Camila Y Camila
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MIRTA YÁÑEZ CAMILA Y CAMILA Premio Memoria 1999 Colección Coloquios y Testimonios Ediciones La Memoria Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau La Habana, 2003 Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau Ediciones La Memoria Director: Víctor Casaus Coordinadora: María Santucho Editor Jefe: Emilio Hernández Valdés Jefe de diseño: Héctor Villaverde Edición: Denia García Ronda Diseño de cubierta: jvl!o (Maldonado Mourelle) Emplane: Vani Pedraza García © Mirta Yáñez, 2003 © Sobre la presente edición: Ediciones La Memoria Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 2003 ISBN: 959-7135-28-0 Ediciones La Memoria Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau Calle de la Muralla No.63, La Habana Vieja, Ciudad de La Habana, Cuba E-mail: [email protected] www.centropablo.cult.cu www.centropablo.org DEDICATORIA A Camila Henríquez Ureña, mi maestra. Y a todos mis profesores del Instituto Preuniversitario Especial Raúl Cepero Bonilla y de la Escuela de Letras y de Arte de la Universidad de La Habana. AGRADECIMIENTOS A Nancy Alonso, como siempre; a la Biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, en especial a Marcia Castillo Vega; y a un buen número de entusiastas colaboradores, movidos por su entrañable amor a nuestra Camila. Contenido Comentario de inicio / 11 Camila y Camila Esa es Camila / 17 La gran Camila / 24 La pasión del conocimiento / 39 Nunca seas algo mediano / 51 «La vital belleza»: los fecundos años 30 / 64 Nuevos paisajes / 88 Somos sus alumnos / 120 Sedentaria obrera de la palabra / 141 Testimoniantes / 151 Minutario / 153 Fotos / 295 Comentario de inicio Cuando se esperaba en el aula, por primera vez, la entrada de Camila Henríquez Ureña, los alumnos se sentían poseídos por una sensación de euforia y naufragio, exclusiva de las ocasiones únicas. Si difícil es llegar a la ancianidad con lucidez, más aún debe serlo el mantenerse en la memoria con el respeto y el cariño de todos. Eso logró Camila Henríquez Ureña (1894- 1973), maestra de dignidad y probidad intelectual, mujer de una enérgica personalidad cuyas enseñanzas no se encaminaron sólo a ilustrar acerca de la literatura, sino también sobre la conducta en la vida. Su legado ha sido no sólo augusto en cuanto a su quehacer docente o en relación con sus tempranos aportes al feminismo continental. Hija y hermana de célebres nombres de la historia latinoamericana, dentro de la trayectoria familiar de los Henríquez Ureña, Camila tuvo su propio sendero como humanista, en la confirmación de una moral activa ante la creación intelectual. De hecho, su intervención dentro del progreso de la cultura cubana del siglo XX ha dejado una marca ética excepcional. Cada vez que pienso en las personas que más han ejercido su ascendencia en mí, entre dos o tres nombres esenciales está el de Camila. Cuando ella murió, escribí una notita que apareció sin firma en la revista Cuba, de noviembre de 1973, y que empezaba con palabras muy semejantes a las que he elegido para este comentario de inicio. A lo largo de todos estos años, Camila ha sido para mí algo así como un destino, no en su acepción de «voluntad divina», sino en aquel sentido, antaño utilizado, de «ocupación», «designio», «encargo», en última instancia, vocación. En 1995, logré llegar, con resguardada emoción, a Vassar College, donde Camila fue profesora. Allí me encontré con personas que todavía la recordaban con respeto y de ahí nació la idea de rescatar los testimonios sobre ella. En 1997, pude consultar correspondencia inédita de Camila en la Sala «Zenobia y Juan Ramón Jiménez», de la Universidad de Puerto Rico. Ya decidida a cumplir aquel destino, durante el tórrido verano de 1998, me sumergí en la abundante papelería inédita de los Archivos de la Familia Henríquez Ureña, preservados en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba. Entre 1998 y 1999 colaboré en el proyecto «Hijas de Camila», dirigido por la Dra. Daisy Cocco de Filippis, del York College, y que obra en divulgar su legado. Por último, en 1999, el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau me otorgó —más que un reconocimiento, un compromiso de honor— el Premio «Memoria», para el rescate de las fuentes testimoniales, tanto orales como escritas, de quien dejara una huella en varias generaciones de cubanos. Y además fui su alumna. Al empezar a adentrarme en su mundo privado, no me sorprendí demasiado. Desde que la conocí, siendo yo como era, muy joven, sentí que había dos Camilas, una era la Profesora, algo distante y señorial, y otra era una Dama que no se dejaba ver del todo, aunque a veces sí, un poquito. Yo espiaba a Camila, debo confesarlo. No le quitaba el ojo de encima, tanta era mi admiración, mi curiosidad, y, valga decirlo, mi amor de estudiante. La veía llegar todas las tardes a las clases, vestida con sencilla comodidad, pero llevaba aquel simple vestuario con la alcurnia de una reina. Aunque no de una reina cualquiera, sino quizás como aquellas guerreras, austeras soberanas de los tiempos del Cid Campeador. Nunca portaba aretes, el maquillaje se sospechaba en una sutil película de polvo del mismo rango del color de su piel, algo mestiza; a veces llevaba anillos, uno en cada mano, un omnipresente collar de cuentas, y —si la memoria no me falla— usaba un mínimo relojito de manilla metálica (oro, quizás) algo pasado de época. Nada más en ella daba la impresión de antiguo o avejentado, sino como la presencia rotunda de un personaje novelesco, cambiante y permanente a la vez. Ese es, al menos, su imagen en mi recuerdo. Han pasado muchos años desde que ella, la doctora Camila, siguiendo la antigua leyenda de los elefantes, se marchó lentamente y como sin querer, de los predios de su vida, para encontrar el asiento definitivo en su sitio original. Y ahora yo, su alumna, al ir tras sus huellas, me debato entre las ganas de adentrarme en el develamiento de Camila y el sentimiento insoportable de que estoy hurgando, metiendo las narices, profanando sin permiso sus papeles, su privacidad. Pero me tranquilizo: Camila no dejó nada escrito —al menos que yo conozca— que pusiera en conflicto mi curiosidad como escritora y mi deber como antigua discípula, de acatar su pudor. Aunque pulcramente anotaba al detalle fechas y acontecimientos, conservaba postales y cartas, y textos de sus cursos y conferencias, hay un notorio vacío de todo lo realmente íntimo. Literalmente brillan por su ausencia los amores, los fracasos, los dolores, las iras, las felicidades, inevitables fragmentos de la existencia humana, incluso en la correspondencia, casi toda dedicada a asuntos profesionales, o en los diarios de viaje. Apenas aquí o allá, como en una rendija, se corre un velo apenas para permitir vislumbrar el alma apasionada de Camila. De ahí el título, «Camila y Camila», con que he dado en llamar este «álbum de recortes». Este texto no es un testimonio, ni mucho menos una biografía, sino eso que ya he dicho, un álbum de recortes, en donde he tratado de hilar, junto a recuerdos de quienes la conocieron, algunos de sus manuscritos y documentos, cartas, poemas, fotos, fragmentos de diarios, papelería, parte de los lugares y aventuras intelectuales en que intervino a lo largo de su vida; un recorrido sobre algunas de sus reflexiones, y mi propia memoria de lo que fue el inefable privilegio de haber sido su alumna. Hay una Camila bien sabida y otra Camila que quedará a buen cuidado, por fortuna apenas atisbada en los parajes de las conjeturas. Huir del veredicto de lo vulgar Djuna Barnes I Esa es Camila En el año 1965, cuando entré en el primer año de la carrera de Letras, en la Universidad de La Habana, los cursos no tenían todavía una fecha estable para comenzar. Eran épocas de vorágines, de intensidades y desasosiegos. Lo mismo podía ser septiembre que diciembre. No recuerdo el día ni el mes; a esa edad supongo que pasaba por alto esos detalles. Pero entre las primeras impresiones imborrables de mi querida Escuela de Letras, de las muchas que después conservaría (o incluso arrastraría) a lo largo de la vida, fue aquel mediodía de ventoleras y lloviznas cuando vi atravesar las puertas de cristales de la entrada a aquella Dama, serena y regia, tan campante como si viniera de transitar por una alfombra de un salón palaciego, y no desde los rigores de una tempestad habanera. Alguien me dijo: «Esa es Camila». Todos, en la Escuela de Letras de aquellos años, la llamábamos sencillamente así: Camila. El recuerdo de aquellos años, los nuestros como estudiantes en la Universidad de La Habana, me hace pensar en la repetida falacia de buenos tiempos pasados o futuros. No hay tiempos «mejores» de manera absoluta. Y ni «cualquier tiempo pasado fue mejor», de la manera que afirmaban los célebres versos, ni el futuro, por el mero hecho de no dejarse adivinar, será «luminoso». Hay épocas buenas, malas y excepcionales. Nosotros tuvimos una época excepcional en la década de los 60. En la Escuela de Letras no todo era color de rosa, ni mucho menos; había sus encendidos púrpuras de la furia y otros tonos nada lindos, pero sin dudas nadie podrá decir que fueron tiempos mediocres. Un aura de originalidad y brillantez rodeaba las paredes, y hasta los arbolones del parque frontal. Eran los tiempos en que al mismo «Teatro» en el que acampábamos tres días y tres noches para cuidar el edificio de un ciclón, llegaba después Bola de Nieve para dar un concierto. Fue una etapa donde junto a la familiaridad que da el compartir la zozobra de un mal tiempo o la confianza de la cotidianidad, entre los profesores y nosotros los alumnos se asentaba la imprescindible distancia que otorga la autoridad.