PROSAÍSMO Y GÉNEROS ÍNTIMOS: ENTRE EL DISCURSO ROMÁNTICO Y UNA IMAGEN DE NACIÓN UNA LECTURA DE CARTAS CRUZADAS, DE DARÍO JARAMILLO AGUDELO

MELISSA SERRATO RAMÍREZ

Requisito parcial para optar al título de: Magíster en Literatura

Director de la investigación ÓSCAR TORRES DUQUE

Maestría en Literatura Facultad de Ciencias Sociales Pontificia Universidad Javeriana Bogotá, agosto de 2012

¿A quién con más amor que a ti? Tú, la única que se puede dar por culpable de todo esto. Otra vez, y como toda mi vida, estas páginas van dedicadas a ti, madre.

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No puedo dejar de manifestar mis más sinceros agradecimientos a Óscar Torres Duque, porque más que director de este trabajo o asesor de esporádicos, teóricos y académicos encuentros, fue un amigo en estos meses de conversaciones y discusiones, de muchos miércoles a las ocho de la mañana.

Y a Darío Jaramillo Agudelo, porque su presencia en mi vida y en mis lecturas ha impedido que se convierta en un objeto de estudio o en una mano desconocida que sostiene una pluma. Por el contrario, ha sido guía y cómplice, gracias a que nuestras charlas, sus libros y sus temas han acompañado siempre a mis preguntas.

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ÍNDICE

Introducción ...... 4

Capítulo I - Inicios poéticos: un mundo, un país, una generación, varios nombres y un mismo desencanto ...... 8

Capítulo II - Cartas cruzadas y su estructura epistolar: entre romanticismo y contemporaneidad ...... 52

Capítulo III - El fracaso de un amor, una amistad y una nación ...... 121

Conclusiones ...... 163

Anexos ...... 167

Obras citadas ...... 174

Trabajos consultados sobre Cartas cruzadas y la narrativa de Darío Jaramillo Agudelo ...... 178

3 INTRODUCCIÓN

La gente no perdía el tiempo, se aferraba a unas pocas casualidades y fundaba sobre ellas su existencia. Paolo Giordano, La soledad de los números primos

¿Tierno el amor? Es harto duro, harto áspero y violento, y se clava como espina. William Shakespeare, Romero y Julieta

Cuando trato de hacer memoria acerca del origen de mi interés por la novela Cartas cruzadas (1995), del narrador y poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo se me aparece inevitablemente el recuerdo de una cierta emoción y fascinación por una historia que me sacudió no sólo la cabeza, sino también la piel. Y esa sensación, me lleva pronto a las páginas de Con la literatura en el cuerpo, del escritor mexicano Alberto Ruy Sánchez, donde sostiene que todo lo que “uno sabe, aprende, olvida o crea, pasa por nuestro cuerpo. [Así] [n]o somos ideas sino cuerpos con ideas. Y por lo tanto no hay ideas que no vengan a nosotros cargadas de afectos” (17). Ese breve trayecto me lleva a concluir que la manera más precisa de describir la genealogía de las páginas que siguen es con el nombre de: “ideas cargadas de afectos”. Ideas que detonaron desde la primera lectura de la novela hace ya unos diez años, y que, confieso, sin pudor ni vergüenza, no me surgieron del análisis racional y concienzudo sino del goce entrañable y el feliz disfrute que me producía la lectura de la obra. Ideas que, intuyo, surgieron de una íntima y evidente sensación de afinidad y empatía con los temas de los que se ocupa el relato y de la forma en que su autor los aborda. Ideas que quedaron contaminadas de esa sensación de emoción que invade la piel ante la descripción de una imagen conmovedora o contundente que se fija en la mente. Ideas que revolotearon sin mayores pretensiones por mi cabeza de lectora entusiasmada.

Por supuesto, esas dinámicas del todo emocionales, espontáneas y hasta caóticas han pasado por varios filtros y dos relecturas que ya no sólo se detuvieron en el encantamiento que me producía su letra, sino que también se detenían en la espina dorsal que la sostiene, en sus temas centrales, en sus voces, en sus contextos y en una serie de elementos que le dieron un cierto sentido de orden al estudio, a la aprehensión de la obra y, claro, a estas

4 páginas. Entonces, por tratarse de una obra extensa, decidí hacer durante la segunda lectura, lo que yo misma llamé, unos Rastreos de lectura; es decir, un compendio de los fragmentos más destacados de la novela y que clasifiqué por temas y voces, y que intuía que al momento de la escritura de la tesis, me resultarían muy útiles en términos de guía. Así, a medida que iba leyendo, iba creando categorías1 y transcribiendo apartes que fueran descriptivos de ellas; por ejemplo, hay una categoría denominada “Amor entre otros personajes”, que se refiere a otras visiones que proponen personajes diferentes de los protagónicos sobre el amor; entonces, allí se encuentra una cita de una mujer cuyo pseudónimo es Carlota, que según el relato del diario de Esteban, uno de los protagonistas, dice en la página 228: “Este abrazo —me dijo al llegar— es lo más parecido al amor que he sentido en muchos años”.

El primer filtro que me sirvió para el estudio de la novela fue la definición y delimitación de qué era lo que más me atraía de la historia, para que ese fuera el punto sobre el que gravitara el estudio. Encontrar la respuesta no me llevó mucho tiempo, pues siempre me ha interesado pensar en la importancia, el peso y la resonancia que tiene el terreno de los afectos en la vida cotidiana, un campo del que los estudios literarios se han nutrido no sólo por la muy fértil materia prima con la que cuentan, pues, sin duda, el tema del amor y el erotismo ha ocupado a filósofos, trovadores, escritores y poetas desde que tenemos noticia del hombre, sino también porque los teóricos y críticos se han interesado en estudiar el tema amoroso que resulta cada vez más marginal en la sociedad contemporánea. Esos elementos hacían de Cartas cruzadas una novela muy interesante para un estudio crítico, pues ella aborda los movimientos del corazón con una suerte de prosaísmo; es decir, en su

1 Los Rastreos de lectura estuvieron compuestos por las siguientes categorías: Esquemas de los capítulos, lo que Darío llama “la estructura del sándwich”; trama, carta de Raquel, a la que yo llamaría también la carta de la hondura (Razón de ser de la carta, Anticipación del desenlace, Anticipación de acontecimientos), amor, encuentros íntimos – Sexo y sexualidad, amor entre otros personajes, relaciones que se tejen entre los personajes, Raquel Uribe Fernández, Juan Esteban, los Poemas de Esteban, la poesía, Luis Jaramillo Pazos, su vida en Nueva York, las familias de Raquel y Luis (Rafael Humberto Uribe (Rafauribe): papá, Ester Fernández: Mamá, Doctor Mariano Arroyo: Esposo de la mamá de Raquel, Claudia, Juana, Boris, María, Maximiliano Henao: Esposo de María, Doña Gabriela, el tío de Luis, Cecilia Jaramillo Pazos: Hermana, Pelusa: Esposo de Cecilia, la hermana de Pelusa), otros personajes (Irene Medina, Juan David Jaramillo o Doctor Probeta, Jurados de tesis: Profesor Márquez o Don Contra, Sanmartín o Don Pro y Germán López o Don Cura, Carlota), el uso de las drogas, el tráfico de drogas, los narcotraficantes y la violencia, la sociedad paisa, el país, la familia, condiciones sociales, literatura y escritura, época, homosexualidad, religión, cartas, referencias a escritores y obras, referencias a la música, referencias al arte, narración, nombres, Bogotá y otras.

5 construcción diaria desde dos planos: la amistad y el amor de pareja sin elevadas sublimaciones y atados a un contexto específico: la Colombia de los años setenta y ochenta. Eso hacía posible elaborar una aproximación a la obra desde el contexto en el que había sido creada, asumiéndola no como un cúmulo de páginas surgidas por azar y huérfanas de identidad e historia, sino como una producción literaria que respondía a unos antecedentes tanto de su época como de su creador.

A ello se sumaba que su estructura estaba soportada sobre la base de dos géneros íntimos: la carta y el diario, que también han ocupado ampliamente a los críticos literarios, en la medida en que resultan particularmente atractivos por la significación que tiene el hecho de que al ser escritos en primera persona exploran las honduras del ser humano de una manera honesta y sin máscaras. Sin embargo, resultaba muy interesante y curioso que siendo una novela contemporánea, apelara a esos géneros que habían tenido su apogeo en el siglo XVIII, justo cuando el romanticismo se había impuesto con su renovadora visión del individualismo en un rescate de la subjetividad y el humanismo, y donde la poesía había tenido un lugar central, no sólo como producción, sino como valor vital. Todo ello también coincidía simétricamente con la configuración axiológica y emocional de los principales personajes de Cartas cruzadas, convirtiéndola así, a mis ojos, en un rica novela con tantos y tan significativos entrecruzamientos que era inevitable caer en la tentación de estudiarla.

Como el tema del amor fue siempre el mapa de ruta que definió el camino que recorrí en esta investigación, precisamente por la centralidad del espíritu romántico, se hacía necesario revisar y buscar los puntos de quiebre que dieran cuenta de los motivos por los que las dos principales relaciones de afecto que se habían tejido en la novela se van repentinamente a pique y fracasan irremediablemente. Entonces, para tratar de comprender cómo es que la novela aborda y se sumerge en la pasión amorosa, en el erotismo, en lo inaprensible y lo problemático que resulta el amor, se hizo necesario un análisis de la estructura de la novela, que, como una filigrana, va enredando diferentes visiones sobre los mismos acontecimientos por medio de la articulación, principalmente, de las tres voces de los protagonistas de la novela, que a pesar de sus intentos por mantenerse al margen de su

6 entorno inmediato, terminan contaminados de toda la mácula que significó la irrupción del narcotráfico en la Colombia de finales de los años setenta y principios de los ochenta.

Por último y casi como una consecuencia de los lentes con los que desde el principio se leyó la novela, estas páginas terminaron identificando también la mirada crítica del entorno que lanza Cartas cruzadas, que fue finalista del Rómulo Gallegos en 1997, con un sentido sociohistórico que retrata el país en el que viven sus protagonistas y cuyas circunstancias explican en qué medida el desastre y el fracaso de las relaciones amorosas que aborda está estrechamente ligado con el derrumbamiento de una generación y con lo difícil que puede ser amar en un ambiente del todo hostil y que privilegia cualquier cosa antes que las relaciones afectivas.

No sobra contar que además de todos esos filtros a los que yo sometí mi lectura inicial, todas esas ideas pasaron también por el tamiz de la lectura aguda de mi director Óscar Torres Duque, quien las orientó, acompañó y discutió para que tuvieran piso y no parecieran etéreas. Ahora, creo que esta lectura de Cartas cruzadas puede llegar a enriquecer otras visiones de la novela, en la medida en que aporta interpretaciones sobre ella, pero, precisamente, al ser producto de mi lectura personal, advierto que no debe considerarse de ninguna manera definitiva, porque, al final, creo y estoy convencida de que lo definitivo, lo importante, lo verdaderamente esencial es dejar que las letras nos toquen, nos sacudan e invadan nuestro cuerpo, como lo advertía Ruy Sánchez, pues la literatura es ante todo emoción y por esa virtud es que tiene la capacidad de apelar y conmover a los sentidos, esos que nos sirven para relacionarnos y comprender de una u otra manera el mundo. Comprensiones a las que se llega, a veces, por medio de los lentes con los que se mira la realidad de otros, así sea que esos otros estén hechos sólo de tinta.

7 CAPÍTULO I

INICIOS POÉTICOS: UN MUNDO, UN PAÍS, UNA GENERACIÓN,

VARIOS NOMBRES Y UN MISMO DESENCANTO

Darío Jaramillo Agudelo no es un poeta al que se le da bien escribir novelas, sino que, al igual que Virginia Woolf, entiende que el único género literario es la poesía. Así lo confesó en Historia de una pasión, donde sostiene que “la poesía convierte en literatura a la novela o al texto para televisión, a la nota bibliográfica o a la crónica. La virtualidad de la palabra escrita para cortarnos la respiración, para hacernos parpadear de la sorpresa, para exorcizarnos, para sonreírnos hacia adentro, esa palabra que está en el poema, en el relato, en el anuncio publicitario o en el cine” (1999, 16).

Esa es la razón por la que a su prosa la anteceden y la invaden la experiencia y la disposición de contar la vida en los versos y de testimoniar o exorcizar en ellos los recuerdos, los desgarramientos, el vacío y la desesperanza que van dejando los años. Basta dar una mirada transversal a su obra, que combina la narrativa y la poesía, para darse cuenta de que una no excluye a la otra y que más bien la prosa está cargada de poesía, pues desde que se inició en la escritura de versos con el libro Historias, de 1974, y hasta Sólo el azar, del 2011, nunca la ha abandonado. Incluso, una buena parte de su obra poética ha tenido como tema y como objeto a la poesía misma y a él cuestionándose sobre su oficio de poeta.

Es que cree en ella, en su alcance y su vitalidad; pero, más que nada, en su capacidad de darle orden y sentido al caos permanente en que vive el hombre, no sólo por la posibilidad que le dan las palabras de otorgarle un lugar a todo lo que lo rodea, sino también de alcanzar la plenitud y el goce en el acto creativo, en la conjunción feliz entre vida y poesía, en las preguntas y atisbos de comprensiones sobre el discurrir mismo de la vida. Algo que logra a través de una voz propia, con matices que llevan una marca personal y completamente lúcida en medio de la embriaguez que le proporciona la poesía y de la que declaró hace tiempos que hubo un día en que supo que era ella lo que más le importaba, lo que más le importaría en la vida.

8 La poesía en su sentido más amplio y desaforado, la ebriedad sin tiempo de una boca amada, el aroma de un eucaliptus, el laberinto interno de tu reloj de cuarzo, de tu procesador de datos, un atardecer, un gol, un sorbete de curuba, una voz familiar; Mozart, entender una cosa nueva, una crema de ostras, el galope de un caballo, en fin, tantas cosas que son la poesía en su más amplio sentido. Y luego, […] la pasión por la poesía en su sentido más restringido, o sea la capacidad de alucinar con la palabra escrita. (1999, 15)

Así, sin mitificaciones, logra una mirada desacralizada que se aleja de pomposas construcciones verbales y artificios retóricos, que evade completamente los marcos, los hermetismos y los convencionalismos; con una postura que sugiere una desbordada pasión por la creación poética y por la prosa de la vida, con una actitud que revela el gozo otorgado por la saciedad en el verso, con el júbilo en el que se complace gracias a la música de las palabras, con el renovado éxtasis y la frescura que le brinda el descubrimiento y la visión de nuevas percepciones y el desarreglo de los sentidos ante la sorpresa de lo común. Son todas esas las resonancias que recuerdan la estética y las formas románticas, y que han hecho que Jaramillo Agudelo se ocupe más bien de los engranajes, los instantes, los preludios, los líos y los quiebres de la vida. Esos son en esencia los motivos por los que en sus versos se ve pasar la cotidianidad, ese trascurrir sin mayúsculas repleto de eventos triviales que podrían ser despreciados por su aparente vacuidad, pero que se redimen en la experiencia de la existencia, que para él mismo no está fragmentada en grandes y pequeños acontecimientos, sino que se va derogando… “Los días que uno tras otro son la vida” (en Serrato Ramírez, 2007, 109), dijo una vez citando a Aurelio Arturo. Tal vez por esa postura que tiene frente al mundo es que sabe encontrar para sus obras la hondura desde esos rescoldos que atañen entrañablemente al lector; por eso, comulga con ellos y los hace sentir partícipes, cómplices y protagonistas de lo que cuenta y lo que aborda.

De ese modo, lleva la poesía al terreno de lo prosaico; es decir, de lo cotidiano, y por esa vía es que se mueve con soltura y lucidez en terrenos resbalosos y hasta opuestos que ha trabajado en toda su obra, como los gatos y los curas, la risa y la codicia, Medellín y Bogotá, la música y la muerte, Dios y la soledad, las drogas y la comida, el amor y la inteligencia, la fatalidad y la sexualidad, los muchos matices del deseo, los seres fantásticos y los personajes

9 anclados en las más desoladoras realidades. En otras palabras, se podría decir que lo prosaico de su poesía es el germen que lo lleva al prosista de sus novelas.

María Mercedes Carranza, la también poeta y miembro de la generación de Jaramillo Agudelo, explica que la raíz del prosaísmo de este poeta se encuentra en que su “lenguaje sugiere más que significa y [que] su empeño está en proponer sensaciones más que imágenes: dentro de este grupo de escritores [los posteriores al Nadaísmo] es el único que está consciente de que la imagen debe estar al servicio de la poesía y no en forma contraria” (1988, 258). Y añade que la manifestación más clara de ese sendero por el que Jaramillo transita deliberadamente en sus dos primeros libros2 de poesía: Historias, de 1974, y Tratado de retórica –o de la necesidad de la poesía–, de 1978, es que se vale “de recursos linguísticos que corresponden a retóricas diferentes —un lugar común, una frase hecha, un verso ajeno, un aire de bolero—[…]. Esta ambigüedad entre lo ya dicho y el sentido decididamente poético que le confiere Jaramillo al insertarlo en el poema, propicia una suma de aperturas que permiten más de un nivel de lectura” (258).

Esos múltiples niveles de lectura que señala Carranza están dados además por el contexto en el que fueron escritos estos dos libros; es decir, por los procesos políticos, sociales y culturales que se gestaron desde la posguerra y que derivaron en una serie de acontecimientos definitivos en el mundo, en América Latina y, por supuesto, en Colombia. Eso significa que para la lectura y el estudio de los poemas y las novelas de Jaramillo Agudelo, no se puede considerar a la segunda mitad del siglo XX solamente como un telón de fondo aislado, porque ciertamente existe una estrecha relación entre el contexto y sus obras.

Ahora bien, eso no implica que sus libros de poemas y sus novelas sean marcos referenciales de los acontecimientos de la época ni tampoco lienzos en los que las imágenes de los versos la evocaran; en otras palabras, no le interesa al poeta hacer alusiones directas ni calcos de aquellos hechos de los que estaba siendo testigo por entonces, pero sí es

2 Carranza alude sólo a los dos primeros libros de poemas de Jaramillo Agudelo porque para ese momento eran los únicos que se habían publicado.

10 indudable que sus creaciones quedaron profundamente impregnadas del aire que se respiraba en ese mundo convulsionado y que no correspondía en ninguna medida con el proyecto de la modernidad, según el cual el ser humano confiaba de manera optimista en su propio progreso. En ese sentido, Jaramillo Agudelo escribía en su poema “Biografía imaginaria de Marcel Schowb”, del año 74: “[…]la pestilencia de nuestro propio aliento, ese opaco pasado lleno de buenas intenciones” (20083, 235). Es así, con desazón y tono amargo como se refiere a la pesadumbre que le producía para entonces hacer parte de un mundo que desde entonces sabía —o intuía— quebrado, fragmentado, sin rumbo y con un cierto tufo fétido.

Cuando yo tenía veinte años, creía que en mi generación éramos como Adán —en ese momento en que fue como un vuelco en la historia reciente de la cultura, de esos años 60—; entonces, eso nos llevaba a pensar: “Vamos a poder inaugurar el mundo, que la gente de nuestra generación sean gobernantes honestos”. Y resulta que si yo hacía un balance en el año 2000 de la gente de mi generación que había gobernado países, era la generación más corrupta de todas las que había habido. Entonces uno miraba a Colombia y los presidentes de la edad mía y todo era podrido, si miraba para México o para Brasil o para Argentina, todos los tipos de la edad mía que han gobernado son unos ascos de tipos. En Estados Unidos, igual. Los niños de paz y amor y los desplazados de Vietnam, treinta años después, eran los empresarios de las guerras en Irak. Unos ascos de individuos. ¡No inventamos nada! Eso lo conduce a uno a un escepticismo sobre la consistencia de la moral humana. No es sólo por juzgar a los demás y sentarme en un pedestal a juzgarlos, sino que todo eso que yo observo es parte de la misma bosta de la que yo estoy hecho. El escepticismo termina siendo como una etiqueta que uno le pone a eso. (en Serrato Ramírez, 2007, 116)

Y es que cuando se tienen en cuenta las obras de Jaramillo Agudelo y su contexto, se adquieren unos lentes que amplían su sentido literario no sólo en términos de la dimensión espacio-temporal que abordan, sino que permiten ver cómo sus producciones no fueron surgiendo de modo desarticulado, sino que, a manera de eslabones, le dieron forma a una obra consistente y, sobre todo, con una gran coherencia entre los dos primeros libros de poemas y la novela Cartas cruzadas, que aquí se estudia. Precisamente, en ella no sólo aparece esa generación de hombres y mujeres que en la adolescencia quisieron liberarse del autoritarismo y las costumbres arcaicas con un tono vital de insurgencia o con la pasividad

3 Todas las citas de los poemas de Darío Jaramillo Agudelo que se presentan aquí fueron tomadas de Libros de poemas – Obra reunida, editado en abril de 2003 y reimpreso por segunda vez en julio de 2008 por el Fondo de Cultura Económica.

11 de vivir en un mundo que a fuerza de la ola generalizada de transgresiones no requería muchos esfuerzos para hacer y deshacer al parecer propio, sino que esos mismos personajes también aparecen convertidos, veinte años después, en la encarnación misma de eso contra lo que tanto lucharon, porque, entre otras cosas, hipotecaron su vida a las más bajas ansias de poder y dinero; es decir, al deseo burgués más básico de tener para ostentar. Y en ese escenario, el surgimiento del narcotráfico en Colombia fue el concomitante propicio y perfecto para que muchos enfermaran y enloquecieran de codicia.

Por eso es que se hace fundamental comprender el clima de la época, más precisamente de las tres primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX, que tuvo muchos y muy álgidos sucesos (ver Anexo Nº. 1) y que fueron dejando huellas profundas en las generaciones vivas, tanto en la forma de comprender el mundo como en la de relacionarse con él. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y las devastadoras bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, los conflictos bélicos, en vez de extinguirse, se agudizaron con la Guerra fría y la polarización del mundo generó guerras sangrientas como la de Corea y la de Vietnam. Y como si la lección no hubiera quedado bien aprendida, en 1962 se vive la crisis de los misiles en Cuba, con lo que se hizo evidente, una vez más, que independientemente de las justificaciones con las que los bloques o los países soportaran sus carreras armamentistas, el deseo de tener armas potentes, sofisticadas, precisas y de altísimo alcance era una demostración de la sevicia y la capacidad autodestructiva del hombre.

Simultáneamente tuvo lugar la Revolución cultural China, Latinoamérica fue quedando sometida a varias dictaduras militares, Cuba armó su propia revolución y logró un eco tan grande que no hubo rincón del mundo que no se enterara de que la isla se había declarado socialista. En Colombia se demostró con el Frente Nacional que la conquista del poder político no tenía ninguna relación con un propósito social sino que, más bien, era una forma de corrupción disfrazada de legitimidad y consenso para posicionar y mantener a los partidos políticos tradicionales.

Al tiempo, varias transformaciones a nivel social hicieron que la existencia no pudiera entenderse del mismo modo que antes. Se fueron diluyendo las posibilidades de construir

12 un mundo equitativo y libre con la promulgación de leyes como las de la segregación racial en Sudáfrica. Adicionalmente, las ciudades empezaron a crecer exponencialmente porque los habitantes del campo encontraron mejores posibilidades allí por la tecnificación y creación de empresas; con ello, las oligarquías se beneficiaron del trabajo de las clases media y obrera, y así, las desigualdades se hicieron más tangibles, pues pocos tenían las posibilidades de acceder a la educación, a los servicios de salud y a condiciones de bienestar general.

Además, la mujer, de forma silenciosa, fue adquiriendo otro rol en la sociedad y dejó de ser un objeto pasivo para convertirse en un actor protagónico; no sólo por el reconocimiento legal de sus derechos como ciudadana sino también por la creación, por ejemplo, de la píldora anticonceptiva, que le permitió mandar y decidir sobre su propia sexualidad. Por esa misma vía, los obreros y jóvenes estudiantes parisinos que se identificaban con la ideología de la izquierda dejaron oír su voz durante Mayo del 68, cuando exigieron un modelo de sociedad más libre y protestaron, entre otras cosas, por el desempleo que vivía Francia, por la Guerra de Vietnam, por el consumismo y la cultura de masas —derivados estos dos últimos del modelo capitalista que se había impuesto en el globo—, y que desde entonces pretendió homogenizar con sus modelos cada detalle de la vida cotidiana, con la ayuda de los medios de comunicación, su alcance y penetración.

Y aunque los lugares donde se focalizaron la mayoría de esos procesos sociales tuvieron lugar a cientos de kilómetros de distancia de Colombia, es indudable que llegaron al país como una ola y también lo estremecieron. Jaramillo Agudelo recuerda así el final de los años sesenta y el comienzo de los setenta:

Yo nunca fui como hijo de mi época. Yo fui testigo de una época, pero no de esa corriente principal y gregaria de una flor en el ojal o de ser medio hippie o de ser revolucionario o marxista, yo ninguna de esas cosas las hice. Yo veía pasar y veía morir gente, porque es una cosa que uno cuenta como muy deliciosamente pero fueron muchos los que cayeron en la droga y no se levantaron o se suicidaron o se hundieron o muchos los que dijeron que la opción era la revolución y se hundieron en la guerrilla o en una nueva religión. Es decir, las cosas fueron crueles con mucha gente que se comprometió con los diosecitos del momento, como ha pasado toda la vida; el que se entrega a la moda, perece con la moda porque es siempre muy efímera.

13 Cuando las modas son meter ácido, en la tercera metida de ácido ya quedas destechado. Entonces, yo no fui marxista, a pesar de que la mitad de mi generación fue marxista en algún momento, no me interesaba esa manera unilateral de ver la vida y como una forma religiosa, absurdamente religiosa, de abordar la creencia como una cosa dogmática y apostólica, como las religiones, yo no creo que la forma de acercarse a la vida social sea endiosando la historia. Entonces yo nunca fui partícipe activo de las cosas extremas que caracterizan a la gente de mi edad, fui testigo, pasé por ser un godo porque no era marxista, por ser un zanahorio porque no estaba en el mundo de la rumba pesada y yo veía pasar la rumba pesada. (En Serrato Ramírez, 2007, 48)

Y aunque Jaramillo declara que no participó de la época en sí misma, es evidente que la época sí fue digerida y procesada poéticamente en sus dos primeros libros de versos, que son los que anteceden a Cartas cruzadas. Sin embargo, la ola de influencias y consecuencias no se detuvo allí, pues la década posterior; es decir, los años ochenta, también quedaron plasmados en esta novela, ya no sólo a manera de ambiente y atmósfera, sino con el ancla encallada en una Colombia que había añadido el color blanco de la cocaína a su bandera; con lo cual, la axiología dio un giro significativo que marcó el rumbo de los personajes de la historia.

Las primeras estelas de estos tiempos aparecen en Historias, de 1974, donde se percibe una búsqueda narrativa que tiene como fin central contar y dar cuenta del tema de la memoria. “[…]donde la memoria/–un cuchillo de tiempo y desgastado olvido–/ha cortado cualquier posible recuerdo/con la monotonía de una canción imposible” (253). Definida de ese modo, la memoria parece oscilar entre dos territorios: en el primero se enarbola como la acechanza de lo ya sucedido; con ello, bien puede el dueño de un recuerdo intentar preservarlo, a pesar de la inexactitud y la traición que la memoria misma le impone a la realidad del acontecimiento en lo sucesivo de los días; o bien procurar olvidarlo, con el hecho objetivo de que un recuerdo no se borra ni se desaparece, sino que a penas se decanta con el transcurrir del tiempo: “Buscabas un país lejano,/un lugar tan remoto como tú mismo;/se trataba en el fondo de anular el pasado, de exprimirlo de culpa” (232). El segundo territorio se deriva del primero, pues justamente por lo permanente y presente que está la memoria en la vida del hombre hace que quede inmerso en un círculo vicioso: se vive con la herencia del pasado, recordando u olvidando, al tiempo que se vive el presente para

14 luego olvidarlo o recordarlo en el mañana. Lo que significa que de la memoria no se escapa nadie, así lo reafirma cuando escribe: “Puede usar la vieja fórmula de redecorar la casa/la también aconsejada de huir,/pero todo será en vano./Para el desesperado todas las cosas son un espejo” (253).

De ese modo, el tema de la memoria se le impone como una cuestión esencial por lo ineludible que resulta. “Sucede que por la noche,/cuando este tedio innombrable se petrifica en sueño,/comienza cada hombre a recordar, a inventarse un pasado” (247). Y es allí, anclado en ese territorio de evocaciones, olvidos, horror por lo presente y desasosiego ante lo pasado que Jaramillo se opone a la grandilocuencia y novedad de los discursos de moda que reinaban en los años setenta: “(¿Fue tarde cuando descubriste que no hay llaves del reino, que tal vez ni siquiera exista un reino?)” (232). Mas no lo hace con el propósito de defender o propender por lo que podría llamarse el establecimiento, sino más bien de subrayar precisamente el peso de las costumbres y la tradición, que era lo que los jóvenes hippies e izquierdistas del momento pretendían derrumbar o, al menos, ignorar.

“En el fondo, la poesía es una crítica de la vida”, sentenciaba el poeta inglés Matthew Arnold. De ahí, podría decirse que los de Jaramillo Agudelo son poemas que entrañan una crítica de la vida y del entorno, que sin llegar a ser iconoclastas, subrayan que el pasado no sólo funda el presente, sino que también lo condiciona, en la medida en que se instala en la memoria, de tal modo que nos hace reconocer algo o mucho de lo propio en aquello que nos precedió. También hay una crítica al sugerir que la tradición deja sus legados tan enraizados que terminan perpetuándose y condenando a ese anquilosamiento y ese tedio ineludible al que conduce la evocación del pasado y las ya aprendidas, invariables e incuestionables formas de proceder.

Formas de proceder que alcanzan todas las esferas de la humanidad, desde la intimidad y hasta los asuntos relacionados con la literatura colombiana que antecedió a la generación de Jaramillo Agudelo; por eso, Juan Gustavo Cobo Borda, miembro activo de ella, no teme asegurar:

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La lectura de autores poco conocidos, y distantes, tiene varias ventajas. La primera: alterar lo que ya no existe. La tradición, dijo Rémy de Gourmont, no es un hecho; es una elección. Si elegí a Sanín Cano o a Hernando Téllez fue porque, en un primer momento, me interesaron. Porque, en definitiva, me resultaban infinitamente más atractivos que Luis María Mora o Nicolás Bayona Posada. La segunda, comprobar la incurable monotonía de ser colombianos. Lo que los Nuevos gritaron en los 20 es exactamente lo mismo que lo que los nadaístas vociferaron en los 60, sólo que ningún nadaísta llegó a ser presidente de Colombia. Con lo cual podríamos comprobar que el prestigio literario se ha ido deteriorando. (13)

Descrita de ese modo, se puede ver que esa tradición sosa, uniforme y liviana, pero, al fin y al cabo, colombiana no podía ser pasada por alto entre quienes ejercían el oficio de la escritura para esa época, pues resultaba “mucho más honrado asumir dicha tradición que falsificar otras ‘Atenas Suramericanas’” (Cobo Borda, 14).

Así, mediante varios modos, escenarios y tonos, Jaramillo Agudelo le da a la memoria personal el lugar preponderante que ocupa, al tiempo que va introduciendo con una especie de estupor lo que significa para el hombre común y contemporáneo habitar en un mundo que a veces se le presenta ajeno, extraño e inasible: “me encuentro en ese maravilloso infierno donde todo/es nuevo y hasta el aire que respiras es parte de un silencio/todavía más grande que la felicidad” (228). Es decir, un lugar que ocasionalmente asombra, pero que al estar abocado a girar sobre su propio eje, condena a los propios a la más temida repetición: “el horror del mundo circular,/hacer algo que ya hicimos o soñamos” (249). Lo que equivale a la rutina y, con ella al vacío de lo ya conocido, de la memoria en sí: “comienza a sobrecogernos un agrio desarraigo,/comenzamos a hacer blanco en la nada” (249).

Se trata de un “maravilloso infierno” que alude al mundo contemporáneo y a todo ese clima que se creó en los años sesenta, pero que para el caso de Jaramillo tiene su materialidad en dos ciudades concretas. Por un lado, la Medellín de la que sale para estudiar en la universidad, porque siendo un adolescente reconoce que “lo necesario y urgente era salirme de mi casa, de mi familia, de Medellín, de la geografía de todos los días” (Jaramillo Agudelo, 1999, 21). Esa capital antioqueña de 1965 era la de un estudiante del colegio jesuita San

16 Ignacio, “hijo de una familia muy católica, muy ortodoxamente católica, de padres, además, hondamente católicos; es decir, el catolicismo es así en mi familia, no solamente en lo cultual sino en el comportamiento” (en Bonnett, 2003, 122). Era también la cuna del nadaísmo, que para Jaramillo “fue, en términos sociales, independientemente de la literatura, un movimiento oxigenador de Antioquia y de Medellín y de este país, y fue parte de toda una renovación que vino en los sesenta, que es la de la píldora y los Beatles y Woodstock y el nadaísmo ahí, en esa enumeración que es infinita”(en Bonnett, 2003, 130).

Por otro lado, se encuentra Bogotá, que le permite romper “con lo religioso, básicamente por saturación y hastío, ni siquiera por críticas. Once años yendo a misas todos los días… Creo que ya oí todas las misas de la vida, pensaba en esa época” (en Bonnett, 2003, 122). Sin embargo, no se puede negar que la capital del país era por entonces un territorio estrecho y limitado, donde regían pesados valores conservadores preservados por los representantes y seguidores de Roma en el país del Sagrado Corazón; en otras palabras, un lugar en el que reinaba una godarria hipócrita que se traducía en doble moral.

En ese escenario fue que Jaramillo vivió los años de universidad, que se le vienen a la memoria con el recuerdo de conversaciones, también de…

[…]tardes libres hasta las seis, las noches desde las ocho, leyendo y emborrachándome por cuenta de Richie Ray, de Pete Rodríguez y de la guitarra de mi compañero Dionisio Araújo, fiestas para probarlo todo: quién lo da, quién no lo da, ¡oh! sutil mecánica sexual de los sesenta, sorprender, con los ojos brillando, el complicado set de pastillas anticonceptivas en la cartera de la amiga de la universidad, dar el paso siguiente, o sea decirle a ella, luego, ¡plán!, se vino abajo toda barrera y estrenamos revolución sexual, y están también el alcohol, y 8½ de Fellini y querer saber las cosas al tiempo con el corazón y la cabeza, intercambiando información y opinando, con los amigos que son los amigos de siempre: Juan Manuel Ospina, Juan Gustavo Cobo, María Mercedes Carranza. (Jaramillo Agudelo, 1999, 23)

Todo ese ambiente grato propiciado por el afecto de los amigos y ese pasado atávico en el sentido histórico —visto en términos de hechos y procesos determinantes para una sociedad, en una época específica— alcanza a vislumbrarse en su primer libro de versos cuando dice “La historia es una forma noble/de ignorar el pasado” (254), pero es el pasado en el sentido personal el que ocupa al poeta, porque lo refiere como la condición esencial a

17 través de la cual el hombre se sitúa en el mundo y se acopla a él. Por eso mismo, sugiere que la pregunta por la existencia pertenece a la más íntima necesidad de saber o conocer en el día a día quién es que habita la propia piel: “Se trata –siempre se ha tratado–/de indagar morbosamente lo que fuimos, los que somos:/aterido corazón,/ámbito oscuro donde habita el fracaso,/el innombrable fantasma que nos vive y que huele a tinta de poema” (266).

Esa indagación, que señala en ese poema y que se vale de los mecanismos de constitución y escape de la memoria, es el espacio propicio en que Jaramillo va mencionando aquellas cosas que atañen y le dan piso al hombre. Arranca por la felicidad: “No olvides el día que descubriste/que la felicidad es tan frágil/que la puede romper una palabra” (237). Sigue con la infancia: “Aquella noche/todos habíamos estado deseando regresar a la infancia;/en el fondo era cuestión de volver el corazón más pequeño/y echarse a llorar de contento” (257). Hace una parada en el amor: “Digamos de la guitarra que lo dice todo:/la penumbra, el beso tímido,/el insomnio deshojando margaritas,/la pobre y estúpida pena de amor, digamos,/en fin, digamos/que todo esto es apenas la certeza/de que alguna vez fuimos felices” (260). Continúa con la muerte: “La medio adivinada melodía/que nos dice lo que somos y nos dicta/un epitafio compuesto por secretas palabras” (256) y termina con las más desencantadas certezas, la vacuidad de la vida: “Poseías el único secreto que te era dado poseer, estabas vivo y nunca serías feliz” (233) y, cómo no, el sinsentido de la existencia: “esa rutina de sabernos cadáveres de una batalla perdida desde antes” (235).

Se trata entonces de un libro de versos que si bien pretende contar historias, como su nombre lo advierte, no se refiere a vivencias o experiencias particulares reveladas de modo autobiográfico, sino que el mismo poeta parece asomarse a su propia historia separando los asuntos que le interesa abordar de las circunstancias de las que parte, para establecer un diálogo consigo mismo y con los de su mismo tiempo —a veces, con las voces y máscaras de otros personajes literarios, como Graham Greene, Blaise Cendrars, Marcel Schwob, Seymour y un hermano inexistente— con el fin de desentrañar el significado, la sensación y las implicaciones de su propia realidad. Incluso, Jaramillo Agudelo cuenta sobre Historias:

18 Yo creo que la principal virtud que puede tener ese libro es que se refiere a circunstancias concretas, a realidades concretas, que es un intento de hacer poesía a partir de mi mundo. No hay en él grandes construcciones, ni yo quiero ser el poeta universal, sino que soy el poeta de un pueblo, de una ciudad, de una circunstancia y eso es lo que está ahí. (En Bonnett, 2003, 136)

Todo un territorio verbal en el que, según Carranza, habitan los fracasos de Jaramillo, sus perplejidades, la desconfianza, el dilema entre plegarse o huir, la negación y el desprecio constante de sí mismo, la culpa, la mala conciencia, la aniquilación, el hecho de no ceder ni claudicar, la pugna entre su propia debilidad y la posibilidad latente de escapar, porque se encuentra en una permanente “lucha contra el recuerdo, contra la nostalgia como vivencias que corrompen, en el sentido de que le ponen siempre ante los ojos ese mundo plano y pueril construido con base en las buenas intenciones y mejores propósitos” (Carranza, 1988, 259).

Se hace evidente entonces que el poeta dedica un lugar preponderante a la memoria con el fin de subrayar que el legado del pasado, no sólo en términos históricos sino de la existencia individual del hombre, no puede ser eludido circunstancialmente por una moda imperante que dicta quiebres y borrones y cuentas nuevas. Por el contrario, pone de relieve que a pesar de todos los esfuerzos por oponérsele, ella cuenta con un peso aplastante. Es como si Jaramillo se situara en la otra orilla del entorno y, desde allí, como un testigo presencial de los acontecimientos, estableciera una reflexión personal que muestra además las implicaciones que tiene para el hombre vivir en un mundo que sugiere una innumerable serie de cambios.

Luego da un paso hacia adelante en la medida en que expresa más específicamente a qué se debe la desconfianza que le genera el entorno en el que se encuentra inmerso y del que él mismo escribe en su siguiente libro de versos, de 1978, Tratado de retórica –o de la necesidad de la poesía–:

El presente Tratado de Retórica General al día y actualizado con los últimos descubrimientos en la materia –y también en el espíritu–

19 sirve para salvar el alma –de los que todavía la tienen, se entiende–, para investigar los más hondos secretos del bien decir –“embelleciendo la expresión de los conceptos”–, del maldecir –que es otra cosa–, y pura y simplemente del callarse, que es donde radica la necesidad de la poesía. (207)

Es posible ver aquí cómo el poeta manifiesta mediante un cuidadoso juego de palabras que su Tratado de retórica –o de la necesidad de la poesía– sirve esencialmente “para investigar los más hondos secretos del callarse” y que es en medio del imperativo silencio donde se hace necesaria la poesía. Y aunque no aclara en ese poema cuáles son los secretos por los que habitualmente calla, ni los motivos por los que considera que es mejor callar, ni las causas que lo dejan en silencio y con desaliento, es precisamente en los demás versos que componen el Tratado de retórica –o de la necesidad de la poesía– donde se pueden rastrear sus razones, que arrancan por el significativo hecho de habitar en “…un país de juguete, un verde país sin imposibles,/una larga borrachera de siete años/cuando la música marcaba el ritmo de tu furor, de tu rabia,/de tu alegría miserable” (184). Siete años que inscritos en ese marco hacen referencia a lo que hasta el momento de la escritura del libro va transcurrido de los años setenta y que, en sus palabras, no son más que una “edad del goce: eres apenas tu pobre curiosidad,/tu dudosa biografía, una luminosa noche adolescente,/la memoria viva de una alianza, de un pacto, de un cómplice,/que sabe la manera en que te pudres” (185). Son todas alusiones a una época en la que Colombia había sido gobernada por las figuras del enviciado Frente Nacional, con altísimos niveles de violencia rural, con guerrillas emergentes que cada día se estaban fortaleciendo y con enormes índices de corrupción reinando tranquilamente en las más altas esferas del poder. Así, no es difícil entender por qué y cómo en los versos de Jaramillo Agudelo se imponía “el hastío, esa lenta langosta/que me niega el olvido; la sombra de la casa en la memoria, la mañana,/un sueño que se agota, el árbol casi seco, el ruido de una llama” (188) y en la que además no hay sensación de bienestar o de comodidad, sino que “cada uno con su propio miedo, el mío el pavor perplejo de la perpetua incertidumbre:/¿cuándo cesará el dolor, cuándo regresará la peste, llegará algún mensaje de tregua,/estallará todo por fin?” (187). Todo un cúmulo de

20 perplejidad a sabiendas de que “nunca habrá respuestas suficientes ni preguntas necesarias” (202).

Y es aquí cuando Jaramillo se sumerge en una reflexión sobre la poesía —su lectura y escritura— y sobre el ejercicio mismo del oficio del poeta, y “elabora a partir de la poesía misma una retórica del arte poético; se trata pues, simultáneamente, de una obra poética y de una obra crítica, crítica en el sentido de que es una reflexión sobre el acto de crear a partir de la creación misma. Aquí son elementos importantes el humor y el sarcasmo como medios transgresores de los estereotipos y esquemas que acartonan nuestro idioma” (Carranza, 1988, 260). En este punto, vale la pena recordar que el quiebre frente a dichos estereotipos y esquemas lo había dado Jorge Zalamea (1905-1969), que perteneció al grupo de Los Nuevos, pues este poeta bogotano asimiló elementos de su propio tiempo para plasmarlos en su obra, como “la política esterilizando el discurso literario, la rebeldía encauzándose en la convivencia; la frustración asomando detrás de cada nuevo proyecto, ante la Asamblea” (Cobo Borda, 1980, 78). Todo ello a través del uso de recursos retóricos que incorporaba a sus poemas abundantemente para burlarse con muy poca sutileza del tema de la patria y también para ironizar sobre la política y la sociedad, y, por supuesto, con la creación de la figura de este dictador al que le dio vida en El gran Burundún Burundá ha muerto, en 1952. Al respecto, Cobo Borda asegura que gracias a la intelectualidad de Zalamea no era de extrañar su capacidad para tomar distancia y referirse a los diversos aspectos de la realidad en sus escritos, no sólo acerca de lo que pasaba en el contexto inmediato, sino también con miras al porvenir: “Están llenos de dolor y fuego; de preocupación sincera por la suerte de un país que día a día se precipitaba en una guerra sangrienta. Ese censo implacable de muertes y matanzas; lo acre de la denuncia, a los jefes conservadores; y la lucidez con que reclamaba el concurso de los jefes liberales”. (Cobo Borda, 79).

Tras esa herencia no poco significativa, Jaramillo Agudelo da inicio a una serie de versos en los que aborda la reflexión sobre el hacer del poeta; bien sea aquel que se cobija en las retóricas o el que crea desprendido de los esquemas; entonces, se le lee esta versión personal de la “Historia de la literatura”:

21 Y todo lo mismo tanto poeta suelto por ahí nombres en manuales o antologías y en la calle listas de palabras necrofilia nuevos códigos la poesía como fórmula de salvación eterna mucha neurosis convertida en versos la norma de la nueva sensibilidad los que sí y los que tampoco y la religión literaria aunque todo de muy buena fe a mí me dijeron que con la intención basta que se trata de esto o de lo otro y yo miro alrededor despacio y descubro que el aburrimiento engendra el olvido de todo esto mientras la imaginación llega al aforismo (por algo se escribe, ¿no creen ustedes? la poesía: agonía y éxtasis fatalidad y futilidad amor y desprecio de sí mismo instinto del humor […](216)

Es tal vez al abordar esta temática donde se llega al centro de lo que se podría considerar el desengaño en Jaramillo, pues el hastío, la apelación a unos “ustedes” del todo genéricos que bien podrían referirse a la cultura, a la patria, “al país de juguete” (184) contrastan con la creación poética misma en la que se soportan esas quejas, pues la poesía, que constituye lo más admirado y amado sirve, si es que de algo sirve, tan sólo para llenar o compensar los vacíos íntimos de la vida: “La poesía: este consuelo de bobos sin amor ni esperanza” (220). Entonces, se teje lo que se podría considerar como una infinita contradicción porque si Jaramillo Agudelo se refiere a la poesía tan sólo como un consuelo, resulta difícil comprender cómo es que encarna el ejercicio de poeta desde la certeza de que cree en ella no como algo impalpable y volátil, sino como la más tangible realidad.

Pero no hay que dejarse enredar, porque lo cierto es que él considera que la poesía es una presencia tan real que tiene la capacidad y la virtud de acompañar cada minuto de la existencia; de ahí que ese sea el soporte del prosaísmo que invade también a sus versos y a sus relatos. Entonces, a partir de allí empezará a tejer hilos que van conformando el borde

22 de un vacío; es decir, de un marco autorreferencial que le permite preguntarse si la poesía sirve para algo: “despiadado el asombro impotente del poema” (208). Luego apuntará: “Y tengo una inmensa curiosidad de saber/si la poesía sirve para alguna cosa” (218), a pesar de que ya con cierto escepticismo señala los distintos caminos por los que ella puede transitar: “la poesía:/agonía y éxtasis/fatalidad y futilidad/ amor y desprecio de sí mismo/instinto del humor/chismografía4 y asombro/palabras peligrosas/ciencia oculta/extrañas peripecias/ algo que le ha sucedido/a uno o dos muchachos inocentes de mi generación/y a otros cuantos de antes/¿lo demás? piezas de museo/catalepsia/repetición y tedio” (217). Hasta que concluye con cierto desgarramiento que las palabras de un poema, aún con la realidad inefable que nombran, pueden también ser ácidas, severas y precarias: “Estamos de acuerdo;/por una vez concedamos que ustedes, los poetas,/tienen la razón; que tienen/toda la razón: sí, las palabras/se gastan, las palabras/envenenan todo lo que tocan. […] Pero ya estamos llegando/al límite. Las palabras, son palabras, poetas, /y yo no puedo hacer nada por ustedes” (211).

Además, el modo de referirse a la poesía como “este consuelo de bobos sin amor ni esperanza” (220) muestra el interés del poeta por perfilar al tipo de persona que está viviendo en esta “larga borrachera de siete años” (184) y que está inmersa en los rezagos de esos tiempos. Así, las primeras pinceladas que da sobre ese ser abstracto, pero, a la vez, tan concreto que habita los años setenta y que fue heredero de la contracultura de los sesenta, reflejan a quien vive en lo que él mismo llama “la edad del goce” (185). En este punto, la incorporación de la idea del goce al contenido de sus poemas resulta muy significativa pues le hace contrapeso a ese tono bajo y desesperanzado de otros versos suyos en los que la desazón se presenta como una carga tan pesada que evoca el ennui romántico francés, que aunque traduce literalmente aburrimiento, tiene su raíz en la palabra aborrecer. El goce se enarbola entonces como la posibilidad existencial de sobrevivencia feliz, donde no es necesario acudir a rebeldías y transgresiones mayúsculas, que a la postre terminan siendo desgastantes patadas de ahogado, para encontrarse un lugar en ese mundo al que se rechaza

4 “Chismografía” que alude a la poesía producida en Colombia hasta entonces para subrayar su intrascendencia, su marcada “tradición de la pobreza” (1980, 11), como la denomina Juan Gustavo Cobo Borda y la presencia de autores que más que poetas son “sonetistas ingeniosos y cantores rotundos” (1980, 12).

23 o se aborrece. No, el goce apela inteligente, práctica y libremente a todos esos aspectos de la vida cotidiana que están al alcance, en el entorno inmediato, que no requieren grandes esfuerzos ni elaboraciones, sino que están ahí, a la mano para llegar al placer íntimo y callado del hedonista, donde la ebriedad y la cordura son caras de la misma moneda que terminan compensando y colmando la vida. Valga subrayar que esa actitud frente a la vida es también el resultado del ejercicio de la libertad; es decir, de la escogencia individual para irse por una u otra opción: la transgresión o el goce inteligente; decisión que responde a lo que íntimamente se ordena, a los mandatos propios y deseables y a la voluntad de poder.

Los placeres de los sentidos todos me parecen maravillosos, el buen comer, el buen yantar me encanta; me encanta disfrutar de los placeres de la vista, estar sentado aquí, mirando el cerro; yo siempre pienso que les estoy cuidando Monserrate a los bogotanos, porque de verdad es mi cerro tutelar, y mirar por esta ventana, este paisaje, pues es parte mía y lo disfruto enormemente. También los placeres del oído, la buena música. Me encanta sentarme a oír música: yo no pongo música para trabajar, sino que me siento a oír música. O los placeres del olfato, la capacidad evocadora que tienen los olores para mí… por todo esto yo creo que soy un… un ‘gocetas’, para decirlo en términos más coloquiales… Y también disfruto los placeres no sensoriales, el placer de leer, de estar sentado leyendo, o el placer de estar quieto, sin hacer nada; creo que lo disfruto también, y lo busco. Pues… pensando en Pascal, si soy capaz de quedarme solo, de brazos cruzados, en silencio, quieto en una habitación sin tener ansias, es muy posible que logre algún día cierta serenidad ¿no?... Eso es placentero. (En Bonnett, 2003, 123)

Ese tipo de elementos que describe Jaramillo Agudelo son los que posibilitan el goce de la existencia, pues se enmarcan en la rutina, en placeres cotidianos que proporcionan los días que van pasando, que demuestran que la vida merece ser vivida, que son cercanos y, de algún modo, prosaicos por lo factible que es alcanzarlos mediante los sentidos contenidos en el propio cuerpo y mediante el propio cuerpo y su capacidad de desplegar el erotismo, donde “este es considerado como una experiencia vinculada a la vida; no como objeto de una ciencia, sino como objeto de la pasión o, más profundamente, como objeto de una contemplación poética” (Bataille, 1980, 18).

Luego, Jaramillo Agudelo continúa aludiendo al “largo túnel de sol, larga lenta locura,/donde comienza otro camino, resucito del delirio y la ira,/agua perpleja de los días” (186). Y termina refiriéndose a sí mismo de esta forma: “Después de acumular tanta

24 mentira, ahora confieso/ que nunca llamé las cosas por su nombre,/que nunca me atreví a hablar de mi incapacidad para el amor,/ni del estúpido miedo que tengo de mí mismo, ni de que no tengo la menor idea de dónde estoy parado, de que nunca he sido suficientemente leal con mis amigos,/de que –a pesar de tanto lloriqueo– no tengo la menor idea de lo que es un hermano,/de que la apatía se apoderó de mí desde hace tiempos,/de que ya creo que tengo callo en el alma/y de que estoy por creer que estas enfermedades que la poesía no curó/tampoco son ningún inequívoco signo/de la pretendida lucidez de los poetas” (212).

Y aunque todos esos fragmentos dan cuenta de un clima de incertidumbre, miedo, rabia y dolor, el poema en el que más claramente se dibuja el ser que habita esta época es “Razones del ausente”:

Si alguien les pregunta por él, díganle que quizá no vuelva nunca o que si regresa acaso ya nadie reconozca su rostro; díganle también que no dejó razones para nadie, que tenía un mensaje secreto, algo importante que decirles pero que lo ha olvidado. Díganle que ahora está cayendo, de otro modo y en otra parte del mundo, díganle que todavía no es feliz, si esto hace feliz a alguno de ellos; díganle también que se fue con el corazón vacío y seco y díganle que eso no importa ni siquiera para la lástima o el perdón y que ni él mismo sufre por eso, que ya no cree en nada ni en nadie y mucho menos en él mismo, que tantas cosas que vio apagaron su mirada y ahora, ciego, necesita del tacto, díganle que alguna vez tuvo un leve rescoldo de fe en Dios, en un día de sol, díganle que hubo palabras que le hicieron creer en el amor y luego supo que el amor dura lo que dura una palabra. Díganle que como un globo de aire perforado a tiros, su alma fue cayendo hasta el infierno que lo vive y que ni siquiera está desesperado y díganle que a veces piensa que esa calma inexorable es su castigo; díganle que ignora cuál es su pecado y que la culpa que lo arrastra por el mundo la considera apenas otro dato del problema y díganle que en ciertas noches de insomnio y aun en otras en

25 que cree haberlo soñado, teme que acaso la culpa sea la única parte de sí mismo que le queda y díganle que en ciertas mañanas llenas de luz y en medio de tardes de piadosa lujuria y también borracho de vino en noches de lluvia siente cierta alegría pueril por su inocencia y díganle que en esas ocasiones dichosas habla a solas. Díganle que si alguna vez regresa, volverá con dos cerezas en sus ojos y una planta de moras sembrada en su estómago y una serpiente enroscada en su cuello y tampoco esperará nada de nadie y se ganará la vida honradamente, de adivino, leyendo las cartas y celebrando extrañas ceremonias en las que no creerá y díganle que se llevó consigo algunas supersticiones, tres fetiches, ciertas complicidades mal entendidas y el recuerdo de dos o tres rostros que siempre vuelven a él en la oscuridad y nada. (193)

Una huída, una desaparición, la partida de quien antes estaba, pero se ha ido a un lugar ciertamente distinto y menos asfixiante que el que ha dejado atrás. No brinda pistas sobre cuál es ese otro lugar, ni dónde está, ni cómo se llega a él; de ahí que ese espacio no se explica como una geografía secreta sobre el mapamundi, más bien como la renuncia a una cantidad de elementos ornamentales y estorbosos de la vida que al desprenderse de ellos le permiten dedicarse a lo único que sabe que vale la pena: vivir intensamente. Intensidad que no está dada, como se ve en el poema, por el exotismo de las experiencias, sino por exaltar el vivir simple y sencillo desde lo cotidiano, “borracho”, en “tardes de piadosa lujuria”, con “cierta alegría pueril por su inocencia”, con la experiencia, desacreditada, pero vivida del amor, y, sobre todo, sin creencias y dogmas.

Y aunque ese ausente no se ha llevado nada, sí ha dejado con ese poema una suerte de testamento en el que no lega nada más que palabras. Palabras que por el hecho de existir reiteran que aún en medio de la nada, se impone el goce creativo y estético del verbo, sobre el que ha reflexionado en sus versos acerca del oficio del poeta, palabras con las que se burla de esa grandilocuencia rimbombante y exagerada de la tradición que él mismo señala

26 tan aburrida, pesada e ineludible; palabras distintas a esas retóricas huecas de otros tiempos, que no dejan sentir nada, que no dejan querer nada y contra las que lucha al saberse a sí mismo un poeta contemporáneo; palabras que nada tienen que ver con esas que sostienen y se repiten en un país que es una farsa, palabras que le ayudan a gritar que no cree en nada, palabras antirretóricas y paródicas para defenderse precisamente de la retórica que pretendieron imponerle.

De ahí proviene precisamente su Tratado de retórica, sobre la gramática del oficio, en la que hay “una tensión constante producida por la continua alternancia de afirmaciones y negaciones del valor de la lírica o proclamaciones contradictorias de llamarse poeta o negar serlo” (Alstrum, 286). También sale de allí su deseo —enunciado en un poema— de volver a la infancia, a esa Santa Rosa de Osos que lo vio nacer y que significó para él “haber vivido en el paraíso” (Bonnett, 2003, 114), pues ese lugar no habla sólo del anhelo por recobrar la inocencia para sentirse ajeno a todo el exterior, sino que es también, más que nada, las ansias de recobrar la capacidad perdida o adormecida de apropiarse y sorprenderse en un mundo soso y que nada ofrece. “Es una edad dorada y absolutamente deslumbrante, visualmente, por los olores y […] porque todo el territorio que yo pudiera mirar alrededor era mi territorio, era mi casa o la casa de mi abuelo o la casa de una tía, el solar vecino. Es curioso lo grande que era el universo leído desde un pueblo: pero es que lo ve uno más grande en un lugar más pequeño” (Bonnett, 2003, 114).

Aun así, persisten tres preguntas que al final terminan siendo la misma: ¿cuál es el origen de todos esos malestares?, ¿de qué huye? y ¿por qué huye Jaramillo Agudelo? Para responder hay que recurrir a su biografía personal. Cuenta en una entrevista que Tratado de retórica fue escrito en su mayor parte en Iowa, cuando participó, en 1974, en el “Programa Internacional de Escritores”, y que es allí donde empieza a incluir elementos humorísticos en sus versos.

[…]yo acababa de ser secretario privado de la Alcaldía de Bogotá, acababa de ser subdirector del IDU y me había ido totalmente asqueado de la política, del medio oficial, del escaso espíritu de servicio de los concejales. Me parecía asqueroso todo ese universo y casi el humor comenzó siendo un humor un poco amargo, un poco de rechazo a todo ese ambiente; era casi que deshacerme de la baba de haber estado

27 metido en ese mundo tan sórdido de la burocracia. Ya después me desenfadé un poquito, pero al principio era pura rabia de haber estado involucrado en un universo tan mezquino. (Bonnett, 2003, 128)

Con esto se demuestra que si bien el entorno tuvo un peso significativo en la escritura de sus versos, pues era el punto de arranque y la materia prima que los nutría, los fragmentos anteriormente citados hacen evidente que no hay una alusión directa a la anécdota o al tema que lo asquea en sí mismo; entonces, es como si Jaramillo diera un paso más allá de la denuncia contestataria y explícita, y por esa vía llegara a la evasión de esa realidad inmediata, para convertir a la poesía en su gran contestación, demostrando así que a pesar de la certeza que tiene de que lo que escribe no sirve para nada en términos prácticos, esa inutilidad es la que le da valor y la sitúa en el lugar privilegiado, porque está más allá de cualquier banalidad pasajera y más cerca de una reafirmación de la vida por el acontecimiento creativo per se, como se ve en “Arte poética una”:

Uno debería aprovechar la poesía para hablar mal de la familia; burlarse un poco del Edipo, destrozar con ironías a todas las tías del mundo: la que quiso que aprendieras guitarra, la que te hizo recitar en las visitas, la que te recomendó las vitaminas, la que te regalaba galletitas hechas en casa. Uno debería utilizar el poema para hablar horrores de los amigos: de uno que tiene el alma seca, de otro que se engordó y tiene dos hijos naturales y algún día les dará su apellido, del que se acuesta con la mujer que te gusta del que te llama a media noche, del otro, que tiene mal gusto y además es moralista. Uno debería aprovechar la poesía. Pero no. (242)

Inutilidad que cobra su valor real en la esfera de la intimidad del poeta y de la poesía en sí misma, pues aun a pesar de que sus palabras no tengan ningún efecto pragmático, él mismo se complace en la poesía, la vive para adentro, pues sostiene que “el secreto está en la búsqueda y no en el hallazgo” (en Serrato Ramírez, 2005); por eso mismo, entremezcla “añoranza y pesimismo sobre el alcance de la palabra para expresar adecuadamente el sentimiento y el pensamiento” (Alstrum, 287).

28 El germen del escepticismo y el goce El origen de la publicación de los versos de Jaramillo Agudelo puede situarse hacia finales de 1967, cuando un grupo diverso de poetas fue bautizado accidentalmente como Generación sin Nombre gracias a un artículo del periodista y poeta Álvaro Burgos Palacios, titulado “Una generación busca su nombre”, que apareció el 3 de diciembre, en la página 3 de Lecturas Dominicales del periódico El Tiempo. Allí, a manera de temprana antología, presentó a trece jóvenes voces de la lírica nacional, que, para él, estaban “comenzando a hacer presencia generacional”, mediante una “actitud viva ante el país, postura creadora y en cierta medida, revitalizante” (3). Gracias a los versos que allí se presentaban, el autor aseguraba sentir “una confianza honestamente fundada que nos hace pensar que en nuestra generación hay la seriedad y la vocación para producir una obra válida” (3). Y sostenía en el remate de su introducción: “Es posible que aquí todavía no esté la poesía, pero sí es seguro que comienzan a estar los poetas”5 (3).

Y así, sin más aclaraciones, se replicaron los artículos, compilaciones y menciones en donde se les llamaba Generación sin Nombre. A esta publicación la antecedieron y sucedieron otras antologías de carácter más bien breve, que aparecían en separatas y periódicos. La primera fue en 1966, cuando el poeta antioqueño David Mejía Velilla añadió a la revista Arco, que dirigía por esos días, un librillo que se imprimió en papel de envolver y que recogía los primeros poemas de José Luis Díaz-Granados, Juan Gustavo Cobo Borda, Henry Luque Muñoz, Álvaro Miranda, Augusto Pinilla, David Bonells, Luis Aguilera, Cristian Rodríguez, Mario Madrid-Malo Garizábal y Darío Jaramillo Agudelo, quien en su libro Historia de una pasión recuerda el episodio así:

La primera vez que aparecieron varios poemas míos en una publicación —por oficio de Juan Gustavo Cobo, como tantas veces en mi vida— fue en 1966, creo. Recuerdo el incidente para referirme a un personaje cada vez más importante en mi vida: el epígrafe de aquel grupo de poemas era de Jean Cocteau y decía: “El poeta está a las órdenes de su noche”. Desde entonces me ocurren cosas con Cocteau: muchas veces encuentro que algo que desde antes yo había pensado, Cocteau lo ha expresado con tino; por

5 Los creadores de versos a los que se refería eran Darío Jaramillo Agudelo, Jorge Humberto Botero, William Agudelo, David Bonells Rovira, Augusto Pinilla, Álvaro Miranda, Juan Gustavo Cobo Borda, Henry Luque Muñoz, Hernán Botero Restrepo, Hernando Socarrás Montenegro, Jorge Alberto Molina, Fernando Cruz Kronfly y Mario Madrid-Malo.

29 ejemplo: “La poesía es exactitud”; por ejemplo: “Sé que la poesía es indispensable, pero ignoro para qué”. O por ejemplo: “El poeta es un mentiroso que siempre dice la verdad”. O como cuando dice: “un verdadero poeta se preocupa poco de la poesía. Del mismo modo que un horticultor no perfuma sus rosas”. (1999, 30)

Posteriormente, el poeta, periodista y novelista Héctor Rojas Herazo escribió el “Boceto para un nuevo mapa de la poesía colombiana”, en Lecturas Dominicales, el suplemento cultural de El Tiempo, el 28 de julio de 1968, donde señalaba algunas características neurálgicas de la producción poética de esta generación. Para él, lo más visible de los poetas que reseñaba, a saber: Henry Luque Muñoz, David Bonells, Miguel Méndez Camacho, Juan Gustavo Cobo Borda, Darío Jaramillo Agudelo, Augusto Pinilla, José Luis Díaz-Granados, Elkin Restrepo y William Agudelo, era una “búsqueda de signos verbales que conjuguen un acento personal, la persistencia para ahondar en determinadas obsesiones, la honestidad, en suma, con que han hecho y mantienen su elección” (4) y, sobre todo, el hecho de “entender y practicar la faena literaria como un hecho de cultura. De allí que su intenso contacto con los libros, con el teatro y con el cine les sirva, privativamente, para vivir cuestionándose, para mantenerse en una duda activa, para rechazar, en una gimnasia militante, la pereza disfrazada de improvisación” (4). Sin embargo, resulta curioso que tras la presentación de los versos de cada uno, se refiere a ellos como “la constelación de la angustia” (4), como si intuyera ya algún gesto de lo que muchos años después se conocería como desencanto, y aunque Rojas Herazo señala este aspecto, finalmente parece optimista en relación con lo que sucedería con ellos, pues remata comentando: “Hemos hablado con la mayoría de estos jóvenes. Conocemos la pureza que los anima. Por eso damos fe. Por eso creemos que en ellos, en la faena que ellos realizan, el país tiene un nuevo derecho a la esperanza” (4).

Igualmente, hubo publicaciones de mayor envergadura por reconocidos sellos editoriales. La revista argentina Cormorán y Delfín, de octubre de 1969, también reunió sus versos, y la casa española de edición Rialp, incluyó en el catálogo de la colección Adonáis el volumen Antología de una generación sin nombre (Últimos poetas colombianos), en 1970. El responsable de esta edición fue el poeta español Jaime Ferrán, que citó a los jóvenes poetas y les pidió una copia de sus más recientes creaciones, y pasados unos meses les entregó el libro hecho en Madrid. Cuenta Cobo que haber hecho parte de la colección Adonáis fue definitivo para

30 ellos, pues “tenía el padrinazgo del que más tarde fue premio Nobel, Vicente Aleixandre. Además, Ferrán nos animó a mandarle nuestros poemas a Aleixandre y él nos contestó, nos mandó unas tarjetitas cuadradas muy elegantes con una frase amable o citando algún fragmento nuestro, lo cual fue la consagración total y ya nos sentimos poetas” (en Serrato Ramírez, 2008, 26).

Al revisar todas estas separatas y antologías, resulta curioso y significativo a la vez que en cada una de las publicaciones que se llevaban a cabo cuando se los quería agrupar, entraban y salían nombres de poetas y títulos de versos sin que hubiera un rasgo de forma o de temática vinculante para este disímil grupo de poetas. Tal vez por esa ausencia de vasos comunicantes es que los mismos integrantes de esta generación han asegurado que ese mote de Generación sin Nombre no es de ningún modo representativo ni descriptivo en términos de identidad generacional; por eso, desde sus inicios y hasta hoy no les ha preocupado haberse quedado sin nombre o, más bien, con un nombre que no dice nada, precisamente porque ni ese ni ningún otro podrían ajustarse a un grupo de poetas cuyas obras son tan plurales en sus tonos y temáticas, que no guardan entre sí ninguna unidad ni homogeneidad, además del hecho mismo de que escriben poesía y, años después, algunos también optaron por la novela y otros géneros. A propósito, el poeta Juan Manuel Roca señalaba: “Tengo gran respeto por lo que realizan la gran mayoría de los poetas de mi generación, encuentro una búsqueda individual interesante que no los hace ver como una coral cantando la misma tonada” (en Luque Muñoz, 51).

A esto se añadía que fueron muy pocas las actividades que tuvieron el sello del grupo; es decir, en las que los poetas actuaron como Generación sin Nombre. Sin duda, la más destacada fue la publicación de la antología !ohhh¡, que vio la luz por iniciativa de Cobo, quien contrató a la imprenta Papel Sobrante, de Medellín, que hacía libros muy baratos, para que Jaramillo Agudelo recibiera las pruebas, pues como iba de vacaciones a Medellín a visitar a su familia, podía enviarlas luego a Bogotá para que Cobo las corrigiera. En 1970, !ohhh¡ se empezó a distribuir bajo el sello de Editorial Antorcha, con los poemas de Juan Gustavo Cobo Borda, Darío Jaramillo Agudelo, Henry Luque Muñoz, Álvaro Miranda y Elkin Restrepo, quien cuenta que “el título respondía un poco al espíritu de la época,

31 provocador e irreverente. El !ohhh¡, escrito en esa forma, por supuesto, lo hurtamos al himno nacional. A alguno se le ocurrió la idea de reunir nuestros primeros libros y publicarlos juntos. Acá, en Medellín, se contrató con el editor Jhon Álvarez su publicación, que pagamos con aportes personales. Una noche, en casa de Dora Ramírez, la pintora Marta Helena Vélez con un gotero hizo el dibujo de la carátula” (en Serrato Ramírez, 2007, 54).

De todos modos, nunca quisieron escribir ni lanzar un manifiesto en el que plasmaran su concepción de la literatura y la poesía o el modo de abordarlas y aproximarse a ellas, tampoco enunciaron un método de trabajo que fuera por un camino paralelo a la creatividad y la estética de su expresión, menos aún anunciaron públicamente su surgimiento como ismo o corriente. Lo único que puede rescatarse sobre el modo como concebían las letras que se habían producido hasta entonces se puede leer en una entrevista, publicada en la revista Nueva Frontera, en abril de 1977, que dieron los poetas Juan Gustavo Cobo Borda y Darío Jaramillo Agudelo, los más activos del grupo, a María Mercedes Carranza, quien, aunque también pertenecía a la generación, tuvo en el grupo más un rol de difusión en trabajos periodísticos y críticos6. “Somos un país pobre, incluso en poesía” (20), declaraba Cobo en el reportaje, con el fin de hacer evidente que el conjunto de producción poética colombiana había sido escaso y “bastante dudoso […]. Este es un país de mitos, fomentados por la inercia. ¿Por qué no reconocer, de una vez por todas, que quizás sólo Silva, Ritos, algo de Barba, el Tuerto López, y no todo De Greiff, son, en este siglo, y con una obra ya conclusa, los que podemos leer, sin aterrarnos demasiado?” (21).

En sus respuestas dejaban ver también cuál era su visión de sí mismos como generación, no sólo en términos de agrupación poética, sino como parte de los creadores del momento. De hecho, aseguraban enfáticamente no creer y, por ende, no ser una generación, sino “lo que queda de una generación”7 (20), pues quienes los acompañaban se habían suicidado, o

6 Además de la mencionada entrevista en Nueva Frontera, María Mercedes Carranza publicó los versos de los poetas de su generación en el periódico El Siglo, en 1969; también, en 1971, compiló y prologó Nueva poesía colombiana y más adelante escribió otros textos que recogían rasgos esenciales de esta agrupación poética. 7 En muchos casos, las respuestas de los poetas no estaban diferenciadas; es decir, no aparecían atribuidas a Jaramillo Agudelo o a Cobo Borda.

32 habían “preferido esa forma lenta del suicidio, que es la burocracia” (20). Entre los primeros se encontraba Andrés Caicedo, quien, a modo de ver de Cobo y Jaramillo, había “[…]logrado, a través del lenguaje, el más exaltante testimonio de una nueva generación, mucho más radical y subversiva. Al lado de textos como este, la aventura nadaísta queda confinada en sus propios límites: brevario [sic], para retiros espirituales” (21).

En ese sentido, afirmaban no haber reaccionado con respecto a los planteamientos de los nadaístas sino que reconocían: “[…]todo el pasado nos precede. Así incluso, antes de leer a Baldomero Sanín Cano ya sabíamos que existen dos tipos de errores: uno, atacar la tradición; otro, pretender defenderla. La tradición está ahí, y se salva o deteriora sola. Lo máximo que podemos hacer es conocerla a fondo” (21). De ese modo, se puede ver cómo iban marcando y admitiendo cierta distancia con respecto a los nadaístas que los habían antecedido. De hecho, Cobo recuerda que en una ocasión fue nombrado jurado de un concurso de cuento en Cúcuta junto a Gonzalo Arango. “Eso no nos gustó para nada y escribimos una especie de ‘manifiesto’8, por llamarlo de alguna manera, en el que le informábamos a la opinión pública que rechazábamos el nombramiento de Gonzalo como jurado porque él no podía juzgar a las nuevas generaciones, pues él, el más nadaísta de todos, estaba más relacionado con la publicidad, el escándalo y la gracia, que con la literatura” (en Serrato Ramírez, 2008, 26).

Y aunque de manera explícita no arrojaron ni enunciaron propuestas de cambio en ningún ámbito con respecto a lo ya pasado ni delimitaron su identidad de grupo frente a otros movimientos, fue en la configuración de su poesía, con los rasgos de escepticismo, el abordaje de lo nacional, la poesía como historia y la tradición, que fueron configurando el perfil de lo que era para ellos la poesía: un territorio vasto, sin limitaciones, al que amaban por encima de cualquier cosa y al que quisieron darle valor en el mundo contemporáneo, donde nada importaba. En realidad, ese fue el vínculo que los hizo generación, pues independientemente de lo plurales que pudieran resultar, fueron un agrupamiento contemporáneo que se entregó a la poesía como fundamento de la existencia, vivida desde

8 El “Manifiesto” se encuentra en la página 32 del libro La patria boba, de Juan Gustavo Cobo Borda, editado en 2008 por Editorial Norma, en la colección Cara y Cruz.

33 las entrañas, lejos de la torre de marfil y de frente al caos que hacía parte del paisaje del mundo de entonces.

De ahí su honestidad, su irreverencia, su ironía, su voluntad desacralizadora, su intención explícita de “no comer cuento”, que entonces le permitía a Carranza escribir, a la vez con desparpajo y sutileza, acerca de la certeza de haber pasado ligera, inerme, estéril y etérea por la vida y por el mundo, a pesar de tener, para bien o para mal, la experiencia de vivir en él:

Patas arriba con la vida “Sé que voy a morir porque no amo ya nada”. Manuel Machado Moriré mortal, es decir habiendo pasado por este mundo sin romperlo ni mancharlo. No inventé ningún vicio, pero gocé de todas las virtudes: arrendé mi alma a la hipocresía: he traficado con las palabras, con los gestos, con el silencio; cedí a la mentira: he esperado la esperanza, he amado el amor, y hasta algún día pronuncié la palabra Patria; acepté el engaño: he sido madre, ciudadana, hija de familia, amiga, compañera, amante. Creí en la verdad: dos y dos son cuatro, María Mercedes debe nacer, crecer, reproducirse y morir y en esas estoy. Soy un dechado del siglo XX. Y cuando el miedo llega me voy a ver televisión para dialogar con mis mentiras. (En Alvarado Tenorio, 125)

Un tono similar, de nuevo en primera persona, aunque de matices más ensañados se percibe en los versos de Cobo Borda, cuando se refiere a su propio oficio.

34 Autocrítica Ya no es lícito continuar hablando de la mala conciencia o de lo que significa ser un buen burgués vergonzante con terribles contradicciones que alteran su digestión o su espíritu. Hay que llamar las cosas por su nombre y referirse a esa traición que es el poema, aplazamiento donde buscamos diluir el profundo desprecio por quien escribe. Y aún cuando se ha dicho que de la negligencia surge el arrebato y la loca carrera contra el viento para sorprenderlo de espaldas, estas son mentiras, metáforas ya viejas. Abúlicos y un poco encanallados también los jóvenes se anudan la corbata y trabajan en un banco. Pero cuál de nosotros ha perdido su relativo pudor saludando a quien detesta o sonriendo ante un chiste que considera susceptible de ser mejorado? El adiós es ya un nuevo vínculo, pero sigue existiendo la imperiosa necesidad de hundirte en esa realidad cuya dureza es su garantía y buscar allí, en la miseria que te aflige, la única medida. Apresúrate, recuerda que ni por ti mismo eres bien recibido. (En Alvarado Tenorio, 208)

Jaramillo añade en “El oficio”, también con tono descarnado:

La poesía, esa batalla de palabras cansadas; nombres de cosas que el ruido escamotea; llegan los fieles a reconocer el signo, heráldica donde cada rito tiene su lugar: allá la cornucopia, el ara, el gerifalte, aquí muy cerca una noche y una estrella: amplia red de sonidos que ocultan este corazón aterido y amargo, un gajo de uvas verdes, el silencio irrepetible de una calle de mi infancia”. (220)

“He traficado con las palabras”, escribe Carranza, mientras Cobo subraya “el profundo desprecio por quien escribe” y Jaramillo Agudelo concluye que es simplemente en el gesto de callarse “donde radica la necesidad de la poesía”, con lo que demuestran que no ven su oficio de poetas con ningún tipo de fascinación, sino que comprenden el sinsentido de lo que hacen, aunque aceptan el cansancio y el desamparo que les implica lidiar con “la tirana”9. Pero aún a pesar de reconocer que en apariencia es un fraude el ejercicio de la poesía, Jaramillo Agudelo no deja de escribir, porque la ama; no puede renunciar a ella pues

9 Así llama a la poesía el también poeta colombiano Ramón Cote.

35 desde la convicción prosaica que tiene de vivir acompañado y rescatando permanentemente poesía en todo lo que lo rodea, el hecho de abandonarla, equivaldría a abandonar la existencia misma. La poesía no es posible sin la vida diaria y la vida tampoco es posible sin poesía; en síntesis, es una misma moneda de dos caras con el mismo valor. Jaramillo lo explica así:

El poema, se sabe, tiene otra química. Ante todo, posee el encanto sutil de su inutilidad esencial. Se trata de alucinar con palabras, asunto de muy pocos, vicio que se retroalimenta con lecturas de poesía. Búsqueda perpetua, sin certezas, indagaciones a ciegas, juego para atravesar umbrales. Con la pasión por la escritura, con la búsqueda de la emoción poética, hay algo inexorable que uno sabe por anticipado: es la inutilidad de todo esto. No predico la inutilidad en los términos que gobiernan la carrasposa, la agresiva realidad, donde la poesía vale cero porque su precio es cero. La poesía no está en el mercado y mucho menos en los supermercados, todo lo contrario, la poesía es ejercicio anacrónico de unos despistados. No, no me refiero a esa inutilidad que en cierto modo es una garantía y una honra, como casi todo lo que está fuera de las codiciosas reglas de juego del mundo. Hablo de otra cosa, hablo de que la poesía es incapaz de lograr sus propios fines. La iluminación es una quimera, el asombro un instante que ya pasó. El poema que explora la intimidad nunca concluirá su tarea mientras sean tantas las identidades que me habitan. La escritura acaba por significar una ascética para mantener viva la conciencia de la vertiginosa experiencia del mundo y para horadar sin develarlo el misterio de los seres que desfilan o conviven dentro de mi propio pellejo. (Jaramillo Agudelo, 2006, 81)

Cobo y Carranza son, sin duda, los más iconoclastas; en cambio, Jaramillo Agudelo guarda muchas reservas para referirse directa y evidentemente a los temas puntuales que se relacionan con el país. Pero, lo que sí es evidente es que los tres comparten el deseo de vivir y de reivindicar la poesía, no sólo por darle un giro con respecto a lo que habían hecho los nadaístas de ella, sino también de toda esa verborrea hueca del pasado, lo cual hace pensar que intelectual, emocionalmente y en términos de creación, estuvieron más cerca de la generación de Mito que de los nadaístas, que fueron sus antecesores directos. En ese sentido, no se puede olvidar a Jorge Gaitán Durán a la cabeza de la revista Mito escribiendo en sus páginas: “[…]la retórica modernista —atravesada por la deslumbrante ambición de la unidad— ha sido reemplazada por otra retórica, no por torturada, dispersa y sugestiva, menos limitada expresivamente. Simplemente el poeta no ha conseguido convertir en herramienta el lenguaje. La poesía ha perdido el combate memorable” (445).

36

Puede verse así cómo los poetas de esta generación trataron de huir de esa retórica sempiterna, al tiempo que procuraron no caer en las trampas de las modas imperantes y se hicieron conscientes de que la memoria pesaba en la vida y la escritura. Todo un cúmulo de elementos que estorbaban para la creación libre, pero, tal vez, del mismo modo que lo sugería Gaitán Durán a los herederos de Vallejo, hacia 1959, estos jóvenes de la Generación sin Nombre buscaron sus propios caminos porque comprendieron que nadie podía “otorgarles generosamente la libertad; ellos mismos deben ganarla, contra un lenguaje omnipotente. Su problema es la transformación del poema, tal como hoy lo entendemos; su fuerza, la conciencia de su condición ante la palabra” (Gaitán Durán, 450).

Es por eso que el hecho de vincularse a la burocracia o a alguna actividad distinta de la poética y la literaria, les parecía una aberración y en contraposición reconocían la influencia decisiva en su obra de voces tan colombianas como las de Aurelio Arturo y Álvaro Mutis, no sólo en términos de escritura, sino también de actitud: “[…]se hallan al margen; son la otra voz dentro de la poesía colombiana” (21), comentaban en la entrevista con Carranza. Y es que no es difícil comprender por qué destacan, por ejemplo, la imagen de Aurelio Arturo, que siempre estuvo alejado de la época y no se dejaba impregnar de las circunstancias del mundo. Cobo Borda escribió luego: “poetas como Xavier Villaurrutia, Aurelio Arturo, José Lezama Lima y Emilio Adolfo Westphalen intentaron otras opciones. Serán, en definitiva, solitarios, para los cuales las únicas motivaciones políticas eran las de la cultura” (en Bonnett, 2010, 13).

Así, esa consciente postura escurridiza impedía ubicarlos en una u otra corriente. “Ya no se trata de liberales y conservadores; o de ‘puros’ y ‘comprometidos’” (21), respondían los poetas a Carranza, para señalar que rehuían una sola y única delimitación y, luego, con cierto sarcasmo, se preguntaban si “¿No serán acaso más válidas otras categorías, como por ejemplo decir que Giovanni Quessep es flaco y Mario Rivero gordo; que Jaime García Maffla tiene alma de monaguillo mientras que Henry Luque la tiene de contabilista, o que Darío Jaramillo es Leo mientras que J. G. Cobo Borda es Libra?” (21). De nuevo, en esos términos cotidianos y de una marcada simplicidad buscaban hacer un rescate de lo

37 cotidiano, de lo narrativo, de lo prosaico en la existencia. Y en ese terreno movedizo en el que se ubicaban con la intención de evitar el maniqueísmo de las clasificaciones, explicaban con la misma tónica y un dejo de ironía qué era para ellos la poesía, a través de un juego de opuestos y descarte: es aquello que otros ya hicieron y aquello que no es. “Lo que la verdadera poesía puede llegar a ser (no a hacer), ya está dicho en las películas de los Hermanos Marx, Woody Allen y Mel Brooks” y “no es, precisamente, el mamotreto anual de Don Germán Pardo García” (20).

Además, estos poetas nunca tuvieron un lugar de reunión y convergencia que fuera una suerte de asidero para las discusiones, las ideas y las actividades de grupo, como había sucedido precisamente con los nadaístas. Por el contrario, esta fue una generación sumamente discreta, cuyos miembros siguieron caminos muy personales.

Otra ocasión en la que actuaron de manera colectiva fue en 1968, cuando Fabio Henker, director de la revista Lámpara, les encargó una foto para ilustrar una serie de poemas que publicaría en esas páginas. La foto, la única que existe de la Generación sin Nombre (ver anexo Nº. 2), se tomó en el jardín de la casa de Juan Gustavo Cobo Borda, quien solía insistir en la idea de que por ser todavía desconocidos, “más valía actuar en grupo, porque así nos publicarían; en cambio, haciéndolo de manera individual sería muy difícil” (en Serrato Ramírez, 2008, 26), recuerda José Luis Díaz-Granados. En la imagen aparecieron, en su orden, Darío Jaramillo Agudelo, David Bonells Rovira, José Luis Díaz-Granados, Juan Gustavo Cobo Borda, Henry Luque Muñoz, Álvaro Miranda y Augusto Pinilla.

En enero de 1975 hicieron su última aparición grupal10 con la publicación del número XIII de la revista Golpe de Dados, dirigida por el también poeta Mario Rivero, aunque ese número en particular no estuvo bajo la batuta de él, sino de Cobo Borda, y se dedicó íntegramente a rendirle un homenaje póstumo al poeta Aurelio Arturo. Para esa ocasión fueron algunos de los miembros de la Generación sin Nombre; entre ellos, Rafael Maya, Álvaro Mutis, Danilo Cruz Vélez, Pedro Gómez Valderrama, Jorge Eliécer Ruiz, Juan Gustavo Cobo Borda,

10 No incluyo en esta enumeración de apariciones grupales la entrevista que concedieron Jaramillo Agudelo y Cobo Borda a Carranza, pues se trata sólo de dos voces entre los demás del grupo.

38 Henry Luque Muñoz, Darío Jaramillo Agudelo, Luis Fayad y Rogelio Echavarría, los encargados de escribir una serie de textos del más entusiasta tono de admiración y veneración. De ahí que James J. Alstrum, en el año 2000, le añadió un nuevo apellido al nombre con el que se les conocía: “La generación desencantada de Golpe de Dados: Los poetas colombianos de los años 70”, sin embargo, no propuso allí ninguna descripción que diera cuenta de esa otra forma de denominarlos como agrupación poética; entonces, se puede deducir ese nombre responde al hecho de que muchos de ellos publicaron sus versos en esa revista.

Vale la pena leer la “Nota” que Jaramillo Agudelo escribió, pues allí se refiere a su propia generación y se reconoce como su vocero para hacer evidente que la admiración que les despertaba el poeta nariñense era un aspecto común entre ellos, a tal punto que la antología que publicó la editorial española Rialp, en 1970 estuvo dedicada a él:

Quisiera que supiera usted, Aurelio Arturo, si es que alguna vez desciende a estas páginas —cuya acidez, usted lo sabe, está en el tema y no en mí— que cambio de tono e, insólitamente en una nota crítica, me dirijo a usted, Aurelio Arturo, para decirle que yo y muchos de los compañeros de generación que ahora hablan por mí ahora, reconocemos en usted a nuestro poeta más importante, con una importancia que no admite grandes entonaciones sino, con discreción y sutileza, esta suerte de deleitoso secreto. Quiero decirle con cuanta devoción dedicamos esa “Antología de una generación sin nombre” que apareció en España hace cuatro años. Quiero decirle cuántas innumerables lecciones de poesía hemos buscado y siempre encontrado en “Morada al Sur”. Quiero decirle, también, cuantas innumerables lecciones no hemos aprendido de su capacidad para poner todo en su sitio sin hacerle daño a nadie. Quiero decirle, testimoniarle tántas cosas, que cada vez que lo veo en la calle, en Bogotá, con su figura anónima de abogado retirado, Aurelio Arturo, me quedo mudo. (1975, 18)

Un hilo conductor para esta generación Hemos visto cómo el momento histórico y el aire que se respiraba en la época pueden considerarse como el caldo de cultivo que da origen a estos dos primeros libros de poemas y también a la novela Cartas cruzadas, de la que nos ocuparemos más adelante y cuyos acontecimientos están hundidos en las raíces de las décadas del sesenta, setenta y aun ochenta, cuando se gestaron profundas resquebrajaduras en la vida social.

39 Para esa época de primeras y tempranas publicaciones, la única que se atrevió a esbozar una caracterización de estos poetas nacidos en los cuarenta fue María Mercedes Carranza, quien en la ya mencionada entrevista con Cobo y Jaramillo, decía advertir dos tendencias:

Una conservadora en la forma de trabajar la poesía y otra experimental. Entre los primeros se puede mencionar a J. G. Cobo-Borda, Jaime García Maffla, Giovanni Quessep, Elkin Restrepo, Juan Manuel Roca, Darío Ruiz; entre los segundos a Darío Jaramillo, William Agudelo, David Bonells, Miguel Méndez, Fernando Garavito, Aníbal Arias, Jaime Manrique, Nelson Osorio, Nicolás Suescún. Los “conservadores” no corren riesgos formales de ninguna especie y su amor por los temas grandilocuentes y por el virtuosismo los convierte en los continuadores de una tradición poética ininterrumpida en el país. Los “experimentalistas” buscan cada cual por caminos diferentes, abrir nuevas posibilidades formales para la poesía, mediante la incorporación de elementos francamente prosaicos y dando a lo cotidiano una importancia decisiva. (1977, 20)

Evidentemente, en la obra poética de Jaramillo Agudelo se pueden encontrar, por ejemplo, frases sacadas de un bolero, como en “Libro de las mutaciones, 5”, donde trae a la memoria a una de las voces latinoamericanas de mayor alcance, Agustín Lara: “Después de todo, largo túnel de sol, larga lenta locura,/donde comienza otro camino, resucito del delirio y la ira,/agua perpleja de los días, dime si esta noche tú te vas de ronda/como ella se fue;/lastimado como siempre que una flor adentro estalla, hubo/sangre en el sueño:/sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor” (186). O poemas que aluden a un acontecimiento banal, sucedido en la vida real, pero que él retoma con una mirada lírica; así ocurre con acontecimientos populares, del todo situados en la geografía colombiana, como “La visita de Margarita Cueto a Medellín en 1968” y recuerda cuando:

[…]interpretó “Corazones sin rumbo” con fantasmal vehemencia y todos pudimos llorar a nuestras anchas: La música se oía del otro lado de la muerte: era el momento de las grandes libaciones de incienso, se podía hacer una profesión de la queja o fabricarse un cuchillo para matar tanto olvido. Pero esto no fue todo: en la casa de una de mis tías, la vitrola descompuesta desde hacía 27 años comenzó a funcionar sin que nadie tocara, y en la familia se dijo que todo había sido un milagro. Ya por la noche, en el homenaje de rendida admiración, después de las palabras del señor alcalde, se anunció una canción de doña Margarita;

40 Pero en lugar de las estrofas del bambuco, comenzaron a salir de su boca pequeñas telarañas que le dieron al recinto el aspecto de un desván. (262)

Esas composiciones verbales en las que por algún milagro suena una vitrola sin que nadie la haya puesto a girar y aparece una fina y enmarañada voz femenina que asemeja a una tela de araña, demuestran un remanente de la influencia que hasta el momento de la escritura de Historias, en 1974, podía haber dejado Gabriel García Márquez en Jaramillo Agudelo; al fin y al cabo, Cien años de soledad se había publicado en 1967 y desde entonces ostentó una resonancia sin precedentes. Y aunque son pocos los casos en los que aparecen esas realidades alteradas y de toques fantásticos en los versos de Jaramillo Agudelo, estos se pueden considerar un claro ejemplo del concepto de “experimentalista” con el que Carranza lo denominó, en la medida en que se salen de la normalidad, de lo establecido y pisan una estética que entremezcla el mundo de lo maravilloso con el de la realidad.

Hay también otras frases prestadas de poemas ajenos, que incluye en sus versos “para enmascarar sutilmente la filosofía vital y estética del poeta bajo la imagen evocada de una persona célebre” (Alstrum, 287); así ocurre en la “Biografía imaginaria de Graham Greene” donde sale a relucir todo su escepticismo en cuanto a la eficacia de la expresión poética cuando escribe: “Ten presente que tuviste que escoger/entre la mentira y el asco,/que fuiste un fantasma tramposo,/ten presentes los errores/que te hizo cometer el estilo:/la carne fresca del hábito,/el vicio solitario de la culpa,/la mal llevada ansia” (237). Y lo mismo sucede, aunque con un tono más juguetón, en “Los sueños del poeta”:

A veces sueño despierto cosas como éstas: el volumen —anotado—de mis cartas, con un prólogo muy erudito ejecutado por uno de los especialistas en Darío Jaramillo, mi testamento, diciendo que mis papeles inéditos deberán ser quemados —es entonces cuando juego a adivinar quién será mi Max Brod— también sueño cómo serán las respuestas de los reportajes que me harán: serán brillantes y siempre con humor, aunque con profundidad, aunque sin ofender a nadie, aunque sutiles, aunque inteligentes (aunque nunca se me ha ocurrido una respuesta así) y sueño con los libros que yo escribiré como esa maravillosa novela que renueva el lenguaje y que nunca es aburrida y que captura una realidad latinomericana que permanece oculta

41 entre charreteras y discursos, entre paisajes y conventos, esa novela que escribiré y que arrancará el aplauso de García Márquez y Cortázar; esa novela que, sin contar mis bellísimos poemas, dará lugar a reportajes con respuestas brillantes, humorísticas, profundas, sutiles, inteligentes y sueño con las hermosas mujeres con que me acostaré desde aun antes de ser tan famoso —aunque siempre el mismo tipo sencillo a quien la fama no lo ha afectado— y sueño con la hermosa pequeña casa semirrural que tendré, a pesar de que, obviamente, siempre voy a conservar una valientísima actitud política dispuesta a denunciar los atropellos del régimen; y a veces sueño con los viajes que voy a hacer y con los días en que conoceré a otras celebridades como yo. A veces sueño con un montón de cosas de éstas, pero todavía no se me ha ocurrido la primera línea del primero de mis famosos libros. (214)

El sueño de esas escrituras a las que alude en ese poema, hablan también de la posterior exploración que Jaramillo Agudelo hizo de otros géneros, como la carta, las novelas, la prosa poética. Lo cual también tendría una relación directa con ese término de “experimentalista” que le atribuyó Carranza en la clasificación que hizo de ellos para el artículo de Nueva Frontera, pues indica una cierta intuición de la poeta que le permitió aventurar que por el estilo de él, no tendría miedo de salirse de la convencionalidad para decir lo que tuviera que decir, sin importar el género.

También están presentes los temas de los afectos, enraizados en las más hondas connotaciones de lo íntimo, mas no con el propósito de hacer poemas que sean loas abstractas a la idea genérica del amor (no sólo del de pareja); por el contrario, están anclados a sensaciones conocidas y con las que sus lectores pueden comulgar, como cuando se refiere explícitamente a la relación con su padre Alfonso Jaramillo: “[…]en el principio y ahora fue siempre el padre,/cada uno por su lado, solos, amigo mío,/guardándonos los secretos que se adivinan sin haberlos oído/nunca”. Igualmente cuando lo hace sobre la ausencia: “Aquí estoy acompañado de testigos tuyos/de pequeños hermosos testigos tuyos/acompañado un poco digo de tu ausencia[…]/a veces me pregunto si con tu ausencia me envías noticias tuyas/que me llegan con retraso” (198), y cuando recrea el relato de una

42 experiencia ajena, que cala por la sutileza con que revive el dolor de un amor imposible al que sobrevive sin vivir su tía abuela Esther:

Esther lo cuenta así (aquí se trata de un aire enrarecido que bordaba en la casa aromas de un jazmín eterno y un aterrido furor de desterrada) Usted se enamoró Usted se enamoró y hasta aquí puede ser una cursi historia de amor el mechón de pelos y la amarillenta foto que hoy miramos lejana y soñolienta de lánguida añoranza de pasillos jurando amor eterno etcétera y las furtivas boletitas que comenzaban amada dulce amor mío (almíbar mariposa azucena corazón) Sucede que a Usted todo se le volvió distancia y su eterno silencio entre los libros y su adustez de icono que espantó a los niños. Usted desde el no de su padre no quiso hablar con nadie y ahora yo pienso que treinta años es mucho como para quedarse así callada como para quedarse sin nada que decir. (250)

Varios años después del texto de Carranza, se produjo un intento más concreto y certero por denominarlos de un modo menos genérico. Fue en 1985, con la antología Una generación desencantada, de Harold Alvarado Tenorio, cuando el adjetivo desencantada se convirtió en el hilo conductor, el atributo esencial y la ligazón que los cohesionaba11. Para elaborarla tuvieron que pasar casi veinte años después de que estos jóvenes poetas se iniciaran con las letras de imprenta, y para ese tiempo Darío Jaramillo Agudelo, Juan Gustavo Cobo Borda y María Mercedes Carranza, los tres miembros más activos del grupo, ya habían dado a conocer varios de sus libros de versos12; entonces, esa revisión en retrospectiva y mucho

11 En la antología de Alvarado Tenorio se reúnen los versos de José Manuel Arango, Giovanni Quessep, Harold Alvarado Tenorio, María Mercedes Carranza, Juan Manuel Roca, Darío Jaramillo Agudelo y Juan Gustavo Cobo Borda. 12 Historias (1974), Tratado de retórica —o de la necesidad de la poesía— (1978) y Poemas de amor (1986) conformaban hasta entonces el repertorio de libros de poesía de Darío Jaramillo Agudelo. De igual manera, María Mercedes Carranza había publicado Vainas y otros poemas (1972) y Tengo miedo (1983). Por su parte, Juan Gustavo Cobo Borda había escrito Consejos para sobrevivir (1974), Salón de té (1979), Casa de citas (1981), Ofrenda en el altar del bolero (1981) y Todos los poetas son santos e irán al cielo (1983).

43 más decantada fue la que pudo dar luces sobre el contexto en el que habían surgido los versos de los poetas nacidos en los cuarenta.

Desencanto que responde, entre muchos otros aspectos, a que la ola de violencia entre liberales y conservadores en Colombia había impregnado el aire de olor a sangre; por eso, los poetas de esta generación no podían dejar de responder, como ya se ha visto, de uno u otro modo a ese paisaje repleto de drama. Incluso, Fernando Ayala Poveda, en su libro Manual de literatura colombiana (1984) asegura que no se puede hablar de literatura influenciada por el Frente Nacional, sino de que las producciones literarias escritas durante este periodo histórico son una extensión de la literatura de la violencia, cuya característica esencial es el realismo narrado desde el testimonio, no de la ficción. En este sentido, resulta curioso que aunque Jaramillo Agudelo, en sus Cartas cruzadas, se vale de la ficción —porque evidentemente sus personajes y su historia no existieron—, el hecho de que la novela esté narrada a través de cartas; es decir, de voces en primera persona, le da al lector la sensación de estar leyendo un testimonio o una historia de vida de gran realismo. A lo que se añade que la novela cuenta con una gran dosis de credibilidad por la ambientación y la descripción que el escritor hace de la sociedad y el entorno, que provienen de lo que pasó históricamente en Colombia con el desarrollo del narcotráfico desde los primeros años de los ochenta.

Pero no fue Alvarado Tenorio, el antologista, incluido también en el compendio, el encargado de detallar a la Generación Desencantada, sino el escritor y periodista Antonio Caballero, quien en su prólogo subrayó la desilusión y el desencanto como los atributos neurálgicos con los que se había desenvuelto hasta entonces la obra de estos poetas.

Desilusión, desencanto. O —mejor— desengaño. O, para ser más precisos todavía, miedo al engaño. Si algo sirve de vínculo generacional a este puñado de poetas, tras la evidencia de las fechas de nacimiento, es el temor a ser engañados; y la sospecha, casi la convicción —más intelectual que poética, más del saber que del sentir— de que durante toda su vida han querido engañarlos; y la resignación —a veces ante ese engaño sufrido, consentido. (En Alvarado Tenorio, 7)

44 Según Caballero, ese “engaño que lo impregna todo —el amor, la memoria— y que forma para empezar parte esencial del país en que viven” (7), se manifestaba latente y evidente en la obra de estos poetas. “Quien no pudo cambiar su país antes de cumplir la cuarta década/está condenado a pagar su cobardía por el resto de sus días” (9), escribe Harold Alvarado Tenorio. En resonancia, Caballero añade que se trata de “un país que finca su realidad no en lo esencial, sino en la mentira de lo superfluo” (7) y lo demuestra con un verso de María Mercedes Carranza, en el que se dirige con irreverencia y desesperanza a una estatua enmohecida del libertador Simón Bolívar con un rescoldo de esperanza en un imposible, que vuelva y pueda hacer algo por esta tierra: “[…]si tal vez algún día te sacudes la lluvia,/los laureles y tanto polvo, quién quita” (7), al tiempo que Juan Gustavo Cobo Borda señala que “eludir la realidad durante treinta años/resulta un triunfo indudable” (8). Y hasta Giovanni Quessep, “que parece habitar un país imaginario de princesita de Darío: mucha nieve y pétalos, y fábulas, y olvido, y alondras, y violetas. Pero hasta en él se cuela a veces, gusano ciego, la lucidez: “acuérdate muchacha/que estás en un lugar de Suramérica/no estamos en Verona” (8).

Podría creerse que estos poemas eran la manifestación misma de tanto desencanto vital que aparentemente los gobernaba, pero lo cierto es que en el gesto mismo de la escritura, independientemente del tema que estuvieran abordando, había un desprendimiento del entorno, porque lo que realmente se imponía era el goce de la creación poética, del hecho estético en sí mismo. Así, al hacerse conscientes del desprecio que les producía el mundo, de la certeza de su impotencia por cambiar o darle un giro a todo cuanto les chocaba y de la experiencia de un cierto dolor por estar inscritos irremediablemente al interior de sus límites, tenían la habilidad de convertir todo ello en una posibilidad individual de caminar hacia el margen y desde allí, disfrutar plenamente del instante de iluminación poética, algo tan íntimo y tan individual que ni la podredumbre exterior podía arruinar. En síntesis, estuvieron dispuestos a pagar el costo de la creación, en la medida en que tuvieron la capacidad de mirar con distancia el entorno para renovar para sí mismos la realidad que los circundaba sin distorsionarla; es decir, se valieron de ella para expresarse, pero con un sentido poético.

45 Ese anclaje que mantenían con la realidad no tenía el propósito de denunciar ni escandalizar, más bien de atestiguar la desesperanza del pesado caos ante el que sabían ya no había soluciones posibles —y que todavía no imaginaban iba a empeorar en lo que fueron los convulsionados años 80 y 90 para Colombia—. Ahora bien, es necesario aclarar que por el hecho de que en sus versos pesara el país y el desencanto, eso no significaba que prestaran más atención al contenido que a la forma. De hecho, a ella era a la que más devotamente se dedicaban, pues a pesar de que cada uno había cultivado y desarrollado una voz personal de características y matices propios, todos “mostraban al mismo tiempo un afán común: devolverle a la poesía el lirismo que perdía” (58), según lo explica la poeta y ensayista Luz Mary Giraldo, en su texto “Poesía y poéticas en la ‘Generación sin Nombre’”. Para ella, esa aspiración se vio reflejada en el modo como comenzaron a:

[…]asumir conciencia ante la palabra sugestiva, ensimismada y musical; recuperar la tradición intimista, en unos casos, y en otros dar al lenguaje poético la posibilidad de moldearse con todas las formas y direcciones posibles: desde la poesía que cuenta y canta, pasando por la ironía satírica, el epigrama, la frase sentenciosa, la dubitativa y la autorreflexiva. Apropiándose de diversas tradiciones consolidadas o de expresiones arraigadas (el surrealismo, el romanticismo alemán, el simbolismo, las tradiciones orientales, las clásicas o españolas, los poetas contemporáneos norteamericanos — Sylvia Plath—, los griegos —Cavafis y Seferis—, los latinoamericanos —Borges, Paz, Westphalen, Pizarnik—, etcétera), se lanzaron a la aventura múltiple de la dimensión vital, poética y del poema, y algunos, sin abandonar el verso, poco a poco conquistaron el espacio de la prosa en el ensayo, el cuento o la novela. Tejiendo la urdimbre del lenguaje, su mundo literario se hizo analítico, reflexivo y cuestionador. (58)

Y, como ya se ha visto, es en ese mismo escenario en el que Darío Jaramillo Agudelo se refiere a la poesía como “este consuelo de bobos sin amor ni esperanza” (220), lo que le permite a Caballero definir el estilo de este poeta con un “pesado sarcasmo […] contra las palabras ‘poéticas’: ‘almíbar’, ‘mariposa’, ‘azucena’, ‘corazón’13”, lo cual es su forma personal para defenderse del “engaño exterior. Es un tono de horror por lo retórico (aunque lleno de precauciones oratorias), por esa retórica hueca y mentirosa que los ha acunado, que los ha narcotizado desde su nacimiento, hace más o menos cuarenta años” (8).

13 Caballero retoma esas palabras porque Jaramillo Agudelo las había utilizado ya en el poema “Historias 2” (citado anteriormente), con un tono burlesco para referirse a las palabras que se suelen utilizar en las cartas de “una cursi historia de amor”.

46 Todo esto es más perceptible aún en un poema de Cobo Borda fechado en 1968: “¿Cómo escribir ahora poesía;/por qué no callarnos definitivamente/y dedicarnos a cosas mucho más útiles?/¿Para qué aumentar las dudas/revivir algunos conflictos/imprevistas ternuras:/ese poco de ruido/añadido a un mundo/que lo sobrepasa y anula?” (en Alvarado Tenorio, 202). Por esa vía Henry Luque Muñoz reafirmará luego en un texto de revisión sobre la poesía colombiana del siglo XX que la creación lírica de los poetas de la Generación sin Nombre retomó y se alimentó de la tradición nacional: “Ni sometidos al sistema, ni seguidores del tremendismo nadaísta precedente, los ha definido, más bien, una terca independencia —que es, desde luego, una manera de la inconformidad— y una lealtad abierta y receptiva a los múltiples problemas e interrogantes de la cultura” (50). Por su parte, María Mercedes Carranza, en el ensayo “Poesía colombiana posterior al Nadaísmo”, de 1988, explica cuáles fueron los acontecimientos más notables en el país y en el ambiente general, que dejaron una huella fundamental en los poetas:

En lo político se decretó el Frente Nacional, por una parte, que produjo una apoliticidad nefasta, ya que, entre otras cosas, dejó ver muy claro que el poder en Colombia se reparte irremisiblemente entre las dos grandes fracciones políticas de la clase dirigente, y un fortalecimiento de la izquierda, la cual entró seguidamente en crisis durante los años setenta: un terreno bien abonado para la indiferencia o el escepticismo, actitudes, una y otra, características de la mayoría de los poetas de los poetas. […] En lo social, como secuela de la violencia y como causa también del desarrollo industrial del país, se produce un proceso acelerado de emigración del campo hacia la ciudad, con la cual se invierte la composición de la pirámide social al adquirir mayor peso el sector urbano. […] En cuanto a la cultura a nivel continental, se producen dos circunstancias paralelas de primer orden. La revolución cubana crea la Casa de las Américas, que rápidamente se convertirá en el gran ministerio cultural de América Latina. Esta organización cuenta con buenos recursos económicos, propiciará encuentros y concursos a nivel econtinental, y sus ediciones de libros de escritores e investigadores de toda América Latina circularán bien que mal en los países de habla española. A la par con la labor de la Casa de las Américas, se produce a nivel mundial un reconocimiento de la existencia de la literatura latinoamericana y ésta deja de ser marginal, incluso para los propios latinoamericanos. […] Para varios de los poetas más recientes sus referencias principales son latino-americanas (Borges, Octavio Paz, Nicanor Parra, Enrique Lihn, Ernesto Cardenal, Fernández Retamar, Gonzalo Rojas, Fayad Jamis, José Emilio Pacheco), lo que al menos los mantiene en contacto con el vasto y vigoroso movimiento poético continental. Otro fenómeno importante para los poetas de las décadas de los sesenta y setenta será la consolidación de la cultura de masas. […] El lenguaje peculiar de los medios de comunicación invade también los predios de la poesía: el aviso clasificado,

47 la letra de una canción de moda, el titular de un periódico, las fórmulas publicitarias, los lugares comunes, pero especialmente el plano visual y la acción propios de lenguaje cinematográfico. La canción de protesta y el apogeo de la canción popular compuesta por auténticos poetas como Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui o Jaime Dávalos influyen con su lenguaje, sus temas y su tono en esta apertura de nuestra poesía hacia instrumentos expresivos afines con los mass-media.

El desencanto es entonces el diagnóstico de una cantidad de síntomas que los jóvenes de esos tiempos, incluidos los poetas nacidos en los cuarenta, presenciaron o experimentaron como una “época marcada por el tono vital de la insurgencia contra lo ya hecho y la necesidad de hacer lo nuevo” (Restrepo, 144) y que brilló deslumbrante en sus primeros años, pero que con el correr de los días se fue apagando y sólo dejó esa sensación que Caballero describe como de “engaño”. Podría compararse con una luz de pólvora, que mientras brilló colorida, ruidosa y novedosa atrajo como a polillas a muchos que depositaron una fe ciega en el lema de “Vivir la vida”14, pero que, al final, fracasó y le quemó las alas a muchas de esas polillas que se deslumbraron con su resplandor. Ese es otro de los motivos por los que en medio de ese desencanto, estos poetas rescataron esos elementos populares de la vida cotidiana para nutrirse en la dupla indivisible vida-poesía, pues se dieron cuenta de que todo lo que realmente tenía valor se encontraba en los destellos poéticos no reconocidos de aquello con lo que se tenía contacto real y directo a diario, y que tenía la capacidad de emocionar con vehemencia y no en la grandilocuencia elaborada de los discursos imperantes. El mismo Jaramillo Agudelo lo ejemplificó luego así: “Henry Bergson, el filósofo francés premio Nobel de Literatura, dijo, o dicen que dijo, que el tango habla más del alma de una mujer que diez tomos de Shakespeare, lo que se parece a las palabras de Julio Cortázar publicadas cincuenta años después: ‘El ronroneo de un tango en la memoria me trae más imágenes que toda la historia de Gibbon’” (2008, 39).

Aparentemente ese espíritu contestatario y revolucionario había logrado derrumbar todos los atavismos imaginables, pero en realidad terminó instaurando otros. Antonio Montaña lo resume así: “Una explosión de inteligencia, de gracia, que deja muy poco. Casi nada. Una revolución que hoy sabemos no cumplió propósitos, carecía de ideas. Se alimentó de

14 Así dice lo enuncia Esteban (página 570), uno de los protagonistas de Cartas cruzadas, y que en la historia es testigo presencial y vivencial de lo que sucedía en la sociedad de los años 60, 70 y 80, en Bogotá y Medellín.

48 creencias y pareceres, buena leña para hogueras brillantes. Y ningún material sólido sobre el cual los que siguieran pudieran construir” (en Restrepo, 144)15. Por eso es que todos estos poetas le tenían “una horrible desconfianza al entusiasmo” (9), apunta Caballero.

Ante esa desconfianza creciente con respecto a todo lo que oliera a discurso efímero, engañoso y mentiroso, en sus versos estos poetas emplearon como escudo la reafirmación de su creatividad, de su individualidad y de su mirada poética y estética del mundo, y como espada blandieron el sarcasmo inteligente y la ironía que les otorgaba la lucidez crítica. De ese modo, expresaron que no eran bohemios retraídos de la realidad, sino que, por el contrario, mantenían una actitud vigilante con respecto a todas las esferas de su entorno; eso sí, cada uno por vías distintas: algunos fueron más propensos a referirse con cierta beligerancia a asuntos de corte social; en otros se notaba una especial propensión a rescatar, a pesar de todo, el goce que producía retratar con intensidad la cotidianidad en medio del giro social de esos años de cambio; al tiempo que otros manifestaron el desagrado o la

15 En su libro La generación rota, el periodista Jorge Restrepo brinda múltiples ejemplos que demuestran que aunque se cree habitualmente que fue solamente Mayo del 68, con la participación y comunión de obreros y estudiantes, lo que generó esa revuelta de ideas y posiciones reticentes, fue más bien una serie de elementos determinantes que confluyeron y configuraron la llamada contracultura. Entre ellos, según sus argumentos, se destacó la presencia del marxismo, que, “como se discutió alrededor del reclamo de minorías oprimidas como la judía, la negra, la homosexual o la femenina, suponía que la liberación era de la humanidad toda, al tiempo” (76). Dicha liberación se refería precisamente a los estatutos sociales; en otras palabras a “esa cultura represiva. ¿Droga, violencia, escape? En La cultura en cuestión, Pierre-Henri Simon opinó: “[…]se trata de sustituir una cultura de masas por una de clase”. Lo que alude a la desinstrumentalización del pensamiento y finalmente de la cultura, como forma de dominación” (75), escribe Restrepo, y agrega que “la cultura oficial es como otra religión porque transmite modos de expresarse, de pensar y comportarse que regulan la perpetuación del orden social. No hay que hablar de cultura sino de enculturización” (66). Todo ello antecedido y acompañado de la generación beat o hipster, de finales de los cincuenta, que tuvo “conciencia de oposición cultural mundial, concretamente en Europa y Estados Unidos. De esa época es, por ejemplo, Protesta: la generación beat y los jóvenes furiosos, publicado por Souvenir Press, en el 59, que recoge ensayos donde, entre otros, “abren sus mentes” escritores ingleses y norteamericanos: Kerouac, Colin Wilson, Norman Mailer y John Osborne, ‘rebeldes sin causa, que desafían la sociedad, las convenciones, el mundo’” (63). De ahí que la rebelión fue esencialmente desacralización de todas las instancias culturales: “Beatnik o punk son derivaciones últimas de la ausencia de sentido de la cultura, el rechazo como liberación y sentido negativo de la libertad. La búsqueda de valores nuevos desembocó en negación de cualquier valor. Eso volvió absoluta la libertad. “Estamos condenados a ser libres”, dijo Sartre. La divinidad nueva es el ‘yo’, y la divinidad tiene que se autónoma o no serlo” (78). Por supuesto, “este anarquismo relució en consignas del 68: ‘la policía está dentro de nuestra cabeza’; decía Dubuffet: ‘del Estado no conozco sino un rostro: el de la policía… y no puedo imaginarme el ministerio de Cultura sino como la policía de la cultura”. Esta noción es básica en la contracultura, relacionada con la de hegemonía que venía desde Gramsci o Croce y que es central en el pensamiento posterior francés sobre el poder, en Poulantzas, en Foucault, donde la hegemonía ya no es directa sino inducida desde la pedagogía o las instituciones, con el fin de crear consenso alrededor del status y a la vez neutralizar la inconformidad (66).

49 sorpresa de habitar en esos días, mientras que unos más dejaron que a sus versos los invadiera el remanente del contaminado aire de desesperanza, hastío y fatiga que había dejado no sólo la realidad inmediata, sino además todo el peso de la tradición.

Y si en los versos de Jaramillo Agudelo se lee ese tono de desconfianza, que no sólo pone de relieve la realidad circundante sino que también la cuestiona, en Cartas cruzadas lleva ese panorama un paso más adelante, pues quedan en sus páginas huellas claras y enormes de ese desencanto propio de los años ochenta, posteriores al brillo de los sesenta y setenta. Es un tono que se conjuga, sin rivalizar, con el goce que proviene de la experiencia diaria de la vida; es decir, con la voluntad consciente y libre de alcanzar la plenitud, el disfrute y la felicidad aprendiendo a seleccionar y conocer las fuentes individuales de placer, que permiten dejar las adversidades o los elementos chocantes a un lado, para obedecer y dejar fluir a los impulsos emocionales, intelectuales y hasta espirituales. De ahí que no parezca una coincidencia, sino más bien un hecho completamente deliberado que el escritor haya escogido toda la década del setenta para poner a vivir allí a los personajes de esta novela, en la que además de desarrollar la trama de la historia, va recreando al tiempo el ambiente, la atmósfera y el escenario de esa época, marcada por la incursión y explosión del narcotráfico en la vida de los colombianos; lo cual, no solamente es necesario para comprender el carácter de los personajes, sus actos y reflexiones, sino que además es el telón de fondo de la historia de un amor que es la más prolija y evidente fuente de goce, a pesar que desde el primer capítulo le anticipa y advierte a su lector que termina en fracaso.

Sin embargo, ni todos esos bastiones sobre los que se sostenía la sociedad tradicional y que permearon la creación poética de Jaramillo Agudelo, ni el desencanto del fracaso del amor, ni la época que tantas y tan diversas secuelas tuvo, pudieron amilanar su amor por la poesía. Aun cuando se cuestionaba en sus versos acerca de su utilidad, de su valor, del ejercicio del oficio de poeta y de lo que hasta ese entonces se había escrito bajo el rótulo de poesía, él persistió en la escritura, en su pasión por la conquista de la palabra, en el goce que le proporcionaba impregnar su vida de poesía y reconocer en los idiomas de la cotidianidad los pocos o muchos dialectos poéticos que pudieran estar presentes, admitiendo así que “lo

50 que tengo que agradecerle es que haya estado conmigo a cada instante” (en Serrato Ramírez, 2005, 42).

Y tan presente ha estado, que no ha dejado de escribir nunca desde ese bautizo con letras de imprenta de 1974 y es ahí donde se ha revelado su contestación a todo lo que lo chocó en sus primeros libros, pues, tal vez, comprendió que no todo es tedio, hastío y fastidio, por el hecho de que existe la feliz e indivisible unión entre vida y poesía, y la posibilidad que ellas otorgan de llegar al goce que produce la exploración de la cotidianidad desde todas las posibles fuentes de placer: a las que se llega por la vía de lo prosaico, de los sentidos, las del cuerpo mismo y su infinito erotismo, las de la palabra y las diversas formas de su escritura y creación. Pues Jaramillo Agudelo no se autolimita, se permite libertades para encontrar la mejor forma de contar, de jugar con las palabras, bien sea con cartas a amigos entrañables, con reseñas de libros inolvidables, con diarios íntimos, con la poesía en sí misma, por supuesto; con la prosa poética robada de la vida secreta de seres extraordinarios que se encuentra en su Guía para viajeros (1991), y hasta con géneros atípicos en los que, por ejemplo, se ha dejado llenar de las imágenes del artista Juan Antonio Roda o invadir de las letras de tangos, boleros y rancheras para demostrar que así como hay una “poesía para ver, hay una poesía para oír” (Jaramillo Agudelo, 2008, 9) o indagando sobre los usos no ficcionales de la palabra, como en su más reciente Antología de crónica latinoamericana actual (2012) o con las novelas que, como Cartas cruzadas (1995) y su primera Muerte de Alec (1983), cuentan una historia de la manera cercana e íntima con que se dirigen las cartas.

Por eso es que el género que escoja o que le salga le tiene sin cuidado, porque lo esencial es que “está presente siempre la obsesiva y consoladora poesía. La poesía en forma de poema y la poesía como único género literario, como posibilidad de hipnotizar al lector con una novela o un comentario y producirle un encantamiento. La poesía, que es este largo, delirante y nunca aprendido oficio de hacer florecer la rosa en el poema” (Jaramillo Agudelo, 1999, 61).

51 CAPÍTULO II

CARTAS CRUZADAS Y SU ESTRUCTURA EPISTOLAR:

ENTRE ROMANTICISMO Y CONTEMPORANEIDAD

Cuenta Jaramillo Agudelo, en su Historia de una pasión, que desde hace años ha hablado con el también poeta Jaime Jaramillo Escobar “de editar en compañía una revista que seguramente se llamará Poesía y Cartas, nombre redundante si se admite la correspondencia como un culto privado a la poesía” (1999, 24). Y aunque la revista nunca ha visto la luz, esto no ha sido impedimento para que Jaramillo Agudelo se haya entregado de lleno a este culto privado. De hecho, La muerte de Alec (1983), que fue su primera novela publicada, es decir, su iniciación como novelista, fue una extensa carta salida de una anécdota real y personal. Sin embargo, fue más adelante, en 1995, cuando escribió la novela Cartas cruzadas, que llevó el culto a un nivel superior, pues, como su nombre lo indica, es una novela epistolar, contada a través de más de un centenar de cartas que, literalmente, se cruzan los protagonistas de la historia.

Es que la escritura íntima es un género que le apasiona a Jaramillo Agudelo. De hecho, él ha declarado abiertamente que por el conocimiento que tiene en su vida personal como “escribidor de cartas” (Bonnett, 2003, 147), encuentra en ellas “esa forma de catarsis, esa grata manera de darle al mundo un orden posible —la lógica del humor— mediante el relato a un amigo. Adoro esa cercanía de la boca que secretea con un aliento cálido en la oreja” (Jaramillo Agudelo, 1999, 24). Tal vez por eso mismo es que le presta su propia voz a Luis, uno de los protagonistas de la novela, cuando le escribe a su amigo Juan Esteban sobre las virtudes del género epistolar: “Y pensar que todo buen poema no es más que una carta en versos y que las novelas que prefiero fueron escritas como quien le habla al oído a otro —o a sí mismo— de la misma manera que se habla en las cartas” 16 (97).

Ese virtual secreteo es el que le permite sumergirse en esa esfera de la intimidad de los personajes, porque cada uno está escribiendo tan entrañable, visceral y honestamente que lo

16 Todas las citas de la novela son tomadas de la tercera reimpresión de Cartas cruzadas, hecha por Alfaguara, en el año 2002.

52 que queda plasmado en el manuscrito no sólo va dirigido al interlocutor, sino también a sí mismo, para comprender y darle orden a lo que cuentan. Es decir, se trata de una forma de expresión completamente autorreferencial, en la que habla la voz interior del modo más emotivo, profundo, intenso, sincero, exhaustivo y espontáneo para dar cuenta de las propias ideas, pensamientos, sentimientos y vivencias; voz que encuentra en el interlocutor un lector propicio para perfilarse a sí mismo, con el fin de subrayar el vasto mundo interior, que, a su vez, contrasta con la pequeñez individual hacia el exterior. En otras palabras, la carta permite exaltar a plenitud la vida privada, la condición humana en su esfera individual con todos sus rasgos, tanto los loables como los detestables, con todas sus tensiones y conflictos, y con todas las manías, caprichos y extravagancias de las que se es capaz, pues la escritura se presenta como un continuo acto de desvelarse recogida y honestamente. Ese gesto de dar cuenta de sí mismo es posible sólo en la medida en que se traza una línea divisoria con el mundo exterior, pues allí la existencia se limita por el simple hecho de que en la esfera pública se es uno más entre millones; entonces, para encajar en las condiciones funcionales que imperan, se van borrando las peculiaridades y, al menos a los ojos de la multitud que rodea al individuo carteante, se empobrece la exuberancia de su interioridad.

Esa subjetividad es ricamente explotada en Cartas cruzadas, en tanto “refleja conflictos internos, pasiones, estados anímicos, porque el verdadero espacio de la novela epistolar es el alma humana, la sensibilidad y las emociones” (652), como lo apunta el romanista e hispanista alemán Kurt Spang. Ello le otorga al lector la posibilidad de sentirse vinculado de un modo inmediato y directo con el relato que se cuenta, no sólo por el interés que despierta el tema que aborda, sino porque aun a sabiendas de que se trata de una historia ficticia y de que él es el verdadero destinatario de las cartas, termina convirtiéndose “en ‘indiscreto’ participante y confidente involuntario de una comunicación ajena” (Spang, 647) que le llega a las manos de una manera aparentemente casual, con lo que empieza a creerse testigo de unos hechos supuestamente reales y a sentirse entrometido y transgresor de algo tan íntimo como es la correspondencia privada. Esa sensación de intrusión, de estar irrumpiendo en algo impropio y bordeando la condición de voyerista fue precisamente una de las claves del éxito de este tipo de novelas en el siglo XVIII, el momento en que tuvo su mayor apogeo con obras tan importantes como Las amistades peligrosas (1782), de Choderlos

53 de Laclos; las Cartas persas (1721), de Montesquieu; La nueva Eloísa (1761), de J. J. Rousseau; Clarissa (1748) y Pamela, o la virtud recompensada (1741), de Richardson, y Penas del joven Werther (1774), de Goethe. Todos ellos comprendieron que al poner al alcance del público cartas aparentemente privadas, cargadas de “actos y sentimientos reservados, con el desnudo de la amistad por medio de las palabras” (38), según señala el doctor en Literatura Claudio Guillén y “cierto ‘confidencialismo’ y ‘confesionalismo’ literarios tan representativos del Prerromanticismo europeo” (Spang, 640), estaban también agregando vivacidad, autenticidad y verosimilitud, virtudes que enriquecían su escritura.

Por eso mismo, no deja de resultar curioso que justo en los últimos años del siglo XX, Jaramillo Agudelo haya escrito en Colombia Cartas cruzadas, una novela epistolar en todo el sentido del término, no sólo como un verdadero culto a la poesía, sino también al romanticismo, ese momento en el que la novela epistolar brilló con su mejor luz y en el que surgió “repentinamente una erupción violenta de la emoción, del entusiasmo” (Berlin, 25). Además, el hecho de darle vida a este tipo de novela implicó rescatarla, revivirla y recrearla, después de haber caído en desuso, para hablar al tiempo del narcotráfico —un tema tan vigente para los últimos años del siglo XX y para ahora, todavía—, del amor —un asunto tan resbaloso y “de una extrema soledad” (Barthes, 11)— y de poesía —uno de esos asuntos que, como se vio en el primer capítulo, no sirve para nada en términos prácticos, pero que es la razón de vivir—.

Poesía, cartas y amor, tres elementos esenciales de Cartas cruzadas que se enarbolan no sólo como temas y estructuras, sino como ejes fundamentales sin los cuales la novela no funcionaría como unidad literaria coherente. Pero lo más interesante y significativo es que esos aspectos se encuentran estrechamente vinculados con el romanticismo, pues ese epíteto “romántico”, de talante “íntimo y sentimental, poético, exaltado y soñador” (Wolf, 2007), que constituyó desde finales del siglo XVIII “una transformación tan radical y de tal calibre que nada ha sido igual después de éste” (Berlin, 24), dejó impregnada de su espíritu a esta novela, de 1995.

54 Además, las cartas que conforman esta novela epistolar demuestran que no fue un capricho su escogencia y su escritura, sino que Jaramillo Agudelo conocía bien el terreno que estaba pisando. Cartas cruzadas le permitía explotar al máximo eso que se presenta como una constante en sus dos primeros libros de poesía y es la relación intrínseca entre vida y poesía, entre la literatura y lo prosaico de la existencia. Por esa misma vía, podía también apartarse de las formas novelescas que imperaban en ese momento, de las retóricas de las que tanto huía, y llegar a uno de los aspectos centrales que justifican, para él, vivir en un mundo plagado de desilusión, desesperanza y desencanto: la nobleza del amor y del afecto en cualquiera de sus formas. Ello concuerda simétricamente con una de las reflexiones que los griegos17 hicieron sobre la naturaleza de la carta, cuando ponían en evidencia que su propósito, su intensidad y su “belleza reside[n] en la expresión de afecto y cortesía y también en el uso frecuente de sentencias y proverbios, [como] señala Aristóteles” (Guillén, 36).

Ahora bien, en términos de forma, al evitar el uso del narrador omnisciente y escribir más bien en primera persona, la narración se hace más efectiva, pues “el narrador es a la vez figura participante en la historia” (Spang, 642) y, con ello, el escritor puede desdoblarse en los personajes que escriben y que son protagonistas, pues precisamente, “el estilo epistolar se adapta a las particularidades de las diversas figuras que intervienen en la

17 Es frecuente toparse con la idea según la cual la carta como género literario se reconoce solamente llegado el siglo XVIII, pero lo cierto es que tiene una tradición milenaria y desde aproximadamente el siglo anterior a la división del calendario entre antes y después de Cristo, los griegos ya habían arrojado un pensamiento teórico en torno de la escritura epistolar. El doctor en literatura Claudio Guillén señalaba en la conferencia “Correspondencia epistolar y literatura” que “el propio Cicerón se refiere a los genera epistolarum en una de sus epístolas Ad familiares” (36) y que Horacio ejerció una clara influencia en el “advenimiento en Europa de la carta en verso, […] presumiblemente real y relativamente privada, dirigida a destinatarios reales y arraigada en circunstancias cotidianas y extraliterarias” (36), que se llamó en ese entonces epístola moral y de la cual surge luego la Heroida, de Ovidio. A ello se añade que las cartas de Séneca (Epistulae morales ad Lucilium), de Ovidio (Horeoides) y de Horacio (Epistulae) carecían de cualquier rasgo imaginario y eran más bien un tipo de “correspondencia erudita y en cierto sentido ensayística” (Spang, 646). Luego, las cartas bíblicas de San Pedro y San Pablo adquieren gran importancia, aunque su “finalidad es naturalmente informativa, pero ante todo didáctica, apostólica en el sentido etimológico de la palabra” (Spang, 640). Posteriormente, en el Renacimiento toman forma de “diálogos ficticios con personajes reales ya fallecidos o figuras mitológicas. Petrarca es acaso el representante más destacado de este tipo de misivas. Las cartas que intercambiaron Lutero y Erasmo, las de Garcilaso a Boscán, por citar un destacado ejemplo castellano, pertenecen al tipo de las cartas reales, circunstancia que no se desvirtúa por el hecho de que sean versificadas” (Spang, 640), como las de Montesquieu o Cadalso. Otros ejemplos destacados que menciona Spang son las Lettere delle cose familiari, de Petrarca; también, la Lettre écrite à un provincial par un de ses amis, de Pascal, y las Lettre à M. de Malesherbes, de Rousseau.

55 correspondencia” (Spang, 653). Así, cada uno de los personajes de Cartas cruzadas relata la misma historia, pero desde posiciones, ángulos, percepciones y momentos distintos, que no hacen de esta una novela epistolar lineal, cuyos acontecimientos tengan lugar en una sucesión cronológica y con el reinado de una sola voz narrativa, sino que Jaramillo Agudelo crea una comunicación epistolar mixta, lo que significa “que reúne intervenciones de distintas voces, por así decir, no epistolares; se alternan cartas, entradas de diario, fragmentos de discursos públicos, documentos oficiales y testimonios literarios; la obra parece un collage de muy diversos emisores y enunciados en el que se refleja muy expresivamente el ajetreo, la inquietud y el desamparo de la época” (Spang, 645). Por eso, para el estudio de esta novela se hace necesario separar las cartas y partes que la conforman en cuatro grupos de formas, tonos y voces narrativas distintas, a saber: Cartas íntimas de amistad; Otras voces, La carta de la hondura y el amor, y El diario de Esteban.

Cartas íntimas de amistad El primer grupo de cartas corresponde a lo que el romanista e hispanista alemán Kurt Spang denomina comunicación epistolar polilógica, que se basa en la recíproca comunicación entre los carteantes; es decir, “entre dos o más hablantes” (643), pues está conformado por las que se envían, entre el 5 de octubre de 1971 y el 29 de noviembre de 1982, Luis y Esteban, un par de amigos nacidos en Medellín que, por medio de la escritura de cartas no dejan de manifestarse el mutuo afecto que se tienen y de contarse los acontecimientos de sus vidas, aun a pesar de vivir lejos por los oficios que cada uno desempeña. Al principio de la historia, Luis, de 25 años, se dedica solitariamente a sus estudios de modernismo mientras termina la tesis de una maestría en literatura, al tiempo que dicta clases de literatura finisecular en una universidad de Bogotá. Vive en un pequeñísimo apartaestudio, al que llama habitualmente “la caja de fósforos”, con Raquel, una jovencita también paisa, estudiante de periodismo en Bogotá, con la que se va a vivir casi al tiempo de conocerla porque está seguro de que nacieron “el uno para el otro” (11). Por su parte, Esteban, de la misma edad, es el heredero de una inmensa fortuna, que le sirve para vivir holgada y tranquilamente, pero de la que poco sabe, pues por su juventud, su rechazo a las burguesías y su forma liberal de concebir la vida evita esclavizarse con las cuentas y la administración de las empresas de las que es titular en Medellín; menesteres que

56 descarga en los hombros de sus hermanos mayores y que le permiten trabajar en el día como locutor y comentarista radial de deportes, y en la noche, trabajar como poeta, rumbero y consumidor ocasional de cocaína.

Desde la primera carta de ellos; es decir, con la que arranca la novela, dirigida de Luis a Esteban y fechada el 5 de octubre de 1971, sabemos que existía previamente entre estos amigos una relación epistolar, pero es del todo significativo el hecho de que esa carta inaugure la historia y se inicie con la frase “Mi amigo: estoy enamorado, hermano. Perdida, locamente enamorado” (9), pues constituye una síntesis clave de la estructura y el argumento de toda la novela, ya que pone en evidencia que tanto la relación epistolar de Luis y Esteban como la relación amorosa de Luis y Raquel son los pilares de la novela. Igualmente, la ubicación estratégica de esa frase revela que, en el relato, el amor es tratado como acontecimiento fundacional de la existencia. Es como si con este arranque Jaramillo Agudelo le estuviera diciendo implícitamente al lector que lo que vale la pena narrar y salvar del olvido es el momento en el que el amor inaugura la vida, se abre paso entre dos personas y les brinda la posibilidad de transformar sus propias sensibilidades.

Además, con ese inicio también presenta a ese sentimiento como aquel que le otorga sentido a la existencia y la justifica, en la medida en que la colma con una emoción absorbente, implacable, total; con un impulso pasional absoluto y radical, y con un gesto novedoso y alterador de la conciencia. Es exactamente una de las figuras inaugurales del discurso amoroso, según explica el filósofo, semiólogo y escritor francés Roland Barthes, en la que el hecho de abismarse ante y por el otro ocurre como un sometimiento, como un “ataque de anonadamiento que se apodera del sujeto amoroso, por desesperación o plenitud” (21) y que al insertarse en la existencia adquiere un significado tan esencial que “el sujeto afirma el amor como valor” (Barthes, 30).

Así, cuando el amor se incorpora a las vidas de Luis y Raquel los hace adquirir un brillo especial; es decir, no sólo ella es particular a los ojos de él y viceversa, por la sensación de completud y el desborde de erotismo que cada uno despierta en el otro, sino que la experiencia amorosa es lo que los saca de su convencionalidad, pues marca un antes y un

57 después en la vida de cada uno. En el caso de Luis, el amor se presenta como una “especie de delirio, de perfección” (9). Así lo define él mismo en esa primera carta y que le merece a Esteban un comentario del todo incrédulo: “Lo celebro por Luis —nunca me imaginé que pudiera obsesionarse así por una mujer” (25). Sin embargo, sobresale el hecho de que en este grupo de cartas constituidas por la relación epistolar de Luis y Esteban, la idea del amor de pareja es construida únicamente por Luis, con las opiniones que Esteban arroja sobre ellos; en cambio, de la forma como ama y como entiende Raquel el amor no sabemos todavía nada. Ella, al igual que Regina, la destinataria de las cartas de amor del filósofo y escritor danés Søren Kierkegaard, es más un objeto amoroso hecho de letras, todavía no de carne y hueso; ella se hace presente solamente en la medida en que Luis está “hablándola, haciéndola existir en el milagro de la palabra” (en Kierkegaard, 15), como lo señala Carlos Correas, prologuista de Cartas del noviazgo.

Entonces, es siempre por el relato de Luis a Esteban que nos enteramos de cómo funcionaba desde su mirada la relación que tenía con Raquel. Por ejemplo, enunciaba todos los detalles de su vida cotidiana en plural: “[…]lo que ambos queremos es estar aquí, en nuestro nidito, con nuestros trabajos y nuestra intimidad” (82), dando por hecho así que su forma de asumir la relación era la misma de ella, lo cual hace pensar que Luis concibe su amor por Raquel sobre la base del mito del andrógino expuesto por Sócrates en El Banquete, pues parte de la premisa de que somos seres incompletos y que “el deseo amoroso es perpetua sed de ‘completud’. Sin el otro o la otra no seré yo mismo” (41), sostiene el escritor mexicano Octavio Paz. A lo que se suma el hecho de que la concebía solamente como su “otra mitad” (97), su “única memoria” (95), su “oráculo” (101), su “ángel de la guarda” (106), su tabla de salvación para sobrevivir: “Ahora no entiendo cómo pude subsistir sin ella durante veinticinco años: sobreviví únicamente porque mis células adivinaban que ella aparecería, aunque yo no sabía nada. Vine a saberlo el día en que la conocí y soy feliz, completamente feliz, pero no entiendo cómo podría vivir sin ella, comer sin ella. Tengo todo lo que necesito, todo lo que quiero” (90).

En términos de Barthes, se trata de una relación de “vasallaje amoroso” (92), que ninguno de los dos niega; de hecho, Luis lo reconoce abiertamente: “Expresado de la manera más

58 egoísta: te necesito tanto, que no me puedes faltar, ni por ausencia, ni por enfermedad, ni por olvido” (78). Y si asume esa dependencia es porque la toma como una fehaciente prueba de su amor: “[…]actúo enérgicamente para preservar el espacio mismo de la dependencia y permitir a tal dependencia que se ejerza: estoy enloquecido de dependencia, pero además —otra fortificación—, estoy humillado por ese enloquecimiento” (Barthes, 92); lo cual tiene su respectiva resonancia con este fragmento del relato de Luis: “Llevo un montón de horas aquí sentado distrayendo el tiempo de la demora de Raquel. Cuando pasa algo así, me pongo nervioso como un adicto que necesita su dosis. Estoy enviciado con Raquel. Por fortuna, acaba de llamar a avisarme que ya viene. Eso me devuelve la calma” (106). Ese sentimiento descrito por Luis se asemeja más a lo que Barthes llama una forma de anulación; es decir, una “explosión del lenguaje en el curso del cual el sujeto llega a anular al objeto amado bajo el peso del amor mismo: por una perversión típicamente amorosa lo que el sujeto ama es el amor y no el objeto” (39).

Entonces, cuando se da un vistazo a la Raquel que Luis construye con sus palabras, es posible darse cuenta de que ella es más que nada una presencia silenciosa que le permitía continuar con lo que más le gustaba entonces: estudiar tranquilamente; era la única mujer con la que había hecho el amor estando enamorado y era a la que definía al comienzo, al menos, como aquella a la que sus células adivinaban que llegaría y por eso sobrevivieron durante la época en que no había aparecido en su vida. Y aun varios años después de haberse juntado son descritos como “un par de tórtolos dándose besitos cuando van — siempre abrazados— por la calle, arrunchados el uno con el otro cuando uno los visita o los recibe, sin acabar de catarse, de gustarse, de explorarse, de amarse” (292). En esos términos, el sentimiento de Luis por Raquel se podría describir más como un prolongadísimo enamoramiento, que como amor en sí mismo, y que el filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset describe sólo como un “estadio del gran proceso amoroso” (en Stendhal, 51), puesto que “el amor es operación mucho más amplia y profunda, más seriamente humana, pero menos violenta. Todo amor transita por la zona frenética del ‘enamoramiento’; pero en cambio, existe ‘enamoramiento’ al cual no sigue auténtico amor. No confundamos, pues, la parte con el todo” (en Stendhal, 51). Una parte que la misma Raquel describirá como una suerte de simbiosis física entre ellos: “Se trataba de un cuerpo

59 único, con un solo centro de gravedad, tan simétrico que su mitad era diestra y mi mitad zurda, que se desplazaba armónicamente por el pequeño espacio que habitaba, suficiente para ese cuerpo de dos, que también podía yacer con placer en un pequeño espacio de un metro de ancho” (215).

Luis contaba con un carácter muy poco mundano, metódico, que lo hacía celoso de su tiempo y sus hábitos, de talante sereno, al que le irritaban, por ejemplo, los ruidos mientras estudiaba, dedicado a tal punto, que se ganaba siempre los títulos de mejor estudiante. Se trataba de una manera de ser que sólo podía soportar como par a una mujer como Raquel, que llega a su vida no como una intrusión, sino como un complemento perfecto para que juntos llevaran lo que el mismo Esteban llama “una recogida vida de monjes dedicados al estudio. Allí el tiempo pasa con cierta perceptible serenidad que no le conozco a otro lugar y que con seguridad está copiado del alma, alma única, de esa parejita amada. Viven tranquilos, viven felices, les gusta todo lo que hacen. Y van a su tiempo, sin dejar entrometer otros relojes en sus vidas. Luis lleva su ritmo, tiene su propio reloj mental sincronizado con el de Raquel. Juraría que se duermen al mismo tiempo y que se despiertan en idéntico instante” (238). Se trataba de una especie de sincronía tan especial entre ellos que se manifestaba hasta en que eran “del mismo tamaño, ambos ordenados y metódicos” (292).

Todos esos fragmentos de la historia de Luis y Raquel van configurando el relato de la práctica del amor in situ, pues Luis escribe en ausencia de Esteban, pero desde la presencia de Raquel, ya que con ella, que es el “objeto amado”, no hay distancia, anhelo, añoranza ni deseo por alcanzarla, sino ejercicio vital del amor; una compenetración tal que no se limita a los momentos de encuentro planeados y arreglados para que fluyan a la perfección, sino que se engrandece en su fluir del día a día, en lo prosaico de sus vidas cotidianas. Así, su narración está arraigada “en la vida misma, en la experiencia del presente, y […] el yo que escribe no sólo actúa sobre el amigo, sino sobre sí mismo, viéndose desdoblado y objetivado sobre el papel, conforme las palabras y los conceptos se encadenan y suceden” (Guillén, 38). Esto significa que es en la escritura de Luis a un tercero que su ejercicio amoroso se reafirma y adquiere lugar y sentido en su propia vida, pues él mismo no se

60 detiene a reflexionar nunca sobre el acontecimiento del que es protagonista, simplemente ama a Raquel y la manifestación de su amor no deviene en palabras para ella, sino sobre ella para Esteban.

Y si ni Raquel ni Luis reflexionan sobre su amor es porque este se da en la posibilidad que ambos tienen para elegir a quién amar; entonces, cuando cada uno es presa del rapto amoroso producido por el otro, pueden amarse tranquilamente porque son libres para hacerlo. Es la libertad y su propia voluntad las que les permiten hacer realidad la decisión de vivir juntos, y, precisamente, bajo ese baluarte es que construyen su propio mundo en una actitud eminentemente romántica, pues es como si con sus actos estuvieran diciendo: “allá el mundo con sus nuevas modas y sus reglas, y aquí nosotros viviendo nuestro amor en este ínfimo territorio, pero más nuestro que nuestra propia vida”. El fondo de su unión es, entonces, una libertad que ejercen sin transgresiones, pues las condiciones de la sociedad de la época les permiten juntarse y vivir, no bajo las imposiciones y lógicas de una pareja burguesa que se une por el convencionalismo y la necesidad de seguir las reglas y el establecimiento del matrimonio, sino bajo la creencia de que existe la libertad para amar; lo cual es una postura del todo romántica, incluso el mismo poeta inglés Percy Bysshe Shelley sostenía que “el amor es libre […]. Marido y mujer deben continuar unidos tanto tiempo como sigan amándose: toda ley que los obligue a cohabitar un momento después de que acabe su afecto será una tiranía intolerable, la menos digna de tolerarse” (en Schenk, 203).

Para Raquel y Luis, el amor y la libertad para vivirlo es también una forma de justificar la existencia. Gracias al amor no tienen inconvenientes en acomodarse durante varios años en un reducidísimo apartaestudio al que bien llaman “la caja de fósforos”, “el nido con teléfono” y “el dedal con lavaplatos”, donde la estrechez es una muestra de que en esa necesidad humana de amor, la intimidad permite “cumplir lo que está incompleto y reintegrar lo que ha sido dividido” (297), según dirá el crítico estadounidense Mike Howard Abrams a propósito del sentido del amor en los románticos. Reintegración que Jaramillo Agudelo trae a colación en esta novela en dos sentidos: el primero se da en la medida en que presenta el amor como la posibilidad de alcanzar la felicidad no sólo para sí mismo, sino también para el que se ama. El mismo Luis lo confirma cuando le escribe a Esteban en

61 su carta del 5 de julio del 74 que durante una conversación que sostuvo con Claudia, la hermana de Raquel, “se me llenó de luz el corazón cuando la hermanita, borracha pero lúcida, me contaba que Raquel está enamorada de mí y que es feliz” (177). Era una felicidad que se alcanzaba solamente cuando los amantes tenían la posibilidad de unirse, pues la plenitud que de ella se desprendía era impensable sin el otro, ya que antes de encontrarse las dos vidas no había sentido, los días eran a penas un remedo, un espejismo, un ensayo previo a la verdadera fundación de la vida. Y es que fueron los románticos los que se interesaron en retomar el sentido bíblico de la caída del hombre, su expulsión del paraíso y su subsiguiente infelicidad, para explorar el modo de reunir de nuevo los fragmentos de la vida, difuminados aquí y allá, y encontraron que el amor era el modo de hacerlo. Entonces, es Shelley quien confirma en su Ensayo sobre el amor que Afrodita, la diosa del amor, la sexualidad, la atracción, la lujuria, la reproducción y la belleza, es la figura que “encarna la fuerza universalmente integradora y restauradora de la vida” (Abrams, 299). En Luis, esa inclinación hacia Eros era particularmente evidente, pues a lo largo del relato se ve que siempre tiene una enorme necesidad de ella como cuerpo inmanente al suyo y ante cuya presencia y posesión es capaz de llegar al éxtasis, de alucinar y de abandonarse a la perdición de saberse fundido con ella. Así se puede ver en la única reflexión que hace sobre su relación con Raquel, justo cuando esta empieza a irse a pique; es decir, tras diez años de convivencia, en una carta a Esteban fechada el 25 de septiembre de 1981:

Me conoces. Nunca me he propuesto nada con Raquel. No me he propuesto ser gentil o grosero, ser coqueto o indiferente, desearla o rehuirla. No hay deliberación posible en mi comportamiento con Raquel. Ni siquiera se trata de un comportamiento. Al contrario: todo lo que le he dicho y no dicho en la vida, todas mis expresiones y ademanes, han sido espontáneos y gratos por la sola causa de que con ella me siento completamente a gusto y mi cuerpo se acomoda al de ella sin que ninguno de los dos tenga que pensarlo. Este amor nunca ha pasado por un nivel de deliberación. Somos. Transcurrimos juntos, apegados, telepáticos. Sólo el deseo nos recuerda que somos dos. Cuando la deseo me doy cuenta de que no soy ella. De resto, actuamos como uno solo. (498-499)

Allí hace evidente cómo su relación con Raquel no parecía tener otra dimensión aparte de la del erotismo traducido, en sus palabras, en deseo, gusto y acomodamiento de cuerpos. Esa tendencia parece ser la que se le impone a lo largo de todo ese tiempo con una fuerza placentera tan poderosa, que no sólo es capaz de alterarle los sentidos y los impulsos, sino

62 también la razón, hasta un punto tal que lo obnubilaba la pasión que Raquel le despertaba, por eso se explica que él, que era un hombre crítico, lúcido y reflexivo, nunca se detenga a pensar precisamente sobre el dominio que esa pasión ejerce en él.

El segundo sentido de reintegración lo introduce Jaramillo Agudelo en la novela cuando aborda el amor como una esfera de la vida del hombre que va de la mano necesariamente del ámbito sexual. Y, de nuevo, es con el personaje de Luis con quien lo hace más claro, como se ve en un pasaje de la carta que le escribe a Raquel el 2 de abril de 1973, desde Saint Louis; es decir, la primera vez que se separaron.

Llegaré el sábado a encerrarme contigo hasta el lunes. A mirarte, a tocarte, a olerte, a pasarte mi lengua por tu cuerpo, a degustarte. A cerciorarme con los cinco sentidos de que estás ahí, al alcance de mi brazo. A oír tus historias. A hacernos el amor interminablemente. A dormir contigo a mi lado, dándome el calor que necesito para descansar sumergido en el líquido del sueño. (132)

Esa comunión entre sexualidad y amor es una herencia de los románticos, para quienes “el impulso sexual y el amor espiritual ya no debían disociarse” (Schenk, 199), pues su búsqueda del absoluto contemplaba “la completa satisfacción de los sentidos, la elevada emoción del amor espiritual, un fructífero intercambio de idea, unido a un nexo de camaradería y amistad” (Schenk, 200). Integración que tendrá eco también en el ensayo de Octavio Paz sobre la fusión necesaria entre sexualidad, erotismo y amor, pues en La llama doble plantea que “el fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y ésta, a su vez, sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor” (7), que en Cartas cruzadas se refleja en una compenetración tan absoluta entre Luis y Raquel, que amor, sexualidad y erotismo parecen ser puntas de una misma estrella, sobre todo, por la reiteración en las cartas de Luis sobre su vida íntima con Raquel; lo cual, hace que por momentos parezca que la balanza se inclina más hacia el lado del erotismo y la sexualidad, como si la embriaguez, la plenitud y el delirio de sus encuentros íntimos fuera el lazo más poderoso que los atara y que en el caso de Luis parece estar dado además porque la intimidad con Raquel le revela el sexo sin matices de puritanismo ni experiencias cargadas de la frustración y la vergüenza de la impotencia del adolescente que iba donde las

63 prostitutas, como él mismo se lo confiesa a Esteban en su carta del 15 de noviembre de 1971.

De modo paralelo, estas cartas le van mostrando al lector que Luis y Esteban se tienen una gran confianza y que se profesan un enorme cariño, por el que no resulta extraño leer de Esteban, por ejemplo: “[…]cómo me ayuda haber hablado con Luis. Y cómo me iluminan sus cartas, a veces con una luz que no es la que él proyecta, pero que de todos modos transforma mi visión” (88), pues con franqueza y sin grandes reservas, cada uno se permite opinar sobre el otro como un gesto de confianza, fraternidad y solidaria camaradería, que deben a un pacto de sangre, propuesto por Luis el 31 de octubre de 1958, día en que Esteban cumplía doce años. “Nos pinchamos las palmas de las manos y nos juramos lealtad y respeto eternos. Una hermandad” (25).

Adicionalmente, comparten una gran lucidez, que a veces toma tintes de cinismo por su corrosivo sentido del humor y su reflexiva frialdad con respecto a los temas que abordan en sus cartas, que bien pueden ser del contexto general en el que se desarrollan sus vidas o también de sus circunstancias y procederes personales. Lo cual se ajusta, según Guillén, a “la tradición horaciana de la epístola moral [que] se basa en la amistad varonil y en la relación con la sátira” (37); a lo que se añade que la epístola “infunde vida real a las ideas abstractas y consigue que la filosofía moral sea accesible al ‘amigo’” (37).

De hecho, se percibe que en medio de la informalidad de sus cartas —caracterizada por la mezcla de “elementos de oralidad con otros de literalidad” (Spang, 653) y de un tipo de “acto de habla muy similar al diálogo oral y hasta coloquial entre dos o más interlocutores concretos con […] afinidades en el diálogo verdadero, tanto en su forma como en el registro particular” (Spang, 653)— estas les van otorgando cierta jerarquía a algunos de los temas que abordan: como la familia, a la que, en principio, consideran un mal necesario, pero del que, dicen, es definitivamente más aconsejable estar separados, de la que Luis agradece, por ejemplo, vivir lejos y de la que se burla sutilmente cuando dice: “En definitiva, la familia es más llevadera vía Telecom que en la misma ciudad” (73); también hablan de las instituciones gubernamentales, de política, del modo como conciben el hecho de ser paisas

64 y pertenecer a uno u otro escalafón de la sociedad, de la vida universitaria… Pero sobre todos los asuntos de los que se ocupan, el que se encuentra en la cima más alta es el del mundo de sus afectos. Por eso es que el énfasis principal de este grupo de cartas y de la novela en sí misma se encuentra en su educación sentimental, que se traduce en la relación de pareja de Luis con Raquel, vista desde los ojos de Luis y leída por Esteban, y en la incapacidad y el miedo de amar por parte de Esteban, aspectos que concuerdan con la tradición epistolar ovidiana, de la que surge la Heroida, “que es ficticia y cuyos personajes proceden de Homero, Virgilio y otros poetas” (Guillén 36) y que “se basa en el amor y se aproxima a la elegía o hasta se confunde con ella” (Guillén, 37).

Esa conjunción de amor, poesía y amistad sucede de manera narrativa, con locuacidad, cariño y ningún tono ensayístico —esto contrasta con las cartas morales de Séneca, que además de ser precursoras del género epistolar, son también antecesoras del ensayo—, pues las cartas no toman distancia sobre la situación que vive o enfrenta cada uno; por el contrario, se trata de un permanente relato de Luis a Esteban sobre la certeza que tiene del amor de Raquel, también de las crónicas de Esteban a Luis acerca de ciertos episodios en los que intenta establecer una relación o de Esteban evocando la sensación de haber conocido o compartido con Raquel, la mujer de su mejor y único amigo. Aunque, a veces, se atraviesan cartas de despiadada ironía, como sucede después de que Luis le ha confesado leer en voz alta con “su” Raquel los Veinte poemas… de Neruda, a lo que Esteban le responde con un tono burlesco en su siguiente carta: “[…]la poesía de amor está dirigida a seres que no pueden pensar, ni mucho menos hablar, como los enamorados. Es poesía para imbéciles. Paul Valéry escribe en El señor Teste que ‘el amor es ser tontos juntos’. Como ciertas otras especies zoológicas, los enamorados sólo pueden comunicarse con gruñidos, suspiros y miradas. En el fondo, la poesía amorosa llenaría el vacío de palabras que supone estar enamorado” (13).

Y es que esa conjugación que hizo Jaramillo Agudelo entre los temas de la amistad y los del amor está anclada en las formas epistolares que se fueron cultivando ancestralmente, pues la amistad se erigió desde entonces como una de las principales fuentes “emotivas, existenciales, temáticas de la literatura epistolar en su totalidad” (Guillén, 37), mientras que

65 el amor dio lugar a un itinerario paralelo; así, según explica Guillén, “entre las lettere volgari, del Cinquecento italiano, se diferencian netamente de las lettere familiari, que se remontan a Cicerón, de las lettere amorose, cuyo modelo es la Heroida de Ovidio” (37). Esto significa que la relación epistolar entre Luis y Esteban clasifica dentro de la lettere amorose, porque mantienen una entrañable relación afectuosa, una amistad con un desbordado cariño mutuo. Además, no es exageración sostener que el tema de sus cartas es el amor prosaico, irreflexivo, presencial y sin máscaras fingidas que se profesaban Luis y Raquel. De hecho, en el libro nunca se cuenta cómo fue el momento en que ellos se enamoraron y se conquistaron mutuamente; de su amor sólo sabemos que ocurre libremente y que el coqueteo, la seducción y la conquista de los fragmentos de sus vidas que no habían caído rendidos en el primer rapto de amor, fueron siendo colonizados por el otro sin sublimaciones y poco a poco en lo prosaico de su vida, que consistía precisamente en pasar tiempo juntos y en encontrarse íntimamente siempre que podían y cada vez que mediaba el deseo, como se puede ver en este fragmento de la carta de Luis a Esteban del 25 de septiembre del 81.

En cuanto al amor, cuando se me apreció fue de una manera tan avasallante y en una circunstancia tan afortunada, que mi racionalidad nunca ha intervenido en él. No sé, pues, cómo soy por dentro. Ni sé definir este largo amor que he vivido. No creo en el autoanálisis ni en el psicoanálisis como medios idóneos para llegar a la dicha a que aspiro. Con esta falta de inmanencia, vale decir más bien que mi amor por Raquel me ha vivido. Con tal fluidez, con tal naturalidad, que ese amor ha llegado a convertirse en el aire que respiro. (498)

Esa espontaneidad sumada al acomodamiento natural que se operó entre ellos dos como cuerpos simétricos es la que hace que, a veces, en las cartas de Luis sea difícil hallar episodios que muestren a plenitud su discurrir cotidiano. Por ejemplo, él mismo cuenta cómo durante su estadía en Nueva York, Boris el sobrino de Raquel, al verlos arreglar la casa decía que eran “una máquina de dos piezas” (498); sin embargo, Luis en sus cartas no se describe a sí mismo cocinando para ambos, ni rememora cómo iban juntos al supermercado a decidir qué víveres tenían que comprar para las comidas de la semana, ni cómo y a qué horas se repartían la limpieza y mucho menos, él lo confiesa, sorteando una discusión “áspera, ni un solo reclamo ofuscado” (498). No; por el contrario, él se ocupa más bien de los asuntos más sobresalientes. Así sucede en la carta del viernes 20 de enero,

66 donde Luis le cuenta a Esteban que tras regresar a casa con su cuñada Claudia de un partido de baloncesto, encuentra a Raquel y a Juana, la pareja de Claudia, emparrandadísimas con una cantante de blues llamada Alberta Hunter. Ellos se unen a la reunión, y allí Luis hace el recuento de las varias veces que Alberta les cantó “una canción desconocida, pero desde el instante en que la oímos supimos que es nuestra canción. La oímos en el colmo de este amor que crece y crece y supimos —al tiempo— que sólo por el breve apretón de nuestro abrazo permanente de esa noche, que habíamos hallado nuestra canción: The Love I Have For You” (296). Así, en ese acontecimiento espontáneo, no planeado, pero en el que interviene un tercero, ellos llegan a concretar su canción, esa melodía tan supuestamente importante para todas las parejas y que se remonta a las “formas verbales y musicales” (Rougemont, 77) del amor cortés del medioevo, sobre la que hasta hoy se han construido infinitos ritos y hasta técnicas para definir esa canción que sintetiza el amor de la pareja, pero que Luis y Raquel encuentran, de nuevo, de un modo completamente prosaico, vivencial.

Y aunque Esteban es testigo del amor que se profesan Luis y Raquel, eso no le es suficiente para creer al menos un poco en su existencia, en su posibilidad, en su forma tangible, pues desde el comienzo se declara escéptico frente a él por la profunda desconfianza le genera y que hace evidente en las cartas que le escribe a Luis, sobre todo en las primeras, justo después de que Luis le cuenta que desde el momento en que conoció a Raquel se fue a vivir con ella. “No, no he hallado el amor de mi vida (¡qué cursi me siento!), pero lo he reemplazado por otros componentes que rodean el sexo” (14), le confiesa a Luis, para añadir al instante con una gran carga de cinismo que el sexo ha sido su mejor paliativo y aliciente, y que más bien aprovecha las ventajas de “haber nacido después del descubrimiento de la penicilina y del anticonceptivo” (15), pues así sus contactos con los terrenos del amor se pueden limitar fácilmente a la pasión de dar “placer a cambio de placer, ingrediente único y secreto de eso que ordinariamente llaman amor o, al menos, su mejor sustituto” (18). Entonces, una cita de Vallejo se convierte en su emblema y en su mapa de ruta, al menos al comienzo del relato: “Simplificado el corazón, pienso en tu sexo” (18), lo cual le permite no meterse, como sí lo hizo Luis, “en eso del amor” (10).

67 Ese descarnado sarcasmo de Esteban, que también se encuentra en la tradición de la epístola satírica, con su carga reflexiva y escéptica, sólo se explica en la medida en que confiesa trabajar mucho, emborracharse al menos una vez a la semana, consumir cocaína para neutralizar los efectos del guayabo y ser experto en las seducciones de hotel para cazar, al menos una vez cada siete días, a una treintona, “pájara” o “dama de hotel” que le haga llegar a los máximos goces de la carne, para contrarrestar el “aburrimiento y las ansias de sexo, como sólo somos capaces de sentir los escorpiones” (171). Son mujeres, generalmente casadas, con las que no necesita ni busca establecer ningún vínculo emocional, pues tanto él como ellas usan identidades falsas, que les aseguran que el encuentro es ocasional, a lo que se añade que “todas tienen un toque de vampiras con el encanto de un cínico romanticismo: el bar, el hotel, la casualidad, el brindis, la mirada, la mano. La palabra clave es ‘deseo’. Deseo significa ganas de ir a la habitación, directo a la cama” (170). Además, Esteban le cuenta a Luis que a medida que su afición va creciendo por las damas de hotel, se da cuenta también de que se trataba de todo un clan que se había ido entrenando en el asunto de violar normas, bien fuera con las viajeras que al sentirse fuera de su hábitat se permitían “un breve romance de una noche de sábado, interludio erótico” (169) que las sacaba de los asuntos de trabajo por los que andaban expedicionando en otra ciudad, o también con las que, como él mismo las llama, jugaban de locales, que no eran propiamente prostitutas, sino que ocupaban “con toda libertad sus lugares de cacería, la barra del hotel adonde, por azar, llegará la presa. […] Estas pájaras de hotel tienen una doble vida permanente. Eluden al habitante de la misma ciudad. Pareciera que quisieran tomar un seguro, una garantía de que el asunto es ocasional, afianzándose en que siempre la pareja será un viajero” (170).

Según Esteban, el denominador común de todas era su sabiduría en los menesteres y las gimnasias eróticas propias de la aventura; sin embargo, una mujer de pelo azul, piel morena, ojos claros, hallada en Cali y que se hacía llamar Carlota se sale definitivamente del estatus de “pájara” y adquiere para Esteban un significado mucho mayor en la medida en que por azar se vuelven a encontrar y ese segundo encuentro no sólo sobresale por la aventura en sí misma, sino también por algo escaso: “una conversación divertida” (170) y hasta de destellos inteligentes. Ella, con el mismo cinismo de él, se le acerca para hacerle saber que conoce bien el juego que ambos tienen sobre la mesa:

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Somos los mismos en este club de la aventura en el que nadie ha escrito las reglas pero donde todos los miembros las sabemos. La primera es, como lo prescribe el bolero, “miénteme más, que me hace tu maldad feliz”. Ahí tienes el verso de Vallejo: todos los hombres se llaman Carlos, excepto los que se llaman Carlos. Es un club. El club de los amores de una noche. El error de los hombres es creer que se trata de un club de sólo mujeres, mujeres aburridas y necesitadas de sexo. Los hombres del club son los mismo. La misma clase de gente interesada en la disipación, en la desinhibición. (171)

Luego pactan verse en otras ocasiones, bajo la condición impuesta por ella de que no se revelarán sus identidades. Así, para Esteban el sexo sustituye la experiencia amorosa, que nunca logra concretarse ni hacerse un espacio en su vida; como sí sucede con Luis cuando conoce a Raquel y queda completamente “‘raptado’ (capturado y encantado) por la imagen del objeto amado (flechazo, prensamiento)” (Barthes, 205) y eso le proporciona, al menos al comienzo, la más honda y honesta felicidad: “soy feliz, completamente feliz, pero no entiendo cómo podría vivir sin ella, comer sin ella. Tengo todo lo que necesito, todo lo que quiero” (90). En cambio, en Esteban la sensación y la experiencia son tan distintas que casi siempre se refieren al amor con el más cruento desapego y, a la vez, con un silencioso temor a resultar herido o lastimado por la certeza que le lanza Luis desde su experiencia: “[…]nadie está más indefenso que un ser enamorado” (12), y porque la única vez que se permite un vínculo afectivo con Carlota, precisamente, se da cuenta de que “si esto es el amor, aún tengo más razones para despreciarlo que cuando creía que no existía. El amor, una ansiedad, una contradicción a toda lógica, una necesidad de adicto, siempre insatisfecha, donde una dosis no gratifica sino que genera el tembloroso e imperativo deseo de la próxima dosis” (235).

De ese modo, entre “pájaras”, canciones y poemas de amor, se puede notar que Luis y Esteban “por carta se trataban como dos enemigos” (37), según lo afirma Raquel, porque las cargaban de un humor directo e irreverente, aunque cuando estaban juntos prevalecía, no sin humor, un trato muy deferente. Una relación que llegó en un principio a intrigar y hasta a despertar los celos de Raquel, “porque Luis se llevaba sus cartas y las leía en la oficina de la universidad, sin dejármelas ver, apenas leyéndome parrafitos, como si entre ellos dos existiera un terreno vedado para mí, lo único que no compartía conmigo” (37).

69 Por supuesto, esa sensación cambia después, porque Raquel se da cuenta de que la de ellos era una relación de matices tan fraternales, filiales, íntimos, arraigados y entrañables que sus cartas eran casi una realidad paralela en la que nadie, ni ella misma, podía entrar a participar como lectora y, mucho menos, como un nuevo miembro, sino que más valía dejar inalterable ese equilibrio que ellos habían construido a punta de confidencias y afecto desmedido. A lo que se añadía un trato, a veces brusco y con un humor tan irreverente y hasta despiadado, que Raquel misma confiesa que de haberlas leído en los primeros años de su relación, habría odiado a Esteban porque no “hubiera resistido nada contra mi único dios, el Luis de esos días” (37). Incluso, cuenta que alguna vez conversó con Esteban sobre ello y se dieron cuenta de que “la relación con la mujer es más intensa y la relación con el amigo es más duradera y más fiel. Relaciones tan diferentes que los celos son una tontería: esto lo supimos pronto; que el Luis que me amaba a mí, tenía un amigo que no estorbaba para nada en ese amor” (38). Por eso es que ella deja de reparar en el tema de las cartas de ellos y del modo más natural, se va creando una triada, en la que ninguno excluía al otro y más bien Esteban y Raquel logran consolidar un vínculo de amistad y afecto de largo alcance.

Y es que ese interés de Jaramillo Agudelo, o lo que se podría definir como un constante masticar y masticar del mundo de los afectos en esta novela, encuentra una simetría con ese momento histórico, moral y filosófico llamado romanticismo y que se manifestó en las artes plásticas, la música, la literatura y, claro, la axiología, pues, en esta novela, como ya se ha visto, el amor es tratado como el acontecimiento fundacional de la existencia, a lo que se suma que un número considerable de la novela epistolar “se centra en el tema del afecto y el amor en sus más diversas ramificaciones, desde los amores imposibles de Abelardo y Eloísa hasta las variables nubosidades sentimentales de Carmen Martín Gaite pasando por los vilmente defraudados del sexagenario voluptuoso y el amor paterno en Querida hija y las frivolidades de las Amistades peligrosas, por citar sólo algunos ejemplos de los muchos posibles, en todas se va ejemplificando el predominio del tema del amor” (Spang, 642).

Por supuesto, la exaltación del amor en Cartas cruzadas es absolutamente central y ahí se encuentra una de las más claras huellas del romanticismo en sus páginas, en tanto el amor es

70 para Luis, al menos al comienzo, el vínculo necesario para continuar viviendo, es algo así como el piso para seguir andando. Él mismo declara: “[…]confirmo que la unión física no es más que una feliz culminación, algo más, destacable en intensidad, de esa forma que uno mismo toma con el amor” (78). Para Esteban, en medio de su incapacidad para las relaciones amorosas, el afecto que le viene por medio de las cartas de Luis es el testimonio más fehaciente de la solidaridad que ha recibido siempre y que necesita permanentemente: “En estos momentos sí que son importantes tus cartas para mí; una forma, la más cálida, de compañía. Y más cuando, impunemente, decides quedarte en Bogotá durante el próximo diciembre” (116), le escribe a Luis en su carta del 11 de noviembre del 72, justo después de que Luis sustenta su tesis de maestría y le anuncia que no irá en la Navidad a Medellín, sino que se quedará encerrado con Raquel, descansando de ese trajín; al tiempo que el potentado padre de Esteban está enfermo, en su lecho de muerte.

Y es que las relaciones que se tejen entre ellos dos son de la más entrañable intimidad, pues con su entrañable amistad demuestran no viven “sólo por su Persona [Self], sino por la Hermandad y Amor Universal” (Abrams, 294); lo cual, para Shelley es una actitud que se encuentra anclada en la poesía misma. Como dice en la Defensa de la poesía, la poesía es ‘la expresión de la imaginación’, y la imaginación para Shelley es la facultad por la que el hombre trasciende su ego individual, transfiere el centro de referencia a los otros, y transforma así el amor propio en simple amor:

El gran secreto de la moral es el amor, o sea un salir de nuestra propia naturaleza y una identificación de nosotros mismos con lo bello que existe en el pensamiento, la acción o la persona que son nuestros. Un hombre para ser extremadamente bueno, debe imaginar intensa y comprensivamente; debe colocarse en el lugar de otro y de muchos otros; los dolores y placeres de su especie deben hacerse suyos. El gran instrumento del bien moral es la imaginación… La poesía ensancha la circunferencia de la imaginación. (Abrams, 294)

Esa práctica habitual de imaginarse al otro de ponerse en el lugar de él sucede claramente entre Luis y Esteban, y fortalece su vida privada y sus relaciones; en cambio, de Luis hacia Raquel no es muy claro, porque pareciera como si él la hubiera incluido en el lugar de él mas no la hubiera pensado como sujeto con un lugar propio. Pero, evidentemente, la presencia del romanticismo en Cartas cruzadas no se limita a la relación de pareja entre Raquel y Luis, pues aunque las incluye y las despliega significativamente, comprende además

71 otro vínculo de amor al que los personajes de este grupo de cartas se abandonan y se aferran tenazmente: la relación de Esteban y Luis con la poesía. Inicialmente se aborda en sus cartas por el intento y el deseo de Esteban por escribir poesía, con la certeza de “no querer ser un poeta que escribe como remedio contra la tristeza, la angustia o la soledad. O un poeta que se inspira cuando está borracho” (85). Un proyecto que, luego de dos años como reportero radial —el mismo tiempo que lleva Luis como profesor de la universidad—, lo lleva a plantearle a su padre la posibilidad de reclamar parte de su herencia para dedicarse a escribir, a lo que él le responde: “Ni lo sueñe. El que escribe para comer, ni come ni escribe” (67). Frente a ello, Esteban parece compartir ese pensamiento, pues ni se subleva a su padre ni se dedica de lleno al oficio de poeta, sino que, más bien, lo ejerce marginalmente, en búsqueda de:

[…] una poesía que, con el método intuitivo, penetre otros niveles de conocimiento. Puedo, sí, aprovechar en un ensamblaje los fragmentos que escribo. Pero lo esencial es un cambio de ideas y de hábitos con respecto a la certeza que me alumbra: una vigilia creativa, la voluntad de una obra consistente. Te estoy hablando de un proyecto que es novedad en esta parroquia, donde los poetas, en sus momentos más iluminados, sólo producen epigramas. No renuncio a la iluminación, salgo en busca de ella. Te estoy hablando de un gran poema largo, de un poema río, de un texto-magma en el que me empeño, fiel a mis búsquedas anacrónicas, pero con una voluntad creativa que me permita lograr un texto desenvuelto en una estructura musical. Una estructura musical no muy complicada —al principio pensé en una forma sinfónica o de concierto sinfónico, por ejemplo el número uno de Tchaikovsky, pero eso rebasa el entrenamiento de taller que tengo—, así que por el momento estoy tratando de hacer una analogía verbal con la sonata Claro de luna, leitmotiv del primer canto. Aparte de un fundamento musical, el poema-magma funde en su corriente materiales de la más diversa procedencia que ni siquiera tienen la voz impersonal de la voluntad de ser, sino que son palabra desnuda, objetos de piedra y aire, de vísceras y de agua. Palabras y no voz: esto no descarta la elación lírica o la imprecación; a veces pienso que la imprecación viene de y flota en los ríos contaminados. (86)

“Vigilia creativa”, “iluminación”, “búsquedas anacrónicas”, “luna”, “elación lírica”, “imprecación”… Son todos elementos centrales de la poesía romántica con la que Esteban comulga enteramente, al menos en su propósito de escribir un gran poema con el título Nocturno, que al mejor estilo de los románticos rescata, precisamente, “el mundo nocturno [que] representa la cercanía propicia en la cual el hombre se siente extrañado” (Bollnow, 80). Una extrañeza que se da en la medida en que se abandona a la oscuridad para ver desde

72 allí con la claridad de otros ojos que no son los del cuerpo, sino los del alma, pues “la noche significa la proximidad y la confidencia, en oposición al mundo más dilatado del día; la noche representa el estrecho dominio que rodea al hombre de un modo entrañable”(80), como diría Otto Friedrich Bollnow sobre el sentido de la noche en los poemas de Rilke. Así, el propósito del Nocturno de Esteban era funcionar como fragmento, como posibilidad de capturar el instante en una síntesis que tenía como propósito convertirse en la expresión de “la unidad de una fuerza creadora viviente en su tender infinito: ‘Al igual que un niño es, en realidad, algo que quiere llegar a ser un hombre, así también el poema es sólo una cosa natural que quiere llegar a ser una obra de arte’” (Schlegel, 21).

Después, ante el evidente estancamiento del proyecto de escribir ese gran poema largo, Luis no tiene reparos en responderle con alguna indulgencia: “No te quiero repetir lo que te dije cuando me forzaste a leer tus poemas. No sé qué resulte al ensamblar los fragmentos de un solo poema. Será una nueva y distinta unidad. […] Algún día tendrás que renunciar a tu pudor y lanzarte a que te lean y te critiquen: no pienses tanto en la inmortalidad. Cuando seas inmortal, hijo, estarás muerto. Por el momento debes reunir esos poemas en un libro —si insistes, en un poema— y publicarlo” (273). Y es que no se puede perder de vista que Luis es un literato que no solamente tiene una amplia formación sino que además es un experto en la sensibilidad —según él, anacrónica— de Rubén Darío, que está convencido de que “el asunto de la poesía son las palabras y que cree en la autonomía del objeto verbal: del poema como realidad aparte” (74). Dicha autonomía del objeto artístico es también un asunto eminentemente romántico, pues fueron ellos los que plantearon la “noción de la obra de arte como un todo propositivo autónomo” (Arnaldo, 14) y que le sirvió a Goethe para acuñar el término “conjunto característico”, con el que definió “la obra de arte como un todo íntegro anterior a la organización que cumple principios explícitos de perfección” (Arnaldo, 14). Todo esto significa que Luis y Esteban son un par de amigos que comparten una verdadera entrega y complicidad por las letras en su sentido más amplio y apasionado, y por eso actúan, al menos al principio, en concordancia con ello y aplicando un cierto sentido poético en sus vidas. Prueba de ello es que no permiten que los rijan motivaciones mezquinas, sino que viven con un cierto individualismo que les permite existir honestamente de acuerdo con los pilares y valores que consideran esenciales para hacerlo.

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Incluso, por la experiencia de Luis con la cátedra que dicta obligadamente de Teoría de la Literatura II, evita ahondar en esas dilucidaciones acerca de lo “serio-profundo-académico para brindar interpretaciones totalizantes del mundo” (61), y más bien se ocupa de cuestiones que él considera verdaderamente esenciales.

[…]pienso en el poco tiempo que le queda a un estudiante de literatura —después de tanto ladrillo sobre gramática, fonética, dialéctica y demás esdrújulas— para disfrutar de la fascinación de los buenos libros. Quisiera que gozaran con las Mil y una noches, con El Quijote, con cosas así. Establecer, a través de un proceso inductivo, la diferencia entre escribir bien y el arte de la escritura, que nos brinda el placer inigualable de los momentos de mayor goce intelectual y los recuerdos más gratos de la vida. Una guía de lecturas en que cada uno de estos muchachos se fabrique su imaginaria biblioteca personal, elaboren la lista de los autores más amados, enumeren los libros inolvidables y que son la verdadera teoría de la literatura uno, dos y tres, los libros amados otra vez. Una guía de lecturas con libertad de desviación. (61)

Esos intereses que él describe resultan del todo significativos, pues nada tienen que ver con el rigor académico de las lecturas obligatorias e impuestas, sino que se encuentran anclados en el disfrute de la vida cotidiana por medio del goce literario, estético, poético; es decir, un cierto placer ya conocido y experimentado por Luis y que él pretende contagiarles a sus estudiantes en la medida en que va en función de los sentidos y de la imaginación con experiencias ancladas en lo prosaico de la existencia. A lo que se suma que ese insistente rescate de la literatura que hacen Luis y Esteban es una de las claras huellas del romanticismo, pues tanto Esteban en su ejercicio de poeta como Luis en su oficio de crítico subliman la poesía en la medida en que no la consideran algo etéreo, abstracto y al margen de la cotidianidad, sino que la comprenden como una permanente presencia a la que aman como una fuerza vital, que los empuja hacia el escape del entorno abrumadoramente patético y sinsentido. Ella parece ser el motor redentorista de un “a pesar de todo” que se repite infinitamente; es decir, la poesía es la afirmación de que todavía vale la pena la vida aun a sabiendas de que, como ellos mismos lo expresan en diferentes momentos, se tiene que vivir en un planeta sobre el que “hay armas suficientes para destruirlo diez, cien, mil veces seguidas”(77), en un mundo con “esquemas que aniquilan toda libertad, toda posible expresión individual, y que pueden hacer predecible cualquier comportamiento humano”

74 (78), en un país de “curas y abogados educados en la liturgia de la palabra, gente que aprendió de memoria lo que sabe con los ojos cerrados” (323) y en una “sociedad despiadada” (507).

Las actividades que ambos desempeñaban al comienzo de la novela en relación con la poesía son por definición íntimas, solitarias y recogidas, y contrastan con la época en la que vivían, esos años setenta, en los que se habían impuesto “la imagen y el ruido, [y] destroza[do] los convencionalismos vigentes, todo lo que hemos hecho es endiosar lo joven, adorar la inmadurez ignorando que el tiempo también nos pasa, que nuestros dioses de libertinaje y anarquía, de alucinación y belleza, se transforman y nos abandonan cuando envejecemos” (186). Entonces ellos, dignos herederos del romanticismo, comprendieron el concepto de libertad no en un sentido limitado que les diera únicamente la posibilidad de romper las reglas, sino como “el privilegio de ser nosotros, de hacernos dueños de nosotros mismos” (en Berlin, 101), lo cual evoca los planteamientos filosóficos de Kant, para quien “el hombre es hombre únicamente porque elige […] es libre de elegir lo que desea” (Berlin, 101), principio que surgió por los mismos años en los que los novelistas epistolares crearon sus principales obras y paralelamente los románticos celebraron “todas las formas de desafío contra lo ‘dado’, lo impersonal, el ‘hecho bruto’ en la moral o en la política, o contra lo estático y lo aceptado” (Schenk, 12).

Y sí que eligieron Esteban, Luis y Raquel. Eligieron ir a su ritmo, no al del mundo que los rodeaba. El Luis del inicio construye su vida recogida, íntima y solitaria sobre los bastiones de sus propios estudios y poco le interesa militar en las rebeldías uniformadas de la época. “Ni hippies de la calle 60, ni guerrilleros, ni siquiera devotos de los círculos de estudios, tediosos ritos en los que un gurú que leía a Carlos Marx en voz alta, lo iba acotando con la interpretación más verdaderamente verdadera de la que era inútil disentir, sustituto de la misa dominical y del dogma católico” (45). Entonces, por no comulgar con la ideología de moda, con los de su época, llega a ser considerado un marginal, pero eso poco le interesa, porque el borde en el que se sitúa es justamente el de las letras, que para él no es un simple lugar de escape, sino un universo completo que le sirve para vivir a gusto y placenteramente,

75 disfrutando de lo que hacía, “embebido en la prosa modernista […], atiborrado, bombardeado por las fulguraciones de la prosa de Rubén Darío” (173).

Ahora bien, la construcción e inmersión en ese universo personal no implica que Luis se considere como un alienado que no se incorpora a las dinámicas de la sociedad; por el contrario, desde las lógicas y las reglas de su propio mundo se hace a él, encuentra un modo de abrirse un lugar en él sin sacrificar ni un milímetro de sus propias convicciones. Por eso es que trabaja en una universidad no como encargado de los pagos de las matrículas de los estudiantes, por ejemplo, sino como profesor de literatura; incluso, se le oye decir: “[…]me pagan por leer libros que me gustan” (48).

El hecho de no traicionarse a sí mismo, de amar el oficio, de permanecer fiel a una convicción personal, de creer en el poder, en el valor, en la importancia de la poesía y la literatura, equivale a una verdadera actitud romántica. Dice Berlin refiriéndose a los valores del romanticismo: “[…]la gente admiraba la franqueza, la sinceridad, la pureza del alma, la habilidad y disponibilidad por dedicarse a un ideal, sin importar cuál fuera éste” (28). Exactamente eso es Luis, pues desde que tenemos noticias de su salida del colegio, sabemos que se dedica a la literatura, al estudio de Rubén Darío, José Asunción Silva, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y los modernistas, y de ahí se desprende el planteamiento de su tesis de maestría, que no coincidencialmente “parte del supuesto de que todavía estamos viviendo el gran cambio que significó el romanticismo. Que los movimientos posteriores —llámense simbolismo, modernismo, posmodernismo, vanguardias, surrealismo, expresionismo— no son más que episodios de ese gran movimiento espiritual, fruto del individualismo, que es el romanticismo” (80). A lo que se suma un especial énfasis que Luis hace en el Modernismo, pues partía del supuesto según el cual este movimiento literario “fue otra manifestación, y no la última, del romanticismo” (426), con un rasgo especial al que él mismo denominó, con un cierto tono paródico, “La internacional modernista” y que consistía en el hecho de que al final del siglo XIX, esta corriente ejerció una clara influencia en la cultura, en la medida en que fue:

76 […]formuladora de ciertas utopías y creadora de moldes estéticos mucho más perdurables en la retórica latinoamericana: un romanticismo con el sentido modernista de la elegancia. La internacional modernista precede y equivale a la internacional del bolero y de la música latinoamericana en nuestros días. En una época en que las retóricas populares no disponían del disco, ciertos escritores — Rubén Darío, Vargas Vila, Gómez Carrillo, Martí, Rodó, Gutiérrez Nájera, Silva, Machado […]— forjan unos arquetipos de belleza en el lenguaje que se prolongan a través del siglo XX en todos los niveles —el sentido de la decoración, las normas de cortesía, la retórica de los oradores político y del periodismo de página editorial—. Y la misma canción latinoamericana, principalmente el bolero. (563)

Esa teoría de Luis llega a confirmar de algún modo su linaje romántico, pues a pesar de que él mismo considera anacrónica la sensibilidad de Rubén Darío, y, probablemente, a él mismo como su adorador, llega un momento del relato en el que su percepción da un giro. Sucede el 2 de abril de 1973, cuando Luis se encuentra de paso en Miami, en compañía de Ester Fernández, la madre de Raquel, y Mariano Arroyo, su esposo, para dirigirse luego a Saint Louis donde dictaría una charla precisamente sobre el tema de su tesis. Y allí, camino al aeropuerto, oye a Arroyo recitar de memoria un verso de Rubén Darío que le generó

[…]una emoción absolutamente actual, de mi tiempo, propia de mi sensibilidad de hijo de los sesenta. El poema fue escrito ayer por la mañana. Y fue escrito por un gran poeta. Y esto me dio el ánimo que significa descubrir que no llevaba a San Luis un acápite de esa inmensa acta de defunción de vieja poesía que es la crítica académica. Traje a esta ciudad una lectura acerca de un poeta que se oye con naturalidad, como sedante para alguien que conduce por una autopista y como iluminación de poesía a quien lo dice y a este cándido profesor de Teoría de la literatura-dos. (143)

Pareciera como si ese instante de emoción contenida de Luis y su subsiguiente reflexión, le sirvieran a Jaramillo Agudelo para dar a entender que por muy atemporal que pueda parecer, ese tipo de sensibilidades y de poéticas encuentran cabida en el mundo actual y que se les subestima al creerlas extintas, cuando, en realidad, sobreviven en sujetos que, como Luis y los de su entorno, no ven contradicciones entre el hecho de amar la poesía e incorporarla como forma de vida a un contexto que se les presenta hostil. Ese es otro de los indicios que muestran que la novela de Jaramillo Agudelo tiene hondas huellas románticas, en tanto constituye una “protesta pasional contra cualquier tipo de universalidad” (Berlin, 27). En otras palabras, lejos de presentar a Luis como un personaje deprimido, amargo y débil por el imperativo según el cual debe enfrentarse o resignarse a un mundo hostil, crea a

77 un ser de palabras, “de un optimismo brutal” (Berlin, 35), que reafirma su existencia desde los márgenes, pues nunca, al menos al comienzo, muestra contemplaciones nostálgicas sobre la belleza del pasado ni violentas conductas contestatarias ante los factores del mundo con los que no coincide, sino que su estudio del romanticismo con miras hacia el modernismo es una actitud del todo positiva, en la medida en que es creativa y propositiva, y que se fundamenta en la auto elaboración de una interioridad rica, que se desborda en el ámbito privado y que es lo que le permite no sólo soportar el entorno, sino encontrar en él el suficiente goce para justificar la existencia; goce que Talleyrand, sobresaliente de la Revolución Francesa, llamó “el verdadero plaisir de vivre” (Berlin, 25). Goce que en Cartas cruzadas se traduce también en el disfrute de las cosas más sencillas: el buen comer, los buenos libros, la buena música…

Algo similar ocurre con Esteban, que sin ninguna formación literaria privilegia el valor, la importancia y la función de la poesía en su vida cotidiana, como “una resistencia a aquello que lo oprime” (Berlin, 112). Poco y nada le importa publicar, le basta simplemente “el placer de la lectura y el esporádico placer de componer unos versos que me ayuden a vivir” (522). Versos que a pesar de que nunca cristalizan en el extensísimo Nocturno con el que soñaba —que después cambia su nombre a Una noche— le hacen fantasear secretamente con que si su “nombre llega a salir en un diccionario, ahí dirá ‘poeta colombiano’” (272).

Esa idea recuerda al filósofo Friedrich Schelling, para quien “las únicas obras de arte valiosas son aquellas que, semejantemente a la naturaleza, expresan las pulsaciones de una vida no completamente consciente” (Berlin, 135). Así, Esteban, con la ensañada ironía que le da la certeza de que nadie va a cambiar el mundo, se entrega a un proyecto poético que lo consuela, mas no por servirse de él como un vomitorio, sino como “un universo autónomo18 donde puedo alucinar de la misma manera que la música es capaz de llevarme con ella a un mundo sin tiempo” (127). Mundo consagrado más bien al instante y al momento que a la continuidad de una serie de acontecimientos. Esteban recuerda así a los

18 Como ya se había visto, el asunto del poema como universo autónomo es una herencia romántica que en la novela se subraya en varias ocasiones y que tiene un significado definitivo, pues implica que las ideas o los versos son, como lo formuló Schlegel, “siempre dinámicos en sí mismos” (Arnaldo, 232).

78 escritores románticos que “dieron testimonio de una experiencia profundamente significativa en la que un instante de conciencia, o también un objeto o acontecimiento ordinarios, estalla de pronto en una revelación; el momento insostenible parece detener lo pasajero y se describe a menudo como una intersección de la eternidad con el tiempo” (Abrams, 391). Esto se refleja en una de las primeras versiones del Nocturno, que quedan consignadas en la novela (ver Anexo Nº. 3).

Ese oficio de poeta al que Esteban se dedica fervorosamente en las noches no le roba su conexión con la realidad del mundo al que pertenece, porque él tampoco es un alienado que se evada definitivamente de su contexto, sino que sigue con su trabajo habitual de comentarista deportivo y lidiando con todas las circunstancias de su existencia, sólo que encuentra, como Luis, la forma de reconciliarse con el entorno incorporando a su vida el valor de la poesía, no como una imposición, sino con la voluntad de producir algún tipo de belleza, de experiencia estética como fin verdadero y último de la vida. Se trata de una experiencia dada por la poesía misma que, según Shelley en su Defensa de la poesía, es capaz de hacer que “los objetos familiares sean como si no fueran familiares” (en Abrams, 390). Una posibilidad que la poesía abre a los sentidos para que anestesiados a fuerza de experimentar la costumbre, despierten de nuevo y perciban con frescura, asombro y desaprensión aquello que ya conocen a fuerza de ver, pero que es nuevo en tanto experiencia renovadora. En ese sentido, Shelley añade: “La poesía vence a la maldición que nos ata a estar sometidos al accidente de las impresiones que nos rodean… Reproduce el Universo común del que somos partes y percipientes, y purga de nuestra visión interior la película de la familiaridad que oscurece para nosotros la maravilla de nuestro ser… Crea de nuevo el universo, después de que ha sido aniquilado en nuestros espíritus por la recurrencia de impresiones que la reiteración ha hecho romas” (en Abrams, 391). Es equiparable entonces el personaje de Esteban a la figura del romántico que impera a comienzos del XIX; es decir, a:

[…]un Beethoven despeinado en su buhardilla. Beethoven es un hombre que ejecuta lo que hay dentro de sí. Es pobre, ignorante, grosero. Sus modales son malos, sabe poco, y tal vez no sea un personaje muy interesante si ponemos a un lado la inspiración que lo lleva hacia adelante. Pero él no se traicionó. Se sienta en su buhardilla y crea. Y lo hace de acuerdo con la luz interna que lo inspira, y esto es todo lo que un hombre debe

79 hacer; es lo que lo convierte en un héroe. […] Pues es un hombre que se ha dedicado a un ideal, que ha dejado el mundo a un lado y que representa las cualidades más heroicas, más espléndidas, de mayor sacrificio de sí mismo que un ser humano pueda poseer. (Berlin, 32)

Ese rescate y esa valoración que Luis y Esteban hacen de la poesía los consolidan como personajes típicamente románticos, porque la elección, conciente o inconsciente, de hacer de la poesía el eje sobre el que pendulan sus vidas demuestra que son capaces de ejercer la libertad innata y original que les otorga el privilegio de ser ellos mismos y de hacerse dueños de sí. Ahora bien, ese mismo aspecto demuestra que asumen esa libertad para incorporar la poesía a sus vidas de una manera prosaica; es decir, asumiendo que si existe algún motivo por el que vale la pena vivir, ese es la poesía, porque ella acompaña día a día eso que es la vida, esos días que “uno tras otro son la vida”19. De ahí se desprende un paralelismo innegable con la poesía romántica del poeta inglés William Wordsworth, sobre la que su contemporáneo Samuel Taylor Coleridge sostenía que su fin era:

[…]dar el encanto de la novedad a cosas de todos los días, y excitar un sentimiento análogo al sobrenatural despertando la atención del espíritu del letargo de la costumbre y dirigiéndolo hacia el encanto y las maravillas del mundo que se extiende ante nosotros; tesoro inagotable, pero para el cual, a consecuencia de la película de familiaridad y solicitud egoísta, tenemos ojos pero no vemos, oídos y no oímos, y corazones pero ni sentimos ni entendemos. (En Abrams, 385)

Todo ese sentido de lo prosaico es lo que invade las vidas de Luis, de Esteban y de Raquel, en todas las dimensiones que abarca: el amor, la amistad, la poesía, la intimidad… pues comprenden que el espíritu no es algo que está por fuera, deambulando para asomarse al discurrir de la vida de vez en cuando, sino que, por el contrario, está en la vida misma, en la poesía que acompaña su trasegar, en esa vida que no se detiene, no por su condición cíclica, pero sí por “la voluntad y el hombre como acción, como algo que no puede ser descrito ya que está en perpetuo proceso de creación” (Berlin, 183). Se trata de la certeza que tienen acerca de que la vida no se encuentra en “lo sublime y lo bello” (Abrams, 422), sino que, como Breton, asumen, sin cuestionarlo mucho, sin demasiadas reflexiones que “la vida está en otra parte” y que “esa otra parte” no puede ser una distinta de la cotidiana y aunque

19 Ese imposible dejar de recordar aquí esa frase de Aurelio Arturo que cita Jaramillo Agudelo para referirse a su propia vida.

80 pareciera una paradoja decir que “esa otra parte” es la circundante, la real, su inspiración surrealista permite deducir que era en la intención de la mirada y en las asociaciones que establecía donde se podía encontrar esa “otra parte”, ese “otro sentido”. Sentido que Luis y Esteban hallan en una poesía y una vida prosaicas, donde “‘el hombre sabio se maravilla ante lo usual’ y ve ‘lo milagroso en lo común’” (Abrams, 422), a sabiendas de que eso era lo que valía la pena explorar y poetizar: “Abrazo lo común, exploro lo familiar y lo bajo y me siento a sus pies” (Abrams, 422), según diría el escritor William Hazlitt.

No sobra aclarar que todo esto se percibe en el tono familiar y coloquial de las cartas que Luis y Esteban se envían; es decir, en ningún momento ellos emplean una escritura ensayística rígida que se desvíe de la cotidianidad cuando hablan en sus cartas de sus vínculos afectivos con la poesía o con el amor. Todo sucede dentro de ese marco que se abre como una declaración abierta de ambos por demostrarse que, a pesar de la distancia y de los diferentes rumbos de la vida de cada uno, siguen leales, juntos y solidarios en esa relación de amistad que tejieron desde la infancia. Ahí, en ese sentido de la familiaridad es donde se halla también el afecto prosaico que estos dos amigos se profesaban. Por eso, se leen episodios en los que se reconstruyen diálogos de conversaciones pasadas o se vuelven a contar acontecimientos recientes que incluso vivieron juntos; es decir, acontecimientos que entre ellos no habría necesidad de rememorar más que para criticarlos o para detenerse en algún aspecto puntual, porque ambos vivieron y compartieron la experiencia, pero aun así desean saber el punto de vista del otro o verse a sí mismos desde la mirada del otro. Así sucede, por ejemplo, con el día del matrimonio de Cecilia, la hermana de Luis, con Moisés Zuluaga, un ex compañero del colegio de ellos al que llamaban habitualmente ‘Pelusa’, un par de personajes que de modo silencioso van adquiriendo un rol esencial en la historia. Precisamente, en la carta de Luis del 4 de septiembre de 1974 se encuentra el siguiente reclamo:

Cuán Estonto: Dejé pasar todo agosto sin atreverme a mandarte este reclamo. Esto no es una carta. Esto es un reclamo. Sé que estuviste lanzado a la rumba con Claudia, pero eso no es pretexto para que te calles de esa manera. […] Todavía me debes la crónica del matrimonio. Me sirvió mucho el consejo —¿o regaño?— que me diste cuando estaba tan ofuscado con la vestimenta que me tocó llevar: fue simpático vivir todo el ceremonial como una obra de teatro, como una puesta en escena en la que yo tenía un papel y, por lo tanto, un disfraz. (179)

81

Es posible, entonces, darse cuenta de que no se trata de un recurso narrativo que emplee Jaramillo Agudelo para dar cuenta del transcurrir de la vida de sus personajes, sino de un cierto afán de Luis y Esteban por relatar la cotidianidad, por mantener una actitud narrativa, que va en concordancia con su amor por la literatura, por el verso, por testimoniar, cimentar y reelaborar con palabras el transcurrir de la vida.

Otras voces En el segundo grupo de cartas de la novela, Jaramillo Agudelo va incorporando también las voces de otros personajes que esporádicamente se escriben cartas y van enriqueciendo y enredando la historia. Algunas de ellas dirigen una que otra carta a las principales voces narrativas; es decir, a Esteban y a Raquel, y, en otros casos, son las voces protagónicas las que describen a esas otras voces o a esos otros personajes al margen, algunos de los cuales nunca escriben una sola carta. Este tipo de personajes se conocen como “figuras aludidas, puesto que en las cartas se evocan figuras que pueblan la microhistoria que constituye cada carta” (Spang, 648).

La primera de esas otras voces que aparece es María, la segunda hermana de las tres hijas de la familia y que le sigue en edad a Raquel, con una primera y única carta dirigida a ella el 5 de noviembre del 71, en la que, tras enterarse de que está viviendo con Luis, le desea que sea muy feliz con él y que ese amor le “dure para siempre” (20), no sin antes hacerle saber que conoce a la familia de él, que también vive en Medellín, y que puede certificar que “son gente decente, aunque no pertenecen a nuestro círculo social” (21). Sólo con esa frase, María se muestra al lector tal como es. Más tarde, la misma Raquel, en una extensa carta fechada el 30 de noviembre de 1983 —y que más adelante analizaremos en el apartado “La carta de la hondura y el amor”—, describirá a María como una mujer “puritana y anticuada” (41), que dedica su vida al hogar: cuida a sus tres hijos, vela por la moral y las buenas costumbres, lo que equivale a guardar las apariencias, y por su matrimonio con Maximiliano Henao, un abogado que ejerce como miembro del Directorio Liberal, que se lucra con comisiones de contratistas del Estado y que estaba integrado por completo a los valores de la sociedad antioqueña, lo que para Luis y Esteban constituía ser “un alienado” (50). En esa

82 misma ala “alienada” de la familia de Raquel también se encuentra su padre, don Rafael Uribe, que se había dedicado toda su vida a la administración de una agencia de textiles. Son todos ellos seres convencionales, que le rendían gran pleitesía al “deber ser” establecido por los valores y las convenciones sociales; un tipo de gente que hacía parte de raza en decadencia y que, al parecer de Esteban, se había “agotado a sí misma y que comienza a sentirse acorralada. Una casta de individuos que se creen de buena familia y que, cuando quieren reconstruir su tradición y hallar sus blasones, descubren que las familias más viejas, cuando mucho, no tienen cien años” (27).

El 2 de enero del 72 aparece otra voz fundamental en el relato: la de Claudia, la hermana mayor de María y Raquel, con una brevísima carta dirigida a Raquel, que es la menor, y con un tono que contrasta con el de la carta de María, pues Claudia le manifiesta que se ha enterado de que está enamorada y que le escribe con el único propósito de que sepa que está con ella en lo que necesite y que, al igual que Juana, su pareja, le “desea toda la felicidad del mundo” (60). También le hace saber que habló por teléfono con la madre de ambas. Esta carta resulta clave, pues en sólo seis líneas informa sobre la existencia de otros dos personajes que aunque nunca escriben cartas, van adquiriendo un rol importante a medida que se va desarrollando la historia; ellas son Ester Fernández, la madre de Raquel, y Juana, la pareja de Claudia, de todas ellas se tendrán mayores noticias más adelante. Lo más interesante es que en esa carta tan corta de Claudia, que luego escribirá con alguna frecuencia más cartas a otros personajes, Jaramillo Agudelo parece estar introduciendo la figura de tres personajes que se contraponen a los arquetipos que son presentados en la carta de María (Maximiliano, don Rafa Uribe y la misma María), pues las mujeres de la carta de Claudia (Ester, Juana y la misma Claudia) han evadido esa moral que rige a los otros, ellas se salieron del margen impuesto, fueron capaces de hacerse a otras vidas, menos impositivas y más libres y que también aparecen en la novela con la forma de esas “otras voces”.

Ester Fernández, madre de Raquel y ex esposa de Rafael Uribe, nunca escribe cartas en esta novela y todo lo que se sabe de ella es por el relato de terceros, como cuando es definida por Esteban como “el arquetipo de la mujer que prefiere el amor al deber” (88), porque, sin

83 duda, encabeza la lista de los personajes transgresores de la novela, pues desata un escándalo social por la insólita manera como procede cuando abandona a su reconocido marido para irse a los brazos del psicoanalista de moda que le estaba tratando su adicción al alcohol, un hombre que, desde la mirada de Raquel, vivía “perdidamente enamorado de su mujer” (217) y que había dejado la siquiatría para dedicarse a la pintura de paisajes marinos. Incluso Esteban recuerda cómo se comentó en su casa el episodio: “[…]la mala era una mujer que dejaba tres hijas. Tal vez recuerdo todo esto porque siempre me interesé en los hijos sin padres, como yo. El malo, también era el siquiatra que abusaba de su profesión para enamorar a una débil alcohólica. El mártir era el marido y las víctimas, tres niñas que se quedaban abandonadas” (89). Pero lo cierto es que la “mujer mala”, que no duda en abandonar a su esposo y a sus hijas para irse con “el hombre de mi vida” (356), como ella misma lo llama, según los recuerdos de Raquel, siempre encontró la forma de seguir en contacto con las víctimas, que no dejaron de adorarla, pues según le cuenta Luis en la carta de mayo 29 del 72 a Esteban, después de que Raquel le ha revelado la historia de su madre, Ester les hizo saber a ella y a sus hermanas que, a pesar de que residía en Miami, estaba disponible siempre que la necesitaran, y lo hizo por medios alternativos de comunicación, a sabiendas de que su ex marido no soportaba que la mencionaran en su presencia.

Y como si la afrenta de Ester Fernández no hubiera sido suficiente para don Rafael Uribe, luego tiene que lidiar con Claudia, su hija mayor. Ella es una de esas “otras voces” que ocasionalmente escriben cartas en medio de este río epistolar, pero cuya presencia es esencial en la historia. Sus ideas, sus miradas frescas y tan críticas se conocen más que nada gracias a los relatos que hace de ella Esteban en sus cartas y su diario. A los diecisiete años tiene a Boris, el primer y único hijo de un matrimonio que le duró poco y que la hizo volver a la casa paterna para protagonizar las más violentas asonadas contra su tradicional hermana María y su conservador padre, tras declararse lesbiana. Entonces, harta de la moral imperante del Valle de Aburrá, la muy divertida, aguda, jovial, extrovertida y directa Claudia deja a Boris a cargo de María, parte a Nueva York y se dedica a manejar equipos de radiología en un hospital de la Gran Manzana, una profesión que le debe a su pareja Juana, con quien lleva seis años de relación, una mujer mucho mayor que ella, pero que aparenta menos años de los que tiene; entre otras cosas, por la mayor virtud que posee, según

84 Raquel: “un hálito de tolerancia, de apertura de espíritu que nos ayuda a quienes hemos estado cerca de ti” (320).

Como se puede ver, esas “otras voces”, que aparecen en unas pocas cartas de la novela, se van poniendo al servicio del tema familiar y van esbozando el contexto más cercano de la vida de los protagonistas, y, lo más importante, es que Jaramillo Agudelo las incluye epistolarmente, sin valerse de otros recursos narrativos, sino que mantiene la figura de los carteantes en los personajes que así lo admiten y no fuerza a otros que no tienen ningún interés en la escritura a dar cuenta de sí mismos por medio de cartas que parecerían fingidas, sino que los integra al relato por medio de las figuras centrales o de esas “otras voces”.

Es así como a partir de la siguiente carta de Claudia a Raquel, fechada el 30 de abril de 1974, se empiezan a conocer detalles de su vida que la van configurando como un personaje central, pues en esa carta le cuenta a Raquel que irá a Colombia a tomar vacaciones de verano y que el único propósito de su viaje es ir “de rumba” (167), lo cual se traduce en que quiere tomar y convertirse “en una aspiradora” (166) de cocaína. Claudia es una mujer que ha vivido desordenadamente, en su “caos”, como ella misma lo define durante una conversación que a su llegada sostiene con Luis cuando los visita por primera vez en su “caja de fósforos” de Bogotá. Un diálogo que luego Luis rememora y reconstruye en una carta del 5 de julio del 74, que le envía a Esteban, y en el que Luis le sugiere llevarse a Boris a vivir con ella, con una frase que él emite y que funciona casi como una sentencia: “Viviendo con el niño —me atreví—, eso te obliga con el único mandato que acepta un anarquista, que es el mandato del amor” (178). Esa sentencia de Luis se enarbola en ese momento del relato como un principio ético de Luis, quien empieza a establecer relaciones de compromiso afectivo con Claudia y Boris; lo cual, refuerza la idea de que él no sólo es un hombre lúcido, metódico, sobrio y bien educado, sino que tiene principios románticos en función del amor de pareja y de familia.

Durante ese viaje, Claudia también visita Medellín y después de varios días de disfrutar de la rumba pesada, es atacada por lo que ella misma denomina “Santa Hepatitis”, porque no puede volver a tomar bebidas alcohólicas “y, por lo tanto, no necesito la cocaína” (201),

85 presentes ambas en la rumba pesada que compartió con Esteban, con quien trabó una gran amistad. Es que no se puede olvidar que los personajes del círculo de Luis y Raquel no tenían miedos ni reparos de construir lazos de verdadero amor, basados en la solidaridad, pero de una entrega absoluta que surgía casi a primera vista y hacía que se prodigaran un afecto honesto, transparente y sin reservas. Claudia dirá en su siguiente carta a Raquel, del 2 de octubre del 74, que su gran adquisición de ese viaje fue Esteban, al que define como “un nuevo colono en mi corazón. Mi parejo” (200). Sin embargo, ni el hecho de llevarse a Boris a vivir con ella ni la Santa Hepatitis cambian en nada su esencia, pues es justamente esa voluntad vital, desacralizadora y desparpajada lo que la une a Esteban, que nunca deja de lado su irreverencia constante. Incluso la voz de Claudia y la de Esteban permiten construir mutuamente a estos dos personajes; por ejemplo, en la carta del 74, Claudia sostiene: “No conocía a nadie como Esteban, más pesimista y más crítico con la hipocresía y la decadencia de esta sociedad en ruina. Escuchar sus diatribas reforzaba las causas de mi huida y mis disentimientos con la patria chica” (200). Y, a su vez, en la entrada del 15 de agosto de 1980 del diario de Esteban, él dice de ella: “Uno tiene el pasado que se merece y Claudia se da el gusto de escogerlo cada día, según el clima y el color que le sea más adecuado para seguir viviendo con la alegría que tanto le admiro” (398).

Pero es definitivamente desde la voz de Esteban, en sus cartas y en su diario, que se retrata a Claudia, pues ella no es una carteante frecuente, a pesar de que sobresale como un personaje central, porque “posee las virtudes de la lucidez. Virtuosamente las posee, es decir, con discreción, casi con inconsciencia. No es una gran filósofa, ni una erudita o una académica […]. Ella tiene el poder de interpretar ciertas cosas, de observar a la gente desde determinado ángulo que resulta iluminante para mí. Ella le aporta a mi visión del mundo. Crezco cuando estoy a su lado” (537), escribe Esteban en la entrada de su diario, del 26 de diciembre de 81, cuando rememora una conversación que sostuvo con ella y que le revela que lo más especial que hay en pasar un tiempo con ella es su particular sagacidad, su forma distinta de comprender la realidad por su temeraria y deslumbrante brillantez. De hecho, es tan fuerte el lazo que se teje entre Claudia y Esteban que las dos únicas cartas que Esteban envía a alguien diferente de Luis son las que dirige a Claudia y las únicas cinco cartas que escribe después Claudia tienen como único destinatario a Esteban. Con detalles como este

86 se va haciendo visible que Esteban es definitivo en la vida de todos los personajes de la novela; en ocasiones parece que todos gravitan en torno de él. Así lo demuestra también una carta que Claudia le escribe el 30 de noviembre del 75, en la que le confiesa: “[…]te escribo por puros celos. Ayer me llamó Luis para leerme párrafos de tu carta. Nunca he sido gran corresponsal, pero me lancé a escribirte por el único placer de recibir una carta tuya, que ya me debes por el solo motivo del envío de ésta” (268). Ese tipo de frases aparentemente sueltas o perdidas en medio de un relato de mayor envergadura o de otro tema, refuerzan la idea de lo importante que era para ellos el amor fraternal, la solidaridad, los lazos y la intimidad, pues esa petición de Claudia por una carta de Esteban es también un reclamo sutil por obtener una demostración de afecto, al tiempo que hace evidente la importancia que tenía para ellos el género epistolar, puesto que el hecho de que Luis consintiera la idea de leerle a Claudia unas líneas de la carta que Esteban le había enviado, muestra que la compañía de este era tan grata y gozosa que sólo podía sustituirse con el destello de su presencia que él mismo dejaba consignado en sus cartas. Es decir, un nivel de placer epistolar, proporcionado por su faceta de escritor de cartas, donde salía a relucir la verdadera poesía que tanto anhelaba escribir20.

De ese modo, se va haciendo evidente un aspecto que resulta central en la novela y es que muchas de las cartas que conforman esas escasas “otras voces” se pueden clasificar dentro de la categoría que Guillén denomina lettere amorose, en la medida en que están cargadas de un profundo afecto entre los carteantes. Es más, dentro de este grupo de cartas encajan perfectamente las tres y únicas cartas que se envían Raquel y Luis, y aunque resulta curioso ubicarlos a ellos dentro de las otras voces cuando en realidad son los protagonistas de la historia de amor sobre la que está vertebrada la novela, las de ellos son voces que en su trato directo no conocemos como lectores, pues como ya se ha visto, su amor es completamente presencial, lo cual significa que como ninguno de los dos experimenta la ausencia del otro, al menos al comienzo de la novela, no tienen necesidad de escribirse mutuamente. Esas tres atípicas cartas se escriben en las dos únicas oportunidades que ellos

20 En este punto, vale la pena recordar que para Jaramillo Agudelo la carta es una forma de poesía que habla al oído.

87 separan; la primera es de Luis a Raquel, fechada el lunes 2 de abril de 1973, cuando viaja a Saint Louis, Missouri, para exponer uno de los capítulos de su tesis por invitación de un profesor universitario. Ellos llevan a penas un año y medio viviendo juntos y la carta es una honesta declaración de la necesidad que él tiene de ella, donde se leen enunciados así: “No había estado ni un solo día sin ti”, “me despierto asustado”, “te extraño”, “me haces falta”, “quisiera tenerte”, “siento que tus dedos no estén entrelazados con los míos”, “te ansío”, “deliro por ti”, “me encuentro aquí solo, incompleto”. “¿Para quién mi beso si tú no estás acá, con quién mi goce de los descubrimientos, si no es contigo al lado, para qué la noche sin tu cuerpo junto al mío, sin tu suspiro, sin tu gemido, sin tu beso que me hace flotar fuera del tiempo?” (131-32).

Durante esa misma separación, Raquel le escribe una carta a Esteban (la única de toda la novela) en la que de entrada le pide perdón por escribirle cuando en realidad a quien desearía hacerlo es a Luis, pero como “el correo es más lento que su regreso”(146), ella no puede contener más la “prisa por decirle a alguien, si no es él, que sea su mejor amigo, que me estoy volviendo loquita sin él”(146). Entonces describe la experiencia de la ausencia de Luis como “algo más patológico que la simple afirmación de una mujer enamorada” (146); a tal punto que dice estar segura de que

[…]todos los objetos que me rodean están insuflados de su presencia secreta pero real. En cada cosa ha quedado el registro indeleble de su tacto, de su mirada, de su sola presencia: entonces, de súbito, soy parte de un espacio que invoca a Luis, que lo requiere como parte de su oxígeno propio; aquí me confundo con los discos, los muebles, las ropas, los utensilios de cocina. Soy materia sumada a las demás materias que componemos el territorio de Luis, las cosas que necesitamos el aliento de Luis, la presencia de Luis, las caricias de Luis. Somos un sistema gravitacional autónomo donde el planeta mayor ha desparecido y todos los objetos estamos marchitándonos sin encontrar nuestro centro. (146)

En las cartas de ambos se puede ver que aluden a un sufrimiento personal que se despierta por la ausencia del otro, mas ninguno de los dos manifiesta estar sufriendo por la certeza de saber que el otro sufre también ante su ausencia. Es decir, que ni en la mente de Luis ni en la de Raquel hay cabida para la compasión, a la que Barthes se refiere como uno de los elementos que componen el discurso amoroso de los amantes, lo que significa que sufren

88 por ellos mismos, pero nunca se les oye decir: “Me duele el otro” (Barthes, 64), a sabiendas de que se “sabe[n] desdichado[s]” (Barthes, 64). Sin embargo, el sufrimiento del que ambos son presas es aceptado con la complicidad de su propia voluntad, pues “el amor, cualquier amor, implica un sacrificio; no obstante, a sabiendas escogemos sin pestañear ese sacrificio. Éste es el misterio de la libertad, como lo vieron admirablemente los trágicos griegos, los teólogos cristianos y Shakespeare […]. La libertad encarnada en un cuerpo y un alma…” (Paz, 147).

Ese mismo sacrificio de la ausencia se repite en las dos cartas que Luis y Raquel consignan mutuamente en el mes de julio de 1978, cuando se separan por unos quince días porque Raquel, después de haber terminado con adelanto todas las materias de su carrera de periodismo para poderse ir con Luis en 1975 a Nueva York para que él continúe con sus estudios de doctorado en literatura, deja inconcluso el último requisito para graduarse: la tesis; por lo que en el verano del 78 se tiene que regresar a Colombia para presentarla. Ella planeaba un viaje de un mes, pero desde el primer día se esmera en lograr que sea menos para poder regresar pronto junto a Luis y al final consigue que sean solamente quince días; y todavía con la reducida separación, en esas dos cartas que se escribe la pareja hay un elemento común y es que ambos evitan estar en sus casas para huir de la fiereza de la sensación de ausencia del otro. Así, en su carta del lunes 3 de julio, Raquel no da cuenta de sí misma, del viaje ni de las expectativas que tenía de estar en Bogotá, solamente relata que se siente incompleta por la ausencia de Luis: “Mi amor: Te escribo sin estar en mí, por completo desacomodada en mi tierra que no es mía. No estoy en ninguna parte si no estoy a tu lado, contigo. Si no puedo tocarte” (320). Luego añade la sensación que le produce llegar a la “caja de fósforos” e imaginarse a sí misma “sola, de noche, acostada en nuestro sofá y supe que no podría. ¿Cómo sería de noche si […] las cosas palpitaban preguntando por ti, reclamándome que no te traía conmigo” (321). Algo igual le sucede a Luis, pues en su relato del sábado 8 de julio le cuenta que desde su partida ha rehusado llegar a su casa, “para huir de la soledad. Esta semana, Claudia ha tenido días libres y hemos ido a ver béisbol y a cine todas las noches. Luego, yo finjo gentileza —ella sonriéndome burlándose de mí, se aprovecha de mi debilidad— y me ofrezco a llevarla hasta su casa. Al llegar, ritualmente me

89 pregunta si quiero una cerveza o un café que acepto antes de que termine la frase y me monto en una conversación que termina en la invitación a que pernocte allá” (321).

Ese gesto de desesperación que cada uno tiene por la ausencia del otro y que los obliga a huir del lugar consagrado al amor, refuerza las ideas que ya se han analizado sobre la forma en que ellos construyen su amor: en primer lugar se ve que el día a día de su amor es posible sólo por la presencia infaltable en la vida personal del ser amado y, en segundo lugar, se hace evidente que una parte de la solidez de su relación se basa en las declaraciones verbales de la necesidad que tienen del otro (cuando alguno de los dos está ausente) o de la satisfacción que les genera la presencia del otro (cuando están junto a él). Entonces, el hogar se presenta aquí como el espacio de la intimidad, que le da sentido a la vida y que permite saciarse y darle orden al caos de la existencia. Por eso es que, en caso de que las separaciones se hubieran prolongado más de lo debido, amenazaban con la pérdida de la cordura y de la lucidez, precisamente por la sensación de estar incompletos, como lo manifiesta Luis en su primera carta: “Anoche me descubrí diciéndote que había coca-cola en la nevera de la habitación; necesité que no me contestaras para darme cuenta de que deliro por ti. Esta mañana la ilusión —¿será ilusión?— fue al contrario; me desperté porque oí tu voz que decía: ‘Son las siete’” (132).

Esas son las tres únicas cartas que se escriben Raquel y Luis, pues, como ya se ha visto, su amor es desde el comienzo presencial, por lo que nunca tienen la necesidad de escribirse cartas, ya que, en palabras de Spang, la distancia espacial es “la principal e imprescindible motivación de la redacción de cartas; si hubiera contacto presencial sobrarían” (646). De ello se desprende además un hecho del todo significativo y es que Jaramillo Agudelo les otorga voz escritural o, más bien, posibilidad de ser carteantes con cierta regularidad a personajes que no sólo adquieren un lugar preponderante en la historia, sino que también encajan dentro de ese estilo y sentido romántico del que está cargada la novela; es como si con esto él quisiera decirles a sus lectores que sólo vale la pena que escriban aquellos cuya voz tiene algo para aportar algo en términos del “respeto a la individualidad, al impulso creador, a lo único, lo independiente, a la libertad de vivir y actuar a la luz de creencias y principios personales, no dictados, de necesidades emocionales no deformadas, al valor de

90 la vida privada, de las relaciones personales, de la conciencia individual, de los derechos humanos” (Schenk, 13), valores todos románticos descritos por el teórico Isaiah Berlín en el prefacio de El espíritu de los románticos.

Otro aspecto significativo por el que las cartas de las “otras voces” se pueden considerar como lettere amorose es porque muchas de ellas desde su sentido epistolar van presentando otras visiones, posturas y modos de vivir el amor, que enriquecen el tema central sobre el que se erige la novela y que ocupa un lugar preponderante porque en su existencia, en su posibilidad, en su materialidad y en lo tangible que resulta para los protagonistas y algunos otros personajes de la novela, se da cabida a una idea que subyace en todo el relato y es que se vive por amor.

Así sucede con el amor que se tienen los padres de Esteban, que son presentados por él a lo largo de todo el capítulo tres, por medio de su diario y sus cartas a Luis, con ocasión del fallecimiento casi simultáneo de ambos y que tiene su origen en el momento en que su padre, ese patriarca de los negocios cae enfermo. Entonces, el 10 de diciembre de 1972 Esteban escribe en su diario el recuento de lo que ha ocurrido, así:

Mientras él estuvo en la clínica, nunca les oí hablar. Pero ella le adivinaba todo, como si él le pidiera lo que necesitaba con presiones de su mano, en un sutil juego del tacto. […] [Ella] Tenía ganas de morirse. Como si adivinara que no podría sobrevivirlo. Sin él, el aire sería insuficiente. Tenía miedo de habitar un mundo donde no estuviera mi padre. No sé si esto era amor o si se trataba de ese acostumbramiento que es el más semejante sustituto del amor. O si era una división de tareas tan estricta entre uno y otro, que cuando uno de los dos presiente que el otro le va a faltar, se enfrenta al horror del vacío, a la impotencia para realizar por sí mismo las tareas que correspondían al otro, a la certeza de no poder ver una madrugada sin percibir la respiración de su otra mitad que duerme al lado. Se dejó morir. Renunció, incapaz de continuar en la brega del llanto y de esperar la muerte de mi padre. Bien podía ser un extraño gesto de egoísmo: permito que tengas el dolor de mi muerte, porque soy incapaz de sobrellevar el dolor de la tuya. O de valentía: ven, no temas a la muerte, yo te abro el camino, allá te espero cuando pierdas el miedo de morirte, que es lo único que te ata a la vida. (120)

Se trata de un amor que al ser rescatado por Esteban de ese modo silencioso, con su escritura íntima y compartiéndolo con su mejor amigo y no con sus hermanos biológicos, parece querer decir que fue la mejor herencia que ellos le dejaron en términos morales, a

91 pesar de que nunca la pudo incorporar a su vida y a pesar también de que no le tocó nunca ser partícipe del amor que se profesaban sus padres, pues ellos, muy ocupados con sus diligencias, sus negocios y sus viajes, lo relegaron a él al último rincón en la escala de prioridades. No en vano Luis le dice en su carta del viernes 1 de diciembre de 1972: “Lo mejor que puedo pensar de tu padre es que se murió de amor. Me dices que cuando se enteró de la muerte de tu madre, ya no quiso vivir más. Se murió de amor y, pienses lo que pienses de él, eso es hermoso” (117). Pero, tras su muerte, por momentos ese rencor por no haber recibido ni un ápice de ese amor parece borrarse, y lo hace justo cuando Esteban rememora ese “acostumbramiento” de ellos como pareja, pues su mirada se torna hasta cierto punto benigna y compasiva frente a esa instancia de la existencia de sus padres que habían dedicado al amor, a la solidaridad de esa cotidiana y, de nuevo, prosaica expresión de afecto en la que la vida, las rutinas y las tareas se hallaban tan bien organizadas que la simple contemplación de la ausencia del otro fue suficiente para que ella cayera derrotada por la angustia, esa figura que para Barthes significa quedar “a merced de tal o cual contingencia” (37), que en este caso es la evidente posibilidad de quedarse sin el hombre al que ama; entonces, “se siente asaltad[a] por el miedo a un peligro, a una herida, a un abandono, a una mudanza” (37).

En las cartas de las “otras voces” también se da a conocer el amor de Juana y Claudia, donde Claudia parece no encajar bien al comienzo en la medida en que se declara como una mujer completamente contradictoria en el mundo de sus afectos:

La amo y la maltrato [a Juana]. Me protege y, necesitándola, me rebelo contra su protección. Me porto como una cerda. No quiero que me quiera y entonces hago lo posible para no quererme yo misma, que es la garantía perfecta para que nadie lo quiera a uno. Y me dejo engordar como un zepelín y me emborracho y digo impertinencias y la llamo a medianoche a fastidiarla y, cuando se asoma por la mañana preocupada, a consolarme, encuentra en mi lecho a alguien que conocí la noche anterior y que ni siquiera sé cómo se llama. (151)

Pero después de la Santa Hepatitis, se empieza a ver que Juana y Claudia tienen un estilo de relación nada convencional, se salen de los márgenes y viven en apartamentos diferentes, cada una tiene su propio territorio, pero hacen evidente que lo principal entre ellas es la compañía. “Nos divertimos mucho cuando estamos juntas. Con ella lo más importante no

92 es el deseo, pero la amo tanto que puedo sacrificar cualquier aventura por estar con ella” (190), según declara Claudia a Esteban durante una conversación que ha sostenido con él en su primera visita a Colombia y que luego es recreada en la carta de Esteban a Luis del 15 de septiembre del 74.

Este amor contrasta de manera singular con el que se profesan María, hermana de Raquel, y su esposo Maximiliano, pues conforman una pareja del todo convencional, que es descrita en la carta de Raquel así:

Lo que me impresiona es que María y él llevan casi quince años de casados, han criado tres hijos propios y uno prestado, han vivido juntos, sin alteraciones, y son muy cariñosos el uno con el otro. Cada vez que puede, María declara que sigue muy enamorada de su marido. Pues claro, me dirás, si es que María y Maximiliano son idénticos, igual de convencionales, igual de mojigatos, igual de provincianos, de limitados, de aburridos. Digamos que sí, que es cierto. Lo duro para mí, tan auténtica, tan periodista, tan descomplicada, tan libre, es que ellos encontraron toda la felicidad que quieren, a lo mejor una prosaica felicidad, del tamaño de su pobre y cuadriculada imaginación, no importa, pero en todo caso la felicidad que necesitan, la suficiente para sentirse gratificados. Por supuesto, me alegro de que mi hermana tenga su cielito burgués que a ella la conforta. ¿Qué me falló a mí? ¿Acaso lo que tuve en intensidad lo perdí en duración? ¿Cuándo se trocaron las cartas de mi baraja?”. (53)

De ese modo, Raquel cuestiona hasta cierto punto la relación de su hermana, pero también la legitima en la medida en se trata de un par de seres que muy a pesar de todas las limitaciones que ella les encuentra, son amorosos. Además, ve con cierta indulgencia el hecho de que ella se rige por una moral burguesa, caracterizada por la preponderancia del matrimonio en la vida de la gente, en tanto lograba “ordenar esa anarquía latente e incluirla simbólicamente en nuestras categorías morales. Papel exutorio, papel civilizador” (279), según diría el escritor suizo Denis de Rougemont. Es una moral que —si bien va en contravía de las ideas y convicciones de Raquel sobre el amor, que quedan consignadas en ese fragmento de su carta— resulta inofensiva, pues no tiene ningún matiz de dañina, es más, es constructiva, en la medida en que propende por un valor que aunque parece secundario, está muy arraigado en la novela: la familia, como un apéndice del amor, como un lugar del que todos parecen quejarse en algún momento, pero con la que calladamente se vinculan siempre, pues encuentran allí, en sus miembros, los bastiones necesarios para

93 seguir adelante. De esa forma se va haciendo evidente, casi a manera de eslabones, cómo todos van confluyendo por diferentes caminos en la familia, en el sentido de intimidad y solidaridad dado solamente por ella y que aquí no tiene un carácter institucional, sino completamente afectivo: Raquel se apoya siempre en su hermana favorita Claudia; Claudia, según el relato de Esteban del sábado 5 de julio, se reconcilia con los valores de su padre, don Rafa Uribe, quien, a su vez, hace las paces con su ex mujer en su lecho de muerte21. Lo

21 La forma como Claudia y Ester Fernández se reconcilian con don Rafa Uribe es del todo significativa, pues en los tres, al final, prevalecen valores tan nobles, tan desprendidos del orgullo y de los rencores que muestran que el lazo familiar sólo se había deshilachado y con las circunstancias había formado otro tejido, pero que mantenía su anudado intacto; en otras palabras, que el afecto fraternal, esa otra dimensión del amor no pasional, era capaz de doblegar los resentimientos y despertar el perdón de los tres. La amnistía con Ester Fernández se da en principio por una llamada telefónica en la que quedan de amigos cuando él ya está muy enfermo. Luego, ella, por la presunta intervención de Juana, tras varias recaídas y súbitas mejoras de él, decide volar a Medellín. Entonces, Raquel le cuenta a su padre que si lo desea, al otro día ella irá a visitarlo, a lo que él responde con un claro gesto de sinceridad y “recuperando el aplomo en la voz: Le dije que si salía, nunca volvería a pisar esta casa. Otra razón para querer que venga aquí” (363). Y es tal la felicidad que él experimenta de saber que volverá a verla, que: “esa noche recuperó la euforia, conversó con las tres hijas, un poco en broma, repitiendo chistes familiares, anécdotas de la una o de la otra. Las tres creíamos que amanecería de igual ánimo, dispuesto a recibir a su ex-mujer. Pero no. Se gastó la energía que le quedaba en la euforia de la espera. Amaneció muriéndose y acabó de morirse antes de que ella llegara, cuando venía en camino, como a las ocho de la mañana del 18 de julio. Está esperando a alguien. Esperaba a mi madre. Que la familia que él quiso para su vida, estuviera al menos para su muerte” (363), recuerda Raquel en su carta. En el caso de Claudia la reconciliación se da con la forma de un proceso íntimo y largo, de años de silencio entre ambos, pero que se cristaliza en los momentos en que Claudia llega a cuidarlo en sus últimos días. Ella se da cuenta de que se había pasado su vida entera peleando con alguien a quien ni siquiera conocía y que por eso mismo no comprendía de dónde provenían los valores que él defendía y que se oponían a la forma de ser de ella. Y aunque tarde, justo unas semanas antes de su muerte, cuando por una llamada telefónica de Raquel le llega la noticia de la enfermedad y la cercanía de la muerte de don Rafa, como ella misma lo llamaba, entre marzo y julio de 1980, sin poder regrear todavía a Medellín por circunstancias de su trabajo, comprende que él tenía otras dimensiones distintas a las que ella conocía, pues no sólo era un inquisidor al que había enfrentado en la adolescencia ni un burgués provinciano al que había desdeñado; también era un hombre “con un admirable sentido del deber […] fiel a sus creencias y dispuesto a acomodar sus actos a sus principios morales” (392). Entonces, mientras llega a Medellín, se reclama “por qué siempre fui tan ciega para apreciar a mi padre. Ni siquiera lo conocía” (392), dice ella según la rememoración que Esteban hace en su diario después de la conversación que ha sostenido con la misma Claudia a propósito de la muerte de don Rafa. Así, ella se va dando cuenta de cuál era la imagen que conservaba de él por un antagonismo que provenía de los años de adolescencia: “Cuando mi madre se fue con su amante, ella actuaba según los valores que yo descubría en mí misma. Él era un imbécil que creía en la familia, en las apariencias y en el amor eterno. Él era un inquisidor y lo único que yo hacía era que se manifestara esa parte de su personalidad” (391). Así, se va dando cuenta de que carecía de una dimensión humana de su padre. “Para decirlo con las palabras de Juana, yo había matado a mi padre desde hacía muchos años y, de súbito, con una llamada, descubría que estaba vivo, que durante todo ese tiempo en que dejó de existir para mí, él trabajaba, iba a su finca, cuidaba a sus nietos, jugaba golf y pensaba en sus hijas. Pensaba en sus hijas y yo nunca me acordaba de él” (392). Pero la verdadera puntada que le acaba de dar forma a la reconciliación llega durante una conversación que sostiene con él y en la que se da cuenta de que era “un hombre con sus convicciones, pero curtido en la evidencia de que las suyas no eran las únicas. Su única alusión a mi lesbianismo fue un ‘te tocó un tiempo en que pudiste vivir tu vida afectiva en un ambiente donde no te faltan al respeto’. Esto lo dijo cuando me contaba que tuvo que mover influencias, sin que yo supiera, para que se me otorgara la visa que me permitió entrar y quedarme en Estados

94 mismo sucede con la familia de Luis, pues mientras él lo permite, Esteban se apoya en él, que es su hermano de sangre, y viceversa, y cuando Luis falta, le queda a Esteban la madre de Luis, doña Gabriela, que ocupa, sin menciones ni declaraciones oficiales, el papel de madre sustituta de Esteban; al tiempo que ejerce como madre dedicada y amorosa de Luis y de Cecilia.

En ese sentido, la ausencia del padre muerto de Luis nunca pesa en el relato, pues la presencia de doña Gabriela se vuelve muy fuerte en la vida de las voces protagónicas, en la medida en que su amor materno adquiere un rol fundamental en el escenario de la novela, pues si bien Luis vivía en Bogotá con Raquel y doña Gabriela, en Medellín, con Cecilia y con la compañía de Esteban, ella es desde el comienzo el centro de esa otra forma de amor desinteresado que sabe brindar a los que la rodean todo el afecto del que es capaz sin esperar ninguna retribución por él. Calladamente y sin interferir en la vida de ninguno, los acoge y les hace saber que cuentan con su solidaridad, con su generosidad y con la mayor virtud que les regala a todos: una inmensa dosis de “serenidad” (279). Además, les manifiesta de la forma más pura y también prosaica que se preocupa por su bienestar, bien sea con llamadas de larga distancia para saber de Luis o invitando a Esteban semanalmente a comer y preparándole deliciosos manjares de la comida antioqueña, que él agradece protegiéndola, cuidándola y visitándola permanentemente para cerciorarse de que nada le preocupa o le hace falta, como si se tratara de su madre biológica. El mismo Luis reconoce que Esteban le profesa a doña Gabriela “una veneración que no alcanzo yo a tenerle” (167), lo cual le vale, por ejemplo, para chantajearlo dulcemente en vista de que Esteban no le ha escrito durante todo agosto del 74. Entonces, en su carta del 4 de septiembre de ese año, le dice que si no recibe carta pronto, le dirá a doña Gabriela que no lo invite más a comer. A

Unidos. Sutil, pero claro. No es suficiente una nueva versión de alguien para amarlo profundamente. Con esto, es posible conseguir una especie de rescate, de reconciliación con la sangre” (394). A todo ello se suma el hecho de que en esos días de despedida, él fue resolviendo todos los conflictos de un modo particular y ajeno a su propio proceder, que Claudia rememora en su conversación con Esteban así: “[…]se ha acercado a todos de una forma tan completamente desprevenida, sin exhibir culpas, sin hacer reclamos y –por lo tanto– sin otorgar ni recibir perdones. Aun la historia con mi madre, cuando me la mencionó por primera vez en la vida, se disolvió con el tiempo en sentimientos ajenos a las recriminaciones y sin actitudes tan maniqueas como la absolución o la condena. Lo amo profundamente por eso, por esa nobleza íntima, por esa generosidad, por la sensatez de contarse la vida como una sucesión de historias que pasaron así o asá, y no como un juicio de incriminaciones y culpas” (394).

95 lo que Esteban responde, en septiembre 15: “[…]no creas que me puedes amenazar con la supresión de las invitaciones de tu madre. Yo tengo mi propio romance con ella, un romance en el que no tienes ninguna influencia. Eso nunca lo comprenderás, así que no me amenaces con imposibles: desde que tengo doce años es mi más persistente y fidelísimo amor platónico” (179).

Y aunque doña Gabriela nunca escribe cartas, aparece con relativa frecuencia y su voz se conoce solamente por el relato de los demás, ella se presenta como el verdadero pilar moral de toda la novela, pues sus valores no están trazados sobre moralismos, sino sobre el bien actuar a favor de sí y de los que la rodean, con valores sólidos, sencillos y dignos de emular. Es una mujer que levantó a sus dos hijos sin la ayuda del esposo muerto, que —a diferencia de los comerciantes ricos que han armado sus fortunas con contrabando, evadiendo impuestos o beneficiándose de contratos que no les deberían corresponder— se gana la vida horneando pasteles, que asume su trabajo “como deber, como vía para conseguir algo que comprende la salvación del alma en la otra vida y la tranquilidad de conciencia en esta” (429) y sin contemplar jamás la posibilidad de retirarse de su oficio, pues asegura no tener “edad para tener malos pensamientos, que tientan solamente a los ociosos” (429).

Pero ni siquiera la formación de doña Gabriela le es suficiente a su hija Cecilia para incorporar algunos de esos valores a su vida, pues ella, que se encuentra al final de la cadena de lazos afectivos y lealtades, se consagra como la única a la que no le importan ni el amor, ni la literatura, ni la amistad, ni la familia. Entonces, al quedar ubicada por fuera de todo ese discurso amoroso y romántico que los demás han construido, se convierte en una verdadera alienada de todo ese sentido vital y justo cuando todo apunta hacia reconciliaciones y valoraciones del sentido amoroso que posibilita la familia, ella es la que le da la entrada al mal cuando se casa con ‘Pelusa’ y él le muestra a Luis de qué manera puede darle una vuelta de tuerca a su vida y, con ello, arruinar todo lo que se había formado en torno de él.

La carta de la hondura y el amor El tercer grupo de cartas no debe ser considerado formalmente como un grupo, pues en realidad es una sola y extensísima epístola, sólo que está fragmentada en catorce partes a lo

96 largo de toda la novela. Este tipo de carta es considerada por los teóricos como otra forma de la novela epistolar, en la que no hay una “recíproca comunicación por cartas entre remitente y destinatario” (Spang, 643), sino que predomina una “comunicación monológica o, mejor dicho, aparentemente monológica; […] [donde] se reúnen las cartas de un solo remitente y permanecen sin respuesta explícita” (Spang, 644).

Con ello, Jaramillo Agudelo conjuga en una misma novela la comunicación epistolar polilógica, es decir, la que conforman las comunicaciones de Luis y Esteban, con la monológica, gracias a la carta que escribe Raquel a su cuñada y amiga Juana, fechada el 30 de noviembre de 1983, que nunca envía, pero que constituye una verdadera carta cruzada, pues atraviesa la narración de los episodios que se cuentan Esteban, Luis y los otros personajes. En esta carta, la voz protagónica se le otorga a Raquel, pues al narrar en primera persona todo lo sucedido, la focalización de la historia se concentra en su punto de vista y en su propia experiencia de la historia. Además, sirve como hilo conductor de la historia, es el lugar de la reflexión sobre su relación con Luis desde su propia mirada, con la hondura de la revisión reposada de los doce años transcurridos, pues ella misma admite que mientras duraron esos doce años, “ni nosotros nos dábamos cuenta de lo felices que éramos. Metidos en la burbuja del amor. El cuerpo sano y saciado de sexo. El alma compensada con una compañía llena de respeto y de ternura. El tiempo copado en oficios gratos” (351). Es a posteriori cuando los sentimientos salen a relucir sin ningún tipo de reparo y la escritura se presenta como una posibilidad de desahogo en tanto se concentra en la historia cronológica de esa relación, vista de atrás hacia adelante, para poner en evidencia cómo la incursión del narcotráfico en la vida de su pareja, en la suya y en la del país le roba a Luis, la transforma a ella, la descentra y va desmoronando el amor que se tenían.

En términos narrativos, uno de los propósitos de esta carta es darle cierta cohesión y orden al relato, pues en la medida en que ella anticipa los acontecimientos que van a tener lugar en las cartas de Luis y Esteban, su recuento de ellos sirve como cimientos temáticos y estructurales de lo que se detallará en las cartas de ellos, pues los fragmentos de su carta se encuentran siempre al comienzo de cada capítulo (a excepción únicamente del primero, en el que arranca Luis con la carta a Esteban en la que le anuncia que está enamorado). Así,

97 por nombrar sólo un ejemplo de todos los acontecimientos de la novela que se desarrollan de ese modo, cuando fallece el padre de Raquel en 1980, ella lo anticipa a los lectores en su carta, al comienzo del octavo capítulo, cuando relata que “a principios de marzo, todavía los médicos no definían su mal, pero él tuvo una crisis de debilidad y un día no pudo levantarse” (353). Pero es en las entradas del diario de Esteban y en las cartas de Luis y Esteban de ese mismo capítulo donde se cuentan los detalles de los acontecimientos que rodearon los últimos días de don Rafael Uribe.

Pero más allá de esa estructura formal, el verdadero sentido de la carta de Raquel se explica en que a pesar de que ella está apelando permanentemente a Juana, a manera de interlocutora, para contarle todo lo que ha sido su vida en los últimos doce años, en realidad confiesa que se está escribiendo a sí misma, ejemplificando así lo que señala Carlos Correas, prologuista de Cartas del noviazgo, de Søren Kierkegaard, para subrayar que las cartas son, en ocasiones, un “medio y elemento de personalización: aquí escribir es escribirse” (9). Y sí que Raquel lo hace en su larga carta, y lo hace evidente cuando dice: “[…]tengo la opción de exorcizar la anterior [vida], de contarla —de contarme— en una especie de informe final. Mientras espero, gastaré mis horas de agonía y prenatales escribiéndote en esta carta mi catarsis, no importa cuántas páginas se lleve, hasta terminarla, y entonces colocarle la fecha de ese día y partir con ella, llevándotela yo misma, correo de mi propia historia” (30). Mas no la escribe a manera de relato autobiográfico, sino con propósitos eminentemente íntimos, para nombrar los acontecimientos, amasar los recuerdos, domesticar la memoria, convertir en palabras la acechanza del dolor, testimoniar con palabras el pasado y, sobre todo, comprender el caos en el que cayó su vida, que por varios años estuvo colmada de felicidad. Entonces, cuando se la lee es posible ver que su escritura, como ejercicio literario, estuvo cargado del más profundo dolor y “el sufrimiento no deja de ser su inspiración […], el constante tono afectivo de su intimidad” (Kierkegaard, 49). Es, sin duda, la articulación de un discurso amoroso que sucede desde el desamor.

De este modo, Raquel da cuenta de dos momentos de su vida, un antes de plenitud y dicha, y un después de desamor y desengaño, cuya fractura se da en el momento específico en el

98 que Luis se vincula con el narcotráfico y decide cambiar de oficio, lo que equivale a cambiar su propia vida y la de ella, un acontecimiento que es descrito así por ella:

Hoy, a estas alturas, cercenada, herida, malamada y desqueriente, me siento incapaz de enamorarme otra vez. Son tantas las llagas de la declinación de tan desaforada peste, que dudo si la felicidad de un momento alcanza a compensar las heridas del otro. Y la niña que amó el amor sin saber de qué se trataba, confundiéndolo con el lloriqueo de un cantante de moda, la muchacha que encontró el amor, ahora ya mujer, en ese límite indefinible ente la juventud y la madurez, está vacunada contra el amor, no cree que sea posible que venza todas sus resistencias íntimas y pueda entregarse totalmente a la locura del amor. (59)

Es precisamente en esta rememoración de acontecimientos donde se puede ver que a ella no le ha pasado el tiempo, es como una especie de Penélope que se instala en la dicha y la comodidad de su propia vivencia y que lo puede hacer porque, a diferencia de la de Ulises, ya no tiene nada ni a nadie a quien esperar para guardar lo mejor de sí para un futuro prometido; ella, por el contrario, tiene todo lo que necesita para vivir; ese todo es Luis y con él vive con la mayor intensidad cada uno de los episodios de esa parte de su vida que narra y que reconstruye. Y en su modo de hacerlo es posible percibir un paralelismo con las cartas de Kierkegaard a su novia, pues como lo apunta Correas en el prólogo, cuentan con “una temporalidad propia por la que los recuerdos, los instantes, las expectativas, las anticipaciones alcanzan una máxima virulencia: escribo, y en ese instante vuelco mi ser en el papel […] me repito, me recuerdo tal como me escribí” (Kierkegaard, 10). Aunque vale subrayar que en esa vida, vista únicamente desde la relación suya con Luis, ella parece no vivir su propia vida, sino vivir sólo en función de Luis; en varios capítulos no sabemos nada de lo que hacía, de su actividad del día a día. Es más, ella misma confiesa que cuando se va con él a Nueva York, al llegar se encuentra cómodamente instalada en una casa que sería su hogar, “sin tener más que ideas vagas sobre cómo gastaría mi tiempo allí” (213).

Es posible notar que en ese recuento personal que ella hace no sólo se entrega por entero a la narración, sino que se hace presente en ella para reconfigurarse: “Escribiendo esta carta recojo los pedazos que guardo de mí, los empaco en la memoria para partir con ellos, para iniciar el aprendizaje de algo nuevo en que sean útiles mis conocimientos en ansias y desencuentros. Perdona, mi Juana, que me interrumpa en el relato, pero esta es la forma de

99 mi llanto” (158), escribe ella. La escritura toma en este caso la forma del testimonio del amor que ella sintió por él, del mismo modo que las cartas de Kierkegaard lo son de su amor por Regina; a propósito, dice Correas: “Ella ha sido la amada. Mi existencia será la exaltación absoluta de la suya, mi actividad literaria podrá también ser considerada como un monumento a su gloria y a su alabanza. La llevo conmigo en la historia” (Kierkegaard, 20).

Se trata evidentemente de un rescate a fondo de la presencia de Luis (como ya se ha dicho, todas esas reminiscencias de Raquel por traerlo de regreso, al menos, a su propia mente, resultan muy contrastantes con respecto a las pocas apariciones de ella, como sujeto individual, en las cartas de Luis a Esteban, pues como el amor de ellos fue presencial desde el primer día no requirió la elaboración de ella con palabras) por medio de las palabras, palabras que sirven como motor para recordar el pasado o “lo que podríamos llamar rápidamente un impulso de simplicidad y pureza [para] recordar el presente, entonces tendremos el instante: tiempo de vida y eternidad, finitud de lo externo e infinitud de la interioridad; lo eterno presente en lo fugitivo; el siempre en el ahora” (Kierkegarrad, 34). Ese permanente ejercicio de evocación de instantes claves de su relación con Luis es otra forma de manifestar que piensa permanentemente en él, un acto que “quiere decir: olvidarlo (sin olvido no hay vida posible) y despertar a menudo de ese olvido” (Barthes, 51).

Con ello, Raquel no sólo busca al Luis del pasado, sino que se busca a sí misma en ese amor; por ejemplo, cuenta que no conoció “la seducción previa al amor. Esas faenas de juego felino con la presa, de coqueteo a ver qué resulta con alguien que simplemente te gusta, te atrae como piel, como manera de moverse” (114) y que, en cambio, el secreto de su amor radicó en que lo tejieron desde su día a día, desde su cotidianidad, en un mundo personal e íntimo en el que ambos se nutrían de las sencillas vivencias habituales, que se enriquecía en lo trivial, en lo nimio, en lo pueril, en lo corriente, en eso que podría considerarse la prosa de la vida misma, “en esa capacidad para estar juntos sin aburrirse, sin necesidad de nada ni de nadie más, aprendiéndose las más prosaicas intimidades del otro sin que te estorben, intuyéndose al punto de enviarnos —por juego— mensajes telepáticos: “pásame el salero” y el salero era colocado al alcance de la mano” (48). También, en ese

100 mutuo aprendizaje del otro, que ocurrió durante la convivencia, pues, como ella misma lo recuerda:

[…]la cotidiana seducción se operaba a partir de la aceptación previa del uno por el otro. Conquistábamos un territorio sin resistencia y, por lo tanto, sin incertidumbres. Nos dábamos el placer del coqueteo, del halago, del chiste privado, del jugueteo de la pareja enamorada. Juego sin reservas, sin prevenciones. Nos miramos y nos enamoramos y nos amancebamos en dos noches que duraron una noche de más de tres mil noches. Lo amé antes de saber sus costumbres, ni de dónde venía, ni su signo del zodiaco. Me amó a partir de esa primera mirada que nos cruzamos, antes de saber que soy zurda, que me gustan las novelas de Víctor Hugo, la limonada sin azúcar, las canciones de Aznavour y de Manzanero y los mariscos. Ya enamorados, lavando la ropa interior de ambos en el mismo lavamanos, nos fuimos enterando de nuestros hábitos, de nuestros gustos, y construimos un mundo de ambos, un planeta para dos, como decía Vonnegutt que es el amor. Y en medio de esos sucesivos descubrimientos, se operó esa seducción sin mentiras de quienes están viviendo un amor total en cada cosa que hacen. (114)

Entonces, en su evocación de sí misma en la relación que construyó con Luis, experimenta la fuerza de los acontecimientos, trae al presente lo pasado no sólo como repetición de lo vivido, sino como “recuperación hacia delante, como la posible apropiación nueva de lo ya acontecido” (Kierkegaard, 36); es decir, se trata de la posibilidad que le da el repetir para resignificar, para comprender en perspectiva qué fue lo que pasó y en dónde estuvieron las pistas del quiebre. Así, la carta se convierte también en un permanente ejercicio de evocación después de que la relación se ha desplomado del todo y los acontecimientos siembran en Raquel la más dolorosa de las incertidumbres: la duda de si realmente sí se amaron.

Tengo la certeza de que hicimos y repetimos el amor a plenitud, a pleno goce, con infinita ternura. Pero no puedo recordar que se haya mencionado la palabra amor. No le dije que lo amaba, no me dijo que me amaba. Es ahí donde comienzan los juegos de la duda amorosa. Los juegos: El más sencillo y el más consolador es que si yo —que lo amaba— no le declaré mi amor, él bien pudo estar en la misma situación. En beneficio de esta hipótesis, podía mencionarse la feliz armonía de nuestros encuentros sexuales. Pero el juego se tornaba diabólico: no me dijo que me amaba porque no me amaba. O este, que era una traición a mí misma: no le dije que lo amaba porque, desde entonces, yo no lo amaba. En favor de esto último estaba nuestra propia historia de una pareja que, para sobrevivir, cada uno necesitaba el aire que el otro respiraba; después vino el pacto de la costumbre, tras una ruptura brusca, un pacto sostenido por el buen entendimiento sexual. En fin, margarita de cuatro pétalos que puedo

101 deshojar infinitamente, nos amábamos, sólo él me amaba, sólo yo lo amaba, nos desamábamos. (553)

Como se puede ver, esa duda del amor o del momento en el que se instaura en su relación el desvanecimiento del amor es rastreada por Raquel a través de tres elementos definitivos que confluyen solamente en sus encuentros eróticos, como si toda su relación se hubiera basado en ese único eje de encuentro; el primero es el sentimental, caracterizado por la manifestación de la ternura durante sus encuentros eróticos; el segundo es el verbal, matizado por la necesidad de mencionar la palabra amor; el tercero y último es el físico, materializado en la armonía, el entendimiento y la costumbre durante sus relaciones sexuales. Por eso es que la ausencia de Luis es descrita por Raquel de una forma tan devastadora, que se muestra como un cataclismo definitivo en su vida o una crisis tan violenta, que, desde la visión del discurso amoroso de Barthes, equivale a una catástrofe: “[…]como un atolladero definitivo, como una trampa de la que no podrá jamás salir” (Barthes, 54). Y no puede ser de otro modo, porque, como ya se ha visto, su vida estaba sustentada en su relación con Luis: “Yo era de donde estuviera Luis” (312); de tal modo que dudar del amor que los mantenía juntos, es dudar también de la legitimidad del sentido que ella misma le quiso otorgar a su vida al decidir libremente amar a Luis. Además, cuando ella plantea la hipótesis de la duda del amor está, de fondo, tratando de encontrar el punto final del mismo, que hallará sólo en las últimas páginas del último fragmento de su carta, donde manifiesta:

No sé si este desamor ocurrió poco a poco, pero recuerdo el instante en que lo supe, una mañana de junio, tras una noche entera de desearlo con desolación, que me levanté y tropecé en el espejo del baño con una cara demacrada y reseca. Me estoy marchitando mientras espero, me dije, y supe en ese instante que nunca le podría condonar a Luis el último año, aislada de todo y de todos, tan sólo entregada como una autómata al trabajo, a esperar que él llegara y a decaer físicamente. (585)

Es como si en su carta buscara la punta del ovillo en la que termina la madeja, refundida en un nudo que trata de desenredar, pero del que sabe que le ha tomado y le seguirá tiempo por “la rabia y el desamor [que] son tan desolados como la espera. Y también, como la espera, paralizan” (585). Un desamor que le es fácil y evidentemente perceptible por la misma ausencia de Luis, al que estaba acostumbrada como presencia silenciosa, estudiosa y, sobre

102 todo, como cuerpo, pues, como ya se vio, si hay algo de lo que ella dé cuenta en su carta es de la centralidad que tenían sus encuentros íntimos en su relación.

[…]reservamos lo mejor de nosotros para hacer el amor esa noche. Era irresistible no repetir lo irrepetible siempre, el acto amoroso, la noche en que recuperábamos el espacio ceremonial de nuestra primeras noches. Ah, repito que es irresistible el amor que, enamorada, cada vez es nuevo y distinto. Cada ocasión es explorar dimensiones diferentes, sin aire, donde nos alimentamos de algo tan denso como el agua, de algo tan leve como el éter que separa los planetas. Y aún irrepetible, por simple dimensión de la geografía, esa noche revivimos las gimnasias amorosas que espacios más amplios nos hicieron olvidar durante mucho tiempo, esa cercanía, esa piel contra piel, esa geometría de los cuerpos para fundirse encima de un ropero. Era tal la armonía, que ambos reímos cuando estábamos en esas ternuras posteriores al orgasmo y la nevera comenzó a ronronear en un signo de reconocimiento. Siempre cupimos en el territorio precario de la insólita cama. Para dormir, para olernos, para hacer el amor. Y conservamos sobre todo allí, en la cama, esa coordinación de movimientos. (346)

Pero aún en medio del lodazal y del remolino de sentimientos que la embargan, mantiene la certeza que le da saber que si existió un momento inicial de plenitud y otro de quiebre, a ese último le debe seguir el del fin, lo cual resulta una síntesis casi conclusiva de la teoría amorosa de la novela y que, curiosamente, Raquel ya tenía clara desde cuando todo empieza a ir mal entre ellos, como lo manifiesta en una conversación con Esteban, que él rememora en su diario el viernes 16 de abril de 1982:

Tú le quitas el nombre genérico del amor a un montón de cosas que vienen juntas: deseo, respeto, consideración, discreción, gustos, aficiones. La fidelidad no es más que un resultado, el resultado de no querer estar sino con el otro. Tomándolo asiladamente, puedes llamar a eso costumbre. Y a los hijos puedes llamarlos compromiso. Pero si juntas todo eso –deseo, respeto, etc.–, así reunido se llama amor. Que no es eterno. Es verdad. Pero ¿quién dijo que la obra humana tiene la inmovilidad de los eterno? Lo importante es cada mañana, los días que uno tras otro son la vida, como decía Aurelio Arturo. (565)

Luego, Esteban cuenta que lo ha dejado sorprendido ese comentario aplastante, pero lo que más le impacta es la lucidez de Raquel, que ya había empezado a desmoronarse por la ausencia de Luis, a pesar de que Jaramillo Agudelo muchas páginas antes, había anunciado esa suerte de conclusión: “Es un imposible que el amor humano pueda ser eterno” (112), una sentencia que curiosamente no pronuncia esa voz escéptica y descreída del amor que es Esteban, sino Germán López, un ex cura, que aparece en la historia cuando Luis sustenta su

103 tesis de maestría, pero que cuenta siempre con muy poca relevancia en la historia, pues su voz es rescatada, principalmente en algunos fragmentos de la carta de Raquel, como en el caso anteriormente citado, y por Esteban.

Esa fragmentación entre antes y después se encuentra estrechamente vinculada con la tradición epistolar más antigua, la de la Heroida, de Ovidio, cuyo “centro de gravedad será un personaje preciso: la mujer abandonada” (Guillén, 37). Y es que, claro, Raquel escribe su carta desde el abandono de Luis; es decir, la articulación de su discurso amoroso se da no sólo en ausencia de su objeto amado, sino también en la certeza de su pérdida, en la ausencia, a la que Barthes se referirá como, la “prueba de abandono” (45). También la escribe desde el deseo, no necesariamente erótico, sino de añoranza: “Lo deseado, se sabe, es ‘lo eternamente ausente, dolorosamente ausente, rabiosamente ausente’” (Kierkegaard, 37). Por eso es que esta carta arranca con la premisa de que la historia que se dispone a narrar comienza al revés, con un: “fuimos muy felices” (31); es decir, con la estremecedora seguridad de que su felicidad se ha desvanecido del todo, por lo que se ve obligada a volver a comenzar de nuevo de un modo radicalmente distinto en términos de la concepción de su existencia: pensándose a sí misma como una mujer posible en su individualidad, irresolublemente sola y sin la presencia externa de Luis que la defina. Así lo cuenta ella misma:

[…]no me concebía a mí misma sin Luis. Él era algo definitivo en mi vida. Definitivo, pensaba, y por lo tanto, eterno. Creía esto aún en los tiempos posteriores, cuando ya ciertas cosas de él, desconocidas antes para mí, me exasperaban. Es más, escribo esta carta para afirmar, de un modo testimonial, a manera de catarsis, que soy posible sola. Que existo sin Luis. Afirmar esa convicción me ha costado tanto, ha consumido tanto de mí, que ya no queda una Raquel que pueda enamorarse. ¿Podría yo vencer este miedo que se me aparece en la boca del estómago? (359)

Y no es del todo extraña esa situación que vive Raquel, pues coincide con la que ya había descrito José Ortega y Gasset en el prólogo de Del amor, de Stendhal, en la que al enamoramiento no le sigue un aparente enriquecimiento del alma y la vida mental ni supone ser más o mejores, sino que, por el contrario tiende a anular de algún modo la existencia, pues constituye “una progresiva eliminación de las cosas que antes nos ocupaban. La

104 conciencia se angosta y contiene sólo un objeto. La atención queda paralítica: no avanza de una cosa a otra. Está fija, rígida, presa de un solo ser, como bien le ocurre a Raquel, pues pareciera como si lo que ella estuviera tratando de hacer al escribir su carta es diluir esa anulación por la que había pasado y propender por reconstruirse, por rearmarse en su individualidad, en su posibilidad, en el hecho de, por fin, ser.

Esta carta también revela que el amor siempre ocupó un lugar central en la vida de Raquel, que fue su piso y su anclaje a la vida, y que tenía razones para creer que era posible, pues ella estaba rodeada de personas que comprendían el amor como un rasgo esencial de la vida y como una presencia real. ¿Y a quiénes si no a los románticos podría atribuírseles este tipo concepción? Es que así como Esteban y Luis encarnan al arquetipo de héroes y poetas románticos, Raquel funge como la más romántica heroína en el sentido amoroso, porque parece hacer una consagración casi apostólica al amor al trasladar toda su identidad a un único ámbito que era ser solamente la mujer de Luis y por eso es que su voz está borrada y anulada en las cartas de Luis y Esteban; entonces, su heroísmo estuvo en vivir la experiencia amorosa como el acto vital más auténtico, tangible y evidente, que ella alcanza y que describe como “una solidaridad, un respeto, una capacidad de encantamiento recíproco” (189). A lo que se añade que es muy poco lo que se sabe de ella antes de conocer a Luis, no sabemos cómo fue criada por su papá y sus hermanas, qué sintió cuando su madre se fue, de dónde le viene la motivación de ser periodista y, en cambio, los pocos rasgos que tenemos de ella en su adolescencia nos son dados cuando se refiere a su idea del amor, donde cuenta que estuvo “[…]fascinada con el amor, obsesionada con el amor. Todavía recuerdo esa especie de delirio de los catorce o quince años: el amor como tema” (58). Luego, desde el momento en que Luis aparece en su vida, esa fascinación hace un viraje; entonces, empieza a vivirlo y a ejercerlo en la adultez: “Ese primer año pasó como pasa una mañana llena de ocupaciones. Aquí la única ocupación era el amor. En mis ratos libres, asistía a la universidad. Pero mi oficio era el amor” (58). Así pasa de la idea encantadora del amor a su vivencia; de ahí que ese sentido, esa concepción y ese giro sean posibles solamente en la medida en que ella, al igual que Luis y Esteban, reivindica su libertad, que es en esencia la libertad para amar, para entregarse al sentimiento, para amar a quien le place y para vivir el amor como bien decide hacerlo; incluso, ella misma lo reafirma en el primer

105 fragmento de su carta cuando manifiesta que el milagro del amor no es que dos personas se enamoren al tiempo, sino que ahí mismo se puedan juntar (36).

Lo que hay allí, de fondo, es la afirmación de la libertad. Siendo que Raquel y Luis viven en la época del llamado “amor libre”, que no implica ni vínculo afectivo ni compromiso, como sucede con Esteban, ellos, por el contrario, lo entienden de otra manera; entonces, optan y eligen amarse, no sólo porque son presas de ese azar mutuo del hechizo del enamoramiento, sino porque están en capacidad de hacerlo, pueden hacerlo y no temen hacerlo. Podría parecer que cuando Raquel se va a vivir con Luis, casi el mismo día en que lo conoce, está transgrediendo las normas de la llamada dignidad femenina, pero en realidad, como la pareja que son desde ese momento, no transgreden nada, pues se dedican a expresarse mutuamente su amor en medio de una libertad que es en cierta medida prosaica, pues se nutre de una cotidianidad muy sencilla.

Al principio juntos viven del amor, nutriéndose el uno del otro, creando una particular intimidad que estaba dada por el hecho de que vivían en un espacio tan reducido que desde cualquier punto del apartaestudio en el que estuvieran podían verse, sin que faltara ni sobrara nada, con un catre para hacer el amor, que parecía más bien un maletero, con la serenidad que les daba el saberse completos solamente cuando estaban juntos y con una plenitud erótica dada por el desparpajo, la intensidad y la sabiduría durante sus encuentros eróticos. Con ello, configuran una vida recogida, íntima y solitaria que no requiere ser prodigada ni formalizada con ningún culto, pues una de las cosas que más les interesan es que nadie se meta en su amor, que nadie lo toque, que nada altere las rutinas de su intimidad, porque lo que más cuidaban era ese mundo eminentemente privado que habían construido; entonces, se mantenían al margen de los espacios públicos y marcaban distancia con cualquier cosa que pudiera significar una intrusión, a excepción, claro, de Esteban, Claudia, Juana y Boris, pues todo lo que venía de fuera era interpretado como del mundo, ese que les generaba cierto repudio, como se vio anteriormente.

Es allí, en su libertad y en su rechazo al mundo exterior, donde también muestran una postura romántica en la medida en que defendían una actitud individual frente al mundo, al

106 que se habían incorporado aunque les fuese ajeno, sin parecer alienados y marginados, pero con la certeza de que sus presiones, sus reglas y sus dinámicas no les iba a impedir seguir adelante con su amor. Sin embargo, cada uno sigue delante de modos distintos, pues Luis encuentra su singularidad en la relación con Raquel y en la relación con su oficio; es decir, con sus estudios de poesía; en cambio, ella lo hace solamente basada en su amor por Luis.

Y es, precisamente, por esa vía por donde transita la carta de Raquel, pues en la medida en que se hace dueña de su libertad para amar, se hace dueña también del dolor que implica el desamor. Ya se ha visto cómo esa conjunción de pensar en él para olvidarlo y de esforzarse para no sufrir más por su ausencia, se corresponde con la descripción que hace Barthes de la ausencia, pues “el deseo se estrella contra la necesidad” (Barthes, 48); entonces, por la dualidad de esos dos sentimientos, se va viendo que la carta de Raquel va tomando la forma de un duelo, que responde a la privación de Luis y a la comprobación en la cotidianidad de que él ya no está ni presente ni para ella, esa cotidianidad, justamente, que era el centro en el que se hallaba el fundamento de su amor prosaico y nada sublimado. “Es —dirá Barthes— la ‘prueba de realidad’. Lo que [l]e muestra que el objeto amado ha cesado de existir” (127); realidad que está dada en la evidencia de la ausencia, del abandono y de la no presencia. En ese panorama, ella misma reconoce estar inmersa en unos tiempos “prenatales” (30), que implican la posibilidad de un renacer incierto, de lo que, a su vez, se desprende un final y la cancelación de una vida que ya no puede ser más, a lo que se suma que se trata de un resurgir que ni siquiera ha sido planeado por ella, sino propuesto por su hermana Claudia y que consiste en que se vaya a vivir otra vez a Nueva York, aunque sin saber mucho a qué ni cómo. “Nombro el pasado para matarlo” (207), dice ella y en esa frase radica el sentido de su extensísima carta, pues con las palabras de su duelo procura abarcar su propia vida. Es que no se puede perder de vista nunca que la novela arranca con el momento en que el amor inaugura las vidas de ambos y, en el caso de Raquel, es aún más definitivo el suceso, porque no es una vida con carácter autónomo, sino que existe solamente en relación al amor con Luis, pues ella se vuelca en alma, carne y hueso a su relación; entonces pareciera como si borrara su propio nombre y respondiera solamente al nombre de Luis o al de ella, pero en relación con el de Luis, con lo cual olvida la parcela de su vida en la que ella existe individualmente. Incluso las reflexiones sobre el amor y la construcción y articulación del

107 “discurso amoroso” de la relación de esta pareja se hallan en la carta de Raquel y en el diario de Esteban, mas no en las cartas de Luis. Por eso, en el cierre de esa, la carta de su vida, dirá con acierto: “Ahora, cuando todo se ha escrito como para cerciorarme de que sí sucedió, ahora, vacía y sola, lista a partir, a empezar la vida, bien podría terminar con un comienzo: “había una vez una mujer…” (591).

El diario de Esteban El romanista e hispanista Kurt Spang señala que “todos los redactores de las cartas de una novela epistolar también son sendos narradores intratextuales, es decir, figuras participantes y enunciadores, por tanto narradores típicos de la escritura autobiográfica, en el sentido de figuras implicadas en la historia” (Spang, 648). Este es, sin duda, el caso de Esteban, quien además de ejercer en la novela como escritor de cartas, interlocutor de las misivas de Luis y confidente de Raquel y de Claudia, tiene el papel de escribir un diario que se suma al entramado de cartas que hacen parte del relato.

Las entradas de su diario van desde el 12 de noviembre de 1971 al 3 de agosto de 1982, y en ellas van quedando plasmadas, por un lado, sus más hondas intimidades —él mismo lo confiesa cuando escribe: “[…]como siempre me ocurre, vuelvo a este diario como a un vomitorio a arrojar lo que me estorba, lo que me indigesta” (383)— y, por otro lado, la mirada de un testigo que se encuentra completamente vinculado a la historia y que reflexiona, a modo de carta íntima, consigo mismo como único interlocutor, sobre los acontecimientos del presente. De hecho, es él quien desde la actualidad y vigencia de los acontecimientos introduce todo el tema de la decadencia de la raza antioqueña, desarrolla la relación estrecha con Luis, muestra la centralidad de la relación —por ausencia, en su caso— con la familia, suplida o, más bien, resignificada por su cercanía con doña Gabriela, la madre de Luis; aborda —de la mano de Luis—, la importancia neurálgica de la literatura y la poesía como forma constitutiva de la vida, plantea —aunque con cinismo— la dificultad para comprender, consolidar y conciliar el amor y el erotismo, y, finalmente, es el que poco a poco introduce en el relato el mundo de los oponentes y el marco sociohistórico en el que se originan.

108 Todo eso a diferencia de la carta de Raquel, que lo hace en retrospectiva, pues si la carta es aquello con lo que de manera íntima se da cuenta a otros de sí mismo, pensando en que la escritura va desde adentro hacia fuera, el diario guarda la similitud de la inmersión en la interioridad, pero adquiere otra connotación, pues aborda directamente el campo de la más hermética intimidad. Por eso es que los episodios que se elevan con un protagonismo especial en el diario de Esteban permiten intuir que le han calado hondo, pues no sólo son el argumento de un comentario o la anécdota de un testimonio, sino que parecen invadirlo de tal modo que para encontrarles su lugar, su sentido y su magnitud, se entrega a ellos conjugando el sentimiento intenso que le producen ciertas vivencias y la lucidez que le dan las palabras en su narración y ordenamiento. Entre esos acontecimientos se destacan los que se relacionan con Carlota, una mujer aparentemente pasajera en su vida, pero que tendrá la más honda resonancia en su corazón:

Estoy enfermo, infectado, poseído por el virus de Carlota. Releo mis páginas de dos meses atrás. Fui sincero. Sentí que me curaba, sin sospechar que todo era efecto de acabarla de ver. Pero el tiempo pasa y su falta me enferma. Me emborracho a diario. […] Entonces, en ciertos momentos que son para la plenitud del cuerpo, cuando debería flotar, Carlota se me aparece. El recuerdo de la intensidad de nuestros orgasmos convierte el coito presente en una especie de remedo, de movimiento reflejo para producir un efecto glandular y una descarga eléctrica, no esa experiencia totalizante y prolongada. […] A las ocho de la noche del sábado yacía con toda la desolación de mi renuncia, con todo el vacío de mi furioso coito vespertino, aquí en esta casa, metido entre el silencio. Inevitablemente recalé en Carlota y Carlota se me convirtió en una especie de vacío en la boca del estómago durante mi largo insomnio del sábado. Por primera vez dejaba de ser deseo de fundirme con ella, miserable punto de comparación secreto con todas las mujeres que se acostaban conmigo. Ahora era otra cosa: la noche entera pensando que no soy nada para ella. Que, igual, intercambiable por mi cuerpo, esa misma noche se encontró con el cuerpo de un agente de seguros o de un consultor internacional y se acostó con él. Esto me descompuso, ahuyentó el sueño y me produjo ese dolor, esa hiriente conciencia de que las vísceras querían opinar al respecto. Odio la palabra, pero he comenzado a delirar de los celos por una mujer que sólo reconocería desnuda y para la que yo no existo. […] Después descarté mi pasión y comencé a matarla, con dolor, dentro de mí. La pensé tanto, sin tenerla, en tantas tristes borracheras, que salí maltrecho (¿salí?) de ellas y tan herido por el desamor que ya era incapaz de amarla. Mientras nos vimos cada semana, ni siquiera se me ocurrió pensar que se acostaba con otros. Y ahora, cuando ya no me veo con ella, cuando sé que no podría amarla, siento por ella un dolor físico, ese mismo dolor que se llama celos, y me da rabia pensar que soy prescindible, que no cuento para ella. Los celos son siempre en plural. Pasión sin

109 singular. Se trata de muchos sentimientos al tiempo, todos obsesivos y que pueden ser contradictorios. (268-70)

Estos episodios quedan consignados únicamente en su diario y ni siquiera logran hacerse un lugar en sus confidencias con Luis y con Claudia, pues son aspectos de una intimidad absolutamente propia, que se presenta más bien alterna a la que él conoce de Luis y Raquel, y tan personales, intensos y felices que se los reserva para sí mismo, como el testimonio fehaciente de los versos prosaicos de su propia vida, que le sirven de motivo sólo en una ocasión para transcribirlos en un poema sobre el olvido (Ver Anexo Nº. 4), que, por su temática, difiere un tanto del poema magma que quería lograr con su Nocturno.

Y es que en la lectura del diario de Esteban no se puede perder de vista que la poesía ocupa un lugar preponderante en su vida y en la de Luis, porque, como se vio en el apartado “Cartas íntimas de amistad”, ellos encajan, al menos al comienzo, en la categoría de románticos, en la medida en que comprenden la poesía como “el lazo y la sanción que conecta no sólo al hombre con el hombre sino con todo lo que existe” (Abrams, 293). De ahí, puede deducirse que esa posibilidad de conexión es la que le da sentido y color a la existencia en medio de lo insípida que puede resultar para Esteban, pues, como ya se ha visto, su sentido crítico, su anarquía, su cinismo y su desapego son la manifestación de una cierta incomodidad de vivir bajo unas reglas y unos valores que desprecia.

Es más, su diario es el receptor de sus poemas, esos que nunca publica, que con pudor y con excepciones les muestra o les lee únicamente a Luis, a Raquel y a Claudia y con los que tiene el propósito de

[…]adoptar una forma verbal impersonal que efectúa una exploración en la noche. La asociación noctámbula con mi propósito, mi búsqueda de esencias ligada con nuevos caminos para alcanzar el conocimiento, es ahora calara y permite exploraciones por la vía de la imagen, de la enumeración y del collage. Además. Tanto la estructura musical como el tema obligan al desarrollo de un esquema dramático de búsqueda, prueba y desenlace que quiero usar deliberadamente con el fin de cuestionarlo: la aventura del Santo Grial, la aventura romántica por excelencia, debe ser destruida por una nueva fórmula de discernimiento en la que puede existir aventura, pero donde no hay héroes. Toda la capacidad de heroísmo se ha agotado en la supervivencia cotidiana. (86-7)

110 Esa referencia al Santo Grial, en la que declara abiertamente que era “la aventura romántica por excelencia”, recuerda a Chrétien de Troyes, el autor más connotado de roman courtois y considerado el primer novelista de Francia, por ende, el padre de la novela, y quien fue tal vez el primero en enredar las historias de los caballeros y sus damas con el tema del Santo Grial. Ello tiene aquí una resonancia significativa, pues Esteban lo sabe y no lo relaciona con el amor que pueda despertarle una mujer o con cualquier “heroísmo de la supervivencia cotidiana”, sino con su propia idea, vocación y voluntad de escribir poesía. Entonces, sin distingo del sujeto temático, vuelve a hacerse evidente que, como lo afirmaba Abrams, “todos los románticos importantes son primordialmente poetas de amor” (293). Amor por la poesía en su sentido más puro, pero que también al ser traído a colación por parte de Esteban en relación con el Santo Grial, tiene una enorme significación, pues este es un tema religioso que implica una búsqueda y una purificación del amor terreno por el amor divino, y ya hemos visto cómo ese tipo de amor no tiene nada que ver con el amor de Luis y Raquel, quienes no tienen que buscarse sino que tras encontrarse se pueden ir a vivir juntos; a diferencia del modelo, también caballeresco, de Tristán e Isolda, cuyo amor no implicó una búsqueda sino un encuentro, después del cual, ahí sí, como les pasa a Raquel y Luis, ya no pueden separarse porque están enfermos de amor. Entonces, a pesar de que la aventura escritural del diario de Esteban toma como punto de partida su propia vida, también se impregna enormemente de las historias que se tejen a su alrededor y que son, en el caso de la novela, todas las que se relacionan con ese amor de su mejor amigo y hermano de sangre que lo atraviesan directamente por la forma como afectan con su insistencia, su intensidad y su obstinación al mundo.

A todo ese sentido que él le otorga a la poesía se suma el hecho de que el ejercicio de la escritura del diario le sirve para traducir allí la vida ordinaria a la prosa y encontrar en ella su sentido hondo, lo peor y lo mejor que entraña, lo virtuoso y lo deleznable, la conjugación que el ser humano hace de la herencia de la tradición con la irrupción de los enormes cambios que se habían dado en su tiempo, para reconocerse a sí mismo, al final, como hombre de su tiempo, aunque con un entrañable amor a la poesía. Esa idea de ser un narrador, de consignar la vida, de volverla palabras, de ordenarla allí donde el discurrir de los cientos de acontecimientos se le escapan a la razón, se convierte en Esteban en una

111 obsesión, en un absoluto, en una idea fija de la que no escapa nunca, y no es que escriba a diario, pero sí escribe lo fundamental, lo que le brinda la posibilidad de introspección, ya que el diario se convierte en el espacio para dar cuenta de sí mismo o de las opiniones que por pudor o por amor no se dicen, sobre los resquicios de su interior, de un modo honesto, sin máscaras y como una especie de examen de la vida cotidiana, a manera de crónica. Es exactamente el mismo trato con sí mismo y en una dimensión profunda que proponía el filósofo francés Denis Diderot en una carta a su amante Sophie Volland, donde sugiere la necesidad de traducir la vida a la escritura cuando se cuestiona acerca de cómo es posible que “un astrónomo pasa treinta años de su vida en lo alto de un observatorio, con el ojo aplicado día y noche al extremo de un telescopio para determinar el movimiento de un astro, ¿y nadie va a estudiarse a sí mismo, nadie tendrá el valor de llevar un registro exacto de su espíritu?” (en Amiel, 13). Esteban sí lo hace; de hecho, no tiene reparos para referirse a su propia dureza cuando trata de exorcizar el sentimiento que le despierta Carlota, la única que de “pájara” pasa a ser amada, aunque nunca es capaz de reconocerlo en medio de ese eslabón que es fundamental en su vida: el sexo aventurero.

Es, apenas, la dosis de desprendimiento, de aniquilación de sentimientos necesaria para vivir tranquilo […] más acá una pequeña coraza para no condescender al llanto de la adúltera desnuda que tienes frente a ti, todo un sistema de vida para que una gran pasión nunca tenga entrada en la intimidad. Y, al final de una enumeración que podría continuar, he aquí que uno se encuentra endurecido, sin necesidad de presumir, sin necesidad de estar diciendo “soy un duro, soy un duro”. Se trata de la comprobación de que hay una parte del alma que ya tiene costra, que es insensible, que está anestesiada. He aprendido eso de mí, pero cuando oí el tono de Carlota, cuando vi su expresión esculpida en piedra –robot habla de lujuria–, me sentí débil y vulnerable en comparación con esa impasibilidad, esa indiferencia, ese cinismo que por primera vez lograba herirme, no sé si porque mi orgullo íntimo de tipo duro se resentía o porque, de verdad, esta impaciencia y estas ansias son el amor. (234)

Son varios años los que le toman a Esteban recuperarse de la estocada que le propinó Carlota cuando deliberadamente decide dejar de encontrarse con él en diferentes hoteles del país para cumplir con esas intensas gimnasias eróticas, que en principio fueron sólo eso para él, pero que pronto le van ganando en emoción y afecto. Entonces, a pesar de que ella desaparece de su vida y del relato por varios años, esa historia no queda inconclusa y él dará cuenta del verdadero final de su relación con Carlota en la entrada de su diario del 15 de

112 abril de 1981, cuando Germán López, amigo de Raquel y jurado de tesis de Luis, lo invita a comer a su casa, no sin antes anunciarle que también llegaría a la cita una amiga “que conoció hace mil años. Una mujer llena de mundo que enviudó muy joven y quedó rica y asediada por toda clase de chulos que eludió sin privarse de nada. Viajes, libros, obras de arte, y sospechaba él sin confirmarlo, amantes ocasionales. Ahora, en la plenitud de su vida, acaba de recibir la noticia de que moriría de cáncer” (467). La mujer era Carlota, quien al llegar al lugar de la comida y reconocer a Esteban, le pide a López que los llame, al menos por esa noche, Carlos y Carlota, lo cual lleva al ex cura a preguntar de dónde se conocían; a lo que le sigue una breve conversación que deja ver sutilmente la huella que ella le había dejado:

–Por casualidad –contestó ella diciendo la verdad pero sin añadir nada–. Nos vimos mucho en una época. –…Una época feliz –añadí halagándola en secreto, gesto que ella agradeció con una mirada rápida y directa a los ojos. […] Nos despedimos con mucho afecto y la promesa de que nos veremos otra vez, algún día. Promesa falsa, cuya falsedad no importa. Un buen recuerdo, una aventura feliz, algo mucho más cercano. (468)

Así, a pesar de la focalización interior tan específica que hace Esteban, en muchas de las entradas de su diario el mundo exterior aparece para escrutarlo. Sin embargo, este rasgo no es una excepción en el género de los llamados papeles privados, pues no se puede olvidar que, como lo señala Laura Freixas en el prólogo de En torno al diario íntimo, la escritura de los diarios alude al “deseo de conocer al hombre no en su individualidad, sino en su universalidad” (en Amiel, 13). Universalidad que para este caso se traduce en su propósito de mostrar que la observación de sí mismo se justifica en la medida en que otros se reflejan en ella y de ahí se desprende el hecho, no poco significativo, de que dicho reflejo retrata una época específica y a un tipo de individuos específicos. Por eso, en Cartas cruzadas es justamente Esteban el que con sus agudas críticas muestra el contexto en el que se desenvuelve la historia. Así, desde las primeras hojas de su diario se refiere a un aspecto neurálgico de la Colombia en la que ellos vivieron en los años setenta y principios de los ochenta, donde analiza la decadencia de la raza antioqueña y la forma como los narcotraficantes se toman poco a poco esa ciudad y al país entero.

113 Empieza con don Rafa Uribe, como solían llamar al padre de Raquel las personas que lo conocían, quien encarna ese arquetipo del patriarca que en los años treinta había emigrado de algún pueblo de Antioquia hacia Medellín con el objetivo de hacer prosperar su negocio de comerciante; pero que se estancó en la medida en que junto a otros de su clase cometieron el error de sentirse “etern[os] aun antes de llegar a tener pasado. Y que no se ha[n] movido de esta tierra. Se quedaron aquí, con su lujo de provincia y convicción de que son inamovibles, son orgullosos propietarios de unas propiedades caras y poco rentables, que no hay quien les compre. El síntoma más claro de los malos tiempos es que los únicos que se enriquecen ahora en Antioquia son los prestamistas y los usureros” (27-8). Así describe Esteban la forma en la que entraron en crisis hombres como su propio padre y como Rafael Uribe, que aunque nunca escribieron cartas son personajes importantes en la medida en que representan en el contexto de la novela a un clan decadente de hombres cuya descendencia podía considerarse más que inútil, pues no habían fundado nada, no habían inventado nada para hacer prosperar las empresas que sus padres habían creado, en síntesis, no se les había ocurrido nada original en la vida; por eso, trabajan en las empresas familiares, fungiendo más como empleados de sus padres, que desempeñaban también el rol de patrones para preservar las ganancias a las que se habían hecho esos “hombres cicateros con ellos mismos y con el dinero, inclusive el dinero de los demás, esa avaricia no es más que el reflejo en feo de una austeridad que heredaron como principio religioso: ahora, mientras escribo, completo el cuadro de un estilo de vida que agoniza en un mundo que no corresponde a la aldea donde crecieron y que consideraron la única realidad posible” (28).

A ese tipo de personajes se unen Maximiliano y la misma María pues, al parecer de Esteban, lo único que pudieron hacer con la herencia de sus patriarcas fue convertir “en héroes a los hombres capaces de enriquecerse” (122) y cuyos juicios sobre la gente se basaban en la medida de sus bolsillos, con lo cual “fluctuaban entre dos extremos: un pobre diablo que no tiene dónde caerse muerto y un tipo muy respetable que está muy rico” (124). Por eso mismo, Esteban no tiene reparos a la hora de describir a Medellín con la forma de un “hueco invivible” (83), con la presencia de “engoladas burocracias, burocracias poseídas por un sentimiento de predestinación fatalista y por un orgullo ajeno, fincado en cosas que otros comenzaron” (187). “Una villa que nunca consolidó nada, que siempre ha sido

114 habitada por tres clases sociales de codiciosos, a saber: los futuros nuevos ricos, los nuevos ricos y los nuevos ricos en decadencia y que fueron ricos solamente por una generación, entre los que no falta el niñito bien que intente recuperar el honor perdido, enteramente fincado en la riqueza, llevándose una libra de coca para Miami” (83).

Esa reflexión que Esteban hace en su diario va preparando el terreno para lo que vendrá luego, tanto en la narración como en la historia del país, cuando Luis, infectado por el virus de la codicia, se vincula al narcotráfico. Por eso, su mirada crítica y aguda en la entrada de su diario del 22 de diciembre del 71 anticipa que el ambiente para el surgimiento del negocio de las drogas, el de la ilegalidad por excelencia, estaba dado desde mucho antes en una Medellín habitada por un tipo de gente que formaba las filas de familias con “fortunas recientes, apellidos blanqueados por un golpe de suerte en una mina, por transportar mercancías o contrabando, por sembrados de café, por unas fábricas que montaron señores muy audaces que amanecían descendientes directos de algún noble de España cuando descubrían que podrían construir casa en Prado. Todavía no habían llegado otros tiempos, los de El Poblado y Laureles” (27).

Eso sí, hay que aclarar que el narcotráfico no irrumpe de un día para otro en sus vidas, sino que Jaramillo Agudelo introduce con sutileza a los personajes perfectos para que la trama no parezca forzada y, además, los inscribe en los labios de Esteban para que sea su aguda lengua la que los ponga en contexto para que actúen como los oponentes de la historia, pues encarnan la moda de hacerse ricos en un abrir y cerrar de ojos. Ellos son Cecilia, la hermana de Luis, y su esposo Moisés Zuluaga, más conocido como ‘Pelusa’, quien estudió en el mismo colegio y en los mismos cursos de Esteban y Luis. Por supuesto, nunca escriben cartas, pues su actitud frente a la vida no tiene ni un ápice de romántica y se presentan como personajes tan limitados en sus propias existencia que ni siquiera alcanzan a tener una voz indirecta dentro del relato. Todo lo que se sabe de ellos es gracias a lo que van contando Luis, Esteban y Raquel de ellos. A ‘Pelusa’, Luis lo sabe un narciso y se lo describe a Esteban en su carta del 16 de abril como un ser “demasiado consciente de su propia belleza, cada prenda que luce ha sido estudiada con cuidado. El resultado es una estampa impecable, tan perfecta que parece artificial” (164). Y no podía hacer mejor pareja

115 que con Cecilia, que es definida por Raquel como una “mosca zumbona entre el cuarto” (38) y por Esteban en sus cartas al mismo Luis y en su diario como una “vampira, cabeza hueca” (88), una “muchachita histérica” (559) y “una puta”, por el hecho de que quiere ir siempre “demasiado a la moda, demasiado maquillada, demasiado perfumada, demasiado notoria, con esa vida que antes podía llamar ‘descocada’, pero que, como andan ahora las narices, es más bien una vida ‘encocada’, según sospecho” (93).

Sin embargo, pasarán diez años desde que Esteban hace esa descripción de la decadencia de la raza y otros tantos desde la aparición de los oponentes para que el asunto del narcotráfico deje de ser un tema externo y ajeno de “esos” paisas entre los que vive y a los que mira con gran desdén, para que el panorama se le vuelva un asunto del todo personal, del todo íntimo, pues cuando el narcotráfico pone a militar en sus filas a su amigo del alma es todo el proyecto vital y romántico sobre el que él y Raquel tenían montadas sus vidas el que se desmorona sin remedio. Así lo manifiesta en su diario el 4 de mayo del 81:

Ahora es más explícito que nunca el poder del dinero de la coca. Son los dueños de todo. Para empezar, la propiedad raíz, rural y urbana, el suelo que pisamos es de ellos. Son los dueños de todo y ostentan su poder sobre vidas y opiniones y haciendas. Son los dueños del contrabando, de fábricas, del deporte, de mucha gente con uniforme y sin uniforme. Son los propietarios –y lo exhiben– de las virtudes sociales. La beneficencia en grande. Robin Hood montado en carros carísimos que inundan las calles. A esa alharaca antioqueña, a esa manera de gritar cuando se habla, a ese estruendo excesivo que el origen campesino del paisa impone a su trato, estos nuevos ricos añaden la ostentación sin pudores de los signos de su nueva riqueza. Son los dueños de todo. Hasta de mi mejor amigo. (472)

Y como si fuera poco el hecho de que desempeña el rol de poeta, de confidente, de crítico del entorno, de narrador, de hombre de su tiempo, de un ser con una interioridad desbordada, de testigo presencial de todo lo que ocurre en el entorno, Esteban también asume el rol de ver a Raquel, no sólo como la mujer de Luis, pues la sabe y la entiende íntegramente, como sujeto, algo que como ya se había visto queda borrado de la vida de ella desde el momento en que pone como prioridad en su vida su relación con Luis y no a ella misma. A tal punto que a veces Raquel se escapa del panorama del lector, pues de su vida individual se sabe muy poco, a diferencia de la de Luis, de quien sabemos, entre muchas

116 otras cosas, cuál es el ámbito exacto de todo el amplio espectro de los estudios literarios que le interesa abordar en sus investigaciones; de Raquel sólo sabemos escuetamente que estudia periodismo y que deja pendiente la presentación de su trabajo de grado para irse con Luis a Nueva York para que él estudie allá su doctorado. Es Esteban precisamente quien le da rumbos; él le sugiere la fotografía, la reportería gráfica como alternativa para ocupar su tiempo en la Gran Manzana y para crear tesis de graduación, y es también quien le habla de la producción de televisión, el remedio que ella utiliza para anestesiar el dolor en el que se sumerge cuando Luis empieza a desaparecer de su vida por días y hasta semanas enteras, dedicado a sus nuevos negocios.

En esa circunstancia específica que muestra cómo para Esteban ella sí existe como sujeto es que puede leerse un fragmento del 3 de noviembre del 81, en el que reflexiona sobre la situación en la que ha quedado Raquel tras la incursión de Luis en el tráfico de drogas.

Recibo una carta de Luis y la contesto. Y, al releer mi respuesta, descubro los baches, las mentiras piadosas. Debí comenzar diciéndole que es un egoísta, pero en lugar de esto, con blandura, le escribo unas frases haciéndole venias a su amor. Cuando un amor desaparece, surge la duda de si acaso alguna vez existió. Nunca nadie aportará una prueba incontrovertible de que un amor fue leal —y mucho menos si uno cree que el amor no existe—. La foto de un matrimonio, un testigo o la declaración de uno o de amos involucrados pueden demostrar cosas distintas. Detrás de un matrimonio puede existir interés en dinero o status, o prisa por cubrir un embarazo incómodo. Una pareja puede fingir delante de terceros o fingirse a sí misma un amor que no se tiene. Un buen día uno de ellos, mi amigo, comete el error de alterar esa rutina, es decir, de suscitar incertidumbre en Raquel. No digamos de qué modo, bien pudo ser otro cualquiera. Ponerle cuernos, convertirse en barman, volverse avaro o militante de una religión, cualquier religión. El punto consiste en modificar la costumbre de una manera que el miedo y —por lo tanto— la reacción defensiva, se apoderen de ella. El egoísmo de Luis consistió en suponerlo todo. Como lo dice en su carta, él nunca pensó en el amor, él se dejó poseer: demasiada literatura detrás de todo esto. Fue útil, lo reconozco. Se dejó vivir por un instinto, por un apego — cimentado en el horror al vacío— al que llamaremos amor para darle el nombre con que él lo conoció. El exceso de egoísmo, que lo perdió, consistió en prescindir de Raquel para cambiar la serena costumbre que los alejaba del miedo, esa seguridad de treintones que ahora llamo amor. Nadie comprueba el amor y, mucho menos, nadie comprueba el amor correspondido. Por esto, el punto puede colocarse en un espejo para verlo, invertido, del lado de Raquel. Ella es el sujeto pasivo de la frase. Él le quitó el piso. Él acabó con su rutina sin contar con ella. Tampoco hablemos de amor en

117 ella: también costumbre, miedo a estar sola, miedo al cambio, apego. Ella lo llamaba amor y su exceso de confianza es ahora cautela y realismo, un realismo que sólo puede alcanzar la mujer y que ningún hombre logrará nunca. Lo más colombiano que tiene Cien años de soledad es que la vida diaria depende siempre de las mujeres: Úrsulas. (508-09)

En ese pasaje, resulta muy interesante la reflexión que hace Esteban acerca del “exceso de egoísmo” de Luis, pues pareciera como si quisiera hacer evidente que Luis se unió a Raquel porque era la mujer perfecta para realizar sus propios intereses, lo cual explicaría por qué la voz de Raquel siempre estuvo borrada de sus cartas y por qué, al final, cuando ella se opone a involucrarse en sus negocios y deja de amar al nuevo Luis que los ejecuta, a él le queda tan fácil prescindir de ella.

Además, el análisis que él hace del discurso amoroso sobre el que se había inscrito la relación de Luis y Raquel parece mostrar que el hecho de que él atestiguara ese amor, desde su nacimiento hasta su declive, le hubiera hecho creer, finalmente y empero de su afilado cinismo, que hubo unos días en que el amor sí fue real, a pesar de que siempre, desde sus primeras líneas manifiesta un total escepticismo de la existencia de “eso del amor” (10), como se refiere a él. Con ello, Jaramillo Agudelo le da una vuelta de tuerca al arraigado carácter de este personaje, pues es como si llegara por sus propios medios a comprobar que realmente, como se lo plantearon los griegos, “lo que, en efecto, debe guiar durante toda su vida a los hombres que tengan la intención de vivir noblemente, [no son] ni el parentesco, ni los honores, ni la riqueza, ni ninguna otra cosa son capaces de infundirlo tan bien como el amor” (Platón, 178). Por supuesto, el tránsito por ese rumbo de más de doce años es lo que hace que el personaje reconozca su propia fragilidad y se admita resignadamente como ser humano y sentimental; en otras palabras, acepte su condición intrínseca de vulnerabilidad, y es allí, en esa sutil transformación, donde Jaramillo Agudelo logra conseguir “los más hermosos efectos estéticos de la mera descripción de las miserias humanas” (171), como dice Pierre Bourdieu, pues las escenas donde se describen los diferentes momentos del amor y su concreción le dan al lector y a Esteban —que en este caso son testigos presenciales de ese amor— la intensidad y contundencia suficiente para descolocar de sí mismo a Esteban, en tanto migra de un estado a otro que lo perturba, no

118 sólo porque el narcotráfico le ha quitado su centro, sino porque ya no puede concebir el mundo como lo hacía antes, el orden y los lugares del sentimiento no pueden ya permanecer en el mismo plano en el que los tenía antes.

El género epistolar al servicio del amor Vale la pena señalar que hay un aspecto del género epistolar tradicional del que Jaramillo Agudelo toma distancia y lo suprime totalmente de sus Cartas cruzadas y es que en la gran mayoría de estas novelas, aparece una voz extraepistolar que se presenta como el editor o el recopilador de las cartas y que justifica la existencia del volumen que se tiene en las manos con textos que incorpora al comienzo y/o al final del libro con el propósito de orientar a los lectores y de explicarles que la motivación de su labor marginal a la historia es “arrancar al olvido la correspondencia que por la razón que sea le parece digna de llevar al conocimiento del público” (Spang, 647). Razón que, como ya se vio en los antecedentes de esta novela epistolar, responde casi siempre a una historia de corte sentimental y moral.

Sin embargo, no deja de llamar la atención que a diferencia de esas novelas del XVIII y el XIX, las cartas que dan cuenta del amor de Luis y Raquel no se dirigen entre ellos, que son los amantes de la novela, pues desde que se conocen, se pueden juntar y hacer su vida en pareja; es decir, no tiene nada de wertheriano. Por el contrario, el amor que cada uno siente o sintió por el otro está contado a un tercero; así, Luis le habla de su amor por Raquel a Esteban y Raquel hace lo mismo con Juana. Ese es el motivo por el que en esta novela las cartas no van perfumadas ni con mechones de pelo, pues no son el lugar de la seducción, la conquista, el deseo y la añoranza del uno por el otro, sino que “sobrecogerse, apasionarse, respetar, odiar…, amar a otro son modos de descubrir su singularidad” (Kierkegaard, 23).

Singularidad. De ese término con el que se rescata la particularidad de los personajes y su libertad para amar, se desprende un hecho del todo significativo en esta novela epistolar que aborda el amor en una época reciente y un lugar específico como lo es Colombia, y es que existe una infinita soledad del amor en nuestro tiempo. Es como si Jaramillo Agudelo quisiera con esta novela poner el tema sobre la mesa para hacer evidente la soledad de los amantes de una relación, que, en este caso, son: Raquel con Luis y Esteban con Carlota,

119 pues reflexiona y muestra a través de la ficción cómo en el mundo de hoy el amor no tiene lugar, no encuentra un espacio para asirse, muy a pesar del grado de significación que tiene en la existencia del hombre. Esto se debe, por un lado, a la infinita soledad del discurso del amoroso en nuestro tiempo, lo cual coincide simétricamente con el planteamiento con el que Roland Barthes abre sus Fragmentos de un discurso amoroso, pues allí él sentencia tajantemente que sólo a unos pocos les interesa el amor, pues “nadie lo sostiene; está completamente abandonado, o despreciado, o escarnecido” (11). Por otro lado, a pesar de que Jaramillo Agudelo instaura ese sentimiento como la columna vertebral de la historia y la evidencia de que es posible y tangible, llega un momento en que las circunstancias externas, el narcotráfico en este caso, termina atravesando y acabando con el amor.

Entonces, Jaramillo Agudelo parece comulgar con esa certeza y poner esta novela y sus cartas íntimas al servicio del amor, para que aquí sea más que un tema y cobre el sentido de “afirmación” (11) y valor vital que propusieron Barthes y los románticos. Mas no en su significado limitado de ligazón al otro, sino también, como sostenía Bryce Echenique, de “[…]nuestra convicción íntima de la existencia del otro y nuestra dolorosa experiencia de su ausencia, donde hace su nido el sentimiento de la soledad” (20).

120 CAPÍTULO III

EL FRACASO DE UN AMOR, UNA AMISTAD Y UNA NACIÓN

Ya se ha visto cómo Jaramillo Agudelo configura a varios de los personajes de Cartas cruzadas con rasgos que se desprenden del arquetipo del héroe de las novelas románticas del siglo XVIII; sin embargo, llega un momento del relato en el que Luis rompe con todo ello y, de paso, genera un quiebre neurálgico en las relaciones, también románticas, que se habían tejido a su alrededor. Entonces, la intimidad —que es el blanco donde impacta el golpe que él produce con sus acciones y que era el pilar de su amor con Raquel y de su amistad con Esteban— se desmorona y deja a todos a su alrededor completamente descolocados de su propia vida, de su día a día, de su cotidianidad y sus relaciones quedan abocadas a un fin en el que “todas las pasiones acaban como una tragedia” (en Rougemont, 224), como bien lo había sentenciado el poeta romántico Novalis.

Tragedia es una palabra que para este caso adquiere la connotación de aquello irreparable, de lo que no tiene marcha atrás una vez se ha iniciado, y en Cartas cruzadas sí que es tangible, puesto que las grietas que se abren a partir de la coincidencia de dos momentos críticos en la vida de Luis, a saber, el florecimiento en él de una espina de celos y codicia, y los coqueteos con el dinero fácil del narcotráfico, van surcando toda la estructura sobre la que estaba cimentada su vida, hasta que logran romper todo definitivamente. Por eso es que la pregunta que va abriéndose espacio en la mente del lector no puede ser otra que: “¿Qué le pasó a Luis?”, puesto que desde el primer fragmento de la carta de Raquel ella anuncia que llegó un momento en el que ya no se amaban, pero, claro, las claves de la respuesta se van encontrando a medida que se avanza en el desarrollo de la trama y del conflicto, que no sucede linealmente, sino por medio de puntos de suspenso y acontecimientos que permiten establecer una simultaneidad entre el “fracaso” de la época en la que se desarrolla la vida de los actores de esta historia y el fracaso del proyecto existencial que habían ido trazado para sí mismos. En otras palabras, es posible afirmar que el fracaso del amor de Luis y Raquel y de la amistad de Luis y Esteban está asociado al fracaso del tiempo en el que vivieron.

121 Es ahí donde la destreza narrativa de Jaramillo Agudelo sale a relucir para incorporar de a poco el mundo exterior y el de lo público a ese vasto mundo interior que Luis y Esteban, las dos voces centrales de esta novela, habían construido, y a ese otro privilegiadamente privado que habían salvaguardado Luis y Raquel. Para lograrlo, se basa en el panorama y en el ambiente general que se respiraba en la Colombia de los años setenta y ochenta, pero con la clara intención de no convertirse en una novela histórica que refiera a fechas, nombres y acontecimientos reales y precisos, sino que conserva un pie anclado en el siglo XVIII y el que reposa sobre el XX permanece firme en la ficción a pesar de estar pisando el terreno de la realidad.

Una amalgama de vicios y apetitos El primer momento en que brota en Luis un rescoldo de codicia tiene lugar en Nueva York, durante la temporada en que cursa sus estudios de doctorado en literatura, gracias a una beca por cuatro años que le da la universidad bogotana en la que trabaja, a condición de que a su regreso siga vinculado laboralmente y por ocho años con ella. Allá, Raquel y Luis pasan una temporada feliz, amándose e inmersos en la tranquilidad de la intimidad que continúan construyendo como pareja, tranquilidad que también estaba dada por el cheque mensual que les enviaba la universidad desde Colombia y que complementaba la ayuda, la compañía y el afecto de Claudia, Boris y Juana, que vivían allá desde mucho antes. Sin embargo, será con la segunda22 visita que les hace Esteban, el 5 de agosto del 76, cuando comienzan a cambiar las prioridades de Luis, pues Esteban llega a la Gran Manzana a firmar un contrato con unos empresarios estadounidenses por encargo de sus hermanos, que eran quienes realmente manejaban los negocios de la familia, a pesar de que él era el presidente de la junta y el mayor accionista23. Por eso, sus hermanos le aseguran el hospedaje en el Hotel

22 Ese viaje contrasta significativamente con el primero que había hecho Esteban, en el invierno del 75, y que se caracterizó por una estancia sosegada en la que sus amigos habitantes de Nueva York le entregan todo el afecto del que son capaces porque él ha llegado casi acabado por el desamor de Carlota. 23 Podría parecer contradictorio el hecho de que sea Esteban quien cargue con la responsabilidad de los principales negocios de su familia, cuando era a quien menos le importaban por su forma de vida. Pues bien, este hecho se deriva del momento en que mueren sus padres, un episodio del todo doloroso y que le da pie para devolverse en el tiempo y recordar que en su infancia y adolescencia careció de todo el afecto que necesitaba. Esteban se refiere a sus padres como “esos seres que tanto quise querer. Es posible que la voluntad de amar sin conseguirlo no sea otra cosa que el rencor. De no poderlos querer, los detesto, me exasperan” (118).

122 Plaza, con todos los lujos dignos de un magnate, aunque él consagra su viaje al “Club de esperadores de Esteban” (252), como denominó Claudia a ese círculo familiar y de amigos —conformado por Luis, Raquel, Juana, Boris y ella misma— que vivía en Nueva York y esperaba siempre con ansias su regreso.

Por esa visita, Luis tiene la oportunidad de asomarse a un mundo de lujos que le era del todo desconocido. Amanece con Raquel un día en uno de los cuartos de la habitación de Esteban, con un mesero que les lleva un suculento desayuno a la cama y un gran ventanal con la luz del verano sobre el Central Park. Acompaña a Esteban al edifico Pan Am, en el que sobresale “un tapete donde se te hunde el zapato, paredes enchapadas en madera con cuadros donde lo primero que ves es la firma del pintor. En la sala a donde Luis acompañó a Esteban a su diligencia colgaba un Van Gogh” (255). Después, se van todos de paseo en una limusina que los socios del nuevo negocio de la familia de Esteban le facilitan y “que se desplazaba majestuosa, todos abriéndole paso como a un dios. Y lo era, como símbolo del dinero y del poder” (256). Van a un restaurante francés ubicado sobre la Quinta Avenida,

Esto se debía a que Esteban tenía tres hermanos mayores; uno de ellos ya estaba casado y los otros dos estudiaban en Estados Unidos y el que le seguía en edad era dieciocho años mayor; lo cual le siembra la duda de si nació por las convicciones católicas de sus padres o si fue por la dificultad de conseguir un aborto en Medellín, en el año de 1946. Lo cierto es que fue abandonado a las sirvientas de la mansión en la que vivía, pues ellos eran unos millonarios que mientras viajaban no le dejaban ni siquiera con qué comer. Esteban nunca contaba para ellos ni ellos con él, lo que lo llevó a “desconfiar del mundo y a no creer en los valores que representaba públicamente un triunfador en los negocios como mi padre, ese patricio que detesta a su hijo menor en los escasos momentos de su vida en que se le ha cruzado en el camino” (85). Los sentimientos por su madre no eran ni un ápice mejores, pues cuando ella muere, él mismo confiesa derramar un “miserable llanto de lástima por mí, por haber perdido para siempre la esperanza de establecer una relación de cercanía que esa mujer engreída y elegante impidió toda la vida, desde cuando yo tenía la precaria memoria de un niño con pesadillas, con miedo a la oscuridad, que no puede recurrir a nadie porque la madre está de viaje o ahí, pero remota, aunque habite en la misma casa” (121). Es en ese contexto en el que surge su amistad con Luis, de quien “muy niños todavía, —cuenta— llegué a heredar sus pantalones y sus camisas porque mi madre se olvidaba de renovar mi vestuario y yo no tenía qué ponerme. Y esto no ocurrió más tarde por la simple razón de que yo crecí y él se quedó enano y su ropa no me servía”(290). Entonces, doña Gabriela, la madre de Luis, suple con su cariño y sus deliciosas comidas algunos de los vacíos de él. Y es ese escenario en el que se forma Esteban y que lo lleva a subrayar que el único motivo por el que no odia del todo a sus padres es porque le dejaban la casa sola, con todo y servidumbre, para oír su música a todo volumen. Así, se hace evidente que él resulta ser el más favorecido en el testamento no por ser el hijo menor y consentido, sino porque tras caer enfermo su padre, la madre, presintiendo que él va a morir, amanece muerta un buen día, y es Esteban quien, en la clínica, le cuenta a su padre que ella ha muerto primero. De ahí, él asegura tener “la certeza de que esta preferencia se debía a que yo le había dado la noticia de la muerte de mi madre. Era su agradecimiento póstumo y yo debí haber sonreído” (125). Esteban también cree haber salido privilegiado en el testamento porque su padre habría admitido “en un último gesto, que mi independencia era una actitud más digna que el servilismo de mis hermanos” (125).

123 por invitación de Esteban, que intenta pagar la cuenta con una tarjeta de color dorado que le entregaron en la oficina de sus hermanos, pero que pronto le devuelven porque, como la limusina, era una invitación de los gestores del negocio.

Entonces, Esteban empieza a satisfacer los deseos de todos y a compartir con sus amigos esas excentricidades a las que ni siquiera él mismo estaba acostumbrado por su vida de comentarista deportivo radial en Medellín. Además, les hace a todos costosos regalos acordes con los gustos y necesidades de cada uno y tiene atenciones que incluso había anticipado en su carta a Luis del 10 de julio del 76, en la que unos días antes de viajar le confiesa que está feliz de embarcarse rumbo a Nueva York, donde gastaría solamente la mañana del viernes en los trámites de la firma del contrato, pero que dispondría del resto del fin de semana para ellos: “[…]todo mi tiempo es tuyo. Toma el que puedas para nosotros y compártelo con Claudia” (278). Es más, en un legítimo gesto de afecto y añoranza por compartir de nuevo con Luis, le cuenta que les aceptó a sus hermanos esas circunstancias tan hoteleras y tan jet set pensando en “la caminada que nos vamos a dar en la mañana del sábado. Ojalá la extravagancia que inventé para la noche del jueves se pueda cumplir. Depende de los compromisos que tengan los miembros de la colonia que mi corazón instaló en Nueva York” (278). Y es que ese tipo de vida era tan ajena a todos que él mismo la señala como “una extravagancia” en la que ejerce como “Papá Noel de verano”, como ellos mismos lo denominan.

La primera en recibir regalos es Raquel. Después de la comida francesa, van todos en limusina a un almacén especializado en productos fotográficos, con la excusa de comprar un flash que le han solicitado desde Medellín, pero en realidad él, que era precisamente quien le había dado la idea de dedicarse a la fotografía, empieza a tomar nota mental de cada uno de los implementos y lentes que llaman la atención de Raquel, descarta rápidamente el supuesto encargo y paga con su tarjeta dorada la pequeña fortuna de los deseos de Raquel. Al otro día sigue con Luis, a quien le regala ropa y libros, a Juana le obsequia un reloj pues el que tenía había sufrido una avería y a Claudia le da discos y la manera de comprar la bicicleta que Boris llevaba varios meses soñando.

Y es en medio de esos actos de derroche y generosidad desprendida de Esteban cuando se

124 produce de un modo ambiguo, aparentemente gradual e inexplicable, una profunda fractura en el temperamento de Luis y en su relación con él. Justamente la primera evidencia de que se ha abierto una fisura entre ellos sucede después de la travesía en limusina por las calles de Manhattan y del final de la comida, cuando Luis ve, por primera vez, que Esteban tiene la capacidad de darse gustos y lujos con los que él ni siquiera había soñado; por eso, se le oye lanzar al aire una pregunta que resulta del todo significativa: “¿Es este Esteban?” (257). El sentido de la pregunta era, sin duda, subrayar y hacer evidente el aparente desconocimiento de Luis frente a un ser que no se parecía del todo a su amigo de toda la vida, pero que, en realidad, según el relato, es exactamente la misma persona jovial, amorosa y espontánea de siempre, tanto con Luis como con los demás, sólo que en esa oportunidad y justamente por el motivo del viaje se da a sí mismo y a sus amigos una excursión de millonario que no pasa de ser una aventura completamente ocasional, pero que, inesperadamente, hace que se abra una grieta entre ellos y nazca en Luis una repentina preocupación y un deseo por tener dinero. Raquel recuerda en su carta los días posteriores así:

[…]despertó en Luis una actitud que yo desconocía, que aún hoy creo que él mismo ignoraba de sí mismo. […] A partir de esa noche te quedará un rictus en la boca, empezarás a amar el dinero o la gimnasia, anclarás de una manera imperceptiblemente distinta en la realidad. […] Luis se volvió codicioso. El dinero se convirtió en algo suma e inesperadamente esencial en la vida. Y en la medida en que el asunto tomó importancia para él, también cobró más frecuencia como tema de nuestras conversaciones o de esas divagaciones en voz alta que hace un enamorado en presencia del otro. El dinero. (259)

El punto de quiebre que produce ese nuevo e inusitado deseo de riqueza en Luis parece quedar extrañamente latente y de un cierto modo adormilado por unos cuatro años completos, pues es hasta finales de mayo del 80 cuando verdaderamente encuentra el modo de cosechar una fortuna, que ha empezado a anhelar desde el momento en que contempla las posibilidades que da el dinero en nada más y nada menos que Esteban, que era su igual, su referente, aquel con quien compartía su intimidad, su vida, su humor, sus intereses literarios, su necesidad de poesía. Y al notar esa única diferencia entre ambos, parece como si en la mente de Luis los platillos de la balanza en los que se encontraba la vida de cada uno quedaran repentinamente a desnivel, pues ese dinero que le sobra a Esteban, y que ni siquiera hacía parte de los puntos de referencia con los que Luis lo miraba y se miraba, se convierte en una carencia enorme para él. Es como si brotara un sentido de inferioridad que

125 le hiciera preguntarse silenciosamente qué estaba haciendo con su vida. Sin embargo, pasarán cuatro años, un remolino de acontecimientos y cartas virulentas entre ellos para que el mismo Luis reconozca durante una conversación con Raquel, el martes 19 de diciembre de 1980, que fue precisamente durante esa temporada neoyorquina cuando se dio cuenta de que era “miserablemente pobre” (419). Ella recuerda en su carta del 83 el episodio así:

Nosotros éramos dos seres anodinos del tercer mundo que llegaban y, por una especie de capricho, una universidad nos prestaba un espacio donde vivir y otra universidad nos enviaba un cheque mensual. Dependíamos de la nada, mientras alrededor mandaba el dinero. Un poder explícito. A unos minutos estaban los apartamentos más lujosos que cupiera imaginar, las obras de arte, la ropa, un mundo inaccesible donde yo no existía. Ni siquiera existíamos para integrar esa modesta clase media de Nueva York, que ahorra para el gran espectáculo, o para una temporada en Puerto Rico, o para comprarse un abrigo costoso. Ni siquiera éramos eso. Y al regresar aquí, por razón de vivir adentro —pero en la orilla— de la capital del mundo, yo debía varios años de mi vida o un rescate millonario. Y miraba a mi alrededor a la gente de 35 años que conozco. Esteban nació rico y es mucho más rico de lo que él mismo admite. Moisés, el marido de mi hermana, ya hizo plata. Los más cercanos con dinero y yo con mi vida hipotecada, pagando un arrendamiento y sin más perspectivas de viajes que congresos académicos en pueblos del medio oeste o en pequeñas ciudades de México. (419)

Su descripción y su manera de asumir esa condición de pobreza empieza a adquirir la forma de un defecto tan supuestamente notorio y problemático para sí mismo, que, aunque en principio lo vive más bien calladamente, se va tornando poco a poco en algo humillante, vergonzoso y a tal punto inaceptable, que pierde la objetividad sobre ese único punto de su vida que le hacía sentirse inferior. Luego, el relato, tanto del diario de Esteban, como de la carta de Raquel, muestra cómo esa semilla de codicia que se había sembrado en él trastoca su sistema de valores de una manera tan radical que empieza a otorgarle al dinero el sentido de un valor fundamental por el que se va olvidando de los ejes esenciales sobre los que había orbitado verdaderamente toda su vida, a saber: la poesía, el amor y la amistad, pilares que también compartía con Esteban y que no se entiende cómo es que la contemplación del dinero le hace perderlos de vista y tomar ese aspecto tan marginal en la vida real de su amigo como un referente, según lo revela ese diálogo con Raquel y, además, incluir a Pelusa, un ser tan ajeno a sí y a su círculo de lealtades, como un nuevo espejo de su propia existencia.

126 Por eso mismo es que la nueva sed de dinero de Luis afectará en principio solamente su amistad con Esteban, aunque de manera momentánea, pues la espina que había empezado a brotar en Luis desde la noche en que pregunta “¿Es este Esteban?” (257) necesariamente detona su afilada punta en él, quien a su regreso de Nueva York recibe una carta de Luis cargada de un veneno tan letal que bien habría podido acabar con el afecto de Esteban. Sin embargo, esa misiva del martes 2 de noviembre de 1976 —dos días después del cumpleaños de Esteban— no se abre con una lista de reclamos o improperios para Esteban, sino que, curiosamente, se inaugura con la mención por primera y única vez en las acostumbradas epístolas íntimas de un acontecimiento del mundo exterior; es decir, de la vida pública y, además, salido de la realidad: la matanza de Munich24, a la que se refiere como un “acontecimiento aislado de brutalidad humana. Sin interpretaciones, que todas caben. Como siempre rito de exterminio. Estoy aterrado” (280). Y aunque no queda muy claro por qué Luis trae a colación en su carta del 76 ese acontecimiento del 72, sí resulta significativa la inclusión de ese episodio, porque parece como si Jaramillo Agudelo estuviera insinuando que de ahí en adelante los acontecimientos de dominio público empezarán a entrometerse con verdadera vehemencia en ese mundo de lo privado que ellos habían tejido tan cuidadosamente; lo cual constituye, sin duda, un quiebre fundamental, pues, como ya se ha visto, el mundo de ellos era absolutamente hermético de afuera hacia adentro, aunque ellos desde su interior miraban y veían pasar lo que sucedía para tomar una u otra posición sin que permitieran que algo que no desearan se inmiscuyera allí. Luego, en esa misma carta, se añadirán unos hirientes párrafos que le permiten a Luis desfogar con rabia contenida los sentimientos que le despertó la visita de Esteban:

Me acordé de tu cumpleaños y de la ingratitud recíproca que nos hemos guardado después de la excursión estilo Vanderbilt que te diste por estas tierras. Pienso que tu silencio se debe a tus innumerables obligaciones de millonario y que este viaje fue la despedida final del amigo de la infancia que emprende su excursión hacia otra clase social. Chao, proletarios, ahí les dejo esos juguetes, fetiches de lo que fui para ustedes. Ahora perteneces al mundo de los que tienen un artefacto plástico, o que chasquean los dedos y un chofer

24 La matanza o masacre de Munich ocurrió el 5 de septiembre de 1972, cuando se celebraba la XX versión de los Juegos Olímpicos de verano, en Alemania. Entonces, un comando de terroristas palestinos que se hacía llamar Septiembre negro tomó como rehenes a once de los veinte integrantes del equipo olímpico de Israel, con el fin de obtener la liberación de 234 palestinos presos en cárceles israelíes y dos más retenidos en Alemania. Como el gobierno de Israel se negó a negociar, once atletas israelíes fueron dados de baja, al igual que cinco de los ocho terroristas y un oficial de la policía alemana.

127 desconocido firma por ti para que Van Gogh pague. Y, mientras tanto, mi mujer toma fotos de cerquita y de lejos con los lentes que tú le regalaste, gasta el tambor de película que tú le regalaste, imprime en el papel que tú le regalaste, mide no-sé-qué con los aparaticos que tú le regalaste, oye —y me hace oír, yo feliz— la Billie Holiday, la Sara Vaughan, la Ella Fitzgerald que tú le regalaste. Yo estreno uno de los suéteres de cachemir que tú me regalaste, y me ufano con las camisas que tú me regalaste. Y ninguno de nosotros se da cuenta de que nos cambiaste todo eso por ti, que tú no viniste, que vino una chequera a “la irresistible capital del cheque” —como dice Rubén Darío— y nos paseó en robot con bar, teléfono y pasacintas. Pero que Esteban no vino y que de Esteban tan sólo vino el gesto hosco, angustiado, de un hombre de treinta que se muerde los labios, que frunce las comisuras, el mismo gesto del millonario que cuida su fortuna, sigiloso, y firma jugosos contratos delante de la bendición protectora de un Van Gogh. Me revelaste un mundo que, traducido a la bisutería de la literatura, equivale a esos ensueños de lujo de mis pobres modernistas: tropezar cara a cara con Ingrid Bergman en el corredor de tu hotel, hacerse de lado para que pase el inasible cuerpo del mito. Tener en la mesa vecina a Andy Warhol rodeado de ene enes que lo invitan y que lo oyen. Dicen que le pagan por dejarse ver en las fiestas y que tiene un elenco de dobles que pueden estar decorando varias casas de millonarios a la vez. Un toque de fama, efervescencia de champaña en el aire, para decirlo con una imagen cara a mis verdaderos coetáneos, los modernistas. Floto en mis hermosos zapatos de ciento cincuenta dólares comprados por tu cuenta de heredero y me pregunto, sin tropezar todavía, si no eres una contradicción ambulante, acerado crítico de los valores que están a tu favor, riquito de pueblo. Terminarás llevando en andas el Santo Sepulcro en la procesión del Viernes Santo, con la capa de la orden litúrgica de la gente bien, que tanto te ha servido de motivo de burla a mi suegro. A propósito: tu nuevo estatus ha acallado tus sarcasmos. ¿Era pataleta de adolescente? ¿Dejó de decaer la raza antioqueña con tu ingreso a las juntas directivas? No me quedan dudas acerca de la clase de individuo que te vas volviendo (acaso el que siempre fuiste). Una especie de insolente que trabaja por deporte, un dandy que gasta como los dandys y tiene aventuras sin compromisos, ni heridas, ni intensidad alguna. Un tipo que no está en la vida sino de visita por la vida. Si la única manera de seguir siendo tu amigo es volverse millonario, pues me dedicaré a hacer plata. Ya lo verás. Además, me quedó gustando. Entretanto, mientras me llega la máquina de fabricar billetes, sigo desarrollando un trabajo sobre la retórica modernista en nuestros días. Todos los adoradores de los fetiches que dejaste como sustitutos tuyos, siguen preguntando por ti. ¿Volverás a nuestras humildes casas en el futuro? Y te mandan besos cuando les cuento que he decidido interrumpirte con una carta mía. Un abrazo, Luis. ¿Te acuerdas de mí? (281-82)

Se trata de una carta que empieza mal desde el comienzo, pues se presenta como la

128 declaración de una ruptura. Esa “despedida final del amigo de la infancia que emprende su excursión hacia otra clase social” se presenta en el relato como una completa falacia inventada por Luis y que le sirve de pretexto para poder desfogar sus propias frustraciones con respecto a la posesión y al derroche de dinero, porque, en realidad, no hay tal despedida, en Esteban no cambia nada, y en el fondo Luis tiene tan claro que no ha cambiado nada de él, que por eso mismo le sigue escribiendo a Esteban, pues si en realidad algo neurálgico hubiera cambiado, no sólo Luis sino todos los que conformaban su círculo de afectos lo habrían notado. Entonces, se hace evidente que a pesar del permanente uso de la ironía que ellos solían utilizar, la lucidez de ambos era tal que aquí no hay destellos de sarcasmos, sino una abierta recriminación de Luis a Esteban y la exteriorización violenta de un sentimiento nuevo en Luis que proviene de la comprobación real o, más bien, del hecho de darse cuenta de algo que sabía desde muchos años atrás: que Esteban era rico. Sin embargo, el relato mismo, las cartas de Esteban y su mismo diario hacen que salte a la vista del lector que lo que cambia es la percepción de Luis de todos los acontecimientos, a tal punto que, como lo hace evidente en su carta, su interpretación de las atenciones que tuvo Esteban con Raquel quedan también viciadas por la irrupción, también por vez primera, de unos celos infundados entre los amigos otrora inseparables. Celos y envidia que, a pesar de que ninguna de las voces de la novela las describe como tal, la narración de los acontecimientos permite ver cómo estos dos nuevos sentimientos van encaminados por dos direcciones. La primera y más evidente, de lo que tiene Esteban, de lo que puede hacer, comprar, derrochar y disfrutar con su dinero; y la segunda, de las cosas que él puede darle a Raquel y Luis no. A lo que se añade que esa serie de artículos fotográficos le permiten a Raquel desempeñarse en actividades que antes no ejercía y que sólo puede hacer de manera individual; es decir, practicar la fotografía le da la posibilidad de desarrollarse y existir en un nivel diferente al de la mujer de la relación con Luis. Ese es un aspecto sobre el que ni Luis ni la misma Raquel nunca antes se habían detenido, pues como su relación se fundamentaba en el amor prosaico de la convivencia cotidiana y en el acomodamiento de dos cuerpos simétricos en un espacio reducido, la idea de comprar, tener cosas y atesorarlas había quedado relegada a un plano completamente secundario, e incluso la diferencia social que existía entre ellos, y que bien había notado María en la primera y única carta que le envía a Raquel, se borra por el efecto del encantamiento del que ambos fueron presas desde el

129 comienzo. En otras palabras, el dinero nunca había sido un obstáculo en su relación; es más, nunca había sido ni siquiera un tema.

En ese sentido, resulta interesante recordar que, en las primeras páginas, cuando Esteban se entera de quién es el padre de Raquel, escribe en su diario, casi a manera de vaticinio que “o bien Raquel se adapta a los niveles de vida de un profesor de universidad o bien Luis se domestica para el mundo del dinero y cambia de profesión, cuestión que me parece casi imposible” (22). Sin embargo, cuando Esteban la conoce a ella, se da cuenta de que a pesar de estar acostumbrada a otra vida, es de tal magnitud el amor que la consume que eso le basta para vivir feliz sin plantearse o quejarse nunca por una carencia económica, lo cual es suficiente para que Esteban se olvide de su hipótesis inicial. Igualmente, la vida se encarga durante casi diez años de demostrarle a Esteban que las condiciones sociales no tenían por qué interferir en una pareja que tenía como sustento de su vida la plenitud desbordada que les otorgaba el amor. Es que no se puede olvidar nunca que ellos eran, por definición, una pareja completamente romántica; es decir, que desde los criterios de los románticos del siglo XVIII podían vivir del amor porque sencillamente cumplían con la única exigencia fundamental para hacerlo: que su amor “era correspondido” (Schlegel, 97). Así, podían sortear bien cualquier dificultad y salir victoriosos sin que se afectara ni en un ápice su amor, que ni siquiera sufre una leve lesión a nivel sentimental tras la segunda visita de Esteban, cuando Luis experimenta, por primera y única vez, los celos que le produce interpretar erróneamente los regalos de Esteban a Raquel, como una sutil forma de seducción, inalcanzable para él porque, a diferencia de Esteban, él no tenía el dinero para tributarla a ella con esas cosas. Y a pesar de que la fractura entre los amigos ya estaba abierta, la relación de Luis y Raquel seguía inerme; por eso es que la misma Claudia le comenta a Esteban en su carta del 6 de noviembre de 1977 que tras varios años de convivencia ininterrumpida la gratificaba contemplar a Luis y a Raquel, pues “siguen como tórtolos, dándose besitos cuando van —siempre abrazados— por la calle, arrunchados el uno con el otro cuando uno los visita o los recibe, sin acabar de catarse, de gustarse, de explorarse, de amarse” (292); de ahí que ella misma se pregunta: “¿Qué novela podría escribirse con estos personajes tan contentos, con vidas tan carentes de conflictos?” (293).

130 Pero todos esos cimientos se deterioran de un modo tan radical que esa carta de Luis a Esteban del martes 2 de noviembre de 1976 termina convirtiéndose en una premonición de lo que vendrá, pues el profesor de literatura de verdad se vale del pretexto mentiroso, y que él mismo se cree, de volverse millonario para seguir siendo amigo de Esteban y se fija en su cabeza la idea de hacer plata. Es más, allí mismo sobresale ese “Ya lo verás” que intercala cuando habla de su propósito de volverse millonario, como si en esos días hubiera empezado a concebir en su mente algún plan para hacerlo. De hecho, Raquel también cuenta en su carta que desde esa visita de Esteban, el objetivo de “levantar dinero” (260) comenzó a afincarse de tal modo en la cabeza de Luis que estrenó el “vicio de la ropa cara” (314) y el hábito de quejarse por falta de recursos, ante lo que Juana le hace ver, con un cierto humor realista que “es difícil que un libro sobre los eneasílabos de Rubén Darío salga en la lista de los más vendidos del New York Times” (260). Con ello, le dice de modo sutil y contundente a la vez, que la pasión que sentía por sus modernistas no iba por una vía que pudiera desembocar en la conquista de millones y placeres mundanos, sino de un íntimo placer estético cuyas compensaciones se veían en círculos de reducidos especialistas y que a su oficio callado, recogido y dedicado le correspondía una vida modesta.

Esos detalles permiten que el lector dibuje en su mente cómo se fueron forjando los nuevos rasgos de la personalidad de Luis, pero lo que más llama la atención es que en medio de esos incipientes brotes de ambición por el dinero, se dio cuenta de sus propias limitaciones existenciales en la medida en que fue consciente de que se había dedicado solamente a sus áreas de estudio y no se había permitido explorar ninguna otra curiosidad. Eso se reflejó en el hecho de que el año que llevaba en Nueva York le había servido sólo para familiarizarse con una pequeña manzana que para él no tenía más de veinte cuadras de radio, mientras que con la visita de Esteban fue por primera vez consciente de que otros disfrutaban allí de una vida que ni siquiera pasaba por su cabeza, con vitrinas de productos tan lujosos que sus vidrios servían más que nada para aislar “la fantasía de la acera” (260). Podría decirse que la envidia de comprobar lo que Esteban tenía y él no es lo que le hace darse cuenta simultáneamente que si su mundo cabía en un pequeño y limitado pañuelo era porque él mismo así lo había propiciado, lo cual se traducía en que su ambición no tenía sentido ni fin alguno, pues Luis quería dinero, pero no tenía un objetivo claro para hacer algo con él,

131 simplemente lo quería a pesar de no saber en qué o para qué utilizarlo. Tal vez, al rastrear los celos y la envidia que experimenta Luis con la visita de Esteban, podría decirse que, en ese momento al menos, Luis quería dinero porque le hacía falta en su relación con Raquel. Y eso que para ese momento, ellos todavía vivían en Nueva York, lo que se traducía en que Luis estaba distante de ese mundo de ostentaciones que ya había empezado a hacerse evidente en Colombia con la irrupción de los narcotraficantes que pululaban en todas las esferas del país y de Medellín, principalmente; generando radicales cambios en la estructura social así, quienes habían vivido del sueldo de secretaria o taxista, aparecían de un día para otro como propietarios de tierras y empresas con las que antes ni siquiera habían soñado; un escenario que Esteban recrea en su diario, con su mirada aguda, así, en febrero de 1979:

Lo que sé es que una sociedad se desquicia por completo cuando la riqueza inmediata está al alcance de la mano. Cuando la posibilidad de ser millonario, multimillonario a los veintidós años, es algo real y concreto. Y cuando hay miles en el mismo empeño, reina el desbarajuste completo. Unos roban carros, otros atracan, otros extorsionan o secuestran, el de más allá lleva unos kilitos, el que está empleado le roba al patrono, el patrono le roba al estado, al estado se lo roban los políticos y los contratistas. Aquel mete contrabando, este falsifica marcas, ese acapara, el que sigue es usurero. Todos te asaltan, todos te acosan. La policía no alcanza sino para detener o pactar con las ratas, el asaltante callejero, el pequeño maleante; encima crece la maleza de la riqueza fácil por encima de policía, ley, jueces. […] Unos compran políticos. Otros se quieren meter en persona a la política. Son extremadamente visibles. Exhiben demasiado su poder y su dinero. No saben ser ricos. (337)

Esa descripción de Esteban que parece aludir siempre a unos seres distantes y ajenos a él, empieza a encontrar asidero en su realidad inmediata con un detalle aparentemente inocuo, pero que, a manera de anticipación, muestra que ese panorama era mucho más cercano de lo que él imaginaba. Cuenta que por Medellín “[…]de pronto, pasan unos autos inesperados en este país de Renault-4 (337)”. Pero la sorpresa le es aún mayor cuando va a comer a la casa de doña Gabriela y al llegar, según le cuenta en su carta a Luis, del 10 de julio del 76, se topa con un Mercedes Benz blanco, que “[…]tres niños del vecindario lo miraban por todos los lados, contagiados de una especie de éxtasis. Monumento al lujo. Monumento a la mecánica. La segunda sorpresa fue descubrir que en tu casa esta el propietario de semejante máquina invitado a comer, tu cuñado, Pelusa, y su esposa, tu hermanita” (279).

132 Toda esa ostentación se encuentra muy distante todavía de Luis cuando envía esa hiriente carta a Esteban; pero, por supuesto, la respuesta de este no se hace esperar, aunque sí sorprende pues no corta ni cambia la relación de amistad que tenía con Luis, como podría esperarse por ese malestar de Luis con él y que detona en ese listado de insultos, sino que más bien se cuestiona acerca del motivo que conduce a Luis a irrespetar todas las reglas de juego de su relación. De ahí que lo que queda plasmado en su respuesta del 4 de diciembre del 76 es una justificación de sus comportamientos con el fin de resanar la incomodidad que le había generado a Luis; también, una reflexión sobre sus pobrísimos argumentos y, sobre todo, un tono que se destaca por su nobleza, por tener un telón de fondo que sólo entraña amor, en la medida en que muestra una piadosa comprensión con respecto a los malestares de Luis frente a la riqueza y porque, a pesar de conjugarse con varias mentadas de madre, conserva un sentido de solidaridad que le hace evocar códigos compartidos para resguardar, salvar y mantener vigente el vínculo más importante que tenía en su vida:

Mi querido Luis: Debería comenzar diciéndote que eres un hijo de puta, pero te lo repetiré tantas veces en esta carta (y que tu madre me lo perdone, ella nada tiene que ver, tu hijueputez se debe sólo a tu propio esfuerzo) que prefiero entrar con mi contribución a tu recopilación de canciones de corte modernista, como esta joya de “mujer, mujer divina”, que canta Pedro Vargas. Mujer alabastrina, eres vibración de sonatina pasional, tienes el perfume de un naranjo en flor, el altivo porte de una majestad, sabes de los filtros que hay en el amor, tienes el hechizo de la liviandad. Seguiré informando de boleros que se me aparezcan en la calle, pues a esta casa no entra música rosa, salvo Pink Floyd. Gusto de millonario. El bolero es para esa gente que está en la vida y no para los que estamos de visita en ella. ¿Qué te has creído? Si te satisface oír que lograste zaherirme, pues sí, los dandys también tenemos cierta susceptibilidad, sobre todo con los amigos íntimos, aquellos donde, por ejemplo, uno va en diciembre a que lo cuiden porque uno se siente abandonado, decaído, marchito. Si te satisface oírme decir que, en parte, tienes razón, que el dinero nunca ha sido mi problema, que nunca lo necesité y que todo el que tuve en mis manos me lo gasté siempre. Pero te equivocas, ingenuo literato, cuando identificas el problema económico, el de la subsistencia o el de conseguir millones, con la vida verdadera. ¿De manera que el hecho de ser rico me condena a una especie de remedo de vida? No seas ingenuo. No seas

133 codicioso, que mientras yo tenga para gastar, me la gastaré en lo que tú necesites. No te vuelvas codicioso, por favor, y sigue moliendo endecasílabos. Envidio cierta candidez de los pobres, incluyéndote a ti, que creen que la felicidad es el dinero. Demasiado simple. Demasiado fácil. En cambio nosotros los ricos, y perdona pero tú empezaste, hijo de puta, nosotros los ricos ya sabemos, chequera en el bolsillo, que el negocio de la felicidad es bastante más complicado. Dedícate a hacer dinero en busca de la felicidad. Si no lo haces, morirás inocente, Dios te bendiga. Si consigues plata, entonces te darás cuenta de que todavía no tienes la felicidad. Para redondear, es mejor que sigas pobre, así morirás creyendo que la felicidad se mide en billetes y no te poseerán las incertidumbres de todos los ricos. Además, no padecerás los problemas que suelen tener los camellos en los huecos de las agujas. Yo fui el primer sorprendido con ese viaje de agosto y con sus circunstancias insólitas. Si te sirve de algo, hijo de puta, te diré que hoy es el día que no sé qué dice el contrato que firmé. Es algo que, simplemente, no me importa. Todo lo que yo quise, cuando me di cuenta de que habitaba un mundo de fantasía, fue compartirlo con mis amigos, satisfacer —también— sus deseos inalcanzables y secretos. Al parecer esto te molestó conmigo de una manera que ignoro cómo sucedió. Uno ofende amando y eso, que ya lo sabía, no tiene ni lógica ni explicación ninguna. El único camino que me queda es repetirte que todo fue un acto de amor, de ese amor que ahora está herido por tu reacción pero que es el único amor desinteresado y fraterno con que he contado en la vida. Ahora mismo quisiera estar con ustedes allá. (282)

Es evidente cómo a Esteban parece ganarle el afecto y por eso es que en esa carta pone de relieve siempre que aquellas cosas que han sido el motor de su existencia nada tienen que ver con el dinero. Y para ejemplificarlo le manifiesta que el amor sin igual que le tiene a él es una de las cosas que verdaderamente han dado sentido a su vida y no los millones que le han tocado por herencia, no en vano le dice explícitamente allí que “el único amor desinteresado y fraterno con que he contado en la vida” es el de él, pues, como él mismo lo sabe, nunca fue un propósito suyo construir una fortuna, sino que azarosamente le correspondió. De esa carta es también muy importante la gran habilidad y sutileza con la que Esteban le va recordando a Luis los valores por los que ellos verdaderamente justificaban su existencia, y lo hace con la evocación de Carlota, a quien ni siquiera menciona; sólo la alude tácitamente para recordarle que él no está de paseo en la vida, que la vida sí lo ha embestido, incluso con mucha más fuerza que al mismo Luis, por la experiencia de haber amado a una mujer que nunca lo amó a él, y que por eso en su viaje pasado, “marchito” como llegó, requirió de una dosis adicional de afecto por parte de él y

134 de su familia neoyorquina para recobrar las fuerzas y el gusto por la vida que le había robado el desamor de ella. Con ello, se permite hacerle ver que cae en un error profundo y hasta de cándida ingenuidad al suponer que el dinero es lo que da la felicidad, pues el mismo Luis, a pesar de no contar con dinero, tiene la felicidad de gozar del amor de una mujer, una felicidad que para él está vedada.

Y sin que Luis se imagine siquiera el daño íntimo que su carta le ha causado a Esteban, esa respuesta queda en puntos suspensivos, pues tras enviar su contestación no tiene más remedio que refugiarse en su diario y enfrascarse en una reflexión acerca de lo que ha ocurrido. Por esa vía y tras confesar que ha sido tratado “con tanta impiedad” (289), se da cuenta de que en la carta de Luis ha irrumpido un personaje que Esteban desconoce por completo, pues a pesar de la ironía y la crueldad con la que a veces se trataban, allí hablaba un Luis que nunca se había oído en el relato, un Luis al que Esteban bien podría devolverle la pregunta que él mismo le había planteado en la limusina de Nueva York: “¿Es este Luis?”. Ese repentino desconocimiento de su hermano de sangre es el tema que articula la entrada de su diario del 4 de diciembre de 1976, en la que se cuestiona así:

Mi hermano de sangre: ¿Qué le sucedió conmigo? Todavía tengo presente el instante en que, con un murmullo preguntó Luis: —¿Es este Esteban? Mi sentimiento fue tan notorio que hasta Raquel se dio cuenta; Luis percibió que asimilé su frase con la misma sorpresa que se recibe un golpe bajo. Me había olvidado de ese mal momento, pero lo volví a recordar con esa carta demoledora que no sé cómo entender. Lo principal, lo más importante, es que Luis sigue sintiendo por mí el afecto del amigo, que aún su rabia es la rabia del amor. Y releer y releer su carta, para dejar a salvo ese hecho, me da cierta tranquilidad que, no obstante, ha sido suficiente para que su reacción me provoque varios insomnios. Luis siempre supo que soy de familia rica. Y (a propósito, no se lo dije en mi carta) él es el mejor testigo de las carencias que tuve. […] Entonces, ¿por qué me lo reclama como si en lugar de dinero, yo hubiera heredado la lepra?. (290)

A esa reflexión no le sigue ningún cambio en el trato de Esteban con Luis. Es más, su respuesta es tan piadosa que en esa entrada del diario cuenta también que en el curso de ese mismo día se ha enterado de que Pelusa, el cuñado de Luis, se dedica al tráfico de cocaína, pero explica que no se lo ha mencionado en su carta porque considera que hacerlo equivaldría a una venganza. Entonces, una vez más, se sirve de su diario para reflexionar,

135 contarse a sí mismo el acontecimiento y aclarar los detalles que le permiten entender que el taller de mecánica que Pelusa gerenciaba era sólo un oficio que le servía como máscara. Así lo deduce Esteban después de que el mismo Pelusa llega en una grúa a auxiliarlo por la avería que ha sufrido su carro y de que, mientras dura la reparación, tienen el tiempo para una conversación que es interrumpida en varias ocasiones por las llamadas que recibe Pelusa, según lo informa una secretaria, desde La Paz, Miami o Panamá y en cuyos intermedios se le oye a Pelusa decirle a Esteban que a eso “de reparar carros hay que añadirle el comercio internacional. Y, a ratos, tú me comprendes, el contrabandito” (285). Eso sí, haciendo una salvedad: “[…]lo importante es ser profesionales del negocio — continuó resumiendo toda su filosofía—. Nada de llevar una mercancía entre la maleta, corriendo todos los riesgos, como hacen tantos aficionados, muy útiles, además porque son carnada para la policía. En cambio aquí todo está bajo control. Los riesgos se han bajado al mínimo y hay especialistas en cada paso que se debe dar” (285). Con ello, Esteban confirma que Pelusa no podía estar contrabandeando repuestos automotores desde La Paz, por ejemplo, sino que su nueva actividad consistía en el tráfico de cocaína, pero lo único que no logra comprender a plenitud era si el “profesionalismo” al que aludía consistía en “el manejo de la materia prima, del proceso industrial, de la entrada a Estados Unidos y de su distribución allá” (286).

Es aquí donde se hace clara y evidente la intromisión de lo público en lo privado de las vidas de Esteban, Luis y Raquel, pues el contexto socio-histórico deja de ser un referente al que aluden ocasionalmente en sus cartas y el personaje de Pelusa, tan marginal pero a la vez tan cercano a ellos se encarga de introducir la problemática más representativa de Colombia, al menos para ese momento, en la realidad de ellos. Precisamente, el historiador Jorge Orlando Melo, en su ensayo “Narcotráfico y democracia: la experiencia colombiana”, señala que esa época, caracterizada por conflictos, desórdenes y altos niveles de violencia, había generado un clima tal que “para los colombianos, nada e[ra] más familiar que la sensación de que el país se enc[ontraba] siempre en crisis, al borde del colapso, ‘en el filo del caos’, como se llamó un importante libro publicado en 1990. (Leal y Zamocs, 1990)” (1995, en línea). Y, por supuesto, no es coincidencia que Esteban se entere de ello justo a finales del 76, pues es exactamente por esos años cuando empieza a irse a pique el negocio que

136 antecede al tráfico de cocaína; es decir, la producción y comercialización de marihuana con la que choferes y campesinos de estas latitudes se habían vuelto millonarios de la noche a la mañana “gracias a la famosa Santa Marta Golden’, la mejor marihuana del mundo” (54), como la define Esteban. De hecho, desde la perspectiva de los investigadores Adolfo Atehortúa y Diana Rojas, la bonanza marimbera fue “flor de un día”, puesto que “el consumo de marihuana en el país del norte empezó a descender a partir de 1977, sustituido por la cocaína. Al mismo tiempo, el consumidor empezó a preferir las variedades ‘sin semilla’, producidas en Jamaica o en el propio Estados Unidos” (en línea).

Paralelamente, en la novela también se va viendo cómo el consumo de marihuana, esa planta que es definida por Luis como un inofensivo “somnífero vegetal” (73) apto para “preparar niños para la primera comunión” (73), va perdiendo su fuerza entre los consumidores y se vuelve un “asunto de guajiros, [mientras que] la cocaína, se consume en un amplio círculo no identificado con el hampa o con ese grupito de malos de clase media que permanece renovándose, a medida que los primitivos integrantes envejecemos o nos moderamos o nos consumimos en el suicidio o en el deterioro” (200), según una opinión que Claudia lanza en octubre del 74.

De ese descubrimiento Luis tendrá noticia solamente cuando se produce la siguiente visita de Esteban a Nueva York, en diciembre del 78; en cambio, Raquel ignorará por mucho tiempo que Pelusa comercia con cocaína y todavía más tardará en enterarse de que la gestora de todos los planes había sido Cecilia, que “se aprovecha de su manto de torpe” (568), como lo sugiere Esteban en su diario, y se convierte en el verdadero cerebro de una red de traficantes de cocaína de Medellín, en la que Pelusa involucra a Luis, cuando él, tentado por el deseo de hacer plata, obtiene un rol destacado dentro de la organización al encargarse de llevar y traer documentos, dinero, chequeras y papeles bancarios. Es en ese punto en el que el narcotráfico adquiere nombre propio en la historia de Cartas cruzadas y deja de ser un asunto de seres sin rostro de Medellín o de hijos anónimos de los representantes de la “decadencia de la raza” que quieren devolverle la fortuna a la familia con un “negocio de oportunidad; levantarse unos gramos aquí y colocarlos allá” (286), y se vuelve un asunto cercano, pues, por primera vez, Esteban se entera de que alguien

137 realmente cercano al círculo de sus conocidos se involucra en el negocio de la cocaína.

Entretanto, el enorme roce entre los amigos queda sólo en el plano de lo epistolar, pues ellos nunca se dicen cara a cara nada acerca de la hiriente carta de Luis, y todo parece quedar limado tras la siguiente carta de Luis en la que le dice: “Quisiera que entendieras mi reclamo como necesidad de tu amistad y tu cercanía. Ganas de que estés aquí, con nosotros , con o sin limusina, pero muchos días, hasta el momento en que nos aburramos, momento que llegará pronto, y perdona el chiste tan inoportuno, cuando estoy más bien tratando de disculparme si fui grosero y de insistirte que me haces falta, nos haces falta” (291). Es decir, apela inmediatamente al afecto para alivianar el peso de su carta anterior, aunque la semilla de codicia que había germinado en Luis durante la visita de Esteban ya había empezado a crecer silenciosamente, como esperando la ocasión para dejar de ser latente y hacerse evidente. Mientras tanto, ellos se siguen escribiendo cartas, tan fluidas y con el mismo tono de empatía y solidaridad de siempre, aunque un poco más espaciadas que de costumbre por las ocupaciones de ambos, pero eso no significa que las relaciones de Esteban con su “club de esperadores” se deterioren; por el contrario, él sigue yendo a visitarlos cada vez que puede y, además, sin falta, los llama por teléfono cada viernes en la noche. Eso sí, vale la pena señalar que las cartas de ese año se van reduciendo a mensajes más bien breves sobre acontecimientos importantes, como la prórroga del permiso que la universidad de Bogotá le otorga a Luis para permanecer un año más en Nueva York dictando un seminario sobre modernismo. Así, esa cotidianidad a la que se había acostumbrado el lector se va desdibujando de a poco y el tema del narcotráfico es el que empieza a hacerse un lugar fundamental en las cartas que le envía Esteban a Luis. De hecho, una de las más extensas es la del 22 de abril de 1978, dirigida por Esteban a Luis, en la que le retrata cómo ha ido cambiando la sociedad colombiana, en especial la antioqueña, por cuenta del narcotráfico:

Nunca antes se vieron tantas, tan cuantiosas y tan instantáneas fortunas como hoy en día aquí. Una cosa que comenzó como un contrabando de aprendices se convirtió —en términos económicos— en el cambio más trascendental de la economía antioqueña desde la industrialización; y, en cifras, no hay una bonanza en la historia de Antioquia que iguale esta. No son los millones del oro, del contrabando, del café, de la industria. Las ganancias del comercio de la cocaína pertenecen a otras dimensiones. (298)

138 Esos frescos que hace Esteban de la época, de la forma como fueron cambiando las dinámicas de la sociedad por cuenta del tráfico de cocaína corresponden simétricamente con lo que estaba sucediendo en Colombia en esos últimos años de la década del setenta y en los primeros del ochenta, cuando el narcotráfico se configuraba como el fenómeno que había golpeado con mayor intensidad, al menos en el siglo XX, la vida nacional. Desde la perspectiva de Melo, cada vez se hace más evidente cómo la escalada del narcotráfico trastoca los valores de la sociedad y la población del “[…]país, a pesar de algunos incidentes violentos que empiezan a mezclar la imagen del ‘mágico’ con la violencia, parece todavía fascinado con el éxito económico, el consumo suntuario, la generosidad de narcos que financian periódicos, regalan viviendas y parques deportivos en las zonas pobres, construyen zoológicos abiertos en el campo, pagan salarios y compran lealtad y admiración de muchas personas” (1995, en línea).

Pero el relato no se queda en la contemplación de ese ambiente. Pronto los protagonistas de ese mundo irán adquiriendo rostros cada vez más y más cercanos y conocidos, y ya no sólo será un miembro marginal de la familia de Luis el que está metido en el negocio, sino también un viejo amigo del colegio, con el que ellos solían jugar fútbol, de apellido Zuttiani, al que Esteban se encuentra la noche del 10 de noviembre de 1978 por casualidad y por medio del cual, en medio de una borrachera, se entera de varios intríngulis relacionados con las dimensiones de dinero que manejan las organizaciones dedicadas al tráfico de cocaína. Por supuesto, al otro día, Esteban le escribe a Luis relatándole detalladamente lo que Zuttiani le contó:

Estábamos en Estados Unidos. Mi responsabilidad era recibir el dinero de las ventas. Parecía simple, pero de hecho, era muy difícil. Consistía en recibir bultos y bultos de dinero en una bodega, contarlo y enviarlo a donde se iba a invertir. Teníamos cuadrillas de ocho muchachos organizando los billetes. Al principio los separaban; aquí los de 20, allá los de 10 y así. Pero nadie aguantaba más de tres o cuatro horas el olor de los billetes. Era un perfume húmedo, pesado, penetrante, nauseabundo. Algunos novatos, optimistas, se colocaban un pañuelo, pero eran los primeros que vomitaban sus tripas por el mareo que producía aquel aire contaminado. […] Nos retrasábamos y por eso traté de que nos llegara más organizado el dinero, pero había que sacarlo rápido de los expendios, a veces entre la basura. Nos llegaba en bolsas de supermercados, en cajas de pizza, en bultos, en los más inverosímiles empaques. En una semana, como te digo, estábamos

139 saturados. Con los métodos que teníamos era imposible ir al ritmo que exigía el asunto. […] Luego apilábamos los billetes y los metíamos en cajas idénticas que se pesaban. Cada diez o veinte contábamos los billetes y los mandábamos por libras con un cálculo promedio de la cuantía. Desde cierto momento, el problema menor ha sido cómo conseguir la pasta, procesarla, situarla donde hay demanda y venderla al consumidor final. Todos esos pasos están bien resueltos. El mayor problema consiste en qué hacer con el dinero, desde la manipulación, el conteo, el control y el transporte, hasta invertirlo, cómo legalizarlo. Era una cosa de locos. Millones y millones y millones. Por libras, por kilos, por cajas, por toneladas. Era tan descocada la escena —por el contraste, descocado es el adjetivo más inapropiado— que los novatos que traíamos a trabajar al ver aquello, ese depósito de millones, entraban en un delirio, en una extraña locura. (327)

Esas escenas inverosímiles de “toneladas de billetes” circulando sin ningún tipo de control, ni siquiera de sus dueños, son, por supuesto, un calco de episodios completamente reales, que los historiadores, los sociólogos y los antropólogos han registrado en sus estudios sobre las magnitudes de dinero que se llegaron a mover alrededor del negocio de la cocaína en Colombia. Es que, como lo señalaba un estudio de CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), la exitosa consolidación del mercado de drogas en el país se debió a dos factores determinantes: en primer lugar, de los países productores de coca, marihuana y amapola, Colombia era el único que también exportaba, pues su producción era tan alta que logró superar a Perú y a Bolivia por la cantidad de hectáreas cultivadas, y, en segundo lugar, “dada su condición bioceánica y su proximidad a las líneas de comunicaciones marítimas del Caribe y el Océano Pacífico, reúne condiciones que resultan propicias para el tráfico de estupefacientes” (CEPAL, 17).

De ahí que la situación del tráfico de drogas en el país hacía que la escena descrita por Zuttiani fuera completamente atinada, certera y verosímil. Pero lo interesante es que aquí Jaramillo Agudelo se vale de la anécdota en sí misma para volverla metáfora y apuntar que tanto dinero huele mal, que contamina el aire y que marea. Es decir, son todas ellas figuras que le permiten mostrar que el dinero y la sed de él enferman la mente a tal punto que hacen caer en un estado de locura, pues su capacidad de hacer delirar es tan poderosa que hasta seduce a una mente tan lúcida y desprendida del tema como era la de Luis; caso que es también el reflejo y la metonimia de una gran cantidad de jóvenes de la época que se enviciaron con una droga aún más adictiva que la misma cocaína: la del dinero fácil; porque,

140 como lo señaló Gabriel García Márquez en una columna de la revista Cambio 16, era “una droga más perversa que las otras [y] se introdujo en la cultura nacional: el dinero fácil, que ha fomentado la idea de que la ley es un obstáculo para la felicidad, que no vale la pena aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y más seguro como sicario que como juez” (en Fischer y López de Abiada, 88).

Ese deseo tan específico por conseguir dinero, dinero del fácil, y que “quedó sembrado en la sociedad como narcocultura” (en Fischer y López de Abiada, 90), llegó a tocar muy de cerca a los protagonistas de esta historia, quienes, antes de verse realmente invadidos y afectados por el narcotráfico, presencian dos episodios a los que no dan mucha importancia y que pasan más bien inadvertidos, pero que son síntomas claros de un cambio sustancial en el sistema de valores de la sociedad y en las formas de ejercer el poder de intimidación que da el exceso de dinero. El primero tiene lugar hacia 1978, cuando a un hermano de Esteban le roban un Mercedes Benz por el que piden rescate, y cuando su dueño va a entregar el dinero en el lugar que acuerda con el extorsionista, se da cuenta de que quien ha ido a cobrar el rescate era un primo cercano. Entonces, su venganza consistió en “regar el cuento entre todos los parientes, incluyendo a su madre. ‘No se debería meter con la familia para no darnos estas vergüenzas’, dijo la señora” (315). Y es que más allá de lo insólito que podía resultar el acontecimiento, lo que hay de fondo y que Jaramillo Agudelo pone sobre el mantel es que toda esa oleada de riquezas fueron configurando una sociedad que comenzaba a caracterizarse por una violencia creciente y por una infinita falta de solidaridad, lo cual iba por la misma línea de los planteamientos de los investigadores Thomas Fischer y José Manuel López de Abiada, quienes en su ensayo “Realidad y ficción del narcotráfico en Colombia: análisis historiográficos, socioeconómicos y literarios” sostienen que por esos años se agudizó la tendencia “a la fragmentación social que siempre han sido típicas de la sociedad colombiana. Pocos son los que logran mantenerse fuera del alcance del poder de la ‘droga perversa’ del dinero fácil. Y mientras el crimen organizado se recompone y se recupera después de cada golpe, la sociedad y el Estado democrático que lo combaten, quedan seriamente afectados” (90). En ese sentido, también resulta crucial que Jaramillo Agudelo no sólo está haciendo una especificación del tema histórico del narcotráfico, sino que además logra una representación de Colombia como escenario de ese

141 fenómeno paisa que invadió todo el territorio nacional y que, precisamente por eso, apunta a la construcción de una imagen de nación.

El segundo episodio es anterior, pero igualmente significativo. Ocurre un día de 1975, cuando don Rafa Uribe descansaba en su finca de Rionegro y llega un muchacho en un Mercedes Benz —con pulsera y cadena de, por lo menos, una libra de oro al cuello, y una carterita en la mano repleta de billetes— a preguntarle cuánto valía la finca. Don Rafa responde con un monto no calculado, aunque justo, y entonces el hombre le dice que le da diez veces más de lo que él ha pedido; así, el muchacho considera cerrado el negocio, a pesar de que don Rafa no tenía la intención de venderla y hasta se siente triste y culpable por deshacerse de ella, aunque “los ojos le alcanzan a brillar cuando pronuncia la cifra” (219). Al otro día, según el relato que hace Raquel a Claudia en su carta del 11 de mayo del 75, el muchacho se le aparece en la oficina al papá de Raquel para informarle que quería empezar el papeleo de inmediato para que todos los trámites se arreglaran pronto, en vista de que el dinero ya estaba listo; entonces, cuando don Rafa revisa la escritura, se da cuenta de que la mitad de la finca figuraba a nombre de Ester Fernández, lo cual desencadena una reacción violenta: “[…]el tipo se puso temible. Y, por teléfono, con grosería le advirtió que mejor consiguiera esa firma si no quería que su mujer fuera viuda en lugar de separada” (219). Luego, cuando llega el momento del pago, el hombre descarga en la casa de don Rafa siete bultos de billetes en costales de fique, no sin antes advertirle que debía contarlos y que si estaban incompletos, podía llamarlo.

Ese episodio le sirve a Jaramillo Agudelo para dar cuenta de la forma como los dineros del narcotráfico fueron ingresando a las esferas más tradicionales de la sociedad y “colocando la riqueza y su ostentación como la meta principal de la actividad personal, ahora al alcance de grupos sociales cada vez más amplios” (Melo, 1989, en línea). Pero, sobre todo, muestra que los llamados “nuevos ricos” asumieron que el dinero no sólo les daba poder para controlar sus negocios, sino que también lograban intimidar y violentar con la exhibición de sus fajos de billetes, pues sus carteras eran la muestra fehaciente de que así como ellos podían comprar cosas, también podían comprar mentes, manipular decisiones y corromper a cuantos sectores de la población quisieran, sin ser objeto de ningún tipo de control, ni

142 miedo o mesura de sus propias acciones, pues, como lo señala el historiador Jorge Orlando Melo, “la justicia, ya bastante debilitada, empezó a ceder ante las presiones de los narcotraficantes, de manera que resultaba imposible castigar sus acciones” (1989, en línea). Sin embargo, resulta curioso que este acontecimiento no le merece ningún comentario más a Raquel ni a Claudia; es más, Raquel ni siquiera parece mencionárselo a Luis, lo cual resulta muy significativo, pues es un indicio de que ella es muy “inocente” con todo el tema del narcotráfico —más adelante se comprobará que evidentemente así es— al creer que nada de eso iba a tener repercusión en su vida y que se trataba sólo de episodios aislados.

Esos acontecimientos son solamente un par de puntadas que da Jaramillo Agudelo para preparar el terreno sobre el que tendrán que pisar todos los personajes de sus Cartas cruzadas cuando conocen el tema apenas de oídas y les vale algunas reflexiones en sus cartas. Pero el encuentro de Esteban con Zuttiani será el detonante que los pone a discutir el tema en familia, una noche de diciembre de 1978, durante una visita de Esteban a Nueva York en la que, por primera vez, Luis les lee entera una de sus cartas —no hay que olvidar que ellas eran tan privadas y tan unidireccionales que Luis no le permitía ni siquiera a Raquel leerlas— precisamente la que relata ese encuentro y que luego es leída también en voz alta por Esteban, por lo que se prende una discusión que según la carta de Raquel los dividió en dos bandos: Claudia, Boris y Luis contra Juana y Esteban, y Raquel, que sólo escuchaba, sin tomar partido:

Era una discusión desordenada, sin ningún punto central, todo alrededor de la legitimidad de las nuevas fortunas. Luis decía que la podredumbre era anterior, que siempre los ricos violaron la ley. Contrabandearon, evadieron impuestos, compraron funcionarios. Esteban decía que sí, pero que la diferencia ahora era que la cocaína es ilegal y a lo mejor dañina, y que las telas o el oro o el café que contrabandeaban antes no eran ilegales. La diferencia era la clase de mercancía. Claudia replicó con un golpe bajo, diciéndole a Esteban que él no era la persona para hablar contra la cocaína. Luis interrumpía para bajar el tono con una especulación sobre la vocación exportadora de Colombia: oro, café, cocaína, flores, siempre cosas de adorno, lujos, placeres. […] La discusión se llevó a otros niveles. La ley nunca fue en Colombia el límite de las conductas. […]el tráfico de cocaína ha desatado otras delincuencias, como el secuestro, el robo de carros, el atraco callejero. Y la tentación de la fortuna fácil, dices tú. El asunto impregna toda la sociedad, agrega Esteban, y no hay familia que no tenga a alguien mezclado en el cuento. (314-15)

143

Esa conversación se presenta como una especie de antesala de lo que vendrá después, pero también le permite a Jaramillo Agudelo valerse de todo un contexto ficcional, para aludir al entorno sociohistórico que el país vivía en ese momento y que es descrito por el historiador Jorge Orlando Melo así:

Entre 1974 y 1980 se configuraron los principales grupos de exportadores colombianos: los dos o tres grupos grandes de Medellín, el grupo de Santacruz, el de los Rodríguez Orejuela y dos o tres grupos menores en Cali, los grupos del norte del Valle, la gente de Carlos Lehder, los grupos costeños y de los llanos orientales, el grupo del Mejicano en el centro del país, y las organizaciones del sur del país. Las administraciones de Alfonso López Michelsen (1974-78) y Julio César Turbay Ayala (1978-1982) no consideraron evidentemente que el tráfico era un problema de fondo para Colombia. […] Este periodo de ascenso llega a una primera cúspide hacia 1982: para entonces los narcotraficantes manejan un negocio que les permitía importar divisas que oscilan entre 800 y 2000 millones de dólares, según los cálculos más amplios, es decir entre el 10 y el 25% de las exportaciones totales del país, (independientemente de las acumulaciones de capitales que hayan hecho por fuera). Se trataba de ingresos muy concentrados, con capacidad de influir la vida económica diaria muy alta pero a través de sectores reducidos de beneficiarios. Son los grandes consumidores de vivienda de lujo, de vehículos automotores, de sistemas de seguridad, de armas importadas de los Estados Unidos. (1995, en línea)

Pero es en esa conversación que ellos sostienen donde se nota que todavía abordan el tema con mucha distancia y que no asumen ninguna postura verdadera frente al tema, sino que, por el contrario, actúan tal cual como colombianos que viven en el exterior y que, por eso mismo, no resienten lo que pasa, a pesar de que el comercio de drogas tenía muchas variantes que varios de los personajes de Jaramillo Agudelo habían ido introduciendo con detenimiento y por fragmentos a lo largo de la novela. Pero, el hecho de que se arme un pequeño debate alrededor del tema parece sintetizar todos esos elementos que se habían desperdigado en las páginas anteriores para demostrar que la bonanza marimbera25, la

25 Ya se ha visto cómo el antecedente directo del posicionamiento del comercio de cocaína en Colombia fue precisamente la producción y exportación de la marihuana. Un hecho del que se agarra Luis para justificar, de alguna forma, que haber incursionado en los asuntos relacionados con el tráfico de cocaína no es tan terrible como lo creen todos a su alrededor. Precisamente, en una conversación que sostiene con Claudia, trae a colación el caso de la marihuana para subrayar que son dos caras de la misma moneda: “La cocaína no es el demonio que pintan. Sí, es muy buen negocio y por eso se está volviendo una obsesión nacional. Van a hacer lo mismo que con la cannabis, esa especie de yerba aromática para seminaristas, convertida en vaho del demonio por cuenta de la propaganda. La prohibición de la marihuana es tan estúpida como si, por ejemplo, el

144 sociedad antioqueña, el contrabando, la corrupción, la debilidad de las estructuras legales del país, la corrupción, el arribismo de las clases altas, las aspiraciones de riqueza de las personas de provincia y su gusto por los negocios que dejaran harto rédito habían dejado el terreno abonado para que fuera en Medellín, precisamente la tierra de ellos, donde naciera el narcotráfico en Colombia, en específico el Cartel de Medellín, al que Jaramillo Agudelo no menciona jamás, pero que por las alusiones que hace, se sabe que está hablando de él. Todo un fértil y sutil intercambio entre realidad y ficción, para lograr un cruce de tiempos: el de la novela y el de las observaciones del tiempo histórico, que, al final, muestran que el único personaje que se ocupa y se preocupa por el fenómeno del narcotráfico es Esteban, pues en la novela se va viendo cómo es que él le da verdaderamente relevancia a la realidad nacional del momento, pues, como ya se vio, Raquel es completamente ingenua e inocente al respecto y Luis es, apenas, el interlocutor de Esteban en lo que se refiere a esto, y las pocas veces que se permite una opinión sobre el tema, lo hace también con cierta candidez e ingenuidad, pues en su carta de julio 18 del 78 —cuando Raquel ha regresado de Colombia, tras presentar su tesis, llega a contarle a Luis todos los controles y requisas por los que tuvo que pasar en las aduanas—, le pregunta a Esteban: “¿Es tan horripilante, pregunta de pobre, que el dinero circule en cantidades y que la gente se enriquezca?” (322). De allí se desprende el hecho, no poco significativo, de que Cartas Cruzadas no sólo se nutre de ese entorno, sino que también piensa y ahonda en él, precisamente, en una de las vertientes sobre las que pocos se han detenido y es la capacidad que tuvo el negocio de la cocaína para permear hasta en las estructuras más íntimas de los individuos.

chocolate, que hacía levitar a los aztecas, estuviera vedado y perseguido. Los gringos hicieron grandes campañas y grandes barbaridades persiguiendo la marihuana mientras tuvieron que importarla. Pero cuando los cultivos –tercero o cuarto producto en la agricultura estadounidense– estuvieron en Hawaii o en Oregon, en Louisiana o Tennessee, entonces la marihuana desapareció del centro del escenario” (475). Esa mirada que Luis hace de la llamada “Bonanza de la marihuana” o “bonanza marimbera” coincide con la interpretación que el historiador colombiano Jorge Orlando Melo hace de ese fenómeno, sobre el que plantea: “La sociedad miró sin mucha censura a los empresarios de esta bonanza inicial. Los hombres de Santa Marta o la Guajira que se enriquecieron con la marihuana se convirtieron en figuras en buena parte folclóricas, miradas a veces con la simpatía tradicional de los colombianos hacia quien lograba competir por fuera de las reglas con las grandes fortunas tradicionales. El tráfico generó violencia, pero inicialmente la percepción era que solo afectaba a los miembros de las organizaciones, todavía pequeñas, que lo promovían. La exportación masiva de marihuana se extendió hasta aproximadamente 1981, y coincide en sus diez años finales con la primera fase del comercio de cocaína” (1995, en línea).

145 El mundo exterior acaba con la esfera íntima y privada

El segundo momento crítico de la vida de Luis con el que bombardea y termina aniquilando los pilares de su amor con Raquel y de su amistad con Esteban ocurre cuando rompe completamente con todos los valores románticos que antes habían sido el mapa de ruta de su vida, justo desde el momento en que acepta colaborarle a Pelusa en sus negocios, y vincularse al tráfico de drogas, a finales de mayo de 1980, cuando la beca para estudiar su doctorado en Nueva York se ha terminado y ellos han regresado a Bogotá. Sin embargo, los tiempos muestran que Luis tuvo la oportunidad de reflexionarlo durante más de un año, pues la primera invitación que le hace Pelusa a Luis para que le colabore, ocurre el 5 de enero de 1979, durante la primera vez que su cuñado llega a visitarlos a Nueva York, sin previo aviso, pues aunque por su oficio de traficante visitaba Miami permanentemente y los llamaba desde allí para saludarlos y prometerles que pronto iría a verlos allá, nunca lo había cumplido hasta ese día en que durante una visita fugaz los espera en la entrada a su apartamento. Se encuentra primero con Raquel; al poco tiempo llega Luis, y Pelusa les anuncia que debe regresarse al otro día a Medellín, no sin antes invitar a Luis a que lo acompañe a su hotel, quien se queda a comer y a tomar con él, e ingenuo y vulnerable le empieza a abrir la puerta hasta dejarla de par en par para que Pelusa se entrometa en ese mundo privado.

De ese encuentro, Luis dará cuenta a Esteban al otro día en una carta fechada el 6 de enero y en la que le cuenta de la forma más tranquila y escueta de la propuesta de Pelusa: “Ayer, de improviso, se apareció Moisés Zuluaga. Me invitó a su hotel y comí y me emborraché con él. Me confirmó lo que me contaste en diciembre. Le va muy bien y me dice que le interesa que yo le colabore. ¿Qué opinas?” (331). Por supuesto, la respuesta de Esteban llega sin demora y con todas las advertencias de las que es capaz, pues parece como si Esteban asumiera que ya Luis ha aceptado, ya que la sola contemplación del asunto por parte de él parece casi un enigma por lo inexplicable que resulta:

Mi querido amigo: Estás loco. Hoy he recibido tus noticias y hoy mismo me pongo en la tarea de escribirte esta carta que ojalá te espere en Nueva York. Y te escribo para decirte una sola cosa: que estás loco. Estás loco. Estás loco, estás dando una vuelta entera para tratar de llegar al mismo punto. Y mientras das esa vuelta te vas a encontrar con horrores que ni siquiera te imaginas.

146 Lo primero que veo es que si te metes a trabajar para Pelusa, entras a un territorio de violencia, pero en seguida se me aparece una instantánea en la que todo lo que puedes observar queda tras las rejas. ¿Te imaginas — licenciado, máster, doctor, pé-hache-dé— separando hemistiquios en la cárcel? ¿Tú, que me has dicho toda la vida que te pagan por lo que más te gusta hacer, involucrado en un oficio de gente acorralada, dispuesta a todo. Metido en un oficio que desconoces, para gente sin hígados? La vehemencia me vuelve desordenado. Vuelvo al tema anterior para pintarte otro cuadro: imagínate que eres tú quien tenga que usar la violencia. Me niego a pensarte disparándole a alguien. […] Llevo años oyéndote loas a las ventajas de tu profesión. Que siempre estás aprendiendo, que las vacaciones son muy largas, que la universidad es un útero que te alimenta, que te pagan por leer lo que te gusta. Y, de súbito, cambias todo eso por buscar un incierto punto de equilibrio basado en la riqueza. Si es por dinero, perdona mi franqueza que tal vez juzgues descaro, pero tú tienes un amigo rico que te puede regalar los gustos que ambicionas. Me disculparás que sea tan directo en esta pregunta: qué libros, qué ropas, qué viajes, dime qué quieres, tan sólo dímelo, frota la lámpara que yo soy tu genio encantado, que puede solucionar tus antojos de dinero. Somos hermanos. Si el dinero es la razón de esta aventura, te la puede ahorrar. No tienes disculpa. Ante mí, ni siquiera tienes la justificación del dinero. […] No me cuentas —en ese breve y terrible párrafo perdido de tu hermosa carta— no me cuentas si Raquel sabe de tus conversaciones con Pelusa. Si aún es tiempo, por favor, no la involucres. No involucres a nadie a quien tú ames. Y a mí, personalmente, si deseas contarme alguna cosa, sabes que nos vincula un juramento que no eludo. La promesa de dos niños. Pero no me propongas nada que tenga que ver con el dinero de tus nuevos negocios. Estás loco, o bobo. Pasar por una pesadilla para lograr una tranquilidad que ya tienes. Todavía es tiempo —espero— de que digas que no. (331)

Ese fresco del mundo vil y mezquino que Esteban le dibuja en su carta termina siendo, si acaso, letra muerta, pues nada de eso evita que un tiempo después Luis se involucre en los negocios que le propone Pelusa26 y, al hacerlo, le da la espalda definitivamente a todo el

26 Como ya se ha visto son varios los acontecimientos que van preparando el terreno de la incursión definitiva de Luis en el tráfico de cocaína. Ellos se han separado aquí por partes en pro del análisis, lo cual puede hacer que se trastoquen unos con otros; por eso, para facilitar la comprensión de los acontecimientos aquí descritos, a continuación se detallan las fechas de los episodios clave, tal como se presentan en la novela: • Agosto de 1976: Segunda visita de Esteban a Nueva York, que genera una semilla de codicia en Luis. • Diciembre de 1976: Esteban se entera de que Pelusa es traficante de cocaína, cuando este llega en una grúa a ayudarle con su carro. • Diciembre de 1978: Esteban visita al llamado ‘Club de adoradores de Esteban’ en Nueva York y allí le cuenta a Luis que Pelusa está traficando con cocaína. • Enero de 1979: Mientras Raquel y Luis vivían todavía en Nueva York, Pelusa los visita y le propone a Luis que se vincule a sus negocios. • Mayo de 1980: Luis y Pelusa se encuentran en Bogotá y se emborrachan. • Julio 5 de 1980: Luis le confiesa a Esteban que el pasado fin de semana hizo un trabajo para Pelusa.

147 sentido romántico que habitaba en su vida y que le había servido hasta entonces para abstraerse y rehuir de ese mundillo de mierda que sabía por fuera de su recogida y amada intimidad y, en el que, a pesar de todo, se había hecho un lugar, un lugar especial y único, a punta de la dupla indivisible entre vida y poesía. Desde entonces, la fractura —que se había empezado a gestar cuando él se vuelve codicioso durante la segunda visita de Esteban a Nueva York— será tan evidente, tan honda y tan irremediable que la palabra más certera para describir, en diferentes niveles, lo que él ha hecho con su vida y con los que habitaban en ella es deslealtad.

El primer sentido de su deslealtad es con Raquel, pues no sólo la excluye de su decisión de cambiar de oficio; es decir, de dejar de ser profesor de literatura para convertirse en narcotraficante, sino que además le oculta sus nuevas actividades. Así, subestima su inteligencia al creer que ella no se enteraría nunca, pues la sabía inocente y hasta ingenua con respecto a todo lo que oliera a narcotráfico; además, él mismo —que se había presentado como un ser tan lúcido, metódico y crítico— es tan tonto que se cree a sí mismo el cuento de que no tendría que compartirlo con ella, y lo logra por seis meses, haciéndole creer que los viajes que realizaba eran al interior de Colombia y por invitaciones a charlas, ponencias y conferencias literarias que le llegaban directamente a la universidad de parte de un Ministerio del país, cuando, en realidad, había hecho cinco viajes, de pocos días, a los Estados Unidos, desde finales de mayo de 1980. Para ello, Luis se aseguraba de que la universidad le diera permiso de ausentarse los viernes para volver el siguiente lunes y de que la coartada funcionara a la perfección con Raquel, pues “el viernes metía sus apuntes, dos o tres libros y algunas ropas en un maletín y volvía el domingo o el lunes. Llegaba rendido del cansancio por la intensidad horaria de estos cursos y pidiendo excusas por no poderme llamar por teléfono” (405); por supuesto, la confianza que ella le tenía era tal que no se le pasa por la cabeza sospechar que había otro motivo detrás, que las invitaciones eran ficticias, pero que de hacerlas parecer legítimas se encargaba un contacto que tenía Pelusa en ese Ministerio. Todos esos detalles son creados por Jaramillo Agudelo en el entramado ficcional para hacer sutiles entrecruzamientos que muestran que así como el fenómeno del

• Noviembre de 1980: Luis le dice a Raquel que ha sido invitado a dar una conferencia a California, aunque, en realidad, iba a Miami a cumplir con uno de los encargos de Pelusa. • Diciembre de 1980: Raquel descubre que Luis le ha mentido con respecto a los viajes que había estado haciendo.

148 narcotráfico y su siamesa corrupción permearon la esfera íntima, a la esfera pública la conquistaron aún más fácil e indiscriminadamente, pues unos billetes de los tantos que andaban por ahí sueltos podían ser suficientes para controlar o manejar al propio antojo los comportamientos de la gente; entre los que sobresalían los de los empleados públicos, que como lo asegura Francisco Thoumi, miembro de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas y actual director del Centro de Estudios y Observatorio de Drogas y Delito de la Universidad del Rosario, no era difícil que “actua[ran] a favor de algunos individuos, pero en contra del bienestar social” (12).

Entonces, al cambio de oficio y a los engaños de Luis, se suman una serie de transgresiones más que van teniendo el efecto de una bola de nieve, pues cada una de sus acciones conllevan otras que van significando nuevas fracturas, nuevas deslealtades que hacen que su amor se empiece a ir, literalmente, al demonio, porque Luis viola ese pacto implícito que ambos habían hecho sobre la base de “un compromiso de vida, una responsabilidad, un respeto cotidiano y activo” (229). Desde afuera, Esteban como testigo y como observador sabe que es así, lo tiene tan claro que lo consigna en su diario el 5 de julio de 1980: “Estoy triste. Veo a Luis metido en una trampa […]todo este embrollo le va a cambiar, si no la termina, su relación con Raquel” (389), y no se equivoca, porque sólo en principio, para poder mantener seis meses de doble vida —que refleja los procesos cotidianos que se estaban gestando para la deconstrucción de la nación— tiene que engañarla y decirle mentiras, actos que no se enmarcaban bajo ninguna circunstancia en el tipo de relación que llevaban; mucho menos los que vienen después, cuando Luis con el correr de los días y su penetración cada vez más intensa en el negocio, genera grandes distancias espaciales y temporales con Raquel, con lo que la fractura de su amor se va abriendo a pasos agigantados hasta un punto impensable un par de años atrás: Luis le es infiel.

Si te complace, te comunico que he roto mi monogamia. En una rumba con Pelusa, aquí en Miami, apareció una gringa sensacional. Se llama Sarah y — ya adivinaste— es judía de Nueva York. Es fisioterapista y trabaja en un gimnasio. Tiene veinticinco años y aparenta veinte. Estábamos en el apartamento de Pelusa, frente al mar, bebíamos y metíamos coca. Hasta Sarah, tan saludable y tan vegetariana, estaba desbocada —y desnarigada—. Bailamos. Me lleva un poco más de media cabeza. Me apretó de tal modo que me excité y estábamos tan juntos que ella pudo sentir mi erección. Me pongo pornográfico y mejor acorto el cuento: terminamos en mi alcoba en gran tirada. Fue delicioso y no me sentí traicionando a Raquel. Sara me

149 mordía la oreja murmurándome y luego jadeando. Una aventura. Ni Sarah adivinará nunca qué tan novedosa, para mí, que llevaba tanto años encerrado por propia voluntad en el lecho de la monogamia. (513)

Lo esencial en todo esto es que él deja de ser el todo de Raquel: su compañero, su cómplice, su amigo, su amante y su hombre desde el momento en que se gestan en él unas transformaciones morales que detonan sin remedio en cambios sentimentales y existenciales radicales. Entonces, en el caso de ellos, que su monogamia era tan libre como su amor, que era una elección, más bien, una vocación asumida como una alianza desplegada y consentida por el amor que se profesaban y que nunca requirió instituciones, firmas ni bendiciones que la regularan, hace que esa infidelidad de Luis se convierta en la prueba reina de que se encontraban en dos orillas opuestas y distantes de una zanja que antes habían llamado delirio erótico. Y aunque Raquel nunca llega a enterarse de ese episodio, resulta significativo que permanece al lado de Luis casi tres años desde el momento en que toda su relación empieza a desmoronarse y justifica su tolerancia ante todas las circunstancias que rodean la nueva vida de Luis por “la ley del deseo”, que no es otra cosa que la comunión y el entendimiento de los cuerpos a la hora del amor con amor, y que Claudia enuncia en los siguientes términos: “Siga su instinto. Es posible que me equivoque, pero doy ese consejo pensando que lo escaso en la vida es eso. Una pareja que tire bien y que se desee con ardor. Mira a tu alrededor y ves la infelicidad en todas las caras, y es la infelicidad de los que no tienen una pareja para hacer el amor con amor. El insulto no debería ser ‘malparidos’ sino ‘maltirados’” (446).

Así, Jaramillo Agudelo va mostrando cómo ella, aun a pesar de experimentar una continua sensación de desollamiento —esa figura que Barthes describió como una “sensibilidad especial del sujeto amoroso que lo hace vulnerable, ofrecido en carne viva a las heridas más ligeras” (94)— que la lleva a hundirse en el propio despeñadero de su amor, se aferra a lo último que le queda, hasta que comprende que tras unos tres años de las ausencias de Luis y de su irremediable desaparición, tiene que elevarse por encima de la tragedia que le implica estar “viviendo la misma vida que vivía con Luis, por lo tanto estoy partida por la mitad con la ausencia de un Luis que ya no amo” (590). Por eso es que ahí sí en una actitud más bien wertheriana se abandona a su propio dolor para vivirlo parte a parte, aceptando no vivir, no ser nada más allá que la mujer de Luis que experimenta el dolor de la traición, el de la pérdida de la fe, el de los encuentros sexuales sin erotismo ni gracia, el de que él hubiera

150 decidido disponer de su vida sin pensar en ella, el de la necesidad de pensar y crear a una nueva Raquel, con un centro de gravedad distinto, el de la sola contemplación de sí misma no como mujer de Luis, sino como propiedad del clan, el de amarlo con zozobra, el de los cambios de costumbres, el de un Luis que se vuelve irritable, amenazante y violento. Ese magma de dolores termina correspondiéndose aquí con cada uno de los valores que impuso el narcotráfico y exhibe sin pudor el tiempo histórico en el que precisamente se gestaron esos dolores, que no es otro que el de la veneración de los principios capitalistas que son capaces de asignar un valor de cambio a todo lo que habita en la Tierra.

De tal modo que ante tantas deslealtades, en una legítima actitud romántica, Raquel “confía sólo en sí mism[a]” (Schenk, 83); es decir, en la certeza de la vivencia, de la experiencia, del amor del que había sido objeto; y sobre todo confía en sus recuerdos, que le dan la certeza de que el engaño no fue permanente, sino tardío, y de que dudar de diez años de vívida y prosaica felicidad equivale a un aniquilamiento innecesario; ese es el motivo por el cual escribe una carta, ella, que era tan poco dada al género que Luis cultivaba tan asiduamente y que, como ella misma lo confiesa, le sirve como forma de exorcizar la vida anterior, “de contarla —de contarme— en una especie de informe final” (30), y es también el motivo que la lleva a acudir a su memoria para recordar hasta cuándo él fue enteramente suyo:

Puede ser —especulo para autotorturarme— que ese Luis, el mismo Luis enamorado de la víspera de delirio erótico, sea el último Luis totalmente mío. En el caso de que la verdad de la historia sea que perdí a Luis cuando no contó conmigo para cambiar de oficio, entonces ese muchacho triste que me decía adiós detrás de los vidrios sucios, fue el último Luis íntegramente mío. Y esa noche, sábado 29 de marzo de 1980, la última noche en que nos dimos enteros, sin escondernos nada. Me releo con la duda de si se pueda ser tan tajante con estas cosas. Si el amor desaparece así, en una fecha exacta. Luis dejó de amarme en tal fecha, a tal hora para precisar el lado cómico del asunto. O si somos como la tela de la ropa, que se va decolorando sin que podamos precisar cuándo pierde su tono original. El tiempo les cambia el tamaño a las cosas. En ese instante, montada en ese avión, no me concebía a mí misma sin Luis. Él era algo definitivo en mi vida. Definitivo, pensaba, y por lo tanto, eterno. Creía esto aun en los tiempos posteriores, cuando ya ciertas cosas de él, desconocidas antes para mí, me exasperaban. (359)

Esa descripción hace que no sea difícil comprender por qué esa primera transgresión, de la que se derivan muchas más, le genera tanto dolor a Raquel, pues equivale al desvanecimiento de un ser que tras haber sido su centro de gravedad, empieza a “retirarse

151 de todo contacto” (Barthes, 131) y, con ello, a generar una segunda deslealtad que ya no sólo tiene implicaciones directas en su relación con ella, sino también con él mismo; de ahí que Luis instaura frente a Raquel a un ser que ella desconoce y que, por ende, no ama.

Esa segunda deslealtad ocurre por el hecho mismo de dejarse arrastrar por mezquinos intereses, sirviendo de repente a nuevos valores que nada tenían que ver con los que él había permitido libremente —como opción, como salvación— que gobernaran su vida; entonces, de la relación indisoluble que había establecido con la poesía migra sin pensarlo mucho a una relación indispensable con el dinero. Así, la sed de plata empieza a hacerse un lugar intocable en su lista de prioridades y va desterrando y haciendo desaparecer fácilmente a los temas otrora esenciales: la poesía, el modernismo, el amor y la amistad. Todos eran aspectos tan definitivos para él que los había defendido como baluartes, antes de la irrupción del narcotráfico en su vida, a pesar de que tenía la certeza, por su propia experiencia, de que no tenían cabida en el mundo de entonces, en esa segunda mitad del siglo XX que tanto lo había asqueado. Pero él, anacrónico romántico, se había hecho a una vida individual y nada esquemática para acogerlos como valores existenciales capaces de justificar su vida, hasta que sucede el cambio, que tiene como primera secuela en su interior el hecho de que pierde la pasión por las cartas y por los libros, esos sustitutos “de otro papel que ahora consume tus ocios, el papel moneda” (506), como le dice Esteban.

En principio, esa pasión olvidada es la que le sirve para justificar sus acciones con el argumento de que, al llegar de Nueva York, pensó que “todo debería ir magníficamente, pero me siento acorralado” (382), según le escribe a Esteban en su carta del 8 de mayo de 1980, ya que la vida académica empieza a generarle una gran inconformidad, que se basaba en el hecho de que su oficio ya no le gustaba ni le complacía y, más bien, le generaba una inmensa sensación de tedio que iba por dos vías paralelas. Por un lado, las horas de oficina que tenía que dedicar, supuestamente, al estudio de sus propios temas, termina dedicándolas a atender a estudiantes que no van a consultarle sobre su pasión o sobre algún tema que despierte o renueve su curiosidad, sino a hacer reclamos de calificaciones y a pedir prórrogas para los trabajos. Además, impartir clases había dejado de producirle apasionamiento y goce, porque decía sentirse “atrapado por un sistema que aniquila toda individualidad y trata de uniformar los lenguajes y de encasillar los análisis con jerga y

152 dogmas tan cambiantes como las modas” (465), aunque, ciertamente, era un sistema que le habían impuesto desde mucho tiempo antes de irse. Un conjunto de sensaciones que le sirve para replantearse los propósitos de su oficio:

Me pregunto cada vez con más frecuencia para qué sirve este trabajo de profesor de literatura. Qué utilidad tiene. El discurso teórico nos llevaría a un lindo cuadro: ayudo a formar maestros gracias a la pasión por los buenos libros que contribuí a desarrollar; ellos van a infundir ese mismo amor en los jóvenes, un gusto por las tardes de lectura, hipnotizados por la silenciosa fascinación de unas páginas que no olvidarán nunca; un poeta argentino dice que un país puede considerarse civilizado cuando la gente roba libros de poesía. (464)

Pero con tan mala suerte corre que justo tras cuestionarse acerca de las posibilidades de contagiar el deleite que solía producirle la letra escrita, aparece en su clase una alumna que ha comprado los apuntes de clase de la materia que él había dictado el semestre pasado y, en plena sesión, le reclama porque lo que él estaba exponiendo no coincidía con lo que estaba escrito. Por otro lado, empezó a sentirse prisionero de una trampa que sabía y conocía de antemano pero que nunca dimensionó y era que el permiso y el cheque de becario que por cuatro años le envió la universidad para que estudiara en Nueva York, significaba que estaba “condenado a trabajar ocho años, el doble, para la universidad. Estoy condenado a ser profesor por los próximos ocho años de mi vida. Esa es mi deuda y mi tedio me dice que no es justo pagar con parte de la vida. La única manera de librarse es reconociendo el valor de una fianza, pero el dinero de mi salario es una miseria que no alcanza ni siquiera para tener un lugar propio y mucho menos para cancelar esa caución” (378). Ese argumento de inconformidad con respecto a la vida universitaria es el más rebatible de los que expone, puesto que antes era feliz con eso mismo, con ella y con ese fondo romántico en el que vivía, como profesor de una materia que amaba, a pesar de que fuera mal pago. Esos malestares empiezan a hacerse tan visibles en Luis, que el mismo Esteban señala en su diario, el 30 de marzo del 81, que, a simple vista, se pueden percibir cambios sustanciales en su temperamento: “Él fue siempre un hombre apacible y tranquilo, silencioso y con cierto humor un poco intelectual. Ahora ese humor es más ácido y su tranquilidad se ha transformado en desdén” (464).

153 Todos esos pretextos le sirven para volver al tema del dinero y subrayar no solamente que no tiene cómo pagar eso que él llama una “condena”, sino que además le va agregando razones aquí y allá que le permitan, a posteriori, justificar su conducta; entre ellas, asegura que cuando llegue su trasteo con las cosas que les habían quedado de Nueva York, no iba a caber nada, ni siquiera los libros que necesitaba, y que, por supuesto, su salario no le iba a alcanzar para alquilar un espacio “donde no me tenga que acomodar de perfil, porque de frente no quepo” (382). Sin olvidar, por supuesto, que ya había notado como un problema mayúsculo su condición de “pobre” desde esos días en los que Esteban los visitó y se produjo en él una sensación de inferioridad por sus posibilidades económicas.

En el fondo, parece como si Jaramillo Agudelo lo que quisiera es mostrar cómo esas estructuras socio-históricas, económicas, educativas, criminales y políticas invaden irremediablemente los espacios privados, los contaminan y se llevan por delante a quienes no tienen el valor suficiente para resistir las tentaciones que ellas imponen; aunque, simultáneamente brinda una propuesta del todo romántica al permitir que no sean todos sus personajes los que terminen hundidos en el lodazal del narcotráfico, sino que la resistencia al cambio de Esteban, de Raquel, de la misma Claudia y hasta de María habla de una resistencia ante lo invasor del mundo externo y de una persistencia en los valores aceptados libremente. Por eso es que esas razones del todo veniales que expone Luis para justificar sus acciones no les permiten a los demás entender nunca cómo es que termina en el narcotráfico. Claudia, por ejemplo, nunca arroja una hipótesis sobre sus posibles razones, pero, en cuanto tiene la oportunidad, le dice varias veces que es un “machista de mierda” (474) por haber creído que Raquel era “un mueble que coloca a su antojo donde le da la gana, alguien que no piensa, alguien que no tiene derecho a decidir en situaciones que la afectan directamente. Machista de mierda. Irresponsable de mierda” (474). Esteban, por su parte, lo entiende como la infección de una codicia sin precedentes y tan fuerte que, de algún modo, hace que Luis se escinda, se quiebre y borre a “ese silencioso, apacible, diminuto profesor que amanece leyendo párrafos de José Martí” (336) y genere a un individuo desconocido que se lanza a una aventura loca. Para Raquel, el solo hecho de saber que la ha traicionado resulta tan paralizante, que confiesa que “ni siquiera se me ocurrió la tortura de especular con qué fin realizó esos viajes” (411). Además, no se puede decir que Luis es el único que es tocado por el mundo externo: todos lo viven, pero también todos

154 aprenden a lidiarlo. Esteban, por ejemplo, usa todo lo que ve para hacer un análisis sociológico del entorno, pero con distancia; Raquel se aferra a su amor con él y ni siquiera se siente aludida por el tema del narcotráfico; en cambio, a Luis lo hunde, porque pierde su rumbo al dejar de disfrutar la vida en su prosaísmo, en su cotidianidad, en el hecho de olvidar las posibilidades que tenía de aprovecharse de lo poco que el mundo ofrecía.

Pero más allá de las especulaciones que ellos puedan lanzar, lo cierto es que la novela va haciendo evidente que el narcotráfico fue un fenómeno que tuvo la capacidad de meterse hasta en los más ínfimos resquicios de la sociedad y también confirma que se podía colar en la vida privada y contaminar hasta a personas que resultaban completamente ajenas al narcotráfico, precisamente por la certeza que tenía Esteban de que “una sociedad se desquicia por completo cuando la riqueza inmediata está al alcance de la mano” (337); lo más grave aquí es que al tiempo en que se desquicia la sociedad, se desquician también algunos de los mundos privados que habitaban en ella. Esa suerte de locura, de pérdida del rumbo, es lo que sucede con Luis, puesto que su axiología, es decir, todo su sistema de valores se trastoca y ni siquiera considera por un momento la advertencia que le hace Esteban: “[…]una vez que se ha metido, no se puede salir” (387), y no solamente porque la mafia no se lo permita a los integrantes de sus filas, sino por un motivo aún más de fondo y que colinda con un vicio del todo humano: “[…]nunca satisfarás tus necesidades de dinero. Como los celos, como el deseo, así la codicia. No permiten un control de la razón, son pasiones bajas. Concupiscencias. Nada es suficiente y siempre querrás más y más dinero” (385), lo cual es también un fenómeno definitivo de los años setenta y ochenta.

Pero Luis, ya demasiado contaminado por la sed de dinero, se excusa en que todas las advertencias de Esteban responden más bien a que fue él quien cambió de parecer con respecto a todas las convicciones que lo habían constituido y le dice que cada día se parece “más a todo lo que has detestado” (335), Esteban, por su parte, justifica sus posturas asegurando que él también tiene sus “lealtades burguesas y valores —a los valores se les llama prejuicios cuando uno no está de acuerdo con ellos— [que] son los de una clase que considera que exportar cocaína es inmoral” (337). Pero, en la medida en que Luis las ignora, muestra de que está tan consumido por su nueva realidad, por sus nuevos valores e

155 intereses, ni siquiera se da cuenta de que se han borrado sus límites éticos y, con ello, ha violentado todo el engranaje que le daba soporte a su vida.

En cambio, ese sentido de moralidad de Luis queda completamente quebrantado, a tal punto que nunca siente un mínimo de remordimiento por sus acciones e incluso, llega a molestarle que lo llamen por los nombres con los que habitualmente se denomina a los narcotraficantes. Por ejemplo, durante un encuentro que tiene con Claudia, ella lo llama “narco, delincuente, mafioso, corruptor, miserable, hijueputa, traidor” (474), lo cual no le genera ni un solo cuestionamiento por las implicaciones de lo que hace, ni en lo efectivo, sino que, por el contrario, en esa conversación que sostiene con Claudia, le hace una lista de los motivos que hacen legítima y aún mejor su actividad que la de otros sectores comerciales, lista que además rememora para su carta a Esteban del 17 de julio de 1981:

Al fin y al cabo, quién es mejor que quién. Y si vamos al daño que hace la cocaína, mucho más criminales son los fabricantes de aguardiente, sin mencionar el cáncer que produce el tabaco, lo contaminación asesina que general los carros, el colesterol que expenden las cafeterías de comidas rápidas. Todos esos negocios afectan mucha más gente y sin embargo sus dueños se pavonean como patriarcas de la tribu. La cocaína no es más que un lujo de burgueses ocupados. Un estimulante para publicistas, políticos, parlamentarios, poetas, putas, presidiarios, policías, profesiones —con pé— que necesitan de la noche o de la labia. Sin contar músicos, magos, monseñores, médicos, maromeros, ministros, modelos y hasta místicos. La cocaína no es el demonio que pintan. Sí, es muy buen negocio y por eso se está volviendo una obsesión nacional. Van a hacer lo mismo que con la cannabis, esa especie de yerba aromática para seminaristas, convertida en vaho del demonio por cuenta de la propaganda. La prohibición de la marihuana es tan estúpida como si, por ejemplo, el chocolate, que hacía levitar a los aztecas, estuviera vedado y perseguido. Los gringos hicieron grandes campañas y grandes barbaridades persiguiendo la marihuana mientras tuvieron que importarla. Pero cuando los cultivos —tercero o cuarto producto en la agricultura estadounidense— estuvieron en Hawaii o en Oregon, en Louisiana o Tennessee, entonces la marihuana desapareció del centro del escenario. (474)

A todo ello lo acompañan más cambios que son, en realidad, variaciones esperadas tras su segunda deslealtad. Deja su trabajo; es decir que con el dinero del narcotráfico paga la “fianza”, que palabras más, palabras menos sintetiza la idea de que el dinero le alcanza para comprarse otra vida, una vida retirada de la universidad, sin imaginarse si quiera se aburriría

156 tras un tiempo, pues como ya se había dicho, él no buscaba tener dinero para alcanzar un propósito, para ascender en la escala social, sino por la sed de tenerlo, y cuando lo consigue, se da cuenta de que no tiene nada que hacer con él; sin embargo, pasará un buen tiempo antes de que se dé cuenta de que ha quedado inmerso en una jaula de oro que lo hace sentirse “acorralado y con miedo” (470), y regodeándose solo en la idea de ser rico, pues nunca disfruta, en serio, de serlo, porque en el fondo siempre fue consciente de que no necesitaba del dinero para ser alguien en su círculo íntimo, donde tenía todo lo que, a su criterio, necesitaba, pues, al fin y al cabo, sabía que allí no tenía a quién exhibirle sus millones, su éxito en el negocio ni sus proezas al “coronar” con una encomienda; lo cual lo va dejando solo en su nuevo y propio sistema de valores, como un subproducto de una sociedad que venera y rinde tributo al dinero.

Entretanto, también cambia su gusto, empieza a vestirse horrible, compra cosas ostentosas y sin seleccionar nada; entre ellas, lo que Raquel llama “la tumba de nuestro amor” (495), un apartamento en el norte de Bogotá con una habitación tan grande que en ella la pareja acostumbrada al encerramiento no sabe desenvolverse; también, un apartamento para doña Gabriela con un predominante azul en sus paredes que habla de la nueva forma de vida de Luis, quien, al igual que los demás de su nueva estirpe, no sabe ser rico; a diferencia de Esteban, quien desde que se entera del asunto lanza una teoría del todo inocente y es que los traficantes involucraron a Luis en el negocio porque necesitaban “una dosis buena de discreción. Se les olvidó la regla de oro, que si estás en el cuento de acumular dinero debes ser anónimo” (337). Y es que al verla de cerca, su teoría no resulta nada descabellada, pues el mismo Luis le narra a Esteban cómo se salva de ser capturado por un agente aduanero de Miami durante uno de sus viajes por su aparente inocencia, escudada en un libro de Walt Whitman:

En la mano derecha llevaba el maletín con el dinero. En la mano izquierda portaba el libro de Whitman. El oficial me señaló el maletín implicando la orden de que lo abriera. Dándome una fracción de margen, lo miré pidiéndole que sostuviera el libro para hacer aquella operación que requería de ambas manos. Él reconoció el libro, hizo ademán de que me detuviera y dijo: –¡Ah, Whitman! Adoro Hojas de hierba. “El sapo es una obra maestra de Dios”, adoro a Whitman. Siga señor. –Me enfocó con su mirada perdida en el poema y me devolvió el libro, salvoconducto que anulaba toda sospecha

157 sobre mi maletín. Esta es la verdadera salvación por la poesía, poeta fracasado. La esquiva dama de la poesía, que agradece a su modo, a unos regalándoles la inspiración, a otros el deleite de disfrutar poemas ya escritos, a mí me agradece media vida de dedicación a enseñarla colocando a otro de sus adoradores en el lugar donde estaba el verdugo de unas desdichas que nunca me ocurrieron. La salvación por la poesía. (515)

Esa brutal descalificación de la poesía es el clímax del abandono de sus principios de antes y la evidencia clara de que ha adoptado nuevas actitudes, del todo cínicas, que reflejan un quiebre de conciencia radical, pues deja ver que de ese Luis del comienzo que sólo se interesaba por exaltar, estudiar, amar y aprehender la poesía no queda ni un solo rastro en ese nuevo que termina refiriéndose a ella con este desdén. Se trata de una actitud que contrasta del todo con ese ser otrora empedernidamente romántico y capaz de lograr y de producir en otros “la emoción de la poesía, la capacidad de arrobarnos con las palabras, de ponernos a soñar despiertos, ese vacío en el estómago que es aire contenido por la emoción. Con diferentes genialidades, los tipos se roban tu atención y la transforman con sus palabras en una epifanía” (453). Ahí está el punto exacto en el que se oponen la poesía, el amor y el mundo romántico al mundo del narcotráfico que ha sido acogido por un país decadente y degenerado. Entonces, al plantear esos dos aspectos del todo divergentes, Jaramillo Agudelo parece emplearlos para enunciar claramente su postura al lector y que consiste en que si la decadencia de la raza antioqueña, anunciada desde el principio por Esteban, era ya un hecho y una realidad, la aceptación del narcotráfico y sus reglas en la vida revela la capacidad de autodecadencia y de autodegradación del ser humano, como una prueba fehaciente de su imperfección, de su inmoralidad y de su tendencia natural a prostituir hasta el alma y sus más hondas convicciones.

En medio de ese panorama, se podría decir que el último gesto de amor de Luis es con Esteban, a quien conserva como confidente, siguiendo la petición explícita que él le hace durante la conversación que sostienen en los primeros días del mes de julio de 1980, cuando Luis le confiesa que está trabajando para Pelusa; allí, Esteban lo escucha sin prevenciones, pero le recuerda tajantemente lo que ya le había escrito en la carta en la que le advertía el tipo de mundo en el que se estaba metiendo: “Cuénteme lo que quiera, pero no estoy

158 dispuesto a tener relaciones con su dinero” (336), recuerda Esteban en su diario, con lo que él traza una línea divisoria tajante con el nuevo Luis. Durante esa conversación también sucede algo que no deja de resultar interesante y es el hecho de que Luis apela permanentemente al juramento de lealtad que se habían hecho cuando eran unos niños:

—Cuando yo estaba chiquito —comenzó— tenía un amigo con el que compartía todo. Hicimos un juramento de sangre pinchándonos las manos. Hermanos para toda la vida… —Conozco la historia —le contesté—. Y nada puede afectar ese juramento, que no significa el acuerdo con lo que el otro hace sino lealtad en todas las situaciones. —Eso traduce que no estás de acuerdo con mis negocios… —Tómalo como quieras —le interrumpí—. Soy leal contigo y no quiero saber nada de lo que haces. Además, a ti te conviene que yo lo ignore. —Pero ahora me decías —trató de confundirme— que Raquel debería saberlo todo. —O estás demasiado borracho o el dinero te volvió imbécil. Ella debe saber lo que yo sé. —Una pausa—. Ah, en algo tengo que ser muy claro: no quiero tener nada que ver con tu dinero. Se sintió regañado y contestó con un “está bien” que significaba cualquier cosa. Lo que conversamos después, esa noche, y en la mañana del domingo, no tiene relación con el tema gordo del narcotráfico. Era como si Luis, después de preguntarme si yo seguía siendo amigo suyo, volviera a la frivolidad habitual. (388)

Ese gesto de Luis parece tener aquí dos sentidos: su último apego a uno de sus traicionados valores y la necesidad de sentir que podía contar con alguien ante el hecho, no revelado, de que ya se hubiera dado cuenta del peligroso berenjenal en el que se había metido. Aun así, esa segunda deslealtad termina haciendo caer irremediablemente a Luis y a Raquel en un desmoronamiento sin precedentes, porque en su piso estaba anclado “Luis-mundo” (325), como bien lo llama alguna vez Esteban para aludir a la figura que Raquel ha construido de él:

Raquel me cuenta de los horarios de Luis, de los estudios de Luis, de las publicaciones de Luis, de las comidas con Luis, la música con Luis, el cine con Luis, la vida con Luis, los chistes con Luis. El Luis-mundo que no me fatiga: me regala otro Luis, mi hermano, mi amigo, el Luis amado y enamorado, un Luis distinto que sólo se completa —para este cercanísimo caso de pares— con su otra imprescindible parte, esta muchachita que, para empezar —requisito para las más finas sutilezas eróticas— es de su misma estatura. Fiel a la exactitud, debería matizar la frase anterior, debería aclarar que se llevan unos poco y proporcionados centímetros, una aceptación más de la deliciosa pequeña diferencia. […] Casi siempre, mientras escribe, en sus labios despunta una sonrisa de íntimo placer. Se diría que en esos

159 instantes de delirio habla con Luis, lo sabe en frente, adivina sin equívocos que él la oye, puede ver sus expresiones. (325)

Ese delicado entramado de afectos, de ternura, de complicidad abierta y silenciosa es el que ni Esteban ni Raquel pueden perdonar que Luis haya roto al permitir que el mundo de afuera, contra el que se habían rebelado de manera tan propia y tan sutil, se metiera e inmiscuyera con vía libre. Y tal vez lo que ambos resienten con más intensidad es que durante todas y cada una de las rupturas que produce Luis, él mismo no hace ningún sacrificio en sus convicciones interiores; es decir, nunca se ve que haya un desprendimiento doloroso de ella y de Esteban para darle cabida en su vida al narcotráfico, todo se presenta más bien como acontecimientos y actitudes que él va incorporando sin mayores esfuerzos. En ese sentido es clave y fundamental el hecho de que con cada paso que da hacia el interior de las profundidades del narcotráfico, va dejando de escribirse con Esteban, hasta que el 29 de noviembre del 81, cuando le escribe una última carta desde Miami, y de ahí en adelante todas las noticias que tenemos de él serán gracias al diario de Esteban y a la carta de Raquel. Él, que era el defensor acérrimo del género epistolar, adicto a los relatos de Esteban, a esa palabra que secreteaba con el estilo y la voz del amigo, que odiaba el teléfono y las llamadas de larga distancia porque amenazaban con la extinción del género epistolar y, sobre todo, con la de las dinámicas íntimas que se generaban alrededor de la escritura de una carta, y que el mismo Luis describía así en una carta a Esteban de octubre 15 de 1972:

Ya la gente no se sienta varias horas ante el papel a inventar palabras para sus amigos, a especular, a hacer confidencias incitadas por el recogimiento de la escritura. Ahora levantas una bocina, saludas saludando un artefacto negro y mandas besos a través de un alambre metálico y gritas “aló, aló”, mientras alguien —como cuenta Salinger— dice un “te amo” inaudible desde el otro lado de la línea. Suena el timbre y, como el perro de Pavlov, interrumpimos nuestra tarea, obedientes caminamos a tomar una bocina helada y decimos “aló” a la nada de una voz que interrumpe —siempre interrumpe— y que aún no sabemos a quién pertenece. (97)

Esas dinámicas que Luis conocía de cerca se extinguen definitivamente desde que se deja tentar por el dinero; es decir, por algo que no era central, que se salía completamente de los márgenes de la amistad, la poesía y el amor, porque esos, que eran sus principios y, a la vez, sus talanqueras ya no lo detienen en el nuevo rumbo desaforado por “levantar plata”, que,

160 como bien sentencia la agudeza de Claudia, corresponde a “un egoísta con una pasión [que] pasa por encima de todo con tal de satisfacerla” (397). Entonces, se acaban las cartas de Luis a Esteban, que además de articular y sostener el relato habían mostrado que la relación epistolar de ellos estaba estrechamente ligada a sus intereses y su forma de ser, de pensar y de actuar, y el lector sólo se queda con los relatos del diario de Esteban y de la carta de Raquel, porque el hecho evidente de que a Luis lo habían absorbido sus negocios se traduce en que no sólo no le interesa ya la escritura, sino que ya no tiene temas en común con Esteban; es decir, así quisiera, Luis no tendría ya nunca más nada que decirle a Esteban, porque la postura romántica de su vida que compartía tan a fondo con él, se disuelve por entero, al tiempo que la carta de Raquel hace una especie de reflexión desencantada sobre el amor. A lo que se añade el hecho de que Esteban abandona casi del todo sus poemas, que si bien desde antes habían empezado a perder protagonismo en su vida, con la incursión de Luis en los negocios de la cocaína, pierden casi por completo su relevancia porque Esteban está tan preocupado con los asuntos de su interlocutor que intuye que ya Luis no tendría interés en comentar su proyecto de llegar a un “poema río”, pues a duras penas si podía pensar en la forma de salvarse el pellejo; entonces, esos poemas de Esteban también van quedando relegados al olvido y confinados a unas pocas cartas que le escribe a Claudia y donde le comparte algunos de sus versos.

Por medio de todos esos detalles se va viendo que el desmoronamiento de cada uno de los pilares sobre los que se erigía la existencia de Luis va produciendo el olvido de todo lo que antes amaba y que era, a su vez, todo lo que le otorgaba sentido a su existencia, por la irrupción del entorno, de la vida social y de las circunstancias contemporáneas en su vida. Con ello, Jaramillo Agudelo parece querer mostrar que el amor en cualquiera de sus manifestaciones es soberanamente frágil, pero que, aun a pesar de ello, del desencanto que implique, del dolor que conlleve, de la soledad de la experiencia y de la que queda del posible y subsiguiente abandono, de las tragedias interiores que suponga y de las lealtades que pueda llevarse por delante, y de lo difícil que resulta amar en el medio en el que se desarrolla la novela —ese mundo colombiano tan convulsionado de los años setenta y ochenta— vale la pena seguir hablando de él, escribiendo de él, pensando en él, desde lo prosaico y lo cotidiano, porque, como él mismo lo sugiere y lo confirma en su tercer y más

161 celebrado libro de versos, la aventura romántica por excelencia será siempre la que permita sumergirse en la incierta, pero infinitamente vívida, experiencia amorosa: “Sé que el amor/no existe/y sé también/que te amo” (141).

162 CONCLUSIONES

Cartas cruzadas es una novela desafiante. Se mueve con entera fluidez en terrenos diversos y hasta opuestos: va del espíritu romántico del siglo XVIII al moderno del XX, de los años setenta a los ochenta, de lo íntimo del diario y lo personal de lo epistolar a la ostentación vulgar del narcotráfico colombiano, de la hondura del amor a la indiferencia del desamor, de la exaltación de valores vitales a la mezquindad de la codicia y la ambición. Todo se conjuga y se compagina a la manera de engranajes que giran simultáneamente, a distintas velocidades y con variadas funciones para poner en movimiento una narración que insiste permanentemente en la necesidad de traer el amor de nuevo a la mente del lector, de la sociedad, del mundo contemporáneo.

Mas no se trata sólo de un capricho de Jaramillo Agudelo, pues en cada una de las páginas de su novela demuestra que si le interesa ese sentimiento es porque se le impone la convicción de que la experiencia amorosa es la única verdaderamente capaz de darle sentido a la existencia, pues él mismo parece tener algo —o mucho— de esa esencia romántica que le sirve de lentes y de escudo para hacerse un lugar en el mundo. Así, los lentes le permiten ver con lucidez y distancia que son muy pocas las cosas del mundo de las que el hombre se puede asir para encontrar goce y no sólo dolor o pesadumbre ante las circunstancias del entorno; a la vez, también le sirven para descifrar los gestos y los valores que le permiten hallar sentido en lo mínimo, en lo prosaico entendido como la prosa de la vida, lo cual tiene una historia de raíces hondas en la obra poética de Jaramillo Agudelo. De modo simultáneo, el amor también parece recubrir con una caparazón al ser humano para que no se hunda ni se asfixie en medio de la podredumbre que lo rodea, sobre todo, en el mundo contemporáneo donde pululan las fuentes por las que se cuelan vicios que cargan tufos hediondos.

Eso sí, hace la salvedad de que amor no se refiere únicamente a eso que se profesa una pareja de enamorados o de amantes, sino que lo aborda desde un sentido amplio y abarcador, entonces el amor erótico y el amor filial, el amor por lo poético y el amor por lo literario que entrañan los géneros íntimos se encuentran en un mismo plano y confluyen

163 inexorablemente en una teoría romántica vital y existencial. Con ello, sugiere una revaloración de la poesía y del acto creativo en la medida en que muestra que a pesar de que no tienen aparentemente ningún uso práctico, sí tienen la capacidad de brindarle sentido al trasegar habitual y de sobrevivir felizmente de su mano, en la medida en que las letras se integran a la vida como fundamento, presencia y compañía permanente, y, más que nada, como afirmación de la vida frente al caos que inunda el paisaje contemporáneo.

Todo ello se articula en Cartas cruzadas, que además de insistir en la construcción cotidiana de un discurso amoroso, rescata y revitaliza la novela epistolar sin que pierda su sentido actual, con un ritmo ágil y una estructura temporal y temática redonda, que empieza con una carta de Luis de 1971, en la que reconoce que está perdidamente enamorado, y termina con una carta acerca del final de esa historia de amor, escrita por Raquel en 1983 y que se cuela desde el principio de la obra, para anunciarles a los lectores que, a diferencia de los cuentos de hadas, lo que puede esperarse de ella no es que narre los antecedentes de un futuro feliz, construido a punta de un presente azaroso y problemático, sino la rememoración de un pasado dichoso que se va desvaneciendo. Una historia, advierte ella, que “comienza con un ‘fuimos muy felices’” y cuyo propósito es hacer evidente la que parece ser una certeza de su creador: que el amor y la amistad, en tanto obras humanas no son eternas, pero sí infinitamente valiosas.

De ese espíritu romántico están insufladas también las voces principales de Cartas cruzadas, que encuentran en la dupla poesía y vida la justificación para existir felizmente en medio del desencanto, la desilusión y la desesperanza. Entendiendo aquí por vida no sólo una sumatoria de episodios anodinos, sino las experiencias cotidianas que adquieren valor en la medida en que se anclan en la nobleza del amor, del afecto y la intimidad. Pero, por supuesto, ese modo de comprender el mundo y el entorno no puede ser igual para todos y así como algunas de las voces de la historia que narra la novela permanecen fieles a sus convicciones, otro de ellos da un giro y logra retratar la capacidad de autodecadencia y autodegradación del ser humano, como una prueba de su imperfección, de su debilidad y es por esa vía donde se hace evidente la fragilidad del amor, cuyo fracaso está asociado aquí con el fracaso de una generación y una época del país.

164

Además, en el trasegar que Jaramillo Agudelo hace por la relación de amor y amistad que describe, evidencia cómo el género epistolar y el diario se prestan para ahondar en una de las carencias de la sociedad contemporánea, la intimidad y la autorreflexión; pero, sobre todo, en el amor, ese sentimiento que parece no encontrar hoy un lugar ni un espacio, puesto que no tiene cómo asirse en un mundo que se desquicia fácilmente con aspectos como el dinero, a los que les otorga erróneamente el sentido de un valor, olvidándose así de cómo aprovecharse de las verdaderas posibilidades de disfrute que ofrece el mundo.

Esa limitación de las experiencias afectivas, que en la novela se muestra con cierta nostalgia y, sobre todo, con un dejo de confusión por lo que fue, tiende a resaltar y rescatar que ante la certeza de que las experiencias tienen un comienzo y un final demarcado, lo que realmente resulta valioso es la posibilidad que el afecto otorga para vivir intensamente en un tiempo determinado; es decir, en la cotidianidad, donde brota el goce que producen las vivencias afectivas, independientemente de que el entorno que las rodee sea o tenga destellos de podredumbre, como en el caso de Raquel y Luis, donde su amor es eclipsado por intereses mezquinos propios de la época y el país en el que viven.

Sin embargo, esas certezas no parecen venirle a Jaramillo Agudelo como ocurrencias espontáneas, sino que al estudiar la obra poética previa a Cartas cruzadas se hace evidente que estas se fueron gestando poco a poco y que su origen puede rastrearse, principalmente, en sus dos primeros libros de poemas, Historias (1974) y Tratado de retórica —o de la necesidad de la poesía— (1978), puesto que ellos abordan y reflejan el hastío y el desengaño del ambiente socio-histórico en el que estaba inmerso Jaramillo Agudelo hacia los años sesenta y setenta, y que por supuesto, es el caldo de cultivo de todo lo que sucede en los ochenta, donde explota el conflicto central de Cartas cruzadas. Ese cúmulo de sentimientos — denominados genéricamente por Antonio Caballero como el desencanto propio de una generación de juventudes revolucionarias que quisieron derrumbar todos los atavismos imaginables, de valores anquilosados y de una producción poética de la más pobre tradición— detona, al menos en Jaramillo Agudelo, en una consciente apelación a la libertad, no en términos de transgresión, sino en el sentido de elección y voluntad para no

165 permitirse a sí mismo hundirse en el contexto, sino hacer de la escritura, el acto creativo y el hecho estético mismo la única redención y contestación válida posible al mundo contemporáneo.

166 ANEXO Nº 1

Año Episodios notables 1945 Termina la Segunda Guerra Mundial y comienza la Guerra Fría. 1947 India se independiza de Gran Bretaña, tras varios años de resistencia pasiva, liderada por Mahatma Ghandi. Al tiempo, Francia, Italia, Holanda, Portugal, España, Bélgica, Estados Unidos y la misma Gran Bretaña inician procesos de descolonización en territorios asiáticos y africanos. 1948 Asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. 1950 - Se desata la Guerra de Corea. - Se promulgan las leyes de segregación racial, o Apartheid, en Sudáfrica. 1952 - Se inicia la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en Venezuela. - El presidente boliviano Víctor Paz Estenssoro inicia la Revolución bolivariana. 1953 - En Costa Rica, el presidente José Figueres disuelve el ejército, con lo que consolida al país como una nación democrática y pacífica. - Comienza la dictadura militar del general Gustavo Rojas Pinilla, en Colombia, quien, el 13 de Junio de 1954 introduce en el país el nuevo y más influyente medio de comunicación: la televisión. 1954 - Comienza la dictadura del general Alfredo Stroessner, en Paraguay. - El coronel Carlos Castillo Armas, con ayuda de la CIA estadounidense —Agencia Central de Inteligencia—, destituye al presidente socialista Jacobo Arbenz, en Guatemala. - En Brasil, la crisis política y la presión del ejército hacen que el presidente Getúlio Vargas se suicide. 1955 En Argentina, el ejército derroca a Juan Domingo Perón. Se funda la revista Mito. 1956 Una Junta militar derroca al presidente de Honduras Julio Lozano Díaz. 1957 Comienza la dictadura de Francisco Duvalier, en Haití. 1958 - Tras la caída de Rojas Pinilla en mayo del 57, empieza la coalición política y electoral del Frente Nacional, con el gobierno liberal de Alberto Lleras Camargo. - Se da a conocer el primer manifiesto nadaísta. 1959 Comienza la Revolución cubana con el triunfo de los movimientos armados contra Batista y la toma del poder por parte de Fidel Castro, que se proclama socialista. 1960 Aparece la primera píldora anticonceptiva. 1961 - El presidente estadounidense John F. Kennedy crea la Alianza para el Progreso.

167 - Yuri Gagarin, cosmonauta soviético, es el primer humano en viajar al espacio exterior. - Hay Junta militar en El Salvador. 1962 - Crisis de los misiles en Cuba. - Fallece el poeta Jorge Gaitán Durán. 1963 - Comienza la Guerra de Vietnam. - Aparece la película 8½, de Federico Fellini. - Se publica Rayuela, de Julio Cortázar. 1966 Revolución cultural China 1967 Se publica Cien años de soledad, del escritor colombiano Gabriel García Márquez. 1968 - Los estudiantes de París se levantan durante mayo del 68. - Martin Luther King es asesinado 1969 - Tiene lugar el Festival de Woodstock. - El cohete Apolo 11 lleva al hombre a la Luna. 1970 - La población colombiana crece significativamente; de 11.600.000 habitantes con los que contaba en la década del 50, asciende a 22.100.000, a comienzos de 1970. Con tal explosión demográfica, se aceleran los procesos de urbanización por la emigración de territorios rurales y el desarrollo industrial se potencializa, con lo que las oligarquías se benefician por la creación e inversión de fábricas y empresas que basaban su producción en los frutos de las propiedades de los terratenientes. Paralelamente, crece la clase media y la obrera que trabaja para sostener el comercio que había posibilitado ya la tecnificación de procesos industriales. El analfabetismo alcanza cifras insospechadas, pues los sistemas y la infraestructura educativa no dan abasto para el número creciente de habitantes. 1971 Pablo Neruda recibe el Premio Nobel de Literatura. 1973 - Estados Unidos retira sus tropas de Vietnam. - Augusto Pinochet dirige un golpe de estado que derroca al gobierno constitucional de Salvador Allende. 1974 Con el gobierno conservador de Misael Pastrana Borrero termina el Frente Nacional. 1975 Termina el franquismo con la muerte del General español Francisco Franco. 1976 Muere el poeta nadaísta Gonzalo Arango. 1978 Nace el primer bebé probeta. 1979 Llegan los colores a la televisión. 1981 IBM lanza la primera computadora.

168 ANEXO Nº. 2

169 ANEXO Nº. 3

Nocturno27 Un piano. El piano que sostiene la luna. Desde la luna oculta tras el monte, un piano leve, un piano ausente, un piano que no puede con el azul del cielo. Ya los árboles son negros pero no es negro el cielo y la luna con su música de piano prepara sus ritos: bendecir a la bruja, alargar su sombra cuando alargue la marea, asistir como testigo de la muerte, parpadear en partos, coitos, brindis. La noche es una campana. Las voces que de día se ahogan entre voces, resuenan en la campana de la noche, igual que se amplifica el goteo del agua que de día se esconde entre alharaca. Siempre se oyen los ladridos de los perros a la luna, a la luna pálida y la sirena que hace hermanas a patrullas y ambulancias golpea los tímpanos del insomnio con sonidos de muerte. El silencio absoluto también aparece detrás de los fantasmas. El silencio entra en bodegas y en estadios, en mercados y oficinas. El silencio se para en las esquinas donde los semáforos le dan órdenes a nadie. Son las tres de la mañana y hace tiempo aprendimos que esta es la hora permanente de las almas solitarias. Nadie es el amo de la noche. No hay rey de las tinieblas. Demonios, brujas, seres voladores y sin nombre se disputan un trono que no existe. En la oscuridad no hay un poder distinto que la misma oscuridad. La sombra es una tinta que escribe los destinos, una tinta que mezcla con sangre y con alcohol, con semen y con la materia líquida del sueño.

27 Este poema no lleva título en la novela; sin embargo, en Libros de poemas, la antología poética publicada por el Fondo de Cultura Económica, hay un apartado especial que reúne los poemas de Esteban; allí, en la página 118, aparece este con el título de Nocturno y en el que hay una nota aclaratoria de Jaramillo Agudelo en la que se lee lo siguiente: “Entre 1989 y 1995 dediqué mis ocios casi exclusivamente a escribir una novela, Cartas cruzadas. En ella hay un personaje —a pesar de que es protagónico nunca pude averiguar su apellido— de nombre Juan Esteban. Juan Esteban es periodista y es poeta inédito y no muy prolífico. El dato incuestionable de que transcribí los poemas, no me convierte, por necesidad, en su autor. Su autor es un personaje que, si bien es ficticio, en su precaria existencia novelesca escribió unos poemas. Un ser de letras ordena unas letras. Yo tengo poco que ver. Transcribí, pero no todos sus versos, que se me aparecen en papeles de varios tamaños. Aún quedan poemas inéditos de Esteban que me negué a copiar, al lado de otros que le aumentan las páginas a Cartas cruzadas. Yo apenas copio. Y me malexplico” (107).

170 El músculo duerme, la ambición descansa. Pero unos pocos sostienen con su vigilia los andamios de la noche, algunos resisten pocas horas, el proyeccionista, el actor, el mesero, el taxista; a las once los músicos trabajan. Intentan derrotar el silencio con los encantamientos de la música, sonarán hasta la una y después declinarán en sueño o borrachera, sucumbirán al silencio de la noche. Otros padecerán la agonía de pasar de claro en claro, condenados a ver la madrugada, a descubrir de nuevo el contorno de las cosas, vigilante y locutor, enfermera y policía. la puta que venderá la noche de su sexo y el asaltante que viola cerraduras entre el carbón del aire. También está la vigilia del insomnio, esa porción de locura que la noche le brinda a algunos condenados, no pegar el ojo, luchar contra el sueño, ver un desfile de sombras, cambiar de posiciones en la cama sin caer en el sueño, sin caer en el sueño, pensando en nada con los músculos tensos como alambres hasta el instante mortal en que el gris se filtra entre cortinas y dice que llegó la cordura del día y que de nuevo ha ganado el insomnio. Todas las noches son pedazos de una misma noche, una noche sin fin, un cilindro que gira eternamente. (127)

171 ANEXO Nº. 4

Una noche28 El día no es la luz, es tiniebla transparente que se viste de negro con las horas, para que las voces del insomnio traspasen el silencio de la noche y el quiste del desamor se convierta en un llanto de palabras quebradas, en un clamor del aire. El olvido es amor que se convierte en nada interminable de obsesiones, en lento deshacerse, al final del amor está el olvido y el olvido demora madurándose y las voces que a veces se escuchan a la madrugada, antes de la primera luz, son eco del silencio angustiado de los seres que olvidan, de los seres que amaron y llevan semanas y meses olvidando. El olvido no es que algo se borre en la memoria, el olvido te ocupa todo el tiempo, a la hora del trabajo o del aseo, cuando comes o rezas no te olvidas de olvidar. Entretanto en la noche, cuando el silencio es la materia más consistente de lo oscuro se cuelan voces sin dueño, las voces silenciosas de aquellos que agonizan olvidando: —Voy birlando tus apariciones, eludo los instantes en que sólo a ti te deseo, le hago el quite a tu ausencia, eres la mía nunca más, nadie repite, no hay regresos, lo sabemos, pero no descanso de olvidarte, me gasto cada noche entera contigo, olvidándote. Tú bien lejos y yo aquí contigo olvidándote, olvidándote. —La palabra mata y yo te voy desollando con cada sílaba. Dardo mi verbo, arma mortal. Lunas en agonía hacen explosión en esta memoria de guerra. Cuando el amor acaba todo recuerdo tortura, olvidando se convierten en espinas las dichas del pasado:

28 Al igual que el poema del anterior Anexo, este no tiene título en la novela, pero en Libros de poemas, Jaramillo Agudelo lo llamó “Una noche”.

172 saber que me amaste es prender que tu amor envenena; para degradarme hoy, te amé entonces. Estoy en guerra con lo que tengo de ti, un fantasma que se apodera de mis noches, la rabia de saber que no es el tuyo, cuando abrazo otro cuerpo. Tengo que purificarme de ti, suicidarme de ti, mudar la piel que tu acariciaste. Tengo que matarte en mí para no ser sólo un pedazo de pasado. —Cómo te voy desamando, qué largo y monótono ejercicio ya no amarte y pensar en ti todo el tiempo, qué tortura sutil sentir que toda mi lujuria está en abrazar un cuerpo que ya no abrazaré, ¿cuándo un tiempo sin ti y conmigo, vuelto a mí, recuperado de la droga de tu aliento? Te expulso de mí, te exorciso, te llamo a cada segundo para que salgas de mi alma, para que tu fantasma no me anule. Ah, nuestros momentos de dicha quedan demasiado lejos y ya no me justifican los insomnios de este olvido minucioso. Se me va un día entero olvidando cada minuto de nosotros. Se me va toda la rabia cuando me doy cuenta, lacerado, de que ni siquiera pude herirte. (333)

173 OBRAS CITADAS

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176

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178 Bogotá, agosto 10 de 2012

Doctora GRACIELA MAGLIA Directora Maestría en Literatura Departamento de Literatura Pontificia Universidad Javeriana

Apreciada Doctora Maglia:

Presento a consideración suya y de los jurados lectores el trabajo de grado “Prosaísmo y géneros íntimos: entre el discurso romántico y una imagen de nación. Una lectura de Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo Agudelo”, de la estudiante Melissa Serrato Ramírez, de la Maestría en Literatura.

Después de un trabajo de años sobre la obra de Darío Jaramillo Agudelo, Melissa centró su propuesta en una minuciosa lectura estructural de la novela epistolar Cartas cruzadas, en el entendimiento de que ella condensa y complejiza una poética de la cotidianidad, del desencanto y del amor sobre la cual el autor había comenzado a construir todo su universo literario y poético. Rastreando, pues, los orígenes de la obra poética de Jaramillo Agudelo y su íntima inmersión en una experiencia crítica y desencantada de una época y un país, Melissa descubre en la pasión epistolar y claramente poética de esta novela la insistencia en un solitario —y prosaico, sin sublimaciones— discurso amoroso, de clara filiación romántica en su férrea contraposición al devenir socio-histórico y su voluntariosa afirmación vital de los valores de la poesía, la intimidad y la cotidianidad

179 contra los “valores” capitalistas, encarnados en la novela en una implícita radiografía de los peores vicios de la sociedad colombiana durante los años setentas y ochentas.

En su lectura de la obra, Melissa ha articulado, por tanto, una teoría del género epistolar, en tanto juego expresivo de lo íntimo, con diversas perspectivas sobre una suerte de “discurso amoroso”, que en la novela no se presenta de manera explícita postulado por alguno de los personajes sino como construcción estructural a través del cruce y el entramado de las cartas de unos personajes que se muestran inicialmente unidos en una solidaridad fortísima en diversos frentes: relación de pareja, amistad, afinidad en la poesía y la literatura, complicidad en “lo no convencional”, desinterés por el dinero, intensa comunión en los placeres cotidianos de la comida, la música, la lectura e incluso la crítica despiadada de la sociedad que los rodea.

Hago entrega, pues, de las dos copias para los lectores, y quedo a la expectativa de los conceptos respectivos.

Cordialmente,

Óscar Torres Duque Profesor Asociado Departamento de Literatura Pontificia Universidad Javeriana Ext. 5924 [email protected]

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