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Las lecciones de *

Gustavo García** Miradas al Cine Mexicano

Fernando de Fuentes es uno de los productos perfectos de esa invención genial de la Re- pública Restaurada y el Porfi- riato, la clase media ilustrada, de donde vendrían desde los miembros del Ateneo de la Juventud en la primera déca- da del siglo XX hasta los Con- temporáneos y los primeros cineastas. De hecho, hasta los años sesenta, el cine mexica- no se moverá a la sombra de El compadre Mendoza (Fernando de Fuentes y Juan Bustillo Oro, 1934), una formación ideológica a reproducida bajo el amparo del artículo 148 de la Ley Federal de Derecho de Autor. * Artículo publicado original- caballo entre la infancia por- mente en la versión impresa firiana, la adolescencia o pri- de Estudios Cinematográfi- cos: Revista de actualización mera etapa adulta en la violencia revolucionaria, y la relativa estabilidad de los años técnica y académica del Cen- veinte como el periodo de asimilación de influencias estéticas extranjeras y la búsqueda tro Universitario de Estudios de un catálogo de tipos, temas y ambientes que dieran forma a “lo mexicano”, al con- Cinematográficos, núm. 28, cepto de Nación del nuevo régimen. Esas tres etapas serán los códigos comunes de año 10, septiembre-noviem- bre, 2005; pp. 73-80. guionistas, actores, directores, productores y hasta camarógrafos. ** Periodista, crítico e inves- Nacido en el puerto de , pero criado en Monterrey, a donde le llevó el trabajo tigador cinematográfico, de su padre como empleado del Banco Nacional de México, tiene 15 años cuando estalla Gustavo García fue profesor la Revolución. Veracruz será para él, como para buena parte de su generación y muchas de la FCPyS y de la UAM-Xo- por venir, la provincia idílica, la Edad de Oro que se deja atrás para apostar al progreso y chimilco. Entre sus obras el cosmopolitismo que difumina el rostro de un país identificable y sentimental, en nada destacan El cine biográfico mexicano (1978), El cine parecido a los caminos polvorientos, las masas de miserables extremos, la administración mudo mexicano (1982), Época lenta e ineficaz que son los signos reales del país, que sólo se van a intensificar durante la de Oro del cine mexicano Revolución; para 1915, De Fuentes estudia Ingeniería (inconclusa) y Filosofía y Letras (1997, en coautoría), Nuevo en la Universidad de Tulane, Nueva Orleans, pero al año siguiente vuelve a México para cine mexicano (1997, en coautoría). Condujo el pro- trabajar en lo que queda de la banca mexicana; pasa casi de inmediato a la administra- grama radiofónico Cinema ción carrancista. Son años decisivos en la formación de un talento especial para hacer Red. rendir cada centavo, hacer presupuestos realistas, sacar lo más de lo menos.

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Pero está el otro producto de la época, el artista de vuelos románticos, el poeta por inclinaciones hacia la música y la pintura, que participa y triunfa en los concursos de poesía a que convocan los diarios de la época, con evidentes influencias de José Juan Tablada y Enrique González Martínez («Tu amor, esclavo a mi caricia ardiente, / triunfa de tu pudor adolescente / y te ofrendas a las ansias de mi anhelo. / Se ador- mece el jardín, pleno de esencias; / y una estrella sin rumbo, cruza el cielo / como una blanca fuga de inocencias».1 Su pericia administrativa le lleva al cine por el árido cami- no de la gerencia del Circuito Máximo, un exitoso grupo de cines “de piojito”, y luego a la gloria del Olimpia, quizá el más importante palacio cinematográfico de la época junto con el Palacio, el Monumental y el San Juan de Letrán. Ésa es su verdadera, in- dispensable escuela de cine: la visión repetida, diaria, de las películas que programaba se convertía en un sistema de decodificación, de aprender los trucos de los directores, distanciarse del drama para desmenuzar los recursos técnicos; a él correspondió ins- talar el primer equipo de sonido para proyectar en el Olimpia La última canción (The Singing Fool, Lloyd Bacon, 1928) y El cantante de jazz (The Jazz Singer,Alan Crosland, 1928) en 1929, pero ese mismo año vio cuantas veces quiso La canción del lobo (The Wolf Song, Victor Fleming, 1929) con Lupe Vélez, Una mujer de Moscú (The Woman from Moscow, Ludwig Berger, 1928) con Pola Negri, La marcha nupcial (The Wedding March, Erich von Stroheim, 1928), El trueno (Thunderbolt,Josef von Sternberg, 1929) y la versión de Merian C. Cooper de Las cuatro plumas (The Four Feathers, 1929). Al año siguiente le tocó presentar en México a los hermanos Marx (Los cocos [The Cocoanuts], Robert Florey y Joseph Santley, 1929), las películas “hispanas” con que Hollywood buscaba desesperado no perder al público por culpa del idioma (El cuerpo del delito, Cyril Gardner, 1929, con Ramón Pereda, María Alba y Antonio Moreno), El desfile del amor (The Love Parade, Ernst Lubitsch, 1929) y, aunque era muda y de hacía cuatro años, el Fausto de Murnau, con una orquesta interpretando en vivo la partitura de Gounod; remito al lector a las memorias de Juan Bustillo Oro2 para una descripción puntual de De Fuentes en esa época y el encuentro de dos futuros maestros del cine que colaborarían juntos de manera inminente. Viendo el lío en que estaba el cine so- noro con los idiomas, inventa los subtítulos, que ahora son convención mundial; apli- ca su invento a El misterioso doctor Fumanchú (The Mysterious Dr. Fu Manchu,Rowland V. Lee), que estrena el 12 de diciembre de 1929 y le gana un contrato con la Paramount. Declararía en 1935 a Ilustrado:

Los primeros títulos de esa clase se hicieron en México. Yo los hice, para una empresa norteamericana. Era una tarea detenida y fastidiosa. Habría podido patentar el procedi- miento. ¡Habría podido convertirme en millonario! Pero dejé la cosa de la mano […] ¡Imagínese usted! ¡Un centavo que me pagaran por título! ¡Ahora sería millonario!3

Lo que sigue es aplicar lo aprendido: ya en Santa (1931), que concentró los empe- ños de las minúsculas fuerzas vivas del cine mexicano, desde el periodista Carlos No-

1 Fernando de Fuentes, «El jardín», El Universal Ilustrado, México, 12 de octubre de 1917. 2 Juan Bustillo Oro, Vida cinematográfica, Cineteca Nacional, México, 1984, pp. 99-100. 3 Citado en Fernando de Fuentes (1894-1958), Emilio García Riera, Cineteca Nacional, Serie Monografías, núm. 1, México, 1984, p. 16.

Estudios Cinematográficos • Octubre 2020 • Nueva Época • núm. 2 • ISSN 2594-2670 DOI: https://doi.org/10.22201/enac.25942670e.2020.2.91 114 Las lecciones de Fernando de Fuentes riega Hope haciendo el guion, hasta el veterano director de la época muda y militante fascista Gustavo Saénz de Sicilia, y Agustín Lara haciendo la música, figura De Fuentes como asistente de Ramón Peón, quien a su vez asiste al director, el actor español An- tonio Moreno. En el siguiente trabajo de Moreno, la disparatada Águilas frente al sol, de 1932 (inolvidable Joaquín Pardavé como tratante de blancas japonés), De Fuentes está en la edición; ese mismo año codirige y hace la adaptación (con Noriega Hope) del argumento de Sáenz de Sicilia para Una vida por otra, en manos del húngaro John H. Auer, quien no hablaba una palabra de español; también de su mano ingresa al cine mexicano el ruso , con Mano a mano, más cercana al western que al fu- turo melodrama ranchero, pese a los atuendos de los personajes. Las responsabilidades de De Fuentes eran enormes dado lo reducido de los presupuestos, lo preca- rio de las condiciones de filmación y los orígenes tan variados de aquéllos con los que debía mediar. Mejor escuela, impensable. De manera que al pasar a la dirección en firme, con El anónimo (1932), filmada en condiciones de absoluta miseria financiera, y conseguir un producto más que decoroso, según los testimonios de la época, puede contar con mayores recursos al año siguiente, al ingresar por caminos que le darán mejores resultados y le serán más cercanos: la crítica a la autoridad revolucionaria en El prisionero trece; el divertimento El Tigre de Yautepec, ambas de 1933 y con recursos más abundantes; y La Calandria, adaptando la novela de Rafael Delgado. Sólo El pri- sionero trece merece, como sucedió, pasar a la posteridad: hacía falta un valor fuera de lo normal para ejercer, en esos años, la crítica al autoritarismo militar. No era sólo el México del Maximato, del “Jefe Máximo” poniendo y quitando generales y presiden- tes de la República, sino la cotidianidad de militares empistolados y ensoberbecidos sin más razón que un pasado violento convertido en sistema político, que se sentían agraviados a la menor provocación; el machismo oficial se manifestaría de una manera brutal ese año, como se verá más adelante. El prisionero trece es un ejercicio de realismo que evidencia las influencias más cla- ras en De Fuentes: el cine estadunidense y su vocación de inmediatez, de registro so- cial; todo va encaminado en la película a la escena del fusilamiento, filmada con luz ambiente, como un documental, que recuerda el final de El automóvil gris (Enrique Rosas, 1919), con una carga de desolación y melancolía por esos inocentes capturados al azar para ser ejecutados en una acción abusiva de un militar mediocre y envilecido (Alfredo del Diestro); esa vocación por convertir el drama en cotidianidad es el valor más sutil e importante de De Fuentes, que va a tener sus logros más importantes en dos de sus melodramas menos valorados, La familia Dressel (1935) y (1936), filmadas sucesivamente, la primera como una vacación después del empeño descomunal que significó¡Vámonos con Pancho Villa! Pero nos estamos adelantando. Hacer cine en los primeros cinco años después de Santa es alcanzar los privilegios de la notoriedad por la vía más sencilla; la continuidad de las carreras de actores, técni- cos y directores estaban garantizadas por lo modesto de cada proyecto y los resultados, básicamente satisfactorios dentro de límites amplísimos. En septiembre de 1933, en el número 18 de la revista Filmográfico, Luis Orozco Jr. presenta una encuesta con las fuerzas vivas de un cine que aún no da sus primeras manifestaciones de fuerza; Ar- cady Boytler está planeando apenas la producción de La mujer del puerto y Fernando de Fuentes está por filmar ya El Tigre de Yautepec. En la encuesta, sin embargo, opina ya como todo un veterano: «Vamos adelante. Cada película es mejor que la anterior. Fal-

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ta poco para ver la industria cinematográfica nuestra corriendo a paso continuo, pues en este año quedará establecida una producción mensual, cuando menos, de dos películas».

De paseo con los vasconcelistas

Una de ellas es El compadre Mendoza (1934). Ahora la crítica ya no va hacia el autoritarismo militar, sino a algo más profundo y pertinente, la naturaleza misma de la Revolución Mexicana: la hipótesis que desarrolló el guion de Juan Bustillo Oro sobre el cuento de su compañero de batallas políticas y literarias, Mauri- cio Magdaleno, era que la revolución original, campesina, ingenua e idealista, encarnada en el zapatista Felipe Nieto (Antonio R. Frausto) había muerto en su primer brote a manos de los acomodaticios del viejo régimen que se habían adecuado a los nuevos tiempos. Si en El prisionero trece De Fuentes debió mo- dificar el final para que toda la tragedia fuera el delirio de un borracho, y así se transformaba, por presiones del gobierno, una denuncia corrosiva en un alegato edificante contra los efectos del alcohol, aquí no hay vuelta atrás: desde el prin- cipio, con el mayordomo Atenógenes (Luis G. Barreiro caracterizado como José Ives Limantour), dando vuelta a un marco con los retratos opuestos de Zapata y de Victoriano Huerta, según sea la tropa que ocupa la hacienda de su patrón, Rosalío Mendoza (Alfredo del Diestro), hasta el final de la traición bajo una tor- menta ominosa, sólo preocupa la confirmación de la hipótesis sin ningún matiz. No era para menos: Magdaleno y Bustillo Oro venían del rencor vivo de haber participado en la campaña presidencial de José Vasconcelos en 1929, reprimida brutalmente (Bustillo Oro escribiría en 1953 Germán de Campo, una vida ejem- plar, conmovedora semblanza sobre el mártir de la campaña, y a finales de los se- senta, recuerdos de esos años que recopilaría en el libro Viento de los veinte, mien- tras Magdaleno publicaría un recuento imprescindible, Las palabras perdidas, en 1956); exiliados de esa derrota fueron también Chano Urueta y Alfonso Sánchez Tello, uno de los productores más astutos que tuviera el cine mexicano de los treintas, y quien interpretaría, en El compadre Mendoza, a El Gordo, el zapatista que está a punto de fusilar a Rosalío Mendoza «por científico y reaccionario», y, en ¡Vámonos con Pancho Villa! al general Rodolfo Fierro. La lectura política de El compadre Mendoza, en consecuencia, debe conside- rarse germen de la decepción política más que de una inclinación izquierdista. La lectura cinematográfica es más compleja: el dominio de las locaciones —por cuenta de un Alex Phillips que venía de filmarEl Tigre de Yautepec y La mujer del puerto (Arcady Boytler, 1934)— ayudaría a darle un tono intensamente realista a las escenas diurnas, caracterizadas por una tranquilidad engañosa (son los aperi- tivos en la terraza, las llegadas de las tropas, los negocios de Rosalío en la ciudad), contra el mundo de la noche donde se realizan los ataques de los zapatistas o se cumple la traición de Rosalío; las escenas nocturnas son las más saturadas de elementos (tormentas con relámpagos, grupos en movimientos sigilosos) que permiten juegos narrativos, como el montaje alterno entre los zapatistas a pun- to de asaltar la hacienda y la fiesta que se cumple en el interior, con una fuerte

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referencia a los cineastas alemanes. Un aporte visual mayor es el manejo de la criada muda (Emma Roldán) como conciencia popular, personaje ausente en el cuento de Magdaleno. Sigue experimentando con las texturas y las luces del cine documental, como en el final deEl prisionero trece, hacia un cine más inmediato, despojado has- ta donde sea posible de artificios visuales que se acumulen a las astucias narrativas; Phillips y De Fuentes están practicando un cine de prosa, contra el cine de poesía de Phillips-Boytler. Las películas que le ocuparán el siguiente año, y Cruz Dia- blo, deben verse como ejercicios en géneros populares (el horror y la capa y espada) animados por una curiosidad por sus propias capacidades, pero será hasta 1935 cuan- do vuelva a mostrar su verdadero rostro de cineasta.

El asilo de los Contemporáneos

Septiembre de 1932. Fernando de Fuentes está en los preparativos para iniciar la filma- ción de El anónimo, sobre un argumento suyo, cuando estalla el escándalo de Examen, la revista que dirige Jorge Cuesta y donde colaboraban Salvador Novo, Xavier Villau- rrutia y Celestino Gorostiza, entre otros miembros de la antigua revista Contempo- ráneos, que diera nombre al grupo. En el primer número apareció un capítulo de la novela proletaria de Rubén Salazar Mallén, Cariátide, con una prosa directa y agresiva, salpicada de “cabrones”, que en la segunda entrega ya anda en diálogos más cargados («—¡Otra vez pedo, cabrón —grita con rabia la Güera. —Si me empedo no l’importa a ningún jijo de la chingada —replica el chofer»).4 Fue la excusa de diputados y pe- riodistas que desde años atrás veían con molestia el ascenso de un grupo intelectual abiertamente homosexual, reacio a los nacionalismos epidérmicos y afín a las vanguar- dias europeas, cuya importación era parte de un proyecto mucho más profundo de Nación que el declamado por el régimen. El linchamiento fue en grande, acusando a la revista y hasta al escritor francés Julián Benda, de quien se había publicado una traducción («pseudónimo con que, posiblemente, encubra su patronímico el director»,5 especulaba el culto y anónimo editorialista de Excélsior que inició la campaña), de inmoralidad, de «estercolero lite- rario», pornografía; a Excélsior se unió el oficialistaEl Nacional y el comunista Mache- te. La revista dejó de aparecer tras el tercer número: los colaboradores que trabajaban en el gobierno se vieron obligados a renunciar y no faltó el diputado que propusiera encuestar a todos los empleados gubernamentales para detectar homosexualidad, o sea, ausencia de machismo cabal, signo pleno de mexicanidad revolucionaria. Los escritores se repliegan: Celestino Gorostiza se refugia en los trabajos del Tea- tro Orientación, que fundara ese año; Xavier Villaurrutia lo hace en la poesía (son los años de sus Nocturnos); Jorge Cuesta sobrevive colaborando en El Universal y Salvador Novo es el menos afectado: conserva su trabajo en la Secretaría de Relaciones Exterio-

4 Véase Examen, núms. 1 y 2, agosto y septiembre 1932, en versión facsimilar en Antena, Monterrey, Examen y Número, FCE, México, 1980. 5 Citado por Jorge Cuesta en Examen, núm. 3, octubre 1932, en Antena, Monterrey, Examen y Número, op. cit.

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res, viaja a Sudamérica y hace ediciones privadas de sus poemas. En 1935, Villaurrutia y Gorostiza salen de nuevo a la luz como guionistas de ¡Vámonos con Pancho Villa! Más allá de la posible participación del autor Rafael F. Muñoz en la adaptación que hicieron de su novela, los cambios que se ejercen en el guion modifican sustancialmen- te su sentido: la novela es el recuento de las muertes, absurdas, brutales y dolorosas de los Leones de San Pablo en las campañas de la División del Norte, más la decadencia de Pancho Villa, reducido al bandolerismo tras las batallas de Celaya y Trinidad y el asalto a Columbus, siempre seguido por un Tiburcio Maya decepcionado y resignado. De ella se conservó sólo la primera parte, el entusiasmo inicial de los Leones de San Pablo por la causa villista, su enrolamiento en la División del Norte y sus muertes, que van de las heroicas (Máximo Perea lanzando una ametralladora enemiga para entre- garla como ofrenda al caudillo, quien ni siquiera voltea a verlo mientras agoniza cosido a balazos; Martín Espinosa abriendo una brecha a bombazos en la fortaleza huertis- ta, y muriendo con el grito «¡Viva Villa!») hasta las más estúpidas, como Melitón Botello (Manuel Tamés) herido de un balazo disparado al azar, que le deja agónico, hasta que él mismo se vuela los sesos para que no duden de su valentía en una apuesta de cantina; o Rodrigo Perea (Carlos López Chaflán) alcanzado por las balas de sus compañeros que le querían salvar. En principio es una mirada decepcionada sobre los caudillos revolucionarios, y sobre todo al más patriarcal de todos, Francisco Villa: si el prólogo de la tiranía militar en San Pablo parece justificar la necesidad de la rebelión, y la llegada a la División del Norte es en plan festivo y elegiaco, con un Pancho Villa (Domingo Soler) repartiendo maíz, toda la película es un proceso de deterioro de esa imagen hasta la final, de un caudillo ambicioso de victorias militares y cobarde ante la enfermedad de sus soldados («¡No te me acerques!», grita a Tiburcio Maya ante la mera sospecha de contagio). Los Leones son un grupo homogéneo dentro de su diversidad, pero por alguna razón nunca parece integrarse al resto de la tropa excepto en la escena de cantina que abarca la secuencia de la apuesta, y mucho menos a los Dorados, la guardia personal de Villa, en la que el general Fierro (Alfonso Sánchez Tello) parece el perro guardián. En su aislamiento, los Leones son la carne de cañón solidaria entre sí y sin las armas po- líticas para sobrevivir a una revolución convertida en matanza. Porque en la visión de Xavier Villaurrutia, el nuevo orden de las muertes de los Leones es un discurso aparte sobre la Muerte Mexicana, un tema que le atraía inmensamente: dos años antes había publicado sus Nocturnos, de los que el de «La Estatua» y el «Muerto» («¿Quién medirá el espacio, quién me dirá el momento / en que se funda el hielo de mi cuer- po y consuma / el corazón inmóvil como la llama fría? / La tierra hecha impalpable silencioso silencio, / la soledad opaca y la sombra ceniza / caerán sobre mis ojos y afrentarán mi frente.»)6 prefiguran el ánimo general de¡Vámonos con Pancho Villa!, un catálogo del morir en soledad o en paradoja, destinos incumplidos o celebrados en un tono indeseado (la escena en que cada uno de los Leones, viendo las estrellas, confiesa cómo quisiera morir, sólo prefigura que en cada una de sus muertes se cumplirán sus deseos de modo irónico).

6 Xavier Villaurrutia, «Nocturno muerto», en Obras (recop. Miguel Capistrán, Alí Chumacero y Luis Ma- rio Schneider), Letras Mexicanas, FCE, México, 1953, p. 52.

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A las complejidades filosóficas e ideológicas, hay que agregar los juegos cinemato- gráficos de De Fuentes, que resolvió cada episodio en un estilo diferente: en el episodio del engaño a los huertistas a quienes se les ofrece una rendición falsa, De Fuentes hace unos juegos de dolly back y dolly in de frente al grupo de villistas que van a pactar con el oficial huertista (Paco Martínez), los cuales repetirá cuando se les conduzca a la horca; la idea es que el espectador acompañe, más que al grupo, a Tiburcio Maya —quien está al tanto del engaño y está llevando al grupo a la boca del lobo—, y a su vez se acerque, desde el punto de vista de él, al oficial federal, que le espera y gradualmente ocupa toda la pantalla. En cambio, en el episodio de la cantina, hay una fragmentación de espacios y de personajes que no se da en el resto de la película, porque aquí es muy importante la participación de los soldados y el cantinero; éstos, porque van a jugarse la apuesta de la pistola lanzada al aire por haber 13 (número de mala suerte) sentados a la mesa, y el cantinero, porque hará el apunte cómico al temblar apagando la luz para que se cumpla la ceremonia. Y así en toda la película que, sin embargo, mantiene una unidad visual y rítmica sin fisuras (sólo excepcionalmente se da una toma en picado, sólo para estable- cer el ambiente; la cámara se mantiene a la altura de los ojos de los actores). Si nos hemos detenido en ¡Vámonos con Pancho Villa! es porque De Fuentes logra su obra maestra, una de las cinco mejores películas en toda la historia del cine mexi- cano, y define su postura con respecto al oficio de cineasta; le permitió acometer en el futuro dos películas de alto vuelo y complejidad dramática; Doña Bárbara (1943) y Crimen y castigo (1950), además de la película más ambiciosa de los treintas, La casa del ogro (1938), fuente de todo el cine de vecindad de la siguiente década, fresco colec- tivo de una sociedad autovigilante y de una sexualidad frecuente, tolerada y silenciosa (el ladrón que se acuesta con la esposa del burócrata, el homosexual solitario gallar- damente integrado al grupo) encerrada en una vecindad inmensa y funcional (obra maestra del escenógrafo Jorge Fernández). También afina una vena realista que, lejos de los conflictos políticos de la Revolu- ción, desarrolló en La familia Dressel, hecha dos meses antes de ¡Vámonos con Pancho Villa! Inspirándose en la familia Boker, dueña de una célebre ferretería del Centro Histórico de Ciudad de México, es un ejercicio de naturalismo enormemente au- daz; filmada en locaciones de la XEW y sus alrededores, donde, según el argumen- to, eran cantantes Gonzalo (Ramón Armengod) y Magdalena (Consuelo Frank), a quien corteja Friederich Dressel (Jorge Vélez) contra la voluntad de la madre, Frau Dressel (Rosita Arriaga); el matrimonio es un proceso de vincular a Magdalena en la comunidad alemana, como vía de “adecentamiento” contra su pasado artístico, y las consecuencias son tensiones morales y hasta étnicas insólitas en un cine donde las minorías serían, sobre todo en la siguiente década, materia para enfatizar las taras culturales de los mexicanos contra el nacionalismo adquirido de chinos (Café de chi- nos, Joselito Rodríguez, 1949), españoles (Los hijos de don Venancio, Joaquín Pardavé, 1944; Necesito dinero, Miguel Zacarías, 1951; Una gallega en México, Julián Soler, 1949) o árabes (El baisano Jalil, El barchante Neguib, ambas de Joaquín Pardavé, de 1942 y 1945, respectivamente), que en algún momento debían soltar su discurso sobre «esta tierra bendita que nos abrió los brazos». Nada de eso hay en La familia Dressel, cuya cuota de realismo va a enfren- tar a sus actores, caracterizados como alemanes arquetípicos (un Manuel Tamés estirado, pelado a rape, muy prusiano) con miembros de la colonia alemana en

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México, convocados como extras para la escena de la recepción donde se mar- cará la imposible asimilación de Magdalena (la descendiente de alemanes Lie- be Wolf interpreta a Helga, la joven alemana que hará sentar a Rudolph, el liberti- no hijo menor de la familia, encarnado por Julián Soler, en una historia secundaria que refuerza la astucia formal de De Fuentes). Finalmente, en el mismo año en que Juan Orol, de tantos modos lo opuesto a De Fuentes, iba a destilar chantajes morales a favor de las abnegaciones materna y filial con Madre querida (1935), La fa- milia Dressel es el primer retrato crítico a la autoridad materna y los daños que puede ejercer en la estructura familiar (algo que sólo retomará, en un registro más brutal, el personaje de Andrea Palma en Aventurera [Alberto Gout, 1949], doce años después). Finalmente, está el De Fuentes visionario, que le dio al cine mexicano todos los rostros imaginables. El éxito abrumador en el extranjero de Allá en el Rancho Grande (1936) reorientó al cine hacia sus primeras estructuras industriales y su primera crisis (para 1938 nadie quería ver más charritos cantores, y el descenso en la producción fue vertiginoso), pero De Fuentes entendió la jugada mejor que nadie: ¡Vámonos con Pancho Villa! marcaba un camino para el que el cine mexicano aún no tenía los ins- trumentos para avanzar; sólo taquillazos como Rancho Grande podían sentar bases que pudieran beneficiar a otro tipo de cine; y al filmar, en 1937, La Zandunga, sabe perfectamente lo que hace al armar un melodrama enredoso, folclórico y festivo como vehículo para que Lupe Vélez, entonces en muy buen momento en Hollywood, ingre- se al cine mexicano, y Salvador Novo ingrese al medio, como antes lo hicieron Villau- rrutia y Gorostiza. No se trata de hacer obras menores, sino de fortalecer desde la raíz un sistema de producción que aún no encuentra su estructura. Ya con más seguridad repetirá la jugada al ofrecer a Dolores del Río el proyecto de lo que sería Flor silvestre (1943), que terminaría dirigiendo Emilio Fernández como relevo ante la inminencia del arranque de Doña Bárbara, que a su vez sería el comienzo de la última gran invención de De Fuentes: María Félix como mujer que asciende en el mundo masculino beneficiándose de las debilidades de éstos La( devoradora, 1946; , 1943). Con María Félix confirma su última certeza: al cine mexicano hay que crearle un star system. Pero ésa es otra historia.

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