugar del amor en el matrimonio. Galindo se había acogido a los procedi- mientos usuales de mutuo acuerdo con la familia de la novia, pero no había consultado primero los sentimientos de la joven. Esperaba los goces del amor conyugal sin haber cultivado previamente el afecto de Andrea. Su resentimiento radicaba en que ella no le había ofrecido «los servicios maritales y obsequios regulares del matri- monio». Dicho esto, cabe preguntarse si Galindo amaba, en efecto, a Andrea. A juzgar por la tolerancia a los desaires de la joven es de suponerse que sí. La había aceptado sin dote, la había colmado de regalos y había esperado pacientemente ser aceptado sin intentar ningún tipo de «violencia carnal», y el tono de sus declaraciones ante el juez eclesiástico era de profundo despecho y amargura. Andrea, a diferencia de su familia, defendía el principio de la libre elección e insistía en la invalidez de un matrimonio impuesto por sus padres. Aunque la voz de Andrea se silencia en el juicio, se colige que ella esperaba algo más que la orden paterna para iniciar la intimidad marital. Su resistencia inicial era la de una niña que todavía no había madurado emocionalmente; en el mo- mento del juicio, sin embargo, Andrea tenía 22 años y, contando ya

51 AGN, «El Dr. Dn. Francisco Manrique contra el Dr. Dn. Miguel Galindo…», fol. 144 r.

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con argumentos elaborados, seguía impugnando la arbitraria de- cisión de sus padres. La Independencia llegaría pronto y el ritmo de los rituales so- ciales de los sectores poderosos se alteraría para siempre. La división entre las familias criollas y las españolas, en razón de sus adherencias a la causa patriótica o realista, dislocaría una tupida red de lealtades y de relaciones afectivas entre peninsulares y criollos. El desorden social de la época sería aprovechado por las jóvenes para rebelarse contra indeseables imposiciones de sus familias52. El ambiente revolucionario abrió esclusas para la expresión de las emociones entre la juventud santafereña. Otras fuerzas, sin embargo, frenaron la liberalidad de los jóvenes. La ilustración y la lucha independentista agudizaron las influencias de las regiones sobre la capital. Jóvenes ilustrados provenientes de regiones como el Cauca se trasladaron a Santafé y contribuyeron no solo en las luchas patriotas sino en la reafirmación de los valores cristianos asociados al amor y al matrimonio. En el capítulo siguiente ex- ploro la vida afectiva del importante científico Francisco José de Caldas, quien, en cuestiones del amor, se nos revelaría como un ser singular, pero que en buena medida refleja los valores, el ideal matrimonial y el desconocimiento del deseo de las mujeres en las familias patriarcales conservadoras en la República.

52 Véase el caso de Micaela Mutis Consuegra, la sobrina del sabio José Celestino Mutis, quien en 1822 fue acusada ante la justicia penal por su esposo, Miguel Valenzuela, de «público y escandaloso amancebamiento adulterino e incestuoso» con Juan Bautista González. El sonado juicio es el tema del fascinante libro de Aída Martínez Carreño, Extravíos: El mundo de los criollos ilustrados (Bogotá: Colcultura, 1996).

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Francisco José de Caldas (1768-1816) Este retrato aparece en Papel Periódico Ilustrado n.o 24, año 1 (1882): 381. Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República. El matrimonio casto

Con el corazón despedazado y los ojos anegados en lágrimas, Francisco José de Caldas, el prestigioso hombre de ciencia y figura prominente de la Ilustración neogranadina y de la Revolución de In- dependencia, escribía la que sería la última carta a su esposa María Manuela Barahona, desde una población cercana a Santafé: Mi querida y amada Manuelita: el adiós que te dí puede ser el último si los españoles nos subyugan, porque estoy en la firme re- solución de abandonar esta patria que me dio el ser, antes de sufrir los escarnios, calabozos y suplicios que nos preparan nuestros ene- migos. En este caso yo debo abrirte mi corazón, y como esposo y como padre debo darte mis últimos consejos, óyeme bien, óyeme con la mayor atención: […] Teme a Dios: guarda sus santos manda- mientos; séme fiel a los juramentos que nos prestamos delante de los altares en el día de nuestro matrimonio; la fidelidad conyugal es la primera virtud de los esposos […], por lo que mira a mí, te he sido escrupulosamente fiel y desde el momento que te recibí como esposa, todas las mujeres me han sido indiferentes […].1

1 Jorge Arias de Greiff y Alfredo D. Bateman, eds., Cartas de Caldas (Bogotá: Imprenta Nacional de Colombia, 1978), 350.

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El estallido revolucionario destruyó la vida doméstica de Francisco José de Caldas y Manuela Barahona. En 1810, año en el que empezó el movimiento de la independencia, Caldas disfrutaba de estabilidad profesional y había decidido casarse, pero la Revo- lución no solo alteró drásticamente su vida doméstica; también arruinó sus proyectos científicos. Caldas escribió esta carta en marzo de 1816, cuando el arribo a Santafé de las fuerzas realistas, comandadas por el general Pablo Morillo, era inminente.

Caldas, el científico Francisco José de Caldas nació en Popayán, en 1768, en el hogar del español José de Caldas y Vicenta Tenorio, una dama de la aristocracia payanesa. Adelantó estudios secundarios en el Se- minario Mayor de Popayán, en donde los cursos de ciencias na- turales impartidos por profesores que hacían parte de la minoría ilustrada caucana cautivaron su imaginación e interés científico. Sin embargo, siguiendo los consejos de su padre, optó por una carrera más lucrativa que las ciencias y, llegado el momento, se trasladó a Santafé y estudió leyes en la Universidad del Rosario. Finalizados sus estudios, retornó a Popayán para enseñar De- recho Civil. En 1793 obtuvo el cargo de Padre General de Menores, posición que exigía velar por el cuidado y la educación de niños huérfanos y abandonados. Caldas no duró mucho en el cargo, y por un tiempo se dedicó a recorrer las localidades de la provincia vendiendo mercancías. Un creciente interés por el estudio de las ciencias, aguijoneado por su contacto con la naturaleza exuberante en sus frecuentes viajes de mercader, data de esos años. El desgano por el comercio y el llamado de la ciencia, su verdadera vocación, lo llevaron a abdicar de sus actividades de tratante. Ese fue el pe- riodo en el que, de manera autodidacta y aislada, Caldas empezó a formase como científico. Era primo hermano de Camilo Torres, autor del Memorial de agravios, y tenía relaciones de amistad con miembros de las familias más poderosas de la provincia2.

2 El Memorial de agravios fue el documento que inflamó el descontento de los criollos por la desigual representación de las colonias ante la Junta de Gobierno en Cádiz.

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Aunque su familia carecía de sólida fortuna, vivía en el barrio de La Pamba, en Popayán, en el cuadrángulo central de la plaza, y era vecino de las familias de Tomás Cipriano de Mosquera; de Julio Arboleda, primo de Tomás; y de Manuel Esteban Arboleda. En esa casa habían nacido sus abuelos3. Como otros ilustrados de la región del Cauca, se había trasladado a la capital en busca de una comu- nidad científica. Sus hallazgos, de los cuales algunos se publicaron en el Correo Curioso de Santafé, llamaron prontamente la atención de José Celestino Mutis, con quien inició una correspondencia científica, gracias a la cual se vinculó a la Expedición Botánica como miembro honorario y en calidad de botánico (1802). Para en- tonces, sus trabajos eran reconocidos por figuras tan notorias en las ciencias como el barón de Humboldt y Aimé Bonpland. Caldas se convertiría en el director del Real Observatorio Astronómico de San Carlos en 1806 y, por primera vez, tenía un buen salario y una posición laboral estable4. La amistad y el padrinazgo de Mutis fueron cruciales para el trabajo de Caldas. Era el sabio Mutis el eje de una naciente comunidad científica en la Nueva Granada y el promotor de una manera nueva de pensar el país.

Caldas y la Ilustración Los ilustrados neogranadinos se agruparon alrededor del Se- manario del Nuevo Reino de Granada —fundado por Caldas en 1808— y de José Celestino Mutis. Carlos III había encargado a Mutis la organización de una expedición botánica en el Virreinato en 1783 para «promover el progreso de las ciencias naturales […], incrementar el comercio […] y formar herbarios y colecciones de productos naturales, dibujar y describir las plantas encontradas en esas provincias mías»5. La expedición fue más que una gran

3 Memoria de Quijano Wallis, citado en Alfredo D. Bateman, Francisco José de Caldas, el hombre y el sabio (Manizales: Imprenta Oficial, 1959), 68. 4 Carta de Caldas a su amigo Antonio Arraechea, desde el Real Observatorio de San Carlos, 28 de febrero de 1806, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 253-254. 5 John Appel, Francisco Jose de Caldas: A Scientist at Work in New Granada (Philadelphia: The American Philosophical Society, 1994), 7.

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aventura científica, fue una institución cultural que atrajo a los criollos más prometedores del Virreinato. Mutis logró aglutinar a jóvenes estudiosos provenientes de Popayán, Cartagena, Socorro y Antioquia en torno al interés por las ciencias naturales y al proyecto de abordar el conocimiento de la Nueva Granada desde una «nueva condición cultural e intelectual»6. Habían estudiado en los colegios mayores de Santafé, como El Rosario y San Bartolomé, y mantenían correspondencia permanente con amigos, y antiguos compañeros y maestros. Era una pequeña élite de intelectuales separados de los «campesinos zafios» y de los «paisanos» que no entendían nada, según lo señalaran Francisco Antonio Zea y el mismo Caldas7. En el grupo de Popayán sobresalía Camilo Torres, Francisco José de Caldas, Miguel de Pombo y Miguel Cabal, jóvenes que fueron activos participantes de la primera fase independentista. De Popayán, decía el barón de Humboldt, sus habitantes «[…] tienen una cultura mayor de lo que pudiera esperarse […]»; poseían «cierta efervescencia inte- lectual», pero sus jóvenes tenían poco interés en las ciencias debido a la vida fácil, otorgada por pertenecer a una sociedad esclavista, y que repercutía en la falta de aplicación al estudio de las ciencias: «¿Qué se puede esperar de unos jóvenes rodeados y servidos de es- clavos que temen los rayos del sol, que cuentan siempre con el día de mañana y a quienes aterra la más ligera incomodidad?»8. La con- sagración del sabio Caldas, el interés científico demostrado por amigos y coterráneos —como Santiago Arroyo, Joaquín Torres y Antonio Arboleda—, y el afán que demostraban algunos payaneses por conocer los trabajos de la Expedición Botánica desmentirían esta apreciación ligera de Humboldt. Su crítica, sin embargo, era certera en lo referente al peso de la esclavitud en la sociedad pa- yanesa, que había permitido la existencia de la más rica y poderosa

6 Renán Silva, Los ilustrados de Nueva Granada 1760-1808: Genealogía de una comunidad de interpretación (Medellín: Banco de la República / Universidad EAFIT, 2002), 207. Silva, señalando la incapacidad de la Ilustración de modificar profundamente la cultura, se refiere a ella como de «un breve asalto» a la modernidad. 7 Silva, Los ilustrados de Nueva Granada…, 207. 8 Silva, Los ilustrados de Nueva Granada…, 200.

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aristocracia de la Nueva Granada, y en donde las intersecciones de raza, género y clase social adquirieron rasgos peculiares, distintos a Santafé. La Revolución de Independencia encontró soporte entre jó- venes que eran amigos y asociados a la Expedición Botánica. Fue la generación de Caldas la que dio los primeros pasos en el largo camino de la Independencia y la que más duramente sufrió la em- bestida realista9. Paradójicamente, Caldas no era un político sino un científico en busca de tiempo y tranquilidad para sus observa- ciones y estudios. Dos hechos que ocurrieron simultáneamente lo desviaron de estos propósitos: la revolución y el matrimonio. La influencia de los ilustrados payaneses en el proceso inicial de la Independencia, el posterior dominio nacional de uno de los vástagos de la poderosa red familiar Mosquera Arboleda y las abun- dantes pruebas del control de esa sociedad patriarcal sobre sus mu- jeres hicieron inevitable extender el análisis a la región del Cauca.

Caldas y el culto de la sensibilidad Un aspecto poco conocido de la vida de Caldas es el de su mundo emocional. Su correspondencia con amigos refleja una constelación de sentimientos, desde la melancolía y la dulzura hasta el enjuiciamiento moral severo. Las cartas de Caldas a sus amigos manifestaban una nueva estética en la manera de escribir, producto del «culto de la sensibilidad» que había nacido de la Ilus- tración. El culto de la sensibilidad ha sido asociado con cambios en las actitudes y conductas que favorecieron el descubrimiento y la exploración de auténticos sentimientos personales10. El mo- vimiento ilustrado había permitido también la expansión de un nuevo optimismo en la naturaleza humana, basado en el poder de la razón y en la creencia de que ciertos sentimientos eran la base de la virtud. Lo que se observa en las cartas no solamente es una comunicación intelectual y científica, sino también la expresión de

9 Appel, Francisco José de Caldas…, 97-98. 10 El culto de la sensibilidad floreció principalmente en Inglaterra. Véase, entre otros, a Campbell, The Romantic Ethic…, 181.

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sus afectos y de sus concepciones sobre la moral, la sexualidad y el amor. La abundante correspondencia de Caldas con su mentor, el sabio Mutis; con sus amigos de Popayán; y, posteriormente, con Manuela pone al descubierto esos dos niveles de comunicación. El lenguaje ilustrado había enriquecido la correspondencia incorpo- rando fórmulas de cortesía que reflejaban la «dulcificación de las costumbres», y una cierta civilidad y sensibilidad en el trato. Esta nueva sensibilidad, sin duda, se había adquirido en los viajes al ex- terior y con las redes internacionales que la comunicación escrita había originado11. Antes de tomar la decisión de casarse, los afectos que desplegó en su correspondencia estaban ligados exclusivamente a los amigos que lo patrocinaban en sus investigaciones o que compartían con él el interés por sus estudios y hallazgos científicos. Para el Sabio, la amistad era un vínculo sagrado. Deseaba, por ejemplo, que su buen amigo, Santiago Pérez de Arroyo, entrara en relaciones de amistad con otro de sus íntimos, Antonio Arboleda de Arraechea: Si yo consigo que usted lo ame en el punto que yo, y que él le corresponda, nada tengo que desear ni más dulce ni más precioso, Antonio; si hay acá sobre la tierra alguna felicidad es el amor de nuestros buenos amigos, ya sabe usted el significado de esa voz sa- grada amigo, vilmente prostituida hoy a hombres que no merecen el de prójimo. ¡Ah! el amor dulce y tranquilo de un amigo, nada tiene en común con aquel fuego turbulento y devorador de las almas prostitutas y carnales: estas son víctimas de una loca pasión y no pueden existir largo tiempo sin consumir las fuerzas del espíritu y del cuerpo: Nosotros nos amamos con pureza, con tranquilidad y con nobleza: nuestros corazones se vivifican con la memoria del amigo, jamás nos turba, jamás nos sacia y siempre somos felices. Dichosa amistad pero más dichoso yo que cuento en el número pe- queño de mis amigos a Antonio, Santiago, el abate […].12

11 Silva, Los ilustrados de Nueva Granada…, 341. 12 Caldas a Antonio Arboleda Arreachea, Quito, 28 de octubre de 1801, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 118-119.

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Las expresiones más exaltadas de amor las dirigió a Mutis, a quien llamaba padre amadísimo, padre tierno, protector, bene- factor, admirador y amante de usted, palabras que reflejaban un fervor casi religioso hacia un ser paternal que, además de sabio, era sacerdote. A los dos los unía la devoción hacia el saber —que se con- fundía con la virtud— y la indiferencia hacia los asuntos terrenales. Fue justamente el choque entre su talante severo y el mundano del barón de Humboldt lo que produjo distanciamiento entre los dos hombres de ciencia. Caldas no entendía ni aceptaba que el barón, con tanta facilidad, mezclara la actividad científica con el placer13. La amistad masculina que se revelaba en la correspondencia del sabio Caldas fue un rasgo sobresaliente de la cultura de la sensibi- lidad, movimiento que se desarrolló paralelamente a la Ilustración y que se expresó principalmente en la literatura. En consecuencia, una nueva escritura sentimental floreció, especialmente en los países europeos14. Como lo señala Bárbara Becker Cantarino en su trabajo sobre la sensibilidad y la Ilustración en Alemania, la ex- periencia sentimental en el siglo XVIII se distinguía de la razón, propia de la Ilustración, pero también de la sensualidad, y encon- traba su vehículo de expresión en la escritura15. Este giro senti- mental, que evitaba la evocación explícita de la homosexualidad, estimuló la amistad entre varones. En Francia, la nueva sensibi- lidad contribuyó a redefinir las relaciones humanas; la amistad entre varones fue un tema común y en el discurso literario ins- piraba poemas, novelas y ensayos16. En Inglaterra, donde la cultura

13 Caldas a Mutis, Quito, 21 de junio de 1802, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 118-119; y Appel, Francisco José de Caldas…, 100. 14 David Denby, a propósito, dice que «razón y sentimiento no pueden seguir siendo vistos como polaridades contradictorias en las formaciones culturales del siglo XVIII». Citado en William M. Reddy, The Navigation of Feeling: A Framework for the History of Emotions (Cambridge: Cambridge University Press, 2001), 154. 15 Bárbara Becker Cantarino, ed., German Literature of the Eighteenth Century: The Enlightenment and Sensibility (Rochester, N. Y.: Camden House, 2005), 8-12. 16 Edward Johnson, ed., «Redefining Friendship in the Age of Enlightenment, 1715-1770: Friendship and the Search for Happiness in the Eighteenth

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de la sensibilidad alcanzó su máximo desarrollo, la complacencia mutua de la amistad entre mujeres y entre varones se revelaba en novelas, poesía, teatro, y cartas17. En la Nueva Granada podemos rastrear estos nuevos desarrollos en la correspondencia personal de los ilustrados. La virtud estaba inextricablemente unida a la amistad mas- culina. El amor entre amigos era idealizado, era el terreno de la moralidad y se oponía al amor a la mujer porque se suponía que las amistades heterosexuales, inexorablemente, terminaban en re- laciones carnales18. No era pues la amistad masculina de la misma naturaleza que la amistad heterosexual. La amistad entre hombres y mujeres no contenía el elemento sublime que caracterizaba a la relación entre los varones. La fraternidad era superior porque in- volucraba sentimientos elevados y estaba libre de deseos innobles. La radical separación que Caldas hacía entre los sentimientos suaves, sublimes y honoríficos que prodigaba a sus amigos, y las pa- siones locas, turbulentas devoradoras, de los seres viles (¿el vulgo?, ¿las mujeres?), expresaba la dualidad entre lo espiritual y lo carnal que caracterizó a la cultura cristiana de Occidente desde la Edad Media. También revelaba la opción de Caldas, el buen cristiano, de sublimar su sexualidad, y de optar por un amor que suprimía el deseo en aras de la pureza. Caldas continuaba el camino que habían transitado algunos varones nobles europeos. El amor espiritual entre hombres tuvo una larga tradición en el Occidente cristiano que se remontaba a la Edad Media, y con- tinuó influyendo en las relaciones de amistad entre sectores le- trados durante la Ilustración y el Romanticismo en el siglo XIX. El

Century», en Once there were Two Friends: Idealized Male Friendship in French Narrative from the Middle Ages through the Enlightenment (EE. UU.: Summa Publications, Inc., 2003), 187-188. 17 Lisa Maurer Shawn, «The Politics of Masculinity in the 1790s Radical Novel: Hugh Trevor, Caleb Williams and the Romance of Sentimental Friendship», en Enlightening Romanticism, Romancing the Enlightenment. British Novels from 1750 to 1832, ed. por Miriam L. Wallace (Surrey, Inglaterra: Ashgate Publishing Limited, 2009), 35-37. 18 Johnson, «Redefining Friendship in the Age of Enlightenment…», 202.

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amor ennoblecedor entre varones fue común entre la nobleza de la alta Edad Media y floreció entre la sociedad cortesana y en las co- munidades clericales monásticas; fue la forma de canalizar senti- mientos elevados que contribuían a aumentar la virtud, el respeto, la autorrepresentación entre pares. Era un amor «carismático» que se prodigaba a aquellos que se consideraban superiores en virtud y en poder, y como una forma de aumentar el honor y la reputación19. El amor ennoblecedor era espiritual y no sexual. Las mujeres no eran dignas del amor ennoblecedor. La misoginia, general entre las comunidades clericales medievales, las excluyó no solamente por estar asociadas con lo carnal sino porque se creía que, por su propia naturaleza, eran incapaces de experimentar sentimientos altruistas20. Como lo señala Jaeger, «[e]l culto del ennoblecedor amor espiritual fue en parte respuesta al miedo y a la desconfianza entre los clérigos del amor apasionado y a la sexualidad humana y ese miedo fue más intenso tratándose del amor entre un hombre y una mujer que entre dos hombres»21. En el siglo XII se intentó subsanar el abismo espiritual entre mu- jeres y hombres a través de la sublimación de aquellos aspectos fe- meninos que arrastraban a los hombres al deseo. Para incluir a las mujeres en la experiencia del amor ennoblecido se requería dignifi- carlas, construyendo alrededor de ellas el aura de pureza espiritual, esencial en la noción cristiana del amor. En el siglo XII la idea de la imperfección de la mujer y su asociación con la tentación y el pecado dio paso a una obsesión por la virginidad y la castidad, cualidades que la enaltecían pero que a la vez la hacían inalcanzable. La idealización de la mujer perfecta fue el tema favorito en la literatura vernácula de la época, especialmente en la poesía, en la que se cantaba al amor cor- tesano y a las esperanzas y miserias de los trovadores22. No obstante,

19 Stephen Jaeger, Ennobling Love: In Search of a Lost Sensibility (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1999), 2-7. 20 R. Howard Bloch, «Molestiae Nuptiarum and the Yahwist Creation», en Medieval Misogyny and the Invention of Western Romantic Love (Chicago: University of Chicago Press, 1991), 13-38. 21 Jaeger, Ennobling Love…, 164. 22 R. Howard Bloch, «The Poetics of Virginity», en Medieval Misogyny and the

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la extensión del amor noble a la mujer incorporaba, forzosamente, la pasión sexual, que se contradecía con la pretendida idealización del deseo23. La inescapable carnalidad representada en la mujer desvir- tuaba el ágape (amor espiritual). Así lo señalaba Andreas Capellani, el tratadista más autorizado sobre el amor cortesano de finales del siglo XII y quien acusaba a las mujeres de ser incapaces de experimentar sentimientos profundos: El amor mutuo que buscas en las mujeres no puedes encon- trarlo, porque ninguna mujer amó jamás a un hombre o pudo atarse a un amante con los lazos mutuos del amor […], todo es culpa de la mujer, incapaz por su naturaleza de esa reciprocidad que el ver- dadero amor exige.24

La unión del ágape, el amor espiritual, con eros, el amor carnal, fue un problema irresoluble, ya que pretendía unir dos sen- timientos considerados opuestos. Este dualismo, que llevaba a los hombres a asociarse entre sí para experimentar y compartir senti- mientos altruistas, continuó en el Renacimiento y en los tiempos modernos, con algunas modificaciones. La cultura del sigloXVIII aumentó la secularización, el buen gusto, la civilidad, las visitas, el refinamiento de las costumbres, la búsqueda de la felicidad. Una innovación de la época fue la noción de lo privado y de lo mo- derno de la amistad. Hasta entonces, el amor entre varones tenía un sentido instrumental, se amaba a los superiores, consejeros,

Invention of Western Romantic Love (Chicago: University of Chicago Press, 1991), 93-113. 23 Conor McCarthy, ed., «Andrea Capellanus: The Amore», en ove,L Sex, and Marriage in the Middle Ages: A Source Book Art of Courtly Love (Londres y Nueva York: Routledge, 2004), 74-75. La dualidad del amor cortesano se expresa claramente aquí. En el primer tomo, Capellanus define el amor como «un sufrimiento innato que resulta de mirar y pensar en forma incontrolada sobre la belleza del otro sexo. Este sentimiento hace que el hombre desee, antes que todo lo demás, los abrazos del otro sexo». En el tercer tomo se refiere a la imposibilidad del amor apasionado y a la superioridad del amor virtuoso, prudente y moral sobre aquel. 24 Irving Singer, La naturaleza del amor, vol. 2 (Ciudad de México: Siglo XXI, 1992), 95.

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asociados y patrocinadores, y era un sentimiento que se repre- sentaba en la arena pública. A partir de la difusión de la cultura de la sensibilidad, la amistad se convirtió en una relación emocional. Fue, de acuerdo con Lawrence Stone, un ejemplo del individua- lismo afectivo que surgió en el siglo XVIII25.

La Ilustración, el culto de la sensibilidad y las mujeres La educación de jóvenes, como Manuela Barahona, no con- ducía a llenar la distancia cultural que facilitara la amistad entre los sexos. En Santafé, por ejemplo, la literatura a la que tenían acceso las mujeres eran libros de consejos editados en España y leídos en familia, que difundían imágenes de sumisión y sufrimiento. Se re- comendaba a las madres educar a sus hijas para la negación: «[…] que en todo tiempo sea callada y que hable muy poco y eso cuando fuese preguntada, que traiga los ojos bajos, mirando a la tierra […]. [S]i alguno le habla responda con mucha modestia […]»26. La hu- mildad era un tesoro preciado: «que no se precie mucho de sí, ni de ser muy loada, ni tenida por hermosa […] ni se precie de ser muy arreada y compuesta […]»27. En su relación con el esposo, el lema era «el hombre manda y la mujer obedece y calla»28. Algunas voces de la Ilustración española que tuvieron eco en las colonias se levantaron en contra de la acendrada misoginia que se basaba en la supuesta «natural» inferioridad de las mujeres. Gaspar Melchor de Jovellanos y Benito Feijoo habían defendido la necesidad de educar a las mujeres. Aquel relacionaba la felicidad —entendida como el disfrute de las cosas bellas— con la educación29, y este es- cribía sobre la «eminencia de las mujeres para las cosas intelec- tuales y sobre sus aptitudes comparables a las de los hombres para el aprendizaje»30. Agregaba Feijoo que la imaginada superioridad

25 Citado en Shawn, «Politics of Masculinity…», 52. 26 Cerda, Vida Política de todos los estados de mujeres…, 49. 27 Cerda, Vida Política de todos los estados de mujeres…, 11. 28 Cerda, Vida Política de todos los estados de mujeres…, 320. 29 Franklin Lewis, Women Writers in the Spanish Enlightenment…, 5. 30 Biblioteca Feijoniana, edición digital de las obras de Feijoo,

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de los esposos sobre sus consortes escatimaba parte del aprecio y del amor a ellas debido, y que en otros casos los precipitaba a una positiva desestimación de sus esposas31. Los ilustrados no defendían la capacidad de las mujeres para la vida política, en cambio, reconocían sus especiales dotes para la vida social por sus «innatas» capacidades para entender las com- plejidades humanas. Su papel en la organización de la sociedad fue reconocido por los ilustrados franceses, quienes revirtiendo las creencias sobre la voracidad sexual de las mujeres, atribuían a estas su capacidad de suavizar las tensiones que los hombres más pasionales tendían a provocar. La educación moral de las mujeres, que develaba sus cualidades sensibles, se convertiría en un instru- mento de regeneración moral en épocas en que lo «frívolo, irreli- gioso y mundano» estaban en el orden del día32. El reconocimiento de la sensibilidad, explícita entre los ilus- trados franceses, fue defendida por mujeres reconocidas en la escena literaria, como Madame Louise d’Épinay, quien a la vez que reclamaba para las mujeres espacios para la escritura y para la gestión pública, asumidos como propios por los hombres, aceptaba las delicias de los sentimientos amorosos entre hombres y mujeres. La cultura de la sensibilidad, que había crecido a partir de la Ilustración y en respuesta al racionalismo33, que defendía el de- recho a la exploración y el descubrimiento de los sentimientos auténticamente personales, tuvo influencias entre los varones ilus- trados como Caldas, pero no entre las mujeres. El culto a la sensi- bilidad no encontró terreno abonado en España ni en las colonias, y solo después de la Independencia —y en su forma romántica— se aclimató entre élites de la Nueva Granada. Entre españolas no- tables, como Inés Joyes y Josefa Amar34, la aproximación al mundo

http://www.filosofia.org/feijoo.htm (consultado en diciembre del 2010). 31 Biblioteca Feijoniana, edición digital de las obras de Feijoo… 32 Al respecto, véase el interesante trabajo de Carmen Martín Gaite, Usos amorosos del XVIII en España (Madrid: Anagrama, 1988). 33 La cultura de la sensibilidad floreció principalmente en Inglaterra. Véase, entre otros, a Campbell, The Romantic Ethic…, 181. 34 Véase el interesante ensayo de Isabel Morant Deusa y Mónica Bolufer

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de los afectos y de la razón que revelan sus escritos difería de la posición que asumió Madame d’Épinay, que hacía más favorable el campo de la razón para las mujeres y propugnaba una socia- bilidad más allá de los confines del hogar35. El carácter moderado y católico de la Ilustración española, la rigurosa separación de los espacios de hombres y mujeres, la asimetría sexual y «la posición desigual de las mujeres en el juego amoroso»36 impedían una retórica sobre la felicidad del amor. Josefa Amar y Borbón favorecía una po- sición de «autonomía emocional» de las mujeres y el desarrollo de una virtud activa para protegerse del asedio masculino. Joyes, en la misma dirección, veía en la pasión amorosa una amenaza para el matrimonio y un motivo de deshonra para las mujeres. Ambas defendían la necesidad de ampliar las opciones intelectuales para las mujeres —una maternidad racional— y la participación activa

Peruga, «Sobre la razón, la educación y el amor de las mujeres: mujeres y hombres en la España y en la Francia de las Luces», Studia Historica, Historia Moderna 15 (1996): 179-208, en donde se analiza la obra y pensamiento de las dos mujeres más representativas de la Ilustración española. Inés Joyes escribió la novela El Príncipe de Abisinia (1798) y «Apología de las mujeres en carta de la traductora (Inés Joyes) a sus hijas» (1798). Fue admitida en la Sociedad Económica en Madrid. En sus escritos y en el ejercicio de la palabra denunció las presiones que reducían las opciones de participación de las mujeres y las instruyó para navegar en un mundo caracterizado por las desigualdades de género. Josefa Amar y Borbón, la ilustrada más representativa de la España del siglo XVIII, desarrolló una gran actividad intelectual por la cual obtuvo amplio reconocimiento. Fue la primera mujer admitida en la Sociedad Económica Aragonesa en 1782, en la Junta de Damas de la Matritense en 1787 y en la Real Sociedad Médica de Barcelona. Sus escritos más importantes fueron Discurso en defensa del talento de las mujeres y de su aptitud para el gobierno y otros cargos en que se emplean los hombres (1786), Oración gratulatoria a la Junta de Señoras (1787) y Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790). Participó en debates defendiendo la igualdad de capacidades de las mujeres y abrió camino para que las mujeres de élite actuaran en escenarios intelectuales reservados hasta entonces exclusivamente a los varones. 35 Morant y Bolufer, «Sobre la razón…», 202. 36 Morant y Bolufer, «Sobre la razón…», 202.

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en ámbitos sociales. Las propuestas de los ilustrados españoles re- sonaron en Hispanoamérica. En la Nueva Granada, si bien durante la Ilustración hubo cierta preocupación por impulsar la educación femenina, la vida de las mujeres en los recintos hogareños continuó rigiéndose por la moral cristiana tradicional37. El más célebre del reducido grupo de ilustrados neogranadinos fue el sacerdote José Celestino Mutis, el director de la Expedición Botánica, que en cuestiones del manejo de su familia observaba rigurosamente la tradición de elegir can- didatos matrimoniales para sus sobrinas38.

El matrimonio es el camino hacia la perfección Las concepciones de Caldas sobre la amistad, el amor, la sexualidad y el matrimonio carecen del tono mundano e irreli- gioso característico de los ilustrados en otras latitudes, aun en la piadosa España39. Sus cartas, por el contrario, aparecen colmadas de una intensa piedad religiosa, común entre la minoría ilustrada neogranadina, pero extremada en el caso Caldas, como comen- taban incluso sus contemporáneos40. A siglos de distancia, Caldas se adhería a códigos del amor cris- tiano que se estaban replanteando en las sociedades europeas desde el siglo XVIII41. En el Sabio percibimos ideas sobre la disociación de la mujer pura de los terrenos de la carnalidad, que la hacía deposi- taria de dignidad espiritual y, por lo tanto, partícipe de los nobles sentimientos que le inspiraban sus amigos. En su correspondencia

37 La Enseñanza, el primer colegio de educación femenina en el Nuevo Reino, se abrió al público el 12 de octubre de 1783. Véase al respecto, María Teresa García Schelgel, «Las mujeres en la Ilustración: las voces de la madre Petronila», en Las mujeres en la historia de Colombia, vol. 3, ed. por Magdala Velásquez et ál. (Bogotá: Norma, 1995), 60-70. 38 Guillermo Hernández de Alba, Archivo epistolar del sabio naturalista don José Celestino Mutis, vol. 2 (Bogotá: Editorial Kelly, 1968-1975). 39 Martín Gaite, Los usos amorosos del XVIII en España, 21-56. 40 Silva, Los ilustrados de Nueva Granada…, 592. 41 Como lo señala Luhmann, en el siglo XVIII las viejas formas de cortejo entraban en desuso, y el amor se ligaba al objetivo único del placer sexual.

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se encuentran elementos comunes en la manera en que expresaba sus ideas sobre los sentimientos a sus amigos y a Manuela. El amor sublime y puro que sentía por ellos era el mismo que debía pro- fesar por Manuela, a quien, casi usando las mismas palabras en sus protestas de amor a los amigos, le escribía: «[…] Sí, señora, mi amor no es esa llama devoradora, cruel, que ciega, que embrutece; es un fuego sagrado, tranquilo, puro, casto, luminoso, que dilata el corazón sin oprimirlo […]»42. ¿Cómo interpretar el proceder de Caldas si no es a la luz de las nociones del amor cortés? Él no co- nocía a Manuela y solo tenía información de ella a través de terceras personas, pero debía manifestarse enamorado para honrarla y de- mostrarle que ella, por sus méritos, era digna de él. El amor cor- tesano, más que un verdadero sentimiento, era una representación, una liturgia. En Caldas, el amor era un gesto social que operaba fuera de sus emociones. Había decidido casarse y por lo tanto debía estar enamorado. ¿Qué llevó al sabio Caldas a buscar mujer? Solo se puede especular al respecto. ¿Fue el vacío afectivo dejado por la muerte reciente de su padre espiritual, José Celestino Mutis?, ¿el re- ciente matrimonio de su corresponsal e íntimo amigo, Santiago Pérez de Arroyo?, ¿la estabilidad financiera y profesional que le otorgaba el importante cargo de director del Real Observatorio Astronómico de San Carlos? Para casarse con una prima lejana, el sabio Caldas tuvo pues que ejercitar la imaginación y aprender el lenguaje del amor, un amor espiritual y casto transferido ahora a una mujer. Su corta vida matrimonial, que coincidió con los sucesos de la Independencia, fue tan incierta como su conversión de botánico y astrónomo a patriota. Tenía cuarenta años cuando consideró que debía casarse y procedió como lo hacían sus pares en estos negocios, analizando las mejores opciones. Pero él, que personalmente no tenía tiempo ni disposición para cortejar a las damas de la capital, encargó a sus amigos de Popayán la búsqueda de una candidata apropiada. No la

42 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 6 de junio de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 302.

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quería hermosa o rica, pero sí virtuosa y de buen nacimiento. Era importante que fuera de Popayán; aunque domiciliado en Santafé, sentía que su patria era Popayán. No había querido optar por una niña de la capital «ni cometer la injusticia de olvidar a las jóvenes de nuestro país por las extrañas. Ellas tienen un derecho fundado sobre nosotros, y son acreedoras a nuestro amor por su modestia y sus virtudes»43. La búsqueda fue corta, y la elegida fue una prima en tercer grado, «pobre y oscurecida», que había sido criada por una tía. La idea de casar a su parienta pobre con Caldas era una magnífica solución. Las solteras eran una carga para las familias cuando, llegada la edad de contraer, no aparecía un pretendiente adecuado. El destino de las hijas era el matrimonio y cuanto antes se trasladara la responsabilidad a otro varón, tanto mejor. La lite- ratura de la época en España, por ejemplo, se había ocupado del gravoso asunto. Josefa Amar y Borbón, en 1780, escribía al respecto: […] una soltera es un cero que comúnmente sirve de embarazo hasta en su misma casa, y para sí es una situación miserable, pues aun cuando se halle en edad en que prudentemente puede valerse de su libertad sin perjuicio de su costumbres, la opinión pública […] la mira siempre como una persona a quien no le está bien lo que a las casadas y a las viudas […]. [L]a mayor parte de las mujeres, por no decir todas, llegan a casarse sin tener más noticia del matrimonio que van a contraer, sino que las pretende tal o cual sujeto, que tiene estas o las otras cualidades de mayorazgo, de empleo y de enlaces.44

Para el tío de Manuela, con quien Caldas adelantó las negocia- ciones del enlace, casarla con un pariente que había logrado triunfar en la capital era una oportunidad feliz. Pero ¿qué pensaba Manuela sobre estas transacciones que la involucraban de forma tan directa y personal, y que transformarían su vida para siempre? Al parecer, inicialmente se rebeló, pero por obediencia a la autoridad paternal decidió aceptar al primo que aparecía borroso en sus recuerdos. La

43 Caldas a Pérez de Arroyo, Santafé, 20 de abril de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 307. 44 Martín Gaite, Los amores del dieciocho en España, 73.

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idea de ser la astrónoma de Bogotá la seducía. ¿Quizá buscaba libe- rarse del encerramiento de la casa de los tíos? Ese encerramiento era lo que más había atraído al Sabio, porque era muestra de la buena crianza y de la protección que había recibido Manuela. Además, ¿qué otras opciones tenía ella? Al parecer, no era candidata para el convento. Las posibilidades de encontrar un marido de alto rango social en la tradicional Popayán eran escasas. Aunque emparentada con lo más granado de la ciudad, sus tíos no tenían medios para proporcionarle una buena dote que atrajera algún noble payanés. Por lo demás, Popayán no era un mercado matrimonial favorable a las mujeres, dado el escaso número de varones asentados allí. La diferencia de edad —ella tenía «de 19 a 20 años»— no era obstáculo, antes bien, era una ventaja que facilitaba la sujeción de las esposas a sus consortes. Manuela, pues, «prestó su consentimiento» y las ne- gociaciones entre el pariente y Caldas se adelantaron rápidamente. Una vez arreglado el asunto, Caldas le escribió por primera vez a la que sería su esposa: «Todo está hecho, mi adorada señora. El amor es activo y vuela en sus acciones. Ahora todo está en sus manos; usted puede fijar el día dichoso, día memorable, día feliz en que Caldas pertenezca enteramente a usted»45. Pero, al parecer, la intensidad de su amor no fue tan grande como para obligarlo a emprender el viaje a Popayán para desposarla. Alegando múltiples ocupaciones, delegó el poder de representarlo en la ceremonia a su íntimo amigo, An- tonio Arboleda Arraechea. Una vez dispuestos los pormenores de la boda, el Sabio inició una especie de cortejo formal con una mujer a la que no conocía ni en retrato y que rehusaba responder directamente a sus cartas, quizá por vergüenza de su pobre redacción y ortografía. El interés de Caldas por la joven lo despertó el tío, y él, con imagi- nación y sensibilidad, se propuso llegar al corazón de la joven. Su digno tío […] desenterró para mi felicidad ese tesoro es- condido; él me avisó que usted era la que más convenía a mi carácter y situación; él me hizo la descripción más fiel y circunstanciada de usted; él encendió, por la primera vez, la llama pura, la llama casta

45 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 6 de febrero de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 301.

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del amor conyugal; él ha dado pasos importantes, él ha conquistado a usted y me ha dado la felicidad.46

Era su primer acercamiento —aunque a cien leguas de dis- tancia— a una mujer, y él no perdía la oportunidad de recordárselo: […] no he tenido que derribar ídolos para colocar a usted. Usted es la primera que posee mi corazón en toda su plenitud, usted sola y usted para siempre lo poseerá […] ¿Cuándo imaginó usted que un hombre que ha mirado con la más fría indiferencia a todas las mujeres de la tierra… podía derramar lágrimas copiosas por usted?47

¡Manuela, debía estar agradecida por haber sido elegida por él! Caldas asumía que su esposa participaba de ese amor ima- ginado: «¿Usted me ama? ¡Qué pregunta! Creo que sí, y esta…»48. Al parecer, Manuela esperaba un amor menos espiritual, y su re- beldía contra esta relación insatisfactoria se iba a manifestar en los años posteriores. Para Caldas, que pasaba los días «sumergido entre libros, entre instrumentos, que [tenía] los ojos fijos en el cielo», la próxima boda y el traslado de Manuela a Santafé fue un periodo de intensa agitación que lo distrajo de sus ocupaciones habituales para atender las cosas prácticas de su inminente nuevo estado. Pensaba también en el largo y tortuoso viaje que emprendería su amada, por lo que le enviaba […] un sombrerito de paja para el camino […] un pañuelo de muselineta para que se cobije […], pañuelos para el pecho […], pa- ñuelos para las narices; guantes de seda para que se despida […]; zapatos, anillos de esmeralda, otros de un rubí con esmeraldas y, en fin, otro de un diamantino y esmeraldas.49

46 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 6 de febrero de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 302. 47 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 6 de febrero de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 302. 48 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 20 de febrero de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 302. El resto de la carta no es legible. 49 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 21 de abril de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 308.

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Ya no viviría más en el Observatorio Astronómico y alquilaría una casa para iniciar su vida de casado. Sus protestas de amor se volvían más intensas y la figura de la joven adquiría mayor concreción a medida que se acercaba la fecha del matrimonio. Caldas avivaba el fuego que presumía, debía encenderse para calentar el corazón. La ceremonia se retrasaba por los trámites de prueba de soltería exigidos y por la solicitud de dispensa ante el arzobispo por los lazos de con- sanguinidad que los unía; Caldas, preso de la incertidumbre, le es- cribía: «¿Se habrá ya celebrado nuestro contrato […]? Ojalá sea esta la última carta que escribo a usted como amante y que comience las de esposo»50. Finalmente, el 13 de mayo de 1810 se celebró el matrimonio y el lejano enamorado, feliz de ser ya el «dueño de la bella y virtuosa Manuelita» y suspirando por abrazarla y unirse a ella para siempre, le decía: «Rompa de todos la cadena y marche a donde la espera su amoroso José». Asumiendo con más soltura el papel de marido, en carta posterior le pedía que no usara intermediarios para escribir las cartas y que remplazara el formal «usted» por el «tú», más íntimo51. En su concepción del amor, Caldas era fiel a la idea cristiana de la superioridad de cáritas (el amor espiritual cuyo origen y fin es Dios) sobre cupiditas (el amor que arrastra al hombre hacia lo carnal). Su insistencia sobre el amor virtuoso se revela en todas las cartas que le envía a Manuela. En la primera, cuando le confirma la negociación que ha sostenido con el tío para casarse con ella y en la que le concede la libertad de escoger la fecha de la ceremonia, le dice: «Hoy mismo comienzo a purificar mi corazón delante de Dios, y a repasar los años de mi vida para obtener su gracia a la celebración de nuestra unión santa y pura»52; en la siguiente carta expresa: «¡[…] qué dulce es unirse por la religión y la virtud!»53.

50 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 6 de mayo de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 309. [Cursivas mías] 51 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 6 de junio de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 312-313. 52 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 6 de febrero de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 301. 53 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 20 de febrero de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 301-302.

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Cuando ya tenía certeza de que la ceremonia matrimonial se había realizado, le escribe: «Yo quiero desde hoy tratarte con la igualdad de esposo y quiero gustoso renunciar a esos tratamientos que no inspira el amor puro, casto, noble, espiritual, que te profeso»54. Así mismo, el 20 de junio le escribe: […] la virtud debe ser el fin de nuestro matrimonio; los dos nos vamos a santificar mutuamente. Que en nuestros corazones reine Jesucristo, la pureza y la santidad […] tú debes ser una esposa cris- tiana, y fundar una familia santa y religiosa. La virtud es dulce, pues es el amor y la castidad. ¡Ah, mi Manuelita! ¡Cuánto alaba- remos al Señor los dos!55

Caldas se había educado en el seno de una familia fervien- te y las bases de su adoctrinamiento religioso estaban fuertemente cimentadas56. El viaje de Manuela para conocer a su marido e iniciar su vida matrimonial tuvo tropiezos inesperados. El viaje por la agreste geo- grafía neogranadina se iniciaría a mediados de junio; Caldas iría a su encuentro en la población de la Plata (Huila) hacia mediados de julio para emprender juntos el viaje a la capital; el 20 estalló la Revolución de Independencia en Santafé y el anhelado encuentro se frustró. Manuelita, quien probablemente nunca había salido de

54 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 6 de junio de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 312-313. 55 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 20 de junio de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 313. 56 Cuando las fuentes religiosas de la época hablaban del amor entre los espo- sos, se referían al afecto suave, a la discreción y prudencia de los sentimien- tos. Solo la suavidad de los afectos hacía dulces los trabajos del matrimonio y la vida conyugal. Anotaba el padre Arbiol que «el amor entre los esposos no debe ser puramente sensual o carnal que los haga como brutos, que no tienen entendimiento, porque semejantes amores duran poco». Tampoco debía ser intenso ni pasar de los términos de lo lícito y honesto. El hombre casado debía complacer a su mujer, pero siempre debía recordar que el amor a Dios venía primero. Antonio Arbiol S. Fr., La familia regulada con doctrina de la sagrada escritura y santos padres de la Iglesia católica (Madrid: Publicado por don Gerónimo Ortega e hijos de Ibarra, 1789), 47-50.

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Popayán, se sentía sola y abandonada entre gentes desconocidas, a la espera de un marido que se había rehusado a asistir a su propio matrimonio y que nunca llegaba por ella. Este finalmente le envió una carta el 6 de agosto informándole de la «revolución terrible» que había ocurrido en el Gobierno, del temor de perder su empleo, de sus vínculos con la Expedición Botánica y de ser enviado por la Junta Suprema de Gobierno a alguna comisión fuera de la ciudad. Le decía, «¿Tendrás, ídolo de mi corazón, valor para seguirme en mis correrías?»57. Un mes después, Manuela había llegado a La Mesa (Cundinamarca), pero Caldas estaba muy ocupado para trasladarse a esa población y envió en su lugar a un peón para recogerla. Caldas había asumido la dirección del Diario Político y ni «el dulce amor me puede sacar [de la ciudad]». Finalmente, el encuentro se produjo, pero las nuevas responsabilidades adquiridas por el patriota le im- pidieron dedicarle el tiempo necesario a su desposada. Además de la dirección del Diario Político, seguía dirigiendo El Semanario, el Observatorio Astronómico y era profesor de matemáticas en el Co- legio del Rosario. En agosto de 1811 Caldas aparece, no ya como el novio que de- claraba su amor, aunque fuera incapaz de convertirlo en acciones, sino como un respetable jefe de familia. La etapa del «cortejo» había terminado y ahora tenía responsabilidades más urgentes. Era el orgulloso padre de Liborio, el «heredero del cuadrante y del telescopio». Le comentaba a su amigo Santiago que ya no era novio; era padre, «dignidad que exige cuidados más serios que los de la galantería»58. La relativa paz cotidiana del primer año pronto terminó. Falta información precisa que evidencie qué tan extendido era el modelo perfecto de esposo cristiano que ofrecía Caldas. Pero en la época del Sabio las transgresiones al sexto mandamiento de la ley de Dios eran comunes entre hombres y mujeres, y de ello da prueba la abundante documentación judicial sobre conductas

57 Caldas a Manuela Barahona, Santafé, 6 de agosto de 1810, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 314-215. 58 Caldas a Santiago Arroyo, Santafé, 5 de agosto de 1811, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 317.

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ilícitas contra la familia, como adulterios, concubinatos, incum- plimiento de promesas matrimoniales, abandono del hogar y uxo- ricidios. Las cualidades de virtud, virginidad y castidad de las mujeres eran exigencias vigentes en la época de Caldas, y de estas los hombres estaban eximidos. El discurso del matrimonio virtuoso que minimizaba, o descartaba de plano, el goce sexual dentro del matrimonio prosperó por la facilidad de obtener placer venéreo en relaciones extramatrimoniales. En el tiempo y en el medio social en el que el Sabio vivió, ni los curas estaban exentos de los pecados venéreos. Tal fue el caso del conocido canónigo Andrés Rosillo, figura destacada de la Independencia y acusado ante los tribunales, por Francisco Rangel, de haberse apoderado de su legítima mujer, Luz de Obando, a quien llevó a vivir a «una misma casa y sin dife- rencia de lecho, en público y escandaloso concubinato»59. Otro escándalo, aunque de distinto cariz, fue el ocasionado por la fuga de don Pedro Fermín de Vargas con Bárbara Forero, la mujer legítima de Ignacio Nieto. Vargas, en el tiempo de su fuga, era una figura intelectual de alto calibre. Como Caldas, había gozado del padrinazgo del sabio Mutis y hacía parte del grupo de intelectuales que promovieron la Independencia. El amor por Bárbara condujo a Vargas a abandonar a su propia mujer, dejar un puesto oficial, hacerse a la fuga y desaparecer para siempre en los Llanos de San Martín, en el oriente del país60.

59 Véase el pleito completo en Isidro Vanegas, «Andrés Rosillo, un revolucionario inquietante», Credencial Historia 213 (septiembre 2007), Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, http://www.banrepcultural. org/blaavirtual/revistas/credencial/septiembre2007/andresrosillo.htm (consultado en junio del 2009). 60 Gloria Vargas-Tisnés, «Pedro Fermín de Vargas y Bárbara Forero: un amor ilustrado», Credencial Historia 271 (julio 2012), Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/ revistas/credencial/julio2012/pedro-fermin-de-vargas-y-barbara-forero (consultado en junio del 2009).

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Vida familiar y conflictos políticos El matrimonio Caldas-Barahona se vio afectado por el con- flicto entre centralistas y federalistas que siguió al grito de indepen- dencia. Los problemas entre el Gobierno central de Cundinamarca y la facción federalista se convirtieron en confrontaciones armadas fratricidas a comienzos de 1812, lo que haría exclamar a un cura de Santafé: «Cielos santos, no somos aún libres y ya nos estamos despedazando»61. Antonio Nariño, presidente de Cundinamarca, previendo un levantamiento en Tunja, envió a Caldas a esa ciudad como director del cuerpo de ingenieros que acompañaba al coronel Antonio Baraya, el jefe de la expedición armada contra los federa- listas. Pero Baraya desertó, se unió a las fuerzas federales y lideró una campaña contra la capital. Caldas, «que no sabía a dónde caminaba», desertó de las filas de Nariño y se alistó en las de Baraya. La amenaza del sitio militar produjo consternación en la capital. Nariño, que había optado por la conciliación sin ningún resultado, buscó detener el asedio convocando a las madres, hijas y esposas de los federalistas para ejercer su benévolo influjo sobre hijos, padres y esposos, y para mostrarles el peligro al que se expondrían en los actos de batalla. Nariño les decía a las mujeres que el pueblo, enfurecido por la con- ducta del enemigo, convertiría a los federalistas en objeto de su justa venganza. Les pedía que interpusiesen «el amor filial, el paterno y el conyugal para lograr una conciliación verdadera»62. Nariño tenía la convicción de que las mujeres, movidas más por los sentimientos que por los intereses políticos partidistas, aco- gerían sus consejos. Pero muchas los rechazaron. Una de las con- vocadas fue Manuela Caldas, y esta sí, convencida de la sinrazón de la guerra fratricida, apoyó las razones de Nariño y le escribió a su marido para que desistiera de participar en el asalto a Santafé. Era la primera vez que Manuela demostraba públicamente criterio

61 Pedro María Ibáñez, Crónicas de Bogotá, vol. 3, 2.ª ed. (Bogotá: Imprenta Nacional, 1917), 11. 62 Eduardo Posada y Pedro María Ibáñez, El Precursor: Documentos sobre la vida pública y privada del general Antonio Nariño (Bogotá: Imprenta Nacional, 1903), 382.

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propio; deseaba que la amenaza de una guerra cesara. Su situación era insostenible. Estaba embarazada y dependía de los préstamos en dinero que los amigos de Caldas le hicieran para sostener al pequeño Liborio. Caldas, desde Tunja, le escribía: «no te asustes por nada que allá iré pronto a restituirte a tu ser […]. Si es preciso, escóndete, lo mismo que mis papeles y libros. No des las llaves del Observatorio, y di que yo las tengo»63. Al parecer, Manuela no se escondió; por el contrario, encontró razonable el llamado a la paz de Nariño. Caldas, acostumbrado a darle órdenes y esperar su obe- diencia, atribuyó el tono de la carta de Manuela a la manipulación ejercida por Nariño sobre la inocente criatura, y no tuvo incon- veniente en ofrendársela como sacrificio necesario para conservar incólume su honor y sus ideales federalistas. Sus principios polí- ticos pesaban más que el lazo matrimonial: Bien puede usted afligir, intimidar y degollar a esa niña ino- cente y virtuosa; bien puede usted hacer lo mismo con mi hijito […]; nada me intimida. Si muere a cargo de la facción, morirá con honor y con virtudes, y yo no habré manchado mi reputación por debi- lidad. La sangre que va usted a derramar por capricho […] subirá al cielo a pedir venganza […]; la vida de una de nuestras mujeres costará mil vidas. No crea usted que amenazamos en vano, amena- zamos con justicia, con fuerzas con superioridad.64

Manuela, tratada ahora sin ningún miramiento por la cre- ciente hostilidad de su marido al Gobierno, fue encarcelada, y los bienes del científico —como la imprenta, libros e instrumentos de trabajo— fueron decomisados. Caldas pidió al Congreso la libertad de su mujer y su salida de Santafé para reunirse con él. En carta a Manuela, le decía: «[…] Yo te mando que vendas los muebles de la casa, como mesas, sillas, canapés etc.; que me traigas a la virgen, mis libros y mis instrumentos […]. Te encargo especialmente mis

63 Caldas a Manuela Barahona, Tunja, 3 de junio de 1812, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 332. [Cursivas mías] 64 Caldas a Manuela Barahona, s. f., en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 336.

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papeles […] y mis instrumentos que están en el Observatorio […]»65. El Congreso no gestionó la libertad de Manuela, quien, sin em- bargo, enfrentó la adversidad con dignidad, pudo llevar a término su embarazo y dio a luz a la pequeña Ignacia. Las preocupaciones de Caldas por su mujer, sus recomendaciones, entre paternales y autoritarias, soslayaban la capacidad de Manuela para enfrentar las represiones de Nariño. Caldas, al fin, reconocía la actitud valerosa de su mujer frente a la adversidad. No obstante, Ignacia murió a las pocas semanas de nacida. Manuela, desconsolada, le informó la noticia a su marido, quien, para darle ánimos, le decía: Consuélate con la pérdida de nuestra Ignacita, ella está en la patria de los justos; está en la región de la paz, rodeada de gloria y nadando de felicidad; ya se libró del odio de los chisperos (los centra- listas), que a pesar de su inocencia, más de uno la aborrecería porque era hija de un ciudadano libre. Yo me he alegrado en lugar de llorar.66

La esperanza de Caldas de que las fuerzas federalistas se impu- sieran se frustró dramáticamente. Antonio Nariño salió triunfante de la amenaza de la toma de Santafé a comienzos de enero de 1813. A este percance se sumó la pérdida de Liborio. Caldas decidió aban- donarlo todo y marcharse al exterior. Para gestionar su partida, se movilizó a Cartago, desde donde envió una carta a Nariño solici- tándole el permiso de dejar salir a su mujer de Santafé. Igualmente, renunció a su cargo de director del Observatorio Astronómico y de todo cargo público que tenía. Al parecer, el deseo de salir del país con su familia no pudo realizarse por falta de recursos eco- nómicos; tomó entonces el camino de Antioquia, en donde, por el término de dos años y medio, prestó sus servicios de ingeniero militar al gobierno de esa provincia67. No es claro en la correspon- dencia cuándo ocurrió la liberación de Manuela ni su reencuentro con su marido. En el fragmento de una carta sin encabezamiento

65 Caldas a Manuela Barahona, Tunja, s. f., en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 334. 66 Caldas a Manuela Barahona, Tunja, 18 de septiembre de 1812, en Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 343. 67 Appel, Francisco José de Caldas…, 114-116.

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y sin fecha, dirigida al parecer a su cuñado, Antonio Sánchez, y que debió escribir a mediados de 1813, el ingeniero y patriota le recomendaba «el cuidado de esos objetos queridos para evitar fríos y otras enfermedades» en su traslado a la ciudad de Rionegro68. En la carta se refería a su «Manuelita y mi pequeña familia». No es claro a quién se refería con las palabras «mi pequeña familia». Habían perdido a sus dos hijos, pero Manuela estaba embarazada de nuevo. ¿Se refería al hijo por venir?, ¿a otros parientes que acom- pañaban a Manuela en su viaje? Hacia finales de 1813, al parecer, la familia se había instalado en una casa en las afueras de Rionegro69. Allí nació Juliana, el tercer vástago de la pareja. La relativa paz familiar que alcanzaron Francisco José de Caldas y Manuela en su corta estadía en Antioquia se alteró con su retorno a Santafé a fi- nales de 1815. Antonio Nariño, que, como se dijo anteriormente, se había consolidado como líder centralista, emprendió una campaña militar contra las fuerzas realistas asentadas en Popayán, en 1814. Su objetivo era extender el gobierno central a las provincias del sur. Nariño triunfó en Popayán, pero fracasó estruendosamente en Pasto, fortín del realismo español. La derrota puso fin a su carrera política y el Precursor fue enviado preso a España. La salida de Nariño de la escena revolucionaria activó los conflictos entre cen- tralistas y federalistas en Santafé. Esto impidió un entendimiento conjunto de las dos facciones frente a la amenaza de los realistas, que se avecinaban con el retorno de Fernando VII al poder en mayo de 1814, la misma fecha del encarcelamiento de Nariño. En enero de 1815, los federalistas se hicieron cargo del gobierno de Santafé e incorporaron a Cundinamarca en la recién formada Provincias Unidas70. Su presidente, el primo de Caldas, Camilo Torres, lo instó a regresar a Santafé. Antioquia estaba a punto de ser invadida por los realistas y la vida de la pareja de nuevo tomaba un rumbo incierto. La oferta de Torres de establecer una escuela de ingeniería en Bogotá fue aceptada, y la familia Caldas emprendió el retorno a

68 Diego Castrillón Arboleda, Biografía del «Sabio» Caldas (Bogotá: Universidad Sergio Arboleda, 2008), 352. 69 Castrillón Arboleda, Biografía del «Sabio» Caldas, 361. 70 Apple, «Francisco José de Caldas…», 117-152.

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la capital a finales de 1815. Manuela estaba embarazada de su cuarto hijo. El científico tenía la ilusión de rehacer el Observatorio As- tronómico, desmantelado por las acciones armadas de los últimos años. Sin embargo, la llegada de Pablo Morillo, el general enviado por el rey Fernando XVII para reconquistar a las viejas colonias, destruyó todo los planes y causó pánico en Santafé. Su arribo se esperaba de un momento a otro. Caldas, como muchos otros, trató de buscar el camino del destierro. En la carta de despedida, con la que doy inicio al capítulo, además de las recomendaciones que dejaban translucir su talante patriarcal y paternalista, el Sabio expresaba en forma directa su rechazo a los devaneos de Manuela con jóvenes que tildaba de in- deseables. Aparentemente, la joven Manuela recibía amistades en su casa y algunos de ellos eran de su misma edad. No solo he procurado ser fiel a mi mujer sino también qui- tarle todo motivo de la más ligera inquietud […]. En esto tú no has sido muy prudente, y tu conducta en mi ausencia no deja de darme motivos de inquietud, que han amargado mi corazón delicado y sensible. Es verdad que no te condeno, y si ahora te hablo con esta claridad es para hacerte más producente y más celosa de tu buena reputación. Te hablo más claro: yo no puedo sufrir la amistad de mozos que aún no han probado su conducta, y esas visitas de con- fianza en los últimos rincones me son abominables […]. [S]epara toda mezcla de mozos […]; ama la pureza de conciencia; tiembla de los mozos seductores; teme menos morir que cometer un adulterio horrible. Que no te dejara sino crueles remordimientos y amarguras espantosas. Ama a Dios y entrégale tu corazón, y cuídate de entre- garlo puro y sin pecado […].71

Sorprende que fuera la primera vez que el hombre de ciencia ventilara abiertamente un asunto de tanta trascendencia en la vida de una pareja. Aunque confesaba amargura, su reproche era me- surado, y no destilaba despecho, celos ni reclamos. El tono es de cierto distanciamiento; como el de un padre que advierte a su hija

71 Arias de Greiff y Bateman, Cartas de Caldas, 350.

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descarriada sobre los peligros de los hombres; le indica su obligación de proteger el honor y le recuerda las consecuencias del pecado del adulterio. Quizás era contra ese posicionamiento paternal, formal, y no de pasión conyugal, contra lo que Manuela se rebelaba. Si bien la Ilustración promovió algunas innovaciones institu- cionales y el interés por la formación de una «cultura de letrados», su influencia fue epidérmica, especialmente en lo concerniente a la vida de las mujeres y al mundo privado. Caldas es un buen ejemplo del carácter limitado de la Ilustración. Por un lado, su producción científica se enmarcó dentro de las ideas de progreso y cambio del gobierno virreinal. Por otro, en lo privado, Francisco José de Caldas se adhirió a los principios ortodoxos de control patriarcal, como ní- tidamente se observa al inicio de su matrimonio con Manuela. Ella, como otras mujeres en similares circunstancias, se rebeló al dominio de su padre-marido. La vida de Manuela, como la de tantas mujeres de Popayán, Tunja, Rionegro, Santafé, se vio violentamente afectada por la Revolución de Independencia. Las constantes separaciones de las familias, los deberes nuevos que debieron asumir cuando los maridos se marchaban a la guerra y la continuidad de sus funciones maternas en situaciones de anormalidad las enfrentó a retos inespe- rados. Las redes femeninas de apoyo que se formaron para atender embarazos, partos y el cuidado de los hijos relajaron los rígidos pa- trones de subordinación de las mujeres a sus maridos. Esas rupturas incluían el campo de los afectos y de las lealtades matrimoniales. Manuela tuvo otra hija tres años después de la muerte de Caldas, aunque desconocemos en qué circunstancias. Volvemos a encontrar a Manuela en 1827, cuando ya la Revolución de Indepen- dencia había triunfado. Esta vez —como mujer que no necesitaba ser «restituida a su ser»— en calidad de demandante de Esteban Arboleda, hijo de Antonio Arboleda, el íntimo amigo de Caldas que le había servido de sustituto en la ceremonia matrimonial. El pleito era por una suma de dinero que supuestamente adeudaba Caldas a su padre, Antonio. El veredicto del juez fue favorable a Manuela72.

72 Alonso Valencia Llano, Mujeres caucanas y sociedad republicana (Cali: Departamento de Historia, Universidad del Valle, 2001), 50.

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Juliana, la única sobreviviente del matrimonio, creció y se casó con un pariente de apellido Caldas. Sesenta y cinco años después de que Caldas fue fusilado, encontramos a Juliana reconociendo la casa en que vivió con sus padres en Santafé y aprobando las decisiones del Gobierno de colocar una placa conmemorativa en la puerta exterior. Durante el periodo plenamente revolucionario, el militar, el héroe, el estadista, sustituyó al individuo sentimental de la Ilus- tración. En el siguiente capítulo, enfocándome en otra familia de la nobleza caucana, exploro la vida íntima de hombres y mujeres, es- tructurada sobre valores patriarcales y en la que las desigualdades de género, que analizamos en este capítulo, adquirieron nuevos perfiles.

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Mariana Benvenuta Arboleda Arroyo (1804-1869) Esposa de Tomás Cipriano de Mosquera. Forma parte del Archivo Central del Cauca, Archivo Mosquera, Sala familiar, Instituto de Investigaciones Históricas «José María Arboleda», Universidad del Cauca, Popayán, Colombia. Sexualidad y limpieza de sangre

En 1822, Mariana Arboleda, añorando la compañía de su esposo Tomás Cipriano de Mosquera, le escribió: Mi amado Tomás: Ayer perdí las esperanzas de verte y creo que en la eternidad es donde nos vamos a unir para no separarnos nunca pues ya se me hace muy difícil que tú vuelvas a salir de la Costa, ya veo que soy la mujer más desgraciada que puede haber, pues hasta ahora no tengo la satisfacción de decir que he vivido seis meses contigo.1

Corría el año 1822 y Tomás Cipriano de Mosquera estaba en Guayaquil como secretario personal de Simón Bolívar, cuando se estaba decidiendo la anexión de Guayaquil a Colombia. El tema del abandono, que por primera vez abordaba Mariana Arboleda en su correspondencia con Tomás Cipriano de Mosquera, sería rei- terativo durante toda su vida. La desdicha que anticipaba sería también su compañera inseparable hasta cuando ya, en plena madurez, aprendió a ser feliz lejos de su marido. Tomás, inasible,

1 Joaquín Estrada Monsalve, Mosquera: su grandeza y su comedia (Bogotá: Minerva, 1945), 62.

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solo perseguiría el honor militar, el poder y la gloria. La boda, que ataría a la joven a un destino previsto por la religión y la costumbre —la maternidad y la domesticidad—, coincidió con el inicio im- previsto de la carrera militar de Tomás, con su alejamiento de la casa paterna y de su mujer recién adquirida. Sus hermanos habían considerado precipitada la decisión de casarse. Mariana tenía 16 años y él, apenas 22. No pensaba así el padre quien, satisfecho con la elección, aprobó el enlace para impedir que el hijo se hiciera mi- litar y para retenerlo en el Cauca, como lo registrara Tomás: Mi padre, que deseaba no ser abandonado yéndome a la revo- lución, convino en mi matrimonio, ofreciéndome una parte de sus rentas y encargándome del manejo de sus propiedades territoriales que pasaban de diez. Estos estímulos no disminuyeron mi amor a la causa de la patria y resolví irme a unir al ejército republicano, abandonando propiedades y mi joven mujer a los 32 días de casado.2

A Tomás le aburre la vida hogareña. Él está seducido por al- guien que representa un poder superior para su vanidad y am- bición: Simón Bolívar. Su conversión en militar destacado corre paralela con los favores y afectos del Libertador; es él quien lo im- pulsa, justifica sus errores en el campo de batalla y lo privilegia con su amistad hasta su temprana muerte. Luego de la desaparición de Bolívar, la pasión por el poder político será la única duradera en la vida del caudillo caucano. Su esposa e hijos serán refugios contingentes en su agitada vida. El abismo afectivo que se instala en el hogar desde el inicio perdurará por el resto de sus vidas. El costo emocional para Mariana y los hijos será devastador. Mariana tratará, a lo largo de su vida, de atraerlo a la casa para que asuma la educación de los hijos y el cuidado de sus bienes, es decir, para convertirlo en un marido semejante a los patriarcas de su entorno, dedicados a los negocios y a sus haciendas. Historias de ausencias tejieron la cotidianidad de los hombres y mujeres que vivieron durante los años de la Independencia y de las guerras civiles posteriores. Esta historia se puede contar con

2 Estrada Monsalve, Mosquera…, 42.

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más detalle en el caso de los Mosquera Arboleda por las abundantes huellas que dejaron sus actores. Las cartas escritas por Mariana y sus parientas nos permiten acceder directamente a la intimidad de sus vidas. A través de esta correspondencia se observa también cómo los eventos políticos transformaban las relaciones de género y cómo los conceptos de masculinidad y feminidad fueron adqui- riendo otros perfiles en una sociedad en la que los mecanismos de reproducción social y política estaban sustentados en la trans- misión de la limpieza de sangre y en la perpetuación de privilegios. El perfil político de Tomás Cipriano de Mosquera y su formi- dable influencia durante buena parte del siglo XIX han sido am- pliamente investigados en la literatura histórica3. Su vida personal y emocional, su conflictiva personalidad y su talante de patriarca poderoso que regía sobre hombres y mujeres ha sido examinada detalladamente por el historiador William Lofstrom4. A partir de las múltiples sugerencias de su trabajo, enfoco mi análisis en las re- laciones de género, las mujeres del clan y el impacto de la esclavitud en la vida emocional de los protagonistas de mi historia. Retomando la opinión de Humboldt sobre la esclavitud en el Cauca, resulta importante prestar atención al influjo que la perte- nencia a una cultura esclavista tuvo en la formación del caudillo caucano y en su relación con las mujeres. Mosquera, desde muchos ángulos, representaba al nuevo individuo que buscaba la gloria y el honor en la actividad militar, y que se adhería a los nuevos cánones del republicanismo liberal. Su vida pública ilustra el proceso de conversión de los varones de élite en soldados, en héroes militares y en figuras políticas en la coyuntura de la Revolución y el proceso postindependista. Pero en su vida privada, arrastraba consigo el legado de sus antepasados esclavistas. Estas contradicciones no eran privativas del caucano. Los patriotas santafereños —como

3 Véase, entre otros, Diego Castrillón Arboleda, Tomás Cipriano de Mosquera (Bogotá: Planeta, 1994); Estrada Monsalve, Mosquera…; José León Helguera y Robert H Davis, eds., Archivo epistolar del general Mosquera, 3 vols. (Bogotá: Editorial Kelly, 1978). 4 William Lofstrom, La vida íntima de Tomás Cipriano de Mosquera (1798- 1830) (Bogotá: Banco de la República / El Áncora Editores, 1996).

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veremos en el próximo capítulo— no rompieron con el pasado co- lonial; sin embargo, rasgos coloniales fuertemente arraigados, como la explotación sexual de las esclavas y demás mujeres de color, y el control de los varones blancos sobre la sexualidad de sus mujeres — garantes de la pureza del linaje— se acentuarían en el Cauca.

La aristocracia caucana La familia de Tomás Cipriano de Mosquera, «la más rica de toda la provincia»5, hacía parte de una red poderosa de familias aristocrá- ticas del Cauca que, en forma sucesiva, habían migrado de España a lo largo de los siglos XVII y XVIII. En el transcurso de los años, varias de estas familias se enlazaron entre sí a través de matrimonios endogámicos y conformaron un tupido tejido familiar que controló, en beneficio propio, las fuentes de riqueza y de prestigio social de la región. Las alianzas de estas familias cristalizaron en nuestro personaje, que hacía gala de sus orígenes cuando la ocasión lo ame- ritaba. En su testamento, Mosquera se identificaba como Tomás Cipriano Ignacio María de Mosquera y Figueroa Arboleda, Salazar Prieto de Tobar, Vergara, Silva, Hurtado de Mendoza, Urrutia y Guzmán. Todos estos apellidos pertenecían a generaciones sucesivas de familias aristocráticas que se habían asentado en el Cauca y que conformaban una comunidad blanca, hispánica y sustentada en la limpieza de su sangre6. En la ciudad de Popayán, las élites blancas, conscientes de sus privilegios, controlaban las instituciones de gobierno y las ac- tividades mercantiles en beneficio propio y con exclusión del resto de la población de color7. La base de la riqueza eran las empresas

5 La ostentación y el alto nivel de vida de los Mosquera sorprendieron al via- jero inglés Potter J. Hamilton, que en Viajes por el interior de las provincias de Colombia (Bogotá: Biblioteca Quinto Centenario Colcultura, 1955), 232, así lo afirmaba. Pero de acuerdo con William Lofstrom, «la familia más rica de Popayán era la de Pedro Agustín Valencia y Fernández del Castillo, cuya fortuna estaba estimada en 300.000 pesos». Lofstrom, La vida íntima…, 51. 6 Castrillón Arboleda, Tomás Cipriano de Mosquera, 14-26. 7 Peter Marzahl, «Creoles and Government: The Cabildo of Popayán», Hispanic American Historical Review 54 (noviembre 1974): 649; Germán Colmenares, «Los esclavos en la gobernación de Popayán, 1680-1780»,

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mineras explotadas por la población esclava. Otras actividades, como el comercio, la explotación agropecuaria, junto con la presencia de población indígena y mestiza, hacían de Popayán un emporio eco- nómico, dominado por empresas familiares. Aunque controlaban el cabildo y la vida política local, sus fuentes de riqueza eran múltiples. Mientras que en Santafé eran las instituciones del Estado colonial las que permitían la ampliación de los clanes familiares, en Popayán eran los grupos de familias y no las instituciones o corporaciones las que servían como elemento integrador de la sociedad, en com- binaciones que eran horizontales —a través de las relaciones de pa- rentesco— y verticales —a través la explotación de la mano de obra esclava e indígena8—. Peter Marszahl se refiere a la inmovilidad social de Popayán y a la importancia de los clanes familiares sobre las instituciones de gobierno en el Cauca en estos términos: La cohesión, continuidad y permanencia manifestadas por lazos de parentesco produjeron una aristocracia basada en las fa- milias, en vez de una élite identificada por posición política o carrera profesional. La definición de quiénes pertenecían a ese grupo de- pendía del grupo mismo, puesto que uno no podía acceder al grupo por medio de la adquisición de un puesto de «élite». La afiliación dependía de la aceptación, y el matrimonio era la señal más segura.9

A comienzos del siglo XIX, Popayán y Santafé eran semejantes en cuanto al número de habitantes: ambas ciudades tenían 20.000 almas, pero la composición social era distinta, y el número de fa- milias nobles difería en las dos ciudades. Mientras que en Popayán sesenta familias vinculadas con la explotación aurífera y el comercio poseían fortunas superiores a los 100.000 pesos, en Santafé las fa- milias de élite con fortunas equiparables eran escasas, y dependían

Nuevas Lecturas de Historia 15, Boyacá: Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia-UPTC, Vicerrectoría de Investigaciones Científicas y Extensión (1991): 5-110. 8 Marzahl, «Creoles and Government…», 642. 9 Peter Marzahl, Town in the Empire: Government, Politics and Society in Seventeenth-century Popayán (Austin: Institute of Latin American Studies, University of Texas Press, 1978), 102.

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de los favores del Estado y de la explotación de haciendas que pro- ducían poco. Era frecuente que los nobles de Santafé atendieran sus propios negocios detrás de un mostrador. La riqueza de las élites blancas payanesas generaba una polarización social más marcada que en Santafé. El viajero inglés Potter Hamilton, en sus viajes por el sur de Colombia, expresaba su admiración por lo que encontró en esta apartada región. Resaltaba la diferencia arquitectónica entre Santafé y la capital del Cauca, la existencia de «edificios muy supe- riores» en Popayán y la dicotomía social de la ciudad formada por un número pequeño de familias nobles y por una mayoría de pe- queños negociantes y pulperos. Potter, que durante su estadía en Popayán fue atendido por la familia Mosquera en su hacienda Coconuco, describía el suntuoso banquete «al estilo inglés» que la familia le ofreció; resaltaba los modales ingleses que Joaquín Mos- quera, hermano mayor de Tomás Cipriano, había adquirido en sus viajes por Inglaterra y que había puesto de moda entre las familias aristocráticas de Popayán10. En esa travesía, Hamilton se había hos- pedado en casa de los Arboleda Pombo, primos de Tomás y dueños de 800 esclavos dedicados a los lavaderos de oro. El inglés se sorprendió del tamaño de la biblioteca personal de Arboleda, en la que encontró libros escritos en francés, inglés, italiano y otros idiomas, y en lo re- finado de las costumbres de ese hogar, cuya alcoba de huéspedes estaba primorosamente decorada, con lujos «que solo gastan las familias más ricas de Europa». Le parecía «cosas de ensueños» que la hora de su baño fuera preparada y anunciada por los criados de la casa. Hamilton finalizaba su descripción señalando que no había encontrado en Co- lombia nada que pudiera compararse con aquella morada11. La vida señorial de la aristocracia caucana era posible gracias a la producción minera basada en el trabajo esclavista. El Valle del Cauca era una región políticamente periférica y marginal dentro del imperio, pero rica en yacimientos auríferos. Su importancia económica coincidió con la traída de un gran número de esclavos para trabajar en la extracción de oro. La dependencia económica

10 Hamilton, Viajes por el interior de las provincias…, 232-250. 11 Hamilton, Viajes por el interior de las provincias…, 285.

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sobre la población esclava produjo en el Cauca características de- mográficas y sociales particulares. Como lo señala Jaime Jaramillo Uribe, en 1779 el número de esclavos (12.444) casi alcanzaba al de blancos (13.351). En el interior de los hogares domésticos, la pre- sencia de abundante mano de obra esclava creaba a su vez rela- ciones de paternalismo y de explotación sexual por parte de los varones de las familias esclavistas. Sobre el buen trato de los es- clavos, decía Julio Arboleda, sobrino contradictor de Tomás: Las matronas confían también a sus esclavos no solo el servicio económico de su casa, sino aun a la crianza y cuidado de sus hijos, y no es raro encontrar esclavos de uno y otro sexo que entren en el consejo de familia […].12

Arboleda consideraba justa la subordinación de los esclavos a los señores, y decía que esa relación era «una imitación de lo que son el rey y sus súbditos»13. La subordinación sexual de las esclavas era práctica común entre los señores de Popayán. Jaramillo Uribe transcribe el proceso judicial que se entabló a Ignacio Mosquera Figueroa y Arboleda, tío de Tomás Cipriano, en 1801. A la sazón, Mosquera Figueroa era el teniente gobernador de Nóvita y la de- manda se había impuesto por […] malos tratos a los esclavos y tolerancia de los malos tratos dados por su manceba, la mulata María Losada, a una esclava de Mosquera. Al parecer, la mulata azotó a Francisca, le hizo cortaduras en la cara y los senos y le «introdujo pimientos en los órganos vergon- zosos»; los testigos declaran todos que Mosquera lleva relaciones con la mulata desde hace varios años, que tiene con ella varios hijos y que «la losada manda las cuadrillas y maltrata a los esclavos», y Mosquera Figueroa, por su lado acusó en el proceso a los testigos, inclusive al cura de Nóvita, de vivir amancebados con negras esclavas.14

12 Hamilton, Viajes por el interior de las provincias…, 33. 13 Germán Colmenares, Historia económica y social de Colombia: Popayán, una sociedad esclavista 1680-1800, 2.ª ed. (Bogotá: TM Editores, 1997) 2: 84. 14 Jaime Jaramillo Uribe, Ensayos sobre historia social colombiana (Bogotá: Biblioteca Colombiana de Cultura Colombiana, 1968), 37.

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Sexualidad, limpieza de sangre y endogamia En Tomás Cipriano de Mosquera confluyeron muchas pa- siones. A la obsesión por el linaje, por la limpieza de origen y por su atracción desenfrenada hacia las mujeres de ancestros africanos, se sumaron su pasión por el poder militar y político. Su matrimonio por conveniencia con una prima hermana le garantizó la conti- nuidad de sus ancestros «limpios de toda mancha». Su calidad de amo y señor de esclavos y, posteriormente, de figura política na- cional, le dio el poder de acceder sexualmente a esclavas, mulatas y ñapangas (mestizas). Su masculinidad estaba hondamente ligada a estas pasiones. ¿Cómo conciliar su adherencia a los nuevos valores de masculinidad de los tiempos revolucionarios y de guerra? Tra- bajos históricos recientes coinciden en que durante las guerras que dieron nacimiento a los Estados modernos se produjo una recon- ceptualización de la masculinidad. Joan Landes, refiriéndose a las ideas de masculinidad y moralidad republicana de la Francia revo- lucionaria, anota el surgimiento de una masculinidad virilizada, en contraposición a la masculinidad feminizada del siglo XVIII. Esta nueva virilidad se apoyó en la adquisición de la ciudadanía y en el servicio militar. Pero a la nueva masculinidad, cuyo compo- nente principal era la virtud pública, se integraban nuevos elementos de género. La República constituía también un tejido emocional que unía al nuevo ciudadano con la vida en familia: «Nadie es un buen ciudadano si no es un buen hijo, buen padre, buen herma- no, buen amigo, buen esposo»15. Matthew Brown señala que en la Nueva Granada, como en otras regiones de Hispanoamérica, la masculinidad se formó alrededor de la experiencia militar, «[…] distanciándose de los valores del honor, limpieza de sangre y linaje, sobre los que se centraban las viejas generaciones de la Colonia»16.

15 Joan B. Landes, «Republican Citizenship and Heterosexual Desire: Concepts of Masculinity in Revolutionary France», en Masculinities in Politics and War: Gendering Modern History, ed. por Stefan Dudink et ál. (Manchester y Nueva York: Manchester University Press, 2004), 96-97. 16 Matthew Brown, «Soldiers and Strawberries: Questioning Military Masculinity in 1860s Colombia», Bulletin of Hispanic Studies 87, n.° 6

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En la misma dirección, Arlene Díaz arguye que las ideas nobiliarias de honor, limpieza de sangre y antigüedad fueron desplazadas por un tipo de honor asociado con los servicios al Estado y al ejército17. Este no fue el caso de Cipriano de Mosquera. Sin lugar a dudas, aspectos de la masculinidad de Tomás se forjaron en la coyuntura militar y política que vivía la región del Cauca. Las guerras posin- dependentistas y el espacio político que él ayudó a construir for- jaron su identidad. El sendero de triunfos que le abrió el proceso de formación de la nación no hubiese sido posible en la provincial Po- payán, en donde pasaba su vida en medio de pequeñas rivalidades con sus primos y hermanos, y en el tedio propio de los jóvenes es- clavistas del que hablaba Humboldt. Así lo percibe Joaquín Estrada Monsalve, su sardónico biógrafo, quien lo describe como un joven lleno de energía y de inteligencia, pero sin objetivos claros hacia el futuro: «Desde su adolescencia, su cerebro es un recipiente de ideas embrolladas, de nociones fragmentarias y de conocimientos mis- celáneos», y agrega que de no haber sido por la carrera militar que le ofreció la guerra, «ese niño no hubiese pasado de ser el truhan de la comarca y el tormento de la familia»18. No obstante su con- versión en gran caudillo, promotor de reformas liberales y en pre- sidente de la República en cuatro oportunidades, seguía adherido a valores coloniales de honor basados en la limpieza de sangre, la hombría, y en una visión racializada de la sexualidad. El inquieto caucano, desde su adolescencia, manifestó un in- terés inusitado por establecer el árbol genealógico de su familia. Su afán por escudriñar su pasado honorable generalmente ocurría cuando estaba fuera del entorno social cerrado de su región. Siendo aún adolescente, y estando en Cartagena a donde su padre lo había enviado para sacarlo del ambiente caldeado que se vivía en Popayán

(2010): 728; Matthew Brown, «Richard Vowell’s Not-So-Imperial Eyes: Travel Writing and Adventure in Nineteenth-century Latin America», Journal of Latin American Studies 38, n.° 1 (febrero 2006): 1-28. En estos artículos se habla de los nuevos valores y de la nueva identidad masculina de los hombres de esa generación. 17 Arlene Díaz, citada en Matthew Brown, «Soldiers and Strawberries…», 729. 18 Estrada Monsalve, Mosquera…, 14.

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en tiempos de la Reconquista de Juan Sámano, Tomás escribió a sus hermanos para que le enviasen información detallada sobre sus ape- llidos y abolengos. Quizás en su ámbito local, donde su clan gozaba del reconocimiento unánime, el inseguro Tomás no había tenido necesidad de acudir a su origen para afirmar su procedencia privile- giada19. En 1829, cuando Simón Bolívar lo envió a estrechar las rela- ciones de la Gran Colombia con el Perú, Tomás Cipriano comenzó a utilizar el título de don en su correspondencia. En su posterior viaje a Europa se ocupó de investigar su trayectoria genealógica y, junto con sus hermanos, elaboró el árbol genealógico de su familia20. La familia Mosquera Arboleda se caracterizó por una fuerte endogamia social. El padre era la cabeza del clan y la autoridad incuestionable sobre asuntos como el matrimonio de los hijos, en el que se privilegiaban los intereses sociales y económicos de la fa- milia sobre los personales. Sus mujeres, como en el caso de otras aristocracias latinoamericanas, sirvieron como instrumentos en las negociaciones de los patriarcas para extender los linajes a través de alianzas matrimoniales21. El patriarca, como cabeza del clan, controlaba a los miembros de su familia, garantizaba el avance de sus individuos y era el protector y la figura más respetada y temida por su parentela. Las uniones endogámicas de la aristocracia caucana se han re- saltado entre historiadores22. El caso de los Mosquera y Arboleda ha sido concienzudamente estudiado. El patriarca José María Mos- quera Figueroa y Arboleda se casó con su prima, doña María Ma- nuela Arboleda y Arrechea. La unión de los dos apellidos se había originado una generación atrás, cuando en 1730, el progenitor de

19 Lofstrom, La vida íntima…, 59. 20 Lofstrom, La vida íntima…, 59. 21 Sueann Caulfield, «The History of Gender in the Historiography of Latin America», Hispanic American Historical Review 81 (agosto- noviembre 2001): 468. 22 Véase Gustavo Arboleda, Diccionario biográfico y genealógico del antiguo departamento del Cauca (Bogotá: Biblioteca Horizontes, 1962); Estrada Monsalve, Mosquera…; Castrillón Arboleda, Tomás Cipriano de Mosquera; y Lofstrom, La vida íntima…, 47-64.

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José María, don José de Mosquera Figueroa y Prieto de Tovar, se casó con María Teresa de Arboleda. Las relaciones endogámicas entre los Mosquera y Arboleda continuaron en la generación siguiente. El matrimonio Mosquera- Arboleda procreó diez hijos; cinco mujeres y cinco varones. De las cinco mujeres, tres permanecieron solteras, y las dos que se casaron, María Dolores Vicenta y María Manuela Dominga, lo hicieron con primos del clan Arboleda. De los cinco varones, Domingo murió en la infancia y José Manuel fue sacerdote. Joaquín y Tomás Ci- priano se casaron con primas hermanas. El único que se casó fuera del clan fue José María. Podríamos concluir que, de los hijos que se casaron, todos, con excepción de Manuel María, lo hicieron con primos o primas23. Analizando la endogamia en una sociedad esclavista como la caucana, la estrategia de reproducción de la aristocracia era un dis- positivo de perpetuación de las jerarquías sociorraciales. Las no- ciones de limpieza, de rechazo a la contaminación con otras razas, inspiraron los criterios y mecanismos para la reproducción de los sectores de élite, y contribuyeron a la construcción de un orden social y simbólico basado en la descendencia, en el que el compo- nente genealógico adquirió visos obsesivos. La investigación de María Elena Martínez sobre la limpieza de sangre en el México colonial ilumina procesos que fueron comunes a todas las colonias hispanoamericanas, tales como el peso extraor- dinario de las «probanzas de méritos y servicios» y las «probanzas de pureza de sangre», requisitos que eran exigidos a los colonos para reclamar encomiendas; concesiones económicas como la exención de impuestos, acceso a la tierra y a la extracción minera; y para obtener posiciones en los cabildos y en la Iglesia, así como títulos de hidalguía que conferían estatus, honor y dignidad24. Las

23 José María Restrepo y Raimundo Rivas, Genealogías de Santa Fe de Bogotá, vol. 5 (Bogotá: Editorial Presencia, 1991), 400-405; Lofstrom, La vida íntima…, 47-74. 24 María Elena Martínez, Genealogical Fictions: Limpieza de Sangre, Religion and Gender in Colonial Mexico (Stanford: Stanford University Press, 2008), 121-129.

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mezclas raciales, que inevitablemente se dieron, ocurrieron fuera del matrimonio, ya que en el imaginario criollo no arriesgaba los linajes. A los afroamericanos, que no eran considerados cristianos libres, se les usurpó la posibilidad de crear comunidades y legal- mente fueron declarados raza impura por el Tribunal de la Santa Inquisición25. Los negros podían ser buenos cristianos pero no se les adjudicaba la misma estatura moral que a los indígenas, que eran tenidos por libres de contaminación herética. Así, la mezcla entre indígenas y blancos era menos perjudicial para la preser- vación del linaje que la que se originaba entre blancos y negros. Los españoles que se reproducían con mujeres indígenas, en el curso de tres generaciones, podían restaurar el fenotipo blanco y la lim- pieza de sangre para sus ascendientes26. No ocurría lo mismo con las mezclas entre blancos y africanos. La mezcla progresiva llevaba a un callejón sin salida porque el estigma de la esclavitud no se borraba como el color de la piel. Estas disquisiciones, sin embargo, no debieron perturbar a los jóvenes aristócratas que usaban a las mulatas de la casa para iniciarse en la vida sexual.

Las «pequeñas travesuras» de Tomás Don Tomás hacía una separación tajante entre las relaciones le- gítimas con su mujer y los «accidentes» ocurridos en su activa vida sexual. En su adolescencia sostuvo relaciones sexuales con jóvenes esclavas de sus dominios, que trajeron consigo un número inde- terminado de hijos ilegítimos. Después de su matrimonio con Ma- riana continuó teniendo relaciones extramatrimoniales con esclavas, mulatas y mestizas que encontró en sus correrías por el país. Reco- noció a cinco hijos naturales, que no aparecen en su elaborado árbol genealógico y que, por tanto, no constituyeron ninguna mácula a la «limpieza de origen» de su descendencia legítima. Se deduce por la correspondencia de Mosquera con sus amigos, que el doble es- tándar moral era algo común entre ellos: su amigo, Fidel de Pombo, refiriéndose a alguna dama que ambos conocían, le escribía: «finge

25 Martínez, Genealogical Fictions…, 262. 26 Dueñas Vargas, Los hijos del pecado…, 95-96.

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mil cosas y discúlpame con la […] aunque sabes que nada de esto es de corazón pues bien conoces mis ideas […]»27. Sin embargo, pareciera que en los terrenos de la pasión don Tomás Cipriano superaba con creces a sus contemporáneos. Podemos acceder a su intimidad a través de sus cartas, en las que abundan sus encuentros sexuales extramatri- moniales, y en las que se percibe una voracidad sexual insaciable. Los excesos sexuales de Tomás, que dejaban evidencias tangibles y mor- tificantes para su parentela, eran increpados. En carta desde Quito, su primo Vicente Javier Arboleda manifestaba su desaprobación a la conducta sexual de Tomás con sus esclavas: «Cuán sensible me es el ver que por pequeñas travesuras pierdas tu honor y que esclavices tu sangre: dime, ¿no hay tantas mujeres libres en todos los países?»28. Las «pequeñas travesuras» de Tomás se referían a los dos hijos que, simul- táneamente, había engendrado con las esclavas Luisa e Ignacia, esta última su esclava personal, regalo de uno de sus tíos. Al conocerse el estado de gravidez de Luisa, fue transferida a Quito para evitar mur- muraciones y molestias. Meses después a Luisa «le salió una mulatilla» que murió recién nacida. Tomás se alegró con la noticia del deceso de esa criatura que se había entrometido en sus placeres carnales. Al parecer, cuando supo de la noticia le escribió a José Rafael, quien, mo- lesto por la crueldad de su primo, le respondió: «Uno de tus hijos ha muerto y tú me pides la enhorabuena. Eres lo bastante inhumano para alegrarte por esto. Pero me alegro que el otro [el hijo de Ignacia] viva y celebraré tengas el gusto de verlo y estrecharlo entre tus brazos»29. Ignacia no tuvo mejor suerte. También fue transferida a otra hacienda y cuando nació su hijo, fue dejado en casa de la abuela Mosquera, mientras que la madre retornó a servirles a las hermanas de Tomás. Años después volvemos a saber de Ignacia; en esta ocasión, cuidando a la parturienta Mariana, la esposa de don Tomás30.

27 Lofstrom, La vida íntima…, 77-78. 28 Lofstrom, La vida íntima…, 79. 29 Víctor Paz Otero, El demente exquisito: La vida estrafalaria de Tomás Cipriano de Mosquera (Bogotá: Villegas Editores S. A., 2004), 210. 30 Dolores Vicenta de Hurtado a Mariana Arboleda de Mosquera, Popayán, 7 de septiembre de 1826, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), Biblioteca Luis Ángel Arango, sala de manuscritos, carpeta 19.

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A los 20 años, estando en Cartagena, engendró otro hijo con la costurera María Candelaria Cervantes. Este niño sobrevivió y fue bautizado con el nombre de Tomás María. Unos meses más tarde, cuando regresó a su tierra natal, cortejaba y se comprometía en matrimonio con su prima, Mariana Josefa Benedicta Vicenta Arboleda y Arroyo. La elección, como se había explicado anterior- mente, fue motivada por razones de linaje y su mujer nunca fue objeto de su amor. Sus fantasías eróticas y el objeto de su deseo a lo largo de su vida siguieron asociados con mujeres de color. ¿Cómo relacionar la conducta sexual de Tomás con los códigos del honor a los que se refería su primo, Vicente Javier? ¿Ponía en pe- ligro su honor al canalizar su pasión en las esclavas? Según lo señalado, el abuso de las esclavas por sus amos era una práctica común y, por tanto, no constituía motivo de deshonra; eran las pequeñas travesuras de engendrar «mulatitos» lo que le reprobaba el primo a Tomás. Un componente importante del honor masculino era el control sexual de las mujeres, y en el caso de la sociedad caucana, ese control se re- fería a la protección de las mujeres de su clase y a la obtención del placer carnal en las mujeres de color. El disfrute sexual de las esclavas era una manifestación del poder de los amos sobre sus subalternos y servía para fortalecer las jerarquías de raza y de clase, necesarias para la buena marcha social. El código de honor imponía controles sexuales diferenciados entre las mujeres. Por un lado, se insistía en la virginidad y castidad de las damas de clase social alta para garantizar la reproducción social y la limpieza de sangre. Aunque, por su origen, estas eran consideradas respetables y poseedoras del honor que daba el nacimiento, las restricciones y controles para evitar su contami- nación con razas consideradas inferiores eran mayores que entre las élites santafereñas, en donde predominaba la población mestiza. El control de la sexualidad extramatrimonial y el derecho que asumían los varones sobre la sexualidad de las mujeres de color les proporcionaba un medio para canalizar las energías sexuales que no se satisfacían en el lecho matrimonial31.

31 Sobre el impacto de la esclavitud en la sexualidad de las mujeres blancas en los Estados Unidos, John D’Emilio y Estelle Freedman señalan que la

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Adicionalmente, el acceso a las mujeres «imperfectas» pro- tegía a las blancas del asedio sexual masculino32. La distinción entre mujeres honorables y mujeres de mala fama añadía a la se- paración sociorracial vigente un contenido de género. Por un lado, las mujeres blancas aceptaban el código del deshonor de las negras, porque así se ratificaba su superioridad moral, su sujeción a los mandatos sociales, a las prédicas de la Iglesia y su aceptación de que el matrimonio era un sacrificio inevitable. Por otro lado, las relaciones extramatrimoniales causaban conflictos entre la pareja, comprometían la intimidad conyugal, originaban distancia- miento, resentimiento e insatisfacción emocional. La vida de Ma- riana es un buen ejemplo de los estragos emocionales ocasionados por las licencias sexuales de su esposo. La agitada vida militar de Tomás, que lo alejaba del Cauca por temporadas largas, contribuyó al ahondamiento de la incomunicación afectiva de la pareja.

Los desencuentros de Mariana y Tomás Las vidas de Mariana y Tomás, que giraban en mundos sepa- rados, simboliza la separación de las esferas de acción masculina y femenina que se acentúo en el siglo XIX33. Durante la Independencia, una lógica masculina inspiraba las configuraciones del yo, de la nación y de la cultura. El mito del héroe, la imagen endiosada del soldado a quienes todos rendían honores, minimizaba la imagen de las mujeres, que ocupadas en el repetitivo acto de la reproducción,

disponibilidad de negras como parejas de los blancos destruía la sexualidad entre blancos y blancas, bien porque estas no querían tener contacto con sus maridos cuando descubrían sus relaciones extramaritales con mujeres de color, bien por el estricto control que en esas sociedades se ejercía sobre las mujeres blancas. Véase de los autores Intimate Maters: A History of Sexuality in America (Chicago: The University of Chicago Press, 1988), 97. 32 Eileen J. Suárez Findlay, Imposing Decency: The Politics of Sexuality and Race in Puerto Rico, 1870-1920 (Durham: Duke University Press, 1999), 25-26. 33 Catherine Hall, White, Male and Middle Class: Explorations in Feminism and History (Nueva York: Rutledge, 1999), introducción.

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eran vistas como habitantes de un dominio ajeno al hombre34. Las damas del clan Mosquera Arboleda constituyen un buen ejemplo de las limitadas expectativas políticas de algunas mujeres de sectores aristocráticos, que aunque educadas y posiblemente informadas de lo que ocurría a su alrededor, estuvieron marginadas de los asuntos que embargaban la imaginación y la acción de los hombres de su clase, y revelan nítidamente la separación del espacio privado —el de la vida familiar y el de las relaciones entre parientes y amigos, en el que reinaban las mujeres— y el público, propio de los varones guerreros y gobernantes. El aislamiento de Mariana de la escena política independentista es extremo. Muchas mujeres caucanas, in- cluyendo las pertenecientes a los clanes más aristocráticos, se vieron directamente afectadas por el clima de la guerra. Alonso Valencia Llano da cuenta de la participación de mujeres en la guerra, como Teresa Torres, hija de Camilo Torres, quien fuera sometida a consejo de guerra; Ignacia Arboleda y Gabriela Arroyo estuvieron presas en 1820; mujeres de las familias Mosquera y Arboleda contribuyeron con donativos para sostener a las tropas35. La correspondencia de Mariana Arboleda es una ventana que permite conocer las expec- tativas de esas mujeres incrustadas en sus hogares. El tono de las cartas es eminentemente sentimental. Las emociones hacían parte de las constelaciones de la vida íntima familiar y eran herramientas con las que las mujeres manejaban su entorno doméstico y su vida social. Las cartas enviadas a Tomás revelan una amplia gama de sentimientos y de estados anímicos que experimentaba Mariana. Entre 1825 y 1826, Mariana sostuvo una continua comuni- cación escrita con su madre, María Gabriela Arroyo de Arboleda; su hermana Josefa; con una tía y con sus dos cuñadas y primas, María Manuela y Dolores Vicenta Mosquera Arboleda36. Llama la

34 Asunción Lavrin, «Spanish American Women, 1790-1850: The Challenge of Remembering», Hispanic Research Journal 7, n.° 1 (marzo 2006): 71-72. 35 Valencia Llano, Mujeres caucanas y sociedad republicana, 35-46. 36 La Carpeta 19 se compone de 92 cartas enviadas a Mariana por su madre, primas-cuñadas, hermana y otras mujeres de su familia. Estas cartas se encuentran en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), Biblioteca Luis Ángel Arango, sala de manuscritos.

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atención que esa correspondencia involucra solamente a mujeres de su parentela. A la sazón, Mariana se encontraba en Iscuandé acompañando a Tomás Cipriano, que había sido nombrado go- bernador de la provincia de Buenaventura. La familia Mosquera era propietaria de minas de oro en esa región, motivo adicional del viaje de Tomás, quien aprovechó el traslado para supervisar la producción de estas minas. Mariana había dado a luz a su pri- mogénito, Aníbal, y las malas condiciones de salubridad de Is- cuandé la hicieron desistir de llevarlo consigo. Dejó entonces al pequeño, de escasos nueve meses, al cuidado de su cuñada Dolores Vicenta, quien felizmente estaba lactando a su propio hijo. Las cartas reflejan el mundo femenino de la élite payanesa, centrado en los placeres y contratiempos domésticos. En ellas se percibe una separación tajante entre los intereses de los hombres y los de las mujeres, quienes manifiestan una curiosidad nula por los asuntos políticos de su región, en los que los varones de su familia estaban íntimamente involucrados. El tema recurrente en la correspon- dencia era el desarrollo del pequeño Aníbal. Mariana partió a Is- cuandé con el dolor y la incertidumbre que le producía el abandono de su primogénito en Popayán. Sus hermanas la ponían al tanto de los avances del niño, y le describían su carácter y su vivacidad. A Mariana, sin duda, la reconfortaba noticias como la que le enviaba Dolores Vicenta: Aníbal cada día se pone más engañador [seductor] y vivo. A mí me sirve de mucho entretenimiento y lo mismo a Nicolás; cuando lo ve, le toca palmas y le echa los brazos, tan travieso que parece mico pues no se está un minuto quieto […].37

El sufrimiento por la ausencia de los hijos era común a Ma- riana y a su madre, a quien le dolía la lejanía de su prole38. En ese

37 Dolores Vicenta Mosquera Arboleda a Mariana Arboleda, Popayán, 5 de marzo de 1825, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 19. 38 María Gabriela Arroyo de Arboleda a Mariana Arboleda, Popayán, 20 de mayo de 1825, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 19.

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clan, en el que los hombres se dedicaban a la política, a los negocios y a la guerra, las mujeres crearon su propia comunidad de apoyo, compartían noticias sobre los hijos, los acontecimientos familiares, los problemas con las esclavas a su servicio e informaciones sobre productos y artículos para la casa. Para Mariana, que se desesperaba en la Costa Pacífica y que contemplaba la idea de escaparse de Iscuandé para «enterrarse en el monte»39, la correspondencia con las mujeres de su familia era su re- fugio emocional. La noticia sobre su nuevo embarazo causó alborozo entre su parentela femenina, que se dispuso a preparar el ajuar para el nuevo miembro de la familia. Sin embargo, el gozo estaba mez- clado con ansiedad. Sus parientas le escribían augurándole un parto feliz y sin complicaciones; expresaban preocupación por un evento que era tan riesgoso para las gestantes. La mortalidad infantil era alta y esto se revela en la correspondencia. Su hermana Josefa, que en el transcurso de la correspondencia se casó y quedó embarazada, le pedía a su comadre Mariana que rogara por ella porque «tengo bastante miedo de morirme»40. Ella sobrevivió al parto de hijas ge- melas, pero una murió al momento de nacer. Dolores Vicenta, la cuñada y también comadre que amamantaba a Aníbal, perdió una hijita, y el dolor que le produjo fue tan grande que no deseaba un nuevo embarazo41. La correspondencia revela también las percepciones que se tenían sobre el género de las criaturas en gestación. María Gabriela, la madre, estaba segura de que, por los singulares padecimientos que experimentaba Mariana en ese embarazo, nacería una niña. Efectivamente, el 15 de noviembre de 1825 nació Amalia de la Con- cepción Gertrudis Eugenia Mosquera y Arboleda, y en las muchas cartas de felicitación por su nacimiento se repetía que la niña sería

39 Josefa Arboleda a Mariana Arboleda, Popayán, 7 de septiembre de 1825, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 19. 40 Josefa Arboleda a Mariana Arboleda, Popayán, 22 de enero de 1826, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 19. 41 Dolores Vicenta Mosquera Arboleda a Mariana Arboleda, Popayán, 22 de febrero de 1826, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 19.

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el consuelo de la madre durante su vejez. Dolores Vicenta, expre- sando el papel futuro de Amalia, se alegraba por Tomás, «porque ya tiene quien le quite el sombrero cuando sea viejo». Así mismo, se entrevé el sufrimiento que producía en las mu- jeres los matrimonios arreglados. Las lágrimas saturaban las pá- ginas y el tono general era de impotencia y de resignación cristiana. Josefa, la hermana de Mariana, estaba comprometida en matri- monio con su tío materno, don Manuel María Arroyo y Valencia42. Cuando se decidió la fecha del matrimonio, Josefa le confió a Ma- riana su sentimiento de infelicidad por un enlace que no deseaba. [...] pero ahora se me redobla [el dolor] viendo que de aquí a ocho días tendré que casarme, pero así lo ha querido mi desgracia […]. [S]olo conozco la melancolía, la tristeza y mi risa es la continua gana que tengo a veces de llorar. Hoy he llorado a sollozos para darle algún descanso a mi pobre corazón y pienso que lo mismo será el día de mi triste casamiento, yo creo que no se ha visto ni se verá jamás novia más triste que yo.43

Después de la estadía de la pareja en Iscuandé, las obligaciones militares de Tomás Cipriano lo alejaron de nuevo de su hogar. En 1826, Bolívar le ofreció el cargo de intendente de Guayaquil. En ese año ya era evidente que la perdurabilidad de la Gran Colombia, el gran invento de Bolívar, era cuestionada no solo en Santafé sino también en el Ecuador, donde surgían partidos políticos opuestos a los propósitos bolivarianos. Las tareas de Mosquera como inten- dente eran restablecer la lealtad de Guayaquil a la Gran Colombia y acallar a los detractores de Bolívar. Tomás Cipriano dejó a Mariana y a sus pequeños hijos en Popayán, y emprendió el viaje hacia el sur. En 1829, estando en Guayaquil, Bolívar lo nombró ministro plenipotenciario ante el Gobierno de Perú. En la correspondencia de Mosquera con sus hermanos y su mujer durante ese año, trans- piraban cuestionamientos de sus parientes sobre el abandono de

42 Lofstrom, La vida íntima…, 169. 43 Josefa Arboleda y Arroyo a Mariana Arboleda de Mosquera, Popayán, 6 de mayo de 1825, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 19.

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Mariana y los hijos. Las cartas de la compungida esposa ponen de manifiesto los efectos devastadores de esa separación, y su dete- rioro físico y mental; no hay ciertamente en ellas ningún indicio de felicidad conyugal o de añoranza por el amante lejano44. Joan Scott, refiriéndose a la supuesta ausencia de emociones entre la aristocracia británica descrita por Lawrence Stone45, señala que no solo el afecto y la felicidad cuentan en la historia de la familia, y que es necesario explorar la variada gama de emociones que forman la vida familiar46. La complejidad de la vida emocional de Mariana se revela en sus escritos. En ellos se exteriorizan variados senti- mientos: la soledad, los celos, el temor a ser abandonada por el marido, el temor a la muerte, y el desconcierto y la inseguridad que le suscitaba la personalidad voluble de su marido; también se burla de la fascinación de Tomás por las charreteras y honores, pero ex- presa, igualmente, anhelos de tener un marido presente, un padre que se ocupe de educar a los hijos, y de atraerlo a su mundo do- méstico en la bucólica hacienda Coconuco47. Los reclamos que se expresan en las cartas sobre indiferencia y «sequedad» eran mutuos. Los de Mariana encubrían sus celos por las andanzas de Tomás con quiteñas y limeñas. En la carta del 21 de mayo, con velado sarcasmo, Mariana lo saluda con la formalidad que era proverbial y que correspondía al tipo de códigos empleados por las parejas que habían decidido casarse porque era razonable hacerlo, mas no por estar movidos por intensa pasión48:

44 Se conservan 33 cartas enviadas por Mariana a Tomás Cipriano de Mosquera durante el año de 1829. Se encuentran en la carpeta 3 del Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS). De las 33 cartas analizadas extensamente por Lofstrom, cuatro son apócrifas. Véase La vida íntima…, 179-185. 45 Lawrence Stone, The Family, Sex, and Marriage… 46 Joan Scott, «History of the Family as an Affective Unit»,Social History 4, n.° 3 (1979): 509-516. 47 Lofstrom analiza las cartas de Mariana dentro del contexto histórico preciso y en respuesta a situaciones puntuales que se suscitaban en la relación de la pareja. Yo busco detectar aspectos de la personalidad enfermiza de Mariana que parecen exacerbarse con las ausencias del marido. 48 Para ampliar el significado de la amistad en el matrimonio, véase Luhmann, Love as Passion…, 76-83.

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Mi querido Amigo: con muchísimo gusto he recibido tu muy apreciable de 13 del corriente, la única carta que recibo un poco ex- presiva desde que te separaste de mí, y algunas veces me han dado mucho que pensar tus cartas pasadas, pues extrañaba tu estilo tan seco y a veces encontraba en ellas una expresión que no era de mi amigo a su amiga; pero seguramente sería porque las circunstancias del día te tenían de un humor negro como me los has dicho ante- riormente; yo celebraré infinito que las quiteñas te pasen el buen humor que tienen siempre, para que cuando escribas no lo hagas con esplín, [spleen, melancolía] que este me desagrada mucho49.

La muerte del padre de Tomás, en junio de 1829, fue un do- loroso golpe para Mariana. Don José María era su protector y el de sus hijos, y representaba la autoridad patriarcal que ella acataba con sumisión. Mariana, que rechazaba profundamente las aven- turas militares de su marido, deseaba que él siguiera los pasos de su padre y se convirtiera en el patriarca de la familia. Quería que Tomás regresara a tomar el lugar de quien ella llamaba «nuestro padre», en el manejo de las propiedades y en la vida doméstica. Después de junio, sus súplicas a Tomás Cipriano para que dejara Guayaquil y retornara al hogar se incrementaron. También au- mentó su rechazo a la carrera militar del marido: Tú debes conocer que no serás feliz en tu maldita carrera y déjate de buscar bordados y honores; ya perdimos a nuestro res- petado padre, para qué te sacrificas en bordados, para qué andas por honores tan caros. Nada, Tomás, despréndete de todo y vente a tu casa. Lo principal hemos perdido y esta pérdida con nada sobre la tierra la podemos restaurar, pues otro padre como tío José María no lo hay, ni lo habrá nunca […].50

49 Mariana Arboleda a Tomás Cipriano de Mosquera, Popayán, 21 de mayo de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3. 50 Mariana Arboleda a Tomás Cipriano de Mosquera, Popayán, 28 de junio de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3.

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En octubre, a propósito de una carta de Tomás en la que le reclamaba por sus cartas ásperas y su actitud desdeñosa, y en la que al parecer le advertía de las «consecuencias funestas» de su conducta, Mariana, en tono sarcástico pero dolido, le dijo: […] tú serás afable, franco, generoso, general de muchos mé- ritos porque desde que naciste, saliste con ese destino, y yo […], his- térica y estúpida que no alcanzo a conocer los méritos de los señores generales, pero qué he de hacer si ya estoy tan vieja para aprender todas las cosas que tú sabes, no hay más que tener paciencia y hacer la voluntad de Dios.51

Uno de los motivos de tensión entre los esposos era la in- decisión permanente de Tomás entre regresar a su tierra natal o proseguir su fulgurante carrera política y militar en el Perú, fa- vorecida ahora con su reciente ascenso a general de la República. Ilusionaba a Mariana con noticias de licencias que le permitirían regresar a visitarla, para luego informarle que proseguiría su viaje hacia Lima. Le decía en alguna oportunidad que esperaba su apro- bación para vender todos sus bienes, pues no pensaba regresar a la Nueva Granada, y al mismo tiempo escribía a sus hermanos sobre su inminente regreso a Popayán. Mariana, sujeta a los cambios de planes de su marido, estaba desesperada con su incierto futuro y el de sus hijos. Tomás le escribió en diferentes oportunidades pidiéndole que se trasladara a Guayaquil, cuando él estaba esta- cionado en esa ciudad, y repitió la orden desde Lima. Ella, que tenía claro que no dejaría Popayán para seguir a su marido a las tierras del sur, pero temiendo su reacción, invocaba múltiples jus- tificaciones. Inicialmente se instaló en su debilidad física y en su vejez. Le decía que el «temperamento» cálido de Guayaquil no le convenía a su precaria salud, que ella ya no pensaba más que en prepararse para morir y que su muerte no debía darse en un lugar retirado como Guayaquil, donde su alma no tendría tranquilidad52.

51 Mariana Arboleda a Tomás Cipriano de Mosquera, Popayán, 28 de octubre de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3. En esta carta, Mariana tenía 24 años. 52 Mariana Arboleda a Tomás Cipriano de Mosquera, Popayán, 5 de agosto de

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Reconocía también que sus enfermedades estaban relacionadas con la separación de su marido: En estos días he vuelto a sentir mis novedades [enfermedades] que creo que la causa ha sido la inquietud y melancolía que he tenido el pensar que tú te separas de mí para yo no verte nunca, pues es su- mamente imposible que tú puedas irte fuera de Colombia llevando familia, y aunque tu tuvieras proporciones, no te acompañaría de ningún modo, no porque a mí me falten ganas de salir de mi dicho país sino por otros motivos y porque ya estoy vieja y enferma para ir a pasar trabajos en lugares extraños.53

Uno de los pocos rasgos de firmeza de Mariana se revela en su consistente negativa a dejar Popayán. Temía perder a Tomás, pero no confiaba en su capacidad de sostenerla a ella y a sus hijos en tierras extrañas. No obstante, sus propias incertidumbres exacer- baban su personalidad enfermiza. El tema más reiterativo en la correspondencia era su salud. La descripción de dolencias y la forma de tratarlas era asunto común entre los que escribían cartas en el siglo XIX. Las condiciones de salud de la población en general eran precarias, y los fármacos que se prescribían eran a veces más perjudiciales que benéficos. Tomás, que sufrió de una enfermedad venérea desde su temprana juventud, ingería sustancias tóxicas, como sal de prunela, mercurio, sales de Saturno y agua de malva con linaza, sustancias que producían efectos colaterales como irritación, ansiedad y estados de inestabi- lidad psíquica, además de problemas gástricos y renales54. Tomás padeció durante toda su vida de un lastimoso estado de salud, ocasionado por su vida licenciosa y por los perniciosos efectos de las medicinas que tomaba. Su primo José Rafael Arboleda, quien en ocasiones le enviaba medicamentos para sus dolencias y quien, de paso, reprobaba la conducta sexual del pariente, le escribió en alguna ocasión: «ni en el lazareto conseguirás restablecimiento.

1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3. 53 Mariana Arboleda a Tomás Cipriano de Mosquera, Popayán, 5 de agosto de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3. 54 Paz Otero, El demente exquisito…, 218.

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La pena, aunque cojea, siempre alcanza al delincuente y ella debe ser proporcional a los delitos cometidos. Así, no extraño la resis- tencia de tus males»55. Tomás, probablemente, había contagiado a su mujer de sus dolencias venéreas, como se trasluce en carta en- viada desde Coconuco: [D]ía a día se aniquila más mi naturaleza, los vaguidos [do- lores, mareos] de cabeza son muy continuos y de que me estoy un momento parada me da como un desmayo. Hace ocho días que me sacaron privada del oratorio, a esto se me agregó que tuve una caída y me tronché un pie, todas las desgracias se me juntan para mi mayor desconsuelo, y otras que reservo para decírtelas a solas, esto si acaso piensas volver, pues aunque quisiera decírtelas ahora, no conviene pues no sé si esta llegará a tus manos propias […].56

Las descripciones sobre sus males no son simples quejas de esposa desolada que quiere despertar piedad en su esquivo marido. Mariana era propensa a accidentes que, en ocasiones, la postraban por largos periodos. Constantemente consultaba a facultativos por dolencias nuevas que la incapacitaban para llevar una vida normal. Celebro infinito que el doctor Guillermo esté en esa, ojalá que se viniera para acá, que entonces tendría yo esperanza de tener alguna mejoría en mis enfermedades, pues aunque el Señor Urrutia me está curando ahora, no tengo mayor mejoría, y aunque me dicen que mi color no manifiesta que yo tenga obstrucciones [estoma- cales] pero yo estoy segura de que sí son, pues me ha crecido el bulto de modo que algunas personas han llegado a creer que estoy emba- razada. El dolor de cabeza y de estómago no me hacen falta todos los días, el dolor de espalda [se] me ha aliviado con los baños que me han mandado dar todos los días, pero las fatigas del estómago

55 Lofstrom, La vida íntima…, 107. «José Rafael murió víctima de la farmacopea de su tiempo. En viaje hacia Perú, en misión diplomática encargada por Bolívar, enfermó de disentería y su médico personal le aconsejó un tratamiento a base de arsénico que le produjo la muerte». Castrillón Arboleda, Tomás Cipriano de Mosquera, n. 59. 56 Mariana Arboleda a Mosquera, Coconuco, 5 de marzo de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3. [Cursivas mías]

114 Sexualidad y limpieza de sangre

y los vaguidos de cabeza son muy continuos y algunas veces me parece que me voy a morir, porque me sube una cosa al pecho que me oprime el corazón […].57

A través de sus escritos, Mariana manifiesta una postración anímica, que se percibe en reiterativas alusiones a su muerte. Al pa- recer, este era tema de conversación con su hija de cuatro años. ¿La estaba preparando para algo que ella creía inminente? ¿Desconocía Mariana los efectos negativos de sus fúnebres comentarios en la niña? Al parecer no, pues consideraba ingeniosa la respuesta de su hija: […] te pongo esta para que sepas de los niños que están buenos y muy robustos. Amalia me encanta, pues cada día está más gra- ciosa, te contaré la gracia que me ha dicho hoy. Le dije que yo me iba a morir y que ya no me volvería a ver, y con mucha ligereza me contestó, se va al cielo, taita Dios le dará gloria y vivirá alegre; mira qué apreciaciones y qué entendimiento el de nuestra hijita, si yo no la hubiera oído que sus dijeres que no eran expresiones de ella, a ti te parecerá una simpleza, pero como para mí ha sido una cosa muy agradable, te la refiero.58

En la misma carta, Mariana le suplica a Tomás que en caso de que ella muriese, y como sabe que él se casaría inmediatamente, le pide «por el Todopoderoso» que no les ponga madrastra a sus pequeños hijos, pues sabe que ella los trataría muy mal. Hay otros aspectos que aparecen en la correspondencia relacio- nados con asuntos prácticos, como la marcha de los negocios fami- liares, la supervisión de propiedades y las transacciones económicas que afectaban a la comunidad conyugal. Tomás había demostrado desde muy joven gran interés por los negocios mercantiles y por la ad- ministración de las haciendas y minas de oro de la familia. Su padre, que confiaba en las habilidades administrativas de Tomás, esperaba que él lo sucediera en la administración de sus propiedades, pero

57 Mariana Arboleda a Mosquera, Popayán, 21 de mayo de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3. 58 Mariana Arboleda a Mosquera, Popayán, 28 de abril de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3.

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sus ambiciones militares lo alejaron cada vez más de los designios paternos. En su apresurado viaje hacia el sur en 1829, Tomás dejó en manos de sus hermanos, primos y administradores la dirección de sus negocios, y en la distancia ordenaba transacciones, ventas y tras- lados de propiedades y esclavos. Como era usual, el manejo de los asuntos económicos recaía en manos de varones; las transacciones económicas no se consideraban asuntos de mujeres. Sin embargo, se sabe de mujeres que manejaban sus propias haciendas, o que por ausencia de sus maridos asumían funciones de manejo de negocios y actividades lucrativas. Tales fueron los casos de María Ignacia Ar- boleda, María Ignacia del Campo y su hermana Bartola, Gabriela Pérez Valencia y María Josefa Hurtado, mujeres emparentadas con el clan Mosquera Arboleda59. Mariana, a diferencia de las anteriores, era ajena a los manejos de sus propiedades y a las de su marido, y reiterativamente mostraba rechazo por esos temas. En ocasiones, Tomás le confiaba a Mariana preocupaciones puntuales sobre prés- tamos de dinero o ventas, solicitando su opinión, y las respuestas de ella eran usualmente tajantes: «Sobre lo que me dices de la mina, yo no tengo que decirte nada, pues tú harás lo que quieras o lo que encuentres conveniente»60. Cuando el marido le confesó que temía haber perdido un dinero que dio en préstamo, ella le respondió: «Yo no sé qué te pueda contestar sobre lo que me dices, pues no tengo antecedentes ninguno de tus negocios»61. Las respuestas de ella, no obstante, se pueden leer en varios sentidos; por un lado, se confirma que Mariana no tenía ninguna información sobre las transacciones económicas que realizaba Tomás, pero por el otro, manifestaba re- sentimiento por el poco esfuerzo del marido de mantenerla al tanto de sus negocios y preferir delegar esa responsabilidad a sus her- manos. Se exteriorizan además, ciertas confrontaciones en materia de dinero entre los Arboleda y los Mosquera. En carta del 21 de julio

59 Valencia Llano, Mujeres caucanas…, 48. 60 Mariana Arboleda a Tomás Cipriano de Mosquera, Popayán, 21 de mayo de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3. 61 Mariana Arboleda a Tomás Cipriano de Mosquera, Popayán, 21 de julio de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3.

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dirigida al marido, se perciben estas tensiones entre Mariana y los hermanos de Tomás: Según me dice Ledesma, han dividido los negros de la mina en dos partes iguales y los trabajos los han mandado suspender, yo no sé si por fin has vendido tú la parte que tenías, ahí, pues aunque tú me dijiste que tus hermanos me dirían del trato que habías hecho pero han tenido mucha reserva y ni yo he querido preguntarles nada, y a ti te digo que si gustas, vendas esa miserable herencia, pero no quiero que me pongas nada en donde tiene en comunidad pues después dirán que ya estoy mejorada, y más vale el no tener nada que tener disgustos por una porquería tal […]. [Y]o me contento con tener lo muy preciso para sostenerme, y así, haz lo que tengas por conveniente […].62

Del mismo tenor es una comunicación del 28 de agosto: «También te suplico que me hagas el favor de no pedir de tu herencia nada que pueda servir para mí, y esto te lo digo porque no conviene» 63. En la última carta de ese periodo, escrita a finales de di- ciembre de 1829, las ambivalencias de Mariana sobre su traslado a Lima continúan, así como su insistencia en que Tomás regresara a asumir sus negocios y la educación de sus pequeños hijos. Sus depresiones parecen agudizadas y las descripciones de sus enfer- medades y sus deseos de morir se reiteran.

Tomás, el marido ausente 1830 fue un año de grandes conmociones políticas en la Gran Colombia, en consecuencia, Mosquera se vio obligado a trasladarse a los Estados Unidos y posteriormente a Europa por un periodo de tres años. La situación del país era caótica. La oposición a Bolívar generaba brotes subversivos tanto en Bogotá como en Lima; la en- fermedad y traslado del Libertador a la Costa Norte de Colombia, y su posterior deceso el 17 de diciembre, la disolución de la Gran Colombia y la anexión del Cauca al Ecuador fueron hechos graves

62 Mariana Arboleda a Tomás Cipriano de Mosquera, Popayán, 21 de julio de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3. 63 Mariana Arboleda a Mosquera, Popayán, 28 de agosto de 1829, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3.

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que motivaron el viaje de Mosquera a Europa64. Después de la carta fechada a finales de diciembre de 1829 hay un silencio documental que impide conocer las reacciones de Mariana sobre la súbita marcha de su marido a tierras tan lejanas. Sabemos que ella le instó a marcharse ante el peligro que corría en la Nueva Granada. Cono- cemos la correspondencia que desde allí sostuvo con sus hermanos y amigos políticos; es de presumirse que se escribían con su esposa, pero esos documentos no existen. Hay una referencia a Mariana en carta de Mosquera a su hermano, el padre Manuel José, en la que el marido se queja de la frialdad y la apatía de Mariana, a la vez que manifiesta el deseo de hacer de ella una señora de negocios: Marianita no me ha escrito en la misma flota que tú y lo he extrañado pues pensando solamente en ella, cualquier obra de hilo se me vuelve una viga, y comienzo a padecer. No puedo vencerla y hacerla seguir mis pasos. Esto me atormenta y te replico como amigo que me escriba y sobre todo que cuando tú estés ocupado lo haga ella. Es necesario que sea señora de negocios y no solamente ama de llaves, como son generalmente lo que llaman allá excelente señora de casa.65

La parentela de Tomás, al parecer, lo criticaba por haber aban- donado a su familia y haber preferido alargar su estadía en Europa. La carta era una justificación poco convincente de su actitud irresponsable. Mosquera regresó a Popayán a comienzos de 1833. Después de cuatro años de ausencia, sus hijos habían crecido y eran ya casi adolescentes. El retorno de Tomás fue celebrado con regocijo por su familia y por la sociedad payanesa, que sentía que rescataba a un hijo inasible. Para Tomás, el reencuentro con su hija fue una revelación. Amalia era una niña vivaz y parecida a él en el carácter. Ella le cautivó el corazón y le hizo conocer por primera vez las de- licias y zozobras de la paternidad. Para Amalia, el reencuentro con ese padre lejano fue un acontecimiento feliz. Los fuertes lazos que

64 Castrillón Arboleda, Tomás Cipriano de Mosquera, 142-143. 65 Castrillón Arboleda, Tomás Cipriano de Mosquera, 161-162.

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se crearon entonces entre padre e hija marcarían la vida futura de Amalia, no siempre de manera positiva. Un hecho de importantes consecuencias para el futuro de la hija fue la entrañable amistad que surgió entre Mosquera y Pedro Alcántara Herrán en sus co- rrerías por Europa. Esa amistad se sellaría años más tarde con el matrimonio de su hija y el político neogranadino. La idea de ese matrimonio la concibió Tomás cuando ella tenía apenas 12 años y el circunspecto Herrán frisaba los 38 años. El reencuentro con Mariana, al parecer fue afectuoso, pero la cordialidad de la pareja no duró mucho. Mosquera regresó de Europa con nuevas experiencias culturales, con nuevos planes para proyectarse en la vida política y militar de la nación. Sus ambi- ciones pronto lo sacaron de la bucólica hacienda Coconucos, en donde Mariana quería retenerlo, y la vieja dinámica de abandono y recriminación volvió a instalarse en la vida de la pareja. En 1837, Mosquera solicitó al entonces presidente de La Nueva Granada una representación en Londres. Mariana se negó a acompañarlo, y su reacción se aprecia en carta a su hermano Manuel: Así te digo que ya estoy resuelto casi a no sacarla de Popayán y a ver cómo me acostumbro a vivir sin ella, que para tener una vida de perros más vale estar lejos… Tengo sospechas que ciertas amigas que tiene la aconsejan y le dicen algo porque ella antes no estaba como ahora, y solo que esté a su lado me da esperanzas de que sabrá conservar mi afecto aunque débilmente. Hace ya un año que nos separamos y no he recibido una carta cariñosa siquiera, y sí mucho pesadas y frías hasta el extremo de desesperarme.66

Con el ascenso político de Mosquera y el compromiso matri- monial de Amalia con el general Pedro Alcántara Herrán en 1841, las relaciones con Mariana parecían adquirir claros contornos de amistad, pese a la irrupción de una mujer que se convertiría en el gran amor del caudillo; esta sería, quizá, la última gran afrenta que sufriría Mariana en su atribulado matrimonio. Durante el cortejo de su hija, Pedro Alcántara se había ganado la buena voluntad de

66 Castrillón Arboleda, Tomás Cipriano de Mosquera, 188.

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la futura suegra. En carta a Tomás, quien por razones políticas se alejaba frecuentemente de Bogotá, el general le comentaba sobre esa mutua simpatía: Cada día estoy más contento con mi señora Mariana y tengo nuevos motivos de apreciarla. No la veo con la frecuencia que deseo… pero al menos la veo con más frecuencia que a mi madre. Nuestra amistad es ya muy íntima y ya creo que en tu casa podré hacer alguna vez tus veces si quieres encomendarme tan grata confianza. Como la Sra. Mariana nada tiene de hipócrita ni de za- lamera, su trato me hace creer que no está de malas conmigo.67

Mosquera, cuya profunda amistad con Alcántara quedó regis- trada en la correspondencia que por años sostuvieron los dos polí- ticos68, se alegraba de la empatía entre suegra y novio, y le escribía a su amado Perucho (Pedro Alcántara) lo feliz que le hacía el hecho que él frecuentara su hogar: Siempre he creído que tú puedes llenar el lugar en mi casa y si solamente podrá exceptuarse algo que era el lecho nupcial, ya ni este porque eres dueño de mi hija pues la entrega que te hice de ella es un verdadero y solemne desposorio presenciado por su madre y por mí, y no te falta sino la ceremonia sacramental para que seas marido como esposo eres.69

El comentario refleja el uso sexual y social que hacía Tomás de su esposa e hija para consolidar sus relaciones políticas con el pre- sidente Alcántara. Las dos mujeres fueron el objeto de circulación e intercambio entre dos hombres poderosos que se beneficiaban mu- tuamente en términos de parentesco y de poder político70. Amalia

67 Alcántara Herrán a Mosquera, Bogotá, 1841, en Helguera y Davis, eds., Archivo epistolar del general Mosquera, 19. 68 Alcántara Herrán a Mosquera, Bogotá, 1841, en Helguera y Davis, eds., Archivo epistolar del general Mosquera, 19. 69 Alcántara Herrán a Mosquera, Bogotá, 1841, en Helguera y Davis, eds., Archivo epistolar del general Mosquera, 33. 70 Sobre la circulación de mujeres en los sistemas de parentesco, véase Gayle Rubin, «The Traffic in Women: Notes on the ‘Political Economy’ of Sex»,

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era el regalo más preciado que concedía el padre al amigo y aliado. Él, y no la Iglesia, le había autorizado el acceso sexual de su hija. Mariana sería el complemento de esa alianza: «Ella (Mariana) vivirá ya para ti como que eres el marido de su hija»71. La amistad que reclamaba Mariana en las cartas de 1829 era ratificada por Tomás cuando lo comentaba a Alcántara en la misma carta: Vas a apreciarla más que a mí mismo porque ella no tiene las debilidades que yo; pero no lo siento porque ella es yo mismo. La na- turaleza nos ha dado distintos temperamentos a ti, a ella y a mí; pero creo que esto mismo hace estrechar más la sociedad amistosa […].72

El comentario revela, por un lado, el aprecio de las cualidades que encontraba en su mujer, pero sobre todo, la conversión de la relación matrimonial en una amistad similar a la que tenía con Alcántara. Durante la primera presidencia de Mosquera (1845-1849) las re- laciones con Alcántara Herrán se enfriaron, al tiempo que se produjo un mayor acercamiento entre este y Mariana. El motivo principal fue la escandalosa relación pasional entre Tomás y Susana Llamas. Mosquera había conocido a Susana en las playas de Cartagena, en 1841, y ella había despertado en el caudillo una pasión avasalladora, la única pasión verdadera que el caudillo experimentara en su larga vida de ilícitos carnales. Susana, al decir de los biógrafos de Mos- quera, era una mulata de extraordinaria belleza y altivez, a quien los «honores y bordados» del general no le impresionaban demasiado73.

en The Second Wave: A Reader in Feminist Theory, vol. 1, ed. por Linda Nicholson (Nueva York: Routledge, 1997), 90-94, http://books.google. com.co/books?id=EcgSDuc2bWQC&printsec=frontcover&dq=Gayle +Rubin,+The+Traffic+in+Women:+Notes+in+a+Political+Economy+ of+Sex&hl=es-419&sa=X&ei=Ry3nUtW4JKbksASAzYDQAQ&redir_ esc=y#v=onepage&q=Gayle%20Rubin%2C%20The%20Traffic%20in%20 Women%3A%20Notes%20in%20a%20Political%20Economy%20of%20 Sex&f=false (consultado en diciembre del 2009). 71 Mosquera a Alcántara Herrán, Neiva, 28 de julio de 1841, en Helguera y Davis, eds., Archivo epistolar del general Mosquera, 3: 33-34. 72 Mosquera a Alcántara Herrán, Neiva, 28 de julio de 1841, en Helguera y Davis, eds., Archivo epistolar del general Mosquera, 3: 33-34. 73 Paz Otero, El demente exquisito…, 403-404.

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Haciéndose público el tórrido romance, y para evitar consecuencias negativas en la vida política del caudillo, el presidente Alcántara lo trasladó a Chile en misión diplomática, no sin antes aconsejarle: «No malgastes tu salud ni prodigues tus fortunas con las hijas de Eva por lindas que sean. Nada debes conservar tanto como tu salud no solo para ahora sino para no tener una vejez achacosa, penosa y llena de remordimientos […]»74. Mosquera, obcecado por la altiva Susana, había traspasado todos los límites de la prudencia y la había traído a Bogotá, haciendo caso omiso de las críticas que se hacían en los periódicos locales y de los comentarios desaprobatorios de la comunidad la Costa Atlántica y de Bogotá. La escandalosa con- ducta del suegro contribuyó a que Alcántara se marchara con su mujer y su suegra a los Estados Unidos. Mosquera, aprovechando la ausencia de su mujer, llevó a Susana al palacio presidencial en calidad de ama de llaves. Solo cuando su hermano, el arzobispo Manuel José Mosquera, le recriminó su conducta inmoral y las con- secuencias políticas de su imprudencia, Tomás Cipriano decidió alquilar una casa contigua a palacio y trasladar allí a su amante. Mariana, humillada pero impotente frente a este ultraje, registró su desprecio a Susana haciendo alusión a su clase social, su color y su bajeza moral, al tiempo que recriminaba a su marido por sus amores «sucios, con una casquivana y una verdulera casi negra»75. Años después, el romance de Tomás Cipriano con Susana terminó por decisión propia, pero la pasión del general no se mitigó con el correr del tiempo. Enterado por un amigo de los devaneos de Susana con otros hombres, Tomás reflexionaba amargamente en carta a su amigo Antonio J. Irisarri en 1857: No hay para los hombres peor enemigo que la debilidad del corazón, y yo aseguro a usted que en medio de mis conflictos, lo que me ha dicho mi buen amigo Acosta Sophia me ha partido el corazón y me ha abierto una herida profunda porque esa mujer no ha debido dar motivo a que hablen de ella. La amé y la amo con una pasión que

74 Alcántara Herrán a Mosquera, Bogotá, julio 1842, en Helguera y Davis, eds., Archivo espistolar del general Mosquera, 3: 267. 75 Paz Otero, El demente exquisito…, 404.

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no se cura sino con la muerte. Debo sacarla y mandarla a su familia para que viva honestamente y que una mujer que me perteneció no vaya a ser una prostituta.76

Mariana pudo encontrar tranquilidad y respeto en el hogar que Amalia y Pedro Alcántara Herrán formaron en 1841, en el que ella vivió por largas temporadas hasta el final de sus días. El des- prendimiento de Mariana de su marido se acentuó después de su dolorosa experiencia con Susana Llamas. Las cartas que ella le en- viara a Tomás desde Washington en 1848 no reflejaban amarguras o nostalgias por el marido ausente. Le escribía como a un buen amigo, compartía con él sus experiencias en los Estados Unidos, y le solicitaba información sobre la tierra lejana. El tema central de las cartas eran las noticias sobre los hijos y los nietos, y la situación política de la Nueva Granada77. Mariana regresó al país, y en 1869 falleció en la ciudad de Medellín. Alcántara, que la había acom- pañado con devoción durante tantos años, le informó a Tomás, el eterno ausente, la muerte de la esposa: Me queda el consuelo de no haber omitido medio alguno para prolongarle la vida, darle alivio y sobre todo para proporcionarle tranquilidad de espíritu. Tuve la satisfacción de oírle repetir varias veces que desde su juventud jamás había sentido la paz interior de que aquí disfrutaba.78

En Tomás Cipriano de Mosquera se conjugaron el valor militar, el patriotismo y la astucia política, los rasgos más visibles de la nueva masculinidad. La defensa de la patria, la protección de la familia y de los desvalidos han sido parte y parcela de la conformación de nuevas masculinidades en el mundo moderno79. El honor masculino que

76 Archivo del General Mosquera (1857), citado en Castrillón Arboleda, Tomás Cipriano de Mosquera, 427. [Cursivas mías] 77 Mariana Arboleda a Mosquera, Washington, 20 de enero, 24 de febrero y 14 de mayo de 1848, en Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS), carpeta 3. 78 Castrillón Arboleda, Tomás Cipriano de Mosquera, 635-636. 79 Dudink et ál., Masculinities in Politics and War…, introducción.

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exhibía Mosquera presentaba características particulares que tenían que ver con el contexto histórico en el que trascurrió su vida y con los rasgos contradictorios de su carácter. Si, por un lado, su mas- culinidad se manifestaba en discursos y acciones de interés general y de defensa de un modelo de república liberal, por el otro, Mos- quera no renunció a sus privilegios aristocráticos —a pesar de que estos fueran abolidos legalmente— y a sus prerrogativas de hombre blanco, que se traducían en patente de corso sobre las mujeres de color. La feminidad, al menos como la interpretaba Mosquera para las mujeres de su entorno familiar, se reducía a su distanciamiento de la guerra y de la política.

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Nicolasa Ibáñez (1794-1873) Esposa de Antonio José Caro. Este retrato aparece en Luis Horacio López Domínguez, Francisco de Paula Santander: una personalidad compleja. Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República. Las transgresiones de las Ibáñez

Los habitantes de Bogotá atribuían a Simón Bolívar la frase «Habrá paz en Colombia el día que mueran Nicolasa Ibáñez y Ber- nardina Ibáñez, Bárbara Leiva y Mariquita Roche»1. ¿Quiénes eran estas mujeres? ¿En qué radicaba su poder? Las huellas de Bárbara Leiva y Mariquita Roche se han perdido. No así las de las Ibáñez, quienes por rutas heterodoxas participaron en la formación de los partidos Liberal y Conservador colombianos. El hijo de Nicolasa, José Eusebio Caro, sería el fundador del Partido Conservador; su nieto, Miguel Antonio Caro, fue uno de los artífices de la Rege- neración y de la Constitución conservadora de 1886. María del Carmen, la hija ilegítima de Bernardina, se casaría con el cónsul de Dinamarca, Carlos Michelsen, y sus descendientes consolidarían una rama del liberalismo colombiano.

1 Esta cita textual es del biógrafo de las hermanas Ibáñez, Jaime Duarte French, Las Ibáñez (Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, 1981), 297-298.

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Las mujeres y la Revolución de Independencia Nicolasa y Bernardina eran hijas de Miguel Ibáñez y Manuela Jacoba Arias, patriotas de la alta sociedad de Ocaña (Santander) y activos colaboradores de la causa independentista. En su hogar se alojó Simón Bolívar en su paso por Ocaña, cuando empezaba la campaña libertadora en 1813. Gracias a sus buenos oficios, Nicolasa pudo casarse con Antonio José Caro, un joven realista santafereño que se hallaba perdido en los meandros de la guerra independen- tista2. La supuesta hostilidad de Bolívar emanaba del cambio que se operó en las Ibáñez que, de jóvenes seductoras que adornaban la activa vida social de Santafé, se habían transformado en grandes opositoras de su gobierno, y a su parecer, en promotoras de desór- denes políticos. En efecto, las hermanas Ibáñez, por sus vínculos con jóvenes patriotas neogranadinos, entraron en contradicción con las ideas unificadoras de Bolívar, anhelos que habían crista- lizado en la creación de la Gran Colombia. Ellas, especialmente Nicolasa, participaron en debates encendidos en los círculos anti- bolivarianos en Bogotá, que estaban a favor de la separación de la Nueva Granada de la Gran Colombia. Nicolasa estuvo al lado del vicepresidente Francisco de Paula Santander, el más notable con- tradictor de las ideas bolivarianas, y sufrió encarcelamiento por su apoyo al patriota opositor de Bolívar, José María Córdova. Reconocidos académicos de la historia nacional, como Ho- racio Rodríguez Plata y Pilar Moreno de Ángel, han incluido a Ni- colasa Ibáñez en documentados tratados sobre la vida del general Francisco de Paula Santander3. Rodríguez Plata aborda el tema de Nicolasa con cierta reticencia: «a riesgo de apartarnos del tema concreto (Santander), no podemos menos que referirnos a lo poco o mucho que se sabe de aquel intenso amor vivido por el ilustre

2 Véanse las referencias sobre Antonio José Caro en Víctor M. Uribe-Urán, Honorable Lives: Lawyers, Family, and Politics in Colombia, 1780-1850 (Pittsburgh: Press, 2000), 93. 3 Horacio Rodríguez Plata, Santander en el exilio: proceso, prisión, destierro. 1828-1832 (Bogotá: Editorial Kelly, 1976); Pilar Moreno de Ángel, Santander. Biografía (Bogotá: Planeta, 1989).

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cucuteño y la linajuda dama ocañera»4. La agencia de Nicolasa y su compleja personalidad no son materia de análisis en estos autores. Jaime Duarte French escribió una biografía sobre Bernardina y Nicolasa, profusa en documentos de archivo. No obstante, Duarte French se interesa más por contar la historia de los varones que rodearon a las hermanas, y por defender a Santander de sus ilícitos amorosos, de quien admira la «discretísima conducta observada por Santander» durante los años del romance5. Mi interpretación de las Ibáñez difiere de estos autores. Me interesa estudiar a las hermanas dentro del clima de acción militar y desorganización social que sacó a las mujeres de sus entornos rutinarios y las situó en el centro de la actividad político-social. Sin instrumentos legí- timos validados en el nuevo régimen, como el derecho al voto, su participación fue periférica e indirecta, y en el caso específico de Nicolasa, abiertamente transgresora. Las neogranadinas no eran ajenas a lo que estaba en juego en esos años y, como los varones, tenían interés en los destinos de la patria. Con el grito de independencia y la deposición del virrey Amar y Borbón, las mujeres salieron de su cotidianidad doméstica y se unieron a los hombres en la lucha autonomista. Desde que se gestó el movimiento, algunas participaron en tertulias patrió- ticas. Doña Manuela Sanz de Santamaría organizó en su casa la Academia Literaria del Buen Gusto, en donde se reunían patriotas como Camilo Torres y Francisco José de Caldas para analizar el escenario autonomista6. Mujeres, como la maestra de escuela Bárbara Forero, arengaron públicamente a los santafereños a favor de la Independencia y, como en el caso de Forero, pagaron con el destierro su osadía7. Durante la Reconquista (1815-1819), las mujeres

4 Rodríguez Plata, Santander en el exilio…, 284. 5 Duarte French, Las Ibáñez, 92. 6 José Dolores Monsalve, Mujeres de la Independencia (Bogotá: Imprenta Nacional, 1926), 15-16. 7 Aída Martínez Carreño, «Revolución, Independencia y sumisión de la mujer colombiana en el siglo XIX», Boletín de Historia y Antigüedades 76, n.° 705 (abril-junio 1989): 420; Pedro María Ibáñez, Crónicas de Bogotá, 2.ª ed., (Bogotá: Imprenta Nacional, 1923), 3: capítulo 45, http://www.

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fueron agentes activos de la lucha emprendida contra el régimen de terror instaurado por Morillo, por lo que sufrieron en su ca- lidad de hijas, esposas y madres, pero también por sus acciones individuales, que fueron consideradas lesivas para el propósito res- taurador. Algunas mujeres, disfrazadas de hombres, se alistaron en los ejércitos; otras permanecieron en sus casas cuidando la ciudad tomada por Morillo8. Otras, como doña Rosa Florido, en- fermera de la Sociedad de Beneficencia de Santafé, cedieron abun- dantes recursos para el utillaje de guerra de los patriotas9; unas más servían como enfermeras, recolectaban ropa, comida, y cosían los uniformes de las tropas; solicitaban dinero para ayudar a los soldados, actuaban como espías y servían de correos. Las mujeres de pueblo acompañaban a sus maridos a la guerra acarreando sus pertenencias y haciendo en la retaguardia las tareas domésticas que facilitaban la vida de los soldados10. La heroína más popular de la época del terror, Policarpa Salavarrieta, se trasladó de , su pueblo natal, a Santafé, en los aciagos días de la Reconquista, y trabajó a favor de la causa patriota. Acusada del delito de traición a España, fue fusilada en 1817. El impacto que causó el sacrificio de la Pola ha perdurado en la imaginación colectiva. Pero se le recuerda más como mártir que como una mujer con ideas políticas propias. La imagen de las mujeres como víctimas inocentes del terror jus- tificó su exclusión del ejercicio político; en el mismo sentido obró el convertir a las mujeres en símbolos de libertad. La ubicación de lo femenino en una esfera mítica durante las Guerras de Indepen- dencia, tema recurrente en los discursos patriotas, contribuyó a su exclusión de la esfera pública11.

banrepcultural.org/blaavirtual/historia/cronic/cap45.htm (consultado en febrero del 2009). 8 Evelyn Cherpak, «The Participation of Women in the Independence Movement in Gran Colombia, 1780-1830», en Latin American Women: Historical Perspectives, ed. por Asunción Lavrin (Westport, Conn.: Greenwood Press, 1978), 257. 9 Ibáñez, Crónicas…, capítulo 45, parte 3. 10 Martínez Carreño, «Revolución, independencia y sumisión…», 424. 11 Sobre este tema, véase Rebecca Earle, «Rape and the Anxious Republic: Revolutionary Colombia, 1820-1830», en Hidden Histories of Gender and

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En las legislaciones que siguieron al triunfo de Boyacá se ob- servó el afán por facilitar la movilización de las mujeres de vuelta al hogar12. Santander manifestó su desaprobación a la participación fe- menina en las guerras al prohibir su presencia dentro de las tropas y al ordenar el retorno a sus casas. La Constitución de 1821, con la que nació la República, negó a las mujeres sus derechos ciudadanos. La nueva ley, inspirada en el Contrato social de Jean-Jacques Rousseau, afirmaba la soberanía del pueblo como «única, indivisible, impres- criptible e inajenable»13. Pero, de hecho, solo una minoría disfrutó de los nuevos derechos, ya que el concepto «pueblo» se utilizó como una figura retórica que solo se refería a los ciudadanos virtuosos, es decir, a los padres de familia14. Los constituyentes implantaron las elecciones indirectas, que limitaba el derecho al voto a los varones mayores de veintiún años o a aquellos que estuviesen casados y tuviesen una propiedad de cien mil pesos, o que ejercieran oficio o profesión independientes15. Años más tarde, la Constitución de 1853 extendió el derecho al voto a todos los varones mayores de edad; las mujeres quedaron excluidas de derechos ciudadanos y de partici- pación política activa hasta mediados del siglo XX. ¿Cómo fue posible la figuración de las Ibáñez en espacios mas- culinos, cuando el discurso contra la ciudadanía femenina y el llamado al retorno al hogar saturaban el ambiente? La agencia de las célebres hermanas fue indirecta; su activismo se realizó a la sombra de las relaciones sentimentales que establecieron con fuertes fi- guras masculinas que encarnaban la legitimidad del nuevo Estado. La osada participación de Nicolasa en política, facilitada por sus

the State in Latin America, ed. por Elizabeth Dore y Maxine Molyneux (Durham, N. C.: Duke University Press, 2000); Catherine Davies, Claire Brewester y Hilary Owen, South American Independence: Gender, Politics, Text (Liverpool: Liverpool University Press, 2006). 12 Congreso de Angostura (1819) y Congreso de Cúcuta (1821). 13 Marco Palacios y Frank Safford, Colombia: país fragmentado, sociedad dividida. Su historia (Bogotá: Norma, 2002), 208. 14 Arlene Díaz, Female Citizens, Patriarchs, and the Law in Caracas, Venezuela: 1786-1904 (Lincoln: The University of Nebraska Press, 2004), 108-109. 15 Palacios y Safford, Colombia: país fragmentado…, 236.

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ilícitos amorosos con el presidente Francisco de Paula Santander; y los devaneos sentimentales de Bernardina, que no fueron óbice para su matrimonio con el librecambista Florentino González, ma- nifiestan alteraciones de los rígidos patrones de conducta de las fa- milias de élite, en las opciones de sus mujeres y en las relaciones entre los sexos en los años de incertidumbre que siguieron al triunfo independentista. El cambio en la composición de las élites santafereñas, que se dio con el ingreso de familias regionales; el aura de los nuevos lí- deres militares, los trastornos sociales y la laxitud de las costumbres después del triunfo independentista trastornaron los códigos del mandato patriarcal sobre las familias. El poder de los padres sobre la escogencia de pareja de sus hijos se redujo, así como la sujeción de las mujeres a los maridos. Estos cambios en la vida cotidiana explican el espíritu libre de las jóvenes Ibáñez.

Los Ibáñez Arias: una familia patriota Las familias hidalgas fueron diezmadas durante la Recon- quista y los títulos de nobleza, así como los privilegios asociados a la condición aristocrática, fueron abolidos. Las fuentes de sus re- cursos se acabaron con la desbandada española, y sus propiedades urbanas y rurales fueron destruidas. El inicial vacío de poder fue llenado por las familias notables que se habían salvado del régimen del terror. Algunos clanes desaparecieron, otros se fusionaron con notables de inferior rango que llegaron a la capital. Se formaron nuevas redes que reclamaban su participación en el Estado y en la sociedad. El entronque de migrantes, a través de matrimonios con élites capitalinas, permitió el ascenso social y político de indi- viduos venidos de las provincias16. La influencia regional en las afiliaciones partidistas fue no- table. Aquellos que se identificaban con un ideario progresista respetaban el mandato de la Constitución de Cúcuta (1821). Agru- pados en torno al general cucuteño Francisco de Paula Santander,

16 Sobre el entronque de familias tradicionales regionales con familias santafereñas, véase Uribe-Urán, Honorables Lives…, 82-85.

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optaban por un gobierno central, por la reducción de los privilegios de la Iglesia y por la ampliación de la educación entre los sectores populares. Otros jóvenes provenientes de regiones del norte y del oriente del país (especialmente de la ciudad del Socorro), como Vicente Azuero, Francisco Soto, Florentino González, que habían participado activamente en la gesta independentista, se afiliaron también al grupo progresista. Esta facción se convertiría en el Partido Liberal, tras la Guerra de los Supremos (1839-1842). Los Ibáñez Arias era una de estas familias regionales. La Re- conquista había sido funesta para ellos. En tiempos de Morillo tuvieron que migrar a Santafé, posteriormente, el padre fue encar- celado; en vísperas de su ejecución, huyó, y en circunstancias no esclarecidas, pereció en la ciudad de Maracaibo. La madre, inicial- mente desterrada a la villa de Purificación, continuó trabajando por la causa patriota17. Después del triunfo contra los españoles, se radicó en Bogotá18 y padeció las penurias de las viudas de la guerra, hasta que de manos de Bolívar recibió la donación de una casa que pertenecía al Estado, habiendo contribuido a su compra con parte de su salario19. Doña Manuela Jacoba hacía parte de una red social compuesta por migrantes que provenían de Santander y de otras regiones del país. Organizaba en su casa tertulias a las que asistían las perso- nalidades influyentes en la vida económica y política de la época, como Francisco de Paula Santander, Juan Manuel Arrubla, Luis Montoya, el joven Florentino González, Miguel Saturnino Uribe, Raimundo Santamaría, todos ellos individuos que recién se habían instalado en Bogotá, y que gracias a sus méritos y conexiones habían logrado sobresalir en actividades en la política, el comercio

17 Moreno de Ángel, Santander. Biografía, 218. 18 Aunque desde la Colonia el nombre de la capital era Santafé de Bogotá, a partir del Congreso de Angostura (1819) se tendió a llamarla Bogotá. De aquí en adelante me referiré a Bogotá, tal y como aparece en la literatura de la época. 19 Moreno de Ángel, Santander. Biografía, 218. Véase también Rodríguez Plata, Santander en el exilio…, 53.

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y la industria20. Los Ibáñez Arias se conectaron socialmente con los grupos selectos de la sociedad bogotana y establecieron relaciones de parentesco favorables para el avance de sus vástagos. La vida de las dos hijas más notables, Nicolasa y Bernardina, no siguió el recorrido usual de las mujeres de los sectores altos, que salían directamente del dominio del padre para caer en las manos del marido a desempeñar sus funciones de esposas y madres ab- negadas hasta el final de sus días. La accidentada trayectoria vital de las dos hermanas estuvo marcada por las vicisitudes asociadas con la vida social bogotana, en la euforia republicana después del triunfo sobre las fuerzas realistas. La vida social era extraordina- riamente animada en Bogotá, y las celebraciones y festejos a los libertadores se sucedían sin cesar. Estas se convertían en fiestas en las que los héroes de la jornada reclamaban, como premio debido, la admiración de las jóvenes de la buena sociedad, y en las que cada uno se consideraba un amante irresistible. En el primer banquete ofrecido por el Libertador después de la gesta de Boyacá, un parti- cipante señalaba: Cada nativo, desde el presidente y su íntimo amigo y consejero, el general Santander, hasta el más joven oficial de la guardia trataban de asombrar a los otros con sus magníficas performances amorosas. Y de creer todo lo que ellos decían, lo que contaban, sería cosa de pensar que no había dama de nota en todo el virreinato, que hubiera podido resistir a aquellos veteranos al servicio de Cupido…21

La descripción de los viajeros sobre la activa vida social de la capital revela rupturas de las rígidas costumbres patriarcales de la aristocracia santafereña, caracterizadas por la celosa protección

20 Duarte French, Las Ibáñez, 142. 21 El participante sentado al lado del Libertador era un anónimo legionario irlandés, que anotó esto en sus memorias War of Extermination, publi- cadas en Londres en 1828. Citado en Luis Horacio López Domínguez, «Francisco de Paula Santander: Una personalidad compleja», Credencial Historia 212 (agosto 2007), http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/ revistas/credencial/agosto2007/santanderpersonalidad.htm (consultado en febrero del 2009).

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de las hijas. Ahora se permitía a las jóvenes salir de sus casas y circular en escenarios de celebración de la república naciente. Se ampliaba el círculo de amistades de las jóvenes que asistían a estos nuevos espacios de sociabilidad, y el control de los padres sobre la escogencia de pareja de sus hijas se atenuó. La vida social en Bogotá experimentaba cambios importantes con la llegada de elementos nuevos. En las listas de invitados para las celebraciones patrias, al lado de las grandes familias aristocráticas, aparecían nombres de individuos recién llegados de las provincias que habían participado en las gestas patrióticas y que ahora buscaban una figuración en el Gobierno22. Bernardina brillaba en los bailes y festejos.

Bernardina, «La reina de Cundinamarca» Charles Stuart Cochrane, el viajero británico que visitó a Co- lombia en 1823, fue invitado a un baile que ofreció el vicepresi- dente Santander; allí conoció a Bernardina, a quien describía de esta manera: La bella Bernardina perteneciente a una de las mejores fa- milias bogotanas, de 17 años y llena de vida y gracia, posee un hermoso cuerpo de estatura media y unos ojos increíblemente bellos. Ella sabía bien la ventaja de sus atributos. El pelo de un negro intenso, caía sobre sus hombros tejido en trenzas graciosas; las mejillas resaltaban con rosas y lilas sobre una cara de un pardo suave y sus dientes tan blancos como perlas, brillaban maravi- llosamente a través de sus labios. Ella era objeto de la envidia de todas las damas y fue admirada por los hombres como la mujer más bella que jamás se ha visto en Bogotá.23

22 José León Helguera, «Lista de personas notables de Bogotá, con motivo de los convites que se hicieron a la llegada del Libertador a la capital en junio de 1828», en Documentos del archivo Herrán (Bogotá: Biblioteca Nacional, s. f.), 78-81. 23 Charles Stuart Cochrane, Viajes por Colombia 1823-1824: Diario de mi residencia en Colombia (Bogotá: Banco de la República, Biblioteca V Centenario Colcultura, Viajeros por Colombia, 1994), 192-193.

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Bernardina Ibáñez, la hermana menor de Nicolasa, tuvo una participación marginal en la vida política. Su circulación social en grupos antibolivarianos, su proximidad con Santander y su partici- pación en las actividades que llevaron a la ruptura de las relaciones políticas entre Santander y Bolívar ponen en evidencia su interés en asuntos de la vida nacional. Pero este interés, derivado de sus relaciones afectivas con hombres comprometidos en la política, no fue activo ni duradero, a diferencia del de Nicolasa. Cuando se casó con Florentino González, Bernardina se convirtió en una esposa virtuosa, dedicada por entero a los asuntos del hogar. Aunque carecía de la personalidad arrolladora de Nicolasa —descrita por sus contemporáneos como fuerte y varonil—, su feminidad y fragilidad la hacían irresistible. Simón Bolívar, sen- sible a los encantos femeninos, pronto se enamoró de ella. En carta, quejándose de su indiferencia, la llamaba la «melindrosa». El término, ampliamente usado en el siglo XVIII en España, se refería a la afectación, a «la exagerada delicadeza no solo de los ademanes sino también de los sentimientos»24. Bernardina, acos- tumbrada a la adulación, disfrutaba del impacto que causaba en el Libertador pero, a diferencia de Manuela Sáenz, ella no le entregó su corazón. Sus atributos femeninos se asociaban a su gracia en los escenarios sociales, cualidades que la convirtieron en la invitada obligada de bailes y convites. Los días de incertidumbre de la Re- conquista habían llegado a su fin y la euforia del triunfo transformó la sombría ciudad, convirtiéndola en el escenario de celebraciones a veces desenfrenadas. Los cambios en las formas de socialización y la creciente libe- ralidad de las jóvenes eran criticados especialmente por los con- servadores. El discurso sobre la virtud y las buenas maneras, en buena medida, era una reacción contra lo que se interpretaba como la relajación de las costumbres y la «inmoralidad» creciente de la sociedad. Los discursos estaban especialmente dirigidos a criticar los deletéreos efectos que la excesiva exposición social acarreaba en las mujeres. En la pieza teatral Las convulsiones, presentada al pú-

24 Martín Gaite, Los amores del dieciocho en España, 288.

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blico bogotano en 1828 por el famoso hombre de letras Luis Vargas Tejada, se ridiculizaba a las jóvenes modernas que no tenían ocupación diferente a leer novelas románticas, a la diversión y al coqueteo, y que con artimañas —en este caso, convulsionar— so- metían a los padres a sus caprichos25. La pieza en cuestión se refería a las «convulsiones», falsos paroxismos de Crispina, protagonista del sainete. Doña Fulgencia, una vieja beata y amiga de la familia, creía que las convulsiones de Crispina (la joven moderna) eran obra del demonio: […] En tiempo de los padres catecúmenos Sabemos que hubo muchos energúmenos; Y son las convulsiones el retrato Que de ellos hace el padre Cantimprato: A más que pensar en camisones, Querer ir a los bailes y funciones, Pasar en el balcón mortales días, Con propensión a hablar hasta herejías, Son cosas que presentan testimonio De una mujer poseída del demonio.26

El tono moralizante de Vargas Tejada era claramente pa- triarcal. El joven que la pretendía con fines poco nobles y quien, disfrazado de médico, llegó a la casa de Crispina para curar sus convulsiones, terminó por darle una reprimenda sobre el destino fatal de las mujeres «descocadas» que no «conocen el rubor» y a

25 El escritor de costumbres José María Cordovez Moure se refiere a la popularidad de la obra de teatro, El sainete las convulsiones, de Luis Vargas Tejada, qué causó furor en la época: «Entre 1820 y 1828 se propagó en Bogotá la epidemia de convulsiones; se notó que solo atacaba a las muchachas de quince a veintiún años, con la circunstancia agravante de que la enfermedad se recrudecía cuando entraba de visita a la casa algún joven. También tenía el mal otro síntoma en extremo alarmante para las madres y era que la convulsión terminaba, indefectiblemente, cayendo la enferma en brazos del visitante». José María Cordovez Moure, Reminiscencias de Santafé y Bogotá (Madrid: Editorial Gerardo Rivas Moreno, 1997), 62. 26 Luis Vargas Tejada, Las convulsiones (Bogotá: s. e., 1895), 24.

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quienes la ilustración «lastima su decoro»27. Era, pues, un momento de transición de las costumbres sociales. Las jóvenes alocadas que no se ruborizaban eran las pioneras que transgredían todo lo que antes de 1810 era lo normal en la etiqueta de los géneros. Los dos más asiduos participantes de la tertulia de Manuela Jacoba, Miguel Saturnino Uribe y Florentino González, disputaban el amor de Bernardina. Ambos eran santandereanos, como la fa- milia Ibáñez. Miguel Saturnino había nacido en el Socorro, pro- venía de una familia de alcurnia y desde su arribo a la capital había desempeñado importantes cargos en el gobierno, pero sus mayores éxitos los obtuvo en el campo económico. Adquirió el derecho a explotar las minas de sal de Zipaquirá e incursionó en el arriesgado mundo de las especulaciones por valores de deuda pública28. Don Miguel Saturnino tenía mucho éxito con las mujeres de Bogotá por sus gracias sociales y su sólida fortuna económica. Ber- nardina, como muchas jóvenes de la alta sociedad santafereña, se enamoró del exitoso santandereano, y de su relación con él tuvo a María del Carmen. Este no fue el ilícito privado de un hombre pú- blico y una mujer de cierta notoriedad social, como los que describe Ann Twinam29. Aunque la niña, al parecer, creció en un convento, su origen era de conocimiento público. No obstante, el ajado honor de doña Bernardina pronto fue rescatado por el amigo íntimo de Miguel Saturnino, don Florentino González, quien contrajo ma- trimonio con ella30. El nacimiento de María del Carmen Uribe arroja luz sobre los cambios que empezaban a operarse en Bogotá con respecto al honor y a los valores asociados a la ilegitimidad de los hijos. En 1825 se habían abolido las restricciones que impedían el acceso a las universidades de los hijos ilegítimos31. Al parecer,

27 Vargas Tejada, Las convulsiones, 37-38. 28 Duarte French, Las Ibáñez, 193. 29 Ann Twinam, Public Lives, Private Secrets... 30 Los santandereanos no solamente influyeron en la vida política del periodo sino también en la flexibilidad social que observamos. Véase David Bushnell, El régimen de Santander en la Gran Colombia, 2.ª edición (Bogotá: Tercer Mundo, Universidad Nacional de Colombia, 1966), 22. 31 Uribe-Urán, Honorable Lives…, 77.

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también había disminuido la sanción social, ya que muchos hijos nacidos en relaciones ilícitas se entroncaron con familias de al- curnia. Don Miguel Saturnino, además de exitoso en los negocios, resultó ser un hombre prolífico y de escasos escrúpulos en sus numerosas relaciones amorosas. Él era renuente al matrimonio, pero rescató, para algunos de sus hijos, la honorabilidad y el as- censo social que un buen matrimonio proporcionaba. Reconoció a sus vástagos habidos con mujeres de la alta sociedad bogotana, cuidó de su bienestar económico y promovió su matrimonio con miembros de familias distinguidas, redimiendo para ellos el valor del matrimonio que había soslayado para sí, y en su testamento los declaró como sus únicos herederos. A María del Carmen, la hija que tuvo con Bernardina, la casó con Carlos Michelsen, el cónsul general de Dinamarca en Colombia. Él era su amigo y su socio en las explotaciones de sal de Zipaquirá y en sus ventas de tabaco32. El matrimonio de María del Carmen y Michelsen fue impuesto. La joven de 15 años estaba enamorada de su novio, Manuel Urrutia, un joven de la aristocracia de Popayán que tenía un cargo oficial en el Gobierno, pero que carecía de medios de fortuna. El padre con- sideró que no era un buen partido para su hija. ¿Cómo se explica la aceptación social de personajes como Miguel Saturnino? ¿Por qué tantas jóvenes de la buena sociedad consentían en relaciones que, a todas luces, afectaban su honor y ponían en peligro su vida futura? ¿Acaso la liberalidad de la época estaba cambiando tan radicalmente los valores tradicio- nales respecto a la familia, la posición social y los valores asociados al honor? Los cambios en la composición de las élites dan pistas para entender lo que pasaba en el interior de las familias. Como acertadamente lo señala Uribe-Urán, los conflictos entre las aristo- cracias locales y los recién llegados de las provincias derivaban del control de las tradicionales fuentes de prestigio y honor asociados con los altos cargos del Estado33. En el pasado, los cargos buro- cráticos habían sido monopolizados por las familias aristocráticas

32 Uribe-Urán, Honorable Lives…, 218-219. 33 Uribe-Urán, Honorable Lives…, 157.

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locales, que operaban a través de redes de parentesco. El acceso a los altos puestos, a la vez que confería honores, exigía pruebas de honorabilidad familiar como la legitimidad, la limpieza de sangre, y la pureza, castidad y comportamiento virtuoso de sus mujeres. En la joven República se favorecía los méritos sobre el origen, y el reclamo de empleos de los que habían contribuido en el triunfo in- dependentista creaba situaciones de conflicto entre las élites viejas y las nuevas34. Los viejos conceptos de honorabilidad dieron paso a nuevos valores, asociados con la riqueza obtenida a través del co- mercio y de las actividades productivas, y en grado menor, con el servicio al Estado. En estos nuevos intereses convergieron los dos grupos antagónicos35. Y su consolidación ocurrió a través del matri- monio y de la formación de familias. Bernardina finalmente se casó con Florentino González, per- teneciente al grupo de jóvenes socorranos que había irrumpido con fuerza en la vida social de la capital. De origen modesto, Florentino había logrado un nombre en la política por su fidelidad a las ideas santanderistas, y por su espíritu republicano y civilista. Durante el gobierno del conservador José Ignacio Márquez, salió del país en exilio voluntario hacia París y Londres. Lo acompañaron Ber- nardina y sus dos pequeñas hijas. La vida de Bernardina al lado de su famoso marido fue la de una dama burguesa ocupada exclusiva- mente de los asuntos hogareños y del cuidado de sus hijas, Soledad y Belén. En 1861, la familia se trasladó a Chile en misión diplo- mática y nunca regresarían al país. Bernardina murió en 186436.

«La adorada Nica»37 Días después del triunfo del Puente de Boyacá, con el que se selló la independencia de la Nueva Granada (1819), Nicolasa Ibáñez

34 Uribe-Urán, Honorable Lives…, 158. 35 Uribe-Urán, Honorable Lives…, 159. 36 Jaime Duarte French, Florentino González: razón y sinrazón de una lucha política (Bogotá: Banco de la República, 1971), 675-678. 37 Forma cariñosa usada por Santander para llamar a Nicolsa en el encabezamiento de sus cartas desde la prisión en Cartagena en 1828. Duarte French, Las Ibáñez, 122-123.

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acudió al despacho del vicepresidente Francisco de Paula San- tander para pedirle que trasladara a su marido, Antonio José Caro, de la todavía realista Santa Marta, a Bogotá. En esa entrevista, la chispa fulminante del amor los abrazó. El destino propició el en- cuentro de una mujer de belleza connotada y de temperamento arrollador, y de un hombre aureolado por el triunfo y el poder. Él, atrayente soltero, apetecido por las damas más esclarecidas de la Nueva Granada; ella, atada a un matrimonio que probablemente ya estaba desecho. Santander personificaba un nuevo comienzo; An- tonio José, el colapso de una era. Nicolasa desafió las convenciones que le exigían fidelidad a su marido e inició una relación prohibida con el vicepresidente Santander. Nicolasa, desde joven, había amado los desafíos. Se había com- prometido en matrimonio con el realista santafereño Antonio José Caro. Los jóvenes eran de temperamentos disímiles. Ella, valiente y decidida; él, temeroso, débil e indeciso. La cortedad de ánimo de su futuro marido instigó el despliegue de su personalidad re- cursiva e independiente. En su viaje desde la realista Santa Marta a Ocaña para casarse con su novia, Antonio José fue aprehendido por los patriotas y conducido a la cárcel de Mompox. Para liberar a su prometido, Nicolasa solicitó los buenos oficios de Bolívar y él, obligado por las relaciones de amistad con la familia, sacó de la cárcel a Caro, lo que facilitó la celebración del matrimonio. Interesa señalar aquí la importancia de los vínculos de amistad entre los jóvenes patriotas y aquellos que seguían siendo fieles a España. La adhesión entre familias era anterior a los eventos revo- lucionarios y no se destruía fácilmente por persuasiones políticas opuestas. Así se explica que Nicolasa hubiera acudido a Bolívar para liberar a su novio; que en 1819, movida por los lazos de pai- sanaje y amistad, hubiera solicitado protección y ayuda para su marido al general Santander, internándose de paso en las encru- cijadas del poder que él representaba38; y que años después hubiera escrito a Bolívar para salvar la vida de Santander.

38 Las mujeres buscaron protección de líderes políticos en el periodo posterior a la Independencia. En el Cauca, como lo han estudiado Alonso Valencia

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Bolívar conocía bien la importancia de estos vínculos. En plena campaña libertadora, gracias a su amistad con el generoso José María Mosquera, de quien hubiera deseado ser hijo, facilitó el ascenso militar de Tomás Cipriano de Mosquera y su adhesión total a su causa. María Teresa Calderón y Clèment Thibaud señalan la importancia de las redes familiares, de los círculos de amigos y de las clientelas en la Colonia, y de su persistencia en el periodo re- volucionario, cuando las clientelas y las relaciones horizontales de amistad cobraron fuerza por la erosión de las antiguas estructuras de poder39. Nicolasa supo bien cómo utilizar estas redes de poder.

El matrimonio de Nicolasa y Antonio José Caro Con la gradual definición de la guerra a favor de los patriotas, la posición realista de Antonio José Caro se volvió insostenible. A pesar de la personalidad recursiva de Nicolasa40, las dificultades de la joven pareja en constante huida de zonas realistas que abrazaban la Independencia los obligó a trasladarse a la capital en 1818. Se- paraciones forzosas, migración constante hacia ciudades leales al rey donde Caro pudiese desempeñar algún oficio, el nacimiento de Manuela y José Eusebio, y el avance de las tropas patriotas obligó a Antonio José a retornar a Santafé, lugar en el que residía su pa- rentela. Para entonces, al parecer, el matrimonio se había dete- riorado. En la capital, Nicolasa, contrariando a su marido, continuó

Llano en, Mujeres caucanas y sociedad republicana, 141-47; y Pamela Murray en, For Glory and Bolívar: The Remarkable Life of Manuela Sáenz, 1797-1856 (Austin: University of Texas Press, 2008), 106-119. Murray analiza de forma detallada la intensa correspondencia que sostuvo Manuela Sáenz después de su destierro a Paita con políticos, actividad que evidenciaba su afán por mantenerse vigente a través de esas redes de amistades. 39 María Teresa Calderón y Clèment Thibaud, «La construcción del orden en el paso del antiguo régimen a la república: redes sociales e imaginario político del Nuevo Reino de Granada al espacio Grancolombiano», Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 29 (2002): 136. 40 Desde el inicio del matrimonio, Nicolasa asumió el sostén económico del hogar vendiendo cacao, anís y tabaco en los pueblos donde vivieron. Duarte French, Las Ibáñez, 204.

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con sus negocios para sostener a la familia41. Con el triunfo patriota en agosto de 1819, Caro huyó precipitadamente de la ciudad y se refugió en Santa Marta, ciudad leal al rey, dejando a Nicolasa y a sus hijos, Manuela, José Eusebio y el pequeño Diego, recién nacido, en casa de su suegra. En 1819, el general Santander, amigo de la familia Ibáñez Arias, había asumido el cargo de vicepresidente, luego de su bri- llante actuación en la Campaña Libertadora42. Sus virtudes como administrador y su talante liberal pronto se irían a revelar cuando, a raíz de la creación de la Gran Colombia —conformada por Vene- zuela, la Nueva Granada y el Ecuador, por dictamen del Congreso de Angostura en diciembre de 1819—, se designó al Libertador como presidente y a Santander como vicepresidente de Cundina- marca —nombre que adquirió la Nueva Granada—. A este triunfo político, Santander añadiría el triunfo del amor representado en Nicolasa. El vínculo amoroso que se creó entre ellos se prolongaría por quince años, sería de conocimiento público y solo algunos de los enemigos de Santander lo criticarían abiertamente. Los ilícitos amorosos de los padres de la patria no eran cuestionados. Piénsese en la figuración que tuvo Manuela Sáenz por ser la amante del Li- bertador y en la acogida que le dieron los seguidores de Bolívar en Santafé, conformados por miembros de las familias más tradicio- nales y devotas del país, y por algunos frailes franciscanos, domi- nicos y agustinos43. Así mismo, piénsese en Domitila de Castro, la amante del em- perador Pedro I de Brasil, a quien este le otorgó el título de marquesa de Santos y legitimó a la hija que tuvieron, nombrándola, además, duquesa de Goiás, a despecho de la emperatriz Leopoldina44. Ni la Iglesia, guardiana de las virtudes de las mujeres, se atrevía a im- pugnar el adulterio de Nicolasa.

41 Duarte French, Las Ibáñez, 204. 42 Moreno de Ángel, Santander. Biografía, 186. 43 Murray, For Glory and Bolívar…, 60. 44 John Charles Chasteen, Born in Blood and Fire: A Concise History of Latin America (Nueva York: Norton and Company, 2001), 138-139.

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Las ideas de libertad en las mujeres era también un asunto personal. Era la oportunidad de liberarse de matrimonios desgra- ciados, que no podían deshacerse legalmente porque el divorcio era casi inaccesible. El sinnúmero de dificultades de la pareja Ibáñez- Caro, el distanciamiento de sus intereses políticos y las cargas matrimoniales que habían caído sobre los hombros de Nicolasa hi- cieron fracasar esa unión. En Santander, ella encontraría el apoyo material que desesperadamente necesitaba y también el amor apa- sionado. Nicolasa, independiente e intrépida, resultó irresistible al hombre que estaba en la cima del poder. El incentivo del amor lo incitó a conquistarla, pero a diferencia de sus conquistas militares, su pasión fue sumisión incondicional a la voluntad de Nicolasa. Los componentes de este fervor eran incompatibles con el matri- monio. Las cualidades que le atraían de Nicolasa distaban del tipo de virtudes que se exigían a la esposa, como el recato, la castidad, la sumisión y la pasividad. El matrimonio reducía la sexualidad al débito conyugal, y confería al marido la propiedad sobre la esposa; el espíritu independiente de Nicolasa era incompatible con la sub- ordinación. El amor apasionado entre Nicolasa y Santander se sostuvo por largos años porque no estaban casados. No obstante, las inseguridades que acarreaba la relación con una mujer que no le pertenecía completamente se manifestaban a menudo en escenas de celos públicas y violentas de Santander45. Las relaciones extraconyugales, el campo del amor apasionado, habían sido frecuentes en sociedades en las que el divorcio era una medida excepcional y socialmente inaceptable. El imaginario social de «la sagrada familia», en el que las mujeres brillaban por sus vir- tudes, y los varones por el control de su entorno y la protección de su honorabilidad pública, cambió temporalmente en los años de la Independencia, cuando el concepto del honor se subordinó a las ur- gencias de la sobrevivencia material. Solo así entendemos la actitud de Antonio José Caro y de su familia, quienes siguieron dependiendo económicamente de Nicolasa hasta que ella, ayudada por Santander,

45 Duarte French, Las Ibáñez, 108-109 y 101-164.

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tuvo recursos económicos. Las relaciones entre Nicolasa y la familia del marido, al parecer, no se alteraron, a pesar de que ellos se habían separado46. Durante los años de su relación ilegítima con Santander, los padres de Caro continuaron recibiendo apoyo económico, como lo expresara Nicolasa: «se fue Caro en el año 19 y no solo tenía que hacer los gastos de mi familia, sino que les pasaba 4 pesos semanales a sus padres, hasta el año veintiocho […]»47. Antonio José Caro había recibido una esmerada educación en el hogar de sus padres, que disfrutaban del prestigio de ser españoles pero que carecían de bienes de fortuna. La pobreza de la familia se agudizó con la Revolución, y Caro pasó a depender de las nuevas redes sociales que su mujer había establecido48. De esta manera, Caro aceptó el patrocinio de Santander para ocupar el cargo de secretario de la Constituyente de Cúcuta (1821) y del Senado. Posteriormente, Santander lo enviaría a Europa para hacer la versión bilingüe de las leyes del país, de donde regresó enfermo y ciego. Desde entonces, quien sostuvo la familia fue Nicolasa. Como lo señala la historiadora Pilar Moreno de Ángel, Antonio José Caro dependió, hasta su muerte prematura en 1830, «económicamente en forma total de Nicolasa»49. Nicolasa fue, además, una mujer leal y decidida; acompañó a Santander en sus épocas de gloria, pero también en los días amargos del exilio, que sufrió a consecuencia de su participación en el atentado contra la vida de Simón Bolívar en septiembre de 1828.

46 Nicolasa visitaba al suegro, comía con su cuñado Rafael y frecuentaba la casa donde vivían su marido y su pequeño hijo, José Eusebio. José M. de Mier, «Diario de Rafael Caro», Boletín de la Academia Colombiana 53, n.° 217-218 (2002): 107, 119. 47 Duarte French, Las Ibáñez, 204. 48 La pobreza de los Caro, de la cual haría referencias José Eusebio, el hijo de Nicolasa, se revela ampliamente en el «Diario de Rafael Caro», quien frecuentemente solicitaba préstamos a sus amigos para cubrir necesidades urgentes, y quien, a la muerte de su padre, para pagar los emolumentos de la ceremonia religiosa, tuvo que pedir prestado dinero a sus amigos. Mier, «Diario de Rafael Caro». 49 Moreno de Ángel, Santander. Biografía, 224.

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Nicolasa y la política Los años del romance entre Nicolasa y Santander coincidieron con la creación de la Gran Colombia y con la oposición creciente a esta iniciativa del Libertador. Al parecer, su gran proyecto de unir a Venezuela, La Nueva Granada y Ecuador era irrealizable en la práctica. Algunos neogranadinos consideraban que la Gran Colombia era un artificio, una estructura en el aire50. Los resen- timientos políticos entre el venezolano José Antonio Páez y el vi- cepresidente Santander, el creciente autoritarismo de Bolívar, sus objeciones a la Constitución de Cúcuta —sagrada para los neogra- nadinos— y sus ideas de implantar la Constitución boliviana en la Gran Colombia produjeron el rechazo del grupo liberal santan- derista y dividió a Cundinamarca entre los seguidores y los opo- sitores del Libertador51. La oposición al libertador se acentuó con el fracaso de la Convención de Ocaña (1828), que buscaba excluir los elementos militares del gobierno de las provincias y defender la tesis centralista de gobierno, propuesta por Santander. Fue este clima de radicalización entre santanderistas y bolivarianos lo que condujo al atentado contra la vida del Libertador. El plan fracasó. Algunos conspiradores fueron fusilados, otros fueron expatriados. Santander fue encarcelado en la prisión de Bocachica y posterior- mente fue desterrado del país. Nicolasa presenció el gradual deterioro de las relaciones entre los dos caudillos, y la polarización ciudadana en torno a ellos. Como lo dice su biógrafo Duarte French: Su quinta Santa Catalina [obsequiada por Santander], se había convertido en centro de debates políticos. A la quinta acudían muy asiduamente los ciudadanos bogotanos que pugnaban por instaurar un gobierno genuinamente granadino [...]. Ella era el enlace entre los que propugnaban por la causa santanderista y el mismo Santander.52

50 Duarte French, Florentino González…, 94. 51 Moreno de Ángel, Santander. Biografía, 377-380. 52 Duarte French, Las Ibáñez, 98.

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Los conspiradores en ocasiones se movilizaban a su casa de San Juan de Dios (otro regalo del general), donde residía Santander cuando ocurrió el atentado contra Bolívar, a quien en forma va- lerosa Manuelita Sáenz le había salvado la vida. Cuando todavía la suerte de Santander no había sido decidida, Nicolasa, mostrando sagacidad política y evocando su vieja amistad con el Libertador, que en el pasado le había «inspirado confianza e idolatría», acudió a él para salvar la vida de su amante: Bien conoce V. M. el objeto de esta carta, la amistad solo, Santander es quien me obliga a molestar a V. M. pero le hablo a V. M. con franqueza y con todo mi corazón; si no estuviera convencida del modo de pensar de ese hombre y lo incapaz de cometer una felonía no sería yo la que hablara por él, no, esté seguro de esto; un corazón cruel, un alma baja la detesto; Santander es honrado y sensible; yo no quiero, General, más sino que mande poner en libertad a este hombre desgraciado, que no sufra la pena de un criminal y que in- mediatamente salga para los Estados Unidos, fuera del país […].53

No sabemos si esta carta contribuyó a salvar la vida de San- tander. Condenado a la pena máxima por decisión del general ve- nezolano Rafael Urdaneta, Bolívar optó por el confinamiento de Santander en la prisión de Bocachica y por su eventual destierro54. Esta decisión obedeció al gran prestigio del vicepresidente y a las consecuencias para los destinos futuros de la Gran Colombia. El compromiso político de «Nica» no se atenuó con el exilio de San- tander en Europa. Nicolasa continuó apoyando a los opositores al régimen bolivariano aun después de que se develara el plan contra Bolívar. Respaldó el movimiento revolucionario del «Héroe de Ayacucho», José María Córdova, importante general antioqueño que en 1829, rebelándose contra la dictadura de Bolívar, organizó un movimiento militar en Antioquia y preparó una columna de operaciones para extender su insurrección a Bogotá55. Debido

53 Rodríguez Plata, Santander en el exilio…, 284. 54 Rodríguez Plata, Santander en el exilio…, 65-85. 55 Eduardo Posada, Biografía de Córdoba (Bogotá: Imprenta Eléctrica, 1914), 278.

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a la ayuda que Nicolasa prestó al movimiento insurreccional de Córdova, el Gobierno quiso desterrarla de la República56. Al final, la «facciosa» se salvó de ser expulsada del país y su condena se redujo a permanecer varios meses en la cárcel de Guaduas.

«¡Qué desgracia es querer mucho!» Con el regreso de Santander al país en 1832, investido del cargo de presidente, la nación se encaminó hacia una mayor insti- tucionalización. La exaltación independentista que había liberado las costumbres quedaba atrás, y ahora los sectores más tradicio- nales reclamaban la vuelta a los viejos principios de moralidad co- lonial. Las mujeres que habían abrazado la libertad contra el yugo español, pero también su propia liberación contra la subordinación patriarcal, regresaban al redil del hogar, al control del marido y a la sujeción a los principios de la Iglesia católica. Las relaciones entre Nicolasa y Santander también cambiaron con el retorno a un comportamiento social más tradicional. En esta nueva etapa de su vida, Santander, buscando legitimar su mandato entre sus adversarios políticos, protegió su imagen pública evitando la compañía de Nicolasa en escenarios que podrían comprometer su cargo como presidente de la República, según se deduce de la carta que envió a su hermana, en cuya casa proyectaba hospedarse: «[…] convídala a que vaya a tu casa a verme el día de mi llegada porque yo no voy de manera ninguna a su quinta. Reserva esto»57. El clima moral de la capital había cambiado. La era de los ex- cesos de la década anterior, al parecer, estaba siendo atacada con más rigor, y los sectores conservadores bolivarianos contrarios al régimen clamaban por el retorno a las viejas costumbres y por el respeto a la tradición católica. En ocasiones, la oposición era violenta, como lo revela la famosa conspiración del oficial José Sardá, urdida por algunos bolivarianos, que se hizo, entre otras

56 José Manuel Restrepo, Diario político y militar (Bogotá: Imprenta Nacional, 1954), 2: 35-36; Joaquín Tamayo, Temas de Historia (Bogotá: Banco de la Republica, 1975), 156, citado en Duarte French, Las Ibáñez, 293-297. 57 Rodríguez Plata, Santander en el exilio…, 821.

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cosas, «para sostener la religión»58. Con miras a defender la admi- nistración liberal, Florentino González, el futuro esposo de Ber- nardina, y Lorenzo María Lleras empezaron a publicar el periódico El Cachaco (1833), que se convirtió en el transmisor de las ideas de Santander59. Allí también se defendían los cambios que los jóvenes estaban reclamando, sobre todo el referente a la ganada libertad de escoger pareja. No obstante, Francisco de Paula Santander, que en sus adminis- traciones defendió un programa liberal; que reformó la educación, introduciendo el método lancasteriano y el sistema de Bentham, contra la cerrada oposición del clero y de los conservadores; en lo que tenía relación con la familia, las mujeres y las relaciones de género, preservaba viejos valores patriarcales. Florentino González, pertene- ciente a una generación nueva del liberalismo, tenía ideas menos tra- dicionales que Santander en temas relacionados con el matrimonio, como se señaló anteriormente. Cuando Santander regresó al país, Nicolasa había enviudado y ya no había obstáculos para casarse con ella. ¿Había acabado la ausencia prolongada la pasión que antaño experimentara? Al parecer, el fuego del amor seguía vivo, según se lo confesara a sus amigos desde el exilio, con quienes se quejaba del dolor de estar tan lejos del «ídolo de mi amor», y por la constancia con que escribía a la «adorada Nica»60. La inseguridad sobre la con- ducta de la amada lo atormentaba en el exilio, como se deduce de una carta de su amigo Juan Manuel Arrubla, en la que lo tranqui- lizaba asegurándole que Nicolasa llevaba una vida recogida en la quinta de Santa Catalina. Sus enfermizos celos continuaron en los años posteriores a su regreso61. Sin embargo, a los pocos meses de

58 Moreno de Ángel, Santander. Biografía, 636. 59 Duarte French, Florentino González…, 167. 60 No se conserva la correspondencia entre Nicolasa y Santander porque la esposa de este, Sixta Pontón, la destruyó, pero en su diario y en un listado de cartas escritas y recibidas por el «Hombre de Las Leyes» estando preso en Cartagena, consta que veintiuna fueron recibidas o enviadas a «Mi señora Nica». Duarte French, Las Ibáñez, 122-123. 61 Véase el rompimiento de las relaciones políticas entre Santander y el vicepresidente José Ignacio de Márquez, debido a la cercana amistad entre este y Nicolasa, en Rodríguez Plata, Santander en el exilio…, 306-307.

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su retorno se interesó en María de la Paz Piedrahita Murgueitio y Sáenz de San Pelayo, joven soltera y de familia notable, con quien engendró un hijo, registrado en el archivo parroquial como «hijo de padres no conocidos». Aunque más tarde lo reconoció como hijo natural, no se casó con la madre porque no era virgen, como lo anotara en su testamento: «Nunca lo habría legitimado por sub- siguiente matrimonio porque cuando yo conocí a su madre ella ya había sido conocida por otros»62. Se pensaría que con la abolición de las restricciones a los hijos ilegítimos el futuro profesional de su vástago no se vería afectado, pero el mismo Santander no era par- tidario de emplear en la burocracia a jóvenes de origen ilegítimo63. Como los varones que lo antecedieron, Santander reservaba el amor apasionado para las relaciones extramatrimoniales y el afecto obligado para el matrimonio, previa constatación de la virginidad de la elegida. En 1836, Santander, que tenía 44 años y se sentía viejo y en- fermo, decidió casarse con la joven de 21 años, Sixta Tulia Pontón. En carta a su hermana Josefa, le reveló las razones por las que es- cogió como esposa a alguien cuyo carácter distaba de la chispeante personalidad de Nicolasa: […] ella tendrá defectos: no me importa. Lo que yo aprecio en ella es que pertenece a familia honradísima, que tiene modales, ta- lento y sabe manejar una casa. Yo ya no estoy para buscar bellezas. Su orgullo se le pasará y espero que me cuide de mis males […].64

Esta tarea, que en efecto cumplió la devota esposa, no duró mucho. Santander murió cuatro años más tarde. Para las mujeres, las oportunidades de liberarse de los rígidos controles patriarcales durante la Independencia habían llegado a su fin. El matrimonio, como manifestación de la adhesión a los

El autor atribuye el final del romance entre Santander y Nicolasa a una supuesta relación amorosa entre ella y Márquez. 62 Moreno de Ángel, Santander. Biografía, 677. 63 Véase n. 31. 64 López Domínguez, «Francisco de Paula Santander…».

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mandatos de la Iglesia, apego a los viejos valores patriarcales y sumisión de las mujeres a los maridos, se imponía tanto entre los grupos emergentes con persuasiones progresistas como entre los re- trógrados. Miembros de las nuevas élites que apoyaban las nuevas libertades de los jóvenes para elegir pareja abrazaron el santo sacra- mento del matrimonio y se suscribieron a los valores asociados con él, como la sujeción y el control de las mujeres. Florentino González se casó con Bernardina, quien no volvería a figurar en los salones de baile; se encerraría en su hogar y se convertiría en modelo de esposa burguesa. El libertino Saturnino Uribe casó a sus hijas con miembros meritorios de la sociedad capitalina: Zoila Virginia y Eloisa Uribe se casaron con los hermanos Antonio y Manuel Samper Agudelo, miembros de un famoso clan de políticos, escritores y comerciantes65. Los descendientes de Miguel Saturnino Uribe se enlazaron con reconocidas familias liberales y establecieron redes familiares, como las de los Michelsen Uribe, los Samper Uribe, Los Uribe Holguín y los Uribe Maldonado, que expandieron su poder desde la segunda mitad del siglo XIX. El destino de los hijos que tuvo Miguel Saturnino con mujeres del pueblo, campesinas y empleadas domésticas no corrieron la misma suerte; a ellos no los reconoció66. Tomás Cipriano de Mosquera fraguó el matrimonio de Amalia, su hija de escasos 12 años, con su amigo, el general Pedro Alcántara Herrán. El enlace de la pequeña Amalia con el presidente Herrán facilitó la carrera de Mosquera hacia la presidencia de la República. El presidente Santander ajustó su conducta a las nuevas directrices que encausaban los hábitos hacia la contención y observación de los principios católicos. El día de su matrimonio con Sixta Pontón y en honor al testigo de la boda, el arzobispo Manuel José Mosquera, San- tander alzó la copa y brindó: «Hoy he pagado con toda mi voluntad este obsequio a la naturaleza y un homenaje a la religión católica y a la moral pública»67.

65 Testamento de Miguel Saturnino Uribe, citado en Duarte French, Las Ibáñez, 291-293. 66 Alfonso López Michelsen, «El triste destino de Nicolasa y Bernardina Ibáñez», prólogo a Las Ibáñez, de Duarte French, 10. 67 López Domínguez, «Francisco de Paula Santander…». [Cursivas mías]

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Después del matrimonio de Santander, Nicolasa dejó la ciudad y se marchó a Girón a vivir con su hija Manuela, recientemente casada con el conservador Clímaco Ordóñez. En ese exilio del co- razón, Nicolasa se refugió en sus hijos, abandonó por un tiempo sus intereses políticos y descubrió las delicias familiares, ahora lejos del agitado mundo de la capital. No obstante, la ensombrecía su falta de recursos económicos —ya que había devuelto a Santander las pro- piedades que él le había obsequiado—, su dependencia del yerno y la lejanía de su adorado hijo, José Eusebio68. Nicolasa no fue ajena al gradual conservadurismo de las costumbres. Desilusionada, quizá, con la conducta de Santander, abandonó sus ideas liberales y abrazó, con la pasión de antaño, las persuasiones políticas de su hijo José Eusebio, el fundador del Partido Conservador. Eventualmente, Ni- colasa se radicaría en Inglaterra y, desde allí, meditaría entristecida sobre los estragos de la pugna partidista en la que nació y sobre su vida privada. Sus dos hijos, José Eusebio y Diego, habían muerto, víctimas de los conflictos entre liberales y conservadores, y desde su destierro, suplicaba a su nieto, Miguel Antonio Caro, que no se dejara encandelillar por la política y que mejor se dedicara al co- mercio y a los negocios69. Nicolasa había sobrevivido a todos los va- rones que tanto habían significado en su vida: Santander; su yerno, Clímaco Ordóñez; y sus dos hijos. Atormentada por los recuerdos y llorando frente a sus retratos, exclamaba a menudo: «¡Qué desgracia es querer mucho!». Los tiempos no estaban para amores apasionados, como lo señalara Santander; el matrimonio era algo serio que exigía fría racionalización y cálculo. La vida familiar del conservador Rufino Cuervo, tema del siguiente capítulo, ilustra bien las nuevas direc- ciones que tomaba la vida pública y privada entre las élites políticas residentes en Bogotá.

68 Nicolasa le vendió a Santander la casa de San Juan de Dios. Había pagado por ella la suma de 10.000 pesos y se la vendió al general por 6.000. Duarte French, Las Ibáñez, 189. 69 Duarte French, Las Ibáñez, 264.

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Rufino Cuervo y Barreto (1801-1853) Político, abogado y periodista colombiano. Este retrato forma parte del Fondo José María Espinosa de la Biblioteca Nacional de Colombia. Aparece en el Apéndice a la guía del Museo Nacional de Colombia n.º 65 (1907). «Los hombres hacen la leyes y las mujeres las reputaciones»*

El 29 de septiembre de 1826, Rufino Cuervo le escribía a su entrañable amigo, Rafael Álvarez: En mis dos últimas cartas te he hablado largamente de mi ma- trimonio con María Francisca y nada tengo ahora que añadir. La suma de mi felicidad se aumenta rápidamente cada día, y aunque no vivo en la grandeza, como algunos de nuestros conciudadanos, subsisto decentemente y no experimento más pesar que el de tu se- paración [...]. Pronto tendré un hijo, y entonces serán consumados mis deseos […].1

La primavera de la Independencia, que había permitido a al- gunas mujeres liberarse de los rígidos controles patriarcales, fue

* Rufino Cuervo,Breves nociones de urbanidad extractadas de varios autores y dispuestas para la enseñanza de las señoritas de la Nueva Granada, nueva edición, corregida y aumentada (Bogotá: Imprenta de Nicolasa Gómez, 1966), 5. 1 Cuervo a Álvarez, Bogotá, 29 de septiembre de 1826, en Luis Augusto Cuervo, comp., Epistolario del doctor Rufino Cuervo (Bogotá: Imprenta Nacional, 1918), 24: 495-496.

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corta. La adhesión de Santander a la madre Iglesia católica y su renuncia al amor apasionado que le ofrecía Nicolasa Ibáñez por el tibio afecto matrimonial de Sixta Tulia Pontón fue el comienzo del retorno al viejo ordenamiento familiar que caracterizaría los años de gobiernos conservadores. El fortalecimiento de la Repú- blica requería la vuelta a la vieja moralidad familiar, para cimentar a las familias burguesas que dirigirían el Estado. Esta tarea fue asumida principalmente por redes familiares conservadoras, identificadas con las ideas tradicionales de familia y de control sexual de las mujeres que asumía la Iglesia católica. En defensa de la civilización y en contra de la barbarie, Mariano Ospina Ro- dríguez, de filiación conservadora, fustigaba las ideas, supuesta- mente jacobinas, de los «rojos», los liberales, a quienes atribuía «[…] la proscripción del matrimonio, la comunidad de mujeres, la destrucción de la familia»2. Entre 1837 y 1845 gobernaron los conservadores. El análisis de la correspondencia de Rufino Cuervo, prestigioso hombre de Estado de la primera mitad del siglo XIX, arroja luz sobre la cons- trucción de la red conservadora, de la que Cuervo fue digno re- presentante, y de sus percepciones sobre el amor, la selección de pareja, el matrimonio, y sobre las relaciones desiguales de género entre los miembros de la burguesía local. Rufino Cuervo había nacido en Tibiritá (Cundinamarca) en 1801. Hijo de un comerciante sin mucho éxito y sobrino de un cura revolucionario3. Su traslado a Bogotá, para adelantar la carrera de Derecho canónigo y civil, le facilitó su matrimonio con Francisca Urisarri de Tordesillas, cuyo padre había sido contador del Tri- bunal de Cuentas y quien estaba emparentada con miembros de la burocracia y con terratenientes4. Este enlace benefició a Cuervo, le permitió acceder a la compra de una casona colonial de doble

2 Fernán González, «¿Una comunidad política escindida? Guerras civiles y formación del Estado colombiano (1839-1854)», en Las Revoluciones en el mundo atlántico, ed. por María Teresa Calderón y Clèment Thibaud (Bogotá: Aguilar Altea Taurus, Alfaguara S. A., 2006), 414. 3 Uribe-Urán, Honorable Lives…, 84. 4 Uribe-Urán, Honorable Lives…, 84.

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planta, dos patios y un huerto, que pertenecía a su suegro y que estaba situada en La Catedral, el barrio donde vivían las élites más aristocráticas de la capital. Rufino y Francisca tuvieron siete hijos; tres de ellos murieron en la infancia. Los cuatro que sobrevivieron fueron intelectuales, escritores y ensayistas de gran vuelo5. El más prestigioso de los descendientes de la red familiar que inició Rufino Cuervo fue, sin lugar a dudas, su hijo menor, Rufino José, quien es considerado en el contexto del mundo de las letras americanas como un auténtico valor universal6. Don Rufino Cuervo, como los Ibáñez Arias estudiados en el capítulo anterior, había migrado recientemente a la capital, pero sus persuasiones políticas eran diferentes. La familia Ibáñez Arias, como muchos seguidores del general Santander, defendía la unidad nacional con base en un ideario liberal. Cuervo prefería la segu- ridad del orden tradicional, corporativo, aglutinado por el dogma católico. Él, como Pedro Alcántara Herrán, José Ignacio Márquez, Ospina Rodríguez y Clímaco Ordóñez, entre otros, no pertenecía a la aristocracia santafereña, sino a una familia regional distinguida que, a través de la apertura política de la época, pudo vincularse

5 Enrique Santos Molano, Rufino José Cuervo: un hombre al pie de las letras (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 2006), 17. Solo el hijo mayor, Luis María, perpetuó el apellido familiar formando una red importante al casarase con Carolina Márquez del Castillo, hija de José Ignacio de Márquez, presidente de la Nueva Granada en 1837. 6 Rufino José Cuervo, como todos los miembros del clan, tuvo gran afición por las letras. Escribió, junto con Miguel Antonio Caro, su vecino y amigo de la infancia, la Gramática de la lengua latina, obra considerada por la Real Academia de la Lengua Española como magistral, y que junto con su libro Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, lo convirtieron en la mayor autoridad continental del idioma castellano. En su obra de la madurez, Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, Cuervo organizó, por primera vez en forma científica, el vocabulario de la lengua española. En Ángel y Rufino José Cuervo,Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, vol. 2 (Bogotá: Biblioteca Popular de Cultura, 1946), http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/viruno/viruno5.htm (consultado el 7 de diciembre del 2004); Silvia Rojas, «Rufino José Cuervo», Biblioteca Virtual del Banco de la República, http://www.banrepcultural.org/ blaavirtual/biografias/cuerrufi.htm (consultado el 12 de julio del 2009).

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a la activa vida nacional, cuyo epicentro era la capital. Muchos, a través de buenos matrimonios, méritos académicos y del prestigio personal que les confería su pertenencia a tareas de Estado, se en- troncaron con la aristocracia santafereña. Los vástagos de las fa- milias más tradicionales de Cartagena, como don Lino de Pombo, y de Popayán, como don Joaquín Mosquera (hermano de Tomás Cipriano), por quien Bolívar sentía un aprecio especial, eran afectos a las ideas crecientemente conservadoras del Libertador. La vida familiar de estos conservadores, sus enlaces por conveniencia o por amor, sus vicisitudes domésticas, sus nociones sobre el papel de las mujeres en la sociedad, configuraron su ideario y su que- hacer en la arena política. No obstante la laxitud de las costumbres entre algunos grupos, especialmente de los sectores llamados progresistas, el clima ge- neral del periodo era de un persistente conservadurismo en las cos- tumbres. La influencia de la Iglesia en los hábitos de vida, tanto de liberales como de conservadores, continuaba inalterable, y el cariz aldeano de la ciudad capital contribuía a la persistencia de viejos valores coloniales.

Bogotá: la persistencia de la tradición En esta época, Bogotá se convirtió en escenario de la vida in- telectual y política del país. No solamente era un imán que atraía a jóvenes ambiciosos, sino también a delegados de países extran- jeros, comerciantes, viajeros que, no exentos de prejuicios, dejaron descripciones de la geografía, las costumbres, las gentes, la familia y la organización social de esas décadas7. El hogar, como la naciente esfera pública que buscaba legitimar discursos pedagógicos para la formación del nuevo ciudadano, estaba permeado de un lenguaje moralizante que involucraba aspectos cívicos y religiosos8. De los ocho barrios que componían la ciudad, La Catedral, Las Nieves,

7 Jaime Jaramillo Uribe, «Perfil histórico de Bogotá», Historia Crítica 1 (enero- junio 1989): 3; Augusto Le Moyne, Viaje y estancia en la Nueva Granada, 4.ª ed. (Bogotá: Editorial Incunables, 1985), 12-15. 8 Margarita Garrido, Reclamos y representaciones. Variaciones sobre la política en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Banco de la República, 1993), 145.

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Santa Bárbara y San Victorino continuaban operando como parro- quias, y sus alcaldes eran figuras de inferior estatura que la de los párrocos. El tono general de la ciudad era de gravedad y conserva- durismo. A pesar de algunos esfuerzos por secularizar la sociedad, la Iglesia colonial seguía influyendo poderosamente en los hábitos de hombres y de mujeres. Dicha influencia se hacía sentir en el alto número de monas- terios y conventos, que le daban a la ciudad un aspecto de recogi- miento. Su tamaño, no obstante, era desproporcionado en relación con el número de religiosos que los habitaban: «[…] las iglesias y conventos ocupan cerca de una manzana y sus habitantes son muy pocos en proporción a su extensión de superficie cubierta»9, afirmaba John Steuart. La religiosidad de algunas familias se revela también en las anotaciones del viajero: «vi en muchas de las casas más ricas, pequeñas capillas privadas, bellamente compuestas con un altar, algunas buenas pinturas, etc.»10. Las festividades reli- giosas abundaban en el calendario. Las fiestas de la Cuaresma es- taban precedidas de tres días de carnaval, que provocaba excesos por el consumo de , bebida favorita de ricos y pobres. La celebración de la Semana Santa involucraba rituales públicos y pri- vados: «Se suspenden los negocios y toda la masa de la población se engalana con sus mejores vestimentas, preparándose a parti- cipar en las festividades […]»11. La fiesta del Corpus Christi tenía connotaciones más alegres que la Semana Santa. La ciudad entera participaba y cada familia rivalizaba en la decoración y en el levan- tamiento de altares. Allí, la procesión se detenía y se procedía con los servicios religiosos. En la capital estaban los mejores colegios y universidades de la Nueva Granada, y era el lugar obligado para obtener las creden- ciales necesarias para las profesiones política y administrativa. A la ciudad acudían los hijos de las élites regionales, que pretendían educarse en la carrera eclesiástica y en la jurisprudencia, y el clima

9 John Steuart, Narración de una expedición a la capital de la Nueva Granada y residencia de once meses (Bogotá: Tercer Mundo, 1989), 108. 10 Steuart, Narración de una expedición…,110. 11 Steuart, Narración de una expedición…,161.

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cultural e intelectual era de gran intensidad. José María Samper, quien se convertiría en actor político importante en la segunda mitad del siglo XIX, describió en su biografía el ambiente educativo de Santafé y el proceso de socialización de la juventud posindepen- dentista12. A la edad de 10 años, el joven fue enviado a la capital desde su nativa Guaduas, con el fin de continuar su educación se- cundaria y universitaria. Samper relata el interés de los estudiantes por la política y su afición a escaparse de las clases aburridas para irse a las sesiones del Congreso. El en colegio Mayor de San Bar- tolomé conoció a líderes como Clímaco Ordóñez y al general Santander, y allí entendió las diferencias ideológicas de los dos partidos. Decía que el tema de la política era tan importante como jugar a la pelota y a la coca (boliche), y que en las reyertas entre los jóvenes, los insultos que se proferían hacían alusión a sus inclina- ciones partidistas13. En el San Bartolomé y en el colegio del Rosario se formaron las élites conservadoras y liberales que gobernaron el país, y aquellos que influyeron en la vida cultural, el periodismo y las letras. Allí entablaron relaciones los hijos de las familias pres- tigiosas de Santafé con jóvenes de otras regiones del país, y se ori- ginaron amistades que se reforzaron en la contienda partidista. En estas primeras décadas, cuando se iniciaron los debates sobre la educación, los colegios mayores sentirían la influencia progresista de la reforma educativa iniciada por el general Santander en 1828. El Colegio de San Bartolomé, ahora en manos del Estado, reformó el currículo de acuerdo con las demandas que la visión liberal de Santander imponía. Se introdujeron las cátedras del Derecho na- tural de gentes y de Economía política, en donde se estudiaban las ideas de Adam Smith. El curso sobre legislación se impartía siguiendo los textos del vocero de la doctrina utilitarista, Jeremy Bentham, persona non grata para el Vaticano, lo que produjo la reacción airada de los conservadores14. Quizás este último tema fue

12 José María Samper, Historia de un alma (Bogotá: Ministerio de Educación Pública, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1946), 1: 66-79. 13 Samper, Historia de un alma, 1: 109. 14 Samper, Historia de un alma, 1: 116-117; Uribe-Urán, Honorable Lives…, 108; Aline Helg, La educación en Colombia. 1918-1957: Una historia social,

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el más controversial, ya que el texto del filósofo inglés fue obliga- torio para los estudiantes de leyes de todo el país. El rechazo a la di- fusión de las ideas de Bentham entre los conservadores se revela en los comentarios del arzobispo de Bogotá, Manuel José Mosquera, hermano de Tomás Cipriano, a su compadre Rufino Cuervo: […] con el empeño del Gobierno en sostener las doctrinas de Bentham la juventud se corrompe a pasos largos […]. El materia- lismo gana entre nosotros más de lo que se piensa; y el gobierno se ha obstinado en proteger esas inmorales enseñanzas. En San Bartolomé, lejos de formarse clérigos, se crían enemigos del clero, imbuidos en los principios de Bentham.15

Debido a la fuerte oposición del clero, las obras del «impío» Bentham se retiraron del plan de estudios16. En 1843, con la reforma educativa del conservador Mariano Ospina Rodríguez, se revocó del plan educativo de Santander y se implantó otro, basado en el ideario de los «retrógrados» (conservadores). Un pilar de la nueva reforma fue la moralización de las costumbres, el retorno al énfasis religioso y disciplinario, y la introducción del Derecho romano en el pénsum universitario. El rigor y los excesos del nuevo plan produjeron la reacción de los estudiantes, que a escondidas leían textos prohibidos por la reforma: «Casi todos caímos en los errores del Contrato Social y al salir de la universidad fuimos radicales»17. Rufino Cuervo pertenecía al grupo que apoyaba el nuevo plan edu- cativo, la moralización de las costumbres y la vida sosegada en el hogar doméstico.

Don Rufino Cuervo: amigo, padre y marido El matrimonio continuó siendo el principal medio de fusión de las familias de las élites santafereñas. La escogencia de pareja era determinante para el avance social entre aquellos individuos

económica y política (Bogotá: Fondo Editorial Cerec, 1987), 20. 15 Manuel José Mosquera a Rufino Cuervo, Bogotá, 21 de diciembre de 1840, en Cuervo, Epistolario…, 22: 329. 16 Bushnell, El régimen de Santander en la Gran Colombia, 220-221. 17 Samper, Historia de un alma, 1: 118-119.

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que estaban estableciéndose en la capital y que necesitaban formar conexiones que propendieran a su avance social y laboral. A dife- rencia de las aristocracias de finales de la Colonia, los hijos de los notables del siglo XIX, como don Rufino Cuervo, tuvieron mayor libertad en escoger pareja y en defender el amor como requisito necesario para el matrimonio. Era dentro de la clase social de per- tenencia, y más específicamente dentro del grupo de amigos con los que se compartían valores y simpatías partidistas, donde las pa- rejas se formaban. Pero la libertad de escogencia seguía en manos de los varones. Las cualidades que hacían a una mujer deseable es- taban relacionadas con sus capacidades para dirigir los «pequeños negocios domésticos» y para servir al marido y a los hijos. Estas nuevas costumbres se perciben en la carta de Rufino Cuervo a su amigo Rafael Álvarez. Al parecer, este le había pedido consejos a Cuervo sobre el tema delicado de su decisión matrimonial con la señorita Pepita Gutiérrez. Al respecto, Cuervo le respondió: Cuando llegues a ésta hablaremos detenidamente conforme deseas acerca de tu futuro estado. Tu necesitas una compañera, pero ella [h]a de responder a tu mérito. Muy difícil es por cierto la elección, pero la prudencia y el buen juicio pueden decidirla. Por fortuna tuya conoces bien a las damas de Bogotá, y esto es haber adelantado mucho.18

Se observa en la respuesta de Cuervo que la amistad masculina había adquirido sentido y contenidos distintos en las décadas pos- teriores a la Independencia. Las redes de amigos que cimentaban persuasiones políticas se extendieron al campo de la intimidad. Se confiaba crecientemente en la opinión y en el consejo de los amigos, y los noviazgos eran conocidos y comentados por el grupo de pertenencia. Las actividades sociales, las fiestas familiares, la celebración de bautizos, cumpleaños y matrimonios, las retretas, los paseos a las orillas del río Fucha y a los cerros de Monserrate y Guadalupe eran ocasiones y puntos de encuentro y socialización

18 Rufino Cuervo a Álvarez, Bogotá, 29 de septiembre de 1826, en Cuervo, Epistolario…, 24: 495-496.

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de los jóvenes que buscaban pareja19. Decisiones cruciales, como la escogencia de la compañera de vida, se discutían con los amigos. Ya no se consultaba con el padre o con el confesor sino con aquellos que se consideraban iguales y que aconsejaban en forma desinte- resada. Conscientes de su importancia social, tenían que ser cuida- dosos en seleccionar a las jóvenes que socialmente correspondieran a su mérito. El lugar de la elegida en el hogar sería subalterno, pero socialmente debía estar a la altura del marido. Según se infiere del reproche silencioso de Cuervo a Rafael sobre las damitas de la capital, no todas eran elegibles. Cuervo se interesaba vivamente en los noviazgos y matrimonios de sus amigos y conocidos. En la carta a Rafael, lo pone al día en la vida social de la capital, aña- diendo comentarios cáusticos: Julián Santamaría quizás se casará con la amable Concha porque así se lo ha prometido a ella, y la familia lo espera; el amor que se tienen es frenético […]. El Domingo 24 se ha casado Wenceslao con Joaquina Azula. Pablo Valenzuela se casará pasado mañana con una hija de Sánchez Tintal, que tiene de dote la mi- seria de 13.000 (pesos). Joaquín Escobar también se casó con María Antonia Azuá y viven en la casa que era de Luis María, frente a la de ustedes; Antoñito Leiva está muy enamorado y bien corres- pondido de María Manuela Manrique […]. Se dice generalmente que te casarás con Pepita Gutiérrez. En la casa están muy contentos. Pero Felipa (que se ha descompuesto mucho), Clemencia y las demás candidatas reniegan del runrún [rumor].20

En carta que le envía su amigo Juan de Dios Aranzazu desde Rionegro (Antioquia), se observa la herida narcisista que producía el rechazo amoroso y la eventual baja de estima entre el grupo de amigos. María Antonia, la joven a la que Aranzazu cortejaba, se había casado con otro. Aranzazu, para restarle importancia al asunto, le había comentado a Cuervo en carta anterior que él

19 Sobre los bailes en Santafé y los rituales y preparativos que requerían, véase Cordovez Moure, Reminiscencias de Santafé y Bogotá, 25-30. 20 Rufino Cuervo a Álvarez, Bogotá, 29 de septiembre de 1826, en Cuervo, Epistolario…, 24: 495-496.

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no había querido llevar a los altares a María Antonia porque ella «habló, aunque sin energía, a mi alma, nada dijo a mis sentidos». Es decir, para Aranzazu, la atracción era un requisito necesario para sacrificar su libertad. El argumento, al parecer, no convenció a Cuervo, y Aranzazu continuó ofreciendo explicaciones: Aún hablaré de María Antonia; juzgas que el voto de mis amigos la designaba mi esposa; sus virtudes la hacían digna de tal; yo la juzgaba acreedora a que recibiese mis juramentos y creí en un tiempo poder recibir los suyos. Mais il y a des evenements dans le cours de la vie, que l’homme ne peux pas pre voir. Quizá podrás creer, como no lo dudan algunos otros, y parece indicarlo una expresión de tu carta que yo no recibí una buena acogida; te engañas, yo te aseguro, y si esto no bastase, tengo en mi poder monumentos que lo atestiguan. Nuestro corazón, un poco encallecido en los vicios, no recibe fuertes impresiones de los encantos de la inocencia. La mujer de Escobar [María Antonia se había casado con Escobar] habló a mi razón pero nada dijo a mi corazón. ¡Cuánto celebro al presente! Quiero pertenecer a mí sólo, perecer todo entero, por más que me digáis vosotros tricolores que cada célibe priva cada cien años a la sociedad de cincuenta y seis hijos.21

Interesa señalar que aunque los amigos habían aprobado a la joven porque sus virtudes la hacían digna de acceder al altar, Aranzazu, al parecer, no tenía interés en una joven virgen y pura. Acostumbrado a los placeres venéreos que no implicaban com- promiso, la soltería le resultaba ventajosa. Aranzazu no estaba pre- parado para amar a una sola mujer de la manera sosegada como se debía amar a la esposa, y menos dar hijos al mundo, que era lo que se esperaba del matrimonio. A Escobar —el que se casó con la joven— al parecer sí le interesaba la virtud de María Antonia.

21 Aranzazu a Rufino Cuervo, Rionegro, 6 de agosto de 1826, en Cuervo, Epistolario…, 22: 8. Aranzazu se refiere a sus amigos que escribían enLa Bandera Tricolor, periódico fundado por Cuervo.

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Don Rufino no estaba muy convencido de que la novia debía escogerse por las urgencias de la pasión; creía que la razón debía pre- dominar sobre el deseo. La atracción hacía parte del cortejo, pero era sentimiento que debía sopesarse a la hora de tomar la decisión, ya que podía obnubilar al interesado o distraerlo de las verdaderas cualidades que se debían buscar en la futura consorte. La tarea di- suasiva que en el pasado recaía sobre los padres y la parentela ahora era ejercida por los amigos, y Cuervo, como los padres de antaño, recomendaba a Rafael Álvarez que debido a la «grave» decisión que implicaba el matrimonio, se alegraba de que él estuviera privile- giando la razón sobre la pasión: «Mas para mi tengo que la razón es la que va robusteciendo tu amor y que el resultado de él será el colmo de tu dicha». Él había experimentado el amor apasionado y había renunciado a él porque no lo consideraba conducente al matrimonio, como se expresa en carta enviada a Rafael: Tú me hablas también de M. M. M. ¡Infeliz muchacha! ¡Cómo siento sus locuras! Mi corazón nada sufre de los afectos que antes experimentara. Yo no tengo ya derechos para recordar sucesos pasados. Lloraré cuando más los extravíos de una muchacha que quise, porque solo eso me permite mi religión y mi honor. Sí, Rafael: mis ideas han variado en un todo, y yo vivo feliz. Pluguiese al cielo que unido a una esposa virtuosa y amable tu también lo fueses, sin experimentar los vaivenes y molestias de una vida in- quieta y agitada […].22

Álvarez le pidió una opinión más elaborada sobre el matri- monio y así le respondió Rufino: ¿Qué te diré, amigo de mi alma, del gran negocio de la vida, el matrimonio? Se ha pintado el amor con una venda, dice un sabio, y al Himeneo (boda) debería pintársele del mismo modo. Todo se altera, todo se marchita, hasta la hermosura misma pierde sus pres- tigios con el hecho mismo de la posesión; solo los defectos y las

22 Rufino Cuervo a Álvarez, Bogotá, 13 de abril de 1827, en Cuervo, Epistolario…, 24: 495-496.

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virtudes morales son permanentes; aquéllos para emponzoñar la vida, y éstos para hacerla agradable. Busca pues en la joven Pepita esta dote celestial, penetra en su alma y estúdiala; observa, indaga y rebusca en su corazón sus secretos e inclinaciones. Contémplala como dama de estrado y como directora de los pequeños negocios domésticos. Si fuere tu esposa ella te acompañará no solo en los pla- ceres sino en los disgustos, en remediar las debilidades de la mísera humanidad, en prestarte auxilios en tus enfermedades, en cuidar tus negocios cuando te ausentes, y en dirigir la educación de sus hijos si la muerte priva a estos de la satisfacción de recibirla de ti […].23

Finalmente, Rafael le informó a Cuervo sobre la fecha de su próxima boda con Pepita y este, muy emocionado y extremada- mente contento por el cambio de estado de su amigo, le contestó: Me hablas ya de tu próximo enlace con Pepita Gutiérrez. La íntima convicción que debes tener de mi leal amistad me hace sentir poco mi impotencia para expresarte el lenguaje de mi pecho. Te amo de corazón; tu suerte me interesa más que la mía propia […]. Tú eres llamado por Dios y por la sociedad a ser un buen esposo, y yo creo que tan dulce oficio lo ejercerás dignamente con la virtuosa Pepita. Esta joven es amable, es bella; su tierno corazón puede nive- larse al tuyo para amalgamar los mutuos sentimientos de ambos. La familia que va a ser tuya ha merecido siempre las consideraciones y respeto de los hombres de bien; ella, no hay duda, congeniará con la tuya, cuyas virtudes siempre he admirado. Estos son los elementos sobre que va a fundarse tu felicidad, único alivio que experimento en el retiro de mi casa.24

23 Rufino Cuervo a Álvarez, Bogotá, 13 de abril de 1827, en Cuervo, Epistolario…, 24: 502-503. Las ideas de Cuervo sobre el matrimonio estaban fundamentadas en un acendrado catolicismo. Los manuales cristianos de la edad moderna señalaban que el matrimonio estaba basado en la religión y en la virtud: «Y para que os ayudéis el uno al otro para llevar las incomodidades de la vida y flaquezas de la vejez. Ordenad así la vida que os seáis de descanso y alivio el uno al otro, cercenando todas las ocasiones de disgustos y molestias […]». Arbiol, R. P. Fr., La familia regulada…, 50-51. 24 Rufino Cuervo a Álvarez, Popayán, 29 de julio de 1827, en Cuervo, Epistolario…, 24: 520.

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En el fragmento se observa el conjunto de valores de un hombre honorable que, guiado por su razón más que por su corazón, ha hecho la selección adecuada. La escogencia llena de regocijo al amigo que desea lo mejor para Rafael. Enseguida, se refiere al deber religioso, «llamado por Dios», y al deber social que Rafael, como hombre cabal, cumplirá con dignidad. Describe luego las virtudes que posee la elegida, bondades que, como la paciencia y la entrega in- condicional al marido, desde la mirada de género, eran debilidades que facilitaban su subyugación. Y en el mundo perfecto que imagina Rufino, la llave de la felicidad abrirá el edénico lugar en el que Pepita, poniéndose a la altura del amado, podrá participar del cúmulo de virtudes que lo adornan a él. Decía Rufino que, «cuando con el paso del tiempo, Pepita envejezca y pierda su lozanía, la felicidad doméstica prevalecerá sobre todas las vanidades de la juventud»25. ¿Qué pensaría Pepita de todo este andamiaje racional masculino en torno a su vida futura? ¿Cuál era el papel de la mujer dentro de la familia? María Fran- cisca, la esposa de Cuervo, era la «directora de los pequeños negocios domésticos», pero de las decisiones fundamentales del hogar, como la educación de los hijos y las inversiones económicas, se ocupaba don Rufino. Doña María Francisca tenía como profesión el hogar; el reconocimiento social se medía por su dedicación a la familia, como lo señala Rafael Álvarez en carta a Rufino: «En nuestras casas no hay novedad. Mi señora, María Francisca [la esposa de Rufino Cuervo], siempre tan buena y amable como de costumbre, no interrumpe su vida metódica, cuidando siempre a sus hijos y suspirando por su querida pareja»26. Los méritos de la madre, la reina del hogar, eran resaltados por sus hijos, quienes recordaban con nostalgia los manjares que preparaba para las navidades, el esmero en la preparación de los platos exóticos que gustaban a su marido y su eficiencia como anfitriona en los grandes banquetes que se celebraban en el Boyero (su casa campestre) para agasajar

25 Rufino Cuervo a Álvarez, Popayán, 29 de julio de 1827, en Cuervo, Epistolario…, 24: 520. 26 Álvarez a Rufino Cuervo, Bogotá, 30 de agosto de 1839, en Cuervo, Epistolario…, 22: 379.

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a las figuras más representativas de la política y de la cultura27. Don Rufino era un marido devoto y atento, y exigía de sus hijos respeto y veneración por la madre. Cuervo ejercía en su hogar el papel de páter familias y su esposa el de la compañera respetuosa y colaboradora de los ritos domésticos: Por la noche, después de tomado el chocolate, la familia, con todos los criados y dependientes de la casa se reunían en el ora- torio a rezar el rosario, haciendo cabeza uno de nosotros por turno, en seguida nuestra madre hacía recitar a los criados parte de la doctrina cristiana, acompañándola de algunas explicaciones. El tiempo que quedaba lo ocupábamos o en juegos de familia o en la lectura de una obra amena. De ordinario escogía nuestro padre un capítulo del Quijote o bien de Gil Blas de Santanilla, dando la preferencia a aquellos pasajes que más enseñan a conocer el mundo y previenen contra los lazos y peligros a que están expuestos los jóvenes al salir a la vida.28

Pero, si para María Francisca el hogar era el único espacio en donde podía ejercer sus dotes de mujer piadosa, esposa y madre ejemplar, don Rufino, en su calidad de ciudadano, participaba acti- vamente en la vida pública del nuevo país. En su corta vida ocupó puestos importantes. Fue fiscal de la Comisión de Bienes Nacio- nales, juez político de Bogotá, director general de las rentas de ta- bacos, secretario de Economía, juez de la Corte Suprema de Justicia y vicepresidente de la República29. Para Cuervo, como para sus pares, el matrimonio era un rito, pero era también el testimonio de que se había llegado a la ma- yoría de edad y de que se podía participar en el círculo de ciu- dadanos «de bien». La intervención directa del interesado en la elección de la futura esposa le generaba nuevas responsabilidades. La unión debía ser aprobada por las dos familias para garantizar

27 El Boyero era su finca cerca de Bogotá, en donde Cuervo se refugiaba de las obligaciones de su vida citadina. 28 Cuervo y Cuervo, Vida de Rufino Cuervo… 29 Uribe-Urán, Honorable Lives…, 181.

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relaciones de parentesco armónicas y socialmente favorables. Una vez realizado el matrimonio, el nuevo hogar representaba un reto para la pareja. Como bien lo expresaba Rufino, era en la casa —el nuevo hogar que se formaba— donde se hallaría la paz o la desgracia, y en donde las cualidades de la esposa se convertían en algo más importante que los caudales que podrían aportar al matrimonio. La carta de Rufino revela que entre estas élites emergentes surgían nuevas nociones de domesticidad, enfoques distintos sobre la educación de los hijos y nuevas demandas sobre las mujeres. Para Rufino Cuervo, la vida doméstica era sinónimo de feli- cidad. El nuevo significado que adquirió el hogar con el nacimiento del Estado moderno, tema ampliamente estudiado en la literatura histórica, se percibe en la correspondencia de Cuervo y en los es- critos de sus hijos30. Aunque sus éxitos en la esfera civil lo habían convertido en una figura pública importante, él prefería la paz de su hogar, donde podía huir del «tráfago de la política». En su vida privada, Cuervo reflejaba valores burgueses como la importancia del trabajo duro, el orden, el ahorro, la virtud cívica, el mérito per- sonal, la educación de los hijos y la familia. En el occidente europeo, las virtudes republicanas surgían por oposición a la decadencia, al despilfarro y a la inmoralidad de la nobleza. Don Rufino percibía, entre las viejas familias neogranadinas, algunas de esas falencias, y quería educar a sus hijos dentro de nuevas virtudes burguesas. Sus hijos Ángel y Rufino José dan cuenta de ello: Persuadido nuestro padre de que en los pueblos donde está arraigada la democracia, poco vale un caudal y un buen nombre heredado, sino que el individuo ha de aguardarlo todo del vigor y energía con que haga valer sus talentos, quiso imbuirnos el amor al trabajo y acostumbrarnos a todas las fatigas, prepararnos a los

30 Hall, White, Male and Middle Class…, 151-156; Catherine Hall, «The Sweet Delights of Home», en A History of Private Life, IV: From the Fires of Revolution to the Great War, ed. por Philippe Ariès y Georges Duby (Cambridge: Harvard University Press, 1990), 4: 47-64; Michelle Perrot y Anne Martin-Fugier, «The Actors», enA History of Private Life…, 4: 95-108.

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combates de la vida, no sucediese con nosotros como con muchos miembros de antiguas familias, que aletargados con una vana confianza en sus timbres, se han confundido en la muchedumbre dejando olvidado su inglorioso nombre ilustre.31

Cuervo no aspiraba a grandes fortunas ni honores, y al pa- recer, la modestia era una de sus virtudes, como se percibe en el comentario que hace a su amigo Álvarez: La medianía en la fortuna siempre liberta al hombre de los vai- venes y amarguras de la vida. Jamás he aspirado a hacer un buen papel en el mundo, porque la naturaleza no me ha dado cualidades para ello, ni el curso de los acontecimientos actuales puede propor- cionar felicidad a los que quieran sobresalir.32

Creía en el ahorro, y su mayor aspiración había sido construir una casa de campo, dejar la ciudad y trasladarse allí para dedi- carse a la educación de sus hijos. Su sueño se hizo realidad en los predios de Boyero, su finca diseñada a semejanza de las casas de campo que había visto en Europa y que, a diferencia de las que se construían allí, era abrigada y con «toda la comodidad y decencia que conviene a una familia culta y hecha a la vida de la ciudad». Su compadre, el arzobispo Mosquera, bendijo la casa durante la fiesta de inauguración. Sobre su moderación en los gastos, Ángel y Rufino José, sus hijos, decían que su padre, «tan distante del despilfarro como de la miseria[,] sabía cumplir con su posición social y facilitar a su familia los goces que son asequibles en una ciudad como Bogotá»33. Pero Cuervo era pródigo cuando de educar a sus hijos se trataba. La educación era su leitmotiv. En su viaje a Europa en 1835, le dejó instrucciones claras a la esposa antes de partir:

31 Cuervo y Cuervo, Vida de Rufino Cuervo… 32 Cuervo y Cuervo, Vida de Rufino Cuervo… 33 Cuervo y Cuervo, Vida de Rufino Cuervo…

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Si yo muriere, tu tienes el deber de educarlos: ponlos en una pensión o casa de educación, recomendando con particularidad que aprendan los principios de moral y de religión, la gramática caste- llana, la aritmética, el dibujo lineal y una buena escritura: cuida después de que aprendan algún arte u oficio, sea cual fuere, con tal de que tengan una ocupación honesta con qué subsistir.34

Rufino no buscaba que sus hijos siguiesen carreras profesio- nales, y expresaba la mayor conveniencia social de los oficios mecá- nicos o industriales, más humildes pero más útiles para el progreso del país. En el asunto, Rufino concentraba una inquietud común entre sus copartidarios conservadores Pedro Alcántara Herrán, Lino de Pombo, Ignacio Gutiérrez, Mariano Ospina Rodríguez y, hacia el final del medio siglo, José Eusebio Caro, quienes pro- ponían acabar con el monopolio de las carreras de jurisprudencia, medicina y teología, y en cambio introducir saberes útiles y prác- ticos para el progreso material de la Nueva Granada. No tengo la vana pretensión de que mis hijos ocupen puestos elevados en la sociedad; ni tampoco quiero que sigan por la carrera de la medicina o del foro, como lo están haciendo casi todos nuestros jóvenes. La patria no necesita de muchos médicos y abogados, sino de ciudadanos laboriosos que cultiven los campos, mejoren la in- dustria y transporten nuestros frutos a los mercados extranjeros. No economices gasto ni sacrificio alguno para educar a nuestros hijos: vende lo más precioso que tengas, porque aun cuando no les dejes bienes de fortuna, ellos tendrán siempre lo bas- tante con la buen educación.35

34 Ángel Cuervo, Cómo se evapora un ejército (Bogotá: Biblioteca Víctor M. Londoño, 1969), 1: 7-8. 35 Cuervo, Cómo se evapora un ejército, 1: 7-8. Véase también Frank Safford, El ideal de lo práctico. El desafío de formar una élite técnica y empresarial en Colombia (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia / El Áncora Editores, 1989), en donde el autor examina los distintos proyectos de las élites para promover una educación pragmática y técnica en el país durante el siglo XIX.

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Rufino Cuervo: amigo, ciudadano y educador Cuervo pertenecía a la élite instruida que llevó a la práctica las formulaciones de la Constitución de 1821, con la que nació la República. Los discursos sobre los que se instaló el nuevo armazón republicano eran elaborados por una comunidad masculina que se legitimaba en torno a valores fraternales. Esta nueva ligazón, que no solo unía a los hombres entre ellos sino también con la nación, se refleja nítidamente en la abundante correspondencia que sostuvo Rufino Cuervo con copartidarios y adversarios polí- ticos. Las cartas con sus amigos personales, con quienes compartía convicciones políticas y religiosas, como Rafael Álvarez, Juan de Dios Aranzazu e Ignacio Gutiérrez Vergara, eran de carácter inti- mista y revelaban la enorme necesidad de contar con apoyos incon- dicionales cuando los viajes alejaban a Rufino de María Francisca y de sus hijos. La numerosa correspondencia con su compadre, el arzobispo Manuel José Mosquera, demostraba las coordenadas políticas, la consolidación de convicciones religiosas, las estra- tegias contra adversarios y la visión del mundo que los dos com- partían. Rufino era consultado e informado del clima político por conservadores como Lino de Pombo, Tomás Cipriano y Joaquín Mosquera, Mariano Ospina Rodríguez y Pedro Alcántara Herrán, pero también intercambiaba opiniones por escrito con adversarios políticos, como Francisco de Paula Santander y José Hilario López. Sus méritos y su apropiado matrimonio, unidos a los lazos frater- nales que a lo largo de su vida formó, le permitieron ascender en el servicio del nuevo gobierno republicano. Don Rufino desempeñó importantes cargos públicos, como la vicepresidencia de la Nueva Granada, la gobernación de Cundinamarca y una magistratura en la Corte Suprema. En estos cargos sus metas fueron la educación y la erradicación del desorden moral ocasionado por los desórdenes de la Independencia. En su vida pública, atacó los planes educativos de los liberales, cristalizados en la reforma educativa de la administración santan- derista. Cuervo consideraba fundamental educar a las mujeres para el rescate moral de la nación, pero creía en una formación

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diferencial del género femenino de acuerdo con su clase social, para mantener el orden jerárquico de la nación. Siendo gobernador de Bogotá, redactó en 1833 el manual Breves nociones de urbanidad, dirigido a las alumnas del Colegio La Merced, que tuvo enorme acogida en la capital y del cual se hicieron varias ediciones. De acuerdo con Cuervo, los planes educativos de los liberales habían sido un fracaso, y los vicios y los «malos instintos» amenazaban con retornar el país a la barbarie. Subsanar los daños causados por los falsos apóstoles de la civi- lización que han desorganizado y anarquizado las enseñanzas pro- fesionales, han entregado a la ignorancia la dirección de las escuelas primarias, reducidas hoy a esqueleto, i han minado localmente las condiciones de existencia de la sociedad civil; i cuando hasta la re- ligión santa que heredamos de nuestros mayores i que es el consuelo, la garantía y el solo medio de instrucción para estos pobres pueblos, se halla amenazada i afligida en sus ministros y en sus hijos.36

En las notas introductorias a la nueva edición del manual que se hizo en 1853, don Rufino decía que las mujeres tenían un papel fundamental en el ejercicio de las virtudes sociales prescritas por la moral y las costumbres. Al respecto decía: Si en el hombre la buena crianza es el mejor pasaporte en el mundo, para la mujer, cuyo destino es agradar, estimular a la virtud, hacer estimable el honor i formar los hábitos sociales, es una necesidad indispensable. Todos reconocen esa verdad, i hasta en Inglaterra es admitido el proverbio francés de que: «los hombres hacen la leyes y las mujeres las reputaciones» […].37

Cuervo, como sus copartidarios, consideraba la educación como un medio para mantener el ordenamiento social, y establecía una escala de necesidades educativas diferenciales de acuerdo con la ubicación geográfica. Privilegiaba a las ciudades en donde las niñas eran capaces de asimilar una enseñanza superior que

36 Cuervo, Breves nociones de urbanidad…, 3. 37 Cuervo, Breves nociones de urbanidad…, 5.

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incluiría entre otros, el conocimiento de idiomas extranjeros y música instrumental; las niñas de las cabeceras de cantón debían recibir una educación especial, y las de las localidades rurales, una enseñanza general, sobre todo en el campo de la doctrina cristiana y en la economía doméstica. Pienso que la enseñanza de las niñas debe distribuirse en tres clases a fin de que sea positiva, útil y provechosa, renunciándose en este punto a toda idea de igualdad democrática, que si en abstracto es laudable, carece de objeto práctico y no consulta ni los intereses de la sociedad ni los de la familia. La existencia de la escala social es un hecho necesario i conforme con la naturaleza, como la clasifi- cación de los animales y de los vegetales especies y familias.38

Don Rufino defendía programas educativos que sirvieran para moralizar la sociedad. Atribuía el desorden de las costumbres de la capital a la proliferación de «ciertas mujeres», a quienes retiró de las calles con el visto bueno de las «personas honradas» de la capital. En carta a su amigo Rafael Álvarez, Cuervo le comentaba sobre ciertas críticas a medidas tomadas por él para recoger a las prostitutas de Bogotá: En esta capital reina una monotonía horrible […]. El autor de El Noticiosote ha dado en tirarme. En el número 7 verás que revoca a duda las facultades que tengo para recoger ciertas mujeres, y las ven- tajas que resultan de esa providencia. Pero me queda la satisfacción de que por este medio he conseguido asear, en cuanto puede ser, las calles de la ciudad y de haber recibido las bendiciones de las personas honradas y de los padres de familia, fuertemente interesados en la conservación de la moral pública y en que sus hijos no sean víctimas de las enfermedades venéreas, que tanto han cundido en esta capital.39

Como fue común en el siglo XIX, la prostitución se atribuía úni- camente a las mujeres, y se pensaba que los hombres eran víctimas

38 Cuervo, Breves nociones de urbanidad…, 5. 39 Rufino Cuervo a Rafael Álvarez, Bogotá, 25 de febrero de 1825, en Cuervo, Epistolario…, 22: 489.

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de sus maniobras. El mito adánico del origen femenino del pecado y de su agencia en la impudicia social seguía vigente. Cuervo, con sus amigos íntimos, llegó a especular ideas a favor de un gobierno monárquico, por temor a la inmoralidad creciente y a la insolencia de las castas40. Antes de su muerte prematura en noviembre de 1853, y a propósito del temprano proyecto de ley que abogaba por la separación de la Iglesia y el Estado, Rufino le rei- teraba a Joaquín Mosquera (hermano de Tomás Cipriano) la nece- sidad de apoyar al clero y unirse en defensa de la religión: Nuestro país, es verdad, marcha a la desmoralización, pero más aprisa camina a la barbarie, y lo único que puede detenerlo es la religión, si los católicos y los sacerdotes nos unimos estrechamente, hacemos un esfuerzo extraordinario de desprendimiento, de celo apostólico, de piedad y de prudencia para salvar la única tabla de civilización que nos queda.41

Una de las preocupaciones de los conservadores era combatir el deterioro moral de la ciudad, al que relacionaban con la fractura del orden familiar santafereño. Rufino se había convertido en el abanderado de la recuperación de una ciudad que estaba moral- mente sitiada, según se deduce de la descripción que hacían sus hijos: «Las revueltas pasadas habían dejado entre la población de Bogotá, una especie de sedimento de gente perdida, que sin medio de subsistir, vivía en el desorden y del crimen manchando el buen nombre de los bogotanos» 42. Para combatir el desorden, el padre acompañaba a la fuerza pública en sus rondas nocturnas para la re- primir juegos prohibidos, embriaguez y demás actos que ofendían la moral. La aparente insolvencia moral de los santafereños, espe- cialmente de las mujeres, era igualmente traída a cuento por los viajeros extranjeros.

40 Rufino Cuervo a Rafael Álvarez, Bogotá, 25 de febrero de 1825, en Cuervo, Epistolario…, 22: 90. 41 Rufino Cuervo a Joaquín Mosquera, Bogotá, 3 de agosto de 1853, en Cuervo, Epistolario…, 24: 595. 42 Cuervo y José Cuervo, Vida de Rufino Cuervo...

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Rufino Cuervo encarnaba una generación nueva de migrantes que contribuyó a la recomposición de la clase dirigente local después de la Independencia, y que sin embargo, estaba nutrida de los va- lores tradicionales, esenciales en la difusión de ideas conservadoras a través de gestiones directas en el Gobierno, que se oponían a los planes de los progresistas en áreas como la educación y la libertad de los esclavos, y que defendían las jerarquía sociales. Sus alianzas familiares con José Ignacio Márquez, su compadrazgo con el en- tonces monseñor José María Mosquera y con el conservador Lino de Pombo; su amistad con Ignacio Gutiérrez, Rafael Álvarez, y la identidad de valores con figuras como Mariano Ospina Rodríguez, lo colocaron en la fila de los que en la postindependencia man- tuvieron el statu quo y una fuerte adhesión a los principios de la Iglesia católica. Cuervo representaba, también, los valores de una naciente burguesía urbana referentes a las esferas de la actividad pública y doméstica: la identificación del hogar con la felicidad; el papel de la amistad masculina en el avance de sus carreras y en deci- siones personales como la escogencia de pareja, y la aprobación del tipo de cualidades deseables en las mujeres para cumplir sus fun- ciones de esposas y madres. La racionalidad y el cálculo comen- zaron a ser criterios para el éxito en la vida pública y también en la privada, como se observa en las opiniones de los amigos respecto a la selección de esposa. Pero es importante recalcar que las mu- jeres, indoctrinadas por la Iglesia y por la sociedad en el servicio y la obediencia al marido, no tenían voz propia en las decisiones que, indudablemente, afectaban su vida personal. El cuerpo epis- tolar estudiado da cuenta de la simbiosis entre el ideario conser- vador y el ideario católico, y de la preeminencia de la religión en la formación social de hombres y mujeres con respecto al amor, al cortejo, al matrimonio y a la vida hogareña. El fuerte cerco que impusieron los conservadores, mancomu- nados con la Iglesia, sobre las mujeres empezó a ceder a partir de los cambios que se operaron hacia mediados de siglo, cuando los libe- rales subieron al poder. En el capítulo siguiente examino los cambios en la cultura, sobre todo en el desarrollo de la cultura letrada, que les

176 «Los hombres hacen la leyes y las mujeres las reputaciones»

permitió a las mujeres acceder a la escritura, y con ello, a la manifes- tación de su subjetividad. A principios del siglo XIX no se podían es- tablecer direcciones literarias que definieran lo femenino dentro de la sociedad bogotana. El país estaba en construcción, y la literatura se refería a temas épicos y heroicos que reflejaban intereses gue- rreros. No abundaban narrativas que explicaran estados de ánimo personales, poéticos o, simplemente, sentimentales. Desde mediados de siglo se observan cambios importantes que permiten descubrir a hombres y mujeres a la luz de sus propias palabras.

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Josefa Acevedo de Gómez (1803-1861) Escritora colombiana. Este retrato aparece en José Joaquín Herrera, Galería de Notabilidades Colombianas. Siglos XIX y XX. Copia del óleo realizado alrededor de 1852 por José María Espinosa. Colección Banco de la República. Sociedad civil y placeres domésticos

cuando el partido liberal vino al poder en 1849, la repú- blica entera se estremeció llena de temor, de esperanzas y de alegría, como la mujer que siente palpitar en su seno el fruto de un legítimo amor, que pronto va a venir, y que siente los dolores del alumbra- miento y la infinita dicha de ser madre. En esa época, en que apenas había un presentimiento de los destinos a que estaba llamado aquel partido, en el cerebro de algunos jóvenes bullía el germen de las grandes ideas, y en algunos pechos generosos el impulso que lleva a las grandes acciones […].1

Con metáfora referida a la maternidad, Medardo Rivas des- cribía el ascenso del liberal José Hilario López a la presidencia y el inicio de una nueva era promovida por jóvenes liberales, a quien el autor confería rasgos heroicos, como «titanes de progreso» que talaron selvas, volvieron productivas tierras baldías estableciendo

1 Medardo Rivas Mejía, Los trabajadores de tierra caliente (Bogotá: Universidad Nacional, 1899), Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, http:// www.banrepcultural.org/blaavirtual/modosycostumbres/trabaj/indice.htm (consultado el 10 de junio del 2010).

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haciendas y crearon industrias en el centro del país2. Estos jóvenes de «grandes ideas», en la opinión de Rivas, estaban transformando la política, la economía y la sociedad. La generación de libe- rales, conformada por abogados, poetas, periodistas, publicistas, hombres de negocios, educadores y políticos, buscaba acabar con el atraso asociado con la persistencia de hábitos coloniales; anhe- laban la reducción del poder de la Iglesia, el progreso material y la difusión de las ideas de libertad en la educación y en la cultura. La tribuna favorecida por estas élites era el espacio público3. Los cafés, clubes, asociaciones y plazas públicas eran los escenarios donde se expresaban opiniones políticamente significativas. No obstante, la esfera doméstica fue crucial para la hegemonía política y cultural de esta nueva burguesía4. Desde allí los nuevos discursos se proyec- taban hacia afuera. El matrimonio y el hogar daban sentido moral a la actividad pública, como lo expresara don José María Samper a propósito de su matrimonio con Soledad Acosta, con quien se había casado tanto por amor

2 Rivas Mejía, Los trabajadores de tierra caliente. 3 El concepto de espacio público que uso hace referencia al clásico estudio de Jürgen Habermas, que define lo público como «la esfera que media entre la sociedad y el Estado en la que lo público se organiza como el vocero de la opinión pública». Jürgen Habermas et ál., «The Public Sphere: An Encyclopedia Article (1964)», New German Critique 3 (otoño 1974): 56. Geoff Eley critica el modelo de Habermas, véase Geoff Eley, «Nations, Publics, and Political Cultures: Placing Habermas in the Public Sphere», en Habermas and the Public Sphere: Studies in Contemporary German Social Thought, ed. por Craig Calhoun (Cambridge: Massachusetts Institute of Technology-MIT, 1992), 289-320. 4 Críticas al modelo de Habermas por omitir a las mujeres y a los sectores populares de lo público abundan; Nancy Fraser anota que cuando se supera la «ceguera de género» del modelo de Habermas, comienza «a verse claro que las identidades de género masculinas y femeninas corren como hilos rosados y azules a través de […] los dominios de las relaciones familiares y sexuales. Es decir, que la identidad de género vive en todas las arenas de la vida». Nancy Fraser, «Rethinking the Public Sphere: A Contribution to the Critique of Actually Existing Democracy», en Habermas and the Public Sphere…, 138.

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[…] como por un cálculo de moralidad y educación propia. Por una parte, yo estaba convencido de esta verdad: por punto general el hombre soltero es infecundo para la sociedad, y no teniendo ver- dadero hogar, no reúne todas las condiciones necesarias para vivir con honradez, reprimir sus pasiones y servir convenientemente a Dios y a sus conciudadanos. Por otra, yo sentía la necesidad de que una alta inteligencia femenina, auxiliada por las dotes de la edu- cación […] ejerciera sobre mi espíritu y mi corazón una influencia continua y saludable […].5

Este capítulo examina la construcción de los discursos de mas- culinidad y de feminidad en la República liberal de medio siglo. La primera parte explora la proliferación de las asociaciones de la esfera pública que actuaron para crear un masivo medio social que definió la masculinidad burguesa. La experiencia en dichas asociaciones contribuyó a la demanda de poder político de los varones como jefes de familia y en representación de sus esposas e hijos6. Al tiempo que los medios impresos contribuían a la identidad del hombre público, la prensa especializada sobre la mujer y la literatura normativa se en- cargaban de transmitir imágenes de feminidad y domesticidad que se acomodaran con los proyectos de consolidación de la nación. La segunda parte del capítulo analiza la difusión del romanticismo entre las élites bogotanas, corriente que avenía muy bien con el espíritu profundamente religioso, tanto de liberales como de conservadores, y que favoreció el desarrollo del amor romántico en el matrimonio.

5 José María Samper, Historia de un alma, 2: 140. 6 Este proceso fue general entre la burguesía europea; véase al respecto Seigel, Modernity and Bourgeois Life…, introducción; Mary Jo Maynes, «Class Cultures and Images of Proper Family Life», en Family Life in the Long Nineteenth Century, 1789-1913, ed. por David I. Kertzer y Marzio Barbagli (New Haven: Yale University Press, 2002), 2: 198; Pavla Miller, Transformation of Patriarchy in the West, 1500-1900 (Bloomington: Indiana University Press, 1998), 127.

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La sociabilidad burguesa Relata don José María Samper que cuando fue a Bogotá en 1849 a proponerle matrimonio a la joven Elvira Levi, quien sería su primera esposa, quería cumplir otros tres objetivos: integrarse a la Sociedad Democrática, fundar un periódico e iniciarse en la francmasonería7. El joven percibía acertadamente que esos eran los medios más efec- tivos de figuración en la vida cultural y política de la ciudad y del país. La creación de escenarios propios de la actividad masculina, que se había iniciado en las décadas anteriores, cobró mayor importancia en esta época de definiciones políticas8. Florecieron asociaciones fra- ternales de todo orden que servían para formar opinión, convocar a la acción y aumentar la seguridad personal de los varones neograna- dinos en los espacios públicos. Mientras que los hombres ganaban presencia en los nuevos círculos de sociabilidad, sus esposas e hijas estaban a cargo de la producción de la respetabilidad doméstica. El afán asociativo no distinguía partido político ni grupo social. Los conservadores y los artesanos constituyeron sus propias sociedades. La Sociedad Democrática se fundó en 1848 por iniciativa de quienes apoyaban la candidatura presidencial de José Hilario López, con el propósito de atraer el voto de los artesanos. A la Sociedad se unieron jóvenes con ideas radicales, como José María Samper, por ser un lugar propicio para «agitar las pasiones, practicar la política tumultuaria y organizar las fuerzas brutas del liberalismo»9. Jóvenes universitarios y profesores a su vez se organizaron en la Escuela Republicana, que se convertiría en el centro de la actividad de los liberales radicales; y los conservadores, cambiando sus viejas tácticas proselitistas, adop- taron los medios de convocación liberal fundando la Sociedad Fi- lotémica, y apoyando a las de Sociedades Populares que convocaba al sector trabajador conservador. De la misma manera, clubes po- líticos, como el Club del Comercio, y asociaciones artísticas y cul- turales, como las renombradas Sociedad Filarmónica y la Sociedad Protectora del Teatro, contribuyeron a la formación de una manera

7 Samper, Historia de un alma, 1: 217. 8 Fabio Zambrano, «Las sociabilidades modernas en la Nueva Granada. 1820- 1848», Cahiers des Amèriques Latines 10 (1991): 197-210. 9 Samper, Historia de un alma, 1: 219.

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de ser burguesa10. En esos espacios eran recibidos los que exhibían el buen gusto por las artes y, por lo tanto, fueron centros en los que las élites se distanciaban del vulgo. A propósito de la Sociedad Filar- mónica, dice el cronista Cordovez Moure que había sido fundada por un grupo de caballeros y damas distinguidas, que el arzobispo Mos- quera asistía regularmente y que «por primera vez se estableció en este país que los hombres asistieran a una reunión pública vestidos de frac, corbata y guante blanco; las señoras, elegante pero modesta- mente adornadas sin ostentar lujo». Añade, además, que: En una sola ocasión se presentó una señora que de soltera había dado lugar a ciertas habladurías más o menos merecidas y en el momento, sin escándalo le advirtió el presidente que el concierto no empezaría hasta que ella saliera del salón.11

Se crearon, así mismo, otros espacios para grupos selectos. En 1846, Manuel Ancízar fue reclutado por la administración de Tomás Cipriano de Mosquera (1845-1849) en calidad de subsecretario de Relaciones Exteriores y Mejoras Internas. Su afinidad ideológica y personal con los hermanos Miguel y José María Samper, que se manifestó desde su llegada al país, se consolidó con su matrimonio con Agripina, la única hermana de los Samper Agudelo. Los periódicos fueron los medios más propicios para la creación de opinión pública. Alrededor de ellos se construyeron discursos políticos y literarios, y se fue formando una sociedad de publicistas, lectores y suscriptores que moldearon el mundo de la cultura y la política desde la segunda mitad del siglo XIX. Ofi- cialmente, los partidos políticos nacieron cuando Ezequiel Rojas esbozó los estatutos del Partido Liberal en el Aviso, en julio de 1848; y Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro formularon los principios ideológicos del Partido Conservador en La Civilización,

10 En lo concerniente a la formación y características de la sociedad civil a mediados del siglo XIX, véase el trabajo de Gilberto Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época. Biografía de un político hispanoamericano del siglo XIX (Bogotá: Universidad Eafit / Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, 2004). 11 Cordovez Moure, Reminiscencias de Santa fe y Bogotá, 21.

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en octubre de 1849. Las identificaciones ideológicas se lograban a través de la palabra escrita, y por ello, los partidos generaban sus propios órganos de opinión. Incluso el clero respondía a las an- danadas que en su contra profería la prensa liberal fundando su propio órgano de difusión, El Catolicismo12. Las nuevas formas de sociabilidad burguesa, los clubes, la logia masónica, la sociedad filarmónica, las asociaciones filantrópicas, sumadas al desarrollo de la prensa, redefinieron la sociedad civil, crearon nuevas arenas de poder social, construyeron una base for- midable para las demandas de distinción y de separación social, y se constituyeron en vitrina para la demostración pública del peso y responsabilidad de esa nueva clase. Los avisos en la prensa de los eventos sociales y la publicación en periódicos de sus rituales y de sus ceremonias públicas servían para crear los cimientos sociales de la masculinidad burguesa. Pero los dispositivos de afirmación mas- culina no excluyeron a las mujeres; los medios escritos, particular- mente la prensa y los manuales de conducta, fueron vehículos para difundir modelos de feminidad deseable y para establecer el lugar de las mujeres en el ordenamiento social burgués.

Los discursos sobre la feminidad y el espacio doméstico El editorialista de El Mosaico difundía su visión de la mujer feliz de esta manera: En el centro del hogar doméstico, rodeada de sus hijos y ayudando a su esposo a sobrellevar los trabajos de la vida, es solo como la mujer es feliz. La ocupación de la felicidad de la familia, el cuidado de su hogar, la lectura, la oración y el cultivo de algunas flores bastan para hacer feliz a la mujer.13

El Mosaico, publicación de carácter literario, hizo explícita su orientación no comprometida con el debate político desde sus inicios.

12 Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época…, 140-146. 13 El Mosaico, editorial, El Mosaico 8 (1859): 268.

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Su propósito fue crear espacios adecuados para temas sobre mu- jeres. En ellos colaboraron algunas señoras como Soledad Acosta de Samper, Agripina Samper y Silveria Espinosa. El periódico buscaba crear una comunidad de lectoras y lectores, promoviendo la lectura como medio para participar en la construcción de una cultura lite- raria que sirviera al progreso moral de la sociedad14. La publicación La Biblioteca de Señoritas (1858-1867) tuvo los mismos fines. Fue un periódico literario dedicado al «recreo y pasatiempo del benévolo i culto bello sexo neogranadino»15. En el editorial del primer número se decía que estaba dedicado a la ciudadanas y que en él encontrarían una «fuente inagotable de placeres domésticos […] un[a] guía para penetrar sin embarazo en el mundo de la poesía y de la moda»16. La publicación no tenía por objeto iniciar a las mujeres en el difícil camino de la buena literatura, para lo cual no estaban preparadas; el tipo de literatura que debían leer las mujeres era aquella que buscara entretener y que sirviera para el presente. El periódico ofrecía «[…] una literatura que no se sostiene sino de la actualidad, sin pensar en pretérito ni futuro, que muere el mismo día que nace, y renace al día siguiente de sus propias cenizas»17. La preparación de las mujeres se debía restringir a formar madres ejemplares: ¿Qué necesita [la madre] para realizar esa misión? Oh! No es preciso que sea literata, artista, enciclopedista, sabia: ella lo sabe por una intuición maravillosa […], toda la ciencia de la madre se ha de fundar en una simple regla: en hacer del hogar un templo de gracias y virtudes […].18

14 Carmen Elisa Acosta, Lectores, lecturas y leídas (Bogotá: Icfes, 1999), 70-71. 15 Patricia Londoño, «Periódicos literarios dedicados al ‘bello sexo’: 1858-1870», Boletín Cultural y Bibliográfico 23 ([1986] diciembre 2006), Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, http://www.banrepcultural.org/ blaavirtual/publicacionesbanrep/boletin/bole23/bole3a.htm (consultado el 15 de mayo del 2010). 16 Acosta, Lectores…, 98. 17 «Los redactores», La Biblioteca de Señoritas 1 (enero 1858): 1, citado en Acosta, Lectores…, 99. 18 El Hogar, «La madre de familia», El Hogar. Periódico literario dedicado al bello sexo 1, n.° 33 (septiembre 1868): 150.

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Las publicaciones periódicas tenían en común el propósito de educarlas para la sublime misión de la maternidad y de la domesti- cidad. El discurso de la feminidad establecía las cualidades esenciales del «bello sexo» y privilegiaba una imagen de mujer desexualizada y angelical. Los redactores de periódicos se preguntaban a menudo ¿qué era ser mujer? La respuesta de un colaborador de La Biblioteca de Señoritas reflejaba el concepto etéreo que usaban muchos arti- culistas de periódicos. Decía el señor de marras que la mujer era la obra maestra de la naturaleza, «la flor humanada de la creación, per- fumada, bella y pasajera al mismo tiempo»19. La imagen angelical de la mujer condujo a representaciones sublimadas de la familia como «una institución divina», y del hogar como «la suprema necesidad del hombre». Los conceptos de feminidad formaron ideales de la domes- ticidad como terreno metafísico, separado del mundo real en el que actuaban las mujeres. El hogar era visto como el reino de la «encan- tadora trinidad: madre, esposa e hija», pero en el que las directrices eran definidas por el padre: La naturaleza le ha dado a la madre un imperio sublime en el hogar doméstico; el padre, ocupado en las serias abstracciones de jefe de familia, apenas aparece en el hogar. La madre por el contrario, no se separa de sus hijos; son como la vid y el olmo. Por eso su prestigio, su grandeza […]. La familia se encoge ante el padre, no respira: su severa autoridad le infunde respeto: las lecciones brotan austeras de sus labios: su consejo es imponente como el de un oráculo; las es- cenas solemnes de piedad son presididas por su figura majestuosa: se hace amar como un soberano. Todo esto cuadra maravillosamente el prestigio de la madre. En su presencia respira la familia. En torno suyo todo es expansión, alegría, animación. Ella preside los juegos de los niños i los alienta con su bondadosa sonrisa.20

Se predicaba una educación enfocada en el desarrollo de vir- tudes propiamente femeninas que garantizaban la felicidad de la mujer, la de su familia y, por ende, la dicha de la nación.

19 La Biblioteca de Señoritas 8 (1858): 10. 20 El Hogar 1, n.° 6 (29 de febrero de 1868): 150.

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«Instruid a las mujeres, ahogad su corazón en ese foco de luz que ilumina» En los artículos periodísticos, la función de la educación fe- menina estaba desligada de cualquier posibilidad de trascendencia en el ámbito público. La instrucción de las damas era un adita- mento espiritual que las hacía irresistibles a los hombres, «[l]a mujer instruida es […] la reina de los ángeles descendida en medio de su esplendor para aprisionar al hombre con sus miradas […]». El autor anónimo, no obstante, alertaba sobre el peligro de la educación formal de las damas: Ha querido la naturaleza y la sociedad que esa dulce mitad del linaje humano viva alejada de las grandes empresas que agitan al mundo. Si exceptuamos cortísimas especialidades, notaremos que toda mujer metida en el oficio de los hombres cae en ridículo o se hace repugnante. ¿No es ridícula una mujer arquitecta? [...] [L]a sociedad y la naturaleza quieren que la mujer tenga su dominio tan solo en el hogar doméstico y que sus títulos y la gloria sean la belleza, la virtud y una educación esmerada. Pero como aquellos, no son triunfos rui- dosos, antes bien son más bellos, a medida que la mujer se asemeja a la violeta, sucede que ella lamenta la suerte mejor de los hombres y aspira a la gloria. Entonces cae en la vanidad. La única gloria a la que puede aspirar es a la de dar a luz y formar hombres ilustres.21

En opinión de un colaborador de El Hogar, una educación orientada hacia la independencia de la mujer era funesta, porque restaba autoridad al marido y la volvía viril. Las mujeres han nacido para la dependencia y no para el mando […]. [E]llas deben agradar por la dulzura, por la timidez i por la modestia, no por la fuerza ni por la altivez y jactancia […]; deben ocuparse de oficios sencillos, sin elevarse jamás a los robustos trabajos de los hombres […]; deben brillar en las finas tertulias y no declamar en el senado: su semblante debe llevar impresa la sonrisa amorosa y no el entrecejo de la austera filósofa.22

21 El Hogar 1, n.° 6 (29 de febrero de 1868): 182. 22 El Hogar 1, n.° 69 (29 de mayo de 1869): 84.

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La educación enfocada en la virtud, que transpiraba la prensa femenina, era compartida por los liberales, que aunque abogaban por la modernización de los planes educativos, cuando abor- daban la instrucción femenina exhibían posiciones explícitamente antiintelectuales que aseguraban la sujeción del género al orden establecido. Medardo Rivas, el liberal con el que se dio inicio al presente capítulo, en calidad de inspector de educación, decía a las alumnas del colegio oficial de La Merced que el objetivo de su educación era formar virtudes, hábitos de obediencia «dulce y re- signada» a los padres y maestros: «La sociedad severa e inflexible tiene leyes que debéis obedecer […]. [S]iempre tendréis que obe- decer al hermano que os ampare, al esposo que elija vuestro co- razón o a la persona que elija vuestra suerte»23. Este modelo, que exaltaba la pasividad de las mujeres, era con- frontado en la vida cotidiana, como se percibe en testimonios de la época. Don Miguel Samper Agudelo, hermano mayor de José María Samper, se había casado con Teresa Bush, quien distaba mucho de ser la «flor delicada» de los artículos de prensa y a quien Miguel amaba por su diligencia, su capacidad de trabajo y eficiente dirección del hogar. En carta a su hijo mayor, se observa el respeto del marido por su mujer, unido a su sentido de posesión: La robustez y la agilidad de tu mamá, que a los diez y ocho años quedó en mi poder y que tuvo que manejar en Honda una casa que era casi de huéspedes en aquellos tiempos, han sido para mí y para ustedes causa de bienes innumerables: ustedes, dotados con una constitución vigorosa y cuidados con tino y esmero; yo, dejando a tu madre en absoluto el mando desde el portón para adentro; y todos, sin haber saboreado las amarguras de una ama de llaves.24

23 Medardo Rivas Mejía, Conferencias sobre la educación de la mujer. Leídas en el Colegio de la Merced (Bogotá: Imprenta de Medardo Rivas, 1871), 98-99. 24 Carlos Martínez Silva, Artículos biográficos y necrológicos referentes a don Miguel Samper, el gran ciudadano (Bogotá: El Repertorio Colombiano y Otras Hojas Periódicas, 1835), 137.

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Doña Josefa Acevedo de Gómez: otra visión del mundo doméstico La perspectiva de las mujeres de la época, como los más cons- picuos adornos de civilización para embellecer el hogar con sus dotes de espiritualidad y religiosidad, fue reformulada por María Josefa Acevedo de Gómez, quien en dos manuales dedicados a los casados y a las mujeres amas de casa, se distanció de los discursos abstractos y repetitivos que saturaban los artículos de prensa. En ellos, daba consejos prácticos a la juventud neogranadina sobre las nuevas tareas que implicaban el cambio de estado y las obliga- ciones que se adquirían, en calidad de casados, con sus familias y con la nación. Josefa Acevedo de Gómez fue «la pionera de la escritura fe- menina» y la primera escritora de la República25. Contrajo matri- monio con Diego Fernández Gómez, primo hermano de su padre, de quien se separó años después. Los estímulos intelectuales que recibió en su hogar, y quizás su desafortunado matrimonio, la inclinaron a escribir poesía, piezas de costumbres, ensayos sobre el amor filial, al amor romántico, la moral social, y manuales de consejos. Sus libros se convirtieron en éxitos de librería y fueron material de lectura obligada de los hogares de la burguesía bogotana26. En su Ensayo,

25 Sobre la vida, la época y el contexto de la obra de la poeta y escritora Josefa Acevedo de Gómez, y sobre su tratado de economía doméstica, véase la interesante y completa introducción de Catherine Davies a A Treatise on Domestic Economy, for the Use of Mothers and Housewives, de Josefa Acevedo de Gómez. Traducido del español por Sarah Sánchez (Nottingham, Reino Unido: Critical, Cultural and Communications Press, 2007). 26 María Josefa Acevedo de Gómez, Ensayo sobre los deberes de los casados, escrito para los ciudadanos de la Nueva Granada (Bogotá: Reimpreso por J. Ayarza, 1845); y Tratado de economía doméstica para el uso de las madres y de las amas de casa (Bogotá: Imprenta Cualla, 1848). En la escritura de sus manuales, doña Josefa Acevedo introdujo en la Nueva Granada la modalidad de la escritura prescriptiva, de larga trayectoria en Europa y en los Estados Unidos que, como lo indica Davies (véase n. 25), adquirió nuevos perfiles con el ascenso de las clases medias y el arribo de la sociedad burguesa. Dentro de los tratados de la época, mencionados por Davies, figura el de Phebe Lankester,Domestic Economy for Young Girls (Londres: s. e., 1815). En los Estados Unidos, la publicación de manuales

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de carácter didáctico para los casados, la autora, adhiriéndose a las concepciones de género vigentes en la que los hombres eran la parte activa de la ecuación, estableció una serie de responsabilidades di- ferenciadas entre los desposados para que la sujeción de la esposa al marido fuera placentera y para que este pudiera ejercer su magisterio sin muchas frustraciones. Según la autora, el éxito del matrimonio dependía de seguir una serie de conductas tendientes a establecer la autoridad del marido, al que le aconsejaba tolerancia frente a la «emotividad e insensatez que caracteriza al sexo femenino», porque él, como la parte activa de la relación, tenía el cargo de moldear y educar a su esposa. Le recomendaba tacto para corregir sus malos hábitos y para reeducarla, e indulgencia con su inexperiencia e igno- rancia; el marido debía ser buen proveedor y generoso con su casa, ya que esto sosegaría a la esposa, pues «las mujeres se parecen a los niños en la facilidad con que dejan aplacar sus resentimientos». La instrucción de la mujer dentro del matrimonio era responsabilidad del marido, quien debía aprovechar la luna de miel para infundirle amor por los buenos libros, el juicio, la reflexión y la modestia. En materias relacionadas con sus actividades en la esfera pública, el marido debía consultar con su esposa, pero solo hasta cierto grado. En relación con asuntos de gran trascendencia y transacciones eco- nómicas importantes, pedir consejo a la consorte era contraprodu- cente, «porque su carácter, su educación y sus hábitos no las hacen a propósito para participar de aquellos negocios en que estriba la prosperidad o la ruina de las naciones»27. Los consejos para las desposadas incluían la renuncia a las pompas e ilusiones del mundo social, y el desarrollo de cualidades

de conducta floreció en el sigloXIX ; véase, por ejemplo, Jane Donawerth, «Nineteenth Century United States Conduct Book Rhetoric by Women», Rhetoric Review 21, n.° 1 (2002): 5-21; Nancy Armstrong, «The Literature of Conduct, the Conduct of Literature, and the Politics of Desire: An Introduction» y «The Rise of the Domestic Woman», enThe Ideology of Conduct: Essays in Literature and the History of Sexuality, ed. por Nancy Armstrong y Leonard Tennenhouse (Nueva York y Londres: Methuen, 1987b), 96-141; y Nancy Armstrong, Deseo y ficción doméstica (Valencia, España: Cátedra, 1987a), 37-39. 27 Acevedo de Gómez, Ensayo sobre los deberes de los casados…, 42.

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que hacían la felicidad de los esposos en el interior de un hogar eficientemente organizado. La primera cualidad de la casada era la fidelidad al marido, entendida tanto como una renuncia a la co- quetería y al deseo de agradar a otros hombres distintos al marido, como a la ambición a la gloria literaria y política. Decía la autora que la mujer que se dedicaba a escribir libros descuidaba el objetivo central de su existencia que era el hogar y la felicidad de su marido. Acevedo de Gómez era particularmente crítica con las mujeres que anhelaban participar en la esfera pública: «La mujer no impera en política». Otros consejos tenían que ver con la confianza ilimitada al esposo y con la obediencia. La autora insistía en la sumisión su- frida al esposo, «cualidad absolutamente necesaria para un sexo siempre dependiente y muy comúnmente esclavo»28. Sobre el papel superior del marido en el hogar, Acevedo de Gómez señalaba que él era el jefe y, por tanto, la mujer debía acatar sus órdenes sin cuestionarlas. Decía, además, que la paciencia era «la única arma que pueden usar sin peligro» para mitigar los furores de un marido brutal y desenfrenado, y ayudar a las mujeres, sobre todo a las celosas, a soportar los privilegios que tenían los maridos de salir, entrar, visitar, escribir y ausentarse del hogar29. Afianzar su in- fluencia en el entorno familiar era la fórmula segura para hacer feliz y productiva a la esposa. Si en las relaciones conyugales la sujeción era la guía segura de la felicidad, concebía, no obstante, un lugar de acción femenina independiente en el manejo de la casa. Doña Josefa, que había sido testigo y víctima de las contro- versias políticas partidistas de su tiempo, que ocasionaban desorden social y pobreza, intentaba con su tratado de economía doméstica convocar a las mujeres de las élites en torno a intereses propios de su sexo, y dar consejos útiles a las amas de casa para el mejor uso de los recursos y la prosperidad del hogar30. Estos eran espacios alejados de los ámbitos políticos y enfocados en el bienestar y la prosperidad de las familias, y en el orden de la nación. La manera

28 Acevedo de Gómez, Ensayo sobre los deberes de los casados…, 85. 29 Acevedo de Gómez, Ensayo sobre los deberes de los casados…, 89-90. 30 Acevedo de Gómez, Tratado de economía doméstica...

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en que la autora abordaba el problema de la economía doméstica era eminentemente práctica, y distante de la retórica usual que empleaba la literatura masculina dirigida a las mujeres. Ellas, de acuerdo con doña Josefa, podían desarrollar en el interior del hogar un sinnúmero de actividades que exigían una racionalidad parti- cular en el uso del tiempo y del dinero. Las amas de casa debían entrenarse, como lo exigían los nuevos tiempos, en la eficiencia y en la maximización de recursos, a la manera de modernos empre- sarios. Constaba el tratado de tres capítulos: el primero se refería a la economía del tiempo, a la distribución racional de las horas del día y a la disminución de las prácticas religiosas que consumían largas horas. Refiriéndose a la joven que rezaba mucho, decía: «esa mujer, digo, sea cual fuere la hermosa y respetable calificación que crea merecer, no es buena para esposa, para madre de familia, para preceptora, para jefe de un establecimiento cualquiera, excepto un beaterio»31. El segundo capítulo se ocupaba de la manera correcta de usar el dinero. Recomendaba el ahorro de parte del dinero ganado, para enfrentar tiempos de escasez; y la clasificación de los gastos en cuatro categorías: necesarios, útiles, de beneficencia y de diver- timento y placer. Era materia del tercer capítulo la formación de hábitos transmitidos de madres a hijas, para educarlas en nociones de ahorro de tiempo y dinero. Señalaba doña Josefa que la mejor manera de hacer a las hijas ahorrativas y eficientes era inducirlas a llevar cuentas de sus gastos, a calcular, comparar, a llevar libros de contabilidad doméstica. La costura era una actividad imprescin- dible en la instrucción de las hijas; las madres iniciarían a las niñas en la ciencia del zurcido, del bordado y del remendado para man- tener presentable la ropa de toda la familia. Josefa Acevedo de Gómez presentaba una cultura de la domes- ticidad fundada en la capacitación de las mujeres para enfrentar las nuevas exigencias de la sociedad liberal burguesa. A diferencia de las visiones de domesticidad que emanaban de la literatura sobre el bello sexo, en la que las mujeres eran representadas como seres metafísicos, irracionales y frágiles, en el Tratado las amas de casa eran vistas como

31 Davies, A Treatise on Domestic Economy…, 13.

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sujetos capaces de transformar su entorno para arraigar la prospe- ridad material y espiritual de la nación, algo que era equiparable y complementario a las acciones de los varones en las esferas de la eco- nomía y la política. Inspirada en tratados de economía política, doña Josefa sugirió la aplicación de los principios de ahorro del tiempo y del dinero en el hogar, de la eficiencia, la diligencia y la racionalidad en el gobierno de la casa, nociones que contradicen la supuesta fragi- lidad e irracionalidad del género femenino. Su impacto en la sociedad bogotana se evidencia en la gran popularidad que tuvo el tratado de economía y sus varias reimpresiones. Desde otro ángulo, el romanti- cismo abrazado por los miembros de las élites bogotanas daba opor- tunidades a las mujeres de expresar su subjetividad en la escritura.

El romanticismo en la Nueva Granada

Un diseño Es tu labio voluptuoso y tierno Como una emoción de amor, Embriagante y delicioso Como el beso misterioso De una flor contra otra flor. […]. Es radiante tu mirada Cual fugaz exaltación. Y ora brillante animada, Ora lánguida apagada, Me enajena el corazón.

Como sueño que acaricia Es tu aliento embriagador, Y me inunda de delicia Como inocente caricia, Como suspiro de amor. […].32

32 Acosta de Samper, 11 de noviembre de 1853. El poema completo aparece transcrito en el diario publicado por Carolina Alzate, ed., Diario íntimo

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En los versos escritos por la poeta Agripina Samper se revela la sensibilidad romántica de la joven, única hija del famoso clan Samper Agudelo. En ellos, Agripina se presenta como sujeto deseante que se atreve a expresar los atributos sensuales del objeto de sus deseos. Con licencia poética, subvierte los códigos establecidos de pasividad femenina, y es el amado ahora quien aparece como figura pasiva y fe- minizada. Las metáforas que emplea para describir a su enamorado son las mismas que adoptaban los varones para cantar a la mujer. La publicación de estos versos en un medio cultural que celebraba la asexualidad de las mujeres fue obra de la apertura que trajo consigo el movimiento romántico en la Nueva Granada. El movimiento romántico, cuya característica central era la aserción del yo, dio oportunidad a las escasas mujeres de la élite lectora de enunciar una subjetividad propia, aunque construida en relación con otras subjetividades, en el campo de la escritura. El ro- manticismo permitió la expresión de «un lenguaje del yo específi- camente femenino»33 entre algunas mujeres de la élite que estaban incursionado en el campo de las letras, y que articulaban sus propias experiencias vitales dentro de los marcos permitidos por el orden patriarcal, sin romper significativamente con los códigos que susten- taban la separación de las esferas. El romanticismo que se expresaba en artículos de El Mosaico y en la abundante producción lírica y política de la década de 1850, se inspiró en las ideas del romanticismo social francés asociado con la Revolución de 1848 que se ajustaba al temperamento exaltado de algunos jóvenes radicales deseosos de grandes reformas sociales34. La influencia del movimiento romántico francés también se hizo

y otros escritos de Soledad Acosta de Samper (Bogotá: Alcaldía Mayor de Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2004), 64-65. 33 La cita es de Susan Kirkpatrick, quien se refiere a los efectos del movimiento romántico español entre las escritoras de la década de 1830. Susan Kirkpatrick, Las Románticas. Escritoras y subjetividad en España, 1835-1850 (Madrid: Cátedra, 1991), 12. 34 Jaime Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el siglo XIX (Bogotá: Siglo XXI, 1981), 174. Sobre la crítica de los costumbristas a la influencia romántica francesa entre algunos colaboradores de El Mosaico, véase Acosta, Lectores…, 117.

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sentir en el periódico La Biblioteca de Señoritas, que en su primer número empezó su sección de biografías con Eugenio Sue35, «tan popular entre las damas, por sus brillantes novelas»36. Un fuerte sentimiento poético caló entre los jóvenes escri- tores, quienes a semejanza de los románticos alemanes e ingleses, concebían la experiencia poética como una experiencia de vida37. Las fronteras entre el arte y la vida eran borradas por la sensibi- lidad romántica, el mundo objeto de su atención poética era el del espíritu, el de las relaciones suprasensibles, y los temas favoritos sobre los que escribían eran la naturaleza que los arrebataba por su grandiosidad, la patria y el amor, para cuya representación acudían a la imaginación y la sensibilidad. Las corrientes románticas avenían muy bien con el espíritu profundamente religioso tanto de liberales como de conservadores, porque la rebelión liberal de la época no fue contra el catolicismo sino contra el clero, y en la práctica religiosa cotidiana, ambos eran igualmente piadosos. El apego a valores tradicionales como la tierra, la familia, las costumbres patriarcales, característica común, por lo demás, en el movimiento romántico hispanoamericano, hizo que el impulso individualista asociado con el romanticismo eu- ropeo fuera moderado y se redujera a la exaltación lacrimosa de la religión, de la patria y del amor38. Alphonse de Lamartine, el poeta francés de honda inspiración religiosa, fue quizás la influencia más importante entre los románticos neogranadinos y entre las lec- toras que empezaron a publicar en los periódicos. En El Mosaico,

35 Eugenio Sue (1804-1857), escritor francés de gran influencia entre los liberales radicales por sus ideas socialistas. Sus obras más leídas en Bogotá fueron El judío errante (Le Juif Errante) y Los misterios de París (Les Mystères de Paris). Sue fue el creador de la novela por entregas que se publicaba en periódicos. Esto contribuyó a la difusión de sus obras entre la sociedad bogotana. 36 La Biblioteca de Señoritas 1, n.° 1 (8 de enero de 1858). 37 Octavio Paz, Los hijos del limo: del romanticismo a la vanguardia (Barcelona: Seix Barral, S. A., 1974), 90. 38 Pedro Henríquez Urueña, Las corrientes literarias en la América Hispánica (Santafé de Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1994), 131, citado en Acosta, Lectores…, 131.

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el ascendiente literario de Lamartine se hizo sentir tanto en la di- rección ideológica del periódico como entre sus contribuyentes39. El poeta favorito de la escritora Soledad Acosta de Samper era Lamartine, de quien fuera vecina y amiga en París en los años de su adolescencia40. François-René de Chateaubriand era otro de sus autores románticos de cabecera; de él admiraba la defensa que en sus obras hacía de la religión41.

El romanticismo y las mujeres que escribían El romanticismo neogranadino, que proclamaba la libertad del yo y la contravención al orden establecido, permaneció fiel a los principios patriarcales de contención del «sexo débil». La sen- sualidad que expresaban los versos de Agripina no era común entre las mujeres que escribían. La ideología del «ángel del hogar»42, que fijaba las cualidades inherentes a la reproducción, saturaba la literatura romántica de la época e impedía a las mujeres expresar deseos, emociones y experiencias distintas a las relacionadas con la religión o el hogar. Los periódicos para mujeres se habían pro- puesto contribuir a su educación, despertar su amor por la lectura y crear espacios para la formación de un público femenino lector; algunos números fueron redactados por señoras que usualmente participaban con artículos y poesías. Las mujeres eran muy impor- tantes para el sostenimiento de las publicaciones periódicas, como lo sugiere el alto número de suscriptoras de La Caridad, que en junio de 1865 llegó a la alta cifra de 427, algo más de la mitad de la suscripción masculina, que fue de 825. La cifra puede haber sido

39 Agripina Samper, bajo el seudónimo Pía Rigan, en un artículo titulado «Sofía», escribe sobre Lamartine en términos elogiosos. En Acosta Peñaloza, Lectores…, 119. 40 Samper, Diario íntimo…, 296. 41 Samper, Diario íntimo…, 296. 42 «El ángel del hogar» es el título del libro de Bridget Aldaraca, que a su vez lo toma de Virginia Woolf cuando describe a las mujeres victorianas. Véase Bridget Aldaraca, El ángel del hogar: Galdós y la ideología de la domesticidad en España (Madrid: Visor Distribuidores, 1992).

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mayor, teniendo en cuenta que algunos hombres se suscribían para evitar que el nombre de sus esposas o hijas apareciera en los listados de suscriptores que eran públicos. Los periódicos publicaban novelas románticas de autores europeos que eran las delicias de las jóvenes santafereñas, aunque la Iglesia y los lectores piadosos se oponían a la propagación de las ideas románticas que saturaban las novelas, espe- cialmente las francesas43. En El Mosaico, terreno de oposición entre clásicos y románticos, se criticaba la influencia de las novelas fran- cesas, debido a que podían infiltrarse en la mente de las inocentes jó- venes «sensaciones e ideas de un lúbrico sentimentalismo que antes era desconocido»44. María del Pilar Sinués, una colaboradora del pe- riódico, aconsejaba combatir la melancolía que producía la lectura de novelas con la laboriosidad y buscando en el fondo del corazón aquellos sentimientos poéticos auténticos que eran la única fuente de la felicidad de la mujer45.

43 José Eusebio Caro, el poeta romántico por excelencia, también criticaba acerbamente las novelas, que él llamaba un «fenómeno moderno, modernísimo», y las consideraba un enorme error para la buena marcha moral de la sociedad. Su hijo, Miguel Antonio Caro, a su vez, censuraba veladamente a su padre por sus veleidades románticas que atribuía a su juventud. Miguel Antonio, que se convertiría en el paladín del espíritu cristiano de las costumbres colombianas, consideraba que el género novelesco era esencialmente nefasto para el género humano. David Jiménez, Historia de la Crítica literaria en Colombia (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia / Instituto Colombiano de Cultura, 1992), n. 108, 66. 44 «El álbum», El Mosaico 17 (2 de mayo de 1860), 135, citado en Acosta, Lectores…, 129. 45 María del Pilar Sinués, «La felicidad de la mujer», El Mosaico 33 (13 de agosto de 1859), 268, citado en Acosta, Lectores…, 129. En La Caridad, que publicaba artículos de religión, moral, costumbres, artes, novelas «de los más afamados escritores» y repertorios para la familia, se publicó una colección de poesías y artículos en prosa escritos por mujeres, cuyo producto estaba destinado a contribuir a bazares de la Sociedad de San Vicente de Paúl. Allí aparecieron los nombres de las mujeres que colaboraban en las distintas publicaciones de la ciudad dedicadas al «bello sexo»: Agripina Montes del Valle, Belisa Eufemia Cabrera de Borda, Hortensia Antomarchi de Vásquez, Indalecia Camacho, Josefa Acevedo de Gómez, Josefa del Castillo (religiosa), Soledad Acosta de Samper [Aldebarán], Magdalena Urrutia, María Mercedes de Suárez, Mercedes

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Las mujeres y el amor en las obras de ficción de Soledad Acosta de Samper En las obras de ficción de Soledad Acosta de Samper las mu- jeres eran las protagonistas. En ellas, la autora rehusaba seguir los parámetros preestablecidos que representaban a las mujeres como ángeles y, en cambio, se refería a ellas como personas complejas, susceptibles de errores, pero también de enmienda. Soledad, a dife- rencia de la escritura normativa para el «bello sexo», orientaba a sus protagonistas a su autoconocimiento, a través de la experiencia46. Soledad Acosta de Samper se alejaba de los arquetipos idealizados que halagaban la belleza, la inocencia y la pasividad femenina, sin penetrar en la complejidad psíquica ni en la densidad humana de las mujeres. En sus novelas, la autora se refería a la violencia psico- lógica, a la fuerza incontenible del amor, a los deseos insatisfechos y a los problemas que la belleza física ocasionaba cuando no iba acompañada de otras cualidades más duraderas. Los temas que subyacían en sus obras de ficción tenían que ver con la ilusión y con el destino de las jóvenes: el amor y el matrimonio; pero, como en la vida real, los conflictos, las frustraciones, las decisiones erradas hacían parte de la vida de las mujeres y eran presentados con in- tención didáctica. La propuesta de Soledad no era la subversión al patriarcado sino la crítica a los hombres, por pretender asumir la vocería de las mujeres y la definición de una feminidad que se aco- modara a sus propios intereses. Soledad, ferviente católica, fuerte- mente arraigada dentro de una clase burguesa y formada dentro de las tradiciones culturales de la época, abogaba por la fuerza de las mujeres en sus lugares domésticos y por la necesidad de encauzar el amor hacia el matrimonio.

Vargas Villegas, Agripina Samper [Pía Rigan], Rafaela Restrepo, Rosa Silveria Espinosa de Rendón y Waldina Dávila de Ponce. 46 Flor María Rodríguez-Arenas, «Soledad Acosta de Samper, pionera de la profesionalización de la escritura femenina colombiana en el siglo XIX: Dolores, Teresa la limeña y El corazón de la mujer», en Soledad Acosta de Samper. Escritura, género y nación en el siglo XIX, ed. por Carolina Alzate y Montserrat Ordóñez (Bogotá: Iberoamericana / Universidad de los Andes, 2005), 238. La poesía era el género preferido por las mujeres.

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Su novela El corazón de la mujer. Ensayos psicológicos47 se- compone de historias entretejidas de seis mujeres: Matilde, Ma- nuela, Mercedes, Juana, Margarita y doña Isabel, y en ellas se exploran «los mundos incógnitos» del alma y el corazón de esas mujeres. Algunos aspectos interesantes que se revelan en la ma- yoría de esas historias son la importancia del amor como con- dición necesaria para el matrimonio, la felicidad de la familia y el cuestionamiento del matrimonio por conveniencia. Las mujeres de la novela se afianzaban en la virtud y en el sufrimiento, este último era condición connatural a las mujeres y estaba presente en todas las etapas de la vida: La mujer tiene cuatro épocas: en la niñez vegeta y sufre; en la adolescencia sueña y sufre; en la juventud ama y sufre; en la vejez comprende y sufre. Pero el sufrimiento se compensa con el candor [infantil] que hace olvidar; en la adolescencia, con la poesía que todo lo embellece; en la juventud con el amor que consuela; en la vejez con la resignación.48

Las protagonistas de sus historias encontraban, con más faci- lidad que los hombres, el consuelo a sus sufrimientos en la religión. Pero como señala Gómez Ocampo, no aparecen en la novela figuras patriarcales fuertes, y a diferencia de los hombres, las mujeres de la novela son ejemplos de resistencia, de estabilidad y de permanencia. Percibimos en las obras de ficción de Soledad que la novela servía para orientar a las mujeres en el camino del amor. Interesa se- ñalar que el tema de sus novelas era enseñar a las mujeres a navegar en el mar inexplorado de los sentimientos rescatando la superio- ridad de la virtud femenina sobre la masculina, ya que los hombres eran más propensos a ser esclavos de su propias pasiones. Sus no- velas, aunque inspiradas en un profundo catolicismo, encierran una

47 Soledad Acosta de Samper, «El corazón de la mujer. Ensayos psicológicos», en Novelas y cuadros de la vida suramericana (Bélgica: s. e., 1869). 48 Soledad Acosta de Samper, El corazón de la mujer. Ensayos psicológicos, citado en Gilberto Gómez Ocampo, Entre María y la Vorágine: la literatura colombiana finisecular: 1886-1903, (Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, 1988), 128.

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impugnación a la realidad y un esfuerzo de remodelación de la vida personal de las mujeres. A diferencia de la prédica religiosa de la pasividad del género femenino, Soledad creía en la inteligencia de las mujeres y en su capacidad de tomar decisiones. Hacia mediados de siglo, las formas de sociabilidad burguesa que observábamos en el capítulo anterior adquirieron perfiles ní- tidos. En el periodo florecieron organizaciones que cimentaron las estructuras de la esfera pública y que generaron los supuestos cultu- rales y políticos que informaron la vida tanto en los espacios públicos como privados. Las nuevas fraternidades, como la logia masónica, los clubes, los cafés, fueron refugios emocionales masculinos. No obstante, la amistad que se profesaba entre ellos carecía del tono sentimental naturalista de la época de Francisco José de Caldas y se basaba en principios de racionalidad y de virtud ciudadana. También se alejaba de los modelos heroicos de la generación de la Independencia. La nueva masculinidad se centraba en la razón, en las ideas de progreso nacional y en un mayor autocontrol emocional y físico. La tribuna, la expresión escrita en periódicos y publica- ciones de carácter político y literario, fueron los medios de difusión de la generación de medio siglo. El poder de la palabra escrita, a dis- posición de los nuevos orientadores de la nación, ayudaron a definir de forma clara y precisa el campo de lo masculino y lo femenino. Mientras los asuntos ligados a la razón de Estado permanecieron en territorio masculino; las emociones, los afectos, las virtudes y la felicidad doméstica se volvieron asuntos exclusivos de las mu- jeres. El romanticismo, movimiento cultural que se rebelaba contra los excesos del racionalismo burgués, estableció puentes emocio- nales entre los géneros y permitió que algunas mujeres de la élite pudieran expresar, en espacios antes exclusivos de los hombres, su subjetividad, sus ideas y sentimientos sobre la nación. El hogar era el espacio donde las mujeres desplegaban su sensibilidad romántica, y la vida familiar se volvió más íntima, más informal, más volcada hacia sí misma. Sin embargo, entre las familias conservadoras, el control de la Iglesia sobre las mujeres seguía atándolas a formas tra- dicionales de relaciones, como fue el caso de Blasina Tobar, esposa de José Eusebio Caro. A ellos me refiero enseguida.

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Blasina Tobar y José Eusebio Caro (s.f.) (1817-1853) Composición a partir de imágenes individuales. «¡Y tú no sabes cómo yo te amo!»*

¡Oh Blasina!, ¡mi dulce amiga!, ¡esposa mía!, ¡amada de mi corazón!, ¡no, tú no sabes, tú no puedes saber todo el imperio que ejerces en mi alma, toda la felicidad que puedes darme, cuán desdi- chado me podrías hacer! Esa carta que me has escrito la tengo sobre mi corazón y siento que lo quema […].1

José Eusebio Caro no recibía carta de su enamorada desde hacía cinco meses, y presa de «la mayor ansiedad y agitado de los más contradictorios y turbulentos deseos»2, estaba a punto de de- sertar del ejército y regresar a Bogotá. La Guerra de los Supremos (1839-1842) estaba en su fase final, y Caro, que peleaba del lado del gobierno conservador de José Ignacio de Márquez, no veía la hora

* José Eusebio Caro, Poesías (Bogotá: Imprenta de Ortiz, 1857), Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/ literatura/jepoe/jepoe65.htm (consultado el 23 de julio del 2011). 1 Caro a Tobar, Ocaña, 3 de diciembre de 1841, en Simón Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro. Epistolario (Bogotá: Ministerio de Educación Nacional / Editorial ABC, 1953), 64. 2 Caro a Tobar, Ocaña, 3 de diciembre de 1841, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 64.

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de regresar al lado de la reticente Blasina. Aunque la carta enviada por ella era de apenas cuatro renglones, en los que solo le contaba sobre su reciente enfermedad, Caro presentía que la batalla por el corazón de Blasina se podía ganar, como en efecto sucedió. El ascenso del liberal José Hilario López a la presidencia de la Nueva Granada en 1849 probó ser funesto para José Eusebio Caro, el hijo de Nicolasa Ibáñez y de su desafortunado marido, Antonio José Caro3. El joven era entonces una figura importante en la escena política y cultural de la Nueva Granada. Junto con Mariano Ospina Rodríguez habían formulado los principios ideológicos del Partido Conservador en octubre de 1849, y se destacaba entonces como polemista apasionado a la vez que como sesudo analista de la vida nacional. Siendo entonces una de las voces más autorizadas del conservatismo, y la más vehemente, atacó por los medios es- critos a su disposición al nuevo régimen. Su confrontación con miembros del partido triunfante, particularmente con José María Samper, lo envolvieron en pleitos judiciales, y ante el temor de ser encarcelado, prefirió huir del país4. Durante su expatriación en los Estados Unidos, José Eusebio sostuvo una correspondencia per- manente con su esposa Blasina Tobar. Las cartas develan aspectos íntimos de su relación conyugal y familiar, así como sus interpreta- ciones pesimistas sobre el futuro de la Nueva Granada. En este capítulo analizo aspectos de la vida de José Eusebio Caro y de Blasina Tobar, afectada por el ascenso de los liberales al poder y por el descalabro sufrido por los conservadores, que obligó

3 Véase el capítulo cuarto para recordar la historia de Nicolasa Ibáñez y Antonio José Caro. 4 Los acontecimientos que ocasionaron su salida del país son relatados por Samper en Historia de un alma, 1: 241-244. Al parecer, Caro acusó a Samper de haberse amotinado y viciado el resultado del juzgamiento de un conservador de apellido Cárdenas, quien había sido inculpado de calumniar al jefe de la policía de Bogotá, Camilo Rodríguez. Samper, quien al parecer se encontraba dictando clases en la universidad a la hora del juicio, consideró el hecho como una afrenta a su honor, y exigió una retractación pública de Caro a través de su periódico La Civilización. Caro se negó de forma rotunda, prefiriendo dejar el país antes que someterse a un juicio que, presentía, lo conduciría a la cárcel.

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a muchos a tomar el camino del destierro. La corta pero intensa incursión de Caro en la arena política en un momento coyuntural de la historia del país y sus conexiones con altos miembros del conservatismo, hacen de él un testigo de excepción y un intérprete válido de la realidad nacional, tal y como la veían los opositores del gobierno liberal. Pero la mayor riqueza que ofrece Caro es su excepcional estatura intelectual y una especial sensibilidad, que lo convirtieron en el iniciador y representante de más alto vuelo del movimiento romántico en el país, y como afirman muchos autores, en figura sobresaliente del romanticismo hispanoame- ricano5. Su talante romántico nos deja penetrar en su vida per- sonal; sus versos son un diario de su vida íntima, de un mundo interior de angustias insondables que lo consumieron tempra- namente. Los poemas a Blasina y las cartas que intercambiaron por espacio de dos años y medio reflejan cadencias nuevas en las relaciones de pareja y en las expectativas sentimentales, todavía dispares, entre hombre y mujeres. En su accidentada trayectoria vital, que corrió paralela con la agitada situación política de la Nueva Granada, se encuentran las claves de la personalidad romántica de José Eusebio Caro. Tenía de Nicolasa Ibáñez, su madre, el carácter apasionado y vehemente. Pero ella, en sus escritos, en sus poemas, sería una figura secundaria. El padre, Antonio José Caro, influiría en sus valores religiosos, en sus persuasiones políticas y en su manera de habitar el mundo. La pérdida del padre, cuando él tenía 13 años, y su anhelo por un reen- cuentro en el más allá con quien fuera su anclaje terrenal marcarían una vida atormentada que se refleja en su obra poética. Caro no tuvo una infancia feliz. Cuando sucedió el conflicto familiar de sus

5 Refiriéndose al aporte del romanticismo de Caro, dice Abel Naranjo Villegas: «De su poesía podemos tener los reparos que se quiera desde nuestro gusto contemporáneo pero, en todo caso, él aparece, a juicio de la crítica más autorizada, europea y americana, como el primer gran lírico del amor que apareció en la América Latina». Citado en José Luis Martín, La poesía de José Eusebio Caro. Contribución estilística al estudio del romanticismo hispanoamericano (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1966), 101.

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padres (véase capítulo cuarto), José Eusebio quedó a cargo de An- tonio José, su padre. La pobreza, el resentimiento del marido contra la ausente esposa, el aislamiento escogido por el padre, su ceguera, el oficio de lazarillo que tuvo que asumir el pequeño y la madre ausente dejarían huellas imborrables en el carácter del hijo, que se rastrean tersamente en su obra poética. Pero el padre también se ocupó de darle una educación rigurosa. Él lo inició en la lectura de autores clásicos y en los rudimentos del latín, francés e inglés. Su formación superior la adquirió en el colegio de San Bartolomé, en donde estudió Filosofía, Ciencias políticas y civiles, Economía y Legislación. Allí terminó sus estudios de jurisprudencia, pero sus dificultades económicas le impidieron graduarse de abogado. In- gresó de lleno a la actividad política y cultural a la temprana edad de 19 años con la publicación, en compañía de José Joaquín Ortiz, del semanario La Estrella Nacional. En este periódico, y luego en el semanario El Granadino, empezó a publicar sus poesías junto con artículos puntuales con los que entraba en el debate político; allí exponía sus puntos de vista sobre la educación, la economía, la re- ligión y la administración del Estado.

José Eusebio Caro, el poeta Pero es en su producción poética donde hallamos, en niveles más profundos, sus reflexiones filosóficas sobre la política, la re- ligión, el amor filial y conyugal, la vida, la soledad y la muerte6. En su adolescencia, Caro cantaba a la patria con el mismo ardor con que la habían glorificado los románticos de la generación in- dependentista7. El tema predominante en esos versos era la gesta heroica de la emancipación. Caro cantaba a Junín8, al Chimborazo, al general Sucre, y exaltaba a la raza indígena en el poema «En boca del último Inca». La libertad era el hilo que enlazaba sus poemas

6 La interpretación de la producción poética de José Eusebio Caro se apoya en el completo trabajo de Martín, La poesía de José Eusebio Caro... 7 Más acertadamente se debería hablar de miembros de la generación prerromántica, como Luis Vargas Tejada y José Fernández Madrid. 8 La Batalla de Junín, en 1824, en la que Bolívar derrotó al general José de Canterac, fue la última batalla del Libertador.

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de esa época, y las imágenes en que se apoyaba para celebrarla pro- venían de la exuberante y agreste naturaleza americana. El cóndor, los volcanes, las imponentes montañas, el sol abrasador, las selvas y el mar eran símbolos autóctonos que abundaban en su temprana producción referida a la patria, y eran imágenes de fuerza, de valor, de lucha contra la tiranía española. En su juventud, de lleno ya en una actividad política parti- dista, cuando tenía que defender su proyecto conservador y con- frontarlo con la visión liberal de Estado, sus conceptos sobre la libertad tomaban tierra. Defendía la libertad de cultos para pro- mover la inmigración de europeos no católicos a la despoblada Nueva Granada; clamaba por la separación de la Iglesia y el Estado, pero consideraba que la educación religiosa y moral debía quedar en manos de los clérigos. Caro, que en sus días de colegio había defendido las doctrinas utilitaristas de Jeremy Bentham, en su ca- lidad de legislador decía: «Dejaos de moral utilitaria; no hay más doctrina moral que el evangelio ni más moral que el decálogo»9. Defendía un peculiar proyecto de democracia sintetizada por él en dos palabras: «Pies y cabeza». La cabeza era la República y los pies eran el pueblo. La cabeza debía reforzarse con un ejecutivo fuerte, para lo cual pedía que se aumentara el término del mandato presi- dencial de cuatro a ocho años. Comparaba a la República con una gran escuela, en donde el maestro (el Gobierno) debía ser sabio para enseñar y fuerte para reprimir. Sus ideas sobre el papel del Estado en la educación emanaban de su peculiar interpretación del Emilio, de Jean-Jacques Rousseau. Este confería un papel central al tutor, quien supervisaba y controlaba las experiencias del niño en su propio esfuerzo por superar las dificultades y aprender de ellas.

9 José Eusebio Caro, «Sobre los principios generales de la organización que conviene adoptar en la nueva Constitución», en Jaime Jaramillo Uribe, Antología del pensamiento político colombiano (Bogotá: Talleres Gráficos del Banco de la República, 1970), Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/politica/pensa/pensa6.htm (consultado el 24 de julio del 2011). Documento que envió Caro a José Rafael Mosquera, impulsor del proyecto de reforma constitucional en 1842, el cual era objetado por algunos conservadores.

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Las tareas del tutor cesaban cuando el alumno se hacía hombre y se hallaba listo para ejercer su ciudadanía, basada en el Contrato social entre este hombre de mente esclarecida y el Estado. Caro, desvir- tuando el principio de la educación para la autonomía que emanaba del Emilio, confería al Estado el papel de tutor eterno: «[…] ¡[Y]o conozco en la sierra un ayo [tutor] que nunca enferma, que nunca muere, que nunca se ausenta, que puede dedicarse completamente a velar sobre su alumno […]! ¡Ese ayo se llama gobierno y su alumno es el pueblo!». En forma, por demás ilusoria, Caro definía tareas: «El gobierno que conserve el orden mientras que el pueblo trace el aprendizaje de la libertad […]. ¡Pies y cabeza! ¡Libertad y orden!»10. Los versos del exilio sobre la patria y la política destilan des- ilusión y amargura. Aunque vive informado del acontecer político del país a través de la correspondencia con su esposa y con sus co- partidarios, la sensación de impotencia, de inacción y de abandono empañan sus días. De esa época data su último poema político, «La Libertad y El Socialismo», «la tal oda es la más fuerte que yo he escrito en toda mi vida», decía Caro desde Brooklyn11. En él arre- metía frontalmente contra los liberales José Hilario López, a quien llamaba tirano y fariseo infame; y José María Obando, «uno de los mayores monstruos que ha producido nuestro siglo». Recuerda otra vez los acontecimientos del 7 de marzo de 1849, día en que los liberales se tomaron el poder, y reiteraba su concepto de libertad como la «perfecta obediencia a los preceptos de Cristo y la perfecta imitación de su vida»12. Pero si su poesía política es colérica, sus versos al amor, que llenan la mitad de su obra, hablan de melan- colía, de desesperanza, de soledad y de orfandad. El amor del huérfano por el padre ido, el gran vacío espi- ritual que le dejó la temprana desaparición de su progenitor, fue

10 Caro, «Sobre los principios generales de la organización…». 11 Caro a Tobar, Brooklyn, 24 de abril de 1851, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 147. 12 Caro, Poesías. En notas escritas por Caro a las estrofas del verso, véase a Miguel Antonio Caro, Estudios Literarios, vol. 2 de Obras completas (Bogotá: Imprenta Nacional, 1945).

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tema perenne en su obra. En el poema «El huérfano sobre el ca- dáver», escrito a raíz de la muerte del padre, expresa esa pérdida irreparable: «Un ser sobre la tierra que me amare como me amaste tú buscaré en vano […]»13. En poemas como «El ciprés», «Capa rota», «Desesperación», composiciones de su juventud, la añoranza por el padre continuaría pero expresada ahora con se- renidad14. La fidelidad a la memoria del padre continuaría en el exilio, en donde compuso «Después de veinte años», poema con el que terminaba la búsqueda del padre muerto porque este final- mente se había fundido con el poeta. Y un pensamiento extraño me ha venido Que ni se si me aflige o me consuela: Y es que vives aún ¡oh padre mío! Y andas con otro nombre por la tierra. Que estás resucitado y transfundido; Que en otro ser te mueves, hablas, piensas, Que ese soy yo; que somos uno mismo; Que tu existencia ha entrado en mi existencia.15

Blasina (Delina, en sus poemas), su único amor, fue la desti- nataria de gran parte de las composiciones de José Eusebio sobre la mujer. Sus poemas, como lo señalara José Luis Martín, no son confesionales; expresan un lirismo sugerente, exento de sentimen- talismo. Caro celebró con el poema «La he vuelto a ver» su primera visita formal, después de un año de ausencia obligada por su parti- cipación en la Guerra de los Supremos, y cuando la evasiva Blasina al fin había aceptado su cortejo: ¡La he vuelto a ver! ¡Hoy otra vez la he visto! Mas esta vez no ya por vez postrera; Que hasta el instante mismo en que yo muera Todos los días volveré a sus pies.

13 Caro, Poesías. 14 Para ampliar el tema de «el poeta ante el amor», véase Martín, La poesía de José Eusebio Caro, 159-209. 15 Caro, Poesías.

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Cual vive el eremita al pie de Cristo. Mi vida entera pasará su lado: ¡Ella, presente, porvenir, pasado!, ¡Ella en el mundo mi ángel guardián es! ¡No hay objeción, ni estorbo, ni reparo! ¡Ah, nada importa mi tenaz desdicha! ¡Ella es mi fin, ella es la misma dicha! ¡Y ya la he visto, y quiero ser feliz! ¡Más yo feliz…! ¡Feliz, feliz un Caro! Hay una maldición contra mi raza, Que en su anatema a todos nos abraza Y escribe en nuestras frentes, ¡infeliz! […].16

Blasina representa la finalización de sus desdichas pero no la felicidad completa. El tema de la insatisfacción del amor se repetiría en su poema «Proposición de matrimonio». Aunque expresaba allí el poder de Delina para liberarlo del recuerdo del padre, el amor por ella parecía no llenar su inmenso vacío interior: ¡Y tú no sabes cómo yo te amo! ¡Oh! ¡Más que patria, amigos, deudos, madre! ¡Más que la sombra misma de mi padre! ¡Más que la gloria, el mando, el saber!

¡Ah! y ese amor tan vasto y noble, empero No llena más de mi alma el gran vacío ¡Que el cauce seco de un inmenso río ¡Puede llenar del campo un vil raudal!17

La composición «La bendición nupcial» no es propiamente una oda al amor. La ocasión tan deseada por Caro, la importancia del paso que estaba dando, lo llevaron a reflexiones filosóficas sobre el sentido de la vida, la fugacidad del tiempo, la fragilidad del hombre y la angustia de la muerte. La concepción de su primer hijo

16 Caro, Poesías. 17 Caro, Poesías.

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inspirará el poema «La bendición del feto», saturado igualmente de cavilaciones filosóficas: ¿De dónde vienes? ¿Sales de la nada? ¿Hay —nada pues? hay— cosa así llamada? La nada es el no-ser; ¿puede existir? ¿Puede ser fecundada? ¿Y un vacío Inerte, mudo, tenebroso, frío Luz, mente, vida puede producir?18

Pero si el vuelo filosófico más que expresión de los afectos eran los rasgos característicos de la poesía de Caro, en sus cartas se nos revela como un ferviente y apasionado novio y esposo.

Blasina, el único amor Como le ocurrió a Soledad Acosta (tema del siguiente capítulo), José Eusebio fue víctima de las flechas de cupido en el instante mismo en el que escuchó la voz de Blasina. En Filadelfia, durante los años del exilio, cuando no podía apreciar la belleza de esa ciudad porque tenía empañada la visión por la nostalgia, Caro rememoraba ese primer encuentro: Volvía a ver la tarde en que por primera vez te conocí, cuando por primera vez oí tu voz tan dulce en el balcón, cuando se me obligó a que entrara […], y yo deseaba entrar y sin embargo entré temblando, porque esa voz tan dulce, esa voz que oía entonces por la primera vez, lo había dicho todo a mi corazón! [...] [C]uando por primera vez me senté a tu lado, cuando yo, pobre miope desde la infancia, pude ver tu figura radiante cerca de mí! [...] Sí, volvía a verte cual eras entonces, cuando comprendí todo lo que valía tu amor, cuando tímido adolescente, estudiante que ignoraba el arte de hacerse amar, hubiera dado mi sangre toda por poseer una varita mágica que al tocarte te hubiera animado con el amor […].19

18 Caro, Poesías. 19 Caro a Tobar, Cartagena, 11 de diciembre de 1850, en Margarita Holguín y Caro, Los Caros en Colombia. Su fe, su patriotismo, su amor (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1953), 85.

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Blasina estaba comprometida en matrimonio con el rico joven payanés, Rafael Martínez. Con tenacidad y versos de gran factura, José Eusebio logró, no sin dificultad, ganar su corazón. Después de tres años de cortejo en los que el joven sentía que había pasado todas las pruebas posibles, Blasina aún no se decidía a aceptarlo como novio, y José Eusebio, desesperado, le escribió: El corazón de Ud. […], el amor de Ud. […], ¿[p]ara qué de- searlo con tanto furor? ¿Qué se saca de consumirse sin fin en deseos impotentes? Después de haberla amado a Ud. cuanto soy capaz de amar, después de tres años de una pasión jamás desmentida, hoy esa pasión que Ud. inspiró arde en mi con más violencia que nunca; ha penetrado toda mi sustancia, late con mi corazón, circula con mi sangre […].20

Ante la indecisión de Blasina, José Eusebio le escribiría a su padre solicitándole la mano y expresándole el deseo de conver- tirse en un hijo más de la familia Tobar. La respuesta del padre fue: «Hable Ud. con ella, ese es negocio que debe resolverlo ella, no yo». En carta posterior sabemos que Blasina finalmente decidió aceptarlo en matrimonio y que la ceremonia tuvo lugar el 3 de febrero de 1843, después de tres años de noviazgo. Para el apa- sionado joven por fin llegaba «[e]se día espléndido, soberano, magnífico, ese día yo podré poner la mano sobre Ud. que ya me pertenece, ella es mía, aquí está, a mi vista, en mi casa, a mi lado, en mi poder […]»21. El rasgo característico del amor romántico, la proyección de una relación de largo plazo orientada hacia un futuro común, se devela en los poemas de Caro. Interesa señalar aquí que José Eusebio, a di- ferencia de Nicolasa, su madre, buscaba la realización y la perma- nencia de su amor en el matrimonio. La pasión que experimentara Nicolasa por el general Santander era de naturaleza más libre y no necesitaba de compromisos legales. Los tiempos habían cambiado,

20 Caro a Tobar, Honda, 1.° de marzo de 1841, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 63. 21 Caro a Tobar, Honda, 1.° de marzo de 1841, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 65.

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como también las nociones sobre lo permitido y lo prohibido en las expresiones del amor. Ahora, la gran pasión de José Eusebio debía ser satisfecha dentro del matrimonio. Las dulces cadenas que de- seaba José Eusebio no soslayan el poder de posesión sobre Blasina. El matrimonio, aun bajo las nuevas exigencias del amor, ponían a las mujeres bajo el dominio del marido. No hay dudas, como ve- remos más adelante, que Blasina ejercía un poder extraordinario sobre su marido, pero el suyo era un poder personal que se circuns- cribía al mundo de lo íntimo y que no tenía repercusiones sociales. ¿Quién era la mujer que había inspirado esa pasión devoradora en el joven? Blasina era hija de Miguel Tobar y Serrate, jurista con- servador de amplia trayectoria pública desde los tiempos de la Inde- pendencia y quien fuera diputado al Congreso en 1821 y 1830, fiscal de la Alta Corte de Justicia y procurador general de la nación; y de doña Rosa Pinzón. Sobre los años anteriores a su noviazgo con Caro no existe información. Probablemente se educó en el Colegio de La Enseñanza, donde estudiaban las hijas de las familias más distin- guidas de la capital. Sus cartas revelan una educación formal defi- ciente. El enlace de los jóvenes unía a dos familias prestantes pero sin mayores bienes de fortuna. La pobreza de la familia Caro era proverbial. Su padre, Antonio José, como fue señalado en otro ca- pítulo, dependió económicamente de Nicolasa Ibáñez, su esposa, durante sus últimos años; Rafael Caro, tío de Antonio José, con- signó en su diario los pormenores de la enfermedad y muerte de su sobrino, revelando intimidades de la precariedad de su propia existencia, como la de haberse visto impedido a asistir al entierro del sobrino por carecer de zapatos y medias22. Es de suponerse que los ingresos de José Eusebio en el momento de su matrimonio eran escasos, pues quien compró los muebles para el nuevo hogar fue Antonia Cabrera, hermana del primer esposo de doña Rosa, la madre de Blasina, y quien era dueña de una panadería. Ese mobi- liario sería heredado por los hijos de José Eusebio23. Zoila, hermana

22 Mier, «Diario de Rafael Caro». 23 Fernando Galvis Salazar, José Eusebio Caro (Bogotá: Imprenta Nacional, 1955), 78.

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de Blasina, acudía a menudo a solucionar las angustias moneta- rias de su querido cuñado. Una de las quejas constantes en las cartas de José Eusebio era su escasez de recursos, que le impedía llevar a su familia a vivir a los Estados Unidos o emprender actividades comerciales que le produjeran renta. Clímaco Ordóñez, el esposo de su hermana Manuela, era el único miembro de la familia que, además de una rutilante carrera política, tenía una sólida fortuna económica. Su muerte temprana constituyó un duro golpe para José Eusebio, pues contaba con su ayuda para iniciar negocios de importación de artículos de consumo desde Europa. Sus angustias monetarias no eran, sin embargo, comparables a los dolores oca- sionados por la separación de Blasina.

La ausencia Desde su exilio en Nueva York, después de casi dos años de haber salido de la Nueva Granada y de un intento frustrado de re- torno, José Eusebio, preso de la nostalgia, le escribía a su esposa: Mi dulce y adorada Blasina de mi corazón: ¿Cómo podré ex- presarte lo que te pienso, lo que te quiero, cómo podré darte una idea de esta especie de presencia permanente en que estás delante de mi alma o en que está mi alma delante de tí? ¿Cómo podré hacerte comprender esta especie de locura, de tenaz monomanía tanto más poderosa cuanto más despejada está mi cabeza y más robusto está mi cuerpo porque no es enfermedad sino pasión? El amor, el amor apasionado es una especie de locura y yo estoy loco. A todas horas te veo, cuando me despierto, cuando estoy leyendo, cuando paseo, cuando cierro los ojos para dormir […].24

El fervor que José Eusebio profesara por Blasina desde su enlace matrimonial, parecía aumentar con los años. Ella, como otras esposas de la generación romántica, era la heroína de una his- toria de amor singular, la depositaria de un poder escasamente re- conocido a las mujeres que la antecedieron. José Eusebio, a su lado,

24 Caro a Tobar, Nueva York, 28 de abril de 1852, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 196.

214 «¡Y tú no sabes cómo yo te amo!»

había encontrado finalmente el hogar que nunca tuvo. La «dulzura incomparable de los afectos domésticos»25 lo llevaba a hablar del matrimonio como el estado ideal al que, en cualquier situación, el hombre tendía irresistiblemente: El amor, embelleciendo la vida, suavizando sus penas; la pa- ternidad, dando al amor un objeto y un pábulo legítimo; el trabajo campestre que robustece el cuerpo, moraliza el corazón y sostiene la familia; amor, paternidad, trabajo; esa es la vida de familia, la vida patriarcal, ese es el estado natural del hombre, ese es en la tierra el término de todas nuestras aspiraciones y lo que puede hacernos creer en la dicha en este mundo.26

Expresaba bien José Eusebio el ideal de la familia burguesa: el hogar como remanso de paz donde se hallaba la verdadera felicidad y donde las emociones positivas fluían a raudales. El racionalismo in- trodujo matices importantes a la idea de la separación de las esferas, como observamos en el caso de don Rufino Cuervo. Con el romanti- cismo adquirió nuevas formas. La racionalidad fría de la separación de funciones se sustituyó por una nueva intimidad conyugal, ali- mentada por el deseo y la satisfacción emocional de la pareja. La abrupta separación de la pareja y la soledad en tierras ex- trañas exacerban el amor de José Eusebio. Sus cartas desde el exilio eran testimonio de una pasión desbordada que lo hacía feliz pero que a la vez lo llenaba de tribulaciones: La dicha de ser tu esposo no la cambio por ningún otro bien en el mundo. No temas que la ausencia varíe mi corazón, mi corazón ha sido y es siempre tuyo […]. Oh! con qué impaciencia aguardo tus cartas para besarlas, para regarlas con mis lágrimas, para dormir con ellas puestas sobre en mi pecho, sobre mi corazón. Oh! ¡Cómo te quiero!27

25 Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 118. 26 Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 118-119. 27 Caro a Tobar, Nueva York, 21 de agosto de 1850, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 79.

215 Guiomar Dueñas Vargas

Desde que salió de la Nueva Granada vía Maracaibo, la falta de su esposa se le hacía insoportable: Dormido, despierto, en todas circunstancias, a todas horas, tu imagen está presente en mi espíritu y para decírtelo de una vez, jamás me he sentido tan infeliz como ahora […]. [E]l amor tan como yo lo siento por ti es una verdadera desgracia; ¡hace siete años que estamos casados y la llama funesta arde más viva y más pura en mi corazón!28

Desde su llegada a Nueva York, la idea de regresar al país para reunirse con su familia lo obsesionaba. Quería enfrentarse a la jus- ticia y demostrar su inocencia. La muerte de su cuñado, Clímaco Ordóñez, y la urgencia de hacerse cargo de su hermana viuda y sus sobrinos lo incitaron a regresar a Cartagena a finales de 1850. Caro, desesperado por ver a su familia y todavía impactado por la muerte de Clímaco, quien había muerto de fiebre amarilla en Santa Marta, decidió regresar a la Nueva Granada. Pero su viaje final a Bogotá se frustró. Antes de salir el vapor que lo llevaría de vuelta al interior del país, recibió informaciones sobre la grave situación de orden público en la capital. El barco en el que pensaba trasladarse fue de- tenido y sus sueños de abrazar a la esposa y a los hijos, y de recobrar sus derechos de ciudadano en pleno ejercicio se esfumaron en el aire. Su amargura era infinita: «Mañana me embarco con Torres para volver a los EE.UU. Mi corazón esta despedazado. Esta nueva ausencia de la Nueva Granada me es mil veces más dolorosa que lo que fue la primera […]»29. Para José Eusebio, el nuevo dolor re- sultaba peor que la misma muerte. ¡Feliz Torres que no tiene más dolor que el de una herida! ¡Que no corre más peligro que morir! Que no lleva a donde quiera este volcán inextinguible que me consume; que no halla, siempre inter- puestas entre sus ojos y el espectáculo del mundo, las sombras fan- tásticas del mundo interior, de la vida en familia que se ha perdido,

28 Caro a Tobar, Maracaibo, 10 de julio de 1850, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 74. 29 Caro a Tobar, Cartagena, 11 de diciembre de 1850, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 84.

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de la esposa ausente, de los hijos, de los dulces niños cuya voz no se ha vuelto a oír!30

Los dos años que siguieron a su malogrado intento de volver fueron especialmente amargos para Caro. A la frustración de no haber podido estrechar entre sus brazos a Blasina, se sumaba la in- terceptación de la correspondencia que interrumpía las comunica- ciones entre la pareja. Los planes de los conservadores de alzarse en armas contra el régimen liberal habían tomado fuerza, y el Gobierno, a su vez, perseguía a las cabezas del conservatismo y vigilaba e in- terfería la correspondencia de los emigrados. La interrupción pro- longada del diálogo entre los esposos era una dura prueba. Blasina sentía celos de las jóvenes americanas. Caro que se ufanaba de ser el más fiel de los neogranadinos, le reconfirmaba su fidelidad absoluta: Tú no debes tener celos de ninguna especie; si yo no estuviera casado contigo, mis principios no me permitirían guardar otra con- ducta que la que he observado siempre; pero siendo tuyo, mi amor es el que me sirve de escudo y protección. No hago ningún sacri- ficio en serte fiel, porque no tengo un solo pensamiento que no te pertenezca […], te he sido fiel con mis obras, con mis palabras, mis deseos, con mis pensamientos.31

Al parecer, y como comentaban sus amigos más íntimos, esta conducta era excepcional; el mismo Caro se lo confirmaba así a su esposa: «La mayor parte de los hombres se creen exentos de los deberes conyugales en la ausencia; ellos para mi han sido sagrados […]»32. Si a Blasina la atormentaban los celos, José Eusebio le temía al desamor:

30 Caro a Tobar, Cartagena, 11 de diciembre de 1850, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 84. José María Torres Caicedo fue un conocido escritor y político bogotano. Fue ministro plenipotenciario de Colombia en Francia e Inglaterra, y autor de un poema sobre Policarpa Salavarrieta. Iba herido a buscar ayuda médica en Europa. 31 Caro a Tobar, Nueva York, 21 de agosto de 1850, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 95-105. 32 Caro a Tobar, Nueva York, 21 de agosto de 1850, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 104.

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!Oh!, ¡no me olvides! ¡De rodillas ante tu fantástica imagen, pues no poseo ni un retrato tuyo, te ruego que no me olvides! ¡Cualesquiera que sean mis defectos, sí, por mucho que me falte para merecer tu amor, mi corazón lo compensa y lo suple todo!33

A Caro le aterraba la idea de perder a su mujer y a la familia Tobar, a la que consideraba su verdadera familia. Crecía en él la convicción de que su retorno era imposible, aun en la remota cir- cunstancia de que el Partido Conservador volviera al poder. Acari- ciaba la esperanza de llevar a toda la familia al extranjero, pero su precariedad económica era un obstáculo insuperable. Mientras tanto, se aferraba a las cartas de Blasina como náu- frago en altamar a un madero. En carta del 10 de abril de 1851, Caro expresaba honda tristeza por los silencios de Blasina; necesitaba con urgencia un retrato de ella: «¡Ni un retrato, ni una carta! ¡Pero ni memorias siquiera. Nada! ¡Nada!». En cada carta, él le había pedido, rogado, exigido, el envío de su daguerrotipo. Desde su salida de la Nueva Granada, Caro le decía al respecto: «Exijo precisamente que me mandes tu retrato a Nueva York; si no me lo remitieras me darías un motivo muy serio de disgusto. Quiero que sea daguerrotipo y de Bennett, no habrá carta que te escriba en que no insista sobre esto; y si no me lo mandares, te amenazo con no volver a escribirte»34. Blasina nunca se lo envió. Su afán de regresar a ella era apremiante: «Mi deseo de volverte a ver es un hambre, una sed, una necesitad irresistible. Para mi la vida lejos de ti es un desierto […]; vivo triste y solo […]»35.

33 Caro a Tobar, Isla de Saint Tomás, 18 de diciembre de 1850, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 128. 34 Caro a Tobar, Maracaibo, 7 de julio de 1850, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 90. 35 Caro a Tobar, Brooklyn, mayo de 1851, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 103.

218 «¡Y tú no sabes cómo yo te amo!»

Blasina vivía el exilio de Caro de manera diferente. Sufría como él, lo extrañaba, pero a diferencia de Caro, tenía urgencias cotidianas que atender y niños enfermos a quienes cuidar. Expresaba su amor a través del servicio al marido y de la total dedicación al hogar. Su contenida expresividad afectiva se ajustaba a los modelos de com- portamiento femenino prescritos a las mujeres de su clase social.

El circunspecto amor de Blasina Mi Querido Caro: Qué triste estoy, que intranquila. Su viaje a Maracaibo me tiene muerta. Me parece que por ahí todos son riesgos; no me puedo conformar con la idea de que se embarque solo. Qué remordimiento tengo de haberlo animado yo a irse […]. Cuídese mucho mi querido hijo; vigile muchísimo en los incendios, no se descuide que allí son muy frecuentes. Nuestro Señor me lo bendiga mi querido hijo y quiera el Señor que los sacrificios que ahora hacemos sean para bien… su amante esposa.36

Esta fue la primera carta que Blasina le envió a su esposo cuando este se encontraba en Maracaibo, en ruta a los Estados Unidos. Por el temor de que la carta no llegara a su destino, le volvió a escribir otra a los dos días. En ella se refería sobre todo a los niños, y se despedía diciéndole: Cuídese mucho mi querido Caro, no se trasnoche y piénseme mucho. Todos los días al despertar levante su corazón al Señor, y pídele que lo guíe. Pídele por la felicidad de sus hijos y de su esposa. Yo creo que necesitamos manifestarnos con el Señor para ser con- solados. El nos dice que pidamos y recibiremos. Siempre que pueda asista a los templos católicos […].37

Este sería el tenor de las cartas de Blasina. Moderación en la expresión de los afectos, temor a tomar decisiones sin consultarle,

36 Tobar a Caro, Bogotá, 14 de junio de 1850, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 67-68. 37 Tobar a Caro, Bogotá, 14 de junio de 1850, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 168.

219 Guiomar Dueñas Vargas

información sobre la educación de los hijos y, sobre todo, exhorta- ciones religiosas a su ausente marido. Su espíritu creyente se mani- festaba en la forma de enfrentar las enfermedades de los hijos y en los consejos a José Eusebio: Ayer fue el santo de mi hija Margarita y ayer se la presenté a Nuestra Señora pues en la enfermedad le prometí al Señor que si me la alentaba, la primera parte a donde la sacaría sería a entregársela a Nuestra Señora. También se lo entregué a Ud. con el corazón y le supliqué que le guardara el corazón pues para mí esa pérdida sería irreparable y me haría eternamente infeliz y confío en que el Señor me oirá […]. Ud. está en una edad y en un país en donde se necesita más de la oración y del auxilio de la fe.38

José Eusebio deseaba que su mujer fuera más expresiva. La recriminaba por ser tan lacónica y por su inconstancia en escri- birle. Ella se sentía insegura de su escritura, y seguramente temía ser juzgada. Veneraba a su marido, justamente, por sus dotes inte- lectuales, y sufría por su propia incapacidad para comunicarle sus afectos por escrito. En respuesta a una carta de Caro en la que este, al parecer desesperado por su incomunicación con ella, la acusaba de frialdad, Blasina le decía: En la semana pasada recibí una carta suya de San Tomás, la cual se retardo muchísimo. En ella me dice Ud. una cosa que me ha dolido muchísimo y es que no trate de ser cariñosa en mis cartas, que no excite mi corazón artificialmente para hablar con él de Ud. ¿Por qué me injuria tan atrozmente? ¿Qué motivo le he dado para que me trate así? Yo, que daría mi vida por su felicidad, yo que no tengo mayor felicidad que ser su esposa y que mi mayor desgracia es vivir separada de Ud. Para mí Ud. es mi orgullo, mi amor, mi espe- ranza, mi vida. ¿Por qué juzga así mis sentimientos? Temo que mis pobres cartas tan escasas de todo, menos de cariño y sinceridad, le hayan parecido muy empalagosas. Procuraré enmendarme para no parecer artificial. También me dice que no piense en la ortografía

38 Tobar a Caro, Bogotá, 11 de junio de 1851, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 107.

220 «¡Y tú no sabes cómo yo te amo!»

y debo confesarle que sí tengo que pensar y que siento no saber es- cribir bien. Ud. Como no ha padecido de esa falta no puede saber lo que es para el que no sabe escribir. A cada paso son tropiezos porque hay frases que pierden el sentido cuando no se escriben con la letra y el acento que les corresponde y esa dificultad embaraza para ex- presar los sentimientos.39

La falta que ella percibía en su formación académica y que la distanciaba de su marido era el resultado de una concepción edu- cativa que diferenciaba el tipo de instrucción por sexo. Blasina se educó bajo el plan educativo que implementó el amigo y co- partidario de José Eusebio, Mariano Ospina Rodríguez, en 1842. Este plan apoyaba una educación práctica y científica, para cuyo logro introdujo cambios drásticos en el currículo educativo de los varones. La reforma, que abogaba por una educación técnica y científica para los varones de las clases altas, acentuó las dife- rencias entre la educación de las mujeres y la de los hombres. La instrucción de las niñas, por disposiciones de reformas educativas anteriores, se llevaba a cabo en los conventos y colegios de reli- giosas y no pasaba del nivel primario40. Allí se les instruía en la virtud y la religión, y se les daba los fundamentos de economía do- méstica y buenas maneras. La reforma de don Mariano acentuaba

39 Tobar a Caro, Bogotá, 6 de marzo de 1851, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 107. 40 El Congreso de Cúcuta (1821), por decreto del 8 de julio de 1816, había delegado la educación de las mujeres a las comunidades religiosas. Los diputados al Congreso decretaron que se establecieran escuelas en todos los conventos de religiosas. La financiación quedaba en manos del arzobispo y de los obispos. Congreso de Cúcuta, Ley del 6 de agosto de 1821, 28 de julio de 1821, «Sobre el establecimiento de escuelas de niñas en los conventos de religiosas», 1: 23-24. Sobre la reforma de la educación en tiempos de Francisco de Paula Santander, véase David Bushnell, El régimen de Santander…, 214. Cuando Lino de Pombo fue secretario del Interior, tuvo la responsabilidad de fomentar la educación y promover el método lancasteriano. República de la Nueva Granada, Secretaría del Interior y de Relaciones Extranjeras, Circular de abril, 1837, Registro Oficial de Bogotá, 5, 1837, 17 col. 102.

221 Guiomar Dueñas Vargas

la responsabilidad de las comunidades religiosas, y enfatizaba el carácter puntual de la educación primaria en aspectos morales y reli- giosos41. La instrucción, propiamente dicha, comenzaba en la secun- daria y esta debía ser «clásica, estrictamente científica y depurada del empirismo, la superficialidad y la charlatanería»42. A estos niveles no tenían acceso las mujeres. Ellas podían participar en sociedad, pero de manera modesta, si querían ser respetadas. «No trates de brillar en la conversación», rezaba un manual para las escuelas primarias. Todo el mundo gusta de una mujer instruida, pero si se com- place en mostrar que es erudita, nadie la puede sufrir y su saber pasa por pedantería. Habla sin presunción, porque hay hombres injustos y la presencia de una mujer docta hiere su orgullo: compadece, pues, sus flaquezas y a fuerza de modestia harás que perdonen tu ciencia si la tuvieres.43

En sus cartas, Blasina revelaba aquellas cualidades que sin lugar a dudas atrajeron a José Eusebio. Era una mujer abnegada, piadosa, excelente madre y un apoyo incondicional en sus horas de desgracia. Su actitud hacia el marido era de subordinación. Mientras que José Eusebio adoptaba el familiar tú para referirse a la amada, ella empleaba el formal Ud., en señal del debido respeto al marido. Desde su noviazgo, Caro había adoptado el tuteo porque expresaba intimidad: […] ¡qué nuevo tono, qué audaz estilo es éste! ¡Oh, Blasina! Te estoy tratando de tú. ¡De tú…! ¡El tú del amor! Ese tú resonaba irre- sistible en mi corazón y mi pluma se ha visto precisada a escribirlo

41 Mariano Ospina Rodríguez y Doris Wise de Gouzy, Antología del pensamiento de Mariano Ospina Rodríguez, vol. 1 (Bogotá: Banco de la República, 1990), 425-426. 42 Ospina Rodríguez y Wise de Gouzy, Antología del pensamiento…, 425-426. 43 Autores varios, Educación de la infancia. Lecciones de moral y urbanidad para el uso de las escuelas primarias de la Provincia de Bogotá (Bogotá: Impreso por V. Lozada, 1846), 121.

222 «¡Y tú no sabes cómo yo te amo!»

[…] ¡y tú eres mi primera persona, eres otro yo mismo! ¿Cómo tra- tarte de otra manera?44

Las cartas de Blasina carecían de la desesperanza y del fata- lismo exhibidos en las de Caro. Ella se preocupaba de que él tuviera suficientes recursos económicos en el destierro. Deseaba que se di- virtiera, que cuidara de su salud y que viajara a Europa. Evitaba abrumarlo con las noticias de las enfermedades de los niños y se mostraba optimista sobre el cambio en la coyuntura política que permitiría su pronto retorno. Esperaba su regreso para tener de nuevo la oportunidad de atenderlo. Después del frustrado intento de retorno, en febrero de 1851, cuando la depresión agobiaba por entero a Caro, Blasina le escribió: Por Dios, mi Eusebio querido, cuídese mucho, no se trasnoche, pasee y distráigase lo que pueda y no tema en gastar lo que llevó pues yo confío en que recursos pecuniarios no nos faltarán… y Él que hasta aquí nos ha protegido nos seguirá protegiendo y esto es para mi cosa de fe […]. La letra [de cambio] que me mandó se la volví a mandar inmediatamente pues a mi no me hace falta absolu- tamente. Bien poco es lo que Ud. llevó, no me mande dinero y tenga seguridad de que nada nos faltará […]. No tenga cuidado ninguno por los hijos y por mi… a mi lo único que me falta es verlo, oírlo, servirlo y abrazarlo.45

El servicio al marido, la total abnegación, conducta tan in- ternalizada en Blasina, probablemente había sido inspirada por la carta que Mariano Ospina, el amigo y confidente de Blasina y José Eusebio, enviara a su hija Josefa en vísperas de su matrimonio: De hoy en adelante, la primera persona para usted, la más in- teresante, el objeto primero de todas sus atenciones, de todos sus cuidados, de todas sus inquietudes es su marido. Padres, hermanos,

44 Caro a Tobar, Honda, 11 de marzo s. a., en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 49. 45 Tobar a Caro, Bogotá, 16 de marzo de 1851, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 97-98. [Cursivas mías]

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parientes y amigos, todos descienden al segundo y tercer lugar […]. Esta es la ley de Dios […] y es también la ley que la razón y la expe- riencia establecen como base de la dicha doméstica.46

El marido sería, de ahora en adelante, continúa la carta de Ospina, el «otro yo; pero otro yo que debe ser en todo, preferido al yo propio». La felicidad en el matrimonio dependía, de acuerdo con don Mariano, de la capacidad de la mujer de renunciar a sus propias inclinaciones y deseos. La subyugación del yo era necesaria para la paz doméstica. El amor propio era el enemigo más peligroso del dulce transcurrir de la vida en familia; la mansedumbre, el silencio, la timidez, por el contrario, aseguraban la dicha hogareña: «La fe- licidad depende de la práctica sincera y constante de esas virtudes modestas, pudiera decirse oscuras, que Cristo enseñó con su pa- labra y con su ejemplo: la humildad, la paciencia, la resignación, la abnegación […], la prudencia y la discreción»47. Blasina estaba minuciosamente informada de la insurrección conservadora en contra del régimen liberal, del fracaso del le- vantamiento y de la suerte sufrida por los copartidarios de José Eusebio. En marzo de 1851, al cumplirse dos años de la «tiranía roja», los jefes del conservatismo habían decidido levantarse en armas contra el Gobierno, por sus supuestos empeños en destruir a la Iglesia, propagar el comunismo y desmoralizar las costumbres de la sociedad. La conspiración fue develada rápidamente. Julio Arboleda, el sobrino de Tomás Cipriano de Mosquera y líder de los conservadores del Cauca, fue derrocado en Túquerres; Ma- riano Ospina Rodríguez fue puesto preso en Bogotá, y el jefe de las fuerzas conservadoras de Antioquia, el general Borrero, fue asesinado en combate. Blasina le hizo a su esposo un recuento detallado de las acciones militares, de los triunfos efímeros de los conservadores y de la maldad de las fuerzas del Gobierno.

46 Mariano Ospina Rodríguez, Carta a la señorita María Josefa Ospina en vísperas de su matrimonio, 2.ª ed. (Bogotá: Imprenta de Silvestre y Compañía, 1884), 5-10. 47 Ospina Rodríguez, Carta a la señorita María Josefa Ospina…, 12.

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Su fervor partidista se evidencia en el relato sobre el levanta- miento de Rionegro (Antioquia), en donde muchos conservadores murieron: «¡Ay, mi querido Caro! ¡El reconocimiento que tengo por cada muerto, por cada herido, jamás lo he sentido por nadie! Y es muy natural, cada uno de esos hombres es un redentor: ¡ellos se han sacrificado para darnos patria!»48. Ella, como muchas mujeres de su generación, interpretaba la realidad política desde una óptica providencialista. No dudaba de que el Partido Conservador volvería a triunfar porque Dios estaba de su lado: Nuestra separación depende de un cambio político y ¿hay cosa más natural que estos [los liberales] caigan estando tan desacredi- tados y tan aborrecidos como están? No hay que acobardarse, que Dios nos protegerá y ayudará y pondrá remedio a nuestros males. Desesperarse uno y no confiar en Dios es poca fe.49

La persecución de los conservadores arreciaba a comienzos de 1852. El Congreso había abierto juicio contra el arzobispo Manuel José Mosquera y contra muchos políticos conservadores, entre ellos, don Mariano Ospina. Blasina le escribía a su marido los giros positivos para el partido, en el mes de marzo: Sobre los ataques al arzobispo por el senado parecen haber cesado. El Señor nos protege de una manera visible; desengáñese mi Eusebio, la mano de Dios se ha visto patente. ¿No es cierto que esos hombres tuvieron el poder en su mano, la suerte de todos los hombres prominentes del partido conservador? ¿No vemos al doctor Ospina Libre? ¿Nos pudimos figurar esto?50

48 Tobar a Caro, Bogotá, 21 de septiembre de 1851, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 117. 49 Tobar a Caro, Bogotá, 6 de marzo de 1851, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 98. 50 Tobar a Caro, Bogotá, 16 de marzo de 1852, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 130.

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Juzgaba que la devoción de las conservadoras y que su apoyo al partido a través del incremento de sus obras de caridad estaba con- tribuyendo a su rescate: «Sin duda el Señor las ha escuchado y esto es lo que ha hecho que estos hombres se hayan contenido de hacer todo el mal que pudieron hacer y que todos esperábamos que hicieran». La credulidad de Blasina, su fe en la intervención divina a favor de los conservadores y en contra de los «rojos», su búsqueda de signos del más allá para interpretar su cotidianidad, contras- taban con las reflexiones sobre la religión católica que ocupaban el tiempo de Caro en el destierro. La cuestión religiosa, que venían agitando los liberales desde 1846 y que se refería a la reforma ecle- siástica, al rechazo a los abusos del clero, a la supresión del diezmo, a la abolición de los fueros eclesiásticos y a la expulsión de los jesuitas, encontrarían un curso legal en el mandato liberal de José Hilario López. Caro también tenía críticas a la Iglesia. Culpaba al clero colonial del énfasis en las prácticas, en el culto externo, en los aspectos que se dirigían a los sentidos y no al dogma, la caridad, la esperanza y la fe. Probablemente interpretando el des- contento que sentían miembros de su grupo social, decía: Cuando en un pueblo la religión se vuelve todo prácticas, cam- panas, procesiones con santos buenos mozos y judíos feos, misas teatrales, aguas benditas, camándulas, cantos y fiestas pronto las clases elevadas de la sociedad se retraen con una especie de disgusto y se hacen incrédulas […].51

Y con proverbial desprecio a los sectores populares, continuaba:

51 Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 54. Las críticas de José Eusebio Caro a la Iglesia católica que, según él, parecía estancada en el Barroco, y su visión de una religiosidad más racional, más modesta y libre de los «excesos» que manifestaban los fieles, no era un hecho aislado. En México, las élites ilustradas, desde el siglo XVIII, clamaban por una piedad interior en donde el individuo entrara en diálogo directo con Dios, como lo hacían los protestantes. Esta es la tesis del libro de Pamela Voekel, Alone Before God: The Religious Origins of Modernity in México (Durham: Duke University Press, 2002), 220.

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Una vez dejada la religión a la plebe, esta no tarda en degra- darla con las más vergonzosas supersticiones. Abandonada a sus ciegos instintos la plebe viene a hacer entonces de los aparecidos, de las reliquias, de las aguas milagrosas etc. una parte aún más importante de su creencia cotidiana que de la misma unidad y ne- cesidad de Dios […].52

Caro, al parecer, estaba escribiendo un ensayo sobre el pro- testantismo y sus ventajas sobre el catolicismo para procurar la paz social. La reacción de su familia no se hizo esperar. Nicolasa, su madre, que desilusionada quizá por la traición del liberal San- tander, se había vuelto conservadora, le escribió extensamente sobre la desilusión que le había producido la noticia y lo amenazaba con retirarle todos sus afectos. Su hermana Manuela, a su vez, le aconsejó que no afligiera más a su familia. [N]o le imprimas el sello de la ignominia a tus desgraciados hijos… ¿Qué dirías tú si habiéndote casado con una mujer blanca al otro día la encontraras negra, con pasa y grajo? ¡Qué? Que con esa no te habías casado y eso mismo sucede cuando una pobre mujer se ha casado con un hombre católico y le resulta un volte- riano, un demonio.53

La pasión por la religión de damas como Manuela, como se manifiesta en la carta, era expresada a través de un comentario eminentemente racista. Un tema central en la correspondencia se refería a la educación de Miguel Antonio, Eusebio y Margarita, los hijos de la pareja.

La educación de los hijos No puse al fin a los niños en la escuela de Don Mateo porque la tal escuela se compone de muchachos del pueblo y sería a que apren- dieran mañas. Me resolví a ponerlos en la escuela de Jacobo Groot.

52 Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 54. 53 Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 339.

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Me los puso Jacobo en un cuartito aparte de los demás escuelantes, con Juan lo que creo que le gustará a Ud. […].54

En carta posterior escribía: «[…] yo estoy muy contenta con los maestros pues a más que tienen mucho método para enseñar son gente cristiana. Allí no hay castigos corporales y enseñan con cariño y se hacen respetar»55. El tema de la educación de los niños era recurrente en las cartas de Blasina. Sabía que este era un asunto sensible para José Eusebio y no quería tomar decisiones al respecto sin consultarle. Este, a su vez, expresaba la necesidad de mantener a sus hijos lejos de influencias sociales negativas: Cuida también de que los niños vayan a la escuela y que no cojan sonsonetes ni resabios en lectura ni en la pronunciación […]. [H]ay que evitar ante todo que se rocen mucho con otros muchachos y fuera de la escuela con ninguno.56

Así mismo, le da recomendaciones puntuales a su esposa sobre como formar a los pequeños: Evita que peleen, cuida de que nunca mientan, y de que nunca engañen. Cuida también de no regañarlos mucho. Lo que importa en los niños es dulzura constante, verdad e inflexibilidad. Un niño debe enseñarse a ver que la voluntad de su padre y de su madre se cumple precisa e irrevocablemente.57

El desarrollo de la sociedad estadounidense y el hábito de trabajo de sus gentes le causaron un impacto positivo a Caro, quien en ocasiones acarició la idea de trasladar a su familia allí, especial- mente para que sus hijos aprendieran inglés y pudieran hablarlo sin

54 Manuela Tobar a Caro, Bogotá, 14 de junio de 1850, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 67. 55 Tobar a Caro, Bogotá, 1.° de febrero de 1851, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 91. 56 Caro a Tobar, San Antonio de Táchira, 20 de junio de 1850, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 83. 57 Caro a Tobar, Brookling, 12 de junio de 1851, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 157. [Subrayado en el original]

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acento, como los hijos de Amalia Mosquera de Herrán (la hija de Mosquera), que a la sazón se encontraba radicada en ese país: «Un joven aquí que hable inglés (porque es indispensable) que hable francés y español, que sepa contaduría de libros y tenga buena letra puede ya convidarse con una carrera, con una profesión». Su fe en el país, en las instituciones y en su propio partido político estaba tan quebrantada que le confesaba a su mujer que no quería que en el futuro sus hijos lo criticaran por «haberlos condenado a vivir en una cueva de salvajes en que el hombre más inteligente y laborioso no halla recurso alguno, en un país en que cualquier hombre honrado se avergüenza de reconocer por su patria». Caro se preocupaba especialmente por la suerte de su hijita de tres años: Pero hay una cosa más triste que el porvenir de los hombres y es el de las mujeres. Cuando pienso en Margarita y me figuro con- denada a ser esposa de alguno de tantos miserables que hay entre nosotros, o reducida en su vejez al espantoso desamparo de una mujer soltera y pobre, me estremezco de horror y de angustia.58

Los temores por la suerte de su hijita no eran bien fundados. Las relaciones de amistad de la familia Tobar con miembros de la élite dirigente facilitaron el matrimonio de Margarita con Carlos Holguín, quien sería presidente de la nación.

El desencanto de José Eusebio Caro del país Desde su destierro, Caro dilucidaba sobre el fracaso de la edu- cación impartida en la nación en donde, según él, ni los padres sabían qué debía enseñarse a sus hijos, ni los maestros sabían enseñar. Caro se lamentaba de que el sector educado fuera egoísta, cobarde y des- preciable, y de que la población no educada fuera «tan ignorante, tan destituída de industria, tan salvaje y tan corrompida que no puede ya volver a los hábitos de obediencia y respeto a sus superiores»59.

58 Caro a Tobar, Brookling, 12 de junio de 1851, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 158. 59 Caro a Tobar, Brooklyn, 10 de junio de 1851, en Aljure Chalela, ed., José Eusebio Caro…, 151.

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Sus negativas reflexiones sobre la plebe no eran nuevas en el medio neogranadino. Los planes educativos de la postinde- pendencia pusieron en evidencia la necesidad de una educación diferenciada, de acuerdo con el origen social y con el género. Con- servadores como Tomás Cipriano de Mosquera, Lino de Pombo, Pedro Alcántara Herrán (el yerno de Tomás C. de Mosquera), Rufino Cuervo y Mariano Ospina Rodríguez hacían una distinción entre la educación que deberían recibir los hombres de las élites, las damas de sociedad y el pueblo raso. Se educaba a las élites para gobernar y a la plebe para sacarlas de su degradación moral, para prevenir el crimen y la vagancia, y para entrenarlas en las artes prácticas; se instruía a los varones de la élite para hacerse cargo del país y de su progreso, y a las mujeres del mismo grupo para hacer de ellas modelos de virtud doméstica y de piedad. En la práctica, la educación de las masas se mostró elusiva. Se carecía de recursos para fundar las escuelas que se necesitaban, pero sobre todo, se tenía una visión muy pesimista del carácter de la plebe y de su ca- pacidad de aprender. Esta generación quería introducir en el pénsum educativo sa- beres útiles y prácticos que promovieran el progreso del país60. Ospina Rodríguez consideraba pernicioso el énfasis en la educación literaria y legal, que en su opinión, impedía el avance material de la Nueva Granada. Su plan de estudios buscaba debilitar las tres ca- rreras tradicionales de Derecho, Medicina y Teología, disciplinas que conferían honor y prestigio burocrático a una juventud todavía an- clada en valores aristocráticos coloniales, y enfatizar saberes cientí- ficos y técnicos, y el estudio de idiomas extranjeros. Hacia mediados de siglo, este modelo educativo parecía fracasar. El énfasis sobre la responsabilidad estatal de promover la educación superior que bene- ficiaba a las élites de las ciudades de Bogotá, Popayán y Cartagena — las más conservadoras de la Nueva Granada— chocaba con el anhelo de los liberales de democratizar la educación. Para los liberales, el

60 Frank Safford,The Ideal of the Practical: Colombia’s Struggle to Form a Technical Elite (Austin: University of Texas Press, 1976), 99-123.

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Estado debía privilegiar la instrucción primaria y dejar en manos privadas la educación de las élites61. Además, muchos de los promo- tores del modelo estaban en el exilio y el país se debatía en otra de las muchas guerras civiles que de tarde en tarde lo devastaban. El infortunio del forzado exilio y la intolerable soledad lejos de su familia indujeron a José Eusebio a volver a Colombia en diciembre de 1852. Había deseado regresar al país vía Cartagena. Su cuñada, Zoila, lo había tratado de persuadir de regresar por Cartagena, pero por sus anhelos de llegar más rápido a Bogotá, decidió hacerlo por Santa Marta. Desde allí, en donde esperaba el vapor que lo acer- caría a Bogotá, el 22 de enero de 1853, le escribió la última carta a su Blasina. En ella manifestaba ansiedad por el inminente encuentro. Le expresaba su esperanza de que ella aún lo amara y le confesaba que sus sentimientos eran más serenos y que ya había desaparecido la «exaltación poética» de su primera juventud, pero que «[…] la pasión inextinguible que concebí por ti, solo morirá conmigo y hoy arde en mi alma tan intensa como en su origen». Le hablaba extensamente de su profunda desilusión por el país y le confesaba que ahora su patria eran únicamente ella y sus hijos, a los pensaba llevar fuera de la Nueva Granada en cuanto las condiciones económicas se lo per- mitieran. Se lamentaba de su pobreza y de las cosas maravillosas que hubiera podido compartir con su familia si hubiera tenido dinero: «Yo nací pobre y siempre lo he sido; la desgracia inexorable, que pesó con toda su fuerza sobre el destino de mi padre, causó la desgracia de sus hijos, sin embargo sin comparación alguna más felices que él». Se refería al magnífico futuro que tendrían sus hijos, quienes vivirían en un mundo tecnológicamente desarrollado. Le hablaba de las brisas benéficas de Santa Marta, de las cuales no había podido disfrutar Clímaco, su cuñado, quien había muerto en esa ciudad du- rante la estación de los calores ardientes y de «las miasmas putre- factas», y se despedía de Blasina enviándole el corazón62.

61 Safford, The Ideal of the Practical..., 135-136. 62 Caro a Tobar, Santa Marta, 22 de enero de 1853, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 142-144.

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José Eusebio Caro nunca saldría de Santa Marta y nunca se reuniría con su amada Blasina. Seis días después de enviar la carta, el 28 de enero de 1853, moriría en esa ciudad, víctima de la fiebre amarilla, a la temprana edad de 36 años. En mi discurrir sobre la política y el amor en la Nueva Granada, José Eusebio Caro representó un punto de inflexión: el descalabro del ideario conservador y el triunfo de las doctrinas liberales en la administración del Estado; y el comienzo de una manera romántica de habitar el mundo público y privado. José Eusebio Caro, que había redactado con Mariano Ospina Rodríguez la plataforma ideológica del Partido Conservador (4 de octubre de 1849), y que era la voz más vehemente en defensa de la moral del cristianismo y de la «civili- zación contra la barbarie», durante sus años de exilio llegó a reco- nocer que el partido era obsoleto e incapaz de promover la paz en la Nueva Granada. Caro encarnó también una nueva generación que buscaba la aserción del yo masculino, no por la vía militar y heroica de la generación de la Independencia, sino por la senda de la sensi- bilidad y la imaginación expresadas preferentemente en composi- ciones poéticas a la patria, a la religión, a la naturaleza americana y al amor. El romanticismo no era solo una aventura intelectual; era, más que todo, una experiencia de vida, y como tal, afectaba íntimamente las relaciones entre hombres y mujeres. Sin embargo, las licencias poéticas, al menos durante la época de Caro, eran asunto de varones. La personalidad romántica se formaba leyendo a autores románticos, aclimatándolos al medio americano y publi- cando en los periódicos en donde también se hacia la crítica. Solo hasta después de mediados de siglo las mujeres tendrían acceso a los medios escritos y oportunidad de expresar su subjetividad ro- mántica. La distancia en la expresión de los afectos entre Caro y Blasina se reflejaba en su correspondencia, en la que, además, mani- festaban una manera distinta de entender el amor. Si para Caro era una urgencia apremiante tener un retrato de la amada; para Blasina, mandarse a hacer un daguerrotipo era, presumiblemente, un gasto inútil de dinero o un acto de vanidad inapropiado en una buena cristiana. Sin embargo, no le decía esto a su marido. Su talante re- ligioso, que atravesaba todos sus afectos, se ajustaba al modelo que

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su amiga Silveria Espinosa expusiera años más tarde en el periódico La Caridad: Ella [la mujer cristiana] tiene esa poderosa inclinación al bien, ese amor ardiente a la virtud, ese invencible horror a la inmodestia, esa profunda aversión al mal y ese respeto y esa adhesión constante a su fe, a su santa y divina religión que nunca cesa, que nunca se apaga de su corazón… en la sociedad católica ella tiene apoyo y pro- tección, derechos y consuelo, honores y recompensas […].63

La religión, la adhesión a los modelos de feminidad vigentes, exigían mesura en la expresión de sus íntimos deseos. Solo en la carta enviada desde la población de Ubaque, en donde pasaba vacaciones con sus hijos, se atrevió a expresar algo más que las usuales recomendaciones piadosas: «[…] todos los días siento que lo quiero más y aquí en el campo lo quiero con más ternura. Cuando salgo a pasearme no pienso sino en Usted pero con pasión. Esto no es que le tenga siempre el mismo amor, sino que en la so- ledad es donde se descubre el corazón […]»64. Caro, que según expresara en sus poemas y cartas, había carecido del calor de un hogar antes de conocerla a ella y a su familia, se aferraba a Blasina con desesperación. Cifraba su felicidad en el amor de su mujer y temía perderla, más que a su propia vida. En la relación de esta pareja no existía la complicidad amorosa que hallamos en parejas como las conformadas por Soledad Acosta y José María Samper, y Manuel Ancízar y Agripina Samper, sobre las cuales giran los dos próximos capítulos.

63 La Caridad 1, n.° 33 (12 de septiembre de 1868): 80. 64 Tobar a Caro, Ubaque, 20 de diciembre de 1851, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 122.

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Soledad Acosta de Samper (1828-1888) Historiadora, periodista, cuentista y novelista colombiana. Esposa de José María Samper. Este retrato aparece en Gustavo Otero Muñoz, «Doña Soledad Acosta de Samper». Boletín de Historia y Antigüedades, n.o 229 (1933). Cortejo y noviazgo

El 19 de noviembre de 1853, Soledad Acosta escribía en su diario: ¿Por qué es que mi corazón se agita y late apresurado? ¿Por qué es que estoy triste? Tan triste como rara vez me siento. Yo no tengo más motivo de pesar ahora que antes. Todo está en una profunda calma fuera, mientras mi alma está despedazada por una apática melancolía sin causa. Todo me es indiferente, todo me aburre, me cansa. Leo y no entiendo las frases escritas, me hablan y no contesto porque no entiendo, estoy caminando, conversando, viviendo como en estado de sonambulismo.1

La joven de 20 años había empezado a escribir un diario per- sonal el 14 de septiembre, un mes después de haber conocido a José María Samper en las fiestas de Guaduas. La conmoción emocional de ese primer encuentro fue mutua. Él le prometió que viajaría a Bogotá en diciembre para visitarla, y ella, presintiendo que José María era el hombre que cambiaría su vida, inició un recuento de- tallado de los sentimientos, incertidumbres, ilusiones, ansiedades y

1 Alzate, ed., Diario íntimo…, 84. Este capítulo se benefició de la excelente traducción del diario que hizo Alzate.

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depresiones que le generaba un amor alimentado únicamente por los recuerdos de cinco días compartidos en Guaduas. La visita anun- ciada no se produjo en diciembre sino a finales de enero de 1854, después de «cinco meses y siete días» de torturante espera. Soledad continuaría escribiendo en los meses anteriores a su compromiso formal y durante la huida de José María de Bogotá, debido al golpe militar del general José María Melo y a la posterior revuelta en su contra. Soledad abandonó su diario cuando contrajo matrimonio, el 5 de mayo de 1855, y dio inicio a una nueva etapa en su vida en la que no necesitaría otro confidente distinto a su propio esposo. En este capítulo exploro la etapa del cortejo y del noviazgo de una pareja de gran influencia en la vida cultural del país. Ellos fueron parte del movimiento romántico neogranadino, y compar- tieron adhesiones literarias y lecturas de autores románticos con el círculo de amigos que escribían y publicaban en la Bogotá de mediados del siglo XIX. Los diarios que escribieron, a propósito de su accidentado cortejo y noviazgo, son una fuente única para el objetivo que persigo en este libro: develar la construcción de la subjetividad bajo la influencia del romanticismo. Se descubren en el diario de José María los cambios en la masculinidad, que dis- taban de las demandas viriles de décadas anteriores y que se hacían evidentes en su adhesión a los complejos rituales de cortejo, y en la tensión entre la pasión —que a veces parecen desbordarlo— y las demandas de moderación que requería un compromiso matri- monial basado en el respeto y amor mutuo. En el diario de José María se observa cómo el romanticismo imprimió su huella en la sensibilidad masculina. En sus confesiones amorosas transitan la imaginación, la ternura, el deseo, emociones ausentes en los libros de memorias, en los que se borraban el cuerpo y el deseo masculino. El diario de Soledad es más extenso, está mejor escrito y es más revelador de las complejidades psicológicas de una mujer en su travesía del noviazgo al matrimonio. La obra es un escrito ex- cepcional. En una tradición que continuaba siendo patriarcal, las mujeres todavía no tenían la autoridad que requiere la escritura. Como señalábamos en capítulos anteriores, la familia, el hogar y la religión eran los temas sobre los que ellas solían escribir.

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Soledad retaba las ideologías de género vigentes al atreverse a ser el personaje central de sus narrativas; al explorar su intimidad, sus emociones; al tratar de entenderse a sí misma; al abordar, como sujeto, sus angustias, temores y esperanzas; y al osar escoger por sí misma el objeto de su amor. Esta obra en particular es uno de los pocos diarios escritos por mujeres hispanoamericanas en el siglo XIX en el que se observa la intención de inmersión y revelación en el mundo interior femenino, el propósito de examinar los sentimientos más profundos y el deseo expreso de utilizar la escritura para la promoción de un estilo lite- rario2. Soledad, quien había pasado su primera adolescencia en París, no era ajena a la tendencia de las jóvenes del Viejo Continente a es- cribir diarios en los que puntualmente consignaban sus experiencias personales. También, como profusamente se ha estudiado, este nuevo hábito se popularizó entre las norteamericanas en los años poste- riores a la Revolución de Independencia3. Muchos de estos diarios eran documentos semipúblicos, escritos para ser leídos a audiencias familiares, y pocos eran instrumento de creación personal o de trans- formación. Los temas que se trataban hacían referencia al tejido de la vida de las mujeres, como los nacimientos, enfermedades, muertes,

2 Aquí hago una diferencia entre los diarios y las cartas que también eran medios de expresión del yo. Este género epistolario floreció en el mundo occidental desde el siglo XVIII, cuando la idea del «ser sensible» adquirió un extraordinario desarrollo. La escritura de cartas ha sido un ejercicio favorito de las mujeres y, como lo señalan algunos autores, desde el siglo XVII se ha considerado un fortín femenino particular. Sobre la importancia y el desarrollo de este género epistolar, véase Rebecca Earle, ed., Epistolary Selves. Letters and Letter-Writers, 1600-1945 (Aldershot, Reino Unido: Ashgate, 1999); y Karen Lystra, Searching the Heart… En Hispanoamérica, el género epistolar prosperó desde el siglo XIX y el interés por explorar la correspondencia femenina se ha visto cristalizado en los escritos de Óscar Pinochet de la Barra, Carmen Arriagada. Cartas de una mujer apasionada (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1989). Sin embargo, este género necesita todavía mayor atención de historiadores y críticos literarios. 3 Harriet Blodgett, Centuries of Female Days: English Women’s Private Diaries (Newark: Rutgers University Press, 1967); Robert A. Fothergill, Private Chronicles: A Study of English Diaries (Londres: Oxford University Press, 1974).

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visitas matrimonios y acontecimientos sociales. Solo desde finales del siglo XVIII los contenidos del diario crecientemente empezaron a ser recuentos de pensamientos privados y de sentimientos íntimos que debían ser protegidos de las miradas de los otros. El cambio de intención de los diarios se ha atribuido a la creciente separación de las esferas, cuando aquellos aspectos de la cultura asociados con lo privado se convirtieron en el dominio de las mujeres4. Simultánea- mente, las ideas cambiantes sobre el yo propio, influidas por el ro- manticismo y la Revolución industrial, contribuyeron a transformar la función de estos escritos. La noción secular moderna del diario como el examen secreto de la evolución de la vida interior, de la re- flexión y de la emoción se volvió un aspecto importante de la esfera privada en el siglo XIX, cuando estos fueron más literarios y las fuentes de inspiración se buscaban, sobre todo, en impresiones sen- timentales. Soledad Acosta vivió en el pleno auge del romanticismo neogranadino y su escritura revela de forma exquisita las licencias que la ideología del amor romántico concedía a las mujeres de sec- tores sociales privilegiados para expresar por escrito sus emociones y sentimientos. Anunciando en este escrito de adolescente sus dotes narrativas, que la convertirían en la escritora más prolífera del siglo XIX, Soledad Acosta describía a la sociedad neogranadina de me- diados de siglo, se ocupaba de los jóvenes con quienes compartía diversiones y relataba costumbres de las gentes de los sectores po- pulares; su pluma romántica se inspiraba en la luna, en las estrellas y en el verde paisaje sabanero; retrataba la gris y lluviosa ciudad de Bogotá, se detenía en sus flores, en sus pájaros, en sus magníficas montañas. La presencia naturalista, típica del romanticismo neo- granadino, se revela en las páginas de su diario. En junio de 1854, cuando tenía la certeza del amor de José María y a pesar de que la guerra los había separado de nuevo, escribía: Son las cuatro de la tarde. El día está bellísimo. El sol brilla es- pléndido. El cielo azul, los cielos despejados, todo, todo hermosura,

4 Margo Culley, A Day at a Time: The Diary Literature of American Women from 1764 to the Present (Nueva York: The Feminist Press at the City of New York, 1985), 5-6.

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puro, ¡menos los hombres que despreciando los placeres que inspira la naturaleza no respiran más que venganza y odio! […] [C]on el anteojo he estado contemplando los lejanos campos frescos. Los ár- boles se balancean con el viento que los mueve, los ganados pacen tranquilos sobre la verde hierba.5

En la noche tuvo que salir a la ventana de su gabinete porque aquella estaba «divina». Y añadía: «¡No tengo más recurso que tomar la pluma y escribir en las páginas de mi diario!... ¡Jamás el espíritu humano puede cansarse de contemplar esta naturaleza tan bella, tan grandiosa, tan sublime…!». A diferencia de sus escritos posteriores, aquí ella era el centro del relato, y la valoración del paisaje y de las gentes dependían de sus estados de ánimo, de la «revolución del alma» que le había oca- sionado el encuentro con José María. El diario es, sobre todo, una ventana para observar los rituales de cortejo, las agonías y certezas de la libre elección de pareja, y las cambiantes relaciones de género a la luz de la nueva sensibilidad romántica. El diario describe los «estados del alma» de la autora en tres etapas de su relación amorosa: el amor a primera vista; el inicio de la relación con la llegada del amado, que se vio truncada por el forzado alejamiento de José María; y, finalmente, el noviazgo formal.

Los goces y agonías del amor Soledad rememoraba día a día el impacto que le produjo ver a José María en las fiestas de Guaduas: «Esos días fueron los más ma- ravillosos de mi vida». Recreaba las escenas de los bailes, las cami- natas, las visitas del impresionante jinete. Se enamoró de su voz antes de verlo personalmente en la noche del 14 de agosto: «Yo me sentí diferente en aquella noche. Me sentí cambiada; era otro ser, otros sentimientos de lo que hasta ahora había experimentado llenaban mi alma de locura y mi corazón latía, latía, se estremecía […]»6.

5 Acosta de Samper, 1.° de junio de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 272. 6 Acosta de Samper, 16 de octubre de 1853, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 33.

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Entre Soledad y José María el amor surgió a primera vista. Aunque ella sabía quién era Samper, su crucial encuentro en Guaduas fue tan impactante que a ella le parecía que era «la primera vez que lo veía». Para Soledad, ese encuentro fue una impresión in- tuitiva de las cualidades de un joven excepcional. Allí estaba él, respirando belleza y talento en cada rasgo. Nunca olvidaré ese dulce día. No era la primera vez que lo veía. Sin em- bargo, me parecía otro ser. ¡Oh simpatía! Qué es simpatía. Esa cara, la figura. Lo veo ahora con los ojos de mi imaginación tal como lo ví entonces. Día feliz, qué feliz. Por qué estaba allí si no por mí. Hizo pasear su caballo alrededor de la plaza. Oh! Qué gracia, qué ardiente sonrisa en su rostro, sus ojos eran brillantes como el día.7

La fascinación fue recíproca. Años después, José María descri- biría en su libro autobiográfico su llegada a Guaduas y la impresión que le había causado la joven bogotana, que se hallaba en el balcón de la casa de su amiga Soledad (prima de Soledad Acosta): Pocos instantes después de haber abrazado a mi madre y hermana y despojándome de los arreos de viaje, notó la segunda que yo miraba con mucha fijeza hacia la casa mencionada distante como cien varas.

—¿Qué miras allá con tanto interés? —Me preguntó Agripina. —¿Quién es aquella Señorita que está allí en frente con Soledad? —Dije, a manera de respuesta. —Ah! Es una joven muy interesante. ¿Por qué me preguntas por ella? —Porque estoy enamorado. —¿Cómo? ¿De quién? —De ella misma, —Bah! No te burles de mí. —No me burlo. —¿Pero no acabas de llegar? —Sí. ¿Y qué importa eso? —¿Y puedes haberte enamorado sin conocerla?

7 Acosta de Samper, 16 de octubre de 1853, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 3-4.

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—¿Por qué no? —¿Así… a la pasada? —Así. La he visto, su mirada se ha encontrado con la mía, y tengo el presentimiento de que esa mirada ha decidido mi suerte […].8

En el diario íntimo sobre su noviazgo, José María vuelve a referirse a su amor a primera vista: «Cuando fui a Guaduas no la conocía ni tenía la menor idea, la menor noticia de ella. La vi. El quince de agosto y la amé instantáneamente. Mi amor fue súbito y misterioso […]». De regreso a su casa en Bogotá, Soledad inició un periodo de introspección permanente, construyendo en su interior una re- lación con un amante ausente. Para expresarse el amor romántico acudía sobre todo a ejemplos literarios, a las novelas que alimen- taban la imaginación. Pero allí no se detenía la función de las novelas. Ellas también se encargaban de orientarlo y realizarlo ple- namente. Soledad, la juiciosa lectora, tenía una biblioteca de 500 volúmenes, y entre los muchos tratados de historia, de religión y de filosofía, también abundaban las novelas. Soledad leía autores españoles, alemanes, pero especialmente, franceses e ingleses. Se distraía leyendo a José Zorrilla y Moral, y citaba poemas del español José de Espronceda, del alemán Heinrich Heine, del inglés George Byron y de la poeta inglesa Felicia Hermans. Pero sus autores preferidos eran los franceses: Alphonse de Lamartine, el poeta y político romántico que tanto influyó en la generación romántica neogranadina, y de quien fue vecina en París en 1848, era su poeta favorito9. Decía de él que es- cribía con la delicadeza de una mujer. También estudiaba al adalid del cristianismo, el monarquista, crítico de los excesos del raciona- lismo, François-René de Chateaubriand, para reflexionar sobre sus posiciones. Por esos días, cuando exploraba las profundidades de su alma, prefería la lectura de novelas de autores románticos.

8 Samper, Historia de un alma…, 2: 27-29. 9 Acosta de Samper, Bogotá, 21 de junio de 1853, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 295-296.

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Uno mismo no se conoce sino cuando un autor toca la cuerda sensible y así, encuentra que tiene los mismos sentimientos. Yo tengo gustos raros, me gusta lo fantástico, lo vivo, lo raro, en fin, lo que no es común; no puedo sino admirar hechos de valor, sen- timientos generosos, románticos y aquello que a todo el mundo le parece locura arranca de mi alma un grito de admiración.10

Se entusiasmaba leyendo Corinne, novela de Germaine de Staël. Esta autora fue crucial para el entendimiento de sus propias emociones11. Staël había develado la importancia de la escritura y de las ideas —cristalizadas en la novela— para enriquecer y educar los sentimientos, introduciendo de paso una nueva narrativa que se distanciaba de la cristiana, y que confería un papel central al amor libremente escogido y libremente expresado. Como lo señala William Reddy, refiriéndose a la revolución de los sentimientos que introdujo Staël, la novela moderna empezó a inculcar «los más nobles sentimientos de los hombres», que eran «la amistad en el amor» entre un hombre y una mujer12. La relación entre las nuevas ideas y los sentimientos se capta en esta cita de Staël:

10 Acosta de Samper, Bogotá, 17 de septiembre de 1853, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 15. 11 Soledad, que navegaba en un mar de incertidumbre con respecto a los sentimientos de Samper, encontraba algunas confirmaciones para sus anhelos en la novela: «[…] Pero cuando veo mis sentimientos, mis más secretas emociones, que Madam de Staël explica tan bien, revive de nuevo mi entusiasmo […]». Germaine de Staël (1766-1817), de nacionalidad francesa, era la hija del famoso banquero y político Jacques Necker y Suzanne Curchod. Staël fue, quizá, la representante más ilustre de la «nueva sensibilidad» que se extendió por el occidente europeo. Una de sus novelas más famosas es Corinne o Italia (1807). Madame de Staël, De la littérature considérée dans ses rapports avec les institutions sociales, 2.ª ed., ed. por Eugène Fasquelle (París: Biblioteca Charpentier, 1800), digitalizado por la Universidad de Ottawa, 2010, https://ia600409.us.archive.org/23/items/delalittrature00sta/ delalittrature00sta.pdf (consultado el 26 de enero del 2014). 12 Reddy, The Navigation of Feeling…, 144.

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La felicidad del hombre creció con toda la independencia que el objeto de su ternura había obtenido; él pudo sentirse amado; un ser libre lo había escogido; un ser libre obedeció sus deseos; las per- cepciones del espíritu, las sutilezas del corazón se multiplicaron con las ideas e impresiones de estas nuevas almas, que por tanto tiempo habían languidecido en la vida, ensayando una existencia moral.13

Soledad Acosta se identificaba con los autores y autoras que leía, y buscaba entender con ellos su propia experiencia personal; encontraba en las tramas y en los estilos de las obras románticas semejanzas con la vida de su amado14. Fueron estos autores los que le enseñaron a amar a José María y quienes la inclinaron hacia la reflexión y el autoanálisis de sus sentimientos. La expresión de su yo romántico se vio favorecido por las con- diciones sociales en las que vivía. Soledad, a diferencia de muchas de las jóvenes de su generación, tenía un «cuarto propio», un ga- binete en donde podía aislarse de la mirada de la madre y de las empleadas domésticas. Qué puede halagar más el espíritu que el retirarse una a su cuarto silencioso y quieto […]. Sentada en mi mullido butaque, con mi amado pupitre delante, dejar correr mi pluma sobre el papel […], me parece ver mil figuras, mil espíritus a mi alrededor. Por entre las cortinas medio abiertas del gabinete veo la luna brillar en la calle […].15

13 Staël, De la littérature…, citado en Reddy, The Navigation of Feeling…, 144. 14 Soledad encontraba semejanzas entre Alciste, personaje de la novela de Benjamin Disraeli, Cantarini Fleming: A Psychological Autobiography, y José María: «Cuán parecida su historia, su poesía, su imaginación, su talento, todo, todo se parece. La catástrofe, la muerte de Alciste, su desesperación, sus mismas ideas, sí, sus ideas. ¡Pero la muerte de la bella veneciana! Hasta sus ojos negros grandes, líquidos, brillantes, lánguidos, vivaces […]. [L]os ojos […] eran los mismos de E…». Elvira, la primera esposa de José María Samper, de quien Soledad sentiría celos, mezclados con una profunda admiración, hasta el día de su matrimonio. Acosta de Samper, 18 de octubre de 1853, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 35-37. 15 Acosta de Samper, 7 de abril de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 196.

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Soledad era una joven privilegiada que podía tener su propio lugar en el que disfrutaba de la libertad para dedicarse al trabajo literario y no a labores domésticas. En 1928, Virginia Woolf me- ditaba sobre la existencia femenina, atada a las demandas inaca- bables del hogar, que le robaba tiempo para la creación intelectual, y reclamaba «un cuarto propio» para que las mujeres pudiesen realizarse como individuos libres y creadores. Era en su gabinete donde Soledad podía navegar en las profundidades de su ser. Allí, firmemente plantada en el centro de su propia existencia como el punto focal del universo, prestando una obsesiva atención a la identificación de los estados de su alma, Soledad buscaba ale- jarse del mundo exterior16. No obstante, era el medio cultural el que permitía o no estos estados de enamoramiento, y los jóvenes tenían que someterse a los patrones de conducta colectivos y a las reglas previstas para la escogencia de pareja. La aceptación de José María debía pasar por el tamiz de la familia y del grupo social al que So- ledad pertenecía, y ella renuentemente aceptaba las reglas del juego. La atracción personal debía producirse en conjunción con otros as- pectos, como la solvencia económica, el origen social y sobre todo, la honorabilidad. Aunque la etapa del cortejo se volvió un asunto íntimo y personal, y había una libertad relativa acordada a las jó- venes en el contacto con jóvenes elegibles, los padres y parientes intervenían aconsejando, orientando, haciendo averiguaciones sobre los orígenes sociales, las buenas costumbres, la reputación del elegido o la elegida. Pero no solo los padres intervenían. La in- seguridad y el riesgo en la elección de cónyuge tenía consecuencias sociales y por eso aconsejar a las jóvenes sobre la correcta elección era tarea del grupo social de pertenencia. La élite santafereña estaba conformada por constelaciones de familias unidas entre sí a través de rituales que reafirmaban su exclusividad y que facili- taban la inclusión de individuos deseables a su exclusivo mundo.

16 En una noche sin luna, Soledad va a la ventana de su estudio a mirar el cielo: «[…] me asomo, siempre delante de mis ojos se presenta la grande osa! Testigo tranquila de todas las fases de mi vida, de todos los suspiros de mi alma, de las tristezas de mi corazón […]». Acosta de Samper, 23 de junio de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 297-299.

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Las visitas, los bailes, los eventos teatrales, aun las procesiones17, eran espacios en donde las mujeres en edad de casarse entraban en contacto con jóvenes elegibles, siempre bajo la supervisión de los padres. El diario de Soledad es un testimonio revelador del activo mundo social santafereño. Pagar y recibir visitas era la ocu- pación favorita. En ellas, las familias se ponían al corriente sobre los asuntos políticos del momento, la llegada de forasteros a la ciudad, los compromisos y matrimonios, los eventos culturales, las enfermedades y las defunciones. En las visitas se organizaban fiestas; cualquier ocasión, como cumpleaños y bautizos, era pro- picia para bailar, pero había grandes eventos bailables en los que participaban las familias más encumbradas de la sociedad santa- fereña. Las jóvenes ocupaban sus días preparándose, seleccionando los vestidos, los peinados y los adornos que llevarían, organizando las viandas y las bebidas, y planeando la lista de los invitados. Estos convites eran eventos para ser admiradas y para conocer a po- sibles pretendientes, y aun, para Soledad, que no buscaba novio, la asistencia —en compañía de la madre— a su primer gran baile re- sultó inolvidable: Había mucha gente, Espinosas, Ujuetas, O’Learys, Paredes, Parises, Codazzis, Tejadas, Neiras y otros que ni conocí ni me acuerdo de ellos. Yo bailé con los siguientes: Joaquín París, tres. Medardo Rivas, dos. Parodi, una. Bonitto, dos, Jacobo Ortega, dos. Fidel París, Juan Pablo Arrubla, Logan, Ricardo Rivas, Ricardo Wills, Timoteo Ricaurte, y Mariano Paris y Antonio Ortega. En todo baile veintidós piezas.18

17 Celebraciones religiosas como las procesiones eran aprovechadas por los jóvenes para socializar; dice Soledad al respecto: «Por la tarde fuimos adonde mi Sra. Rivas. Había muchas señoras viendo pasar la procesión. Estaban las Ricaurte, las Rivas […], unas Castillo, Doña Dolores Mutis y las hijas […]. La multitud de cachacos [como se denominaba a los nacidos en Bogotá] era extraordinaria! Había como más de treinta parados debajo y enfrente al balcón mirando para arriba y en cada esquina era lo mismo […]». Acosta de Samper, 14 de diciembre de 1853, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 105. 18 Acosta de Samper, 21 de noviembre de 1853, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 87.

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No obstante, por esos días las visitas eran motivo de aburri- miento. La horrorizaba la frivolidad de las jóvenes y su afición por los chismes: Llegaron las Orrantia; anoche fuimos a verlas: son muchachas y la madre es lo mismo, se les figura que bordar, coser y hacer cosas de mano es el más alto grado de talento, que la inteligencia con- siste en aprender pronto algún bordado o encaje, y hacerlo a prisa es para ellas un gran mérito […]. Nos mostraron mil enaguas de crochet, nos llenaron de encajes de bolillos, nos cubrieron de mil bordados que habían hecho; después nos llevaron a la sala, y allí hicieron que mi mamá tocara y que bailáramos schottisch, polka, valse, ¡ay! Dios, estaba tan cansada de ellas que yo ya no podía res- pirar. Después siguió la conversación […]. En fin, volví a casa con la cabeza dándome vueltas, tanto me habían hablado de bailes, versos, modas, matrimonio civil, zapatos, peinados, dulces, paseos, juegos, teatro y […] quién sabe qué más […].19

La constante actividad del círculo social al que Soledad perte- necía la agobiaba. Su personalidad reservada le impedía entrar en confidencias sobre sus sentimientos, aun entre sus más cercanas amigas. Pero frecuentaba visitas, bailes y convites porque quería escuchar las opiniones que circulaban sobre José María. A pesar de su discreción, su enamoramiento era de conocimiento general y circulaban rumores negativos sobre la honorabilidad, la reputación y el carácter del amado. La desconfianza de la madre radicaba en los informes negativos que había recibido sobre él. Al parecer, estos rumores circulaban entre las amistades que frecuentaba Soledad. Se decía de Samper que en su anterior matrimonio no había tratado bien a la esposa; se criticaba su afición al juego y su inconstancia en las empresas que emprendía. Estas opiniones la hundían en un mar de dudas y de confusión, del cual salía rápidamente cuando alguien reconocía el gran talento del amado y, entonces, se justi- ficaban sus defectos, sus «locuras», como propios de la juventud.

19 Acosta de Samper, 1.° de octubre de 1853, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 20.

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José María se había casado con Elvira Levy, una joven bo- gotana de origen humilde, en 1850. Samper tenía 22 años y se había unido a la joven por el profundo amor que esta sentía por él: En cuanto a mí, evidentemente a los ojos de mi alma yo no estaba enamorado: no me agitaba aquel apasionado sentimiento de abandono personal, de adoración íntima y de aspiración a un ideal, solicitado y hallado en una mujer, que constituye el verdadero amor. Lo que yo sentía por Elvira era una deliciosa y tranquila com- binación de simpatía contenta, casi fraternal, y de profunda esti- mación por las preciosas cualidades que la adornaban.20

Esta unión, fundada sobre cimientos frágiles, probó ser muy corta. Un difícil embarazo de Elvira obligó a la pareja —por reco- mendaciones médicas— a mudarse a las tierras calientes de Am- balema. Samper, que empezaba a tener éxitos en su vida pública, tuvo que abandonarlo todo para cuidar a su esposa. Al parecer, el sacrificio de tener que ponerle fin a su actividad política cambió la relación entre ellos, e influyó en los «malos tratos» a la esposa, según se decía en Bogotá. Doña Carolina, la madre de Soledad, estaba preocupada con el encantamiento de su única hija. Había hecho averiguaciones en Guaduas sobre Samper, y había confirmado su mala reputación. Las aprehensiones de la madre aumentaron cuando finalmente José María anunció su llegada a Bogotá. Yo no sabía qué hacer de gozo, cuando mi mamá me despertó de mis alegres meditaciones diciéndome que a ella no le gustaba, que tenía mala fama, que era un loco y sobretodo que [no tenía] ninguna simpatía por él. Todo esto es muy verdad […], pero al prin- cipio no hice caso y me dejé llevar de mi felicidad. Toqué, corrí y en fin, si me hubieran visto hubieran creído que estaba loca, tanto era mi regocijo […].21

20 Samper, Historia de un alma, 1: 140. 21 Acosta de Samper, 13 de enero de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 120.

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La opinión de la madre, sin embargo, no era ignorada por Soledad, quien ante la inminencia de la llegada de José María, expresaba el «conflicto horroroso» de amarlo pero tener que recha- zarlo porque no recibía la aprobación de doña Carolina y porque era «aborrecido» por todas sus amistades. Quería huir de Bogotá para no verlo: ¡[M]e dejé llevar por la corriente de la primera impresión y encontré que tal vez no era digno de mi! ¡A lo menos así lo dicen! ¿Esto no es un martirio? Tengo que irme y lo más temprano po- sible de la casa […].22

El cortejo José María anunció visita para el 28 de enero, y Soledad, en estado de gran agitación, quería lucir indiferente. ¡Por fin lo vi venir! Oí su voz y lo pude ver antes que entrara. Oí tocar la puerta, sentí pasos. ¡Y yo estaba en la sala! […] [Q]ué agitación, todavía me tiembla la mano al acordarme. Con un es- fuerzo terrible y sin darme a mí misma tiempo para pensar porque sabía que sería peor, salí con mirada indiferente y fría y le hablé. ¡Ay, Dios! ¡Si hubiera adivinado él lo que pasaba en el alma, si hu- biera sabido lo que me costaba parecer indiferente! […] [T]al vez me creyó insensible o boba. Vi que por algunos momentos la emoción no lo dejaba hablar, tal vez sería ilusión. El mundo para mi ya está cambiado y las lágrimas que caen silenciosas sobre este papel son tan amargas […].23

Destellos de felicidad, pero también de confusión y punzantes dudas marcaron las visitas posteriores. La imagen de la primera mujer la atormentaba. Soledad creía que el verdadero amor solo ocurría una vez en la vida y Samper había estado casado previa- mente. ¿Cómo creer en él? Las presiones de la madre también la hacían titubear. A veces creía que él no era digno de ella, y se

22 Acosta de Samper, 23 de enero de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 123. 23 Acosta de Samper, 28 de enero de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 125.

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proponía mostrarse indiferente, pero cuando él llegaba su co- razón daba un vuelco: «Vino y yo no pude estar seria y fría. ¿Cómo puede una estar como un pedazo de nieve si él es tan amable, tiene una conversación tan agradable?»24. El 9 de febrero, José María escribió para pedir la mano de So- ledad: «¡Me encerré en mi cuarto y en dos horas de meditación pro- funda no pude resolverme a decirle el no fatal!»25. Pero la decisión se tomó una vez que la madre consultó con familiares y amigos. En estos casos era prudente escuchar la opinión de un varón de buen juicio y buenas credenciales como don Manuel Vélez. Este aconsejó postergar la decisión durante seis meses hasta conocer bien al pre- tendiente. Se le exigiría, además, abandonar su actividad política. Deducimos, por la airada reacción de Soledad a esta demanda, que la política desviaba al pretendiente de otras actividades más lucrativas que garantizaran una buena vida matrimonial: «¡en- tonces para qué son aquellos brillantes talentos! ¿Para qué cultivó su fuerte y ardiente imaginación si es para no pensar más que en ganar plata? ¡No! No, yo quiero que sea algo en la República […]»26. El cortejo de José María había empezado, pero pronto la guerra se interpondría entre los enamorados.

Reflexiones de Soledad sobre el amor Con las visitas de José María, el proceso de introspección de Soledad se revela en toda su magnitud. Ella había pasado de la etapa en que las novelas la guiaban, a confrontar una situación amorosa tangible desde su propia subjetividad. El romanticismo, que había proclamado como principio universal la singularidad del individuo, había permitido a las mujeres un espacio psicológico que incluía el deseo como parte integral del yo. Soledad, sin em- bargo, estaba llena de conflictos entre la libertad amorosa que pro- clamaba el romanticismo, las normas católicas y las expectativas

24 Acosta de Samper, 5 de febrero de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 130. 25 Acosta de Samper, 9 de febrero de 1854, entrada del diario, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 132. 26 Acosta de Samper, 9 de febrero de 1854, entrada del diario, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 132.

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sociales sobre la conducta de la mujer. Preguntas que encontramos en el diario y que hacían parte de esa toma de conciencia subjetiva que se operaba en Soledad revelaban el temor de la joven frente al «amor libremente sentido y libremente expresado» del que hablara Madame de Staël. Soledad se instalaba en el dolor, en la insatis- facción de los sentimientos terrenales, en la idea de carencia de verdadera libertad frente a los designios del Todopoderoso y en la fugacidad de la felicidad aquí en la tierra. Felicidad, por qué es que todo mortal la busca hasta que expira y jamás la halla […]. [M]e dan ganas algunas veces de dejar correr los días, dejarme llevar lentamente y no pensar […]. ¿Qué importa qué piense yo?... ¿si ya todo está sellado de antemano por la mano del Omnipresente? […].27

Para ella, el mundo era un teatro donde cada uno representaba un papel determinado de antemano. La autora, imbuida por las ideas católicas del sufrimiento en «este valle de lágrimas» que era la tierra, no podía entregarse al amor con gozo. Creía que el destino de las mujeres era el dolor y que disfrutar libremente de la emoción amorosa traería desgracias. Vislumbramos en su desazón permanente la intuición de que el amor no era la poción mágica que aseguraba la felicidad del ser humano: «Lo que más deseamos es lo que menos tenemos y cuando lo conseguimos, ¿estamos satisfechos? Nunca, nunca gozamos más de lo que deseamos en este mundo. Al conseguirlo se pierde la ilusión y el placer mata la esperanza»28. En este valle de dolor, las mujeres llevaban la peor parte. Ellas, como los varones, estaban signadas por esa falencia, pero por haber nacido para amar, es- taban más expuestas a las desilusiones y al sacrificio. Solo el refugio de la religión les daba consuelo. Estas dolorosas elucubraciones se agudizaban con el conven- cimiento de que no era digna del ser amado. Cuando ella giraba la mirada hacia sí misma, con preguntas como «¿Soy digna de él?»,

27 Acosta de Samper, 13 de febrero de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 138. 28 Acosta de Samper, 13 de febrero de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 138.

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sus reflexiones se saturaban de dolencias profundas, de contra- dicciones, de inseguridades por no poder ponerse a la altura del amado. Digresiones sobre la condición de las mujeres abundan en el diario: ¿Para qué me hizo Dios inteligente? ¿Para qué todos mis sentidos si no han de servir para el bien de mi alma y de la hu- manidad? ¿Pero qué puede hacer una mujer? Mi conciencia me contesta si no puedes hacer obras nobles, hechos dignos de me- moria por tu sexo y tu corta inteligencia puedes hacer la felicidad de las personas que te rodean.29

Soledad deseaba «vivir para algo», servir a la patria, ser como Carlota Corday, como Policarpa Salavarrieta, la heroína de la In- dependencia, y se preguntaba: «Pero yo, ¿qué puedo hacer? ¡Mujer! ¿A dónde está el genio?, ¿el talento?»30. Ella, a pesar de todos sus atributos, carecía de confianza en sí misma. Soledad hablaba a menudo y con desconsuelo sobre su falta de encantos físicos y de talento: […] Belleza no la hay. Facciones insignificantes y creo que aun toscas. Mi juventud no tiene brillo pues mis mejillas no conocen el color de rosa. Siempre pálidas, con pelo negro que le da a la fiso- nomía una expresión sombría. Conversación ninguna, pues siempre faltándome la elocuencia a cada paso me faltan palabras. Talento ¡ay! Dios Mío, es ilusión. ¡Instrucción!, solo yo se lo ignorante que soy. Gracia, no creo, pues siempre me encuentro sin ella cuando deseo tenerla. Juventud, ya va pasando pues pocos años me quedan ya. ¿Y creeré yo que el bien que yo amo pensará esta noche en un ser sin belleza, talento, instrucción, conversación o gracia? ¡Ay de mí!31

Por su parte, José María Samper describe a Soledad en estos términos:

29 Acosta de Samper, 11 de noviembre de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 69. 30 Acosta de Samper, 11 de noviembre de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 76-77. 31 Acosta de Samper, 5 de julio de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 313-314.

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Solita no era lo que comúnmente se llama una mujer bonita, ni tampoco hermosa, porque no tenía los ojos grandes, ni las mejillas rosadas y llenas, ni el seno turgente, ni sonrisa amable y seductiva ni cuerpo verdaderamente lozano. Pero tenía ciertos rasgos de belleza que a mis ojos eran de mucho precio […], tenía el talle elegante, los ojos muy vivos, de mirada profunda y expresiva, la frente amplia y magnifica, el andar digno y mesurado, un aire que tenía no sé qué de arábigo, con manifiestos signos de fuerte voluntad, energía, reserva y en toda la fisonomía una gran cosa que se revelaba paten- temente: el alma, movida y agitada por el sentimiento del ideal […]; tenía en el semblante aquella luz que nunca ven los ojos vulgares, indicativa de la ardiente vitalidad de una grande alma.32

La belleza física de la mujer hacía parte de los discursos sobre el «bello sexo», y los pepitos (los jóvenes de clase alta de Bogotá) se sentían autoridades en el tema. Su inclinación a enamorarse, arras- trados solo por los atributos físicos de las jovencitas, era criticada en la prensa local. Decía el periodista Kastos, que en Bogotá «se ha generalizado y vulgarizado tanto la hermosura que, dentro de poco, el buen tono consistirá en ser feas»33. Algunos consideraban que la belleza era una desgracia34. Y que la coquetería, tan funesta para la seguridad emocional de los varones, era más frecuente entre las jovencitas agraciadas. En general, la literatura de la época con- sideraba que los atractivos físicos eran deseables pero solamente si iban acompañados de ciertas virtudes. Dios ha llenado a la mujer de gracias y atractivos; i si su be- lleza hace que se fijen en ella las miradas de los hombres también deben hacer que ellos encuentren en su alma pura, tesoros aún más grandes de esa belleza espiritual que Dios ha colocado en ella para

32 Samper, Historia de un alma, 2: 30. 33 Emiro Kastos [Juan de Dios Restrepo], Artículos escogidos, vol. 31 (Bogotá: Biblioteca Banco Popular, 1972). 34 José María Vergara y Vergara, «Consejos a una niña», en Soledad Acosta de Samper: Escritura, género y nación en el siglo XIX, ed. por Carolina Alzate y Monserrat Ordoñez (Madrid: Iberoamericana, 2005), 71.

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que conduzca al bien a todos aquellos que la miren, ya sea como hija o como esposa, o como madre o como señora.35

Las elucubraciones sombrías de Soledad no emanaban de su aspiración a acomodarse a estos manidos estereotipos. Aunque, como las jóvenes de su medio social, deseaba atraer por su be- lleza, a ella le preocupaba más bien poseer talentos comparables a los masculinos. Soledad no se posicionaba, en relación con José María, como la niña ingenua, de «sonrisa celestial» e ignorante que buscaba ser rescatada por un ser superior a ella. Buscaba en él a un compañero que compartiera sus intereses intelectuales. Al- guien igual a ella, no superior. No buscaba, como lo pregonaban los manuales de la época, atraer por su belleza celestial, por su inocencia o por su debilidad, sino por sus conocimientos. De- seaba trabajar más, estudiar más para ser digna del amado y se lamentaba una y otra vez por carecer de la elocuencia de la que hacía gala José María. Pero la confianza en ella se resquebrajaba con facilidad. A veces dudaba del amor de José María y lo atribuía a su falta de atractivos.

Entre el amor y las demandas de la patria El cortejo se vio interrumpido por acontecimientos políticos que provocaron la huida de José María. El 17 de abril de 1854, el pre- sidente José María Obando fue derrocado por un golpe de cuartel dirigido por el general José María Melo, quien apoyado por el sector liberal de los draconianos (facción tradicional del liberalismo), con- formado por artesanos, se proponía tumbar la Constitución liberal de 1853, por ser lesiva a sus intereses. Ante la represión que se ave- cinaba contra los gólgotas (ala radical del liberalismo) y contra los miembros del gobierno de Obando, entre los que se hallaba Samper —quien a la sazón tenía el cargo de secretario de la Cámara—, se desató una desbandada general de radicales y conservadores hacia Ibagué, lugar en el que se pensaba instalar el Gobierno y reunir el

35 El Mosaico 8 (1859): 51, citado en Alzate y Ordoñez, eds., Soledad Acosta de Samper…

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ejército para derrocar al general Melo. Los meses que siguieron fueron de constante zozobra en Bogotá y de incomunicación total entre Soledad y Samper. Ella, cuya imagen del amado era la del pa- triota heroico dispuesto a morir por la causa constitucionalista, si fuese el caso, sufrió la más honda desilusión al enterarse de que José María no había tomado las armas para enfrentarse a los hombres de Melo, y que había huido a un lugar indeterminado. Soledad con- sideraba la falta de valor de José María como un ultraje a su honor personal y a la patria. La idea de que José María fuera un cobarde la perturbó profundamente: Oh ilusión adorada. ¡Por qué me has abandonado tan pronto! ¡Dios de Misericordia! ¿Se acabó pues mi sueño de felicidad, se acabó cuanto ideal soñaba? […] ¡Oh! ¡Golpe terrible! Oh! ¿Señor por qué darme tantas penas? ¿Lágrimas por qué correr? Mezcladas a la tinta y si fueran de sangre no serían más dolorosas, no. No quiero llorar. Si es que él […] no ama a la patria, si no abriga en su pecho los nobles sentimientos que yo creía descubrir en él […].36

Ningún evento en su accidentado romance tuvo los efectos de- vastadores de lo que ella interpretaba como una traición a la patria. Al parecer, la falta de valor en el combate habían sido rumores exagerados, y don José María, que en efecto se había trasladado a Honda, regresó a Ibagué para ser parte del gobierno constitu- cional. La versión de los hechos por José María se conocerá en la siguiente parte del capítulo. Interesa aquí señalar la diacronía entre Soledad y su enamorado en lo que respecta a la interpretación del valor masculino. Mientras ella seguía identificando el honor mas- culino con la entrega a la patria, don José María quería preservar su vida para ofrecérsela a ella. En diciembre de 1854, el golpe de Estado fue conjurado por los constitucionalistas y Samper pudo regresar a Bogotá para rei- niciar su romance con Soledad. Desde enero de 1855, ella compartió su diario con José María y este, a su vez inició, la escritura de un

36 Acosta de Samper, 11 de junio de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 318.

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diario íntimo y varios álbumes ilustrados por los dos37. Esta sin- tonía sentimental, volcada en la escritura, resulta excepcional en el siglo XIX.

El noviazgo Solo hasta que la madre «le dio el sí» a José María, Soledad se atrevió a confiarle su amor. El noviazgo era la etapa en la que se per- mitía una mayor intimidad física y emocional, como preámbulo para un buen entendimiento afectivo en el matrimonio. No obstante, la revelación de sentimientos, especialmente de aquellos que sugerían asuntos sexuales, no era fácilmente abordable por la introvertida So- ledad. Aunque en el diario la joven escudriñaba a cada momento sus emociones, cuando estaba con José María mantenía una cautela ex- cesiva en la expresión de sus afectos, que el joven interpretaba como indiferencia y desamor. Soledad era consciente de su timidez: Dicen que mi carácter es reservado y es verdad. Yo misma me siento agobiada por esa reserva que me atormenta, por esa falta de fe que me persigue […], pero nadie sufre tanto como yo por esa des- confianza que me llena de tristeza a todas horas.38

37 José María Samper, Diario íntimo de José María Samper Agudelo, Fondo Soledad Acosta de Samper (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1855), Manuscrito 006. El diario íntimo comienza el 1.º de enero de 1855 y termina el 4 de mayo de 1855, el día anterior a la boda. Se encuentra en el mismo fondo otro manuscrito escrito por el autor, Pensamientos y recuerdos consagrados a la Srta. Ángel Soledad A., Manuscrito 004, Fondo Soledad Acosta de Samper (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1854-1855). Este es un álbum de poemas escritos en dos momentos, cuando Samper debe alejarse de Bogotá, en abril de 1854, por la revuelta contra la dictadura de Melo, y cuando ya, en pleno noviazgo, fue a visitar a su familia en Honda, en febrero de 1855. Además de poemas amorosos dictados por los dolores de la ausencia, escribió otros inspirados en el río Magdalena, en los páramos, en la noche. En el libro que escribió junto con Soledad Acosta de Samper, El libro de los ensueños del amor: historia poética del bello ideal de la ventura, Manuscrito 005, Fondo Soledad Acosta de Samper (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1855), Samper versifica anécdotas contadas por su novia y las ilustra con dibujos naturalistas. 38 Acosta de Samper, 18 de diciembre de 1854, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 448.

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Teme también dar rienda suelta a sus sentimientos por las consecuencias que pudiesen acarrear: «¡Cuando se siente mucho se teme dejar libre curso a las emociones y después no poderlas con- tener! Small waters run deep, dice un proverbio inglés, ‘mientras más hondo el cauce, más tranquilas parecen las aguas’»39. El proverbio describía bien la situación emocional de Soledad. La escritura era el vehículo que facilitaba la comunicación entre los enamorados. Quizás, frustrado por la incomunicación verbal con su novia, José María decidió escribir el diario de su noviazgo, y pronto la pareja inició un intercambio de apartes de sus escritos íntimos. El diario de José María revela aspectos de una nueva masculi- nidad que el romanticismo y la cultura burguesa habían contribuido a crear. Una sensibilidad a flor de piel reemplazaba la masculinidad fuertemente virilizada de los revolucionarios de la Independencia, que exaltaba el heroísmo y el uso de las armas. En el periodo revo- lucionario, el concepto de hombría requería heroísmo y voluntad de arriesgar la propia vida si la patria así lo requería. El mito del héroe creaba una separación más radical entre los sexos. Sin acceso a la ciu- dadanía, pero exaltadas por su belleza, algunas mujeres de las élites fueron reducidas a figuras que adornaban la celebraciones revolu- cionarias y que participaban en los placeres privados de los héroes, mientras estos hacían un despliegue público de la virtud ciudadana. Las interacciones entre la cultura burguesa de mediados de siglo y el romanticismo reconfiguraron al ciudadano como un hombre que, sin olvidar los deberes patrióticos, legitimaba su derecho a expresar sentimientos de ternura como lo hacían las mujeres, y que poseía un sentido de civilidad menos heroico. Este fue un fenómeno común en otros países hispanoamericanos. Francine Masiello señala la tendencia hacia una masculinidad feminizada entre los unitarios, como estrategia de oposición a la dictadura federalista de Juan Manuel Rosas40. Los románticos

39 Acosta de Samper, 8 de febrero de 1855, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 490. 40 En Argentina, los unitarios (liberales) se identificaban con las mujeres escritoras, imitaban su sensibilidad y, como ellas, contrastaban la civilización emanada de las letras y de las buenas maneras, con la tiranía vil y despótica. Véase Francine Masiello, Between Civilization and Barbarism:

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lloraban y escribían poemas de amor a la patria y a la amada en la prensa local, y sin turbación se envolvían en el mundo de la domesticidad y del afecto. Ejemplos de esta nueva masculinidad los hallamos en individuos como José Eusebio Caro (tema del ca- pítulo siete), Manuel Ancízar y Miguel Samper. José María confesaba a Soledad sus temores de enfrentar con las armas a las milicias de Melo en 1854, en estos términos: Cuánto orgullo secreto tengo por mi conducta en la campaña, pues aunque esto sea vanidad, mis sacrificios eran mayores que los de casi todos. Cuando yo avanzaba sobre el enemigo, mi espada de capitán de Guardia Nacional llevaba los sentimientos contrarios: miedo horrible en el corazón y heroísmo supremo en la cabeza. Sí, yo soy miedoso ante el peligro por naturaleza; y solo tengo el valor del honor. Creyendo peor el oprobio que la muerte puedo ser un héroe muerto de miedo. Es decir, cumplir resueltamente con mi deber aunque tiemble por mi vida. Lejos del enemigo yo tenía miedo en la campaña, pero cuando ya el peligro era inminente, el honor me daba resignación y me sentía con bríos […], «la carne me tem- blaba y el espíritu se me agitaba con ardor».41

A diferencia del héroe de la Independencia, que estaba dis- puesto a sacrificarse por la patria, don José María combatía porque quería ser digno de Soledad, y en segundo lugar, por el bien de la

Women, Nation and Literary Culture in Modern Argentina (Lincoln: University of Nebraska Press, 1992), 21-34. Joan B. Landes se refiere a los cambios en la masculinidad originados después de la Revolución francesa; véase del autor «Republican Citizenship and Heterosexual Desire…». Para los cambios en los conceptos de masculinidad en los Estados Unidos, véase Carroll Smith-Rosenberg, «The Republican Gentleman: The Race to Rhetorical Stability in the New United States», en Masculinities in Politics and War…, 61-71. Pavla Miller analiza las características del hombre burgués de los siglos XVIII y XIX, y los efectos de las asociaciones culturales y artísticas que moldearon una masculinidad más contenida, más racional y sensible; véase de la autora Transformation of Patriarchy in the West… 41 Samper, 9 de enero de 1855, en Diario íntimo… [Subrayado en el original]

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patria. «Soledad y Gloria. Tú eres la única ambición social que me agita […], yo quiero amor […] y quiero la gloria»42. La sensibilidad a flor de piel, legitimada por el romanticismo, adquirió en el joven ribetes extraordinarios. Durante su noviazgo formal, las visitas ocurrían a diario. Don José María improvisaba versos, y los dos dibujaban paisajes sabaneros y figuras alegóricas del amor y de la religión, mientras la madre de Soledad tocaba el piano.

Noviazgo y sexualidad El romance transcurría entre los excesos declamatorios de José María y las reticencias de su enamorada. Cuando finalmente Soledad decidió escribirle expresándole por primera vez que lo amaba y que sería suya para siempre, don José se desvaneció de fe- licidad. La declaración de la joven lo conmovió hasta las lágrimas: […] la pluma es impotente para describir lo que sentí al leer esas inmortales palabras. Estaba aturdido, deslumbrado, estático tal si un rayo hubiera estallado sobre mí […], mi organismo estaba paralizado. Después de algunos instantes el corazón hizo ex- plosión y una porción de dulcísimas lágrimas saltó a mis ojos e inundó mis mejillas […].43

Trastornado de felicidad, al día siguiente escribió los espon- sales y pidió la mano de Soledad, prometiendo ser un hijo que cui- daría la vejez de doña Carolina, y la honra y felicidad de la suegra y la novia. Los meses posteriores a los esponsales fueron de prueba para los dos enamorados. Don José María buscaba expresar de forma más íntima su pasión, y Soledad, débilmente, se resistía a las presiones de su novio. El amor romántico era incompatible con la lujuria y con la sexualidad terrenal. Era un encuentro de espíritus, una experiencia casi religiosa y una idealización de la persona amada. Por ello, José María sopesaba y filtraba todos los elementos de la pasión que podían poner en peligro la relación. Analizando sus sentimientos hacia Soledad, el joven escribía:

42 Samper, 9 de enero de 1855, en Diario íntimo… [Subrayado en el original] 43 Samper, 11 de enero de 1855, en Diario íntimo…

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¿Es un delirio, un frenesí, una locura, una tempestad de pasión que me agita? No, es una cosa enteramente distinta: Yo no amo a Soledad con arrebato —Mi amor tiene otras condiciones. Lo que abrigo es una ternura inmensa, un culto sublime, ardiente, una ido- latría, una religión nueva, desconocida […]. [T]al parece que la idea de Dios y la creencia en la inmortalidad se hubieran confundido en mi alma con la de idea de Soledad y la creencia de su amor […].44

En esos tiempos en que el amor era cultivado intensamente entre las clases altas, las dimensiones eróticas durante el noviazgo se asociaban con la revelación de la identidad esencial, del yo au- téntico. El sexo era sacralizado y el deseo se convertía en un senti- miento espiritual si se ligaba al amor. Para las mujeres, la expresión del deseo, sin embargo, era algo riesgoso. Como ángeles del hogar, en el amor debían exhibir sus capacidades morales y espirituales por sobre sus pulsiones sexuales. Su superioridad moral debía ser demostrada en cada encuentro. La interrelación entre el amor ro- mántico y el matrimonio adolecía de una debilidad que afectaba es- pecialmente a las mujeres. Para llegar al matrimonio, la mujer tenía que conservar su integridad, pero para el amor esa exigencia no quedaba establecida. El modelo romántico, según Lahumann, falló por esa discrepancia: «Se exigía algo que no podía ser realizado sin hipocresía: enamorarse antes del matrimonio y no realizar la ex- periencia sexual hasta después de haber contraído matrimonio»45. Pero si bien la cópula se constituía como una barrera física que no debía ser cruzada sino después del matrimonio, las expresiones eróticas durante el noviazgo eran múltiples, aunque oscurecidas por la ambigüedad entre lo que se consideraba caricias puras e impuras. José María, frustrado en sus empeños de acercamiento sexual, analizaba las negativas de Soledad así: ¿Por qué será que mi Soledad es tan silenciosa cuando estoy a su lado acariciándola? ¿Será que su corazón no ama tanto como el

44 Samper, 4 de marzo de 1855, en Diario íntimo… Don José María estaba en Guaduas visitando a su familia. 45 Luhmann, Love as Passion…, 124.

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mío? ¿Será que ella no tiene el entusiasmo que yo? ¿Será que cree avergonzarse de mis ternuras y de las suyas porque no es mi esposa todavía? Ah! 5 de mayo [la fecha de la boda] […] ¡cuánto tardas para mi eterna felicidad! Pero no, ella ama como yo y tiene el mismo entusiasmo y palpita con embriaguez amorosa; su silencio es efecto de su timidez, de su inocencia. Ella no conoce el lenguaje del amor y tiembla ruborizada porque su candor le hace tener embarazo.46

Esa misma noche, la joven, luego de leer el diario de su amado, escribió: «¡Me dices que no soy sensible, me dices eso tú! Ten pa- ciencia amado mío, ten paciencia»47. A medida que se aproximaba la boda, las quejas por el desamor de Soledad se acrecentaban, pero la actitud de Soledad era invariable: «¡Y dices que no te amo como tú me amas! Se acerca ya el día en que serás mi esposo y entonces verás cuán profundo es mi cariño»48. Cuando intercambiaban fu- gaces besos, José María se emocionaba desmesuradamente. En alguna ocasión, mientras la madre tocaba el piano, y So- ledad se ocupaba en dibujar en el álbum temas alusivos al Gólgota, «con su cruz eterna, la corona mortuoria, los clavos de Cristo», José María entró en éxtasis: Yo estrechaba y besaba con deleite sus lindas manos, acari- ciaba su hermosa cabellera, la contemplaba con embeleso loco de amor, temblando de alegría, suspirando de felicidad. Yo tenía la frente cerca de la suya; nuestros labios casi se tocaban; su aliento se confundía con el mío […]. [Y]o estaba ebrio de placer, me sentía transportado a una región desconocida; estaba en el paraíso con ella […], y yo tomé con las manos su divina cabeza, la besé con em- briaguez, con locura y me sentí desvanecido […].49

La aceptación de Soledad del beso en la cabeza le dio ánimos a José María de besarla en la frente. El joven no encontraba palabras para describir el supremo goce que experimentó: «¿He […] lo diré,

46 Samper, 27 de marzo de 1855, en Diario íntimo... 47 Acosta de Samper, 27 de marzo de 1855, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 525. 48 Acosta de Samper, 24 de abril de 1855, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 542. 49 Samper, 25 de marzo de 1855, en Diario íntimo…

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Dios Mío? Ah! ¡Qué inmensa dicha! He besado su casta frente, su dulce y Purísima mejilla, y me desvanecí de placer […]. Dios sabe lo que hemos sentido […]»50. Pero Soledad, que intuía los límites entre lo permitido y lo prohibido, rechazaba las caricias que consi- deraba excesivas, postrando a José María en la desesperación: […] en la visita de anoche […] hubo un momento en que creí morir de dolor […], yo estaba solo con mi Soledad, hablándole de mi amor y mi ternura, y acariciándola con embeleso: al cabo, no pudiendo resistir un arrebato de supremo amor, le di a mi ángel […]. Ah! ¡Dios sabe cuan pura y casta fue esa caricia de amor! Entonces Ella se mostró irritada, indignada. Su mirada por un instante […], algo que creí que era desprecio o resentimiento y por un momento me he creído perdido, sin porvenir.51

El impacto de la reacción de Soledad le produjo vértigo y desmayo. Don José María, a raíz de su participación en la guerra contra el general Melo, había contraído una afección cardiaca que se exacerbaba bajo situaciones de agitación extrema. Soledad, sin hacer referencia a la caricia, anotaba en el diario el episodio de esa noche, «[…] estoy llena de tristezas, ¿Por qué ocultarlo? Estoy llena de angustia y pesar. Yo, ingrata que soy, lo hice sufrir tanto! […] Yo que soy capaz de darle mi vida solo por evitarle una pena, Yo le hice sentir desesperación»52. El 2 de abril, a un mes del matrimonio, Soledad le permitió besarla en la boca, pero la emoción fue tan grande que José María no se atrevió a escribirlo abiertamente en su diario: «Me he desvanecido al aspirar tu ámbar y beber tu alma y tu amor en tus […]. Ah! cuán dichoso soy […]; hemos sentido tanto, tanto»53. La forma en que Soledad registró este evento en su diario es reveladora: Yo tengo tanta tan completa fe en él como en mí misma y yo creo que lo que él dice que es bueno es así. Por eso estoy tranquila

50 Samper, 28 de marzo de 1855, en Diario íntimo... 51 Samper, 30 de marzo de 1855, en Diario íntimo... [Subrayado en el original] 52 Acosta de Samper, 30 de marzo de 1855, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 526. 53 Samper, 2 de abril de 1855, en Diario íntimo… [Subrayado en el original]

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esta noche con lo que ha sucedido […]. ¡Señor, dadme vida, talento y tacto para hacerlo feliz mientras dure yo en el mundo!54

El 4 de mayo de 1855, Soledad se despidió de su diario. Tem- prano fue a la iglesia de San Francisco, confesó y comulgó, y le pidió a Dios virtud y tacto para cumplir con sus deberes de casada, y para ser el ángel tutelar de la felicidad doméstica. Para satisfacer los deseos de Soledad, José María —quien había sido uno de los defensores del matrimonio civil— aceptó contraer matrimonio por el rito católico. La pareja pasó la luna de miel en una «quinta» en Chapinero, y desde allí, José María continuó escribiendo poemas a su esposa. El tono y el sentido de su poesía conyugal distaban de sus escritos de noviazgo, como lo sugiriere este poema: Qué resta ya de tantos embelesos ¿De esta encantada Soledad? —La Historia, Escrita en trovas y sabrosos besos, ¡Y en mil recuerdos de inmortal memoria! Más si tantos deleites se acabaron; Si tantos sueños de placer huyeron; Si nuestras horas de solaz pasaron; Y los dulces rumores se perdieron, Queda otra cosa, —Soledad querida Para tu noble corazón amante;— Queda un tesoro para ti en la vida De inmenso bien y de placer constante; Queda mi amor, profundo, perdurable; Mi fe, mi adoración y mi ternura; Mi religión de dichas inefable; Mi corazón que te brindó ventura!55

54 Acosta de Samper, 2 de abril de 1855, entrada del diario, en Alzate, ed., Diario íntimo…, 528. 55 José María Samper, «La luna de miel», Chapinero, 20 de mayo de 1855, en José María Samper y Soledad Acosta de Samper, El libro de los ensueños del amor: historia poética del bello ideal de la ventura, Manuscrito 005, Fondo Soledad Acosta de Samper (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1855).

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Para Samper, el matrimonio había sido un acierto. Descri- biendo en su libro autobiográfico los motivos que lo llevaron a unir su vida a la de Soledad después de la muerte de su primera esposa, decía que «buscaba una pareja que contribuyera al desarrollo de sus actividades intelectuales, a la moderación de su temperamento im- presionable y de sus abruptas reacciones, y a la superación de su incompleta educación». En Soledad, él había encontrado, además de afinidad sentimental, «una alta inteligencia femenina auxiliada por las dotes de la educación, la más pura virtud y un carácter vigoroso». José María era feliz en el matrimonio y adoraba a su Solita56. Soledad Acosta de Samper se convertiría en la mujer más influ- yente en las letras neogranadinas del siglo XIX. Después de su ma- trimonio, protegió su yo íntimo de la mirada de sus coterráneos; en el decir de sus biógrafos, evitó imprimir sus huellas personales en la construcción de sus personajes femeninos, casi siempre signados por amores contrariados, y en su abundante producción literaria. Pero en su obra de ficción dejó plasmada su concepción del amor en el matri- monio, sentimiento que era justamente la espina dorsal del roman- ticismo. Soledad, a través de su vida, se construyó como «persona pública» que escribía sobre las mujeres con una finalidad didáctica, separando su «persona privada» de estas tareas, y ocultándose her- méticamente tras las paredes del hogar doméstico. No obstante, hizo parte del movimiento romántico neogranadino y compartió adhe- siones literarias y la lectura de autores románticos con su esposo, su cuñada y el círculo de amigos que escribían y publicaban en la Bogotá de mediados del siglo XIX. La mirada al cortejo desde el amor romántico sugiere aspectos que hablan de nuevas configuraciones en las relaciones de género en el terreno de la vida privada. El énfasis en la calidad de lazos emotivos entre los esposos significó que los matrimonios necesi- taban, más que nunca, fundarse en el amor. Soledad, que había pertenecido a la generación posterior a la Independencia, defendía el derecho a casarse por amor y se lamentaba de la suerte de las mujeres que la habían precedido. La fuerza de la atracción personal

56 Samper, Historia de un alma, 2: 140.

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era cada vez más reconocida socialmente como requisito indis- pensable, aunque no se ignoraban las inseguridades y los riesgos cuando la pareja escogida no pertenecía al círculo inmediato de parientes y amigos. Esta ambivalencia la expresa Agripina Samper en carta a su marido a propósito del noviazgo de su hermano Ro- dolfo con una joven antioqueña: Por la carta de él conozco que tiene deseos de casarse aunque teme lo desconocido; pero quien no se aventura no para la mar, i añaden por acá, «quien se aventura, pierde caballo y mula». Sin embargo no es esto lo más frecuente, testigo yo que no solo no he perdido nada sino que he ganado inmensamente. Todo está en tener tino para escoger i en esas materias el corazón es el mejor auxiliar porque la cabeza apenas sabe calcular.57

A pesar de los riesgos e incertidumbres, el amor romántico con- tribuyó a generar una mayor comprensión entre hombres y mujeres, y a reconocer el poder emocional en las interacciones privadas. En el cortejo, hombres y mujeres desarrollaron entendimientos íntimos que establecieron un puente entre las divisiones sexo/rol mientras estaban enamorados. La necesidad del conocimiento recíproco be- nefició a las mujeres, por cuanto contribuyó a crear espacios que les permitieron explorar su propia subjetividad, e inclusive, violar ex- pectativas referentes a los roles de género.

57 Correspondencia privada de Manuel Ancízar y Agripina Samper, 20 de marzo de 1863.

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Agripina Samper Agudelo (1833-1892) Poeta colombiana. Esposa de Manuel Ancízar Basterra. Este retrato forma parte del Archivo privado de la familia Ancízar. Aparece en Gilberto Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época. Biografía de un político hispanoamericano del siglo XIX. Medellín: Editorial Universidad EAFIT, 2004. El amor conyugal

Manuel Ancízar, huyendo de la persecución de los conser- vadores en 1859, se había alejado de su hogar en Bogotá, y extra- ñando a su esposa, le escribía: «¿Por qué me miras?» Solías preguntarme cuando desde el canapé seguía los movimientos de tu amada carita y hasta los de tus pestañas. Te miraba porque, cierta de ti, callada la boca, te dirigía con el corazón un de palabras amorosas: porque no hay en ti ademán ni gesto que no ame: porque te contemplaba como el centro de todos mis afectos y la suma de todas las felicidades que hoy me apegan a la vida; y porque me decía, y me digo, y me repito, que el día en que llegara a persuadirme que ya no me quieras, rompería mi vida como se rompe un trasto inútil y enfadoso. Callo delante de ti por no fastidiarte, i porque hay modos de sentir tan profundos, que no se encuentran palabras para expresarlos. Sábelo, pues, que eres tan dueña de todo mi ser, que si fueras capaz de des- amarme me matarías. Ahora no vayas a ensayarlo, porque eso sería una traición injustificable.1

1 Manuel Ancízar a Agripina Samper, El Triunfo, 22 de mayo de 1860, en Correspondencia de Manuel Ancízar y Agripina Samper. 1860-1867, Archivo

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Con el requisito del amor durante el cortejo se buscaba sentar los cimientos de una relación conyugal feliz. El reto de la relación marital era el de ajustar la volátil atadura romántica a las impuestas obligaciones y deberes domésticos del matrimonio. La transición hacia las demandas sociales del matrimonio, la posición de depen- dencia de las mujeres en el hogar o la incompatibilidad de la pareja eran retos que muchas veces se traducían en matrimonios mal ave- nidos2. No fue el caso de Manuel y Agripina. En este capítulo exploro qué factores concurrieron para la dicha matrimonial de la pareja, cómo se expresaba la paz doméstica en la crianza de los hijos y cómo, cierta subversión de los roles de género dentro de la relación, confi- rieron a Agripina seguridad emocional, confianza personal y opor- tunidad de desplegar sus intereses políticos y literarios.

La enfermedad del hogar Cuando Manuel Ancízar, agobiado por la añoranza de su esposa envió la carta —con la que empiezo esta narrativa— a Agripina Samper, la pareja tenía tres años de casada, dos hijos y otro en camino. La poderosa identificación y empatía que expe- rimentaran desde los días del cortejo parecía crecer con el ma- trimonio, y Manuel no se resignaba a estar alejado de su familia. Ancízar se hallaba entre las poblaciones de Guaduas, Honda y El Triunfo huyendo de la persecución de liberales que fue fraguada durante el gobierno del conservador Mariano Ospina Rodríguez. El país, nuevamente, estaba en plena guerra (1860-1862), esta vez, desencadenada por los defensores de la Constitución federalista de 1858, en cuya cabeza estaba Tomás Cipriano de Mosquera. En El Triunfo, Manuel estaba a salvo, pero desesperaba por regresar a Bogotá, como se lo expresaba a su mujer: Al tener una carta tuya en que me digas que a nadie aprisio- narán esos católicos, me encaramo sobre cualquier mula i nadie me

de la familia Ancízar. Manuel alude al famoso Salto de Tequendama localizado en la sabana, y lugar que frecuentaba la gente de Bogotá en los fines de semana. 2 Lystra, Searching the Heart..., 192.

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atajará el trote hacia la sabana. ¡Debiera haber una buena palabra griega para nombrar esta «enfermedad de hogar» que es una nos- talgia reconcentrada!3

Manuel era un sobresaliente representante de la burguesía ci- vilista de medio siglo y, aunque valioso aliado de Mosquera, no se sentía a gusto en un campo de batalla; sus armas eran la palabra, la escritura, la divulgación de la ciencia y el deseo irreprimible de participar en el progreso de la nación. Su matrimonio con Agripina le había dado el soporte emocional necesario para su desarrollo personal. Él había buscado cuidadosamente a la mujer ideal y en Agripina halló empatía psicológica, emocional, espiritual e inte- lectual. Tenían un origen social común, y persuasiones políticas y religiosas similares. Pero Agripina era también una poeta en busca del amor romántico, sentimiento que se trocó en un amor calmado con el matrimonio.

«Quisiera verte, vida de mi vida, quisiera oír tu suave hablar»4 Manuel Esteban era el hijo menor de don José Francisco An- cízar y Gamio, y de Juana Bernarda Basterra. Don José Francisco había llegado a la Nueva Granada en 1803 con los virreyes Antonio Amar y Borbón y doña Francisca Villanova. Se había desempeñado como portero del palacio virreinal y había sido dueño de una tienda de comercio en la calle Real de Santafé5. A raíz de los hechos del 20 de julio de 1810, huyeron a la hacienda El Tintal, en la vecina loca- lidad de Fontibón. Allí nació Manuel, el 25 de diciembre de 18116. La suerte de la familia Ancízar fue similar a la experimentada por los españoles que habían sido fieles a la causa realista: la huida y

3 Manuel Ancízar a Agripina Samper, El Triunfo, 16 de mayo de 1860, en Archivo de la familia Ancízar. 4 Manuel Ancízar a Agripina Samper, El Triunfo, 16 de mayo de 1860, en Archivo de la familia Ancízar. 5 Restrepo y Rivas, Genealogías de Santa Fe de Bogotá, 1: 67-68. 6 Jorge Ancízar Sordo, Manuel Ancízar, vol. 125 (Bogotá: Biblioteca Banco Popular, 1985), 12.

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el destierro. Cuando los peninsulares recobraron el poder en 1816, Ancízar fue nombrado corregidor de Zipaquirá, pero con el triunfo definitivo de los patriotas en 1819, don José Francisco emigró a Cuba con su familia. En el penoso trayecto de Santafé a La Habana, la familia Ancízar se fue desintegrando: fallecieron tres hijos del ma- trimonio y la hermana de Juana Bernarda que los acompañaba. A la capital de Cuba arribó, en 1821, una familia hondamente trau- matizada, compuesta por el padre despojado de honor, de recursos económicos y de alianzas de amistad en un país desconocido; por la madre, sumida en honda pena por la muerte de sus hijos y hermana, y que fallecería en 1824; y por un niño solitario de apenas 10 años de edad sobre el que recaería la responsabilidad de hacer prevalecer el apellido Ancízar y de recuperar el honor familiar perdido7. El padre moriría en 1832, cuando Manuel tenía 21 años de edad. Su afán de superación personal, acicateado por la adversidad, la orfandad y la pobreza, fue quizá el rasgo más sobresaliente de la personalidad del joven, quien brillaría en diversos escenarios de la actividad pública en La Habana, en Caracas, en Bogotá y en otras capitales de Hispa- noamérica. En La Habana se graduó en Derecho; en Caracas, fue profesor de Filosofía; y en Valencia (Venezuela), fue rector del Co- legio de Carabobo en 1841. Allí conoció al político neogranadino Lino de Pombo y, recomendado por este, el entonces presidente de la Nueva Granada, Tomás Cipriano de Mosquera, lo nombró como encargado de negocios de Venezuela y lo trajo al país en 1846 en ca- lidad de subsecretario de Relaciones Exteriores. Este fue el inicio de una fulgurante carrera como hombre público en su país de origen. A su llegada a la Nueva Granada fundó el periódico El Neogra- nadino; hizo parte de la famosa Comisión Corográfica, expedición científica para explorar y hacer la cartografía del país; y escribió Las peregrinaciones de Alpha, importante libro sobre la sociedad y la geografía del oriente de la Nueva Granada. Si su trayectoria pública empezó temprano, no se puede afirmar lo mismo de sus decisiones matrimoniales. Ancízar era un

7 Sobre la vida de Manuel Ancízar, véase Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época...

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reconocido solterón que carecía de planes para casarse y organizar una familia, según se lo confesara al periodista Emiro Kastos, en 1853, en una entrevista realizada a raíz de la reciente publicación de su libro: No soy de los dichosos que pueden tener familia y hogar: he pasado los mejores años lejos de mi país, y ya que volví a él, no quiero ser miembro inútil: necesito ocho o diez años para concluir la obra corográfica comenzada: al cabo de este tiempo quedaré sin dinero, pues lo que me pagan apenas alcanza para mis gastos, con la salud perdida y los cabellos blancos; pero habré hecho un servicio a mi país y adquirido alguna honra. Mi destino es andar errante: estoy resignado.8

A sus 42 años, Ancízar había alcanzado el respeto de sus con- ciudadanos por sus servicios al país, pero quizá por su infancia desgraciada y su juventud solitaria, no se consideraba apto para gozar de los placeres domésticos que proporcionaba el matri- monio. En sus años juveniles, transcurridos en Cuba y Venezuela, había participado del ambiente galán, propio del medio social en el que se movió. Según su biógrafo, Loaiza Cano, uno de los amores de Manuel había sido «la misteriosa Haití», una maestra de piano que había conocido en Cuba9. Ancízar tenía conceptos claros sobre el papel de la mujer como la formadora moral de la familia, pero quizá su timidez y carencia de recursos económicos lo habían frenado en sus propósitos de formar un hogar. Agripina, la hermana menor de José María Samper, lo haría cambiar de opinión. Ella llenaría el vacío emocional de Ancízar, sería su inter- locutora en temas intelectuales y políticos, y le proporcionaría el soporte de una familia poderosa, que facilitaría su ascenso social y su consolidación económica. Agripina pertenecía al famoso clan de los Samper Agudelo, al que me he referido abundantemente en capítulos anteriores. Era

8 Kastos [Juan de Dios Restrepo], Artículos escogidos, 31: 414-415. 9 Sobre sus amores anteriores, véase Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época..., 295-296.

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una joven «adorada» y protegida por su padre y hermanos, espe- cialmente por José María. Desde niña había mostrado interés por la lectura y por la escritura de poemas. El padre, que había esti- mulado tan efusivamente el desarrollo intelectual de sus hijos, no apoyaba las persuasiones literarias de la joven. Sus hermanos, ac- tivos miembros de la generación del medio siglo, por el contrario, alentaban los intereses Agripina, como lo señala José María: Agripina era muy tímida y de carácter dulce, pero algo retraído, una linda niña del genio más inofensivo, y con un alma tiernamente soñadora que la inclinaba mucho a la poesía. Puedo decir que si ella, por su amante corazón y espíritu reflexivo, nació para ser poetisa, y por grande amor al estudio había de ser mujer instruida y seria; yo la hice poetisa y escritora, porque al descubrir su vocación, la estimulé constantemente a que ensayara sus fuerzas y diera vuelo a su fan- tasía. Ella se recataba mucho de hacerlo, por temor al desagrado de mi padre, que detestaba de los versos y casi todo trabajo literario.10

La afición por la escritura y la figuración literaria de algunas mujeres de la generación de Agripina era motivo de preocupación fa- miliar. Se creía que la «excesiva ilustración» las alejaba de potenciales candidatos para el matrimonio. La soltería de Agripina Samper, por ejemplo, inquietaba a su hermano José María. La joven, que publicaba regularmente poesía intimista en los periódicos locales bajo el seu- dónimo de Pía Rigan, y que gozaba de cierto reconocimiento entre los lectores, era soltera y, aparentemente, sin opciones matrimoniales a la vista. En 1855, a propósito de este delicado asunto, el joven le revelaba a Soledad Acosta su congoja por el destino triste de su hermana: Hoy cumple ella 24 años, ¡Dios mío! Esto ya es mucho para una joven por interesante y bella que sea, en estos climas donde la vida se acaba tan pronto. Con una educación esmerada, con talento dis- tinguido, instrucción y belleza; con unos padres y hermanos ricos, y adorada por todos nosotros, y sin embargo, la pobre Agripina no tiene porvenir.11

10 Samper, Historia de un alma, 1: 200. 11 Samper, 4 de marzo de 1855, en Diario íntimo… José María erraba en la

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José María, que había apoyado a su hermana en su afición por la escritura, ahora veía esa inclinación como obstáculo para que Agripina encontrara su destino: el del matrimonio. Sin porvenir en las letras, porque una mujer literata no vale ni puede valer en esta sociedad rústica, indolente i envidiosa. Sin porvenir en el amor porque mi hermana aún no conoce los mis- terios de esa pasión ni encontrará en la oscuridad de estos pueblos, un hombre que la merezca, la ame y la comprenda. ¡Pobre hermana mía! ¿De qué sirven la belleza, la educación esmerada y el talento, si solo han de hacer resaltar más, el contraste con la soledad, el desen- canto y la tristeza de una niña estéril i desierta?12

El veredicto de José María reflejaba el desasosiego de la familia y el de la sociedad entera sobre la vida miserable que esperaba a las mujeres que se salían del libreto de la pasividad y de la dependencia espiritual de los varones. El hermano, al parecer, no conocía bien a su adorada Pía. Los versos que escribía Agripina (véase, por ejemplo, «Un diseño», en el capítulo sexto), para un lector desprevenido, hablaban de una mujer que conocía el amor. ¿Fue Manuel Ancízar quien inspiró el poema? ¿Cómo se hicieron novios? ¿Cuándo? Sabemos de la gran afinidad ideológica entre Ancízar y los hermanos Samper Agudelo desde que aquel llegó al país en 1846. José María y Manuel vivieron en casas contiguas en Bogotá, y ambos representaron a Panamá ante el Parlamento en el periodo de 1856 a 185713. Es probable que An- cízar hubiera sido invitado por los hermanos a la casa paterna en Guaduas y que allí entrara en contacto con Agripina. Sabemos que José María fue comisionado por Ancízar para proponer a la madre y a los hermanos el enlace con Agripina. Es de suponerse que la de- cisión la habían tomado los dos enamorados, y que ahora se requería la formalización del noviazgo. La familia entera aceptó a Manuel y

edad de la hermana. Agripina no cumplía 24 sino 22 años, ya que había nacido el 4 de marzo de 1833. 12 Samper, 4 de marzo de 1855, en Diario íntimo… 13 Rafael Mesa Ortiz, Colombianos ilustres (estudios y biografías) (Bogotá: Imprenta la República, 1916), 235.

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se congratuló por la adición al clan de tan prestigioso miembro. José María le tenía una gran estimación. Años después, en un ensayo bio- gráfico sobre su cuñado, diría que Ancízar había sido «[…] siempre mesurado, luminoso, metódico y persuasivo, […] en ninguna parte brilló mejor, con luz serena y apacible y en toda la verdad de su nobi- lísimo carácter y de su bien equilibrada inteligencia, que en el hogar doméstico […]»14. Sobre el noviazgo hay escasa información. Loaiza Cano pro- porciona algunas cartas que datan del mes que antecedió a la boda y en las que se perciben las ilusiones de los encuentros en los sitios acostumbrados para el cortejo, como la Quinta de Bolívar, el teatro y las visitas; el deseo de buscar el momento de acariciarse sin la vista indiscreta de los familiares; las incertidumbres por las au- sencias; y el temor de que Agripina se arrepintiera del inminente enlace15. El compromiso se selló con la entrega de un anillo por parte de Manuel, y con la promesa de Agripina de que nunca lo re- movería de su dedo16. El matrimonio se celebró en la iglesia de San Francisco, el 4 de julio de 1857. Ancízar tenía 45 años y Agripina 24. Aunque la diferencia de edad no era inusual entre las élites del siglo XIX, para Ancízar era una sombra, un fardo que pesaba en su ánimo, y una razón más para amar a su Pía, que lo aceptaba viejo, calvo y canoso. Nuestros protagonistas vivieron durante el auge del roman- ticismo. Los versos de Agripina exteriorizaban las formas en que las mujeres de las élites experimentaban sentimientos de amor en el matrimonio. La literatura romántica insinuaba modelos de de- licias insospechadas con un ser ideal que pondría fin a las incerti- dumbres de la búsqueda, de la indefinición de la mujer soltera. En su poema «La felicidad», Agripina le cantaba a la serena dicha de su vida matrimonial:

14 Mesa Ortiz, Colombianos ilustres…, 237. 15 Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época…, 305-310. 16 Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época…, 311.

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[…] Tengo hijos y esposo […], tengo más: Tengo una madre amante y cariñosa, Hermanos que me quieren que yo quiero, Y en vez del falso brillo del dinero Tengo un modesto y sosegado hogar […] En otro tiempo el corazón ardiente Soñaba inquieto, y de soñar vivía, Fantásticas quimeras noche y día, Delirios en tropel […] soñaba en fin Mas despejóse luego el horizonte, La parda nube se trocó en aurora, Tornó la calma al corazón, y ahora El presente me abona el porvenir.

Sola otro tiempo, como ave errante Que atraviesa desiertos arenales, Y en largos años de ansiedad, mortales, Llegó el oasis que con fe buscó; Sintiéndome al fin exenta de fatigas, Y si tiendo al pasado una mirada, Es por traer de efusión cargada Para posarla en el presente amor.17

El encuentro con Manuel había puesto fin a su errante búsqueda sentimental. Manuel, a su vez, había acabado su solitario peregrinar internacional. Con Agripina había encontrado un país propio, una familia, un legítimo puesto social y un hogar. La alianza con los Samper Agudelo fue, sin lugar a dudas, muy favorable para el as- censo social y económico de Ancízar. Decía José María Samper a este respecto que el matrimonio le había modificado la vida a Alpha:

17 Julio Añes, comp., Parnaso Colombiano. Colección de poesías escogidas (Bogotá: Editorial de M. Rivas, 1886-1887), Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/literatura/parnacol/ indice.htm (consultado el 3 de agosto del 2011).

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«Tenía que forjar un capital. Se asoció a la casa Samper y Compañía, entró en el comercio y se consagró a él»18. Sin embargo, los beneficios fueron mutuos, ya que a medida que Ancízar ascendía en la escala burocrática y política, facilitaba el avance económico de su nueva familia. Pero sobre todo, la relación había puesto punto final al vacío emocional dejado por su orfandad. Cuando, por sus constantes servicios al país se alejaba de casa y renacía en él el sentimiento de encontrarse solo en el mundo, le recordaba a Agripina cuán impor- tante era su amor: […] te ruego insistentemente que no abandones el capricho de quererme, porque en él consiste mi felicidad eterna i única. Imagina lo que sería de este trozo de naufragio de una familia, solo, deshe- redado de afectos íntimos i olvidado en un rincón de la tierra.19

En la correspondencia de esta pareja se revelan las diferentes maneras de expresar el amor en el cortejo y en el matrimonio20. Si las cartas y diarios de cortejo transpiraban tumultuosos sentimientos: dudas, agonías, altibajos emocionales, incertidumbre y drama, como percibimos en el capítulo anterior, la correspondencia entre marido y mujer reflejaba la calma, el contento mesurado de una relación pre- decible y satisfactoria. Esto ocurrió en algunos matrimonios, como el de Manuel y Agripina. Sin embargo, no hay que olvidar que la ex- pectativa del «se casaron y fueron felices» no era consecuencia inhe- rente al matrimonio; tal es el caso de la desgraciada unión de Amalia Mosquera y Pedro Alcántara Herrán21. La serenidad matrimonial, que a menudo se convertía en rutina; la atención que requerían los hijos; y los «menudos quehaceres» domésticos silenciaban el amor

18 Meza Ortiz, Colombianos ilustres…, 237. 19 Ancízar a Samper, Rionegro, 19 de marzo de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 20 El cuerpo documental de este capítulo lo constituye la correspondencia que sostuvieron Manuel y Agripina en varias épocas de su vida. 21 Sobre las discordias y conflictos en los matrimonios, véase Mark D. Szuchman, ed., The Middle Period in Latin America: Values and Attitudes in the 17th-19th Centuries (Boulder y Londres: Lynne Rienner Publishers, 1989), 146-155.

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de los esposos. La distancia hacía renacer las emociones y se expre- saban de nuevo hondos sentimientos, deseos, anhelos, temores y la nostalgia por «el ruidito de los chinos [niños] queridos». Pero la in- trospección sentimental no era el único tema. Las noticias políticas, la «crónica de Bogotá», los amigos, los familiares, el arriendo de una nueva casa, eran algunos de los asuntos de la correspondencia. Varios escenarios se pueden construir a través de las cartas: la vida en pareja, la relación con los hijos y la comunión política de los es- posos en asuntos cruciales para el país. La correspondencia entre Manuel y Agripina, en diferentes pe- riodos de su trayectoria matrimonial, transmite el poderoso senti- miento de dos personas que disfrutaban de su mutua compañía y que estaban satisfechos de compartir los placeres y las dificultades de la vida. La exigencia del amor en el matrimonio, asociada con el romanticismo, a menudo entraba en crisis con la convivencia diaria y con las obligaciones prescritas para los casados. El largo cortejo era la etapa en la que se provocaban los sentimientos de apego entre la pareja y en la que las mujeres ponían a prueba la sinceridad y profun- didad del amor de los cortejantes. El matrimonio, por el contrario, era un conjunto de deberes y obligaciones impuestos socialmente, que después de la boda, recaían sobre los jóvenes todavía obnubi- lados por ensueños románticos. La igualdad en los sentimientos que se juraban los enamorados se transformaba en el matrimonio en un conjunto de deberes específicos, según el sexo, que se imponía al marido y a la mujer22. No todas las parejas hacían el tránsito de la etapa de excitación romántica del cortejo al sereno amor que re- quería la vida en familia. Algunas, como nuestra pareja, transfor- maron la atracción inicial en algo más profundo y duradero. Agripina y los niños le proporcionaron a Manuel una segu- ridad emocional desconocida por él. Durante sus viajes agonizaba cada día por la ausencia de ella y sus hijitos. Desde Honda, en mayo de 1860, ansioso por regresar a ellos, le escribía a Agripina:

22 Sobre la transformación del amor de la época del cortejo a la de la vida matrimonial, véase el excelente trabajo de Lystra, Searching the Heart…, 192-226.

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«Si para entonces me hubieras dado noticias que prometan segu- ridad personal, determinaré volver a nuestro “modesto i sosegado hogar”, porque tengo hambre i sed de verte i abrazar a los queridos morrocayitos»23. Cargaba el retrato de ella, le hablaba a su imagen cada día, y a menudo lloraba mientras la contemplaba. Se deprimía cuando ella no respondía a sus cartas tan frecuentemente como él deseaba y le rogaba que lo hiciera más a menudo, que aumentara el tamaño de ellas y que le incluyera en detalle sus rutinas diarias. Sufría por los temores que Agripina experimentaba durante las noches y, en el caso específico de la correspondencia de 1863, por haberla dejado sola en el crucial momento de buscar una casa nueva donde vivir. En las cartas que intercambiaron durante los cinco meses que duró la Convención de Rionegro (enero a mayo de 1863), en la que An- cízar participó como delegado de Cundinamarca, se devela cómo el amor conyugal era sentido y expresado en la ausencia. Agripina estaba buscando una nueva casa, pero sus rutinas domésticas no habían sufrido mayor alteración, salvo por no contar con la ayuda de Manuel con los niños y por la soledad nocturna, que evitaba con la compañía de su madre y de sus hermanos y parientes. Ancízar, por el contrario, volvía a experimentar el drama de la vida solitaria y carente de afecto de madre y hermanos de sus años de infancia y ju- ventud, y el fantasma de la potencial pérdida de Pía lo hacían escribir cartas tan ansiosas como esta: No quiero pensar en el tiempo que todavía me falta para re- gresar a tu lado, porque me desespero; i te aseguro que si no fuera porque hoy se cree necesaria mi presencia para pacificar varias cues- tiones, me pondría en marcha para estrecharte contra mi corazón mil veces, como quien recupera un terreno perdido! ¡Cuánto te amo mi Pía, cuanto te amo, i cómo siento el vacío de la vida. Sin verte, sin oír tu dulce voz, sin tenerte ahí cerca con tu carita distraída, bondadosa i pensativa. ¿Por qué seré tan necio que cuando estoy

23 Ancízar a Samper, Honda, 16 de mayo de 1860, en Archivo de la familia Ancízar. Morrocayito es una expresión cubana para referirse a los niños.

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cerca de ti, guardo en mi corazón i no te dijo todo mi amor, cada día más profundo? Sirva siquiera mi ausencia para que sepas que sin ti yo no podría vivir, que eres el centro de todo mi cariño i que bajo mi aparente frialdad hay para ti un amor sin límites, sincero, profundo, imposible de explicar. Sirva también para que, perdonándome mis defectos, me ames siempre i no me olvides, segura de que tu indife- rencia sería mi muerte.24

Manuel tuvo que suspender esta carta, porque la emoción no lo dejaba ver lo que escribía, y alejarse a las montañas por un rato para recobrar serenidad. Las cartas de Agripina manifiestan una manera diferente de vivir el amor matrimonial. Frente a la fragilidad emocional de su marido, ella asumía la fortaleza, la afirmación propia, el deseo de protegerlo y una rara seguridad sentimental que probablemente pro- cedía de su infancia feliz, rodeada de muchos hermanos que la ado- raban, y de saberse amada en el matrimonio. En el rango de temas que quería compartir con su marido, la reconfirmación de su amor es el que ocupa un espacio menor y elige hacerlo escribiéndole poemas. Quizá también su carácter reservado le impide expresar sentimientos personales directamente. Sin embargo, en alguna ocasión, en la que la conmovieron las declaraciones de su esposo, Agripina respondió componiéndole el largo poema «Amor conyugal». Agripina prefería hablar de los hijos, de la crónica diaria de Bogotá en torno a lo que se discutía en la Convención de Rionegro y de las cruciales decisiones de dicha reunión para el futuro del país. Discutía y analizaba con él los decretos que se redactaban y las divergentes posiciones de los liberales, y ocasionalmente le habla de su amor como algo obvio: Siempre me recomiendas que no te olvide, que te ame como tú me amas: ¿luego sería posible que así no fuese? No, tú mismo no lo crees, porque tu corazón te dice que tú siempre me amarás, i siendo así que tú i yo somos una sola persona, no podría ser que yo dejase

24 Ancízar a Samper, Rionegro, 15 de febrero de 1863, en Archivo de la familia Ancízar.

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de quererte, porque tendría que olvidarme de mí misma. Esta no es metafísica, sino la pura verdad, tan clara como la luz. Ya ves que yo sí tengo confianza en ti.25

Al final de su estadía en Rionegro, cuando aún seguía exi- giendo cartas a su Agripina, le expresaba las razones de su in- sistencia: «Perdóname si te aflijo con mi debilidad; que así es el amor del alma; susto, sobresalto i ternura. La soledad lo aumenta, i yo estoy solo. Bien merezco que me absuelvas el pecado de no ser estoico»26. La inseguridad afectiva, que se advertía en la reiterada mención de su vejez, del inmerecido amor de Agripina a un hombre sin atractivos, aburrido e introspectivo, se repite a través de los años, desde su huida a El Triunfo en 1860: Hoi recibí juntas tus cartas del 14 i del 15, por las que te doi cordialísimas gracias pues ellas me prueban que verdaderamente me piensas, lo que es para mí una felicidad superior a mis mere- cimiento. Sé porque ahora conozco cuanto vales tú i cuan poco tu viejo, feo i alambrado compañero. Quererte con toda el alma yo, nada tiene de plausible ni de meritorio; pero quererme tú es genero- sidad i un bien que muchos me envidiarán.27

En respuesta a una carta enviada por Agripina, Manuel le reitera, con cierto humor, sus pocos merecimientos como esposo: En el Triunfo recibí tu cariñosa cartica del 21, con la cual se ajustan siete que han llegado a mis manos i que he releído juntas al llegar aquí para tener una larga conversación contigo. Esas cartas son i serán mi documentación, como dicen los tinterillos, para com- probarme a mí mismo la felicidad de ser amado por ti, no obstante

25 Samper a Ancízar, Bogotá, 4 de marzo de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 26 Ancízar a Samper, Rionegro, 14 de mayo de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 27 Ancízar a Samper, El Triunfo, 21 de mayo de 1860, en Archivo de la familia Ancízar.

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mi desdichado frontispicio i para procesarte el día en que, cayendo en cuenta de todo lo muérgano (malo) que soy, intentes echar pie atrás. Porque te digo en verdad que cuando considero lo que eres tú i lo que yo soy no atino con el porqué de tu cariño tan decidido hacia una momia que ningún contento te proporciona.28

En el mismo tono, tres años más tarde reconocía que las obli- gaciones del matrimonio eran más pesadas para las mujeres que para los hombres, y se lamentaba de ello. En respuesta a carta de Agripina, en la que ella resaltaba el sacrificio de su marido al viajar a Rionegro para servirle a la patria, Manuel le escribía: ¡La heroicidad es tuya en querer a esta momia impertinente i taciturna llamada Alpha, que te sacó de tu vida tranquila i poética para sumergirte en pleno prosaísmo de muchachos, trapos viejos i criadas sin la menor compasión, puesto que, como genuina momia, en vez de alegrar entristezco la casa.29

Durante su difícil viaje a Rionegro, transitando por caminos de trocha, expuesto a atrapar enfermedades de la tierra caliente y sujeto a incomodidades de toda índole, Agripina, desde Bogotá, sufría por la suerte de su Alpha y le escribía, suplicándole que se cuidara y se alimentara bien. Manuel recibía las preocupaciones de su mujer con gran regocijo: […] te aseguro que de ahora en adelante cuidaré con más esmero de mi salud, en vista del cariñoso interés que tomas por mi suerte i por mi existencia. Que Dios te premie por estos bondadosos sentimientos, Pía del alma, pues bien visto lo que en realidad valgo para ti, no merezco tanto de tu parte. Esa cartica, tan sentida en sus palabras, conserva otras señales elocuentes de tu inapreciable cariño, i son tres marcas de lágrimas que he llevado a mi labios con profundo agradecimiento, y que me han dicho mucho más que

28 Ancízar a Samper, Guaduas, 30 de mayo de 1860, Archivo de la familia Ancízar. 29 Ancízar a Samper, Rionegro, 19 de marzo de 1863, en Archivo de la familia Ancízar.

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todas tus palabras. ¿Cómo no he de amar la vida con estos senti- mientos de tu sincerísimo afecto? […].30

Agripina, parca en la expresión de sus afectos, a veces los revela, pero no desde la sumisión sino desde la acción, subvir- tiendo los roles de género prescritos: Ya hace dos meses que te fuiste, i según cálculos tardarás ¡todavía tres! Pero ya te lo he dicho, cuando vuelvas has de ser mi prisionero, i si te empeñas en volver a moverte de aquí habrás de cargar también con petacas i almofrej, o lo que es lo mismo con mu- chachos, i tía Pilar. No están los tiempos buenos para separarnos: si fuéramos jóvenes tu i yo, pase; pero has de convenir en que el tiempo me pertenece, así como yo te pertenezco también, i nuestros hijitos sin papá se echan a pique.31

La nostalgia de Agripina por el marido es, también, de índole intelectual: «Cuando estos sola i no hacen mucho ruido los mu- chachos leo tu “Peregrinación” que me entretiene principalmente porque trato de conocer por el lenguaje cuales eran tus pensa- mientos i tus esperanzas por entonces». Pía añoraba al intelectual, al pensador, a su alma gemela en las aventuras del espíritu. También al padre de sus hijos.

«El ruidito de los chinos queridos» Entre las familias de la élite, el cuidado de los hijos no era tarea exclusiva de las madres. La crianza de la prole era consideraba de la mayor importancia para ser dejado en las manos de uno solo de los progenitores32. El lazo entre padre e hijo se interpretaba como algo

30 Ancízar a Samper, Rionegro, 27 de febrero de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 31 Samper a Ancízar, Bogotá, 13 de marzo de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 32 El interés por los estudios sobre infancia en América Latina es reciente. El periodo colonial se ha privilegiado y los trabajos se han centrado en ciertos aspectos de la infancia como la situación de los niños ilegítimos, los niños trabajadores, los niños pobres, la ayuda estatal a los niños, y en general, al

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íntimo, y tan duradero como el que existía entre la madre y el hijo, como se observa en la cantidad de referencias a los hijos en la corres- pondencia de Manuel y Agripina. Desde la Ilustración se escribían manuales sobre cómo educar a los hijos, y la infancia comenzó a ser analizada como una etapa de especial importancia. El Emilio de Jean-Jacques Rousseau era leído entre la gente letrada. El mensaje de los tratados era el llamado a los padres a tomar interés en el de- sarrollo de los hijos, y no de dejar a estos en manos de las sirvientas y nodrizas. Entre las élites se discutían los beneficios de amamantar a los recién nacidos, y la propia Agripina se lamentaba de no haber podido hacerlo con el pequeño Jorge. Sin embargo, se aconsejaba mano firme en la crianza y evitar el exceso de consentimiento. Doña Josefa de Borbón escribía en su manual de educación sobre los pe- ligros del amor ciego de los padres por sus hijos pequeños, porque ello impedía disciplinarlos convenientemente, utilizando la fuerza física si fuera necesario33. El tema de los hijos es constante en las cartas de Manuel y Agripina. Se preocupaban por su salud, y por su formación espiritual y física. El tono de Manuel era de constante ansiedad por las con- secuencias que su prolongada ausencia ocasionaría en el desarrollo físico y moral de sus pequeños. Creía que su mayor responsabilidad como padre era inculcar virtudes y valores en los hijos; detectar tempranamente las inclinaciones positivas y negativas, y en conso- nancia, estimular o erradicar esas tendencias. Agripina atendía de manera eficiente sus enfermedades y sus permanentes demandas,

estado de la niñez dentro del marco societal ampliado. Véase, por ejemplo, Pablo Rodríguez J. y María Emma Manarelli, coords., Historia de la infancia en América Latina (Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2007); Tobias Hecht, ed. Minor Omissions: Children in Latin American History and Society (Madison: University of Wisconsin Press, 2002); Ondina E. González y Bianca Premo, eds. Raising an Empire: Children in Early Modern Iberia and Colonial Latin America (Albuquerque: University of New Mexico, 2007); y Nara Milanich, Children of Fate: Childhood, Class and State in Chile, 1850-1930 (Durham: Duke University Press, 2009). 33 Véase Josefa Amar y Borbón, «De la obediencia y el respeto a los padres», en Discurso sobre la educación física y moral de las mugeres, ed. por Josefa Amar y Borbón (Madrid: Imprenta de D. Benito Caro, 1790), 112-123.

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pero pedía consejo a su marido sobre conductas que debía asumir en su ausencia y, a su vez, Manuel urgía a Agripina a describir las ocurrencias diarias de sus hijitos: Ojalá siguieras hablándome […] de nuestro hijitos, de lo que hacen, lo que dicen, de qué manera me recuerdan i que inclinaciones van manifestando. Tú sabes que lo que para los extraños sería «bo- berías» como las llamas, para mí son noticias muy gratas e intere- santes, tanto porque me pintan a lo vivo cada uno de esos pedazos de corazón, cuanto porque esas anecdotillas dejan entrever el futuro carácter i las futuras vocaciones de ellos, i sirven cual relámpago para columbrar la índole de los niños a través de las tinieblas que rodean misteriosamente su alma. Es sumamente atractivo la con- templación del lento, pero ingenuo despertar de las almitas nuevas, ellas mismas ignorándose i caminando como a tientas, experimen- tando, preguntando, sospechando, a veces sufriendo. Sufriendo porque pasan por todos los grados de una forzosa labor, semejantes a las crisálidas en que la etérea mariposa (el alma) va desgarrando poco a poco su envoltura en busca de luz.34

Agripina había dado a luz a cuatro de los cinco hijos que ale- graron el hogar. Roberto, el mayor, había nacido el 2 de mayo de 1858 y, a la sazón, tenía 5 años de edad. Luego venían Pablo, nacido el 12 de junio de 1859; Inés, el 6 de septiembre de 1860; y por último, el pequeño Jorge, nacido el 31 de octubre de 1862, y que a la fecha aún no había ajustado el año. Manuel, el menor, nacería dos años después del viaje de Manuel Ancízar a Rionegro, el 6 de junio de 186535. Las descripciones de Pía sobre las disposiciones y caracterís- ticas físicas denotaban alegría y ansiedad, como se observa en sus comentarios al marido: Jorge era delgado como su padre, y a veces se parecía a Florentino González y a Pedro Alcántara Herrán (per- sonalidades de la vida política neogranadina). Pablo lloraba todo el día y no quería desprenderse de la madre ni para ir a pasear con

34 Ancízar a Samper, Rionegro, 12 de marzo de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 35 Las fechas de los nacimientos de los hijos fueron tomadas de Loaiza Cano, Manuel Ancízar…, 319.

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la abuela y sus hermanos; Inés sufría de arrebatos de ira y tenía los nervios delicados; y Roberto era presumido, dominante y egoísta con sus hermanos. Manuel, sensible a las realidades de las diferenciaciones de género que existían en su tiempo, temía por el futuro de su hija Inés, y así expresaba sus temores y esperanzas respecto a la hija preferida, a quien amaba con una «ternura sin igual»: Tengo para ella un cariño compuesto de ternura, de ansiedad i hasta de lástima, que hace vibrar todos mis sentimientos con sin- gular intensidad. En ella veo además, tu futura fiel compañera, la que te cuidará i dulcificará tus horas de soledad como no lo harán los varones; i esa continuación de mí mismo cerca de ti que solo Inés realizará por completo, es un motivo especial para que la quiera enredando en uno el cariño presente i el futuro. De manera que este amor desborda los límites del tiempo; lo que significa que yo mismo no puedo explicar cómo es.36

Esos sentimientos los pudo expresar mejor en otra carta: «¿I mi chiquitina predilecta, mi predestinada a sufrir y a verse tal vez con- denada a un viejo, cómo está?». A pesar del amor por Inés, el padre seguía replicando su destino de servicio y devoción familiar. Por el contrario, las percepciones y expectativas de Ancízar respecto a los hijos varones eran bien distintas. En su opinión, ellos, a diferencia de Inés, necesitaban jugar fuera de la casa, y Agripina debía permi- tirles esa libertad sin expresarles sus temores. Manuel creía también que uno de los deberes de Agripina como mamá era entender el ca- rácter de los hijos de acuerdo con el sexo y el orden de nacimiento. Para ello, le proporcionaba el retrato moral de sus hijos. Veía a Ro- berto, el mayor, como el «director de orquesta», que haciendo las veces de dictador, organizaba el juego de sus hermanos: Roberto te molerá la paciencia exigiéndote ropa buena i fla- mante, botines finos con tacón, tal vez hasta reloj i queriendo im- ponerte su voluntad en todo. Dará mui bien sus lecciones i será un

36 Ancízar a Samper, Rionegro, 23 de abril de 1863, en Archivo de la familia Ancízar.

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censor eterno de Pablo, a quien acusará de todo género de irregu- laridades […]. Si desde ahora le tienes la rienda corta i le modificas ciertas propensiones dominadoras, sus defectos se reducirán a los de un pepito inofensivo, balanceados por cualidades nobles i gran sensibilidad de corazón; pero al descuidarse con él puede resultar lleno de pequeñitos defectos de impertinencia, que le darán un ca- rácter pequeñito erizado de puntas de alfileres.37

Agripina describía a Roberto como poseedor de una mente inquisitiva que soñaba con viajar a Europa; que pasaba las horas examinando mapas del viejo continente, identificando países, ciu- dades y ríos. Su curiosidad intelectual y su tendencia a explorar en los libros del padre dejaban a Agripina impotente para satisfacer la sed de conocimiento que el chiquillo manifestaba. Manuel re- cibía estas noticias con gran orgullo. Pensaba que dejar el hogar y viajar era una aspiración natural de los hombres y que los sueños de Roberto de visitar Europa eran signos tempranos de hombría. Contrastaba este rasgo masculino con el femenino destino de Inés: La aspiración a volar, que Michelet («L’Oiseau») reportase como la última palabra del deseo de felicidad. A bien que Inés no se remonta a las nebulosas, i se contenta con tener nenés, presin- tiendo su destino. Vas a tener una hijita pulcra, cuidadosa de la casa i amiga de adornarse, pero harto coqueta i capaz de enamorarse con entusiasmo: sábelo desde ahora para tu gobierno.38

En sus ideas sobre la educación de los hijos, Manuel Ancízar era tan tradicional como los hombres de las generaciones que lo antece- dieron. A las hijas había que prepararlas para el servicio al marido, el cuidado de los padres y el papel de la maternidad futura. A los varones, en destrezas necesarias en la esfera pública. El hijo mayor era el preferido porque sobre él recaería la autoridad familiar en el caso de que falleciera el padre.

37 Ancízar a Samper, Rionegro, 3 de marzo de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 38 Ancízar a Samper, Rionegro, 29 de marzo de 1863, en Archivo de la familia Ancízar.

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Pablo era la víctima del autoritarismo del hermano mayor, y al parecer no tenía las inquietudes intelectuales de Roberto, pero en cambio, era más fuerte físicamente. Era un chiquito solitario y de carácter frágil, por quien la madre se preocupaba constantemente. Alpha lo llamaba «el poeta» y sospechaba que su carácter inestable se debía a su posición entre los hermanos, pero confiaba en su desa- rrollo normal y en su conversión en «guapetón» (truhan), y en «ca- chaco de tomo y lomo». Jorge, el menor, era quien más preocupaba a sus padres. Había escapado con vida del sarampión, y su carácter era un misterio para el padre que al momento rezaba solamente por su sobrevivencia. Las reprimendas eran parte de la educación de los infantes, y el padre era la autoridad en estas materias. Las esposas obedecían las decisiones de los maridos en asuntos de disciplina. Pía, ago- biada por la epidemia de sarampión que había afectado a los niños del vecindario y a todos sus hijos, por las constantes riñas entre los hijos y por su energía desbordante, deseaba el regreso del marido: «Ven pronto pues, que los arbusticos están ya pidiendo la mano del hortelano que debe darles la dirección conveniente»39. Le confesaba a su marido que ocasionalmente les había dado palmadas. Como la pareja no creía en el castigo físico, se avergonzaba y le pedía perdón a Manuel40. Los comentarios de Manuel arrojan luz sobre las nociones constructivas del castigo. Le aconsejaba a su mujer no actuar bajo la influencia de la ira. Antes de usar vías de hecho, Agripina debía repetirse mentalmente estas palabras: Tengo delante de mí, como el estatuario, un trozo de arcilla que va a modelar, un alma que va a recibir gérmenes de virtud o de vicio sembrado por mi mano según sean mis actos justos o injustos, airados o benévolos, vigorosos o débiles, motivados o inmotivados. Lo que ejecute, dejará una impresión indeleble, i fructífera, infaliblemente en

39 Samper a Ancízar, Bogotá, 28 de mayo de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 40 Samper a Ancízar, Bogotá, 15 de abril de 1863, en Archivo de la familia Ancízar.

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bien o en mal; i si en mal porque el germen fue malo ¿Cómo me con- solaré después sabiendo que yo soy la responsable?41

Manuel sugería que las reprimendas debían calibrarse de acuerdo con la edad, el sexo y el temperamento. Así, a Roberto, al que le correspondía ser el protector y guardián de los hermanos por ser el mayor, había que estimulársele su sentido de orgullo, y tratarlo como si fuera un «muchacho grande», confiar en su buen juicio y desplegar sorpresa cuando actuara como un tunante. Sobre Pablo, sus problemas emanaban del dominio de Roberto, y había que es- perar a que Jorge, el pequeño, creciera y se volviera su aliado na- tural. Agripina debía ignorar sus llantos, esto le ayudaría a adquirir control personal y «actitudes masculinas». Le recomendaba nunca comparar a los dos hermanos, puesto que esto acarrearía daños irre- parables en la autoimagen de Pablo. Recomendaba baños diarios de agua fría para poner fin a los nervios alterados y a las rabietas de Inés. Ancízar consideraba que las reprensiones debían estar orien- tadas a la formación del carácter, y que los regaños no deberían ser usados para aplacar la frustración y la impotencia de los padres.

Agripina y la expulsión de las monjas Agripina y Manuel fueron actores excepcionales en los eventos políticos que aseguraron el triunfo de los liberales radicales, rati- ficado en la Convención de Rionegro. La guerra del 1860-1862, a la que aludo al comienzo del capítulo, había sido ganada por los libe- rales radicales, y la Convención liberal buscaba ponerle punto final a la etapa militarista y darle un orden civilista al país, por medio de una nueva Constitución42. Los liberales reunidos en Rionegro le dieron a la Nueva Granada el nombre de Estados Unidos de Co- lombia, e impusieron, entre otras cosas, un gobierno federal, la auto- nomía regional, la reducción de los poderes del ejecutivo, la libertad

41 Ancízar a Samper, Rionegro, 16 de marzo de 1863. Archivo de la familia Ancízar. 42 Loaiza Cano, Manuel Ancízar…, 59-63.

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de prensa y de otras formas de expresión. Sin embargo, el asunto más controversial fue el de limitar la intervención de la Iglesia en los asuntos del Estado43. Manuel Ancízar asistió a la Convención en calidad de delegado de Cundinamarca, y el proceso de los acuerdos, los conflictos ideológicos entre los representantes, las discusiones y su posición frente a los diversos temas fueron compartidos con Agripina en una correspondencia permanente que duró cinco meses. Las decisiones que se tomaban, especialmente en lo concerniente a la cuestión religiosa, provocaban fuertes reacciones en la capital, y ella era su contacto para pulsar la opinión de sus coterráneos. Agripina, en medio de sus quehaceres, dedicaba tiempo considerable a leer los periódicos, analizar, discutir con amigos de la familia, escuchar las opiniones de los vecinos y aconsejar a su marido sobre el espinoso asunto de la clausura de los conventos de monjas. Los liberales habían cuestionado la injerencia de la Iglesia en los asuntos del Estado desde tiempo atrás, y el primer programa liberal, redactado por Ezequiel Rojas en 1848, pedía que no se mezclara gobierno con religión44. Desde 1849 pedían dictar leyes sobre los bienes de manos muertas por su influencia negativa sobre la economía, y la Constitución de 1853, que se redactó bajo el go- bierno del liberal José Hilario López, estableció la separación de la Iglesia y el Estado. Con el triunfo liberal en la guerra que terminó en 1862, Mosquera ascendió al poder y rápidamente decretó la ex- pulsión de los jesuitas, la desamortización de los bienes del clero y el control de la Iglesia por el Estado, acontecimiento conocido como La Tuición45. La cuestión religiosa produjo enconadas discusiones en la Convención entre los liberales que seguían a Mosquera, y que eran llamados «rojos», y los que se autodenominaban «indepen- dientes». Estos, aunque en líneas generales estaban de acuerdo en la separación de poderes y criticaban los excesivos privilegios del

43 Fernán González, «Iglesia y Estado desde la Convención de Rionegro hasta el Olimpo Radical, 1863-1878», Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 15 (1987): 91-102. 44 González, «Iglesia y Estado desde la Convención de Rionegro…», 95. 45 González, «Iglesia y Estado desde la Convención de Rionegro…», 95-97.

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clero, defendían la libertad religiosa, y en ese sentido se oponían a las leyes de Tuición respaldadas por Mosquera y sus seguidores46. Igualmente, en lo referente a la desamortización, los independientes se oponían a la expulsión de las monjas, acogida por los «rojos», por temor a las consecuencias sociales de una medida tan drástica y por compasión con las religiosas. En efecto, cuando Mosquera dio ór- denes de desalojar los conventos de Bogotá, conservadores y libe- rales se levantaron en defensa de las monjas. Así describe Agripina la conmoción del 7 de febrero: […] el viernes pasado vino la nueva Orden del Gral. Mosquera para intimidar a las religiosas el sometimiento al gobierno a la des- titución de sus conventos, i la conmoción fue general i profunda. Las monjas se sostuvieron i el gobernador más: así fue que a las 24 horas de intimidación las puertas de los conventos abiertas por la autoridad dieron paso a las diferentes comunidades de religiosas de esta ciudad en medio de la multitud conmovida por tan nuevo como inesperado espectáculo. Ya puedes figurarte la exaltación de los i las conversas i la furia de las beatas; pero este acontecimiento tan nuevo i único en los fastos de nuestra historia ha dejado lelos hasta a los mismos liberales que se han desatado en improperios i amenazas contra el dictador […].47

Agripina, aguerrida liberal, favorecía las medidas contra las monjas, pero le proponía a su marido una salida honorable para ellas: De mí sé decirte que sí estoy contenta con que se acaben los conventos hasta los de los frailes firmantes que no se para qué los dejan en pie. Sin embargo voy a emitirte mi opinión que quisiera ver apoyada por ti, si es que llega el caso, en esa corporación: que a cada una de las monjas existentes se le dé la dote que ha llevado al entrar al convento. Esto es mui justo, porque lo contrario es un robo que siendo hecho por el gobierno es un pernicioso ejemplo para los pillos de toda clase. ¿Qué significa unos cuantos miles de

46 González, «Iglesia y Estado desde la Convención de Rionegro…», 101-104. 47 Samper a Ancízar, Bogotá, 13 de febrero de 1863, en Archivo de la familia Ancízar.

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pesos desembolsados por el gobierno, si le quedan en cambio va- liosas fincas i la gloria de haber cortado el cáncer de la república? […]. 48

Manuel encontró la propuesta de Agripina valiente y acertada: Me complazco y hasta me he envanecido en ver tus sanas ideas en esas materias. Tú i el artesano Emeterio Heredia son los únicos que han visto el suceso por su faz política y social y no por el lente de un sentimentalismo dislocado […]. Todo progreso de lo vicioso a lo mejor hace víctimas, pasando por encima de los que vivían del abuso […], i si fuéramos a espantarnos porque las ruedas del carro revolucionario aplasta algunos intereses añejos, jamás daríamos un paso adelante.49

Ancízar presentó a la Convención la propuesta de asignar a cada monja mil pesos fuertes (164.000 en total) para que «se fueran a Roma o a donde quisieran». Esta idea fue bien recibida por la ma- yoría de los diputados, con excepción de algunos, como Bernardo Herrera y Salvador Camacho Roldán, que advocaban por la resti- tución de las monjas a sus monasterios y por el compromiso de pro- veerlas con un salario anual. Al final, una versión modificada de la propuesta de Agripina fue aprobada. Las monjas fueron expulsadas de los conventos y a cada una se le ofreció vivienda gratuita en casas del gobierno y una pensión anual de 240 pesos fuertes. Ancízar confiaba en el buen juicio de Agripina y por ello acudía a ella cada vez que tenía dificultades, dudas, o cada que se sentía re- chazado por los diputados. Agripina, además de animar a su marido, estaba dispuesta a enfrentar con dignidad los improperios de sus co- terráneos; amigos, como la familia de Salvador Camacho Roldan; y aun, miembros de su familia, como sus tías y su hermano Miguel, que criticaban duramente su posición y la de su marido. Sin em- bargo, su interpretación del problema de las monjas manifestaba,

48 Samper a Ancízar, Bogotá, 13 de febrero de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 49 Samper a Pía Rigan, Bogotá, 27 de febrero de 1863, en Archivo de la familia Ancízar.

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más que sentido común, una aguda comprensión de la política de su tiempo y un sofisticado análisis del delicado contexto social y po- lítico que rodeaba este complejo problema. Interesa resaltar la sen- sibilidad de Manuel frente a las dimensiones de género y frente al papel de su esposa en el affaire, cuando declaraba: En lo de monasterios veo con gran placer que sin dejar de tener tu corazón sensible i tan generoso como debe ser el corazón de una mujer, tu inteligencia no se ha ofuscado, como las de tantos «va- rones fuertes», i si pides piedad i amparo para esas desventuradas a quienes la bestial Roma redujo a cadáveres ambulantes, pides también que se estirpe ese matadero moral i que desaparezcan unos institutos, «consumidores improductivos […]».50

Los «varones fuertes» eran los liberales que en la guerra de 1860-1862 habían peleado al lado del general Mosquera en contra de la Iglesia, por su intrusión en la vida económica y política del país, pero que ahora, compelidos a ejercer su responsabilidad le- gislativa en asuntos que afectaban a las mujeres, sucumbían a sus sensibilidades patriarcales. Esta observación resalta el hecho de que mientras muchos diputados veían la vida conventual como ana- crónica y carente de utilidad, compartían con los conservadores una ideología de género paternalista que propendía por la protección del «sexo débil». De esta forma, algunos diputados defendían los conventos por ser lugares de refugio necesario para las mujeres que querían escapar de la tiranía de padres y hermanos, evadiendo con aquella posición la búsqueda de reformas de un sistema social que perpetuaba y fortificaba el ejercicio de dicha tiranía51. La burguesía colombiana de mediados de siglo se afirmó sobre escenarios de una respetabilidad doméstica que difería considera- blemente de la de los tiempos de don Rufino Cuervo y su mujer, doña Francisca. Si en esos años el marido era el oráculo, y la mujer, la obe- diente seguidora de sus designios sagrados, la generación posterior,

50 Ancízar a Samper, Rionegro, 16 de abril de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 51 Salvador Camacho Roldán, Memorias, (Bogotá: Cromos, 1925), 127.

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impregnada de ideas que tendían a la secularización y abierta a mo- vimientos culturales como el romanticismo, abrió las esclusas de la segregación emocional entre esposos; les dio la oportunidad de com- partir sus vidas interiores, sus anhelos más íntimos, e hizo del matri- monio una experiencia de mutua complicidad entre marido y mujer. El matrimonio de Agripina y Manuel, a pesar de ser una unión sin- gular, arroja luces sobre los cambios que estaban ocurriendo en el interior de los matrimonios burgueses desde mediados del siglo XIX. La impronta romántica de la época hizo que los matrimonios fueran un lazo en los que primaba lo emocional por encima de otros intereses, que necesariamente estaban presentes. Es preciso señalar que el amor garante de la perduración de la unión no era el amor apasionado y tormentoso que experimentaran Santander y Nicolasa Ibáñez, o Tomás Cipriano de Mosquera por la mulata Susana Llamas. Esas pasiones estaban por fuera de las demandas matrimoniales y no perseguían una felicidad duradera. El amor ro- mántico era, por el contrario, sublime, sagrado, aunque en el caso de Manuel, no eran las virtudes religiosas aquello que amaba en Agripina; era su carácter, su seguridad emocional. El deseo sexual era una pulsión que se instauraba en los niveles subterráneos, que se constreñía o se sublimaba en el cortejo, y que debía ser moderado en las relaciones matrimoniales. Las urgencias del deseo no apa- recen en la correspondencia de la pareja52. Manuel, en sus cartas, cubría de besos y caricias a su hijos, pero no a Agripina; dormían en cuartos separados; Agripina, cuando se acercaba el regreso del marido de su periplo en Rionegro, y seguramente anhelante de in- timidad física, tímidamente le enviaba un beso, pero no en la boca sino en su flaca mejilla; y el «hambre» que expresara Manuel, uti- lizando los subterfugios del lenguaje, era por el hogar y los hijitos. El énfasis en la domesticidad y en el papel de la madre como sin igual figura para proyectar el amor es otro aspecto resaltado en la correspondencia, que, además, era un valor de la sociedad

52 Sobre este asunto, véase Giddens, The Transformation of Intimacy…, 38-41; y D’Emilio y Freedman, Intimate Matters…, 73.

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burguesa de ese tiempo. Los matrimonios requerían un hogar propio. El anhelo por «el nido», expresado constantemente por Manuel, su impotencia frente a las dificultades de Agripina para arrendar una casita precisa para ellos, las constantes referencias a la distribución física del hogar, son temas centrales en las cartas. Pero Manuel sabe que ella es la dueña y el alma del hogar. En carta a Agripina, que pasa vacaciones en una población vecina, le dice: […] no esperes arreglo ni novedades en la casa, pues no estoy en ella sino al anochecer. Ventilada si la encontrarás, i sin no- vedad en el fique del costurero. Nada de catres armados, pues no han acabado de llegar. Ya ves que te espera buena tarea de orga- nización. El jardín de la estatua está endiablado de yerba, i no he podido conseguir que el Maestro Manuel venga a componerlo. Lo demás esta lozano i limpio; pero; ¡cuán frio i vacío todo por faltar el alma de la casa!53

Agripina, de acuerdo con su marido, es la «maestra dispensadora de amor». Para consolarla sobre sus dificultades con los chicos, le dice: «[…] una madre, i madre pensadora como tú acierta siempre a manejar las riendas iluminada por la luz divina del amor materno, que el panteísta Michelet llama instinto. Por “femenino” que él sea, bien se conoce que no es “madre”»54. La experiencia de Manuel en Rionegro y el cansancio con los altibajos de la vida política lo con- vencen de que los valores más sagrados estaban en el hogar y no en las ambiciones de puestos políticos. Cuando se enteró de que le iban a ofrecer el cargo de Enviado Extraordinario a países de América del Sur, anunció que no aceptaba ese ni otro empleo, porque no quería, no podía, separarse de su familia: «Quiero vivir al abrigo de mi hogar los días que me restan; quiero estar viéndote i viendo a mis amados hijitos, oyéndolos, sintiéndolos a todas horas cerca de mí sin hacerme, lejos, esta angustiosa pregunta ¿Cuál faltará? […]»55.

53 Ancízar a Samper, Bogotá s. f., en Archivo de la familia Ancízar. 54 Ancízar a Samper, Rionegro, 16 de abril de 1863, en Archivo de la familia Ancízar. 55 Ancízar a Samper, Rionegro, 14 de mayo de 1863, en Archivo de la familia Ancízar.

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Muchos factores confluyeron para la dicha matrimonial de Agripina y Manuel: la sensibilidad romántica de Agripina, las ne- cesidades afectivas de un hombre carente de soporte emocional durante su infancia y largos años de soltería, los beneficios sociales mutuos de su enlace, la admiración reciproca por sus virtudes y méritos, y una gran compatibilidad psicológica. La armonía con- yugal, la atracción que ejercía el hogar en Manuel, el poder emo- cional de Agripina sobre su marido, develaban los componentes de una nueva domesticidad. La dispersión de un nuevo modelo de relaciones conyugales, aun entre individuos de las élites educadas, es, sin embargo, materia de conjetura. La carencia de trayectorias de parejas, de información sobre el cortejo, el matrimonio y la vida cotidiana impiden cualquier intento de generalización.

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Manuel Ancízar (1812-1882) Este retrato aparece en Papel Periódico Ilustrado n.o 17, año 1 (1882): 265. Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República. Conclusión

En este libro he examinado los cambios en las percepciones del amor apasionado y del amor romántico en la Nueva Granada, en un periodo de profundas transformaciones políticas, sociales y culturales. La obra revela que la minuciosa descripción de los có- digos emocionales, de las relaciones de familia y de las prácticas de la vida cotidiana enriquece la tradicional descripción unidimen- sional de actores políticos abstractos y descarnados, y da lugar a nuevas formas de explicar la historia. El enfoque en las emociones permite develar las percepciones sobre el yo —dimensión subjetiva de la experiencia histórica—, pero también ayuda a revelar impor- tantes procesos sociales y culturales de naturaleza colectiva. Tres temas analizados en este trabajo: los cambios en la selección de pareja; las fluctuantes prácticas de la masculinidad y de la femi- nidad, como manifestaciones de formas diversas de expresar la re- lación entre los géneros; y las nuevas dinámicas del cortejo; a la vez que informan sobre la experiencia subjetiva de algunos individuos de la época, develan procesos colectivos amplios que involucraban a miembros de las élites burguesas del siglo XIX en Colombia.

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Cambios en la escogencia de pareja En un escrito de su temprana adolescencia, Soledad Acosta re- memoraba el impacto que le había causado el matrimonio de Amalia Mosquera, la hija de Tomás Cipriano y Mariana Arboleda. Soledad, siendo aún niña, había conocido a Amalia y recordaba el inexpli- cable afecto que le había inspirado y el deseo de parecerse a ella. Así fue con la mayor pena que yo supe que se casaría con el general Herrán, un hombre excelente, amigo de mi padre, pero ya entrado en edad y que todo podía ser, menos el tipo romántico que yo había ideado para el esposo de la que yo creía un ser casi perfecto física y moralmente.1

Soledad había elegido a su futuro marido, incitada por el mi- lagro del amor. Amalia, encadenada a exigencias de la tradición patriarcal caucana, se acogía a la decisión del padre. El clima de libertad que vivió la capital después del triunfo independentista, las nuevas formas de sociabilidad entre los sexos, conferían a los jóvenes cierto grado de poder sobre su vida amorosa, inconcebible entre las élites aristocráticas. Eventos como el matrimonio de Jorge Tadeo Lozano, el hijo del marqués de San Jorge, y su núbil so- brina, heredera de mayorazgo del Novillero, en 1797; la rebelión de Andrea González de iniciar vida sexual con Miguel Galindo, pareja impuesta por sus padres, parecían «verdaderos anacronismos» y causa de desorden familiar, según decía Florentino González: […] ¡Y que matrimonios eran aquellos! Vaya que podía uno irse a vivir con los cónyuges, para tomar algunas nociones de lo que es la felicidad doméstica. Lo único que había de malo era que después de cierto tiempo, la señora que con los fueros de casada tenía ya permiso para tratar con las gentes, resultaba con amante, y empezaban ciertos manejillos que, aunque secretos al principio, se descubrían al fin por el marido, y daba este al diablo con la esposa, con la hora en que los casaron y hasta con el santo Sacramento del Matrimonio.2

1 Carolina Alzate, ed. «Memorias íntimas 1875», en Diario íntimo…, 596. Este documento, que no hace parte del diario íntimo de Soledad Acosta, fue escrito 22 años más tarde, y fue añadido a la publicación. 2 Duarte French, Florentino González…, 167.

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A las críticas conservadoras sobre el libertinaje posterior a la Independencia, González añadía: […] por más que se diga, la libertad moderada que ahora se concede a los dos sexos en su trato, contribuye poderosamente para que las costumbres se mejoren y no se liguen entre sí, seres cuyas voluntades, talvéz nunca se acordaron y cuyas inclinaciones son diametralmente opuestas […].3

González, conforme a lo que predicaba, se casó por amor con Bernardina Ibáñez, sin importarle que esta llevara al matrimonio a Carmen, su hija ilegítima. La libre escogencia de pareja se extendió también en el interior de las redes sociales de las élites conserva- doras. El círculo de amigos de Rufino Cuervo tenía más peso que los propios padres en la escogencia de pareja.

Cambios en los discursos de masculinidad y feminidad Las ideas de racionalidad y fraternidad sobre las que se fundó la patria y se construyó el Estado eran internalizadas y represen- tadas por hombres y mujeres en la intimidad de sus relaciones per- sonales. La Ilustración y la cultura de la sensibilidad entre las élites letradas de finales del siglo XVIII influyeron en el refinamiento de las relaciones de amistad entre varones, con quienes se com- partían intereses intelectuales y científicos, como se percibe en la correspondencia de Francisco José de Caldas. Este era un espacio masculino al que las mujeres no tenían acceso. La sensibilidad se asociaba con las personas refinadas y cultivadas, y las mujeres no cumplían con estos requisitos. Ellas, como se lee en las cartas de Caldas a Manuela Barahona, habitaban un mundo aislado de los nuevos aires culturales de la Ilustración. El abismo emocional entre Caldas y Manuela se pretendía zanjar con un lenguaje que evocaba la espiritualidad y la virtud. El periodo independentista trajo consigo cambios en las con- cepciones de género. La beligerancia por la libertad, las luchas por

3 Duarte French, Florentino González…, 167.

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la patria en peligro, aunque involucraron buen número de mujeres, fueron consideradas tareas varoniles. El uso de armas en los com- bates se asumió como derecho de los hombres. El lucimiento en el combate, el valor militar y la virilidad exhibida en las batallas fueron los componentes de la nueva masculinidad. Las Guerras de Independencia le cambiaron la vida al señorito caucano, don Tomás Cipriano de Mosquera, y a la generación de jóvenes pa- triotas. Con el eventual triunfo, los héroes de las contiendas de- mandaron representación política; habían legitimado su acceso a ella a través de la ciudadanía, de la que excluyeron a las mujeres, e inicialmente a los varones de sectores populares. Las mujeres fueron erigidas en símbolos de la libertad, o conver- tidas en amantes de los próceres, pero no fueron convocadas para la fundación de la nación. A ellas se les concedió la nacionalidad pero no la ciudadanía. La visibilidad pública que adquirió Nicolasa Ibáñez, la amante del general Santander, refleja por un lado, la fascinación social con los nuevos héroes, que reducía el poder de definición social y moral de la Iglesia y de la sociedad patriarcal en torno a la sujeción de las mujeres. Por otro lado, el conocimiento público del adulterio de Nicolasa impugnaba la práctica de los adulterios privados, comunes en la Colonia. Muchas de las mujeres que se liberaron temporalmente de las cadenas de la opresión sexual patriarcal en la época, lo hicieron a través de la trasgresión a las normas matrimoniales. En los discursos patrióticos era frecuente el tema de la pasión por la patria, que llevaba a grandes sacrificios. Las mujeres, atadas a matrimonios por conve- niencia, interpretaban subjetivamente la libertad, y transgredían las normas matrimoniales, involucrándose en relaciones pasionales ex- tramatrimoniales. No obstante, el retorno a las buenas costumbres no se hizo esperar. La historia de la transgresión de Nicolasa lo ilustra. Su espacio de figuración y su participación indirecta en política fue de corta vida. Su amor apasionado por el general corrió la suerte de los amores prohibidos. La pasión sexual se identificaba con las manchas de la debilidad, la impureza y el pecado. La arraigada misoginia de la Iglesia asociaba estas características con las mujeres, encarnación de la atracción y de la tentación. Al general se le perdonaron sus de- vaneos. Nicolasa pagó su pasión por Santander con el exilio.

300 Conclusión

Hombres de la generación posterior a la Independencia, vin- culados con las actividades de la política y de la administración del Estado, como don Rufino Cuervo, exhibían una masculinidad racional y mesurada tanto en la vida privada como en la pública. Los conservadores estaban en el poder y su agenda era la urgente búsqueda de la estabilidad de la República. Su objetivo era res- tablecer las buenas costumbres, la moralidad y la religión. Esta generación expresaba, mejor que la anterior, el ideal republicano de reconstrucción de la familia y de la redefinición de los con- tornos del matrimonio. Don Rufino discurría entre la severidad de la razón y las ilusiones de los sentimientos; entre los errores y excesos de sus predecesores, y las pasiones de los contemporáneos. Los conservadores identificados con los preceptos católicos des- confiaban de la emociones humanas, y expresaban ansiedad por el caos doméstico que los revolucionarios habían fomentado entre los sectores populares. Asociaban a las mujeres «sueltas» con una sexualidad incontrolable, y la impetuosidad de los jóvenes con los desórdenes de las décadas anteriores. Cuervo, como Mariano Ospina Rodríguez, abogaban por el restablecimiento de la auto- ridad masculina sobre mujeres y niños. En esos años la cohesión social y la tranquilidad de la ciudad tomaron precedencia sobre los principios progresistas de la Revolución. La masculinidad de los burgueses de mediados de siglo se construyó en torno a las instituciones culturales, como la imprenta, los periódicos, y a asociaciones privadas, como la logia Estrella del Tequendama, la Sociedad Filarmónica y la Sociedad Protectora del Teatro. Aunque la inestabilidad política, plagada de rebeliones y pronunciamientos, seguía siendo una actividad que involucraba no solo a los políticos militares, como don Tomás C. de Mosquera, sino también a los políticos civiles, como José María Samper y Manuel Ancízar, la actividad «natural» de estos letrados era la pluma y no la espada4. Además, como lo señalan María Teresa Calderón

4 La feliz expresión «políticos militares» y «políticos civiles» es de Gilberto Loaiza Cano, en su interesante capítulo, «Guerras y constituciones», en Manuel Ancízar y su época…, 339-359.

301 Guiomar Dueñas Vargas

y Clèment Thibaud, «[…] las guerras fueron conflictos de baja in- tensidad que enfrentaron ejércitos pequeños en batallas de baja intensidad»5. Entre estos políticos civiles emergió una nueva mas- culinidad que controlaba la agresión física, y agudizaba la razón y la sensibilidad cristiana. La generación de mediados de siglo se ad- hería a virtudes civiles y cuidaba la respetabilidad privada de la fa- milia. La proliferación de publicaciones periódicas sirvió también para diseminar discursos burgueses sobre las cualidades deseables de las mujeres respetables. La literatura del «bello sexo» se espe- cializó en la difusión de imágenes de maternidad, castidad, piedad y domesticidad, virtudes apropiadas para el género femenino. El amor en esta literatura prescriptiva estaba envuelto en los velos de la pureza y la castidad.

El amor romántico El amor inquietaba a hombres y mujeres, como se deduce de las crónicas costumbristas del periodista Juan de Dios Restrepo (Emiro Kastos). Sus temas favoritos eran la exploración psicológica de las jóvenes bogotanas en edad de contraer matrimonio; el perfil de los pepitos —los jóvenes de las clases altas de la capital que pa- saban sus días tratando de conquistar a las angelicales niñas de so- ciedad—; las críticas al sufragio femenino; la desdicha matrimonial; las causas de la escasez de matrimonios en Bogotá y la coquetería de las mujeres. En sus referencias al amor de las mujeres, decía: En la mujer predominan los sentimientos, en los hombres los intereses. El amor es para ellas la vida, el sol, el universo, bien sea bajo la forma de realidad, de recuerdo o de esperanza este senti- miento llena toda su vida. La mujer en quien esta pasión no se haya desenvuelto debe ser una criatura incompleta, monstruosa.6

La fluidez en la interacción emocional que se percibe en la correspondencia intimista contradice el carácter unidimensional

5 Calderón y Thibaud, «La construcción del orden…», 138. 6 Emiro Kastos [Juan de Dios Restrepo], «Sobre la política y las mujeres», El tiempo 33 (14 de agosto de 1855).

302 Conclusión

de los discursos sobre el deber ser de hombres y mujeres. Como lo señalara la famosa romántica cubana, Gertrudis Gómez de Ave- llaneda, no había diferencia entre hombres y mujeres en cuanto «al vago ardor del deseo». En la intimidad del amor desaparecían las prescripciones sobre los roles de género. El poder de la razón mas- culina se diluía. Las mujeres, en cambio, eran investidas de poderes especiales, de los cuales dependía la felicidad futura o la desgracia de novios o maridos. Los hombres en sus relaciones amorosas ex- hibían fragilidad —condición que en los discursos se asociaba con las mujeres—. Ejemplos de dicha fragilidad masculina en el amor se aprecia en la obsesiva pasión de José Eusebio Caro por su esposa, que lo condujo a su temprana muerte; en la agonía de José María Samper, por la supuesta frialdad de Soledad, y su desvanecimiento cuando por primera vez besó su «divina cabeza»; en los diálogos nocturnos que Manuel Ancízar sostenía con el retrato de su esposa, cuando se alejaba de su hogar. Las lágrimas —reconocido atributo femenino— empañaban las cartas y los poemas que estos hombres enviaban a sus mujeres. Lloraban por la inconmensurable felicidad del amor o por la nostalgia de la lejanía de la amada y de los hijos. El romanticismo había contribuido a esta sensibilidad; el nuevo clima emocional de mediados de siglo favorecía la expresión de sentimientos que se parecían al amor apasionado, pero que se distanciaban de él7. Como el amor apasionado, el amor romántico seguía los impulsos del corazón y despreciaba el cálculo; el amor abrazaba a los enamorados como un rayo repentino. Pero a dife- rencia de la pasión erótica, que suele ser fugaz, el amor romántico, en el decir de sus practicantes, solo ocurría una vez, con la persona ideal, y era para toda la vida. Igual que la pasión, el amor romántico que se desplegaba durante el cortejo era transgresor, en la medida que aislaba a los jóvenes del control de los padres, como se aprecia en el diario de Soledad. Durante el cortejo, los jóvenes, partícipes de emociones que consideraban inéditas, buscaban distanciarse de su medio social, exploraban sus sentimientos lejos de miradas in- discretas de los padres, se revelaban sus secretos y negociaban su

7 Giddens, The Transformation of Intimacy..., 44.

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intimidad. Sin embargo, la meta final era la institucionalización de la relación en el matrimonio; el hechizo de la pasión era una prueba del deseo de casarse y una promesa de felicidad futura. El matrimonio, con sus obligaciones terrenales, sacaba a los enamo- rados de su ensimismamiento, y aunque para el más romántico de todos los románticos de la Nueva Granada, don José Eusebio Caro, la fogosidad por su mujer creció con los años, la tendencia general fue hacia la domesticación del amor en el matrimonio. En la vida conyugal, las turbulencias de la pasión se sometían en beneficio de la estabilidad y de la duración. No se esperaba que el matri- monio fuera una perpetua afirmación de sentimientos apasionados que podían distraer a los esposos de sus graves responsabilidades. Como señala Luhmann: Ciertamente el matrimonio es un canal para el exceso de vo- luptuosidad, pero su esencia radica en la comprensión mutua de los cónyuges y no en la pasión […]. Esto, desde luego, no excluía el respeto y el amor a la propia esposa, a la que se daba un trato considerado.8

Las mujeres de la generación romántica, quizá más que sus maridos, se adaptaron mejor a estos cambios. Blasina, la esposa de José Eusebio, interpretaba el amor como el cuidado de los hijos y el fervor por su marido. Agripina Samper, la esposa de Manuel Ancízar, le expresaba su amor en poemas que hablaban de la esta- bilidad, de la dicha de los hijos y de las rutinas diarias. Con la institucionalización del amor en el matrimonio, las mujeres accedieron a nuevos dominios de intimidad: la sexua- lidad marital surgía del amor mutuo; la maternidad las enaltecía, el hogar se convirtió en el «nido de amor» de la familia nuclear, y las mujeres en el alma del hogar. La vida matrimonial de So- ledad Acosta, Blasina Tobar y Agripina Samper contrasta con la de aquellas mujeres sometidas a la autoridad patriarcal de comienzos de siglo, como Mariana Arboleda de Mosquera.

8 Luhmann Niklas, El amor como pasión: La codificación de la intimidad. Traducción de Joaquín Adsuar Ortega (Barcelona: Nova-Grafik, 1985), 129.

304 Conclusión

Sin embargo, aunque el amor romántico creó un clima emo- cional favorable a la intimidad conyugal y a nuevas percepciones sobre la paternidad y la maternidad, su impacto sobre la vida de las mujeres de élite estudiadas en este libro fue limitado. A pesar de la temporal subversión de los roles de género, especialmente en el cortejo, siguió subyaciendo la ideología de las diferencias entre el hombre y la mujer. La burguesía neogranadina se adhirió a los principios del amor en el matrimonio porque convenía a la de- cencia, a la moralidad y a la respetabilidad de sus familias. En estos temas coincidió con la Iglesia católica. La burguesía liberal, que buscó limitar el poder de esta última en la educación y en la vida económica, convergía con ella en torno al papel de las mujeres de élite, como guardianas de la moralidad y de la decencia. La Iglesia conservó incólumes sus concepciones sobre el sexo, el amor y la familia en el periodo republicano, y las mujeres, más susceptibles a la prédica católica por la educación monjil que recibían y por su proceso de socialización, fueron portadoras de la tradición. Aun las mujeres que transitan en este libro son ejemplos paradigmá- ticos de la sujeción de las mujeres a la religión. La apasionada Ni- colasa Ibáñez, que retó a la sociedad de su tiempo con sus amores ilícitos, se tornó en una ferviente católica y en amorosa y exigente madre y abuela. Blasina Tobar interpretaba los conflictos políticos entre liberales y conservadores a la luz de la doctrina providen- cialista; y Agripina Samper era encomiada en la prensa por sus poesías porque estas reflejaban los valores de una buena cristiana. El movimiento romántico, asociado al clima de libertad del periodo liberal, llegó a su fin con el creciente conservatismo de la sociedad y de la política. El liberal Rafael Núñez, con el apoyo de los conservadores, asumió el poder con el lema «regeneración o catástrofe», en 1882. Miguel Antonio Caro, el hijo de José Eusebio, que a la edad de 4 años escribiera a su padre en el exilio en contra de la «rojos» que lo habían privado de su compañía, colaboró con Núñez en la redacción de la Constitución de 1886, carta funda- mental que consagraba el catolicismo como el elemento central para la cohesión social, y la centralización política como indispen- sable para el orden. La nueva Constitución era un claro rechazo al

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anticlericalismo y federalismo de los liberales. Elementos claves de la Regeneración fueron la alianza de la Iglesia y el Estado, forma- lizada en el Concordato de 1887, y la entrega a la Iglesia del control de los textos usados en las escuelas públicas. Las ganancias mode- radas de las mujeres durante el romanticismo se esfumaron bajo la Regeneración. Miguel Antonio Caro decía que Anita Narváez, su esposa, era un dechado de «virtud, piedad y modestia». En carta a su abuela, la rebelde Nicolasa Ibáñez, exilada en Europa, la describía así: «Anita es un ángel; tiene todas las ventajas sin ninguno de los de- fectos que se adquieren con la pobreza. Ella me enseña a ser bueno y me acostumbrará a ser feliz»9. Los liberales no escaparon al creciente conservadurismo de las costumbres. Miguel Samper, el hermano de José María Samper, en carta que rememora la mentalidad de Fran- cisco José de Caldas a comienzos de siglo respecto al matrimonio, aconsejaba a su hijo Tomás, en vísperas de su boda: La dicha que ofrece el hogar cristiano no es carnal, ni se nos concede sin condiciones, dirigidas todas inmediatamente al bien recíproco de padres e hijos y sobre todo a la gloria de Dios. Por eso el apóstol San Pablo previene a la mujer que ame y esté sujeta a su marido, así como la iglesia está sujeta a Cristo y ordena al marido (grábelo bien en su corazón Tomás querido) «que ame a su mujer para santificarla a fin de hacerla comparecer delante de Dios llena de gloria, sin mácula, ni arruga, ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada». Así le será entregada Belén por su cristiano padre, ya que ha tenido Ud. el acierto de elegir esposa de entre una fa- milia de tradiciones, de vida cristiana, a la par que de tradiciones ejemplos honrosos para nuestra patria […].10

En este retorno a los valores de la Colonia, la religión le sirvió a Soledad Acosta de Samper para argumentar sobre la superioridad moral de las mujeres, y defender su papel en el proceso civilizatorio

9 Miguel Antonio Caro a Nicolasa Ibáñez, Bogotá, enero de 1873, en Holguín y Caro, Los Caros en Colombia…, 254. 10 Miguel Samper a su hijo, Tomás Samper, 17 de enero de 1895, en Silva Carlos, Artículos biográficos y necrológicos…, 54-55. [Con negrilla en el original]

306 Conclusión

del país como superior al de los varones. En su artículo «Misión de la escritora en Hispano-América» (1889), Soledad Acosta se re- fería a la situación privilegiada de las escritoras de la región para ejercer el cometido de toda mujer de «suavizar las costumbres, moralizar y cristianizar las sociedades»11. Soledad cuestionaba la ideología del «ángel del hogar», noción que atribuía a las mujeres una psiquis elemental que las conducía en forma «natural» a la feli- cidad doméstica. Soledad, como lo señalara Guerra-Cunningham, cuestionaba las exigencias sociales sobre las mujeres, las demandas de pasividad, dulzura, y aceptación. Estas exigencias, observaba, las aniquilaba y hacían de sus vidas mascaradas de dolor y des- engaño12. Haciendo alusión al tipo de educación femenina que se impartía en los colegios de la Nueva Granada, cuestionaba el ex- cesivo énfasis en las virtudes, y la escasa atención puesta en elevar la autoestima de las mujeres; estimular su inteligencia, que no era inferior a la de los varones; y crear una cultura letrada en torno a modelos de mujeres ejemplares. Soledad abogaba por una edu- cación sin distingos de género, pero no para competir con los varones en la actividad pública, ni para buscar la emancipación femenina. Defendía el principio de complementariedad entre los géneros y respaldaba una instrucción que garantizara la elevación de la mujer a la altura del hombre, que le permitiera extender su influencia benéfica en la sociedad, amplia en campos apropiados a su género13. El tema de los efectos positivos de la emulación de mujeres triunfantes se plantea en su famoso libro La mujer en la sociedad moderna, en el que publicó biografías y bocetos de mu- jeres ejemplares, con el objeto de despertar el deseo de las jóvenes de seguir sus pasos. No estimulaba la lectura de biografías de hombres célebres, ya que estas no enseñaban nada a la niña para

11 Soledad Acosta de Samper, «Misión de la escritora en Hispano-América», en Colombia ilustrada: 1889-1892, ed. por Fernando Restrepo Uribe (Bogotá: Banco de Bogotá, 1978), 130. 12 Lucía Guerra-Cunningham, «La modalidad hermética de la subjetividad romántica en la narrativa de Soledad Acosta de Samper», en Alzate y Ordóñez, Soledad Acosta de Samper..., 192. 13 Acosta de Samper, «Misión de la escritora…», 34.

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el mejoramiento de su conducta y de su desarrollo intelectual, y consideraba que era más aleccionador leer historias de mujeres que habían trabajado para lograr sus propios objetivos. Aseguraba que el matrimonio no era indispensable para la felicidad de la mujer y que esta, si era instruida, laboriosa, activa, podía ganarse la vida independientemente, y prescindir del marido. Soledad, como las escritoras españolas e hispanoamericanas de su tiempo, conci- liaban sus funciones domésticas y la maternidad con sus intereses intelectuales14. La obra literaria de Soledad Acosta representa un eslabón entre la tradición de su época y el siglo XX; después de siglos de denigración de la inteligencia de las mujeres, Soledad Acosta revaloraba la autoridad femenina a través de sus logros in- telectuales, afirmaba la capacidad de las mujeres para «penetrar en los problemas sociales», y las incitaba a tomar posesión de ellas mismas. Valores más duraderos que el fugaz empoderamiento del amor romántico.

14 Asunción Lavrin, «Cambiando actitudes sobre el rol de la mujer: experiencia de los países del Cono Sur a principios del siglo», Revista Europea de Estudios Latinoamericanos y del Caribe 62 (junio 1997): 71-92; Graciela Batticuore, The Romantic Woman. Readers, Authors and Writers in Argentina: 1830-1870 (Buenos Aires: Edhasa, 2005); María del Carmen Simón Palmer, «Escritoras españolas del siglo XIX o el miedo a la marginación» (Madrid: Instituto Miguel de Cervantes C. S. I. C.), http:// rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/7400/1/ALE_02_23.pdf (consultado el 10 de diciembre del 2011).

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Fuentes manuscritas

Archivo de la familia Ancízar Ancízar, Manuel. Manuel Ancízar a Agripina Samper. Correspondencia de Manuel Ancízar y Agripina Samper. 1860-1867. Archivo de la familia Ancízar.

Archivo General de la Nación Archivo General de la Nación – AGN. «Oposición judicial que hicieran Ignacio de la Rocha y María Rosalía de Moya Guzmán y La Portela, su consorte, al matrimonio de Juan Antonio Moya y Josefa Carvallo», febrero 1778. En Archivos civiles. Tomo 29. Fondos Colonia. Bogotá: AGN, fol. 744-756. Archivo General de la Nación – AGN. «El Dr. Dn. Francisco Manrique contra el Dr. Dn. Miguel Galindo sobre que dé alimentos a su hija Da. Andrea», agosto 1799. En Juicios Civiles. Vol. 25. Fondos Colonia. Bogotá: AGN, fol. 107-152. Archivo General de la Nación – AGN. Juicios civiles. Vol. 8. Fondos Colonia. Bogotá: AGN, 1801, carpeta 4, fol. 257r.

Archivo personal de Tomás Cipriano de Mosquera Arboleda, Josefa. Josefa Arboleda a Mariana Arboleda, 7 de septiembre de 1825. En Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS). Biblioteca Luis Ángel Arango, carpeta 19. Arboleda, Matilde de. Matilde de Arboleda a Mariana Arboleda de Mosquera, 16 de diciembre de 1825. En Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS). Biblioteca Luis Ángel Arango, carpeta 19. Arroyo de Arboleda, María Gabriela. María Gabriela Arroyo de Arboleda a Mariana Arboleda, 20 de mayo de 1825. En Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS). Biblioteca Luis Ángel Arango, carpeta 19. Biblioteca Luis Ángel Arango. Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS). Sala de manuscritos. Hurtado, Dolores Vicenta de. Dolores Vicenta de Hurtado a Mariana Arboleda de Mosquera, 7 de septiembre de 1826. En Archivo

331 Guiomar Dueñas Vargas

Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS). Biblioteca Luis Ángel Arango, carpeta 19. Mosquera Arboleda, Dolores Vicenta. Dolores Vicenta Mosquera Arboleda a Mariana Arboleda, 5 de marzo de 1825. En Archivo Personal de Tomás Cipriano de Mosquera (MSS). Biblioteca Luis Ángel Arango, carpeta 19.

Otras fuentes manuscritas Biblioteca Nacional. Copias y manuscritos originales. Vol. 7. Sección de libros raros y curiosos. Bogotá: Biblioteca Nacional, 1805, fol. 22-23. Congreso de Cúcuta. Ley del 6 de agosto de 1821. 28 de julio de 1821. «Sobre el establecimiento de escuelas de niñas en los conventos de religiosas». República de la Nueva Granada, Secretaría del Interior y de Relaciones Extranjeras. Circular de abril. 1837. Registro Oficial de Bogotá, 5, 1837, 17 col. 102.

Publicaciones periódicas

El Hogar El Hogar 1, n.° 6 (29 de febrero de 1868): 150. El Hogar 1, n.° 33, «La madre de familia» (septiembre 1868): 150. El Hogar 1, n.° 69 (29 de mayo de 1869).

El Mosaico El Mosaico. Editorial. El Mosaico 8 (1859): 268. El Mosaico. «El álbum». El Mosaico 17 (2 de mayo de 1860). Kastos, Emiro [Juan de Dios Restrepo]. «El yugo matrimonial». El Mosaico 11 (marzo 1859). Sinués, María del Pilar. «La felicidad de la mujer». El Mosaico 33 (13 de agosto de 1859).

El Tiempo Kastos, Emiro [Juan de Dios Restrepo]. «Sobre la política y las mujeres». El Tiempo 33 (14 de agosto de 1855).

332 Bibliografía

Kastos, Emiro [Juan de Dios Restrepo]. «Yugo matrimonial». El Tiempo 177 (18 de mayo de 1858): 3.

La Biblioteca de Señoritas La Biblioteca de Señoritas 1, n.° 1 (8 de enero de 1858). La Biblioteca de Señoritas 8 (1858): 10.

La Caridad La Caridad 1, n.° 33 (12 de septiembre de 1868): 80.

333

Índice analítico

A Acevedo de Gómez, Josefa: 189 y 167 nn. 25 y 26, 170, 172, 174 y n. 39, nn. 25 y 26, 190 n. 27, 191 y nn. 175 n. 40, 176 28-30, 192, 197 n. 45 Amar y Borbón, Antonio: 129, 269 Acosta de Samper, Soledad: 15 y n. 2, Amar y Borbón, Josefa: 72 y n. 34, 73, 16, 17, 18 n. 4, 24, 29, 31, 180, 185, 193 76, 283 y n. 33 n. 32, 196, 197 n.45, 198 y n. 46, 199 Amor: y nn. 47 y 48, 200, 211, 233, 235-238, -apasionado: 16,18, 20, 69, 70 n. 23, 239 y nn. 5 y 6, 240 y n. 7, 241 y n. 9, 144, 150, 152, 156, 165, 214, 293, 297, 242 n. 10 y 11, 243 y nn. 14 y 15, 244 300, 303 y n. 16, 245 y nn. 17 y 18, 246 y n. 19, -carismático: 69 247 y n. 21, 248 y nn. 22 y 23, 249 y -cristiano: 59, 68, 74 nn. 24-26, 250 y nn. 27 y 28, 251 y -romántico: 16-18, 20, 23, 25, 29, 31, 32, nn. 29-31, 252 n. 34, 253 y n. 35, 254 181, 189, 212, 238, 241, 258, 259, 263, y n. 36, 255 y nn. 37 y 38, 256 y n. 39, 264, 269, 293, 297, 302, 303, 305, 308 257-259, 260 y nn. 47 y 48, 261 y n. Ancízar, Manuel: 11, 16, 29, 32, 183 y n. 52, 262 y nn. 54 y 55, 263, 272, 298 y 10, 184 n. 12, 233, 257, 264 n. 57, 267 y n. 1,303, 304, 306, 307 y nn. 11-13, 308 n. 1, 268, 269 y nn. 3, 4 y 6, 270 y n. 7 Acosta, Sophia: 122 ,271 y n. 9, 273, 274 y nn. 15 y 16, 275, Adorada, Nica (véase también Ibáñez, 276 y nn. 19 y 20, 278 y nn. 23, 279 y Nicolasa): 140, 147, 149 y n. 60 n. 24, 280 y nn. 25-27, 281 y nn. 28 y afecto: 19, 21 n. 11, 22, 26 n. 26, 37 29, 282 nn. 30 y 31, 284 y nn. 34 y 35, nn. 4 y 5, 41, 43, 44, 57, 58, 66, 73, 80 285 y n. 36, 286 y nn. 37 y 38, 287 y n. 56, 88, 92, 110, 119, 150, 156, 158, nn. 39 y 40, 288 y nn. 41 y 42, 289, 165, 200, 211, 215, 219, 220, 227, 232, 290 n. 47, 291 y nn. 48 y 49, 292 y n. 255, 257, 267, 276, 278, 282, 298 50, 294 y nn. 53-55, 301 y n. 4, 303 ágape: 47, 70 Ancízar Samper, Inés: 284-286, 288 Alpha (véase también Ancízar, Ancízar Samper, Jorge: 283, 284, Manuel): 270, 275, 281, 287 287, 288 Álvarez, Rafael: 155 y n. 1, 162 y n. 18, Ancízar Samper, Manuel: 284 163 n. 20, 165 y n. 22, 166 nn. 23 y 24, Ancízar Samper, Pablo: 284, 286-288

335 Guiomar Dueñas Vargas

Ancízar Samper, Roberto: 284-288 B Ancízar y Gamio, José Barahona, Manuela: 30, 61, 62, 66, 71, Francisco: 269, 270 75 y n. 42, 76, 77 y n. 45, 78 y nn. Aranzazu, Juan de Dios: 163, 164 y n. 46-49, 79 y nn. 50-53, 80 y nn. 54 y 21, 172, 55, 81 y n. 57, 84 y nn. 63 y 64, 85 y Arboleda, Antonio: 64, nn. 65 y 66, 86-88, 299 66 y n. 12, 77, 88 Baraya, Antonio: 83 Arboleda, Esteban: 63, 88 Basterra, Juana Bernarda: 269, 270 Arboleda, Ignacia: 106, 116 Becker Cantarino, Bárbara: 67 y n. 15, Arboleda, José Rafael: 103, 113, 114 82 y n. 60 n. 55 Bentham, Jeremy: 160, 207 Arboleda, Julio: 52, 63, 97, 224 Bogotá: passim Arboleda, María Teresa de: 101 Bolívar, Simón: (véase también Arboleda, Mariana: 16, 29, 30, 52 Libertador) 91, 92, 100, 109, 114 n. n. 41, 91-93, 102, 103 y n. 30,104, 55, 117, 127, 128, 133, 136, 141 y n. 38, 105, 106 y n. 36, 107 y n. 37 y 38, 142, 143, 145-147, 158, 206 n. 8, 274 108 y nn. 39-41, 109 y n. 43, 110 Boyero (finca): 168 n. 21, 170 y nn. 44 y 47, 111 y nn. 49 y 50, Brown, Matthew: 98 y n. 16, 99 n. 17 112 y nn. 51 y 52, 113 y n. 53, 114 Brundage, James A.: 22 n. 12 y n. 56, 115 y nn. 57 y 58, 116 y burguesía: 24, 156, 176, 181 n. 6, 189, nn. 60 y 61, 117 y nn. 62 y 63, 269, 292, 305 118-122, 123 y n. 77, 298, 304 Bush, Teresa: 188 Arboleda y Arraechea, María Byron, George: 241 Manuela: 100, 106 Arias, Manuela Jacoba: 128, 133 C aristocracia: 24, 30, 53, 62, 65, 94-96, Cabal, Miguel: 64 100, 101, 110, 134, 139, 157, 158 cabildo: 44, 94 n. 7, 95 Arroyo de Arboleda, María Gabriela: Caldas, Francisco José de: 30, 59, 61 y 106, 107 n. 38,108 n. 1, 62, 63 y nn. 3-5, 64, 65 y n. 9, Arrubla, Juan Manuel: 133, 149 66 y n. 12, 67 y n. 13, 68, 72, 74, 75 y Asamblea Constituyente de Cúcuta: n. 42, 76 y n. 43, 77 y n. 45, 78 y nn. 145 46-49, 79 y nn. 50-53, 80 y nn. 54 y autoridad patriarcal: 26, 38, 39, 46, 50, 55, 81 y nn. 57-58, 82, 83, 84 y nn. 51, 54, 76, 111, 187, 190, 301, 304, 63-64, 85 y nn. 65-67, 86 y nn. 68-70, Azuero, Vicente: 133 87 y n. 71, 88, 89, 129, 200, 299, 306

336 Índice analítico

Caldas, Ignacia: 85 Caro, Rafael: 145 n. 46 y 48, 213 y n. 22 Caldas, Francisco José de: 30, 59, cartas de amor: passim 61-68, 72, 74-89, 129, 200, 299, 306 Carvajal, Carmela: 26 Calderón, María Teresa: 142 y n. 39, Castro, Domitila de: 143 156 n. 2, 301 caudillo: 92, 93, 99, 119, 121, 122, 146 Camacho Roldán, Salvador: 291 y 292 centralistas: 83, 85, 86, 146 n. 51 Cerda, Juan de: 47, 48 n. 26, 71 n. 26-28 campaña libertadora: 128, 142, 143 Cervantes, María Candelaria: 104 Campbell, Colin: 23 y n. 13, 65 n. 10, Chateaubriand, Francois-René: 196, 72 n. 33 241 Carballo, Josefa: 35, 36 n. 1, 40, 44, 45 clérigos: 49, 51, 69, 161, 207 y nn. 19-20, 46 y nn. 21-23, 24 n. 24 Cochrane, Charles Stuart: 135 y n. 23 cáritas: 47, 79 Coconuco (hacienda): 96, 110, 114 y n. Carlos III: 63 56, 119 Caro, Antonio José: 128 y n. 2, 141, Colegio 142, 144, 145, 204 y n. 3, 205, 213 -de la Enseñanza: 53, 74 n. 37, 213 Caro Ibáñez, Diego: 143, 152 -del Rosario: 81, 160 Caro Ibáñez, Manuela: 142, 143, 152, -la Merced: 173, 188 y n. 23 227 -San Bartolomé: 64, 160, 161, 206 Caro, José Eusebio: 16, 29, 31, 127, 142, Colegios Mayores: 64, 160 143, 145 y nn. 46 y 48, 152, 171, 183, 197 Comisión Corográfica: 270, 271 n. 44, 200, 203 y nn. 1 y 2, 204 y n. 4, compromiso matrimonial: 119, 236, 205 y n. 5, 206 y n. 6, 207 y n. 9, 208 245, 274 y nn. 10-11, 209 y nn. 13-15, 210 y nn. Concilio de Trento: 40, 42, 45, 50, 51 16 y 17, 211 y nn. 18 y 19, 212 y nn. 20 y nn. 36 y 39 y 21, 213 y n. 23, 214 y n. 24, 215 y nn. Congreso de Angostura: 131 n. 12, 133 25-27, 216 y nn. 28 y 29, 217 y nn. 30 n. 18, 143 y 31, 218 y nn. 32-35, 219 y nn. 36-37, consenso: 50, 51 220 y n. 38, 221 y n. 39, 222, 223 y nn. conservadores: 136, 148, 149, 152, 156, 44 y 45, 224, 225 y nn. 48-50, 226 y n. 158, 160, 161, 171, 172, 175, 176, 181, 51, 227 y nn. 52 y 53, 228 y nn. 54-57, 182, 195, 204, 207 n. 9, 217, 224, 225, 229 y nn. 58 y 59, 231 y n. 62, 232, 233 226, 230, 253, 267, 290, 292, 301, 305 y n. 64, 257, 303, 304, 305 Convención de Ocaña: 146 Caro, Miguel Antonio: 127, 152, 157, Convención de Ríonegro: 278, 279, 197 n. 43, 208 n, 12, 305, 306 y n. 9 288, 289 y nn. 43-45, 290 n. 46,

337 Guiomar Dueñas Vargas

Corday, Carlota: 251 Del Campo, Bartola: 116 Córdova, José María: (véase también Del Campo, María Ignacia: 116 Héroe de Ayacucho) 128, 147, 148 Delina (véase también Blasina Tobar): Cordovez, Moure: 137 n. 25, 163 n. 19, 209, 210 183 n. 11 deseo: 16,18, 30, 35, 40, 41, 44, 47, 56, Corinne (novela): 242 y n. 11 59, 68-70, 85, 104, 165, 189 n. 26, 191, Correo Curioso (periódico): 63 194, 196, 198, 203, 212, 215, 217, 218, cortejo: 16, 19, 31, 37 n. 4, 74, 77, 81, 119, 224, 233, 236, 249, 251, 259, 274, 277, 165, 176, 209, 212, 235, 236, 237, 239, 293, 303 244, 245, 248, 253, 263, 264, 268, 274, Diario Político (periódico): 81 276, 277, 293, 295, 297, 303, 305 diarios íntimos: 28, 29, 31 creoles: 94 n. 7, 95 n. 8 Díaz, Arlene: 99 y n. 17, 131 n. 14 Cuervo, Ángel: 171 n. 34 dolores: 114, 179, 214, 255 Cuervo, Luis María: 157 n. 5 domesticidad: 20, 31, 92, 169, 181, 186, Cuervo, Rufino: (véase también Juez 192, 196 n. 42, 257, 293, 295, 302 político) 29, 30, 31, 152, 155 y n. 1, 156, draconianos: 253 157 y n. 6, 161 y n. 15, 162 y n. 18, 163 Duarte French, Jaime: 127 n. 1, 129, y n. 20, 164 y n. 21, 165 y n. 22, 166 y 140 nn. 23 y 24, 167 y nn. 25 y 26, 168 y n. Duquesa de Goias: 143 28, 169, 170 y nn. 31-33, 172, 173, 174 nn. 38 y 39, 175 y nn. 40-42, 176, 215, E 230, 292, 299, 301 Earle, Rebecca: 12, 25 y n. 19, 37 n. 4, Cuervo, Rufino José: 157 n. 5 y 6, 175 130 n. 11, 237 n. 2 n. 42 el ángel del hogar: 196 y n. 42, 307 culto de la sensibilidad: 65 y n. 10, el bello sexo: 185 y nn. 15 y 18, 186, 192, 71, 72 197, 198, 252, 302 cultura del amor (de los afectos): 22, El Cachaco (periódico): 149 41, 43, 44 El corazón de la mujer (novela): 198 n. Cundinamarca: 81, 83, 86, 135, 143, 46, 199 y nn. 47 y 48 146, 156, 172, 278, 289 El Hogar (periódico): 185 n. 18, 186 n. 20, 187 y nn. 21 y 22 D El Mosaico (publicación literaria): 27 D’Espinay, Louise: 72 n. 29, 184 y n. 13, 194 y n. 34, 195, 197 deberes de los casados (matrimo- y nn. 44 y 45, 253 n. 35 niales): 32, 189 n. 26, 190 n. 27, 191 El Tintal (hacienda): 269 nn. 28 y 29, 217, 262, 268, 277 Elias, Norbert: 20, 21 n. 10

338 Índice analítico

élites: 12, 16, 18, 28, 29, 30, 39, 49, 72, García, Evaristo: 55 94, 96, 104, 132, 139, 140, 151, 152, 157, gólgotas: 253 159-161, 169, 171 n. 35, 180, 181, 183, Gómez de Avellaneda, Gertrudis: 303 191, 193, 226 n. 51, 230, 231, 256, 274, Gómez Ocampo, Gilberto: 340 n. 48 283, 295, 298, 299 González, Florentino: 132, 133, 136, -burguesas: 22, 297 138, 140 y n. 36, 146 n. 50, 149 y n. 59, Emilio (obra): 207, 208, 283 151, 284, 298 y n. 2, 299 y n. 3 emociones: 16, 19, 20 y n. 8, 21, 23, 27, 44, González Manrique, Francisco: 53, 53, 59, 75, 106, 110, 196, 200, 215, 236- 54, 56 238, 242, 255, 256, 277, 297, 301, 303 González Santamaría, encomiendas: 101 Francisca Andrea: 54 endogamia: 98, 100, 101 Graciano, Baltasar: 50 eros: 70 Gracias al Sacar: 43 escogencia de pareja: 19, 22, 27, 50-52, Gran Colombia: 100, 109, 117, 128, 130 132, 135, 161-163, 167, 176, 244, 298, n. 8, 138 n. 30, 134, 146, 147, 161 n. 16 299 Guaduas (Cundinamarca): 130, 148, Escuela Republicana: 182 160, 235, 236, 239, 240, 241, 247, 259 Espinosa, Silveria: 185, 197 n. 45, 233 n. 44, 268, 273, 281 n. 28 Espronceda, José de: 241 Guardamino, Francisco: 55 Estrada Monsalve, Joaquín: 91 n. 1, 92 Guayaquil: 91, 109, 111, 112 n. 2, 92 n. 3, 99 y n. 18, 100 n. 22 Guerra de los Supremos: 133, 203, 209 Expedición Botánica: 3, 63-65, 74, 81 Guerra-Cunningham, Lucía: 307 n. 12 Gutiérrez, Pepita: 162, 163, 166, 167 F Gutiérrez, Ramón: 25 y n. 21, 37 n. 5, federalistas: 83-86 38 n. 6, 51 n. 39 feminidad: 28, 31, 93, 124, 136, 181, 184, Gutiérrez Vergara, Ignacio: 171, 172, 186, 198, 233, 297, 299 176 Fernández Gómez, Diego: 189 Fernando XVII: 87 H Florido, Rosa: 130 Hamilton, Potter: 94 n. 5, 96 y nn. 10 Forero, Bárbara: 82 y n. 60, 129 y 11, 97 n. 12 Heine, Heinrich: 241 G Heredia, Emeterio: 291 Galindo, Miguel: 54 y nn. 43 y 44, 55 Hermans, Felicia: 241 y n. 45, 56 y nn. 46-48, 57 y nn. 49 y Héroe de Ayacucho: (véase también 50, 58 y n. 51, 298 Córdoba, José María) 147

339 Guiomar Dueñas Vargas

Herrán, Pedro Alcántara: 52, 119, 120 Ilustración: 59, 61, 63. 64 n. 6, 65, 67, y nn. 67-69, 121 y nn. 71 y 74, 122 y n. 68, 71, 72 y n. 34, 73, 74 y n. 37, 88, 74, 123, 135 n. 22, 151, 157, 171, 172, 230, 89, 138, 272, 283, 299 276, 284, 298 ilustrados: 30, 59 y n. 52, 63, 64 nn. Herrera, Bernardo: 291 6-8, 65, 66 y n. 11, 68, 72, 74 y n. hogar doméstico: 161, 184, 186, 187, 40, 255 263, 274 intimidad: 12, 20, 22, 24, 25, 26 n. 26, honor: 25 nn. 20 y 21, 37 n. 5, 38 n. 6, 29, 31, 37 n. 5, 52, 58, 93, 103, 105, 162, 43, 44, 49, 50 n. 32, 57, 69, 84, 88, 92, 213, 215, 222, 237, 255, 293, 299, 303, 93, 98, 99, 101, 103, 138, 139, 144, 151, 304 y n. 8, 305 165, 173, 204 n. 4, 230, 254, 257, 270 Irisarri, Antonio J.: 122 -masculino: 104, 123, 254 Iscuandé (Nariño): 107-109 Humboldt, Alexander von (barón): 63, 64, 67, 93, 99 J Hurtado, María Josefa: 116 Jaeger, Stephen: 69 y nn. 19 y 21 Jaramillo Uribe, Jaime: 97 y n. 14, 158 I n. 7, 194 n. 34, 201 n. 9 Ibáñez, Bernardina: 30, 127, 128, 129, Mosquera, Joaquín: 96, 101, 158, 172, 132, 134-136, 138-140, 149, 151 y n. 66, 175 y n. 41 299 Jovellanos, Gaspar Melchor de: 71 Ibáñez, Miguel: 128 Joyes, Inés: 72 y n. 34, 73 Ibáñez, Nicolasa: (véase también juez político (véase también Cuervo, Adorada Nica) 16, 24, 30, 31, 127- Rufino): 168 129, 131, 134, 136, 140, 141, 142 y n. Juliana, Caldas: 86, 88, 89 40, 143, 144, 145 y n. 46 y 48, 146- 148, 149 y nn. 60 y 62, 150, 151 n. 66, K 152 y n. 68, 156, 204 y n. 3, 205, 212, Kastos, Emiro: 27 n. 29, 48 n. 28, 252 231, 227, 293, 300, 305, 306 y n. 9 n. 33, 271, 302 y n. 6 iglesia: 22, 23, 27, 39, 40, 43, 44, 48-51, 52 y n. 40, 57, 101, 105, 121, 133, 143, L 151, 158, 159, 175, 176, 180, 197, 200, La Bandera Tricolor: 164 n. 21 207, 224, 226 y n. 51, 262, 274, 289 La Biblioteca de Señoritas: 185 y n. 17, y nn. 43-45, 290 n. 46, 292, 300, 305, 186 y n. 19, 195 y n. 36 306 La Catedral: 39 n. 8, 44, 49 n. 29, 157, -católica: 47, 50, 80 n. 56, 148, 156, 176, 158 226, 305 la cuestión religiosa: 226, 289

340 Índice analítico

La Plata (Huila): 80 Lozano, Jorge Tadeo: 39, 53 y n. 42, Lamartine, Alphonse de: 195, 196 y n. 298 39, 241 Lozano, Tadea: 53 Landes, Joan B.: 98 y n. 15, 134 n. 21, Luhmann, Niklas: 36 n. 3, 37 n. 4, 74 257 n. 40 n. 41, 110 n. 48, 259 n. 45, 304 y n. 8 Las convulsiones (obra): 136, 137 nn. 25 Lystra, Karen: 23 y n. 15, 237 n. 2, 268 y 26, 138 n. 27 n. 2, 277 n. 22 Las Nieves: 39, 44, 158 Lavrin, Asunción: 12, 25, 26 n. 23, 38 M n. 6, 42 y nn. 14 y 15, 43 n. 16, 52 n. Marquesa de Santos: 143 40, 106 n. 34, 130 n. 8, 308 n. 14 Márquez del Castillo, Carolina: 157 Leiva, Bárbara: 127 n. 5 Levi, Elvira: 182 Márquez José Ignacio: 140, 150 n. 61, liberales: 99, 151, 152, 156, 158, 160, 172, 157 y n. 5, 176, 203 173, 176, 179-182, 188, 195 y n. 36, 204, Martín Gaite, Carmen: 21 n. 11, 37 n. 208, 225, 226, 230, 232, 256 n. 40, 268, 3, 72 n. 32, 74 n. 39, 76 n. 44, 136 n. 24 279, 288-290, 292, 305, 306 Martín, José Luis: 205 n. 5, 209 Libertador: (véase Simón Bolivar) 92, Martínez, Baltasar Jaime: 56 117, 128, 134 y n. 21, 135 n. 22, 136, 142, Martínez de Nisser, María: 26 143, 146, 147, 158, 206 n. 8 Martínez, María Elena: 101 y n. 24, libre albedrío : 30, 49, 50 102 n. 25 Lima: 51 n. 39, 57, 112, 117 Martínez, Rafael: 212 limpieza de sangre: 93, 98, 99, 101 y n. Marzahl, Peter: 94 n. 7, 95 nn. 8 y 9 24, 102, 104 masculinidad (véase también linaje: 94, 98, 100, 102, 104, 187 feminidad): 123, 124, 181, 184, 200, Llamas, Susana: 121, 123, 293 236, 256, 257 y n. 40, 297, 299-302 Llanos de San Martín: 82 Masiello, Francine: 256 y n. 40 Lleras, Lorenzo María: 149 maternidad: 19, 31, 73, 92, 179, Loaiza Cano, Gilberto: 183 n. 10, 184 186, 286, 302, 304, 305, 308 n. 12, 270, 271 y n. 9, 274 y nn. 15 y 16, Mayo, Carlos A.: 26 y n. 24 284 n. 35, 288 n. 42, 301 n. 4 Melo, José María: 236, 253, 254, 255 n. Lofstrom, William: 12, 93 y n. 4, 94 37, 257, 261 n. 5 Memorial de agravios: 62 y n. 2 Lombardo Pedro: 50 mestizaje: 36, 39 López, José Hilario: 172, 179, 182, 204, Michelsen, Carlos: 127, 139 208, 226, 289 modernidad: 23, 24, 27, 64 n. 6

341 Guiomar Dueñas Vargas

Mompox: 141, 257 Nieto, Ignacio: 82 Montoya, Luis: 133 El Noticiosote: 174 Moreno de Ángel, Pilar: 128 y n. 3, 145 noviazgo: 15, 162, 163, 212, 213, 222, Morillo, Pablo: 62, 87, 130, 133 236, 239, 241, 255 y n. 37, 256, 258, Mosquera Arboleda, Amalia: 52, 53, 259, 263, 264, 273, 274 108, 109, 115,118-120, 123, 151, 229, Nueva España: 37, 42 n. 14, 48 298 Nueva Granada: 18, 20, 22, 23, 27, 28, Mosquera Arboleda, Manuel José 30, 37, 52, 57, 63, 64 y nn. 6-8, 65, 66 (arzobispo): 118, 122, 151, 161, 172, 225 n. 11, 68, 72, 74 y n. 40, 98, 112, 118, Mosquera Arboleda, María Dolores 119, 123, 128, 140, 141, 143, 146, 155 n., Vicenta: 101 157 n. 5, 158 n. 7, 159 y n. 9, 171, 172, Mosquera Arboleda, María Manuela 182 n. 8, 189 n. 26, 194, 204, 205, 207, Dominga: 101 214, 216, 218, 221 n. 40 230-232, 270, Mosquera de Herrán, Amalia: 229 288, 297, 304, 307 Mosquera Figueroa, Ignacio: 97 Núñez, Rafael: 305 Mosquera Figueroa, José María: 100, Naussbaum, Martha: 19, 20 n. 7 111, 142, 176 Mosquera Figueroa Prieto de Tovar, O José: 101 Obando, José María: 208, 253 Mosquera, Joaquín: 96 Obando, Luz de: 82 Mosquera, Tomás Cipriano de: 16, 30, Observatorio Astronómico: 63, 75, 79, 63, 91, 93 y n. 3, 4, 94 y nn. 5 y 6, 98, 81, 85, 87 99 y n. 18, 100 n. 23, 102, 103 nn. 29 y Ordóñez, Clímaco: 152, 157, 160, 214, 30, 106-119, 123 y nn. 76-78, 142, 151, 216, 231 183, 224, 230, 268, 270, 293, 300 Ortiz, José Joaquín: 206 movimiento romántico: 17, 23, 31, 194 Ospina Rodríguez, Mariano: 156, 161, y n. 33, 195, 205, 236, 263, 305 171, 172, 176, 183, 204, 221, 222 n. 41, Moya, Juan Antonio: 35, 36, 43 n. 16, 224 y n. 46, 230, 232, 268, 301 44, 45 y n. 19, 46 nn. 21-23, 47 n. 24 P Mutis, José Celestino: 59 n. 52, 63, 64, Padre General de Menores: 62 66, 67 y n. 63, 74 y n. 38, 75, 82 Partido Conservador: 127, 152, 183, 204, 218, 225, 232 N Partido Liberal: 133, 179, 183 Nariño, Antonio: 83 y n. 62, 85, 86 peninsulares: 59, 270 Narváez, Anita: 306 pepitos: 252, 302

342 Índice analítico

Peregrinaciones de Alpha (obra): 270 Río de la Plata: 37 Pereira Larraín, Teresa: 26 y n. 26, 37 Fucha (río): 162 n. 5 Rivas, Medardo: 179 y n. 1, 188 y n. 23, Pérez de Arroyo, Santiago: 66, 75, 76 245 n. 43 Rocha, Ignacio de la: 35, 36 n. 1, 45 Pérez Valencia, Gabriela: 116 nn. 19 y 20, 46 n. 21-23, 47 n. 24 periodo colonial: 22, 43, 282 n. 32 Roche, Mariquita: 127 Piedrahíta Muergueito y Sáenz de Rodríguez Plata, Horacio: 128 y n. 3, San Pelayo, María de la Paz: 150 129 n. 4, 133 n. 19, 147 nn. 53 y 54, Pombo, Fidel de: 102 150 n. 61 Pombo, Lino de: 158, 171, 172, 176, 221 rojos: 156, 226, 289, 290, 305 n. 40, 230, 270 romanticismo: 17, 23, 25, 31, 37, 68, 181, Pombo, Miguel de: 64 193, 194, 195 y n. 317, 196, 200, 205 y Pontón, Sixta Tulia: 149 n. 60, 150, 151, n. 5, 215, 232, 236, 238, 249, 256, 258, 156 263, 274, 277, 293, 303, 306 Pragmática Real sobre Matrimonios: Rosas, Juan Manuel: 256 39 Rosillo Andrés: 82 y n. 59 Prat Chacón, Agustín Arturo: 26 y Rousseau Jean Jacob: 131, 207, 283 n. 28 Provincias Unidas: 86 S pureza espiritual: 69 Sáenz, Manuela (Manuelita): 16, 61, 79, 80, 86, 136, 142 n. 38, 143, 147 Q Salavarrieta, Policarpa: 130, 217 n. 30, Quito: 66, 67 n. 13, 103 251 Sámano, Juan: 100 R Samper Agudelo, Agripina: 11, 16, 29, Rangel, Francisco: 82 32, 183, 185, 194, 196 y n. 39, 198 n. 45, Real Audiencia: 35, 38,39, 46, 53 233, 264 y n. 57, 267 n. 1, 268, 269 n. Reconquista: 87, 100, 129, 130, 132, 133, 3 y 4, 272, 304, 305 136 Samper Agudelo, Miguel: 188 y n. 24, Reddy, Wiliam: 67 n. 14, 242 257, 306 y n. 10 Regeneración: 127, 306 Samper, José María: 15 y n. 1, 17 y n. 3, Régimen del Terror: 130 18 n. 4, 20, 24, 27, 29, 31, 160 y n. 12, Revolución de Independencia: 16, 38, 180, 181 n. 5, 182, 183, 188, 204, 233, 61, 65, 80, 88, 128, 237 235, 243 n. 14, 251, 255 n. 37, 262 n. 55, Revolución de sentimientos: 21 271, 275, 301, 303, 306

343 Guiomar Dueñas Vargas

Samper y Compañía: 275 Staël, Germaine de: 242 y n. 11, 243 n. San José: 48 13, 250 San Victorino: 159 Stone, Lawrence: 21 n. 11, 37 nn. 3 y 4, Sánchez, Antonio: 86 71, 110 y n. 45 Santa Bárbara: 159 subjetividad: 29-31, 177, 193, 194 y n. Santamaría, José: 55 33, 200, 236, 249, 264 Santamaría, Julián: 163 romántica: 232, 307 n. 12 Santamaría, Raimundo: 133 Sue, Eugenio: 195 y n. 35 Santander, Francisco de Paula: 24, 128 y n. 3, 129 y n. 4, 131, 132, 133 y T nn. 17 y 19, 134 y n. 21, 135, 136, 138 y Tenorio, Vicenta: 62 n. 30, 140, 141, 143-157, 160, 161 y n. Thibaud, Clèment: 142 y n. 39, 156 n. 16, 172, 212, 221 n. 40, 227, 293, 300 2, 302 y n. 5 Sanz de Santamaría, Manuela: 129 Tobar, Blasina: (véase Delina) 16, 29, 31 Scott, Joan W.: 110 y n. 46 Tobar y Serrate, Miguel: 213 secularización: 22, 23, 70, 293 Torres, Camilo: 62, 64, 86, 106, 129 Seigel Jerrold: 23 n. 16, 24 y n. 16 y 17, Torres, Joaquín: 64 181 n. 6 Torres, Teresa: 106 selección de pareja: 26, 39, 156, 297 Tratado de Economía Doméstica: 189 Semanario del Nuevo Reino de n. 25 y 26, 191 y n. 30 Granada: 63 Tribunal de la Santa Inquisición Seminario Mayor: 62 (Eclesiástico):42, 54, 57, 102 Shumway Jeffrey M.: 26 y n. 25, 37 n. 5 Tuición: 289, 290 Sinúes, María del Pilar: 197 y n. 45, Tunja: 83-85, 88 Smith, Adam: 160 Twinam, Ann: 12, 25 y n. 20, 43 y n. sociabilidad: 73, 135, 181, 182 y n. 8, 17, 138 y n. 29 184, 200, 298 sociedad burguesa: 23 y n. 16, 24, 28, U 189 n. 26 Universidad del Rosario: 62 Sociedad de Beneficencia de Santafé: Urdaneta, Rafael: 147 130 Uribe, María del Carmen: 138 Sociedad Democrática: 182 Uribe, Miguel Saturnino: 133, 138, 139, Socolow, Susan: 25 y n. 22, 38 n. 6 151 y n. 65 Socorro (Santander): 64, 133, 138 Uribe-Urán, Víctor Manuel: 12, 128 n. Soto, Francisco: 133 2, 132 n. 16, 138 n. 31, 139 nn. 32 y 33,

344 Índice analítico

140 nn. 34 y 35, 156 nn. 3 y 4, 160 n. 14, 168 n. 29 Urisarri de Tordesillas, María Francisca: 156 Urrutia, Manuel: 139

V Valencia Llano Alfonso: 88 n. 72, 106 y n. 35, 116 Vargas, Pedro Fermín de: 82 y n. 60 Vargas Tejada, Luis: 137 y n. 25 y 26, 138 n. 28, 206 n. 7 Vélez, Manuel: 249 Vergara Quiroz, Sergio: 26 y n. 27 virilidad: 98, 300 voluntad: 26, 41, 44, 45, 49, 51, 52 y n. 40, 54, 55, 112, 119, 144, 151, 228, 252, 256, 285, 299

W Woolf, Virginia: 196 n. 42, 244

Z Zea, Francisco Antonio: 64 Zorrilla y Moral, José: 241

345