Sexo, Amor Y Cine Por Salvador Sainz Introducción
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Sexo, amor y cine por Salvador Sainz Introducción: En la última secuencia de El dormilón (The Sleeper, 1973), Woody Allen, desengañado por la evolución polí tica de una hipotética sociedad futura, le decí a escéptico a Diane Keaton: “Yo sólo creo en el sexo y en la muerte” . Evidentemente la desconcertante evolución social y polí tica de la última década del siglo XX parecen confirmar tal aseveración. Todos los principios é ticos del filósofo alemá n Hegel (1770-1831) que a lo largo de un siglo engendraron movimientos tan dispares como el anarquismo libertario, el comunismo autoritario y el fascismo se han desmoronado como un juego de naipes dejando un importante vací o ideológico que ha sumido en el estupor colectivo a nuestra desorientada generación. Si el siglo XIX fue el siglo de las esperanzas el XX ha sido el de los desengaños. Las creencias má s firmes y má s sólidas se han hundido en su propia rigidez. Por otra parte la serie interminable de crisis económica, polí tica y social de nuestra civilización parece no tener fin. Ante tanta decepción sólo dos principios han permanecido inalterables: el amor y la muerte. Eros y Tá natos, los polos opuestos de un mundo cada vez má s neurótico y vací o. De Tánatos tenemos sobrados ejemplos a cada cual má s siniestro: odio, intolerancia, guerras civiles, nacionalismo exacerbado, xenofobia, racismo, conservadurismo a ultranza, intransigencia, fanatismo… El Sé ptimo Arte ha captado esa evolución social con unas pelí culas cada vez má s violentas, con espectaculares efectos especiales que no nos dejan perder detalle de los aspectos má s sombrí os de nuestro entorno. Los Arnold Schwarzenegger, Sylvester Stallone y demá s músculos de acero han llenado las plateas con primerí simos planos de la violencia má s salvaje y brutal que se recuerda en nuestra memoria ciné fila. Por contra, las últimas dé cadas han supuesto un importante avance en materia de libertad sexual mostrada con mayor frecuencia enterrando antiguos tabús y prejuicios ancestrales. El sexo ha evolucionado evidentemente a partir de los setenta, siendo mostrado francamente sin tapujos en nuestras pantallas. Lo que antes era sugerido -a veces ni eso- actualmente aparece de forma explí cita en salas comerciales por no citar aquellas dedicadas al cine porno que son un caso aparte en el gé nero. Si hasta hace poco un simple desnudo era motivo de un escá ndalo singular y, en consecuencia, de un gancho comercial importante estamos llegando a la actualidad en que ya ha sido fagocitado por la nueva moral imperante, apareciendo incluso en films aptos sin que por ello provoque ningún sonrojo ni polé mica. Con la evolución de los tiempos el sexo, la sensualidad, ha sido recuperado -y completamente asumido-de forma natural por nuestra cultura no sólo en el cine sino en la vida cotidiana. Fijémonos, por ejemplo, en la escasa tela invertida en la confección de bañadores exhibidos en tanto playas como en rí os como en piscinas públicas. Y lo má s curioso de todo es que a pesar de la distensión social, el sexo atrae aún al público a las salas o a los videos-club y un thriller erótico como es Instinto bá sico (Basic Instinct, 1991) de Paul Verhoeven ha reventado las taquillas de todo el mundo y ha convertido a su rubia musa en una estrella favorita de portadas de la prensa internacional. Y ello nos lleva a pensar que Woody Allen tení a razón. Cuando todas las ideologí as má s importes del siglo XX se han disipado en la nada, cuando sólidos regí menes autoritarios se han hundido en su propio fango, cuando nuestra cí nica generación carece de ideales, resulta que aún interesan las historias de amor y de pasión. Efectivamente resulta mucho má s agradable disfrutar del espectá culo de las nalgas blandas y pimpantes de Sharon Stone, en el mencionado film de Verhoeven, que todas las mongólicas atrocidades del energúmeno de Jasón en la nefasta serie Viernes 13 y derivados que tanto han ensombrecido la cinematografí a de los años ochenta, y es que tal como dirí a el fallecido dibujante Ramón Tosas “Ivà”, en boca de su célebre Makinavaja: ”En un mundo podrí o y sin é tica, sólo nos queda la esté tica” . Frase é sta que define claramente la filosofí a imperante en la nueva sociedad surgida tras el crepúsculo de todas las ideologí as. Los estados y las naciones pasan, las má s sólidas creencias se disipan en el olvido colectivo, pero tanto el amor o el sexo como la muerte sobreviven a nuestra evolución. Tal vez sean é stas las únicas verdades que han interesado a la Humanidad a lo largo de los siglos y que, en definitiva, sean la base de nuestras religiones. Salvador Sainz (Reus, 28/09/2007) Mitologí a e historia El arte erótico se inició prá cticamente con el alba de nuestra historia. No hace falta remitirnos hasta las pinturas rupestres aparecidas en cuevas del cuaternario, ya en la Grecia clásica aparecieron las primeras estatuas con desnudos masculinos y femeninos que glosaban la belleza del cuerpo humano. Si nos remitimos a las obras teatrales del comediógrafo Aristófanes (¿ 445-386? a. de J. C.) nos encontramos ya con elementos de cará cter erótico, incluso pornográ fico. Veamos si no la cé lebre Lisí strata con su delirante huelga vaginal o más concretamente La república de las mujeres con actores que aparecí an en escena con el falo en erección. El episodio Lisí strata de Christian Jacques con Martine Carol, perteneciente al film de episodios Destinos de mujer (Destiné es, 1952), y Gelobt sei was hart macht (1972) de Rolf Thile, de marcado contenido sexual, son sendas versiones cinematográ ficas de la celebrada comedia de Aristófanes que tanto éxito ha tenido en los escenarios de todo el mundo desde su redacción hace ya 25 siglos. Y hablando de la tan cacareada pornografí a pocos saben que no se ha inventado en nuestra civilización, como vulgarmente se cree, sino que ya existí a en los antiguos teatros romanos en la é poca de los cé sares donde los actores y las actrices copulaban delante de los espectadores cuando el argumento de la obra así lo exigí a. La palabra erotismo, de procedencia griega, es un derivado de erós, que quiere decir amor. Los diccionarios de nuestra casta Academia de la Lengua lo definen textualmente como Amor enfermizo o Afición desmedida y desmedida a todo lo que concierne el amor (sic), demostrando el puritanismo galopante de nuestras sabios patriarcas de la gramá tica. Según el “Diccionario de la Mitologí a Clásica” (1980) de Constantino Falcon Martí nez, Emilio Ferná ndez- Galiano y Raquel López Melero, Eros es el dios del amor. Su origen resulta poco claro, ya que sobre é l se han sustentado un enorme número de leyendas y teorí as. Lo más antiguo es considerar a Eros después del Caos primitivo, nacido junto a la Tierra y el Tá rtaro. Gracias a su influencia se unen el Érebo y Nicte (la Noche), por lo que nacen el Éter y el Dí a. Otras versiones hacen a Eros nacido del huevo original engendrado por la Noche, huevo cuyas mitades formaron la Tierra y el Cielo. Es Eros una de las fuerzas fundamentales del mundo. Asegura la continuidad de las especies y el orden interno del Cosmos. Tá natos es la personalidad opuesta a Eros. Hijo de la Noche y hermano gemelo del Sueño, es la personificación de la muerte. En muchos pasajes, má s que la muerte en sí es su mensajero. Es imaginado normalmente como un joven provisto de alas, con una espada al costado y las piernas cruzadas. Alguna vez aparece como personificación del genio de la Muerte en la tragedia griega. Conocido en la cultura romana con el nombre de Cupido, la leyenda de Eros nos lo presenta como un niño con alas armado de un arco y sus flechas. Según algunas fuentes, Eros era hijo de Afrodita, la diosa del amor, y el omnipotente Zeus, temiendo el daño que pudiera causar a los mortales ordenó que le hicieran desaparecer. Pero su madre le ocultó en el má s denso de los bosques y allí el infante fue amamantado por leones y tigres. Cuando creció construyó un arco de fresno y con madera de cipré s hizo sus flechas ejercitá ndose en el tiro con los animales que le amamantaron y así aprendió a lanzar sus dardos a los hombres. Ya adolescente, Eros se enamoró de Psique (el Alma) la hija menor del rey de Asia. El escritor romano Lucio Apuleyo, del siglo II, en sus Metamorfosis nos cuenta que Afrodita, celosa de la belleza de la joven ordenó a su hijo que le lanzara sus dardos para enamorarla de un hombre. Pero cuando Eros la vio quedó prendado de su belleza y ordenó al viento Céfiro que se la llevara a un palacio donde fue servida por numerosas criadas imponié ndola la condición de que jamá s viera su rostro. Pero influenciada por sus celosas hermanas, Psique violó su pacto. Una noche encendió una lá mpara para ver a su enamorado y una gota de aceite cayó sobre Eros, quien indignado la abandonó. Perseguida por Afrodita, la joven vagó por la tierra y fue castigada a realizar humillantes trabajos como llenar una vasija defendida por dragones, juntar montones de semillas diferentes para luego clasificarlas, etc… hasta que un dí a la diosa la obligó a bajar a los Infiernos para pedirle un frasco a Perséfone, pero curiosa lo abrió y quedó sumida en un sueño eterno hasta que Eros, aún enamorado de ella, la despertó de un flechazo y volando al Olimpo consiguió permiso de Zeus para casarse con la bella joven, el cual le fue concedido, y finalmente Psique se reconcilió con su suegra consiguiendo así la inmortalidad.