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El Predicador Real Fray Alonso De Cabrera (1549?-1598) y El Poder De La Palabra: Elocuencia y Compromiso En Ministerio De La Predicación

Dissertation

Presented in Partial Fulfillment of the Requirements for the Degree Doctor of Philosophy

in the Graduate School of The Ohio State University

By

Carmen María Grace, M.A.

Spanish and Portuguese

The Ohio State University

2009

Dissertation Committee:

Maureen Ahern, co-advisor

Donald R. Larson, co-advisor

Salvador García Castañeda

Copyright by

Carmen María Grace

2009

ABSTRACT

Los sermones del predicador dominico fray Alonso de Cabrera (1549?-1598) constituyen una rica mina de los diferentes mecanismos que el predicador disponía en la

España de los siglos XVI y XVII para convertir el púlpito en el instrumento más eficaz de control ideológico y de propaganda política que el pueblo recibía asiduamente. Esta tesis pone en estrecho diálogo la teoría concionatoria, o arte de la predicación propia y específica del siglo XVI, con las teorías contemporáneas de los “Performance Studies” con el fin de vislumbrar con nitidez la relación entre el emisor del mensaje ideológico y el receptor del mismo; es decir, medir el efecto que el predicador tenía en el público y el impacto que provocaba su mensaje tanto espiritual como ideológicamente. El capítulo introductorio contextualiza el estado de la predicación en España en el siglo XVI, sitúa a fray Alonso de Cabrera dentro de la Orden de Predicadores, revisa la literatura existente sobre el tema y resume los capítulos contenidos en la tesis. En el segundo capítulo se expone el marco teórico y la metodología usada con el estudio de varias retóricas influyentes del siglo XVI, y con el uso de varios conceptos de los “Performance Studies” que tienen el fin de poner en perspectiva el “performance” cultural y social del predicador dominico. El tercer capítulo se dedica a los sermones que corresponden al ciclo litúrgico de la Cuaresma, donde se ofrece un análisis de la doctrina moral y de los recursos retóricos del discurso; a la vez, explora lo que significaba ser predicador a finales del ii siglo XVI en el contexto socio-cultural de la época. El cuarto capítulo analiza los

sermones de Semana Santa y Adviento, donde se contrastan dos imágenes opuestas de

Cristo: el Redentor y el Dios-juez. El quinto capítulo abarca el ciclo litúrgico de la

Epifanía, donde se destaca el análisis del contexto de las guerras santas de Felipe II y,

simultáneamente, la labor pastoral del dominico con temas sobre la educación de los hijos

y el sacramento del matrimonio. El sexto capítulo integra el análisis del sermón de las

Honras Fúnebres a Felipe II, donde se examina la interrelación entre la enseñanza de los fieles sobre la doctrina de la muerte, y el elogio del monarca fallecido a través de motivos del discurso hagiográfico que tienen el fin de cumplir con la edificación cristiana de toda la cristiandad.

iii

Dedicated to my beloved husband and son, parents and sisters

iv

ACKNOWLEDGMENTS

I would like to express my sincere thanks to my dissertation advisors, Professors

Maureen Ahern and Donald Larson. Both of them have supported me, inspired me, and shared their wealth of knowledge with sincerity and generosity. They have been wonderful role models and teachers to me.

I am grateful to Professor García Castañeda for his friendship, his knowledge, accessibility and encouragement all these years.

I wish to thank my husband, Henry Grace, for his support, patience, and for always believing in me in this long process.

I also thank Mónica Fuertes-Arboix, Lucila Ortiz, Joanne Brake for their unconditional friendship and support.

I thank my family and friends from and from the Ohio State University for supporting and believing in me.

I also wish to thank Elizabeth Davis for introducing me to the object of this study.

I am grateful to the Department of Spanish and Portuguese at the Ohio State

University for its support and consideration of my endeavors.

v

VITA

1991 …………………………………….. Licenciatura, Ancient Greek and Latin

Cultures and Languages,

Complutense de

1998-2001 ……………………………….. Lecturer, Department of Spanish and

Portuguese, The Ohio State University.

2001-Present…………………………….. Graduate Teaching Associate, Department of

Spanish and Portuguese, The Ohio State

University.

FIELDS OF STUDY

Major Field: Spanish and Portuguese.

First Field of Specialization: Middle Ages to Baroque.

Second Field of Specialization: Indigenous, Colonial and National.

vi

TABLE OF CONTENTS

Abstract……………………………………………………………………….ii

Dedication…………………………………………………………………….iii

Acknowledgments…………………………………………………………….iv

Vita…………………………………………………………………………… v

List of Tables………………………………………………………………….vi

Capítulos

1. Introducción………………………………………………………….. 1

La Iglesia española en el siglo XVI………………………………….. 8 El estado de la predicación española en el siglo XVI………………... 20 Predicadores paradigmáticos del siglo XVI en España: San Juan de Ávila y fray Luis de Granada………………………… 25 La Orden de los Dominicos y su concepto de la predicación en los siglos XVI y XVII……………………………………………. 27 Vida y obra del Maestro fray Alonso de Cabrera……………………. 28 Literatura existente sobre el tema……………………………………. 32 Contenido de los capítulos…………………………………………… 41

2. Marco teórico y metodología………………………………………… 43

Introducción…………………………………………………………. 43 Aproximación a una teoría de la predicación del siglo XVI………… 44 Humanismo en las retóricas eclesiásticas del siglo XVI…………….. 47 El oficio de predicar: enseñanza y reprensión……………………….. 59 La Actio: la puesta en escena del sermón……………………………. 67 Teorías contemporáneas de los “Performance Studies”……………... 71 El papel social del predicador………………………………………... 72 La predicación como un género “performativo” cultural……………. 80 vii

3. Cuaresma…………………………………………………………….. 97

Introducción…………………………………………………………. 97 La Cuaresma…………………………………………………………. 98 El trabajo espiritual del cristiano…………………………………….. 99 Las prácticas penitenciales de la Cuaresma…………………………. 105 El miércoles de ceniza: contra los “hipócritas” y falsos santos……… 112 La Transfiguración de Cristo: esperanza del cristiano……………….. 118 La virtud de la caridad: la limosna…………………………………… 121 El oficio de predicar: el domingo de Sexagésima y el “negocio de la vida cristiana”…….... 131 El predicador: médico de almas……………………………………… 137 Una espada de doble filo: la fama y la honra del predicador………… 142 La misión del predicador ante políticos y poderosos………………… 151 Conclusión…………………………………………………………… 158

4. Semana Santa y Adviento……………………………………………. 161

Introducción…………………..……………………………………… 161 La Semana Santa……………………………………………………... 162 Sermones de la Pasión……………………………………………….. 162 El Adviento…………………………………………………………... 174 Primer Domingo de Adviento……………………………………….. 175 Segundo Domingo de Adviento……………………………………... 186 Tercer Domingo de Adviento………………………………………... 191 Sermón del Cuarto domingo de Adviento…………………………… 196 Conclusión…………………………………………………………… 203

5. Epifanía………………………………………………………………. 205

Introducción…………….……………………………………………. 205 La Epifanía…………………………………………………………… 205 Epifanía de nuestro Salvador………………………………………… 207 Domingo dentro de la Octava de la Epifanía de nuestro Salvador…... 213 Octava de la Epifanía de nuestro Salvador…………………………... 222 Domingo primero después de la Octava de la Epifanía de nuestro Salvador……………………………………………………… 227 Domingos segundo, tercero y cuarto después de la Octava de la Epifanía de nuestro Salvador…………………………………... 236 Conclusión…………………………………………………………… 244

viii 6. Sermón en las Honras Fúnebres de Felipe II………………………... 247

Introducción…………………………………………………………. 247 Contexto del sermón fúnebre en los siglos XVI y XVII…………..... 249 Publicación de los sermones fúnebres: las honras de Felipe II……… 253 Bases teóricas del sermón fúnebre…………………………………... 258 Sermón fúnebre de Alonso de Cabrera………………………………. 261 Lema del Nuevo Testamento………………………………… 262 Exordio: Salutación………………………………………….. 262 Primera Parte: doctrina………………………………………. 264 Segunda parte: elogio al monarca……………………………. 276 Elogio a Carlos V……………………………………. 277 Elogio a Felipe II……………………………………. 278 Conclusión…………………………………………………………… 291

7. Conclusiones………………………………………………………… 293

Bibli ografí a………………………………………………………………. 301

ix CAPÍTULO 1

INTRODUCCIÓN

Recordé al ruido, húbeme de rascar y comencéme a desvelar; fui recapacitando todo mi sermón pieza por pieza. Entendí que, aunque habló con religiosos, tocaba en común a todos, desde la tiara hasta la corona, desde el más poderoso príncipe hasta la vileza de mi abatimiento. ¡Válgame Dios! –me puse a pensar-, que aun a mí me toca y yo soy alguien: ¡cuenta se hace de mí! Pues ¿qué luz puedo dar o cómo la puede haber en hombre y en oficio tan escuro y bajo? Sí, amigo –me respondía-, a ti te toca y contigo habla, que también eres miembro deste cuerpo místico. (Mateo Alemán, La vida de Guzmán de Alfarache)

Introducción

¿Qué es la predicación? ¿Cómo se predica a los demás? Jesucristo no dejó

ninguna duda al respecto: predicar es explicar los misterios de Dios ilustrándolos de la

forma más clara y entendible para que pueda ser comprendido por el entendimiento del

hombre. El objetivo principal de la predicación cristiana siempre ha sido el llevar la

palabra de Dios al mayor número de personas; a pesar de haber tenido altibajos a lo largo de su historia, ha sabido mantenerse hasta nuestros días. Y no solamente me refiero a la

plática, más o menos larga, que el sacerdote emita a los feligreses durante la misa de los

domingos, o que paseemos por un parque y podamos escuchar mensajes cristianos contra

el aborto, sino que hoy en día, además, disponemos de medios de comunicación masivos

de los que las diferentes Iglesias cristianas se han sabido aprovechar para seguir

evangelizando y guiando la moral de los pueblos.

1

La televisión nos permite ver y escuchar a predicadores en vivo y en directo, de la

misma forma que podemos escuchar a los políticos. Simultáneamente, podemos leer las

noticias del mundo en los periódicos impresos o de internet, como también podemos

obtener información de las revistas religiosas que dejan en nuestras puertas sobre cómo aplicar los preceptos de Dios a las cuestiones y situaciones problemáticas que se nos presentan en el mundo en que vivimos ahora: vivir en pareja o no antes del matrimonio o como sobrellevar los efectos del divorcio en los hijos. En definitiva, la moral que proyecta el Nuevo Testamento sigue estando vigente hoy en día en el sentido de que aún siguen existiendo predicadores que comuniquen a través de diferentes medios cómo actuar en la vida según la palabra de Dios.

El epígrafe de arriba nos ilustra, en la ficción, los alcances que tuvo la religión católica en la vida diaria de los españoles de los siglos XVI y XVII; como dice Herrero

Salgado: “en nuestro doble Siglo de Oro la religión era ocupación y preocupación, más o

menos intensamente vivida, de todos los españoles, y la predicación y los predicadores,

tema de opinión para entendidos e ignorantes, para cuerdos y necios” (Oratoria sagrada

I, 150). Por este motivo, no es ninguna contradicción que el pícaro de Mateo Alemán,

Guzmán de Alfarache, oiga misa todas las mañanas antes de empezar a robar para

sobrevivir (“ir a mariscar para poder pasar”) y que después, en la quietud de la noche,

reflexione sobre el sermón aplicando las palabras del “docto predicador” a su propia vida

y circunstancia.

Según Ricardo Sáez, el sermón se constituyó en el siglo XVI como “un vector de

primer orden en la renovación religiosa de España”; tenía el claro objetivo de cristianizar

y evangelizar el cuerpo social, funcionando como “pedagogía de masas” llevada a cabo

2

por las élites religiosas hacia un auditorio superficialmente evangelizado (49-50). La

difusión de la Reforma protestante por Europa en el siglo XVI motivó la necesidad

urgente de incrementar la función social evangelizadora del sermón con el fin de fortalecer la fe y de reconvertir a los cristianos descarriados. La Iglesia, como institución social más influyente, generó una ideología y una mentalidad a través de varios canales de actuación, de entre los cuales la predicación fue el más importante.1

Fray Alonso de Cabrera (1549?-1598) fue uno de estos doctos predicadores que

embelesaban al pueblo por su elocuencia y sabiduría. Tal es el caso, que este fraile

dominico y cordobés alcanzó una posición altamente privilegiada en la corte de Felipe II

y Felipe III, cuando fue nombrado “Predicador de su Majestad.” Su sermonario

demuestra que la actividad de Cabrera en el púlpito es uno de los ejemplos

paradigmáticos de los mensajes que producía la Iglesia postridentina en el último cuarto

del siglo XVI, cuya intención era moldear las conciencias de los fieles, tanto en lo tocante

a la devoción religiosa como a la nueva moral que se quería implantar en el pueblo.

El objetivo de esta tesis doctoral es hacer un estudio en profundidad de su

producción sermonística conservada por la calidad de su oratoria, y porque refleja el

fuerte sentido del deber que le marcaba su oficio. Su seriedad y compromiso como

sacerdote transciende el texto en dos vertientes principales: por una parte, desde la

perspectiva de su labor pastoral, cuyo cometido era enseñar al pueblo las bases

doctrinales católicas, como son los artículos de fe y los sacramentos; por otra parte, su

1 Ésta es la hipótesis principal de Fernando Negredo del Cerro en su tesis doctoral, Política e iglesia: los predicadores reales de Felipe IV. Además del sermón, otros hechos sociales y culturales fueron el teatro, las cartillas y los catecismos (Sáez 45).

3

afiliación, como portavoz eclesiástico, al sistema monárquico español en su calidad de

protector y defensor de la Contrarreforma en Europa. En este sentido, a través del análisis

de los mensajes de sus sermones que corresponden a las celebraciones más destacadas del

calendario litúrgico, conocidas como “tiempos fuertes” (la Cuaresma, la Semana Santa, el

Adviento y la Epifanía), junto con su oración fúnebre a Felipe II, la figura de Cabrera se

va modulando como el fruto maduro de una época etiquetada por las guerras religiosas

europeas.

De esta manera, sostengo que Fray Alonso de Cabrera fue un predicador

postridentino y contrarreformista cuya oratoria transmitía diferentes tipos de discursos

que iban de acuerdo con los preceptos de Trento y con el papel líder de España en la

Europa contrarreformista. Estos diferentes discursos respondían a diversas ideologías concernientes a la religión y devoción, a la política, a lo socio-económico, y a lo

lingüístico y literario, lo cual demuestra su complejidad discursiva y multifacética. El

fraile dominico era capaz de transmitir estas ideologías gracias a su estricta formación

humanista, teológica y escriturística, y a su gran manejo de la elocutio en el discurso.

En relación con el contexto postridentino y desde la perspectiva del arte de

predicar del siglo XVI, una segunda hipótesis de esta tesis es que sus sermones

ejemplifican la estrecha relación que existió entre la teoría y la práctica de predicar de

este período. Por ello, me propongo estudiar varias retóricas eclesiásticas de enorme

influencia en la época, extrayendo los principales elementos que contribuyeron a la

formación de una teoría de la predicación propia del siglo XVI. A este respecto, el

análisis de sus sermones refleja el estilo particular del predicador dominico: por una

4

parte, destaca de entre sus mecanismos persuasivos el activar la imaginación del público transformando la mera palabra en imágenes vívidas; por otra parte, sobresale su maestría

en acomodar la doctrina católica a la realidad del público presente.

La primera técnica se hacía a través de la amplificatio, un recurso retórico que desde los tiempos clásicos se usaba para poner las materias que se decían con la palabra delante de los ojos del que las oía; es decir, a través de procedimientos retóricos se intentaba transformar el discurso en escenas representadas a manera del teatro. Dentro de este recurso, florecen en la oratoria del dominico su amplio uso de la enumeración y de la descripción de personas y cosas; su propia experiencia vital era un factor decisivo para fabricar descripciones con imágenes elaboradas y muy expresivas, y en las que mostraba el conocimiento que tenía de primera mano. El segundo procedimiento se basaba en que, una vez expuesto y explicado el evangelio, Cabrera señalaba los ejemplos sociales que repetían los vicios bíblicos o que contradecían los modelos de virtud que se estaban exponiendo. Pero además, desde el punto de vista lingüístico, aplicaba los motivos,

metáforas y vocabulario de las Escrituras a las costumbres y pecados que el predicador

identificaba en la sociedad, lo cual no sólo era una fusión de la doctrina con la vida real,

sino que era reflejo de su fina ironía. El principio de acomodación ayudaba a que los

ejemplos sociales se proyectaran simultáneamente en el campo del entendimiento y en el

de la voluntad para que, captando de una forma más completa el mensaje evangélico, el

público sintiera el deseo de rectificar los pecados y perseverar en las virtudes que tenía.

En otras palabras, el objetivo era persuadir por todos los medios permitidos por el decoro del púlpito. Este rasgo define, precisamente, a toda buena predicación de entonces y de

5

hoy: el modelar el evangelio y demás autoridades de las Escrituras a los propósitos y

objetivos del predicador.

Por un lado, la originalidad de esta tesis es que pone en perspectiva la actividad de

Cabrera en el púlpito con conceptos contemporáneos norteamericanos provenientes del

campo del “performance” social y cultural. Los conceptos que utilizo son principalmente

el papel social2 del predicador, y el drama social3 que hay en todo “performance”

cultural. Además, incluyo un análisis de unos estudios contemporáneos sobre la predicación de la Iglesia presbiterana y africano-americana que ven en el acto de predicar correlaciones con el teatro y el “performance.”4

El contenido de los sermones deja vislumbrar que el papel social de Cabrera era

uno de autoridad dentro de la congregación de creyentes. Una tercera hipótesis de esta

tesis es que del texto emerge el gran manejo del fraile dominico del decoro del púlpito

tanto en el aspecto lingüístico como en la pronunciación y gesticulación, pero sin dejar de

lado el deber de señalar, con todos sus colores, los vicios de la sociedad que tenía

enfrente. A este respecto, sobresalen de los sermones sus opiniones hacia diversos

aspectos del oficio, que dicen mucho sobre los pros y contras de la actuación social del

predicador de este período en cuestión. Los sermones muestran las diferentes actitudes

que adopta sobre todo tipo de temas, tanto religiosos como civiles, lo cual nos habla de su

propia mentalidad como eclesiástico e, igualmente, de los valores y creencias de la

sociedad a la que estaba predicando.

2 Para ello utilizo las teorías de Erving Goffman, en The Presentation of the Self in Everyday Life y Frame Analysis.

3 Este concepto es de Victor Turner, y aparece en From Ritual to Theatre: The Human Seriousness of Play.

4 Analizo los estudios de la reverenda y académica Jana Childers y del académico Herbert Sennett. 6

Desde otro punto de vista, los conceptos del “performance” cultural y

fenomenológico5 proporcionan un método de análisis del texto que ayuda a iluminar el

ambiente creado por la plática y por la actuación del predicador en cuanto a una

experiencia vivida como un todo, tanto por la congregación como por el predicador y,

cómo el “performance” del acto en cuestión funcionaba como espejo de los valores y

axiomas que definían la sociedad a la que el mismo predicador pertenecía. Este aspecto

se puede ver bien en el capítulo cuarto, donde estudio el ambiente de devoción que

emerge de los sermones de la Semana Santa.

Concluyo que el papel del predicador se constituye en el texto con una función social privilegiada; sus conocimientos y su elocuente predicación forjaron su papel social dentro del contexto de la época, el cual era equivalente al del predicador africano- americano de hoy en día, en cuanto a que su actuación en el púlpito comunicaba una cultura particular y una religión muy específica --uso las palabras de Sennett--. Esta religión era el catolicismo ortodoxo que tenía un nuevo enemigo en el siglo XVI, además de los infieles y herejes tradicionales como eran los moros y los judíos: la Reforma protestante europea.

Por otro lado, esta tesis es original también porque hace un análisis de las piezas oratorias donde queda enmarcado el contexto contrarreformista en que se formó y vivió

Cabrera. El capítulo quinto se ocupa de la Epifanía, donde aparecen referencias directas de las guerras santas de Felipe II, y donde aparecen varios enunciados de bulas papales como ayuda monetaria al rey. Por último, en el capítulo sexto hago un minucioso análisis

5 Para el “performance” fenomenológico me valgo de las aportaciones de Bert States. 7

de la oración fúnebre que pronunció Cabrera en las exequias reales de Felipe II como excelso ejemplo del concepto de la “buena muerte” para la edificación cristiana del pueblo en el contexto contrarreformista; no tengo noticia de que este tipo de análisis se

haya hecho antes en un sermón fúnebre del período en cuestión.

Este capítulo es la introducción general de la tesis y en él se incluyen, además de los objetivos de la tesis, el contexto de la Iglesia católica española y sus implicaciones en la sociedad aurisecular, el estado de la predicación en el siglo XVI, una introducción del autor, Alonso de Cabrera, una revisión de la literatura existente sobre el tema y, para finalizar, un resumen del contenido de los capítulos de la tesis.

La Iglesia española en el siglo XVI

La Iglesia católica fue la institución que más influyó en el desarrollo de la sociedad española en los siglos XVI y XVII. La instauración de la Inquisición en 1478 por Fernando e Isabel (1474-1516) significó la intensificación de su poder. La función de la Inquisición consistió en combatir la herejía y la apostasía de los conversos y en reforzar la uniformidad de la fe en los reinos unificados de , Aragón y, en 1492,

Granada. En este período, la convivencia que habían tenido las tres castas raciales que integraban la España medieval (la cristiana, la judía y la musulmana) vio sus últimos días.

A principios del siglo XVI, se forzó a la comunidad judía a convertirse o a exiliarse, emergiendo de este hecho el fenómeno social de los conversos; la misma suerte corrieron los musulmanes una década después que se convirtieron en moriscos. Aunque estos eventos significaron el triunfo de la Iglesia católica española, sin embargo, como ha señalado Rawlings, el éxito de la empresa eclesiástica no fue tan completo ni tan

8 aceptado por todos los españoles de la época, sino que el multiculturalismo siguió sobreviviendo en la formación de la identidad religiosa española hasta, por lo menos, principios del siglo XVII (1-2).

Ante la corriente de antisemitismo durante la segunda mitad del siglo XV, debido a las condiciones económicas y sociales,6 y de desconfianza de la sociedad española por la autenticidad de su fe, los conversos constituyeron las primeras víctimas de la

Inquisición. Las medidas fueron tan crueles que llegaron protestas a Roma desde dentro de la misma Iglesia española; estas voces, en cambio, proponían la solución alternativa del uso de la predicación y de la persuasión para extirpar la herejía entre los conversos.

No obstante, a principios del siglo XVI, la Inquisición estaba protegida por la corona, por el papado y por la mayoría de la comunidad de cristianos viejos que veían en esta institución el reforzamiento de sus valores. Según el examen de los archivos de la

Inquisición, Rawlings ha observado que el judaísmo entre los conversos era una amenaza en potencia más que un hecho en sí; en cambio, hay evidencias de que hubo numerosas ofensas verbales contra la fe católica y su código moral: eran las llamadas

“proposiciones” (10). De todos modos, el éxito de la Inquisición se basó en el miedo que producía en la sociedad; por ejemplo, cuando un llegaba a una ciudad, los cristianos viejos tenían la obligación de confesar sus errores a cambio de una

“reconciliación,” y de denunciar cualquier sospecha de herejía. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVI, concretamente entre 1560 y 1590, este mismo delito se perseguiría en los cristianos viejos; la razón radicaba en el empeño de que el pueblo

6 En concreto, las tensiones antisemíticas no eran debidas a la raza o religión sino por su situación profesional y social privilegiada que les hizo escaparse de los peores efectos de la crisis en Castilla entre 1465-73 (6). 9 aprendiera los fundamentos básicos de la doctrina católica (Bennassar, España del Siglo de Oro 167).

Con respecto a la comunidad mora, la Iglesia los veía más como infieles que como herejes. Desde el punto de vista ideológico, esto significaba que se veía la posibilidad de realmente persuadirles en aceptar la fe cristiana. En cambio, desde el punto de vista político, se temía su posible alianza con el imperio otomano que iba avanzando por el mediterráneo (Rawlings 13). Las capitulaciones en la conquista de Granada se hicieron en términos muy generosos con el vencido; no obstante, como consecuencia del incremento de la intransigencia religiosa de la corona, en 1499 empezaron las revueltas de los moros del Albaicín y de las Alpujarras (15). De esta forma, tanto los moros de

Granada como los mudéjares de otros reinos de España se convirtieron en una amenaza para la estabilidad religiosa; a partir de ahora se les llamaría a todos con el nombre de moriscos. La Iglesia reaccionó emprendiendo conversiones masivas que produjeron moros bautizados, pero sin instrucción cristiana; por añadidura, todas sus costumbres culturales pasaron a ser motivo de ofensa, puesto que delataban su creencia religiosa (16-

17). Aunque a los sacerdotes locales se les impuso la obligación de integrarlos a la comunidad cristiana por medio de programas parroquiales de educación, sin embargo, su modo de vida siguió intacto a cambio del pago de impuestos a la corona. Así tenemos que a finales del siglo XVI, los moriscos seguían estando sin evangelizar y, por tanto, seguían siendo un problema, lo cual derivó en su expulsión en 1611 (18-23).

El surgimiento del movimiento luterano en Alemania en las primeras décadas del siglo XVI trajo nuevas modalidades de pensamiento religioso que no pasó de largo entre la población de los cristianos nuevos de España. Así nacieron los Iluministas o

10

Alumbrados, un pequeño grupo de élite religiosa que se extendió durante la primera mitad del siglo XVI, y que inmediatamente fue tildado por la Inquisición de heréticos por su desviación espiritual de la doctrina católica ortodoxa (Rawlings 27-28).

El holandés Desiderio Erasmo (1466-1536) también influyó en la vida intelectual y religiosa española. Su corriente de humanismo cristiano abogaba por una fe más tolerante y menos ritualística, en la que hubiera libertad intelectual, oración y meditación interior; además, creía en la reconciliación entre tradicionalistas y reformistas. Carlos V se sintió identificado con las ideas erasmistas porque se correspondían con la visión que

él tenía de sí mismo como emperador de la Iglesia universal. Como dice Rawlings, el erasmismo fue un movimiento cosmopolita con un acento político, social y religioso que respondía al clima renacentista de la primera mitad del siglo XVI (28). La influencia erasmista se vio reflejada en España con la fundación de la Universidad de Alcalá y la publicación de la Biblia políglota, que fueron hitos importantes tanto para el humanismo como para la predicación española. No obstante, debido a la crítica de Erasmo sobre la falta de devoción religiosa de los monjes, los franciscanos y los dominicos señalaron como sospechosa su ortodoxia religiosa. Simultáneamente, debido a la aceptación de las doctrinas de Lutero, un cierto número de príncipes alemanes firmaron una protesta que significó la ruptura con Roma. Así es como, en la tercera década del siglo,

Imperio Romano se dividió para siempre en dos Iglesias: la protestante y la católica

(Rawlings 30-31).

Estando así las cosas y ante la partida de Carlos V a Italia, la Inquisición, compuesta mayoritariamente de dominicos, empezó a atacar a la minoría eclesiástica e intelectual (erasmistas, iluminados o luteranos) que estaba en contacto con el norte de

11

Europa; acusándoles de heréticos. Muchos fueron los denunciados, aunque a algunos de

ellos se les suspendieron los cargos después de un tiempo en la cárcel. Figuras como San

Juan de Ávila, cuya teología basada en la caridad y en los actos de fe le costó ser acusado

de alumbrado, y encarcelado en las prisiones de la Inquisición en 1531. Los Ejercicios

Espirituales de San Ignacio de Loyola (el primer borrador hecho en 1522) también fueron tildados de iluministas por el dominico Melchor Cano, y el santo fue arrestado por la

Inquisición en 1526; en el ataque había un elemento racial puesto que la Sociedad de

Jesús fundada por Loyola estaba integrada por numerosos conversos. Por último, Teresa

de Ávila, de sangre judía, fue denunciada a la Inquisición en 1575 acusada de que sus

experiencias místicas y reformas religiosas extendían la superstición e influenciaba a la

comunidad de alumbrados de Sevilla (Rawlings 32-36).

Hasta la primera sesión del Concilio de Trento (1545-48), imperaba en España la

ignorancia acerca de lo que era el protestantismo. Pero, a mitad de siglo, se lanzó un

ataque frontal a las infiltraciones protestantes y se definió lo que era un luterano: aquel

que hacía afirmaciones religiosas a la ligera atacando deliberadamente a la Iglesia

católica. A este respecto, el Inquisidor General Fernando de Valdés (1547-65) tuvo gran

poder durante la transición del reinado de Carlos V (1516-1556) a Felipe II (1556-1598).

Al descubrirse, en 1558, sectores protestantes en Sevilla y Valladolid, Valdés pidió al

papado que se aprobaran leyes estrictas de censura, surgiendo así en 1559 el Index de libros prohibidos, y el permiso de poder investigar círculos altos de la sociedad sospechosos de herejía.

Cuando Felipe II llegó a España inauguró su reinado asistiendo a un auto de fe en

Valladolid (1559); a partir de entonces el estado se asoció directamente con la imposición

12

de una ideología estrictamente regulada por la Iglesia, que daba sentido de identidad

nacional con la extirpación de la herejía. En consecuencia, el mismo año el monarca

ordenó que volvieran todos los estudiantes que estaban en el extranjero para que no se contaminaran con las nuevas ideas. No obstante, las verdaderas víctimas de Valdés no eran los libros extranjeros sino los escritores espirituales españoles, cuya acción dentro de los diferentes reinos amenazaban la estabilidad del régimen ortodoxo; concretamente, su rivalidad intelectual y personal con el Arzobispo de Toledo,7 el dominico Bartolomé de

Carranza (1557-59), fue el motivo real de que le arrestara en 1559, acusándole de

herejía.8 Este hecho fue vergonzoso a los ojos de la Cristiandad y desprestigió a la

Inquisición española; sin embargo, no se podía criticar abiertamente a la institución pues

era atentar contra la reputación de la monarquía católica. El programa extirpador de

Valdés finalmente fracasó, puesto que Trento y el Papa aprobaron muchos de los libros

que él censuró. El Index de 1583 del nuevo Inquisidor General, Gaspar de Quiroga (1573-

94), fue más condescendiente con los libros españoles, suprimiendo en muchos casos

solamente algunas líneas o párrafos que podían llevar a confusión. Todo esto indica,

según Rawlings, que el catolicismo español no era una fuerza monolítica, sino que pudo

englobar una variedad de perspectivas (37-49).

La necesidad de reforma del estado eclesiástico era un hecho a finales del siglo

XV. Los Reyes Católicos trataron de hacerse cargo del problema a través del Patronato:

acuerdos en los que se incrementaba la autoridad de la corona española sobre sus propios

7 El Arzobispo de Toledo era el puesto más alto en la jerarquía del prelado español, y era asignado por el rey.

8 El juicio empezó en Valladolid en 1561, y terminó en Roma en 1576; el caso Carranza abrió una disputa jurisdiccional, entre la corona y el papado, sobre quién controlaba la Iglesia española (Rawlings 46).

13

obispos restándosela al papado (Rawlings 53). No obstante, la reforma fue un largo proceso lleno de obstáculos incluso después de las reuniones del Concilio de Trento

(1545-63).

Ante la imposibilidad de reconciliación de protestantes y católicos, la preocupación del Concilio de Trento fue revitalizar la Iglesia de Roma con la reafirmación de sus creencias doctrinales. El objetivo principal era fortalecer a la Iglesia desde dentro con la creación de un programa de reforma que erradicara la corrupción y la falta de disciplina del cuerpo profesional eclesiástico. Para ello, se reforzó la doctrina católica tradicional: se confirmó como edición oficial de la Biblia la llamada Vulgata, escrita en latín, como la fuente principal de la palabra de Dios, pero no la única (como afirmaban los protestantes); de esta manera, el mensaje de Dios se transmitía también a través de la autoridad de la predicación de la Iglesia católica y a través de la observación de la tradición apostólica, incluyendo los sacramentos. Es decir, la fe a solas (como mantenía Lutero) no era suficiente para alcanzar la salvación, sino que se debía acompañar de prácticas cristianas y del arrepentimiento por el pecado. En consecuencia, el sacrificio de la misa y su poder de liberación fue considerado en Trento como el punto central del culto católico. Asimismo, en las reuniones se confirmó la estructura jerárquica de la Iglesia católica presentando un programa de reforma radical a todos los niveles: obispos, sacerdotes y órdenes religiosas (Rawlings 54-55).

Con respecto a los obispos, en primer lugar, debían residir siempre en sus diócesis, excepto si la ausencia era oficial; tenían que guiar y predicar regularmente a su congregación; también estaban encargados de designar a los sacerdotes y de vigilar a las comunidades religiosas. Trento, por último, dictó que se debían eliminar los privilegios

14

aristocráticos y el nepotismo en los puestos eclesiásticos. En cuanto a los sacerdotes, debían estar mejor preparados y disciplinados, para lo cual se abrieron seminarios; sus deberes eran predicar cada domingo, educar cristianamente al pueblo y llevar un registro de los bautismos, matrimonios y defunciones (55).

Los conflictos políticos y religiosos entre Felipe II y el papado fueron un obstáculo para la reforma. Por una parte, surgió la hostilidad del clero que emitía sus quejas al Papa; pero, por otra parte, el mismo estado español impedía su ejecución. Por concesión papal (1523), la corona nominaba los arzobispados, y los obispos dependían del rey para su promoción; esto les puso en una situación servil para con las presiones fiscales y políticas de la corona. De hecho, muchas veces era Felipe II el que iba contra los preceptos tridentinos al apuntarlos a cargos oficiales del estado que requerían residir en lugares alejados de sus diócesis. En cualquier caso, según Rawlings, durante el reinado

de Felipe II el episcopado español llegó a ser un ejemplo supremo de la revitalización de

la Iglesia católica del occidente. Por un lado, se cambió el ámbito social de los obispos;

ahora la mayoría pertenecía a familias de la nobleza baja y mediana. Por otro lado, todos

tenían un buen perfil académico, la mitad de ellos con títulos de las mejores

universidades españolas; eran, en definitiva, hombres de letras que enseñaban y guiaban

al pueblo, y los que tenían conocimiento legal, se les destinaba a la periferia donde se

producían más litigios (como por ejemplo, inquisidores de gran experiencia) (Rawlings

56-65).

Con respecto al clero de menor rango, el sacerdocio, la reforma fue más difícil

porque, aunque los obispos locales los nominaban, sin embargo, también tenían poder de

patrocinio los capítulos catedralicios, las órdenes mendicantes, y ciertos miembros

15

aristocráticos laicos. Además, fue difícil de poner en práctica los seminarios, porque

dependía mucho de la buena voluntad de los obispos de la región; los que mejor

funcionaron fueron los de la Castilla central. La estructura parroquial estaba muy

desequilibrada, con aglomeración de gentes y sacerdotes en las ciudades y con abandono parroquial en muchos pueblos, con lo cual, a nivel pastoral, el sacerdote ejercía poca influencia en la vida diaria de los feligreses (71-72).

Por último, en cuanto a las reformas de las órdenes religiosas el proceso fue también desequilibrado debido a los problemas de jurisdicción entre la corona y el papado; pero las que mejoraron su regla fueron sobre todo los carmelitas, los trinitarios, los mercedarios y los jesuitas. En conclusión, según Rawlings, la reforma fue esencialmente un fenómeno urbano, pero que se vio restringido por varias razones: por las divisiones entre patrones seculares y eclesiásticos a nivel de autoridad local; por los intereses de estado de la corona; y por los intereses personales de los capítulos catedralicios privilegiados y de las órdenes mendicantes poderosas, de entre ellos, los teólogos dominicos, de gran influencia en la corona, formaron la tendencia conservadora dentro de la Iglesia española (76).

Otro de los objetivos fundamentales del Concilio de Trento era que los católicos de la Europa occidental estuvieran más al tanto de la doctrina y fueran más diligentes a la hora de practicar la fe. Según esto, un buen católico era aquel que sabía las cuatro oraciones básicas de la Iglesia y los diez mandamientos; era el que iba a misa todos los domingos, tomaba la comunión y se confesaba por lo menos una vez al año durante la

Cuaresma; también el que observaba las festividades del calendario litúrgico; y recibía

16

los sacramentos del bautismo, el matrimonio y la extremaunción y encargaba misas para

su defunción (Rawlings 79).

La ignorancia y el analfabetismo de la población rural y la falta de pastores dificultaron la imposición de la ortodoxia oficial en el pueblo.9 Basado en la “tabla” del siglo XV, que se ponía en las iglesias como instrucción básica religiosa y que se leía los

domingos de Cuaresma, Juan de Ávila auspició el catecismo en lengua vernácula como

medida catequética de masas. Por su parte, la Inquisición ayudó a reforzar la fe cristiana en el pueblo. Su principal ofensiva, en la segunda mitad del siglo XVI, fue eliminar la

herejía menos grave: palabras negligentes acerca de la fe, blasfemias y proposiciones

erróneas; es decir, se lanzó a la corrección de las conductas y creencias de los cristianos

viejos a través de la inclusión en los interrogatorios de cuestionarios sobre sus

conocimientos doctrinales (80). El índice de estas ofensas era alto, lo cual para Rawlings

dice mucho sobre el elevado nivel de escepticismo religioso y de la idiosincrasia de la

sociedad española, que distorsionaba las verdades doctrinales en el proceso de adaptarlas

a su propia experiencia y entendimiento (83). Aunque en el siglo XVII el porcentaje de

estas acusaciones bajó, no obstante, en general los efectos de la misión de la Iglesia

fueron desiguales a causa de la fuerza de las raíces culturales y de las fronteras sociales y

geográficas que dificultaron la aplicación del programa educativo postridentino (82-84).

Trento hizo también hincapié en el respeto que el pueblo debía a los sacramentos,

pero las evidencias muestran que, excepto el bautismo junto con el momento de la

9 Para evaluar el verdadero impacto de la reforma católica hay que atender a la perspectiva del pueblo. A este respecto, Rawlings ha tomado en cuenta como fuentes primordiales de evidencia las constituciones de los concilios episcopales, los cuestionarios topográficos de las comunidades rurales de Castilla, y los procesos judiciales de fe de los tribunales de la Inquisición (78). De la misma forma, William Christian ha basado su estudio sobre las formas de la religión local en el siglo XVI, según la información obtenida en los cuestionarios de los cronistas de Felipe II.

17

muerte, la mayoría del pueblo no los seguía. Con respecto a esto, el programa de la

Iglesia se basó principalmente en restringir la sexualidad fuera del matrimonio

prohibiendo la prostitución (en 1623), la promiscuidad del clero, y erradicando los

matrimonios clandestinos y la bigamia. Estas medidas reforzaban la doctrina católica del

sacramento del matrimonio con el fin de controlar la conducta sexual del pueblo (86-87).

A la misma vez, para contrarrestar las formas de cultura religiosa popular, que

eran mitad sagradas mitad profanas (devoción a los santos locales con peregrinajes, misas

y promesas) o seculares (las cofradías), Trento animó a que se veneraran los santos

mártires y bíblicos de valor universal, ya que éstos contenían misterios que iban dirigidos

a la salvación. De ahí que, en el periodo postridentino, se incrementaran

considerablemente las imágenes y altares de la Virgen y las escenas de la Pasión10; el

culto a las reliquias; y las celebraciones oficiales y locales como muestras del ritual

católico y la piedad popular. Por ejemplo, en las celebraciones de beatificaciones y

canonizaciones no se trabajaba, y se obligaba a que el pueblo participara en las

procesiones y misas. Pero, sobre todo, el Corpus Christi es el prototipo perfecto de la

propaganda triunfante de la Contrarreforma para glorificar el Sagrado Sacramento,

mientras que los autos sacramentales se convirtieron en un instrumento oficial de

enseñanza al pueblo. Sin embargo, aunque estas reformas tuvieron éxito en la Castilla

central, la Iglesia no pudo acabar del todo con las creencias y expresiones de piedad

popular de larga tradición (89-99). Precisamente con respecto a esto, el estudio de

Christian sobre la religiosidad local de pueblos y aldeas a partir de las respuestas a los

10 Christian denomina la devoción dada a las imágenes de la Virgen y de Cristo como de divinidades “generalistas” o “no especializadas,” que podían ayudar en los nuevos problemas que iban surgiendo, frente a los santos de larga tradición especializados en calamidades muy concretas (21). 18 cuestionarios de los cronistas de Felipe II muestra cómo la institución de la Iglesia se quedaba un tanto al margen cuando se trataba del contacto directo entre las comunidades y sus santos, sobre todo, en momentos críticos de penuria (20).

El último aspecto de la Iglesia que nos ocupa está relacionado con la grave crisis económica que experimentó, sobre todo, Castilla la Vieja entre 1580 y 1630. En este período de malas cosechas, hambre y enfermedad aparecieron nuevas presiones fiscales para la Iglesia en forma de bulas que tenían el propósito de financiar las guerras extranjeras y, simultáneamente, se estableció un nuevo impuesto sobre productos de primera necesidad llamado “millones,” en el que contribuían también el clero y la nobleza. Ante la gran crisis económica y agraria, surgieron voces en las ciudades contra la posición privilegiada de la Iglesia y del clero sobre la sociedad urbana: la Iglesia no sólo acumulaba grandes riquezas, sino que se percibía que las ciudades albergaban demasiado clero. Dentro de las voces de disensión se encontraban los arbitristas (aunque muchos formaban parte del clero y recibían beneficios de la Iglesia) que trataban de remediar los males del cuerpo social. En medio de las penurias, se veía como una gran carga las comunidades religiosas mendicantes que dependían de la caridad. Según

Rawlings, había un poco de exageración en esta visión debido a que la población no distinguía bien entre lo que era un sacerdote y un clérigo tonsurado. En cualquier caso, como la monarquía seguía protegiendo los ingresos eclesiásticos, pues se llevaba gran parte de ellos, la Iglesia sobrevivió las críticas de principios del siglo XVII, y además creció económicamente en medio de la crisis; la razón hay que buscarla en el poder espiritual, temporal e ideológico que ejercía sobre la sociedad; además, el alto porcentaje de mortalidad hizo que los que quedaban vivos invirtieran humana y materialmente en

19

asegurarse la salvación. Éste era precisamente el mensaje contrarreformista esencial:

ganarse un sitio en el cielo con las acciones que se hacían en la tierra (119-142).

El estado de la predicación española en el siglo XVI

Para entender los cambios que se desarrollaron en la predicación cristiana de

España durante el siglo XVI, se hace necesario atender a sus orígenes y a la trayectoria

que tuvo hasta la época que nos ocupa.11 Empecemos recordando que el pueblo judío

escuchaba la palabra de Dios todos los sábados en la sinagoga, y que además contaba con

los profetas, verdaderos predicadores, que removían las conciencias con sus amenazas de

los castigos de Dios.

Según el Nuevo Testamento, después de pasar cuarenta días en el desierto,

Jesucristo empezó a predicar la palabra de Dios en Galilea, tanto en sinagogas como en

cualquier sitio donde se pudiera reunir un grupo de gente. El modelo de Cristo creó una

teoría de la predicación cristiana, cuyos rasgos se pueden resumir así: su doctrina se

añade a la Sagrada Escritura con valor apodíctico;12 segundo, hay varias modalidades de

predicación (proclamación del evangelio, exhortación al arrepentimiento y a la

conversión y enseñanza de la doctrina); tercero, la actitud del predicador es el celo por la

gloria de Dios y por la salvación de las almas; cuarto, la oratoria emplea dos tipos de

discursos: el directo y las parábolas (el sistema analógico de parábolas se basaba en la

11 Vamos a sintetizar aquí el bosquejo realizado por Herrero Salgado (Oratoria sagrada I, 69-119).

12 Al ser la palabra de Dios, y siguiendo la tradición judía, se acepta como verdad incondicional; en cambio, la oratoria clásica sólo aceptaba la probabilidad.

20

experiencia cotidiana para descubrir y hacer entendible la realidad divina a un público

heterogéneo); por último, se establece la predicación como mandato divino.13

La predicación de los Apóstoles se conoce por dos fuentes: los Hechos de los

Apóstoles y las Epístolas de San Pablo. San Pedro marcó la pauta de la predicación apostólica: probar que el Jesucristo crucificado y resucitado era el Ungido de Dios por la

palabra sagrada de la Escritura; predicó a los judíos para que obtuvieran el perdón de

Dios a través del reconocimiento del pecado y del arrepentimiento por haberle

crucificado.

En cuanto al otro gran modelo, San Pablo, predicó en las ciudades para que la

palabra tuviera más alcance (en sinagogas, plazas y casas particulares). Una vez que

asentaba la “nueva iglesia,” dejaba a su cargo a algunos discípulos y se marchaba para

seguir evangelizando. Empleaba dos formas de discurso: el tradicional para dirigirse a los

judíos y el retórico para los gentiles. La Primera Epístola a los Corintios funciona como

una “metarretórica” de la que se pueden extraer, junto con otros textos, las notas

principales de su predicación: primero, la predicación debe basarse en la sabiduría de

Dios, no en la de los hombres; segundo, se debe predicar a Dios, no a sí mismo; tercero,

el énfasis se debe poner en el mensaje (no en el orador o en las palabras humanas) y en la

gracia de Dios, porque es la que infunde la virtud en el alma; cuarto, se debe predicar con

el ejemplo; quinto, la predicación es una obligación; y sexto, la Sagrada Escritura es su

fuente principal porque aporta todas las pruebas convincentes.

13 Cristo instituyó esta posición de la predicación en el cenáculo, después de su resurrección (Marcos, 16, 15), y en el Monte de Galilea (Mateo, 28, 19).

21

De la predicación de los Santos Padres destaca la obra de San Agustín (354-430),

por ser De doctrina christiana (426) la única preceptiva importante en un extenso lapso

de mil doscientos años. En esta obra propuso la retórica como instrumento de persuasión

en la predicación; esto no es sorprendente si tenemos en cuenta que fue maestro de

retórica antes de su conversión al cristianismo. Sin olvidar que la sabiduría y la

elocuencia se hallaban en la Sagrada Escritura, consideraba factible el uso de la retórica

con el único fin de persuadir a la virtud; y estableció como criterios básicos para la

transmisión del evangelio: la verdad y la claridad. Perfiló al orador cristiano bajo el

precepto clásico de vir bonus dicendi peritus, acentuando la cualidad de ser un varón

bueno (vir bonus), pues para San Agustín la mayor diferencia con el orador clásico es que

el cristiano debía ser más un hombre de rezo que de peroración; además, aceptaba en el discurso los fines de enseñar, deleitar y mover (con énfasis en el mover), que coincidían con los tres modos de decir: sencillo, templado y sublime; por último, el trabajo y la

preparación subyacía bajo el dicendi peritus, pues el orador cristiano realmente debía ser un experto en el buen hablar. Además, en esta época apareció el término homilía, que San

Agustín hizo equivaler con el sermo latino (discurso común e informal), para designar el tipo de predicación que se practicaba: “una exposición sencilla e informal sobre textos de la Sagrada Escritura” (Herrero Salgado, Oratoria sagrada I, 79-90).

Una vez pasada la edad apostólica y patrística de la predicación cristiana, el mayor problema con que se topó la Iglesia en plena Edad Media fue con el mal ejemplo que las vidas de muchos religiosos y clérigos daban al pueblo. Esta dificultad se salvó con el uso de la retórica que se enseñaba en las escuelas escolásticas, cuya consecuencia fue el nacimiento del sermón temático o sermón universitario (siglo XII), que convivió

22

con la homilía hasta los albores del Renacimiento. Del siglo XII al XV aparecieron muchos manuales (Artes praedicandi)14 como ayuda en la construcción del sermón; se

abusó tanto de que causó que la predicación cayera en un estado de agotamiento

cuando precisamente se estaba expandiendo la Reforma protestante.

El peligro de desunión religiosa en el siglo XVI hizo patente la necesidad de

reforma. En España, varias acciones impulsaron certeramente la predicación: la

fundación de la Universidad de Alcalá de Henares (1508) por el Cardenal Cisneros

(1436-1517), la reforma de las Órdenes religiosas junto con la fundación de la Compañía de Jesús, que proporcionaron numerosos predicadores apostólicos; y, por último, las reuniones del Concilio de Trento (1545-1563).

El espíritu reformador de la Universidad de Alcalá potenció el estudio de la

Sagrada Escritura con la publicación de la Biblia Políglota (1520) que, junto con la creación de las cátedras de griego y hebreo, posibilitó la lectura de los textos primigenios.

En 1513 se renovaron los estudios de retórica, al ocupar la cátedra el humanista Antonio de Nebrija, con quien se leían los textos originales de los autores clásicos y cristianos.

En el Concilio de Trento, la predicación fue sin duda el tema protagonista. Entre sus decretos se prohibió el ejercicio del ministerio por parte de religiosos y clérigos; éste correspondía a los obispos por su recta preparación en la doctrina católica ortodoxa.15 El

Concilio significó el dar cauce oficial a los movimientos reformistas que ya se habían

iniciado en algunos países y en algunas órdenes religiosas, y también fue causa de que

14 Estos manuales eran misceláneas donde se encontraban instrumentos retóricos, temas y pruebas de las Sagradas Escrituras, colecciones de exempla, datos sobre hombres, animales y el mundo, concordancias, colecciones de sermones y artes para adoctrinar en la filosofía y el espíritu de la predicación. 15 En la práctica, sin embargo, los obispos apenas predicaban; preferían encargar los sermones a predicadores profesionales, los cuales generalmente pertenecían a Órdenes religiosas (Smith 18-22).

23

comenzaran a aparecer por Europa retóricas eclesiásticas con vistas a la formación de los nuevos predicadores.

La gran efectividad de la reforma del ministerio de la predicación se demostró con el florecimiento de una oratoria sagrada que tomó vida propia y que fue evolucionando

durante los siglos XVI y XVII: desde la espontaneidad de los santos varones del siglo

XVI hasta el triunfo y, después, decadencia de los elementos decorativos del Barroco.16

La progresiva elevación artística de la oratoria sagrada fueron marcadas por los gustos

del público correspondiéndose con las modas literarias del Siglo de Oro. Manuel Morán y

José Andrés–Gallego explican el nexo que se experimentó entre “retórica y mentalidad”

en el Barroco: “los predicadores, pastores celosos en principio (y a las veces artistas),

pero al fin y al cabo hombres de su tiempo, se limitaban a verter los viejos contenidos

reafirmados por Trento en los moldes ambientales en que ellos mismos se encontraban inmersos” (163-200). Si bien en muchos casos la adaptación de los predicadores a su propio tiempo trajo como consecuencia un distanciamiento de los orígenes evangélicos, tanto en el estilo como en el decoro, sin embargo, nunca faltaron predicadores, aún en su

época decrépita, que no dieran tributo a la dignidad de su ministerio.

16 Para el caso de España sigue vigente la clasificación histórica y artística de Miguel Herrero García, que divide en cinco etapas la predicación. La “edad heroica” comprende el reinado de Felipe II (1556-1598), cuya característica es la espontaneidad. La “Edad de Oro,” que va desde la subida al trono de Felipe III hasta la llegada al púlpito de fray Hortensio Paravicino (1598-1612), donde el cultivo del lenguaje convierte el sermón en una obra artística con sello personal. La tercera etapa comprende toda la actividad en el púlpito de fray Hortensio Félix Paravicino (1612-1633), abarcando los últimos años del reinado de Felipe III y los primeros de Felipe IV; es una etapa de crisis debido a la crítica constante que creó su estilo oratorio: todos los estilos coexistieron. En la cuarta etapa triunfa el Barroco, y va desde la muerte de Paravicino hasta el final del reinado de Felipe IV (1633-1664); en ella florecen los elementos decorativos en detrimento de la arquitectura del sermón. La última etapa significa la muerte del Barroco; es el período de decadencia y comprende el reinado de Carlos II (1665-1700) (VII-LXXXIX).

24

Predicadores paradigmáticos del siglo XVI en España: San Juan de Ávila y fray Luis de Granada

Cuando Herrero García dice que “los oradores sagrados del siglo XVI español son los más conocidos y un poco más estimados” (XXVII), se está refiriendo a que, dentro de

la poca atención que los críticos literarios han prestado a la oratoria sagrada española aurisecular, se han salvado de la indiferencia San Juan de Ávila (1499-1569) y fray Luis de Granada (1504-1588). Efectivamente, su importancia radica en que ambos marcaron el comienzo de una nueva espiritualidad y una nueva predicación en España que, en realidad, se fundamentaba en la antigua: la de los primeros predicadores evangélicos.

San Juan de Ávila inició en España la tendencia anticlásica que negaba el uso de la retórica en la arquitectura del sermón (Huerga 66). Tomó como modelo a San Pablo con una predicación basada en el poder del Espíritu Santo, y en la sabiduría y elocuencia

de la Sagrada Escritura. El santo ayudó a la formación de otros predicadores a través de

su epistolario y de encuentros personales. Su gran discípulo, fray Luis de Granada,17

recogió en su Vida del Maestro Juan de Ávila las características que hicieron de Ávila el

ideal de predicador evangélico. Ante todo, poseía cuatro virtudes esenciales: un ardiente

amor a Dios, el fervor y espíritu para predicar, un corazón lleno de las emociones con las

que quería inflamar a los demás, y una sincera tristeza por las caídas de sus hijos

espirituales como la alegría de su perseverancia. Por último, los medios que usaba para el

aprovechamiento de las almas eran consideradas inmejorables: la práctica de la oración,

sacar las almas del pecado y enseñarles la doctrina para evitar que volvieran a caer y, por

17 El encuentro de ambos se produjo en Sevilla en 1534.

25

último, dar remedios particulares para que alcanzaran la virtud (Herrero Salgado,

Oratoria sagrada I, 145-47).

Según Herrero Salgado, Fray Luis de Granada ingresó en el Convento de Santa

Cruz la Real de la Orden de Predicadores en 1524,18 donde alternó la oración y el estudio alternándolos con la predicación y el apostolado. Sus estudios de filosofía y teología tomista los cursó en el Colegio de San Gregorio de Valladolid, el más prestigioso de la Orden; también estudió la retórica de los clásicos para tener más dominio del

discurso. Después fue prior en el convento de Escalaceli, que restauró y volvió a infundirle de su espíritu primitivo de austeridad; él mismo confesó que allí su alma se vio

tocada por el amor de Dios. Entre más o menos 1545 y 1551 fijó su residencia en Évora

(Portugal), combinando su cargo de prior y el servicio espiritual de familias nobles con la

predicación. Allí recibió un privilegio del Maestro General de la Orden de Predicadores

con un permiso especial para predicar en todos los púlpitos de España. Con la ayuda del

Cardenal-Infante D. Enrique de Portugal, creó un seminario (que luego se convirtió en

universidad) para formar al clero en su labor pastoral. En esta época, también empezó a

confeccionar sus sermones escritos, modelos para toda predicación (Oratoria sagrada II,

127-33).

La obra que más nos interesa es la Retórica Eclesiástica (1576), extenso tratado

sobre la técnica de la persuasión, en la cual siguió el plan comenzado por San Agustín al

asimilar la doctrina de los clásicos y del mismo San Agustín, y combinarla con la

18 Herrero Salgado usa como fuente principal el libro de Huerga: Fray Luis de Granada. Una vida al servicio de la Iglesia.

26

tradición judeo-cristiana. Sus fuentes fueron los profetas, los Santos Padres, y los clásicos

como Séneca, Plutarco, Virgilio y Cicerón (Oratoria sagrada II, 141-44).

La Orden de los Dominicos y su concepto de la predicación en los siglos XVI y XVII

Los dominicos fueron conocidos desde la fundación de la Orden por sus fuertes estudios teológicos y, a la misma vez, por el uso que hicieron de la escolástica

introducida por Santo Tomás de Aquino.19 Con una formación sumamente estricta, su mayor afán radicaba en monopolizar tanto la predicación como la enseñanza para

impartir un correcto uso de la doctrina; de hecho, la predicación fue la razón de ser de su

fundador Domingo de Guzmán en el siglo XIII. El estilo de vida dominica era la práctica

del silencio, de la oración, del estudio, y de la pobreza y mendicidad; pero también

tomaron como su misión principal en un mundo lleno de corrupción y herejía la

conversión de las almas a partir de la palabra y el ejemplo. Con respecto a la predicación,

los dominicos sobresalieron por el cambio de dirección hacia una vuelta a los orígenes, es

decir, hacia la predicación apostólica de pobreza evangélica20 y, simultáneamente, por su

empeño en enseñar una doctrina alejada del error.

El fraile español que sobresale de la Orden es San Vicente Ferrer (1350-1419),

quien en una época de crisis de la Cristiandad (la Iglesia estaba dividida entre Roma y

Aviñón), salió a predicar por España y Europa llamando a la conversión y a la penitencia

19 El primer código académico para los estudiantes de la Orden fue promulgado en 1259 en el Capítulo General de Valenciennes. Fue obra de cinco maestros de Teología: San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, Pedro de Tarantasia, Florencio de Hesdin y Bonhomme de Bretaña. Además de reglamentarse todo lo concerniente al plan de estudios, se estableció por primera vez la enseñanza de la filosofía: la dialéctica y la lógica se consideraron instrumentos aptos para la investigación teológica; a partir de entonces, la filosofía completó la visión doctrinal dominica (Salgado, Oratoria sagrada II, 38-43).

20 La misma misión tuvieron los franciscanos desde la fundación de la orden religiosa por Francisco de Asís. 27

a través de una “predicación planificada,” que tuvo una efectividad asombrosa y de forma

multitudinaria.21

A través del estudio de ocho preceptivas de frailes dominicos de los siglos XVI y

XVII,22 Herrero Salgado concluye que la teoría de la predicación de la Orden “trata todos

los puntos posibles de cualquier otra retórica cristiana: predicador, fines de la predicación, materia, modos y disposición, lengua y estilo, y finalmente, representación del sermón” (Oratoria sagrada II, 123); es decir, no se diferencia de las preceptivas de

otras órdenes. Este hecho sugiere que, en su larga tradición, la oratoria sagrada había consolidado unos parámetros muy concretos pero que, a la vez, dejaba libertad a que cada autor le diera su propio enfoque personal.

Vida y obra del Maestro fray Alonso de Cabrera

Aun habiendo sido un predicador de gran fama en su época, no nos han llegado muchos datos biográficos del Maestro Cabrera. Nació en Córdoba hacia 1548-1549 y, según los datos proporcionados por el Padre Ruano en su obra, Casa de Cabrera en

Córdoba, sabemos que su padre fue Francisco Godoy-Cabrera, servidor de Carlos V, que estuvo en el Perú contra Pizarro, y su madre fue Doña María Manuel, hija de los

21 Cito a Herrero Salgado para configurar una imagen de San Vicente Ferrer: “[e]l venerable predicador hacía su entrada solemne en el pueblo o ciudad de misión, al atardecer, acompañado de una muchedumbre que rezaba en alta voz y entonaba cantos de penitencia […] Aparecía pobremente vestido con sus hábitos de dominico montado sobre un asnillo que caminaba entre maderos para evitar que los devotos impidieran su marcha normal” (Oratoria sagrada II, 62).

22 Del siglo XVI son: fray Juan de Segovia, fray Luis de Granada, fray Tomás de Trujillo, fray Agustín Salucio, fray Francisco de Vitoria. Al siglo XVII pertenecen: fray Jerónimo Bautista de Lanuza, fray Andrés Valdecebro y fray Francisco Sobrecasas.

28

Gobernadores de la Isla de San Miguel. Destaca uno de sus hermanos, fray Pedro de

Cabrera, religioso Jerónimo y Maestro de Prima en el Real Convento de El Escorial.

De los datos recopilados por varios críticos,23 podemos decir que tomó el hábito

de la Orden de Predicadores en el Convento de San Pablo de Córdoba en 1566,

profesando el 20 de mayo de 1567. En el colegio de San Esteban de terminó

sus estudios, donde el Maestro fray Bartolomé de Medina le encargó la corrección de

pruebas y formación de elencos y tablas de sus Comentarios a la Tercera Parte de la

Suma de Santo Tomás (1578). Un dato que refieren sus hermanos dominicos de San

Pablo en la Dedicatoria al Duque de Lerma24 es que, siendo muy joven aún, se estrenó

como predicador en los púlpitos de la isla de La Hispaniola (actual isla de Santo

Domingo). Cuando volvió a España, leyó un curso de Artes en el Convento de San Pablo

de Córdoba y, después, desempeñó durante varios años la Cátedra de Prima de Teología

en la Universidad de Osuna.

Más tarde, su gran vocación le hizo entregarse por entero al ministerio de la

predicación recorriendo los púlpitos de importantes ciudades como Sevilla, Córdoba,

Granada, Valencia, Toledo y Madrid. Fue simultáneamente Prior de los Conventos de

Portaceli y de Reginaceli en Sevilla y, después, del convento de Santa Cruz de Granada,

donde labró la escalera principal del convento con las limosnas que recogió. De Granada

fue llamado a Madrid para predicar una Cuaresma, y tuvo tal aceptación que Felipe II le

23 Los críticos a los que me refiero con las fechas de sus obras son: Miguel Mir (1906), Alonso-Getino (1620) y José Álvarez de Luna (1926). De entre ellos, Álvarez de Luna es el que ha añadido más datos con el estudio de tres manuscritos ubicados en la Biblioteca Provincial de Córdoba: Índice de varones ilustres del Real Convento de San Pablo de Córdoba Orden de Predicadores, Apuntes para biografías de cordobeses por Luis Mª Ramírez y de las Casas-Deza, y la Historia general de Córdoba por el Dr. Andrés Morales (1620).

24 Edición de 1601 del sermonario de la Cuaresma.

29

nombró Predicador de su Majestad en 1594. Fue también consultor del Santo Oficio y fue

encargado de predicar uno de los sermones de las Honras Fúnebres de Felipe II, el 31 de

Octubre de 1598 en Santo Domingo el Real de Madrid. Siguió siendo predicador real de

Felipe III hasta que, después de haber predicado las Honras de la Emperatriz María en las

Descalzas Reales, le sobrevino la muerte el 20 de noviembre en el Convento de Santo

Tomás de Madrid.25 Su cuerpo fue trasladado en 1707 al Convento de San Pablo de

Córdoba.

Habiendo conocido en persona al Maestro Cabrera, Andrés Morales le dedica un

capítulo en su Historia general de Córdoba (1620),26 donde destaca de él su “raro

ingenio y habilidad,” llegando a ser un “rarísimo predicador” que combinaba su “mucha

fecundidad y elocuencia en el decir” con una gran “propiedad y maravillosa disposición.”

Su singularidad como orador sagrado le hizo rápidamente famoso en Sevilla, primera

ciudad española donde predicó; de hecho, Morales manifiesta la “gran aceptación y

concurso de gente que seguía sus sermones provechosos para hacer a uno no solamente

cristiano sino también muy discreto” (1242). Según este testimonio, los sermones de

Cabrera eran útiles no sólo para la formación del buen cristiano sino también para su

desarrollo intelectual. Este hecho sugiere cómo la sociedad del Siglo de Oro era

consciente de cómo los predicadores tenían una función social imprescindible en una

época donde el analfabetismo era la nota común.

25 Según Martínez Escudero, el convento dominico estaba destinado a recoger los frailes enfermos de la Orden, hoy desaparecido debido a un incendio. Pero en el momento, se señaló su sepultura en el capítulo con un letrero particular como muestra de la gran consideración en que se le tuvo (Historia del Convento).

26 Después de destinar unos capítulos al Convento de San Pablo de Córdoba, dedica el Capítulo 11 exclusivamente a Cabrera, cuyo título es: “Del excelentísimo predicador fray Alonso de Cabrera, hijo de este convento.” 30

La fama de Cabrera se expandió por las otras ciudades donde predicó, como

Granada, donde, según Morales, era “extrañamente estimado y respetado” por “grandes y

pequeños”; y como Madrid, donde fue “el más amado y respetado de todos” (1242). Si

bien no era Cabrera el único predicador estimado en la corte (Terrones también lo fue), sí

se sabe que tuvo un gran valimiento con el Duque de Lerma, como hace notar el mismo

Morales y sus hermanos del convento en la Dedicatoria al Duque.

El corpus conservado del Maestro consta de los dos tomos de Cuaresma de 1601, publicados en Córdoba por Andrés Barrera y titulados Primera parte de las

Consideraciones sobre los Evangelios de Cuaresma, desde el Domingo de Septuagésima, y todos los demás Domingos y feria, hasta el Domingo de la Octava de la Resurrección y

Segunda parte de las consideraciones sobre todos los Evangelios de la Cuaresma, desde el Domingo cuarto, y Ferias hasta la Octava de la Resurrección.27 Contamos con otros

dos tomos de sus sermones de Adviento, publicados en Barcelona en 1609 por Lucas

Sánchez con el título de Consideraciones sobre los Evangelios de los Domingos de

Adviento y festividades que en este tiempo caen, hasta el Domingo de Septuagésima y

Tomo segundo de las Consideraciones en los Evangelios, desde el día de la Circuncisión, hasta el de la Purificación.28 También conservamos el sermón de las Honras Fúnebres de

Felipe II, publicado en Madrid en 1598 y en Roma en 1612. Por último, nos ha quedado

de él una obra de literatura ascética: el Tratado de los escrúpulos, y de sus remedios,

publicado en Valencia en 1599, en Barcelona en 1606, y en Palermo en 1612.

27 Hubo tres ediciones más de estos sermones: en 1602 y 1606, en Barcelona; en 1605, en Valladolid. Todos ellos están conservados en la BN (Biblioteca Nacional).

28 Los dos tomos se conservan en la PR (Real Biblioteca, popularmente conocida como Biblioteca de ). 31

Literatura existente sobre el tema

Hasta ahora, los únicos críticos que han estudiado a Alonso de Cabrera de una

forma algo extensa son Miguel Mir, el P. Felipe Rodríguez, el P. Luis G. Alonso-Getino

y Félix Herrero Salgado. Excepto este último, todos han escrito la introducción a sus

ediciones de los sermones del Maestro.

El estudio de Miguel Mir está incorporado en el Discurso Preliminar de las dos

ediciones de los sermones de Cabrera (1906 y 1930), y contiene 29 páginas; constituye,

por tanto, una aceptable introducción al sermonario. La importancia de su ensayo radica en que ha sido el punto de arranque en la revalorización del estudio de la oratoria sagrada española en general. Precisamente, uno de los objetivos del Discurso es refutar la denigración de que fue objeto fundamentalmente por críticos extranjeros como Ticknor.

Hay también que agradecerle a Miguel Mir la recuperación del sermonario de Cabrera, al sacar a la luz, en 1906, la publicación modernizada de casi todos los sermones de ambos sermonarios y de la Honra Fúnebre en el Tomo I de Predicadores de los siglos XVI y

XVII, con el título de Sermones del M. Fr. Alonso de Cabrera. La segunda edición apareció en 1930, donde se incluyeron solamente los sermones de Cuaresma.

El Discurso de Mir cuenta con una exposición sobre los orígenes de la homilía, sobre la calidad de la oratoria sagrada en el Siglo de Oro y sobre la oratoria específica de

Alonso de Cabrera. Las características principales que resalta del Maestro son: el uso de una retórica popular, la naturalidad con que aplica las verdades dogmáticas en la vida cotidiana y su riqueza de vocabulario en las comparaciones. Como era propio de la Orden de los Dominicos, Mir hace notar su gran solidez teológica y moral tomista, e identifica como fuente de ciertos conceptos el Libro de la Oración y Meditación (1554) de Fray

32

Luis de Granada. También señala su “libertad apostólica” e incluso grandes

“atrevimientos” (xxiii) que tienen el único objetivo de defender la gloria de Dios y la

salvación de las almas. Por último, para demostrar el gran influjo que tuvo en la época la oratoria de Cabrera, Mir señala la anécdota de que Luján de Sayavedra copió párrafos enteros de sus sermones en Parte segunda de la vida del Pícaro Guzmán de Alfarache

(libro III, capítulo III).

La edición del P. Felipe Rodríguez titulada La predicación tradicional. Fray

Alonso de Cabrera: Las glorias de María publicadas desde el púlpito; misterios de la

Virgen Nuestra Señora (1920), contiene un prólogo de dieciséis páginas, que funciona a manera de una explicación del significado del título elegido para la edición (“la predicación tradicional”). El objetivo del P. Rodríguez no es hacer un estudio de la obra, puesto que para eso –según dice- ya se contaba con el Discurso de Mir, sino proporcionar un modelo de elocuencia dirigido a dos tipos de lectores: los predicadores y los estudiantes de las letras españolas. En el contexto del primer cuarto del siglo XX, el P.

Rodríguez consideraba que la predicación era monótona y rígida debido a la enorme ignorancia que se tenía sobre la elocuencia. Por este motivo, ofrece al lector seis sermones de Cabrera como ejemplos maestros de lo que debía ser “la comunicación

íntima y familiar del predicador con el auditorio” (XIV). Esta afirmación fundamental en toda predicación y el prólogo en sí demuestran cómo la predicación siempre ha sido objeto de discusión y crítica; cuestiones sobre cómo debe ser la elocuencia en el púlpito, el uso o no de la retórica clásica y la importancia de publicar sermones para imitación de otros, los vemos repetirse a lo largo de los siglos. Y todo ello está encaminado a cumplir con un objetivo: la conexión del predicador con el pueblo.

33

El P. Luis G. Alonso-Getino publicó Navidad y Año Nuevo: Nacimiento y Niñez de Jesús, por el P. Maestro Fray Alonso de Cabrera (1921), donde incorpora una amplia introducción de ochenta páginas. En ella, añade una breve biografía del predicador, para después hacer un estudio global incorporando citas de sermones con la intención de dar muestras de su elocuencia y riqueza de imágenes. Por otro lado, hace referencia a algunas evaluaciones que aparecen en el Discurso de Miguel Mir y, también, en el “Prontuario de la lengua ” del hermano de éste, Juan Mir, quien establece la gran superioridad de la prosa de Cabrera con la de Cervantes. Si bien podemos tener nuestras reservas ante tal afirmación, lo que sí es cierto es que lo que Alonso-Getino pretende es demostrar la calidad lingüística y estilística de un fraile que dedicó su vida por entero al estudio y a la lectura de los grandes maestros de la elocuencia.

En cualquier caso, las aserciones del P. Alonso-Getino están hechas desde el punto de vista de un religioso, como es la de calificar a los andaluces dominicos como los productores de la mejor poesía y de la mejor prosa: el P. Hojeda y el Maestro Cabrera respectivamente; comenta que sus contemporáneos lo llamaban el “Cicerón español” por su riqueza de vocabulario, sus agudezas e ironías. Por otra parte, califica como lo mejor de su oratoria sus razonamientos, y destaca su naturalidad en convertir el monólogo en diálogo “dando al discurso un carácter escénico y buscando que no se distrajera el auditorio” (XXVI). Por último, añade que si bien el Maestro no dejó por escrito sus impresiones sobre América, sí lo hizo de sus viajes; de ahí, el extenso uso de las analogías de las cosas del mar (borrascas y marineros), al igual que de la guerra y el ejército.

34

Félix Herrero Salgado ha publicado tres tomos sobre la predicación áurea (1996,

1998 y 2001): La oratoria sagrada en los siglos XVI y XVII es una obra general de

síntesis que, según opinión de Francis Cerdan, ha sido el mayor avance que últimamente

ha tenido el estudio de la oratoria sagrada del Siglo de Oro (Actualidad 16), de tal forma

que funciona como obra de referencia imprescindible tanto para especialistas como para

curiosos de la literatura española.

En el primer tomo, Herrero Salgado ofrece un recorrido de la predicación desde

sus orígenes hasta el Siglo de Oro. En los siglos XVI y XVII, examina los aspectos

fundamentales que componen esta disciplina: las fuentes de la predicación, la figura del

predicador y su público, la materia y los géneros de sermones, la lengua y el estilo y, por

último, la actuación en el púlpito. Toda esta información es muy útil pero, para Cerdan,

los últimos capítulos son los más valiosos porque tratan la problemática de los sermones

del siglo XVII como “género literario,” examinando la lengua y el estilo desde la

perspectiva de los ornatos de la retórica eclesiástica (Actualidad 17).

En el segundo tomo entra en detalle con el estudio de seis predicadores que sobresalieron de dos órdenes religiosas fecundas en oradores sagrados: los dominicos y los franciscanos. Primeramente, después de apuntar aspectos generales acerca de la historia y la labor de la Orden de los Dominicos y de examinar las retóricas eclesiásticas de ocho de sus frailes, hace un análisis de tres predicadores destacados: “Fray Luis de

Granada (1504-1588) (Una vida y una obra al servicio de la divina palabra),” “Fray

Alonso de Cabrera (1549?-1598) (El ideal de la predicación en el Siglo de Oro de nuestra elocuencia)” y “Fray Jerónimo Bautista de Lanuza (1553-1624)” (sin subtítulo).

35

El capítulo dedicado a Cabrera consta de dos partes que tienen que ver con su

obra sermonística:

1. Sermón y Sermonarios. Aquí da las referencias a los sermones publicados, y cita

fragmentos de dedicatorias y prólogos de las ediciones de 1601 y 1609.

2. Análisis de la obra. Esta sección se subdivide en:

Ideas sobre la predicación, el predicador y el público.

Estructura y modos de los sermones: de la Salutación, de la Introducción y de las

Consideraciones.

La materia del sermón: la figura de Jesús y la materia social.

De la lengua: estilo y recursos retóricos. Metáfora, alegoría, comparación o símil,

ejemplo y otras figuras como la anáfora, la antítesis, la interrogación y la

exclamación.

En la segunda parte, se examina su concepto de la predicación, la materia, la

estructura de los sermones y la elocutio y el estilo del Maestro. Éstos son los puntos que resaltan del estudio:

1. Define su predicación como “integral y cristocéntrica,” es decir, la materia abarca

todo el evangelio desde la perspectiva de la figura de Cristo.

2. Lo conecta al Barroco en cuanto al tema social, que es muy frecuente en sus

sermones y califica de dura la actitud del predicador cuando combate los pecados

de todos los estratos sociales. El vínculo de la oratoria de Cabrera con el Barroco

se debe a que la decadencia social fue la nota que caracterizó esta época

reflejándose en los mensajes del púlpito; estas señales ya comenzaron a finales del

siglo XVI, época de actuación de Cabrera.

36

3. Su estilo es natural y llano, cercano al pueblo, para cumplir con su función

didáctica y dialéctica.

4. En conclusión, es un predicador que cumple el ideal de fray Luis, donde la

elocuencia se encamina a persuadir y convencer al pueblo a diferencia del

siguiente predicador real, Fray Hortensio Paravicino (Felipe III y Felipe IV), cuyo

objetivo era sorprender y halagar.

Al ofrecer numerosos datos y referencias de obras y predicadores, el estudio de

Herrero Salgado es una importante herramienta para el estudio de la oratoria sagrada aurisecular pero, además, su gran valor está en que abre puertas para futuras investigaciones: los análisis de los predicadores modelo que aparecen en sus últimos tomos pueden servir --como dice Cerdan-- como punto de partida de monografías dedicadas a tales predicadores, como es el caso de esta tesis.

Otra publicación importante de Herrero Salgado es la Aportación bibliográfica a la oratoria sagrada española (1971). Como indica el título, aquí aporta una amplia bibliografía de piezas sueltas de la oratoria sagrada española (5.300 fichas). En la introducción, destaca el papel relevante de Cabrera que, al estar a caballo entre los dos siglos, “une a la naturalidad y sencillez una viveza de pensamiento y una riqueza de imágenes poco comunes” (11).

Hay, además, dos artículos sobre el dominico, uno bastante breve de fray Ceferino

Anciano, “El P. Maestro Fr. Alonso de Cabrera” (1947), que tiene la intención de hacer otra revalorización del Maestro comentando lo ya escrito por Miguel Mir, Juan Mir y

Alonso-Getino; destaca en él el uso del diálogo que convierte sus homilías en conversaciones llanas y familiares. El otro artículo es de José Álvarez de Luna, “Fr.

37

Alonso de Cabrera” (1926), tiene mayor importancia porque es el que añade más datos biográficos con tres manuscritos de la Biblioteca Provincial de Córdoba.

Miguel Herrero García, en su Ensayo histórico sobre la Oratoria Sagrada, hace referencia al fenómeno de la multiplicación de preceptivas eclesiásticas durante los siglos

XVI y XVII, como consecuencia de la preocupación que se tenía por la oratoria sagrada.

Además, pone como ejemplo el caso de Cabrera que, si bien nunca escribió una preceptiva, sin embargo, de sus homilías se podrían extraer sus ideas al respecto: “con pasajes meramente de los Sermones se podría tejer un precioso ensayo histórico del concepto que nuestros predicadores tuvieron del arte sagrado del púlpito” (xvii). Este aspecto contextualiza su oratoria y demuestra, como más adelante veremos, la gran unión que en la época postridentina existía entre la práctica y la teoría.

El artículo más reciente que ha llegado a mis manos es el del historiador Fernando

Negredo del Cerro titulado: “Levantar la doctrina hasta los cielos. El sermón como instrumento de adoctrinamiento social” (1995). En este estudio, el autor elige varias citas de Cabrera, tanto de sus sermones de Cuaresma como de Adviento, como “ejercicio interpretativo” para abordar el estudio de la oratoria sagrada. Partiendo de la base de que el sermón es un “vehículo transmisor de pautas de comportamiento,” Negredo propone un análisis basado en tres puntos: contextualización, decodificación del texto e interpretación del mensaje. Con su formación historiográfica, el autor aboga por ir más allá de un estudio retórico para analizar el sermón desde la perspectiva de su función religiosa y social.

Partiendo de la situación histórica que le tocó vivir y actuar (los inicios de la decadencia política y económica de Castilla), Negredo nos da la imagen de un predicador

38

en con su entorno; esto se refleja en la crítica punzante que, sobre todo, dirige a

los poderosos. De su estudio, sobresalen dos conclusiones fundamentales para entender la

mentalidad de Cabrera: primero, su nostalgia en volver al orden estamental que el poder

del dinero ha ido rompiendo; segundo, la apropiación del monopolio de la crítica. En este

último aspecto, sus amonestaciones emergen como “advertencias del cielo” y, en tal

sentido, detenta la autoridad de condenar las actitudes de todos los estratos sociales. El

mensaje de Cabrera ejemplifica la hipótesis de este artículo, a saber, que los eclesiásticos

eran la “pieza clave” para que el pueblo adoptara unas actitudes mentales que de otra

forma no hubieran tenido.

Para terminar, quiero hacer referencia a dos ediciones recientes sobre la oratoria

sagrada del Siglo de Oro por ser unos estudios serios y muy bien documentados. Una es

la de Francisco Javier Fuente Fernández, Francisco Terrones del Caño. Obras completas

(2001), sobre la vida y obra del obispo de Tuy y después de León, Francisco Terrones del

Caño (1550 ó 1551-1613), predicador real de Felipe II y contemporáneo de Cabrera.

Junto con un amplio estudio, ha incorporado el texto del tratado, Arte o instrucción de predicadores (1617), y numerosos notas aclaratorias sobre la preceptiva, la predicación y el contexto literario de la época. También ha adjuntado los únicos tres sermones conservados del predicador y un estudio muy valioso de cada uno basado en su estructura y contenido.

La otra edición a la que me remito es la de Miguel Ángel Núñez Beltrán, La oratoria sagrada en la época del barroco. Doctrina, cultura y actitud ante la vida desde los sermones sevillanos del siglo XVII (2000), en la que, a través del análisis de 200 sermones sevillanos y de 125 del resto de España, hace un estudio sobre las mentalidades,

39

actitudes, doctrinas y comportamientos de la Sevilla del siglo XVII. El libro contiene como apéndice tres sermones pronunciados en Sevilla a lo largo del siglo para mostrar la evolución que fue experimentando la oratoria sagrada. Núñez ofrece al estudioso una fuente inagotable de ideas, historia, motivos, citas, autores y títulos relacionados con la predicación del siglo XVII.

Francis Cerdan, en “Actualidad de los estudios sobre oratoria sagrada del Siglo de

Oro,” ha hecho una revisión de los adelantos que ha habido en el campo de los estudios de la oratoria sagrada de los siglos XVI y XVII, y donde, simultáneamente, ha animado a que los estudiosos sigan investigando para que: “la oratoria sagrada del Siglo de Oro sirva ya de material para un análisis en profundidad que permita llegar a conclusiones explicativas del funcionamiento de la sociedad áurea” (30). Esta tesis quiere responder a este llamamiento tomando el sermón como fuente inagotable de datos que encierran un gran valor humano --como diría Herrero Salgado (Aportación 25)-- complementando así lo que otras disciplinas aportarían a un estudio serio de una época determinada. Los estudios auriseculares se dirigen generalmente al análisis de textos de difusión elitista, como la poesía y la narrativa de ficción, dejando a un lado --excepto la comedia-- textos de difusión más popular que eran los que quizás más profundamente impactaban las mentalidades y concepciones del pueblo.

Por otro lado, quiero subrayar la importancia de la oratoria sagrada para el campo de los estudios culturales y literarios del Siglo de Oro, en base a que la estructura textual del género homilítico tuvo una gran difusión e influencia en otros géneros literarios de la

época (por ejemplo la literatura espiritual, los tratados de tema variado, y la novela picaresca, como el Guzmán de Alfarache), por ser un género pensado esencialmente para

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la enseñanza; en otras palabras, se puede decir que la estructura del sermón funcionaba en la época como hoy en día funcionaría el libro de texto y, de la misma manera, fue aprovechado por diferentes disciplinas.

Contenido de los capítulos

La tesis consta de siete capítulos. El primero incluye los objetivos de la tesis, una introducción general de Cabrera, una contextualización del estado de la predicación española en los siglos XVI y XVII y una revisión de la literatura existente sobre el tema.

En el segundo capítulo se expone el marco teórico y la metodología usada; contiene dos partes: una aproximación a la teoría de la predicación específica del siglo

XVI con el estudio de varias de las retóricas cristianas más influyentes de la época; la segunda parte se dedica a las teorías contemporáneas de los “Performance Studies” de la academia norteamericana, con el fin de poner en perspectiva el “performance” social y cultural del predicador.

El tercer capítulo se dedica a los sermones que corresponden al ciclo litúrgico de la Cuaresma, donde se ofrece un análisis de varios sermones puntales con los que se estudian los temas más influyentes de la doctrina moral en este ciclo litúrgico. A la vez, desde la mirada de Alonso de Cabrera, explora lo que significaba ser predicador en la

España de finales del siglo XVI junto con el contexto socio-cultural de la época. También el capítulo analiza las técnicas de persuasión en cuanto a los recursos retóricos del texto y a aspectos relacionados con su representación en el púlpito.

El cuarto capítulo se dedica a los sermones de los ciclos litúrgicos de Semana

Santa y Adviento, donde se confrontan dos imágenes opuestas de la figura de Cristo: el

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Redentor sufriente de la Semana Santa contrasta con el juez airado del Adviento que vendrá al final de los tiempos.

El quinto capítulo abarca el ciclo litúrgico de la Epifanía con la misma metodología de los anteriores capítulos, pero donde se destaca el análisis del contexto de las guerras santas de Felipe II. Aquí surgen temas de gran actualidad en el siglo XVI como la pronunciación de bulas papales desde el púlpito y la herejía. Por otra parte, en este ciclo destaca la labor pastoral del predicador dominico con pláticas que abarcan la educación de los hijos y el sacramento del matrimonio.

El sexto capítulo se dedica al análisis del sermón de las Honras Fúnebres de

Felipe II, pronunciado en la Iglesia de Santo Domingo el Real en Madrid, el 31 de octubre de 1598. En un contexto en que la Iglesia funcionaba como institución legitimizadora de la política de la Corona, el capítulo examina la interrelación existente en el sermón entre la enseñanza doctrinal de los fieles y el elogio del monarca fallecido.

Los temas sobre la brevedad y la vanidad de la vida terrenal aparecen en la plática, junto con el concepto del “bien morir” de la época. La imagen que se proyecta del monarca contiene motivos del discurso hagiográfico que tienen el fin de cumplir con su enaltecimiento final y con la edificación cristiana de toda la cristiandad.

El último y séptimo capítulo recoge las conclusiones finales de la tesis.

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CAPÍTULO 2

MARCO TEÓRICO Y METODOLOGÍA

Desque me pongo a pensar lo que valieron los oradores gentiles en la elocuencia, cómo eran dueños o tiranos de los ánimos de los oyentes, y los inclinaban a donde querían, y que tratando cosas humanas y con palabras humanas (que respeto de las divinas son muertas) les diesen tanta vida. (Alonso de Cabrera, “Consideraciones del lunes después del domingo primero de Cuaresma”)

Introducción

Los sermones de Alonso de Cabrera demuestran cómo el acto de predicar en el

siglo XVI iba acorde con una teoría del arte de la predicación compuesta por algunos de

los grandes predicadores de la época. Esta tesis examina los mecanismos persuasivos que

utiliza Cabrera en sus sermones para impactar e influenciar las conciencias de sus

oyentes. La persuasión se trata desde su aspecto textual, con el análisis de los recursos

retóricos más impactantes, y desde la “puesta en escena” del sermón, o lo que es lo mismo, desde el punto de vista de la representación que hace el predicador en el púlpito.

En cuanto a este último aspecto, la tesis establece un diálogo teórico entre los preceptos de las retóricas eclesiásticas más renombradas del siglo XVI y los conceptos que más han influido en las teorías contemporáneas del “performance” social y cultural.

En base a esto, a continuación contextualizo las ideas que se tenían en la época sobre la predicación con el fin de dar el primer paso hacia una metodología de estudio del sermón aurisecular. A este respecto, las retóricas eclesiásticas funcionan como

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compendios fidedignos en los que asentar nuestras bases; como señala Negredo del

Cerro, ante las limitaciones del sermón escrito como fuente para reconstruir el contexto

de cómo se desarrollaba la labor en el púlpito, los manuales para predicadores

complementan esta información al dar las directrices que definían al predicador ideal y, a

la misma vez, reprobar cierto tipo de conductas (Levantar la doctrina 59). Hay que tener

en cuenta, además, el valor humano de estos tratados porque, no solamente se componían

de preceptos a seguir, sino que muchas veces constituían testimonios de casos y

curiosidades que el autor había presenciado u oído sobre otros predicadores, y, en otras

ocasiones, el mismo autor se ponía de ejemplo sobre qué hacer o qué no hacer en el

púlpito. Estas bases teóricas se evidencian en la oratoria de Cabrera, y se refuerzan con

las ideas que él mismo expone sobre el oficio de la predicación.

Aproximación a una teoría de la predicación del siglo XVI

El hecho de que la predicación fuera uno de los temas imperantes en el Concilio

de Trento motivó que se multiplicaran tratados que teorizaban sobre este arte y, en

consecuencia, que la oratoria sagrada cambiara su rumbo para siempre. Las preceptivas

eclesiásticas publicadas durante el siglo XVI y principios del siglo XVII respondían a la determinación de la Iglesia de establecer un cuerpo de predicadores formados dentro de las pautas dictadas en Trento, con el doble objetivo de recuperar la fe de los cristianos

perdidos y, al mismo tiempo, fortalecer la de los que todavía permanecían fieles.

Junto con estas preceptivas, la publicación de los sermones de predicadores

reconocidos completaba y reafirmaba la labor de adiestramiento de profesionales al

ofrecer modelos específicos en los que ejercitarse, poniendo además a disposición de

44 todo aquel que supiese leer los fundamentos de la doctrina católica ortodoxa oficial. De hecho, la estrecha relación entre la teoría dictada en las preceptivas eclesiásticas y su puesta en práctica en el sermón demuestra la gran efectividad que tuvo Trento en la reforma de la oratoria sagrada.

Concretamente, El Concilio de Trento decretó que el ministerio de la predicación consistía en enseñar todo lo que era necesario para la salvación de las almas en un lenguaje llano y simple, y sin entrar en disquisiciones teológicas que no aportaban nada al pueblo (Smith 138). También determinó que la doctrina debía ser extraída de las

Sagradas Escrituras, de los padres de la Iglesia y de todos los comentarios y glosas bíblicas; por último, canonizó la Vulgata como la versión oficial de la Biblia.29

Para la Iglesia postridentina, la revelación estaba tanto en los textos escritos de las

Escrituras como en todo el legado de la tradición apostólica; por eso, para ser verdadero, era “vital” que el predicador tuviera este conocimiento y, al mismo tiempo, para ser efectivo debía hablar la “lengua” de sus contemporáneos lingüística y teológicamente

(Smith 153-54). Teniendo en cuenta los decretos de Trento, Fray Luis de Granada presenta en su Retórica Eclesiástica (1576) cómo debía ser la instrucción de un orador sagrado:

[E]l predicador debe estar instruido en toda la filosofía moral y doctrina cristiana. Porque como él deba hablar continuamente de las virtudes y vicios, de los mandamientos de la ley de Dios, de los sacramentos y de los misterios de la fe cristiana que se contienen en el Símbolo, debe tener, en cuanto le sea posible, una ciencia cabalísima de todo esto, para que así pueda de aquello que se atribuye y conviene al asunto tomar argumentos

29 La sesión del Concilio de Trento, celebrada el 8 de abril de 1546, decretó los 73 libros de la Vulgata de San Jerónimo (s. IV d. C.) como los libros canónicos (es decir, revelados), que se editaron como texto oficial de la Iglesia en la Vulgata Clementina de 1592 (Fuente Fernández 208).

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que sean conducentes para exhortar o disuadir, probar o reprobar, y amplificar o disminuir. (Tomo I, libro II, capítulo VII, 162-63)

Además de tener un perfecto conocimiento de todas las materias bíblicas para poder construir argumentos contundentes, la cita revela el tipo de adoctrinamiento que exigía Trento: la doctrina moral. Ésta era una combinación de filosofía moral y doctrina cristiana donde la materia giraba en torno a dos ejes principales: la reprensión de los vicios y la enseñanza de las virtudes.

El franciscano fray Diego de Estella (1524-1578), en su Modo de predicar y

Modus concionandi (1576), determina más concretamente que la doctrina moral es la explicación literal y moral de las Sagradas Escrituras. 30 Teniendo en cuenta que la

congregación estaba formada por cristianos consolidados que “aunque tienen fe, son

viciosos pecadores,” esto era todo lo que el pueblo necesitaba escuchar para su salvación.

El dominico fray Agustín Salucio (1523-1601), en sus Avisos para los predicadores del Santo Evangelio (ca. 1601), añade un aspecto fundamental para la predicación de esta época, a saber, que la manera de tratar la materia de vicios y virtudes era acomodarla siempre al evangelio del día, lo cual exigía tener un gran conocimiento de todo el evangelio y entender a la perfección todos sus argumentos (Parte I, capítulo 2,

136-37). Este concepto, en realidad, sigue vigente en toda buena predicación cristiana como demuestro más adelante con un estudio de las bases teóricas que proponen algunos

predicadores de las Iglesias norteamericanas actuales.

30 En cambio, los otros dos sentidos de las Sagradas Escrituras, el alegórico y el anagógico, son muy útiles para los pueblos no evangelizados; de ahí que los Santos Padres tuvieran que usarlos (Estella capítulo III, 18).

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En definitiva, el predicador postridentino tenía que ser el predicador del pueblo;

ello suponía una gran preparación doctrinaria antes de subir al púlpito y, lo más

importante, ser capaz de explicar toda esa materia de una forma inteligible a un público

heterogéneo. Por eso, con el objetivo de que la enseñanza doctrinal fuera lo más efectiva

posible, la dispositio o construcción del sermón se adecuó en el siglo XVI al sermón

tradicional. La homilía trataba temas variados y los disponía apostillando el evangelio, es

decir, se iba explicando la materia estructurando el sermón en ciertos segmentos que

algunos predicadores llamaban “consideraciones,” y que podían variar en número.

Constaba de dos partes: el exordio, que se dividía a su vez en salutación e introducción, y

el cuerpo, que contenía las diferentes consideraciones en donde se iban tratando los

puntos doctrinales desde diversas perspectivas. Según Terrones, este tipo de sermón

aseguraba que el pueblo recibiera una instrucción completa y perfectamente entendible.31

Humanismo en las retóricas eclesiásticas del siglo XVI

A principios del siglo XVI, la predicación experimentó un “cambio de ámbito” -- en palabras de López Muñoz--, en el que se pasó del concepto escolástico medieval de sermo al concepto renacentista de concio. Mientras que el primer término aludía a un intercambio conversacional, el segundo hacía referencia a la alocución o discurso breve dirigido a los fieles convocados en una asamblea. Diego Pérez de Valdivia, en De sacra ratione concionandi (1588), definió el término de concio como un fenómeno retórico

31 Terrones clasifica el sermón según dos categorías dependiendo de la materia o contenido del sermón. La primera categoría se compone de sermones de santo o misterio y de sermones de doctrina, mientras que la segunda se divide en sermones de un solo tema y en sermones de tema variado; esta última es la homilía (Tratado II, capítulo I, 177).

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específico que tenía un método y una finalidad, y donde se destacaba la relación entre el

orador y el auditorio junto con unas estrategias de comunicación (qutd in López Muñoz

88).

Sobre estas premisas, el término “concionatorio” del siglo XVI se refiere a la

teoría y a la praxis de la predicación específicamente renacentista. A este respecto, López

Muñoz define la “teoría concionatoria” como el uso de la retórica como instrumento de

poder a través de la persuasión (41). Con esto tenemos que el arte de persuadir es el eje

por donde se mueve la predicación del siglo XVI y principios del XVII, cuyos recursos y

filosofía se conceptualizaron formando una teoría de la predicación que se llamó

“concionatoria.”

En el arte concionatorio aparece como gran protagonista la palabra; se hizo

patente el gran poder de la palabra para movilizar a las gentes a la acción. De hecho, las

nuevas ideas sobre la persuasión en el púlpito y su directa relación con el discurso

coincidieron con la corriente humanista y su amplia producción de tratados de retórica; es

más, muchos retóricos dedicaron alguna sección de su obra al tema de la predicación,

donde daban ciertos preceptos y valoraban su estado.32 Esto demuestra la importancia

que los círculos intelectuales del Siglo de Oro daban a la oratoria sagrada y, asimismo, revela la indiscutible conexión de las retóricas cristianas con el legado clásico. Como

32 Según Herrero Salgado y Antonio Martí, se consideran humanistas las retóricas de Luis Vives, Furió Ceriol, el Brocense, Nebrija, Salinas, Granada y la Retórica forense. De entre ellas, no se publicaron en España la de Vives y la de Ceriol, en cambio, la del Brocense fue la más influyente en la reforma de la predicación. Las retóricas que tocaron el tema de la predicación fueron: la de Miguel de Salinas, Retórica en lengua castellana (Alcalá, 1541), fue la primera escrita en castellano y donde apareció una idea que se iría repitiendo en lo sucesivo: la necesidad del predicador de estudiar la elocución; después siguieron la de Andrés Sampere, Methodus oratoriae; ítem et De ratione concionandi libellus (Valencia, 1568); Benito Arias Montano, Rhetoricorum libri quattuor (1569); Huarte de San Juan, Examen de ingenios (Baeza, 1575). Pero, según Fuente Fernández, de entre todas las retóricas humanistas, la que consigue la síntesis perfecta entre cristianismo y clasicismo es el Arte o instrucción de predicadores de FranciscoTerrones (Fuente Fernández 86).

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afirma Herrero Salgado, había una retórica cristiana que era diferente, pero no

independiente, de la pagana (Rhetorica ecclesiastica 274).

Así tenemos que desde el aspecto discursivo, escuchar a los predicadores

formados bajo los auspicios del Concilio de Trento significaba el estar expuesto a un

discurso fuertemente retórico; una retórica popular, eso sí. Los mismos humanistas tenían

en cuenta la aportación de la predicación para cumplir con el sueño de Antonio de

Nebrija de elevar la lengua castellana a un nivel digno del imperio español. El Maestro

Francisco de Medina así lo refiere en su prólogo a las Anotaciones (1580) de Fernando de

Herrera:

Dos linages de gentes ai en quien deviéramos poner alguna esperança: los poetas i los predicadores, mas los unos, i también los otros (hablo de los que tengo noticia) no acuden bastantemente a nuestra intención. Los predicadores, que por aver en cierta manera sucedido en el oficio a los oradores antiguos, pudieran ser de más provecho para este intento, se alexaron d’él siguiendo dos caminos bien apartados: unos, atendiendo religiosamente al fin de su ministerio, contentos con la severidad i sencillez evangélica, no se embaraçaron en arrear sus sermones d’estos deleites i galas, i así dexaron la plaça a los otros, que con más brío i gallardía quisieron ocupalla. Los cuales, en vez de adornarse de ropas tan modestas i graves cuanto convenían a l’autoridad de sus personas, se vistieron de un trage galano pero indecente, sembrado de mil colores i esmaltes pero sin el concierto i moderación que se demanda. No entran en esta cuenta algunos insines ministros de la palabra de Dios que con universal aprovación i utilidad la predican en aquestos reinos, los cuales, si quisiessen, a costa de pequeño trabajo subirían al punto de la perfeción que buscamos. (191-92)

Según la cita, Medina expone los tres estereotipos de predicadores que ya

coexistían durante la segunda mitad del siglo XVI: los que practicaban un estilo del

púlpito austero, siguiendo la sencillez de los predicadores evangélicos; los que lo

embellecían demasiado con el artificio; y, por último, los predicadores doctos e insignes

que con su cuidada elocuencia podrían haber contribuido a ésa ansiada perfección, si

49

hubieran sido un grupo más numeroso. La preocupación de Medina nos revela el dilema

que se empezaba a hacer frente en el arte de predicar acerca de cuál debía ser el estilo

correcto del púlpito; una polémica que resurgiría con más fuerza en pleno Barroco.33

El “cambio de ámbito” que experimentó la predicación en el siglo XVI se

evidencia en la Retórica eclesiástica de fray Luis de Granada, considerada hoy en día

como una de las grandes retóricas que nos han llegado;34 en esta inmensa obra, Granada

rescató del largo olvido escolástico el sentido ciceroniano de la palabra como facultad

prodigiosa que tenía el poder de torcer voluntades y de reinar sobre todas las cosas.35 A la

misma vez, también recuperó el alma que Cicerón, reforzado después por Quintiliano,

infundió al arte de la peroración romana basado en el maridaje entre retórica y filosofía

(Iso 54).

Esta relación vinculaba al retórico romano a la tradición aristotélica, en la que el

orador debía estar familiarizado con las tres partes de la filosofía: la lógica, la ética y la

física.36 Pero, además, el orador ideal ciceroniano debía poseer las virtudes propiamente

romanas de sapientia y prudentia, que estaban directamente ligadas a la vida civil. De

33 Las dos fechas clave de esta polémica son 1580, marcada por el prólogo del Maestro Medina, y 1638 por las opiniones expuestas en varias preceptivas eclesiásticas defendiendo el estilo diferente de la “predicación moderna” --según palabras de Juan Rodríguez de León en El predicador de las gentes de 1638-- (qtd. in Smith 96-7).

34 Herrero Salgado pone la Retórica de Granada al lado de la de Cicerón, De oratore, la de Quintiliano, De institutione oratoria y la de San Agustín, De doctrina christiana (Rhetorica ecclesiastica 301).

35 Esta cita famosa de Cicerón reza en latín: “Est flexanima atque omnium regina rerum oratio” (Libro II, capítulo 44).

36 Quintiliano explica la conexión de la retórica con las tres partes de la filosofía: la lógica ayuda a conocer las propiedades de cada término y, dentro de ella, la dialéctica da las técnicas necesarias para el arte de disputar; la ética es la moral que se conecta con la materia de y bondad, es lo que forma la filosofía moral; y la física aporta los preceptos filosóficos de las cuestiones universales y generales (libro XXII, capítulo II, 303-5).

50 esta forma, Cicerón había perfeccionado la famosa definición de orador atribuida a

Marco Porcio Catón el Censor, vir bonus dicendi peritus, exigiendo al orador las más altas cualidades físicas, intelectuales y morales debido a la gran responsabilidad que tenía al poseer un arma tan poderosa como la palabra (Herrero Salgado, Rhetorica ecclesiastica 275). Es más, Quintiliano llegó a afirmar que realmente nadie podía llegar a ser un orador si no era un “hombre de bien,”37 porque detrás de la bondad y de la sinceridad se escondían aquellas dos virtudes (la razón y la prudencia) que proporcionaban la elocuencia.

Aunque la tradición evangélica atribuía la elocuencia de los apóstoles y de los

profetas a la inspiración del Espíritu Santo, fray Luis de Granada, no obstante, también

comprendió la gran afinidad entre el orador clásico y el orador sagrado: el objetivo de ambos no era hablar en las escuelas de eruditos sino persuadir en público al “vulgo.”

Partiendo de la base de que el vulgo era “rudo” y “necio,” las razones no bastaban para

convencerle sino que se le tenía que “conmover con afectos y atraer blandamente con

varios modos de decir y con la elegancia de la oración” (Retórica eclesiástica Tomo I,

prólogo, 29). Aquí es donde entraba en juego la creencia clásica de que el arte podía

37 “El orador, pues, para cuya instrucción escribo, debe ser como el que Catón define: Un hombre de bien instruido en la elocuencia. Pero la primera circunstancia que él puso, aun de su misma naturaleza, es la mejor y la mayor; esto es, el ser un hombre de bien; no tan solamente porque si el arte de decir llega a instruir la malicia, ninguna cosa hay más perjudicial que la elocuencia, ya en los negocios públicos y ya en los particulares, sino porque yo mismo, que en cuanto está de mi parte me he esforzado a contribuir en alguna cosa a la elocuencia, haría también el más grave perjuicio a la humanidad disponiendo estas armas, no para un soldado, sino para algún ladrón […]. Porque no solamente digo que el que ha de ser orador es necesario que sea hombre de bien, sino que no lo puede ser sino el que lo sea. Porque en la realidad no se les ha de tener por hombres de razón a aquéllos que habiéndose propuesto el camino de la virtud y el de la maldad, quieren más bien seguir el peor; ni por prudentes a aquéllos que no previendo el éxito de las cosas, se exponen ellos mismos a las terribles penas que llevan consigo las leyes y que son inseparables de la mala conciencia. Y si no solamente dicen los sabios, sino que también la gente vulgar ha creído siempre que ningún hombre malo hay que al mismo tiempo no sea necio, cosa clara es que ningún necio podrá jamás llegar a ser orador” (Quintiliano, libro XXII, capítulo I, 287-88).

51 ayudar a perfeccionar la naturaleza38 y de que el “perfecto predicador” debía tener dominio completo de tres artes (“oficios”): de la invención, para probar y amplificar; de la elocución, para hablar apropiadamente; y de la pronunciación, para acomodar la voz y el gesto a las cosas que decía.39 Granada reconocía que la mejor elocuencia era la inspirada por el Espíritu Santo, pero no se engañaba cuando escuchaba a otros predicadores: la mayoría no tenía una elocuencia natural ni recibía la gracia divina; por eso, al ser la retórica el “arte de bien hablar,”40 defendió su uso desde el púlpito como herramienta de persuasión.41

Fray Diego de Estella fue también un defensor de la retórica y coincidió con

Granada en establecer como fines de la predicación los tres grados de persuasión clásicos

38 Granada dice sobre el origen de la Retórica: “Dios, aquel soberano criador y gobernador de todas las cosas, que todo lo dispuso en número, peso y medida, de tal suerte crió la naturaleza humana, que sembró al mismo tiempo en nuestros ánimos las semillas de las ciencias y virtudes para que, cultivándolas, después nosotros las perfeccionásemos, parte con el socorro divino, parte ayudados de nuestra industria y trabajo […] ¿qué cosa hay tan propia de la criatura racional como el discurrir, disputar y persuadir? […] Por tanto, se ha de tener por muy verdadera la sentencia de Fabio, que dice: ‘No hay cosa perfecta, sino en donde el arte ayuda a la naturaleza’” (Retórica eclesiástica tomo XX, libro I, capítulo I, 37).

39 Granada identifica en total cinco artes: invención, disposición, elocución, memoria y pronunciación. De entre ellas, confiesa que escribió la obra por la necesidad que tenían los predicadores de su tiempo de la elocución y de la pronunciación; no trata de la memoria por ser considerada algo que depende de la naturaleza de cada uno y no del arte (Retórica eclesiástica Tomo I, prólogo, 31).

40 Granada especifica que, aunque se usa la palabra retórica para la parte de la elocuencia que contiene los preceptos de este arte, él la toma para significar la elocuencia en sí: “aquella habilidad de explicarse con prudencia, con claridad, con abundancia y con armonía; esto es, […] una sabiduría que habla copiosamente” (Retórica eclesiástica Tomo I, libro II, capítulo I, 119).

41 “Si los que se dedican al estudio de la filosofía y teología aprenden primero el arte dialéctica, para que, instruidos con sus reglas, puedan fácilmente argüir, responder a los argumentos y persuadir su intento, no menos se debe aprender el arte de la retórica para que podamos persuadir al pueblo lo que queremos esto es[o], no sólo decirlo de suerte que crea ser verdad lo que decimos, sino que ejecute lo que ya creyó ser verdadero y honesto, que es lo más difícil de conseguir. Por lo que si nadie puede loablemente ejercitarse en las disputas filosóficas y teológicas si no está diestro en el arte de disputar, así apenas sin el socorro de la retórica podrá alguno predicar bien a no estar inspirado por el Espíritu Santo, como sucedió a los apóstoles y profetas, o no está dotado de un ingenio muy feliz y de una natural facundia, lo que en muy pocos se encuentra. Lo cierto es que con más elegancia y facilidad ejercerá el ministerio de la palabra el que con diligente estudio se ayudare de esta arte. Por tanto, no sin razón debe culparse la negligencia de muchos predicadores que suben al púlpito sin el subsidio de esta arte” (Retórica eclesiástica Tomo I, libro I, capítulo II, 41-43).

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de Quintiliano: enseñar, deleitar y mover (docere, delectare y movere). En cambio,

Terrones eliminó el fin de delectare para concentrarse en los otros dos, que él tradujo al castellano como “edificar” y “aprovechar,” respectivamente (Tratado II, capítulos I-IV,

177-91). En el fin de movere era donde se justificaba la labor del predicador, puesto que las buenas obras de los fieles eran consecuencia del aprovechamiento doctrinario del sermón; por este motivo, era aquí donde entraban en juego los dispositivos de la persuasión.

A este propósito, Granada desarrolló dos teorías que se complementaban entre sí: la teoría de la amplificación (amplificatio) y la teoría de los afectos (Retórica eclesiástica

Tomo I, libro III, capítulo X, 365-87). La amplificatio es un recurso que forma parte de la inventio porque hace razonar al entendimiento de la misma forma que la argumentación; pero se diferencia de ésta en que, al ser su verdadero objetivo persuadir, alabando o vituperando algo o a alguien, inyecta a la voluntad del oyente una variedad de sentimientos hacia el objeto. De esta forma, mientras que el razonamiento de la argumentación se vale de silogismos, la amplificación es más una especie de exposición y enumeración; este recurso lo veremos ampliamente en la oratoria de Cabrera.

En la teoría de los afectos, Granada perfiló los mecanismos que suscitaban emociones en los oyentes para moverlos a la acción. El término “afecto” expresa la fuente de emociones o pasiones que se produce en la mente humana; según esto, la teoría se basaba en la creencia aristotélica de que los afectos del auditorio se estimulaban, si se ponían las cosas delante de sus ojos: el orador debía tener visiones en las que se vivificaban con voces y actos todo aquello de lo que se estaba hablando. Estas “fantasías” del orador producían que el auditorio se sintiera presente en situaciones que se contaban

53

solamente de palabra. En consecuencia, la regla esencial para estremecer a los oyentes

era que el predicador estuviera primero conmovido sinceramente, y que estos

sentimientos los transmitiera a través de una correcta pronunciación (actio) y elocución

(elocutio).

Hay una larga de recursos retóricos específicos que sirven para conmover los afectos, pero aquí nos interesa más ver los cuatro modos en que Granada divide la amplificatio: las descripciones de las cosas, las descripciones de las personas, el razonamiento fingido y la conformación. Sobre las descripciones:

Descripción es exponer lo que sucede o ha sucedido, no sumaria y ligeramente, sino por extenso y con todos sus colores, de modo que, poniéndolo delante de los ojos del que lo oye o lo lee, como que la saca fuera de sí y le lleva al teatro. Llámanla los griegos hipotiposis, porque representa la imagen de las cosas, bien que este vocablo se acomoda siempre que se pone algo a la vista. Este género, pues, consta principalmente de la explicación de las circunstancias, mayormente de aquellas que mejor representan una cosa y hacen más llena la narración; esto es, que muestran los afectos, costumbres y genio de cada persona en particular. Sin embargo, se ayuda más que medianamente de comparaciones, semejantes, desemejantes, imágenes, metáforas, alegorías, y de otras cualesquiera, figuras que ilustra un asunto, para lo cual aprovechan grandemente los epítetos. Mas para expresar bien todo esto, no sólo contribuyen el arte y el ingenio, sino también el haber visto por tus ojos lo que deseas manifestar, o haberte hallado presente; y más, si lo sufre la calidad de la materia, haberlo probado y experimentado en ti mismo. (Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo VI, 314-15)

Los antiguos griegos bien sabían que era más fácil persuadir con el sentido de la

vista que con el del oído. El orador podía contrarrestar esta dificultad, retóricamente, con

el buen manejo de la descripción del objeto: este recurso producía en el oyente imágenes

tan vívidas como si fueran vistas en vez de oídas: de ahí la comparación que hago en esta

tesis entre el teatro y el “performance” del predicador en el púlpito. La propia experiencia

del orador era un factor decisivo para realizar descripciones efectivas; en el caso de

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Cabrera, las imágenes detalladas de todo lo relacionado con la navegación y los soldados, por ejemplo, demuestran que sus experiencias personales fueron decisivas para dominar la maestría de este recurso. No obstante, estos ejemplos no son los únicos, veremos que el amplio uso de la descripción en muchos campos del conocimiento es una de las características que sobresalen de su oratoria.

Con respecto al tercer modo, el razonamiento fingido (sermoncinatio) o conversación fingida es una figura que forma parte de las descripciones de personas y es, en opinión de Granada, la que más pertenece al oficio de predicar: “Razonamiento fingido es cuando se atribuye el discurso a alguna persona y se expone con respeto a la dignidad del que habla en esta forma” (343). Cabe notar que lo esencial en el uso de esta figura es que las palabras se acomoden al decoro que se requiera en cada caso. Un tipo de razonamiento que entra en este género es cuando, al referir un suceso, el predicador pregunta sobre él al auditorio dando luego él mismo la respuesta; otro tipo sería el soliloquio, donde un hombre se amonesta a sí mismo por sus pecados exhortándose después a la virtud.

La conformación es el último modo y está muy cerca del razonamiento fingido, pero según Granada tiene mucha más energía: “La conformación es cuando alguna persona que no está presente se finge que lo está; y cuando una cosa muda o uniforme se hace elocuente y formada, y se le atribuyen palabras o alguna acción que le corresponda”

(353).

Tanto el razonamiento fingido como la conformación inclinan la plática del sermón a una especie de diálogo, en el que se acomodan los discursos a diversas personas que el mismo predicador debe representar con el tono de voz y gesto adecuados. El

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diálogo fingido es otra característica de la oratoria de Cabrera, donde la extraordinaria naturalidad de su uso le da al discurso una variedad y una gracia especial.

Estella, por su parte, añadió tres medios prácticos para mover los afectos de los oyentes. En primer lugar, el ejercicio de la oración ayudaba a predicar con “espíritu y devoción”; de esta manera, se adquiría la “retórica celestial,” esa elocuencia sencilla y natural que caracterizaba a los primeros predicadores evangélicos. En segundo lugar, la retórica de los clásicos proporcionaba recursos para argumentar y probar;42 Cristo, San

Pablo y los santos Doctores también usaron la argumentación porque “como la voluntad no [se] aferre sino con lo que el entendimiento juzgare ser bueno, de aquí es que nunca los oyentes se moverán, si no entendieren primero ser aquello bueno y que es bien hacerlo” (capítulo XXVII, 138). Es decir, la voluntad es la que instiga al hombre a que actúe para obtener lo que el entendimiento le dicta como mejor para él, y al entendimiento se le persuade con razones bien pensadas y argumentadas; de ahí, la necesidad de la retórica. El último medio es el uso en la plática de la segunda persona del verbo: al dar la impresión de que el predicador se está dirigiendo a cada oyente en particular, hace que éstos presten más atención y sientan más poderosamente la crítica de sus costumbres (capítulo XXVII, 138-140).

Cabrera hace un uso frecuente del “tú” en sus homilías que facilita un diálogo fingido con el auditorio; en él, el predicador anticipa los argumentos en contra que la congregación pudiera tener para después rebatirlos él mismo. En realidad, este diálogo retórico es un residuo de los juicios de época greco-romana, en los que los dos litigantes

42 Sobre el debate del uso o no de la retórica pagana en la predicación, teóricamente muchos predicadores estaban en contra de su uso, pero la práctica demostraba lo contrario (Smith 89-110).

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se refutaban mutuamente sus argumentos. Estella consideraba que para confutar y

responder a las objeciones con efectividad necesitaba el predicador de mucho ingenio,

pues “desarraigar las falsas opiniones que tiene el pueblo” (capítulo XXXV, 170) no era

una tarea fácil; se necesitaba agudeza, intuición y mucha preparación de antesala para

fabricar buenos argumentos.

Otro aspecto que se tenía que tener en cuenta para persuadir al público era el

adoptar, como Trento había decretado, un estilo natural. Granada propugnaba la

acomodación del lenguaje del predicador según el tipo de auditorio al que se dirigiera

(Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo XII, 511), mientras que Terrones se

encaminaba más a crear un estilo general que armonizara los dos cánones lingüísticos que

coexistían en el siglo XVI: el lenguaje culto y cortesano, y el lenguaje común y vulgar.43

Según esto, Terrones propuso un lenguaje que evitara ciertos vicios y que tuviera una

serie de virtudes: “no a de ser curioso, poético, profano, afectado, muy compuesto y

numeroso, sino, de los vocablos del vulgo, los mejores y más propios; pero, al fin, del

vulgo, pues los a de entender el vulgo” (Tratado IV, capítulo I, 251). Asimismo,

rechazaba el uso de sinónimos,44 de palabras indecentes (“vocablos apicarados”) o

lascivas, neologismos o vocablos de uso muy reciente o muy antiguos (252-54).

43 Para más desarrollo del tema, ver nota a pie de página de Fuente Fernández: “Terrones pretende armonizar ambas tendencias conjugando naturalidad y selección, equilibrio entre el plano del contenido y el formal” (Instrucción Tratado IV, capítulo I, 248).

44 Acerca de los sinónimos había unanimidad entre las retóricas eclesiásticas, pues lo que se debía dar era la palabra más apropiada a cada cosa (propria verba, como observó Quintiliano en Instituciones, 4, 2, 36), para que resultara un lenguaje con sustancia. Cuenta Terrones que el mismo Felipe II alababa esta virtud en los predicadores: “Fulano no sabe más de vn vocablo para cada cosa, pero es el proprio” (252). Fuente Fernández cita el testimonio de Gil González Dávila quien asegura que el rey se refería a Terrones.

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Estella añadió a la cuestión del estilo algo que iba en correspondencia con el

sentido humanista del Maestro Medina: que lo que más deleitaba al auditorio era un

“buen romance” y una abundancia de vocabulario; de esta manera, según Estella, el

orador cristiano debía mantener la armonía entre no ser demasiado corto ni demasiado

“charlatán y parlero.” También previno contra los sinónimos: “[y] así advierta el

predicador que no diga muchos sinónimos enhilados, porque hay dos inconvenientes en

ello: el uno que ofende, el otro que ha de usar por fuerza de los mismos vocablos para

declarar segunda vez lo que ha había declarado, lo cual es grande defecto (Capítulo XXX,

148). Para el franciscano, el estilo se enviciaba con el uso de sinónimos porque

provocaban lentitud y redundancia en la plática, lo cual aburría y desagradaba a los

oyentes.

En suma, el estilo del púlpito en el siglo XVI exigía una elocuencia basada en un

estilo natural con el fin de que fuera entendido por el pueblo; este descenso social

lingüístico se realizaba con el auxilio del decorum retórico, el cual debía regirse por el

principio de naturalidad y claridad en el lenguaje y estilo, todo en consonancia con la

actio del predicador, en sus dos niveles de pronunciación y gesticulación (Terrones IV, I,

247 y 251). La clave era evitar la afectación y la descortesía en el lenguaje encubriendo,

conscientemente, todos los recursos retóricos que proporcionaba la elocutio. En otras palabras, el modelo ideal de predicación se definía por la conversación sencilla, familiar y común de todos los días y, simultáneamente, compuesta de palabras elegidas por su decencia y propiedad.

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El oficio de predicar: enseñanza y reprensión

Fray Luis de Granada dedicó casi enteramente el libro I de su Retórica

eclesiástica a las características del predicador y de su oficio. En el capítulo “Del oficio de predicar y de su gran dignidad” (capítulo III, 62-65), expone la honorabilidad de sus primeros ministros (los profetas, Cristo y los apóstoles) y el fin que desde su origen había perseguido: la gloria de Dios y la salvación de las almas. La “utilidad y mérito” del oficio residía además en que sus ministros no sólo practicaban la virtud y la justicia, sino que inflamaban a otros de ellas a través de la enseñanza:

Porque siendo el principal oficio del predicador no sólo sustentar a los buenos con el pábulo de la doctrina, sino apartar a los malos de sus pecados y vicios, y no sólo estimular a los que ya corren, sino animar a correr a los perezosos y dormidos, y, finalmente, no sólo conservar a los vivos con el ministerio de la doctrina en la vida de la gracia, sino también resucitar con el mismo ministerio a los muertos del pecado, ¿qué cosa puede haber más ardua que este cuidado y esta empresa? (capítulo IV, 67)

El oficio consistía en proveer a los fieles la doctrina moral, la cual consistía en la enseñanza de las virtudes y la condenación de los pecados. No obstante, la labor del predicador no era nada fácil; Granada detectó dos obstáculos que dificultaban los dos fines del oficio: uno tenía que ver con el receptor del mensaje y el otro con su emisor.

El primer obstáculo era el pecado original, el cual provocaba la obstrucción de los sentidos de los hombres: “de tal suerte cierra y obstruye todos los sentidos y resquicios por donde pueda entrarles alguna luz, que por un cierto modo recóndito y prodigioso viendo no vean y oyendo no oigan ni entiendan” (69).45 La fuerza el pecado era tal que decía San Gregorio –sigue Granada- que era “mayor milagro convertir a un pecador por

45 Granada cita el evangelio de San Lucas 8, 10.

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medio de la predicación y oración que resucitar a un muerto.”46 La “pesada carga” del pecado hacía del ministerio de la predicación un “grave negocio,” pues se sabía de antemano que conseguir el fin que se proponía era más que menos imposible.

La segunda dificultad era la que tenía que ver con los propios “afectos” del orador sagrado: la ambición de honra y gloria humana, y el temor a la ignominia. Estas pasiones hacían que el predicador olvidara su misión buscando la satisfacción del público (capítulo

V, 73-79). El remedio que proponía Granada para luchar contra la vanagloria era la

oración: “más debe adelantar este negocio con oraciones que con sermones, más con

lágrimas que con letras, más con lamentos que con palabras, más con ejemplos de

virtudes que con las reglas de los retóricos” (71). Según esto, para cumplir con el fin de la

predicación, el ministro sagrado debía desarrollar más en su vida las virtudes que los

estudios de retórica. Como el predicador siempre estaba a la mira de todos, Estella

enfatizó que el perfil del predicador debía ser de “muy honesto y modesto” (capítulo XV,

82).

Para evitar la jactancia, Terrones, por su parte, vedaba el uso de la primera

persona en el sermón: “predicar” era “hablar con los oyentes de parte de Dios;” así, se

debía evitar el aficionar al público a la persona del predicador (Tratado II, capítulo IV,

204). Esto explica el que Terrones insistiera en que la humildad fuera la principal virtud cristiana del ministro sagrado;47 el problema era que dicha virtud se veía en muy pocos.48

46 De San Gregorio Magno, Granada cita sus Diálogos (capítulo III, 17).

47 En cambio, Granada y Estella consideraban la bondad y la caridad como las principales virtudes del predicador.

48 Esta afirmación aparece en las hojas preliminares del tratado, donde escribe una carta a su sobrino exponiendo que la razón por la que escribió la obra fue por petición de su sobrino, que quería formarse como predicador. Fuente Fernández señala que esto forma parte del tópico de la falsa modestia dirigido a la 60

Más al contrario, en vez de imitar a los buenos predicadores para suplir la falta de don para predicar,49 en el oficio siempre se estaban censurando los unos a los otros, mientras que todos esperaban la alabanza de sus propios sermones.50

Debido a las dificultades que estorbaban la efectividad del sermón, el tema de la reprensión de los vicios era el que las preceptivas dieron mayor atención por ser la parte más espinosa del oficio, pero la más beneficiosa para los fieles. Formaba parte de la invención y constituía, en realidad, el medio más enérgico de cumplir con el fin retórico de movere; de hecho, la reprensión se consideró como la verdadera función del orador cristiano.51

Con respecto a la disposición del sermón, la reprensión se incorporaba dentro de las consideraciones morales52 siendo, según Estella, “muy provechoso que, después de

captatio benevolentiae, de uso común al empezar una carta: el autor expresa que se ve forzado a escribir la obra por petición de otra persona y que no espera conseguir el objetivo que le han propuesto (Hojas preliminares 137). Efectivamente, esto se puede ver como una primera lección que Terrones da a un público más amplio, en la que tanto maestro como discípulo son vivos ejemplos de humildad.

49 “Y, aunque es así que muchos hay que no tienen buena gracia ni don de predicar, si quisiessen humillarse a preguntar e imitar, dexándose corregir, cubrirían mucho de la falta del natural y serían muy bien oýdos por la gente cuerda, que no mira tanto en lo natural quanto en lo infuso y adquirido” (Terrones, Hojas preliminares 139).

50 “Está tan introducido esto de lisongear a los predicadores, que, si no ay quien les diga nada luego allí, no lo lleuan a paciencia” (Terrones, Hojas preliminares 138).

51 “Porque verdaderamente siento muchísimo ver a algunos tan olvidados de su obligación y empleo que nada menos hacen que lo que, según la profesión de su oficio, deben hacer. Pues siendo el fin del predicador ordenar cuanto dice a la salud de las almas, a corregir las costumbres, a dar reglas de virtud, al menosprecio del mundo, al temor y amor de Dios, y a otras cosas semejantes, algunos de tal suerte andan divagando por cosas ociosas y superfluas que los miserables oyentes, que no por otro (fin) habían acudido allí que para sacar alguna doctrina provechosa, se vuelven del sermón totalmente secos y ayunos” (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro II, capítulo XII, 225).

“[E]l reprender los vicios es oficio del predicador evangélico y que cela la honra de Dios y pretende la salvación de las almas” (Estella capítulo XV, 79).

52 Para mantener mejor la atención del público durante el sermón, Terrones aconsejaba que se pronunciaran primero las consideraciones especulativas y, a partir de la mitad del sermón, las morales. También porque así la enseñanza se quedaba mejor en la memoria al abandonar el templo. (Tratado III, capítulo IV, 237) 61 haber dicho magistralmente la doctrina, concluya la digresión con una reprensión, dicha con espíritu y fervor; porque de este modo, allende de ser provechoso y útil, hace que el predicador no acabe tibiamente la digresión” (capítulo XV, 77). Entonces tenemos que, después de explicar el punto doctrinal, se debía trasladar el vicio que ejemplificaba el evangelio a las costumbres específicas de la congregación que le estaba escuchando. Este método era lo que Granada llamaba “del acomodamiento o descenso a cosas particulares”; un principio imprescindible para cumplir con los dos fines de la predicación:

[D]espués de haber definido o probado alguna sentencia moral, descender a las acciones singulares de virtudes o vicios, exhortando a aquéllas y retrayendo de éstos. Porque, como antes enseñamos, éste es el blanco de todo el sermón y al que todo lo demás debe referirse. Porque no siendo el fin de la doctrina moral la especulación, sino la acción, la cual se versa en obras particulares, ciertamente el que desea tratar bien esta doctrina, cuando dijere en común sobre este punto debe acomodarlo a las acciones en particular. (Tomo I, libro II, capítulo XII, 219-32)

Por lo tanto, el descenso a lo particular significaba mirar de cerca a la sociedad a la que se predicaba para señalarles con el dedo las acciones viciosas, y algunas veces virtuosas, que el sacerdote les había previamente detectado. Este procedimiento hacía que los ejemplos sociales se proyectaran simultáneamente en el campo del entendimiento y en el de la voluntad y así, captando mejor el mensaje evangélico, les predisponía a actuar en la vida cotidiana como verdaderos cristianos.

El acto de reprender, no obstante, era un arma de doble filo; Estella insistía en el buen juicio y moderación que el predicador debía tener:

[E]s menester una gran prudencia. Y en ninguna cosa tiene tanta necesidad de discreción y cordura, como en el reprender; porque tanto aviso es menester que tenga, que no escandalice a nadie, y sea la reprensión de

62

manera que sirva a la enmienda y edificación y corrección, y no de indignación y escándalo. (Capítulo XV, 79)

Efectivamente, el peligro residía en que un mal uso de la amonestación podía despertar la indignación del público en vez del temor a Dios. Para contrarrestar esto,

Estella dio una serie de pautas. La primera regla consistía en evitar el nombrar o aludir a

nadie para evitar el escándalo, excepto si el pecado era ya de dominio público. La

segunda, había que reprender siempre con modestia y caridad porque el objetivo era

frenar las ofensas a Dios, no satisfacer deseos de venganza. La tercera, no había que

encolerizarse tanto que se llegara a perder el control; además, el sermón era más

edificante si se mezclaba con la reprensión comentarios suaves para ablandar y consolar al público. Por último, antes de tomarse la autoridad de reprender, el orador sagrado debía ganarse fama de hombre docto y virtuoso en la comunidad a la que se predicaba

(79-84). Al mismo tiempo, estas medidas contribuían a crear el carisma personal del

orador cristiano; 53 elemento que debía cuidarse al máximo para ser digno de crédito ante la congregación.

Acerca de la reprensión, Terrones hizo más hincapié en la fuerza que el predicador debía mostrar en su propósito; para ello, la imagen del perro ilustraba la misión del ministro de Dios: “ladrar y aun morder a ratos” (Tratado III, capítulo IV, 193-

95). Igualmente, corroboró el defecto de usar el púlpito como venganza con superiores u otros predicadores:

Antes, los predicadores an de andar muy conformes assí en amistad, como en la doctrina, a pesar de oyentes chismosos y zizañadores […] Si todos anduuiéssemos a una, gran poder tendrían los predicadores y confessores

53 Las características personales formaban el ethos del orador, que Aristóteles dividió en tres: discreción (phronesis), integridad (areté) y buena voluntad (eunoia) (Retórica Libro II, 2, 4, 9).

63

[…] podíamos compeler al pueblo adonde quisiésemos […] Porque en la escuela de Christo lo que dize vno esso sienten y dizen todos. Y así es razón que andemos muy conformes los predicadores y no saquemos nuestras passiones y venganças a los púlpitos. (Tratado II, capítulo IV, 203-04)

La cita es un testimonio de que la realidad del oficio no era precisamente idílica.

Las desavenencias entre sacerdotes se hacían públicas en el púlpito, lo cual atentaba contra la integridad de la Iglesia provocando la desintegración de su misión evangelizadora. Con respecto a este problema, fray Agustín Salucio mostró su preocupación identificando la reprensión como “a lo que más fácilmente se nos va la lengua” (Parte II, capítulo 4, 155-56); y, por este motivo, consideraba la enseñanza del evangelio la verdadera función del predicador (157). Por otro lado, también había que tener en cuenta que la recepción del sermón difería según el auditorio. A este respecto,

Álvaro Huerga refiere que el mismo Salucio confesó “que unas veces agradaban sus sermones y otras no,” siendo un mismo sermón aplaudido en un auditorio, mientras que en otro fue causa de indignación (16).

Un caso especial era el auditorio compuesto de reyes. En su posición de predicador real, Terrones opinaba que era donde el predicador debía tener más prudencia porque “verdaderamente no an de ser reprehendidos en público ellos ni los prelados, de manera que el pueblo eche de ver sus faltas, porque ellos se irritan, y no quedan aprovechados, y el pueblo les pierde el respeto, y se huelga, casi por modo de vengança, que les assienten la mano en el púlpito” (Tratado II, capítulo V, 218). De hecho, la

reprensión al rey y a los prelados estaba prohibida con graves penas en decretos de

64

concilios y otras autoridades;54 no obstante, Terrones consideraba que si después de

varios avisos no se enmendaba el príncipe, lo correcto era reprenderle de tal forma que el

pueblo no lo entendiera, pero esto era un talento difícil de tener (Tratado II, capítulo V,

220). Según su experiencia, Terrones advirtió que cuando el rey estuviera presente era

una ofensa hacer un aparte con él durante el sermón, y menos aún a los privados, sino que

cuando fuera oportuno había que mencionar en general a los “príncipes” o “poderosos”;

también había que evitar el mirarlo directamente para no sentirse abrumado ante la

autoridad (220-21).

No sólo nuestros predicadores habían experimentado cómo el púlpito podía

convertirse en peligrosas arenas movedizas. Cristo y San Pablo marcaron el camino de lo

que en adelante se consideró la verdadera predicación cristiana, en la cual la crítica

pública mordaz y la persecución se hicieron sus sinónimos. Tanto Granada como

Estella55 consideraban las virtudes del predicador como los sólidos pilares donde se asentaban tanto la enseñanza del evangelio como la fuerza y la paciencia para soportar las

tentaciones y las persecuciones. Éstas últimas se consideraban --en palabras de Estella--

“anejas” al oficio porque, en la tarea de salvar almas, lo que realmente se hacía era

batallar contra el demonio: eran los “enemigos envidiosos” y “murmuradores” que

siempre salían por el camino.

54 Terrones refiere a este respecto la obra de Diego de , Instituciones catholicas, editada en Valencia en 1552, Alcalá en 1569 y Roma en 1575 (218).

55 En la Retórica eclesiástica de Granada, hay cuatro capítulos al respecto: “De la pureza y rectitud de intención en el predicador,” “De la bondad y costumbres del predicador,” “De la caridad que debe tener el predicador,” “Del estudio de la santa oración y meditación que ha de tener el predicador” (Tomo I, libro I, capítulos V-VIII, 73-117). En el Modo de Estella, hay uno “De la bondad del predicador” (capítulo I, 3-10).

65

En el arduo tema de las murmuraciones del vulgo56 contra los predicadores, los

“ignorantes o maléuolos,” que según Terrones calumniaban o por envidia o por la ignorancia de la letra del evangelio, eran más peligrosos de lo que en un principio pudiera parecer: cualquier asistente que sospechase de heréticas o excesivas las palabras del predicador, podía llevar una denuncia a la Santa Inquisición.57 La inseguridad general que permeaba el oficio se debía al hecho de que el predicador siempre estaba en la mira pública y, a diferencia de otras profesiones, nunca tenía asegurado el éxito de su actuación; al contrario, cada homilía era comentada puntillosamente por el público con el agravante del “peligro de perder la honra.”58

Entonces tenemos que si el oficio era peligroso y, además, lograr su fin era prácticamente imposible, cabe la pregunta de ¿para qué predicar? La respuesta de

Terrones es bien directa: “[g]rande bobería y falta de juyzio es ser predicador, sino es por amor de Dios” (Tratado I, capítulo IV, 170). El obispo de León consideraba la vocación como la única motivación del oficio, mientras que Granada apuntaba a la caridad como

56 Terrones usa el término despectivo de “vulgacho” (Carta de Terrones a su sobrino 140). Como señala Fuente Fernández, expresa su rechazo a las opiniones del vulgo; nota común en los eruditos de la época. El término “vulgo” englobaba al “conjunto de personas indoctas, independientemente de su clase social.” Para Maravall, el término designaba a menudo “una suma de individuos indiferenciados, una masa anónima” (Cultura del Barroco 204).

57 A este respecto, Terrones ofrece un testimonio, como calificador de la Inquisición, de la gran cantidad de denuncias que se recibían: “Yo certifico, como calificador que e sido en la Inquisición de Granada y en el Consejo, que, si vuiessen los inquisidores de llamar a todos los predicadores que son denunciados por oyentes ruynes, no abría ya quien predicasse” (Tratado I, capítulo IV, 168).

58 Otra vez Terrones compara al predicador con el perro porque “es el oficio de dar siempre malas nueuas, reñir con todos, decir a todos sus faltas sin respectar personas. Y tiene el predicador del perro que, si entran ladrones en casa y no ladra, ahórcale su amo, y con razón; y si ladra, danle los ladrones estocadas o apedréanle y vanse desta manera. Si reñimos a los viciosos o poderosos, apedréannos, cobramos enemigos, no medramos y aún suelen desterrarnos. Si no reñimos, mándanos Dios ahorcar por ello” (Tratado I, capítulo IV, 167). Fuente Fernández ha señalado que el perro es una imagen tradicional del predicador; aparece en Gregorio Magno, Moralia in Job, 20, 6: Latratus praedicationis dederunt, y en la Rhetorica christiana de Diego Valadés, en un dibujo que representa a los predicadores cristianos como cuatro canes que vigilan la Iglesia (I, III, 193).

66

su pilar principal. Esta virtud provoca una “sed,” un “celo,” un “abrasado deseo” por la

gloria de Dios y por la salvación de los hombres que “obliga a buscar todos los modos de

persuadir y mover el corazón y a asestar todas las máquinas a los entendimientos de los

oyentes para infundirles el temor de Dios y moverlos al aborrecimiento del pecado y de la

mala vida” (Retórica eclesiástica Tomo I, libro I, capítulo VII, 93-107). Esta tenacidad a

la hora de predicar, aun sin esperar buenos resultados, se proyectaba en la figura del

“predicador fervoroso,” cuyo modelo era San Pablo, y ante el cual, según Granada, los

oyentes reaccionaban bien porque sabían captar el poder superior que residía en su alma

(101).59

La Actio: la puesta en escena del sermón

“Los oyentes se mueven según aquella impresión que hacen en sus ojos y oídos el

semblante y palabras del predicador” (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo I,

373). Granada bien sabía de la mucha mayor capacidad persuasiva del sermón vivo que

del escrito.60 No era suficiente que el predicador fuera erudito, elocuente y virtuoso para

que hubiera una buena recepción, sino que debía actuar adecuadamente desde el púlpito;

eso significaba una correcta pronunciación de la voz, unos movimientos apropiados del

59 Granada cita al mismo San Pablo como principal autoridad (Filipenses, 4, 8): “En adelante pensad, hermanos, en cuántas cosas son verdaderas, honestas, justas, santas, en cuántas son amables y de buena fama, las cuales aprendísteis y escuchásteis y oísteis y vísteis en mí.” Es el tópico de “practica lo que predicas” que, según ha señalado Smith, aparece en todos las artes praedicandi de todos los períodos; incluso desde Quintiliano con su definición del orador: vir bonus dicendi peritus (93-94).

60 Granada se autoriza en San Bernardo, Epístola 66: “Suele ser más acepto el sermón vivo que el escrito, y más eficaz la lengua que la letra, ni el dedo que escribe expresa tanto el afecto como el semblante. Porque no tanto suelen atender los hombres a lo que dices o con qué palabras lo dices, cuanto al rostro y acción con que lo dices” (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo I, 373).

67

cuerpo y gesticulación de la cara. Estas dos modalidades de expresión constituyeron

retóricamente la parte de la actio, piedra angular del fin retórico de movere. 61

Viendo la gran necesidad de mejora que había entre los predicadores de su

tiempo, Granada dedicó su libro sexto a la actio. Esa “gracia” que tenían algunos

predicadores se debía a su buena pronunciación: era hacer que lo que se decía pareciera

de veras. El decoro del púlpito postridentino exigía una manera de hablar natural y con

los cambios de tono de una conversación normal. El método de aprendizaje consistía en

observar el modo de hablar de los hombres dotados de un ingenio elegante; la única

diferencia residía en que el predicador debía adoptar un tono de voz que se

correspondiera con las dimensiones de la iglesia y del número de asistentes.

Para mayor comprensión del tema, Granada estableció las cuatro características

que debía tener una “recta” pronunciación: debía ser correcta, clara, adornada y apta. Una

pronunciación “correcta” se basaba en la sencillez natural,62 que daba lugar a una voz

agradable y “urbana,” y no grosera (“rústica”) o extraña. Se conseguía una pronunciación

“clara,” si se articulaban los vocablos enteros y si se hacían ciertas pausas en la oración;

así se conseguía un habla “pronta, no precipitada; moderada, no perezosa.” Una

pronunciación “adornada” se caracterizaba por la flexibilidad para poder subir y bajar el

tono de voz, por la suavidad “varonil y natural,” por la firmeza durante todo el discurso y

por la variedad. Por último, la pronunciación “apta” era aquélla que se acomodaba a la

variedad y naturaleza de los temas y la que evitaba la monotonía; aquí las emociones del

61 El tema de la actio fue abordado por primera vez en la Retórica de Aristóteles; Cicerón (De oratore) y Quintiliano (Institutio oratoria) lo desarrollaron dividiéndolo en dos partes: pronuntiatio y actio.

62 Terrones abogaba por la voz natural de cada uno, sin fingir ni imitar a nadie (Tratado IV, capítulo IV, 265).

68

orador, fingidas o verdaderas, repercutían en el modo de pronunciar y éste, a su vez, en

los sentimientos de los oyentes.63

De hecho, el tono monocorde era el primer vicio identificado por Granada.64 En cambio, Estella insistía más en la desentonación durante el sermón: “la oreja del oyente

tiene tal instinto natural que siente cuándo va fuera de tono el predicador, y se ofende gravemente. Y si van desentonados, les falta una de las más principales partes que ha de tener el predicador, que es el representar” (capítulo XXXII, 157-58). Desentonarse era

hablar a gritos; un tono desagradable que cansaba al público. Para contrarrestar este vicio,

Estella aconsejaba que antes de empezar la declamación, se eligiera como punto de

referencia a uno de los oyentes más apartados con vistas a adecuar el tono de voz.

Aun estando de acuerdo con Estella y Granada, Terrones,65 no obstante, pensaba

que cada uno tenía una gracia particular a la hora de predicar: unos lo hacían bien de una

forma sosegada, mientras que a otros les iba mejor un tono más fuerte. Además a la hora

de la reprensión, se debía templar la voz según el tipo de auditorio que se tuviera: “[a]l

vulgo, a gritos y porrazos; al auditorio noble, con blandura de boz y eficacia de razones; a

los reyes, casi en falsete y con gran sumisión” (Tratado IV, capítulo IV, 270).

63 Por último, Granada propone un modo de pronunciar concreto para las tres partes del discurso: en la exposición (exordio y narración) sosegada y variando un poco la voz; en la argumentación, más ágil, viva y presurosa; en la amplificación, mucha variedad de tono y acción porque es cuando se pretenden conmover los afectos (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulos I-V, 373-409).

64 Le siguen la desigualdad de la voz, el juntar la igualdad con la desigualdad de tonos, el pausar y acelerarse demasiado y, por último, el pronunciar todo el sermón con acrimonia, languidez y flojedad (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo VII, 417-419).

65 Según Terrones, “el que predicasse con malas acciones de boz o de cuerpo borraría gran parte de lo que dize, enfadaría al auditorio y lo despegaría de sí, con que le haría perder el prouecho del sermón;” también puntualiza que “el predicar es hablar con los oyentes, y no más.” Por eso los predicadores experimentados consideraban que no era bueno gritar porque no se predicaba a la gente que pasaba por la calle, sino a los que estaban dentro del templo (Tratado IV, capítulo IV, 265-70).

69

Con respecto a la otra modalidad de la actio, el gesto del rostro y el movimiento

del cuerpo, estaba en acomodarlos a la pronunciación, sin salirse de su “tono

natural ni de sus señales y acostumbrados meneos” (capítulo XXXIII, 162). Había que

prestar especial atención a la cabeza, que debía estar “derecha y natural” y a la expresión

del rostro, pues el auditorio era en lo que primero se fijaba (Granada, Retórica

eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo VI, 413). Con respecto a las manos, Terrones

aconsejaba que los dedos permanecieran juntos para no hacer señales “feas;” excepto

cuando se hiciera el gesto típico del predicador alzando el dedo índice solo, o juntando el

pulgar con los dos dedos siguientes.66 Salucio añadió que, al comienzo del sermón, se

debía mirar al público con “modestia y gravedad” e hizo notar la importancia de la apariencia física del orador describiendo desde cómo debía ser la compostura del hábito hasta los peligros que entrañaban un físico demasiado gallardo (Parte III, sección B, capítulos 4, 6 y 8, 184-88).

En definitiva, Terrones establece que en la actuación del predicador: “las acciones no an de ser vehementes ni descompuestas […]; ni an de ser muy tibias, sino medianas, graues y naturales” (Tratado IV, capítulo V, 271). De esta forma, el decoro del púlpito de la segunda mitad del siglo XVI se correspondía con el canon renacentista del punto medio de las cosas; era la sprezzatura del perfecto cortesano de Castiglione,67 que

evitaba en sus movimientos y manera de llevarse en sociedad todo tipo de afectación. El

modelo ex contrario del predicador era la gesticulación y pronunciación característica de

66 Las palmadas eran una acción muy común que, tanto Granada como Terrones, recomendaban hacer sólo de vez en cuando. Por otra parte, los vicios que debían evitarse eran: dar patadas, toser, escupir o limpiarse el sudor en medio del sermón (Terrones Tratado IV, capítulo V, 272-74).

67 Baldassare Castiglione con su Il Libro del Cortegiano (1528) teorizó sobre la estética cortesana renacentista que marcó la pauta en toda Europa durante el siglo XVI.

70 los “comediantes” o “representantes” que, como indica Granada, se expresaban más con el gesto que con la voz; por el contrario, un orador sagrado nunca podía sustituir palabras por gestos sino gesticular las emociones para dar viveza a la palabra, pero siempre sin exagerar (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo VII, 425).

Teorías contemporáneas de los “Performance Studies”

Hoy en día hay un sector de predicadores contemporáneos de las diversas Iglesias cristianas de Estados Unidos, con formación en las artes interpretativas, que están tratando de superar las aprensiones que despierta en la comunidad cristiana la idea de pensar en la predicación como un tipo de performance con tintes teátricos, ya que tal asociación parece restar seriedad e integridad al sagrado ministerio. Trabajos como los de la reverenda Jana Childers de la Iglesia presbiteriana o Herbert Sennett de la Iglesia africano-americana que más adelante veremos,68 utilizan las teorías de “performance” para construir modelos teóricos de predicación que son fundamentalmente comunicativos.

Esta tesis interviene en esta discusión para poner en perspectiva la predicación católica en la España postridentina. Tomando como herramienta conceptos clave provenientes de la disciplina de los “Performance Studies,”69 esta tesis se aproxima analíticamente a los aspectos de performance que subyacen en los sermones escritos de

68 Jana Childers (Presbyterian minister and Dean of the Seminary and Professor of Homiletics and Speech- Communication at San Francisco Theological Seminary) publicó sobre este tema: Performing the Word. Herbert Sennett (Associate Professor of Communication Arts at Lousiana College) tiene el artículo “Preaching as Performance” en The Journal of Religion and Theatre.

69 “Performace” podría traducirse al español como “representación” o “interpretación,” pero voy a hacer uso del término en inglés para implicar los conceptos y definiciones específicos de los “Performance Studies” que inició la academia norteamericana en los años sesenta y setenta.

71

Alonso de Cabrera. En este sentido, se toma la predicación como un acto de performance

social y cultural donde se establece una relación comunicativa entre el emisor del mensaje evangélico y el receptor del mismo; la emisión tiene una intención específica y

ésta produce un efecto en el receptor.

El uso del término “performance,” según indica Marvin Carlson (13), está en

deuda con la terminología y estrategias teóricas de las ciencias sociales, sobre todo, de la

antropología y de la sociología. Richard Schechner es el fundador de los estudios de

performance y sus investigaciones, desde el contexto del teatro, fueron de radical

importancia, junto con las del antropólogo Victor Turner y las del sociólogo Erving

Goffman, para empezar a establecer las conexiones que existían entre el teatro tradicional

--aesthetic drama o stage drama de Schechner-- y los comportamientos o rituales de la

vida cotidiana. El influjo de la metáfora de la teatralidad ha tenido tal extensión que se ha

llegado a usar en casi todos los intentos modernos de entender nuestras condiciones y

actividades, incorporándose en muchas ramificaciones de las ciencias humanas, tales

como la sociología, la antropología, la etnografía, la psicología y la lingüística (Carlson

6-7).

El papel social del predicador

Según vimos en las preceptivas del siglo XVI, se usaba la imagen del perro ladrando y mordiendo para ejemplificar uno de los papeles que más correspondía con el oficio de predicar: el reprender a los fieles por sus pecados. Pero, el Nuevo Testamento le había adjudicado al predicador más funciones sociales: era el vocero de Cristo y, como tal, tenía que guiar al rebaño como un “buen pastor” y ser, a la vez, el médico de sus

72

enfermedades espirituales proporcionándoles la medicina curativa (la doctrina).

Representar estos papeles conducía a la exteriorización, desde el púlpito, de diferentes

modelos de conducta, los cuales pueden ser vistos como parte de las operaciones que

rodeaba el acto de representar el sermón; eran, en definitiva, expresiones de performance.

En The Presentation of the Self in Everyday Life (1959), Erving Goffman utiliza

la metáfora del performance teátrico para explicar las pautas de conducta que los

individuos realizan en la sociedad, o lo que es lo mismo, para analizar las operaciones que implican el hecho de representar un papel determinado en situaciones sociales. Como nos recuerda Carlson, el motivo de que toda conducta social es hasta cierto punto representada y que las diferentes relaciones sociales pueden ser vistas como “papeles,” apareció frecuentemente en el teatro del Renacimiento y del Barroco.

La metáfora de la vida como un performance, o el mundo como teatro, cobró una gran popularidad en la Inglaterra de mediados del siglo XVI, que pronto se extendió por otros países europeos. Según Fischer-Lichte, esta popularidad fue resultado del cuestionamiento que planteó el hombre renacentista sobre la relatividad de la percepción

humana, la cual marcaba una clara oposición entre apariencia y realidad (53-54). Tal fue

la expansión de la metáfora del teatro, el theatrum mundi y el theatrum vitae humanae, que en el siglo XVII se desarrollaron dos procesos simultáneos: la teatralización de la vida en la corte y en la religión, y el florecimiento del teatro como espectáculo. Las fiestas de los palacios cortesanos europeos se convirtieron en exageradas expresiones de la teatralización de la vida, donde cada miembro de la corte, incluido el rey, aparecía

como un actor con un papel que representar.

73

En España, las celebraciones del Corpus Christi y los autos de fe son ejemplos extraordinarios del espectáculo teatralizado de la religión. Por una parte, las obras de teatro que se escribían estaban influenciadas por la religión y empezaron a interpretar el mundo como una línea vertical, en la que se tomaba en cuenta el cielo y el infierno. Por otra parte, el mundo se volvió teatro, un escenario donde las representaciones de la corte y de la religión se podían expresar como un espectáculo teatral. El teatro como símbolo del mundo aparece en el auto sacramental de Calderón de la Barca, El gran teatro del mundo. En él, Dios es el director, el mundo es el escenario, y las personas son los actores; los papeles que representan son las diferentes posiciones sociales, mientras que la obra que hay que representar es la vida. En esta concepción del mundo, los límites entre la vida y el teatro se fundieron, de tal forma que vivir significaba representar un papel transitorio. Es decir, la idea de los hombres representando un papel social expresaba y subrayaba los temas barrocos de la fugacidad de la vida, de las falsas apariencias y del desengaño del hombre (Fischer-Lichte 80-82).70

Las teorías contemporáneas se aproximan de una forma diferente a la idea de los papeles que todos representan en la sociedad. Según Carlson, las teorías de performance estudian las implicaciones reales, personales y sociales con el fin de dirigirlas al análisis

70 La metáfora del teatro se conecta a su vez con la idea de la vida como sueño, tema tratado por Calderón en su obra La vida es sueño, de la cual Maravall comenta que: “el papel de cada uno en la sociedad es sueño, ficción, teatro. […] el rey sueña que es rey, el rico sueña que es rico, el pobre que es pobre, […] Ese ‘todos sueñan lo que son’ se refiere manifiestamente a papeles sociales y afecta al que a cada uno le toca. Y esto no es que constituya una novedad en Calderón y escritores barrocos de su tiempo […], sino que viene, sin solución de continuidad, de la época del estamentalismo de su versión medieval. […] Tal vez el acentuado estado crítico de la sociedad española a lo largo del siglo XVII dio lugar a que en la fase de Calderón se incrementara, hasta inconscientemente, el empleo de la imagen del sueño” (Teatro y literatura en la sociedad barroca 65-67).

74

y entendimiento de la conducta social (35). Antes de nada veamos qué entiende Goffman

por performance:

I have been using the term “performance” to refer to all the activity of an individual which occurs during a period marked by his continuous presence before a particular set of observers and which has some influence on the observers. It will be convenient to label as “front” that part of the individual’s performance which regularly functions in a general and fixed fashion to define the situation for those who observe the performance. Front, then is the expressive equipment of a standard kind intentionally or unwittingly employed by the individual during his performance. (Presentation of the self 22)

Goffman define “performance” como la actividad que un individuo realiza ante la presencia de unos observadores sobre los que tiene cierta influencia. En esta actividad, surge el concepto de fachada (front) que designa el equipo expresivo empleado por el individuo durante su performance, y cuya función es definir la situación al observador; la fachada es pues el efecto visual que percibe el público presente.

Existen dos fachadas. Una es la fachada personal (personal front) y contiene dos elementos: la apariencia física del individuo (appearance), que es indicador del papel social que tiene en el momento del performance; y la actitud (manner), que informa de cómo dirige el curso de la interacción con los demás (24). La otra fachada es el front region, donde la noción de región se refiere a cualquier lugar que esté fijado por barreras de percepción (106); por tanto, el front region es el espacio donde se desarrolla la acción del performance (107). Si usamos la metáfora del teatro en el sentido de Goffman, el front region es el escenario, es el marco (frame)71 o, como lo llama Bert States en

71 En Frame Analysis Goffman define “marco” como aquello con lo que una persona da sentido a un encuentro y con lo que maneja una franja de vida (strip of life) emergente; la “franja” es cualquier corte o banda arbitraria de la corriente de actividad en curso, y Goffman la usa para referirse a cualquier conjunto amplio de sucesos sobre los que se quiere llamar la atención como punto de partida del análisis. El análisis del marco implica el examen de la organización de la experiencia; por eso, con referencia a la interacción del público y del actor, para Goffman lo importante es el marco, no la interacción, porque el público 75

Performance as Metaphor, es la “región social” (social region) donde se establecen, se

esperan y se llevan a cabo unas pautas de conducta (7).

La coherencia entre las dos fachadas forma el tipo ideal de “performer;”72 el individuo que es capaz de estimular la atención y el interés de los observadores. Para que el efecto dramatúrgico tenga éxito, el individuo debe tener control del front region; esto implica ciertos cambios dependiendo de las expectativas de los diferentes auditorios

(Goffman, Presentation of the self 137). Goffman llama a esto “proceso de socialización”

(socialization process), es decir, la tendencia de los “performers” de dar una impresión que está idealizada de diferentes maneras: “when the individual presents himself before others, his performance will tend to incorporate and exemplify the officially accredited values of the society, more so, in fact, than does his behavior as a whole” (35). En la socialización, el individuo incorpora los valores sociales del auditorio escondiendo, a su vez, las acciones que no sean consistentes con la imagen ideal que quiere dar.73

responde indirectamente de soslayo, es decir, animando sin interceptar. En este sentido, “salirse del marco” significaría que el “performer” hace una pausa (limpiarse el sudor o beber agua) durante el performance, mientras que la “ruptura del marco” sería hablar y actuar de acuerdo con un repertorio diferente de los conceptos rectores (1-23).

72 Para evitar la palabra “actor,” que puede llevar a confusión, uso la palabra en inglés “peformer” para designar al individuo que ejecuta cualquier tipo o género de performance.

73 Goffman enumera cinco acciones: “[First] the performer may be engaged in a profitable form of activity that is concealed from his audience and that is incompatible with the view of his activity which he hopes they will obtain. […] Secondly, we find that errors and mistakes are often corrected before the performance takes place, […]. In this way an impression of infallibility, so important in many presentations, is maintained. […] Thirdly, in those interactions where the individual presents a product to others, he will tend to show them only the end product and they will be led into judging him on the basis of something that has been finished, polished, and packaged. […] [Fourth] we tend to conceal from our audience all evidence of ‘dirty work,’ […] Finally, we find performers often foster the impression that they had ideal motives for acquiring the role in which they are performing, that they have ideal qualifications for the role, […] Reinforcing these ideal impressions there is a kind of ‘rhetoric of training,’ whereby labor unions, universities, trade associations, and other licensing bodies require practitioners to absorb a mystical range and period of training, in part to maintain a monopoly, but in part to foster the impression that the licensed practitioner is someone who has been reconstituted by his learning experience and is now set apart from other men” (Presentation of the self 43-47). 76

Por otra parte, Goffman llama impression management a los atributos que se necesitan para representar bien a un personaje. La clave está en controlar los actos involuntarios para no dar lugar a impresiones inapropiadas provocando que la realidad presentada por el “performer” peligre; por ejemplo, si se percibe su nerviosismo, el auditorio obtiene inmediatamente una imagen del hombre detrás de la máscara, rompiéndose así la magia del momento (208-11). Por último, la disciplina dramatúrgica

(dramaturgical discipline) ayuda al individuo a desvincularse de su representación; esto le permite sobrellevar las contingencias que aparezcan. Por tanto, un “performer” con disciplina es aquél que recuerda su parte sin cometer gestos inadecuados, también es aquél que tiene discreción y autocontrol para disimular y suprimir una respuesta emocional ante el auditorio; esto implica el manejo correcto de los gestos de la cara y de la voz (216-18). No obstante, el performance no funciona para representar las características del “performer,” sino las de la tarea representada (77). Además, la fachada social (social front) del “performer” tiene un lado de generalización; es decir, responde a la institucionalización de las expectativas estereotipadas de las cuales ha salido, haciendo que tenga un significado y una estabilidad independientemente de las tareas específicas del performance en cuestión. Esto quiere decir que cuando un individuo realiza una actividad ya están establecidas una serie de fachadas sociales de las que puede elegir.

En el acto de predicar, el púlpito funciona como front region, que es literalmente un escenario elevado a la vista de todos y que, por tanto, implica un solo foco de atención visual. Pero, además, es un “establecimiento social” (social establishment), es decir, es el lugar donde se realiza y desarrolla el papel social del predicador con una serie de pautas

77

de conducta característica. En el siglo XVI, la fachada personal del clero secular con la

sotana y el bonete, o el clero regular con el hábito y la capilla, indicaba su papel de predicador, mientras que su actitud durante el performance manifestaba las diferentes modalidades que podía adoptar ese papel.

La fachada social (social front) del predicador ideal del siglo XVI fue formalizada por el Concilio de Trento a través de las retóricas eclesiásticas, cuyos preceptos

enseñaban cómo mantener la consistencia entre el front region y el personal front. En

otras palabras, el púlpito postridentino exigía un decorum en esta región social que se

conseguía a través de la coherencia entre la apariencia, la actitud del predicador y la

naturalidad del lenguaje, y la seriedad y santidad del ministerio. Por otro lado, el

performance del orador sagrado presentaba un producto acabado a los fieles (en el que se

escondían las largas horas de trabajo en la celda), donde se daba la impresión de que se poseían las cualificaciones necesarias para representar bien su papel. Un predicador

competente no sólo estaba dando una buena imagen de sí mismo, sino que dicha imagen

se proyectaba en una escena de un alcance mucho mayor.

Goffman llama performance team a cualquier serie de individuos que cooperan en

la escenificación de una rutina (Presentation of the Self 79). En este sentido, podemos

ver un equipo de performance en el contexto religioso católico del siglo XVI: Trento

marcó las directrices, las preceptivas expusieron todos los pasos a seguir (desde la

fabricación del sermón hasta la representación del mismo en el púlpito), los predicadores

escribían el sermón, lo declamaban y lo volvían a escribir para su impresión; por último,

las autoridades eclesiásticas decidían qué sermones o sermonarios se publicaban

78

atendiendo a sus cualidades teológicas, estilísticas y morales para una mayor difusión de

la doctrina católica.

El fenómeno de las publicaciones convertía a los sermonarios en “libros de

devoción” --en palabras de Núñez Beltrán-- con los que el público podía meditar lo que

oyeron o leer las enseñanzas que se perdieron; de esta forma, el espacio donde se

desarrollaba el papel social del predicador transcendía el púlpito y se adentraba en los

espacios privados. Más aún, la predicación era además una potente fuente de transmisión

ideológica que superaba el mensaje evangélico:

Por la función social, que los predicadores detentan, se tornan en valedores oficiales, tanto del ámbito eclesiástico como civil, del Antiguo Régimen, y promotores de la Contrarreforma, máxime en las vivencias de las vicisitudes de un siglo en crisis que sacude los cimientos de la sociedad estamental. El predicador desempeña un papel vanguardista en la defensa ideológica de los viejos códigos para evitar un derrumbe, que se considera “contra natura.” La incorporación del hecho religioso a los intereses del estado configura una cultura en la que la función de los agentes religiosos, entre los que los predicadores ocupan un lugar destacado, se hace imprescindible en el dinamismo orgánico de la sociedad. (Núñez Beltrán 423-24)

La combinación del convento y la calle era el modo de vida de los frailes

dominicos, franciscanos, agustinos y de los jesuitas; esto les constituía en personajes

públicos de gran accesibilidad al pueblo. Su función fuertemente social les hacía

portavoces imprescindibles de dos instituciones aliadas: la Iglesia y la corona. A partir de

los juicios y criterios que Cabrera deja vislumbrar en sus sermones sobre temas seculares y religiosos de plena actualidad en el último cuarto del siglo XVI, junto con su buen manejo de la fachada personal y del decoro del púlpito, arguyo que el dominico se alza como prototipo del predicador postridentino totalmente comprometido con la causa de las dos instituciones que dirigían las mentalidades y conductas de los españoles de este

79

período. Es en este sentido que la figura del predicador dominico surge en su función

social paradigmática en la que con su performance transmitía al auditorio una cultura y

una religión católica, basadas las dos en el programa contrarreformista, que tanto la

Iglesia como el estado proyectaban como de españolas y, por tanto, distintas y separadas

de todo lo que se consideraba extranjero.

La predicación como un género “performativo” cultural

Victor Turner, en From Ritual to Theatre (1982), creó la metáfora del “drama

social” (social drama) partiendo de la forma cultural del teatro, como un modelo de

análisis para otras manifestaciones culturales. Define el drama social como “a

spontaneous unit of social process and a fact of everyone’s experience in every human

society” (68). Esta unidad dentro de todo proceso social tiene, además, una marcada

calidad agonística y una interdependencia con los diferentes géneros de performance

cultural (76).

Las características del drama social revelan su afinidad con la definición de

tragedia de Aristóteles, en cuanto a que se constituye como una imitación de una acción

completa y de cierta magnitud con un principio, un medio y un final (72); de hecho, tiene

cuatro fases distinguibles: infracción (breach), crisis (crisis), reparación (redress) y

reintegración o reconocimiento del cisma (reintegration or recognition).74

74 Richard Schechner dibujó un diagrama con la forma de un ocho invertido para explicar cómo las fases del drama social se programan implícitamente a partir de modelos teátricos y ficcionales. Aunque Turner encuentra el diagrama demasiado equilibrista y cíclico; sin embargo, reconoce su valor para señalar la relación dinámica entre el drama social y los géneros culturales expresivos (74).

80

La primera fase comienza cuando las normas sociales que sustentan la relación de

los diferentes grupos se quiebran; puede haber un acto simbólico para llamar la atención

pública de la infracción. En la segunda fase, la crisis, la gente se incorpora a una facción

pudiendo incluso haber manifestaciones de violencia. En la fase de reparación, el sistema

de gobierno pone en marcha su maquinaria para contener y disipar la crisis; sus agentes

son jueces, sacerdotes, adivinos o padres que representan la legitimidad y la conformidad

de los principios establecidos (108-109). En la última fase, el grupo que gana necesita de

performance culturales para seguir legitimando su éxito; son muy frecuentes las

ceremonias públicas que indican la reconciliación de las facciones o su separación

permanente. De esta manera, los dramas sociales generan sus “tipos simbólicos” (infieles,

mártires y héroes, entre otros), que vienen a funcionar como el elenco de un drama

narrado que se toma como paradigmático, y que sirve para asegurar la inmortalidad social

(74).

La fase de reparación es de particular interés porque es la que más influye en

generar o sustentar los géneros culturales, tanto la alta y baja cultura como la oral y la

escrita (74). Esta fase es un tiempo liminal, de transición, distinguido de la vida diaria; es

cuando se construye una interpretación para dar la apariencia de sentido y orden a los

eventos que han provocado la crisis. En los países pre-industrializados es más fácil llegar

a un consenso, puesto que esta fase depende, sobre todo, de un acuerdo popularmente

extendido sobre los valores de la sociedad.75 Por ejemplo, Turner nos recuerda cómo era

75 “In the simpler, preindustrial societies the full sequence of stages, breach, crisis, redress, restoration of peace through reconciliation or mutual acceptance of schism, may often run its course, since redress, whether legal or ritual, depends upon wide, even general popular agreement about values and on meaning” (111).

81

de aceptación general el hecho de que faltar a misa el domingo era un pecado mortal.

Esto es debido a la condición ritualística de la misa, que no distingue entre el auditorio y

el sacerdote (el “performer”): todos comparten las mismas creencias, aceptan el mismo

sistema de prácticas y las mismas acciones litúrgicas; inclusive la presencia de la

congregación funciona como afirmación de ese orden teológico.76

Atendiendo a su etimología,77 Turner ha definido el término performance como

“to bring something about, to consummate something, or to ‘carry out’ a play, order, or

project.” Pero, además, la característica del performance es que en ese llevar a cabo

(carrying out) siempre genera algo nuevo (79). Siendo el ritual una sincronización de

muchos géneros performativos,78 contiene esa calidad transformativa. Como la religión

está integrada por diversos rituales, para existir como tal, tiene que ser “performada”

continuamente:

Religion, like art, lives in so far as it is performed, i.e., in so far as its rituals are “going concerns.” […] For religion is not a cognitive system, a set of dogmas, alone, it is meaningful experience and experienced meaning. In ritual one lives through events, or through the alchemy of its framings and symbolings, relives semiogenetic events, the deeds and

76 “Ritual, unlike theatre, does not distinguish between audience and performers. Instead, there is a congregation whose leaders may be priests, party officials, or other religious or secular ritual specialists, but all share formally and substantially the same set of beliefs and accept the same system of practices, the same sets of rituals or liturgical actions. A congregation is there to affirm the theological or cosmological order, explicit or implicit, which all hold in common, to actualize it periodically for themselves and inculcate the basic tenets of that order into their younger members, often in a graded series of life-crisis rituals” (112).

77 Según Turner, viene del inglés antiguo parfournir, que significa literalmente “to furnish completely or thoroughly” (79).

78 El ritual es “a synchronization of many performative genres, and is often ordered by dramatic structure, a plot, frequently involving an act of sacrifice or self-sacrifice, which energizes and gives emotional coloring to the interdependent communicative codes which express in manifold ways the meaning inherent in the dramatic leitmotiv. In so far as it is ‘dramatic,’ ritual contains a distanced and generalized reduplication of the agonistic process of the social drama” (81).

82

words of prophets and saints, or if these are absent, myths and sacred epics. (86)

De manera que la experiencia es parte integrante de la capacidad “performativa”

de la religión y la razón por la que se mantiene viva en las culturas: los participantes

fluyen con los eventos mientras que los van experimentando. Por ejemplo, en la práctica

religiosa de ir al sermón, los miembros de la congregación tienen ciertas expectativas: no

sólo confían en que van a recibir una serie de reglas para la salvación de sus almas, sino

que además esperan vivir una experiencia significativa (meaningful experience), que está

aparte de sus vidas diarias, y en la cual actúan según el conocimiento que ya poseen del

evento cultural (experienced meaning); en otras palabras, toman el papel de auditorio.

Por otro lado, según Turner, una experiencia nunca está totalmente completa hasta

que se expresa de alguna forma inteligible a los demás (14). Aquí entra en juego la

noción de performance: si una experiencia es una secuencia de eventos, ya sea un ritual,

un peregrinaje o un drama social

[s]uch an experience is incomplete, though, unless one of its “moments” is “performance,” an act of creative retrospection in which “meaning” is ascribed to the events and parts of experience –even if the meaning is that “there is no meaning.” Thus experience is both “living through” and “thinking back.” It is also “willing or wishing forward,” i.e., establishing goals and models for future experience in which, hopefully, the errors and perils of past experience will be avoided or eliminated. (18)

El hecho de que una experiencia sea incompleta a no ser que uno de sus momentos se exprese en un performance, tiene que ver con la misma etimología de la

palabra: completar un proceso. A través del performance, se atribuye significado a las

partes de la experiencia porque se reviven los eventos, es decir, se viven pensando en

ellos retrospectivamente. Por tanto, el elemento de reflexión es un factor clave:

83

Since social dramas suspend normal everyday role playing, they interrupt the flow of social life and force a group to take cognizance of its own behavior in relation to its own values, even to question at times the value of those values. In other words, dramas induce and contain reflexive processes and generate cultural frames in which reflexivity can find a legitimate place. (92)

Entonces, la peculiaridad del drama social es el inducir a la sociedad a la

reflexividad a través de cuadros culturales que contienen procesos reflexivos. Esto se

debe a que toda acción es agonística: la tragedia griega derivó del ditirambo cantado a

Dionisio, que lidiaba con su vida y mito, de la misma manera que los autos sacramentales

con la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. De hecho, la Eucaristía en la alta Edad

Media era un drama con un guión antes de que diera lugar a los autos de la Pasión (103).

Una vez que las comedias y las tragedias griegas florecieron, funcionaban como

“metacomentarios sociales”79 de la sociedad griega del momento. Eran intensamente

reflexivas (intensively reflexive); espejos donde se reflejaba la sociedad y la cultura:

“mirrors that probed and analyzed the axioms and assumptions of the social structure,

isolated the building blocks of the culture, and sometimes used them to construct novel

edifices” (104). En base a estos orígenes, Turner afirma que el teatro es el género

“performativo” más fuerte y activo, también el más cercano a la vida y, a diferencia del

ritual, surge cuando hay una distancia entre el actor y el auditorio;80 es precisamente esta distancia la que permite al performance funcionar como espejo de la sociedad:

79 Turner toma prestadas las palabras de Clifford Geertz.

80 Turner cita a Schechner (“From Ritual to Theater” 79): “Theater comes into existence when a separation occurs between audience and performers. The paradigmatic theatrical situation is a group of performers soliciting an audience who may or may not respond by attending. The audience is free to attend or stay away-and if they stay away it is the theater that suffers, not its would-be audience. In ritual, stay-away means rejecting the congregation-or being rejected by it, as in excommunication, ostracism, or exile” (Turner 112).

84

Performance, then, is always doubled, the doubleness of acting as earlier discussed – it cannot escape reflection and reflexivity. This proximity of theatre to life, while remaining at a mirror distance from it, makes of it the form best fitted to comment or ‘meta-comment’ on conflict, for life is conflict, of which contest is only a species. (105)81

La naturaleza reflexiva del teatro se asocia con su doble comportamiento en base a que el actor encarna a “otro” (el personaje), y esa doblez es lo que le permite distanciarse de los conflictos de la vida y actuar como un espejo. Turner llama a los géneros “performativos” y narrativos de las culturas complejas “hall of mirrors” y “magic mirrors” porque los problemas sociales y las crisis son reflejados con imágenes diversas

(distorsionadas, aumentadas, disminuidas) para provocar en las mentes de los que miran diferentes pensamientos, emociones poderosas e, incluso, la voluntad de modificar sus asuntos cotidianos (104-5).

Otros teóricos, como Bert States, se enfocan en el fenómeno en sí del performance. El performance fenomenológico no considera una separación entre el

“performer” y el auditorio, sino que el fenómeno envuelve a todos por igual.82 States se centra en la actitud del “performer” hacia el arte; por este motivo, no tiene por qué haber

81 Turner cita a Schechner para el concepto de doble conducta (“Performers and Spectators” 84): “performance behavior isn’t free and easy. Performance behavior is known and/or practiced behavior or ‘twice-behaved behavior,’ ‘restored behavior’ – either rehearsed, previously known, learned by osmosis since childhood, revealed during the performance by masters, guides, gurus, elders, or generated by rules that govern the outcomes as in improvisatory theatre or sports” (Turner 105). Schechner sólo aplica este concepto al teatro; en cambio, States y Goffman ven este “twice-behaved behavior” también en la vida cotidiana, porque, según States, un “single behaved” simplemente no existe en la experiencia humana (18- 19).

82 States cita al filósofo Robert P. Crease (The Play of Nature, 119) para argüir contra esta supuesta división entre el “performer” y el auditorio: “when an experimental performance (‘enacted by the equipment’) causes the phenomenon of, say, electrons to appear, it is present equally to the scientist (the playwright- producer-director) who designed the performance and ‘to those who merely look on.’ So too with theatre, ritual and other performative ceremonies (including athletic events): ‘true performance of whatever sort absorbs players and audience in one comprehensive event, an event dominated by the appearance of a phenomenon’” (“Performance as Metaphor” 23-24).

85 un testigo para que el fenómeno exista: el performance comienza con el deseo del individuo de participar en las transformaciones performativas.83 En este punto todavía no hay diferencia entre el “performer” y el auditorio, sino un interés en las posibilidades espectaculares del mundo:

[T]he simultaneity of producing something and responding to it in the same behavioral act. All artistic performance is grounded in this pleasure and performance thereafter goes its cultural way toward endless forms of differentiation and intentionality, whereby others (now called performers) stand apart and perform for us (called audiences) the ‘heard melodies’ of themselves and others. (25)

Según States, la esencia del performance tiene que ver con el placer que hay entre producir algo y responder a ello, simultáneamente, con un mismo acto de conducta. Un ejemplo que pone States es el hecho de cantar en la ducha o el de una persona sola tocando el piano; en estas acciones no hay diferencia entre cantar o tocar el piano y escuchar la canción o la pieza musical y, además, no hay necesidad de ningún público para considerarlo performance.

El punto de vista fenomenológico del performance ayuda a comprender mejor los sentimientos que podría despertar un predicador en los feligreses con el buen manejo de la elocutio y la actio. La emoción en ciertos momentos del sermón podía ser vivida por igual, tanto por el emisor del mensaje como por el receptor del mismo. Hilary Smith ha recogido, por una parte, comentarios de predicadores del siglo XVII acerca de técnicas que se podían usar en el púlpito que tenían el propósito de arrancar las lágrimas del público. Concretamente, los “sermones de aparato” eran aquellos en los que el predicador utilizaba objetos, como cruces o calaveras, que funcionaban como herramientas visuales

83 “[A] theory of performance has to begin at the ontological floor where human desire to participate in performative transformations begins” (“Performance as Metaphor” 25). 86

que complementaban de manera efectiva las palabras del predicador. Con respecto al uso

de estas medidas en el púlpito, había defensores y detractores; por ejemplo, fray Diego de

la Vega lo veía como un buen medio para despertar la devoción: “arrebata el vulgo y la

gente ye se la lleva tras sí” (qutd. in Smith 65). En cambio, Juan Bonifacio pensaba que

había que tener cuidado a la hora de usarlos, sobre todo, en sermones que eran de por sí

dramáticos como los que se pronunciaban el Viernes Santo. Por otra parte, hay

testimonios de biógrafos que describieron sobre la gran habilidad que tenían ciertos

predicadores para conmover a los fieles; por ejemplo, fray Pedro Valderrama tenía

“talento de mover y sacar lágrimas” ayudándose con “cantores famosos y músicos de

Cornetas” que les indicaba el momento de actuar con una señal. En el sermón de la

Conversión de la Magdalena, el mismo predicador interrumpía el sermón y “dando una voz con fuerza extraordinaria” decía “parezca aquí vuestra divina Magestad” y, de repente, aparecía la imagen de Cristo (qutd. in Smith 65-66). Tomada por sorpresa, la congregación reaccionaba con un tremendo dramatismo (“truly dramatic”): alaridos, gemidos y lamentaciones se oían en el templo; “mujeres perdidas” agonizaban de remordimiento, tirándose del pelo y golpeándose el pecho “como gente de veras convertida”; la confusión dentro del templo fue tal que el biógrafo lo describió como que

“parecía una pintura o representación del juicio final” (qutd. in Smith 66).

Además, de estas técnicas exageradas que proliferaron durante el siglo XVII, había otras más tradicionales, como eran las imágenes de pinturas y esculturas de las iglesias, que también ayudaban al predicador a despertar la devoción. Por último, el predicador también podía producir fuertes reacciones emocionales por medio de la retórica (Smith 67). Concretamente, Alonso de Cabrera muestra su gran maestría con el

87

recurso de la amplificatio: la emotividad se expresa con enumeraciones, hipérboles y

comparaciones que le auxilian en la tarea de despertar la piedad de los fieles; esto se hace

palpable sobre todo en la descripción de la pasión de Cristo y en el sufrimiento maternal

de la Virgen.

De esta forma, arguyo que la oratoria sagrada en el siglo XVI era un fenómeno

“performativo” cultural que, en muchos casos, absorbía por igual al predicador y al

auditorio y que, además, reflejaba los valores y axiomas de la sociedad. En el capítulo

cuarto, dedicado a la Semana Santa y al Adviento, planteo un análisis “performativo” del

texto que identifica, por un lado, la atmósfera creada por el sermón como experiencia

vivida como un todo y, por otro, su función como espejo de la sociedad. Propongo, ahora,

un estudio sobre las aportaciones conceptuales de dos predicadores estadounidenses,

Childers y Sennett, anteriormente citados, que pone en perspectiva la relación que hay en

toda predicación entre el emisor y el receptor del acto comunicativo.

Ya hemos visto que en la España de los siglos XVI y XVII, el arte de predicar fue

conceptualizado en la teoría “concionatoria,” la cual estaba fundamentada en el uso de la

retórica como instrumento de persuasión. Dentro de la retórica estaban las tres partes del

“arte del bien decir”: la invención, la elocución y la pronunciación. Ésta última era la que

estaba relacionada con la “representación”; pero, sin embargo, en el contexto del siglo

XVI, las reglas del decoro del púlpito veía al “comediante” o actor como el modelo ex

contrario del predicador debido al abuso de la gesticulación. Esta concepción negativa de

lo teátrico ha llegado hasta nuestros días.

La reverenda Jana Childers ha sintetizado la evolución de la relación entre la religión y las artes interpretativas desde los años sesenta hasta los ochenta para romper

88 inhibiciones, dentro de la Iglesia norteamericana, sobre las analogías que puedan existir entre el predicador y el actor. El movimiento del drama religioso (“religious drama movement”) dio como resultado la fundación de la CTA (“Christians in the Theatre

Arts”), que significó la aceptación progresiva de la consanguineidad de la predicación con el teatro, e impulsó el cambio evolutivo de la predicación a través del influjo de estas artes. Childers sostiene que el efecto ha sido de tal magnitud que, en la década de los noventa, poca gente ya se sorprendía al oír hablar de la predicación como un arte

(Performing the Word 10-11). Este hecho sugiere que la predicación, en el contexto estadounidense, está empezando a ser considerada como arte en relación a las artes interpretativas (danza, música y teatro), y a tener unas formas artísticas relacionadas con el teatro en concreto. Así, si el arte es una forma de comunicación que revela, ilumina, descubre experiencias, entonces el acto de “actuar,” tanto en la predicación como en el teatro, no tiene que ver con ninguna forma de engaño.84

Sin embargo, las conexiones que establece Childers con respecto a la predicación y al teatro son inspiradoras debido a su condición de predicadora de la actual iglesia presbiteriana y, a la vez, de actora y directora de teatro. De entre las similitudes que comparten el drama y la homilía, Childers está de acuerdo con Turner en la común raíz agonística de sus narrativas. Específicamente, si el teatro es una “imitación de la acción”

84 Childers se apoya en la definición de “arte” de M. James Young: “[Art] does not teach, it reveals… is not about entertainment, but pleasure… not about lessons, but illumination… not about persuasion or propaganda, but epiphanies… not about decision, but (self) discovery” (quoted in “Making Connections” 2); y en Wayne Rood: “[Art is] the completion of experience through imagination and expression to enable unhindered communication between man and man in a world full of gulfs and walls that limit community of experience” (quoted in “Making Connections” 2). Según estas definiciones de arte, Childers concluye que: “If this, or something like this, is what art is and if preaching and theatre are defined in these terms, then preaching cannot be about scolding or lecturing or even about persuasion in the Aristotelian sense of the word. (Nobody was ever argued into the kingdom of God.) Neither can acting be –ultimately- about deception” (“Making Connections” 2). 89

en el sentido aristotélico y toda acción es conflictiva --en palabras de Turner--, la

predicación, por su parte, interpreta textos cargados de conflicto (nacimiento, muerte y

resurrección de Cristo) y los aplica a situaciones también conflictivas: “the cosmic

struggle between life and death forms the spine of every Christian sermon; the personal

struggle with good and evil fleshes out each moment in the pulpit” (“Making

Connections” 3). Por una parte, el texto del sermón expone una explicación de los

conceptos cósmicos de la vida y la muerte, según están expuestos en las Sagradas

Escrituras, pero a éstos se añade también la lucha más personal entre el bien y el mal que

emerge una vez que el predicador sube al púlpito. Más aún, Childers sostiene que la predicación no sólo lidia con el conflicto, sino que se refleja en él; es decir, es tan

“intesamente reflexivo” de los axiomas sociales y culturales como lo pueda ser el teatro.

Pero más interesante aún es la aplicación que hace Childers del concepto de

“doblez” (doubleness) de Turner. Según éste, el doble comportamiento del actor hace que

se distancie de los conflictos de la vida y así actúe como un espejo en que se refleja la

sociedad. Pues bien, para Childers, la “doblez” del teatro se convierte en comportamiento

“triple” o una “doble doblez.” Su argumento se basa en que la distancia del predicador se

halla en los dos lados de la ecuación:

It is as if preachers hold one large mirror up to nature and a foggy, little pocket-sized one off at another angle, hoping for a glimpse of something Else. When such a glimpse is possible, Encounter is enabled and the sermon may achieve a nemetic as well as mimetic function. That is to say that a directness or a dealing out (nemesis) or a dispensing (nemein) of something – as well as imitation of something – is achieved when both mirrors are co-operating. What is dispensed may not be namable. We may categorize it as “ineffable” or “Other”. We may shorthand it as “life” as Ralph Waldo Emerson did in his Divinity School Address of 1838. It is the “capitol secret” of the preacher’s profession, he said, this ability to “deal out” life. (“Making Connections” 5)

90

Entonces tenemos que esa “doble doblez” se basa en que la predicación no funciona sólo como un espejo, sino como dos: en el espejo grande se refleja la sociedad

(el sermón y el teatro es una imitación de ella), mientras que en el espejo de bolsillo se espera un leve reflejo de lo inefable. Cuando se reflejan ambos, el sermón ha cumplido con sus dos funciones: la de imitar la vida (mimesis) como hace el actor de teatro, y la de dispensar lo que se debe (nemesis), a través de la aplicación de los textos bíblicos a la vida que rodea tanto al predicador como a la congregación, en términos que se podrían tomar como normativos o coercitivos. Para aclarar este concepto, Childers hace una referencia al discurso de Emerson en el Divinity School, donde dijo que el secreto capital de la profesión de predicar era presentar la propia vida a la congregación (“deal out”).

Con esta afirmación quería decir que las propias experiencias de la vida del predicador siempre debían permear la doctrina que comunicaba; luego, según esto, un mal sermón es aquél que no refleja de ninguna forma la época en la que se pronunció.

Un análisis fenomenológico que aporta ideas significativas sobre las interconexiones entre el teatro y la predicación es el de Herbert Sennett. En su estudio,

Sennett nos introduce en la predicación cristiana de la mayoría de las comunidades actuales africano-americanas con el propósito de crear un modelo comunicativo de performance. A partir de este modelo Sennett destaca varios rasgos que comparten la predicación y el teatro: primero, ambos constituyen un evento que se repite asiduamente; segundo, exigen un auditorio que tiene ciertas expectativas; tercero, se centran en un texto definitivo; y precisan de ensayo o preparación anterior. No obstante, la propiedad esencial que la predicación adopta del significado general de performance se basa en la identificación del auditorio con lo que está presenciando:

91

The playwright takes a common moment from life and then exposes hidden elements that may or may not have been in the original but are now part of the fictionalized moment on stage. As the members of the audience watch the action taking place, they are drawn together as one to explore and enjoy the moment portrayed. The truthfulness in the moment allows for the identification by the audience with that moment. If that understanding be true, then preaching can be tied to the action of performance. (148)

Esa identificación del auditorio con lo que el “performer” está personificando se asienta, según Sennett, en la veracidad del momento representado. Esto se relaciona con el concepto de la experiencia como parte de la capacidad “performativa” de la religión de

Turner y, asimismo, con el efecto de espejo que el performance produce en los observadores. Sennett, como Childers, pretende borrar la idea generalizada de que ser teátrico signifique fingir o engañar; es más bien al contrario porque, para que un performance tenga éxito, tanto el actor como el predicador deben ser sinceros: el actor a la hora de recrear la profundidad de las emociones humanas y la verdad interior, y el predicador a la hora de expresar la verdad de Dios. No obstante, Sennett admite que existe una lucha constante del predicador con la fina línea que separa la sinceridad verdadera con el actuar sinceramente; sin embargo, en los casos en que el performance de un predicador no salga demasiado airoso, no dificulta el hecho de que aun así la congregación sigue recibiendo la palabra divina.

La verdad de Dios, sigue Sennett, se refracta primero con la interpretación que hace el predicador del verbo de Dios; después, esta verdad se presenta a la congregación en la forma de un sermón, el cual debe ser fiel a la tradición de la Iglesia y a las verdades que el predicador ha descubierto en la comunidad que sirve. En este sentido, el sermón se manifiesta como una comunicación práctica que se destina al mejoramiento de aspectos multifacéticos en las vidas y situaciones de los miembros que integran la comunidad. 92

Para evitar posibles sensibilidades contra su argumento, Sennett añade que el uso

que hace del término “performance” para definir el modelo de predicación de los

ministros africano-americanos es en el mejor sentido de la palabra: “in the purest and

probably ‘heavenly’ sense posible” (156). Aún siendo performance, el mensaje del

predicador es siempre más transcendental y profundo que el que pueda comunicar un

actor en una representación teatral, puesto que su guión sigue fielmente los temas de la

Biblia, que es la palabra de Dios.

Dos de los puntos más interesantes de su artículo, que además ratifica la

diferencia entre el actor de teatro y el predicador son: primero, la similitud que establece

entre el predicador de la comunidad africano-americana con el político que se presenta como candidato85 y, segundo, la función del “predicador negro” como paradigma que

comunica a través de su performance una cultura particular y una religión específica. En

el contexto de la “Iglesia Negra” (Black Church), el ministro sagrado es un líder

espiritual que está plenamente envuelto en la vida diaria de su comunidad, la cual

reconoce su autoridad y posición dentro de ella, debido a que la iglesia es en sí una

expresión de la comunidad; es la cara espiritual en una comunidad que toma muy en serio

la religión, y que personaliza hasta tal punto a la divinidad que la incluyen en todas las

situaciones de su vida diaria:

The African American preacher has a deep responsibility to be true to his calling and to his task of preaching faithfully to the people. He does this because of the power of the church in the community and because of the power of the message of the God of the church. The preacher becomes for the community (as well as the church) a sign for all to see and hear. […]

85 “I will then discuss the preacher as a performer whose presentations have a deeper meaning than the performance of an actor in the theatre and perhaps similar in nature to the presentations of a politician ‘running’ for office” (142).

93

The African American preacher finds his significance in the community of faith and in the community in which he lives. Within these structures, he knows who he is and why he is. With that confidence, he acts as he ought and as he is guided by the word of God. (151)

El papel del predicador africano-americano dentro de su comunidad es uno de

poder e influencia con una enorme responsabilidad. El predicador se constituye como un

signo que todos miran y escuchan; es, en definitiva, un paradigma que actúa y adquiere

significado a través de la palabra de Dios. Ésta la expresa con un estilo muy particular

que es una combinación del lenguaje metafórico singular de la comunidad “negra”86 y el método de predicar llamado Jeremiad,87 que proporcionó en su momento una retórica

fuertemente política a la comunidad “Negra” en su lucha contra la segregación racial; y a

través de la cual se convirtió en portavoz no sólo de las enfermedades de esta comunidad,

sino del total de la sociedad americana.88

La función del predicador “Negro” dentro de su comunidad pone en perspectiva el papel del predicador renacentista-barroco en la sociedad española del período. Un predicador admirado por sus contemporáneos, como es el caso de Cabrera, era también

paradigma de la cultura y la religión de su época. Por una parte, igual que la crisis de la

86 “Signifyin(g) bécame a method of speaking that the slaves could use that the ‘masters’ would not comprehend. In essence signifyin(g) is a way of saying one thing yet meaning another. It is the use of modified metaphors and similes with which persons from outside the community would be unfamiliar. […] The preacher is often a master of signifyin(g) from the pulpit for in the community he is both signifier and signifyin(g)er. Often his messages will carry dual meanings and double innuendos” (152).

87 Este método de predicar se basa en el libro bíblico de Jeremiah: “The Jeremiad stresses the negative results of one’s actions and then calls for a return to a ‘standard’ that is fixed by God. This type of preaching was developed on the European continent in the 15th century and brought to America by way of the Puritans who had adopted the Jeremiad as their major style. In America, the Jeremiad became a political form of speaking from the pulpit and eventually became identified with American nationalism” (154).

88 “This type of preaching was further refined by Dr. Martin Luther King, Jr. In his ‘non-violent’ revolution rhetoric. The African American preacher became a spokesman for the ills of the society as a whole, not just the sins of the Black church community” (154).

94

lucha por la segregación racial en Estados Unidos, la creencia en un Dios transcendente que estaba en continua presencia (Núñez Beltrán 426) se instaló en la “conciencia colectiva” de la sociedad barroca como consecuencia de la crisis de subsistencia y del agobio que producía la miseria de la vida; esta situación condicionaba el hecho de que los

sermones abarcaran el tema de la salvación de una forma más obsesiva que en otras

épocas. No pretendo decir que el discurso retórico entre el predicador africano-americano

y el predicador barroco fuera similar o que la situación de sus respectivas sociedades lo

fuera, puesto que en el caso americano el predicador hablaba por una minoría, mientras

que en el caso español representaba a la sociedad dominante, sino que las graves

dificultades de ambas sociedades fortalecieron el papel del predicador dentro de su comunidad, otorgándole mayor fuerza en su discurso.

En conclusión, estos estudios contemporáneos de la predicación actual norteamericana revelan cómo la predicación evangélica de Cristo sigue teniendo resonancias actuales. En los siguientes capítulos de esta tesis analizo dos puntos

fundamentales de Childers y Sennett que perfilan la predicación de todos los tiempos y

que Cabrera es representativo: por una parte, la aplicación de la doctrina a la realidad del

entorno con el fin de guiar a los fieles hacia los comportamientos y actitudes que él,

como portavoz eclesiástico postridentino, creía cristianamente aceptables; por otra parte,

la insistencia en la conflictividad inherente entre el predicador y su auditorio.

De cualquier manera, hay que tener en cuenta que, como dice Negredo, el sermón

escrito de los siglos XVI y XVII sólo representa la producción de una minoría de predicadores y que, además, una vez que se pronunciaba, era arreglado y aumentado eruditamente antes de llevarlo a la imprenta; es decir, no era el sermón que realmente

95 escuchaba la congregación. Pero arguyo que estas limitaciones que afectan a la relación entre el emisor y el receptor del mensaje pueden ser parcialmente salvadas a la luz de las teorías de performance porque éstas conceptualizan el acto de comunicación social y cultural que hay en todo performance. Como diría Goffman, desde el mismo momento en que existe un auditorio, los mecanismos de performance empiezan automáticamente a funcionar. Los preceptos de las retóricas eclesiásticas del siglo XVI, la aplicación de los conceptos de las teorías de performance y el ejemplo de la predicación contemporánea cristiana funcionan en esta tesis como herramientas de ayuda en la reconstrucción de lo que sería la labor que rodeaba a un predicador de la talla de Alonso de Cabrera.

96

CAPÍTULO 3

CUARESMA

Somos como el esclavo que esgrime con su señor de respeto, que cuando ha de herir vuelve la espalda. Y como el que justa con el rey, que al tiempo del encontrar, alza la lanza. (Alonso de Cabrera, “Consideraciones del martes después del domingo de Pasión”)

Introducción

En las cuatro semanas de Cuaresma, la Iglesia pedía al cristiano que mortificara

su cuerpo imitando la vida de Cristo; por lo tanto, el objetivo del sermón en este ciclo

litúrgico era convencer a los fieles de que hicieran este sacrificio por amor y temor de

Dios. Por esta razón, y siguiendo el ejemplo de los oradores clásicos, la predicación del

siglo XVI tuvo que echar mano de la “patología,” o psicología de la emoción heredada de

Aristóteles,89 como instrumento de persuasión para mover voluntades.

Este capítulo, por una parte, analiza y estructura los temas que más definen la

Cuaresma en los sermones de Alonso de Cabrera: en primer lugar, los medios que facilita

la Iglesia para la conversión del pecador, esto es, los distintos modos de hacer penitencia;

segundo, el adoctrinamiento del pueblo en Cuaresma y su relación con el oficio de

predicar desde la perspectiva del dominico. Por otra parte, el capítulo analiza

retóricamente los mecanismos persuasivos que más definen la oratoria de Cabrera; de

89 “Y es que son los sentimientos de los que se derivan dolor y placer, como la ira, la piedad y otros por el estilo, así como sus contrarios, los que, con sus cambios, afectan a las ” (Aristóteles, Retórica libro II, capítulo I, 141). 97

éstos sobresale, por su perfecto y constante uso, el principio de acomodación al auditorio,

a través del cual discute temas de actualidad que revelan la mentalidad del predicador y,

en un sentido más global, algunos aspectos espirituales, políticos, económicos y

culturales de la sociedad española de finales del siglo XVI. Pero antes de entrar en el

análisis introduzco brevemente qué es y qué significa la Cuaresma en el catolicismo.

La Cuaresma

El curso del año litúrgico se divide en varios tiempos sagrados, en los que la

Iglesia va formando cristianamente a los fieles, y donde las celebraciones tienen un valor sacramental, en el sentido de que Cristo sigue continuando la obra de la redención, y los cristianos están en contacto y comunión con Él.

El núcleo del año litúrgico es el Misterio pascual (celebración de la muerte y resurrección de Cristo), mientras que la Cuaresma es el tiempo de preparación a la

Pascua: abarca los cuarenta días que la preceden, y es signo de la participación del cristiano en el misterio de Cristo que hizo penitencia durante cuarenta días en el desierto por los hombres. En este período, la Iglesia interrumpe el “tiempo ordinario”90 para

celebrar los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia. Esto significa que, en la

Cuaresma, se manifiesta más vigorosamente que la vida del cristiano es de una “continua

conversión”; y, es en este sentido que se le llama “tiempo fuerte” porque hay una

evangelización intensa: los catecúmenos reciben por primera vez el bautismo, y los

90 Ciclo llamado del Señor o Propio del tiempo; son 33 ó 34 semanas en el curso del año donde no se celebran aspectos peculiares del misterio de Cristo, sino que “se evoca el mismo misterio de Cristo en su plenitud para que, en cada celebración, especialmente en los domingos, entremos en comunión con él, vivo y presente” (Conferencia Episcopal 58).

98

cristianos emprenden un viaje de superación evangélica; esta disposición es necesaria

para celebrar espiritualmente la resurrección de Cristo. Como la preparación cuaresmal se

fundamenta en el sacrificio de Cristo, la “conversión cuaresmal” de los fieles se debe

basar en la acción cristiana, sobre todo, en la limosna, la oración y el ayuno (Conferencia

Episcopal 75, 86-87). Así tenemos que debido a su importancia en la renovación

espiritual del creyente, la Cuaresma es “el centro de la predicación del año” --en palabras

de Herrero Salgado--, donde los temas de los sermones del siglo XVI se corresponden

con el llamamiento a la conversión cuaresmal, y donde los argumentos se dirigen a la

aplicación moral de la doctrina (Oratoria sagrada I, 309-10).

El trabajo espiritual del cristiano

El primer sermón de este ciclo,91 “Consideraciones del domingo de septuagésima” (Sermones 5-15),92 funciona como una sólida introducción donde se

establece la línea de actuación en este tiempo: la oración, el ayuno, la vigilia y el

cumplimiento de los mandamientos son las prácticas que forman lo que se llama el

“trabajo espiritual” del cristiano.

El evangelio de este domingo es San Mateo, capítulo 20,93 que cuenta la parábola de los obreros de la viña: un amo va contratando obreros para trabajar su viña durante todo el día. A las cinco de la tarde ve a unos hombres parados y les pregunta: “¿Por qué razón os estáis aquí todo el día ociosos?” Ellos responden que nadie ha venido a por

91 Para el ciclo de la Cuaresma utilizo la edición de Mir de 1930.

92 Se llama así porque es el domingo séptimo antes del domingo de Pasión.

93 “Quid hic statis tota die otiosi?” (San Mateo, 20, 6). “¿Por qué estáis aquí todo el día sin hacer nada?” (La Santa Biblia).

99

ellos; el amo les dice que vayan a trabajar su viña. Cuando se termina la jornada laboral,

les paga lo mismo que a los que estuvieron trabajando desde por la mañana. Ante la queja

de los éstos, el amo les contesta que ha pagado a todos lo convenido y que, además, es su

“hacienda” y puede ser bueno con todos.

La viña representa el reino de Dios. Así, explica Cabrera, que el evangelio ilustra

cómo la justicia de Dios sobrepasa a la de los hombres, y “cómo por la gracia de Dios, los

últimos son primeros y los primeros últimos, como también son muchos los llamados y

pocos los escogidos” (Salutación 6).94 En este sentido, la pregunta del evangelio (“¿Por

qué razón os estáis aquí todo el día ociosos?”) es la llamada de conversión, en la que Dios

no cuenta tanto cuándo responden los hombres, sino con qué “fervor y buena voluntad”

lo hacen. En suma, sigue el predicador, el mensaje del evangelio para los fieles se traduce

en que: “[v]uestro oficio es ser jornaleros, cogidos en el baptismo para trabajar en la viña

del Señor por el jornal de la gloria” (Introducción 7). Es decir, por el bautismo se hacen

los hombres cristianos y, por tanto, su mayor ocupación y preocupación en la tierra debe

ser responder a la llamada de Dios.

A continuación, Cabrera va a probar que, además, el trabajo espiritual es muy

llevadero porque el cristiano posee los tres elementos necesarios para efectuarlo: el lugar,

la fuerza y el tiempo.

Con respecto al primer elemento, el lugar, el sacramento del bautismo sitúa al

cristiano en un sitio privilegiado; a saber, dentro de la misma viña del Señor.

Consecuentemente, si no cumple con su trabajo, Dios tiene motivos para enojarse. Esta

94 Debido a la importancia de la dispositio del sermón para los objetivos del predicador, indicaré en paréntesis la parte del sermón que corresponde junto con la página de la edición de Mir. 100

situación la ejemplifica Cabrera con un episodio de Isaías; el Señor le mande a que

pregunte a un “mal trabajador”:

Quid tu hic? Aut quasi quis hic? (Isaías, 22): ‘¿Qué haces tú aquí? ¿O, cómo piensas que estás aquí?’ ¡Oh, qué pregunta ésta para que cada cristiano la haga a sí mismo! ¿Qué haces tú aquí en la viña, o como quién piensas que estás aquí? ¿Como trabajador? ¿Como jornalero? ¿Pues por qué no trabajas? ¿Qué haces aquí en el huerto cerrado del Señor, o como quién estás aquí? ¿Como árbol plantado para llevar fruto de buenas obras? Pues ¿por qué estás estéril tanto tiempo ha? […] ¿Como soldado cercado y combatido de enemigos? […] ¿Pues cómo en el lugar de la batalla estás ocioso? […] ¿Qué haces tú aquí en las Indias de esta vida o como quién estás tú aquí? ¿Como mercader para granjear riquezas de merecimientos espirituales? ¿Pues por qué estás ocioso? ¿Por qué no contratas y solicitas los negocios de tu salvación para volver rico a aquella dulce España, donde para siempre has de vivir? ¿Qué haces tú aquí en la Iglesia, que es casa de Dios, o como quién estás aquí? ¿Como criado y doméstico de Dios y como hijo querido suyo?, ¿Pues por qué no sirves a Dios? ¿Por qué le ofendes tan gravemente? (Consideración cuarta 12)

Con el deíctico gramatical “aquí” (“hic”), se señala el lugar del cristiano y,

simultáneamente, el hecho de que hay jornaleros que no cumplen con su trabajo; por eso,

Cabrera, siguiendo el ejemplo de Isaías, exhorta a su público a que reflexionen si ellos

mismos son este tipo de jornalero. Esta alusión a la conciencia individual de los feligreses

era muy común en la predicación, y estaba regida por los valores morales de la doctrina

católica: la relación con el Padre eterno orientaba la conducta, siendo el temor a Él lo que

fundamentaba mayormente las actitudes del pueblo (Núñez Beltrán 340).

Después, el predicador desciende a lo particular,95 adaptando la especulación

doctrinal a los oficios terrenales más corrientes de la sociedad (“trabajador,” “jornalero,”

“soldado,” “mercader,” “criado,” “doméstico,” “hijo”). Todo esto se expresa con una

95 Este principio lo vimos en la introducción de la tesis (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro II, capítulo XII, 219).

101

serie de preguntas retóricas, que le dan al discurso energía y viveza,96 y que tienen el

objetivo de recriminar al auditorio el tipo de relación que tienen con Dios. El campo

semántico que más se amplifica es el que tiene que ver con la riqueza terrenal

(“mercader,” “negocios,” “contratos,” “volver rico,” “Indias”) con el fin de establecer el

paralelo con su contrario, la riqueza espiritual; es decir, el mensaje evangélico consiste en mostrar al cristiano la obligación contraída en el bautismo: trabajar para su enriquecimiento espiritual. Así, con el propósito de que esta idea sea entendible, el predicador ha usado en el discurso vocabulario del campo de lo comercial. En la aplicación doctrinal a la vida mercantil propia del siglo XVI y XVII, podemos ver el concepto de “doble doblez” de Childers en cuanto a que el sermón refleja tanto el camino

a la salvación como la realidad que vive la sociedad, esto es, la crisis económica y el

ansia, debido a la carestía, de obtener riquezas materiales. Precisamente, las analogías y

comparaciones sobre navegación, mercancías y las referencias a las Indias son una nota

particular en la predicación de Cabrera, debido a su experiencia trasatlántica y a sus

estancias en Sevilla, la capital comercial española más importante del siglo XVI.

Con respecto al segundo elemento, la fuerza del cristiano, Cabrera se muestra más

parco en su plática y no deja lugar a excusas. Recurre a una palabra del evangelio, statis

(“estáis en pie”), sobre la que fundamenta su razonamiento: si se tienen fuerzas para asistir a misa de pie, entonces también se tienen para hacer penitencia: “[e]cháis achaques

que sois flacos y de pocas fuerzas para los trabajos de la penitencia; yo lo admito. Y así

teniendo atención a vuestra flaqueza, os pido trabajo fácil, servicio ligero y muy puesto

96 Según Granada, la repetición de interrogantes pertenece a los recursos de la elocutio que dan “mayor fuerza y acrimonia a la oración” (Retórica eclesiástica Tomo II, libro V, capítulo XIV, 225).

102

de razón” (Consideración quinta 12). Y más adelante: “[h]arto razonable petición es ésta:

que sirvas a Dios con las mismas fuerzas, con el mismo estudio y diligencia que servías al pecado” (Consideración quinta 12). La franqueza e ironía de Cabrera, cuando apunta las costumbres pecaminosas de la sociedad, es una de las características más notorias de su oratoria; con esta figura retórica hace muestras de su autoridad como líder espiritual, pero con un sentido totalmente práctico de la vida.97 De esta manera continúa la reprensión anteriormente comenzada:

Si hay fuerzas para andar toda la noche rondando la calle de la otra, hágalas para oír misa hincado de rodillas y para levantarse temprano a oír sermón. Si hubo dineros para gastos superfluos en las vanidades del mundo, para libreas y juegos de caña, que los haya también para hacer limosna a los pobres, por Dios. Tuviste lengua para jurar el santo nombre de Dios en vano y para desdorar la fama de tu prójimo; tenla ahora para dar gracias a Dios y para glorificar su nombre y para restituir la honra que quitaste. Los ojos que miraban cosas vanas, estén ahora cerrados para ellas y abiertos para mirar las obras de Dios. Los oídos que oían murmuraciones y pláticas deshonestas, oigan el sermón y los buenos consejos. Los pies y manos que obraron el daño del prójimo, ocúpense ahora en obras de misericordia. Finalmente, la carne que ilícitamente se regaló con comidas y bebidas y con torpes deleites, sienta ahora el trabajo del ayuno, de la mortificación, disciplina y penitencia, lo que bastase su posibilidad. Esto cosa hacedera es; no nos piden cosa imposible, sino muy moderada. Quid hic statis tota die otiosi? (Consideración quinta 12-13)

El tono es acusatorio, mientras que el mecanismo de admonición que elige es denunciar el vicio social proponiendo al lado el cambio cristiano. Se destacan los dos sentidos humanos, con sus respectivos órganos, que más repercusión tienen en la predicación: la vista, y los ojos; el oído, y las orejas. El predicador sabe que de la estimulación de estos sentidos va a depender la auténtica conversión del pecador.

97 El predicador construye en el discurso su ethos, o carisma; es decir, las características personales con las que se presenta un orador a su auditorio para ser digno de crédito: discreción (phronesis), integridad (areté) y buena voluntad (eunoia) (Aristóteles, Retórica, Libro II, 2, 4, 9).

103

El tiempo es el último elemento que el hombre necesita para ser jornalero: “tota

die,” “[h]ace día claro y sereno.” El evangelio trae la verdad a la humanidad y, como la verdad alumbra el entendimiento, el evangelio es luz; por eso se le llama “ de justicia,” porque trae la salvación eterna a los mortales. Como el “hemisferio de la Iglesia” emite

rayos de doctrina y gracia, el cristiano vive de día, que es el tiempo cuando se renuevan

las fuerzas para trabajar. En contraposición está la noche; tiempo en que “buscan las

fieras su comida, salen de sus cuevas” (Consideración sexta 13). La noche es un tiempo

de temor y oscuridad donde el hombre se siente debilitado y más propenso a pecar porque va andando a ciegas. Análogamente, argumenta Cabrera, en las naciones con ignorancia de la doctrina católica “discurren las bestias de las selvas, los leones y dragones infernales; bramando, buscan las almas que Dios desampara para hacer presa en ellas.

Allí son las carnicerías y matanzas de almas que para siempre padecen” (Consideración sexta 13). Al encontrarse el hombre con menos fuerzas para resistir a las fieras infernales, la noche significa el tiempo de su muerte espiritual, y esto se extiende a naciones enteras.

La descripción de estas dos imágenes contrapuestas, el día y la noche, pretende suscitar las emociones del público:98 la noche oscura produce temor y sensación de

soledad, mientras que la claridad del día provoca bienestar y seguridad. Estos

sentimientos persuaden al cristiano a seguir la luz de la doctrina católica y,

consecuentemente, emprender el trabajo espiritual que la Iglesia promueve en Cuaresma;

es en este sentido que el sermón proclama que el único “negocio” del hombre debe ser la

salvación.

98 La descripción es parte de la amplificatio (Granada, Retórica eclesiástica Tomo II, libro III, capítulo VI, 314-15).

104

Las prácticas penitenciales de la Cuaresma

En el sermón “Consideraciones del domingo de la quincuagésima” (Sermones 25-

33), Cabrera concretiza el fin que persigue la Iglesia en época de Cuaresma, y, sobre

todo, por qué el cristiano debe hacer penitencia. La misión del predicador se vuelve ardua de una manera especial porque tiene que hacer atractivo algo sumamente penoso para el cuerpo: la mortificación.

El evangelio es San Lucas, capítulo 18, del que va a tratar dos puntos: que yendo

Jesús camino a Jerusalén les habla a los apóstoles de su pasión y ellos no le entienden; y

que durante el camino hace el milagro de dar vista a un ciego que estaba pidiendo

limosna a la entrada de Jericó.99 La conexión entre estas dos materias es el punto de mira

del sermón: “son menester ojos nuevos y vista de cielo para ver y entender lo que Dios

hizo por los hombres, en morir por ellos” (Salutación 25). Dicho de otro modo, los

apóstoles ejemplifican cómo el intelecto del hombre no llega a entender los misterios de

Dios (como sacrificar a su Hijo en la cruz), mientras que el milagro del ciego ilustra

cómo la ceguera del hombre puede ser remediada por Cristo.

Para ejemplificar la necesidad de hacer penitencia, Cabrera narra la maravilla que

hizo el profeta Eliseo de tirar un palo en el agua, para que atrajese a la superficie el hierro

que se le había caído a uno de los religiosos de su compañía. Así, razona el predicador

99 “Asumpsit Jesus duodecim discípulos suos et ait illis: Ecce ascendimus Jerosolyman, et consummabuntur omnia quae scripta sunt per Prophetas de Filio hominis” (Lucas, 18, 31). Es el tercer anuncio de la pasión: “Llevó aparte a los doce y les dijo: ‘Mirad, vamos a Jerusalén y se va a cumplir todo lo que escribieron los profetas sobre el hijo del hombre” (La Santa Biblia).

La segunda materia es “ de Jericó” (versículos 35-43): “Cuando se acercaba a Jericó, había un ciego sentado al lado del camino pidiendo limosna. Al oír pasar a la gente, preguntó qué era aquello. Y le dijeron: ‘Es que pasa Jesús de Nazaret’. Entonces gritó: ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando se acercó, le preguntó: ‘¿Qué quieres que te haga?’ Y él le contestó: ‘Señor, que vea’. Jesús le dijo: ‘¡Ve! Tu fe te ha salvado’. Y al instante recobró la vista y lo siguió dando gracias a Dios. Todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios” (La Santa Biblia).

105 que la misma maravilla es la que ejerce la cruz a los pecadores que están hundidos en

“aguas embalsadas y estancadas y cenagosas de los deleites del mundo” (Introducción

26). Dicho esto, enumera las prácticas de penitencia que exige la Iglesia:

Esta Cuaresma toda se ha de gastar en obras de penitencia y de satisfacción penosas, ayunos, disciplinas, vigilias, hambres, mortificaciones temporales, paciencia, sufrimiento, silencio y tales otras cosas, pónesenos como por báculo que llevemos en la mano para no desmayar, esta cruz del Señor, en que estribemos los que como romeros caminamos a la celestial Jerusalem. (Introducción 26)

El propósito de la Cuaresma es que el cristiano reconozca el sacrificio de Cristo y que le corresponda con un simulacro de su penoso peregrinaje; de ahí que el apoyo

(“báculo”) del cristiano para no desfallecer sea la visión de la cruz. El hecho de que el cristiano se transforme en un verdadero penitente manifiesta que ha entendido el misterio de Dios.

Establecidas ya las diferentes penitencias que se pide al cristiano en Cuaresma, ahora es el momento de instigar las voluntades de los oyentes. Cabrera comienza su táctica persuasiva con la narración de un exemplum100 del dominico valenciano San

Vicente Ferrer (1350-1419); el ejemplo narra ilustrativamente un grave castigo por el

100 Fray Luis de Granada sitúa el exemplum dentro de “las figuras de sentencias que tienen mayor fuerza y acrimonia” de la elocución y lo define como: “una proposición de algún hecho o dicho pasado, con nombre de autor cierto.” Se usa porque “[h]ace más adornada la materia cuando no se toma sino por causa de dignidad. Hácela más perceptible cuando lo que es oscuro lo vuelve claro. Más probable, cuando la hace más verosímil. Pónela ante los ojos cuando expresa con tal perspicuidad todas las cosas que casi pueda tocarse con la mano lo dicho. Pero sobre todo mueven los ánimos las cosas antiguas, esclarecidas, las de nuestra patria o casa; esto es, cada una a su nación, cada una a su linaje; o las muy inferiores, como las mujeres, los niños, esclavos, bárbaros” (Retórica eclesiástica Tomo II, libro V, capítulo XIV, 243).

Hilary Smith añade que el exemplum es una narración ilustrativa que pertenece a los llamados “símiles homilíticos” (los otros son la comparación y el concepto predicable) de la predicación popular. Se componía de una historia, una moraleja y la aplicación de ésta. Debido a su forma narrativa, podía incluir fábulas de animales, cuentos orientales (como en el Libro de los Gatos o El Conde Lucanor), mitos, sucesos históricos, figuras históricas, episodios de las vidas de santos e incluso las propias experiencias del predicador (70-75).

106

pecado de gula: unos muchachos, que se fueron a una gran ciudad con el propósito de

robar, vieron allí a otro joven empalado en un cerro; alguien les contó que era el hijo del

Corregidor de la ciudad, que había sido castigado porque su criado robó fruta al vecino quebrantando las leyes impuestas por el padre.

Como dice Smith, el ejemplo es una figura retórica que recuenta un símbolo tradicional en un idioma “moderno”; la tarea del predicador es acomodar la narración a los prejuicios y creencias que él mismo comparte con la sociedad. En este caso concreto,

Cabrera inmiscuye en la narración un comentario actualizado que tiene el fin de efectuar una breve crítica social; así dice: “[t]rabajar es de mal gusto para quien ha vivido a la rufianesca y en barraganería, porque les parece que las manos enseñadas a esgrimir y manejar espada y broquel no conviene que traten la mancera o el azadón” (Consideración primera 27). Este comentario alude irónicamente a los hidalgos que pululaban por las ciudades españolas de la época y que, respaldados en su concepto de honra, pasaban el tiempo haciendo de todo menos trabajar. Identificando los ideales improductivos de la nobleza baja de España con los ladrones del ejemplo, Cabrera evidencia su posición al respecto y es, a la vez, una muestra de cómo un buen sermón siempre busca un nexo con la realidad de la sociedad que lo escucha y de cómo los recursos que utiliza en la persuasión se dirigen a ilustrar o poner las cosas delante de los ojos del auditorio.

Con respecto a la persuasión, San Vicente Ferrer era famoso por sus multitudinarias conversiones a la penitencia.101 Por tanto, al usar uno de sus ejemplos,

101 Fray Luis de Granada decía de él: “De esta manera el apóstol valenciano San Vicente Ferrer redujo a verdadera penitencia una multitud de personas casi infinita, porque en sus sermones frecuentísima y vehementísima excitaba este miedo del divino juicio y de las penas eternas” (Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo XI, 379).

107

Cabrera se estaba asegurando el éxito de la empresa; así añade: “¿Qué debieron de sentir los que iban con tan mal intento? Volvámonos, que no es lugar para nuestros propósitos.

¿Habéis entendido la parábola? De cuantos castigos jamás Dios ha hecho, ninguno hay que así muestre su justicia rigurosa como el que vemos ejecutado en Jesucristo”

(Consideración primera 27). Para despertar el miedo al auditorio, el predicador les pregunta retóricamente qué sentirían los ladrones al conocer la suerte del hijo del

Corregidor, pues si así castigaba a su propio hijo que no había robado, qué haría con ellos. Finalmente termina refiriendo la moraleja con una clara interpretación doctrinal: la extrema severidad del Corregidor se corresponde con el castigo que Dios perpetró en

Jesucristo.

Seguidamente, con el propósito de acentuar más la injusta dureza de la pena,

Cabrera elabora un perfil de Cristo ponderando sus infinitas cualidades:

La mejor vida que nadie vivió, ni es posible que viva: la más digna de conservar que el sol verá jamás; la más hermosa persona y de mejor condición; el cuerpo más lindo y más bien acomplexionado que hubo en el mundo; obra sacada por la mano de Dios a solas para que en ella se viera la grandeza de su primor. ¿Qué diré de su honra y de su estima que con tanta razón todos cuantos le conocían (sacando algunos pocos a quien la envidia cegaba) hacían dél más que de ningún príncipe de cuantos nacieron, siguiéndole, y amándole, y adorándole, pospuesto todo lo demás que les podía estorbar? ¿Qué del oficio de predicador, del Profeta que alumbraba las cegueras, sanaba las enfermedades, restituía las vidas de almas y cuerpos, encaminaba al cielo las almas, consolaba en la tierra los cuerpos; esa luz del mundo, amparo de los afligidos, camino de los errados, desengaño de los perdidos, alegría de los tristes? ¿Y qué no? Bien infinito para destruición universal de nuestros males. (Consideración segunda 28)

Siguiendo la teoría de los afectos de Granada (Retórica eclesiástica Tomo I, libro

III, capítulo XI, 375), la descripción de Jesús que atiende a su vida, su persona, su honra y su oficio se encamina a despertar el amor de los hombres, de tal forma que el

108

predicador llega a cuestionar, retóricamente, el juicio de Dios en el hecho de sacrificar

cruelmente a su inocente Hijo.102

El engranaje persuasivo se completa con la prueba del destino irrevocable de

Cristo y de la descripción de su mortificación:

Su cuerpo, que él dice que es pan y comida, pongámosle en un palo, pasado con cinco heridas principales y todo el cuerpo llagado, azotado de pies a cabeza, escupido, aheleado, burlado y escarnecido. Y sabe vuestra santidad, vuestra bondad, vuestra inocencia, vuestra limpieza más que celestial y pregunta: ¿Qué es la causa de tan rigoroso castigo? ¿Qué hecistes, inocentísimo cordero? ¿Qué fue la causa de tales tormentos? ¿Por cuáles homicidios, sacrilegios, blasfemias sois tan inhumanamente castigado? (Consideración tercera 29)

En la descripción se añade la enumeración como otra forma de amplificar el

argumento. La intención es que el público imagine su sufrimiento para provocar la más

profunda compasión (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo 11, 383;

Aristóteles libro II, capítulo 8, 171). La descripción se complementa con una serie de

preguntas retóricas para contrastar su absoluta inocencia con la dureza del castigo. La

sucesión de preguntas retóricas junto con la variedad de la entonación y el gesto103 ayudaban al predicador a comunicar e indignación ante este hecho inusitado.

102 “¿En qué entrañas cupo con un golpe de furor derrocar en un punto bienes tan dignos de ser conservados eternamente? Será entregado. ¿Quién le entregó? ¿Quién tuvo ánimo para tal crueldad? ¿A quién le bastó la cólera para inhumanidad y fiereza tan extraña? Dígalo su Apóstol, que yo no osara: Qui propio Filio suo non pepercit; sed pro nobis omnibus tradidit illum (Roma., 3) ¿Quién tal creyera? ¿Qué padre hubo que tuviese ánimo para de su voluntad quitar la vida a un buen hijo a quien la había dado?” (Consideración segunda 28).

103 Granada anota cómo la figura de la interrogación admite una pronunciación muy diversa, dependiendo de los afectos que se quisieran provocar; no obstante, en la mayoría de los casos una sucesión de interrogantes se debía hacer con un mismo tono de voz (Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo IX, 451).

109

Estas selecciones demuestran cómo, a través de la elocutio, el predicador

patentizaba su propia emoción con el propósito de despertar la devoción en el público

asistente.104 Por esta misma razón, el predicador emite una llamada de reflexión que

concluye con todo lo dicho: “¿Cómo no temo pecar, pues veo en vos tal ejemplo de

justicia, pues veo que así es en vos castigada?” (Consideración

tercera 29). La “sombra del pecado” es la humanidad de Cristo que, aunque era “árbol

fresquísimo,” se parecía exteriormente a la carne pecadora y, por eso, se perpetró en ella

el castigo. Por consiguiente, el predicador hace reflexionar a los fieles sobre qué no hará

Dios a los “troncones podridos y secos, llenos de mil carcomas”; es decir, a la carne

realmente sujeta al pecado.

Finalmente, la táctica persuasiva de la consideración se cierra con un ruego del

predicador a los oyentes: “[e]nfrenemos, pues, estos días nuestras malas concupiscencias

con temor del castigo, pues no podemos sospechar que dejará sin castigo la culpa quien

así castiga la sombra della” (Consideración tercera 29). Este recurso retórico, llamado obsecración, se debía hacer una vez que el asunto estaba probado con argumentos y amplificado; por consiguiente, el predicador rogaba por el cambio de costumbres una vez que los fieles ya estaban sintiendo la piedad con el fin de hacer más efectiva la obsecración (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo XII, 393).

En la última consideración del sermón, Cabrera cierra la cadena de preguntas figuradas, que incitaban a la reflexión, dando la definitiva clave doctrinal: “[m]as porque el darnos Dios a su Hijo no procedió de desamor para con Él, sino de infinito amor que

104 La regla era que cuanto más sincera y mayor fuera la emoción del orador, mayor contagio experimentarían los oyentes (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo X, 367).

110

tuvo a nosotros, pone el Señor luego el glorioso remate de sus trabajos: Et tertia die

resurget” (Consideración cuarta 29). Esto quiere decir que los misterios de Dios no se

basan en la crueldad hacia el Hijo sino en el amor hacia los hombres. Con esta

afirmación, el predicador rompe el suspenso que cuestionaba el juicio de Dios para

estimular en el auditorio un amor recíproco al Padre, y para esperanzar los trabajos del

cristiano en este tiempo litúrgico: igual que Cristo resucitó al tercer día de su muerte, la

recompensa del penitente cuaresmal será la resurrección de la carne.

Habiendo demostrado por qué el cristiano debe hacer penitencia en Cuaresma y

los beneficios que se pueden esperar de Dios, Cabrera termina de pulir el mensaje

evangélico descendiendo a lo particular con una reprensión a la sociedad:

Los hombres que ahora se usan son tan delicados, tan sensibles, tan quejumbrosos, que con cualquier ajecito gritan como niños: el aire que pasa les ofende, cualquier trabajuelo los desbarata. ¿Azotes para la carne? Eso allá para los frailes; cilicios, los ermitaños, los cartujos. No vale esta gente dos ardites para ir al cielo. Y aun a fe que para el infierno son muy delicados. Regnum caelorum vim patitur et violenti rapiunt illud (Mat., 11): ‘El reino de los cielos se ha de entrar por fuerza’: no es para gallinas y afeminados: hombres robustos y valientes son los que le asaltan y le conquistan por violencia que hacen a sí mismos, al mundo, carne y demonio. ¿Quién son esos? No fueron de otra especie que nosotros” (Consideración cuarta 31-32)

En esta selección la meta del predicador es tocar la fibra más íntima de los

varones turbando sus ánimos con la vergüenza:105 los hombres de hoy no tienen fuerza para entrar en el reino de Dios. Esto se expresa, primero, con una enumeración

(“delicados,” “sensibles,” “quejumbrosos”), donde se les califica despectivamente de

105 Aristóteles define el afecto de la vergüenza como un cierto sufrimiento y perturbación respecto a defectos presentes, pasados o venideros que parecen conducir al descrédito de la persona. Es por eso que nos avergonzamos con las cosas que están a la vista o son manifiestas, sobre todo ante personas discretas y sinceras, porque, al no tener los mismos defectos, cabe de esperar que no sean indulgentes con quienes los tienen (Libro II, capítulo 6, 161-66). De la misma manera, podemos ver en Cabrera la confianza que depositaba en su ethos con el hecho de atacar el honor de los varones.

111

niños que se quejan por cualquier trabajo. Pero, en seguida, sube de tono interpretando el evangelio de San Mateo con expresiones coloquiales y populares: el cielo no está hecho para “gallinas y afeminados.” Todo discurso de Cuaresma conlleva un énfasis en lo corporal en tanto en cuanto es un ciclo en el que el cristiano se convierte en penitente, y cuya tarea es la mortificación de su propia carne (“le conquistan por violencia que hacen a sí mismos”). Así la persuasión del predicador se expresa con vocabulario procedente de este campo semántico: el primero que sufrió la mortificación corporal fue Cristo, y después le siguieron los mártires que murieron por Él. Por esta razón, Cabrera incluye en esta selección la figura del mártir en contraposición al cristiano caracterizado de

“delicado” para los trabajos espirituales. En cambio, al mártir se le equipara con el prototipo de guerrero medieval (“hombres robustos y valientes,” “asaltan” y “conquistan por violencia”). El modelo medieval todavía estaba cercano a la mentalidad de la sociedad de la segunda mitad del siglo XVI; a través de él se quiere motivar a los hombres a emprender la batalla espiritual. A la misma vez, hay que añadir que en este discurso guerrero, se trasluce el sentimiento de nostalgia de Cabrera por la progresiva pérdida de los valores nobiliarios medievales que se iba produciendo en la sociedad durante el siglo XVI (Negredo, “Levantar la doctrina” 60); este cambio de mentalidad y de costumbres en la sociedad los veremos en otros ejemplos de una forma más amplificada.

El miércoles de ceniza: contra los “hipócritas” y falsos santos

Con el sermón “Consideraciones del miércoles de la ceniza” (Sermones 33-43), entramos de lleno en la Cuaresma. Esta homilía cubre dos aspectos: primero, la manera

112 en que se deben entender “los medios humanos y divinos” que proporciona la Iglesia para cumplir la penitencia; y, segundo, el modo en que se deben realizar.

El miércoles de ceniza es oficialmente el primer día de este ciclo litúrgico, es decir, es cuando los cristianos inician el tiempo establecido para la purificación del espíritu con la imposición de la ceniza en la frente. Este signo penitencial simboliza la condición del pecador, y es una forma de comunicar exteriormente su culpa ante el Señor y su voluntad interior de conversión. Así pues, con la señal de la ceniza comienza propiamente el camino de la conversión, que culminará con la celebración del sacramento de la Penitencia unos días antes de la Pascua (Conferencia Episcopal 79). La Cuaresma culmina en el sacramento de la Penitencia porque a través de él el sacerdote perdona los pecados en nombre de Dios (Beltrán 264).

Aunque la ceniza es en este sentido una “señal de tristeza,” sin embargo, Cabrera puntualiza cómo el evangelio de San Mateo, capítulo 6,106 enseña al cristiano que haga la penitencia con alegría, y “no con tristezas fingidas y apariencias de santidad afectada, como los hipócritas acostumbran” (Salutación 33). Los penitentes tristes buscan que los demás vean su religiosidad, en vez de mortificarse con el objetivo de honrar a Dios. Pero la Cuaresma es un tiempo sagrado en la vida espiritual del cristiano y, por esa misma razón, debe ser alegre; así se expresa el predicador:

Habemos llegado a la Cuaresma, que es el tiempo de la cosecha de las buenas obras; es el mes de las almas preñadas, en que han de parir a luz hijos de bendición; todo el año dura la preñez de los buenos propósitos, de ser bueno y hacer penitencia, de restituir, dejar el mal trato (Introducción 35).

106 Cum jejunatis nolite fieri sicut hypocritae tristes (Mateo, 6, 16). “Cuando ayunéis, no estéis tristes como los hipócritas” (La Santa Biblia).

113

Y un poco más adelante:

[H]oy; más mañana, de aquí a un mes, ¡la Cuaresma! Ya estamos en la Cuaresma, tiempo de fecundidad, de abundancia; ha de haber muchos hijos de buenas obras, como granos en un montón de trigo: limosna, oración, cilicio, mala cama, disciplinas, velar, oír misa, sermón, andar estaciones, visitar hospitales, confesar, comulgar; buena sustancia, montón de merecimientos; y para que lo sea, vaya cercado de azucenas, adornado de buenas circunstancias de tiempo. Harto acomodado es el de la Cuaresma. Ecce nunc tempus acceptabile (2 Cor., 6). Siempre lo es de hacer bien, pero la Cuaresma con más particularidad y oportunidad de lugar: que escondamos nuestras obras de los ojos de los hombres, en cuanto nos fuere posible. Pater tuus qui videt in abscondito; del fin: que nuestra intención se enderece a solo Dios y no a complacer a los hombres. Todo esto comprende el Evangelio que dice así: Cum jejunatis, nolite fieri sicut hypocritae tristes. (Introducción 35)

La exaltación del ministro sagrado es palpable porque ahora es el tiempo propicio en que los cristianos colman su vida de obras (“Ecce nunc tempus acceptabile”). El predicador enfatiza de nuevo el aspecto corporal con la analogía de las prácticas cristianas y la fertilidad del penitente; en esta similitud subyace implícitamente la doctrina de la mortificación del cuerpo de Cristo. Así, cuando Cabrera dice que “las almas preñadas” ahora paren “muchos hijos de buenas obras” está ilustrando metafóricamente cómo durante todo el año los fieles están cultivando su espiritualidad

(“todo el año dura la preñez de los buenos propósitos, de ser bueno”) y mejorando sus hábitos diarios (“hacer penitencia, de restituir, dejar el mal trato”) a través del remedio salvífico que proporciona Cristo en la vida de los fieles. Por consiguiente, en Cuaresma, al ser el tiempo dedicado exclusivamente a la penitencia, todos esos buenos deseos y prácticas cristianas culminan en una verdadera y profunda conversión (“han de parir a luz hijos de bendición”). Después de la preparación espiritual cuaresmal, el cristiano está dispuesto para celebrar la Pascua.

114

En el vigor que se le da a lo corporal retóricamente se conecta la mortificación de

Cristo, punto doctrinal fundamental de la Cuaresma, con el sacramento de la Eucaristía

que se celebra en la Pascua. Este sacramento fue instituido por Cristo en la Cena del

Jueves Santo, que la Iglesia solemniza en la Semana Santa (segunda parte de la

Cuaresma), y simboliza la “continua actualización salvadora” de Cristo –en palabras de

Beltrán-- con la ingestión de su cuerpo y su sangre representado en el pan y en el vino que repartió a los apóstoles. En la doctrina de la Transubstanciación, el sacerdote sirve de mediación en la transformación de la materia (el pan y el vino se transforman en el cuerpo y sangre de Cristo), y la da a los fieles para que participen de esta comunión con

Dios. Este sacramento es un ejemplo del Dios escondido, y donde la fe guía a los sentidos de los fieles para que no se engañen: Cristo se convierte a través del sacramento en abogado defensor del cristiano, siendo la Eucaristía “pasaporte para el cielo.” Por último, la Eucaristía es fuente de los demás sacramentos porque en él está verdaderamente la fuente de gracia del mismo Dios; por tanto, al dar fortaleza y virtud al cristiano, tiene como efecto la espiritualización del hombre, la dominación de la carne, la victoria contra las tentaciones y la permanencia en la oración y la penitencia (Beltrán 266-70). De estos frutos espirituales que dominan las inclinaciones de la carne explican que en la cita anterior Cabrera usara vocabulario de guerra comparando a los mártires con guerreros medievales, en contraposición con los cristianos débiles que caracterizan, según el predicador, la sociedad de finales del siglo XVI.

Finalmente, la analogía de la fertilidad se continúa en la misma cita con la referencia al trigo y a las azucenas. Esta metáfora alude a un comentario anterior de los

115

Cantares,107 donde el vientre de la Esposa es la voluntad y, por tanto, “principio de todos

los actos,” mientras que los granos de trigo son sus hijos espirituales: los “méritos,” los

“servicios” y los “sacrificios” que se hacen por amor a Dios (Introducción 34). Así tenemos que el trigo es el trabajo espiritual (la sustancia) y las azucenas son las

intenciones del fin (los accidentes); éstos deben dirigirse solamente a Dios, razón por la

cual se deben efectuar con alegría.

Siguiendo la discusión doctrinal anterior y en estrecha relación con el cuerpo, el

ayuno se erige en el catolicismo como una práctica totalmente necesaria para la

salvación. Cabrera cita a San Agustín para definir el término teológicamente: “[p]or

ayuno se entiende aquí toda obra penal que aflige nuestra carne, cualquier aspereza con

que se maceran los penitentes.” El predicador aclara que la Iglesia estableció el ayuno

sólo en lo que concierne a la comida (Consideración primera 35). Cristo lo instituyó

(“Cum jejunatis”), explica Cabrera, porque es un medio en que el hombre puede estar en

aquella armonía primigenia que disfrutó con Dios antes del pecado original:108 en el

estado de inocencia (la abstinencia), el cuerpo se rinde al alma, el apetito a la razón y la

razón a Dios; es en estos términos que el ayuno funciona como “medicina común de

todas las dolencias,” esto es, como “antídoto” del pecado. Pero el ayuno ya ha

adoctrinado que debe hacerse con semblante alegre: “no queráis, no afectéis haceros

tristes” (Consideración segunda 38). Con respecto a esta falta, el predicador define dos

107 Venter tuus sicut acervus tritici vallatus liliis (Cantar 7): “Tu vientre es como un montón de trigo cercado todo de azucenas” (Introducción 34).

108 “La tierra de nuestra sensualidad después del pecado incurrió aquella maldición: spinas et tribulos germinabit tibi (Génesis, 3). De suyo brota espinas y abrojos de malos deseos y desordenados afectos, y así conviene romperla y escardarla con el ayuno y mortificación de la penitencia, para que dé frutos de vida eterna” (Consideración primera 35).

116

tipos de “hipócritas” que se fingen devotos: los que hacen la penitencia para mostrarlo al

mundo (“buena sustancia y mal accidente”); y los que aparentan santidad sin tenerla

(“mala sustancia con lustre de algún buen accidente, imágenes de virtud, pero sin vida

para todo lo bueno”). Cabrera compara a estos últimos con las pinturas de santos: “[u]n

pintor pinta un santo con una disciplina en la mano y la otra extendida a dar limosna al

pobre, pero no hay vida ni espíritu: así hay muchos cristianos sin vida, estatuas insensibles que no tienen más que el lustre y color de los cristianos” (Consideración cuarta 40). Éstos son los falsos santos; imágenes estáticas que cumplen con los ritos de la

Iglesia sin sentimiento ni sufrimiento de culpa; es decir, no proyectan la espiritualidad en sus vidas diarias. Aún así, el peor tipo que existe en la sociedad española, según Cabrera, es el disoluto y el escandaloso que ya no disimula ni siquiera “el parecer bueno:”

Los eclesiásticos, profanos; los ricos, avarientos; los viejos, verdes; los mancebos, furiosos; los muchachos, exentos; las mujeres, desvergonzadas y libertadísimas, que ellas convidan y se vienen a coger a la iglesia; todos tan atrevidos y descarados que peccatum suum sicut Sodoma praedicaverunt (Isaías, 3). No le esconden, públicamente se peca; no se tiene por infamia; gran perdición que se tiene por desvalida la que no tiene galán que le sirva. (Consideración cuarta 41)

El predicador compara a la sociedad aurisecular con la bíblica Sodoma, en cuanto a que los pecados ya no se toman por tales y, por tanto, se hacen públicamente: son los

“árboles secos infructíferos” que no tienen ni sustancia ni accidente, ni trigo ni azucenas.

Esta cita es un ejemplo de la “sátira contra estados” que se usaba frecuentemente en la predicación (Smith 119); es una técnica de reprensión marcada por el público

117

heterogéneo que asistía al sermón. La sátira de estados servía como vehículo de ataque

con el fin de que el aprendizaje moral cubriera cada miembro del cuerpo social.109

Aunque en esta cita se vislumbra una crítica a la relajación de costumbres generalizada de la sociedad de su tiempo, Cabrera termina el sermón con un semblante optimista por las posibilidades tan fehacientes de conversión. Por este motivo, hace una referencia al episodio del hijo pródigo, pues ejemplifica la alegría del Señor cuando los cristianos sienten el fervor en la Cuaresma: “[f]iesta es para el cielo la conversión de un pecador.”110 Y ya para redondear el mensaje de la Iglesia en Cuaresma, Cabrera apunta que ésta quiere que los cristianos celebren la Cuaresma con alegría pero también con tristeza porque, si la penitencia es el medio para conseguir la misericordia de Dios, no cabe duda de que la conversión exige el dolor de la culpa por haberle ofendido.111

La Transfiguración de Cristo: esperanza del cristiano

El evangelio del sermón “Consideraciones del domingo segundo de Cuaresma”

(Sermones 143-52) confirma el mensaje de alegría del ciclo litúrgico: Jesús lleva a sus tres discípulos favoritos (San Pedro, Santiago y San Juan) a un monte alto y apartado, el monte Tabor, para que sean testigos de la glorificación de su cuerpo mortal. Cristo les

109 En cuanto al ataque a las mujeres de este párrafo, hay que decir que, si bien no eran populares entre los predicadores (Smith 124), sin embargo, cuando Cabrera las criticaba era normalmente dentro de la sátira contra estados; es decir, no se ve en él una actitud particularmente misógina, sino que hay incluso momentos en que las defiende con respecto al hombre.

110 “Gaudium erit in caelo super uno peccatore paenitentiam agente” (Lucas, 15, 7). “Os digo que habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse” (La Santa Biblia).

111 “Si ha prendido en tu corazón la llama de la contrición, llora y duélete de tu culpa y juntamente alégrate dese dolor; gózate que te han dado espacio de penitencia y porque has alcanzado misericordia” (Consideración quinta 41).

118

permite ver esta visión como una muestra leve de su gloria divina para que los discípulos

le conocieran como Hijo de Dios. Durante la transfiguración aparecen Moisés y Elías,

cada uno a un lado de Cristo, para dar testimonio de esta verdad, mientras que la voz del

Padre dice: “Este es mi Hijo amado, en el cual yo me agradé: oídlo y obedecedlo”112

(Salutación 143).

La transfiguración de Cristo, explica Cabrera, revela la promesa hecha a los cristianos si siguen el camino de la penitencia (Introducción 146), de tal forma que cuanto mayor sea el esfuerzo y la pena física, mayor será la glorificación espiritual del alma. La conversación de Cristo con Moisés y Elías es la prueba de este precepto: durante la transfiguración hablaban alegremente de la futura muerte corporal de Cristo porque, desde el punto de vista teológico, “no hay cosa más alta ni más ilustre que padecer injurias y penas por la gloria de su Padre” (Consideración cuarta 151). Es en este punto donde se apoya la esperanza del galardón, y lo que explica por qué el “ojo de Dios” ve las cosas de una manera diferente al hombre. Para dar testimonio de esta verdad, los apóstoles fueron sus testigos, y es lo mismo que el predicador va a transmitir a su auditorio a través de la descripción del evento.

Primero, Cabrera acentúa cómo la transfiguración se produjo después de un momento intenso de oración, por lo cual, ésta última también queda eregida como otra práctica cuaresmal. Segundo, el cuerpo de Cristo tomó una hermosura inefable. Al no tener palabras para describir la belleza de Cristo transfigurado, el predicador sólo puede detallar el efecto que debió producir en sus discípulos: “si las lindezas de todas las criaturas, así de la tierra como del cielo, se juntaran en uno, no llegaran a sola esta

112 “oildo y obedeceldo,” errata de la edición.

119

belleza, ni deleitaran en tanto grado los ojos y ánimos de los que la miraban”113

(Consideración tercera 149). El poder de una bella imagen en la mente humana, junto con

la incapacidad de describirla por el orador sagrado produce la creación de una atmósfera mística que suscita más elevadamente las emociones del público:

Como si una imagen perfectísima estuviese pintada en un pergamino, con ricas iluminaciones de oro y azul y otros vivos colores, y el pintor tuviese arrollado el pergamino, y por mucha honra le descogiese un poco y os mostrase los pies y lejos inferiores de la imagen, dejando cubierto el rostro; así vos, Señor mío, desdoblaste el cielo de vuestra gloria como pergamino, mostrando los pies de la imagen, que es la gloria del cuerpo. Y si éste es tan acabado y maravilloso, ¿qué será la parte superior? Qui tegis aquis superiora ejus? Con de vuestra divinidad cubris, Señor, la porción superior de vuestra alma. (Consideración tercera 150)

El pasaje integra dos recursos que despiertan los afectos: una comparación y, seguidamente, un apóstrofe dirigido a Dios (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro

III, 387) en donde explica la comparación; ésta se basa en que Dios expuso a la vista una pequeña parte de su gloria corporal (no la del alma que es más inmensa), como si un pintor desenrollara la parte inferior de su pergamino mostrando sólo los pies de una hermosa figura.

En definitiva, el testimonio de la Transfiguración prueba el gran amor que Cristo sintió por los hombres; el predicador va a explicar por qué:

Deja suma gloria y escoge sumo dolor y afrenta. ¿Quién oyendo esto no se enamora de tal amador? ¿Quién no castiga su carne y la priva de sus regalos y pasatiempos por amor de Cristo, pues él por el nuestro privó la suya de tanta gloria? ¿Quién no aborrece sumamente el pecado, que con tanta costa de la humanidad de Cristo se hubo de reparar? Aprendamos de aquí a perder algo de nuestro derecho. Si os pidiere la carne paseos,

113 Aquí se ve otra vez el paralelismo con el neoplatonismo y sus ideas sobre el amor. El libro III de El cortesano de Baldassare Castiglione está impregnado de la doctrina de Marsilio Ficino sobre el origen y la naturaleza del amor: “los ojos hacen mucho al caso y son grandes solicitadores; son los diligentes y fieles mensajeros que a cada paso llevan fuertes mensajes de parte del corazón y muchas veces muestran con mayor fuerza las pasiones del alma, que no hace la lengua ni las cartas ni otros recaudos” (430).

120

salidas, conversaciones, negadle eso. David sediento se quita de la boca el jarro de agua que apetecía y lo sacrifica al Señor. Quitaos vos el bocado que mejor os sabe y dádselo a Cristo en el pobre. Procurar padecer algo por él, en retorno de tan gran merced.114 (Consideración tercera 150)

La Transfiguración testificó que Cristo era Dios. Esto quiere decir que dejó la

gloria del cielo y se encarnó en hombre para sufrir la pasión y muerte en la cruz por

amor. En consecuencia, el argumento del predicador se basa en que esta deuda debe

incitar al enamoramiento de Cristo, porque por esta fuente de amor, el cristiano adquiere

la voluntad de castigar su carne practicando las penitencias aquí contenidas: el sacrificio,

la oración, el ayuno y la limosna constituyen la prueba de amor del cristiano. Vemos aquí

otra vez el elemento corporal en base a dos ideas que se corresponden: la Transfiguración

prefigura la resurrección de Cristo y de todos los hombres, y para que éstos la consigan, deben primero mortificar su carne, de la misma forma que Cristo lo hizo en la pasión.

La virtud de la caridad: la limosna

Según la doctrina católica, la práctica del ayuno, si no va acompañada de la caridad, no es suficiente para ser un buen cristiano. De las tres virtudes teologales,115 la caridad es la más valiosa porque a través de ella se adquiere el hábito de obrar de acuerdo con el mandamiento de amor, amando a Dios y al prójimo como a uno mismo. En la acción del cristiano, la virtud de la caridad se traduce en dar limosna al necesitado.

La caridad y la esperanza son las virtudes que conforman el tema principal en las

“Consideraciones del domingo cuarto de Cuaresma” (Sermones 274-283). El evangelio

114 “mreced,” errata de la edición.

115 Las virtudes teologales son infusas por Dios en el alma y vivifican todas las virtudes morales del cristiano; y son la fe, la esperanza y la caridad (Catecismo romano 396).

121 de este sermón trata de la multiplicación de los cinco panes y los dos peces en el desierto.116 La asignación de este evangelio por parte de la Iglesia, explica el predicador, tiene la intención de reconfortar a los “penitentes afligidos” --estamos en el cuarto domingo de Cuaresma--, puesto que este milagro revela una muestra de los regalos divinos que manda el Señor a los que le siguen.

De esta forma, como el evangelio de este domingo tiene que ver con la satisfacción del hambre en el desierto, se contrasta la visión de los hombres “mundanos,” que ven el ayuno como un desierto, con la de los “virtuosos,” que ven el desierto en el mundo. Estos últimos materializan en los actos de penitencia el dolor por haber ofendido a Dios; son los modelos a seguir en Cuaresma. En relación con este campo semántico, el dominico usa la terminología del sentido del gusto para instruir a los fieles en los sentimientos que deberían experimentar en esta época: la contrición de los pecados es el pan que alimenta al penitente, y el “pan blanco y regalado” es la delicia inefable que gozan las almas perfectas en la contemplación de Dios.117

El episodio de la salida de los hijos de Israel de Egipto del Antiguo Testamento también prueba que la esperanza en Dios es el camino seguro del cristiano: Dios calmó el hambre de su pueblo en el desierto con el maná que cayó del cielo. Este milagro testifica,

116 “Abiit Jesus trans mare Galileae, quod est Tiberiadis, et sequebatur eum multitudo magna, quia videbant signa quae faciebat super his qui infirmabantur” (Juan, 6). “Después Jesús pasó al otro lado del lago de Galilea (o Tiberíades). La gente lo seguía, porque veían los prodigios que hacía con los enfermos” (La Santa Biblia).

117 “Si supieses a qué sabe la confesión de los pecados bien hecha, las culpas bien lloradas, las lágrimas con dolor vertidas, los suspiros arrancados del pecho, con el sentimiento entrañable de haber ofendido a tan buen padre y Dios! Y si este pan mantiene al alma y consuela a los que comen el del dolor de la penitencia, ¿qué hará el pan blanco y regalado, del espíritu de que gozan los perfectos? ¿La dulzura de la contemplación, las lágrimas de amor, los júbilos y gozos que se pueden gustar, pero no decir?” (Introducción 275).

122

dice Cabrera, la condición “inmutable” de Dios (no puede morir ni faltar) y su

superioridad a todo lo existente.118

En el lado opuesto se sitúa la vida mundanal, donde reina la variabilidad; de ahí que no se pueda confiar en las riquezas terrenales. Esta idea queda plasmada en la imagen del “barco lleno y barco vacío” (Consideración primera 276), la cual ilustra cómo un barco que se ha llenado de mercancías pueda llegar vacío al destino. De la misma manera, no se puede confiar en los hombres; de hecho, los reyes se representan en las

Escrituras como “bordones de caña quebrados;”119 esta imagen los describe como débiles

para sustentar a los demás, porque su poder es sólo terrenal. En contraste, Dios se alza

como el báculo firme que siente amor de padre, posee la verdad absoluta y es

todopoderoso; por tanto, el hombre puede confiar en sus promesas (Consideración

primera 277).120

La explicación de que Dios se constituya como proveedor del hombre se basa en

que es fuente de toda caridad. Los ojos de Cristo transmiten este amor, que se describen

en las Escrituras como unos “ojos hermosos,” “rasgados, claros y serenos,” y “piadosos;”

en ellos se refleja el perfecto entendimiento de Cristo sobre las penurias del mundo.121

118 El maná era uno de los dos símbolos con el que los predicadores explicaban el sacramento de la Eucaristía (el otro símbolo era la leche materna), la diferencia radicaba en que el sacramento proporciona vida eterna (Beltrán 268).

119 “Ecce confidis super baculum arundineum confractum istum” (Isaías, 36).

120 Cabrera recurre a tres autoridades para este adoctrinamiento: San Bernardo, San Pablo y las Escrituras.

121 “Oculi tui sicut piscinae in Esebon, quae sunt in porta filiae multitudinis.” (Cant., 7) “Tus ojos son como dos estanques de agua que están en la ciudad de Hesebon, junto a la puerta que llaman de muchas hijas.” De donde “estanques,” según explica Cabrera, es una metáfora para ilustrar unos ojos rasgados, claros y serenos; “Hesebon” quiere decir en latín intelligere, es decir, un pensamiento que es rápido en entender; y las “hijas” son muchos pensamientos que se dan prisa para ayudar al menesteroso (Consideración segunda 277).

123

Por este motivo, Dios siempre está detrás de los necesitados,122 y con una sola mirada

puede subsanar las carencias más ocultas del mundo: “jamás tiene Dios cerrados los ojos

para lo que es remediaros; porque dado caso que los cerrase, con las pestañas vería. Y lo

que os queremos enseñar aquí es que no esperéis a que el pobre os abra los ojos, ni a que

os quiebre la cabeza a voces” (Consideración segunda 278).

En suma, la enseñanza de este día combina las virtudes de la esperanza y la

caridad: con respecto a la primera virtud, la doctrina manda que hay que confiar en Dios

para las propias necesidades, y no en otros hombres o en los bienes terrenales; con

respecto a la segunda virtud, el cristiano debe imitar a Cristo dando limosna sin ser ni

siquiera rogado. La “perfecta limosna” es la que se hace con rapidez: “quien da presto, da

dos veces. Si entendiésedes qué hay en el pobre, vos habíades de buscar a los pobres que

no los pobres a vos” (Consideración segunda 278). La limosna se alza como una práctica

totalmente obligatoria en el cristianismo, hasta el punto que el cristianismo debe buscar al

pobre para socorrerle; el no entender esta doctrina hace caer en el pecado, puesto que

debajo del pobre está escondido Dios.123

Para perfeccionar sus argumentos y convencer totalmente al auditorio, Cabrera

vincula la doctrina de la caridad con una polémica que estaba ocurriendo en España durante el siglo XVI: el debate sobre la pobreza. La referencia en el sermón a un tema

122 Cabrera recurre a dos autoridades: “Dígalo David: Beatus qui intelligit super egenum et pauperem (Salmo 40): ‘Dichoso aquel que entiende sobre el pobre y necesitado.’ San Pedro Crisólogo dice: ‘Bienaventurado el que de mil leguas entiende de las necesidades de los pobres, y que debajo de aquellos andrajos entiende que está Dios” (Consideración segunda 277).

123 Aquí Cabrera hace una sátira de estados en la que, en boca del predicador, cada miembro social pone una excusa para no dar limosna: “El mercader, porque no quiebre. El señor: no pierda la autoridad y decencia de mi estado. El caballero, no desdiga de mi honra. El rey, no me falte para la guerra. El labrador, no mueran de hambre mis hijos. El clérigo, no me falte para la vejez. La mujer: no me falte el vestido y la comida. ¡Oh qué de pecados ha ocasionado la necesidad!” (Consideración tercera 279).

124 controvertido nos ofrece una perspectiva del contexto histórico-cultural en que se pronunció el sermón, constituyéndose en testimonio de cómo una parte del clero entendía la actualidad que le rodeaba y, simultáneamente, la creatividad con que la acrisolaba a la teología moral que predicaba. Así pues, después de aludir otra vez al evangelio en latín, sigue una última explicación del tema:

Sea la postre de nuestro sermón una traza para aumentar la hacienda, un arbitrio. Ahora todos se desvelan en sacar arbitrios para sacar dineros. Cinco panes repartidos entre cinco mil y más personas, comen todos y se hartan y sobran doce canastas de pedazos. Quiere decir, que repartiendo los bienes con los pobres se multiplican. Fértil es, dice San Agustín (Ser. 15 De verbis Domini in monte) el campo de los pobres y fructifica mucho y presto para los que siembran en él. Faecundus est ager pauperum; cito reddit donantibus fructum. Es aquel pedazo de tierra que sembró Isaac, de que cogió ciento por uno. No han inventado los mercaderes más inteligentes trato más cierto para ganar. No hay censo perpetuo ni juro más saneado y seguro y bien pagado que la limosna. Es este arbitrio de arbitrios. (Consideración séptima 282)

La doctrina evangélica ha sido argumentada, ejemplificada y amplificada desde diversos ángulos durante las consideraciones anteriores; al final del sermón,124 el predicador revela la significación moral del milagro de Cristo de una forma directa y contundente: la limosna multiplica con creces la riqueza tanto material como espiritual del que la practica; éste es el mensaje doctrinal del domingo cuarto de Cuaresma. Ahora bien, por muy claro que esta afirmación quede, el predicador va más allá fabricando una metáfora adaptada a los nuevos tiempos: la limosna es, en términos económicos y políticos, un “arbitrio.”

En el siglo XVI, el oficio de los arbitristas estaba compuesto por la clase de los letrados (muchos eran a su vez religiosos y teólogos); su función era la confección de

124 Recordemos que las preceptivas dictaban que en las últimas consideraciones del sermón debía aplicarse la doctrina moral (Terrones Tratado III, capítulo IV, 237).

125

proyectos para la mejora cívica en diferentes aspectos sociales y económicos.125 Este sermón evidencia cómo este tipo de tratados calaron en la intelectualidad del momento, ya fuera literatura, discusiones cortesanas o pláticas religiosas (Cruz 63). Desde el punto de vista del dominico, los letrados formulaban arbitrios como una manera más de “sacar dineros” y de “aumentar la hacienda.” Luego, la asociación de ideas entre arbitrio y limosna se establece en base a la noción de que el arbitrio intenta aumentar la riqueza en el contexto cívico, mientras que la limosna lo hace en el espiritual. Debido a que Dios ha impuesto la limosna, ésta se constituye como el arbitrio más perfecto (“arbitrio de arbitrios”), y esta idea se complementa con un léxico mercantilista (es el “trato” más rentable), y un léxico cívico y económico (es el “censo perpetuo” o “juro” más seguro).

En este juego de inversiones, Cabrera se ha apropiado del discurso económico-político como arma de ataque contra la mentalidad mercantilista. La alusión al “desvelo” que todos padecen por “sacar arbitrios,” es decir, “dineros,” es una ironía que tiene el fin de arremeter contra los proyectos de reforma social que potenciaban el desarrollo económico nacional, dando de lado, según la mentalidad más ortodoxa, a los preceptos de la tradición católica. Una vez más tenemos aquí cómo el discurso del predicador funciona como espejo en el que se reflejan los valores y axiomas que realmente mueven a la sociedad. A través del discurso anclado en lo económico, el predicador se desdobla en un performance en el que el auditorio, al sentirse identificado con el momento representado, les podía producir sensaciones poderosas e incluso el deseo de cambiar la voluntad.

125 Aunque estos letrados concebían los arbitrios para afirmar su poder como letrados políticos, no obstante, algunos de ellos tuvieron ideas muy avanzadas y fecundas. Desgraciadamente, sus proyectos no pudieron llevarse a cabo a partir de 1598, debido a la consolidación de una mentalidad netamente aristocrática con la subida al poder del Duque de Lerma, valido de Felipe III (Bennassar, España del Siglo de Oro 41-57; Cruz 62-73).

126

Hay que tener en cuenta que la práctica de la limosna que la Iglesia sostenía en el

siglo XVI afirmaba el esquema social del cuerpo místico civil, que se fundamentaba en la interpretación medieval de las Sagradas Escrituras y de los padres de la Iglesia. Así decía

la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios (12, 12-31):

Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, forman un cuerpo, así también Cristo. Porque todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, fuimos bautizados en un solo Espíritu. Porque el cuerpo no es un miembro, sino muchos. […] Pero Dios ha dispuesto cada uno de los miembros del cuerpo como ha querido. Y si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Hay muchos miembros, pero un solo cuerpo. […] los miembros aparentemente más débiles son los más necesarios; y a los que parecen menos dignos, los rodeamos de mayor cuidado; a los que consideramos menos presentables los tratamos con mayor recato, lo cual no es necesario hacer con los miembros más presentables. Y es que Dios hizo el cuerpo dando mayor honor a lo menos noble, para evitar divisiones en el cuerpo y para que todos los miembros se preocupen unos de otros. Así, si un miembro sufre, con él sufren todos los miembros; si un miembro recibe una atención especial, todos los miembros se alegran. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte es miembro de ese cuerpo. Y así Dios ha puesto en la Iglesia en primer lugar a los apóstoles; en segundo lugar, a los profetas; en tercero, a los maestros; luego, los que tienen el poder de hacer milagros; después los que tienen el don de curar, de asistir a los necesitados, de gobernar, de hablar lenguas extrañas. (La Santa Biblia)

En las palabras de San Pablo se integran dos concepciones teológicas: una es el cuerpo y los miembros, y la otra es el cuerpo místico de Cristo. Según ellas, el bautismo unía a todos los cristianos en un solo espíritu y los hacía miembros de un mismo cuerpo, cuya cabeza era Cristo. En consecuencia, de la misma manera que la cabeza ordena mover todas las partes del cuerpo, así Cristo difunde la virtud y la gracia a los

127

justificados126 haciéndoles aptos para todos los deberes de la piedad cristiana (Catecismo

romano 397). De esta manera, enseña Cabrera estos conceptos teológicos:

Todos somos de un dueño y de un señor, y que todos somos miembros de un cuerpo; entre los cuales ha de haber tan estrecha amistad, que nunca el uno tenga necesidad, que no sea socorrida del otro. Pues cuando el rico hace limosna al pobre, vuelve por la honra de Dios, haciéndose instrumento de su providencia para sustentar al pobre, y por eso le honra. Pero cuando no le hace bien, y lo deja sin remedio cuanto es de su parte, deshonra a Dios, pues con su obra da a entender que Dios no tiene providencia, ni socorre al pobre. (Consideración séptima 282)

Por un lado, el predicador está postulando la concepción tradicional de la teología

medieval sobre la “estrecha amistad” que debe haber entre los miembros del cuerpo místico. Éste se correspondía con el cuerpo civil: en el primero, Cristo es la cabeza y el

corazón; en el segundo, es el rey, mientras los tres órdenes sociales (los que rezan, los que combaten y los que trabajan) son el cuerpo y los miembros (Bennassar, España del

Siglo de Oro 41).

Por otro lado, cuando Cabrera afirma que la limosna hace del rico “instrumento”

de la providencia de Dios está visualizando la ética medieval sobre la pobreza que estaba

justificada en muchos episodios del Nuevo Testamento.127 Según ella, el pobre estaba

más cerca de Dios porque poseía las riquezas espirituales. Consecuentemente, la pobreza

se veía como una gracia divina necesaria para la salvación de todos los hombres, debido a que, a través de la práctica de la caridad, el rico podía salvarse a pesar del riesgo

126 El concepto bíblico de la “justificación” en el N.T. tiene mayormente el sentido de “acción por la que Dios aplica al hombre su justicia en cuanto a fuerza salvadora y liberadora” (“Índice Analítico” en La Santa Biblia). Una de las referencias bíblicas de la “justificación” es la de San Pablo, I Cor. 6, 11: “Eso erais antes algunos; pero habéis sido lavados, consagrados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”

127 Cuando Cristo dio las siete bienaventuranzas, la primera de ellas era: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” (Lucas, 6, 20b); y el primero de los cuatro ¡Ay de vosotros!: “Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestra consolación!” (Lucas, 6, 24).

128 espiritual que entrañaba su condición privilegiada en la tierra (Bennassar, España del

Siglo de Oro 203). A partir de la analogía de la casa de un caballero, el sermón ejemplifica la relación entre el rico y el pobre: el mayordomo (el rico) se encarga de repartir a los criados (los pobres) la ración que les corresponde; si el mayordomo no cumple con su obligación, está ofendiendo al señor de la casa. De igual modo, si el rico no socorre al pobre, “deshonra” a Dios (Consideración séptima 283).

Aunque los escritores políticos creían en el cuerpo místico, sin embargo, algunos de ellos también ofrecieron en sus arbitrios unas reformas que, según Bennassar, marcaron un cambio de perspectiva sobre el problema de los pobres. Concretamente, en

1598, el plan del bachiller Cristóbal Pérez de Herrera propuso una solución global al pauperismo con una clara filiación mercantilista. El proyecto permitía mendigar a los físicamente incapaces dándoles certificados, mientras que los pobres “capaces” tenían que trabajar obligatoriamente; este planteamiento burgués se contraponía a la mentalidad medieval del pobre (211-218). Efectivamente, como dice Cruz, la solución de Pérez de

Herrera no tenía precedentes y era demasiado avanzada al ser el primero que planteó un programa centralizado de albergues para ayuda al necesitado y de eliminación de los pobres falsos como una necesidad, no solamente espiritual y moral, sino política y económica (63).

Si bien el proyecto de Pérez de Herrera hubiera funcionado para reducir el número de mendigos y, a la vez, aumentar la población activa, no obstante para Bennasar, su lado negativo era que en realidad con los mendigos capaces se estaba suministrando mano de obra bastante barata a los empresarios. Por otra parte, Bennassar nos recuerda que, en el siglo XVI y XVII, la pobreza y la mendicidad no se correspondían

129

necesariamente con la falta de trabajo, como tampoco a un estado determinado de la

sociedad, sino que muchas veces suponía una elección personal (como por ejemplo los

frailes de las órdenes mendicantes); esto era precisamente lo que apoyaba la Iglesia

medieval (209). De todas formas, una propuesta como la de Pérez de Herrera conservaba

la libertad física de los pobres incapaces; en consecuencia, no iba realmente contra los

preceptos eclesiásticos puesto que no entorpecía el ejercicio de la caridad.

Cabrera deja clara su postura tradicionalista,128 que iba en correlación con la

orden mendicante a la que pertenecía. Prueba de ello es la obra del dominico Domingo de

Soto, Deliberación sobre la causa de los pobres (1545), donde defendía la dialéctica

medieval entre el rico y el pobre como respuesta a la ordenanza de 1540 que proscribía la mendicidad en las calles. Soto defendía que los pobres se dejaran ver públicamente como recordatorio visual a la sociedad de que había que dar limosna (Cruz 47). En el frente contrario estaba el benedictino fray Juan de Robles, que en el mismo año publicaba De la ordenación que se ha instaurado en las limosnas para socorrer a los verdaderos pobres en algunas ciudades de España, defendiendo la construcción de hospitales para eliminar el vagabundeo por las calles (Bennassar, España del Siglo de Oro 206-211; Cruz 47-54).

En definitiva, la línea de pensamiento que sigue Cabrera en este debate es la que triunfa en España con la muerte de Felipe II y con la llegada del duque de Lerma al poder. La asistencia a los pobres siguió dependiendo, sobre todo, de la caridad privada,

128 Es pertinente mencionar la amistad que tuvieron Cabrera y el valido de Felipe III. De hecho, la edición del sermonario de la Cuaresma (1601) fuera dedicada al duque de Lerma, y de que el prior del convento de San Pablo se la ofreciera en nombre del ya difunto Cabrera: “Después, que en su opinión por tan pequeño se estimó como el gusano, y en virtud fue tan grande: este Convento de S. Pablo de Cordoua ofrece a V. Excelencia, en su nombre estos sus trabajos, para que ellos uiuan; pues del estamos ciertos no les diera otro dueño sacándolos a luz, pues la de V. Excelencia tenia el tan por suya como el predicaua, y nosotros sabemos” (Hojas preliminares).

130

según lo demuestran los inventarios sobre la multitud de donaciones, legados y fundaciones de que queda constancia (Bennassar, España del Siglo de Oro 215). Según

Cruz, el fracaso final del proyecto de Pérez de Herrera se debió al legado absolutista y

católico de Felipe II que permaneció fuerte en la reforma estatal, y documentó la

incapacidad del estado de resolver la pobreza a través de medidas únicamente seculares.

El reinado de Felipe III aseguró que ni la Iglesia ni el estado lucharan otra vez por dar

soluciones racionales o pragmáticas al asunto de la pobreza. Así, el número de pobres

siguió creciendo durante el siglo XVII, pero por la reacción de la sociedad dominante

contra los herejes, conversos, moriscos y gitanos, el papel sacralizado del pobre como chivo expiatorio pasó a ser la figura demoniaca de un paria social (73-74).

El oficio de predicar: el domingo de Sexagésima y el “negocio de la vida cristiana”

El domingo de Sexagésima está incluido en el tomo de la Cuaresma (Sermones

15-25) y pertenece al tiempo ordinario del año litúrgico; se llama así por ser el domingo sexto antes del domingo de Pasión. Al domingo de Sexagésima129 correspondía el

evangelio de San Lucas, capítulo ocho, cuyo tema trataba el oficio de la predicación ejemplificado con la parábola del sembrador. Ese domingo también se leía la Epístola de

San Pablo, el modelo más perfecto de predicador evangélico, que narraba las

129 La liturgia que seguía la misa se contenía en el Misal Romano: “The liturgical book of the Roman rite is the Missale Romanum. It contains the formulas and rites for celebration of the Mass together with the text of the Ordinary (portion said at every Mass) and the Proper (portion that changes with each feast) of the feasts throughout the year. It also contains the Masses for special occasions, prayers for the preparation before and thanksgiving after Mass, and various blessings. The missal began to take its present form under a law of 802 and its form was almost set as we now have it (except for the addition of new feasts, etc.) with the official publication ordered by Pope Pius V in 1570” (Catholic Encyclopedia 392).

131

persecuciones que sufrió (2, Cor., 11, 19-33 y 12, 1-9).130 Estas lecturas favorecían que, a

la hora del sermón, los predicadores interpolaran sus propias ideas con respecto al oficio.

En la salutación, Cabrera ofrece un significado conciso del evangelio131

identificando los tres elementos que componen la parábola de la sementera: “el

sembrador es Dios y la semilla su palabra, y la tierra que la recibe nuestros corazones”

(Introducción 15). La parábola simboliza cómo la palabra del evangelio es el eslabón que

une a Dios con los hombres en la tarea de la salvación; fue legada por Cristo a su Iglesia

para que, en su ausencia, fuera muestra de su poder divino.

El evangelio, sigue el predicador, es el legado que siguió San Pablo, y de él dijo:

“[n]o me avergüenzo ni embarazo de predicar el Evangelio, porque es virtud de Dios para

salud de todo creyente.”132 Cabrera explica las palabras del apóstol definiendo el término

“creyente” como el que “vive conforme a lo que el Evangelio enseña,” mientras que el

evangelio “encierra todo lo que Dios es;” motivo por el que provee de salud al creyente.

Las Escrituras usan diferentes metáforas para detallar qué es el evangelio, según los distintos efectos que causa en el pecador.133 De entre ellos, el evangelio de este

130 Cuando Diego de Estella habla de la necesidad de la bondad del predicador para afrontar las malas lenguas y las persecuciones pone como ejemplo a San Pablo, calificándole como del “mayor predicador” y del “más perseguido,” y menciona el domingo de Sexagésima porque “trata del oficio de la predicación” y de la Epístola de San Pablo (capítulo I, 8).

131 “Exiit qui seminat seminare semen suum” (San Lucas, 8). “Salió el sembrador a sembrar su semilla” (La Santa Biblia).

132 “Non erubesco Evangelium; virtus enim Dei est in salutem omni credenti” (Romanos, 1).

133 “Luz se llama porque quita las horribles tinieblas de ignorancia. Pan, por ser sustento de la vida del alma. Vino, porque remedia las melancolías que la ponzoña del pecado causa. Medicina, porque lo son sus consejos, para obedeciéndolos sanar de la culpa. porque enciende y porque inflama con santos deseos. Almádana, porque los más duros pedernales de los más empedernidos corazones quebranta. Cuchillo, que divide con la viveza de sus filos las coyunturas de las más ocultas intenciones, y que taja y corta y nos aparta de lo perjudicial. Finalmente, es semilla de donde nace todo nuestro bien” (Introducción 16).

132

domingo usa el término “semilla,” y su fruto es la salvación. La misión del predicador de

sembrar esta semilla en los corazones de los fieles no es una tarea fácil:

Pero ofrécese aquí una duda. ¿Qué es la causa, siendo eso verdad como lo es, que en tanta abundancia de predicación como hay, hallemos tanto defecto de esas cosas, que la palabra de Dios puede y suele causar? ¿Cómo hay tan grandes erradas siendo luz? ¿Cómo, siendo medicina, tantos enfermos? ¿Cómo, siendo pan, tan rabiosa hambre? ¿Cómo tanta falta de espiritual alegría, siendo vino? ¿Cómo tanto hielo en tanto fuego? ¿Cómo tan endurecidas y obstinadas almas, si hay martillo para quebrantarlas? ¿Cómo tanta maleza de espina, habiendo cuchillo con qué talarlas? Y si hay semilla tan buena, ¿por qué tan estéril y pobre cosecha? (Introducción 16)

La sucesión de preguntas retóricas expresan la contradicción: siendo el evangelio

tan omnipotente como Dios,134 y habiendo tantos ministros que lo prediquen, por qué no

se ve mayor perfección cristiana entre los fieles. La incertidumbre se soluciona a partir de

una regla filosófica: “[p]ara cualquiera obra que se haya de hacer es menester quien la

haga y en que se haga”; y también: “facultad en quien la ha de hacer y disposición en

aquello de que o en que se ha de hacer.” En otras palabras, para producir cualquier tipo

de obra, se necesita a alguien capacitado que la pueda realizar, pero también cierta

disposición o aptitud en lo que se hace la obra:

En este negocio de la vida cristiana, siendo ambas cosas menester: quien sepa enseñar y quien esté dispuesto para deprender, creo, sin haceros injuria, que las más veces por vuestra parte queda. Por ruines que nosotros seamos, al fin estudiamos, madrugamos, nos confesamos, decimos misa. En ella, y antes de ella, suplicamos a nuestro Señor Dios que sea con nosotros y nos dé palabras en su alabanza y vuestra utilidad; pedimos bendición y dánnosla para subir aquí. Ruégoos que me digáis, de cuantos estáis presentes, ¿qué habéis hecho de esto para venir aquí de modo que vais aprovechados? ¿Habéis madrugado a orar? Yo me contentaría con que me oyésedes despiertos y sin enfado. No os espantéis, pues si no

134 Anteriormente, Cabrera había citado dos lugares de las Escrituras que dan la cualidad de omnipotencia al evangelio: “Omnipotens sermo tuus Domine” (Sabiduría, 1), y “Sermo illlius potestate plenus est” (Eclesiastés, 8, 4).

133

lleváis provecho; que aunque Dios no está atado a las leyes que puso en naturaleza, las más veces obra según ellas. Esto nos significa en el presente Evangelio. Porque estos días (que presto comienzan) ha de haber más frecuencia que la ordinaria en oír la palabra de Dios. (Introducción 16)

La selección explica el significado del evangelio en su aplicación a la predicación, oficio concebido para el interés de los fieles, en términos otra vez económicos para la identificación del auditorio con lo que el predicador está representando. El término

“negocio” fue ampliamente usado en el siglo XVI, y lo podemos encontrar frecuentemente en tanto en Granada como en Cabrera. Covarrubias lo define como “[l]a ocupación de cosa particular, que obliga al hombre a poner en ella alguna solicitud”

(826). Consecuentemente, la frase “El negocio de la vida cristiana” se refiere a la ocupación propia de los cristianos; ésta se compone de dos partes interesadas que tienen sus respectivas responsabilidades: el predicador docto (“quien sepa enseñar”), y el cristiano que aprenda la doctrina (“quien esté dispuesto a deprender”). De esta manera, la idea de la selección se basa en que, si aún así no se ven obras cristianas en los fieles, es principalmente por culpa de ellos (“las más veces por vuestra parte queda”) debido a que no escuchan las palabras del sermón. En cambio, a pesar de los defectos de los predicadores (“[p]or ruines que nosotros seamos”), sin embargo, cumplen con su parte del contrato preparándose intelectual y espiritualmente para subir al púlpito (“estudiamos, madrugamos, nos confesamos, decimos misa”). Además muestran en ello su humildad

(“suplicamos a nuestro Señor Dios”) para cumplir con el doble fin de su oficio: honrar a

Dios y salvar almas con su doctrina (“nos dé palabras en su alabanza y vuestra utilidad”).

Ante esta situación, Cabrera no esconde su frustración: “[y] porque es gran

trabajo ser un hombre frustrado del fin que pretende, aunque sea pequeño, como si tiráis

134 una piedra a un pájaro y no le dais, os queda doliendo , y si acertáis, os queda un contento, el brazo dulce. Así, el fin del predicador es traer almas a Dios, y ser su pregonero que las llame” (Introducción 16-17). Sus palabras nos recuerdan las quejas de

Terrones en su preceptiva, y cómo el único acicate que puede tener el predicador para cumplir su oficio reside en la verdadera vocación. La vocación del predicador evangélico viene significada en la parábola cuando Cristo dijo que de las cuatro partes que se sembraron, una fructificó supliendo las otras tres. A este respecto considera Cabrera que

“es tan bueno eso poco, que vale tanto y más que lo mucho” (Introducción 17); es decir, con un sólo fiel que escuche con fervor el evangelio es suficiente para compensar el esfuerzo del predicador.

En relación al problema de los sentidos dormidos del auditorio, primero Cabrera trae a colación la actitud de Cristo al terminar de contar la parábola:135 “[l]legando el

Señor a este lugar comenzó a dar voces: ‘Quien tiene orejas para oír, oiga’: Qui habet aures audiendi, audiat” (Lucas, 8, 8). Ante el grito de Cristo, Cabrera recuerda al auditorio su propio precepto del decoro: “[d]icho estaba de Cristo: Non clamabu, nec audietur vox eius foris (Isaías, 42). ‘No será vocinglero, no dará gritos, ni se oirá su voz acá fuera’” (Consideración primera 17). Luego, explica el predicador, la reacción inesperada de Cristo dando gritos se explica por el deseo que tenía de “nuestro provecho.”

135 Éste es un resumen de la parábola siguiendo la narración de Cabrera: el sembrador salió a sembrar y, al ir sembrando, las semillas cayeron en cuatro partes diferentes. Una parte del grano cayó a lo largo del camino; lo pisotearon y las aves lo comieron. Otra parte cayó sobre rocas; brotó, pero luego se secó por falta de humedad. Otra cayó entre espinos que, al crecer, la ahogaron. Y la última parte cayó en tierra buena; creció y se centuplicó (Consideración primera 17).

135

Este mismo deseo es el que siente el predicador cuando se encara con los pecados de la sociedad: “[h]ay cosas tan perdidas en el mundo, que si predicáis contra ellas, es fuerza decirlas a voces y tomando el cielo con las manos; porque si las dejáis flojamente, es dar una tácita licencia para que se hagan: es decir que no son tan malas como son”

(Consideración primera 17). De la misma manera, queda justificada y autorizada en

Cristo el tono de voz elevado y represivo del predicador cuando lucha contra la falta de atención de su auditorio: “[q]ue el uno se duerme, otro habla, otro piensa en su negocio, otro mira lo que le da gusto, otro repara en el estilo y consonancia de las palabras, sin que le entre la sentencia de ellas en el corazón; otros peores burlan de ellas y calumnian a quien las predica. ¿Quién no dará gritos viendo tal perdición?” (Consideración primera

18). La cita marca cómo el predicador ha pasado del contenido del evangelio a la aplicación del mismo a lo particular de su auditorio (Granada, Retórica eclesiástica

Tomo I, libro II, capítulo XII, 219-32).

Finalmente, relacionado con la palabra del evangelio, toma una importancia especial en el cristianismo el oído por ser el órgano por donde entra la fe. La fe es la virtud teologal que lleva a la salvación; “oír” en las Escrituras, explica Cabrera, es sinónimo de “obedecer.”136 De ahí el sentido de la parábola, que Cristo explicó solamente a los que le escuchaban (sus discípulos): “Semen est verbum Dei. Compárase a la semilla.

Porque todo cuanto en la planta o yerba hay, está en virtud en la semilla; así todo cuanto bien y perfección en un alma se produce, todo estaba en la virtud de la palabra de Dios”

136 “Populus quem non cognovi, servivit mihi, in auditu auris obedivit mihi (Salmo 17): ‘El pueblo que no se contaba entre mis vasallos, me vino a servir. En oyendo mi voz, obedeció mi mandato.’” También “Educ foras populum caecum et oculos habentem; surdum et aures ei sunt (Isaías, 43): ‘Echa fuera de mi casa a este pueblo que es ciego y con ojos, sordo y que tiene orejas’” (Consideración segunda 18).

136

(Consideración segunda 18). La comparación se basa en que igual que la semilla contiene

condensadas todas las características que la planta tendrá cuando florezca (el color, el fruto o la corteza), de igual manera en el evangelio se ocultan todas las virtudes cristianas:

La palabra de Dios es la que se ha de oír, y la obediencia de esa es la fe que salva; y esa fe nos viene por la predicación; y para que haya predicadores es menester que sean enviados, prediquen y predicando sean creídos, y creyendo la palabra de Dios invoquemos su nombre, y por esa invocación nos salvemos. (Consideración segunda 19)

La afirmación, proveniente de San Pablo, determina el oficio de predicar como el

único medio disponible del cristiano para alcanzar la salvación. El argumento que expone

Cabrera se basa en que los predicadores son los enviados de Dios para transmitir su

verbo; el verbo es necesario para la fe; y así, creyendo y obedeciendo la ley de Dios, se

consigue la salvación. Es aquí donde cobra sentido el “negocio de la vida cristiana,” en el

que los fieles no sólo cumplen como cristianos asistiendo al sermón, sino que deben

esforzarse en escuchar las enseñanzas del evangelio porque en caso de no hacerlo,

entonces es deber del ministro de Dios usar diferentes medios para despertarles los

sentidos.

El predicador: médico de almas.

La analogía entre el médico y el predicador aparecía frecuentemente en los sermones137 y en las obras doctrinales:138 el primero curaba las enfermedades del cuerpo,

137 Esto explica que la profesión de los médicos no fuera criticada en los sermones, mientras que era fuertemente satirizada en otros géneros literarios (Smith 120).

138 Por ejemplo, Granada toca el tema en su Retórica eclesiástica (Tomo II. Libro VI, capítulos XI-XII).

137 y el segundo remediaba las del alma. El mismo Cabrera señala que la identificación del predicador con el médico vino con Cristo, al traer con su evangelio la ley de gracia contra la ley antigua y severa del Antiguo Testamento. Éste es el tema que aparece en el sermón

“Consideraciones del viernes después del domingo primero de Cuaresma” (Sermones

124-133). El evangelio es San Juan, capítulo 5,139 que cuenta cómo Cristo sanó a un tullido en la piscina de Bezatá, ejemplo de la función de Cristo como médico

(Introducción 124).

El sentido moral de la piscina es que a ella acudía una gran diversidad de enfermos (ciegos, cojos, paralíticos); éstos representan a los pecadores que con sus lágrimas, por haber ofendido a Dios, la llenan de agua. Cristo llega, y mezclando su sangre con el agua de la piscina, cura los diferentes padecimientos.

El alma en pecado, sigue Cabrera, está en una piscina clara pero con “lodo” en el fondo; esto simboliza la “falsa paz del pecador” que pronto se ve removida por el brazo de Dios. Aquí radica la función de predicadores y confesores:

También es ángel de Dios el predicador, el confesor, a quien incumbe revolver la pócima, y representar al pecador el peligro de su mal estado y las causas que tiene para temer y dolerse, y sacar con la vara de sus reprensiones y persuasiones agua de lágrimas del peñasco del corazón duro. ¡Ah, qué poquitos hay que hagan esto; que sepan y que quieran detenerse y trabajar en inducir al penitente a dolor de sus culpas! Ángel es sin duda el que esto hace y cumple como debe con su oficio. (Consideración tercera 130)

La selección es una justificación del oficio y los medios que usa (la reprensión, la persuasión y la representación de las cosas) para advertir al pecador de las enfermedades espirituales que padece, y darles la cura: la medicina que sana la sed de las cosas

139 “Erat dies festus judaeorum, et ascendit Jesus Hierosolymam” (San Juan, 5). “Después de esto, los judíos celebraban una fiesta, y Jesús fue a Jerusalén” (La Santa Biblia).

138

terrenales (ambición, avaricia y lujuria) es la penitencia, que se compone de la mezcla de

la tristeza del pecador (lágrimas) y del sacrificio de Cristo en la cruz (sangre).

En el sermón “Consideraciones del viernes después del domingo tercero de

cuaresma” (Sermones 255-65), se trata también este tema, pero con un matiz más crítico

hacia la efectividad de la medicina en manos de los médicos del alma. El evangelio es el

de San Juan, capítulo 4,140 que cuenta el episodio de Cristo y la samaritana: ella está en la

fuente de Jacob, y Jesús le pide de beber. La fuente contiene el agua de la gracia que

remedia las miserias espirituales de los hombres; pero para recibirla, los hombres deben

reconocer sus culpas y sentir dolor al confesarlas.

Debido a la desdichada condición humana, sigue Cabrera, las almas siempre están rabiando de sed, para lo cual, tanto el predicador como el confesor hacen accesibles las aguas curativas a través de la exégesis de la doctrina cristiana:

Dar de beber al ganado, y volverle a la pastura. La doctrina es el agua (como luego veremos); el agua sola no sustenta, pero sin ella el pasto no podría tomarse. Muy bueno es oír la doctrina con el cuidado que aquí se hace; pero deberíamos beber para comer. Beba el entendimiento para que coma la voluntad. Deprender para obrar, oír sermones para hacer algo de lo que se nos predica. (Consideración primera 257)

La primera frase (“Dar de beber al ganado, y volverle a la pastura”) repite el

consejo que Jacob dio a unos pastores. Cabrera lo recoge para enseñar que el acto de

“beber” es escuchar el sermón y entender su doctrina, mientras que “comer” (o pastar el

ganado) significa obrar según los preceptos doctrinales aprendidos. En esta ocasión, el

dominico aprovecha la ocasión para establecer sus propias ideas sobre la realidad de la

predicación:

140 “Venit Jesus incivitatem Samariae quae dicitur Sichar” (San Juan, 4). “Llegó una mujer de Samaría a sacar agua, Jesús le dijo” (La Santa Biblia). 139

¿Pero beber para dormir? Uso era de Mesopotamia, no de la tierra de promisión. Dicen que el agua ad pedem lecti mors. No sé cómo se entiende si es aforismo. Lo que digo es que alabo la frecuencia de los sermones, y desalabo la negligencia en obrarlos. Habían tiranizado la doctrina los letrados cuando llegó Cristo a la tierra. Eso es os putei grandi lapide claudebatur “Está cerrado el pozo con una gran losa.” Habíase alzado con la llave de la ciencia, que ni de ellos entraban ni dejaban entrar a otros. Cuando se juntaban en sus solemnidades se abría para todos el pozo, dando doctrinas comunes a todo el pueblo; pero son sermones de poco provecho hablar a bulto, porque la buena filosofía moral tanto es mejor cuanto más en particular aplicada. Si un médico se sube en su cátedra y dice: Para tal enfermedad presta tal yerba, y la sangría se ha de hacer en tal ocasión, y la purga tomarse de esta y de aquella manera, este tal no es médico, sino doctor; enseña, mas no cura. El médico, en cuanto médico, es el que os dice: Vos tenéis fiebre pestilente que se va a modorra, venga luego el barbero y rompa la vena; a vos se os hace una apostema en el pulmón, y de aquí a pocas horas sentiréis un dolor de costado rabioso, cumple salirle al encuentro. De esta manera curaba San Pablo: Publice et per domos: “Públicamente y por las casas; en común y en particular.” Per triennium nocte et die non cessavi cum lacrimis monens unumquemque vestrum: “Bien sabéis que por tres años continuos no cesé de noche y de día de amonestar con lágrimas a cada uno de vosotros.” Este sí era médico. Más provechosa doctrina es la que en el confesionario, conforme a lo que de vos entiende el prudente confesor, se os aplica, que en común se predica en el púlpito. Huid de confesores idiotas, perros mudos que no pueden ladrar, y buscad virtuosos y letrados. (Consideración primera 257- 58)

En la selección, Cabrera denuncia los sermones que abortan el proyecto evangelizador de la Iglesia por no seguir el modelo de predicación de Cristo. Antes de su llegada, los sermones de los fariseos (“letrados”) ofrecían doctrinas comunes a todo el pueblo; hablaban “a bulto” sin ninguna aplicación de la filosofía moral. En cambio, Jesús revolucionó el oficio predicando tanto en espacios públicos como privados. Estos últimos propiciaban una predicación más personalizada, íntima y, consecuentemente, de más provecho. Su mejor continuador fue San Pablo (“Este sí era médico”), que “curaba” reprendiendo a los pecadores en sus hogares con pesadumbre verdadera (“amonestar con lágrimas”). El “buen médico,” por tanto, no es un “doctor” de la Iglesia que especula

140

sobre la doctrina, sino el que remedia las dolencias de los enfermos a su cargo con medicamentos específicos. En otras palabras, el predicador debía siempre seguir el

principio de acomodación al auditorio después de haber argumentado la doctrina, que es

lo mismo que decir que sin reprensión, no se cambiaba la voluntad de los fieles.

En este sentido, Cabrera valora la labor social del confesor “prudente” como la más importante en el adoctrinamiento, porque el espacio privado del confesionario permitía cumplir con su misión como en los primeros tiempos evangélicos. Por el contrario, la dificultad del predicador al ejercitar su oficio era que, en el espacio abierto del púlpito, se tenía que enfrentar a una muchedumbre heterogénea. Para este problema, la retórica ofrecía ciertas herramientas que, bien manejadas por el orador, creaban la impresión de una predicación privada. A este respecto, veamos la siguiente reprensión a las damas:

¿[P]ara qué se engalanan las viudas, y se afeitan y curan el rostro las honestas que no se han de casar? ¿Qué pretenden sacar con esos instrumentos? Y vos, mujer honrada, ¿para qué tantos gastos en galas, que ya vuestra edad manda guardar las que os dieron en dote para vuestras nueras? ¿Para qué enrubiáis canas tan a deshora? ¿Para qué rizos y copetes tan desvergonzados? Quiérelo mi marido. Eso es sobre todo hacernos necios: estáis el mes entero que no sabéis ni aun hablar bien a buenas con vuestro marido, ¿y queréis que yo crea que os componéis por su beneplácito? Cuanto más, que no lo hagáis tan ciego y de mal entendimiento que no vea que está ya duro el alcacel para zampoñas. No va por este camino Cristo, si no descúbrele quién es, ya que ella no quiere conocer su culpa. Bien dices que no tienes marido; cinco has tenido, y el que ahora tienes no es tuyo. (Consideración quinta 263)

El extracto empieza con una serie de preguntas retóricas que objetan la vanidad y el despilfarro de las mujeres en el tocador. En seguida, el predicador cambia la persona

del verbo para dar la sensación de que se dirige a una mujer en particular (“Y vos, mujer

honrada”); el propósito es pasar de la generalización a lo concreto para hacer más

141 impactante el discurso a cada una de las oyentes. Redondea el efecto de una conversación privada con la dama introduciendo una respuesta fingida a las preguntas del predicador

(“Quiérelo mi marido”). La reacción de Cabrera durante el diálogo141 es de incredulidad sobre las verdaderas motivaciones de la mujer, por lo cual termina con una acusación directa que cuestiona su moralidad (“Bien dices que no tienes marido; cinco has tenido, y el que ahora tienes no es tuyo”). Al diálogo fingido se le añade también una serie de preguntas retóricas para, despertando la vergüenza,142 instar al público femenino a un cambio de costumbres (Granada, Retórica eclesiástica Tomo II, libro V, capítulo XIV,

225).143

Una espada de doble filo: la fama y la honra del predicador

La buena fama del orador sagrado constituía una parte integral dentro del mecanismo persuasivo del sermón por varias razones: primero, incrementaba considerablemente la asistencia al templo;144 segundo, favorecía su buena predisposición y devoción; y, por último, daba la autoridad necesaria al orador sagrado para reprender

141 Recordemos que en el diálogo fingido el predicador anticipaba los argumentos en contra que el auditorio pudiera tener para poder rebatirlos después.

142 Aristóteles define el afecto de la vergüenza como un cierto sufrimiento y perturbación respecto a defectos presentes, pasados o venideros que parecen conducir al descrédito de la persona; es por eso que nos avergonzamos con las cosas que están a la vista o son manifiestas, sobre todo ante personas discretas y sinceras, porque, al no tener los mismos defectos, cabe de esperar que no sean indulgentes con quienes los tienen ( Retórica libro II, capítulo 6, 161-66).

143 La figura de la interrogación admitía una pronunciación muy diversa, dependiendo de los afectos que se quisieran provocar; no obstante, en la mayoría de los casos una sucesión de interrogantes se debía hacer con un mismo tono de voz (Granada, Retórica eclesiástica Tomo II, libro VI, capítulo IX, 451).

144 Smith ha recogido diversos testimonios sobre la masificación de las iglesias cuando predicaban ciertos predicadores. Un ejemplo es el de fray Agustín Salucio que, cuando ejercía el oficio en la catedral de Sevilla entre 1580 y 1581, hay pruebas de que la iglesia se llenaba a horas muy tempranas de la madrugada (6-10).

142 con efectividad. Concretamente, Cabrera consideraba que la fama y la honra del predicador eran instrumentos eficaces de evangelización; Cristo era ejemplo de ello.

En el sermón “Consideraciones del lunes después del domingo tercero de

Cuaresma” (Sermones 217-25), el evangelio es San Lucas, capítulo 4,145 y refiere las quejas de los nazarenos porque Cristo no hace milagros en su tierra natal. Jesucristo a su vez se enfada con ellos, porque hasta que no le vieron entrar por las puertas de la ciudad no se acordaron de Él; en cambio debido a su fama, los paganos de Cafarnao siempre le creyeron sin verle.

Entonces, para explicar la doctrina de este evangelio, el predicador clasifica por orden de menor a mayor importancia los tres medios que llevan a la conversión de la fe: los milagros, la doctrina y los ejemplos. Los milagros que se ven son “firmas de Dios” que ratifican la verdad de la fe. Pero, la doctrina que se oye tiene más fuerza porque es

“la espada de dos filos,” “el fuego abrasador,” “la almádana” y “el grano”146; es decir, la palabra es la “sustancia” que lleva a la conversión, mientras que los milagros constituyen los “accidentes.” Sin embargo, los “ejemplos” tienen mayor poder aún porque son “el testimonio de las obras” de Cristo, que “mueven” más que las palabras (Consideración primera 219). La pureza de Jesucristo era la que verdaderamente daba autoridad a su

145 “Quamta audivimus facta in Capharnaum, fac et hic in patria tua” (San Lucas, 4). “De cuantas maravillas habemos oído que has obrado en Cafarnaum, no sería mucho hicieses algunas aquí en tu tierra” (Salutación 215).

146 “la espada de dos filos, cortadora, que penetra los corazones; fuego abrasador que inflama las almas y derrite los bronces; almádana que desmenuza las piedras; es el grano que, sembrado en la tierra del corazón del humano […] da fruto de ciento por uno, y preserva de pecar […]” (Consideración primera 219).

143

doctrina147 porque, como dice Cabrera, “ninguna cosa hay de tanta autoridad para la doctrina como la pureza de la vida de quien la predica” (Consideración primera 219).

De esta manera, la fama intachable se constituye como “la mejor medicina” de los

enfermos, puesto que un hombre virtuoso es “un evangelio vivo” que con su vida va

predicando a los demás (Consideración primera 220). Por esta razón, es también

obligación del ministro de Dios dar muestras de su virtud a las gentes:

Quiere148 dar autoridad a sus ministros y predicadores evangélicos, para que se hagan respetar y reverenciar, y advertirlos también que miren mucho no pierdan el buen nombre y reputación en el pueblo, no tanto por su particular, como por el bien común, porque en desdorándose sus personas, luego lo viene a pagar la doctrina; y parece en el poco fruto que los sermones hacen. (Consideración tercera 223)

Cristo y su Iglesia quieren que los predicadores conserven su reputación, no por

vanagloria, sino porque repercute en la curación espiritual de los fieles. Es en este sentido que Cabrera apoya la defensa del honor del predicador:

¿Pensáis que hacemos nuestro negocio cuando queremos que nos honréis y nos pesa porque nos murmuráis y sacáis a plaza nuestros defectos? Que no es interés ni de vanagloria, sino propter necessitatem, por la necesidad que vos tenéis de nuestra buena reputación para la salud de vuestras almas; porque del predicador acreditado se toma mejor el consejo, y se recibe la reprenhensión, y hacen impresión sus palabras y avisos; del que no lo es luego os reís y decís: Medice, cura te ipsum, y por no querer ser curado de él, os quedáis con vuestra enfermedad. (Consideración tercera 223)

En la sociedad aurisecular, el grado de honor era el principio que inspiraba todas las manifestaciones de la vida humana de cada estamento social (Maravall, Poder, honor y élites 25). La Iglesia se manifestaba en contra de este concepto humano, que no se regía

147 “[L]a potestad de la doctrina de Cristo principalmente se mostraba, quantum ad virtutem rectitudinis, quam in sua converstione monstrabat sine peccato vivendo: ‘En la rectitud y limpieza con que entre las gentes conversaba, viviendo sin pecado’” (Consideración primera 219).

148 Herrero Salgado apunta que el sujeto del verbo es “la Santa Iglesia” (Oratoria Sagrada II, 195). Pero mi opinión es que el sujeto también podría ser “Dios.” 144

según la caridad de Cristo. La honra del ministro sagrado, por el contrario, respondía al

servicio que hacía a su comunidad. En este sentido, la buena fama del predicador era un

medio de salvación para los demás porque acreditaba la palabra de Dios con su vida y

persona. Por este motivo, Cabrera avisa a la congregación que Dios vigila muy

estrechamente la honra de sus ministros:

Nolite tangere Christos meos et in Prophetis meis nolite malignari: 149 ‘No me toquéis a mis Cristos, a mis ungidos, a mis sacerdotes, que quien a ellos les toca en el pelo de la ropa, me lastima a mí en las luces de mis ojos’. Y no maliciéis, ni malsinéis a mis profetas; no calumniéis la vida de mis predicadores, que ofendéis a mi autoridad, y a mi palabra que ellos predican. Aun decirles sus faltas naturales (en que no merecen ni desmerecen) no quiere sufrir. (Consideración tercera 223)

Según la selección, el Señor toma como suyos los agravios que las gentes

prodigan a los ministros de su palabra. La vulnerabilidad del orador sagrado ante la sociedad favorecía su identificación con el pueblo de Israel, los profetas y, también, los mártires (“mis Cristos”); todos formaban el grupo de los “ungidos” con el óleo santo del

Señor que constantemente se veía amenazado por el poderoso. Por este motivo, con el respaldo de Dios, Cabrera manda un mensaje de condenación a los calumniadores de predicadores:

Señor, pues los que ahora a vuestros siervos les llaman hombres del diablo; los que pregonan sus faltas, no las naturales, sino las morales, y aun no las que tienen, sino las que pueden tener, o las que ellos imaginan es posible que tengan; los que no por falta de seso, sino por sobra de pasión, y por vengarse del agravio que no les hicieron, infaman a vuestros Cristos, y los desautorizan y desacreditan, […] habrá para ellos fuego del infierno, y fieras infernales que les den su merecido castigo. Que el mismo Dios es y no precia menos, sino más, a sus ministros que dispensan la sangre de su Hijo. (Consideración tercera 224)

149 Salmo 105,15: “Guardaos de tocar a mis ungidos, no hagáis mal alguno a mis profetas.” El salmo resume la historia desde Abrahán hasta la entrada en Canaán bajo la ayuda y la conducción del Señor (La Santa Biblia).

145

Con el ánimo de despertar el temor, la selección empieza con un apóstrofe

dirigido a Dios;150 en él se describe a los murmuradores que difaman por venganza, al tomar la reprensión del predicador como un agravio personal. La difamación, según

Cabrera, es falta de control de las pasiones, lo cual les lleva a la condenación eterna pues

su ceguera no les deja aprovechar la utilidad moral del sermón.

Hay, además, otro tipo de difamadores: son los que critican los defectos morales

que creen ver en los predicadores. Este tipo de murmuración también es un “atrevimiento

sacrílego,” en base a que no es la función del pueblo denunciar a los ministros sagrados

(“no es vuestro oficio”), sino de los prelados.151

En suma, las habladurías y difamaciones hacen que el oficio de predicar sea gravoso, cuya situación tiene su paralelo en la vida de Jesús. Así lo expresa el sermón

“Consideraciones del martes después del domingo de Pasión” (Sermones 353-63), cuyo evangelio es San Juan, capítulo 7,152 que trata de cuando Cristo, ya perseguido, evitaba ir

a Judea porque todavía no había llegado el tiempo de morir.

Jesús explicaba a sus parientes por qué no iba con ellos a Judea: “[a] mí me quieren mal, porque doy testimonio que sus obras son malas” (Salutación 354). Ante

150 El uso del apóstrofe era muy efectivo para conmover cualquier tipo de afecto porque debía pronunciarse con un “ánimo deseoso” (Granada Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo XII, 387; Tomo II, libro VI, capítulo IX, 447). Terrones aconsejaba que sólo se usara cuando fueran exclamaciones expresadas por cosas muy graves (Tratado IV, capítulo III, 260).

151 “No tenéis vos que andar escudriñando la vida del eclesiástico, aunque sea para mejorarle; no es vuestro oficio ni tiene necesidad de vuestra ayuda y sustentación. Córrese un hombre de que nadie le ponga la mano a su hijo; a cargo de su padre está el castigarle. Visitadores tienen y superiores a quien toca ese cuidado; velen ellos en la guarda de sus súbditos, y dormid vos; porque si lo contrario hiciereis, castigaros ha Dios super temeritate: ‘Por ese atrevimiento sacrílego’” (Consideración tercera, 224).

152 “Ambulabat Jesus in Galilaeam; non enim volebat in Judaeam ambulare, quia quaerebant eum judaei interficere” (San Juan, 7). “Después de esto Jesús andaba por Galilea y evitaba andar por Judea, porque los judíos intentaban matarlo” (La Santa Biblia).

146

estas palabras, el predicador dominico se siente identificado: “¡Oh oficio cansado el del

predicador! que si como debe se hace, ha de ser aborrecido del mundo, porque está

obligado a dar testimonio que sus obras son malas; y si calla y no lo hace, será aborrecido

y castigado de Dios. No hay medio en esto” (Consideración cuarta 360). La exclamación es una queja que transmite el desengaño de su profesión, en base a la idea de que si desempeña bien su oficio, despierta el odio de los hombres, pero si no lo hace, está expuesto a la ira del Señor. Esta queja hace eco a la de Terrones cuando comparaba el predicador con el perro que, si ladraba a los ladrones, éstos le herían y, si no ladraba, era el amo el que lo hacía (Tratado I, capítulo IV, 167).

A pesar de estos obstáculos, en boca de Dios se reafirma el deber de todo ministro sagrado, porque de “vida tan cansada” obtendrá en su momento la recompensa eterna:

Si separaveris praetiosum a vili, quasi os meum eris.153 Mira que eres mi boca y yo hablo por ti, y las palabras que has de hablar han de ser en orden de apartar lo precioso de lo vil, el vino del borujo, el oro de la escoria, los pecados del alma que yo crié. Convertentur ipsi ad te est tu non converteris ad eos: ‘Ellos se han de hacer a tus mañas y no tú a las suyas’. Ellos se han de rendir a tus correcciones y no tú a sus amenazas. (Consideración cuarta, 360)

El evangelio es un elemento que fusiona la boca del predicador con la del Señor.

En consecuencia, Dios le encomienda que use la herramienta que le ha dado: la “espada

de dos filos,” el “cuchillo” que divide lo malo de lo bueno. Por esta regla de tres, no

queda otra que los ministros que disimulan los delitos del pueblo recibirán la maldición

153 Jeremías 15, 19: “Si vuelves, yo te haré volver y continuarás a mi servicio; y si separas lo precioso de lo vil, serás como mi boca. Ellos volverán a ti, no tú a ellos.” Es la respuesta del Señor a los lamentos de Jeremías por sus perseguidores (La Santa Biblia).

147

eterna.154 Estando así las cosas, en la parte del sermón en la que se desciende a lo particular, el escenario que presenta Cabrera no es muy halagador:

Nunca el mundo ha estado peor que agora: más cudicioso, más deshonesto, más loco y altivo; nunca los señores más absolutos y aun disolutos; los caballeros, más cobardes y sin honra; nunca los ricos más crueles, avaros; los mercaderes, más tramposos; los clérigos, más perdidos; los frailes, más derramados; las mujeres, más libres y desvergonzadas; los hijos, más desobedientes; los padres, más remisos; los amos, más insufribles; los criados, más infieles; los hombres todos, más impacientes y enemigos que les toquen ni aun les amaguen con la reprehensión. Y los predicadores vivimos en sana paz, estimados, queridos, regalados, ofrendados; nadie nos quiere mal, todos nos ponen sobre la cabeza. No hacemos el deber, no damos herida ni sacamos sangre. Somos como el esclavo que esgrime con su señor de respeto, que cuando ha de herir vuelve la espalda. Y como el que justa con el rey, que al tiempo del encontrar, alza la lanza. Y vos, confesor, que estáis muy contento con vuestros hijos e hijas, en que entra la ramera honrada, y el escribano ladrón y el mercaderazo rico logrero. Todos hallan quien los absuelva y tienen sus padres de penitencia: Canes muti non valentes latrare (Isaí., 56).155 Que con un pedazo de pan, sin que quiera, les dan un tapaboca que les hacen callar. No dice non volentes, sino non valentes. Que no pueden ladrar contra los vicios. Que les podrán decir los de abajo: Qui praedicas non furandum, furaris (Rom., 2).156 Predicáis contra la vanidad, y sois un vanillo; contra la gula, y coméis carne y cenáis en Cuaresma; contra el juego, y sois un tahúr. Callad y callemos, y tengamos la fiesta en paz. Este es el caso. Que, pues el mundo no nos aborrece ni persigue, que somos todos unos, cortados a una tisera, hechos a su talle y condición. Que si fuéramos de Cristo, guerreáramos al mundo, y él nos tratara como le trató a él. (Consideración cuarta 361)

La selección es una extensa “sátira contra estados” (Smith 118-29), que va haciendo un repaso de los pecados típicos que definen a cada miembro social; cada uno

154 “Pero los que por no incurrir en el odio del mundo y excusar sus maldiciones disimulan con sus delitos, sepan que los ha de comprehender la eterna maldición: Maledictus qui prohibet gladium suum a sanguine. La espada de la palabra de Dios en la mano, ¿y no cortáis y herís, y sacáis sangre? Maldito sois” (Consideración cuarta 360).

155 Isaías, 56, 10: “Nuestros guardianes están todos ciegos, no comprenden nada; son todos perros mudos, que no saben ladrar; siempre tumbados, sólo dormir les gusta” (“Contra los malos pastores,” La Santa Biblia).

156 Romanos, 2, 21: “Tú, que predicas que no hay que robar, ¿por qué robas?” Ésta es una de las inculpaciones de San Pablo a los judíos que quebrantan la ley (La Santa Biblia).

148

de ellos ensucia y enferma el cuerpo místico de la Iglesia. Se comienza por lo general a

través de una hipérbole157 (“Nunca el mundo ha estado peor que agora”) para describir un

mundo de confusión y desorden donde reina el pecado. La amplificación retórica de las

enfermedades del mundo, y la visión pesimista del dominico responden al topos de

decadencia y declive que se ha usado en la predicación desde los tiempos de San

Pablo.158 No obstante, la hipérbole responde también al estilo ascético,159 en que se

enfatiza más negativamente que en el Medievo el odio hacia el mundo; es decir, se parte

de la idea de que el mundo es más enemigo ahora que nunca del hombre (Gilman 94).

Después, el predicador pasa de la abstracción a lo particular: señores, caballeros,

ricos, mercaderes, clérigos, frailes, mujeres, hijos, padres y criados; todos son el blanco

de su diana. En la sátira también están incluidos aquellos predicadores y confesores que

callan los vicios, describiéndose su vida cómoda con una enumeración (“vivimos en sana

paz, estimados, queridos, regalados, ofrendados; nadie nos quiere mal, todos nos ponen

sobre la cabeza”). Este tipo de existencia contrasta con la de los verdaderos predicadores

evangélicos con Cristo y San Pablo a la cabeza. Los enviados de Dios han sufrido una

transformación que los ha hecho “esclavos” del mundo, que no se atreven a medir sus

fuerzas con él, ni desenvainar la espada (“no damos herida ni sacamos sangre”) por

157 La hipérbole es un tropo que sirve a la amplificatio (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo V, 297).

158 Como refiere Smith, este tipo de quejas en los sermones no son un barómetro fiable para ver el clima espiritual de la sociedad (7-8). Por otra parte, la declaración de esta protesta se relaciona, en un contexto literario más amplio, con el topos clásico de la Edad de oro del hombre, en el que cualquier tiempo pasado fue mejor.

159 Gilman define ascetismo como la literatura de extensa circulación, y concebida con el fin de imbuir al lector de la ideología contrarreformista (86-87).

149

miedo a las calumnias y, también, por el pecado de la vanagloria.160 El hecho de incluirse

Cabrera en la invectiva cumple con la norma de no utilizar el púlpito como vehículo de venganza entre predicadores (Terrones Tratado II, capítulo IV, 203-04; Salucio Parte II,

capítulo 4, 157) y, además, da muestras de la modestia que debía tener el perfil de un

buen predicador (Estella Capítulo XV, 82; Terrones Tratado II, capítulo IV, 204):

Por eso los justos no hacen caso sino de los ojos de Dios, que no pueden engañarse. No digo que habemos de escandalizar a los hombres, ni que les habemos de dar buen ejemplo, sino que haciendo esto no pretendamos con nuestras buenas obras complacerles y granjear sus alabanzas, sino que la intención vaya derecha solo a Dios. (Consideración quinta 362)

Esta cita funciona como precepto de instrucción de predicadores, en la que se

dicta que la corrección del pueblo y el buen ejemplo se deben destinar, no al halago

personal del predicador con respecto a su público, sino a la honra de Dios. Este

comentario es significativo y repetitivo en la predicación desde los tiempos de San

Agustín, cuando empezaron haber testimonios y censuras contra las muestras de

vanagloria de los predicadores (Fuente Fernández 138). El miedo a la calumnia es el que

hace pecar al predicador, y es un vicio tan arraigada a la “condición del vulgo”161 que nadie puede evitarlo; por eso, la lucha del predicador contra la “malicia” del pueblo y contra sus opiniones “erradas” debe apoyarse, no en la hipocresía, sino en la virtud de la paciencia (Consideración sexta 362).

La murmuración del pueblo entraba dentro de una problemática más amplia que la doctrina moral debía corregir. A este propósito, Diego Estella decía que, aunque las

160 La referencia a los dos vicios que impiden funcionar bien a un predicador, el miedo y la codicia, se repite en diversas ocasiones en la Cuaresma como también en el Adviento y la Epifanía.

161 El pecado de la murmuración, aunque transciende a todas las clases sociales, sin embargo es una característica que tradicionalmente se ha aplicado a la clase baja de los labradores. Por otra parte, el tópico del vulgo envidioso aparece a menudo en prólogos de sermonarios y en la literatura secular (Smith 127).

150

malas lenguas eran pecado, debido a la ignorancia general de la sociedad no se tomaba

por tal ni lo castigaba la justicia seglar; por este motivo, debía reprenderse desde el

púlpito, a menudo, y muy duramente (Capítulo XXIV, 124-27). En conclusión, la

insistencia de los maestros de la predicación en la condenación de esta falta es un

ejemplo más de cómo la Iglesia regía los comportamientos humanos basados en los

valores morales de la doctrina católica, y donde el temor a Dios era la clave del éxito

evangelizador.

La misión del predicador asfixiada: los políticos y poderosos

Además de las calumnias del pueblo, había un peligro mayor en el oficio: los políticos y los poderosos formaban el estado de la sociedad que más dificultaba el buen

funcionamiento evangelizador y social de la predicación. En un sentido más global, la

tendencia cada vez más secularizante de la política renacentista era vista por la Iglesia como un peligro que podía tambalear los fundamentos de la España contrarreformista.

En el sermón “Consideraciones del viernes después del domingo segundo de

Cuaresma” (Sermones 186-96), el evangelio sobre la parábola de los viñadores homicidas162 ilustra la desheredad del pueblo judío a consecuencia de su codicia de

poder. La parábola cuenta cómo un hacendado arrendó su viña a unos viñadores y,

cuando mandó a sus criados a cobrar su parte, los mataron sin pagar lo que debían.

162 “Homo erat pater familias qui plantavit vineam” (Mateo, 21). “Un hacendado plantó una viña” (La Santa Biblia). La parábola cuenta cómo un hacendado arrendó su viña a unos viñadores y, cuando mandó a sus criados a cobrar su parte, los mataron sin pagar lo que debían. Siendo Dios el hacendado y los judíos los viñadores, la enseñanza de la parábola es que Dios como castigo les quitará la viña y se la dará a otros que paguen sus frutos. 151

Siendo Dios el hacendado y los judíos los viñadores, la enseñanza de la parábola es que

Dios como castigo les quitará la viña y se la dará a otros que paguen sus frutos.

Este episodio favorecía en el sermón la invectiva contra los poderosos; así se expresa Cabrera:

Contra el grande, el rico, el prelado, no hay quien ose descoser la boca. ¿Qué ha de aprovechar? ¿Hase de gobernar el reino por vuestro dicho? Echaros han de la tierra, y aun del mundo, si fuere menester. Ver el mal que hacen, tocar en lo que santifican y canonizan, aunque sea idolatría, injusticia y maldad, es sacrilegio. Allá a los pobres y gente llana decid las verdades, que no hay peligro; daros han de comer y honraros han porque les enseñéis. ¡Oh hacienda de Dios, y en qué manos andas! ¡Señor, enviad a quien le duela! (Consideración cuarta 191)

La acusación responsabiliza a los poderosos, tanto civiles como eclesiásticos, de las deficiencias pastorales de los predicadores, que no cumplen con su oficio por temor a las consecuencias (“[e]charos han de la tierra, y aun del mundo”). Ahora, apunta Cabrera, no se pueden señalar los vicios de la sociedad (“no hay quien ose descoser la boca”), y no hay aprovechamiento doctrinal (“¿[q]ué ha de aprovechar?”). Frente al grupo de los

“grandes,” se perfila al pueblo llano como una entidad que respeta la autoridad del predicador y que agradece sus enseñanzas. Ante estos graves problemas, Cabrera describe descorazonado la vida del predicador:

La sal, salando se deshace, y la vela alumbrando se consume; así el oficio del ministro de Dios es gastar su vida por la salud de las almas: Ego autem libentissime impendam et superimpendam ipse pro animabus vestris. “Yo (dice San Pablo) de bonísima gana os daré hasta la sangre de mis venas, y me gastaré y desharé por el bien de vuestras almas.” Para esto nos envía Dios: para que estudiando, predicando, confesando, aconsejando, quitando del sueño y de la comida y descanso, nos gastemos en beneficio vuestro, hasta acabar en esta demanda la vida, pues a su hijo amado para sólo esto le envió […]. Su doctrina, sus milagros, su vida, su muerte, sus méritos y satisfacciones, todo para ti […]. Encarnó, padeció, murió, fue sepultado, resucitó, subió a los cielos: todo fue hacer nuestro negocio. (Consideración quinta 193)

152

El significado existencial de los predicadores se condensa en el verbo “gastarse,” término que aporta una connotación negativa a todas sus actividades, pues no se obtienen buenos resultados. De aquí se deduce que los tormentos que Cristo padeció por los hombres fueron inútiles también; y eso es lo que más atormenta al dominico. Es más, la codicia de los fariseos, por la cual persiguieron y crucificaron a Cristo, tiene su reflejo en la realidad política que pinta el predicador de sus tiempos:

Y pregunto yo, si hay quien me responda ahora: ¿qué tan lejos andan (en estos desventurados siglos) de este parecer los políticos formales y virtuales, declarados o paliados? Es una tan abominable secta ésta, en que finalmente han venido a descabezar todas las que se apartan del legítimo camino viejo y hollado, tan vergonzosa y tan sucia, que aun los mismos que la profesan no osan declararse. (Consideración sexta 194)

Los términos “político” y “político maquiavelista” son usados indistintamente para denominar al grupo de escritores y consejeros políticos que acogen, aunque no lo admitan, el pensamiento de Nicolás Maquiavelo apartándose del pensamiento tradicional que ligaba a la Iglesia y al estado. Éstos forman una “abominable secta,” peor que cualquiera de las que produjo la Reforma protestante, porque disimulan su condición de ateístas: “[t]odas las herejías han parado con políticos; todos los políticos son ateístas, hombres sin Dios, que ni le creen ni le adoran” (Consideración sexta 195). La imputación de ateísmo en el pensamiento de Maquiavelo viene motivada por la separación que hizo entre la esfera política y la moral y religiosa en el gobierno del estado, en base a la cual el príncipe sólo debía tener en cuenta en sus decisiones las consideraciones de orden político. La difusión de sus ideas y la censura de las mismas produjeron que, a finales del siglo XVI, surgiera una polémica en España iniciada por parte de los detractores del maquiavelismo.

153

En 1595, apareció la obra del jesuita P. Rivadeneyra (Tratado de la religión y

virtudes que debe tener un Príncipe christiano para gobernar y conservar sus Estados

contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos de este tiempo enseñan) donde, al igual

que Cabrera, acusaba a todos los políticos de maquiavelistas. El prototipo de político

criticado por estos frailes se puede ver en la figura de Fadrique Furió Ceriol, consejero de

Felipe II, cuyas ideas de la ciencia política se basaba en la yuxtaposición en el príncipe de

la persona política y la persona moral (Maravall, “Maquiavelo” 58). Esta dicotomía en la

persona del príncipe era también inadmisible para el jesuita Jerónimo Gracián, que publicó en Bruselas, en 1611, Diez lamentaciones del miserable estado de los Ateistas de

nuestro tiempo. En esta obra seguía de cerca a Rivadeneyra; llamaba “ateístas políticos” a todos aquellos que se guiaban por la “razón de Estado.”163 El concepto de “razón de

Estado” definía la política del momento164 y consistía en una conducta política que

tomaba al estado como ley suprema, rechazando consideraciones morales que se

interpusieran en las decisiones (Maravall, “Maquiavelo” 59). La homilía de Cabrera nos

ofrece un testimonio de la popularización del concepto y es, simultáneamente, un ejemplo de cómo el predicador aprovecha el sermón para dirigir al pueblo hacia una ideología concreta:

Políticos formales son los que fundan la razón del Estado en poca conciencia, y atrevida y descaradamente ponen esta pésima manera de gobernar contra la ley de Dios, diciendo que unas cosas son lícitas por

163 El término no se encuentra en Maquiavelo, sino que aparece por primera vez en monseñor Della Casa, que lo aplica a la política de Carlos V. Pero al recoger este autor a su vez el saber político de Maquiavelo, se produce una identificación entre este concepto y el maquiavelismo (Maravall, “Maquiavelo” 60).

164 Según Maravall, era un término que por unos años estuvo en boca de todos, aunque fuera las más de las veces para negarlo. De hecho, un rasgo de la cultura barroca es que el hablar de política se convirtió en entretenimiento común, algo que en el siglo anterior estaba reservado a las personas distinguidas (Cultura barroca 102).

154

razón de estado y otras por conciencia, siendo esto la cosa más bestial que puede haber; porque el que aparta de la conciencia la jurisdicción universal que tiene de todo lo que sucede entre los hombres, así en cosas públicas como en particulares, claramente muestra que ni tiene alma ni Dios, porque hasta las bestias tienen instinto natural que las inclina a cosas provechosas y las aparta de las dañosas. […] Políticos paliados llamo yo a los que en el hecho (ya que no lo dicen) antefieren las leyes del gobierno humano a las divinas, y que no llevan por presupuesto que todas las leyes humanas han de ser para que las divinas mejor se guarden, y que disimular, consentir, darse por desentendidos del quebrantamiento de las leyes de Dios, porque las humanas sean guardadas, es lo mismo que decir: venid y matémosle, y será nuestra la heredad. (Consideración sexta 195)

Según este fragmento, los “políticos formales” son los que gobiernan

públicamente en función del concepto de “razón de Estado,” mientras que los “políticos

paliados” son aquellos que lo hacen disimuladamente. Para nuestro predicador, ambos

quebrantan la ley de Dios por ambición, de la misma manera que lo hicieron los fariseos

bíblicos (“venid y matémosle, y será nuestra la heredad”).

Por un lado, la polémica del maquiavelismo hizo frente al proceso de secularización que la política española fue experimentando durante el siglo XVI. Los

escritores y consejeros políticos se convirtieron en una amenaza patente para el sistema

de absolutismo monárquico-señorial de este período.165 Siendo la definición de hereje

aquella persona cuyo estilo de vida y forma de pensar no coincidía con la mentalidad

dominante, todos aquellos que fueran “amigos de novedades” --en palabras de Núñez

Beltrán--, se consideraron herejes. Lo nuevo era sinónimo de falsedad, puesto que la

165 Si bien en la primera mitad del siglo XVI se difundieron por España las obras de Maquiavelo, sin embargo, en 1559, fueron condenadas e incluidas en el Índice de libros prohibidos. No obstante, su influencia no desapareció del todo en España lo cual, según Maravall, provocó tres tendencias a la hora de escribir sobre política: en primer lugar, los que lo negaban totalmente desde una posición tradicional, abogando por un moralismo político basado en la teología de Santo Tomás; en segundo lugar, los que lo aceptaban disimuladamente junto con los llamados tacitistas; y, por último, los que trataban de asimilar la novedad de su doctrina articulándola explícitamente, eso sí, en el sistema de la moral cristiana (Maravall, “Maquiavelo” 39-72).

155

tradición contenida en la Iglesia era lo que se tenía por verdad. Por tanto, la difusión de

las doctrinas extranjeras amenazaba con la desestabilización de todo el engranaje

religioso, político y social montado por la Iglesia y el estado (Núñez Beltrán 352-54).

Por otro lado, recordemos el carácter autoritario y confesional de la monarquía de

los Habsburgo, cuyo sistema se fundamentaba en la tarea sagrada del rey: defender la fe y

administrar justicia (Fernández Álvarez 303). El concepto de justicia también contenía un

matiz religioso; era una virtud cardinal que debían poseer los gobernantes. Justicia era dar

a cada uno lo que su condición merecía, y esto se aplicaba tanto a Dios como al prójimo

(Núñez Beltrán 349); era, en definitiva, un concepto que simbolizaba el triunfo del

creyente sobre los enemigos de la fe: el mundo, el demonio y la carne166 (Núñez Beltrán

429). Además, en una sociedad de estamentos como la española de este período, el rey

era el vértice más alto de la pirámide social, es decir, el más insigne de los grandes

señores, lo cual quería decir que, políticamente, debía defender los intereses del sistema

señorial.

Todo este contexto nos revela que, en la condenación maquiavélica, se descubre

una lucha en la cual la aristocracia se resiste a dejar entrar en la élite del poder a otro

estamento, los letrados, que estaba intentando hacerse paso y que, de hecho, llegaron a tomar control de todo el aparato burocrático de Felipe II. Desde finales del siglo XVI, la

presión de la Iglesia, de la monarquía y de la aristocracia creó un descontento general que

causó discrepancias y protestas públicas contra el sistema político y contra la religión

católica. La propagación del ateísmo en España significaba, pues, una disidencia tanto

166 Santo Tomás de Aquino fue quien estableció estas tres fuentes del pecado (Gilman 95). 156 religiosa como política y social; producto, en definitiva, del descontento general

(Maravall, Cultura del barroco 106-07).

En suma, teniendo en cuenta que el sermón de Cabrera debió haber sido pronunciado durante el último cuarto del siglo XVI, su ataque contra los políticos se enmarca dentro de las respuestas que la Iglesia dio contra la disconformidad general que empezaba a darse en Madrid por aquellas fechas. La labor pastoral de la Iglesia debía consolidar los resultados obtenidos por el Santo Oficio contra los herejes. De ahí que la contribución del dominico era la de, sin propagar sus doctrinas, avisar y persuadir a la comunidad católica del peligro “abominable” que amenazaba la integridad religiosa de

España. Por este mismo motivo, al final del sermón, Cabrera expresa explícitamente su deseo de no seguir hablando sobre los ateos y dedicarse a “nosotros” (Consideración séptima 195-96). Los católicos representan la tierra fértil donde es posible implantar la semilla de la predicación; no sin esfuerzo, puesto que como él mismo dice: “[b]onico anda el mundo estos años, entre católicos y herejes repartido.” Así, con una ironía, nuestro predicador nos da su visión pesimista sobre el estado espiritual del mundo compuesto por aquéllos que siguen una fe equivocada, y por los católicos que creen en la verdadera pero que, sin embargo, en la vida cotidiana no practican las buenas obras.

Cabrera, pues, pinta en sus sermones un mundo que necesita más que nunca de la actuación y “desgaste” personal de los ministros de la predicación, aun sabiendo cómo la virtud de la palabra divina es ineficaz en oídos soberbios y codiciosos.

157

Conclusión

El cristianismo siempre ha tenido un enemigo: la carne, porque el demonio

siempre ha dominado el mundo a través de ella. La Cuaresma significa la batalla campal

del cristiano contra el mundo, el demonio y la carne. La Iglesia adiestra al fiel durante

este tiempo proporcionándole las armas que aportan fortaleza y protección en las batallas

diarias que pelea el justo; éstas son las prácticas penitenciales, y la cruz de Cristo es la

imagen de alivio y consuelo a los esforzados.

En Cuaresma, todo se transforma en carne macerada; de ahí, que la oratoria de

Cabrera en este tiempo litúrgico conforme una retórica salpicada de numerosas

referencias e imágenes que tienen un claro énfasis en lo corporal. Concretamente, la

carne del penitente es por donde gira la doctrina cuaresmal en base a su mortificación con

el fin de hacer un simulacro de la muerte de Cristo.

En consecuencia, el deseo de mortificación del cuerpo es el eje por donde gira la

persuasión del discurso, que se cumple poniendo la materia ante los ojos de los fieles: es

la visión de la cruz la que el predicador tiene que estampar en las mentes de quienes le escuchan como alivio y como recordatorio de la justicia divina. Esta técnica persuasiva inyecta miedo en el público por el castigo eterno, activando a su vez el oído para que, a través de la fe, reciba el evangelio en sus corazones.

Por otro lado, los sermones de Cabrera evidencian cómo el miedo que proyecta el púlpito no es solamente parte de un proyecto doctrinal, sino que también contiene un elemento social y político. A este respecto, hay una identificación del enemigo tradicional del cristiano, la carne, con el enemigo de la España contrarreformista: el hereje. Todos los grupos marginados de la sociedad española del siglo XVI que se apartaban de la

158

mentalidad marcada por la Iglesia y el estado, entraban dentro de la definición de hereje.

De ahí que la incipiente burguesía, compuesta de conversos, y cuyas ocupaciones estaban

asociadas a lo mercantil y a las letras, fuera objeto de sospecha por los cristianos viejos.

Esta concepción es la que subyace bajo la apropiación discursiva del léxico y estilo del

mundo de la mercadería y de la ciencia política. En este sentido, la estrategia discursiva

de Cabrera es aventajar al enemigo, a través de un juego de inversiones, inyectando la

ideología contrarreformista en el área devocional, social y política de España.

La predicación de Cabrera en la Cuaresma evidencia su papel dentro de la

sociedad que, como portavoz eclesiástico, cumple la misión de difundir el evangelio, pero

también de dirigir los comportamientos y conductas del pueblo en base a una moral nueva que el Concilio de Trento había definido. Su mentalidad conservadora y nostálgica de los valores medievales y nobiliarios se deja ver en las opiniones y ejemplos que elige para ilustrar los preceptos doctrinarios. A esta respecto, influyen en él su formación de dominico, orden religiosa conservadora y cercana al poder monárquico y, cómo no, el pertenecer a una familia ilustre de cristianos viejos de Córdoba. Estas características, su elocuencia y saber estar en el púlpito le granjearon poderosos amigos en la corte como eran el mismo rey Felipe II y el duque de Lerma, valido de Felipe III.

Estos contactos, que beneficiaban sin duda su carrera eclesiástica, no menoscabaron, como demuestra su predicación, su alto sentido del deber para cumplir con el apostolado. Su genuina devoción se demuestra constantemente y llega a su cumbre cuando habla del Redentor. El cuerpo de Cristo es un elemento central en el cristianismo debido a que su mortificación hizo posible la redención del hombre, la cual quedó sacralizada en la Eucaristía. La figura y el cuerpo de Cristo es un tema central que inunda

159 el siguiente capítulo de esta tesis: su belleza divina, su cuerpo macerado y su poder como

Dios juez aparecen de una forma elaborada y sublime en la Semana Santa y el Adviento, respectivamente, hasta tal punto que, al no haber apenas reprensión, el público que está presenciando la apoteosis del predicador queda prácticamente eclipsado.

160

CAPÍTULO 4

SEMANA SANTA Y ADVIENTO

Canto vuestras dos venidas para despertar dos afectos: temor y amor en las almas; y habiendo esto, invocabimus nomen tuum. Invocare est intus vocare, llamar a Dios, no acá fuera con la boca, sino allá dentro en el corazón; convidarle con la posada para que venga a morar en ella. (Alonso de Cabrera, Sermón primero del Primer Domingo de Adviento)

Introducción

Este capítulo engloba dos ciclos litúrgicos con estructura e intención diferente a la

Cuaresma y, por eso mismo, su análisis sigue una organización distinta también. Aunque la Semana Santa es la segunda parte del ciclo cuaresmal, comparte en esta tesis un capítulo con el Adviento porque ambos se enfocan en la figura de Cristo más que en la reprensión o en la crítica de costumbres. De las diferencias en cómo se representa a

Cristo, por qué y cómo afecta a los fieles es de lo que trata este capítulo.

En la Semana Santa, Jesucristo completó con su muerte la obra de redención de su primera venida por obediencia al Padre y por amor de los hombres y, con su resurrección, triunfó como Hijo de Dios. En cambio, el Adviento celebra la segunda venida de Cristo a la tierra, pero esta vez con la intención de juzgar a los hombres; así, se representa la figura del Dios juez implacable y airado con los pecadores. Por tanto, los mecanismos persuasivos del predicador tienen una intención y enfoque diferentes en cada uno de estos

161

ciclos: en el primero, el énfasis se dirige a despertar el amor, mientras que en el segundo,

el temor.

La Semana Santa

Los sermones de la Semana Santa abarcan los pasos que recorrió Jesús desde que

empezó a ser perseguido por la justicia hasta su muerte y resurrección. Son diecisiete

sermones que van desde el Domingo de Pasión hasta el Domingo de la octava de la

Pascua de Resurrección.

Esta sección del capítulo examina el significado del misterio de la Pasión de

Cristo en la vida del cristiano, y cómo Alonso de Cabrera lo expresa a través, sobre todo, de la descripción física del Redentor. Los últimos momentos de su vida son revividos con la representación de un Jesucristo tan humanizado que --en palabras de Cabrera-- “se entrega a la muerte.” En el texto resalta y fluye la corporeidad de Cristo al igual que la voz descarnada y profundamente emotiva del predicador. En este sentido, los sermones de la Semana Santa del dominico constituyen el ejemplo más sublime y completo que encuadra a la predicación en un acto de “performance” cultural, y donde la emisión comunicativa del mensaje evangélico es cuando más clara y eficientemente produce un efecto determinado en el receptor: la devoción.

Sermones de la Pasión

Los sermones de la pasión, muerte y resurrección167 contienen misterios que

abarcan cuatros artículos de fe de la doctrina católica: Creer en Jesucristo, único Hijo de

167 Para la Semana Santa utilizo la edición de Mir de 1930. 162

Dios, Señor nuestro, fue concebido del Espíritu Santo, y nació de María Virgen, verdaderamente murió por nosotros y fue puesto en sepultura, descendió a los infiernos y resucitó al tercer día. De entre ellos, el artículo más importante de la fe cristiana es la resurrección de Cristo, porque es donde mostró ser el Hijo de Dios y Dios inmortal.

El segundo artículo de fe es creer en Jesucristo como único Hijo de Dios y como

Señor nuestro. Esto implica, según explica fray Luis de Granada, creer en que la venida de Cristo a la tierra fue para la redención de los hombres.168 Jesucristo actuó como

medianero entre un Dios airado y unos hombres culpables: con su naturaleza divina tenía

poder infinito para perdonar los pecados, mientras que con su cuerpo humano podía pagar

la deuda que los hombres tenían contraída con el Padre.

Según Granada, la humanidad de Cristo es la vía que nos conduce a Dios, porque

nuestro entendimiento “no se acomoda a contemplar las cosas espirituales sino envueltas

en figuras corporales”; es decir, Dios quiso “hacerse hombre y vestirse de carne humana”

para que “lo contemplásemos vestido de carne,” y así a través de lo “corporal y visible,

nos levantó al conocimiento de las cosas espirituales” (Granada, Discurso de la

Encarnación 180).

Siguiendo la línea de pensamiento de la teología dominica, Cabrera nos acerca a

la figura física de Cristo con el fin de que podamos llegar a captar un reflejo de su

naturaleza divina. La descripción de su belleza excepcional responde a esta idea, y

aparece en tres contextos específicos que marcan el final de su vida en la tierra y el

168 “Llegándose el cumplimiento del tiempo, el cumplimiento digo del tiempo de hacer misericordia, envió Dios su Hijo unigénito a este mundo para que recibiendo verdadera humanidad el mismo que era Dios, obrase la redempción de todos los hombres” (Granada, Compendio de doctrina cristiana 81).

163

cumplimiento de su misión: la diferencia de su cuerpo antes y después de la pasión y,

después, el de la resurrección. Cuando la Virgen andaba buscando a su Hijo, sin saber

aún que su cuerpo ya había sufrido muchas maceraciones, funciona como un ejemplo del

primer caso:

Dilectus meus candibus et rubicundus, electus ex millibus: “Blanco es y colorado como el envés de la rosa, escogido entre millares.” Su cabeza es de oro fino, su cabellera como hojas de palma poblada: toda negra como la pluma del cuervo, y sin cana alguna; sus ojos como lavadas con leche; sus mejillas como eras de flores; sus labios como lirios y azucenas que destilan de sí mirra escogida; sus manos volteadas, que se mueven con más facilidad que si fueran de gonces de oro sembradas de piedras preciosas, de jacintos; su vientre de marfil con mil esmaltes de zafiros; las piernas blancas y fuertes como columnas de alabastro que están fundadas sobre basas de oro; su gentileza y buen parecer es como el monte Líbano; dispuesto y escogido como los cedros entre la madera; su garganta y habla suavísima; todo es amable, todo deseable; no tiene cosa que no lleve el corazón tras sí. (“Viernes Santo,” Consideración decimosexta 473-74)169

En esta selección, el predicador traduce y amplifica del latín el Cantar 5 del

Cantar de los Cantares, a cuyas imágenes metafóricas acudirá en más ocasiones, con el fin de describir la lindeza del cuerpo en el que se ejecutaron gravísimos tormentos. Ya vimos que la descripción de personas era uno de los recursos retóricos que ayudaban a despertar las emociones del público, porque se ponía delante de los ojos lo que se estaba hablando; es decir, la descripción construía en la imaginación una escena, y ésta producía un sentimiento determinado que, en este caso, es el enamoramiento de Cristo.170

El otro ejemplo de la belleza de Cristo es su figura resucitada que, cuando salió del sepulcro y fue andando por las calles, maravillaba al que lo veía. El predicador

169 En este capítulo, la referencia del título de los sermones de la Semana Santa se citará de forma reducida para evitar la repetición del vocablo “Consideraciones.”

170 “Descripción es exponer lo que sucede o ha sucedido, no sumaria y ligeramente, sino por extenso y con todos sus colores, de modo que, poniéndolo delante de los ojos del que lo oye o lo lee, como que la saca fuera de sí y le lleva al teatro” (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo VI, 314-15).

164

expresa esta visión usando, sobre todo, las metáforas del Cantar 5, tras las cuales

concluye: “viéndole tan acabado y perfecto, le dicen: No hay más que desear; a todo

deseo habéis llenado y satisfecho. Totus desiderabilis” (“Domingo de Resurrección,”

Consideración segunda 492). Su admirable apariencia es la expresión externa de su alma

inocente, llena de amor, que incita al deseo de mirarle y seguirle, y que le hace a Él

mismo desear fervientemente morir por los hombres. Cabrera utiliza la escena de la

última cena de Cristo con sus discípulos para explicar la magnitud de este sentimiento:

Pero ahora contempla su pasión como señal de su amor incomprensible, como cumplimiento de sus deseos. Y como estos eran tan encendidos de padecer por los hombres, no pudo haber para Él día más alegre, ni pudo ser fiesta más regocijada para su amor que el día en que tuvo oportunidad para padecer. De este amor nacía aquel deseo impaciente, que significó a sus discípulos el día de la cena: Desiderio desideravi hoc pascha manducare vobiscum antequam patiar. ¡Oh, qué deseado tenía comer con vosotros esta pascua! Con deseo he deseado. No se puede entender la grandeza de este deseo, así como ni de la caridad de donde procedía. (“Domingo de Ramos,” Consideración segunda 407)

La última cena significó la despedida de Cristo de sus discípulos y de la tierra,

pero esa misma noche instituyó el Sacramento de la Eucaristía que aseguraba su

permanencia entre los cristianos. Durante esa cena, aunque la pasión estaba muy próxima, sin embargo, el Redentor la contemplaba en su imaginación como el cumplimiento de todos sus deseos. Así, después de sus palabras dulces y amorosas encomendó a sus discípulos el mandamiento de amor: que se amaran los unos a los otros como él les había amado.

La retórica del deseo en las Escrituras (Desiderio desideravi, “con deseo he deseado”) se sustenta en el sentimiento del amor, cuya fuente es la caridad. Esta virtud se

expresa en perfectísimo grado en la persona de Jesucristo que, como “prueba de amor por el amado,” muere después de tormentos equiparables a los del infierno, constituyéndose 165

así en el primer mártir del cristianismo. Como Cabrera nos adoctrina, “Dios primero amó

con obras para que los hombres le amaran” (“Sábado después del Domingo de Pasión,”

Consideración cuarta 401); en correspondencia de ese amor y como agradecimiento por

la redención, la obligación de los cristianos es también obrar siguiendo el modelo de

Jesucristo (“Miércoles después del Domingo de Pasión,” Consideración sexta 371).

Ya en el huerto de Getsemaní, después de la alegría de la última cena y momentos antes de que le prendieran los centuriones, Cristo se retira a un sitio más apartado con sus tres discípulos preferidos. Estando allí con ellos, sigue narrando el predicador,

“[c]omenzó a entristecerse, demudarse y tener pavor” (“Viernes Santo,” Consideración segunda 456). La profundidad de su tristeza, explica Cabrera, se debió a dos motivos. Por una parte, con su naturaleza divina vio “nuestros innumerables y gravísimos pecados, nuestra obstinada malicia y bestial ingratitud” (“Viernes Santo,” Consideración segunda

457). Por otra parte, percibió también “la representación de todos sus tormentos, afrentas, dolores y muerte que había de padecer, los cuales perfectísimamente aprehendió con su imaginación nobilísima, como si los tuviera presentes.” Esta visión hizo impacto en su naturaleza humana hasta hacerle “agonizar y sentir mortal angustia con la imagen de la muerte” (“Viernes Santo,” Consideración segunda 458).

Aristóteles, refiere Cabrera, conceptuó la muerte como “omnia terribilium

terribilisimum: De las cosas terribles que hay en la naturaleza, la más terrible; de las desabridas, la más desabrida, la más amarga” (“Jueves de la Cena,” Consideración segunda 442). En la pasión del huerto, el conflicto entre su alma y su cuerpo fue de tal

magnitud que sudó sangre mientras le pedía a Dios que apartara de Él ese cáliz; no obstante, comenta el predicador, a pesar de la flaqueza sensitiva de su carne, la caridad le

166 dio fuerzas para rendir su voluntad a la del Padre (“Viernes Santo,” Consideración cuarta

459).

Esta escena enseña al cristiano que la imitación de Cristo, en su humildad y caridad, se consigue a través de la penitencia por ser el único camino que conduce al remedio de la culpa y al perdón de Dios. Un modelo más cercano al cristiano es el de San

Pedro que, al mirarlo Cristo después de haberlo negado tres veces, empezó a llorar

“amargamente.” La penitencia de San Pedro continuó hasta el resto de su vida cada vez que cantaba ; el gallo, aclara Cabrera, representa al predicador que “con sus voces pretende despertar a los pecadores dormidos del sueño de la culpa, que duermen en la noche de la ignorancia” (“Martes después del Domingo de Ramos. Negación de San

Pedro,” Consideración cuarta 425).

Después de revivir este primer paso de la pasión, el predicador irrumpe con una explosión de emotividad, mientras recapacita sobre la misma escena:

¡Oh, Redentor mío! ¿Qué afición es esa tan grande? ¿Qué mal de muerte tan terrible que causa estos trasudores sangrientos? ¡Oh, manso cordero! ¿Y cómo en la entrada de vuestra pasión se trasluce su doloroso fin y salida? Porque si tanto espanta la sombra, ¿qué hará la verdad? Si sólo pintada basta a causar la muerte, ¿qué hará en efecto padecida? ¡Oh, amor, fuego de alquitrán que ardes en las aguas de nuestros pecados, que cuanto en mayor número se representan tanto con mayor fuerza te enciendes! ¡Oh, caridad excesiva! ¡Oh, sangre deseosa de verterte por nuestro remedio, pues no sufres la tardanza de los verdugos, y les ganas por la mano, siendo por amor primero que por violencia vertida! ¡Oh, Salvador mío, y cuán costoso es mi rescate! (“Viernes Santo,” Consideración cuarta 459)

La selección expresa que la sangre que sudó el cuerpo de Cristo era sólo una sombra de lo que después padecería. La emoción que despierta en el predicador la caridad divina se extiende por toda una “consideración” del sermón del Viernes Santo; es expresada por medio de admiraciones y preguntas retóricas, junto con exhortaciones 167

diversas y verbos en imperativo. Estos recursos retóricos eran impactantes si se

pronunciaban adecuadamente y en unísono con la gesticulación de la cara y los

movimientos del cuerpo. La actio del predicador pretendía impresionar visualmente a los

fieles con el objetivo de despertarles la devoción (Orozco 143). Una vez reblandecidos los corazones por medio de los efectos de la actio, Cabrera concluye la consideración formulando la verdadera razón por la que se están reviviendo los sufrimientos de Cristo; teniendo esto en mente, se dirige al auditorio en los siguientes términos:

[P]ecadores, si no os acabáis de persuadir que habéis sido los matadores de Cristo, venid a este huerto y miradle cuál está tendido en el suelo, pegado su rostro con la tierra, desamparado del Padre, cercado de tristezas de muerte, afligido con nuestros pecados, espantado de sus tormentos, su cuerpo destemplado, todos sus miembros hechos fuentes de sangre, y mirad que de todo eso son causa vuestros pecados; porque ahora no le azotan los verdugos, no le coronan los soldados, no son los clavos ni las espinas los que ahora le hacen salir la sangre, sino tus pecados. […] venga la voluntad indómita a esta dolorosa estación, y sacrificadla aquí al Señor; enseñadla a rendirse a la voluntad de Dios, a imitación de Cristo, y lavaos con agua de lágrimas; porque si en este paso no os compadecéis del Señor, y si cuando Él suda sangre de todo su cuerpo vos no vertéis lágrimas de vuestros ojos, pensad que tenéis corazón de piedra y que se os ha de imputar la sangre de Cristo. (“Viernes Santo,” Consideración cuarta 460)

La selección en un buen ejemplo de cómo Cabrera nos invita a contemplar la escena en calidad de ejecutores de estos tormentos; aquí los verdugos somos nosotros, en otras “consideraciones” serán los soldados romanos. Se pasa en el discurso de la segunda persona del plural al “tú” para dar la impresión de que se está hablando a cada oyente individualmente (Estella capítulo XXVII, 138-40) y, así, hacerles sentir más fuertemente en sus conciencias la culpabilidad. La intención era actuar sobre la imaginación del público; igual que Cabrera explicaba cómo Cristo veía en su mente imágenes horrendas sobre los pecados de los hombres y sobre sus propios tormentos, así el predicador usa el recurso retórico de la descripción y su propia representación y pronunciación (actio) para 168 que el público, sintiendo profundamente la culpa, se imaginara los tormentos del infierno

(Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo X, 365-87; capítulo VI, 314-

15).

Pero, además, hay que tener en cuenta que la arquitectura de las iglesias barrocas y su decoración “rica y movida” de figuras, alegorías y escenas ayudaban al ministro sagrado a dar la impresión de irrealidad (Orozco 123-43). Así, cuando Cabrera dice al público “venid” y “miradle,” es más que probable que además de elevar la voz con una entonación emotiva, moviera sus brazos, cuerpo y cabeza hacia representaciones pictóricas, iconográficas y escultóricas que habría dentro de la iglesia o convento, señalando con el dedo las diferentes narraciones visuales de los pasos de la Pasión que representaban. No cabe duda de que estas obras artísticas eran herramientas imprescindibles para que la predicación fuera efectiva, tanto para hacer más claro el mensaje evangélico (campo del entendimiento), como para despertar la devoción de los fieles (campo de la voluntad).

Después de que el ministro sagrado ha sacado a flor de piel sentimientos de compasión y amor y, simultáneamente, de remordimiento por la culpa, entramos en la descripción física del Jesucristo torturado. Cabrera va recorriendo todos los pasos de la pasión, describiendo las diferentes afrentas y torturas que fueron cometiendo los centuriones en el cuerpo del Redentor. Así llegamos al punto culminante de la narración, cuando Pilatos muestra la figura del Hijo a la multitud coronado de espinas y vestido con el manto de rey sobre su cuerpo macerado. Cabrera aclara que, la razón por la que Pilatos lo mandara azotar tan cruelmente, y de que después lo mostrara al pueblo, fue con la esperanza fallida de que despertara la compasión. Al igual que Pilatos, pero con una

169

profunda y sincera conmoción, el predicador muestra el cuerpo desfigurado de Cristo a su

público exhortándoles a contemplar la escena:

Venid acá, almas cristianas, a ver este maravilloso espectáculo, y mirad con atención esta figura que saca el que es resplandor de la gloria del Padre y espejo de su hermosura. Mirad cuán avergonzado estaría allí en medio de tanta gente, con su vestidura de escarnio, con sus manos atadas, con su corona de espinas, con su caña en la mano, con el cuerpo todo quebrantado y herido de los azotes y todo encogido, afeado y ensangrentado. Mirad cuál estaría aquel divino rostro hinchado con los golpes, afeado con las salivas, rasguñado con las espinas, arroyado con la sangre, por unas partes reciente y fresca, por otras fea y denegrida. Y como el santo Cordero tenía las manos atadas, no podía con ellas limpiar los hilos de la sangre que por los ojos corrían; y así estaban aquellas dos lumbreras del cielo eclipsadas y casi ciegas y hechas un pedazo de carne. Finalmente, tal es su figura, que no parece hombre, sino un retablo de dolores, pintado por mano de aquellos crueles pintores y de aquel mal juez, a fin de que abogase por él ante sus enemigos esta tan dolorosa figura, tanto que, porque no pensasen era otro, o algún leproso, fue menester avisarles: Ecce homo. (“Viernes Santo,” Consideración decimocuarta 471)

El “retablo de dolores” pintado por el predicador muestra con marcado realismo la

desfiguración y deshumanización de Cristo en el paso antes de su crucifixión. La insensibilidad de Pilatos contrasta con este nuevo pintor: el predicador fervoroso, lleno de

amor de Cristo que, con enumeraciones y metáforas cruentas, retrata vívidamente la

tortura en el cuerpo “afeado” del Redentor. La deformidad de Cristo es extrema, pues

“para restituir al hombre en la dignidad perdida, vino a perder la figura de hombre,” y

funciona como un espejo que refleja con precisión la monstruosidad del pecado.

Una vez crucificado, la culpabilidad del hombre resonó en las pocas palabras que

pronunció Cristo mientras expiraba: “Pater, dimitte illis, quia nesciunt quid faciunt:

‘Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen’” (“Viernes Santo,” Consideración

decimoctava 476). Estas palabras, dice el predicador, hicieron temblar todo el poder del infierno al saber la infinita caridad de donde salían; esta voz debe ser para el cristiano, 170 adoctrina Cabrera, “música” divina que ahuyenta al demonio y anima a amar a Dios y al prójimo como a uno mismo.

La segunda voz que salió de su boca, sigue el predicador, demostró su “inefable misericordia” pues perdonó al “buen ladrón” que tenía a su derecha, y le prometió el

Paraíso, lo cual es incentivo que “alienta nuestra esperanza.” Con la tercera voz, “Mulier, ecce filius tuus: ‘Mujer, ves ahí a tu hijo’. Y al discípulo: Ves ahí a tu madre”

(Consideración decimoctava 477), Jesús convirtió a la Virgen en madre de todos los hombres.

La cuarta voz fue una “piadosa queja:” “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me desamparaste? Este fue el más triste canto y la más dolorosa voz que se oyó jamás en todas las generaciones, y la que más deben sentir nuestras almas” (Consideración decimonovena 477). Estas amargas palabras significaron su desconsuelo y soledad

“bebiendo el cáliz de su pasión;” en estas palabras, instruye Cabrera, se debe fijar el cristiano cuando le pesen las tribulaciones, y deben ser el detonante que encienda más el amor al Salvador.

Después de dirigirse con un grito a la muchedumbre que le contemplaba pueblo:

“Sitio, ‘Sed tengo,’” y beber el vinagre que le dieron, dijo por fin: “Consummatum est.

Ya los dolores están en su punto; los tormentos que a poco a poco han ido creciendo, ya han llegado a colmo; ya están en lo sumo. Con esto queda cumplida la obediencia al

Padre y acabada la obra de la redención.” Así entregando su alma al Padre pronunció sus

últimas palabras: “Pater, in manus tuas commendo spiritum meum. ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’” (Consideración decimonovena 477-78).

171

Herrero Salgado dice que la humanidad de Cristo es un misterio de amor

(Oratoria sagrada II, 210), y el tratamiento que hace Cabrera del tema alimenta, como

Santa Teresa, “la imaginación para la meditación, el sentimiento y la contemplación compasiva presentando a Cristo en su doliente y dolorosa Humanidad” (Oratoria sagrada II, 209). El realismo cruento de las descripciones físicas como resultado de las

torturas contrasta con las imágenes hermosas de las metáforas que describen la hermosura

del cuerpo divino tan delicado como el más noble de los señores nobles. La imaginación

despierta de Cristo, viendo sus futuras torturas, se equiparan con la que se quiere

despertar en el público con la visión de los tormentos del infierno. No hay crítica social, sino acusación de muerte perpetrada en una víctima inocente; en este sentido, el objetivo a cumplir en el sermón era nutrir en el fiel el amor a Cristo, pero empañado por un fuerte sentimiento de culpa.

Ya vimos en el capítulo segundo de esta tesis, el concepto de “drama social” de

Victor Turner (74) y cómo, en las manifestaciones culturales de una sociedad, se generan

“tipos simbólicos” que vienen a funcionar como el elenco de un drama narrado que se toma como paradigmático, y que sirve para asegurar la inmortalidad social.

En el caso del drama de la Pasión, los sermones de Cabrera presentan a Cristo como el prototipo del mártir enamorado que por amor mutilan su cuerpo hasta lo indecible, y a los hombres, es decir, a nosotros, como los espectadores cómplices que adquieren en el reparto el papel del verdugo. Aparecen en la representación otros tipos simbólicos que son modelos de conversión, penitencia y caridad: San Pedro nos da la pauta de la penitencia; la Magdalena, la enamorada de Cristo; la Madre amantísima, mártir entre los mártires; y el buen ladrón, al estar al lado de Cristo en la cruz “se derrite

172 su corazón” y pasa de criminal a convertirse en el primer hombre que entra en el Paraíso con el Señor.171

La interpretación de la muerte y resurrección de Jesús estaba enmarcada dentro de los valores de la sociedad católica de la España del siglo XVI. Por tanto, era plenamente aceptada por el público presente como por todo aquel que accediera a estos sermones escritos.

Si recordamos las palabras de Turner sobre el performance cultural, la experiencia es parte integrante de la capacidad “performativa” de la religión y la razón por la que se mantiene viva en las culturas; en otras palabras, los participantes fluyen con los eventos mientras que los van experimentando, según el conocimiento que ya poseen del evento cultural tomando instintivamente el papel de auditorio. Ésta ya dijimos que era la propiedad esencial que la predicación adoptaba del significado general de performance: la identificación del receptor con lo que está presenciando (Sennet 148). Esta identificación se asienta en la veracidad del momento representado, motivo por el cual el acto de “performance” actúa como un espejo donde se reflejan los observadores: a través del performance, se atribuye significado a las partes de la experiencia porque se reviven los eventos, al pensar en ellos retrospectivamente, produciendo que la sociedad reflexione sobre sí misma con pensamientos y emociones poderosas. De la misma forma que la visión que tuvo Cristo sobre sus torturas produjo la penitencia de su cuerpo, y la visión que tuvo de todos los vicios de los hombres, la tristeza de su espíritu, el predicador

171 Se dedica un sermón a cada una de estas figuras bíblicas: Consideraciones del martes después del domingo de Ramos. De la negación de San Pedro (Sermones 418-29); Consideraciones del jueves después del domingo de Pasión. De la conversión de la Magdalena. A las públicas pecadoras (Sermones 374-82); Consideraciones de la soledad y llanto de la Sacratísima Virgen María nuestra señora (Sermones 479-88); Consideraciones del miércoles después del domingo de Ramos. De la conversión del buen Ladrón (Sermones 429-38). 173 pretende que cuando cante el gallo --con todos sus recursos retóricos y sabiduría de las

Escrituras-- despertemos todos los hombres de nuestro letargo con las visiones del infierno, seamos saetados por el amor divino y, por eso mismo, nos arrepintamos con sollozos de nuestros pecados.

El Adviento

En el tiempo de Adviento, la Iglesia pretende que los fieles tomen conciencia del paso del tiempo y de su condición mortal con el fin de alentar la esperanza de la venida del Señor. Es el tiempo litúrgico cuando se celebran las dos venidas de Cristo: una ya ocurrió, cuando el Verbo se encarnó para empezar la obra de la redención, y la otra, al final de los tiempos, para acabarla. Además, en este tiempo se celebra la presencia continua de Jesucristo en su Iglesia para operar día a día la salvación de los fieles y del mundo. Así tenemos que en el Adviento sobresale la “expectante alegría” del creyente en ver cumplida la obra de la redención (Conferencia Episcopal 24); pero, al mismo tiempo, como veremos en las homilías de Alonso de Cabrera, el objetivo del predicador también era despertar un terrorífico temor al juicio final porque, al fin y al cabo, todos somos pecadores.

En la oratoria sagrada del siglo XVI, la liturgia de la misa establecía el tipo de sermón que el orador sagrado debía predicar y, al mismo tiempo, debía construir la homilía a partir de un tema también dado: el evangelio del día (Salgado, Oratoria sagrada I, 307). En el sermonario del padre dominico publicado en 1609, el Adviento aparece dividido en cuatro domingos que integran cada uno diferentes sermones del mismo evangelio. En el primer domingo, aparecen cuatro sermones que se dedican a la

174 segunda venida de Cristo; el segundo domingo integra otros cuatro sermones, en los que se empieza a celebrar la primera venida de Cristo a través del perfil de su precursor, San

Juan Bautista; en el tercer domingo, hay tres sermones y, en el cuarto, uno; todos estos

últimos dedicados a la primera venida. El Adviento, pues, hace un total de doce sermones entre los que están intercalados varios sermones de santos que cumplían con las festividades dedicadas a ellos en ciertos días específicos del año.172

Primer Domingo de Adviento

El hecho de que la Iglesia hiciera repetir el mismo evangelio durante sucesivos domingos debió de conformar un método efectivo para modelar conciencias y reafirmar los mensajes proyectados desde el púlpito. En cualquier caso, la reiteración marcaba la gran importancia que tenía la preparación del cristiano para recibir a Dios en sus dos venidas.

El mismo Cabrera advierte que la segunda venida de Jesucristo es un tema que aparece repetido en las Escrituras con “lecciones” variadas, debido a la “infinidad y extrañeza de las cosas que en este juicio han de pasar, y la necesidad de fijarlas en la memoria” (“Sermón tercero,” Introducción 493). Con esto tenemos que, tanto los profetas como Cristo y sus discípulos, trataron de este día de forma insistente con la intención de que los hombres atemorizados se prepararan. Por esta razón al principio del año, continúa

Cabrera, la Iglesia católica quiere dar a conocer en qué consistirá el juicio final, y qué

172 Para el ciclo litúrgico del Adviento utilizo la edición de Mir de 1906; y por ser los sermones de santos un tipo de oración diferente, no se incluyeron en esta edición (que es la que contiene el resto del sermonario de Cabrera), con el propósito incumplido de publicarlos en otro tomo junto con los de otros grandes predicadores de la época.

175

señales le precederán por constituir “el más poderoso remedio” que se le puede aplicar al

pecador (Introducción 495).173

El principio de la filosofía moral, “lo que es último en la ejecución es primero en

la intención” (“Sermón primero,” Introducción 473) asiste a Cabrera para explicar por

qué la enseñanza doctrinal del cristiano debe empezar por el último suceso de la obra de

la redención, y no por el principio (el nacimiento de Cristo). El ejemplo para ilustrarlo es

la preparación de un viaje: si un individuo quiere viajar, primero hace todos los

preparativos y después ejecuta el viaje en sí. De la misma manera, de los dos

advenimientos de Cristo se debe tratar primero del último, el justiciero, por ser el final de

la obra de la redención.174

En este estado de cosas, el deber del cristiano al principio del año litúrgico es

prepararse espiritualmente para la segunda venida a través de un medio: el temor. La

imagen de limpiar la casa sirve para ilustrar el proceso que debe seguir el corazón del

cristiano: el temor limpia la casa, la confesión barre los pecados y el amor la adorna para

recibir a su huésped.175 En otras palabras, el corazón debe limpiarse de pecados para

después llenarlo con amor de Dios; ésta será la firmeza que sustente al justo en medio de

la confusión del juicio final.

173 Para la Conferencia Episcopal Española actual, no importa establecer cuál es el principio del Año litúrgico: bien podría empezar en la Pascua y terminar en el Adviento, bien al revés (24).

174 “Queréis vos ir a Sevilla, y para esto os aprestáis, buscáis dinero, alquiláis mula, proveéis la alforja y hacéis vuestras jornadas. Lo último que conseguís es llegar a Sevilla; mas lo primero que proponéis es ir allá, y por este fin hacéis todo lo demás. El juicio final en que se ha de dar premio consumado a los buenos y castigo a los malos es lo último, el fin y remate de la redención. Esta es la clave y cerradera con que echa Dios el sello a todas sus maravillas; y así quiere que aunque en la ejecución es la última, en la intención y propósito sea primera, y que della se dé principio a la narración desas maravillas” (Introducción 473).

175 “Después de que el temor rae y limpia la casa, y la confesión la barre y escombra, y el amor la adorna con la tapicería de todas las virtudes que trae su compañía, viene bien llamar dentro al Esposo y convidarle con la Esposa al lecho florido del corazón limpio” (Introducción 473).

176

San Lucas, capítulo 21, es el evangelio de este primer Domingo de Adviento, el

cual refiere las señales premonitorias que aparecerán en el cielo antes del juicio final;176

pero, siguiendo el mismo principio filosófico, Cabrera abre la representación de estos hechos, no con las señales en sí, sino con la imagen de Cristo en su segunda venida:

Vio San Juan en espíritu un ángel fuerte que descendía del cielo vestido de una nube; el rostro como el sol de medio día, en la cabeza traía por diadema el arco del cielo, los pies eran dos columnas de fuego, y tenía en su mano un libro abierto; su voz era terrible, como bramido de león. Puso el pie derecho en la mar y el izquierdo en la tierra, y tendiendo la mano hacia el cielo, como quien la pone en vara de justicia, juró por vida del que vive en los siglos de los siglos quia tempus non erit amplius. Este ángel milagroso es Cristo nuestro Redentor; ángel del gran consejo, ha de bajar personalmente del cielo el día del juicio. (“Sermón primero,” Introducción 474)

La visión de San Juan evangelista (, 10) nos muestra a un Cristo con el cuerpo glorificado (“vestido de una nube”), y con un arco en la cabeza que representa, explica el predicador, la misericordia y paz que trajo en su primera venida. En contraste, sus pies, como dos columnas de fuego, figuran el poder y rigor que le caracterizará en esta segunda venida. El libro abierto simboliza la sabiduría eterna que se expresa en el oficio de juez que desempeñará, y el bramido de su voz señala la sentencia de condenación que pronunciará contra los pecadores.

Cabrera hace referencia a otra visión de San Juan (Apocalipsis, 14) (“Sermón primero,” Consideración tercera 479), donde se reitera la manifestación de la humanidad de Cristo como juez; esta vez, la hoz que portará en su mano simbolizará el “juicio soberano,” mientras que la corona de oro, su “eterna sabiduría.” En las dos visiones, la

176 “Erunt signa in sole et luna et stellis” (San Lucas, 21, 25). “Habrá señales en el sol, en la luna y en los astros” (La Santa Biblia).

177

figura del Dios juez está representada como la de un hombre lleno de ira; pero un hombre que es Dios: cólera espantosa que producirá una vista terrible para los pecadores.177

Una vez que el predicador ha inyectado las primeras dosis de temor con la descripción de estas dos visiones, es hora de enfrentar a los fieles con otro enemigo: el tiempo. Éste aporta un matiz inquietante a la vida del hombre, pues toda ella significa el tiempo para “negociar” la salvación; en el día del juicio final, el tiempo habrá terminado.

Las Sagradas Escrituras insisten en la proximidad del fin:

[E]stando los que ahora vivimos tantos años más cerca de la ejecución della y del tiempo en que se ha de cumplir, del cual dijo entonces San Juan: Filioli, novissima hora est? El mundo ya está bloqueado y con la candela en la mano; no le queda más de una hora de vida; ¿cómo nosotros no la pensamos, no la tememos? No hallo yo otra razón desto sino que de los que ahora vivimos, muy poquitos se han de salvar. (“Sermón tercero,” Introducción 494)

Decíamos que el eje principal del Adviento era la toma de conciencia del paso del tiempo en función de la condición mortal de los hombres. La “hora de vida” que le queda al mundo señala la inminencia de la acción, que es cada más fuerte porque el tiempo no para de correr; partiendo de la base de que el temor cura al pecador, el no sentir temor cuando se escuchan estas cosas es síntoma, diagnostica el predicador, de la ya condenación del individuo.

El efecto de proximidad se potencia con la reiteración de las profecías de las señales (Ezequiel, 32), que se van repitiendo a lo largo de los cuatro sermones:

Cuando quisiere acabar contigo y acabarte, cubriré de luto los cielos y haré que se escurezcan sobre ti las estrellas; cubriré el sol con una nube y la luna no resplandecerá con su luz; y a todas las lumbreras del cielo haré que se entristezcan y lloren sobre ti; y enviaré tinieblas sobre toda tu tierra. (“Sermón tercero,” Consideración primera 496)

177 Cabrera compara este tipo de ira a la del hombre flemático que tarda en enfadarse pero que, cuando lo hace, es terrible y difícil de que se vaya (“Sermón primero,” Consideración cuarta 480). 178

La oscuridad de los astros es el aviso de la llegada de la justicia de Dios; pero, inmediatamente después, se sucederán las señales de su enojo:

Así estará el aire lleno de relámpagos, torbellinos y cometas encendidos. La tierra estará llena de aberturas y temblores espantosos, los cuales se creen que serán tan grandes que bastarán para derribar, no sólo las casas fuertes y las torres soberbias, mas aun hasta los montes y peñas arrancarán y trastornarán de sus lugares. La mar, sobre todos los elementos se embravecerá, y serán tan altas sus olas y tan furiosas, que parecerá han de cubrir toda la tierra. […] Dice el señor que se verán entonces las gentes en grande aprieto, y que andarán los hombres secos y ahilados de muerte por el temor grande de las cosas que han de sobrevenir al mundo. (“Sermón tercero,” Consideración primera 496)

Ante la naturaleza embravecida, los hombres andarán atónitos, confusos y desorientados buscando un lugar seguro para cobijarse, y tan temerosos que se olvidarán de todas las ocupaciones y preocupaciones terrenales que les hacían pecar.

La reiteración descriptiva de las señales es el recurso que pone las cosas delante de los ojos del público una y otra vez para despertar el temor (Granada, Retórica eclesiástica Tomo I, libro III, capítulo VI, 314-15); esta técnica se complementa con el reconocimiento expreso y repetitivo, por parte del orador sagrado, de su incapacidad en transmitir apropiadamente la grandeza de este temor. Numerosas interrogaciones como

“¿qué tales estarán? ¿qué sentirán? ¿qué miedos, asombros, espantos y pavores?”

(“Sermón tercero,” Consideración tercera 501), se van sucediendo en la plática, y tienen la función de expresar la incertidumbre sobre la magnitud del temor que sentirán los pecadores en el día del juicio final.

En este estado de cosas, sólo un “testigo de vista y de experiencia,” como un condenado al infierno, podría ser el predicador adecuado para comunicar mejor la

“vehemencia y energía del sentimiento de terror” (“Sermón tercero,” Salutación 492).

179

Pero lo que sí puede transmitir el dominico, como conocedor de los contenidos y significados de las Escrituras, es lo que sienten los profetas ante las visiones del juicio y del semblante de Cristo, y, además, de lo que esto produce en el mismo predicador:

“[p]ero no me maravillo yo tanto desta petición, ni que teman éstos contra quien en toda la ira; lo que me saca de juicio y me hace perder pie es otra demanda, que con grandes afectos y deseos que se concediese pidió el inocentísimo Job” (“Sermón tercero,”

Consideración tercera 501). Así, Cabrera reconoce no extrañarse tanto de cómo las profecías describen la confusión y ruegos que los pecadores harán a los “montes” y

“peñascos” para que los escondan de la ira de Dios, sino de cómo un justo como Job se siente ante la venida de Cristo juez, y de lo que le pide cuando llegue ese día:

Tengo, Señor, tanto temor al hierro de aquella lanza, véoos con los ojos de la fe venir tan furioso y airado, que no tengo ánimo para miraros; y no me contento con estar guardado debajo las peñas y montes, sino que tendré por gran beneficio que me amparéis en el infierno y me depositéis allí hasta que pase vuestro furor; y dejo a vuestro arbitrio señalar el tiempo que tengo de estar allá, sólo que en algún tiempo os acordéis de librarme y no vea yo espectáculo de tanto horror. No sé lo que sentís destas palabras. A mí espelúzanme el cabello y hácenme temblar de tal furor. (“Sermón tercero,” Consideración tercera 501)

La fe son los ojos por los que Job vio el furor de Dios como juez, de tal forma que si en los sermones de la Pasión los tormentos de Cristo se equiparaban con los del infierno, en el día del juicio final, esta visión terrorífica hace desear a un inocente esconderse en el mismo infierno, hasta que Cristo termine su labor de juez. Ante la petición de Job, el mismo predicador reacciona aterrorizado, para después apelar al público a que reflexione sobre esto mismo: “[f]altan palabras del todo para encarecer esto como es razón. Cada uno lo piense para sí.” Por un lado, Cabrera admite las limitaciones de la lengua para expresar un temor inefable, y ésto junto con el propio ánimo del

180 ministro sagrado es lo que conforma el mecanismo persuasivo más usado en el tiempo de

Adviento. Por otro lado, si recordamos que los predicadores hacían a menudo alusiones a la conciencia individual de los fieles para regir su comportamiento humano (Núñez

Beltrán 340), éste es un ejemplo de cómo Cabrera predisponía a su congragación a reflexionar, en este caso, sobre las profecías del juicio final y de la ira de Dios. Para esto ayudaba no sólo la invitación a la reflexión, sino el acto de “performance” funcionando como un espejo en que la sociedad se viera reflejada e identificada como aquellos pecadores confusos y perdidos en medio de la ira de Dios que el ministro está reiterativamente describiendo. El objetivo final era crearles tal ansiedad por los sucesos venideros que les despertara el deseo de prepararse cristianamente para la llegada.

La crítica social aparece en los dos últimos sermones de este primer bloque. El oficio de Dios como juez invita a la comparación con los jueces terrenales y su diferente forma de ejercer la justicia. Así tenemos que mientras los jueces del mundo se dejan fácilmente seducir por el dinero, el juez celestial vendrá con “peto fuerte a fuerza de arcabuz;” en la coraza que traerá Jesucristo, será tan resistente que no atravesarán la nobleza, la dignidad, la riqueza, ruegos o favores con que los ricos y nobles compran a menudo la justicia: “[a]cá los ricos afrentan y matan a los pobres, y después, a trueque de cuatro reales, se libran. Pero allí no hay librarse nadie por dinero, aunque sean excesivos los dones” (“Sermón tercero,” Consideración segunda 498). La crítica a la justicia terrenal no parece ser exagerada, según las fuentes de que disponemos. El aparato estatal de Felipe II endureció las normas jurídicas de los poderosos (aunque con Felipe III se relajaron otra vez); sin embargo, en la práctica muchas veces dichas leyes no se aplicaban.

181

Según ha señalado Domínguez Ortiz, hasta comienzos del siglo XVIII, en toda

Europa la justicia era parcial con nobles y ricos. Además de seguir teniendo privilegios

legales sobre “procedimientos y penas,” muchas veces la autoridad hacía caso omiso de

sus abusos y crímenes. Es más, cuando se llegaba el caso de ajusticiar a un noble, esto

producía un escándalo general. En cambio, “la sociedad admitía sin extrañeza que un caballero que mataba a un hombre común se agenciase el perdón de por dinero, y después de permanecer algún tiempo oculto o ausente, volviera a la vida de relación, como si nada hubiese sucedido” (Sociedad española 282-83).

Esta “moral especial para privilegiados” --en palabras del historiador-- chocaba frontalmente con la moral cristiana; ésta es la razón por la que en los sermones la amoralidad de los jueces era una crítica obligada. Pero, aún más importante en este tiempo litúrgico, era la necesidad de construir la escena del juicio final ilustrando con precisión en qué se basaría la sentencia de Dios. Esto lo cumple Cabrera a través de dos evangelios que precisan los dos momentos que se quieren destacar.

Se empieza la escena con el evangelio de San Mateo, capítulo 7: “‘[m]uchos me dirán en aquel día: Señor, Señor’. En este ser doble se significa la certeza de la fe con que creyeron. Cristianos eran. ¿Y qué más? Aguardad, que tiemblo de pensarlo.” En el juicio, todos los cristianos llamarán al Señor pensando que su fe les ha salvado; sin embargo, el suspense domina la actuación del predicador porque algo terrible ocurrirá que le hace temblar de temor: “[a]partaos de mí los que obráis la maldad, los que tenéis las obras tan diferentes de vuestra fe” (“Sermón tercero,” Consideración segunda 499). Jesús responderá a esta llamada negando a aquéllos cristianos que no obraron en sus vidas

182

como tales; esta magnitud tendrá la justicia del Señor, y el miedo del predicador expresa quiere dar a entender que muchos de los allí presentes se encontrarán en este grupo.

El evangelio de San Mateo, capítulo 25, refiere el momento en que Cristo pronunciará la sentencia definitiva: dividiendo en dos grupos a los hombres, comenzará por los del lado derecho, los que se salvan --para hacer sufrir más a los demás, aclara el predicador--, y terminará por el izquierdo, los condenados. La escena que se recrea pone de relieve la misericordia, o falta de ella, que ha tenido el hombre durante su vida:

“[v]enid, benditos de mi Padre; […] porque tuve hambre, y me distes de comer; tuve sed, y me distes de beber; era peregrino, y me hospedastes; andaba desnudo, y me vestistes; estuve enfermo, y me visitastes; preso, y fuiste a verme.” Lo mismo se dirá a los condenados, pero en el sentido contrario.178

Los evangelios miden el juicio final a través del comportamiento que el hombre tuvo con el prójimo; esto se debe a que la caridad es el fundamento de toda la doctrina del cristianismo. Este fundamento doctrinal se refleja también en el papel destacado que

Cabrera le daba a la práctica de la limosna en los sermones del ciclo de la Cuaresma, que respondía a la mentalidad medieval de la dialéctica entre el rico y el pobre para la salvación de ambos.

De hecho, por un lado, el último sermón desarrolla más ampliamente la crítica a la falta de caridad: son los codiciosos, los glotones, los perversos y los libertinos. Los codiciosos estrechan sus propiedades, y los glotones son las “vacas gordas,” “las vacas gruesas:” los que ahora son “muy gordos y muy repapilados, y de nada cuidan más que

178 “Me vistes con hambre y no me distes de comer; vístesme sediento, y no me distes de beber; desnudo, y no me vestistes; enfermo, y no me curastes; encarcelado, y no me visitastes” (“Sermón tercero,” Consideración cuarta 502).

183 de su buena pasadía y tratamiento y la buena vez y buen bocado” (“Sermón cuarto,”

Consideración segunda 506).

Por otro lado, la perversidad reina en el gobierno y en la administración de justicia; son los “inicuos ministros” y “príncipes inicuos y magistrados que siempre andan en los palacios y o tribunales solicitando y negociando cargos de que ellos medren y hagan que las rentas reales crezcan, o comisiones en que ellos y sus amos sean aprovechados” (“Sermón cuarto,” Consideración segunda 507). En éstos, la codicia de dinero y poder les hace robar aprovechándose de los demás.

Por último, los libertinos de “vida holgada” que “siempre andan sedientos de placeres ilícitos: ya de juegos, ya de cazas, ya de fiestas, ya de conversaciones; ya desea

ésta, ya apetece la otra, ya gusta de otra… Jurada os la tiene Dios, vacas gordas, que han de venir días en que os lleven a garrochadas al matadero” (“Sermón cuarto,”

Consideración segunda 507). En definitiva, las referencias con connotación negativa a las aficiones, actividades y conductas características del modo de vida del poderoso y del privilegiado testimonian, a través del ojo de un predicador atento a sus tiempos, la relajación de costumbres que se estaba produciendo en la sociedad a finales del siglo

XVI.

A este respecto, según Domínguez Ortiz, mientras en el siglo XVI todavía podía verse restos del “carácter indómito y bravío de la nobleza” medieval, en el siglo XVII se vio una transformación creciente de sus costumbres. El cambio radicó en que la sociedad fue tomando gustos más cortesanos debido a tres razones fundamentales: la emigración de la nobleza a las ciudades, la paulatina desaparición de los nobles más arrojados y aventureros por las continuas guerras que se producían en ambos mundos y, finalmente,

184

por la integración forzosa a un mundo de valores que ya no se regía por el dinamismo

individual (Sociedad española 282).

Además, la vida de la sociedad en las ciudades grandes se vio marcada, en

general, por lo que Maravall ha llamado “la ley de ostentación ciudadana:” mientras que

en el medio rural todos se conocían, en las ciudades, los nobles y ricos tenían que hacer

ostentación de la posesión de sus bienes materiales y de sus criados para ser reconocidos como tales. El fenómeno del anonimato hizo que las costumbres, en sus más diversos

aspectos, se fueran degenerando a lo largo del siglo XVII (Cultura del barroco 250, 262).

Frente a la progresiva pérdida de los valores nobiliarios medievales de la

sociedad, la caridad cristiana seguía abogando por estos valores dando esperanza al

desvalido y al desposeído. Por eso, el predicador insiste en afirmar que, en el juicio final,

los de “vida holgada” estarán confundidos y aterrados, mientras que las lágrimas

derramadas debido a situaciones sociales tristes (la viudez, la orfandad, la deshonra, la

pobreza, la muerte) serán sustituidas por el gozo.

En conclusión, en el Primer Domingo de Adviento se enfatiza, por una parte, la

falta de tiempo; de ahí que se oigan las voces del predicador insistentemente gritando:

“[c]omprad el tiempo, no dejéis pasar la oportunidad de hacer bien, de ayunar, rezar,

perdonar la injuria; aprovechad el tiempo, que nos la tiene juradas dueño. Cum accepero tempus; cuando no haya redención, Ego justitias judicabo” (“Sermón primero,”

Introducción 475). Aprovechar el tiempo es vivir haciendo obras cristianas, defender la justicia de Dios y evitar las aficiones terrenales que va adquiridas por la sociedad.

Por otra parte, este Domingo se cierra con una petición a Dios que subraya la

poderosa influencia que la vista produce en los hombres: “Dios nos dé a sentir nunc lo

185

que tunc, entonces sentiremos. Videbunt. Ahora oímos porque la fe entra por el oído; pero

entonces veremos. Cuánto más poderosamente mueva la vista que el oído, la experiencia

nos lo muestra” (“Sermón cuarto,” Consideración tercera 508). En el juego de palabras

del evangelio, el nunc es el “ahora,” y el tunc el “entonces,” es decir, el futuro; como

ahora los fieles sólo tienen la fe (que entra por el oído), lo que hace el predicador es

motivarles la imaginación para que vean con la mente los horrores del juicio y, así, darles

la oportunidad de prepararse espiritualmente para ese día.

Segundo Domingo de Adviento.

Los cuatro sermones de este segundo Domingo de Adviento se dedican al

evangelio de San Mateo, capítulo 11, que trata de cuando San Juan Bautista mandó a sus

discípulos a preguntarle a Cristo si Él era el Mesías. En su respuesta, Cristo da testimonio

de sí mismo con obras y milagros y, de San Juan, con palabras muy encarecidas.179 Lo primero que hay que notar es que este bloque de sermones desarrollan un tema iniciado en el primer Domingo: lo amigo que es Dios de las obras, y lo enemigo de las palabras.

Las obras cristianas se realizan a partir de la virtud de la caridad, que es el tema reiterativo ahora, y dicho tema se relacionará con dos circunstancias que rodeaban a la predicación de la época: la murmuración contra los predicadores y, al mismo tiempo, la afición del público hacia algunos de ellos.

La visión de la escalera mística que tuvo Jacob entre sueños ilustra cómo ha de vivir el cristiano y cómo ha de probar su fe:

179 “Cum audisset Joannes in vinculis opera Christi: mittens duos de discipulis suis, ait illi: Tu es qui venturus est, an alium expectamus?” (San Mateo, 11, 2-3). “Juan, que oyó en la cárcel las obras de Cristo, envió a sus discípulos a preguntarle: ‘¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?’ (La Santa Biblia). 186

[A]ndaban ángeles en continuo movimiento, unos subiendo y otros descendiendo. Porque en la vida cristiana, que es escala por donde se sube al cielo, siempre los justos obran y se mueven, ya subiendo a lo alto por contemplación, ya descendiendo a lo bajo por la compasión de sus prójimos para socorrerlos. (“Sermón primero,” Consideración tercera 517)

Según esto, para que la fe del cristiano no esté muerta ni sea ociosa, su vida debe componerse de dos vertientes: la contemplativa, que va dirigida hacia Dios, y la activa, destinada al prójimo en forma de obras. La vida activa del justo en cualquier oficio que ejerza es siempre regida por el cumplimiento del deber y por su inmovilidad ante las manipulaciones del “mundo.”

El ejemplo de cómo actúa el justo en su máximo exponente lo ofrece el evangelio en la figura de San Juan Bautista; su oficio en la tierra era actuar de precursor de Jesús, y esto lo hizo de la forma más perfecta. Desde la cárcel mandó a sus discípulos a preguntar a Cristo si era Él el Mesías; pero la verdadera intención de esta mensajería era que el

Redentor proporcionara salud espiritual a sus discípulos. La creciente fama de Jesucristo y su nuevo modo de enseñanza había eclipsado a su precursor, motivo por el cual sus discípulos habían empezado a sentir “envidia, soberbia y celo indiscreto” (“Sermón primero,” Introducción 511), enfermedades que les impedía conocer a Cristo, el auténtico médico divino.

Los discípulos de San Juan representan el mundo y sus enfermedades, y Cristo, cabeza del cuerpo místico, las sufre como suyas: “[s]on pecados de mis hijos, y de hijos muy amados, y así los tengo por míos. Son enfermedades de mis miembros, y yo que soy la cabeza tengo de sufrir la cura. El amor los hace propios, y como por tales estoy obligado a pagar por ellos” (“Sermón primero,” Introducción 510). La unión mística de

187

Cristo con los hombres se basa en su inefable amor por ellos, sentimiento que motivó su

primera venida al mundo con el objetivo de realizar todas las obras de la redención.

En este evangelio en concreto, para corresponder al Bautista y sin decir de palabra

que era Él el verdadero Mesías, operó milagros en presencia de los discípulos como

testimonio de quién era. Al marcharse éstos, pronunció un sermón laudatorio a las gentes

en honor a San Juan. De la misma manera, la Iglesia manda, asegura Cabrera, que se dediquen estos sermones de Adviento a “loar las cadenas de San Juan” y a enseñar a sus

ministros que deben “destetar” a sus discípulos y “ahijarlos a Cristo,” que es el verdadero maestro.

La poca crítica social que contiene el segundo Domingo de Adviento está toda en relación al contexto de la predicación: la afición de los fieles a ciertos sacerdotes. Cabrera empieza a tratar el tema diferenciando la afición con el amor. La afición es una “pasión ciega” que produce confusión en la congregación: “[p]orque hay gentes que vienen a no creer en Cristo, sino predicado por Fulano. Y a no confesar ni comulgar sino por mano de

Fulano. De aquí nace la disensión: mejor es éste que el otro; y de ahí vienen a decir mal de todos por defender a unos, y a no aprovecharse de ninguno” (“Sermón segundo,”

Consideración tercera 525). Esta alusión pretende explicar las causas que conducen a la herejía desde el mismo centro del catolicismo popular: el ambiente parroquial. La pasión en los corazones de las gentes produce tanto la afición como la antipatía hacia los predicadores y confesores, y esto es nido de confusión y discrepancias dentro de la religión católica.

Más aún, asegura el dominico que: “[e]ste ha sido el intento y la tema de los herejes: allegar a sí discípulos, quitándoselos a cuyos son. Como aquella mujer dormilona

188

que desque mató durmiendo a su propio hijo, hurtó el ajeno del lado de la madre que dormía” (“Sermón segundo,” Consideración tercera 525). Según Cabrera, producir la disensión entre los católicos es el objetivo de los herejes, que es lo mismo que decir que

son ladrones de fieles. En este aspecto es donde los católicos deben estar alerta para no

dar ocasión a “semejantes hurtos” espirituales; por su parte, la misión de los predicadores

es prevenirles insistentemente porque son, como dice Cabrera: “criados de Jesucristo,

dispensadores de su palabra y sacramentos; y así, no habéis de atender tanto a las

personas cuanto a lo que representan, y toda la afición ponerla en Cristo y en su

Evangelio” (“Sermón segundo,” Consideración tercera 525). En otras palabras, esta

advertencia se basa en que no se atienda a las características personales de los

predicadores, sino que los miren como a ministros de Dios y, como tales, que entiendan

que sus palabras son infalibles puesto que provienen del evangelio. Por tanto, ninguna

pasión hacia el predicador debe cegar al cristiano:

El mundo, llana cosa es que está enfermo de locura y frenesí, pues tanto se indigna contra los santos que son médicos de Dios para curarle; la medicina de la reprehensión tiene por trato de enemigo, y así se vuelve contra el médico. Pero el justo no se altera ni turba por eso, ni deja de hacer su oficio y compadecerse del enfermo. (“Sermón primero,” Consideración primera 513)

Los médicos de Dios son sus ministros que dan la medicina al pueblo (la doctrina

junto con la reprensión de las costumbres), pero ésta se vuelve contra ellos porque el

mundo está enfermo. La caridad del predicador es la virtud que neutraliza “las opiniones

del vulgo,”180 y le da fortaleza para no caer en el miedo al “qué dirán,” ni tampoco en el

180 Ya vimos que ésta era la principal virtud que, según Granada y Estella, debía poseer el predicador. El obispo Terrones, en cambio, optaba más por la humildad.

189 vicio de la codicia (“Sermón segundo,” Introducción 520).181 El modelo de predicador y de justo lo ofrecen Cristo y San Juan; ambos murieron en manos de verdugos por decir la verdad:

El mundo al revés. Que los tiranos, los malditos, los detestables en los ojos de Dios (que estos son locos, pues los coge la muerte en sus maldades y desvaríos y se condenan), que éstos anden a caballo y estén entronizados y tengan el mando y el palo para hollar a los buenos; y los ricos de gracia, los que han de ser príncipes y mayorazgos del cielo, estén avasallados, abatidos, aherrojados y presos! Quasi per errorem: “Parece error”. Que el malo procure empecer al bueno, no me espanta; pero que salga con ello y lo consienta Dios o lo permita, ¿qué diremos a esto? Digo que no es error, sino admirable dispensación de la divina sabiduría que San Juan esté preso y que Herodes reine. (“Sermón segundo,” Consideración primera 521)

El mundo es una de las fuentes del pecado; es un lugar donde reinan los tiranos y los justos son castigados; es por esta razón que el mundo es enemigo del hombre. En los sermones barrocos, esta dualidad se expresaba con un amplio uso del recurso de la antítesis con el fin de subrayar las imperfecciones de la vida mortal del hombre sin Dios

(Smith 135). En consecuencia, al mencionar el “mundo al revés,” un tema propio de la sátira del siglo XVII,182 el predicador se muestra agudamente consciente de la diferencia entre las cosas como son y cómo deberían ser (Smith 130). Esto se conecta con el tema del desengaño barroco y con el estilo ascético, descrito por Stephen Gilman como el estilo propiamente barroco (qtd. in Smith 135); este estilo es el producto de la tensión resultante de dos actitudes que se cruzan en la literatura ascética: la dualidad trágica del contraste entre lo que se percibe vitalmente y lo que se concibe lógicamente (Gilman 88).

181 Ya tratamos en el anterior capítulo que éstas eran las dos grandes dificultades del oficio de predicar.

182 En la sátira lo que cuenta es la intención del interlocutor o escritor; ésta se puede manifestar de diversas formas (ingenio, ridículo, ironía, sarcasmo, cinismo, lo sardónico y la invectiva), y retiene mucho de su carácter público y oral; pero para que funcione, el público tiene que compartir o conocer algo de los ideales que yacen bajo la sátira (Smith 129-130).

190

Entonces, el objetivo de Cabrera es mostrar al público la maldad del mundo, a

través de verdades absolutas y dogmáticas, enfatizando cómo es y cómo debería ser con

el fin de que sean conscientes de ello. Es decir, no pretende una reforma social sino que

apela al intelecto de los fieles para que lo reconozcan (Gilman 95-96); de ahí que les

amoneste diciendo: “[a]bre los ojos, alma pecadora. […] Si los amigos de Dios, asados,

desollados, escarpiados, aserrados; los enemigos (que son el terrero adonde asesta las

saetas todas de su indignación), ¿cómo lo pasarán?” (“Sermón segundo,” Consideración primera 522). Tras la apelación al auditorio, Cabrera emite el principio ascético de que la condenación del individuo se produce precisamente por el rechazo del reconocimiento de la maldad de la tierra (Gilman 97); esto lo hace con una enumeración de los sufrimientos de los justos en la tierra y con un “¿cómo lo pasarán?” los malos, como alusión al juicio final y a sus futuros sufrimientos.

Tercer Domingo de Adviento.

El tercer Domingo de Adviento contiene tres sermones que consideran el evangelio de San Juan, capítulo 1. En este evangelio, se siguen discutiendo las figuras de

San Juan Bautista y de Cristo: San Juan da testimonio de sí mismo de una manera muy humilde, y de Cristo, como del “esperado.”183 La doctrina moral de estos tres sermones

se enfoca en la virtud de la humildad frente a la soberbia que caracteriza al hombre, y el objetivo de este bloque de sermones es responder a la pregunta del evangelio sobre quién es San Juan, cuya respuesta es: el mayor de todos los santos.

183 “Misserunt judaei ab Hierosolymis sacerdotes et levitas ad Johannem, ut interrogarent eum: tu quis es?” (San Juan, 1, 19-20). “Los judíos de Jerusalén enviaron sacerdotes y levitas a preguntar a Juan: ‘Tú, ¿quién eres?’” (La Santa Biblia).

191

El peligro de caer en la soberbia reside en que el hombre se pare a contemplar sus

propias virtudes (“Sermón primero,” Introducción 547-48). Las figuras de las Sagradas

Escrituras que representan este pecado son Nabucodonosor, rey de Babilonia, y Lucifer,

el ángel que había sido un “retrato de Dios perfectísimo.” Frente a ellos aparece San Juan

Bautista, retrato de Dios hombre, pero de humildes sentimientos; su impecable sumisión

es lo que le ganó ocupar la silla al lado del Padre; la misma donde una vez se sentó

Lucifer (“Sermón segundo,” Consideración sexta 561).

La tentación, explica el dominico, es vista como un estímulo que prueba la santidad de las personas: es como un huracán capaz de derribar “los más altos cedros del monte Líbano” y “los navíos más esforzados y cargados de más preciosas mercaderías.”

Las metáforas aleccionan cómo hasta los más santos y más cercanos a Cristo fueron derribados de una forma u otra por la tentación.184 Pues bien, de entre ellos San Juan fue

el único que no cayó; la razón: no padecía en ningún grado de soberbia.

Partiendo de la base de que Dios manda la tentación para probar al hombre, sigue

el predicador diciendo que la intensidad de ésta es equivalente a las fuerzas del individuo.

Por esta misma regla de tres, la tentación de San Juan fue la mayor conocida; mayor que incluso la del mismo Cristo debido a que: “le convidan con reino temporal y espiritual”

(“Sermón primero,” Consideración segunda 550). Los judíos, creyendo que era el Mesías

profetizado, le ofrecieron que fuera su rey y su Dios. La causa de esta confusión radicó en

la “grandeza” e “incomprensibilidad” de sus orígenes: desde su nacimiento de padres

184 La tentación es mancha “que ha caído en los brocados de tres altos;” es “polilla que ha hecho daño en los refinos, que no ha dejado roso ni velloso, alto ni bajo, cielo, tierra, hombres, ángeles, sabios, Adán y Eva, santos, los apóstoles sagrados; en todos, más o menos, hizo mella este golpe de ambición y soberbia” (“Sermón primero,” Consideración segunda 449).

192

ancianos hasta su infancia y juventud gastadas en la soledad del desierto (“Sermón segundo,” Consideración cuarta 559).

Pero lo más admirable a ojos del predicador (“lo que espanta”) es que, todavía sin salir del desierto, la fama de su santidad se difundiera por los pueblos y aldeas, de tal forma que atraía a los hombres “como presos y arrebatados” (“Sermón segundo,”

Consideración primera 556-57). El olor que despedía su alma como efecto de los largos años de penitencia y de la contemplación de la divinidad justifica esta maravilla: “[l]a subida de un alma que aspira a la perfección, y de las bajezas de la tierra se levanta a las alturas del cielo, proponiendo subidas y yendo como por escalones de virtud en virtud, hasta ver a Dios en Sión” (“Sermón segundo,” Introducción 555). San Juan es el alma

olorosa que deja a los ángeles admirados185 porque, despegándose de la “pesadumbre”

del cuerpo mortal, sube como humo despidiendo olor a mirra, incienso y otros polvos

aromáticos. La mirra simboliza la mortificación, el incienso la oración y los polvos

aromáticos las virtudes; éstas hacen que la fe se materialice en obras (“Sermón segundo,”

Introducción 555).

Entonces, ante la pregunta del evangelio de quién es San Juan, el predicador

contesta que es un “santo general;” es el más santo de los santos porque posee todas las

virtudes juntas. Pero, además, debido a que nunca contempló sus propias virtudes, se

convierte en “el más vivo retrato de Dios” (“Sermón segundo,” Consideración sexta 561).

185 Cabrera cita a Salomón para puntualizar cómo los ángeles perciben y se admiran del alma que va subiendo en perfección preguntándose: “¿Quién es ésta que sube del desierto, como varilla de humo que se exhala del pebete confeccionado de mirra y encienso y de todos los polvos aromáticos?” (“Sermón segundo,” Introducción 555).

193

La prueba de su santidad y humildad la demostró en la respuesta que dio a los judíos: “Ego vox clamantis in deserto: ‘Yo soy voz.’” Cabrera interpreta estas palabras como: “yo soy nada, soy un poco de aire que ligeramente pasa; pero mi oficio es dar noticia del Verbo eterno que permanece para siempre y avisaros que os dispongáis para recebirle.” Luego, en su respuesta, sigue el predicador, no sólo demuestra su tremenda humildad sino la verdad que pregona: la voz que clama en el desierto es el pregonero de

Cristo; su precursor; su primer apóstol (“Sermón primero,” Consideración sexta 553-54).

En el último sermón del bloque la crítica social se centra en la vanagloria que reina en el mundo como consecuencia del pecado de soberbia. La vanidad humana es vista como muestra de las artimañas del demonio para aventajar a Dios con los mismos

medios que Él creó. El predicador pasa lista a los casos más comunes que se ven en la sociedad: el rico que usa la riqueza con avaricia y, en lugar de dar limosna, la gasta en

“vanas superfluidades” y comprando la “honra de la doncella y la honestidad de la casada”; la belleza de la mujer que “con artificios y engaños” la mejora para ser amada por los hombres, y no para conocer la belleza de su alma; el inteligente y cultivado que funde su “locura o vanidad” en ello; el de “buena casta” que es altivo y osado, en vez de imitar las “virtudes de sus mayores”; y el sacerdote o prelado que con la “gracia, virtud y santidad” que Dios le dio, se vuelve “fariseo” y “soberbio” (“Sermón tercero,”

Consideración primera 565). En definitiva, esta sátira contra estados demuestra que las virtudes que Dios ha infundido en los hombres, por instigación del demonio, se vuelven contra Él; de ahí el aviso del predicador:

Cristianos, cuando el mundo os ofreciere honras y dignidades; cuando llamare a la puerta de vuestro corazón algún apetito de vanagloria; cuando de algún bien que en vos haya os dieren los hombres el parabién y la gloria, o el demonio os persuadiere que vos os la toméis, de quitar su 194

honra a Dios, huid las humanas alabanzas, negados como San Juan: No soy yo ese. (“Sermón tercero,” Consideración segunda 567)

En el pasaje se exhorta a los cristianos que reconozcan como vanidades las

alabanzas del mundo, y que imiten el ejemplo de San Juan rechazándolas como artimañas

del demonio. El llamamiento, en base a la enseñanza de este evangelio, se basa en el

conocimiento de uno mismo:

Conoced vuestra pobreza y que la nada, de sí no tiene bien alguno, y si lo hay en vos, que es de Dios y no vuestro; y así la gloria a Él se le debe, y no a vos. De aquí aprenderéis a no despreciar vuestros prójimos, aunque en muchas cosas les excedáis, pues ese exceso no es vuestro, sino de Dios; y como os dio a vos esos dones, se los pudiera dar al otro, y no sabéis si os los quitará a vos para dárselos, pues no os aprovecháis dellos como es razón. (“Sermón tercero,” Consideración tercera 568)

En la selección, el predicador parte del principio ascético de que el conocimiento de sí mismo implica la victoria de uno mismo (Gilman 95); en este sentido, si el hombre no es nada, no puede vanagloriarse de sí mismo. Así sigue exhortando Cabrera:

¡Oh honra, oh dignidad! dictados, imperios, reinados, pontificados, letras, linajes, riquezas, valor, hermosura de hombre, ¿sobre qué ciudad estáis armados? Sobre un nada, sobre nada. Cosa maravillosa es la ciudad de Venecia, porque está edificada sobre agua, y mucho más lo fuera si estuviera edificada en el aire. ¡Pero la nada, mundano, sobre qué edificas torres de viento, en qué fundas tus locuras, mandos atrevidos y vanidades, sobre la nada!” (“Sermón tercero,” Consideración tercera 568)

En la selección destaca el estilo ascético de Cabrera expresado con cierto léxico y

varias metáforas que reflejan la naturaleza inmaterial de la existencia del hombre (Gilman

93): hombre “mundano” elude al hombre enemigo de Dios, de ahí que sus vanidades se llamen “tus locuras”; la ciudad de Venencia edificada sobre agua representa la efímera base en la que se asienta la firmeza de la vida del hombre; y “torres de viento” aporta la misma imagen de fugacidad de lo terrenal. En resumen, las dos selecciones evidencian

195

cómo la conciencia individual que se incitaba estaba totalmente filtrada por la doctrina

católica, y que ésta se basaba en la relación que cada uno tenía con el Padre (Núñez

Beltrán 340): la doctrina moral enseñaba que todo lo que es vano es inútil, y que la

vanidad es sinónimo de mentira, por lo cual el cristiano debía reconciliarse con Dios

devolviéndole lo que era suyo: la honra.

Sermón del Cuarto domingo de Adviento.

El último sermón del Adviento contiene el evangelio de San Lucas, capítulo 3, que refiere el “tiempo,” en el que San Juan estaba predicando y bautizando para disponer los ánimos al recibimiento del Mesías; este tiempo fue cuando el pueblo judío estaba dividido y subyugado al imperio romano. El hecho de que el evangelista estableciera la

época histórica precisa prueba, explica Cabrera, la profecía de Daniel (capítulo 7) que establecía “el tiempo señalado por Dios para la venida de su Hijo al mundo” y para la manifestación de su reinado. Según la profecía, el reinado de Cristo sería el quinto y

último, después del de los romanos.186 Entonces, la edificación del cristiano ante el

misterio de la primera venida de Cristo radica, según el dominico, en saber por qué vino

Cristo cuando el pueblo judío estaba tiranizado y oprimido, en vez de en tiempos de

como cuando reinaban David y Salomón: “¿Sabéis por qué? Porque esa era

186 “[D]ice que en visión imaginaria vio salir del mar cuatro grandes y fieras bestias. La primera, cruel como leona; la segunda, feroz como oso; la tercera, brava como un pardo, y la cuarta, que a éstas seguía, no la compara con algún animal conocido como a las otras, porque era la más fiera y desemejada […]. Tras esto vio a un venerabilísimo anciano, sentado en un trono real, todo de fuego, ante quien estaban en pie y destocados millares y millares de ángeles, y diez veces cien mil millares le servían y hacían estado. Y luego vio venir un personaje de gran autoridad, el cual no era ángel sino hombre; y llegó hasta donde estaba el anciano de días, y se igualó con él, y dióle el anciano potestad, honra y reino eterno” (Introducción 571).

196 la mejor disposición que podía tener para recebir a Dios y hacer penitencia”

(Introducción 571).

Cabrera compara al hombre con un caballo para explicar este misterio: dócil cuando está flaco y cansado; rebelde cuando está bien proveído. 187 El primer caso representa la situación en que se encontraba el pueblo judío cuando San Juan salió del desierto a predicar; por tanto, era el momento adecuado para que su mensaje fuera escuchado. El segundo caso, el caballo rebelde, anticipa un tema que más adelante desarrollará en la crítica social: la relajación de costumbres de la sociedad.

Así tenemos que el tiempo elegido por Dios para atraer al pueblo judío a la predicación de Cristo y de su precursor San Juan estaba regido por la tristeza y la angustia. Las tribulaciones constituyen el medio persuasivo más eficaz para que los hombres desconfíen del mundo y vuelvan sus ojos al Señor como sanador de todas sus llagas; las penas son, en definitiva, llamadas del Padre a la conversión. Y ésta era la misión de San Juan: preparar a los judíos para recibir al médico de sus enfermedades espirituales.

Otro ejemplo de llamada a la conversión, que trae el predicador a colación, fue con el pueblo de Moisés. Después de que adoraran el becerro de oro, Moisés lo hizo polvo y, mezclándolo con agua, se lo dio a beber. La intención en este acto fue doble: demostrarles la poca firmeza que tiene un ídolo y, al mismo tiempo, reprender su vana confianza. Esta situación tiene su correspondencia con los tiempos de Cabrera:

187 “Un caballo holgado, gordo y que está de verde, llegaos a echarle la silla y tirará dos pares de coces y arrojará la silla acullá; pero si está flaco y cansado, los ijares cubiertos de la espuela, un niño lo enfrena y ensilla, y le lleva donde quiere. Así el hombre holgado, descansado y lleno de riquezas y regalos, no sufre a Dios en la silla de su corazón, ni el freno de su ley; tira coces al predicador, que es el criado que le quiere enfrenar” (Consideración primera 573). 197

Y siendo esto así, no sé yo cuándo los hombres tuvieron más razón de hacerlo que en nuestros miserables y calamitosos tiempos; cuando estamos aterrados con trabajos, afligidos con desventuras, deshechos con calamidades; cuando el mundo nos muestra tan mal rostro, la tierra nos niega tantos años ha los frutos, el cielo los temporales. ¿Qué diremos de tantas guerras, hambres, pestilencias, enfermedades, pobrezas, muertes, dolores, imposiciones, sacaliñas? ¿Qué hay en el mundo que no nos ponga acíbar en sus pechos? ¡Cuántas veces os ha quebrantado Dios el ídolo de oro que levantastes en vuestro corazón, y os lo ha dado de beber; ordenado que en aquellas mismas cosas en que hicistes vuestra voluntad contra la suya halléis el castigo de vuestro atrevimiento, convirtiendo vuestras fiestas en llanto, vuestros placeres en tristezas y burlando todos vuestros designios y esperanzas! ¡No hay cosa que no nos dé voces que dejemos el mundo y sirvamos a Dios! El mismo mundo nos echa de sí y no nos quiere; Dios nos azota y nos llama; el cielo, la tierra, la muerte y la vida nos avisa. ¿Cómo estamos formados? ¿Cómo nos habemos hecho insensibles? ¿Cómo no nos duelen tantas llagas? ¿Cómo no somos buenos con tantas heridas?” (Consideración primera 574-75)

La correlación entre el caso bíblico y la España contemporánea al predicador es un claro ejemplo de la mentalidad providencialista de la época, que basaba los devenires históricos del mundo en la presencia dirigista de Dios. En un mundo que no ofrece seguridad (desgracias de las vidas individuales de los hombres y de la colectividad y desastres naturales), Dios juega un papel activo en la protección de los fieles; es decir, en los que tienen fe en Él. Si el sufrimiento “está inmerso en la misma condición humana” -- en palabras de Núñez Beltrán--, la predicación cristiana ofrece una respuesta, en cuanto a que el dolor “se vincula a la salvación:” purifica y “otorga merecimientos” (Núñez

Beltrán 289). En otras palabras, el predicador inducía a la congregación a interpretar las adversidades, tanto del país como las individuales, como castigos de Dios que corregían los pecados; por tanto, tenían un sentido transcendental. Es en este sentido en el que Dios aparece como juez, y la penitencia como la única satisfacción que aplaca su ira contra el hombre.

198

No obstante, a pesar de la explicación providencialista, en este fragmento resalta la angustia del predicador expresada con la enumeración de las catástrofes que estaba experimentado España en los más diversos aspectos: malas cosechas, epidemias, guerras, tributos, pobrezas. Es así que, por una parte, la cita muestra cómo la doctrina católica fundamentaba la relación del cristiano con Dios a través del temor al castigo; pero, por otra parte, evidencia cómo, a finales del siglo XVI, los predicadores, y por extensión la sociedad en general, tenían conciencia del inicio de la decadencia de España (Maravall,

Cultura del Barroco 55-128).

La doctrina moral culpaba de la crisis a las enfermedades de los miembros del cuerpo místico; éstas apartaban al pueblo cristiano de Dios, que se quedaba desprotegido ante los vaivenes del mundo. En estos términos se dirige el predicador a su público en el momento de la reprensión:

San Juan, lleno del Espíritu Santo, tiene necesidad de castigar su carne; y tú, vacío dese espíritu y puesto entre mil ocasiones, ¿te prometes seguridad, regalando la tuya? ¿Qué puede responder aquí el glotón, el negligente, el mundano, cuando se le pone delante un hombre noble, delicado, vestido de la ropa que aquí se nos dice, un solo costal de asperísima jerga, y le servía de camisa y jubón, de sayo, de capa, de cama y frezada para abrigarse en invierno y verano, sin tener ni aun otra de la mesma estofa para remudarla? ¿Qué puede nuestra fingida delicadeza responder aquí? ¿Qué dice nuestra gula desque mira aquella mesa en ese suelo de tales manjares abastada? Es para perder el juicio, si lo tuviésemos, pararnos a hacer esta consideración. (Consideración tercera 576)

La selección potencia la inseguridad del cristiano ante Dios confrontando su

“fingida delicadeza” con la recia penitencia en el noble cuerpo del Bautista. Para que el auditorio se avergüence más de sus costumbres, el predicador pone ante sus ojos la imagen penitente de San Juan en el momento de salir del desierto a predicar:

199

Abrid un poco los ojos y tendedlos por aquellos despoblados de las riberas del Jordán, y ved los yermos, que no caben de gentes de todas suertes, que como a caza andan por aquellos matorrales esperando cuándo ha de salir el predicador que van a oír, y a cabo de poco, entrando el día, veis bajar por aquel ribazo hacia la ribera un extrañísimo personaje compuesto de huesos y nervios solos, que estaban ligados con una piel. Todo viene quemado y denegrido de los calores y los fríos, tantos años lastados. ¡Mirad aquellos ojos hundidos, y aquella barba mal compuesta y aquel cabello largo, que no se había jamás cortado! ¡Vedle venir con un semblante grave y arrimarse a algún tronco de fresno, o a algún tuero de olmo de los que habría en aquellos campos, para sustentar aquel cuerpo tan adelgazado del ayuno continuo, que apenas le podían los pies sustentar, y allí puesto, volver por todas partes la vista a tantas almas como estaban allí esperando con sumo silencio, y sacar la mano y tenderla hacia todos, con una voz que penetraba las almas, aunque flaca y sacada por fuerza de puro espíritu, de aquel pecho tan fatigado. Paenitentiam agite: “Haced penitencia.” Este es el fundamento de todo el sermón, porque es la penitencia de toda la vida. (Consideración tercera 576)

Esta selección es un buen ejemplo del dominio de Cabrera de la amplificatio, describiendo hasta el más mínimo detalle el aspecto físico del Bautista junto con la reconstrucción de la escena. Al físico de San Juan se le corresponde la voz enflaquecida por la penitencia pero, sin embargo, penetrante en el corazón: “¡Haced penitencia!” Sus pocas y densas palabras hacían una “acordadísima música,” suave a Dios. El estilo ascético, o barroco, marca el discurso al abrirse con la apelación “Abrid un poco los ojos,” para que le público tome conciencia de lo que va a presenciar. La aparición de este personaje tan “extrañísimo,” personificación de la penitencia misma, sólo podía producir el “sumo silencio” de un público, ya predispuesto a escucharle por su fama de santidad.

La amplificación de la escena se encamina a producir el mismo efecto en el auditorio expectante del dominico en un acto de performance en el que los espectadores se ven a sí mismos en un espejo, cuyo reflejo es el pueblo judío extasiado con la presencia del santo; en otras palabras, la experiencia de performance del público de Cabrera se basa en la

200 apropiación del papel de auditorio del Bautista que irremediablemente les va a llevar a la conversión:

Hizo su predicación un extraño efecto, porque dado que lo que enseñaba fuese tan dificultoso, ayudaba tanto la vida a la palabra, la comida, el vestido, que caen rendidos a su doctrina. Hablan, naturalmente, los hombres bien de lo que aman, de lo que bien saben, de lo que estiman. […] ¡Con qué afecto, Baptista glorioso, hablábades vos de la virtud, del amor de Dios, de la penitencia, del desprecio del mundo, de la mortificación! Eran vuestras palabras, no palabras, sino centellas de metal encendido, llamas de vivo fuego; no relámpagos, sino rayos del cielo fulminados. Decíades lo que sabíades, lo que amábades, lo que teníades de costumbre vieja deprendido; no lo que habíades decorado, sino experimentado. Esta es la causa del poco efecto que hacen nuestros sermones. ¿Es ésa sola? No, que también es por culpa de los oyentes; no quiero que nos la carguéis toda a los predicadores. Hermano, si no vieres hecha la palabra de Dios sobre toda la persona del predicador, como fue hecha sobre San Juan; si sus obras y vida no predican ni conforman con las palabras, mírale a la boca, que a ti para tu salvación bástate hallar allí la palabra de Dios. (Consideración tercera 577)

Este “divino Orfeo” iba convirtiendo a las gentes con su sola aparición, pues el tema de sus sermones se fundamentaba a la perfección con la vista de su cuerpo penitente. Se subraya inclusive en el discurso el performance fervoroso del Bautista con verbos que indican la experiencia de su devoción religiosa (“Decíades lo que sabíades, lo que amábades, lo que teníades de costumbre vieja deprendido; no lo que habíades decorado, sino experimentado”). Esta capacidad “performativa” de la religión --en palabras de Turner—se basa en la práctica, en la costumbre, en el hábito; en definitiva, en la experiencia de la penitencia y de la oración con Dios. Manifiestamente, la predicación de San Juan produce un “extraño efecto” en las gentes; su doctrina se basa enteramente en la virtud, en el amor de Dios, en la penitencia, en el desprecio del mundo (porque es el enemigo) y en la mortificación; sus austeras palabras no son palabras sino fuego

201 abrasador que viene del cielo (“centellas de metal encendido, llamas de vivo fuego,”

“rayos del cielo fulminados”).

La efectividad del Bautista da pie a reflexionar sobre el tema del poco fruto que tiene la predicación en la época de Cabrera: en parte por la poca devoción de los predicadores, en parte por la de los fieles. La solución que da el dominico a su público la repite una vez más con un “mírale a la boca,” puesto que, aunque los ministros no sean perfectos, hay que poner el oído atento a lo que dicen porque es palabra de Dios que salva.

En definitiva, ante las tristezas mundanales que atormentan al hombre, se instituye la penitencia como remedio de las enfermedades espirituales causantes de los sufrimientos por haber ofendido a Dios. La penitencia es el puente que lleva al reino de los cielos; por tanto, la doctrina católica convierte el pesimismo barroco ante las desgracias del mundo en un tema de esperanza para el creyente.

El último mensaje de Adviento, al final de este sermón, resume las prácticas que preparan al cristiano para recibir al Redentor: el Sacramento de la Penitencia para que venga Dios (el ejemplo está en San Juan); el Sacramento de la Eucaristía para que se aposente en el corazón; la oración para que permanezca siempre en él; y la limosna para banquetearlo como al más honrado huésped.

Aunque los temas en que más se han insistido en tiempo de Adviento han sido la penitencia y la limosna y, en segundo lugar, la oración (cuyo ejemplo estaba en la soledad de San Juan en el desierto); sin embargo, es de notar cómo Cabrera al final del

Adviento añade también la Eucaristía. La Iglesia aprovechaba cualquier oportunidad para hacer recordar la necesidad de la práctica del Sacramento para la renovación de la fe y

202

para la devoción de los fieles. Esto respondía a la defensa de España de este Sacramento ante las luchas doctrinales que estaban ocurriendo en Europa en esos momentos (Herrero

Salgado, Oratoria sagrada I, 317). De esta manera, Cabrera invita a los fieles a que

escuchen e imiten a San Juan y, por extensión, a todos los predicadores, lo cual nos lleva

al epígrafe de este capítulo: invocar a Dios, no con palabras, sino con el corazón porque

es la manera de que venga a morar en nuestra posada.

Conclusión

En la culminación de la obra de la redención de la primera venida de Cristo,

hemos podido presenciar, a través del detallismo de la narración, los pasos de la Pasión

de Cristo en su aspecto doctrinal pero, simultáneamente, en el teatral y celebrativo a la

manera de una procesión de Semana Santa profundamente devocional. La cruz es un

símbolo que grita al cristiano sin descanso que haga penitencia y que tenga esperanza en

la recompensa; en este sentido, la imagen de la cruz funciona como báculo en las

tribulaciones.

En el Adviento, las visiones de las profecías actúan como medicina del pecador;

la falta de tiempo del hombre para hacer obras cristianas se soluciona en las homilías con

la repetición de las señales que anticipan y anuncian la sentencia del juicio final. El tiempo es el enemigo del hombre porque corre veloz, y el mundo también porque es el lugar lleno de calamidades que obstaculizan la realización de las buenas obras.

El punto de unión de ambos ciclos litúrgicos gira sobre varios elementos doctrinarios. Primero, se trata la figura de Jesucristo como las de la misma moneda; sus dos imágenes son contrarias y complementarias: la redención del hombre y

203 su sentencia final; ambas imágenes tienen el mismo efecto: son penosas para el pecador y esperanzadoras para el buen cristiano. Segundo, discursivamente, la Semana Santa subraya la corporeidad de Cristo en su primera venida, contrastando su belleza, reflejo del alma divina, con la fealdad producida por los pecados ajenos; en el Adviento, Cristo se transforma en un terrible Dios juez, y surge también la figura del Bautista, como precursor de Cristo, tan espiritualizado que su cuerpo no es cuerpo sino la pura expresión de la penitencia y de la contemplación. Tercero, debido a la importancia para la salvación del hombre de estas dos venidas, la actuación y discurso del predicador destaca más que nunca en su calidad “performativa” que funciona como un espejo donde el auditorio se refleja y se siente identificado en su papel de diferente maneras: en la Semana Santa, debido a sus pecados, es el verdugo de Cristo; en el juicio final, es el pecador confuso y aterrorizado; por último, ante la figura del Bautista, es el pecador convertido que escucha el sermón con conmoción en el corazón.

La exaltación religiosa de la Semana Santa y el Adviento va a menguar en el siguiente ciclo litúrgico. La Epifanía destaca por su practicidad, donde el performance del predicador va a ser menos sublimado devocionalmente, y donde va a tomar más el papel de representante destacado de la Iglesia, que asiste en la imposición de una nueva moral al pueblo y que apoya la política del estado con plena firmeza.

204

CAPÍTULO 5

EPIFANÍA

Guarte, guarte, cristiano; camina por donde hasta agora sabes que tus abuelos y tus rebisabuelos caminaron, mil y quinientos años ha. ¿Dónde buscas ahora sendas por do no anduvo sino quien sabes que se despeñó? No digo que creas porque creyeron tus abuelos, que eso es lo que los moros hacen, sino que no te apartes de lo que ellos siguieron, por seguir lo que no sé quién inventó. (Alonso de Cabrera, “Sermón del Domingo Segundo después de la Octava de la Epifanía”)

Introducción

Este capítulo se dedica a los sermones del ciclo litúrgico de la Epifanía del Señor,

y en ellos destacan, además de la enseñanza doctrinal, temas de gran actualidad en el

siglo XVI como las controvertidas bulas papales, la limosna, la extirpación de la herejía,

las guerras de religión de Felipe II, la educación de los hijos, el sacramento del bautismo

y del matrimonio. La condensación de estos temas en este ciclo litúrgico hace de él un

magnífico ejemplo de cómo el sermón contribuía de una manera rigurosa a implantar al

pueblo la nueva moral católica que se modeló en las reuniones del Concilio de Trento y, asimismo, evidencia la alianza entre la Iglesia y el estado español.

La Epifanía

La Epifanía es el tiempo de Navidad, y celebra los primeros misterios salvadores de la vida del Señor. Estos misterios son el anuncio y el comienzo de la redención de los

205 hombres que culmina en el Misterio Pascual. En otras palabras, se celebra el nacimiento de Jesús porque se hizo hombre para morir y resucitar por la salvación de los hombres.

En consecuencia, la liturgia de la Navidad y de la Epifanía conmemora la alabanza y la acción de gracias al Señor, que se manifiesta como uniéndose a la humildad de la carne; a través de la encarnación de Cristo, se produce un intercambio en que los hombres se hacen partícipes también de su naturaleza divina, al proyectar el Padre la luz sobre los hombres con un nuevo resplandor.

Todo en Navidad hace referencia a la manifestación del Verbo de Dios: los

Magos, la revelación del anciano Simeón, la persecución de Herodes, la sabiduría del

Niño Jesús entre los doctores y su crecimiento en santidad y gracia. Y se concluye con los grandes signos que inauguran el ministerio público del Mesías: el bautismo de Jesús y las bodas de Caná. La Navidad es el misterio de los desposorios de Dios con la humanidad porque a través de la humanidad de Cristo, Dios se une a los hombres dando así auténtico sentido a la vida humana e iluminándola con la luz de la verdad, de y del amor de Dios (Conferencia Episcopal 42).

La Epifanía aparece en el sermonario de Cabrera con una estructura similar al ciclo de Adviento en cuanto a que se repite el evangelio durante varios sermones; sin embargo, no es tan equilibrada y, a diferencia de la otra, estos sermones están marcados en gran medida por el contexto histórico y social en que se pronunciaron. Este ciclo litúrgico hace un total de trece sermones en la edición de Mir de 1906,188 donde faltan unas pocas homilías, como en el Adviento, de festividades particulares que aparecen en la primera edición de 1609.

188 Ésta es la edición que voy a utilizar para las citas. 206

Epifanía de nuestro Salvador

Los dos sermones sobre el evangelio de San Mateo, capítulo 2, trata de la venida

de los tres Reyes Magos a Belén para adorar al nuevo rey nacido.189 La adoración de los

Reyes simboliza el triunfo del nacimiento de Jesús porque a la humildad del pesebre se

rindió “todo lo alto, rico y sabio y poderoso del mundo” (“Sermón primero,”

Consideración segunda 582); por tanto, este acto significa el triunfo de la fe cristiana. A

este respecto, Cabrera elabora una imagen, la de la aurora, para ilustrar qué es la fe en el

cristianismo:

Mas la aurora o crepúsculo de la mañana es término de la noche y principio del día; la linde que divide el reino de la luz del de las tinieblas; y así, como medio, participa de los extremos: que ni es bien de día, ni bien de noche, aunque siempre va creciendo y mejorándose hasta llegar a la perfecta claridad del medio día. Así la Iglesia militante, ni goza de clara visión, ni padece tiniebla de engaño o error, sino tiene resplandor de fe, que es luz templada que alumbra la noche, pero no del todo excluye la oscuridad. (Sermón primero, Introducción 580)

Como la aurora, que trae los primeros rayos del sol cuando todavía no son

intensos y contienen aún algo de oscuridad, así, cuando el hombre no tiene la visión de

Dios, la fe le da un reflejo de Él. En este sentido, la doctrina del evangelio, al ser la

palabra de Dios, trae los primeros rayos de la verdad, y es la razón por la que “la Iglesia militante” no contenga error. El resplandor de la fe es como el “guión de la Iglesia” y, por tanto, la que alumbra el entendimiento de las verdades inefables que la mente del hombre

189 “Cum natus esset Jesus in Bethleem Judae” (San Mateo, 2). “Jesús nació en Belén de Judea” (La Santa Biblia).

207

no puede comprender por sí mismo.190 El gran problema de la fe es que “[n]o vemos lo

que creemos”; por eso, la fe:

De noche alumbra las tinieblas de nuestra ignorancia y nos libra de falsedades y errores; pero de día es nube, porque es lumbre templada con alguna oscuridad; da certidumbre infalible de las verdades católicas, pero no evidencia. Los artículos que la fe propone, créense en esta vida firmemente, pero no se ven, y por eso es la fe nube en el día. Con esta lumbre ha de andar el cristiano. (“Sermón segundo,” Consideración primera 589-90)

El cristiano anda el camino de la salvación con la luz tenue que proporciona la fe;

sin ella, el hombre está totalmente a oscuras: “no anda, sino tropieza y cae y no sabe a dónde va” (“Sermón segundo,” Consideración primera 589). Las obras cristianas avivan la luz de la fe porque sin ellas el cristiano queda “flaco y cobarde como los demás hombres” cayendo constantemente en la tentación: “¡Oh tiempos peligrosos y desdichados donde falta esta fe viva y obradora, que apenas hay quien la tenga! No hay obras en los más de los cristianos” (“Sermón segundo,” Consideración primera 590). La fe muerta; la fe sin obras de los españoles va a ser la queja insistente en este ciclo litúrgico.

En el evangelio, los fariseos representan la necedad en cuanto a que interpretaron erróneamente las Escrituras enseñando al pueblo que vendría un salvador rico y poderoso; además, a pesar de tener todas las pruebas de que Cristo era el Mesías, siguieron sin cambiar de opinión. En contraste, surgen las figuras de los Reyes Magos como dechados de fe viva y verdadera; salieron de su tierra por voluntad propia, cuando

190 “Que la fe, que es el guión de la Iglesia, columna y firmamento de verdad, es luz que alumbra la noche de nuestra ignorancia, dando noticia certísima, infalible, de las verdades sobrenaturales y divinas, que ninguna agudeza de entendimiento criado puede por sí alcanzar; mas porque no hace evidencia della, se dice tener algo de oscuridad” (“Sermón primero,” Introducción 580).

208 la claridad de la gloria de Dios se descubrió en la que apareció en el cielo:

“Vidimus enim stellam.” Una vez que llegaron al pesebre, “otro mayor resplandor, que es el de la fe, ilustró sus corazones y les enseñó la dignidad del niño recién nacido”

(“Sermón segundo,” Consideración primera 589). Dicho de otro modo, los Reyes Magos no se dejaron guiar por las “vanas apariencias,” sino que se postraron ante los “rayos de claridad con que daba voces a la vista de lo que el oído por fe alcanzaba” (“Sermón primero,” Consideración cuarta 583). Esta doctrina significa que los Reyes, viendo la majestad y el resplandor de la verdad, sintieron más profundamente la fe y, a pesar de la humildad del pesebre, su deseo fue adorar al niño Jesús.

Por otro lado, los Magos de Oriente, como reyes, eran ricos y trajeron regalos a

Jesús: oro por ser rey, incienso por ser Dios eterno y mirra por ser Sumo Sacerdote. La enseñanza del cristiano con respecto a este hecho es, dicta Cabrera, que hay que ser generosos con Dios porque Él devuelve con creces las ofrendas: cuando regresaron a sus reinos los Magos, llevaron con ellos mismos acrecentadas las tres virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad (“Sermón segundo,” Salutación 587). De la misma manera, el cristiano debe ofrecer a Dios devoción (simbolizada en el oro), oración (en el incienso) y penitencia (en la mirra).

Los tres Reyes eran, por último, sabios, y esto se demuestra en el hecho de que buscaban a Dios. Cabrera instruye que la sabiduría, como el más alto grado de conocimiento, se debe obtener con el ejercicio de las facultades intelectuales. Pero, declara el predicador, esta práctica humana parece no cultivarse demasiado en sus tiempos; así se dirige al auditorio:

Suplícoos no os preciéis tanto de caballeros como de discretos y sabios, porque es muy villana la hidalguía que no tiene más fineza que la de la 209

sangre. Procurad ennobleceros con sabiduría, buenas letras, lección de buenos libros; que hay gentes de tan bajos pensamientos y tan rateras pláticas, que si no es de la renta del cortijo, o de la yegua baya o potro tordillo, o de los temporales, no saben hablar. Otros linajudos, memoriosos, que todo se les va en deslindar abolorios; pero nada de erudición de filosofía moral, de historia siquiera humana, que de las divinas algunos lo tienen por demasiado despuntar, y que están un canto de real de ser herejes. Pues yo os digo que no es buen remedio para no ser hereje ser necio, porque la herejía es la necedad más atestada. (“Sermón primero,” Consideración segunda 582-83)

Esta cita testimonia la clara conciencia del predicador de que la cultura española

de finales de siglo estaba marcada por una sociedad que deseaba ser ignorante para

parecer noble. Esta moda se forjó debido a los cambios sociales que se habían

experimentado durante los siglos XV y XVI. En esta época, la Inquisición había surgido

como la institución que perseguía y probaba a los españoles de casta judía, con el fin de

que el resto de la sociedad no se contaminara de una cultura que se consideraba impura.

La consecuencia fue que la pureza de sangre cristiana era lo que determinaba el linaje

noble de las personas. De esta suerte que los labriegos analfabetos, la genuina profesión

de cristianos viejos, se constituyeron como el estado social menos sospechoso de

impureza de sangre. Esta situación motivó que los oficios que habían sido propios de la

casta judía, y posteriormente de los conversos, se fueran abandonando. Toda tarea que

implicara un conocimiento técnico o intelectual perjudicaba a la buena fama y “opinión” del sujeto y, por tanto, se le excluía de la clase dominante. El temor de los cristianos a darse a las ocupaciones tradicionales del hispano-hebreo afectó profundamente a la cultura produciendo lo que Américo Castro ha llamado “la rustificación de la sociedad española” (186). De tal forma que, como vemos en la denuncia del predicador, este fenómeno cultural era ya muy evidente a finales del siglo XVI, y estaba empezando a ser objeto de crítica por parte de la clase más culta, como lo demuestra este sermón. En 210

opinión del dominico, el estudio es la fuente del verdadero ennoblecimiento: “las buenas letras” hacen al hombre “discreto y sabio.”

Además, ya vimos cómo la honra humana y la honra divina no concordaban en la moral que proyectaba la Iglesia. A este respecto, podemos decir que la doctrina cristiana coincidía con la corriente de pensamiento que polemizaba sobre el linaje y las ideas de honra generalizadas de la sociedad y que, en cambio, valoraba a la persona por sí misma y no según sus antepasados;191 de ahí la referencia despectiva, en el sermón, de

“linajudos” a los hidalgos que comúnmente basaban su honra en el linaje nobiliario de su

familia.

Y sin negar que esto fuera así, sin embargo, hay en este sermón otro asunto

implícito que tiene que ver con la responsabilidad de un predicador con respecto a su

congregación en esta época específica. Me refiero a la inculcación desde el púlpito de los

nuevos dogmas que se propusieron en Trento con el claro objetivo de forjar una nueva moral en el pueblo.

Entre 1560 y 1590, los cristianos viejos constituyeron la presa preferida de la

Inquisición. El objetivo del Santo Oficio era la enseñanza de estos nuevos dogmas a las masas; prueba de ello es que los principales delitos que se juzgaban en este período eran

las “proposiciones” erróneas, escandalosas o deshonestas, las blasfemias y la pretensión

de la superioridad del matrimonio sobre el estado eclesiástico (Bennassar, España del

Siglo de Oro 167).192

191 Frente a la literatura imperialista, surgió un tipo de literatura que criticaba la hidalguía y la honra. Américo Castro nombra obras como La Celestina, El Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache; y escritores como Santa Teresa de Jesús, Cervantes, Gracián y Quevedo.

192 Según Bennasar, los otros delitos eran la bigamia, la solicitación, el bestialismo y la sodomía (167).

211

Estas tres décadas coincidieron con la formación de Cabrera y con su actuación en

el púlpito. De ahí que la demanda que exige el predicador a la sociedad se encamine a

que adquieran una sabiduría “dirigida” por el sistema --en el sentido de Maravall--, con la

lectura de los libros permitidos por la Inquisición (“buenos libros”). En estos tiempos contrarreformistas, los eclesiásticos veían a los ignorantes como “villanos,” porque se consideraba que la falta de conocimiento era precisamente lo que derivaba en herejía,

pues ésta admitía las “proposiciones erróneas.”

La función de la Iglesia contrarreformista era educar y evangelizar al pueblo en

los principios básicos de la doctrina católica. A este respecto, el catecismo aseguraba la

memorización de los artículos de fe, mientras que la predicación los explicaba e ilustraba

para la total comprensión del pueblo. Por su parte, la confesión permitía verificar si los

dogmas eran comprendidos y la moral practicada (Bennassar, España del Siglo de Oro

165). Así se explica que Cabrera, en este sermón, proponga la confesión como el único

medio para evitar que el cristiano no mienta, perjure, hurte ni fornique como un pagano;

es decir, para que no actúe como hombre sin fe: “[c]onfesaos y poneos bien con Dios, y

triunfaréis de vuestros enemigos y venceréis las tentaciones” (“Sermón segundo,”

Consideración primera 590).

Por último, Bennassar ha señalado cómo a partir de 1590 los delitos de los cristianos viejos eran cada vez más escasos. Esto no quiere decir que no se cometieran transgresiones, sino que la Iglesia había ganado ya la partida. En 1585, se había eliminado totalmente la ignorancia en las formulaciones esenciales de la fe, incluso en las zonas campesinas; y entre 1600 y 1650 la práctica religiosa era unánime. Las respuestas a los interrogatorios seguidos por la Inquisición demuestran que los españoles de todas las

212

clases sociales estaban sinceramente interesados en las cuestiones de la salvación, de la

gracia y del libre albedrío (Bennassar, España del Siglo de Oro 168-69).

Domingo dentro de la Octava de la Epifanía de nuestro Salvador

Los tres sermones de este domingo contienen el evangelio de San Lucas, capítulo

2, que trata de cuando San José y la Virgen María llevaron a Jesús al templo cuando tenía

doce años de edad; allí se quedó solo durante tres días mostrando su sabiduría a los

doctores curtidos en el estudio de la ley judía.193

Por una parte, el tema del evangelio le da pie al predicador a hacer una plática sobre la crianza de los hijos, en el que su intención es puramente instructiva como parte del programa pastoral postridentino. Por otra parte, en este Domingo se empiezan a emitir anuncios de bulas papales que continuarán en diversos sermones del ciclo litúrgico; el

propósito de estos anuncios era que los fieles ayudaran monetariamente a las guerras

santas del monarca a cambio de indulgencias. Veremos cómo estos anuncios revelan un

aspecto más de la alianza entre la institución eclesiástica y la monárquica en un momento

histórico en que España se constituía como la primera potencia político-religiosa europea.

Sobre el tema de la educación de los hijos, las acciones de la Virgen en el

evangelio enseñan dos preceptos que el predicador reconoce venir muy “a propósito de

tan gran auditorio” (“Sermón primero,” Consideración primera 596). En esta afirmación

se ve la preocupación pastoral de Cabrera de llegar a todos y de contribuir a la instrucción

del pueblo. Entonces, las pautas que alecciona la madre de Jesús son: “la primera, que no

193 “Jesus proficiebat sapientia et aetate et gratia apud Deum et homines” (San Lucas, 2, 52). “Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (La Santa Biblia).

213

los pierdan de vista los padres ni los desvíen de sí; la segunda, que los lleven consigo al templo, que les enseñen en primer lugar a encomendarse a Dios y a servirle, y que se aficionen a las cosas divinas” (“Sermón primero,” Consideración segunda 597). Estas dos reglas son importantes porque contrarrestan la naturaleza de los jóvenes que actúan y se comportan como “caballos desbocados,” rigiéndose más por el sentido que por la razón.

La obligación de los padres se basa en “domar sus furiosos ímpetus,” siendo la ley de

Dios el “freno” más eficaz. ¿Se cumple esto entre los cristianos? Según el predicador, no:

Los pobres ni cuidan de sus hijos, ni los doctrinan, ni saben si vienen a la Iglesia. Por ahí andan matando perros, jugando y descalabrándose, mientras misa y sermón. Los ricos, cuando mucho, dan a sus hijos un ayo, malo o bueno, y con esto se tienen por descargados; las hijas encerradas en casa, en poder de esclavas, el día de fiesta, sin oír palabra de Dios ni oficios divinos, y para los toros y juegos de cañas les alquilan ventana. (“Sermón primero,” Consideración segunda 598)

Según la perspectiva de Cabrera, las diferencias sociales entre pobres y ricos no

marcan una verdadera distinción de cuidados educativos con respecto a los jóvenes; si los

primeros no tienen tiempo para los hijos porque tienen que trabajar, los segundos,

tampoco los vigilan y pecan de ser demasiado permisivos con ellos:

Pero es mayor el mal, que apenas ha amanecido en el muchacho el uso de razón, y ya comienzan los catedráticos de pestilencia, que son sus padres, a leerle lecciones de infierno. Mira por ti, no te dejes hollar de nadie; no te juntes con quien sea menos que tú; sabe responder cuando te dijeren alguna palabra: quien te la hiciere te la ha de pagar. ¿Qué diremos de la madre, que a una niña de cinco años la enrubia y enriza y le pone guirlandillas y garzotas? ¡Que maman en la leche de la vanidad! ¿Qué del padre que enseña a jugar y a jurar a su hijo?- No hago tal, antes le digo que sea virtuoso, y que no jure ni juegue. - ¿Qué aprovecha, si le enseñas lo contrario con acto más eficaz, que es el ejemplo? Si tú eres tahur, jurador, maldiciente, ¿qué tal será tu hijo, que te tiene por dechado? ¿De qué sirve que la madre diga a su hija que sea honesta y recogida, si ella es liviana y andariega? […] Enseñadles a vuestros hijos la virtud en vuestras costumbres, y aprenderla han mejor que del pico de la lengua. (“Sermón primero,” Consideración segunda 598-99)

214

Cabrera identifica en esta selección el mayor problema de la crianza de los hijos

es la falta de correspondencia entre las acciones de los padres y las enseñanzas que dan a

los hijos; con esto tenemos que, a ojos del predicador, el mal ejemplo de los progenitores

obstaculiza la educación cristiana. A continuación, Cabrera propone un tipo de educación

que revela intransigencia y dureza, pero que está amparado en las Sagradas Escrituras:

[L]os muchachos curva illos. Dobladlos desde la niñez, castigadlos, azotadlos, no os duela quebrarles las varas en las espaldas. Qui parcit virgae, odit filium suum (Prov., 13). No dice que no hayáis duelo del hijo, sino que no hayáis mancilla de la vara. Dadle hasta que salten las astillas, que esto es ser benigno y amoroso padre. Lo contrario es ser verdugo y enviar el hijo al infierno. (Sermón primero, Consideración segunda, 599)194

Amparado en el Proverbio 13, que defiende la corrección con vara, Cabrera perfila al padre amoroso como aquél que usa la disciplina severa; la dureza se toma como

el único medio que libra a los hijos de la condenación eterna. Además, el objetivo del

padre cristiano debe ser que “la virtud se haga costumbre y la costumbre se convierta en

naturaleza” (“Sermón tercero,” Consideración primera 612). Para conseguir esto, la

responsabilidad de los padres es acompañar a los hijos a oír misa y sermón, porque “más

seguros están en presencia de Dios en el templo, que no allá en los rincones de casa, en

compañía de esclavos y sirvientes, donde no pueden aprender sino resabios y siniestros

de gente baja” (“Sermón tercero,” Consideración primera 612). La educación cristiana de

la época, como parte fundamental de la pastoral, se basaba en los diferentes textos de las

Sagradas Escrituras, en el Catecismo Romano (que se publicó después del Concilio de

194 El Proverbio 13, 24, dice: “El que no usa la vara odia a su hijo, pero el que le ama le prodiga la corrección” (La Santa Biblia).

215

Trento),195 y en la práctica de la confesión.196 La labor pastoral de Cabrera muestra el nexo entre la religiosidad y la vida diaria de los cristianos de finales del siglo XVI: por un lado, aboga por un método riguroso que corrija el pecado desde sus más inocentes inicios y, por otra, el peligro de que los jóvenes se queden bajo la tutela de los criados de la casa es un ejemplo de la concepción del orden social que se pretende inculcar desde el púlpito.

La difusión de ideas que el púlpito produce se relaciona con la creación de una mentalidad, donde confluyen lo religioso y lo terrenal. Domínguez Ortiz ha llamado a este fenómeno el “ambiente de sacralización” en la vida cotidiana del español de los siglos XVI y XVII. Este ambiente fue resultado de la “potestad temporal” de la Iglesia sobre los laicos; por ejemplo, el derecho del párroco de multar a quien no asistía a la misa dominical hizo que el acto de pecar se hiciera en este tipo de sociedad sinónimo de delinquir. Por añadidura, los mismos obispos ejercían un derecho de inspección sobre la enseñanza examinando a los maestros e interviniendo en los textos de clase (Antiguo

Régimen 222).

Si bien hoy en día nos puede sorprender la enorme influencia del clero en la vida secular de este período, Domínguez Ortiz nos recuerda que sus miembros estaban integrados en los demás grupos sociales, y vivían profundamente en su comunidad; además, tanto eclesiásticos como laicos compartían una educación común, lo cual les

195 Aunque, debido a un fallo teológico, el Catecismo Romano de 1566 (Roma) tardó en ver una edición oficial en lengua castellana (1782); sin embargo, Felipe II fue un ferviente partidario y lo consideró como un instrumento apto para la aplicación del Concilio y para hacer frente a la herejía protestante en Europa (Rodríguez, Catecismo Romano 68).

196 Humanistas como Juan Luis Vives se interesaron en el tema educativo (Lingua latinae exercitatio, eran unos Diálogos sobre la educación dedicados al futuro monarca Felipe II, y De institutione feminae Christianae, era un tratado de la educación femenina); y escritores religiosos, como Fray Luis de León basaron sus escritos sobre el mismo tema en la doctrina moral cristiana (La perfecta casada, obra dedicada a su sobrina con motivo de su casamiento).

216

ponía “en el mismo plano de ideas, sentimientos y preocupaciones que el resto de sus

compatriotas” (Clases privilegiadas 383). En otras palabras, los diferentes estados

sociales compartían las ideas proyectadas desde el púlpito, y veían con toda naturalidad la

intromisión de los eclesiásticos en todos sus asuntos, desde los cívicos hasta los más

íntimos, como veremos en otro bloque de sermones donde Cabrera acomete el tema del

matrimonio. En suma, las homilías de Cabrera son ejemplo de la labor pastoral del

predicador del siglo XVI como uno de los medios en que la institución eclesiástica

actuaba de forma rápida y espontánea en la sociedad mediante la enseñanza y el

adoctrinamiento.197

Ya entrando en la segunda materia de este Domingo, el anuncio de las bulas,

empecemos explicando cómo Cabrera había inaugurado este bloque de sermones, porque

el inicio lo conectará después con este tema. En el Salmo 77, refiere Cabrera, el rey

David canta la metáfora del “monte grueso” y “cuajado” de Dios (“Sermón primero,”

Introducción 594). El monte se metaforiza, a su vez, en el vientre de la tierra preñado de

todo lo bueno que ésta produce. El “monte de Dios” es Cristo, rebosante de bienes que se

expresan en su doctrina y en el que destacan dos cerros: la gracia y la sabiduría. La gracia

se simboliza en la sangre de la circuncisión de Jesús a los ocho días de vida, señal del sacrificio que iba a hacer por los hombres; y la sabiduría la mostró a los 12 años, como un “relámpago” dentro del silencio en que se mantuvo durante los 30 años previos a su

197 Otros medios eran las pláticas privadas y las catequéticas que desempeñaba el párroco. La pastoral del siglo XVIII es el tema de la tesis doctoral de Fernández Cordero: Pastoral y Apostolado de la palabra en el siglo XVIII: La reforma de la predicación en su dimensión práctica. En ella cita el artículo López-Cordón, donde se identifica el púlpito como “el único vehículo eficaz de comunicación social con anterioridad a la difusión de la prensa” (qtd. in XI-XIII). También hace referencia a Teófanes Égido (“La religiosidad colectiva de los vallisoletanos” y “el regalismo”) sobre la ausencia de una frontera clara entre lo religioso y lo temporal que afectaba a “todas las manifestaciones de la existencia” (qtd. in XII).

217

predicación. Estos dos cerros son la fuente de toda salud y remedio para el hombre; la

doctrina que emana de ellos es tanto “manjar sólido” para las almas perfectas como

“leche” para los principiantes.

En esta línea de pensamiento es donde se introduce, al final del sermón, la

petición de limosnas como ayuda a las guerras santas del rey. Aquí es donde entran en juego las bulas papales.198 La Iglesia católica, anuncia su ministro, ofrenda “hoy” un

“convite” a los fieles: “[o]fréceles los tesoros inestimables de los méritos y sangre de

Cristo, aplicados por el sumo pontífice, por vía de indulgencia y satisfacción; danos la sangre de Cristo hecha leche, por medios muy fáciles para vivos y para muertos”

(“Sermón primero,” Consideración quinta 602). Partiendo de la base de que el sacrificio de Cristo por los hombres es el único camino que da gracia para acceder al cielo, la

Iglesia transforma su sangre en “leche” para que pueda ser digerida con facilidad tanto por los vivos como por las almas del purgatorio. Dicho de otro modo, comprando las indulgencias papales, el cristiano podía ser eximido de las penas debidas a Dios por los pecados en la vida, antes y después de su muerte.

El Catecismo, la doctrina del Cuerpo Místico de la Iglesia y el dogma del

Purgatorio instituían el fin espiritual de las bulas. En el Catecismo, se dictaba que el pecado producía la culpa y la pena; la confesión era el único medio para quitar la culpa, mientras que la penitencia borraba la pena. De esta manera, según diversas situaciones que podían presentarse, el Papa podía otorgar el perdón por la culpa y quitar la pena con

198 Definición de bula, según la Real Academia Española: “Documento pontificio relativo a materia de fe o de interés general, concesión de gracias o privilegios o asuntos judiciales o administrativos, expedido por la cancillería apostólica y autorizado por el sello de su nombre u otro parecido estampado por tinta roja” (332).

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las bulas, mientras que el cristiano cumplía penitencia con el hecho de comprarlas. En la

doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, había una simbiosis espiritual entre la cabeza, que

era Cristo, y sus miembros vivos, que eran los fieles; por tanto, cualquier acción

individual repercutía en todo el cuerpo social. Por último, en el dogma del Purgatorio se

decretaba que los hombres tenían que sufrir tormentos, después de muertos, por causa de

la pena.

Pero, en la emisión de bulas también residía el fin económico; éste fue creciendo

con motivo de las guerras de la Contrarreforma contra los herejes, de tal forma que en el

siglo XVI se terminó tendiendo más al dinero que al reclutamiento de voluntarios,

llegándose a promulgar bulas tres veces al año (Benito Rodríguez 21-33; Goñi 502).

En este sermón, Cabrera anuncia tres bulas: la de Cruzada, la de Composición y la

de Difuntos. La Bula de Cruzada199 concedía indulgencias a los que iban a la guerra

contra los infieles o ayudaban a los gastos con limosnas.200 La Bula de Composición la

daba el comisario general de Cruzada a los que poseían bienes ajenos sin constar quién

era el dueño de ellos.201 La Bula de Difuntos era de indulgencia plenaria y libraba a las

almas del purgatorio.202

199 La Bula de Cruzada fue una concesión hecha a los protagonistas de la guerra santa en la Península Ibérica, y fue transformada en Cruzada por la bula de Alejandro II en 1064, en la cual se aprobó la lucha contra los sarracenos concediendo la indulgencia plenaria a todos los que participaron en ella (Benito Rodríguez 35).

200 “Tres bulas se os dan: una de cruzada; ésta no es bula de por fuerza, no hay para qué encarecerla: absolución a culpa y a pena una vez en la vida y otra en la muerte” (“Sermón primero,” Consideración quinta 602).

201 “La segunda bula es de composición: ésta, a quien la ha menester, demasiada honra le hacen, que de bienes mal habidos, inciertos, cuyo dueño no se sabe, por dos reales se componen en cinco mil maravedís, y así, tomando más bulas, hasta cien mil; si fuese más cantidad han de acudir al reverendísimo Comisario general, y vales esta composición con que no se haya mal ganado este dinero, con esperanza de tomar esta bula, porque habiendo esta fraude, toda se ha de aplicar a la santa Cruzada” (“Sermón primero,” Consideración quinta 602-03). 219

A partir de la concesión, en 1482, de la Bula de la Cruzada por el Papa Sixto IV con el propósito de ayudar a los Reyes Católicos en la reconquista de Granada, ésta, según Benito Rodríguez, “se convirtió en un medio extraordinario del que los monarcas españoles no sabrían prescindir” (21). Pero, como apunta Domínguez Ortiz, fue Felipe II el que organizó de una manera sistemática la explotación económica de la Iglesia, haciendo de la Bula de la Cruzada un “ingreso regular y copioso, que se extendió a

Indias” (Antiguo Régimen 226). Hay que tener en cuenta que en los últimos años del reinado del emperador Carlos V la situación financiera era insostenible y que los tesoros de las Indias estaban embargados. Consecuentemente, debido a que Felipe II inauguró su reinado en 1557 con una quiebra estatal, una de sus metas primordiales fue el

“robustecimiento” de la Hacienda Real. La política con los Papas fue fundamental en este sentido, de los cuales consiguió la regularización de la Bula de la Cruzada junto con la obligación del Clero de contribuir económicamente a través del Subsidio eclesiástico y del Excusado (Domínguez Ortiz, Antiguo Régimen 296-99).203

La necesidad de dinero del rey para la guerra contra los infieles se hace palpable en estos sermones, de tal forma que obliga al ministro sagrado a modelar los temas del evangelio dado por la liturgia para cumplir con esta obligación:

Mas porque la santa Cruzada no da lugar a proseguir esta historia acerca del tema (que es la respuesta que dio Cristo a su madre: ¿Para qué me buscábades? ¿No sabíades que me conviene estar en los negocios de mi padre?), trataré dos cosas: que bien se pagan el Padre y el Hijo: el Padre en

202 “La tercera bula es para difuntos: si tenéis allá alguno que os duela, no seáis tan escaso que no le apliquéis esta indulgencia plenaria con que le saquéis del purgatorio, si acaso está detenido en ellas” (“Sermón primero,” Consideración quinta 603).

203 El “Subsidio,” otorgado por Pío IV, era una contribución anual, y el “Excusado,” de Pío V, era el producto del diezmo de la finca más rica de cada parroquia (Domínguez Ortiz, Antiguo Régimen 226).

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amar al Hijo y a todo lo que le toca; el Hijo en obedecer al Padre y hacer sus negocios, que son los de nuestra salud. (“Sermón segundo,” Introducción 603-04)

Así tenemos que Cabrera prescinde expresamente de desarrollar ciertas partes del evangelio y, en cambio, decide tratar mejor las que se puedan vincular con la cruzada.

Por tanto, prosigue Cabrera, el hecho de quedarse Jesús en el templo por tres días demuestra el mutuo entendimiento y amor entre Padre e Hijo: Jesús siempre anteponía los asuntos que el Padre le había encomendado (el remedio salvífico de los hombres) a todo lo demás.

Entonces, la conexión que establece Cabrera entre el evangelio y la predicación de la cruzada radica en la comparación, por boca de David,204 de las acciones de Cristo en la tierra con las de un “grueso ejército.” El rey bíblico “nos pinta la amorosa vista con que el Padre eterno mira a su Hijo” como también los “bienes” que resultan a los hombres: los fieles forman este ejército en un “campo lucidísimo,” que es la Iglesia; su capitán es Cristo que obedece a un rey, Dios; y los “despojos” de la guerra son los

“méritos infinitos” de Cristo que se reparten entre los fieles. Es en este sentido, como afirma el predicador, que Dios justifica al pecador por los méritos de Cristo, esto es, ama al pecador a través de Cristo: la sangre mezclada con el agua del costado de Cristo “lavó las almas de las manchas de sus culpas.” Éstas son las “arcas” de donde “saca la Iglesia cada día riquezas a manos llenas, sin temor de jamás agotarlas.”

Éste era el origen de las bulas y aquí radicaba el valor de las indulgencias. El vocabulario y las imágenes de las Sagradas Escrituras iban bien con la mentalidad y la situación histórica en que se pronunció y escribió este sermón: las guerras religiosas. Este

204 Salmo 67: “Rey de los ejércitos, del amado del amado y a la hermosura de la casa repartir los despojos” (“Sermón segundo,” Consideración primera 604). 221

contexto lo veremos con más detalle en otro bloque de sermones de la Epifanía, donde el

predicador acometerá de una forma más específica y concreta el apoyo que el rey necesita de sus súbditos.

Octava de la Epifanía de nuestro Salvador

El evangelio de estos dos sermones es San Mateo, capítulo 3, que vuelve a las

figuras de San Juan Bautista y de Jesucristo, pero esta vez para centrarse en el misterio

del sacramento del bautismo: San Juan preparó a los hombres para recibir el bautismo y

hacer penitencia; y Cristo, al ser bautizado por San Juan, limpió las aguas infectas de

pecadores del Jordán e instituyó el sacramento después de que Él mismo bautizó a San

Juan.205

En el Salmo 131, David canta la revelación de Dios sobre la Encarnación de su

Hijo como promesa hecha a su estirpe: “[a]llí (esto es, en Sión o en el alcázar y real palacio de David), allí, dice Dios, le haré brotar y nacer el cuerno a David, una candela tengo aparejada a mi Cristo” (“Sermón primero,” Introducción 619). El “cuerno” de

David es Cristo y tiene varios significados: es “símbolo de alteza espiritual,” “señal de fortaleza,” “reino firme y durable” y “abundancia”; es, finalmente, la “cornucopia de todos los bienes” de la que los mortales participan.

Este “secreto” fue revelado a los hombres por San Juan: “su oficio fue manifestar a Dios abscondido y disfrazado con el traje de pobre y apariencias de pecador” (“Sermón primero,” Introducción 619). De tal forma que el encuentro de los dos en el Jordán es el

“paso de más devoción en el evangelio,” puesto que simbolizó el casamiento de la Iglesia

205 “Tunc venit Jesus a Galilaea in Jordanem ad Joannem, ut baptizaretur ab eo” (San Mateo, 3, 13). “Entonces Jesús fue de Galilea al Jordán para que Juan le bautizara” (La Santa Biblia).

222

con el Esposo después de una larga ausencia (“Sermón primero,” Consideración segunda

622). De esta manera, el primer bautismo sacramental fue el de San Juan, que contenía en

sí tres bautismos: el exterior con el agua; el interior del Espíritu Santo, que justifica al

pecador; y el del martirio, que es la sangre de los mártires en testimonio de esta verdad

(“Sermón primero,” Consideración tercera 624).

El predicador insiste en que Cristo con su muerte dio vida a los hombres: su

sangre fue el bálsamo que curó las heridas; el agua de su costado lavó las mancillas; con

su poder divino, en definitiva, dio la libertad al hombre. Esta doctrina viene simbolizada

por un episodio del Antiguo Testamento: por mandato de Dios, Moisés puso a la entrada

del tabernáculo agua y espejos para que, antes de hacer su oficio, los sacerdotes viesen en

los espejos las mancillas de sus rostros y, con el agua, se las lavasen. De la misma forma

Cristo, al principio de su predicación y a “la puerta de la Iglesia,” puso delante de los

fieles agua y espejos. El espejo del cristiano es la vida y las obras del Redentor, mientras

que el lavatorio de las manchas es el bautismo sacramental (“Sermón segundo,”

Salutación 627). Por añadidura, la salud que proporciona el bautismo es “eterna” y

“general”; es decir, es “universal” para “todos estados, naciones y suertes de gentes”;

“todos tienen igual derecho si obedecen” (“Sermón segundo,” Introducción 628); y un poco de agua es el medio de que se vale Dios para comunicar esta salud. Entonces, sigue

instruyendo el predicador, en el misterio del bautismo, los cristianos imitan a Cristo en su

muerte y sepultura; por esa razón, se echa en la ceremonia tres veces agua, por los días

que estuvo muerto en el sepulcro. Además, de la misma forma que Cristo era la estatua

del pecador, es decir, no era pecador sino que tenía la carne del pecador, igual los

hombres mueren en estatua a través del bautismo (“Sermón segundo,” Introducción 629).

223

Según estas enseñanzas doctrinales, Cabrera educaba sobre este sacramento desde

una perspectiva salvífica, al explicar sus efectos y propiedades saludables.206 En cuanto a

su aplicación moral, las acciones de Cristo en el Jordán enseñan que, primero, igual que

Cristo escogió al mejor ministro para ser bautizado, es deber del cristiano buscar al mejor

sacerdote para la salud de su alma:

[A]gora que falta la simplicidad y sobra la codicia, y la malicia anda más aguda y delicada que nunca, están los tribunales llenos de hombres y los templos vacíos. Los hombres de ingenio, de letras, de sustancia, empleados en averiguar calumnias y marañas de pleitistas, y los de poco momento se retiran a las iglesias para curas de almas. Algunos hay buenos, pero son pocos; y por eso digo que es menester buscarlos. (“Sermón segundo,” Consideración segunda 632)

San Pablo decía, refiere Cabrera, que los “hombres de letras y de valor” no debían

ocuparse de cosas de tan poca importancia como los pleitos y “negocios temporales”;207 y así ocurría en la Iglesia primitiva cuando los templos estaban llenos y los tribunales vacíos. En cambio, el panorama que describe Cabrera de sus tiempos es el contrario: la codicia y la malicia hace que muchos hombres preparados se dediquen a litigios judiciales, mientras que los no muy avisados (“los de poco momento”) son los que toman el oficio de “curas de almas”;208 es decir, los párrocos de las iglesias. Éstos son los

“ciegos y cojos” que impedían la entrada del rey David en Jerusalén; son los “sacerdotes

206 Fernández Cordero analiza en su tesis doctoral la perspectiva negativa y de temor religioso que enseñaba la pastoral del sacramento del bautismo en el siglo XVIII. Entre las dificultades que había para transmitir al pueblo su significado teológico más profundo, hace notar el carácter esporádico del tema en la predicación ordinaria, de tal forma que no podía contrarrestar el mensaje más dramático de la catequesis básica: la absoluta necesidad del bautismo (453-76).

207 Corintios, I, 6.

208 Según la Real Academia Española, el cura de almas es el “cargo que tiene el párroco de cuidar, instruir y administrar los sacramentos a sus feligreses.” Como segunda acepción es la “responsabilidad que tiene el sacerdote respecto de los fieles que han sido confiados a su ministerio” (627).

224

ignorantes” que no deberían ser admitidos en los templos porque “ni ellos entran en el

cielo ni dejan entrar a otros” (“Sermón segundo,” Consideración segunda 632).

Dijimos en su momento que el objetivo de la institución eclesiástica era la de

difundir la doctrina cristiana lo más extensamente posible, y que la buena catequesis del pueblo y la administración de los sacramentos eran fundamentales para completar su programa evangélico. En este sentido, Cabrera, como ministro eclesiástico, se esfuerza en hacer cumplir esta prerrogativa tridentina. En base a esto, y debido a las deficiencias de las parroquias en la instrucción y administración del sacramento, destaca en estos sermones la intención pastoral del dominico al hacer una predicación catequética doctrinal dentro del sermón ordinario.209 Esto explica que Cabrera no dramatice sobre la

necesidad de recibir el sacramento inyectando temor religioso en el auditorio, sino que

simplemente adoctrine sobre qué es el bautismo y por qué lo instituyó Cristo. Por otro

lado, si en otros sermones la censura a los prelados es directa, aquí aparece de una

manera implícita pues, al fin y al cabo, eran los responsables de la admisión de

sacerdotes.210 La solución que propone Cabrera ante esta penosa situación es la

responsabilidad del fiel en buscar para sí mismo un buen cura de alma, puesto que de ello

dependía su salvación.

209 Fernández Cordero enfoca la tipología de sermones según la intención pastoral. Así tenemos que la predicación ordinaria sería el sermón, y podría contener diversos rasgos según la finalidad concreta; la predicación catequética, llamada “doctrinas,” tenía la finalidad pastoral de la enseñanza de la doctrina; y la predicación particular, las “pláticas,” eran sermones dirigidos a un grupo específico (LIX-LXII).

210 Caro Baroja menciona las quejas abundantes de seglares y frailes sobre el exceso de “gente de iglesia”; se creía que ésta era la causa de que proliferaran los abusos (183). Por otro lado, Fernández Cordero trata de las constantes denuncias acerca del “abandono y desidia” de los curas de almas, lo cual suponía una resistencia a Trento dentro de la misma Iglesia (XVII).

225

La segunda enseñanza que debe aprender el cristiano a partir de las acciones de

Cristo es que, igual que Él fue al Jordán, que estaba lleno de pecadores, el fiel es el que

tiene que ir a la iglesia a honrar a Dios:

Veis aquí lo que usa agora en el mundo; que aun para daros salud del alma queréis que el profeta de Dios y aun el Señor del profeta salga a vos y vaya donde estáis. Que muy bien parece el caballero y la señora, y la viuda, y el muy honrado, cuando no está legítimamente impedido, venir a la iglesia a oír misa y sermón, y no desdeñarse de comulgar en compañía de los pobres. ¿Por qué habéis de tener por caso de menos valer de tener al lado a aquellos a quien Dios tiene por dignos de sentar a su mesa? Y no es mucho que toquen vuestra ropa, pues comen la carne de Cristo, ni queráis se os dé a vos solo el cuerpo que fue por todos crucificado. Cristo viene en compañía de pecadores a recebir el baptismo de su criado. (“Sermón segundo,” Consideración segunda 632)

Cabrera denuncia en la selección, con su aguda ironía, la costumbre de las familias privilegiadas de llamar al sacerdote a las casas para no tener que mezclarse con los pobres a la hora de comulgar en la misa.211 Este hábito contradecía la “estrecha

amistad” que debían tener todos los miembros del cuerpo místico de la Iglesia, y evitaba

el que los ricos dieran limosnas al experimentar con su vista las necesidades de los

pobres. Por el contrario, San Juan y Cristo surgen en este evangelio como modelos de humildad, único camino para obtener las demás virtudes; de ahí que Jesús la llamara

“toda justicia.” Él la mostró a los hombres en tres momentos principalmente: en “la

cátedra del pesebre,” en “el púlpito del Jordán” (porque predicaba con sus obras), y en “el

trono de la cruz” (porque allí triunfó su reino) (“Sermón segundo,” Consideración quinta

634).

211 Esta forma de actuar, en cambio, estaba respaldada por las leyes promulgadas a mediados del siglo XVI sobre los pobres, que animaban a la sociedad a que se distanciara de ellos de una forma emocional, racional y física (Cruz 45). 226

Domingo primero después de la Octava de la Epifanía de nuestro Salvador

Tenemos aquí un caso parecido al bloque anterior: lo integran dos sermones sobre

el episodio del evangelio de las bodas de Caná (San Juan, capítulo 2),212 que da pie al

predicador a tratar el sacramento del matrimonio con el fin de afianzar la catequesis del

pueblo.

En el evangelio, Jesús y la Virgen van a una boda acompañados de los discípulos,

durante la cual falta el vino. La Virgen avisa a su Hijo, y Él lo remedia transformando el agua en vino. Éste fue el primer milagro de Jesucristo, y lo hizo, explica el predicador,

para que creyeran en Él sus discípulos y, también, por ser una petición de su Madre.

La presencia de Cristo en unas bodas parecía romper con la imagen del Mesías

únicamente dedicado a la obra de la redención; 213 pero este episodio de su vida sirvió,

interpreta Cabrera, para “tapar la boca de algunos herejes, que, como San Pablo profetizó,

habían de prohibir este santo estado” (“Sermón segundo,” Introducción 650). Debido a

los ataques de los protestantes contra el matrimonio católico, durante el siglo XVI, este

episodio bíblico cobró importancia en la predicación. Simultáneamente, el delito de la

sexualidad fuera del matrimonio oficial se transformó en un pecado más grave, hasta el

punto que la Iglesia y la Inquisición empezaron a tomar cartas en el asunto de una manera

judicial (Bennassar, Inquisición española 271-94).

El Concilio de Trento estableció el matrimonio como sacramento, y proclamó el

derecho de la Iglesia de fijar sus reglas. Bennassar interpreta este hecho como

212 “Nuptiae factae sunt in Cana Galilaea, et erat mater Jesu ibi” (San Juan, 2). “Tres días después hubo una boda en Caná de Galilea, en la que estaba la madre de Jesús” (La Santa Biblia).

213 Fernández Cordero advierte la necesidad de los predicadores de justificar la asistencia de Jesús a las bodas, puesto que chocaba con la imagen de un Jesús apartado de la profanidad del mundo (498).

227

consecuencia del proceso de “clericalización” de la sociedad, que había comenzado ya en

el medievo: “el control eclesiástico se hace omnipresente, no sólo en el plano de los

principios sino también en el de la ejecución material de la ceremonia” (Bennassar,

Inquisición española 273). En este estado de cosas, el Catecismo Romano introdujo las

regulaciones del Concilio: la interpretación eclesiástica del estado del matrimonio fue la

que se transmitió a la sociedad a través de la catequesis y de la predicación regular, y su

principal objetivo fue modelar la conducta conyugal desde un punto de vista más moral

que espiritual. Ésta es la mentalidad que yace en Cabrera cuando explica que la presencia

de Cristo en las bodas era importante porque fue una manera de elevar el estado de

matrimonio instituido por Dios desde los primeros padres.

Conjuntamente, había un problema intrínseco, desde el punto de vista eclesiástico, en este estado. Fernández Cordero ha señalado que las explicaciones de la presencia de

Cristo en las bodas de Caná desde los Santos Padres ya daban indicios de la visión negativa que se tenía del matrimonio. La razón la refiere el mismo Cabrera: “no hace lo que debe quien no lo estima por estado santo y santificado. En otros estados de la Iglesia

no es muy dificultoso dar a entender a los que les toman la santidad que requieren,

porque la traen escrita en la frente” (“Sermón segundo,” Introducción 650). Los mismos

hábitos de los sacerdotes y monjas rebelaban la santidad de su estado; en cambio, el

matrimonio, a pesar de ser el estado más antiguo y extendido, no era el mejor. La doctrina de San Pablo marcaba la pauta de esta idea, cuando proclamó la virginidad como el estado de mayor virtud:

[E]n el estado del matrimonio, y más en los días que vivimos, donde resfriada la caridad tanto ha crecido la concupiscencia, muchísima dificultad hay de persuadir a los hombres prácticamente que es estado santo que pide santidad en los que le reciben. Bien creen que es uno de los 228

siete sacramentos, pero que en particular ni ellos ni ellas piensan que es menester estar en gracia para tomar el estado que toman, y que así pecan mortalmente y hacen un gravísimo sacrilegio casándose, si no están en gracia, como si comulgasen. (“Sermón segundo,” Introducción 651)

Cabrera llama la atención a la práctica de prescindir de la confesión antes de contraer nupcias. Esto era inadmisible porque, como puntualiza el predicador, el matrimonio como estado era indisoluble y, como sacramento, otorgaba santidad

(“Sermón segundo,” Introducción 650); esto es, daba gracia a los contrayentes como a hijos de Dios. Consecuentemente, el no ponerse a bien con el Padre era sacrilegio de igual manera que lo era el comulgar sin confesarse. Además, aunque uno de los fines cristianos del matrimonio era el remedio de la concupiscencia, los esposos debían tener

en cuenta otros fines: la compañía mutua y la procreación de hijos educados en el

cristianismo (Fernández Cordero 503). Esto se ejemplificaba en la predicación (y de

hecho aparece en este sermón) con el relato de la historia de Tobías y Sara, que pasaron

las tres primeras noches de boda rezando antes de consumar el matrimonio. Por el

contrario, el “vulgo de los cristianos,” como los llama Cabrera, se casan como los

caballos o los toros: “para sólo cumplimiento de sus apetitos” (“Sermón segundo,”

Introducción 650). En otras palabras, el estado de matrimonio mal entendido llevaba inherente el peligro de condenación.

Cabrera no se detiene mucho en los ritos del matrimonio --según Férnandez

Cordero era lo común en la predicación--; sólo recuerda al público de la necesidad de cumplir con las “amonestaciones,” o publicidad de los desposorios, por ser uno de los

229

preceptos del Concilio que más afectaba al orden social. 214 En relación a este precepto

tridentino emerge, en el sermón, la consecuente reprobación de los matrimonios

clandestinos:

Nunca queréis vosotras, que deseáis ser engañadas y forzadas siempre (como si esto excusase vuestra culpa) entender esta doctrina; ni bastan para escarmentaros los astrosos y desastrosos sucesos que de casamientos hechos por rincones y por zaquizamíes, como los de gatos, vemos cada día. Por maravilla sucede, sino a cabo de mil años, casamientos clandestinos tener sino tristes y desventuradas salidas. (“Sermón segundo,” Consideración primera 652)

El predicador está aludiendo a los supuestos “raptos” que sufrían algunas mujeres

por parte de sus amantes, al sacarlas en secreto de sus casas para casarse

clandestinamente y que, por no cumplirse posteriormente las promesas, terminaba

muchas veces el caso en los tribunales. Esta situación vergonzosa hace que el predicador

haga un comentario irónico sobre las motivaciones de las mujeres burladas: “[p]ues ya las

que por pleitos piensan sacar sus maridos, ¿qué vida entienden hacer con ellos, que traen

al matrimonio como a la galera o al remo? Ni aun por esclavo querría quien me hubiese

de servir por fuerza” (“Sermón segundo,” Consideración primera 652).

Además de un problema de control religioso, los matrimonios clandestinos tenían

implicaciones sociales como eran las poligamias. Esto afectaba a las familias, motivo por

el cual exigían controlar los desposorios de sus hijos (Bennassar, Inquisición española

272). Para solventar este problema, los preceptos del Concilio dictaron que los

desposados pasaran de ser ministros de su propio matrimonio a ser meros “receptores”

del mismo (Fernández Cordero 514).

214 “[E]l santo Concilio así lo quiere, que intervenga aquí ministro, como en los demás sacramentos, y dos testigos por lo menos, con que se pueda probar, anulando todos los contratos que sin esta solemnidad y publicidad se hicieren” (“Sermón segundo,” Consideración primera 652).

230

Las celebraciones de las bodas también son un tema que interesa al predicador: el

asistir Cristo a las de Caná fue un ejemplo vivo de la buena compañía que debe haber en

las festividades. El carácter profano que percibían los eclesiásticos en las bodas, junto

con el despilfarro desmedido, fue causa de una fuerte crítica.215 Con esto se demostraba

la falta de temor de Dios y, además, era un mal ejemplo a la recién casada. Éste es, precisamente, un punto que le importa desarrollar al dominico por sus implicaciones

morales: la educación de la bien casada.

A este respecto, Cabrera advierte que la costumbre de dar madrinas de boda a las

novias venía del papel educador de estas señoras, las cuales debían: “enseñarlas aquellas

cosas que para ser bien casadas les cumple saber.” Las cualidades de las buenas madrinas

son ser “honestas,” “ancianas,” “cuerdas” y “templadas en el beber”; estas características

eran requisitos que proporcionaban una correcta educación a las doncellas:

Y mostrar a las más mozas prudencia, que se moderen, que se reporten, que no hagan excesos, que amen a sus maridos, quieran bien a sus hijos; sean prudentes en su hablar, castas en su vivir, templadas en su conversar, caseras, amigas de su casa, hacendosas, bien condicionadas, sujetas a sus maridos, porque el Evangelio de Dios no sea blasfemado. Estas son las costumbres de las recién casadas cristianas. (“Sermón segundo,” Consideración segunda 653)

El comportamiento de la Virgen en las bodas de Caná cumple con las

características aquí expuestas. Al mismo tiempo, la teología de San Pablo y Cristo deja

sin lugar a dudas las responsabilidades que ambos cónyuges se debían: “amor que el

marido tenga a la mujer como a parte suya, y temor y reverencia que la mujer tenga como

a su todo” (“Sermón primero,” Consideración segunda 642). El amor total del hombre a

215 “Pero ha podido el demonio en introducir en los casamientos las disoluciones que pasan, de los deshonestos juegos, las torpes y viles representaciones (y aun en mi conciencia que se nos han colado las misas nuevas y aun no están muy libres las profesiones y velos de monjas), que se tiene por gran indecencia hallarse un hombre grave y religioso en una boda” (“Sermón segundo,” Consideración segunda 652). 231

la mujer, y la sumisión también total de ésta al hombre responden a la interpretación del

significado simbólico del matrimonio de Cristo con su Iglesia (inscrita en Corintios I, 2,)

con el lema “igual que Cristo amó a su iglesia:”

Porque el marido es cabeza de su mujer, como Cristo lo es de la Iglesia. ¿En qué está esa semejanza? En que Cristo es Salvador de su cuerpo místico, que es la Iglesia. Ipse est salvator corporis ejus. Y así el marido es salvador de su mujer, amparándola, aconsejándola, sustentándola, enseñándola, aconsejándola. (“Sermón segundo,” Consideración tercera 653)

La responsabilidad del marido, como cabeza de la mujer, es el de protector y sustentador de sus necesidades, al igual que Cristo lo hace por su Iglesia. La mujer, como representación de la Iglesia, debe responder con las siguientes obligaciones:

Súbditas, rendidas, no en esto o en lo otro, sino in omnibus. En todo y por todo; en todas sus acciones, salidas, visitas, pláticas, gastos, limosnas, penitencias, oraciones, nada ha de hacer ni intentar contra la voluntad de sus maridos, como ellos no se aparten de la de Dios; en todo lo que no fuere pecado han de obedecer. Como el cuerpo no menea pie ni mano sin el gobierno de la cabeza, de quien se deriva a los miembros la virtud motiva, así la mujer, sin orden de su marido, que es su cabeza, no se ha de menear, sino ajustarse a su gusto y tenerle por arancel de su vida. En pago desta obediencia que se manda a las mujeres, se pone ley de amor a los maridos. (“Sermón segundo,” Consideración tercera 654)

En la doctrina del cuerpo místico aplicada al estado de matrimonio, la mujer era el miembro del marido y, por tanto, era su obligación obedecerle en todo lo que no fuera contra la ley de Dios. A cambio de ello, era ley que el marido amara a la mujer. Este amor no era romántico, sino que estaba basado en la amistad sin ningún tipo de interés.

Es decir, para el matrimonio cristiano no debía contar la dote ni la belleza de la mujer; en cambio, se instaba a que se buscaran las virtudes cristianas a la hora de elegir desposada, en base a la idea de que la mujer era la columna firme en que se apoyaban las buenas costumbres del matrimonio.

232

En resumidas cuentas, desde la perspectiva eclesiástica, la aplicación del sentido

simbólico del matrimonio de Cristo con su Iglesia al terrenal es lo que dio dignidad a este

estado, puesto que representaba una realidad sobrenatural. No obstante, al mismo tiempo,

afectó tremendamente al modelo matrimonial que se fomentó desde el púlpito, basado en

la total desigualdad (Fernández Cordero 502). Sin embargo, no podemos olvidar que

dicha desigualdad era amortiguada, desde el púlpito, con el modelo de caridad paulina: el

hombre estaba por encima de la mujer, pero también sus obligaciones eran superiores.

Concretamente, según expone Cabrera, el hombre tenía el compromiso de honrar

a la mujer con obras y palabras. Es aquí donde empieza una instrucción de consejos

prácticos que modelan las actitudes de ambos esposos en pro de una moralidad. Así, por

ejemplo, dice: “¿Sabes tú que le das enojo a tu mujer jugando? Estás obligado a no jugar;

por la ocasión que das a su flaqueza de ofender a Dios. -Ese es mi contentamiento, y

recibo en eso gusto.- Obligado estás a crucificar tu gusto y tu contento por el amor que

debes a tu mujer” (“Sermón primero,” Consideración segunda 643). Otro ejemplo es que,

conociendo la naturaleza de las mujeres, el marido evite discusiones demasiado

acaloradas; así les advierte:

Sus armas de la peor son la lengua, y cuando más arde su ira no sube de palabras. Esas son sus armas ofensivas, y con otras ni saben ni pueden empecer. Si eres hombre tú, ríete de sus palabras, no hagas caso dellas, déjala decir, que no te quiebra el brazo ni te lastima más de lo que tú te quisieres sentir dello o dar por ofendido. Toma tu capa y vete por ahí un rato, hasta que hierva aquella ira, que en un hervor se acaba y no hay más; y de aquí a media hora la hallarás mansa y apacible, y para que haga sin repugnancia lo que tú mandares. (“Sermón primero,” Consideración tercera 645)

La buena armonía de la casa dependía del hombre por ser la cabeza y por tener la capacidad de mando, de tal forma que, en esta sociedad, la venganza sólo podía existir

233

entre hombres. De hecho, cuando el predicador acomete el tema de los maridos que

maltratan a sus mujeres no puede esconder su enojo e indignación:

¿Qué ejemplo das a tu familia? ¿Qué respeto quieres que le tengan tus criados o tus esclavos, viéndola tratada peor que los tratas a ellos? ¿Qué ejemplos das a tus hijos? ¿Cómo quieres que obedezcan a quien delante dellos desprecias, honren a quien afrentas, amen a quien aborreces, teman a quien tú tan sin respeto tratas? ¿Cuál puede andar tu casa y tu familia cuando hay tales y tan públicas entre los quicios della? ¡Qué de chismes! ¡Qué de parcialidades! ¡Qué de testimonios, siguiendo los más un partido y los otros el contrario! ¿Cómo te puedes sentar a la mesa con quien has traído por la ceniza? ¿Qué piensas que dice de ti quien tal sabe? Y sábelo toda la vecindad. Ten mala vergüenza de ti y de tu poquedad, que a ti haces la afrenta y a ti te deshonestas y deshonras, si lo entiendes bien. Dios por su misericordia te dé a entender el mal que haces, y a tu mujer paciencia para que no se pierda. (“Sermón primero,” Consideración segunda 644)

En la visión del predicador, el maltratador va contra la ley de Cristo, pues sus acciones son síntoma de falta de caridad y menoscabo del buen ejemplo que es obligado a dar a todos los miembros de la familia (tanto a los hijos como al servicio). Por añadidura, su comportamiento lleva al escándalo en el vecindario y a la murmuración, poniendo inclusive en peligro la salvación de su mujer, al ser tarea difícil el cumplir con un mal marido. En definitiva, un sujeto así pierde el crédito frente a la institución eclesiástica,216 tal es el caso que, al exaltarse durante la reprensión, el predicador dominico pide disculpas en la siguiente Consideración:

Y a este propósito decíamos de la maldad que cometen contra Dios y su Iglesia y contra la buena policía y costumbres de hombres honrados quien pone las manos en su mujer. Y aunque a mí no me iba nada, ni hablaba en particular con alguno, todavía la gravedad del caso me hizo enojar, y dije

216 “Por cierto que quiero decir aquí una cosa que pasa en mí: que ninguna de cuantas un hombre casado puede hacer es bastante para que pierda su crédito conmigo, y creo que con cualquier hombre de pro, que saber que dice malas palabras o hace con obras ruin tratamiento a su mujer. Paréceme que formo dél un concepto el más vil, o del hombre más vil y más abatido y apocado y sucio, que de cuantas cosas se me pueden decir. Y que había de haber leyes en la República donde a los tales castigasen con penas gravísimas y afrentosísimas” (“Sermón primero,” Consideración segunda 644).

234

algunas palabras quizás más ásperas de lo que fuera razón. Agora, sin pasión, y sin cólera y enojo, volviendo a lo que tratábamos, digo que es grandísima vileza y poquedad que un casado ponga las manos en su mujer, y cosa por la cual los demás que honestamente tratan aquel estado, parece que estaban obligados a tenerlos como por descomulgados de su conversación. (“Sermón primero,” Consideración tercera 644)

La “gravedad del caso” produce la exasperación del orador sagrado, y sus disculpas al auditorio masculino son reveladoras con respecto al terreno de la actio. En este sentido, el pedir perdón funciona como un testimonio que ilumina cómo durante la reprensión, el predicador subía el tono de voz y cambiaba el modo de entonación

(expresada en el sermón escrito con exclamaciones e interrogaciones), y todo esto junto con los movimientos del cuerpo y la gesticulación de la cara. Además, el hecho de repetir la misma denuncia con un tono diferente en la siguiente Consideración, dice mucho sobre el decoro del orador, pero sin perder la fuerza y autoridad que exigía Trento en la imposición de la nueva moral.

Por otra parte, éste es un caso único de reprensión en todo su sermonario, pues se invierte el orden en que aparece la crítica social. El primer sermón es el que profundiza en los consejos prácticos de ambos cónyuges, y es cuando aparece la reprensión a los malos maridos, mientras que el segundo sermón se dedica más al simbolismo de Cristo con su Iglesia y a las prerrogativas del Concilio. Ya al principio del primer sermón había anticipado unas disculpas diciendo que no pretendía ofender a nadie, sino “aprovechar y enseñar y corregir a todos en común.” Cabrera sabía que tenía que acometer un asunto extremadamente grave, y que muchas personas asistentes podrían sentirse aludidas, pero la urgencia social y la moral del pueblo marcaban las pautas de su predicación.

235

Domingos segundo, tercero y cuarto después de la Octava de la Epifanía de nuestro Salvador

En estos últimos domingos de la Epifanía, los evangelios y las imágenes se explican en función del tema primordial de estos cinco sermones: la herejía y la Bula de la Cruzada.

El evangelio del Domingo segundo, San Mateo, capítulo 8,217 donde Cristo cura a un leproso, sirve para introducir el tema de la herejía. El predicador va describiendo con gran detalle los síntomas de la enfermedad, y cómo va pudriendo la carne y los órganos internos hasta constituir una horrenda vista para los demás:

Piérdese primero el color y la buena tez del rostro con aquel color aplomado por unas partes y descolorido de amarillo, y por otras quemado de encendido en un color de sangre corrompida: hínchase el rostro, cómense los ojos, las orejas y narices, púdrense interiormente los huesos y hay en todos ellos dolores; corrómpense los miembros interiores, como el pulmón y el hígado y las entrañas, y de ahí vienen a oler pestilencial; mente en anhélito, y a ser cosa insufrible ver a un hombre antes podrido que enterrado, comido en vida y no entregado a la sepultura. (“Domingo segundo,” Consideración primera 659)

La lepra es tan contagiosa, sigue el predicador, que “las buenas policías mandan apartar a los tales enfermos en casas fuera de las ciudades y poblados.” La descripción física de una enfermedad tan repugnante ilustra y sirve de contexto para introducir los síntomas, características y efectos que producen los pecados en el cuerpo social. Así tenemos que el “leproso espiritual,” o pecador católico, es aquel en el que sus diferentes partes del cuerpo están tan enfermas que sólo funcionan para hacer el mal y que nunca

217 “Cum descendisset Jesu de monte, secutae sunt eum turbae multae, et ecce leprosus, veniens, adorabat eum dicens: Domine, si vis, potes me mundare” (San Mateo, 8). “Cuando bajó del monte, lo siguieron las multitudes. En esto se le acercó un leproso, se puso de rodillas ante él y le dijo: ‘Señor, si quieres puedes limpiarme’” (La Santa Biblia).

236

aprovecha el sermón.218 Pero hay aún una lepra espiritual peor, la “lepra pestilencial”;

ésta es la herejía de la que están infectadas sin remedio “Inglaterra,” “Berbería,”

“Alemania” y “África.” Cristo, aclara el predicador, tiene el poder de sanación, pero la

“soberbia, aquel no querer adorar a Cristo y arrojarse a sus pies, ni a sus vicarios que él

en la tierra tiene, es la causa potísima de su perdición” (“Domingo segundo,”

Consideración segunda 660).

Por este motivo, asegura Cabrera, a un hereje se le reconoce en seguida: es aquel

que “desvergonzadamente es en sus culpas incorregible”; “aquel no pasar por lo que

pasan los otros, aquel sacar novedades a las plazas, nuevas doctrinas, opiniones de su

propio celebro, nunca por nadie hasta ellos inventadas” (“Domingo segundo,”

Consideración tercera 661). La falta de caridad es lo que les hace soberbios, y lo que les

hace perder la fe poniéndoles un “color diverso”219 en la tez, diferente al que se halla en la Iglesia. Ésta es la señal que debe poner en guardia al cristiano verdadero para no

contagiarse: “hombres por una parte muy santos y por otra muy sensuales”; hombres de

“carne desigualada.” Este desequilibrio espiritual, con respecto a la fe, avisa al cristiano

del peligro, ante el cual dicta la Iglesia que no deben juzgar, sino temer y denunciar

(“Domingo segundo,” Consideración cuarta 662).

218 “Nunca se me abren los ojos, sino para ver lo vedado; ni están patentes mis orejas, sino para que entre por ellas la muerte y el saber los malos ajenos; mi boca no se abre, ni mi lengua se menea de buena gana sino para mentir. Y yo que en un salmo sin atención mal dicho, me duermo y escupo cien veces y bostezo otras tantas, me estoy mintiendo y devaneando una noche entera sin pegar los ojos; yo que una misa sola que oiga se me hace más larga que la cuaresma y no veo la hora de oír el ita missa est para botar a huir; y una hora de sermón se me hace un año de tormento, y estoy murmurando del prójimo, del predicador vocinglero que no sabe acabar desque sube allí; […] para cosa buena no hallo en mí habilidad, y desto ando afligido y en gran manera abatido, como un leproso, que de verse tal y que todos huyen dél, anda afrentado” (“Domingo segundo,” Consideración primera 660).

219 Referencia a Levítico, 13: “Homo in cujus cute ortus fuerit diversus color.”

237

Habiendo puesto el predicador en alerta roja a la congregación con descripciones

que producen asco y temor por el contagio, el siguiente paso es contrarrestar esas sensaciones desagradables con la seguridad que ofrece Dios.

El Domingo tercero trata del versículo 23 del mismo capítulo de San Mateo,220 en el que se narra el milagro de Cristo calmando una tempestad, mientras estaba en una nave con sus discípulos. Este episodio sirve para introducir una metáfora de la navegación de la “Iglesia universal.” La imagen representa la confianza que el fiel debe depositar en

Dios ante los peligros temporales de la vida. Aunque no puede naufragar esta nave, porque Cristo es su capitán y prometió no ausentarse hasta el fin del mundo, sin embargo, las tormentas le arrebatan “grandes pedazos.” Estas pérdidas son las “obras muertas” de los cristianos que fallecen en la fe, y que se apartan de la obediencia de la “Iglesia

Romana”; así sigue Cabrera: “[h]asta ahora, por la misericordia de Dios, en España no hay naufragio; pero no dejamos de correr bravísimas tormentas” (“Domingo tercero,”

Consideración tercera 671).

La vida en alta mar es una vida peligrosa, de la misma manera que la vida de la

Iglesia católica navegando por el mundo. Concretamente, la queja del predicador se refiere a que, si bien es verdad que en España no se niega la obediencia al Papa, no obstante, no se siguen los sacramentos, ni se guardan bien las fiestas de los santos y, cuando llegan las bulas, se evidencia más que nunca la avaricia de los católicos y la poca devoción que hay para ganar indulgencias.221 Cada año, según explica Cabrera, la Iglesia

220 “Ascendente Jesu in naviculam, secuti sunt eum discipuli ejus” (San Mateo, 8, 23). “Jesús subió a una barca acompañado de sus discípulos” (La Santa Biblia).

221 “No burlamos de las indulgencias ni negamos (como los herejes) la potestad que el Papa tiene para concederlas, dispensando tesoros de la sangre de Cristo; pero cuando viene la Bula la recibimos como si nos pidiesen algún pecho y servicio ordinario, o los corridos de algún tributo, porque como avaros nos 238 convida al pan de Cristo crucificado y, a cambio, pide al fiel su disposición, oración, confesión y limosna para “la guerra contra los infieles.” La limosna es de sólo dos reales; un precio considerado bajo por el predicador, pero suficiente para las necesidades del rey:

Considerad que entre los príncipes cristianos sólo el nuestro hace la causa de Dios; los demás cada cual la propia suya. No tiene la Iglesia en lo temporal otro arrimo, columna fuerte en que estribe, estribo que la apoye, muro que la defienda, sino el rey catolicísimo. Él sustenta la fe, ampara la religión, mantiene la justicia, conserva la paz; él pelea las batallas del Señor, no por codicia de reinos ni señoríos, sino por oponerse a la furia de los infieles y herejes y defender y ensalzar nuestra santa fe; todo cuelga de su cuidado y providencia. Ha de hacer rostro a toda la morisma, ha de acudir con socorros a Hungría, Bohemia, para lo de Alemania, sustentar la guerra en Flandes, resistir a Inglaterra, componer lo de Francia. ¿Para qué, pues que no nos toca? Para que no hagan un rey hereje que acabe de destruir la fe de aquel reino, y con ella peligre la del nuestro, que está vecino, que es mal contagioso la herejía: serpit ut cancer, y estando tan cerca, podría inficionar la parte sana. Tan pías y justificadas son las guerras para que se contribuye esta limosna. No lo come, ni lo juega, ni lo gasta mal gastado; el gasto de su casa reformadísimo, casi de un señor particular, no como de tan gran príncipe y monarca como su majestad es. (“Domingo tercero,” Consideración cuarta 672)

El razonamiento de Cabrera sobre por qué los españoles deberían pagar la bula demuestra la urgencia económica del rey; pero, también, explica por qué la bula debía ser predicada por “varones de crédito y virtud” (Goñi 570).222 El método pedagógico de

Cabrera se basa en, primero, explicar una situación o problema ilustrándolo con una descripción detallada (como en este caso la enfermedad de la lepra); y, una vez puesta esta imagen en la mente del público, lo enlaza con el verdadero tema de la homilía en duele sacar esa menudencia que nos piden de limosna; y como indevotos no queremos hacer oración para ganar las indulgencias; y como gente de poca fe y bajos pensamientos no atendemos al provecho de las almas, que es de más importancia que todos los haberes del mundo” (“Domingo tercero,” Consideración tercera 671).

222 Ante la mala fama y poca efectividad de los predicadores de bulas, Juan de Ávila propuso que las debían predicar ministros elegidos por el obispo. Los abusos de los llamados “buleros” o “echacuervos” que, por recibir una cuota (“cota”), se esforzaban hasta lo indecible por expender el mayor número posible de bulas (516).

239

cuestión: por ejemplo, la herejía. El último paso, como culminación de todo lo dicho, es

la conquista del objetivo final, que en este caso es dar una limosna al rey. Para ello, forma en su discurso la imagen de un príncipe católico defensor de la paz y la justicia, cuyo

objetivo es evitar el peligro de contagio. El mecanismo persuasivo subyacente se basa en

hacer sentir al público que los problemas del rey son los de España y, por tanto, los suyos

propios, como los miembros del cuerpo místico no contaminado.

Esta imagen católica del rey respondía a una “concepción teológica de la política”

--en palabras de Negredo--, basada en la idea de que el monarca era católico, porque si

no, no era rey. Bajo el discurso de los reyes de España como elegidos de Dios para

emprender grandes tareas como la reconquista y, después, “la difusión y defensa armada

del catolicismo” por todo el mundo, trajo como una de sus consecuencias, según

Negredo, “la obligación de emplear recursos y vidas en defensa de la voluntad divina.”

Es decir, la defensa de la fe era una de las labores de gobierno de los reyes, y así era como se predicaba desde el púlpito, pero, para Negredo, este discurso no era más que

“una estupenda pantalla para legitimar una práctica política determinada” (La palabra de

Dios al servicio del Rey 303-04), como la del caso que nos ocupa: las guerras del rey en el exterior.

La Bula de la Cruzada se había convertido, en la segunda mitad del siglo XVI, en un asunto controvertido que enfrentaba a la Iglesia con el gobierno. Los predicadores atacaban la bula, y los obispos223 se quejaban al Papa de que contradecía los preceptos

223 La queja de los obispos se relaciona también con cómo vieron de menoscabo su poder temporal con una primera desamortización de sus bienes por Felipe II, que fue justificada por la lucha contra los infieles. No obstante, al contrario del papado, como no tenían ambiciones políticas, su sumisión al rey seguía siendo absoluta (Domínguez Ortiz, Antiguo Régimen 226-27).

240

del Concilio de Trento.224 Mientras tanto Felipe II intentaba reformarla negociando

nuevas concesiones con los diferentes Papas que se fueron sucediendo a través de los

años.225 Debido a los constantes apuros de la Hacienda española, la Cruzada era la

entrada más segura de dinero de la Corona, y de ahí el interés del monarca de mantenerla

a toda costa.

En cualquier caso, Cabrera se muestra defensor de la Bula, y da una imagen del

rey fidedigna en cuanto a su genuino interés en la lucha contra los herejes. Por un lado,

como indica Domínguez Ortiz, la sinceridad espiritual de los reyes españoles en la

defensa de la fe era compartida por su pueblo, y no un producto de la presión estatal y

social (Antiguo Régimen 229); en el fondo, el pueblo no estaba en contra de la Bula sino

de los abusos del sistema administrativo (Goñi 517). Por otro lado, la presentación que

hace Cabrera del “rey catolicísimo” no está alejada de la realidad europea: el dinero que

entraba en Roma venía mayormente de España (Domínguez Ortiz, Antiguo Régimen

227). Esto explicaba que, aunque a los Papas no les gustaba la hegemonía española en

Italia, realmente no les interesaba romper las relaciones con el monarca español y, por

tanto, nunca llegó a cancelarse la Bula.

A este contexto tenemos que añadir que, mientras los diferentes países

mencionados en el sermón gastaban sus “energías” --en palabras de Domínguez Ortiz-- en luchas internas, España contribuía a la Contrarreforma de dos maneras: con la

“sublimación y depuración religiosa” dentro del país, y con la lucha contra la disidencia

224 Había varias gracias de la bula que se indicaban contrarias al Concilio: “altar portátil, exención de los ministros de la Cruzada, indulto de carnes y lacticinios, facultad de elegir confesor, dispensas matrimoniales, etc.” (Goñi 568-569).

225 Estos problemas aparecieron de 1566 a 1571, cuando estuvo suspendida la Bula con Paulo IV, Pío IV, San Pío V. Fue Gregorio XIII el que le dio su forma definitiva en 1573 (Goñi 508; Benito 46).

241 fuera de sus fronteras (Antiguo Régimen 237). No obstante, esta actitud positivamente religiosa fue lo que perjudicó la política del monarca, puesto que la intolerancia religiosa y la conservación de los dominios territoriales que había heredado de su padre no iban realmente con los intereses españoles, sino con los de la dinastía de los Austrias. En este sentido, Domínguez Ortiz defiende la idea de que si no se hubiera seguido tan a rajatabla los decretos del Concilio de Trento y se hubiera concedido la libertad religiosa a los territorios bajo el dominio español, se habría acortado la Guerra de los Ochenta Años con

Holanda y la de los Treinta Años con Inglaterra y, con ello, la hacienda del rey no habría sufrido tanto menoscabo (Antiguo Régimen 292, 229).

Ya hemos dicho que la imagen que proyecta Cabrera sobre la política de Felipe II en el exterior no era de intransigencia religiosa, sino de protector de España contra el cáncer contagioso de la herejía, que, como él mismo ilustra, se iba deslizando de pueblo en pueblo como una serpiente (“serpit ut cáncer”). Este peligro había llegado ya hasta

Francia, país vecino, que estaba paralizado por sus luchas religiosas internas, y de las que llegaban “chispazos” a la frontera de los Pirineos (Domínguez Ortiz, Antiguo Régimen

300). En este sentido, aunque Cabrera representa a España como “la parte sana” del cuerpo místico, sin embargo, estaba rodeada de peligros inminentes. Esta urgencia se revela muy patentemente en este sermón, y es la causa que motiva la reprensión del público: el malgasto en lujos superfluos, y la “poca fe” y avaricia que demuestran cuando llegan las bulas (“Domingo tercero,” Consideración cuarta 672).

La visión de una “vida de guerra” sin tregua del cristiano se justifica en el

Domingo cuarto con la parábola de la sementera del evangelio de San Mateo, capítulo

242

13.226 En la sementera de trigo se echa cizaña, y ambas crecen juntamente hasta el día de la siega. El sentido moral de la parábola es que el buen sembrador es Cristo, su buena semilla es “la fe, la gracia y la doctrina evangélica” y la sementera es su Iglesia (“Sermón segundo,” Consideración primera 680). Pero el demonio echa la cizaña en el campo que es la “ciencia humana” llena de error y opiniones diferentes, esto es, la herejía (“Sermón primero,” Consideración primera 674, Consideración segunda 675).

Según la mentalidad dominante de la época, la diversidad de ideas atentaba contra la uniformidad de la Iglesia y del estado. Por este motivo, el predicador acomete contra los prelados y pastores, responsables de la vigilancia del ganado, porque sus descuidos causan que entre el enemigo en medio del trigo: “herejías, bandos, enemistades, disensiones” (“Sermón segundo,” Consideración segunda 681). Los pastores, además, deben ser píos para compadecerse de las “llagas” de los fieles, y su obligación es favorecer las “buenas apariencias” para que el pueblo no se escandalice:

Porque está a cargo del prelado proveer no haya escándalos, que es mayor mal que sufrir el pecado oculto. No arranquéis la cizaña, que parece mucho al trigo; que se escandalizaría el trigo. No desfavorezcáis las buenas apariencias, que será ocasión de que perezcan muchas buenas existencias. (“Sermón primero,” Consideración cuarta 677)

La imagen de la siembra con cizaña (el hereje) y trigo (el católico) mezclados ilustra el deseo de retratar una España uniformemente católica; es decir, Cabrera censura el que los prelados no eviten que se hagan públicas las disensiones y las críticas al gobierno y a la Iglesia católica. Estas advertencias nos hablan del control ideológico que ejercían la Iglesia y el estado dentro de las fronteras españolas para parar la circulación e

226 “Simile est regnum caelorum homini qui seminavit bonum semen in agro suo” (San Mateo, 13, 24). “El reino de Dios es semejante a un hombre que sembró buena semilla en un campo” (La Santa Biblia).

243

influencia de las nuevas doctrinas religiosas. España ya había experimentado cómo la herejía era causa de revoluciones y de pérdida de territorios; por este motivo, igual que

los pecados públicos de la sociedad, se percibía a los príncipes y repúblicas herejes como objetos del castigo de Dios (Caro Baroja 165). Los sermones de este bloque demuestran, en definitiva, el fanatismo ideológico que dominaba España como producto del miedo de

un peligro que se considera muy cercano, y que atentaba contra la unidad religiosa, social

y política del país.

Conclusión

Si en la Cuaresma y en el Adviento destacaban como enemigos del cristiano la

carne y el tiempo, respectivamente, la herejía es el que toma la vanguardia en el ciclo

litúrgico de la Epifanía. En la doctrina del cuerpo místico de la Iglesia, la herejía

significaba la mayor y peor enfermedad que podían contraer los miembros porque

suponía la desmembración de todo el cuerpo. Los sermones evidencian que la unión de

las dos instituciones más poderosas de la España de este período, la Iglesia y el estado,

formó un brazo poderoso que cortaba de forma tajante el contagio de esta plaga dentro y

fuera de la Península. Si bien sus instrumentos de combate podían llegar a ser coercitivos,

como la actuación del Santo Oficio dentro de España o las huestes del monarca fuera de

las fronteras, los sermones de Cabrera demuestran que había otros medios más

pedagógicos en la institución eclesiástica que podían modelar con efectividad la

mentalidad del pueblo con la aplicación de una nueva moral. De esta forma, dentro del

programa educativo de Cabrera, la herejía, además de ser una lepra pestilencial, viene a

simbolizar la necedad más detestable. En este sentido, se puede decir que hay una

244 correspondencia en la mentalidad del dominico entre enfermedad espiritual y enfermedad intelectual. Entonces, la visión que transmite Cabrera de España es que, como miembro místico del cristianismo no estaba infectada, sin embargo, existían dos peligros de contagio inminentes: la proximidad del enemigo y la ignorancia de la sociedad. En esta idea se justificaba la actuación de Felipe II en el extranjero y del Santo Oficio dentro de las fronteras: extirpar la herejía. No obstante, Cabrera comprendía que para atajar el mal de raíz de la sociedad era necesario inculcarle hábitos de “buenas” letras.

Por otro lado, la pedagogía de Cabrera se basaba también en la caridad de Cristo y de San Pablo. Para el dominico, éste era donde se debía asentar toda la vida del cristiano. A este respecto, Cabrera acomete, como parte de su labor pastoral, las situaciones sociales más comunes: la interacción de las diferentes clases en ciertos puntos de encuentro social como la misa, las relaciones de los esposos y las de padres e hijos.

Sus enseñanzas se dirigen a la buena amistad entre los miembros del cuerpo místico, tanto dentro de la intimidad del hogar como en los espacios exteriores de interacción social. En este sentido, toma un papel relevante el guardar las apariencias, mientras que el escándalo se constituye como perturbador del orden social a ojos del aparato del poder.

Los temas que se han tratado en la Epifanía funcionan como una buena contextualización del siguiente capítulo: la oración fúnebre a Felipe II. En su afán de perpetuar la memoria del monarca, Cabrera confecciona la parte laudatoria del sermón como una recapitulación de los momentos más significativos de su reinado junto con una interpretación eclesiástica del significado de su política interior y exterior para la España católica de 1598. En este sermón, se evidenciará más claramente que nunca la función del

245 púlpito a finales del siglo XVI de transmitir una ideología profundamente cimentada en el catolicismo ortodoxo y, en este caso particular, de la legitimación política de Felipe II.

246

CAPÍTULO 6

SERMÓN EN LAS HONRAS FÚNEBRES DE FELIPE II

Pasa, pues, la figura del mundo, la imagen de los reinos y señoríos. ¡Qué grave, qué autorizada, qué temida ha sido la figura del gran Filipo segundo, y primero rey de las Españas! Pero ya pasó, ya con la muerte ha desaparecido. Melior est canis vivus, quam leo mortuus: “Mejor es un perro vivo que un león muerto.” (Alonso de Cabrera, Sermón fúnebre a Felipe II)

Introducción

El rey Felipe II fallecía el 13 de septiembre de 1598 en el monasterio de San

Lorenzo de El Escorial. Allí mismo tuvieron lugar las exequias el día 16, y fue enterrado

en el panteón real entre su padre, Carlos V, y su última mujer, la reina Doña Ana. Las

honras fúnebres oficiales se celebraron en San Jerónimo el Real de Madrid, los días 18 y

19 del mismo mes. Siguiendo las normas del ritual romano, el segundo día hubo tres

misas; la última, la de requiem, era el acto central de las exequias a la cual asistió el

nuevo monarca, Felipe III (Fuente Fernández 296).

Después de la misa principal, Francisco Terrones del Caño fue el encargado de

pronunciar el sermón oficial. En la apertura del mismo, expuso la tarea que iba a

emprender recordando el origen greco-latino de los sermones panegíricos de la tradición patrística, y el valor edificante que la Iglesia católica había conferido a este tipo de

247

sermones: alabar al muerto, pero siempre teniendo en cuenta el aprovechamiento

doctrinal de los presentes al sermón.227

La inauguración de la oración fúnebre de Terrones nos sirve de base para poner de

relieve la larga tradición de los elementos que estructuraban estos sermones. Por otra

parte, el epígrafe nos proporciona además un ejemplo de cómo, posteriormente, la

doctrina de la oratoria fúnebre se combinó con motivos barrocos (como el tema del

desengaño) creando un concepto de la muerte bajo el cual yacía la ideología

contrarreformista.

En ocasión de la defunción de Felipe II, este capítulo estudia en qué consistía el

concepto de la “buena muerte,” y cómo el perfil que se construyó del monarca fue una

respuesta decisiva a la lucha de la Iglesia católica contra la Reforma protestante. De esta

manera, los intereses políticos y religiosos confluyeron de tal forma que el rey, y con él

España, se alzaron como estandarte del catolicismo más férreo en Europa. En este

contexto, el sermón fúnebre de Alonso de Cabrera se alza como paradigmático de una

época, la postridentina, y producto de unas circunstancias específicas, las honras

costeadas por la Villa de Madrid en la muerte de un monarca considerado, popularmente,

como de muy católico y español.

227 “Los romanos, entre sus leyes, mandauan que con música de instrumentos y vozes se cantassen las hazañas de los muertos para exemplo de los viuos. Deuiéronlo de tomar de Homero que introduze a su Achiles cantando con su vihuela las hazañas de los caualleros antiguos muertos para animarse y disponerse a hazer él otras tales quando entraua en la batalla. En la Yglesia Católica han sido vsados por los mayores santos della sermones en las honras de los varones illustres, alabando los muertos y enseñando los viuos. Siguiendo esta costumbre se me manda a mí que predique oy” (Terrones 358-59).

248

Contexto del sermón fúnebre en los siglos XVI y XVII

Ya desde el siglo IV, la primitiva Iglesia cristiana había incorporado los sermones panegíricos en sus prácticas religiosas. En ellos, la tradición patrística había establecido dos partes fundamentales: en la primera parte, se reflexionaba sobre la doctrina católica de la muerte y sobre la vida del muerto, y, en la segunda, se hacía el encomio del difunto.

El sermón que más influyó en el siglo XVI fue la oración fúnebre de San Ambrosio en las honras del emperador Teodosio. El tema giraba en torno a lo penoso de la muerte del difunto, pero con una doble consolación: la esperanza de salvación del rey por haber tenido una vida virtuosa, y el remedio que dejaba al seguir viviendo sus virtudes en el nuevo rey (Cerdan, Oración fúnebre 93).228

Con la llegada de la Casa de Borgoña del emperador Carlos V a España, las honras fúnebres cobraron un valor especial que duró durante toda la dinastía de los

Austrias; dentro de ellas, el sermón funeral se constituyó como un hecho de enorme transcendencia. Los actos públicos que se organizaban por la muerte de personas ilustres se hacían por primera vez con toda pompa y boato, del tal forma que llegaron a conformarse como prácticas culturales propiamente peninsulares la solemnidad de los actos de la Casa de Borgoña con la tradición patrística del sermón. A pesar de los intentos de Felipe II de imponer la más estricta austeridad en las honras fúnebres del Escorial, ya no se pudo separar la oración fúnebre de la ostentación de las honras públicas (Cerdan,

Oración fúnebre 80-83).229

228 La segunda razón para la consolación estaba inspirada en las instrucciones educativas del Eclesiástico o Sirácida (30, 4-6): “Si muere su padre, como si no hubiese muerto, pues deja tras de sí un hijo que se le parece” (La Santa Biblia).

229 Aun así, Andrés Soria ha señalado que las honras que Felipe II dedicó a su padre Carlos V en El Escorial fueron mucho más austeras que las que le dedicó en Bruselas, su tierra natal (466-68). 249

Según Herrero Salgado, en las exequias reales confluían tres aspectos: el social, el ornamental y el litúrgico (Oratoria sagrada I, 336). Pero Fuente Fernández concretiza la experiencia socio-cultural que emanaba de unas honras públicas de tal calibre:

Las exequias, en el caso de la realeza, se convirtieron en una realidad multidimensional en la que el duelo se imponía desde arriba con el objetivo de difundir la imagen del rey y del estado. Se parte de la concepción humanista del triunfo sobre la muerte y de que ésta no es otra cosa que el tránsito hacia la gloria, la fama o la inmortalidad imperecedera. En consecuencia, se glorifica la figura del rey, paradigma de valores y virtudes, se exalta la monarquía como defensora de la cristiandad y se legitima el sistema dinástico sustentándolo en el origen divino. (Fuente Fernández 290)

El concepto humanista del triunfo sobre la muerte se ajustaba bien con la doctrina

católica en base a la idea de que el rey difunto era ejemplo de virtud cristiana y, por tanto,

las honras transmitían la certeza de su salvación eterna. También se reflejaba en la

integridad del sucesor, que se constituía en digno heredero del padre y de la corona. Este

punto era el colofón de la edificación espiritual de los oyentes, y de la exaltación y

legitimación de la monarquía y el sistema dinástico que la tradición patrística había

impuesto en el sermón. La imagen glorificada del rey se expresaba tanto en el discurso

del orador sagrado como en la fastuosidad de la arquitectura efímera que los mejores

artistas de la época construían en el altar mayor donde se celebraban las exequias

públicas.

El concepto de la muerte que la Iglesia forjó, influyó notablemente en la

mentalidad colectiva de los siglos XVI y XVII. Fue el producto de un proceso de control

de la muerte que la Iglesia estaba ejerciendo ya desde la Baja Edad Media, pero que se

250

vio acelerado debido al peligro protestante, de tal manera que muerte cristiana y

Contrarreforma se constituyeron en términos indisociables (Martínez Gil 95).

El producto de esta mentalidad fue que tanto la vida como la muerte experimentaron una alta influencia de lo clerical. Partiendo de la base de que el pecado original trajo la muerte al hombre, las enfermedades del cuerpo eran síntomas de los continuos pecados que contaminaban el alma. Desde el punto de vista cristiano, la vida era entendida como preparación a una buena muerte, y ésta la hacían accesible los sacerdotes. De esta forma, ante una grave enfermedad, se le daba mayor importancia a la curación espiritual del enfermo que a la curación física; era aquí donde el sacerdote emergía como especialista del “bien morir”: guiaba al moribundo en la agonía, y le administraba la confesión y la comunión. Además, en esta época se depositó una total confianza en el poder sanador de las reliquias, en la intercesión de los santos y en el propósito de enmienda del enfermo. Si el cristiano cumplía con todos los requisitos marcados por el sacerdote, se le perdonaba el pecado; no obstante, seguía siendo la voluntad de Dios el que sanara o falleciera. El desenlace era bueno en cualquier caso porque, si el hombre pecador moría, dejaba de ofender a Dios, y si era un justo, ya había pasado parte del purgatorio (Martínez Gil 108-17). Por otro lado, “la buena muerte” estaba en relación con las posibilidades que el individuo tenía de salvación. Según esto, se consideraba ideal morir en la cama de forma natural, y con plena conciencia para poder dejar bien atados todos los asuntos en este mundo y preparar el alma antes de

partir. La buena muerte era señal de que se había tenido una buena vida, y ambas

confirmaban la salvación del individuo (Martínez Gil 163-64).

251

Esta concepción fue la piedra angular del discurso sobre la muerte en el

Renacimiento y el Barroco. En este período tuvieron una gran difusión los Ars moriendi,

una literatura doctrinal que venía de la Baja Edad Media y que prestaba atención al

momento individual de la muerte, del que dependía en buena parte la salvación. En el arte del bien morir, la muerte era considerada un rito de paso en el que el devoto necesitaba un aprendizaje para poder triunfar (Martínez Gil 32-33).

La influencia del Concilio de Trento fue decisiva para la evolución de la espiritualidad católica en torno a la muerte, y para que el control de la Iglesia llegara a su cima en el siglo XVI. Por ejemplo, se dogmatizaron los sacramentos de la Eucaristía y la

Extremaunción con los cuales la Iglesia garantizaba la salvación del individuo y, una vez que estaba muerto, su estancia en el purgatorio dependía de las misas que se pagaran por su alma. También se adoptaron hábitos que subrayaban este carácter sacerdotal de la muerte como la mortaja del cadáver, basado en el modelo eclesiástico, o como la costumbre de tener los cementerios dentro de la iglesia. Simultáneamente, con el claro objetivo de confrontar al mundo protestante, Trento autorizó la colaboración de la

monarquía y el poder religioso, de modo que los intereses de ambos llegaron a

confundirse fácilmente. La mejor prueba de ello es la muerte de los reyes. En las

celebraciones de las honras fúnebres se ensalzaban el orden político y el religioso

(Martínez Gil 637-39): túmulos de arquitectura efímera con los emblemas de la

monarquía se depositaban en el altar, mientras que el sermón era el centro de la misa de

requiem. Inmediatamente después, se publicaba todo lo concerniente a las honras

fúnebres y a las circunstancias que rodearon la muerte del rey.

252

Publicación de los sermones fúnebres: las honras de Felipe II

Los sermones de circunstancias tenían una gran importancia en esta época; eran sermones de encargo por parte de Reyes, Cabildos de las ciudades o Congregaciones

Religiosas, entre otros, en ocasiones diversas y donde se exaltaba a un sujeto ilustre por diversas razones. Generalmente, los patrocinadores de las exequias o de las fiestas costeaban además la edición de este tipo de sermones; esto explica su predominio y conservación sobre otras homilías (Herrero Salgado, Aportación 5).

Hay que añadir a esto que los sermones fúnebres daban prestigio al predicador; además, debido a la cuna ilustre del difunto y del auditorio selecto, permitían que fueran marcadamente literarios. Por estas razones, se imprimían sueltos o en colecciones que tenían una clara intención pedagógica. A este respecto Martínez Gil añade:

La predicación se negaba a contentarse con el brillo efímero del púlpito; pretendía también guiar la íntima meditación del lector culto. Qué mejor forma que meditar sobre la muerte que considerando la muerte del otro, y en la mayoría de los casos una muerte ejemplar. Los sermones fúnebres daban lugar a la declaración repetitiva de los tópicos sobre la muerte tomada en abstracto, pero a la vez se descendía a lo concreto de un nombre propio, de un tiempo preciso y de una muerte determinada. La Iglesia alentaba la publicación de sermones; los profesionales de la palabra dominical encontraban en ellos inspiración para su propio discurso, y los lectores devotos los alternaban con la literatura hagiográfica. (Martínez Gil 71)

La publicación de sermones fúnebres ayudaba a la meditación de la doctrina católica sobre la muerte. En ellos, se elogiaban las virtudes y actos más significativos de la vida del difunto, y se detallaba la forma de morir de una manera edificante, no

turbadora. Por consiguiente, la oración fúnebre se constituyó en un vehículo eficiente, a

manos de la Contrarreforma, para el “afianzamiento y la remodelación de la mentalidad

religiosa” (Martínez Gil 69). En resumidas cuentas, basándose en el material que ofrecían 253 la literatura de los Ars moriendi, el objetivo era dar una imagen de la muerte como una experiencia positiva.

Así tenemos que el sermón funerario impreso se erige como una fuente que revela las actitudes sobre la muerte en el contexto social donde se ha producido, pero con el paliativo del seguimiento de patrones establecidos por la larga tradición. Como ha dicho

Martínez Gil, el contenido de estos sermones estaba totalmente planificado, y se diluía en medio del artificio del lenguaje (71). De esta manera, es difícil para el estudioso distinguir la realidad que había rodeado la vida y muerte del difunto de la finalidad específica del predicador (como inducir al temor, a la emoción o a la edificación).

Un buen ejemplo de la transcendencia de las honras fúnebres y de sus sermones es el libro de Juan Íñiguez de Lequerica, Sermones Funerales en las honras del Rey nuestro

Señor don Felipe Segundo con el que se predicò en las de la serenissima D. Catalina

Duquessa de Saboya, publicado en Madrid en 1599 y 1601.230 El impresor madrileño recopiló catorce sermones pronunciados en diferentes días en las exequias del rey difunto, que se celebraron en diversas ciudades, conventos y universidades de toda

España. En el prólogo al lector, Lequerica explica las razones que le animaron a tan trabajosa y costosa tarea, y por qué no incluyó todos los sermones que pudo conseguir:

[P]or sacarlos presto a luz, para que los romancistas los pudiessen leer antes que se quitasen el luto, y los predicadores pudiessen aprouechar dellos para otros sermones de difuntos: pues tienen dotrina general, tanta y tan buena, que no aura sermonario de difuntos de tanto prouecho. […] Doy por muy bien empleado el trabajo y hazienda que en esta impression he gastado, por la gloria que dello se le ha de seguir a Dios nuestro señor, en cuyo acatamiento es preciosa la muerte de los justos, qual fue la de

230 El libro se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, con signatura R/29663 para la edición de 1599, y 2/57997 para los dos ejemplares de 1601. La Biblioteca de Palacio de Madrid tiene dos ejemplares de la edición de 1601 con las signaturas VIII/15623 y VIII/66.

254

nuestro Rey difunto, y por el servicio que hago al vivo, en dexar impressas las alabanças y virtudes de su Padre, para exemplo de los siglos venideros; y finalmente por el bien comun de toda la Republica, y consuelo de los vassallos, que gozaron de tal Rey y señor tantos años. (f.2v)

El acontecimiento había sido de resonancia nacional e internacional: la muerte del

rey católico por antonomasia. La urgencia de publicar esta colección respondía a los

intereses tanto eclesiásticos como estatales: por parte de la Iglesia, se hacía más extensivo

el acceso de la doctrina católica de la muerte, y se ofrecía el material ortodoxo oficial de

futuros sermones contrarreformistas; por parte del estado, quedaba estampada la

legitimación monárquica con la alabanza del rey difunto y con la dedicación de la edición

al sucesor.

De hecho, la imagen de la monarquía de los Austrias como defensora de la

cristiandad se legitimó con la inclusión de la relación del Consistorio de Ferrara del Papa

Clemente VIII en el prólogo, donde el Papa se condolía de la muerte del monarca

español. El discurso versaba sobre las virtudes de Felipe II como rey prudente, sabio y

amigo de hacer la justicia, paciente ante las adversidades, obediente con la Santa Sede, de

la “continua batalla” de su vida con los enemigos de la Fe y, por último, expresaba su

esperanza de que estuviera en el cielo, y su alegría por el nuevo rey que se igualaba en

virtudes al padre. El escrito del Papa muestra cómo cualquier tipo de texto funeral se

alimentaba de la fórmula heredada de la tradición patrística.

Por otro lado, Lequerica también incluyó en el prólogo la relación del túmulo y de

las dos jornadas de las honras públicas celebradas en San Jerónimo el Real. Las

relaciones eran unas descripciones detalladas que tenían el propósito de revivificar la

solemnidad del momento para mantenerlo en la memoria de la colectividad. La escena descrita daba paso al sermón de Francisco Terrones, predicador elegido en el testamento 255

de Felipe II, motivo que decidió su prioridad en el orden en que se aparecieron los

sermones de la colección.

El sermón de Alonso Cabrera se colocó en segundo lugar, y aunque el impresor

no especifica por qué, es evidente que había poderosas razones para ocupar este puesto:

primero, la Villa de Madrid era la patrocinadora que con “gran costa y aparato” celebró la

memoria del rey en el monasterio de Santo Domingo el Real, el cual estaba ligado a la

familia real desde su fundación; segundo, porque Cabrera, como Terrones, era Predicador

de su Magestad, privilegio que se añadió al título del sermón de ambos.

Andrés Soria ha calificado esta colección de antológica por la calidad de los

predicadores que la forman (455).231 También se refiere a ella como a una “colección

nacional de piezas oratorias funerales” porque fueron pronunciadas no sólo en la corte,

sino por toda España.232 Entre los predicadores hay Obispos, canónigos, religiosos de diversas órdenes y maestros de universidades; todos ellos constituyen “el exponente del púlpito español a finales del siglo XVI,” y de tres de ellos se hicieron ediciones modernas: Terrones, Cabrera y Salucio (456). La importancia de la colección radica, por otra parte, en que representa el modo como se entendía en el paso de un siglo al otro en

España las honras fúnebres solemnes, en el que “el tono de la celebración verbal de un gran difunto en la medida española, bastante mesurada, modesta y aun diríamos

‘provinciana’ en comparación con otros estilos vecinos y coetáneos” (Soria 456-57).

231 Los predicadores son, según aparecen en la edición: el Doctor Aguilar de Terrones (Francisco Terrones del Caño), el Maestro fray Alonso de Cabrera, el padre fray Agustín Dávila, el padre fray Lorenzo de Ayala, el Doctor Luis Montesinos, el padre fray Agustín Salucio, el padre fray Hernando de Santiago, el padre fray Juan López Salmerón, el Maestro don Manuel Sarmiento, el Doctor Martín de Castro, el doctor Francisco Dávila. Con los añadidos: el Obispo de Jaén y el Doctor Francisco Sobrino.

232 Las otras ciudades son por orden de aparición: Valladolid, Alcalá de Henares, Barcelona, Córdoba, Málaga, Logroño, Salamanca, Granada, Belmonte y Baeza.

256

Por último, Soria destaca el “clamor unánime de sincera condolencia” que refleja la

colección. La valoración artística de cada sermón es diferente,233 pero el crítico no ve una

distinción tajante entre los sermones de la corte y los de la periferia: todos tienen una

gran parte de panegíricos, aunque la longitud del elogio varía, y tratan el tema de forma

diferente. Como ejemplo que podemos añadir a esto es que Terrones prescinde de la parte

doctrinal de la muerte y construye el sermón sobre las virtudes de Felipe II como rey; en cambio, Salucio lo retrata tanto en sus virtudes como en algunos defectos propios de un monarca. Con respecto a las variaciones entre las oraciones, hay que tener en cuenta que

las circunstancias que rodeaban el sermón alteraban su proceso:

El carácter “oficial” de la pieza oratoria, inserta en la función religiosa de las exequias, motiva que la calidad del auditorio influya sobre el predicador que no puede, como en cualquier otro género de sermón, desarrollarlo atendiendo sólo a su fin peculiar, sino que se ve constreñido por la exaltación ineludible (la honra del difunto), a más de tener, en muchos casos que aludir al sitio, los circunstantes, etc. Estas dificultades, inherentes a esta clase de oraciones son acicates para que el orador las sortee con gallardía. (Soria 457)

Además, las circunstancias del sermón también condicionaban el tono que

empleaba el predicador: no era lo mismo predicar en la corte que en provincias, ni el

sermón de un obispo en su iglesia que el del maestro en la universidad (Soria 457).

Fuente Fernández añade a esto que las diferencias fundamentales de los sermones de la

233 Evaluación de la crítica: Francis Cerdan considera los sermones de Terrones, Cabrera y Salucio como los mejores de la recopilación (Sermones cortesanos 20). Álvaro Huerga, no duda en poner la oración de Cabrera como la mejor, seguida quizás de la de Salucio “por su laconismo, por su recia argumentación teológica, por su erudición y, sobre todo, por el retrato de las virtudes y defectos de Felipe II” (22). Miguel Mir coincide con Huerga en evaluar la de Cabrera como la mejor de la colección, además de ser una de las mejores piezas del dominico (XXXI). Andrés Soria comenta que el sermón del doctor Francisco de Ávila, predicado en Belmonte (Ávila) es uno de los mejores por su estructura y modo de tratar los argumentos (476); en cambio, el de fray Juan López Salmerón, en Logroño, es el sermón típico que se pronuncia ante un “auditorio no muy exigente en una ciudad de poco relieve” porque en el momento del elogio hace una “ensalada de circunstancias”( algo reprobado por las preceptivas), al hacer una “excursión geográfico- histórica” de la genealogía del rey difunto (475); por último, destacan las “novedades” del joven predicador sevillano fray Hernando de Santiago, y es de gran utilidad su sermón para compararlo con el que pronunció también Sevilla por Felipe III (474). 257 colección son el desarrollo y tratamiento de los temas, el estilo y la organización del contenido (296). En cualquier caso, los predicadores que componen esta antología son representativos de la oratoria sagrada de la época. Son “la generación del Rey” porque casi todos (excepto Salucio que nació en 1523) crecieron, se formaron y predicaron durante el reinado de Felipe II (1556-1598).

Se ha llamado al reinado de Felipe II “Segundo Renacimiento” porque fue una

época de esplendor de las letras, de signo religioso, que fueron marcadas por el aislamiento de España con Europa. El decreto de 1559 prohibió a los españoles estudiar en el extranjero, lo cual significó un alejamiento del espíritu erasmista que España había vivido en la primera mitad del siglo. Esta generación de predicadores se formó en universidades españolas y en el seno de sus órdenes religiosas respectivas. Su formación junto con las experiencias que vivieron en sus carreras repercutieron en las alabanzas al monarca: por ejemplo, su celo por la religión y la justicia como una de sus virtudes personales más sobresalientes. En estas alabanzas, los predicadores estaban aludiendo a las provisiones de cargos y dignidades que gozaron en el dinamismo contrarreformista del rey (Soria 458-459).

Bases teóricas del sermón fúnebre

Basándose en las retóricas de Aristóteles y Cicerón, fray Luis de Granada divide la oratoria en tres tipos: judicial, deliberativo y demostrativo. En el género demostrativo se alababa o vituperaba a personas, cosas o hechos (Retórica eclesiástica Tomo II, libro

IV, capítulo I, 13). La oración fúnebre pertenecía a este género, la llamada laudatione et vituperatione. El orador cristiano, como laudatio funebris, debía seguir los tres fines retóricos tradicionales: docere, delectare y movere. El énfasis en los fines evolucionó en 258 la predicación funeraria; en términos generales, se acentuó más la enseñanza durante el reinado de Felipe II mientras que, según fue avanzando el nuevo siglo, se fue privilegiando a los otros dos, sobre todo, al fin de deleitar (Cerdan, Oración fúnebre 84).

De todas maneras, en todas las retóricas cristianas de los siglos XVI y XVII se hallaban las dos direcciones que debía seguir el sermón funeral: lo didáctico y lo parenético. En la primera parte, se edificaba al cristiano con temas sobre la universalidad de la muerte y el “desengaño” del hombre ante su condición mortal. En este sentido,

Cerdan advierte que se predicaba tanto la miseria del hombre pecador, apartado de Dios, como la esperanza del hombre virtuoso, que es salvado por la gracia divina. Esta idea servía de transición hacia la parte laudatoria del difunto (la laudatio funebris), en la que exaltando sus virtudes, se le presentaba como modelo edificante ante los demás mortales.

El elogio se fundamentaba en tres puntos principales: los orígenes del muerto, su vida ejemplar con hechos y modos de ser, y su muerte ejemplar, con la consecuente pena y consuelo (Cerdan, Oración fúnebre 85-86).

La clasificación que nos ofrece Francisco Terrones en su Instrucción es más iluminadora que la de Granada porque está más exclusivamente pensada para la oratoria cristiana. Recordemos que Terrones tenía en cuenta dos categorías a la hora de clasificar los sermones en general: la primera categoría era de santo o de misterio y de doctrina; la segunda, de un solo tema o de tema variado como la homilía (Tratado II, Capítulo I, 177).

Según esta clasificación, las oraciones funerales eran sermones de doctrina y, a la vez, de tema único. Teniendo en cuenta su propia experiencia, el obispo de León opinaba que los sermones de tema único eran los más difíciles de confeccionar, debido a que todo se

259

debía adecuar al tema elegido y, por esta razón, no todos los predicadores los tomaban a su cargo (Tratado II, Capítulo I, 179).

Debido a que la oración fúnebre pertenecía a los sermones de doctrina, fray Diego

Estella aconsejaba que se dedicara poco tiempo en loar al muerto, excepto si pertenecía a la familia real; pero, aun en este caso, advertía “prudencia” para que no se descuidara la instrucción del pueblo (capítulo XXXIX, 183).

Por último, un aspecto significativo de la oración funeral era su afinidad con el género de las hagiografías. Núñez Beltrán nos recuerda la multiplicación de este tipo de relatos en el siglo XVI como consecuencia de las reuniones del Concilio de Trento. En clara oposición a la Reforma, Trento legitimó el culto a los santos en la tradición católica.

Con esto se cumplían dos finalidades: primero, sus vidas ejemplificaban el ideal de perfección dentro de la ortodoxia contrarreformista; segundo, los santos tenían un claro papel de intercesores, al ser los eslabones intermedios entre los mortales y la infinidad divina. Más que los acontecimientos de la vida, el ejemplo del santo era lo que interesaba que apareciera tanto en las hagiografías como en los sermones funerales, porque era lo que enseñaba por sí mismo. En este sentido, tanto los santos como los difuntos, que se tenían por justos, se convertían en el púlpito en modelos simbólicos de conducta (Núñez

Beltrán 379-82).234 En este sentido, Núñez Beltrán no considera a las oraciones funerales

234 Teniendo en cuenta las Vidas de Santos y los sermones de santos y de difuntos de los siglos XVI y XVII, Núñez Beltrán propone el siguiente esquema hagiográfico: 1. Ímpetu de la gracia. 2. Proceso de perfeccionamiento. 2.1. La existencia como catarsis. 2.1.1. Cultivo de virtudes cristianas. 21.2. Vida ascética. 2.2. Presencia del tentador. 3. Apoteosis. 3.1. Milagros. 260

como hagiografías sino que percibe su “carácter hagiográfico,” en base a que el difunto

se presenta como modelo a la piedad popular. Los predicadores usaban técnicas de las

hagiografías pero, a diferencia de ellas, nunca perdían de vista la finalidad salvífica

(422):

Los sermones fúnebres, son todos una reflexión sobre la vida desde la perspectiva de una muerte concreta. No se presentan, por ende, como consideraciones asépticas sino como meditaciones reales que exigen la plasmación en la existencia personal de las pautas de conducta que se indican. Explotan para ello la figura de cada difunto ponderando, exagerando e incluso inventando acontecimientos de su vida con la finalidad, tantas veces repetida, de canalizar el comportamiento. (389)

Al dictar los sermones funerales pautas de conducta específicas, la hipérbole era

un recurso retórico que se usaba para canalizar el comportamiento del pueblo en esta

época. Pero, también hay que tener en cuenta que la exageración era un elemento

intrínseco en el género desde época romana,235 y que las circunstancias, como hemos

visto antes, eran las que mandaban: los encargos de las oraciones venían de la familia del

difunto o de una institución vinculada a él; conjuntamente, el predicador se sentía

responsable de la memoria del fallecido (Herrero Salgado, Oratoria sagrada I, 333).

Sermón fúnebre de Alonso de Cabrera

Anteriormente hemos dicho que el sermón de Cabrera está colocado en segunda

posición (folios 25-56 v.), en las ediciones de Lequerica de 1599 y 1601. Su título reza

así: Sermon que predico el Maestro Fray Alonso de Cabrera, Predicador de su

3.2. Visiones beatíficas. 4. Beatitud de la muerte. 5. Exaltación y portentos post mortem.

235 La laudatio funebris tenía un carácter individual y una finalidad celebrativa, por lo que no se vacilaba en exagerar o falsear la verdad (Cerdan, Oración fúnebre 81).

261

Magestad, a las honras de nvestro señor el serenissimo y Catolico Rey Filipo, Segundo,

que esta en el Cielo: que hizo la villa de Madrid en santo Domingo el Real, vltimo de

Octubre de 1598. Además se imprimió otra edición en Roma, en 1599.236

La edición que vamos a usar en el análisis es la de Mir de 1906, Sermones, que va de la página 692 a la 709. El análisis seguirá la estructura del sermón fúnebre: la parte doctrinal y el elogio del monarca. Haremos algunas subdivisiones para agilizar la lectura;

después de identificar el lema o tema por donde gira el sermón, la primera subdivisión es

la Salutación del Exordio, cuyo final viene marcado por el “Ave María.”

Lema del Nuevo Testamento: “Regi saeculorum, inmortali, invisibili, soli Deo honor et

gloria in saecula saeculorum” (I, Timoteo, 17). “Al rey de los siglos inmortales,

invisible, a solo Dios, la honra y gloria en los siglos de los siglos.”

Exordio: Salutación

Cabrera empieza el sermón discurriendo sobre la inexorabilidad de la muerte, y

acreditando sus rasgos a autoridades clásicas; así perfila la muerte:

No se dobla, ni aplaca, ni perdona, ni se apiada; no hace diferencia de personas; a todos allana sin respeto, grandes y pequeños, así al rey como al pastor. Pallida mors quo pulsat pedeae pauperum tabernas, regumque turres: “La muerte amarilla, que pone a los hombres amarillos, igualmente se entra por los buhíos de los pobres y por los alcázares de los reyes.” Nadie, pues honra a la muerte, pues ella a nadie hace honra. (693)

236 Esta edición se encuentra en la Biblioteca Nacional con la signatura VE 157-57. Título: Sermón que predico el Maestro Fray Alonso de Cabrera, Predicador de su Magestad del Orden de Predicadores. A las honras de nvestro señor el Serenissimo, y Catolico Rey Filippo Segundo, que estè en el Cielo: que hizo la Villa de Madrid en S. Domingo el Real vltimo de Otubre 1598. 262

Ya desde el principio, se relaciona el concepto de la muerte con el tema del desengaño, en cuanto al ineludible destino mortal del hombre.237 La mentalidad barroca

coincidía con la doctrina católica en base a la idea de que la muerte era una entidad que

igualaba a todos los hombres sin detenerse en condiciones sociales o riquezas; era en este

sentido que, desde el Medievo, la Iglesia proporcionaba una vía de consolación a los

desposeídos.238 Es así que, siguiendo la tradición medieval de la “Danza de la Muerte”

(Soria 472), Cabrera hace un muy reducido desfile de estados (“grandes y pequeños,” el

“rey” y el “pastor”) que a ninguno la muerte perdona.

En la imagen de la muerte, se destaca una observación colorista a partir de unos

versos de Horacio (Oda I, 4), donde hay una intensificación del pallida mors del poeta

latino al traducir el predicador pálida por “amarilla.” Para Soria, esta nota de color inunda

de “agria desesperanza” toda la meditación de la muerte del dominico (472); no obstante,

tenemos que considerar que la angustia de Cabrera es más que nada retórica, en cuanto a

que responde al estilo ascético-barroco, en el que se intensifica el brillo del color (Gilman

93). En la mentalidad católica ortodoxa, la idea de la muerte no está basada en un

problema existencial, sino en la justicia divina contra la estirpe de Adán; en este sentido,

la presencia de la muerte en el mundo testimonia la “verdad de Dios,” que según el

dominico se basa en “su severidad y justicia,” “su providencia y poder.”

237 El tema fue cultivado por pintores, entre los que destacan Juan de Valdés Leal (Finis gloriae mundi), y como señala Martínez Gil, Sánchez Camargo (La carta del cartujo y La muerte) y Antonio de Pereda (Vanitas); y también escritores filosóficos de la talla de Quevedo y ascéticos como Granada (De la oración y Breve memorial y guía de lo que debe hacer un cristiano) (339-42).

238 Para Martínez Gil, en la práctica, era una igualdad ilusoria porque la mentalidad de la época tenía un “estilo peculiar” de entender la muerte, en el que se fusionaba el valor nobiliario con el eclesiástico: las carencias espirituales del individuo se suplían con un “ceremonialismo externo” que envolvía la muerte del ilustre; en otras palabras, según el historiador, también se podía comprar la salvación (638).

263

Por tanto, la doctrina cristiana dulcificaba la amargura que traía al hombre la mortalidad; teniendo en cuenta esto, Cabrera explica la finalidad de su sermón: “en este día en que celebramos las exequias de nuestro señor el rey, que está en el cielo, gran monarca de los cristianos, debemos ofrecer sacrificio de alabanza y humilde reconocimiento, no a la muerte, que no es suyo este trofeo, sino a aquel muy poderoso y terrible Señor” (693). El mensaje cristiano se encamina a identificar como único remedio ante la muerte el honrar a Dios con humildad; es en este punto donde Cabrera relaciona su oración fúnebre al lema elegido (“Al rey de los siglos inmortales, invisible, a solo

Dios, la honra y gloria en los siglos de los siglos. Amén”), y es lo que va a ir probando con sus diferentes argumentos a lo largo de la parte doctrinal del sermón.

Cabrera termina la Salutación explicando las tres premisas que va a tratar, y que conectan el lema con el elogio al monarca: “la eminencia del Rey del cielo sobre todos los de la tierra, que señaladamente se manifiesta en esta muerte; la obligación que de ahí nos resulta de honrarle y servirle más que a ellos; cuán bien cumplió con esta obligación nuestro señor el rey” (693-94).

Primera Parte: doctrina

El tema del desengaño, ya iniciado en la Salutación, incita a hablar de otros tópicos relacionados que, siguiendo el estilo ascético, fray Luis de Granada había también yuxtapuesto conceptualmente en su Guía de pecadores (Gilman 94): la vanidad del mundo y el Ubi sunt.

264

Unas frases del Salmo 38 sirven de arranque: “[c]ierto que todo hombre viviente es toda vanidad; sin duda el hombre pasa como una imagen y en vano se turba.”239

Cabrera explica que el sentido de la primera frase se basa en que la vanidad del hombre es síntoma de su miseria humana, contrapuesta a las perfecciones divinas, y que precisamente el sermón va a tratar estos dos extremos: “la mutabilidad del hombre y la eternidad de Dios.” Según esto, el hombre es todo vanidad porque es corpóreo, y la vida es definida por las Escrituras con imágenes como “humo,” “vaporcillo,” “aire,” “chifle”

(silbido), “flor,” “sombra.” Con respecto al tiempo en que transcurre la vida, los años que pasan se metaforizan con la imagen de las “telas de araña:” los años son tan inútiles y tan delicados que con un soplo se rompen; es más, son tan fugitivos que pasan con la velocidad de la palabra y del pensamiento.

La segunda frase de la cita hace referencia a cómo la vida del hombre es tan sólo una imagen de la realidad, que Cabrera sigue desarrollando con expresiones como: “vida imaginaria,” “sombra de verdad,” “pura imaginación,” “sueño de la fantasía.” De esta suerte afirma:

Es la tierra el teatro en que se representan las farsas humanas; permanece firme, ésta se queda como la casa de las comedias; pasa una generación y viene otra, como diferentes compañías de representantes. ¿Qué es ver un personaje de rey en una comedia? ¡Qué acompañado, qué servido, qué aderezado! Acabada la farsa es un hombre bajo de por ahí. (694)

Los temas barrocos de la vida como un sueño y del mundo como teatro, en el que

Dios les ha dado a los hombres un papel que representar que termina con la muerte, aparecen aquí como conceptos ya contenidos en San Pablo, cuando el apóstol dijo que el

239 “Verumtamen universa vanitas omnis homo vivens; verumtamen in imagine pertransit homo, sed et frustra conturbatur” (694).

265

mundo estaba para acabar.240 Cabrera interpreta con total libertad las palabras paulinas

con un “[p]asa la comedia del mundo;” y lo une al tema, atribuido a Salomón,241 de cómo pasan las generaciones una tras otra. El predicador usa motivos literarios, consciente de que su público los conocía, para ilustrar la existencia vana y efímera del hombre. El cambio de sentido que adopta Cabrera, refundiendo las citas bíblicas con temas barrocos, tenía el claro objetivo de cumplir con un propósito: invitar al público a la meditación de su propia mortalidad en términos que conocían y que, además, estaban de moda; pero al autorizarse en el evangelio eclipsaba el vínculo con los conceptos seculares, cumpliendo así con su labor pastoral. Esta libertad de interpretación bíblica era una constante en la predicación, y estaba marcada por la intención específica que tenía el predicador.

Más adelante Cabrera seguirá desarrollando el motivo de la sucesión de generaciones en la vida, añadiendo dos conocidas comparaciones que ilustran con claras imágenes el paso del tiempo: los árboles que cada año pierden sus hojas viejas para que salgan las nuevas, y la de Jorge Manrique de los ríos que descargan sus aguas en el mar

(695).

La metáfora de la vida como teatro y del paso del tiempo se enlaza con el tema clásico del Ubi sunt, que Cabrera fundamenta una vez más en su sabiduría escriturística:

Ubi sunt principes gentium? Preguntaba Baruc: “¿Dónde están los príncipes de las gentes” que se enseñoreaban de las bestias de la tierra y lidiaban con las aves del aire en sus cazas de monterías? ¿Los que sin fin atesoraban oro y plata y fabricaban suntuosos edificios? Exterminati sunt:

240 “Praeterit figura hujus mundi” (San Pablo, I Corintios, 7, 31). “Este mundo que contemplamos está para acabar” (La Santa Biblia).

241 “Generatio praeterit, generatio advenit, terra autem in aeternum stat” (Eclesiastés, o Qohélet, 1, 4). “Una generación pasa y otra generación viene, y la tierra subsiste siempre” (La Santa Biblia).

266

“Acabados son” y a los infiernos descendieron, y otros se levantaron en su lugar. (694)242

Todo pasa; el mundo pasa: los reinos y señoríos no son reales, y el ejemplo está

en la figura del gran Felipe II, cuya imagen ya ha sido desvanecida por la muerte.243 Y es que la vida, insiste el predicador con otra metáfora, es “un juego de ajedrez que, entabladas las piezas, tiene cada uno su lugar y preeminencia: el rey, la dama, el arfil; pero acabado el juego y echadas en la bolsa, y revueltas como caen; el rey, que es más pesado, abajo, el peón arriba, no hay diferencia ni respeto” (695).

De esta manera, llegamos a la conclusión del sentido del salmo que estaba siendo comentado: “si todo hombre viviente es, no sólo vano, sino toda vanidad; si su vida es imagen, sombra, figura de comedia, hoja de árbol, río y juego de ajedrez, bien infiere el profeta: Sed et frustra conturbatur: ‘En vano se turba’ y congoja sin por qué ni para qué por las cosas desta vida” (695). Así pues, después de resumir las imágenes metafóricas contenidas en su discurso, el predicador concluye que, ante la inexorabilidad de la muerte, es inútil acongojarse: el cristiano debe someterse con humildad a la justicia divina, pues no existe otra salida. Esta enseñanza doctrinal, que tiene que ver con la actitud del cristiano hacia la vida y la muerte, está impregnada del estoicismo de la época como otro elemento que constituía el estilo ascético contrarreformista (Gilman 91-92).

La vida entendida como comedia ya se encontraba en Séneca y Epicteto (Martínez

Gil 337; Bataillon 800), el Barroco no hizo más que apropiarse e insistir en un motivo

242 Libro de Baruc, 3, 16 y 19.

243 “Pasa, pues, la figura del mundo, la imagen de los reinos y señoríos. ¡Qué grave, qué autorizada, qué temida ha sido la figura del gran Filipo segundo, y primero rey de las Españas! Pero ya pasó, ya con muerte ha desaparecido. Melior est canis vivus, quam leo mortuus: ‘Mejor es un perro vivo que un león muerto’ (695).

267

antiquísimo. De la misma manera, los predicadores de finales del siglo XVI usaron estos

temas como imágenes didácticas que ayudaban a ilustrar la doctrina católica. De hecho,

nunca antes había estado relacionada con tanta claridad la expresión cristiana de la vida y

la muerte con la vida humana como teatro, porque este concepto era una advertencia que

hablaba por sí sola: era un aviso de la muerte, el memento mori (Gilman 83). La doctrina

del memento mori consideraba la presencia de la muerte como estímulo constante superpuesto en toda la existencia del hombre; los predicadores la usaban como

persuasión, advertencia y aviso para dirigir los comportamientos humanos (Beltrán 321).

De esta manera, la vanidad de la vida se convirtió en leitmotiv en la literatura y en

el arte; escritores y predicadores ascéticos como Granada y Cabrera meditaban en sus

escritos y sermones sobre las sepulturas de los príncipes que, ante la cuestión de cuál era

el fin de la gloria del mundo, la única respuesta factible la sentenciaba el Eclesiástico con

su dogma: Vanitas vanitatum, omnia vanitas (vanidad de vanidades, todo es vanidad)

(Martínez Gil 330-59). De la misma forma y con su dominio de la amplificatio, nuestro

predicador no escatima en decorar esta verdad absoluta con adjetivos que califiquen,

desde todos los ángulos posibles, la acumulación de vanidades de los mortales:

Hombre: empréstito de la vida, deuda cierta de la muerte, animal indómito, malicia que por sí es maestra, traiciones que de gana se practican, artizado para maleficios, hábil para hacer agravios, compuesto para el avaricia, brío infinito, gloria de sí pregonera, braveza que presto se amansa, soberbia que sin dificultad se derriba, osadía que fácilmente se ata, cieno de arrogancia lleno, arena revoltosa, polvo altivo, ceniza hinchada, árbol a la muerte inclinado, heno seco, hierba agostada, fábrica que ligeramente se desgobierna, que hoy os amenaza y mañana parte de esta vida; hoy abunda en riquezas, mañana le cubren en la sepultura; hoy le coronan por rey, mañana le entierran; hoy resplandece con púrpura, mañana le sacan en hombros; hoy le estiman por gran tesoro, mañana le arrojan en las bóvedas de los muertos; hoy con lisonjeros, mañana con gusanos; hoy le guardan archeros, mañana le endechan todos. (695)

268

La enumeración empieza a describir a la humanidad en general para después pasar

al caso concreto de los reyes; el blanco de su ataque es el abuso de poder, intrínseco al

estado real, pero que se esfuma tan pronto como llega la muerte. La crítica se funda en el

concepto del Contemptus mundi o menosprecio del mundo de Tomás de Kempis, que se

basaba en la idea de que, para vivir bien, había que tener siempre presente la hora de la

muerte.244 Además, la naturaleza vanidosa del hombre hace que éste sea “albergue de

todo dolor,” y que el único remedio para sus “enfermedades amontonadas” sea Dios. Para

esclarecer esta doctrina, Cabrera compara la mortalidad del hombre con las aguas de un

río de fuerte corriente y, a la divinidad, con un árbol grande de hondas raíces, en medio

del río, que grita a los hombres que se agarren a sus ramas.

La larga meditación sobre la muerte ha servido como introducción al primer punto

que quería tratar Cabrera: la eminencia del Rey eterno sobre todos los reyes del mundo.

Los dominios de Felipe II sirven de cotejo para enmarcar la infinita grandeza de Dios que, no sólo es dueño del vasto imperio del monarca español sino de todos los cielos, de la tierra y de los infiernos;245 y, además, de todos los tiempos.246 En contraste, el tiempo

del hombre es brevísimo: “[a]sí el rey hoy es y mañana se muere”247 porque “[c]omo

pasa la mañana, se acabó el rey de Israel.”248 Una bella descripción de la madrugada

ilustra las sentencias de las Escrituras:

244 Fray Luis de Granada tradujo al español su obra (Martínez Gil 342).

245 San Pablo (Filipenses, 2); San Juan (Apocalipsis, 19).

246 Apocalipsis, 10.

247 Eclesiástico, 10.

248 Oseas, 11.

269

¡Qué alegre es en el verano la madrugada! ¡Qué linda amanece el alba, qué arrebolada, qué dorada! ¡Cómo deleita con su frescor! Los enfermos respiran, las aves cantan, los hombres se alegran, las hierbas reviven, todo el mundo se remoza y renueva. De ahí a tres horas que comienza a picar el sol, ¡qué calma, qué bochorno, cómo fatiga el ardor! Todo calla, sino la chicharra con su ronca voz. Así pasa el rey de Israel. Cuando el alba ríe, ¡cómo deleitan los príncipes del reino! Rey nuevo, privados nuevos, esperanzas nuevas, músicas, fiestas, bodas, galas, bravezas; esto por la mañana. Y a medio día, enfermedades, dolores, muerte, lágrimas, melancolías, llantos. ¡Oh reino transitorio, gloria momentánea, honras fugitivas! ¿Quién os apetece? ¿Quién de vosotras se fía? Quo mihi fortunas, si non conceditur uti! Dijo el otro: “¿Para qué quiero buena fortuna si no puedo echar un clavo a la rueda? ¿Para qué riquezas? ¿Para qué señoríos, si no me dan tiempo de gozarlos? ¡Qué mudanza tan lastimera hace la muerte de un rey! (696)

El rápido transcurso de las horas ilustra la fugacidad de un reinado: el nuevo rey con su gobierno recién estrenado reaviva las esperanzas de todos como el frescor de la madrugada estival; pero, muy pronto, al mediodía, la fatiga del calor representa la venida

de las enfermedades y tristezas y, finalmente, la muerte del rey. El tema del desengaño se

autoriza también con una reflexión de Horacio (“Quo mihi fortunas, si non conceditur

uti!”),249 sobre la inutilidad de las riquezas, y que el predicador aplica a la muerte de un

rey.

La visión de Job (capítulo, 29) de su propia sepultura en la soledad del basurero a

las afueras de la ciudad funciona como el retrato ejemplarizante que ilustra el valor

absoluto contrarreformista (Gilman 86): esta visión es un “espejo de príncipes,” que

ilustra a la perfección el “desengaño para los que tan olvidados viven del morir.” El

espejo actúa como elemento dimensional propio del estilo barroco, en cuyo reflejo se

pone de manifiesto el reconocimiento del desengaño de los reyes y, por extensión, de

todo hombre perdido en la vanidad.

249 Epístolas, 5.

270

El desengaño ascético se complementa con Orígenes, que adoctrina sobre el

“antes” y el “ahora” de un rey: donde antes había gloria y riquezas, ahora está “vestido de una crudelísima llaga y della ceñido como un cinto apretado, está sentado en abundancia de materias.” La ilustración se va encrudeciendo: “ahora es comido de muchedumbre de gusanos roedores, sentado en el muladar, como en trono competente para tal plaga.

Estiércol sobre estiércol y podre sobre podre” (696). La materia toma dimensión, y el olor y la visión de lo putrefacto se acentúan para endurecer con precisión la negatividad del mundo. El “espejo de príncipes” es, concluye el dominico, doctrina que acredita el lema del sermón: “[s]irvamos, como nos aconseja el apóstol, al Rey de los siglos; Rey que no pasa con los siglos, sino permanece eternamente” (696).

Ya le queda probar a Cabrera la naturaleza de Dios como único ser inmortal en esencia (I, Timoteo, 6), a diferencia de los ángeles y almas que la reciben de Dios; y su bondad (San Marcos, 10, 18), que también la reciben de Él los ángeles y los santos. La inmortalidad de Dios se conecta con su inmutabilidad (Malaquías, 3, 6); ésta contiene dos ideas que son precisamente las que le hace ser Dios: no hay cambio en todo lo que es

Dios (“no puede haber mudanza en sus perfecciones”), pues “todo lo que es fue y será perpetuamente,” como tampoco hay cambio de lugar pues está en todos sitios (697).250

En cambio, el predicador contrasta la mísera condición del hombre en base a su continuo movimiento: “[n]unca permanece en un ser:”251 cambia en el cuerpo, en la edad,

en la salud, en la disposición, en el lugar y en el morir; es, además, la criatura que más

250 “Caelum et terram ego impleo: ‘Yo lleno los cielos y la tierra.’ Y no cabe en el cielo: “Caeli caelorum te capere non possunt” (Jeremías, 23, 24, 3; Reyes, 18).

251 “Nunquam in eodem statu permanent” (Job, 14).

271

enfermedades padece (“calenturas, dolores de cabeza, de costado, de piedra, de hijada, de

gota”), y el que tiene muertes súbitas por cualquier cosa (“[d]e pena y de alegría, de beber un jarro de agua, de un pelo que se atravesó, de un grano de una pasa, otros se caen de su estado”). Otro aspecto negativo del hombre es el lado sentimental de la vida, en cuanto a que la muerte deja tristes a seres queridos; sobre todo, el rey, porque “todo el reino hace su sentimiento, como se ha visto que aun hasta los cielos le hacen, porque no es del todo vano esto de los cometas o eclipses en el fallecimiento de los príncipes.” Por último, la mayor de las “mudanzas” del hombre y que lo diferencia más que en otra cosa de las demás criaturas es el pecado, enfermedad que afecta al alma.

Para cerrar el punto doctrinal, Cabrera resume el famoso “sermón” de Salomón sobre la vanidad del mundo (“Vanitas vanitatum et omnia vanitas”), en el que “reinos, riquezas, deleites, letras, fortaleza, edificios, todo se acaba, todo pasa y está sujeto a corrupción.” La conclusión de Salomón, “[t]eme a Dios y guarda sus mandamientos, porque con esto es todo hombre” (698), prueba el segundo punto del sermón de Cabrera:

“[s]i el hombre quiere mudar estado y librarse de la servidumbre de corrupción a que está sujeto; si quiere pasar de la vanidad y continua mudanza a un ser firme y en su manera invariable como el de Dios, a quien es propio el ser, tema a Dios y guarde sus mandamientos.” El temor a Dios obliga a honrarle guardando sus mandamientos, y esto es fuente de gracia que transforma al hombre en un “ser estable y permanente,” porque

Dios es a su vez firme con los que le temen (698).252

252 “Firmamentum est Dominus timentibus eum (Salmo 24). ‘Firme es el Señor a los que le temen.’”

272

Éste es, precisamente, el argumento central del cristianismo: la equivocación de los hombres en depositar su confianza en otros hombres, en vez de en Dios. En base a dicho precepto, en estos términos se dirige el predicador al “hombre altivo”:

Pues si sirves al rey porque es más que tú, ¿por qué no sirves a Dios, que es más que tú, y que el rey y que todo lo criado infinitamente? ¿En qué te hace ventaja el rey? ¿En la dignidad y en el poder? Esos son bienes de fortuna, cosa postiza y superádita253 al hombre. Puedes saber más que él; ser más discreto, más gentil hombre, más , más virtuoso; y con todo, te honras de ser criado del rey. Hónrate más de ser siervo de aquel Rey soberano, incomprehensible, que te hace infinitas ventajas. (698)

Este fragmento es muy significativo porque alude al tipo de auditorio que asistió a las honras fúnebres de la Villa de Madrid: personas ilustres y doctas de la corte, en más o menos medida cercanas al rey, a las que el predicador amonesta con un tono suave, si lo comparamos con las reprensiones a los poderosos que vimos en el ciclo de la Cuaresma.

La acomodación a lo particular fluye en este sermón fácilmente con los tópicos forzosos que se tienen que tratar en una oración funeral; es decir, la realidad del público presente ayudaba a Cabrera a desarrollar la plática ligando la doctrina de la eminencia de Dios con el significado de la muerte del hombre y, como paradigmática, la muerte del rey.

Desde el punto de vista semántico, el público condicionaba el vocabulario cortesano aquí empleado; al seguir el predicador probando la gloria de Dios, aparecen frases como: “la grandeza de su casa y corte,” “[s]ervir a Dios, es reinar” o “los sumilleres de corps que tocan y tratan y guardan el cuerpo de Dios.” Los sumilleres de corps eran los jefes de palacio que tenían el cuidado de la Cámara Real; éstos son, como dice Cabrera, “los muy privados” al rey: “[c]uando uno es muy privado, suelen decir:

Fulano es el rey; puede lo que quiere. Pues los santos son reyes, porque son muy privados

253 Errata de la edición de 1906, que dice “superáddita.”

273

de su rey” (698-99). La insinuación es clara, no necesita muchos comentarios, al igual

que la forma de persuadir: Cabrera sabe lo que apetecen los allí presentes. Por este

motivo, después de hablar de la invisibilidad de Dios y de los bienes eternos que da,

continúa con el mismo tema, pero ya con un tono más severo:

Pues no es lástima entre cristianos, que pueda254 tanto el sentido con los hombres sensuales que al rey visible, aunque temporal, le sirven con tanto amor y puntualidad, y con tan solícito cuidado, y con tanta fatiga y trabajo, hasta perder la salud y vida, y lo desean, y negocian y compran, y se mueren por ello255? Pues y a la privanza ¡cómo la envidian, cómo la apetecen256! ¿Qué halla ahí? ¿Qué merced te puede hacer? ¿De una encomienda? ¿De un título? ¿De un estado? Otros hay que ni aún eso pretenden. Sólo aquel favor. ¿Qué son esos? Jurillos de por vida tan al quitar. (698)

La crítica no se dirige tanto hacia los privados, sino hacia los pretendientes de cargos y otras dignidades, como los “jurillos” (“pensioncillas”), que pululaban por la corte y cuya mala fama era de dominio público. Es más, la voz del predicador arremete contra las falsas esperanzas de los que venían a Madrid en busca de honras mundanas:

“[o]id un desengaño que os da, hombres, un profeta y rey: ‘[n]o pongáis vuestra confianza en los príncipes, que al fin son hombres como vosotros, que no tienen salud’”

(699).257 Cabrera elabora aún más la apelación dirigida al público para que se dé cuenta

de lo poco que ofrece el mundo:

Cuando muere un rey, hay general muerte de esperanzas. ¡Qué de deseos frustrados! ¿Qué de pensamientos desvanecidos! ¡Qué de telas cortadas a medio tejer! ¡Qué de torres de viento fabricadas en la fantasía en un punto derrocadas! ¡Cuán de otra suerte el justo, de quien está dicho: Justus meus

254 Errata de la edición de 1906, que dice “puedan.”

255 Errata de la edición de 1906, que dice “ellos.”

256 Errata de la edición de 1906, que dice “apetece.”

257 “Nolite confidere in principibus, in filiis hominum, in quibus non est salus (Salmo 145).”

274

ex fide vivit (Hebr., 10); “Mi justo no vive por el sentido, sino por la fe!” (699)

La ironía del predicador supura el texto; se confronta la vaciedad de los pretendientes y sus vanas esperanzas, que mueren con el rey, con las estables y verdaderas que mueven a los justos. La dualidad ascética que contrasta lo que se percibe vitalmente, el medrar en la corte, con lo que se concibe lógicamente (Gilman 88), el no confiar en los hombres, prueba el segundo punto doctrinal sobre la total necesidad del cristiano de honrar al Rey eterno, si se quiere participar en su naturaleza estable y permanente. El impedimento que conlleva la invisibilidad de Dios se supera con la fe,

cuya definición es, siguiendo a Hebreos, 11:258 “una luz que nos descubre aquellos bienes

eternos en que es bien colocar nuestras esperanzas. Son unos antojos de lejos que

alcanzan a ver aquel Rey invisible” (699). La fe, en suma, nos persuade a que deseemos

servir a Dios.

El último punto de la discusión doctrinal funciona como una buena transición a la

segunda parte del sermón:

El poder que con eminencia está en los reyes es sin duda derivado del de Dios y por El comunicado, y así quien resiste al rey y se le rebela, resiste a Dios quebrantando el orden que El tiene puesto: que los vasallos obedezcan al rey, que tiene las veces de Dios. Y este orden durará mientras durare el mundo, hasta que Cristo venga en forma visible, y con toda su majestad, a tomar la plenaria potestad de su reino todo y la total administración. (699)

Autorizándose en San Pedro259 y en San Pablo,260 Cabrera ratifica la creencia de

la época sobre el origen divino del poder del rey. Esto significaba, no sólo que era

258 La fe es “el estribo de la esperanza; es una cierta persuasión de las cosas que no se ven, ni entran por el sentido” (699).

259 “Deum timete, regem honorifícate; ‘Temed a Dios, honrad al rey?’”

275

obligación del cristiano respetar el papel que Dios les había dado a los reyes en la

“comedia de la vida,” sino que además les hacía sus “virreyes” en la tierra; en

consecuencia, la rebeldía contra el rey se transformaba en desobediencia a Dios. La

Iglesia legitimaba el poder monárquico con este dogma, proyectando la figura glorificada

del rey a través de su medio más eficaz, el púlpito.

Segunda parte: elogio al monarca

Cabrera empieza refiriéndose a Felipe II como a uno de los más señalados

vicarios de Dios en la tierra que, por la “gracia,” ya está en estado de inmortalidad. Dicho de otro modo, el rey difunto encierra en sí toda la doctrina que anteriormente ha desarrollado el predicador erigiéndose como imagen ejemplificante del pueblo.

A continuación sigue con la tradicional y obligada falsa modestia del orador ante la difícil tarea encomendada,261 para después exponer lo que se propone hacer: como

desconfía de su elocuencia para hacer un “retrato digno de nuestro rey,” va a recurrir a la

elocuencia de la Sagrada Escritura comparando a Felipe II con Salomón, pero “con un

plus ultra, diciendo: Ecce plus quam Salomon.” Esta frase tomada del evangelio de San

Mateo, 21, 42, la va a adecuar a sus propósitos: marcar las virtudes aventajadas del rey

español sobre el rey bíblico.

260 “Non est autem potestas nisi a Deo, itaque qui resistit potestati Dei ordinationi resistit” (Romanos, 13). “No hay autoridad que no venga de Dios; y los que hay han sido puestos por Dios” (La Santa Biblia).

261 “Atrevimiento será y no pequeño querer yo con mi rudeza querer escurecer el resplandor de sus reales partes y heroicas virtudes” (700).

276

Sin embargo, antes, y siguiendo como modelo a Plutarco en los paralelos que hizo

entre varones ilustres, Cabrera va a elogiar al padre del rey difunto, el emperador Carlos

V, comparándolo al rey David, padre de Salomón.

Elogio a Carlos V

El fundamento de la comparación entre el emperador Carlos V y el rey David se basa en tres puntos que les caracteriza como reyes: el ser ambos guerreros, religiosos y magnánimos.

Empieza el cotejo de los dos reyes en sus habilidades belicosas de las innumerables batallas que pelearon, y en cómo ambos subyugaron a los enemigos bajo su poder.262 Como el elogio va dirigido a Carlos V, lógicamente se desarrollan más sus

características que las de David. En los datos que aporta, el predicador habría echado

mano de las biografías del emperador e historias populares con el propósito de llegar a su

público en la evocación de sus batallas y hechos, posiblemente, conocidos por la

mayoría.263

Lo anecdótico se hace muy evidente cuando argumenta la religiosidad del

emperador. Cabrera no sólo refiere datos precisos de su oposición a los dogmas heréticos

de Lutero en Alemania (firmó un escrito en Worms cuando tenía veintiún años), sino que

262 “Desta suerte el invictísimo emperador, famoso en armas, glorioso en victorias, gran capitán, poderoso guerrero, terror del mundo, hizo retirar al Turco en Viena, que traía quinientos mil caballos; ganó a Túnez; prendió al francés en Pavía; desbarató la liga de Alemania y redujo el imperio a su obediencia” (700).

263 Esta literatura divulgativa fue muy popular en los siglos XVI y XVII y, aunque eran libros escritos con poco cuidado y con valor nulo para la ciencia histórica, aún así ofrecían datos, fechas y anécdotas de fuentes primarias. Soria indica que los predicadores no dudaban en acudir a este tipo de literatura porque, realmente, buscaban la originalidad por otros derroteros; al mismo tiempo, los autores de estas historias recurrían a los sermones impresos copiando incluso párrafos enteros (481).

277

cita un fragmento del escrito.264 También, demuestra su gran devoción religiosa trayendo

a colación un testimonio que describía cómo en una procesión acompañó el Santísimo

Sacramento.265

Por último, ambos reyes demostraron su magnanimidad con el hecho de renunciar

de su reino en vida. Carlos V se recogió en un monasterio para tener una vida contemplativa, lo cual significó un triunfo rotundo contra el mundo y sus pompas. Por esta “hazaña,” refiere el predicador, merece la gloria inmortal, pues menospreció “el mayor estado de cuantos a la sazón había en el mundo.” Esto también le hace digno, sigue, de la divisa que tomó cuando se alzó como emperador: “las dos columnas de

Hércules, con la letra Plus ultra; pues conquistó nuevas tierras y pasó con el señorío y con las hazañas delante de donde hasta allí otros habían llegado” (701). El padre del rey fallecido se presenta, pues, como modelo victorioso contra el peor enemigo del hombre:

el mundo.

Elogio a Felipe II.

Las virtudes que acercan a la figura de Felipe II con la de Salomón son siete:

sabiduría, justicia, paz, magnificencia, la construcción de un templo, fe y paciencia. En

todas ellas va a aplicar el lema de “Ecce plusquam Salomon hic.”

264 “Por tanto digo: que mi deliberada voluntad es de poner a riesgo todos mis reinos y señoríos, mi imperio, mi cuerpo y mi sangre, mi salud, y todo cuanto yo y mis amigos tenemos en esta vida, hasta estorbar que no pase adelante una cosa que tan malos principios ha tenido, etc.” (700).

265 “En Augusta, el año de 1530, haciéndose la procesión del Santísimo Sacramento, la más solemne y sumptuosa que jamás se había visto en Alemania, para confusión de los herejes, que no quisieron hallarse en ella, y para edificación de los católicos, el emperador acompañó al divinísimo Cuerpo de nuestro Redentor, yendo detrás en cuerpo y sin gorra, ni sombra alguna, aunque hacía terrible calor y un sol que ardía, y llevó en las manos un cirio de cera blanca” (700).

278

Empieza diciendo que la fama de Salomón ha sido, sobre todo, la de gran sabio;

en esta misma virtud fue admirable Felipe II: “juntamente abarcaba y comprehendía los

negocios más arduos de estado, de guerra, de gobierno, y atendía a otros muy domésticos

y muy particulares” (701). La sabiduría se conecta con su gran capacidad y dedicación al

trabajo: “[m]ás saben de eso los que más le trataban. ¿Qué era ver su asistencia en los

papeles, su inmenso trabajo cuando pudo, sus repuestas discretísimas, sus advertencias,

sus enmiendas o adiciones a lo muy limado, su recato y sendas extraordinarias para no ser

engañado?” (701).

Inspirado en David,266 Cabrera identifica la diligencia en el trabajo como la

manera en que se santificó el camino de su vida, de tal forma que nunca hizo una

injusticia a propósito, a no ser que fuera engañado. El eximir al rey de toda

responsabilidad en los aspectos negativos del gobierno es un rasgo propio de los

sermones de la corte; tanto Cabrera como Terrones proyectan una imagen idílica del

Felipe II echando la culpa de todos los errores a sus consejeros.

La justicia es la segunda virtud, y el predicador recuerda la anécdota de Salomón

cuando mandó dividir en dos al niño que reclamaban dos mujeres. Cuando le toca el turno a Felipe II, el predicador expresa su fascinación con enumeraciones y admiraciones mientras va recontando ejemplos concretos: “no sé quién en esto le haya igualado. Tan

incorrupto, tan entero, tan libre, tan igual, tan sin adherencia a ninguna de las partes; pero

justo en fiel para la justicia.” También: “[n]o se ha visto tal propensión, inclinación,

impulso, vehemencia, ímpetu a hacer justicia, que me parece se sacara un ojo y se cortara

266 Salmo 76: “Deus in sancto via tua.”

279

un brazo si la justicia lo pidiera” (701).267 Cabrera menciona como ejemplos de

administración de justicia el “quitar y dar estados” sin escándalos, y refiere el hecho de cómo los ministros han sido más que nunca “reverenciados,” “obedecidos” y

“reformados.” No es de extrañar el énfasis que da a este aspecto por la afiliación de

Cabrera a la Corona como predicador real; este puesto significó “medrar” como miembro eclesiástico y recibir un salario de la Capilla Real.268

Un aspecto significativo que se destaca, y que va en consonancia con la

predicación del dominico, es la justicia recibida por los pobres bajo Felipe II: “[l]os

vasallos injustamente oprimidos de los señores, los pobres de los ricos, los desvalidos de

los poderosos, aquí hallaban amparo, a este sagrado se acogían, como a otro Job que decía: Contedebam mollas iniqui et de dentibus illuis auferebam praedam; ‘Quebrábale

las muelas al malo, y de los dientes le sacaba la presa’”269 (701). Recordemos que el concepto de justicia tenía un matiz religioso; era dar a cada uno lo que su condición merecía (Núñez Beltrán 349) como parte de la tarea sagrada del rey (Fernández Álvarez

303). Bajo la tarea del rey había una concepción teológica de la política en cuanto a que la justicia que repartía estaba cargada de valores morales que debían ajustarse a los mandatos de la Iglesia (Negredo, La palabra de Dios al servicio del rey 303).

El fruto de la justicia es la paz, que es la tercera virtud del monarca: “¡Qué felicidad ha sido la de este siglo dorado, en que habemos gozado de tanta paz por el

267 Soria ha anotado que entre las virtudes personales del rey, la justicia es la que destacan, casi por unanimidad, los predicadores que aparecen en la colección de Lequerica. Precisamente, hace referencia a la primera frase de Cabrera aquí citada porque resume, para él, el juicio de todos (477).

268 Este mismo rasgo compartía Terrones (Fuente Fernández 357).

269 Job, 29.

280

gobierno de nuestro pacífico Salomón.” El “siglo dorado” es una alusión al renacimiento

que tuvieron las letras durante el reinado de Felipe II; así prosigue Cabrera:

Esto ha gozado España y Italia en los días de nuestro rey. Y porque el ocio de la paz es madre de las letras, nunca ha habido en España tantos y tan grandes letrados, teólogos y juristas y de todas facultades; nunca las artes más floridas; nunca tanto libro sacado a la luz, y nunca los hombres doctos y eminentes han sido tan favorecidos y premiados; y sobre todo, nunca las religiones tan reformadas en este reino, ni en tanto punto de observancia como lo han estado y están por el patrocinio y providencia de nuestro rey, que no se puede decir la puntualidad con que a esto acudía. (702)

Soria recoge en su estudio la afirmación de Cabrera como muestra del espíritu

letrado que se respira en los sermones de la edición de Lequerica (459). De hecho, gran

parte del auditorio que estaba presente en las honras celebradas por toda España, eran muy probablemente personas doctas que esperaban de los sermones, no la novedad que unos años más tarde sería la norma, sino la “perfección de lengua” como el Maestro

Medina se refería en su prólogo de las Anotaciones de Fernando de Herrera (478). Este

ambiente letrado se desarrolló en unísono con la actividad postridentina de España, y ésta es la conexión a la que alude Cabrera al afirmar el gran apoyo que Felipe II dio a ambos campos: las letras y la religión.

La cuarta cualidad es la munificencia. Si Salomón tenía “anchura de corazón”270 para edificar grandes obras, con respecto a Felipe II dice Cabrera:

¡Qué corazón tan grandioso fue el de su majestad! ¡Qué espacioso, qué extendido! Más que las riberas del mar, para dar y gastar y hacer obras grandes y excelentes. Nadie en España ha tenido tanta majestad y esplendor de casa y corte, y ostentación de grandeza como su majestad tuvo cuando convino. Nadie ha hecho gastos más suntuosos en edificios, alcázares, bosques, jardines, aguas. Ninguno ha hecho tantas y tan

270 “Dedit Deus Salomoni latitudinem cordis quasi arenam quae est in littore maris. ‘Que le dio Dios anchura de corazón, como la arena que está en las extendidas playas del mar y sus costas prolongadas’” (3, Reyes, 4).

281

magníficas mercedes. Y mírese bien, ¡qué de casas, qué de vínculos, qué de estados nuevos, qué de aumentos a los antiguos y a hombres militares! (702)

La generosidad del rey despunta en diversos campos: la edificación regia, la

creación de nuevos estados sociales y el incremento de la paga de los tercios. Pero lo que

más valora Cabrera es la limosna, práctica cristiana tan afín a la labor pastoral del

dominico:

[N]o tienen cuento las que ha hecho gruesísimas a todo género de pobres, conventos, hospitales, doncellas, niños y otras obras pías. En conclusión, digo en este punto, que fue uno de los más notables y señalados príncipes, si no fue el más notable que ha habido en el mundo, y en quien más cosas concurrieron para hacerle célebre y famoso. (702)

A partir de ahora el discurso empieza a modelar la figura del monarca en términos

piadosos: primero enfatiza su actividad caritativa y, después, en el momento de alabar su

genealogía (lugar obligado de toda oración fúnebre), subraya los ocho santos canonizados

de su linaje. Cabrera incluye a San Fernando en la genealogía de Felipe II, pero éste no

sería canonizado hasta 1671 (Soria 459). El rey santo fue en pleno barroco constantemente identificado en el púlpito con la Monarquía de los Habsburgo; era un

recurso de los predicadores para exaltar los valores monárquicos a través de la amistad de

Dios con la dinastía (Negredo, La palabra de Dios al servicio del rey 305). La referencia

de Cabrera demuestra que los predicadores del siglo XVI anticipaban esta asociación

mucho antes de que fuera canonizado para cumplir con el mismo objetivo. Por otra parte,

su magnificencia se refleja también en la gran extensión de sus territorios,271 y en su

larga vida y gobierno.272

271 “El mayor señorío que se sabe; ciñendo con ambas Indias la longitud del mundo, y acá en Europa, señor de los Estados Bajos y de lo mejor de Italia, y sobre todo señor de todas las Españas, que es de gran excelencia de nuestro rey haber ajuntado a esta corona el reino de Portugal” (702). 282

El Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, llamado hiperbólicamente como el

octavo milagro del mundo,273 representa otra similitud con Salomón en la construcción

de un templo magnífico. Además de la “gran determinación, maravillosa constancia, rara

felicidad” que mostró el rey en el largo proceso de edificación, Cabrera exalta el hecho de que el rey no construyera una para “vanos pasatiempos,” sino un monasterio donde los monjes están dedicados día y noche a la actividad devocional.274

Por otro lado, pondera las obras de arte que contiene el recinto y, sobre todo, la gran cantidad de “sagradas reliquias.” Esta colección es de tal envergadura que es suficiente, según Cabrera, para “inmortalizar su fama” por ser “tan santa y provechosa”; como ahora veremos, ésta no será la única referencia a las reliquias del rey.

En la sexta semejanza, la fe, es donde Felipe II más supera a Salomón. Mientras

éste profanó en la vejez la gloria de Dios por su afición a las mujeres idólatras, el rey español siempre fue firme en la fe:

[G]ran continencia, libros santos, gran moderación, por no decir pobreza, en ropa, mesa, cama y en todo el trato de su real persona y casa; siempre devoto a Dios y a sus santos; muy venerador de las sagradas reliquias. Y en esta enfermedad, desde que le dio, todos los días le llevaban reliquias de diversos santos en quien tenía devoción, las cuales adoraba y besaba con grandísima reverencia. (703)

272 “Con eso, tan larga vida que ha más de cuatrocientos años que ningún rey en Castilla llegó a sus días, y cuarenta y dos años de reinado absoluto y sin tutorías, cosa que ninguno en estos reinos ha alcanzado, y muy pocos de los del mundo” (702).

273 En los mismos términos se refiere Terrones. La construcción del monasterio se inició el 23 de abril de 1563, y terminó el 13 de septiembre de 1584. Siguió el ejemplo de su padre en Yuste, poniendo ambos sus aposentos al lado de la iglesia. Ambas proyectos siguieron el modelo del Templo de Jerusalén de Salomón. El llamarlo el octavo milagro se refiere a la catalogación de época helenística de las siete maravillas del universo (Fuente Fernández 369).

274 “donde se cantan día y noche las divinas alabanzas; donde tanto coro, tanto culto divino, tanta oración, tanta limosna, silencio, estudio, letras; tanta observancia de los padres religiosísimos que viven en aquella soledad” (703).

283

Ya vimos el culto tan especial que tuvieron las reliquias en este periodo, sobre

todo, en el momento de la muerte. Así pues, la cita anticipa rasgos de la “buena muerte,” como son sus hábitos, la vejez y la enfermedad, que en su momento puntualizará con cada detalle el predicador. Los pormenores de la enfermedad y de los últimos días del monarca fueron detallados por fray Diego de Yepes, prior del Escorial, confesor del rey y

uno de sus ejecutores testamentarios, en una relación accesible a los predicadores. 275

Siguen referencias otras obras piadosas del rey como las canonizaciones que hizo, las misas solemnes a las que asistió, la oración mental y vocal que practicó cuatro horas al día y, por supuesto, la guerra que ejerció contra los herejes:

¡Oh más que Salomón nuestro católico rey; infrangible en la fe; muralla inexpugnable de la cristiana religión; gran celador de la honra de Dios; enemigo capital de todos los herejes y que con todas sus fuerzas los persiguió en sus reinos y en los extraños, sin haber arrostrado jamás a tener por amigos a los que no lo son de Dios, ni admitir por vasallos a los que no son hijos de la Iglesia; y sobre eso, les ha hecho guerra implacable, en cuya persecución, aunque se han gastado sus inmensos tesoros y consumido su riquísimo patrimonio real. (703)

La explosión emotiva del dominico dibuja, a través de la enumeración, el celo religioso del “católico rey” que incluso gastó grandes cantidades de su patrimonio real en defensa de la cristiandad. El discurso contrarreformista del predicador pone en boca del rey la esencia de su política exterior e interior: “vaya todo y no se diga que ni por una hora permití libertad de conciencia a mis vasallos!” (703). Los rasgos de intransigencia religiosa son vistos por Cabrera, como fraile postridentino, como un rasgo positivo en la

275 Relación de algunas particularidades que pasaron en los vecinos días de la enfermedad de que murió Nuestro Católico Rey Don Felipe II. Mancini Giancarlo ha localizado dos copias del manuscrito de la obra de Yepes en la Biblioteca Nacional (Nº 1504), en el volumen Historia de España de Blancas, fols. 56-59, con letra del siglo XVII; y en el manuscrito 10951 (fols.1-19) de fines del siglo XVIII. Hay otra edición recogida y compuesta por Diego Ruyz de Ledesma, en Milán, 1607. También existe una versión francesa, publicada en Amberes, 1599 (140).

284

política del rey pues demostró su gran celo religioso extirpando la herejía por doquier. En

este sentido, Felipe II sobresale en Europa como príncipe católico por antonomasia,276 que nunca sucumbió por temor a una rebelión a la “razón de estado de los paganos políticos.” Así lo demuestran todas sus famosas batallas (Lepanto, Malta, Hungría,

Francia, Inglaterra), mientras que sus derrotas son vistas como las pruebas que Dios hace a sus amigos.

La última virtud que retrata al rey es la paciencia en las adversidades. En esta cualidad no hay comparación con Salomón porque la Escritura no dice nada al respecto, motivo por el cual Cabrera duda de la salvación del rey bíblico. Ya hemos visto que las desdichas son pruebas de Dios (Senéca), al igual que las tentaciones (Eclesiástico, 34); a este respecto, Felipe II siempre mostró una “admirable constancia, igualdad de ánimo, un mismo semblante a la próspera y adversa fortuna.” Esta virtud se perfeccionó con sus dolores de gota, enfermedad que le impidió ponerse de pie durante dos años y medio.

Recuerda el predicador la “lección de desengaño de reyes” de la visión de Job, y añade:

¡Oh qué lección ha sido la de estos días para todos los mortales; ver un monarca tan grande, tantos días y semanas acabando, lastando, penando, agonizando, manando materia por tantas bocas como se abrían en su cuerpo, en aquel cuerpo tan limpio, tan aseado, tan estimado! Que era verle en tanta calamidad, con igual paciencia que Job y con menos fuerzas, pues Job la tenía para mandarse y curarse, limpiando la podre con un tiesto; pero nuestro segundo Job, tendido en su camilla cincuenta y tres días, cosido de espaldas y crucificado, sin ser posible volverse de ningún lado, ni hacerse la cama en todo este tiempo; penetrado todo su cuerpo de agudos dolores, y tan sentido, que no le podía tocar la sábana sin lastimarse mucho; y que no abriese la boca para quejarse, ni se haya enojado, ni dicho palabra desabrida, ni alta, sino que con grandísima benignidad consolaba a todos, compadeciéndose de lo que por él trabajaban. (705)

276 “¿Qué rey ni príncipe en esta era ha peleado las batallas del Señor y defendido la causa común de la Religión y de la Iglesia, sino solo nuestro rey?” (704).

285

Los datos que proporciona Cabrera sobre las prácticas médicas de la época (como

las sangrías), los días de la enfermedad y la actitud paciente del enfermo los tenía en la

relación de Yepes, lo que el dominico hace magníficamente es amplificar retóricamente

este contenido con el objetivo de despertar más emotivamente la compasión y admiración

por el rey sufriente. El tono en la descripción de la agonía es muy diferente al de la

primera parte del sermón cuando generalizaba acerca de los preceptos doctrinarios sobre la muerte de los reyes. La voz del predicador brota profundamente condolida ante el caso concreto del sufrimiento de Felipe II, e introduce en el discurso ciertas pinceladas hagiográficas, como son la descripción de su gran paciencia y términos como

“crucificado.” A este respecto, hay que tener en cuenta que el mismo Yepes manifestó en el prólogo de su relación la importancia que le dio, no tanto a la crónica de sucesos, sino a la finalidad edificante de los últimos momentos del rey para defensa de la fe católica, y como ejemplo para todos los cristianos del bien morir (Mancini Giancarlo 140). Así, lo que Cabrera aportó al discurso contrarreformista de la relación de Yepes fue su elocuencia para expresar el sentimiento religioso y la admiración personal a la figura de

Felipe II.

Continúa Cabrera desarrollando el tema diciendo que, según Séneca y San

Gregorio, de la virtud de la paciencia nace la perfección, de lo cual el monarca español hizo buena muestra de esta cualidad durante la agonía, al reprimir sus sentimientos humanos para alabar a Dios:

Cuando le hubieron de abrir la rodilla por una gran colección que allí se hizo, fue realmente despedirse de la vida y ponerse a pasar un martirio de dolorosa cura. ¿Con qué se previno? Mandó a su confesor que en voz alta le leyese la pasión del Señor por San Mateo, y reparase en la oración del huerto por aquellas palabras: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la 286

tuya.” No se oyó de su boca otra palabra en aquel acto, y acabado el sacrificio, mandó dar gracias a Dios, y todos los circundantes de rodillas, dijeron: “Amén.” Y él quedó con gran sosiego. (706)

Aparece en escena el confesor del rey, fray Diego de Yepes, en medio de su labor como “especialista del bien morir:” está colocado al lado del moribundo leyéndole relatos

piadosos. La “rara perfección” del rey se manifiesta en la devoción con que escuchaba la pasión de Cristo, y en el sosiego que le producía.

Por fin llegamos al momento culminante de la narración con la descripción de la

“buena muerte” del rey. Cuando el confesor le dijo que se moría, Felipe II, “lejos de turbarse ni entristecerse,” mostró su conformidad con la voluntad de Dios dándole las gracias al sacerdote y repitiendo las palabras de Cristo en su pasión, de tal forma que

“vino a desear morirse.” Su confesor le vio con tanta resignación que se atrevió a decirle que “deseaba se muriese desta enfermedad” (707). El monarca expresó su agradecimiento y empezó a dar diversas instrucciones del casamiento de sus hijos o de, incluso, cómo amortajarlo: “los dolores eran recios y para entretenerse y divertirse trataba de su muerte por no perderla de vista.” Esta actitud indica su preocupación por tener memoria de la muerte, lo cual, según la literatura del bien morir, era el acicate para cumplir, con clara conciencia, con todo lo necesario para la salvación.

Antes de comenzar la narración del último momento del monarca, Cabrera recuerda al público, inspirado en la Sagrada Escritura,277 la concepción doctrinaria de la buena muerte: “[n]o prediquéis a alguno por dichoso y bienaventurado en vida, hasta ver que la haya fenecido con buena muerte. Déjale que pase toda la carrera, que al fin se

277 “Ante mortem ne laudes hominem quemquam, quoniam in filiis suis agnoscitur vir. ‘No alabes a ningún hombre antes de su muerte, porque en sus hijos se conoce el hombre de valor’” (Eclesiástico, 11).

287

alcanza la gloria.” Si la buena muerte era señal de la salvación del individuo, también era un síntoma de una buena vida. En el caso de Felipe II: “¿Qué muerte, veamos, tuvo nuestro rey? ¿Qué muerte? La que se debía a su muy buena vida. Muerte que cuando toda su vida hubiera sido perdida y desbaratada, bastara a honestarla esta buena muerte, que un bel morir tutta la vita onora” 278 (706).

De esta manera, el predicador va narrando paso por paso los últimos instantes del

monarca para probar su buena muerte y, por tanto, su salvación. En primer lugar, el rey se

somete a la Iglesia haciendo todo lo que decía su confesor; su buena disposición es

tildada de “prodigio,” término hagiográfico que connota la manifestación de la gracia

divina.

Se sigue detallando cuántas veces comulgó y cuántas confesó según se iba

acercando el momento. Doce días antes de la muerte recibió la unción, para la cual

“como era tan aseado se hizo cortar las uñas y lavar las manos, por la reverencia del

Sacramento; recibióle con extraña devoción, habiéndose confesado primero.” Quiso que su hijo estuviera presente en la Extremaunción como lección cristiana y de buen gobierno; así en boca del rey, dice el predicador:

Hijo, he querido que os halléis presente a este acto, para que veáis en qué para el mundo y también las monarquías. Encargóle muy de veras mirase por la religión y defensa de la santa fe católica y por la guarda de la justicia; y más, que procurase gobernar y vivir de manera que cuando llegase a aquel punto se hallase con seguridad de conciencia. (707)

Las palabras que dirige al heredero ilustran el Eclesiástico, antes citado por el

predicador, sobre cómo en los hijos se conoce el hombre de valor.

278 La frase en italiano es señal del auditorio ilustre que presenció este sermón. 288

En los últimos días, el rey pasaba las noches cantando salmos y relatos edificantes para vencer, como aconsejaba la Escritura,279 la melancolía de la oscuridad; también, servía como alimento que nutría su esperanza. De esta suerte que sus últimas palabras fueron: “[m]uero como católico en la fe y obediencia de la Iglesia Católica Romana.” La declaración de fe antes de expirar se simbolizó en el crucifijo de su padre y en la vela con la imagen de Montserrat que tenía cogidos firmemente con las manos durante seis horas:

En la última llamarada de la vida, volviendo de un recio paroxismo, o rapto, o éxtasis que tuvo dos horas antes que expirase, abrió los ojos con gran viveza, y poniéndolos en el crucifijo con que murió su padre, se le tomó de la mano al que le tenía, y con grandísima devoción le besó muchas veces. (708)

Los allí presentes, sigue Cabrera, al ver “aquel súbito y extraordinario hervor de espíritu” pensaron que debía ser un “regalo” del Señor: “¿Qué era esto, sino que estaba en su pecho aquella fuente de agua viva que bulle y da saltos a la vida eterna? Así se fue poco a poco acabando con grande paz y quietud, hasta rendir sin violencia el alma en las manos del Padre” (708). La escena del momento de expirar, vívidamente pintada, es ejemplo de la muerte que todo cristiano desea (“¡Oh muerte muy para ser envidiada!”). El sosiego y la quietud eran síntomas de la salvación del alma (Martínez Gil 620); de ahí la insistencia del predicador en este aspecto junto con otros detalles: el vocabulario hagiográfico no pasa desapercibido (“rapto,” “éxtasis”), ni tampoco los signos de la cruz y la vela; todo construye la imagen de un santo en directa comunicación con Dios en el momento de la muerte.

279 “Qui dedit carmina in nocte” (Job, 35). Los relatos que menciona Cabrera son: la conversión de la Magdalena, la conversión del buen ladrón y el hijo pródigo.

289

Desde los biógrafos medievales, era costumbre completar las vidas de los reyes con un buen morir: primero, porque era una obligación de la realeza para la edificación

de sus súbditos y, segundo, porque era uno de los actos que marcaría una buena o mala

memoria de ellos. Los reyes eran, además, un modelo más cercano a imitar que los

santos. La evolución de estos relatos fue de tal dimensión que cada vez se introdujeron

más detalles llegando a publicarse libros enteros sobre el tema, que sirvieron de material

para sermones fúnebres. El de Antonio Cervera de la Torre fue paradigmático y fue el

que constituyó a Felipe II en “emblema de buena muerte.”280

Por último, Cabrera termina la escena de la muerte del rey con un tono de júbilo

al calificar esta defunción como “muerte preciosa,” “de justo, de santo y amigo de Dios,”

en la que el mismo Padre eterno

ordenó fuese ejemplo a toda la cristiandad la muerte de un rey tan poderoso y afamado. Puédese poner por norma dechado de bien morir, y para confusión de todos los herejes y paganos. Tengo para mí que si vieran esta muerte, como no estuvieran emperrados como demonios, bastara a ablandarlos y convertirlos. Vean que sola la Iglesia Católica Romana se puede morir tan cristianamente. (708)

Las observaciones de Cabrera apuntan a la actualidad del momento; no sólo

santifica la figura del rey, sino que el sermón sirve de afianzamiento religioso ortodoxo.

Este hecho produce un giro de significado cuando Cabrera asegura que “[q]uedamos

confiadísimos y piadosamente certísimos que se salvó y con grandes ventajas.” Aquí, el

predicador no sólo está siguiendo las fórmulas heredadas de la tradición patrística, sino

que está reafirmando la fe católica en un contexto específico con miras internacionales: el

280 El título del libro es Testimonio auténtico y verdadero de las cosas notables que pasaron en la dichosa muerte del Rey N.S. Don Felipe II, Madrid, 1600 (qutd in Martínez Gil 618). Hay otra edición de 1599 que se conserva en la Biblioteca Valenciana, Signatura: XVI/579.

290 ambiente contrarreformista en que se pronunció el sermón, en el cual el monarca fallecido fue su más grande e incondicional defensor.

Lo que queda del sermón es el obligado elogio al nuevo rey para “consuelo deste reino y de toda la cristiandad.” La alabanza es mucho más breve que la de Terrones y menos hiperbólica, pero, aún así, le atribuye las virtudes heredadas del padre: “sabio, y amigo de sabios y experimentados consejeros”; además de “religioso, católico, temeroso de Dios; vida inculpable, limpieza de costumbres, irreprenhensible, raro ejemplo a todos los siglos de obediencia y respeto a su padre” (709). El elogio de Felipe III, no es sólo una lisonja obligada al nuevo rey, sino que su función va más allá: es el fundamento y prueba de la buena vida y muerte del rey difunto.

Conclusión

Si no hay duda de que Cabrera construye una imagen idealizada y santificada del rey, no obstante, como dice Soria, los predicadores de la colección de Lequerica son sobrios al hablar de sus virtudes, y no se exceden en la narración de la salvación del difunto (otros predicadores menores sí lo harían); es decir, no tejen una leyenda piadosa ni traspasan los límites del buen sentido, sino que lo que pretenden con sus oraciones funerales es darle gloria al rey, como vasallos cristianos, con el fin de que quedara en la memoria del pueblo. Por otro lado, es significativo el valor que este crítico otorga a los retratos del rey de esta colección como materia de la Historiografía popular porque, entre

“comparaciones tópicas y ponderaciones exageradas,” todos pintan la figura del monarca que responde con fidelidad a la verdad popular del Rey Prudente (477-78).

291

La oración fúnebre de Cabrera, puesta en perspectiva con las de Terrones y

Salucio, se caracteriza por poseer un tono más profundamente devocional. Su devoción

tiene varias dimensiones: la que se dirige al Padre eterno, como fervoroso predicador

(prueba de ello es el lema del sermón), y la que se dirige al rey, como súbdito suyo; pero, también, destaca la devoción del fraile dominico en la defensa de la fe dentro del contexto contrarreformista. Se asemeja a Terrones en su sincera y dolida condolencia por la muerte de Felipe II, como predicadores reales elegidos por el monarca. Las referencias directas que incluye Terrones sobre su influencia en la familia real, en Cabrera están implícitas. Y, aunque no cae en las exageraciones de Terrones en su elogio de ambos reyes (el padre y el hijo), sin embargo, el retrato que dibuja de Felipe II está totalmente embellecido a diferencia de la visión mucho más imparcial y parca de Salucio.

En definitiva, en el sermón de Cabrera los motivos tradicionales del concepto de la muerte y del bien morir se funden a la perfección con la función edificante del sermón, con los temas preferidos literarios y artísticos de finales de siglo que apuntan ya al barroco, y con las circunstancias que rodearon esta muerte particular. La expresión lingüística y su prosa de corte clasicista, junto con el dominio de los recursos retóricos de la amplificatio, hacen que el texto tenga una cuidada elocuencia que sugiere la majestuosidad del tan estimado predicador real en el momento en que representó y pronunció esta oración.

292

CAPÍTULO 7

CONCLUSIONES

Aplicado està este discurso (Christiano Lector) pues te hallas en las manos con el fructo suaue y prouechoso de un Arbol de los más crecidos y vistosos, que muchos años hase han plantado en el Iardin de la Iglesia. Bien conocida es esta verdad, de quien conocio al Padre Maestro Cabrera que esta en gloria, cuya lengua y dezir se tubo por tan eloquente y suaue; quanto su Doctrina por sana y medicinal, para todos generos de gentes. (Prólogo al lector pío y cristiano, Consideraciones sobre los Evangelios de Cuaresma, Convento de San Pablo de Córdoba)

La gran expansión que tuvo la antigua metáfora del teatro durante el siglo XVII impulsó a la sociedad a que adquiriera un cambio de actitud hacia la vida. De ahí que uno de los entretenimientos preferidos de todas las clases sociales fuera el espectáculo del teatro en sí y que, por eso mismo, las fiestas cortesanas y las celebraciones religiosas se concibieran y celebraran con pleno sentido de lo teatral. Por otro lado, se hacía palpable la retroalimentación existente entre el teatro y la religión: ambas interpretaban el mundo en una línea vertical incorporando a la realidad que rodeaba a los hombres las otras dos dimensiones del pensamiento religioso, el cielo y el infierno.

En las festividades que conmemoraba la Iglesia todo el pueblo participaba; de entre ellas destacaron por su sensacionalismo el Corpus Christi, los autos de fe y los autos sacramentales. Rawlings nos recordó cómo el Corpus Christi era el mejor ejemplo de la

293

propaganda triunfante de la Contrarreforma, mientras que los autos sacramentales se

convirtieron en un instrumento oficial de enseñanza al pueblo.

Emilio Orozco ha llamado a los autos sacramentales “sermones en verso” en los

que se combinaban el acto semilitúrgico con la fiesta y el regocijo que proporcionaban

todas las artes mezcladas. Calderón, como Granada y Cabrera, sabía que los ojos

percibían muchos más que los oídos y se les podía impresionar con enorme facilidad; en

el teatro es donde encontró el mejor medio para comunicar la doctrina cristiana. De esta

manera, en el siglo XVII el auto sacramental se convirtió en drama y espectáculo del

misterio de Cristo y del pensamiento teológico. El objetivo era conmover al público, algo

que iba en consonancia con las tendencias barrocas del arte: hacer lo invisible, visible

pero, además, dándole plena sensación de vida (157-59).

Según Orozco, el que el teatro como espectáculo floreciera en el siglo XVII en

tales dimensiones multiplicándose los locales por las ciudades, fue más que nada un

fenómeno social. Debido a que el teatro no exaltaba la realidad sino el mundo del sueño,

el público se entusiasmaba con este mundo de apariencias que representaba el goce de la

ficción teatral. El apasionamiento de la gente estimulaba la proliferación rápida de obras

de teatro, lo cual evidenciaba el fenómeno como algo más social que literario (237-39).

En cuanto al aspecto metafísico del barroco, sus expresiones artísticas incitaban

insistentemente al público a que gozaran del placer; pero se hacía consciente de que el

goce debía ser apresurado, porque la realidad insinuante se quebraba con el recuerdo moralizador de la vanidad del mundo y la fugacidad de la vida. En este sentido, el arte teatral, dice Orozco, era el símbolo de la vida en su concepción ascético-cristiana: el espectador sabía que lo que contemplaba en el teatro era una ficción, pero aún así se

294 conmovía y emocionaba ante el drama; esto producía un desdoble en el espectador en el mismo momento en que aceptaba el goce de la apariencia teatral. Simultáneamente, esta experiencia le hacía pensar en lo efímero de la realidad concreta y tangible que seducía sus sentidos, puesto que estaba destinada a desaparecer de la misma manera que lo hacía un decorado de teatro (239-43). Precisamente, el auto sacramental de Calderón, El gran teatro del mundo, da una “decisiva lección sobre el sentido cristiano de la vida: que gocemos de este mundo con la conciencia de que no somos para este mundo” (Orozco

243). En esta concepción ascético-cristiana es donde encontramos la conexión del teatro con la predicación barroca, y con el performance que produce la religión.

El performance de todo predicador es una acción que envuelve a los observadores en una experiencia religiosa. La representación del predicador proyecta unos mensajes en los que los espectadores se ven reflejados como en un espejo; esta identificación del auditorio con lo que está presenciando es el punto de unión entre el predicador y el espectador, y se revela como una experiencia llena de significados.

El orador sagrado de finales del siglo XVI y principios del XVII exteriorizaba un comportamiento en el púlpito que le definían en su papel social de ministro de la palabra de Dios, que debía responder a los decretos del Concilio de Trento. A la misma vez, el predicador emitía un modelo de conducta que los fieles debían aplicar a su vida cotidiana, y esto se llevaba a cabo a través de la reprensión de comportamientos y rituales de la sociedad que contradecían este modelo, junto con el énfasis de aquéllos que afirmaban el arquetipo ejemplar.

A lo largo de todo el sermonario de Fray Alonso de Cabrera, hemos podido comprobar cómo el performance que subyace en el texto iba construyendo estos dos

295

papeles sociales, el del predicador y el del cristiano, ambos enmarcados en el contexto

contrarreformista español. En la Cuaresma, Cabrera exhortaba al cristiano a que se

convirtiera en penitente. Para ello, el performance del predicador giraba en torno a poner

de manifiesto la cruz ante el público, para que esta visión sirviera de recordatorio

infalible de cuál era la acción que el cristiano debía representar: el simulacro de la muerte

de Cristo. Esta acción se operaba (o “performaba,” si se me permite el anglicismo) con

las prácticas cuaresmales principales: la penitencia, la oración y la limosna. Pero, además,

las acciones del penitente tenían que ir acompañadas de una actitud alegre, puesto que

con la redención se le había dado la oportunidad de corresponder “performativamente”

con Cristo: si Jesucristo realizó a la perfección su acto de performance por amor a los hombres, éstos debían corresponderle de la misma forma.

La Semana Santa y el Adviento han sido los ciclos litúrgicos donde el aspecto

teatral y celebrativo encuentran su mejor exponente, de tal forma que el discurso, sin

dejar de lado el aspecto doctrinal, deja traslucir más que nunca cómo la religión era una

experiencia vivida por todos los que asistían o leían el sermón. En los sermones de la

Pasión de Cristo, Cabrera orquestó un auténtico paso de Semana Santa lleno de color, de

devoción, de sufrimiento y de amor; todos presenciamos y andamos este paso tomando el

papel ya de verdugo ya de pecador arrepentido. Asimismo en el Adviento, el predicador

nos sumergió en un cuadro del Juicio Final donde nos encontramos turbados y

desorientados, pero, al fin y al cabo, convertidos, al sentir la espiritualidad del modelo

más perfeccionado del cristianismo: San Juan Bautista.

Por el contrario, a pesar de que en la Epifanía el predicador nos expuso a la

dulzura del niño Jesús, ya nacido para cumplir con su misión en la tierra; sin embargo, el

296 aspecto devocional de las homilías menguó considerablemente en aras de la urgencia social marcada por el contexto político y religioso del país. La labor social de Cabrera se destacó al tratar en sus pláticas diversos comportamientos sociales que influían en el orden social y familiar. El dominico canalizó las conductas de la sociedad a través de los sacramentos que propugnó Trento: el bautismo y el matrimonio. A la vez, los sacramentos se conectaron con la educación de los hijos, basada en las Escrituras, y todos juntos formaron un compendio de educación cristiana que se fundamentaba en la nueva moral postridentina.

Desde otro punto de vista, en la Epifanía, se modeló el papel del cristiano con una actitud que indicaba expresamente su adhesión al sistema, cuyos valores se fundamentaban en la alianza incondicional de la Iglesia y el estado. Este pacto se simbolizó en las bulas papales: tradicionalmente habían sido un medio de salvación del cristiano, pero en el siglo XVI se convirtieron, además, en un medio económico imprescindible de la corona. Esto explica que Cabrera las tildara de limosna para el rey; en aras de la religión, la acción del cristiano debía dirigirse a la ayuda del rey.

Por otra parte, las dos instituciones más influyentes de España entendían que el orden social se garantizaba con la educación del pueblo; la nueva moral se basaba en la corrección severa. En este sentido, si Cabrera propugnaba una educación dura hacia los hijos, de la misma manera debían ser reformados los grupos sociales que desafiaban la mentalidad dogmática; de esto se encargaba la Inquisición. La herejía era el enemigo de la Iglesia, del estado y de los cristianos viejos, grupo social dominante, razón por la que había que extirparla desde sus mismas raíces. Con respecto a esto, Cabrera hace eco en sus homilías a la función reguladora del Santo Oficio, en el momento en que su presa

297 preferida era el cristiano viejo ignorante de los artículos de fe. La diferencia entre el predicador y la Inquisición estaba en los medios: si el Santo Oficio hacía interrogatorios, castigaba y multaba las proposiciones erróneas, el dominico proponía la educación intelectual como garante contra la falsedad; una educación filtrada, no obstante, por la censura inquisitorial.

Los rasgos que hemos visto en el sermonario que vinculan a la Iglesia con el estado se ejemplifican en su máximo exponente en el sermón fúnebre a Felipe II. Carlos

V había apostado por la ortodoxia católica, y en esto le siguió muy de cerca su hijo; desde entonces, la dinastía de los Habsburgo siempre defendería los dogmas de la Eucaristía y de la Inmaculada, los cuales quedarían identificados con los ideales del catolicismo español. Después de la política de terror que efectuó el Inquisidor General Fernando de

Valdés en la transición de reinados de los dos monarcas, la comunión de intereses eclesiásticos y monárquicos se selló con la inauguración del reinado de Felipe II asistiendo en 1559 al auto de fe de Valladolid. Con este acto oficial, el estado se asoció con la imposición de una ideología, que estaba siendo sistematizada por la Iglesia, y que se tomó como fundamento de la identidad nacional. La actuación conjunta de la Iglesia y el estado consistió en acallar las voces disidentes que amenazaban con desestabilizar el régimen autoritario en estado simbiótico con el catolicismo ortodoxo. Esta mentalidad es la que proyectó Cabrera, de una manera muy concreta y explícita en la Epifanía y en la oración fúnebre.

La misión del púlpito era la de presentar la Monarquía a los súbditos como una entidad imperecedera, de tal forma que la religión tomó la categoría de dogma político -- en palabras de Negredo--. Así pues, la memoria del rey quedó estampada en la oración

298 que pronunció Cabrera, y el sello que la cerró fue el de la Contrarreforma. Si en la

Epifanía se estableció el papel del cristiano como el de uno subyugado al sistema, en el sermón fúnebre el cristiano es expuesto al ejemplo sacado de la realeza. Aunque el monarca era una figura secular, el discurso fúnebre de la época se encargó de transformarlo en un modelo edificante; este discurso era una combinación de las convenciones establecidas de la tradición patrística junto con los planteamientos contrarreformistas de la segunda mitad del siglo XVI. La ideología de este sermón marco la actitud a seguir del cristiano: honrar a Dios y honrar al rey por ser su vicario en la tierra. Esta concepción teológica de la política --en palabras de Negredo-- marcó el mecanismo persuasivo del predicador, el discurso hagiográfico, y el papel que tanto el predicador como el público cumplen en esta ocasión: el de súbditos cristianos.

El estudio del sermonario de Cabrera ilustra el acto de performance que constituía su predicación con la conexión de temas, las preocupaciones sociales urgentes y los preceptos doctrinarios absolutos que se van repitiendo e integrando en los diferentes ciclos litúrgicos. La justificación de la política exterior e interior del rey se complementa con las referencias que surgen en la Epifanía y en la oración fúnebre; la devoción hacia

Cristo y hacia la Monarquía se hace palpable en la Semana Santa, en el Adviento, en la

Epifanía y en la oración fúnebre; su mentalidad dominica, conservadora, moralizante y caritativa, toma un relieve especial en la Cuaresma. En suma, con cada ciclo litúrgico se insiste y se perfila la actitud del cristiano como hombre de acción dentro del sistema establecido.

El prólogo de la edición de 1601 del convento de San Pablo, inscrito en el epígrafe, resume los puntos centrales donde giraron la vida y el oficio de fray Alonso de

299

Cabrera: fue ejemplo de vida virtuosa (“esta en gloria”); de orador elocuente con un lenguaje pulido y agradable al oído con el que movía voluntades (“cuya lengua y dezir se tubo por tan eloquente y suaue”); poseyó un método de enseñanza efectiva transmitiendo una doctrina sólida y ortodoxa con la que alimentaba el entendimiento (“sana y medicinal”). Además, su rígida formación dominica supo aprovecharla en su constante labor pastoral y social convirtiéndose en un activo agente de la Iglesia (“Arbol de los más crecidos y vistosos”); emitía mensajes doctrinales universales con la ayuda de técnicas retóricas como el principio de acomodación, del decoro y de la “sátira contra estados” para cubrir desde el púlpito las necesidades espirituales de un público heterogéneo (“para todos géneros de gentes”).

En el mismo prólogo, la metáfora del árbol frondoso hace referencia al “Arbol de la vida” del Génesis que daba vida eterna; con esta metáfora se ilustraba el impacto de los maestros y predicadores evangélicos en la curación de las almas con hojas medicinales de la doctrina evangélica. También el prólogo menciona la comparación del predicador con el perro con respecto a su “lengua que es para curar;” los perros “guardan el ganado de la

Iglesia” y son “buenos ladradores,” no tanto porque ahuyenten a los lobos (aunque también tengan que hacerlo en ciertos momentos), sino por tener “buenas lenguas, blandas y suaues.”

Estas características se repiten y complementan en las censuras y aprobaciones adjuntas a las ediciones de la obra de Cabrera de principios del siglo XVII. En la carta que Alonso de Cabrera escribió a Doña María Ponce y de Milán, incluida en el tratado que le escribió sobre los escrúpulos y sus remedios, fechada el 15 de marzo de 1597, hace referencia a la falta de tiempo que tenía debido a sus obligaciones en el convento de

300

Santa Cruz el Real de Granada, donde tenía el cargo de Prior, y a las del púlpito porque estaban en época de Cuaresma. Esta declaración sobre las labores del fraile demuestran el compromiso del dominico contraído con la institución a la que pertenecía, la Iglesia, como miembro eclesiástico destacado y como perro que guarda el rebaño del pueblo cristiano.

Para concluir, todos estos testimonios ilustran la importancia de la lengua castellana a finales del siglo XVI. El cultivo del lenguaje se encaminaba al de un vocabulario apropiado y casto que se expresaba en un estilo fácil y natural. El buen uso del lenguaje era agradable a los oídos, lo cual tenía una relación directa con el adoctrinamiento cristiano, y con la persuasión de la palabra. Recordemos la sentencia de

Cicerón sobre la palabra como reina que tuerce voluntades; pero, en España durante el reinado de Felipe II, el florecimiento de la palabra estuvo marcado por la religión en su labor evangelizadora y pedagógica. Así podemos decir que los cuatro tomos donde quedó estampada la predicación de Alonso de Cabrera respondían a la “perfección de lengua” que los humanistas españoles ansiaban; y éstos sabían muy bien cómo los predicadores doctos podían hacer esta contribución a la lengua. En definitiva, estos cuatro tomos representaron uno de esos “buenos libros” que influyeron a considerar este período histórico como el siglo dorado de las letras de España bajo el sello indiscutible de la

Contrarreforma.

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