La Familia Que Alcanzó a Cristo
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M. RAYMOND, O. C S. LA FAMILIA QUE ALCANZÓ A CRISTO Traducción y adaptación de la edición americana por FELIPE XIMENEZ DE SANDOVAL 1971 2 ÍNDICE GRATITUD....................................................................................................5 INTRODUCCIÓN..........................................................................................7 PRIMERA PARTE L O S P A D R E S.................................................12 EL VIEJO GUERRERO (VENERABLE TESCELÍN)................................13 LA MADRE QUE LLEGÓ A SER SANTA (BEATA ALICE)........................45 SEGUNDA PARTE L O S H E R M A N O S M A Y O R E S............73 EL HERMANO MAYOR DE BERNARDO (BEATO GUY)....................74 EL HOMBRE DE LA IDEA FIJA (BEATO GERARDO).........................110 TERCERA PARTE B E R N A R D O...................................................155 EL HOMBRE QUE SE ENAMORÓ DE DIOS (SAN BERNARDO).......156 CUARTA PARTE L O S H E R MA N O S P E Q U E Ñ O S.......223 COLABORADORES EN EL SERVICIO DEL AMOR (BEATA HUMBELINA).....................................................................................................224 EL HOMBRE QUE GUARDABA LA ENTRADA (BEATO ANDRÉS) 256 EL HOMBRE SIN ARTIFICIOS (BEATO BARTOLOMÉ)....................284 EL POBRE NIÑO RICO (BEATO NIVARDO)........................................316 3 COMO AGRADECIMIENTO A MI PADRE CELESTIAL, DIOS, QUE ME DIO A SU ÚNICO RIJO COMO MODELO Y A MI PADRE TERRENAL, QUE ME ENSEÑÓ A MODELARME SOBRE Él, PIDIÉNDOLES ENCONTRARME CON ELLOS EN EL CIELO 4 GRATITUD Las palabras resultan insuficientes para expresar las deudas de gratitud que tengo contraídas primero con el reverendo John P. Flanagan, S. J., de Boston (Mass.) quien con su generosidad jesuítica y su caridad, a imitación de la de Cristo, releyó una y otra vez las páginas de este manuscrito, para valorar expertamente, corregir con gran juicio y brindarme continuamente sus sugestiones de erudito para una mejora de la obra. Sacó tiempo de su pre- cipitada vida de ocupadísimo misionero y director de ejercicios, robándoselo al descanso a que tenía derecho, para ayudar a los que necesitaban su ayuda y mejorar todo lo susceptible de mejora. Declarando mi estimación al intelecto del hombre y mi amor al corazón del fraternal sacerdote, me complazco en manifestar a los lectores de esta obra que "La Saga de Citeaux" se debe en gran parte a él y a su estímulo. Luego viene el Padre Mauricio María, O. C. S. O., del monasterio de Nuestra Señora del Valle, Lonsdale, R. I., el "censor deputatus", que con su meticuloso esmero en lo concerniente a todas las reglas ha demostrado ser mucho más que un censor concienzudo. Superando con mucho lo que la obligación le exigía, fue un colaborador entrañable. Con el Padre Amadeo María, O. C. S. O., del monasterio de Nuestra Señora de Getsemaní, tengo también una gigantesca deuda de gratitud. En realidad, la mayor parte de los hechos básicos de este libro son fruto de sus largas horas de investigación paciente y heroica, en las que, repasando antiguos manuscritos, registros, documentos originales y volúmenes varias veces centenarios, sacó a luz una valiosísima información "sine qua non", desplegando un esfuerzo y un celo infatigables, todo con un verdadero espíritu de colaboración y amor fraternal. También hago constar mi gratitud hacia el primer "censor deputatus", Padre Alberico María, O. C. S. O, del monasterio de Nuestra Señora de Getsemaní, por su generosa ayuda, sus útiles sugerencias y su fraternal cooperación. No quiero que deje de figurar aquí mi agradecimiento a "American Press" por haberme autorizado las citas del poema del 5 reverendo Alfred Barret sobre San Bernardo, que aparecen en su libro de poesías Mint By Night. Finalmente, he de dar las gracias más rendidas a Nuestra Señora de Citeaux. ¡Atendió con tanta frecuencia mis súplicas de ayuda! Que Ella guíe esta "Saga" y a todos cuantos la leyeren, conduciéndolos a través de su bondad hasta el Corazón del Héroe inspirador de Citeaux, su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, 6 INTRODUCCIÓN La Hermana Superiora dejó el libro cuidadosamente. Era una "Vida de San Bernardo de Clairvaux". Después, con tono de reproche, exclamó: —¡Ya le daría yo una buena a ese autor! Su Hermano la contempló con un guiño divertido, y exclamó a su vez: —¡Vaya expresión y vaya tono, Hermana! ¿Qué es lo que le parece mal del libro? —El autor ha convertido a un santo de Dios en cualquier cosa menos en un santo. Ha tomado las tonterías infantiles y la extrava- gancia del noviciado de Bernardo, y ha escrito sobre ellas como si se tratara de los hechos heroicos de un santo. Escuche usted esto. Y tomando el libro, pasó rápidamente unas cuantas hojas, leyendo a continuación: "Era tal la heroica modestia de sus ojos, que al cabo de un año de noviciado no sabia cuántas ventanas había en la capilla..." ¡Qué tontería! ¿Y quién lo sabe? Yo he sido novicia dos años; he vuelto al noviciado todos los veranos durante veintidós años, y ahora mismo no sabría decirle cuántas ventanas hay en nuestra capilla. Pero nadie me atribuirá nunca la heroica modestia de los ojos, y no creo que nadie me canonice. Por lo menos —añadió con una sonrisa— por ahora. No —rió su Hermano—, por ahora, no. Pero, vamos a ver, ¿no le parece ese detalle demasiado insignificante para condenar por él todo un libro? Admito que demasiados autores de vidas de santos, desconociendo íntimamente la vida religiosa o la espiritual, come- ten errores semejantes. Pero ¿va usted a poner ese libro en su lista negra sólo a causa de esa tontería? —¡Oh!, eso es sólo un ejemplo—repuso la Hermana—. Todo el libro me molesta. Dice lo que hizo Bernardo, no lo que fue. —Pero Hermana, usted no debe nunca olvidar su filosofía "agere sequitur esse". (Dime lo que hace un hombre o una mujer, y te diré lo que son.) 7 —En absoluto —respondió rápidamente la Hermana—. Mientras el mundo sea mundo, habrá escribas y fariseos, publica- nos y pecadores; y si sólo sabemos lo que hacen, nunca sabremos lo que son. Porque si yo interpreto debidamente mi Nuevo Testa- mento, muchos de los escribas y fariseos eran los más grandes pecadores, mientras que algunos de los publicanos y pecadores se convirtieron en verdaderos santos. ¿Comprende usted, Padre? Son demasiados los autores que no aciertan exactamente con el punto en que estriba la santidad. Escriben como si se tratase de algo exterior, relatan las maravillas que el santo realizó, hablan intermi- nablemente de los milagros que obraron y parecen proclamar constantemente que eran santos a causa de aquellas maravillas. —Es que ¿no admite usted, Hermana, que los milagros son el sello de la aprobación divina? Claro que sí. Pero haga el favor de comprender mi punto de vista. Ustedes, los teólogos, establecen toda la cuestión con una clara distinción entre "gratiae gratis datae" y "gratiae gratum facientes". Pero sin emplear el latín, le diré que los milagros pueden mostrarme al santo, pero no cómo llegó a ser santo, que es precisamente lo que yo quiero ver. Lo que me intriga no es el resultado de un proceso, sino el proceso en sí; porque como usted comprende, mi tarea no es ser santa, sino llegar a serlo. No creo que esto le resulte excesivamente paradójico. En absoluto —repuso el Hermano—. Comprendo también su punto de vista sobre los milagros. Mire usted. Padre: cada vez que leo un libro repleto de hechos milagrosos, me entran ganas de escribir al autor y hablarle de un viejo maestro de retiros que tuvimos, hombre con un profundo sentido del humor y un sentido no menos profundo de la Teología. Hablando precisamente sobre esta cuestión, decía que si los mila- gros fueran la única prueba de la santidad, habríamos de llegar a la conclusión de que el asno de Balaam fue un santo más grande que San José y hasta que la Virgen Santísima. El asno realizó lo milagroso: hablar. Mientras que ni José ni María realizaron un solo milagro que los acreditase como tales santos. Pero el prudente maestro de retiros añadía: "Sin embargo, yo estoy convencido de que semejante prodigio no convirtió al asno de Balaam en más ni menos burro de lo que era." 8 Su Hermano rió de buena gana y dijo a continuación: —Hermana, es la primera vez que la veo en este estado de ánimo. Habla usted con soltura, con facilidad y con gracia. Ahora bien: dígame qué clase de vida de santo le gustaría a usted. —Pues una que diga verdaderamente la verdad. Una que me muestre al hombre convirtiéndose en santo, no al santo ya hecho. Una que me lo muestre modelándose sobre Jesucristo, no sobre los absurdos de una escuela de hagiógrafos. ¿Sabe usted lo que quiere decir esto, Padre? Pues quiere decir ¡que me gustaría ver a un santo con la humanidad de Jesucristo! ¡Ay, esas biografías que hacen que lo sobrenatural consista en lo antinatural! ¡Que Dios per- done a sus autores por el daño que han hecho al mundo! ¿No dicen ustedes, los teólogos, que "la gracia perfecciona la naturale- za, pero que no la destruye?" —Si. —Entonces, ¿por qué son tantos los autores que retratan a sus héroes dedicados casi exclusivamente a "matar sus pasiones" y a anularse a sí mismos? —Pero, Hermana..., hemos de tener penitencia y castigo. —¿Me lo va a decir a mí? ¿Es que de novicias no hemos intentado todas "matar" una pasión cada día? —En efecto —rió su Hermano—, ésa era la práctica del noviciado. —Querrá usted decir que era la mala práctica del noviciado— interrumpió la Hermana Superiora—. Y era consecuencia de esas biografías de que estamos hablando. Cuando descubríamos que nuestras pasiones no quedaban muertas, que eran peores que el fantasma de Banquo y tenían más vida que un gato, ¿no desespe- rábamos de poder llegar a ser santos? Y en cuanto a la anulación de nuestro yo..