Yo Anduve Por Aquí
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
Mario Halley Mora Yo anduve por aquí 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales Mario Halley Mora Yo anduve por aquí Prólogo La vida está hecha de grandes acontecimientos y de pequeños detalles. Aquellos no tendrían sentido sin éstos. El Gran Arquitecto diseña la fachada de nuestra existencia pero somos nosotros los que vamos poniendo ladrillos, puertas, ventanas, galerías, arcadas y columnatas. En este libro mi vida dura 200 páginas, más o menos, y 73 años cargados con las impresiones, la gente, los detalles grandes y nimios, las personas importantes o pasajeras, los tiempos felices y los desgraciados, emociones, memoria, experiencia. La mente, o la memoria, tiene misteriosos mecanismos. Parece registrar a capricho y olvidar al azar. Resucita para alimento de la nostalgia o condena al olvido. No otra fuente tiene este libro. PLANTÉ, hace 25 años, un árbol de yvapurú, que se llena de frutos cada Setiembre, y es mi satisfacción. TUVE, de mi matrimonio, cinco hijos que son mi felicidad y mi tristeza. ESCRIBÍ y publiqué 25 libros, buenos o malos no importa, porque son mi justificación. Introducción Éste no es un libro de memoria, y menos de historia, sino, apenas, un libro de desolvidos. No hay disciplinas cronológicas ni apelaciones documentales. No me he puesto a investigar en descoloridas colecciones de diarios ni en viejos archivos. Mi única proveedora es la memoria. Todo se reduce a recordar y escribir, y de ese modo, dar testimonio de que yo anduve por aquí, en este mundo ancho y ajeno, como diría Ciro Alegría, sabiendo nada más que el camino andado es largo, y el por andar, previsiblemente corto. Empiezo este libro, ocho días después de haber dado sepultura a mi hijo Paco, como un homenaje a él y como un escape a mi aflicción, que no creo acabe nunca, pero al final de cuentas, es mayor consuelo ponerme a trabajar antes que sentarme a cavilar sobre las injusticias del destino, el peor de las cuales es cuando la lógica existencial se vuelve cabeza abajo, y ya no cabe el dulce consuelo de esperar que mi hijo me entierre a mí, sino vivir la agonía de enterrar a mi hijo. En fin, en memoria de mi querido Paco, van estos deshilvanados recuerdos. Curándome en salud advierto de nuevo al lector que de la misma manera que éste no es un libro de memorias, tampoco es de historia. Se menciona nombres, hechos, cosas y circunstancias tal como los registrara mi memoria, de niño primero, de adulto después. Los recuerdos son tornadizos y caprichosos. Aparecen torrenciales o escapan como duendes huidizos en los recovecos del tiempo. De ahí el énfasis en esta aclaración previa, en previsión de que el lector encuentre contradicciones y olvidos, fracturas de tiempo o de espacio que deben atribuirse -repito- a la mecánica del recuerdo que tiene su propia tabla de valores para rubricar los hechos insignificantes o no. Un gran poeta medieval alemán, Pope, escribió alguna vez «Puesto que la vida no puede darnos más que echar una ojeada a nuestro alrededor y morir, alcemos libremente nuestro vuelo sobre todo este escenario de la humanidad». De eso se trata, de un vistazo a la humanidad, o de una molécula de ella que fuera mi entorno. Esta recurrencia única a la memoria, acaso idealice a los acontecimientos o las personas, pero como mi mente los registró así, así fluyen sobre el teclado de la máquina. Tal vez haya errores o saltos sincopados para atrás o delante, de fechas o de épocas, pero esos mismos errores, nunca equívocos, son parte de esta substancia que empiezo a construir con los ingredientes de mis observaciones, padeceres y placeres en mi paso por la vida, y más o menos que con estilo literario, con el periodístico que se adecua mejor a lo que es este libro. Uno Fui el sexto hijo varón de don Miguel Halley -sirio- y de doña Elisa Mora, siendo el primero Antonio y el segundo Pedro, que combatieron en la Guerra del Chaco. Después Gerardo, Agustín, Eulalio y yo. Hubo otro varón, Roque, que murió de niño, de modo que me salvé de ser el séptimo varón, proclive, según la leyenda, a convertirse en Lobisón, o Luisón, como se dice en el Paraguay. En el momento de escribir este libro quedamos en pie Gerardo y quien lo escribe. No faltó en la familia el toque de la tragedia. Mi padre, Miguel y su hermano gemelo, Manuel, fueron acribillados a tiros en 1937 en Ajos, hoy Coronel Oviedo, pueblo de mi nacimiento. Contaba mi madre que nunca aquellos gemelos se separaron. Viajaron juntos al Paraguay, trabajaron juntos, vivieron juntos y murieron el mismo día. Juntos, desde el seno materno hasta una tumba doble, extraña caricatura de un útero de la Eternidad. Igual destino le tocó a mi hermano Antonio, asesinado a tiros por la espalda por su cuñado, Carlos Vargas, en vísperas de la Navidad de 1959. De Ajos tengo vagos recuerdos, aunque por lo contado por mi madre y mis hermanos mayores era poco más que una aldea de frontera, porque más allá sólo se extendía el inmenso bosque del Caaguazú hasta el río Paraná. Tierra de malevos, refugio de fugitivos que tenían la selva donde escabullirse en el patio de los ranchos, la mala fama de Ajos era legendaria. No había Comisario que durara tres meses en el cargo, y no porque se jubilaba sino porque se lo enterraba con las pompas del caso, o con ninguna, víctima de algún entrevero en el que tuvo el desatino de querer imponer su autoridad. Era el pueblo de Ajos de entonces, muy distinto a la culta Villarrica o a la señorial Caazapá, de mucho más contenido tradicional en la composición de la sociedad y de la familia, el cultivo de las artes y la asimilación de una inmigración de pioneros europeos que fundaron familias ilustres. La escuela de Ajos sólo tenía hasta el tercer grado, y aunque no faltara maestra para el cuarto, faltaban alumnos, ya que al despuntar la adolescencia, siempre temprana en el campo, tiempo de concurrir modosamente al cuarto grado, el púber ya se sentía muy hombre como para dedicarse a minucias escueleras, exigía a la familia el correspondiente caballo que certificaba una naciente virilidad de jinete, y no faltaban padres que les ponía como rúbrica un revolver al cinto como resumen y símbolo de iniciación varonil. El siguiente paso era «perjudicar» a alguna desprevenida doncella, en un episodio de estío desolado y cántaro roto, y con el mayor escándalo posible, porque la costumbre mandaba que la cosa tenía que saberse, para la consabida alabanza masculina al macho que despuntaba y la también consabida condena femenina -madre incluida- a la perversa de calzones flojos que había «tentado» al doncel. Mis recuerdos de aquella niñez en Ajos son esfumados como un espejismo, como sólo pueden serlo los de un niño de cinco o seis años. No obstante, todavía mi memoria se activa cuando mis narices perciben el fuerte olor de los fardos de alfalfa o de tabaco, el del sudor de los caballos mezclado con el aroma del cuero, la boñiga de los bueyes y la exhalación de madera vieja de las carretas. Todavía viene a mi memoria las noches cerradas, erizada de grillos y la asombrosa bóveda del cielo nocturno, donde estrellas y constelaciones brillaban triunfales, sin la palidez de la polución lumínica de hoy que nos deja sólo el esbozo de un cielo que fue. Noche, estrellas, inmensidad y brisa convocaban la idea de la humildad del hombre ante la vastedad del universo, y su pequeñez ante la Creación que se instalaba en el entorno como en una escenografía majestuosa, abrumadora. Apagadas las luces, solía salir al patio o asomarme en alguna galería para contemplar la noche, y de entonces vuelve el recuerdo recurrente y nunca borrado. El de un candil movedizo -vela de sebo dentro de un caja de vidrio-. El farol mbopí, que se desplazaba oscilante en la negrura de la noche, sostenido por algún jefe de familia a su vez seguido por la mujer y los hijos. Sombras que venían de la oscuridad y caminaban por la oscuridad hacia la oscuridad, transitando un camino jalonado de tristes cruces que eran los hitos que la muerte había plantado para indicar el lugar de una desgracia, una emboscada, un entrevero sangriento, un «guazú apí» (tiro al venado) aleve y cobarde, y allí se ponía la cruz, en vano intento de convocar poderes milagreros. Siluetas fantasmales apenas delineadas tras el mínimo resplandor andante, a las que la noche sorprendía en el camino e iban hacia su destino hendiendo la espesa negrura. A lo largo de mi ya larga vida, siempre recuerdo aquella noche del candil errante alumbrando una caminata de almas en pena, y hasta hoy me pregunto el significado último de esta impresión que no se borra de la memoria, como si mi propia niñez quisiera enviarme un mensaje, una enseñanza o una experiencia sobre el significado de la vida, que al final de cuentas no es otra cosa que ir abriéndose paso a tientas y con una breve ascua de luz hacia lo desconocido. Mi mente infante -curiosamente- asociaba la noche al candil guiando a las sombras errantes. A esas sombras al camino -apenas un sendero para caminantes que innumerables pies descalzos fueron trazando en el suelo verde- y al camino con las cruces que la tragedia plantaba como postas para que la memoria de la gente guardara las andaduras de la desgracia. Aún recuerdo el «curuzú Adelina», a la vera de un espeso bosque, donde Adelina pagó con la vida una traición de amor.