Libro El Siervo De Dios.Indd
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
José Gregorio Hernández Un milagro histórico Novela Raúl Díaz Castañeda José Gregorio Hernández Un milagro histórico Novela Raúl Díaz Castañeda UNIVERSIDAD VALLE DEL MOMBOY FUNDACIÓN FONDO EDITORIAL 1a Edición. Octubre 2014 1000 Ejemplares © Raúl Diaz Castañeda HECHO EL DEPÓSITO DE LEY Deposito legal: lf94620142002758 ISBN: 978-980-7579-06-3 Diseño y Diagramación: Yohanna Albornoz / [email protected] Corrección: Nepol Pan y Agua Impreso en: Gráficas El Portatítulo C.A. [email protected] A mí y a mi esposa Irma, por creer ambos en mí. “José Gregorio Hernández es un maravilloso milagro de fe, bondad y pureza, y por eso el más respetable de los hombres que he conocido” Luis Razetti Presentación El Fondo Editorial de la Universidad Valle del Momboy tiene el honor de presentar esta historia novelada del Dr. José Gregorio Hernández escrita por Raúl Díaz Castañeda. Su interés además de la brillante prosa de su autor está en la detallada recreación del Venerable en su espacio y en su tiempo. Destaca la documentada visión de su relación con el otro gran sabio trujillano: Rafael Rangel. Es esta una sustantiva contribución de nuestra Universidad, organización civil no lucrativa y de inspiración humanista cristiana, cuya Visión es “Ser una comunidad universitaria al servicio del desarrollo humanos sustentable”, al conocimiento de uno de los más importantes héroes civiles venezolanos. Gracias al patrocinio del Fondo Editorial y de Francisco Fernández Galán tienen este libro en sus manos. Disfrutemos la belleza del lenguaje y aprovechemos la lección de este milagro histórico: José Gregorio Hernández. Profesor Francisco González Cruz Presidente del Consejo Superior de la Asociación Civil Universidad Valle del Momboy De una noticia: Caracas, 21 de agosto de 1909 Ayer, en horas de la tarde, falleció trágicamente, al ingerir cianuro de potasio, el reconocido científico venezolano Rafael Rangel. Al comentar el infausto suceso, el bachiller Salmerón Olivares, discípulo del occiso, declaró que no se trataba de un suicidio sino de un crimen. ----------------------------- De otra noticia: Caracas, 30 de junio de 1919 Ayer, en horas de la tarde, falleció trágicamente, arrollado por un automóvil, el reconocido científico venezolano José Gregorio Hernández. Al comentar el infausto suceso, el doctor Temístocles Carvallo, sobrino del occiso, declaró que con el doctor Hernández desaparecía un sabio y un santo. 11 12 1.- Cementerios solemnes Se suicidó el día anterior, viernes, a las 3 de la tarde. En el silencio de esa hora de la siesta, un alarido de muerte salió del laboratorio del hospital y, con rapidez de reguero de pólvora, rodó por las escaleras hacia el corredor, petrificó a tres estudiantes que esperaban para entrar, penetró los vapores de yodoformo de las salas de los enfermos, se metió en el quirófano, los patios y los árboles del jardín, salió y rodó calle abajo, hacia el centro de la ciudad, de Caracas, rozando el costado izquierdo del inerte Panteón, pasó frente a la catedral, se deslizó bajo las patas del caballo de Bolívar, entró al Capitolio y emergió por el otro lado para conmover los claustros y corredores de la Universidad, donde el doctor José Gregorio Hernández se puso las manos en la cabeza, rebotó a la calle y detuvo los brindis en los botiquines, infiltró las tertulias de las barberías y las tiendas, de los cocheros y las sirvientas; se desparramó entre los tarantines del mercado principal, ya en el cierre del día, apenas habitado por borrachos, locos, pordioseros y perros realengos y siguió y se propagó por todas partes. Los estudiantes volvieron en sí y volaron al laboratorio, escaleras arriba. Un azuloso 13 Rangel se sostenía de la puerta para no caer. “¿¡Qué tomó!?” Cianuro de potasio. Uno de ellos, Salmerón Olivares, reclamó justicia porque Rafael Rangel no era un suicida, dijo, sino una víctima. Nadie rezaba. Los hombres entraban a la capilla, miraban el rostro oscuro del cadáver y salían a los patios y corredores, con los ojos humedecidos por el formol de Razetti, a esperar la hora del sepelio. Comentaban que había sido un crimen. Porque el Arzobispo no permitió que lo llevaran a la iglesia matriz, lo velaban en la capilla del hospital. El cielo había amanecido con nubes muy cargadas. Los relámpagos y los truenos eran cada vez más seguidos, más cercanos y más estruendosos; si se desprendía la tormenta tendrían que enterrarlo el domingo, y así fue, y no hedió porque Razetti lo había embalsamado con esmero de cirujano célebre. Faltaba mucho para el día de San Francisco, pero entre agosto y septiembre, lo temían todos, el cordonazo adelanta aguaceros descomunales, y el de ese día fue uno de los más grandes que jamás hubieran visto, un deslave gris, de trapos sucios, que bajaba a borbotones desde el Ávila, el cerro del fondo. Lo precedieron ráfagas de ventarrones fríos que estremecían las ramas de los árboles y cuereaban las candelas de los velones del féretro, que se recogían en la mecha hasta casi apagarse, y algunos sombreros mal puestos volaron y rodaron con la hojarasca. Viento de 14 agua. Ninguna corona de flores, quizás porque hasta muy tarde no se supo dónde sería velado. No se rezaba, no porque, en su mayoría, los que allí estaban fuesen ateos como el doctor Luis Razetti, o descreídos como había sido el occiso, sino porque con apenas dos mujeres y ningún cura no había sostén para las letanías; se hablaba en voz baja, y las pláticas daban vueltas a los méritos del difunto y a su decisión trágica de quitarse la vida, y la palabra crimen revoloteaba en la atmósfera friolenta de la amenaza de lluvia, con persistencia fúnebre de tara negra. Una de las mujeres lloraba muy pasito, como queriendo pasar inadvertida, y dos niños, agarrados a su luto riguroso, la miraban. Hasta el día anterior, casi ninguno de los que allí estaban sabía de esas tres almas: Ana Luisa Romero, la compañera del que estaba en la urna, y sus dos hijos con él. Vivían detrás del Hospital Vargas, lugar de la tragedia. Para buscarlos fueron hasta allá los bachilleres Domingo Luciani y Diego Carbonell, rumiando la amarga negativa del ilustrísimo y reverendísimo Juan Bautista Castro, el arzobispo. La otra mujer era Matilde Alvarado Galavís, novia incansable del exiliado Pedro María Morantes, Pío Gil; estaba allí representando a su padre Francisco Alvarado, don Pancho, general de la Guerra Federal, muy enfermo pero con excelente memoria. Cuando las levitas fúnebres y las solemnes chisteras del señor Gobernador, el ciudadano 15 Ministro, el Inspector General y sus secretarios entraron a la repleta capilla a dar el pésame a la viuda, llamémosla así, algunos de los presentes recordaron que tenían que buscar algo afuera, o voltearon para responder a alguien que no los llamaba desde atrás, o tosieron hacia otro lado tras el pañuelo. Poco después el diluvio se adueñó de la ciudad. Fue un entierro de pobre, rápido y sin mucho cortejo. Rápido porque las nubes de nuevo comenzaban a cuajarse sobre el Ávila. Ralo de gente porque el muerto dejó pocos amigos, de contar con los dedos de una sola mano, más bien admiradores de su ciencia, y unas deudas, no suyas sino del gobierno, pero cargadas a su cuenta. Y de puros hombres, la mayoría estudiantes, porque las dos mujeres y los niños, Ezequiel y Consuelo, se quedaron. Caracas tenía pocos habitantes. Era la ciudad más grande del país, pero era pequeña, como el país. Y tenía poca gente por el hambre crónica y las muchas enfermedades. Tenía tres o cuatro periódicos pequeños, de poco tiraje. Los lectores de los periódicos eran pocos, porque pocos sabían leer. Valían pocos centavos, pero para la mayoría eso era mucho, y con ellos mejor un manjarete, una cocada o un vaso de guarapo que un borrón de tinta; además, era tan poco lo que daban a leer, que hasta regalados resultaban caros. Pasaban de mano en mano (pocas manos) y terminaban envolviendo 16 cosas en las pulperías, o de limpiadores de traseros en las pocas letrinas de la ciudad, hediondas a cárcel, a pollino de calabozo, aquella lata donde el prisionero hacía sus necesidades, que nadie retiraba en varios días. En los matorrales, donde esa mayoría se agachaba espantando cerdos y perros, privilegiaban esas zonas sagradas las hojas y las piedras, que nada costaban. En ese lomo del siglo diecinueve al veinte, Caracas era una ciudad arruinada y enferma. Los poetas que la miraban con ojos de piedad o caña, la veían protegida por un “Coronado león, de cuyos rizos altivas crenchas visten el copete”, o la llamaban “Odalisca rendida a los pies del Sultán enamorado”, o “Sultana voluptuosa reclinada del Ávila”, por el cerro magnífico que le amuralla el mar, pero, pobre Dulcinea, tenía tan pocos lujos que llamarla sultana más que exageración era, con las babas del tonto, dárselas de enamorado para estar alegre. Con risueño cristal romántico, aquellos bardos veían ennoblecidos techos rojos, esbeltas blancas torres, un tenue velo colgado de la cumbre nebulosa del Ávila, y en la plaza, luminoso guerrero en bronce, la apolínea figura del Héroe, sin advertir que parecía ladear la mirada para ignorar la realidad cercana; afiebrados por las musas no veían los ranchos llenos de ratas, las purulentas llagas de los pordioseros clamando el beneficio del cardenillo, la mugre de las calles y los transeúntes, y en las noches de las grandes fiestas de los 17 gobernantes y los ricos, las manos implorantes de la plebe pidiendo las sobras del banquete: huesos de pavo, conchas de quesos holandeses o escurrimientos de brandy. Sobre ese lento espinazo erosionado por mataduras de cien años, cabalgó una Venezuela arruinada y enferma, hasta 1935, cuando murió el último tirano.