El Gentilicio Para Los Habitantes De Chile En Juan Ignacio Molina
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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXIV, No. 67. Lima-Hanover, 1º Semestre de 2008, pp. 95-110 EL GENTILICIO PARA LOS HABITANTES DE CHILE EN JUAN IGNACIO MOLINA Marcos Figueroa Zúñiga Universidad de Santiago de Chile A fines del siglo XVIII se inicia en Europa una intensa polémica sobre las supuestamente adversas condiciones físicas, biológicas y antropológicas del Nuevo Mundo. Esta “polémica del Nuevo Mun- do”, como la llama Antonello Gerbi1, tiene como uno de sus puntos iniciales un texto escrito por el abate holandés Cornelius de Pauw (1739-1799) titulado Recherches philosophiques sur les Américains, ou Mémoires intéressants pour servir à l’Histoire de l’Espèce Humai- ne, publicado en Berlín en 1768. A grandes rasgos el autor, en dicho texto, desarrolla una serie de teorías que van a desembocar en la conclusión de que todas las especies, tanto vegetales como anima- les degeneran en el territorio del Nuevo Mundo. De Pauw, muy influi- do por Buffon2, asume una posición declaradamente anticolonialista en contra de ingleses, franceses, holandeses, españoles, etc. Senta- das las simientes de esta discusión, van a intervenir en ella poste- riormente intelectuales como Hume, Raynal, Robertson3, etc. Como es natural, esta situación, genera una réplica desde dos frentes definidos: por un lado están los prohispanistas que van a de- fender y rebatir las ideas vertidas en contra de España; y por el otro, los proamericanos que defenderán fuertemente a América. En el se- gundo frente señalado se destacan muchos jesuitas americanos, puesto que ellos, particularmente se sienten doblemente ofendidos por ser americanos y jesuitas. Cuando apareció publicada la obra de De Pauw, muchos de los jesuitas expulsados de las posesiones españolas de América acababan de llegar a Italia. Leer aquellos volúmenes del abate prusiano, tan antiamericanos y, al mismo tiempo, tan antijesuíticos, debió ser para ellos, como una doble agresión a su condición de criollos recién arrancados de sus tierras nati- vas y de exjesuitas desperdigados (Álvarez Arregui: 1994: 47). 96 MARCOS FIGUEROA ZÚÑIGA Frente a este panorama, los escritores jesuitas, con una mezcla de nostalgia y sensibilidad patriótica emprenden la tarea de reivindi- car al continente y a la Orden tan duramente vilipendiada4. En este contexto, el jesuita chileno expulso Juan Ignacio Molina con su obra Compendio de la Historia geográfica, natural y civil del Reyno de Chile, publicada en 17765, y con las posteriores como Saggio sulla storia naturale del Chili de 1782 y Saggio sulla storia ci- vile del Chili de 17876, trata de demostrar que las teorías denigrato- rias en contra del continente americano son falsas. Los argumentos con los cuales el autor demuestra esta falsedad giran en torno a la hipótesis de que los americanos no son sociedades degeneradas sino sociedades que han tenido un ritmo de progreso más lento. En un afán de conferirle a lo nacional y lo autóctono una validez universal, el abate Molina plantea que América no es aprehensible de acuerdo con los valores y formas europeas, sino que tiene las pro- pias. Sus especies, tanto vegetales (Molina, HN, 2000: 129) como animales (Molina, HN, 2000: 241), no son las mismas, y a lo más, só- lo son aparentemente semejantes. Cada región tiene especies pro- pias, producto de una transformación biológica, condicionada por el clima. Nada ha sido tan pernicioso á la Historia Natural de la América como el abuso que se ha hecho, y se continua haciendo de la nomenclatura; de esto se han derivado los voluntarios sistemas de la degradacion de los cuadrúpedos en aquel inmenso continente; y de aquí proceden los ciervos pequeños, los jabalíes pequeños, los osos pequeños, &c. que se alegan y citan á favor de aquellos sistemas, y los quales no convienen con la espe- cie á que se supone que pertenecen nada mas que en el nombre abusivo que les pusieron algunos historiadores de poca observación que se dexa- ron engañar de las apariencias superficiales de las formas y de las figuras (Molina, HN, 2000: 303). De acuerdo con el planteamiento anterior, Miguel Rojas Mix, apunta que, precisamente el valor de Juan Ignacio Molina está en este rescate y defensa de la singularidad de nuestra América. En ese sentido, dice Rojas Mix, “es el iniciador de lo que podemos llamar una auténtica antropología del hombre americano” (Rojas Mix, 2001: 136). Esta idea sobre el carácter diferente de América es el fundamen- to inicial más sólido de la buscada identidad americana y del patrio- tismo criollo7, cuya abierta manifestación política habría de aflorar en Molina poco después, cuando tras los primeros intentos indepen- dentistas, tuvo todavía ocasión de felicitarse de que parte de su pa- trimonio hubiera caído en manos del ejército insurgente contra los españoles (Batllori, 1953: 86-87) y según Rodolfo Jaramillo sirvió EL GENTILICIO PARA LOS HABITANTES DE CHILE EN J. I. MOLINA 97 también para fundar en Talca un establecimiento educacional (Moli- na, 1987: XXXIX). Por medio de las lecturas de Molina y del resto de los jesuitas que escriben sus historias, el lector se da cuenta de que ellas consti- tuyen algo así como la primera conciencia americana, o al menos, un incipiente orgullo criollo. Se puede deducir, entonces, que con hombres ilustrados como los jesuitas expulsos, tuvo sus inicios entre nosotros el americanis- mo como una efectiva forma de autoconciencia del nuevo hombre. La idea de que “la patria es América”, como dirá más tarde Bolívar, es decisiva en la formación de la conciencia emancipadora, y es fundamental tomarla en cuenta para comprender globalmente el proceso de esos años, ya que es un sello específico que marca tanto las acciones políticas y militares de todo ese periodo como los pro- yectos intelectuales y literarios que entonces se plasman (Osorio, 2000: 28). Es un hecho que en el tiempo en el cual aparecen los textos, el proceso de autoafirmación o “autorreconocimiento”, como diría Ar- turo Andrés Roig, que lleva a cabo el hombre en tierras americanas, lo orienta a buscar en las simientes de la historia una posible res- puesta a la verdadera constitución del “ser americano” (Roig, 1983: 82). Sobre todo si el criollo –como lo es el propio Molina– sufre el es- tigma de ser considerado inferior a los europeos nacidos en el Viejo Continente. La distinción no era ni étnica, ni económica, ni social: era geográ- fica. “Se basaba en un jus soli negativo, que prevalecía sobre el jus sanguinis” (Gerbi, 1993: 227). Juan de Solórzano y Pereira en De In- diarum Jure8 dice que en relación a los criollos “no se puede dudar, que sean verdaderos Españoles, y como tales hayan de gozar sus derechos, honras y privilegios, y ser juzgados por ellos, supuesto, que las Provincias de las Indias son como actuarlo (sic) de las de España” (Solórzano, 1736: 216). Con argumentos como la injerencia del ambiente, el clima, la le- che de las nodrizas indias9 y a otros factores locales análogos, se decía que el criollo americano era inferior al europeo (Ibidem). Frente a esto, resentido el nacido en América, se exaltaba en el entusiasmo por su tierra. En consecuencia, el orgullo americano nacía como ponderación de los méritos físicos del terruño, y no como vanagloria de una herencia histórica o de una mítica antigüedad. “No podían los americanos gloriarse de su pasado colonial en los últimos siglos, os- curo, teocrático, todo lo contrario de progresista e ilustrado en las épocas más remotas de vida tribal y de dinastías indígenas” (Gerbi, 1993: 229). 98 MARCOS FIGUEROA ZÚÑIGA Pero, cabe preguntarse acerca de los parámetros sobre los cua- les los ilustrados como el abate Molina en Chile, Velasco en Ecua- dor, Clavijero en México, etc. asumen que el hombre antiguo posee historicidad y forma parte, en resumidas cuentas del concepto de identidad americana. Arturo Andrés Roig dice que la conciencia de temporalidad tan agu- damente vivida por algunos escritores del barroco, habrá de orientarse en la etapa del humanismo ilustrado (siglo XVIII) hacia una forma de concien- cia histórica. Ella hizo posible el nacimiento de la historiografía asumida en adelante como tarea imprescindible del hombre americano (Roig, 1983: 82). Como se deduce de lo anterior, la obra del abate Molina está inmersa en esta conciencia historiográfica. En ella describe con preciso lenguaje científico la flora y fauna chilena y denota en los capítulos dedicados a los pueblos autóctonos una preocupación y valor etnográfico. Ante la visión etnocentrista dominante en Europa, Molina invierte el acercamiento a la historia civil o moral de los pueblos indígenas. Lo hecho por Juan Ignacio Molina no era una actividad generali- zada entre los cronistas anteriores a él, como tampoco era una vi- sión muy profundizada entre los historiadores de aquel entonces. José Toribio Medina en Los aboríjenes de Chile se pregunta qué sa- bemos de nuestros indígenas, de sus costumbres, de su industria, de las diversas razas que han ocupado el territorio (Medina, 1882: VII). “Los cronistas de la colonia se preocuparon poco de aquellas pequeñas particularidades del pueblo que venían a conquistar (las que en el fondo, agrupadas una a una, vienen a constituir un verda- dero cuerpo de enseñanzas tan útiles como curiosas), para antepo- ner a ellas, de una manera desproporcionada, todas las incidencias de los rudos combates que durante siglos debieron sostener con los dueños de la tierra invadida, para afianzar, siquiera en parte, su do- minación” (Medina, 1882: VIII). Entre los autores que Medina rescata por alejarse de esa senda y aportar con datos de importancia sobre este orden de estudios es- tán: Cristóbal de Molina, Alonso Gonzáles de Nájera, Diego de Rosa- les, Francisco Núñez de Pineda y Bascuñan10, etc. Pero, dice de ellos: “sospecharon siempre en las prácticas de los indios inspira- ciones del demonio y por eso no estuvieron exentos de toda des- preocupación al darnos a conocer a nuestros bárbaros.