Federico Gamboa es uno de los Biblioteca novelistas hispanoamericanos más de Investigación importantes de la época de transición entre el siglo XIX y el XX, cuya obra se desarrolla entre los conceptos literarios -y más que literarios- del 20 Poder social, aristocracias y hombre roman experimental y el modernismo. santo en la Hispania Visigoda. La Vita Su actividad literaria y profesional Aemiliani de Braulio de Zaragoza estaría profundamente ligada al Santiago Castellanos período histórico del "Porfiriato", clave para la modernización económica e 21 Alfabetización, educación y sociedad intelectual de México y durante el cual en Logroño en tiempos de Espartero (1833-1875) Manuel Prendes Guardiola floreció una amplia promoción de Marie-Hèléne Buisine-Soubeyroux escritores realistas que, aunque rara vez llegaran a enfrentarse con la 22 Un arbitrista del Barroco. Estudio dictadura política, supieron reconstruir histórico y diplomático del memorial en el conjunto de su producción de Rodrigo Fuenmayor la dinámica de la realidad contem- Pedro Luis Lorenzo Cadarso poránea, con sus componentes de desigualdad e injusticia. Este libro 23 El teatro en La Rioja: 1580-1808. Los atiende a dicha contextualización patios de comedia de Logroño y histórica, social, cultural e ideológica Calahorra. Estudio y documentos como paso previo al estudio de las Francisco Domínguez Matito técnicas narrativas desplegadas por 24 El sistema de conducción del viñedo Gamboa a lo largo de toda su Cristina Rodríguez Rodrigo producción novelística, en la que se reveló como un peculiar adaptador de 25 Comunidades locales y Biblioteca los principios de escritura y análisis transformaciones sociales en la alta 31 del naturalismo al adecuarlos al Edad Media de Investigación esteticismo simbolista y a una perenne Ignacio Álvarez Borge sensibilidad romántica que él consideraba como propiamente 26 Salustiano de Olózaga. Élites políticas hispanoamericana. en el liberalismo español (1805-1843) Gracia Gómez Urdáñez La novela naturalista de 27 Comunidades locales y poderes feudales en la Edad Media Ignacio Álvarez Borge (coordinador) Federico Gamboa 28 Illocution and cognition: a Manuel Prendes Guardiola constructional approach Lorena Pérez Hernández

29 La representación mental del espacio

a lo largo de la vida Gamboa La novela naturalista de Federico Vicente Lázaro Ruiz

30 El léxico romance de las colecciones diplomáticas calceatenses en los siglos XII y XIII Fabián González Bachiller

LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA BIBLIOTECA DE INVESTIGACIÓN nº 31

Manuel Prendes Guardiola

LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

UNIVERSIDAD DE LA RIOJA SERVICIO DE PUBLICACIONES 2016

La novela naturalista de Federico Gamboa de Manuel Prendes Guardiola (publicado por la Universidad de La Rioja) se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported. Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden solicitarse a los titulares del copyright.

© El autor © Universidad de La Rioja, Servicio de Publicaciones, 2016 Imagen de la cubierta: Litografía “Las Cadenas en noche de luna” tomada de la obra de Eynar Rivera Valencia (2002): “De modernidad, urbanización, abasto y carne. La reglamentación del espacio urbano en torno a la ideología de higienización y modernidad del Estado Mexicano: El caso de los establecimientos de abasto de carne en la ciudad de México, 1850-1860”. (Tesis de Licenciatura) México, Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa. Composición de la cubierta: José Luis Pérez Pastor.

publicaciones.unirioja.es E-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-617-3409-2 A mis padres, por supuesto

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN...... 11

PRIMERA PARTE: UNA INTRODUCCIÓN AL NATURALISMO EN MÉXICO...... 15 1- Algunos problemas heredados del concepto “naturalismo” . 17 2- El modelo naturalista...... 23 2.1- La mímesis del naturalismo ...... 23 2.2- Materialismo y moralidad...... 25 2.3- Sobre el estilo. El modelo “trágico”...... 28 2.4- Algunas precisiones sobre el naturalismo en España. . . 30 3- El naturalismo en Hispanoamérica: una visión de conjunto . 37 4- México en el último tercio del siglo XIX ...... 43 4.1- La victoria del liberalismo: la Reforma y el Porfiriato . . 43 4.2- El Positivismo en México...... 45 5- Realismo y naturalismo en México ...... 49 5.1- Inicios del realismo...... 49 5.2- Una promoción realista mexicana...... 51 5.2.1- José López Portillo y Rojas ...... 53 5.2.2- Rafael Delgado ...... 56 5.2.3- Emilio Rabasa ...... 57 5.2.4- Ángel de Campo ...... 58 5.3- Otros autores del naturalismo ...... 60

SEGUNDA PARTE: LA EVOLUCIÓN NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA (ANÁLISIS DE TEXTOS) ...... 65 6- Apuntes biobibliográficos...... 67 6.1- Vida de Federico Gamboa ...... 67 6.2- Las novelas de Federico Gamboa ...... 70 7- Tratamiento del espacio en las novelas de Federico Gamboa 77

9 8- Los personajes ...... 89 8.1- Protagonistas (masculinos y femeninos) ...... 89 8.2- Personajes secundarios ...... 95 8.3- Caracterización ...... 96 9- La acción narrativa ...... 99 9.1- Ordenación y ritmo...... 99 9.2- Estructura narrativa ...... 105 10- Técnica y estilo en la narrativa de Federico Gamboa . . . . 109 10.1- El narrador ...... 109 10.2- La lengua literaria y la imagen ...... 117 11- Registros e influencias ...... 121 11.1- Federico Gamboa, escritor naturalista ...... 122 11.2- La herencia del romanticismo ...... 130 11.3- Gamboa ante el modernismo ...... 132 11.3.1- Las ideas del “fin de siglo” ...... 133 11.3.2- Relaciones con la prosa modernista...... 136 12- Temas y valores fundamentales en la obra de Gamboa . . . 141 12.1- Del amor (y la mujer) ...... 141 12.2- Catolicismo y religiosidad...... 147 12.3- Apropiación crítica de la realidad mexicana ...... 153

CONCLUSIÓN...... 159

BIBLIOGRAFÍA ...... 165

AGRADECIMIENTOS ...... 173

10 INTRODUCCIÓN

La difusión de la novela realista-naturalista desde su originario núcleo francés no sólo tuvo una desigual intensidad en los diferentes países occiden- tales, sino también unas muy desiguales manifestaciones al producir dichos países sus propias obras según los criterios de esta escuela. No es en absolu- to de extrañar, ya que la concepción mimética de la escritura realista forzosa- mente habría de dar lugar, en ámbitos de diferentes circunstancias geográficas, históricas, culturales o sociales, a muy diferentes productos literarios. Además, los modelos acuñados por Balzac, Stendhal o Zola no podían, por favorable que fuera su acogida, erradicar completamente otras escuelas poéticas impe- rantes ni largas tradiciones nacionales que supieron hacerse a menudo com- patibles con el “nuevo arte de hacer novelas”. En la América de habla española fueron particularmente acusadas las peculiaridades con respecto a Europa: la estética del romanticismo perdurará hasta mucho más allá de la primera mitad del siglo, y cuando (coincidiendo con el gran desarrollo demográfico y urbano que, junto con una tímida indus- trialización, comienza en estos países en torno a 1880) se empiecen a escribir novelas ajustadas a la idea del realismo naturalista, en la obra de varios escri- tores del Nuevo Continente (Manuel Gutiérrez Nájera, José Martí, Rubén Darío) se estará gestando ya la que será primera gran aportación de las letras ameri- canas a las de sus antiguos colonizadores: el modernismo. También en América, pues, las escuelas confluirán en la misma época, en un mismo autor o incluso en un mismo grupo de autores; en demostración de una permanente vitalidad, se amalgamarán en una misma obra rasgos de varias de ellas. Es necesario añadir que, de una nación a otra del continente, también fueron muy distintas las circunstancias. El concepto “Hispanoamé-

11 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

rica”1 remite a una realidad que, dentro de unos innegables factores de unidad lingüística y cultural, incluye también grandes diferencias en todos los órde- nes. En el siglo XIX, en que los antiguos virreinatos españoles se vieron divi- didos en dieciséis repúblicas independientes ( y Panamá no lo serían hasta el inicio del XX), esta diversidad resultaría aún más acusada. Por ceñir- nos a lo meramente literario, hay que esperar hasta cerca de 1900 para que países como Costa Rica o Paraguay vean impresa la novela de un escritor nati- vo, mientras que en la República , ya desde entonces la más recep- tiva a lo europeo de todas las hispanoamericanas, no median muchos años entre el inicio de la divulgación de la filosofía positivista y de las obras de Zola, y las primeras novelas naturalistas escritas por Eugenio Cambaceres. Klaus Meyer-Minnemann (1997: 158) señala cómo esta discontinuidad tempo- ral y geográfica fue en detrimento de la novela naturalista hispanoamericana, frente al carácter homogéneo y de alcance continental que tuvo la poética modernista. Podemos situar a México en el último tercio del siglo XIX como el país hispanoamericano inmediatamente posterior a Argentina en apertura a la modernidad. Concluida la tiranía de Santa Anna, los partidarios de las ideas liberales combatirán y vencerán a los sectores conservadores de la sociedad. Comienza una época de –relativa– estabilidad en un país extenso y de nume- rosa población, que recibe fuertes inversiones extranjeras y se moderniza visi- blemente desde el punto de vista material e intelectual. La novela realista-naturalista mexicana, menos abundante en autores, más tardía, más mostrenca en sus influencias y menos ajustada al paradigma euro- peo de “novela naturalista” que la producida en el Río de la Plata, no ha des- pertado en su conjunto el mismo interés que ésta para la crítica. No obstante, la novela escrita en México a finales del ochocientos supone no sólo un docu- mento de primera magnitud sobre la época, como se pretendía, sino una muestra de las muy distintas soluciones dadas a las recientes innovaciones de la ficción novelesca. Encontramos en ella obras de innegable calidad, y que en su día alcanzaron rotundo éxito entre el público y la crítica. Por último, México dio al conjunto de las letras hispanoamericanas uno de sus escritores natura- listas más notables: Federico Gamboa, el autor de Santa, publicada en 1903 y que podemos considerar como uno de los primeros “best-sellers” internacio-

1. A lo largo de este trabajo emplearé el término “Hispanoamérica” (la América en que el castellano es la lengua más extendida), o en alguna ocasión “Iberoamérica” para referirme a la América de lenguas castellana y portuguesa, descubierta, conquistada y colonizada a partir del siglo XV por los reinos de la Península Ibérica. Rechazo el tan extendido vocablo de “Latinoamérica” por encerrar, a mi entender, unas equivocadas connotaciones “raciales”, y porque desde el punto de vista lingüístico añaden al concepto de Iberoamérica, lo que no concierne en absoluto a mi trabajo, a los habitantes francófonos de América distribuidos por la Guayana, Haití, las Antillas menores y Canadá.

12 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

nales de la literatura hispanoamericana (probablemente el segundo, después de la María de Isaacs).

Autor de gran éxito en su día como novelista y dramaturgo; polémico para la crítica (en más de una ocasión por motivos extraliterarios), hoy aparente- mente resucitado tras épocas de olvido o menosprecio, y siempre con Santa como pieza preferida tanto por la crítica tradicional como por la más innova- dora, Gamboa encarna por un lado el mayor grado de desarrollo en la estéti- ca del realismo, y, por otro, un alto nivel de exigencia formal y búsqueda de una personal expresión literaria. Encontrando su principal apoyo en la escue- la naturalista europea de la que era buen conocedor, aprovecha también la herencia del ya vasto corpus narrativo que había ido apareciendo en el México decimonónico después del Periquillo Sarniento; y acusa asimismo la atención prestada a las innovaciones literarias del “fin de siglo”, esto es, el Modernismo.

¿Hasta qué punto fue Gamboa, pues, un naturalista avant-la-lettre? En el análisis que me propongo trataré de fijar ampliamente la exactitud de esta y otras etiquetas menos difundidas aplicadas a nuestro escritor y. por extensión, a toda una generación de novelistas mexicanos. Siempre atendiendo a que la sucesión temporal de las diferentes obras supone, para el novelista, la confi- guración a través de la práctica de una escritura propia y personal que, aun dentro de los marcos de “género” o “escuela”, da un sello de calidad (o, en ocasiones, de falta de ella) a la obra literaria.

La bibliografía publicada sobre la obra de Federico Gamboa es abundan- te en artículos y parca en monografías. Entre éstas sólo podemos mencionar el libro de Alexander C. Hooker (1973); en cuanto a los artículos recogidos en diversas revistas y libros, la mayoría están dedicados a Santa, o bien a la vin- culación de esta novela o de otras de su autor con el naturalismo. En el capí- tulo sexto trato algo más por extenso la valoración de Federico Gamboa por la crítica; baste, por el momento, con hacer notar que el número de trabajos sobre el escritor mexicano da fe del interés que continuamente ha despertado su obra para los estudiosos. Interés que está muy lejos de decaer en los últi- mos años, y que parece alejarse cada vez más de los lugares comunes y de las interpretaciones superficiales con que muchos manuales han abordado su figura.

Dentro de la escuela naturalista –y, por extensión, de la literatura de la mayor parte del siglo XIX–, la novela fue el género literario preeminente. En él se centrará mi estudio, dejando de lado otras manifestaciones literarias, como el cuento o el drama, que dieron lugar a obras también calificadas de naturalistas. El propio Gamboa fue un celebrado autor teatral a quien siguie- ron otros dramaturgos de su tiempo, pero de su vastísima producción literaria fue también la novela la que despertaría mayor atención, además de darle más éxito, y a este género he decidido acotar mi estudio.

13 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

La primera parte de éste servirá para perfilar los contextos en que se desenvolverá el análisis de la obra de Gamboa: la noción de “naturalismo” y sus variantes, el medio histórico y social mexicano, los representantes de la escritura realista en México. La delimitación del concepto antedicho no pre- tende aportar novedades o exponer exhaustivamente el estado de la cuestión en la actualidad, sino proporcionarme un –llamémosle– “canon” flexible sobre cuyos presupuestos poder trabajar en lo sucesivo. También, cuando he podi- do, me he referido en esta parte a las conexiones de la novela decimonónica con las corrientes literarias de “fin de siglo”, mucho más destacadas en la América hispana que en otros países europeos. En el apartado 5.2, al tratar de los escritores realistas mexicanos durante el Porfiriato y observar una serie de analogías entre ellos, me he aproximado al método historiográfico de las gene- raciones literarias, sin pretender en modo alguno aplicarlo de un modo estric- to (cosa que juzgo no sólo difícil, sino en buena medida ineficaz). La segunda parte está dedicada al análisis de la novela gamboana. Mi atención a los aspectos biográficos será la mínima indispensable, y a ser posi- ble en función de otros más amplios como la realidad del entorno social y cul- tural de la época, en el que Gamboa llegó a alcanzar relevancia e incluso cier- to protagonismo. Es de gran interés comprobar cómo en su obra confluyen las diferentes maneras de escritura y sensibilidad artística que se encontraron en Hispanoamérica en el siglo XIX: romanticismo, realismo y modernismo, mate- ria que he estudiado, principalmente, en los dos últimos capítulos. He recu- rrido para ello a la localización e identificación en los textos de Gamboa de una serie de motivos y técnicas recurrentes dentro de los citados movimientos literarios. Aun así, he consagrado un mayor número de capítulos al análisis directo de los textos desde una perspectiva narratológica, puesto que, en proporción a la cantidad de artículos y estudios publicados que ha suscitado la obra de Federico Gamboa, muy pocos se han ocupado de la composición de sus nove- las, y menos aún de cuestiones de estilo y lenguaje literario2, falta lamentable a cuya reparación este libro intentará contribuir en la medida de sus posibili- dades.

2. Son interesantes, aunque muy insuficientes, los trabajos de Menton (1963) y Hooker (1973), y bastante más completo el capítulo que le dedica en su libro Joaquina Navarro (1955).

14 PRIMERA PARTE

UNA INTRODUCCIÓN AL NATURALISMO EN MÉXICO

1.-ALGUNOS PROBLEMAS HEREDADOS DEL CONCEPTO “NATURALISMO”

En 1866, Émile Zola ya había configurado sus principios sobre la novela a través del atento conocimiento crítico de la literatura de su tiempo, y de los ensayos que desde una perspectiva positivista e historicista escribía Hyppolite Taine, acuñador de las nociones de “raza”, “medio” y “momento” como con- dicionantes de la actividad literaria. Será este mismo año cuando Zola emplee por primera vez el término naturaliste, tomado precisamente de Taine, quien metafóricamente lo había aplicado a Balzac: “le naturaliste du monde moral” (Lissorgues, 1988: 22), equiparando al novelista con el estudioso de la biolo- gía –el significado más extendido entonces del vocablo–. Pero Zola añadía una primera noción de metodología literaria: “Introduire dans l’étude des faits moraux l’observation pure, l’analyse exacte employée dans celle des faits physiques” (Mitterand, 1989: 21); la cual ya anunciaba futu- ros conceptos zolianos como el de roman expérimental. Éste tomaba como referencia la aplicación del método experimental a la medicina, defendido por el doctor Claude Bernard, y sería desarrollado por Zola en famosos escritos teóricos. En el titulado “Le naturalisme au théatre” (que cito en traducción de Jaume Fuster), declara: El naturalismo es la vuelta a la naturaleza, es esta operación que los sabios realizaron el día en que decidieron partir del estudio de los cuerpos y de los fenómenos, de basarse en la experiencia, de proceder por medio del análisis. El naturalismo en las letras es, igualmente, el regreso a la naturaleza y al hom- bre, es la observación directa, la anatomía exacta, la aceptación y la descrip- ción exacta de lo que existe (Zola, 1972: 113).

Es necesario explicar, como también hace Henri Mitterand (1989: 22-25), que la palabra naturalisme tenía otros usos anteriores. Uno, por ejemplo, aún más antiguo que el que acabo de mencionar, pero también más restringido

17 MANUEL PRENDES GUARDIOLA dentro de la lengua francesa, entraba en el terreno de lo filosófico: ya a media- dos del siglo XVI, naturaliste aparece registrado con las denotaciones de “materialismo” y “ateísmo”. El sentido filosófico de “naturalismo”, la propia existencia de un pensa- miento naturalista son matizadas por José Ferrater en su Diccionario de Filosofía, distinguiendo varias tendencias dentro de aquél, en función de qué es lo que se considera como “natural”:

Se ha indicado a veces que el naturalismo aparece como una negación de lo que podríamos llamar “sobrenatural”, entendiendo por este último [...] la afir- mación de que hay, o puede haber, además de lo natural –de lo que a veces se ha llamado “este mundo”, en contraposición con “el otro mundo”–, algo sobrenatural. Si aceptamos esta versión del naturalismo, concluiremos que [...] no es forzoso que niegue ciertas realidades, tales como “el espíritu’, “la razón”, “las ideas”, etc. [...] Desde este punto de vista, el naturalismo sería decidida- mente “anti-teológico”, pero no, por ejemplo, “anti-espiritualista” o “anti-plató- nico”.

La variante más reduccionista del naturalismo filosófico (que incluiría esa noción de anti-espiritualismo) nos ayuda a comprender lo que fue el natura- lismo literario, precisamente por su relación con las ciencias naturales: la busca de una justificación en la fisiología o en la herencia biológica para todas las manifestaciones del sentimiento o de la voluntad, y el rechazo, cuando no la directa negación, de una interpretación “transcendente” de los objetos y fenó- menos, atendiendo tan sólo a su inmanencia, a lo verificable mediante la observación directa y la experimentación. Seguirían aquí los principios del positivismo filosófico, cuyo máximo representante, Auguste Comte, habría de alcanzar una gran influencia no sólo en Francia, sino en toda la civilización occidental (y de un modo muy particular, como en su momento veremos, en México y el resto de Iberoamérica). Un nuevo significado de naturaliste se hallaba en el ámbito de las Bellas Artes, especialmente de la pintura: arte naturalista era aquel que buscaba una imitación exacta de la naturaleza. Años antes de que los escritores realizaran una producción novelística según los principios del naturalismo, en las artes plásticas se estaba ya produciendo una renovación similar que buscaba inspi- ración en la realidad objetiva, en la representación de la vida contemporánea, la cotidianidad de la burguesía y de las clases más modestas; al mismo tiem- po, esto lleva a un compromiso del arte contra la injusticia social. Ahora bien, estas técnicas “fotográficas”, objetivistas, puramente visuales, conducen al peli- gro de acabar empobreciendo el arte, al alejarlo por un lado de la investiga- ción formal, y por otro de la interpretación de la realidad.

18 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Al hablar del arte pictórico en su relación con el naturalismo, es obliga- torio hacer un inciso a propósito del movimiento impresionista, que revolu- cionó la historia de la pintura en el último cuarto del siglo XIX y cuya deno- minación pasó también a la técnica poética, como trataré más por extenso cuando hable de la literatura modernista en el mundo hispano. Aunque rea- lismo e impresionismo muestran una divergencia en cuanto a la apreciación de la realidad externa (frente a la objetividad realista, los impresionistas serán los grandes reivindicadores del subjetivismo artístico), esto no son sino distin- tas manifestaciones de “rebeldía” que están insertas en un común entorno de época1. Los al principio despectivamente denominados “impresionistas” actú- an como un grupo de artistas independientes2, inconformistas ante el arte “ofi- cial” que ven encarnado en las academias establecidas. Temáticamente suelen coincidir con los pintores realistas; difieren de ellos en la técnica, aunque pue- dan incluso superarles en “realismo” –en el sentido amplio del término–, pues- to que indagan y aciertan mucho más en lo variable de la percepción de la realidad por el ojo humano en función de la luz, elemento básico de su pin- tura. Termino aquí el inciso. Cabe señalar, por último, que ya a mediados del siglo XIX había aparecido la palabra “naturalista” también en la crítica literaria rusa, con significado análogo a lo que por aquel tiempo llamaba “realismo” la del resto de Europa. Recordemos aquí las conexiones de Zola con Rusia: su afinidad literaria y relación personal con Turgueniev, y su habitual colabora- ción con la revista Vestnik Evropy. Zola fue indudablemente el autor de la noción actual de “naturalismo”, por el sistema conceptual que desde 1866 comienza a acompañar, gracias a él, a este vocablo (Mitterand, 1989: 25). Pero fue también heredero de todas sus antiguas acepciones –científica, filosófica, artística, literaria– que hace confluir en una misma teoría de la novela. En esta confluencia radicaría, según David

1. Para Henri Mitterand (1987: 11-12), movimientos literarios y artísticos como el realismo y el naturalismo, como el simbolismo y la actitud del “arte por el arte” o el impresionismo pic- tórico, tienen un origen común: el idealismo político y social, la superación de tabúes artís- ticos, la defensa de la autonomía del arte frente a la “tiranía” y la convención de las acade- mias y el didactismo ramplón. No es, pues, de extrañar que todos estos movimientos fue- sen en un principio acogidos por la sociedad con la misma incomprensión... aparte de tener, muchas veces, muy poca comprensión unos con otros: Zola rechaza la poesía de Baudelaire, Gutiérrez Nájera tilda de “repugnante” y “asquerosa” la dicción del naturalismo (Jiménez, 1998: 20). 2 También con la escritura naturalista queda definitivamente asentada en el mundo de las letras la figura del escritor profesional, que vive exclusivamente de su pluma. En su artícu- lo “El dinero en la literatura”, Émile Zola se pronuncia contra el escritor “pensionado”, con- tra la antigua concepción elitista de la profesión; defiende al folletinista y se declara entusi- asta del desarrollo editorial, de las ganancias que pueden proporcionar el teatro y el peri- odismo y que ponen al alcance del escritor su máxima aspiración de libertad.

19 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

Baguley (1990: 42), el problema para la definición del naturalismo específica- mente literario: no podemos reconocer una poética naturalista si nuestro con- cepto del naturalismo está siempre en función de relaciones extraliterarias, res- trictivas para el análisis de los textos ya desde la época en que éstos apare- cieron. Tampoco la palabra “naturalismo” fue universalmente aceptada por los críticos, o por los propios autores del la movimiento. Con la popularización de la nueva estética llegó la confusión; a la oposición naturalismo / idealismo (consecuencia éste último de la sentimentalidad romántica y de la concepción moralizante del arte) levantada en Francia, se unió en España, por ejemplo, la oposición realismo / naturalismo, partiendo de la consideración de este últi- mo (no sólo por parte del público o la crítica, sino de varios de los propios novelistas españoles de la época3) como una “exageración” del realismo, nor- malmente negativa: el naturalismo se complacería en lo soez, lo repugnante, lo atrevido. A esta confusión contribuyó Émile Zola ya desde un principio, al intentar dar a su incipiente movimiento no sólo un apoyo teórico, sino incluso crearle una tradición literaria. En efecto, el padre indiscutido del naturalismo negaría con frecuencia ser un innovador, invocando un “naturalismo” francés existen- te ya en el XVIII en autores como Diderot o Rousseau, o en el XIX en Stendhal y Balzac, maestros a quienes seguirían otros representantes de la generación posterior: Flaubert, los Goncourt, Daudet, el propio Zola (1972: 95-96). Hemos de tener en cuenta, además, la escasa aplicación práctica de los estrictos prin- cipios metodológicos de este último, tanto por él mismo como por otros auto- res, lo que fue ya muy tempranamente señalado por la crítica. Citando a Laureano Bonet:

... estos confusos desdoblamientos de significados que el término naturalismo entraña para el lector de 1972 tuvieron ya sus raíces disolventes en el propio desarrollo –tan laborioso– de esta corriente literaria. Me refiero, sobre todo, a la imposibilidad que casi siempre se dio entre el naturalismo entendido como corpus teórico y su desarrollo como praxis creativa en el terreno fáctico de la novela. Un crítico por lo general tan perspicaz como la propia Emilia Pardo Bazán se percataría de ello al sugerir cómo el Zola moralizador y didáctico que aparece con significativa frecuencia a lo largo de los Rougon-Macquart contra- dice al Zola teórico de Le roman expérimental (Zola, 1972: 9).

3. “... sus representantes [los del naturalismo español] muchas veces no tenían una idea clara de los límites temporales ni de la esencia del movimiento. Incluyeron entre los suyos autores que la crítica moderna clasifica de manera muy diferente –Balzac, Dickens, la novela picaresca– y adoptaron o rechazaron según sus preferencias elementos que consideramos esenciales en la doctrina de Zola –el determinismo, el lenguaje crudo, la documentación–” (Pattison, 1965: 126).

20 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

La oposición de realismo “bien entendido” a naturalismo pasaría también a la América hispana, cuya intelectualidad permanecía siempre atenta a las novedades literarias europeas. Veamos uno de los más destacados ejemplos: Mercedes Cabello de Carbonera (1892: 11), novelista y crítica peruana, escribe en su ensayo La novela moderna:

... yo tengo para mí, que la escuela española en la que hay novelistas como el ilustre Leopoldo Alas, Picón, Armando Palacio Valdéz [sic], Pereda, Ortega Munilla y otros tantos [destacará sobre todos, más adelante, a Emilia Pardo Bazán, don Juan Valera y Luis Coloma], será la que innove el naturalismo, con- virtiéndolo en el realismo psicológico y fisiológico [la cursiva es mía].

Rechaza Cabello (1892: 22) la adscripción al naturalismo de autores como Balzac o Stendhal reivindicada por Zola (a quien la escritora critica duramen- te por ello, además de por su estética de lo feo y lo desagradable). Falta en La novela moderna, con todo, una valoración profunda del naturalismo como algo distinto del realismo y que nos permita ver elementos objetivos en el pri- mero, con los que compartir o no su juicio sobre estos autores: abunda sólo en aspectos negativos (sordidez de los temas, materialismo, obscenidad..), y los positivos son tratados poco y vagamente, a propósito de los autores antes mencionados, y del método experimental (aun proponiendo el eclecticismo como mejor postura):

No rechacemos por espíritu de oposición ni partidarismo de escuela, la tendencia experimental, que el naturalismo se propone; esa nueva modalidad del arte, abre ancho campo al novelador, pues que, a más de estudiar sobre el cuerpo vivo el caprichoso curso de los cuerpos y pasiones, puede crear tam- bién situaciones que respondan a todos los movimientos del ánimo. No aceptemos el naturalismo zolaniano [...] Descartémonos de la imposi- ción que nos obliga a explicar el drama de la vida humana, tan solo por el ins- tinto ciego, o la desenfrenada concupiscencia, desatendiendo los más podero- sos y activos resortes de la vida, cuales son el sentimiento y la pasión (Cabello de Carbonera, 1892: 20).

No es fácil, pues, establecer un paradigma de la novela naturalista, tanto más cuanto que su influencia en la narrativa contemporánea ha sido inmensa. Aun así, y al contrario que el término “realismo” (repetidamente aplicado a lo largo de la historia para la manifestación artística directamente inspirada en la realidad, lo que ha hecho necesarias las matizaciones: “realismo socialista”, “neorrealismo”...), “naturalismo” ha quedado vinculado indisolublemente a las obras surgidas de un movimiento concreto, de una época definida4.

4. En cambio, otro significante de acuñación zoliana –en su aplicación a la literatura–, el de “experimental”, tuvo una vida efímera. En la segunda mitad del siglo XX, la referencia del “experimento” en la novela no tiene ya el prurito de realismo documental que tenía para el escritor francés, sino que está volcada directamente en la lengua literaria y la estructura de la narración.

21 22 2.-EL MODELO NATURALISTA

2.1- La mímesis del naturalismo.

En el capítulo II de “El naturalismo en el teatro”, Émile Zola hizo una breve sistematización de los caracteres constitutivos de su idea de la novela contemporánea, en cuanto a la actitud del novelista hacia la realidad externa. Destaca entre ellos, en primer lugar, el menosprecio de la imaginación y de la intriga dentro de la fábula, y la aceptación de la naturaleza sin modificarla, sin añadir ni suprimir nada: “es suficientemente hermosa, suficientemente grande para llevar consigo un principio, un medio y un fin” (Zola, 1972: 120). No siempre se relata, de hecho, una existencia humana, sino sólo la parte de ésta que se quiera someter a estudio: es el concepto de la tranche de vie que el naturalismo habría de popularizar. La obra es un simple “proceso verbal”, cuyo único mérito es la penetración en el análisis, esto es, en el encadenamiento lógico de los hechos. Consecuentemente, la novela es también impersonal: el novelista no puede juzgar ni sacar conclusiones de la realidad que observa, sino simple- mente analizar los hechos. La emotividad del narrador desaparece, pues es un elemento extraño a la función científica y documental de la novela (“No pode- mos imaginar a un químico que se enfurece contra el nitrógeno porque este cuerpo sea impropio para la vida, o que simpatice tiernamente con el oxíge- no por la razón contraria”, Zola, 1972: 122); rechaza la presentación de per- sonajes “simpáticos” en quienes quede embellecida la virtud y de quienes se silencien los aspectos negativos (“La honradez absoluta no existe en mayor cantidad que la salud perfecta”, Zola, 1972: 123). El ideal de distanciamiento del narrador no supondría, como parece indicar en un principio, una pers- pectiva objetivista en la que el narrador fuera un mero espectador de los hechos; antes bien, el narrador frecuentemente se funde con la conciencia del personaje, que nos presenta a través del estilo indirecto libre; y recurre tam-

23 MANUEL PRENDES GUARDIOLA bién a la perspectiva omnisciente por la que abarca a voluntad todos los pun- tos de vista (Lissorgues, 1988: 588)1. En “Le sens du réel” (1878), Zola apelaba a la documentación exhaustiva del novelista sobre los temas y ambientes tratados. La imaginación ya no es la mayor cualidad del novelista; la retórica romántica de los Dumas, Sue, Hugo, Sand, ha cedido el paso en la novela contemporánea al “sentido de lo real”, a la lógica distribución de los hechos de la naturaleza. La documentación es importante, pues, porque es el elemento decisivo en la ordenación de la nove- la de acuerdo con lo que ocurre en la realidad, esto es, no busca la docu- mentación en sí, como nos recuerda Gonzalo Sobejano, sino por su papel ins- pirador (Lissorgues, 1988: 600)2. De la observación de la realidad, de la experiencia directa, de la docu- mentación, se deriva el amplio uso de la descripción dentro del texto narrati- vo. Zola (1972: 203) define la “descripción” como “un estado del medio que determina y completa al hombre”. No son, por tanto, gratuitos los pasajes de la obra destinados a la descripción; ésta no puede justificarse por sí sola, sino que es un elemento necesario para la explicación de la realidad humana que aparece en la novela. Zola valorará especialmente el arte descriptivo de Flaubert:

Gustave Flaubert es el novelista que hasta hoy ha utilizado la descripción con más ponderación. En él, el medio interviene con juicioso equilibrio: no ahoga al personaje y casi siempre se contenta con determinarlo. [...] Se puede decir que Gustave Flaubert ha reducido a la estricta necesidad las largas enu- meraciones de tasador, con las que Balzac obstruía el principio de sus novelas. Flaubert es sobrio, rara cualidad; da el trazo notable, la línea importante, la particularidad que destaca, y ello le basta para que el cuadro sea inolvidable3 (Zola, 1972: 204; la cursiva es mía).

1. La tercera persona verbal, o, mejor dicho, el discurso extradiegético –el nivel más ele- mental de narración–, es por supuesto el dominante en la narración naturalista. Hay pocos ejemplos de un narrador autodiegético que emplee la primera persona (en España tenemos los casos de Lo prohibido, de Pérez Galdós, o, en parte, de La Montálvez, de Pereda). 2. En “El lenguaje de la novela naturalista” (Lissorgues, 1988: 583-615). Sin embargo, no hemos de olvidar que Zola pertenece a una generación durante la que se favoreció la difusión de la cultura a través de los libros –ya fueran obras de ficción, o bien enciclopédi- cas– conforme a las necesidades de la expansión industrial y de la ideología nacional (Mitterand 1987: 47). Es la época del Grand Dictionnaire Universel du XIXe siècle, de los relatos de exploraciones, de las fabulaciones de Jules Verne... y las novelas naturalistas, que califica Mitterand de “‘voyages extraordinaires’ à travers les compartiments de la société con- temporaine”. 3. Recuérdese el capítulo anterior, a propósito de esta última frase: ¿cómo llamar mejor que “impresionista” a la técnica descriptiva de Flaubert?

24 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Conflictivo dentro de la poética zoliana es el concepto de “novela expe- rimental”, desde el mismo momento en que resulta contradictorio con la falta de intervención del autor que propugna Zola en sus escritos: la misma noción de “experimento”, que el novelista toma del campo de la medicina, lleva implí- cita la actuación externa sobre los fenómenos estudiados. En “La novela expe- rimental” leemos:

A nosotros, escritores naturalistas, se nos hace el estúpido reproche de querer ser únicamente fotógrafos. Tenemos a bien declarar que aceptamos el temperamento, la expresión personal, pero, a pesar de ello, siguen respon- diéndonos con argumentos imbéciles sobre la imposibilidad de ser estricta- mente veraces, sobre la necesidad de arreglar los hechos para construir una obra de arte cualquiera. ¡Pues bien!, con la aplicación del método experimen- tal en la novela, termina toda querella. La idea de experiencia lleva consigo la idea de modificación. Partimos de hechos verdaderos que son nuestra base indestructible; pero, para mostrar el mecanismo de los hechos es necesario que produzcamos y dirijamos los fenómenos; ésta es nuestra parte de invención, de genio en la obra (Zola, 1972: 36).

Zola muestra en este ensayo –y realiza como creador– su decisiva apor- tación a la novela moderna: el escritor ya no se limita a “retratar” una realidad externa, tipificada o individualizada, sino que aspira a profundizar en esa rea- lidad, a descubrir las leyes que la rigen (más adelante trataremos del determi- nismo como ideología fundamental en la obra zoliana). Podría pensarse que este postulado se sustenta sobre una falacia, puesto que los hechos narrados en una novela, de hecho, sólo ocurren de una u otra forma porque el autor ha dispuesto que así ocurran. Sin embargo, pienso que el novelista experi- mental modélico –y aquí se conciliaría el experimentalismo con la impasibili- dad– se vería justificado en la conciencia de no poder faltar a la verdad, a la profunda observación y documentación de que ha hecho acopio para obtener el material de la novela; ergo el escritor refleja la vida como “es”, a tenor de sus observaciones, y no como “gustaría que fuera”.

2.2- Materialismo y moralidad.

No obstante, es cierto que dentro del amplísimo campo de su realidad contemporánea, Zola y sus seguidores más inmediatos imponen una selección de material a sus novelas que en la mayoría de los casos se limita a los aspec- tos más sórdidos y deprimentes de la realidad: personajes de extracción social miserable, tarados física o mentalmente, avarientos, lujuriosos, alcoholizados,

25 MANUEL PRENDES GUARDIOLA violentos..., cuya descarnada presentación en el texto, prácticamente por pri- mera vez en la historia de la literatura, sacudió las conciencias de los lectores. Zola, en su “Carta a la juventud” (1879) criticaba a quienes veían en el natu- ralismo, antes que un método científico de hacer novela, una “retórica de la inmundicia”, de “palabras crudas” (Zola, 1972: 97). Pero Zola declaraba abiertamente la intención moral de su novelística. Así como la medicina –siempre el referente científico– descubre las enfermedades y sus causas con el fin de hallar el remedio para ellas, lo mismo ocurriría con la novela naturalista, aunque esto no lo entendieran quienes buscaban en sus páginas un juicio directo, la “intervención” del narrador en la obra4. No se recrea, dice, en “terribles cuadros”, pero los considera necesarios para mostrar una realidad oculta a los ojos de muchos. Aun no descartando en ocasiones un cierto móvil de provocación, temas recurrentes en la novela naturalista como la prostitución o el adulterio no son tratados con la idealización propia del romanticismo, sino mostrándolos como factores que muestran lo precario de la estabilidad social y familiar. Como señala David Baguley (1990: 217-218):

Naturalist writers assume the prevalent scientific vision of man, but demonstrate the degrading, dehumanising implications of that vision. They appropiate for their works the most progressive theories of their age, but relen- tlessly display in their fiction the subjugation of intellectual, moral and spiritual values to the tyranny of the natural processes. In their mimetic texts, they ela- borately represent the ostentatious materialism and materiality of their age, but dwell upon its underlying shams, hypocrisy, tyranny and injustices. Their work was attacked by their contemporaries, not because it was sordid and corrupt, but because it undermined the myths that disguised the sordid and the corrupt [la cursiva es mía].

Ahora bien, el rechazo a las obras de Zola vino también de un motivo en parte extraliterario, implícito en sus textos creativos, declarado en los teó- ricos: el determinismo. La polémica en torno a la novela experimental no deja de ser una ramificación de la que rodeó las teorías biológicas de Darwin, o las filosóficas de Comte y Spencer. El comportamiento humano estaría, según esta idea, absolutamente condicionado por dos factores: la herencia biológica a tra-

4. “A menudo he dicho que no tenemos que sacar una conclusión de nuestras obras, y esto significa que nuestras obras llevan la conclusión en sí mismas [...] como somos experimen- tadores sin ser practicantes, debemos contentarnos en buscar el determinismo de los fenó- menos sociales y dejar a los legisladores, a los hombres de práctica, el cuidado de dirigir, tarde o temprano, estos fenómenos, de manera que se desarrollen los buenos y se reduz- can los malos, desde el punto de vista de la utilidad humana” (Zola, 1972: 52-53).

26 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA vés de las generaciones familiares, y el medio en que se desenvuelve la vida del individuo. Es decir, Zola niega a la vida afectiva o a los fenómenos espiri- tuales una existencia independiente de lo puramente fisiológico: el avance de la ciencia –y de la novela científica– acabará algún día por descubrir las leyes que los rigen. La religión, la metafísica –siguiendo la teoría de las fases de la Humanidad de Comte– se presentan como interpretaciones agotadas de la rea- lidad humana, y como ellas la literatura que de ellas se vale. La profesión de materialismo y ateísmo de Zola no podía ser recibida con indiferencia. Tanto menos cuanto que Zola, dentro de la acerba crítica social que incluía en sus novelas, no dudó en crear personajes femeninos cuya reli- giosidad no era más que una manifestación de histerismo y neurosis, o bien otros personajes cuyo carácter religioso bien entra en conflicto con sus instin- tos naturales, bien disfraza éstos o pasiones más bajas de una manera hipó- crita: títulos, por ejemplo, como La faute de l’abbé Mouret o La conquête de Plassans (o Soeur Philomène, de los Goncourt, probable fuente para Metamorfosis, de Federico Gamboa). El tema del religioso sacrílego, la firme- za de cuyos compromisos cede ante la pasión amorosa, acabaría por conver- tirse en uno de los temas predilectos de la novela naturalista. De todos modos, hay que añadir que la vasta producción novelística de Zola mostró a la “bes- tia humana” en toda su diversidad ocupacional: además de la figura del cléri- go en los títulos ya dichos, podremos observar las caracterizaciones del obre- ro (L’Assommoir), el minero (Germinal), la prostituta (Nana), el artista (L’Œuvre), el político (Son Excellence Eugène Rougon), el comerciante (Au Bonheur des Dames), el banquero (L’Argent), el soldado (La Débâcle), el ferro- viario (La bête humaine), el campesino (La terre)... y siempre con un particu- lar afán de mejorar la sociedad, que no siempre fue comprendido. A la repulsa, por motivos morales, del naturalismo en la novela (el cual, por otra parte, no pocos supieron conciliar con una visión religiosa de la exis- tencia, como es bien conocido el caso de Emilia Pardo Bazán) se unieron numerosos escritores, incluso algunos de aquellos que en un principio habían aceptado a Zola como maestro, firmantes contra él del “Manifiesto de los Cinco” en 1887, cuyo motivo desencadenante sería la publicación de La terre, novela de un “realismo” que alcanzó cotas de crudeza insólitas hasta enton- ces. Al mismo tiempo, los grandes novelistas rusos –Tolstoi, Dostoievski...– eran cada vez mejor conocidos en Europa, y despertaba gran interés su con- ciliación del realismo con las inquietudes espirituales. En 1895, Zola empren- dería en Le Figaro una “nueva campaña” ante el avance –¿el regreso?– del ide- alismo antipositivista (Caudet, 1995: 144). Pero, por aquellos mismos años, él mismo ha orientado su obra y su afán de influencia social hacia un utopismo no poco idealista por su parte: son las series Les Trois Villes (1894-1898) y la inconclusa Les Quatre Evangiles (publicada de 1899 a 1903, muerto ya el autor en 1902). No había abandonado ni en sus últimos tiempos la primera fila de la actualidad cultural, pero ya no representando el modelo estético que había

27 MANUEL PRENDES GUARDIOLA sido para la generación de escritores de finales de los sesenta, sino un mode- lo ético, el del intelectual comprometido con la justicia en la vida pública, a causa de su firme actitud durante el “affaire Dreyfus”, cuyo estudio no viene aquí al caso.

2.3- Sobre el estilo. El “modelo trágico”.

El lenguaje del naturalismo había escandalizado también por reproducir el habla de los personajes de las clases más bajas sin modificaciones y sin evi- tar las palabras malsonantes. Pero, dejando aparte esto, lo cierto es que la prosa narrativa del naturalismo supuso para la literatura francesa un cambio importante con respecto a la retórica de origen romántico imperante hasta entonces. Zola (1972: 64) declaraba en “La novela experimental”: “Si se quie- re saber mi opinión, creo que en la actualidad se da una preponderancia exa- gerada a la forma”. En su “Carta a la juventud”, valora la gran aportación que el Romanticismo hizo a la lengua literaria, pero considera necesaria una reno- vación de acuerdo con el espíritu científico de la nueva novela:

Todos nosotros, escritores de la segunda mitad del siglo, somos, pues, en cuanto a estilistas, los hijos de los románticos. Esto es innegable. Ellos forjaron un instrumento que nos han legado y que nosotros utilizamos diariamente. Los mejores de nosotros deben su retórica a los poetas y a los prosistas del año 1830. [...] Sé muy bien que la idea lleva consigo la forma. Es por esto que creo que la lengua se aquietará y se equilibrará después de la soberbia y loca fanfarria de 1830 (Zola, 1972: 98-99; la cursiva es mía).

Este estilo nuevo iba encontrando su lugar. A la escritura desaliñada –especialmente en comparación con el modelo de Victor Hugo que en su momento imperaba– de Balzac, a la subsiguiente etapa de confusión de prosa “realista” con prosa “descuidada”, pondrían fin la aparición de la Madame Bovary de Flaubert y, con posterioridad, del estilo personalísimo de los Goncourt. El propio Zola recurre a vivas descripciones próximas al impresio- nismo, a la clara organización de sus novelas con un principio, un clímax y un final perfectamente simétricos y calculados5; a apasionadas narraciones en las que abandona su principio de “no intromisión” del narrador en la fábula.

5. “En réalité, Zola, dans sa poétique narrative, reste un homme de l’âge classique, réfrac- tant dans une problématique positiviste les exigences d’une rationalité compositionnelle,

28 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Así como Zola sostenía que el naturalismo no era cosa nueva, sino que existía desde siempre, podríamos nosotros añadir que, en su realización prác- tica, mucho del naturalismo existía ya incluso en el romanticismo previo. La impronta de este movimiento había sido demasiado honda como para que nin- gún escritor posterior pudiera evitarla: cuánto menos los autores que se habí- an formado y hecho sus primeras letras en ella (y de la que hubo quien, como Flaubert, jamás renegó). López Jiménez (1977: 12) señala una serie de ele- mentos románticos presentes en la novela naturalista: el simbolismo6, el popu- lismo y las tendencias socializantes, la libertad creadora, el colorismo poético y la pasión de artista. Del folletín romántico, la nueva novela habría extraído cierto tremendismo o sensiblería, el empleo de las casualidades, el manique- ísmo o el simplismo en las psicologías de los personajes; además de técnicas como la interrupción temporal del relato, o el empleo de signos ortográficos en el diálogo para expresar mejor los sentimientos. El acertado empleo de todo ello permitiría a los mejores escritores naturalistas realizar una obra no sólo de calidad artística, sino también de gran aceptación popular. La pervi- vencia del romanticismo nos habrá de ser particularmente útil a la hora de abordar en su peculiaridad la novela naturalista hispanoamericana. La novela naturalista acabó también adoptando de un modo predomi- nante, pese a su pretensión de objetividad (y de novedad), lo que David Baguley (1990: 98-99) llama “el modelo trágico” (the tragic model): el relato de vidas crueles y la presentación de las amargas ironías de la existencia. El “determinismo” naturalista se aproxima muchas veces (pese a que Zola inten- tase aclarar lo contrario) al “fatalismo” romántico que arranca ya de la litera- tura griega y que suele manifestarse en dos vertientes: la del proceso dinámi- co de degradación en la vida de los personajes, propio de las novelas de los Goncourt o del propio Zola, o bien el de la inadecuación del individuo por las desilusiones de cada día, por “lo que nunca ocurre”: go steadily downhill / go steadily nowhere (Baguley, 1990: 96). La mujer es una víctima recurrente en

d’une sorte de métrique structurale, qui remonte à Aristote. Cela, du reste, lui appartient en propre, dans la génération dite “naturaliste”, et le distingue de ses contemporains et des ses épigones –Goncourt, Huysmans, Céard, Alexis, Hennique, Mirbeau, etc.– qui n’ont jamais su ficeler un montage romanesque, parce qu’ils n’ont jamais médité sur le rapport, sur l’har- monie” (Mitterand, 1987: 53). 6. Acepto en este caso como tal “simbolismo” no el entendido como irracionalismo poético, sino la significación “general”, por analogía, de personajes, lugares o acontecimientos que tienen lugar en la novela: lo que, en párrafo que transcribo en el apartado 2.4, llama Emilia Pardo Bazán “verdad representativa”. Por ejemplo, la corrupción y muerte de Naná sim- bolizan las del Segundo Imperio francés (Zola hace morir a su personaje justo al iniciarse la guerra franco-prusiana); las desventuras de Isidora Rufete en La desheredada son paralelas a los avatares políticos de la España revolucionaria y de la Restauración.

29 MANUEL PRENDES GUARDIOLA la novela naturalista; no pocos de los conflictos están causados por su “catas- trófica sexualidad” (teorías fisiológicas de la época, como las de Lombroso, concebían a la mujer como un ser especialmente propenso a la debilidad, al desequilibrio y a la perversión), e incluso cuando se presentan personajes femeninos con algún rasgo positivo, esto es solamente para hacer aún más patético su fin (Baguley, 1990: 106): la belleza del cuerpo de Naná contrasta con su repugnante aspecto en el último párrafo de la novela; la bondad moral de su madre, Gervaise Macquart (protagonista de L’Assommoir), no la libra a ella ni a su familia de la miseria, la decadencia y, finalmente, la muerte. Creo que la amplitud literaria del naturalismo, frente a otras visiones más limitadoras que se han hecho de él, ha quedado dibujada en sus aspectos fun- damentales a lo largo de este capítulo. A la hora de aproximarnos a la novela hispanoamericana, atenderemos especialmente a los siguientes tres puntos: a) al determinismo (ambiental o bien hereditario); b) al objetivismo en la apro- piación de la realidad y c) a la visión crítica de sus aspectos más negativos. En un segundo plano, pero siempre presentes, tendremos los subgéneros exis- tentes dentro de la novela naturalista (en función del tema normalmente), y los títulos que puedan servir para una comparación esclarecedora de nuestro análisis de textos. Pero antes de pasar a Hispanoamérica, dedicaremos también un epígrafe a la cuestión del naturalismo español.

2.4- Algunas precisiones sobre el naturalismo en España.

Las peculiaridades del naturalismo español merecen un tratamiento apar- te que nos puede ayudar considerablemente a estudiar la misma corriente lite- raria en Hispanoamérica. La herencia de una lengua y de un tipo de sociedad de la antigua metrópoli era ya un factor de acercamiento –muy a pesar de muchos– entre ambas; al menos, en relación con el resto de Europa. Falta aún un estudio solvente sobre la cuestión de las mutuas influencias, pero lo cierto es que, pese a la escasez de público (la tasa de analfabetismo española, ya de por sí elevada, era muy inferior a la del conjunto de Hispanoamérica), entre los intelectuales de nuestra lengua a ambas orillas del Atlántico hubo siempre atención a cuanto se escribía y, pese a todas las dificultades de distribución7,

7. De las que se quejaba ya en su día la condesa de Pardo Bazán (1989: 317-318): “Entre las causas que hacen improductiva la novela en España, no debería contarse la escasez de lec- tores, pues nosotros tenemos un público inmenso, si atendemos a las repúblicas de Sud América que hablan nuestro idioma. Pero gracias a la indiferencia con que se mira cuanto

30 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA autores como Pereda y Galdós, Pardo Bazán o Valera eran bien conocidos por los autores americanos, y en no pocas ocasiones influyeron en su obra. A la inversa, Galdós apreciaba la obra del escritor peruano Ricardo Palma (Lissorgues, 1988: 460-461)8; Valera dedicó críticas a autores como el ecuato- riano Juan León Mera o el uruguayo Carlos Reyles (López Jiménez, 1977: 251, 258 y 262-263)9... conocida es también la carta del novelista andaluz que sir- vió de prólogo a las ediciones de Azul..., de Rubén Darío, posteriores a 1888. La primera mención conocida de una obra de Zola en España fue una reseña de Thérèse Raquin (obra de 1867) aparecida en 1876, lo que da ya una idea de cuán tardíamente fue penetrando el movimiento en nuestro país. Tal vez fuera la turbulenta situación nacional a partir de 1868 la que dio lugar a la escasa atención prestada a la literatura extranjera hasta el apaciguamiento que supuso la Restauración. El rotundo éxito de L’Assommoir, en 1877 llevó a primera línea de actualidad la discusión sobre esta nueva novela; el primer crí- tico español que la llama por su nombre y se declara partidario de ella es Felipe Benicio Navarro, a través de sucesivos trabajos críticos publicados en Revista de España a partir de dicho año (Pattison, 1965: 14-15). La polémica subsiguiente a la introducción de la novela naturalista fran- cesa en nuestro país, ya desde sus primeros años se vio enconada por un fac- tor extraliterario que, en su país de origen, no había alcanzado tanta impor- tancia10: naturalismo e idealismo en literatura fueron izados como bandera, res- pectivamente, por el liberalismo y conservadurismo intelectuales. La concep- ción “científica” de la novela, vinculada con el positivismo, fue recibida favo- rablemente por los librepensadores españoles; es de suponer que tanto más en cuanto que vieron que era atacada por sus enemigos ideológicos (Pattison, 1965: 20-23). En un principio, los escritores realistas españoles tenían una considerable influencia de la propia tradición nacional: la novela picaresca y cervantina, el costumbrismo... Por su parte, Pereda (generalmente considerado como primer realista español) y Galdós (autor de La Fontana de Oro ya en 1870) habían comenzado su obra sin saber del naturalismo –movimiento con el que duran-

a las letras atañe, los libreros e impresores de por allá pueden saquear a los escritores his- panos muy a su sabor, y ese público ultramarino resulta estéril para la prosperidad de la li- teratura ibera”. 8. En el artículo de Alicia Andreu “Galdós: lectura y creación” (Lissorgues, 1988: 460-468). 9. La polémica protagonizada por Reyles y Valera en torno a la novela del primero, Primitivo, es estudiada por Meyer-Minnemann (1997: 122-137) en su trabajo sobre la novela de “fin de siglo”. 10. “In general [...], the naturalist novel, whether written by reactionaries like the Goncourts or socialists like Alexis, maintains a certain apolitical character –and was thus inevitably attacked from both the left and the right” (Baguley, 1990: 82).

31 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

te toda su vida rechazaría el santanderino toda relación11–. Todo ello fue rei- vindicado por quienes quisieron oponer un “sano” realismo español a la “corrompida” escuela naturalista francesa. Pero en torno a 1880, no sólo comienzan a aparecer los primeros estudios críticos serios sobre el naturalis- mo, sino que una serie de autores españoles comienzan a escribir sus novelas bajo la inspiración directa del zolaísmo. José Ortega Munilla muestra la influencia experimental en Lucio Tréllez (1879), y la lleva en aumento en nove- las posteriores. También en 1879 publica Narcís Oller Croquis del natural, y en 1882 La papallona.(en catalán). En 1881, Emilia Pardo Bazán publicaba Un viaje de novios (encabezado por un prólogo en el que trataba ya de la aplica- ción del método científico a la novela) y Armando Palacio Valdés El señorito Octavio, a la que seguiría en 1883 Marta y María; obras todas ellas, junto con las de otros jóvenes escritores, que podían presentar más o menos rasgos pro- pios de la novela experimental, pero que en todo caso eran objeto de discu- sión sobre su filiación o no al naturalismo, así como sus autores se declaraban interesados conocedores de tal movimiento. De los escritores consagrados, Benito Pérez Galdós tomaba en sus obras un giro decidido en pro del natura- lismo, convirtiéndose en maestro y guía de todo un grupo naturalista de escri- tores que se brindan mutuo apoyo y se reúnen en torno a las mismas revistas literarias. De noviembre de 1882 a abril de 1883, Emilia Pardo Bazán publicó en La Época los artículos que formaron posteriormente el libro La cuestión palpi- tante, también de gran repercusión y que provocaron encontradas reacciones. Walter T. Pattison ha tenido un juicio muy severo sobre la obra, llegando a considerar más interesantes para el estudio del naturalismo aquellos artículos de la época que permanecieron ajenos a la estéril polémica:

Doña Emilia trata la materia de una manera tan amplia y difusa que muchas veces el tema principal se pierde de vista. Nos da varios capítulos sobre autores franceses antecesores del naturalismo, un ataque contra la novela ingle- sa, y la discusión de cajón de la moral en el arte, donde aduce el consabido argumento de que Cervantes tiene también sus puntos escabrosos, ergo no debemos culpar a Zola. En suma, es difícil ver por qué este libro provocó tanto ruido (Pattison, 1965: 99). Aunque, en efecto, las digresiones ocupan una parte quizá desproporcio- nada dentro del conjunto del libro, la interpretación crítica que doña Emilia hace del naturalismo teórico, de la poética de los principales autores france-

11. “[Pereda] utilizó elementos semejantes [a los de Zola] para llegar a conclusiones opues- tas, aunque buscando el mismo fin –la felicidad del hombre– y en el fondo criticando lo mismo –la degradación del ser humano por la organización social moderna, si bien Zola creía en el progreso y Pereda no–” (López Jiménez, 1977: 182).

32 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA ses (Zola en XIII-XV, y en IX-XII los mismos siempre mencionados por éste: Balzac, Stendhal, Flaubert, los Goncourt, Daudet) y de la situación contempo- ránea de la novela española son agudas y están expuestas con claridad. Ciertamente, los escritos que siguieron a la publicación de La cuestión palpi- tante (impugnaciones a la autora y las réplicas de ésta) acaban produciendo la impresión de un desmayado diálogo de sordos, pero el objetivo de Pardo Bazán era, seguramente, no sólo crítico sino divulgador y polémico, con lo cual se daría por ampliamente, satisfecha en su propósito12. Al fin y al cabo, también el ensayo menos consistente de Zola (“Le roman expérimental”) era de los que habían suscitado debates más intensos, y el reconocido afán de pro- tagonismo del escritor francés no quita un ápice a su talla como intelectual. Católica convencida, Pardo Bazán censura el determinismo de Zola, defendiendo el libre albedrío del ser humano (tema abordado ya en el capí- tulo III de La cuestión palpitante). La teoría del naturalismo fallaría en dos puntos (Pardo Bazán, 1989: 150-151): la intromisión de las leyes físicas en la dimensión espiritual del hombre y la concepción utilitaria de la novela. Zola se contradice en esta última, así como en su presunta impersonalidad en la narración: estilísticamente, el novelista cae –para bien o para mal– en nume- rosos pasajes artificiosos; en su traslación de la realidad a la novela, tampoco se limita a un realismo fotográfico:

... por lo que toca a Pot-Bouille, la exageración me parece indudable; y mejor que exageración le llamaría yo simbolismo, o si se quiere, verdad representati- va. Aunque suene a paradoja el símbolo es una de las formas usuales de la retó- rica zolista [...] Alegorías declaradas (La Falta del Cura Mouret), o veladas (Nana, La Ralea, Pot-Bouille), sus libros representan siempre más de lo que son en realidad. [...] ... yo me figuro que el método de acumulación que emplea Zola sirve para hinchar la realidad, es decir, lo negro y triste de la realidad, y que el novelista procede como los predicadores, cuando en un sermón abultan los pecados con el fin de mover a penitencia el auditorio. En suma, tengo a Zola por pesimista, y creo que ve la humanidad aún más fea, cínica y vil de lo que es (Pardo Bazán, 1989: 278-279).

Mas, dejando aparte estas observaciones, la condesa de Pardo Bazán se muestra como una entusiasta defensora del “método científico”, de la docu- mentación llevada a la novela y, por ende, de los novelistas naturalistas fran- ceses y españoles. No desdeña la escritura romántica francesa, y elogia la prosa de idealistas contemporáneos como Alarcón y Valera, aunque considera su estética como ajena a las ideas de su siglo.

12. “Se la considera como el Zola femenino; lo cual no le desagrada del todo, puesto que el deseo de ocupar el centro de la escena y atraerse toda la atención del público es un ele- mento poderoso de su carácter” (Pattison, 1965: 100).

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Larga fue, como ya hemos dicho, la sucesión de réplicas y contrarrépli- cas a La cuestión palpitante, tanto a través de la correspondencia privada como de la prensa. El último eco de esto fue la publicación en Revista de España, entre 1886 y 1887, de los Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas, respuesta de don Juan Valera a Emilia Pardo Bazán aparecida en un momento en que la polémica sobre el libro de la escritora había cesado por completo. Con su habitual tono mesurado, y también entre numerosas digre- siones, el novelista egabrense reconocía algunos méritos aislados en autores naturalistas, aun censurando su método y reafirmándose en su propia visión de la belleza como finalidad del arte. Sin embargo, es cicatero en sus elogios y da un juicio globalmente negativo de Zola y de la escuela por él repre- sentada. Aunque los años 80 se pueden considerar como la época de plenitud den- tro del naturalismo español, también presencian su evolución hacia el espiri- tualismo. Al mismo tiempo que en Francia, y por semejantes motivos: el escán- dalo de La terre, el conocimiento progresivo de la literatura rusa y su fuerte carga de misticismo, o de autores de otras literaturas europeas como Ibsen. Las propias peculiaridades del naturalismo español –cuyo maestro era antes Galdós que Zola– ya lo distanciaban del francés. Pattison (1965: 126-130) seña- la que el asentamiento de recursos como la observación y la documentación, las tramas de la vida cotidiana o el determinismo ambiental no impedían a los autores españoles prestar poca atención a la herencia biológica y recurrir con frecuencia a las moralejas, al humorismo (no siempre sarcástico), a la apela- ción directa del narrador al lector. Luis López Jiménez (1977: 17), llama la aten- ción también hacia la ternura en el tratamiento de los personajes (nunca extre- mándose, además, la crudeza y la obscenidad en las escenas, en el lenguaje, en la manifestación de los instintos), la apropiación de un mundo menos excepcional que el zoliano y, por último, la permanencia del costumbrismo pintoresco13 (íntimamente unido al regionalismo).

13. En alguna ocasión, durante mi estudio, emplearé la expresión “realismo costumbrista”: debe entenderse, nuevamente, “realismo” en su sentido más amplio (la literatura de inspiración directa en la realidad circundante). Aunque tuvo múltiples variaciones, la obra de Mesonero Romanos acabaría convertida en el modelo por excelencia del costumbrismo, quedando el género fijado como una visión de los aspectos más pintorescos de la realidad, superficial, acrítica y bienintencionada. Literariamente, debe señalarse su estatismo: son raros los desarrollos narrativos; los subgéneros por excelencia del artículo de costumbres son los tipos y las escenas. Su influencia sobre la novela realista en lengua castellana fue amplia y perdurable: las primeras obras de este movimiento serían presentadas como “novelas de cos- tumbres” (caso de Alberto Blest Gana o de Fernán Caballero), y es muy habitual en nuestra gran novela decimonónica encontrar insertados auténticos “cuadros de costumbres” dentro del discurso narrativo. Remito para mayor información a la obra ya clásica de José F. Montesinos, Costumbrismo y novela.

34 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

En la última década del siglo XIX, la novela española guarda del natura- lismo la ambientación, pero la tendencia es a la introspección en los persona- jes, a sus ansias de ideal y transcendencia antes que a la sumisión a sus impul- sos fisiológicos. Galdós publica en esta línea Ángel Guerra (1890-91), Nazarín, Halma (1895), Misericordia (1897); “Clarín”, Su único hijo (1890). Pereda, con Peñas arriba (1895), realiza una de las más importantes obras de la llamada “novela regionalista”, descendiente del realismo costumbrista y típi- camente española14. La impronta del naturalismo más “ortodoxo” permanece- rá, diluida, en obras como Pequeñeces (del jesuita Luis Coloma) o La espuma, de Armando Palacio Valdés, novelas ambas de 1890 que formarían parte del “ciclo” de novelas de crítica a las costumbres de la aristocracia que abundaron en el naturalismo español (otro ejemplo sería La Montálvez, de Pereda, publi- cada en 1888); o bien en novelistas de menor categoría como Eduardo López Bago o Alejandro Sawa. Jóvenes escritores, ya fuera de la época de vigencia de la escuela, la prolongarán hasta los primeros años del XX: Vicente Blasco Ibáñez (procedente del regionalismo valenciano) es sin duda la figura más destacada; otros serían, en sus primeras obras, Felipe Trigo o Antonio de Hoyos y Vinent.

14. Aunque se dio también con frecuencia en Hispanoamérica, como veremos. Es el caso de Rafael Delgado, para la ambientación de cuyas novelas su patria chica de Veracruz supone un elemento importantísimo.

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3- EL NATURALISMO EN HISPANOAMÉRICA: UNA VISIÓN DE CONJUNTO

Así como la introducción del naturalismo fue en España un fenómeno relativamente tardío con respecto a su lugar de origen, este desfase temporal se vio acentuado en Hispanoamérica, especialmente en algunos países: en , los primeros atisbos de naturalismo los tendremos en la novela Alma enferma, de Ramón A. Salazar, en 1896; Joaquín García Monge, consi- derado el creador de la novela realista en Costa Rica (república en la que hasta 1830 no había existido una imprenta), no publica hasta 1900; en Paraguay, será la llamada precisamente “generación de 1900” la que se interese por Balzac, Zola, Taine, Spencer, Valera... amén de otros europeos menos relacionados con la novela realista como Bécquer, Hugo e incluso Espronceda. En este últi- mo país, como en Bolivia, los elementos naturalistas se irán dando en la nove- la a medida que avanza el siglo XX, bajo muy diversas influencias (incluso con el traumático episodio de la guerra del Chaco, en los años treinta, como telón de fondo). Serán los países en mayor contacto con Europa los que primero vayan asi- milando los principios de esta escuela literaria, al igual que asimilaron las corrientes de pensamiento positivistas que les sirvieron de vehículo. El último tercio del siglo XIX supone para Hispanoamérica una época de cierta moder- nización económica y social, que en el campo literario se hará notar por el sur- gimiento paulatino del escritor “profesional” y la institucionalización de la crí- tica literaria a través de la prensa, de reseñas, de ensayos, de públicas discu- siones literarias. Cambio importante con respecto a los dos primeros tercios del siglo, pero relativo en cuanto a dicha profesionalización, puesto que los escritores de importancia seguirán siendo normalmente miembros de un sec- tor social culto y acomodado, con presencia en la vida pública de su país más allá del ámbito meramente cultural: políticos, militares, diplomáticos, grandes propietarios... Lo cual, por otra parte, contribuirá a que su nombre sea cono- cido por el gran público.

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El fenómeno más importante fue, de todos modos, el progresivo aumen- to de los sistemas de publicación y distribución tales como imprentas, librerí- as (formando a veces ambas una misma empresa), revistas, periódicos1 y, muy especialmente, editoriales. Éstas últimas serán la mayoría de las veces casas europeas, bien con sucursales en el Nuevo Continente, bien imprimiendo en el Antiguo (en París y Barcelona especialmente) novelas destinadas al público americano (Dill, 1994: 90-91). Novelas de autores principalmente europeos, pero en las que poco a poco irán hallando lugar escritores autóctonos. A medi- da que avance el siglo, pues, la novelística de Zola, los Goncourt, Pereda, Galdós, Valera, Pardo Bazán... irá siendo más ampliamente conocida. Como he dicho, en la Hispanoamérica de esta época la elite intelectual se corresponde a menudo con la elite social, lo que implica también la posibili- dad de recibir privadamente las últimas novedades editoriales del extranjero, o incluso viajar y conocerlas directamente en su país (y lengua) de origen. Éste sería el caso de Alberto Blest Gana o Eugenio Cambaceres2. Esta condición de “material importado”, aunque pudiera suponer un cierto prestigio a la hora de ser recibido en las sociedades hispanoamericanas del momento (que ven en la Europa liberal y en los Estados Unidos de Norteamérica un modelo político y cultural que alcanzar), puede acabar a un tiempo siendo un lastre en cuan- to que se fija, más que en la adopción de un método y su adaptación a una realidad concreta, en el prestigio de sus modelos. Que Eugenio Cambaceres, Martín García Mérou o Salvador Quevedo y Zubieta desarrollen la acción de algunas novelas suyas en España o Francia3 contradice una base tan funda- mental del naturalismo como es el análisis de la realidad circundante. Contradicción justificada, por otra parte, por el intento del escritor hispanoa- mericano de apartarse de su tradición costumbrista nacional (Meyer- Minnemann, 1997: 181).

1. En 1877, el diario La Nación de Buenos Aires comenzaba la publicación por entregas de La Taberna (L’Assommoir), de Zola. La expansión del naturalismo, al igual que en España, tuvo lugar en Hispanoamérica a través de la prensa, y también en la prensa se libraron enconadas batallas dialécticas entre defensores y detractores de la nueva escuela (véase, por ejemplo, Gnutzmann, 1998: 59-79 y García Barragán, 1993: 38). 2. También de escritores no naturalistas como José Martí: el florecimiento del modernismo en lengua española en América se debe en buena parte al mejor y más amplio conocimien- to que de la actualidad literaria universal existía en Hispanoamérica con respecto a la Península Ibérica. 3. Me refiero, respectivamente, a Música sentimental (1884), Ley social (1885) y La estu- diante, si bien esta última fue originariamente escrita en francés y publicada en Francia, y traducida en 1889 por José P. Rivera para El Diario del Hogar de México (García Barragán, 1993: 101).

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Nuestra ya conocida Mercedes Cabello de Carbonera (1892: 21) objeta al naturalismo, entre otras cosas, su falta de adecuación a la realidad iberoame- ricana:

Nada, ni un solo punto de similitud, hay entre estas jóvenes sociedades de América, y la escuela zolaniana, engendrada y nacida con la descomposición social de una época insólita y extraordianaria, simbolizada en la mosca de oro que según Zola, viene a ser la causa de todos los desastres de la guerra fran- co-prusiana, y de los últimos luctuosos sucesos de la caída del imperio. [...] Si Francia ha ganado gloria con su escuela naturalista, nosotros malamen- te nos esforzaremos en imitarla, haciéndonos sus copistas, sin preocuparnos de producir nuestro ideal propio, ya que no nuestra propia literatura; sin pensar que, mediante esta imitación, nos convertimos en falsarios o mendicantes, pre- tendiendo descubrir el secreto de vivir en lujosa mendicidad, ahitándose de una literatura que sin corresponder a nuestros ideales, puede corrompernos hasta la médula de los huesos.

Sin embargo, esta nueva literatura venida del otro lado del Atlántico con- tinuará con los intentos románticos de forjar una literatura “nacional”, y con- cretamente una narrativa que, como la que ya venía haciéndose en Europa, tome como referencia y profundice en los problemas de unas sociedades aún jóvenes, recién constituidas y que, menos de medio siglo después de su eman- cipación política, están asistiendo a profundos cambios en su estructura social y económica. El eclecticismo propuesto por Mercedes Cabello era algo que de hecho se daba en las producciones hispanoamericanas, en las que el roman- ticismo se había introducido también de una manera tardía (principalmente a partir de los años cuarenta) y perduraría hasta finales del siglo4 en muchas de sus manifestaciones, como la novela sentimental (cuya más importante obra, María de Jorge Isaacs, es de 1867). Una herencia romántica en el estilo sería, por ejemplo, la fuerte presencia del narrador dentro de la prosa naturalista his- panoamericana, a veces con un fin moralizante y, en todo caso, constituyen- do un obstáculo para la pretensión de objetividad del narrador. También hemos de recordar que, ya en los años setenta, Manuel Gutiérrez Nájera publicaba en México artículos y cuentos de un estilo refinado y cos- mopolita; que, en 1885, José Martí –ya escritor de prosa breve en la década anterior– publicaba su novela Amistad funesta; que en 1888, en fin, veía la luz, en una reducida edición, Azul... de Rubén Darío. Ya antes, pues, de que se

4. El naturalismo, pues, no coincidiría “con la fatiga del folletín y la novela rosa” (Ara, 1965: 11): ambos géneros literarios, y otros, coexistirían durante años en la novela hispanoameri- cana.

39 MANUEL PRENDES GUARDIOLA hubiera desarrollado en Hispanoamérica –con la posible excepción de la Argentina– la escuela naturalista de raigambre europea, el modernismo litera- rio daba sus primeros frutos en prosa narrativa. De ningún modo ajeno, cier- tamente, a influencias foráneas, pero sí con un tratamiento mucho más perso- nal e innovador de sus múltiples fuentes y, por añadidura, una decidida volun- tad de lograr una prosa artística y subjetiva que abandonara la pretensión documental del texto literario. Una vez más, como fue señalado ya en el capí- tulo primero (nota 1), vemos cómo una misma época y un abandono de las antiguas concepciones del arte dan lugar a distintas actitudes. En algunos aspectos temáticos, el modernismo se hallaba en deuda con el realismo naturalista (en cuanto a la desinhibición ante “tabúes” literarios tra- dicionales, o a la introducción de psicologías complejas o anormales y la ina- daptación del individuo a la sociedad), pero será el naturalismo hispanoame- ricano el que se verá aún más marcado por esta nueva “escuela” estetizante: autores adscritos al naturalismo bien introducirán elementos temáticos o esti- lísticos de índole modernista en sus novelas (Eugenio Cambaceres, Martín García Mérou, el mismo Federico Gamboa), o bien evolucionarán finalmente hacia el modernismo, abandonando la escritura naturalista (Amado Nervo, Carlos Reyles). Al mismo tiempo que unos buscan una prosa artística, otros escritores naturalistas podrán tal vez caracterizarse por una sencillez estilística próxima a veces al desaliño, pero serán los menos, puesto que a la confluen- cia temporal con el modernismo hemos de añadir también la fuerte impronta que tuvo en la literatura hispanoamericana el movimiento romántico, también de importantes preocupaciones formales. La novela naturalista hispanoamericana no abandonará nunca del todo la presencia de valores transcendentes. Es, de hecho, una novela que nunca se desprende totalmente de la “tesis”, y que tiene una finalidad moral no sólo fundamental, sino a menudo explícita, como en el caso de los novelistas argentinos (Morales: 27-29). Nunca será totalmente materialista y, como en España, será en más casos “anticlerical” que “antirreligiosa”. El determinismo genético o ambiental, más que intentar justificarlo de un modo científico, se presentará de una manera misteriosa, “telúrica”, que será desarrollada también por el modernismo y aprovecharán con gran fortuna novelistas de principios del XX como José Eustasio Rivera o Rómulo Gallegos5. Resultaría demasiado largo discutir aquí la continuidad directa entre la novela naturalista y la nove- la “regional” (también llamada “criollista”, “mundonovista”...) hispanoamerica- na, para la cual la existencia entre ambas de la narrativa modernista constitu- yó una influencia innegable.

5. Arturo Torres-Ríoseco (1965: 172) llega hasta el extremo de declarar que “desde el punto de vista literario, estas novelas hispanoamericanas del siglo XIX suelen tener escaso valor, salvo como precursoras de la novela regional moderna”.

40 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Los temas y la problemática tratados en la novela naturalista hispanoa- mericana son fundamentalmente los mismos que los de sus modelos literarios. No por la imitación servil que creía ver Mercedes Cabello de Carbonera, sino porque, pese a todas las diferencias, la progresiva modernización del siglo XIX afectó a Europa y América en algunos aspectos de un modo similar: el espec- tacular crecimiento de la ciudad, de la industria (en Iberoamérica, eso sí, en manos de capitales extranjeros), de los negocios, de la burguesía como clase social dominante. Y, con ello, el también espectacular aumento de las desi- gualdades sociales, de la miseria, la delincuencia, el alcoholismo, la prostitu- ción; de la corrupción administrativa; de la injusta explotación del obrero, del minero y del campesino. A esto habríamos de añadir dos temas no tratados en Europa pero que entonces, como en la centuria siguiente, formaban parte esencial de la pro- blemática social americana: por un lado, como herencia de la época virreinal, la coexistencia del hombre blanco con otras etnias socialmente relegadas (indios, negros, mestizos...); por otro, la novedosa realidad de la inmigración masiva desde el Viejo al Nuevo Continente. La actitud ante uno y otro grupo humano será variable dentro de los diferentes autores naturalistas: el orgullo de pertenencia a los grupos criollos es extremo en el mexicano Federico Gamboa, caricaturizador en varios momentos de su obra tanto del inmigrante español como del campesino aborigen. En Perú, Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner (novela sólo vagamente naturalista, con personajes puramen- te “buenos” y “malos” típicos de la novela de tesis, y con una fuerte herencia del más blando sentimentalismo romántico), denunciará la marginación social del indígena. Los escritores argentinos –cuyo país recibió el mayor número de inmigrantes, y en la formación de cuya sociedad no halló lugar el indio–, pese a no ser muchos de ellos de ascendencia puramente española, criticarán fre- cuentemente la masiva afluencia de extranjeros, en la que ven un peligro para la identidad nacional (Antonio Argerich, Eugenio Cambaceres, Julián Martel). No faltan tampoco quienes se compadecen de la triste situación de estos recién llegados y los retratan sin tintes negativos (Manuel T. Podestá, Francisco Sicardi), pero, en todo caso, ya está lejos la época en que la venida de inmi- grantes europeos, especialmente germanos, era vista por los dirigentes riopla- tenses como la única solución de progreso para la joven República Argentina. Quisiera destacar también, como tema de la novela naturalista hispanoa- mericana, el de la llamada novela histórica (o, con mayor propiedad, “bélica”): la reciente obtención de la independencia por las armas y la turbulenta histo- ria de revoluciones, guerras civiles e internacionales que siguió en las décadas posteriores (y que explica en gran medida el tardío y limitado desarrollo de las naciones hispanoamericanas) no podía permanecer fuera del terreno nove- lesco. Autores como Alberto Blest Gana (Durante la Reconquista), Eduardo Acevedo Díaz (Ismael, Nativa, Grito de gloria, Lanza y sable, El combate de la tapera), Heriberto Frías (Tomochic) se distinguieron en este subgénero. Sin embargo, los modelos volveremos a tenerlos muchas veces en escritores como

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Pérez Galdós o Zola (o Tolstoi en el caso de Blest Gana). Nuevamente el hipo- texto europeo. Podríamos plantearnos: sin la novela experimental zoliana, sin novela europea en general –Blest Gana fue un temprano conocedor de Stendhal y Balzac–, ¿hubiera habido un realismo naturalista hispanoamericano? Guillermo Ara (1965: 15-16), en su estudio, se pronuncia afirmativamente sobre la cues- tión. Cita a Luis Alberto Sánchez (1953: 259): “Si el naturalismo creció entre nosotros después de 1870, se debió, más que a Zola, a las circunstancias que nos envolvían. Las mismas determinantes del auge naturalista europeo: moti- nes, asonadas, guerras, revoluciones...”. Una prueba de ello sería el famoso relato El matadero, de Esteban Echeverría. Sin embargo, El matadero no es un relato naturalista (salvo por la exposición de ciertas escenas de crudo realis- mo) sino más bien simbólico, supeditado a una intención de propaganda polí- tica, como la mayor parte de la prosa hispanoamericana anterior a 1860. Además, la novela naturalista sólo muy parcialmente debe su auge –aun- que no rehúse utilizarlas como material– a guerras y revoluciones; antes bien, la Francia del Segundo Imperio –pese a su desastroso final– y la Tercera República –tras su difícil establecimiento– fueron etapas de cierta estabilidad interna del país, como asimismo fue la España de la Restauración. La novela necesitaba de un público burgués como la realidad que en ella mayormente aparecía. Aduzco aquí lo mismo que Ricardo Navas Ruiz a propósito de la influencia extranjera en el romanticismo español: si ya existía el naturalismo en América, ¿por qué se esperó, para llevarlo a la práctica, a que hubiera lle- gado de Europa? No se puede negar la impronta del costumbrismo romántico –también con una cierta huella española: articulistas como Larra y Mesonero habían despertado gran interés en el Río de la Plata– sobre la posterior corrien- te naturalista, pero lo cierto es que cuanta más intensidad tuvo ésta en algu- nos países, tanta menos tuvo el pintoresquismo costumbrista. Un realismo en sentido amplio probablemente hubiera aparecido en Hispanoamérica de todos modos (y de ello hay muestras tempranas, como la novela cubana Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, cuya primera edición data de 1839), pero su rea- lización fáctica dentro de los parámetros del naturalismo no hubiera sido posi- ble sin el empuje de la novelística que había visto su origen en Francia.

42 4- MÉXICO EN EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XIX

4.1- La victoria del liberalismo: la Reforma y el Porfiriato.

Cuando en 1854, una revolución liberal terminaba definitivamente con el poder dictatorial de Antonio López de Santa Anna, México era un país que había padecido, desde su independencia en 1821, varias guerras civiles, gol- pes de Estado y pronunciamientos militares. La mitad de sus territorios le habí- an sido arrebatados, en 1847, por la ya temible potencia militar de los Estados Unidos norteamericanos. El orden social continuaba siendo administrado por dos poderosas instituciones: el Ejército y la Iglesia católica. La ruptura con el pasado era condición indispensable, a entendimiento del Partido Liberal, para lograr finalmente el progreso del país. La Constitución promulgada en 1857 y una serie de medidas émulas de las adoptadas por el liberalismo europeo –como la Ley de Desamortización de 1856– que fueron vistas por la Iglesia como un atentado contra sus derechos, provocarán la insu- rrección armada del Partido Conservador contra el gobierno y, en consecuen- cia, la guerra civil de 1858 a 1861. Serán los liberales quienes salgan victorio- sos de la “Guerra de Tres Años” o “de la Reforma”, durante la que, ya direc- tamente enfrentados a la Iglesia que les era hostil, aprueban las llamadas “leyes de la reforma”, completando la laicización del Estado y de la vida públi- ca, y decretando la extinción de las órdenes religiosas. Sin embargo, el presidente Benito Juárez –quien había terminado la gue- rra como líder indiscutido del Partido Liberal– no habría de gobernar México en paz por mucho tiempo. Aprovechando la ocupación temporal de Veracruz por tropas inglesas, españolas y francesas en 1862, Napoleón III lanzó las últi- mas a apoderarse de todo el país y, de acuerdo con destacadas figuras del Partido Conservador, trató de establecer al archiduque Maximiliano de Austria

43 MANUEL PRENDES GUARDIOLA como Emperador de México. Juárez, en continua huida, sostuvo tenazmente la causa republicana hasta obtener de nuevo la victoria. Maximiliano, por su parte, se veía en la difícil contradicción en que se ha visto más de un “rey intruso”: aun con la mejor voluntad de servir a su nueva patria, estaba soste- nido por tropas invasoras; hombre de ideas liberales, sólo contaba dentro del país con el apoyo de la Iglesia y el Partido Conservador. Progresivamente abandonado por sus partidarios, y finalmente por Francia, el efímero Emperador de México acabaría siendo capturado y fusilado en Querétaro en 1867. Con el Segundo Imperio mexicano, acababan las luchas de la Reforma. O, lo que es lo mismo, el Partido Conservador quedaba definitivamente anulado dentro de la escena política mexicana. Juárez volvía a gobernar en todo el territorio mexicano y, pese a sus convicciones democráticas, lo hizo asumien- do plenos poderes, suspendiendo las garantías constitucionales si ello era necesario para afirmar la autoridad de las leyes y del gobierno federal. En 1872, al año siguiente de su última reelección, fallecía el único indio que había desempeñado en América el gobierno de su país. El final del monopolio del poder por parte de las minorías criollas, el moderno régimen liberal mexica- no, la propia conciencia nacional del país quedaban como el legado de sus años de incesante lucha. En 1876, un pronunciamiento militar llevaba al poder a un brillante gene- ral de las luchas contra el Imperio, Porfirio Díaz, quien no abandonaría ya la presidencia de la República (salvo una breve interrupción de 1880 a 1884, en que la ocupó su compadre el general Manuel González) hasta 1911. La dicta- dura personal de Díaz superó con creces a la de Juárez no sólo en duración, sino en cuanto al incumplimiento de la Constitución, haciéndose, como jefe del Ejecutivo, con el control de los demás poderes del Estado, del Ejército y del gobierno de los distintos estados de la Federación. Por añadidura, consi- guió reconciliar hábilmente al Estado con la Iglesia, atraerse a gran número de intelectuales y acallar en buena medida a la prensa crítica. Haciéndose reele- gir en los intervalos legalmente establecidos, Díaz ejerció de hecho el poder absoluto bajo el lema “Orden, paz y progreso”. No fue sólo una mera fórmu- la: durante el “Porfiriato”, México alcanzó unos niveles de estabilidad interna y prosperidad económica jamás conocidos hasta entonces1.

1. “En 1885 se terminó de arreglar la deuda externa [...]. Con la liberalización del comercio interno [...] y la acelerada construcción de ferrocarriles (de 638 km en 1876 a 19.280 en 1910) el país comenzó por primera vez a integrar un mercado interno y a vincularlo con el mundo exterior. La agricultura creció al 4 por ciento, la industria al 6 por ciento y la minería casi al 8 por ciento. A diferencia de los tiempos borbónicos, este crecimiento era amplio y diversi- ficado, tanto en el número de productos de exportación como en su naturaleza. Aunque el peso de plata mexicano circulaba en Europa, Estados Unidos y hasta en China, no sólo de

44 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Acabó imperando en México un “nuevo conservadurismo”, ya no tradi- cionalista y clerical, sino consecuencia del establecimiento en el poder de una facción liberal y del triunfo de una política económica liberal. La nueva bur- guesía y los grandes propietarios (beneficiarios éstos de la desamortización de los bienes eclesiásticos y comunales) compartirían al cabo el poder y la influencia social con el Ejército y con la Iglesia. Las desigualdades sociales se acentuaron con el enriquecimiento de las clases dirigentes del país, especial- mente de los más inmediatos colaboradores del Presidente: los “científicos” que supieron no disputarle un ápice de su autoridad, constituyendo una oli- garquía tecnocrática a la que finalmente se enfrentó la propia burguesía. Una vez restauradas la paz y el orden, una vez conseguido el progreso material, la sociedad deseaba cada vez más una vuelta a los principios de igualdad y democracia de la Constitución de 1857. Francisco Madero encarnaría estas ansias, oponiéndose a Porfirio Díaz en la última –y fraudulenta– elección de éste último, la cual desencadenaría por fin una nueva insurrección armada que obligaría a dimitir al octogenario dictador. Madero accedió a la presidencia, lejos de imaginar que de la revolución política que había iniciado iba a deri- varse una larga etapa de guerras civiles, y la gran revolución social de la que surgiría el contemporáneo.

4.2- El Positivismo en México.

En 1867, apenas producida la definitiva victoria de la Reforma, principió la colaboración con Juárez del doctor Gabino Barreda, a quien el Presidente encomendó la aplicación de la filosofía positivista a la instrucción pública de México. Dada la nueva situación de la República, en la que los liberales po- seían ahora el poder omnímodo tras cinco años de guerra, urgía la recons- trucción y reeducación del país sobre unas nuevas bases. La Iglesia católica quedaba anulada no sólo como institución de poder político, sino como insti- tución educativa: el Estado liberal se preparó para sustituir al catolicismo den- tro de la sociedad mexicana y relegarlo al ámbito privado. El Positivismo era un sistema de pensamiento empirista y materialista, que confiaba en el cono- cimiento científico como única vía factible para la aprehensión de la realidad. Desconfiaba del racionalismo, de la metafísica, de los principios abstractos; en cuanto a la religión, se declara por lo mismo agnóstico. Los liberales en el

plata vivía México, también de metales industriales. En 1894 México tuvo su primer superávit presupuestal de la historia gracias al ejemplar manejo financiero y hacendario de Limantour. La inversión extranjera fluyó también, en proporciones increíbles por su monto y por su equilibrio, variedad y productividad” (Krauze, 1994: 308-309).

45 MANUEL PRENDES GUARDIOLA gobierno, pues, fundaban también en la difusión del positivismo sus esperan- zas de desarrollo material del país. Leopoldo Zea (1968: 37), el autor que más en profundidad ha estudiado el Positivismo mexicano, considera que la expre- sión teórica de este sistema “fue, por supuesto, desconocida por las masas sociales de México; pero no así su expresión práctica, que fue sentida en diversas formas, tanto por los conocedores de la doctrina como por los igno- rantes de la misma”. La paz social, poner fin a los enfrentamientos por cuestiones ideológicas, había de ser otro de los frutos anhelados por la difusión del positivismo. La aparición de la sociología como ciencia indagaba en las leyes que determina- ban la evolución y transformación de la sociedad de un modo natural, armó- nico, equiparable al de un organismo vivo. Frente a la idea de la revolución, el positivismo manifestaba su fe en la educación y el progreso para la mejora de la sociedad. Estas ideas alcanzaron su mayor importancia durante el gobier- no de Porfirio Díaz: la burguesía liberal había concluido con la Reforma su etapa combativa y, ya asentada en el bienestar, buscaba un orden que lo con- servara y que justificase de una manera “científica” su papel preponderante. Así como Auguste Comte veía en el régimen paternalista de “libertad vigilada” de Napoleón III un estado político idóneo, los positivistas mexicanos vieron también en Díaz al buen dictador necesario para el progreso de su patria, aten- to a las realizaciones prácticas antes que a evanescencias ideológicas. Tanto el Segundo Imperio francés como el Porfiriato fueron épocas de expansión industrial y engrandecimiento urbano, de acentuación de las desigualdades sociales, de militarismo en el poder... No era tarea del gobierno mejorar la sociedad, sino antes bien a la inver- sa. En el discurso pronunciado en 1877 en la Escuela Nacional Preparatoria, “Apología de la ciencia”, Justo Sierra se pronunciaba en los siguientes térmi- nos:

Renovación política [la ciencia], que no tomará por punto de partida la añeja preocupación de que la función del gobierno es hacer la felicidad del pueblo, resto de las antiguas concepciones antropomórficas de la divinidad, sino de que sólo está llamado a administrar justicia, es decir, en reconocer como límite de la acción social y de la acción individual el derecho del indivi- duo. Todos comprenderán entonces que un gobierno “siendo una función correlativa de la inmoralidad de los gobernados” (Spencer. The social orga- nism), es la resultante de un estado social y se buscará su mejora mejorando la sociedad, único medio de obtenerla (Sierra, 1948: 22).

Todo esto, en la práctica, llevaba a un implacable “darwinismo social” que garantizaba sólo la integración social y la “supervivencia” de los más aptos para hacer fortuna (o para conservarla). Se intenta convencer a la sociedad de la necesidad de las relaciones de orden, de la necesaria sumisión de los menos

46 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA afortunados si desean ver mejorada su suerte por el desprendimiento de las clases superiores2. El indio es considerado por no pocos intelectuales –entre los que se contó el propio Federico Gamboa– como un obstáculo para el pro- greso de la nación, una raza irremisiblemente atrasada que Justo Sierra, en cambio, creía capaz de progresar por la educación (además de ver al mestizo como la raza activa y progresista por excelencia). El pensamiento oficial del Estado mexicano alcanzaría unas cotas sorprendentes de insolidaridad: en su Estudio de las relaciones entre la sociología y la biología, Manuel Ramos criti- caba las instituciones dedicadas por motivos no ya de utilidad pública, sino meramente humanitarios, a la ayuda a los más necesitados, puesto que favo- recían la subsistencia de aquellos miembros débiles de la sociedad que debe- rían desaparecer (Zea, 1968: 175). En torno a 1880, la juventud mexicana había sido ya educada en los prin- cipios de Comte, de Spencer, de Stuart Mill. Muerto Barreda en 1881, conti- nuaban su obra importantes discípulos como Miguel S. Macedo, José Ives Limantour o, especialmente, Justo Sierra, llamados a desempeñar importantes puestos en la nación. El positivismo era también cuestionado en el terreno de la educación, tanto por liberales “puros” como por católicos: la enseñanza estatal atentaría contra la Constitución puesto que fomentaba el escepticismo religioso, y por tanto iba contra la libertad de conciencia y la neutralidad del Estado. Era difícil conciliar en la escuela una formación positivista y la ense- ñanza de unos principios morales que iban a chocar con la Constitución o con la fe católica que se seguía profesando en la mayoría de los hogares. Aunque ya a principios del siglo XX parecía haberse normalizado la situación3, la críti- ca a la inmoralidad o amoralidad de la formación positivista perduraría en la literatura de la época (la única novela que defiende sus excelencias sería Pacotillas, de Porfirio Parra, también discípulo del doctor Barreda). En 1892, los más destacados representantes del positivismo mexicano entraban en política, emitiendo el primer manifiesto de la Unión Liberal.

2. Véanse, por ejemplo, las siguientes ideas recogidas en el Ensayo sobre los deberes recípro- cos de los superiores y de los inferiores de Miguel S. Macedo, citadas por Leopoldo Zea (1968: 169) y que a muchos resultará difícil leer sin indignación: “El rico, como poseedor de la riqueza, tiene el ocio, y éste hace posible que pueda pensar en el bien de la humanidad; el ocio hace posible que el rico pueda preocuparse por el presente y el futuro de otros. Así, tenemos que lo que los socialistas llaman plusvalía, es en Macedo lo que hace posible la existencia del bien en la sociedad”. 3. Así, leemos en el discurso de 1905 “Creación y propósitos del Ministerio de Instrucción”: “La sociedad en masa busca nuestras escuelas, las llena, las colma; la sociedad es nuestra ya, no lo sería si las adivinase antirreligiosas e inmorales. Por el contrario, dejamos a la fami- lia el supremo cuidado de la educación religiosa y nos empeñamos, y es nuestra misión única en la escuela primaria, en crear hábitos morales en los niños; esto nos basta, esto basta” (Sierra, 1948: 358).

47 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

Germen del futuro partido de los “científicos”, proclamaban su ideal del orden social como instrumento de progreso. El trabajo, el orden, la paz, la ciencia, la industria eran valores ante los que la libertad política debía ceder si era necesario. La dictadura de Porfirio Díaz se aceptaba en cuanto que Díaz actua- ba en nombre del grupo social preponderante que le había encomendado el gobierno (Zea, 1968: 421). Sin embargo, el Presidente no iba a dejarse orien- tar por aquellos intelectuales, liberales en el fondo: la ruptura llegó cuando, habiendo sido defendida por la Unión Liberal la reelección de Díaz, éste se negó a introducir las reformas constitucionales que sus miembros solicitaban a fin de asegurar la independencia del poder judicial. Sólo permaneció en el gobierno Limantour, ministro de Hacienda en torno a quien se iban agrupan- do –y enriqueciendo– los despectivamente llamados “científicos”: consejeros de bancos, abogados de empresas... que, según observó Alfonso Reyes, no se ocupaban de fundar escuelas técnicas, como hubiera hecho el positivismo coherente (Zea, 1968: 431). La tiranía y corrupción del poder, la pobreza de las grandes masas campesinas habrían de acabar a la postre con el Porfiriato. Culturalmente, tampoco le quedaba mucho de vida al Positivismo que lo había justificado. Aquella filosofía estática, que rechazaba a priori una aproxi- mación a todo lo que iba más allá de lo material, poco de novedoso había aportado después de los inmediatos seguidores de Barreda. A comienzos del siglo XX, una joven generación quiere alejarse de la mediocridad intelectual que identifican con el positivismo: inconformistas, frente al mundo práctico anglosajón reividican la metafísica, la filosofía griega, Roma y la cultura latina, las letras y la cultura españolas. Leen a Schopenhauer, Nietzsche, Bergson; el pensador uruguayo José Enrique Rodó es un maestro para ellos como lo fue para toda la intelectualidad hispanoamericana. Los Estados Unidos son aban- donados como modelo cultural y político: un idealismo panamericanista será opuesto al materialismo imperialista yankee. En política, por supuesto, son fuertemente críticos con el régimen porfiriano. En 1909, se creaba el Ateneo de la Juventud como institución militante de estas nuevas actitudes ante la realidad nacional, hispanoamericana y universal: entre sus miembros se contaban figuras de la talla de Alfonso Reyes, el domi- nicano Pedro Henríquez Ureña o José Vasconcelos. En 1910, el venerable Justo Sierra, que ya había acusado en su momento el deterioro del positivismo cien- tífico, fundaba la Universidad Nacional Autónoma de México y la Escuela de Altos Estudios (origen de la Facultad de Filosofía y Letras), que habrían de constituir dos focos más para la renovación de la cultura, y pilares sobre los que habría de edificarse el florecimiento cultural del México posrevoluciona- rio.

48 5- REALISMO Y NATURALISMO EN MÉXICO

5.1- Inicios del realismo.

Las circunstancias históricas de México a lo largo de los dos primeros ter- cios del siglo XIX, además de hacer que ésta fuera una etapa mucho menos fecunda en creación literaria con respecto a la posterior a 1867, contribuyeron a la perduración de la literatura romántica hasta más allá de los límites nor- malmente atribuidos a dicho movimiento. Los elementos históricos, sentimen- tales, misteriosos o de aventura que encontrábamos en la obra de Manuel Payno (en El fistol del diablo, de los años 1845-1846) o Justo Sierra O’Reilly volverán a estar presentes en autores de la época de la Reforma como Vicente Riva Palacio o Ignacio Manuel Altamirano. El gran éxito con que fue acogida María alumbró en México obras de temática amorosa como Carmen, de Pedro Castera (1882). El costumbrismo, género “romántico” que sirvió de antesala al realismo, encontró después de 1867 a su más afortunado cultivador en la per- sona de José Tomás de Cuéllar. Las letras mexicanas fueron intensamente pro- movidas por Ignacio M. Altamirano, activo fundador de revistas literarias desde que en 1869 pusiera en marcha la emblemática El renacimiento, donde parti- ciparon sin discriminación autores de todas las ideas políticas. También fue Altamirano quien formularía expresamente el propósito que habría de guiar desde entonces a la mayor parte de los narradores mexicanos: el de abando- nar la imitación servil de los modelos extranjeros para extraer del propio México el material de una nueva novela nacional. La “mexicanidad” pasará a ser un valor literario habitualmente considerado en las obras creadas en este período, lo cual es un dato de gran importancia a la hora de interpretarlas. Explica, además, el hecho de que los textos más logrados fueran precisamen- te los correspondientes a la temática costumbrista, mientras que las novelas históricas, aun ambientadas en episodios de la historia nacional desde la Conquista a la Independencia, continuaban siendo mediocres folletines influi-

49 MANUEL PRENDES GUARDIOLA dos por Dumas o Fernández y González, como a principios de siglo lo habí- an estado por Walter Scott y James Fenimore Cooper. Evolucionando a partir del costumbrismo, iremos encontrando una serie de obras que, aun fuertemente arraigadas dentro de la tradición romántica, presentan ya elementos realistas, y que durante el auge del realismo serían apreciadas en mayor medida. Así, por ejemplo, la novela en dos volúmenes (1865-1866) de Luis Gonzaga Inclán Astucia (cuyo desmesurado título com- pleto era Astucia, el jefe de los Hermanos de la Hoja, o los charros contraban- distas de la rama). Al motivo romántico de los protagonistas al margen de la ley, de quienes se da una visión positiva (protectores de los pobres y defen- sores de la verdadera justicia), une Luis G. Inclán la pintura de la vida rural, de sus tipos humanos y de sus costumbres, complementando así el amplio fresco de la vida urbana que había trazado, durante los últimos años del Virreinato, José Joaquín Fernández de Lizardi en El Periquillo Sarniento. Antes que Carmen, Pedro Castera publicó en 1881 la recopilación de sus Cuentos mineros, que ya habían aparecido en diversos periódicos a partir de 1875. Al decir de María Guadalupe García Barragán (1993: 19), algunos de estos cuentos constituyen “las primeras páginas naturalistas de Iberoamérica”. Castera, directo conocedor del trabajo de la mina en su juventud, se docu- mentó sólidamente para escribir estos relatos, y representó fielmente la lengua, las costumbres y la penosa situación existencial de los trabajadores. Adelantándose una década a la novela de Zola Germinal, aborda la denuncia social y crea episodios de terrible violencia (como en “La Guapa”, donde una mujer raptada apuñala en la oscuridad a su propio hermano, confundiéndolo con su raptor en medio de la lucha que sostienen). En 1882, Castera publica- ría Los maduros, novela corta de tema análogo al de los Cuentos mineros, con una intención social más evidente. Otros “precursores” dignos de tenerse en cuenta serían Hilarión Frías y Soto y Arcadio Zentella. El primero publicó por entregas en El Diario del Hogar1, también en 1882, su novela El hijo del Estado (García Barragán, 1993: 22-29), novela olvidada posteriormente y en su momento acogida entre inten- sas críticas sobre la crudeza del lenguaje y de las escenas, con la consiguien- te acusación por parte de la crítica de ser un imitador de Zola y otros natura- listas franceses. La crítica social e institucional, el anticlericalismo, no debieron tampoco de atraer partidarios a la novela de este popular periodista y político liberal. Frías y Soto era médico, lo que influyó decisivamente (como en el caso de tantos otros escritores) en su actitud “científica” y objetiva en algunas esce- nas de la novela, aunque en otras cae en lo excesivamente truculento. Quiero

1. Periódico del que era colaborador habitual, y donde lo pudo conocer Federico Gamboa, gran admirador de su obra: “Para mí tenía Frías y Soto dos atractivos poderosísimos, sus novelas y su reputación de calavera” (Gamboa, 1994: 29).

50 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA insistir en la acusación que se le hizo: cierta o no (el autor de El hijo del Estado negó haber leído a Zola en el momento de escribir la novela), implica que la novela zoliana ya era suficientemente conocida en México por aquellos que podían tener acceso a ella, lo cual nos llevará en su momento a plantearnos por qué el naturalismo mexicano alcanzó tan tardíamente (en la práctica, hasta la aparición de las novelas de Federico Gamboa en las dos décadas siguien- tes) su plenitud. Señalaré también que el mismo año que El hijo del Estado, y también por entregas, El noticioso daba a la luz en México la novela de Manuel Gutiérrez Nájera Por donde se sube al cielo, primera muestra que el modernis- mo daba al género –tres años anterior a Amistad funesta de Martí–, si bien cayó también pronto en el olvido2.. En cuanto a Arcadio Zentella, es el autor de la que Ralph E. Warner (1953: 91-92) considera la primera novela realista mexicana: Perico (1885). El con- flicto tratado en ella es en parte social (el peón que, en condiciones de semies- clavitud, se rebela contra el amo) y en parte sentimental (Perico da muerte al amo cuando éste acosa a su amada, y huye con ella después). La vida cam- pesina y el ámbito penitenciario son los dos mundos cuyas duras condiciones son presentadas a los ojos del lector a través de la páginas de Perico. Entre 1889 y 1891 Manuel Payno, autor cuarenta años atrás del novelón romántico El fistol del diablo, publicaba en Barcelona la no menos extensa Los bandidos de Río Frío. Obra costumbrista en la línea del Periquillo Sarniento, o más bien de Astucia, fue calificada por su autor como un “intento de novela naturalista”, y subtitulada “Novela naturalista, humorística, de costumbres, de crí- menes y de horrores”. Semejante subtítulo trae a la memoria el género folleti- nesco antes que cualquier otro y, de hecho, apenas hay unas pocas escenas den- tro de la enorme extensión de la novela que puedan considerarse “naturalistas”, del mismo modo que tampoco la concepción general de la obra tiene que ver con el paradigma de la novela zoliana. Warner (1953: 87) duda incluso de que Payno conociera éste, pero creo que no deja de ser significativo que el anciano novelista intentase utilizar esta definición como reclamo para el público.

5.2-Una promoción realista mexicana.

Será la etapa política del régimen porfiriano, y por ende la de mayor pre- sencia cultural del positivismo, aquella en la que la escritura realista consoli- dará definitivamente su papel preponderante dentro de la narrativa mexicana,

2. Para mayor información sobre Por donde se sube al cielo, véase el artículo de Clark de Lara (1996).

51 MANUEL PRENDES GUARDIOLA siendo cultivada de un modo habitual por un mayor número de autores de innegable calidad literaria. Las circunstancias existenciales de gran parte de estos prosistas son nota- blemente coincidentes, así como sus fines y actitudes literarias (no tanto así como estilistas, pues cada uno mantendrá una indiscutible voz personal den- tro de su escritura novelesca). Así, por ejemplo, pertenecen a una generación que no ha participado en la prolongadas luchas entre liberales y conservado- res. Cuéllar, Altamirano, Payno simultanearon la profesión de las letras con la de la política o las armas, en las que se distinguieron durante la época de la Reforma; a pesar de su intensa dedicación a la escritura, tampoco será extra- ño ver desempeñar importantes cargos políticos, administrativos o diplomáti- cos (en la etapa de la “paz porfiriana” desaparece la figura romántica y liberal del escritor-soldado) a los novelistas más destacados de esta época. Por su edad, pues, y por su extracción social burguesa (que les permitirá más adelante formar parte de la elite política de la nación), los autores realis- tas mexicanos habrán recibido una educación reglada según las pautas de la enseñanza oficial impuesta por la Reforma, esto es, según el método positivis- ta. Esto no afectará a todos los autores por igual, tanto por razones de edad como de propio talante personal: José López Portillo y Rojas había nacido en 1850, con lo cual rondaba los diecisiete años en el momento de triunfo de la Reforma, mientras que Gamboa había nacido sólo tres años antes de que éste tuviera lugar. López Portillo y Rafael Delgado se mostrarán en sus novelas como herederos de un cierto conservadurismo ideológico (si bien, generalmente, no abordarán cuestiones políticas o religiosas de fondo en sus obras más impor- tantes), revelándose como más neutrales Ángel de Campo o Emilio Rabasa. En cuanto a Federico Gamboa, su formación positivista y sus sentimientos religio- sos se hallarán en constante fricción a lo largo de todo el conjunto de su obra, para ceder aquélla finalmente. La defensa explícita de los ideales positivistas no la encontraremos más que en Pacotillas, la única novela de Porfirio Parra, publicada en 1900 y de calidad literaria, a mi entender, muy pobre. Su armónica coexistencia con el régimen del presidente Díaz nos plantea una importante cuestión a propósito del realismo mexicano: ¿hasta qué punto ejerció éste una visión crítica de la realidad? Bajo la forma concreta de “denun- cia”, es necesario aclarar que se dio de un modo muy escaso. Ni entraba en el ánimo de los escritores incluidos en este apartado atacar un régimen políti- co que consideraban generalmente beneficioso para el país ni, de habérselo propuesto, hubieran encontrado facilidades para ello (buen ejemplo es la per- secución sufrida por Heriberto Frías a raíz de la publicación de Tomochic). Para escribir con total libertad su “Historia natural y social de una familia durante el Segundo Imperio”, Zola tuvo que esperar a la caída de este régi- men político. Los escritores realistas y naturalistas mexicanos, en cambio, vivieron durante más de treinta años bajo el Porfiriato, y con éste pasó tam- bién la etapa de madurez narrativa de todos estos autores.

52 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Aun así, éstos no esquivaron los temas de la injusticia social, de la pobre- za, de la corrupción política y administrativa, en la línea del realismo natura- lista. Sólo que jamás apuntan al levantamiento social como solución ni cues- tionan la legitimidad de quien ocupaba el sillón presidencial. Gobiernos de los estados, diputados, jueces, ministros, son desfavorablemente tratados... en abs- tracto; porque –y aquí la coincidencia sí es plena con la moral burguesa posi- tivista– es la mejora personal del hombre la única fuente posible del cambio social. A veces, el mismo determinismo servirá como justificación para la imposibilidad de este cambio. Debemos añadir que la escritura realista de este período, al igual que el coetáneo modernismo (tan diferente en cuanto a las soluciones aportadas) intenta dejar atrás el didactismo y la moralización como finalidad primordial del arte. Tanto a una escuela como a otra (Brushwood, 1973: 261) se acusará de ignorar la realidad y apoyar al régimen de Díaz. Pero esto será sólo cierto en parte: las luchas políticas se dirimen en la prensa, en el Parlamento, en la calle; en la novela realista se aprovecha la vasta realidad de México como material narrativo y sólo “por omisión” la podríamos considerar porfirista... como podríamos considerarla antiporfirista, puesto que tampoco incluye exal- taciones directas del Gobierno. La literatura francesa y española influyen a estos escritores, especialmen- te esta última (salvo en el caso de Gamboa), aunque la misma tradición lite- raria mexicana del romanticismo más tardío –con la magistral figura de Altamirano presidiendo– y las propias relaciones mutuas entre escritores coe- táneos constituyan también referentes de importancia en la composición de las obras. Una evidente conexión con el romanticismo, y también con el moder- nismo, es la preocupación formal de los escritores realistas: López Portillo y Rojas o, especialmente, Delgado y Gamboa tienen una innegable voluntad estilística en su prosa que excede con mucho la mera referencialidad espera- ble de los presupuestos de la novela realista. Trataré ahora con más brevedad de los autores que englobaría como miembros de esta “promoción realista mexicana”, con la sola excepción de Federico Gamboa, a quien está destinada toda la segunda parte del presente estudio. Aunque los he ordenado de acuerdo con sus fechas de nacimiento, esto no debe hacernos perder de vista la datación de sus obras más impor- tantes (el primero en destacar como novelista fue Emilio Rabasa, posterior- mente superado en importancia por otros autores).

5.2.1- José López Portillo y Rojas. Nacido en Guadalajara en 1850, en el seno de una acaudalada familia, López Portillo será un destacado y representativo miembro del conservaduris- mo mexicano posterior a la Reforma, que verá con agrado –si no con identi- ficación plena– el régimen porfirista, que defiende los intereses de la alta bur-

53 MANUEL PRENDES GUARDIOLA guesía y pone un freno a la política anticlerical iniciada por Juárez. Ya antes de la dictadura de Díaz (en cuyos últimos años fue perseguido López Portillo, por haber apoyado la candidatura a la presidencia de Bernardo Reyes) se dedi- có a la política, labor que no abandonaría hasta el mismo tiempo de la Revolución: fue diputado, magistrado del Tribunal Supremo del estado de Jalisco, senador, delegado en la Segunda Conferencia Panamericana, goberna- dor de Jalisco y, con el dictador Huerta (y al igual que Federico Gamboa poco antes), secretario de Relaciones Exteriores por un tiempo. También como Gamboa, no tardaría en romper con Huerta, y fue perseguido tanto por éste como por los revolucionarios, aunque en 1916 (año en que se convirtió en director de la Academia Mexicana) fue amnistiado y pudo continuar ejercien- do la escritura y la enseñanza, actividades que siempre había simultaneado con la política, hasta su muerte en 1923. Su sucesor en la dirección de la Academia fue, precisamente, Federico Gamboa.

Su obra literaria es vastísima y enormemente variada: cuentos, poesías, novelas, dramas, libros de viajes, crítica, escritos de historia y filosofía, discur- sos... En 1886 fundó en Guadalajara La República Literaria, la más importante revista cultural del país que se publicaba fuera de la capital. En el género de la novela extensa no se inició hasta 1898 con La parcela, su obra más cono- cida y valorada. Ésta se abre con un “Prólogo al lector” que deviene una suer- te de manifiesto sobre lo que debe ser la novela nacional, haciéndose eco de las tesis de Ignacio M. Altamirano. López Portillo y Rojas (1961: 5) critica la imitación de las letras europeas en México, poniendo como ejemplo de mayor actualidad el decadentismo, que considera “absurdo” en México y sólo com- prensible en “las viejas naciones de civilización cumplida, donde los resortes de la sensibilidad, gastados por el uso y el abuso, necesitan procedimientos sutiles y exquisitos para funcionar”. El novelista aprecia sobre todo la tradición española en el lenguaje y el estilo: Cervantes, Pereda, Valera, Galdós, Pardo Bazán...

La originalidad indiscutible en la novela mexicana es buscada por el escri- tor tapatío en la apropiación literaria de su peculiar universo rural, que cons- tituye la esencia y el cimiento de la nación. Las ideas de determinismo ambien- tal y genético (a propósito de las razas y el mestizaje) están presentes en el texto:

Rota la tradición colonial, no procuran ellas [las clases rurales mexicanas] ni aun piensan imitar usos extranjeros, que ignoran; a la vez que, divorciados del tipo aborigen, nada tienen de común con su inercia, ni con su obstinación, ni con sus rencores reivindicativos que lo informan. Esas clases son la planta nueva brotada al calor de nuestro sol y al influjo de nuestro clima, el aluvión de las múltiples razas que han ido depositando en nuestro territorio su limo fecundante (López Portillo y Rojas, 1961: 1).

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José Luis Martínez (1949: 39-40) cita La parcela entre otros títulos que supondrán precedentes de la “novela de la Revolución mexicana”. Es difícil compartir esta opinión en cuanto a la trama de esta obra, donde el estado patriarcal de los grandes propietarios rurales de Citala, por más que sea el cau- sante del conflicto, parece ser también la garantía de un armónico orden social donde los peones viven en despreocupada sumisión. Es más, los elementos perturbadores proceden más bien de la corrupta autoridad constituida, encar- nada en personajes como el juez Enrique Camposorio. López Portillo denun- cia también las leyes anticlericales de la Reforma, o la aplicación de la sinies- tra “ley fuga”, que da un efectivo patetismo a la conclusión del capítulo XXI. De todos modos, creo que no va desencaminada la vinculación “revolu- cionaria” de La parcela en cuanto que López Portillo acierta en ella a tratar, partiendo de lo que fue el costumbrismo rural de Inclán o de Cuéllar, la tierra como principal motivo del enfrentamiento social en México, y no sólo por fac- tores de productividad económica sino también de dependencia telúrica:

En hora buena que [sic] sean nuestras ciudades copia más o menos remo- ta de las capitales europeas y norteamericanas [...]; nuestros campos, en cam- bio, son la nación joven, que se va formando después de nuestras revueltas políticas [...]. Sobre esa base firmísima, exuberante, de creencias y de fuerza, ha de levantarse el edificio de nuestra grandeza futura [...]. En los momentos que corren, hay entre esas clases una gran pasión que las domina y avasalla, y que así las lleva al trabajo, como las empuja a la lucha: el amor al suelo, a la madre tierra (López Portillo y Rojas, 1961: 1-2).

El realismo de La parcela está de algún modo edulcorado, al pasar el narrador la realidad extraliteraria por el tamiz del tipismo costumbrista, del sentimentalismo que en ocasiones roza la sensiblería (como buena parte de las escenas, y la misma historia, de los enamorados Gonzalo y Ramoncita, hijos de los dos caciques rivales) y de la idealización de la naturaleza en bellísimas descripciones, de excelente calidad literaria... pero de escasa conexión con la realidad (especialmente censor de este aspecto fue Mariano Azuela al tratar de López Portillo en Cien años de novela mexicana3). En La parcela, aunque apa- recen realidades como la injusticia o los malos sentimientos, están abruma- doramente contrapesados por una visión positiva de la realidad. Novelas pos- teriores del escritor tapatío (Los precursores en 1909, Fuertes y débiles en 1919) verán en aumento la visión crítica de la realidad mexicana.

3. En Azuela, 1960-III: 569-668.

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5.2.2- Rafael Delgado. Si dentro del realismo mexicano hay un autor regionalista, éste es sin duda Rafael Delgado. Nacido en Córdoba en 1853, y residente casi toda su vida en Orizaba (donde moriría en 1914), esta región del estado de Veracruz constituirá el marco geográfico de sus novelas. Maestro de profesión, ejerció también el periodismo en México unos pocos años; fue de nuevo en Orizaba secretario de la Jefatura Política, profesor de Preparatoria en Jalapa y, por últi- mo, director general de Educación en Jalisco en 1913, llamado por José López Portillo y Rojas, entonces gobernador del estado. Delgado publicó tres novelas largas: La Calandria (1890-1891), Angelina (1893) y Los parientes ricos (1901-1902). Fue la primera la que le dio sin duda más éxito de crítica y de público, incluso más allá de las fronteras de México. La historia es tópica: la joven honesta, hija natural de un caballero de Pluviosilla (ciudad trasunto de Orizaba, donde tendrá también lugar la acción de Los parientes ricos) que vacila entre los requerimientos de un pretendiente íntegro, aunque pobre, y los de un señorito calavera. El cerco que las malas compañías ponen a Carmen, “la Calandria”; sus propias ambiciones persona- les poco a poco fomentadas y, en fin, alguna desdichada casualidad acaban arrojando a la muchacha en manos del innoble seductor, quien no tardará en abandonarla. Carmen, desesperada, se suicida. El mundo de la ciudad de provincias que aparece en esta y las otras nove- las de Delgado no difiere mucho del creado por López Portillo. Más suaviza- da en el veracruzano, tanto en La Calandria como en La parcela se encuen- tra la tesis al estilo de José María de Pereda –a quien ambos escritores admi- raban–, esto es, la caracterización positiva de personajes de ideas conservado- ras, y negativa o paródica de los ideológicamente progresistas. López Portillo criticaba las leyes de la Reforma; Delgado, menos comprometido, se atreve con la prensa anticlerical y sus partidarios. Delgado está considerado como el mejor estilista del realismo mexicano. Su prosa es mesurada, sin lirismos innecesarios ni estridencias. Sin las decla- matorias digresiones en las que caería López Portillo, el narrador que hace Rafael Delgado sabe permanecer en un plano más secundario, y relatar con amenidad y con un discreto y amable humor. Los personajes principales –la protagonista especialmente– de La Calandria están también mucho más mati- zados psicológicamente que los de La parcela. La trama es sencilla; buena parte de la narración no presenta un desarro- llo en disarmonía con la cotidianidad de la ciudad provinciana, ni en la acción, ni en la conversación de los personajes... En su edición de La Calandria, Manuel Sol ha señalado con acierto el “bovarismo” que el autor, admirador de Flaubert, supo infundir a la novela (Delgado, 1995: 45n.). El fastidio de Carmen ante la monótona vida provinciana será un importante elemento ambiental (explícito en el capítulo XXVI) que, unido a sus ilusiones de ascen-

56 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA der en la vida social (alimentadas por las lecturas de la protagonista y la con- ciencia de su origen), la conducirá al trágico desenlace. Los dos últimos capí- tulos (XLVI y XLVII), en los que se narran las circunstancias del suicidio de “La Calandria”, son los que más se aproximan al naturalismo, con un macabro hallazgo final del cadáver que recuerda a la conclusión de Nana. Sol indica (Delgado, 1995: 21) sendos proyectos frustrados de novela de Rafael Delgado: La apostasía del padre Arteaga y La huelga, títulos que pare- cerían acercarlo aún más, siquiera temáticamente, al naturalismo. Pero, no pudiendo saber apenas de ellos, hemos de conformarnos con la novelística realizada por Delgado, la cual tiene de por sí méritos más que suficientes para acreditarlo como uno de los mejores narradores mexicanos.

5.2.3.- Emilio Rabasa. Nacido en Ocozocautla (Chiapas) en 1856, Emilio Rabasa vería también desigualmente distribuida su actividad entre la política, la enseñanza y la lite- ratura. Fue diputado en los estados de Chiapas y Oaxaca, senador más tarde en México. Representó a su país en las conferencias de Niagara Falls en 1914. Abogado, juez, catedrático de Economía Política, prestigiosa autoridad dentro de la jurisprudencia nacional... su paso por la creación literaria fue, en cam- bio, fugaz, pero de una gran importancia para la novela mexicana posterior4, a la que introdujo definitivamente en el realismo. En 1887, con el seudónimo de “Sancho Polo”, publicó las novelas La bola y La gran ciencia, a las que siguieron en 1888 El cuarto poder y Moneda falsa. En 1891 una última novela, brevísima, titulada La guerra de tres años ponía fin a la producción narrativa de Rabasa. Los cuatro primeros títulos constituyen una misma serie; podríamos decir, tal es su mutua dependencia argumental, que no son sino una misma novela publicada en cuatro partes (quizá La bola sea la más autónoma de la serie). La influencia temática, técnica y estilística de Pérez Galdós sobre “Sancho Polo” fue ya notada, desde su aparición, por el mismo Justo Sierra. En mi opinión, el referente galdosiano de la “tetralogía” de Rabasa es fácil de concretar: la primera serie de los Episodios Nacionales. En uno como en otro, se mezcla la apropiación literaria de la realidad política nacional (hechos reales y concretos en el español, ficticios y representativos en el mexicano) con una trama amorosa un tanto folletinesca. Un joven idea-

4. Al tratar de la escritura de su primer libro en Impresiones y recuerdos, Gamboa (1994: 91) reconoce su deuda con la obra de Rabasa en términos como éstos: “Y fue un contemporá- neo, Emilio Rabasa, quien con sus novelas recién publicadas me dio sin saberlo la solución que yo necesitaba para aventurar mis tentativas. No pintaba la luna, ni aventuras extraordi- narias, ni amores inverosímiles, sino que pintaba sucesos y personas que nos eran conoci- dísimos, que nos sabíamos de memoria; y sacó a la luz nuestros pueblos, nuestra capital...”

57 MANUEL PRENDES GUARDIOLA lista –Gabriel Araceli (Galdós) o Juanito Quiñones (Rabasa)– emplea sus dotes naturales, y una cierta picaresca compatible con su fundamental honradez, para ascender en la escala social y llegar a ser digno del amor de una mucha- cha (Inés-Remedios), superando los obstáculos que suponen no sólo los ava- tares sociales y políticos sino la propia oposición a estos amores de quienes tienen autoridad sobre la joven. La escritura aparentemente descuidada, irónica al modo del citado Galdós o de Cervantes y que tiñe de humor la voz del narrador, es un elemento cons- tante y acertado; tanto ello como ciertas digresiones, especialmente de tono sentimental, quedan justificados por la autodiégesis: el narrador de los hechos es, como en los Episodios galdosianos, el mismo protagonista. Y la ficcionali- zación de la vida política nacional deviene en caricatura: caricatura de las luchas por el poder local, dirimidas violentamente a través de “la bola” (es decir, la revuelta popular) y luego sancionadas por el poder central; del ascen- so mediante la intriga y, ya en la capital de la nación (escenario de El cuarto poder y Moneda falsa), la prensa escrita, “cuarto poder” de gran fuerza, pero ocultamente controlado por el Gobierno. El ascenso y caída de Juan Quiñones, junto con el de su oponente el coronel Cabezudo (personaje grotesco, brutal, autoritario y corrupto) es lo que sirve a los lectores como ejemplo. Rabasa era un burgués liberal, educado en el positivismo. Aunque critica el estado político existente, lo hace con zumba y, al fin y al cabo, achacando a la masa inculta de la nación –ésta es la principal “tesis” de La bola– sus difi- cultades para progresar, en cuanto que es capaz de encumbrar a un bárbaro caudillo rural como Cabezudo. En La guerra de tres años (paródica alusión al enfrentamiento armado entre liberales y conservadores anterior a la Intervención), “Sancho Polo” vuelve a una localización similar a la de La bola para tratar un tema que había quedado fuera de su ciclo anterior: el conflicto religioso posterior al triunfo de la Reforma (y la política de “manga ancha” ejercida en el Porfiriato a la hora de aplicar sus leyes en materia religiosa). Clericales y liberales, con diferentes matices en sus actitudes, son igualmente blanco de la ironía de esta obra que, con las anteriores, deja patente –como ha señalado John S. Brushwood (1973: 235)– un tema fundamental: el gran inconveniente que supuso para el liberalismo mexicano el abismo entre las intenciones de la ley por ellos formulada y las costumbres y necesidades del pueblo.

5.2.4- Ángel de Campo. Ángel de Campo es ya un “hijo de la Reforma” que nace en la ciudad de México en 1868. Asistió de joven a la Escuela Nacional Preparatoria, donde fue discípulo de Altamirano y coincidió con los que serían más notables escritores de su tiempo; ya entonces colaboraría con Federico Gamboa en las mismas publicaciones, llegando incluso a firmar al alimón una serie de artículos con

58 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA el seudónimo de “Bouvard y Pecuchet”. Posteriormente, Ángel de Campo emplearía otros seudónimos, de los cuales el de “Micrós” llegaría a ser el más popular. Entregó su corta vida a la literatura y el periodismo, ocupaciones que simultaneó con un puesto en la secretaría de Hacienda. De familia modesta, hubo de abandonar sus estudios de Medicina y hacerse cargo de sus herma- nos menores al quedar huérfanos. Sólo una vez –con motivo de una comisión oficial a los Estados Unidos– abandonó la ciudad de México, donde fallecería en 1908. Su vida parece, pues, un remedo “pobre” de las de los anteriores escrito- res reseñados. Sin embargo, lo incluyo dentro de la gran promoción del rea- lismo mexicano por el amplio reconocimiento y respeto que respaldaron su actividad literaria y su persona mientras vivió y, especialmente, como autor de una novela más que notable, La Rumba (1890-1891 en El Nacional) que hubie- ra tal vez confirmado a “Micrós” como el mejor exponente del naturalismo mexicano de no haber tenido delante las varias y extensas novelas de su amigo Gamboa. En algunos rasgos de estilo, y sobre todo en la vigorosa repre- sentación de la colectividad humana dentro de la novela, coinciden ambos escritores. Novela crítica, pocas veces cae en la moralización directa por medio de la voz del narrador y, pese a los toques de amable realismo costumbrista enmarcado en los barrios humildes de la capital mexicana, tampoco retrocede mucho ante las consabidas escenas de alcoholismo o de violencia. El mundo de la cárcel, del juzgado, del hospital, del periodismo, son descritos sin mor- bosidad, pero también sin atenuaciones; tipos como el del cura párroco (cap. VI) son satirizados. La influencia de la fisiología y el ambiente sobre los personajes aparece ya expuesta desde el título (“La Rumba” es tanto el apodo de la protagonista, como el espacio –una plazuela– en que se desenvuelve su vida cotidiana). Remedios es una joven caracterizada como algo “varonil”, recia (en lo que de algún modo radica su atractivo sexual para los hombres), víctima de un duro entorno familiar y movida por la ambición pecuniaria. El tema del deseo de ascender de las clases más bajas es común con la narrativa de Rafael Delgado; en cuanto a la caracterización del personaje, recuerda curiosamente a la de Paula Raíces, personaje de La Regenta de “Clarín” (novela que ignoro si cono- cía “Micrós”). Aunque el autor introduce en la novela la fatalidad (así, la muer- te accidental del brutal amante de Remedios, de la que ella es acusada) y, finalmente, una suerte de justicia poética en cuanto que se restablece en parte el orden existente al inicio de la novela, es destacable la crueldad “científica” con que son presentados los hechos y, durante el proceso judicial, cómo “la Rumba” es tenida por culpable por su “mala naturaleza”. El fiscal la presenta como un ejemplo práctico de la corrupción de una mujer que “va a la escue- la y toma de la ciencia, no la parte útil sino la parte nociva, porque la mujer no ha nacido para las aulas”, que en el trabajo muestra un carácter orgulloso

59 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

“impropio de una obrera”. El crimen es “la consecuencia natural [la cursiva es mía] de una mala conducta, y la que tiene audacia para abandonar el hogar, la que entrega su honra en manos del primero que pasa [...], la que riñe con frases de plazuela, esa, señores jurados, tiene también sangre fría para matar a un amante” (Campo, 1958: 328-329). Remedios es, pues, víctima de la impla- cable moral burguesa del positivismo5. Destacaría especialmente en La Rumba y el arte narrativo de “Micrós” su habilidad para, en ciertos pasajes, abandonar la diégesis más rutinaria de la novela realista (a veces también traicionada, de un modo menos afortunado, al adoptar en el capítulo XII un discurso directamente moralizador, dirigido a la protagonista en segunda persona) y ceder el paso a otras voces: reproduc- ción de textos periodísticos, contradictorios en algunos puntos, que van infor- mando de lo acaecido (capítulos XI y XII); de apuntes tomados por un perio- dista directamente durante el juicio (XV); de interrogatorios judiciales e infor- mes forenses (XVI); discursos morales (desde un punto de vista paródico, como el ya citado del fiscal en el capítulo XVIII)... Por último, el propio narra- dor (XIV) renuncia momentáneamente al relato llamado por Genette hetero- diegético para asumir un discurso homodiegético, esto es, “introducirse” como personaje, dialogando con el periodista que relatara la noticia en el capítulo XI.

5.3- Otros autores del naturalismo.

Aunque es obligada su mención en cualquier visión del naturalismo mexi- cano, es necesario consagrar un epígrafe aparte a otra serie de escritores por motivos bien de desfase cronológico en su producción novelística, bien de diferente actitud existencial y literaria con respecto a los anteriormente comen- tados, o bien de no suponer el realismo decimonónico más que un apartado mínimo dentro del total de su obra. Por ejemplo, a Salvador Quevedo y Zubieta (1859-1935), a quien ya aludimos en otro momento como autor de L’étudiante, novela de 1889 cuya traducción al español no fue obra suya. Profesor de Gramática en su Guadalajara natal, abogado posteriormente y periodista, se debe exiliar a Europa por haber fundado un semanario de opo- sición. Obtiene en París, en 1894, el título de doctor en Medicina. Ensayista,

5. De cuyas teorías acerca de la superioridad social de unos sobre otros en función de la clase social o del sexo son un acabado ejemplo las obras de Macedo y Ramos mencionadas en el epígrafe 4.2.

60 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA cuentista y ocasional dramaturgo, hasta 1912 no volverá a publicar una nove- la, La camada, obra compuesta de una manera muy próxima a la de la obser- vación naturalista, en sus extremos más “feístas”, y duramente crítica con la recién concluida época porfiriana. Interesado por la psicología, la patología, la sociología, Quevedo no hace concesiones al lirismo o a la sensualidad como Gamboa.

Debo citar también a Amado Nervo (1870-1919), destacadísimo miembro de la estética modernista hispanoamericana, especialmente en poesía, como autor de dos breves novelas: El bachiller (1895) y Pascual Aguilera (publica- da en 1896, pero tal vez escrita años antes), a las que rodeó cierto escándalo en el momento de su aparición (Brushwood, 1973: 166-167). La primera tiene cierto interés psicológico y, en mi opinión, por más que sea siempre citada como tal, muy poco de naturalista, como no sea el argumento (un seminaris- ta que lucha contra los deseos carnales que le suscita una mujer). La segunda concentra, dentro de su corta extensión, el caso (nada nuevo) del joven hijo de un hacendado que intenta poseer a la campesina que lo obsesiona y, no lográndolo, viola a su madrastra y muere de una hemorragia cerebral. Nervo es minucioso en la explicación de la anormal conducta de Pascual y otros per- sonajes, añadiendo datos biológicos y psicológicos. Aun así, el interés por estos detalles no era ajeno a la prosa modernista, con la que también se rela- cionan directamente estas novelitas por el alto contenido poético del lengua- je y las imágenes (en el caso de Pascual Aguilera, como he dicho, no es improbable que existiera una primera redacción más propiamente “experi- mental” y con menor interés esteticista).

También Mariano Azuela (1873-1952), el que sería reconocido como gran novelador de la Revolución Mexicana a partir del éxito de Los de abajo (escri- ta en 1915), compuso en la primera década del siglo XX una serie de novelas de clara impronta realista-naturalista, cuyos modelos franceses habían ocupa- do, según sabemos por él mismo, la mayor parte de sus lecturas de juventud. Ya la primera novela corta de Azuela (María Luisa, de 1907) aborda el tema de la degeneración y muerte de una joven prostituida. Obras ya más impor- tantes (con anterioridad a Los de abajo, y que como ella no llamaron espe- cialmente la atención cuando aparecieron por primera vez) serían Los fraca- sados (1908) y, sobre todo, Mala yerba (1909). La primera, como María Luisa, desarrolla su acción en el marco de la pequeña ciudad de provincias, domi- nada por el conservadurismo ideológico y la avasalladora pequeñez de miras de sus habitantes. En cuanto a Mala yerba, volvemos al ambiente rural de los caciques, los campesinos-siervos... pero muy lejos de la visión “idílica”, o cuando menos suavizada que de las relaciones entre ellos daban López Portillo o Gamboa. Hay una visión poética, pero no idealizadora, del campo. La corrupción y degeneración de los personajes empieza por Julián Andrade, depositario de la herencia biológica de su estirpe y sujeto al instinto sexual que en él despierta la campesina Marcela. Pese a lo conocido del tema, ella

61 MANUEL PRENDES GUARDIOLA no es esta vez un personaje positivo; antes bien, consciente del poder que le confiere su atractivo, no duda en utilizarlo en provecho propio6. Por último, dedicaré un mayor espacio a la personalidad de Heriberto Frías. Este escritor se nos presenta, desde el punto de vista biográfico, como la antítesis completa de los más destacados realistas mexicanos: la militancia contra el porfirismo, la insignificancia social y los terribles sinsabores fueron notas dominantes de la mayor parte de su vida. Nacido en Querétaro en 1870, pasó en México por la Escuela Nacional Preparatoria y, posteriormente, el Colegio Militar. No concluyó sus estudios en una ni en otro; se alistó en 1889 en el ejército y en 1892 participó en la expedición que aplastó a sangre y fuego el levantamiento del pueblo de Tomochic, en Chihuahua. Su versión periodís- tica de esta campaña acabaría por constituir su primera novela, Tomochic, que provocó gran escándalo: se clausuró el diario que la había publicado, El Demócrata, y a Frías se le formó un consejo de guerra que, de no haber sido por una oportuna destrucción de pruebas comprometedoras, lo hubiera lleva- do ante el pelotón de fusilamiento. En cualquier caso, fue expulsado del ejército y tuvo que sobrevivir como periodista, lo que, junto con su decidido apoyo a Francisco Madero, volvió a acarrearle persecuciones en las postrimerías del Porfiriato. Se unió, por supuesto, a la Revolución; cuando fue derribada la dictadura de Huerta y las distintas facciones revolucionarias se enfrentaron entre sí, Frías se opuso a Carranza, el “Primer Jefe”. Siguió a Villa y Zapata hasta ser capturado por los carrancistas y condenado a muerte, pena que le fue finalmente conmutada. Obregón, sucesor de Carranza, le nombró cónsul de México en Cádiz en 1920; en 1923 regresó, enfermo, a su país, y murió dos años más tarde Tomochic fue la obra que le lanzó a la fama, y probablemente la mejor de cuantas novelas escribió. Tuvo ocasión de reelaborar en los años posterio- res las escuetas notas de 1893, puliéndolas, ampliándolas, añadiendo capítu- los enteros hasta su versión definitiva en 1911. No era sólo voluntad de artis- ta o meticulosidad documental: ante la paulatina relajación de la censura del gobierno, Frías se veía con mayor libertad para ir añadiendo a cada nueva edi- ción episodios que la prudencia le había aconsejado ocultar, y alusiones cada vez más abiertas a la corrupción de las fuerzas armadas y el régimen político al que servían. El relato de la campaña articula una novela bélica en la trayectoria de las que se comenzaron a escribir en la segunda mitad del XIX. James W. Brown,

6. La pasión sexual presentada como un instinto irrefrenable, la sensualidad en la caracteri- zación de la protagonista, ciertas escenas de la novela, me sugieren una posible influencia de las obras de Gamboa sobre Mala yerba (lo que Azuela, en todo caso, siempre se habría guardado bien de admitir).

62 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA en su edición de Tomochic (Frías, 1986: XVI-XVIII), cita como ejemplos impor- tantes de este subgénero Guerra y paz de Tolstoi, The red badge of courage, del naturalista estadounidense Stephen Crane, y Os Sertões de Euclides da Cunha (“novela-reportaje” acerca de unos acontecimientos históricos sorpren- dentemente parecidos a los de Tomochic), aunque el texto que tuviera una posible influencia sobre la novela mexicana fue La débâcle, de Zola. Cruda y objetiva en su apropiación de la realidad, afortunada y viva en las escenas de acción y movimiento de muchos personajes, con un lenguaje conciso y alejado de la retórica ampulosa, Tomochic se resiente sin embargo de la inclusión en sus páginas de una trama amorosa paralela, en la que Frías resulta un escritor mucho menos efectivo, al apelar a un sentimentalismo más bien pobre de recursos. El protagonista de la novela, Miguel Mercado, y la des- dichada Julia –hija de uno de los caudillos de la rebelión– verán arruinada su relación a causa de la sangrienta campaña. La biografía y personalidad del sub- teniente Mercado, “alter ego” del propio Frías que volverá a aparecer como tal en novelas posteriores, dan también ocasión para que aparezcan digresiones de un intimismo quejumbroso. Incluso en novelizaciones de episodios no autobiográficos (como El último duelo), el vigoroso realismo de Frías lidiará, no siempre con éxito, con su hipersensibilidad ante la desdicha humana... especialmente ante la propia. Aun así, podemos considerar a Frías no sólo como otro destacado miem- bro del naturalismo mexicano, sino también como uno más de los precurso- res de la “novela de la Revolución mexicana”, tanto por los episodios narra- dos en Tomochic como por su actitud literaria y personal hacia los mismos. Y me atrevería a añadir que, por su estilo, es un novelista mucho más interesante y accesible para el lector de hoy que cualquier otro de sus contemporáneos.

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SEGUNDA PARTE

LA EVOLUCIÓN NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA (ANÁLISIS DE TEXTOS)

6- APUNTES BIOBIBLIOGRÁFICOS

6.1- Vida de Federico Gamboa.

Federico Gamboa nació en la ciudad de México el 22 de diciembre de 1864. Su padre era el ingeniero militar Manuel Gamboa, quien había luchado contra los norteamericanos en 1847 y a favor de los liberales durante la Guerra de Tres Años. Sin embargo, durante la Intervención francesa acabó poniéndo- se al servicio de Maximiliano, y como general imperialista fue derrotado y apresado. Tras una breve etapa en prisión, el general Gamboa logró encontrar trabajo en el Ferrocarril Mexicano, del que llegaría a ser director. La esposa de Manuel Gamboa era Lugarda Iglesias, hermana del escritor y político liberal José María Iglesias. Este ex-ministro de Juárez se opuso a la ree- lección de Lerdo de Tejada en 1876 y se proclamó presidente constitucional de México, pero fue pronto derrotado por el general Porfirio Díaz, quien poco tiempo antes había depuesto también a Lerdo. Doña Lugarda falleció en 1875, unos años antes de que don Manuel Gamboa, habiendo perdido la dirección del Ferrocarril Mexicano, se trasladara con sus hijos a Nueva York. La subsistencia de la familia volvió a ser difícil. Las disipadas costumbres de Federico le enfren- taron con su padre, quien llegó a expulsarle del hogar. El general Gamboa regresó de Norteamérica para morir en 1883. Pese a su historial político, fue sepultado con honores militares por decisión de Porfirio Díaz: empezaba de este modo la relación entre el dictador y el futuro novelista. Federico Gamboa estudió Jurisprudencia al volver a México, a la vez que trabajaba como escribiente en un juzgado (sórdida experiencia de cuya memo- ria quedaría testimonio en la novela Suprema ley). Al mismo tiempo, su buen conocimiento del inglés y el francés le permitía comenzar su andadura perio- dística y literaria como traductor, faceta a la que luego uniría las de redactor, cronista y crítico teatral. El Diario del Hogar, El Foro y El Lunes fueron las publicaciones en las que trabajó asiduamente.

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En 1888 ingresó en el Cuerpo Diplomático y fue destinado a Guatemala, como tercer secretario de la legación de México en Centroamérica. Allí publi- có en 1889 su primer libro: Del natural, que le valió ser elegido miembro correspondiente de la Real Academia Española con el apoyo de, entre otros, don Juan Valera. En 1891 fue destinado a la legación de Sudamérica, cuya sede se hallaba en Buenos Aires: no habiendo comunicación directa entre México y la República Argentina, Gamboa se dirigió a Europa, permaneciendo unos días en Londres y en París. Ya en la capital del Plata, publica su primera nove- la larga, Apariencias (1892), y traba amistad con destacados escritores, como los novelistas Julián Martel y Carlos María Ocantos o el ya universalmente cele- brado Rubén Darío. Al año siguiente publicó también su tomo de memorias Impresiones y recuerdos (del que escribió Manuel Gutiérrez Nájera una elo- giosa reseña, acompañada de una afectuosa semblanza de Gamboa1) y princi- pió la redacción de Mi diario, vasta obra cuya publicación dilataría hasta 1938, en un total de cinco tomos. De vuelta a México, pasa nuevamente por París, donde encontraría la esperadísima ocasión de visitar a un lacónico Émile Zola y un gentil Edmond de Goncourt. Hasta 1899 no se reincorporará a la diplomacia. Entretanto, ha escrito para el teatro y la prensa, ha sido funcionario de Aduanas, ha publicado otra nove- la (Suprema ley, en 1896), ha enseñado en la Escuela Preparatoria y ha con- traído matrimonio con María Sagaseta. También ha conocido al fin, personal- mente, a uno de los personajes que más admirará y que más influirán en su vida: el presidente Porfirio Díaz. Por nombramiento de éste, el último año del Ochocientos (en el que Gamboa publica Metamorfosis) se encuentra nueva- mente en Guatemala convertido en un personaje clave para la política mexi- cana en Centroamérica, actuando como árbitro en la disputa entre Honduras y Nicaragua (1900) y tratando de impedir la guerra entre Guatemala y El Salvador, cometido éste en el que consiguió granjearse la hostilidad del dicta- dor guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, quien logró que Gamboa fuera reti- rado de su puesto. En 1903, es primer secretario de embajada en Washington (encargado de negocios interino en 1905), donde se revela también como un pugnaz defen- sor de los intereses de su patria y, en general, de las repúblicas hispanoame- ricanas frente al imperialismo del norte. Desarrolla en esta época un profun- do antiyanquismo2, manifiesto en la elaboración de un expediente, destinado

1. Gutiérrez Nájera, 1992: 124-133. 2. Hooker (1973: 7) explica “parcialmente” el odio del novelista hacia los norteamericanos en el hecho de que su padre había luchado contra ellos en la guerra de 1847. La vivencia personal de Gamboa creo que nos da motivos más que suficientes para quitar importancia a tan “parcial” explicación. Para mayor información, véase el artículo de José Emilio Pacheco (1976).

68 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA a las naciones iberoamericanas, sobre la violencia pública en los Estados Unidos. En 1905 publica su obra de teatro más importante, La venganza de la gleba, un drama rural de fuerte crítica social; y en 1903 ha aparecido en Barcelona Santa, la novela que habría de darle más renombre y fortuna. En 1906, Gamboa se halla por tercera vez en Guatemala, ahora como ministro plenipotenciario y nuevamente enfrentado a los representantes nor- teamericanos por un lado, y por otro a Estrada Cabrera. En 1908 vuelve a México como subsecretario de Relaciones Exteriores, donde desempeña una misión diplomática en Europa y un importante papel en la organización de las fiestas del Centenario de la Independencia de su país. Publica su novela Reconquista, escrita a impulsos de su reciente conversión al catolicismo. En 1911 es nombrado Embajador especial en España primero, y a continuación ministro plenipotenciario en Bélgica y Holanda. Ocupando dicho cargo se halla al caer en México la dictadura de Díaz: Federico Gamboa estará entre quienes reciben al anciano caudillo cuando desembarca en Le Havre para ini- ciar su exilio francés. Sin embargo, y pese al inmenso desdén que el escritor y diplomático sentía por Francisco Madero, el nuevo Presidente lo mantuvo en su puesto de Europa. Allí escribió Gamboa su última novela larga, La llaga, publicada en Madrid en 1913. El escritor acogió con recelo la ascensión al poder de tras el asesinato de Madero. Sin embargo, posiblemente por hostilidad a la Revolución –ya en marcha irrefrenable–, acaba aceptando del nuevo dictador la secretaría de Relaciones Exteriores en 1913, cargo que abandona a los pocos meses para presentar su candidatura a la presidencia al frente del Partido Católico. Se granjeó así la aversión de Huerta, quien por otra parte ganó con facilidad unas elecciones amañadas en las que es probable que Gamboa hubiera obtenido la victoria. Poco le quedaba ya a nuestro escritor que hacer en México: opuesto al Gobierno, ello no bastaba para reconciliarle con los revolucionarios, a quie- nes Gamboa detestaba. Por otra parte, había aceptado la “legitimidad” de Huerta colaborando con él primero, y participando después en unas eleccio- nes convocadas por el dictador, que ni aunque hubieran sido limpias habrían representado la voluntad de todo un país sacudido por la guerra civil. Federico Gamboa se halla en la ciudad de México cuando los revolucio- narios la alcanzan, y se encuentra entre quienes negocian su rendición y la disolución del Ejército Federal. Abandona a continuación su país y se instala en los Estados Unidos, donde participará en alguna fracasada conspiración huertista. Agobiado por la pobreza, se traslada a La Habana, donde sobrevive como escribiente. En 1918 tiene ocasión de conocer en Cuba el éxito de las recién estrenadas versiones teatral y cinematográfica de Santa (por las que, sin embargo, no se le pagaron derechos de autor). También sigue con preocupa- ción, desde su exilio, la evolución de los acontecimientos en México, y tam- bién en el Occidente convulso de la Primera Guerra Mundial, en que el pode- río de los Estados Unidos crece amenazadoramente.

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Accedió al fin en 1919 a solicitar a las nuevas autoridades mexicanas el permiso de regresar a su país (a lo que se había negado, por orgullo, duran- te largo tiempo) para reunirse con su esposa enferma, que ya había retornado antes que él y que acabó falleciendo el mismo año. Poco a poco, Federico Gamboa va rehaciendo su vida profesional, enseñando literatura en la Escuela Preparatoria desde 1921, y posteriormente en la facultad de Filosofía y Letras. También reemprende su vida literaria, escribiendo en 1922 una última novela breve, El evangelista, y en 1928 el drama Entre hermanos, amargo juicio sobre la Revolución. En 1923, tras la muerte de José López Portillo y Rojas, lo susti- tuye como director de la Academia Mexicana. Aun así, los tiempos pacíficos no habían llegado aún para el escritor, quien tan difícilmente, por otra parte, se adaptaba a las nuevas realidades de la posrevolución mexicana y la posguerra mundial. Presencia las persecucio- nes de los gobiernos de Obregón y Calles a la Iglesia mexicana. Por sus ideas políticas, se le prohibe ejercer la enseñanza, y por sus antecedentes se le niega una pensión como ex diplomático. Vende o empeña casi todos sus bienes; su única fuente de ingresos segura y regular es Santa, que en 1938 alcanzará su undécima edición y cuya popularidad excede ya lo puramente literario (pelí- culas, adaptaciones escénicas –y plagios–...). En 1934 podrá volver a enseñar en la Facultad de Filosofía y Letras, y la Universidad de México le concederá unánimemente el doctorado “honoris causa”. Gamboa murió el 15 de agosto de 1939. Cierro estas notas biográficas con una de las últimas entradas de su diario, el 13 de enero de dicho año:

Ni me gusta el papel de profeta ni aunque me gustara querría yo practi- carlo. Pero si la cosa ha de continuar tal y como va, salvo un milagro, el año que comienza será año lúgubre: de hambre, de lágrimas y de profundas triste- zas para todos... (Gamboa, 1977: 271).

6.2- Las novelas de Federico Gamboa.

Gamboa fue considerado, hasta el surgimiento de los novelistas de la Revolución Mexicana como Mariano Azuela o Martín Luis Guzmán, el más des- tacado narrador mexicano. Santa no sólo fue un éxito de ventas mientras él vivió, sino a lo largo de todo el siglo XX, y no fue ésta la única obra de su autor adaptada para el celuloide (también lo fueron La llaga, Suprema ley y Entre hermanos). La obra de Gamboa, quien llegó a ser el “patriarca” de las letras de su país, fue amplia y favorablemente apreciada por la comunidad intelectual en la época anterior a su muerte, y también en el extranjero fue objeto de estudios y de elogios por parte de la crítica: baste con remitir a los

70 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA juicios que de ella hicieron Julio Cejador (1973: 105, 163) en 1919 o Millard Rosenberg en 1934. En los años posteriores, la actitud es menos unánime. Tienden a ser las nuevas generaciones de escritores quienes se muestran más alejados de la obra de Gamboa: la encuesta que sobre el autor de Santa se efectuó en 1975 (hallán- dose entre los encuestados autores como Agustín Yáñez, Juan José Arreola, Rosario Castellanos, Vicente Leñero, Elena Garro o Carlos Fuentes), resulta bas- tante desoladora, aunque más por el desconocimiento que por el abierto recha- zo de su obra (Gamboa, 1977: 34-35n). Ya antes, en 1947, Mariano Azuela había volcado sobre el novelista unos juicios demoledores en Cien años de novela mexicana (Azuela, 1960-III: 567-668); tampoco puedo obviar el severo juicio que merece Santa a Giuseppe Bellini (1972), quien la considera una obra promete- dora en su inicio pero de una caída abrumadora en el kitsch y el mal gusto. Pero, en general, la crítica especializada más importante no ha dejado de valorarlo positivamente (por su propio mérito y en comparación con sus contemporáne- os), e incluso ha quitado validez a muchas de las críticas hostiles: es el caso de John S. Brushwood (1973) o Fernando Alegría (1966: 97-102), quien es el pri- mero en hacer notar la deuda, sin duda vergonzante, de Azuela con Gamboa, además de señalar cómo “no hay crítico de Gamboa que no empiece por reco- nocerle ciertos méritos”3. En torno al año ochenta, y desde entonces, la crítica parece haber haberse centrado principalmente en Santa, revalorizada desde perspectivas más bien próximas a la sociocrítica o a las corrientes de interpreta- ción feminista (remito a los trabajos de Elzbieta Sklodowska anotados en el apar- tado “Bibliografía”), y abandonando en buena medida el tema de la vinculación o no de Gamboa con el naturalismo. Puede considerarse como una especie de culminación de esta "salida de los infiernos" del novelista mexicano la reciente edición en Cátedra de Santa, a cargo del Javier Ordiz. También significativamente revalorizados han sido los escritos memoria- lísticos de Gamboa: Impresiones y recuerdos y Mi diario. Sobre todo el prime- ro, como obra literariamente más cuidada, selectiva con la realidad y que puede adscribirse al género modernista de la crónica, frente al ingente aluvión de sucesos y personajes que llenan las páginas de Mi diario. Gamboa es el pri- mer autor mexicano que escribe sus diarios contando ya con su publicación, y por tanto el aspecto estilístico es en ellos inseparable del valor referencial (histórico o confesional). Aun así, poco tiene que ver la retórica gamboana de estos textos autobiográficos con la desarrollada en su producción novelística: son muy dignos de atención en este sentido los artículos de Mª Guadalupe García Barragán (1972) y Bart L. Lewis (1993).

3. Incluidos Azuela o, por poner otro ejemplo, Ralph E. Warner, cuyos criterios son discuti- bles hasta el punto de abrir el capítulo que dedica al naturalismo afirmando que esta escue- la “fue un gran error literario” (Warner, 1953: 105), o que Metamorfosis es la mejor novela de Gamboa (espero en mi estudio poder convencer al lector de lo contrario).

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Pero, como ya indiqué, ni de esta prosa ni de su teatro, ni tampoco de su actividad periodística pienso ocuparme en este estudio, sino de sus seis nove- las largas y la colección de novelas cortas (Del natural) con que empezó su andadura como narrador, publicadas en un solo volumen en 1965 por el Fondo de Cultura Económica (será esta edición de la que procederán todas las citas). No siendo el conjunto de novelas excesivamente conocido hoy, fuera del ámbito de los especialistas, dedicaré el resto de este capítulo a hacer un breve resumen de cada una de ellas en el que pueda apoyarme posterior- mente durante el comentario de los textos. Del natural está subtitulada “Esbozos contemporáneos”. Son cinco narra- ciones, de trama algo vodevilesca algunas, ambientadas en distintos escenarios y grupos sociales. Aparte de su intrínseco valor literario, son particularmente interesantes en cuanto que prefiguran, no sólo en el estilo sino temáticamen- te, la futura producción del novelista. El asunto amoroso, bajo distintas formas, es el motor de las cinco novelitas. En El mechero de gas se narra un caso de adulterio. En La excursionista, la fascinación de un joven por una misteriosa turista yanqui... que acaba resultando un delincuente disfrazado. El primer caso, el inesperado embarazo con que concluye el trabajo de una muchacha en una oficina. Uno de tantos, los melancólicos amores de un cajero de banco con una diva de la ópera. ¡Vendía cerillos!, la relación hasta la adolescencia de dos niños huérfanos en los barrios bajos de México. Los escenarios recorridos son sobre todo los de la capital de la República; los grupos humanos, los del funcionariado, el teatro, la pequeña y alta burguesía capitalina, los caricaturi- zados excursionistas norteamericanos y los seres más pobres y miserables del medio urbano. El tono es en general ligero, incluso con ciertos toques de humor que serán luego desoladoramente escasos en la novela extensa de Federico Gamboa, aunque en las dos últimas narraciones va escorando hacia lo sentimental, y finalmente lo lacrimoso. ¡Vendía cerillos! es la pieza más valorada en cuanto a la apropiación lite- raria de una realidad social negativa, en cuanto a la solidaridad del autor-narra- dor con los que sufren, en cuanto a la crítica a la sociedad y a la Iglesia que arrojan de su amparo a los más desfavorecidos, elementos temáticos todos ellos que encontraremos ampliamente desarrollados por Gamboa más adelan- te. Conviene destacar también en esta novelita las oposiciones campo / ciu- dad e infancia / edad adulta (como conceptos de contenido positivo / negati- vo), además de la importancia dada a la educación moral del individuo y su conflicto con un relativo determinismo ambiental, antes que hereditario. En Apariencias, lo que en su primera parte comienza siendo un “episo- dio nacional” sobre la Intervención (intención inicial del autor, según confie- sa él mismo en Impresiones y recuerdos), deviene en las dos siguientes un clá- sico tema de adulterio. Pedro, abogado que acaba de concluir sus estudios, se enamora de Elena, la joven esposa de don Luis Verde. Éste es un viejo políti- co liberal que ha sido como un segundo padre para el joven, desde que que-

72 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA dara huérfano de niño, durante la guerra. Tras no pocas vacilaciones, Elena acaba correspondiendo a Pedro y se entrega a él. Sin embargo, a las cautelas para mantener oculto el adulterio se unen los remordimientos de ambos aman- tes por la traición al buen anciano, quien finalmente los descubre. No les per- dona, pero su abatida reacción es, simplemente, “dejarles la vida como casti- go”. Lo más importante en la novela es el seguimiento de la evolución de la pasión amorosa antes y después de caer en el adulterio, y paralelamente en el hombre y la mujer. El título alude, de un modo crítico, a las costumbres de la alta sociedad metropolitana a la que pertenecen los protagonistas:

... y Pedro pensó en lo horripilante de las apariencias; en todo el fingimiento que domina en las reuniones; pensó en todas las pasiones buenas y malas que encerramos debajo del frac y debajo de las flores que guarnecen los corpiños femeniles; pensó en lo que hacían esas personas y en lo que él estaba resuel- to a cometer (2ª pte., cap. XVI, p. 168).

Suprema ley tiene por protagonista, en cambio, al modesto escribiente de un juzgado, Julio Ortegal, pobre, tísico y cargado de hijos. Cuando Clotilde, una mujer acusada del asesinato de su amante, llega a los juzgados a prestar declaración, se convierte en una auténtica obsesión para Ortegal, quien con el dinero que le proporciona el padre de Clotilde soborna al jurado para que la declare inocente. La acoge luego como huésped en su casa y, finalmente, acabará abandonando a su esposa –paciente hasta la santidad– y a sus hijos para vivir con ella. El hastío va llegando poco a poco a la relación hasta que, al recibir Clotilde la noticia de que su padre se halla enfermo, corre a su lado dejando a Julio. Éste, en la más completa soledad y con la salud arruinada, acaba perdonando a Clotilde y planeando volver arrepentido al hogar, pero muere antes de llevar a cabo su propósito. La “suprema ley” a la que hace alusión el título es, por supuesto, la pasión amorosa, que Gamboa presenta constantemente como un arrebato ante el que ceden todas las convenciones sociales y convicciones personales pero del que no cabe esperar nada dura- dero. En esta misma visión se hace especial hincapié en la siguiente novela, Metamorfosis, donde esta vez el enamoramiento tiene lugar entre Rafael Bello, viudo de costumbres disolutas, y sor Noeline, hermosa monja francesa del colegio donde estudia la hijita de Bello. Sor Noeline es una religiosa que ha tomado los hábitos sin verdadera vocación, a quien los efectos del amor “metamorfosean” en mujer. El temor al sacrilegio es lo que hace refrenarse por más tiempo a la pareja, hasta el punto de que, aun habiendo sido la monja raptada del colegio por Bello, hasta un tiempo después –hasta el cierre final de la novela, sin duda el más erótico y menos acorde con la moral estableci- da de todos los discurridos por Gamboa– ella no se “decidirá” a convertirse en su amante. Entrecomillo el verbo porque poco de decisión, esto es, de volun-

73 MANUEL PRENDES GUARDIOLA tad personal, parece haber en el despertar instintivo y “natural”, en fin, de la monja a los placeres carnales. Santa es la novela de la prostituta. Una joven campesina –cuyo nombre da título a la novela–, seducida y abandonada por un militar y expulsada del hogar familiar a consecuencia de ello, marcha a México, donde entra a traba- jar en un burdel. No tarda en convertirse en la prostituta más famosa y reque- rida de éste, envidiada por todas sus compañeras, asediada por numerosos pretendientes (de los cuales el más destacado es el torero español “Jarameño”) y secretamente amada por su más fiel amigo, Hipólito, el horrendo pianista ciego del lupanar. Llevada en una ocasión a comisaría, el “Jarameño” logra que Santa sea puesta en libertad y la lleva a vivir con él, a la pensión que com- parte con otros inmigrantes españoles. La dicha del amancebamiento dura poco: pronto llega el hastío para Santa, que trata de remediarlo ofreciéndose a uno de los clientes de la pensión... con la mala suerte de ser descubierta “in fraganti” por el matador, quien la arroja de su lado (sobreponiéndose al inicial impulso de matarla). En su segunda etapa en el burdel, Santa cae enferma, y tras recuperarse vuelve a ser retirada por Rubio, un burgués rico. Su convi- vencia con él es tempestuosa, Santa le es continuamente infiel además de ir cayendo progresivamente en el alcoholismo e incubando una nueva enferme- dad más grave. Cuando también Rubio echa a Santa de su casa, la desgracia- da va rodando por diversos prostíbulos de la ciudad, cada vez más miserables, hasta que, totalmente arruinadas su belleza y su salud, Hipólito la encuentra y la lleva a vivir con él. La vida parece prometer a ambos, por fin, una cierta feli- cidad, pero ésta se ve truncada al poco tiempo cuando a Santa se le diagnos- tica un cáncer y, finalmente, muere en la mesa de operaciones del hospital. Hipólito será el encargado de darle sepultura en Chimalistac, su idílica aldea natal. Ya hemos hablado del descomunal éxito alcanzado en su momento por Santa, que a lo largo del siglo XX no dejaría, pese a altibajos, de despertar su interés entre el público y la crítica. Cuatro adaptaciones cinematográficas (una de ellas, la de 1931, fue la primera película sonora de la filmografía mexica- na), innúmeras versiones teatrales (escrita una de ellas por Francisco Villaespesa4), canciones entre las que alcanzó gran éxito la compuesta por Agustín Lara, los nombres de Santa, Hipólito y su creador en el nomenclátor callejero de Chimalistac, pueblo hoy absorbido por la megalópolis mexicana... dan fe de una popularización del texto literario casi al estilo de a la que en el XIX habían obtenido obras como el Martín Fierro, el Tenorio o las Rimas bec- querianas, y que puede llegar a sorprender aún en nuestra época de masivas difusiones audiovisuales.

4. Gamboa, 1977: 226.

74 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Las dos posteriores novelas de Gamboa potencian extraordinariamente el interés por aspectos más profundos, filosóficos y transcendentes de la realidad, por desgracia en detrimento del arte narrativo, pues son bastante pesadas de leer. Especialmente Reconquista, novela escrita con motivo de la vuelta del autor a la fe católica, teniendo por tanto un fuerte componente autobiográfi- co. Salvador Arteaga, el protagonista, es un pintor viudo obsesionado por lograr una pintura en la que se halle condensada la realidad de su país, el alma nacional de México. Sus problemas familiares y personales, y su visión pesi- mista y materialista de la existencia le hacen refugiarse en el vicio y le alejan cada vez más de su ideal artístico. Una posibilidad de redención le es ofreci- da en el amor de Carolina, a quien, sin embargo, acaba poseyendo y abando- nando. Su crisis se acentúa hasta producirle una grave enfermedad, durante la cual el amor de sus hijas y su reencuentro y matrimonio con Carolina le ayu- dan a recuperar la fe en Dios y el don de la creación artística. En la religión católica encuentra el verdadero “espíritu” del pueblo mexicano. En cuanto a La llaga, novela directamente dedicada por el autor a su país, se nos narra la reinserción en la sociedad de Eulalio, un ex criminal y ex pre- sidiario a quien finalmente redimirá el amor de Nieves y la esperanza de su maternidad. La fecundidad y el trabajo son presentados por extensión como la fuente de salvación de la nación mexicana, como asimismo sostuvo Zola en su inconclusa serie de novelas Los cuatro evangelios. La crítica a la sociedad y al poder constituido es aquí más abierta que en ninguna otra novela de Gamboa, tal vez por haber sido publicada después del Porfiriato. Aunque, por razones que no alcanzo a adivinar, no fuera incluida en el volumen de 1965, no quiero dejar de dedicar unas palabras a El evangelista, amable novelita “de costumbres mexicanas” cuyo título hace referencia al ofi- cio de su protagonista, un antiguo soldado de Maximiliano que subsiste tra- bajando como amanuense de sus paisanos analfabetos, y cuya historia abarca hasta la misma época de la Revolución.

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7- TRATAMIENTO DEL ESPACIO EN LAS NOVELAS DE FEDERICO GAMBOA

Considero oportuno iniciar el análisis de la novelística gamboana por sus técnicas en la construcción de los espacios. El espacio supone una coordena- da esencial en el desarrollo de la acción novelesca: por escaso que sea el deta- lle que el narrador facilita acerca del “lugar” en que se sitúa la ficción, la sim- ple narración de la actividad de los personajes –percepciones sensoriales, movimientos– va creando en torno a ellos un mínimo espacio funcional. En la novela realista, el tratamiento de los espacios resulta de una importancia fun- damental; según la escuela naturalista, el “ambiente” es determinante, junto con la herencia biológica, de todas las acciones del ser humano. De ahí los abundantes y profusos párrafos destinados a la descripción de todo tipo de espacios dentro de la novela, que alcanzan tanta importancia como aquellas descripciones que tienen como objeto la fisonomía de los personajes (reflejo ésta, con harta frecuencia, de su categoría moral). Agradables o desagradables, frecuentados o evitados –o ignorados– en la realidad por la sociedad burguesa de la época (que conformaba entonces la mayor parte del público lector), todo tipo de espacios son objeto de apropia- ción por parte de la novela. Hay que destacar, sin embargo, la abrumadora fre- cuencia de los espacios urbanos frente a los rurales, testimonio del papel cada vez más decisivo de la ciudad como motor de la vida ya no sólo política, sino social y económica de las naciones, y ámbito en el que surgen las nuevas cla- ses destinadas a enfrentarse: burguesía y proletariado. Por ende, habrá tam- bién un notable desequilibrio en favor de los espacios interiores frente a los exteriores. La vida de la ciudad no se desarrolla “al aire libre” salvo en pocos casos, y sí dentro de otras estructuras arquitectónicas aparte del espacio más íntimo de la alcoba y el hogar: la oficina, el comercio, el aula, el taller, la fábri- ca... configuran al individuo, añaden unos rasgos –y, para el lector, una infor- mación– a su personalidad, tan importantes como los que nos puede ofrecer la observación de su físico o de sus acciones. Existen además otros espacios

77 MANUEL PRENDES GUARDIOLA cotidianos con naturaleza de centros de esparcimiento y reunión social donde el personaje puede integrarse dentro del “personaje colectivo” que forma la sociedad como conjunto de individuos, y que dentro de la narración puede servir como punto de confluencia de la peripecia de personajes distintos. Incluso, dentro de las novelas de ambiente urbano, la propia calle puede con- siderarse como un espacio “interior”, en cuanto que se halla delimitado por barreras físicas muy concretas que pueden ser descritas, y es lugar que puede ser ocupado también, simultáneamente, por un gran número de personajes. De todas maneras, el callejero urbano suele estar presentado como lugar de “tránsito”, y son pocas las acciones de importancia desarrolladas en él. En este sentido, podemos relacionar la situación de la acción novelesca realista en espacios interiores con una noción “teatral” de ésta, en la que se cuidan con esmero no sólo el diálogo y los movimientos de los personajes, sino hasta el último detalle del decorado... de modo que “imite” la realidad lo mejor posible (insisto aquí en la concepción mimética que del arte tiene la escuela realista decimonónica, en literatura como en artes plásticas). No será extraño, a medida que el género novelesco vaya desarrollándose dentro del realismo, que el discurso narrativo vaya adoptando rasgos netamente teatrales, como son el predominio del diálogo frente a la voz del narrador, que puede quedar prácticamente anulada y manifestar su presencia en el texto simple- mente a través de acotaciones (novelas de la última época de Pérez Galdós, como Realidad o El abuelo, son buen ejemplo de ello). A la inversa, el realis- mo escénico de la época que propugnaban autores como Zola dio una gran relevancia a la ambientación detallada, minuciosa, que no pocos novelistas pasados a la dramaturgia pusieron con frecuencia en práctica (así Federico Gamboa, en La venganza de la gleba, al situar la acción en espacios como el patio de una hacienda o la sala principal de ésta, que detalla por medio de extensas acotaciones). La novela de Federico Gamboa es la novela de la metrópolis. Pocas veces la acción sale de la ciudad de México, y menos aún para desarrollarse en una ciudad distinta: la capital federal en primer lugar, y el campo como contra- punto secundario pero muy significativo de la agitación y la corrupción de la vida urbana. Desde Apariencias (desde Del natural incluso) hasta Santa, la dicotomía ciudad-campo (de las que se derivan para el autor las de perversi- dad-inocencia, desorden-orden, inmoralidad-moralidad1) es un elemento recu-

1. Incluso la acción transgresora de la moral establecida es presentada en el ámbito rural con unos matices más positivos, y abiertamente poéticos, que en el ámbito urbano. Véase, por ejemplo, el monólogo de Pedro a poco de llegar a México: “He satisfecho la naturaleza como en Villanueva con las aldeanas, peor si cabe; lo que allí obtenía gratis aquí lo pago; en vez del césped embalsamado y tierno, de las espigas y los maizales temblorosos y dis-

78 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA rrente en Federico Gamboa, de posible raíz en la literatura romántica. Pedro Lújar (Apariencias), criado en el campo, siente en la ciudad avivarse su sen- sualidad juvenil, que finalmente lo conducirá al adulterio; Salvador Arteaga (Reconquista) perderá en los años que pasa en la ciudad su fe religiosa. Santa, como el Sardín de ¡Vendía cerillos!, se corrompe también en la ciudad tras haber sido expulsada sin piedad de ese hogar campestre, de tintes paradisía- cos, en que se desenvolvía su infancia. En Metamorfosis, Rafael Bello encuen- tra en los días que pasa en su hacienda (véase que también cuajados de remi- niscencias infantiles), lejos de la ciudad, una tregua en su sacrílega obsesión:

Frente a la majestad de los campos y a la limpidez de la atmósfera y del cielo, Rafael recogíase dentro de sí; las reminiscencias removidas por el mayor- domo, como eran tantas, casi ocultaban la figura de sor Noeline; adueñándose por completo de la memoria de Bello, le hacían revivir otros días y olvidadas épocas, que llegaban ahora charlatanas y contentísimas a deletrearle de nuevo el poema de su infancia y la leyenda de su juventud (Metamorfosis, 2ª pte., I, p. 541)

Otros personajes de orden secundario, como el sacerdote que relata su vida en el capítulo VI de la primera parte de Suprema ley, presentan en su caracterización esta misma asociación de infancia y naturaleza. Incluso en la aparición incidental del espacio campestre nunca falta una construcción lite- raria realista, pero cargada de elementos líricos:

Algo perjudicó al viaje la necia y menuda llovizna que no cesaba; que envolvía al campo en transparente cortina de apoteosis teatral, en una media luz de crepúsculo. Los árboles ofrecían temblores casi humanos, cual si aque- lla humedad los mortificara, y sacudieran su ramaje para secarse; las plantas menores y el césped sufrían el fenómeno con más humildad, doblados sobre sí mismos; los animales, en grupos, se refugiaban junto a los troncos de los árbo- les, en un cobertizo que otro; sólo una vaca, echada en un escampado, rumia- ba y rumiaba, sin cuidarse de la lluvia, en inmóvil actitud, sus melancólicos oja- zos vueltos al camino, como asaltada por hondas preocupaciones. [...] A la dere- cha, la mole del castillo y de su bosque presentaban entonaciones de acuarela antigua; las montañas, allá, en el horizonte, diríase que se marchaban, que se desvanecían tras la cortina de agua, y en la atmósfera vagaba un delicioso per- fume de tierra humedecida y de flores lejanas (Suprema ley, 2ª pte., I, p. 306).

cretos de por allá, miro aquí retretes más o menos elegantes pero siempre helados y mudos, y en lugar del olor de agua limpia y salud completa de mis paisanas me mareo con perfu- mes falsificados y antihigiénicos” (Apariencias, 2ª pte., I, pp. 62-63).

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Un espacio “natural” normalmente construido en directa relación con un personaje es el jardín, esto es, el espacio intermedio entre lo “abierto” y lo “cerrado”, la vida natural a un nivel próximo, doméstico, limitada por un recin- to y, por extensión, por la ciudad2. La visión de los elementos que dan “vida” al jardín (vegetales sobre todo, pero también humanos o animales) puede estar dotada de diversas significaciones. El mismo jardín conventual puede, en Metamorfosis, ser alegre en relación con las niñas que juegan en él (1ª pte., I, p. 468), o símbolo directo de la opresión, de la falta de libertad de quien vive enclaustrado (2ª pte., IV, p. 583). En otro convento, ya en Reconquista, el ver- gel –visto desde el exterior, no ya desde dentro– dará una idea de la paz espi- ritual que gozan las monjas, y estará dotado de más elementos líricos, e inclu- so evocaciones fantásticas:

Adentro, corto portal, con puertas a la derecha y a la izquierda, que lle- vaba a un patio florido en el que además de éstas veíanse árboles en pleno desarrollo, uno sobre todo, grueso el tronco, elevada la copa, sombreando con sus ramas extensión dilatada y asomando a uno de los corredores del segundo piso, en sus vaivenes rumorosos y blandos. Al fondo del patio, una tapia, y en ella [...] una brecha más que puerta daba entrada en un huerto que se adivina- ba de proporciones vastas, que ostentaba muchas más flores, muchos más árbo- les corpulentos y añosos secreteándose druídicas historias indescifrables, con el ir y venir lento de sus copas muy por encima de la barda, y con el subir y bajar de sus hojas en apagado rumor de confidencia y beso. Salen del huerto eflu- vios bien olientes de las resinas de los troncos, de las plantas y de la hierba recién regadas –¡huele a tierra húmeda!– y salen arpegios errabundos de órga- no distante, armonías dulces de voces femeninas que nacerán, allá, en algún rincón del huerto, en alguna capilla oculta (Reconquista, 2ª pte., V, p. 1111).

Otro elemento de gran importancia en la configuración del jardín, y recu- rrente como él dentro de la estética modernista, es la presencia simbólica del agua (como pozo, como manantial, como surtidor), ligada, en estos ejemplos, a un ámbito artístico, o cuando menos de cierto refinamiento:

El jardín, espacioso e inculto, hallábase cuajado de plantas que crecían y se matrimoniaban a su antojo [...]. En el centro y cerca de la fuente, que no se cansaba nunca de cantar con el chorro de agua de su único surtidor, una romanza que sonaba a beso lejano, erguíase un señor fresno... (Suprema ley, 3ª pte., I. p. 394)

2. Ricardo Gullón, en su artículo “Simbolismo y modernismo”, indica que “siempre es el par- que viejo un reducto de la naturaleza preservado en la ciudad” (Jiménez, 1979: 42).

80 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Llegó al Ejido y descansó asiéndose a la reja de la “casa de Buenavista” [...]. Un jardín, que más parece bosque [...]; un fragmento de selva escondido en la ciudad, con árboles no muy grandes pero sí muchos; plantas que se abra- zan y abrazadas se enredan a los troncos, por distantes que se hallen, forman- do con sus piruetas tupidas bóvedas de flores y de hojas. [...] Un caño de agua, cuyo nacimiento no se descubre a la simple vista, húndese de repente en per- fumada tumba de rosales, que alfombran regiamente un claro en semicírculo (íd., íd. p. 403-404) Los tres se juntan en el jardín bien iluminado por su foco de arco y por los haces de luz caídos de puertas y ventanas encima de su césped marchito. [...] De los gabinetes y de la cantina –hasta del salón de baile–, parten carcaja- das, taponazos, armonías. Y de la fuentecilla del centro cuyo chorro escurridi- zo y débil simula lágrimas incontenibles de honda pena desahuciada, el soni- do que brota acongoja con sus balbuceos (Santa, 1ª pte., IV, p. 785).

Pasemos a la ciudad. Entendida en su globalidad, ésta es pintada por Gamboa como ente “monstruoso”, ciclópeo, frecuentemente con atributos de ser viviente, de ser humano incluso, cuyas entrañas el novelista procederá a estudiar, así como Zola había mostrado a sus lectores “el vientre de París”:

... el gigante se impone y nos inspira un terror pánico antes de penetrarle, antes de acostumbrarnos a lo ruidoso de su voz, lo ciclópeo de su respiración, la mul- tiplicidad de sus adornos, de sus edificios y de sus criaturas; a sus caprichos de mayor de la familia, a sus prodigalidades de potentado, a sus pequeñeces de mala crianza y a sus indecencias de viejo calavera (Apariencias, 2ª pte., I, p. 58). Miraron la masa de edificios recién bañada por la lluvia, sus techos y cúpu- las, que ahora lucían al sol con reverberaciones de plata bruñida o de espejo monstruo que se hubiera roto en mil pedazos (Suprema ley, 2ª pte., I, p. 30). Una hora de honda melancolía, silenciosa, siniestra casi; la dormida ciu- dad envuelta en misterio y en tinieblas, agrandada y deforme; sin luz artificial, que ya apagaron, y sin la luz del crepúsculo, que aún no se enciende. Una hora en que las pisadas y las voces adquieren resonancias extrañas; las linternas de los gendarmes, diabólicos parpadeos; los edificios, extraordinarios contornos, y los jardines, profundidad ignota de abismos (Metamorfosis, 1ª pte., IV, pp. 512- 513) Y la inmensa ciudad lasciva se regocija e ilumina porque una noche más es dueña suya (Santa, 1ª pte, IV, p. 776). La gran ciudad, pecadora y viciosa, ganándose con priesa [sic] grandísima al huésped novel de ella enamorado; mostrándole hoy un defecto y mañana una virtud, una belleza ahora, un lunar después, y hoy y mañana, después y ahora, cautivándolo y cautivándolo (Reconquista, 1ª pte., I, p. 929)

81 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

El callejero mexicano es asiduamente recorrido en las páginas de este conjunto novelístico, introducido normalmente con el pretexto de la percep- ción sensorial del personaje que, dentro de la acción novelesca, efectúa ese mismo trayecto. Se detiene lo necesario en los edificios más representativos del panorama urbano, pero la viveza de la descripción está en la múltiple e innumerable realidad humana que invade con su actividad, con su movimien- to, con su estruendo la ciudad de México. Dilatados ejemplos de esto son el paseo de fray Paulino desde su iglesia hasta el palacio arzobispal (Metamorfosis, 3ª pte., I, pp. 625-627), y la asistencia de mozas y clientes del burdel a la celebración del “Grito” (conmemoración de la independencia mexi- cana) en la noche del 15 al 16 de septiembre (Santa, 1ª pte., III, pp. 768-773). Sin embargo, Gamboa es capaz no sólo de percibir, como contraste, la ciudad nocturna de calles solitarias y sombras que desdibujan los contornos visuales, sino la transición, a medida que va avanzando la mañana, hacia la frenética actividad cotidiana. Veamos a continuación tres recreaciones de estas fases distintas de una misma realidad:

La noche, al fin, enseñoreábase de la ciudad. Los focos de la luz eléctrica, medio ocultos en los árboles del paseo, retrataban sobre la menuda arena del piso las innumerables hojas que, con las intermitencias propias del alumbrado, veíanse como otras tantas manchas negras, intranquilas, movedizas. Un carrua- je que otro aún daba vueltas sin agitar los caballos... (Apariencias, 2ª pte., XII, p.141) Estaba la noche invernal y diáfana; el cielo azul, terso, sin una nube; la luna, muy en alto, resplandecía serena, cual astro helado al que el frío no inco- moda. [...] La luz de la luna inundaba a la ciudad con sus raudales tristes; flo- taban en la sombra misma confusas claridades y, en los lugares iluminados, en el conjunto, parecía ser de día; un día raro, de panorama, fabricado de noche y de crepúsculos. En los palacios que bordean el Paseo, silentes y oscuros, cometía la luna indiscreciones de ciego, mostraba fondos de casas, las caballe- rizas y dependencias de la servidumbre [...]. En el suelo de césped y arena, los árboles, como recortados, imitaban manchas de tinta y harapos de mendigo; y de las estatuas, con su sombra desmesuradamente agrandada, diríase que sin romperse habíanse venido abajo, y obstinadas luchaban por arrastrarse a la vecina acera (Suprema ley, 3ª pte., V, pp. 448-449). Cuando pasaron frente a la Catedral estalló el majestuoso y sonoro toque del alba. [...] Las monstruosidades todas que acababan de asustarlos en las tinieblas, ante los avances de la aurora metamorfoseábanse igualmente en otras tantas bellezas. Calles, plazas, edificios, árboles, transeúntes, cobraban inusitado atrac- tivo bañados por tanta claridad generosa, que se metía en huecos, ángulos, cor- nisas, follajes, y se extendía, iluminaba incansable, pródiga, hasta que venció, hasta que se instaló a sus anchas [...].

82 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

En éstas, Amparo y Rafael llegaron a las cercanías del paradero del Interoceánico, en el que había afluencia de coches, de viajeros, de cargadores y de policía; en el que se escuchaba jadear de máquinas, ruido de cadenas, gri- tos y silbidos, gran movimiento de vida y de fuerza. Pitaban las locomotivas y pitaban las fábricas vecinas llamando a sus obreros, sus enhiestas y gigantes chimeneas de ladrillo, arrojando pequeñas bocanadas de humo, el vaho de sus últimos bostezos de personas madrugadoras y laboriosas. Y los trenes partían, con batahola de siniestro, y los obreros llegaban a las fábricas desapareciendo en ella, con resignado silencio de miseria (Metamorfosis, 1ª pte., IV, p. 513).

Con respecto a los espacios concretos localizados dentro de la ciudad, podemos decir que abarca a través de ellos todo el espectro de la sociedad de la época: la acción transcurre en lugares tan frecuentados por todos como cafés y figones, locales de juego, burdeles; teatros y casinos sirven para ofre- cer al lector una visión censora de las clases más opulentas (como, en la pri- mera parte de Santa, las escenas en el Café de París o en el Tívoli Central). Las descripciones de estos lugares suelen atender más, como en las calles, al elemento humano que las frecuenta (con todas las percepciones acústicas y visuales especialmente, pero también acudiendo a los demás sentidos), y es cuando éste es menos significativo -esto es, no tiene categoría de “masa”- cuando el narrador procede a una descripción convencional del espacio físi- co, a través normalmente de una enumeración ordenada de los elementos que lo conforman. Puede ser a través de la percepción de un personaje (éste se presenta en un escenario, y el narrador focaliza a través de este punto de vista la descripción):

Apoyada en el barandal del corredor, mientras Hipólito bregaba emocio- nado por meter una segunda llave en la cerradura de su habitación, [Santa] mur- muró: –¡Qué bonita es esta casa, Hipo, qué grande! Reducíase la morada del pianista a una azotehuela destechada que hacía veces de recibidor a la intemperie; en seguida, tres piezas: ... (Santa, 2ª pte., V, p. 899)

O bien, la técnica que podríamos llamar “teatral” en la que el narrador, en su control absoluto de personajes y situaciones, crea primero un espacio y a continuación sitúa en él la acción episódica (en la primera parte de la misma novela, capítulo IV, la descripción del Tívoli a lo largo del día hasta que, al caer la tarde, comienzan a llegar los clientes y, finalmente, Santa y sus acom- pañantes). Estas últimas descripciones, faltas casi por completo del elemento humano y su dinamicidad, que pueden aproximarse al cuadro de costumbres o a la prosa poemática (ambas se dan en el segundo capítulo de Santa, donde

83 MANUEL PRENDES GUARDIOLA la protagonista rememora su vida pasada en el pueblo de Chimalistac), a veces pueden suponer, por excesivamente dilatadas, un lastre para el ritmo de la novela, si bien son otro tipo de digresiones –como veremos en epígrafes pos- teriores– las que suponen un obstáculo más importante dentro de la com- prensión del Gamboa narrador. Otro espacio vacío y solitario, típico de las novelas de Federico Gamboa, es el del templo, lugar de enormes dimensiones y, sin embargo, de recogi- miento, en el que se dan algunos representativos ejemplos de creación del espacio a partir de las percepciones auditivas (la música del órgano):

... atravesando el atrio y cruzando la nave principal del templo, hasta llegar cerca del altar mayor, resplandeciente de elegancia y de riqueza; envueltos en diáfanas nubes de perfumado incienso y escuchándose en el coro la majestuo- sa voz del órgano que lanza al espacio mundos inagotables de místicas armo- nías, lejanas, suaves en su principio, y agrandándose a cada instante [...] hasta el momento en que el humo, el murmullo y las notas del órgano, apagándose lentamente, suben confundidos, se pierden en las cornisas y molduras y queda sordo e imponente el eco, despidiéndose con ecos de gigante y haciendo tem- blar los vidrios de las ventanas superiores (¡Vendía cerillos!, IV, p. 1493). ... el órgano gemía o cantaba aleluya según el momento; salían sus notas pode- rosas y graves, recorrían las cornisas, los frisos, las bóvedas; hacían temblar los cristales y descendían lentamente hasta posarse sobre la cabeza de los fieles... (Apariencias, 2ª pte., VIII, p. 110) Arrodillóse en su medio escondrijo, aturdida de la emoción y del repique de las campanillas [...]; anonadada, sobre todo, por el órgano que vertía y mul- tiplicaba en la bóveda de la nave acentos de otros mundos, graves, tembloro- sos, sostenidos, casi celestiales (Santa, 1ª pte., IV, p. 791)

Aunque las descripciones de espacios sean minuciosas y prolongadas, no podemos decir que dentro de las novelas de Gamboa abunden los espacios “protagonistas” a los que vuelva la acción con frecuencia, salvo en el caso del burdel de Santa, o especialmente en Suprema ley (el juzgado, el hogar, la casi- ta y la alcoba de Clotilde –presidida ésta por el retrato de su difunto amante–). Una habitación, un espacio privado puede ofrecernos información sobre cier- to personaje en el momento de su presentación, pero no será luego un lugar recurrente a lo largo de la novela, un espacio ligado de continuo al persona- je. Es más, en novelas como La llaga, Reconquista, Suprema ley o, sobre todo, Santa (campo–burdel de Elvira–pensión del “Jarameño”– burdel de Elvira– casa de Rubio– burdeles de cada vez peor categoría– casa de Hipólito, de donde saldrá para ir al hospital, y de allí al sepulcro), será al cambio de vivien- da a lo que vaya asociada precisamente la peripecia (dando a la palabra el sig- nificado aristotélico de “cambio de fortuna”) de los protagonistas. Esto es, por

84 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA otra parte, algo que podemos percibir como característico de numerosas nove- las del naturalismo, fiel trasunto de una realidad social regida por el poder adquisitivo del individuo. Un motivo espacial de frecuente aparición en las novelas de Federico Gamboa es la ventana. Es decir, el elemento intermedio que comunica el espacio interior, en que se suele desarrollar la acción, con el mundo exterior. Podríamos pensar que es una nueva estrategia de montaje teatral: la percep- ción auditiva cobra aquí gran importancia –como mostraré en ejemplos poste- riores–, así como la luz que penetra en los espacios cerrados desde este foco o, simplemente, el paisaje que puede verse desde la ventana sin necesidad de aproximarse:

De la calle subía un rumor confuso, lejano, gracias [...] a que el cuarto de Santa era interior y alto, con su par de ventanas [...] enfrentando un irregular panorama de techos y azoteas; una inmensidad fantástica de chimeneas, tina- cos, tiestos de flores y ropas tendidas, de escaleras y puertas inesperadas, de torres de templos, astas de banderas y rótulos de monstruosos caracteres; de balcones remotos cuyos vidrios, a esa distancia, diríase que se hacían añicos, golpeados por los oblicuos rayos del sol descendiendo ya por entre los pica- chos y crestas de las montañas, que, en último término, limitaban el horizonte (Santa, 1ª pte., I, p. 727) El sol [...], que al abrir “El Jarameño” las maderas del balcón había asalta- do la estancia [...], dio de pleno en Santa, la regó de luz y de moléculas rubias que bullían en la atmósfera; pintó en la pared, con sombra, los contornos de su cuerpo, y por abertura estrechísima del camisón [...] se metió a besar que- damente [...] el botón sonrosado de los senos de Santa... Con tal intensidad posábase ahora el sol en la acera de enfrente, que su puro reflejo alumbraba el cuarto del diestro con excesos de luz vivificante, ale- gre y amiga. Por el balcón entornado, palideces crepusculares, rumores callejeros, mur- mullos de día de fiesta... (Santa, 2ª pte., I, pp. 831, 833, 839)

A través de un cristal, podemos también ver aproximarse con antelación a un personaje a punto de “entrar en escena”, como en Santa se produce la primera aparición de Hipólito, el pianista ciego:

De ese fondo fantástico [una violenta tormenta nocturna], al resplandor de uno de los tantos relámpagos que surcaban el cielo, Santa distinguió, sin para- guas ni abrigo que los defendiese del chubasco, a un chiquillo que llevaba de la mano a un hombre, y que ambos doblaban rumbo a la casa (Santa, 1ª pte., I, p. 732).

85 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

Pero hay más: los personajes se asoman a la ventana o al balcón y desde allí pueden observar nuevamente –desde una perspectiva privilegiada, pues suele ser un piso alto– el espacio urbano, el elemento humano en movimien- to, y en sintonía con él reflexionan o actúan. El determinismo ambiental, la ciudad, la masa como protagonista vuelven a estar aquí presentes:

Y ambos se acogieron a la ventana, como para atraerse testigos, la luz y el aire que de bracero recorrían las calles y se detenían en todos los jardines. Asomáronse a ella con fingida naturalidad, sin tocarse ni la ropa, la mirada per- dida en los celajes de la tarde viajera. También la calle estaba silenciosa, su cali- dad de transversal la diferenciaba en eso de las grandes arterias; allá con inter- valos, un carruaje que pasaba por las esquinas interrumpía momentáneamente la quietud, y volvía todo a quedar silencioso (Apariencias, 2ª pte., XVIII, p. 183). De la [ventana] de su dormitorio, contemplaba a maravilla y no muy dis- tante, el monumento a Cuauhtémoc, bañado por el sol que arrancaba al bron- ce reflejos soberanos; contempló la glorieta toda, y atrás siempre, más cons- trucciones [...]; un rítmico trote, amazonas y jinetes de regreso de Chapultepec; carruajes cuajados de mamás y niñeras, con chiquillos que agitaban las manos, sus cabecitas rubias y negras, y que regaban en el camino las notas de sus grandes risas y sus pequeñas charlas. Apoyada Clotilde en el alféizar, la enternecieron esas apariciones instantá- neas de la dicha; de mala gana fue a abrir las ventanas del lado contrario... (Suprema ley, 2ª pte., III, pp. 329-330). Cuántas tardes, después de que pecaban, permanecían sombríos y mudos, tras los visillos de las ventanas, contemplando a los potentados que tomaban el aire puro de la calzada; los coches abiertos, con damas lánguidas en los coji- nes; carruajes cerrados, con ancianos y niñas; los hombres caracoleando en sus monturas o guiando los vehículos varoniles, y las mujeres de todo el mundo, las perdidas, en coches de alquiler como su cuerpo [...]. Y a todos los que veían pasar, quizá sin que lo merecieran, atribuíanles defectos y vicios [...] –Así son todos, no creas, decíale Julio... (íd., íd., IV, p. 358). ... los llevó al saloncito el murmullo de la calle, que como el domingo anterior, y con motivo de la novillada semanaria y del juego de pelota, rebosaba de gente y movimientos; de irracional alegría de vivir. Con objeto de no exhibirse, no abrieron los cristales del balcón [...]. Además, para divertirse con el desfile, no era preciso abrir; ni los cristales ni las cortinas estorbaban, antes diafanizaban el espectáculo, haciéndolo moverse y marchar como más allá de un transparente telón de fondo de algún apoteosis final en obra de aparato (Metamorfosis, 3ª pte., V, p. 712).

Tenemos también ejemplos en que la visión hacia el exterior a través de la ventana no es en dirección a la calle, sino hacia la altura, lo que provoca

86 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA unas distintas emociones en los personajes, comunicadas a través de un len- guaje literario poético:

... embozado en su capa asomóse a la ventana después de abrirla, con objeto de que el aire frío de la noche estrellada le refrescara la mente. Dada la atrac- ción que el cielo con estrellas y sin luna ejerce en el ánimo, si nuestro ánimo sufre, fray Paulino [...] hundió su vista en la atmósfera diáfana y constelada, en la que a poco y como en marco natural y adecuado, reprodújose el fantástico cuadro. [...] Fray Paulino, suspenso, miraba el cielo, y al mirarlo, veía que todo había amado, que todo amaba, todo menos él. [...] Del insondable fondo de la noche estrellada, del que fray Paulino no qui- taba la vista [...], parecían desprenderse esos propios pensamientos, cual si ema- naran de muy lejos, de esas profundidades que no comprenderemos nunca... (Metamorfosis, 3ª pte., II, pp. 644 y 646-647) –Que te vas, ¿y a dónde?... –Allá, afuera, contestó con mayores energías, señalando al pedazo de cielo azul que de las ventanas se divisaba. Aproximóse Pepa: Elvira, a su vez, se levantó, y juntas miraron, como hip- notizadas, hacia donde Santa apuntaba, con resolución y firmeza, el pedazo de cielo que el crepúsculo empalidecía, por el que cruzaba una bandada de golon- drinas esbozando en su vuelo, sobre aquel fondo azul, polígonos imposibles y quiméricos (Santa, 1ª pte., I, p. 729).

Con menor frecuencia, la ventana o el balcón sirven para dirigir la visión no de dentro hacia fuera, sino a la inversa. Ya vimos un ejemplo en la des- cripción del huerto monacal de Reconquista; otros casos parecen identificar la visión desde el exterior de un espacio interior como una expresión simbólica de lo ansiado y, a un mismo tiempo, inalcanzable. En Suprema ley (1ª pte., IV), los hijos de Ortegal desean ver la función de circo pero, por no poder pagar la entrada, deben contentarse con oír desde fuera de la carpa el ruido de las atracciones y contemplar los carteles, que su padre les explica. En la misma novela, y conectados directamente con el espacio de la ventana y el tema principal de la narración, encontraremos casos como los que transcribo a continuación. En el primer fragmento, Julio acaba de abandonar mujer e hijos para irse a vivir con su amante; en el segundo, espía a los suyos cuan- do, terminada su relación con Clotilde, proyecta volver al antiguo hogar:

En las fincas, las ventanas abiertas, y en su interior, formas vagas de mue- bles, rápidos reflejos de lunas, trozos de lámparas y forro de cortinas; también formas humanas, señoras cosiendo, sirvientas retrasadas en su limpieza, y más niños, sus piernas pendientes de los barrotes de las rejas, muy abstraídos con

87 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

sus juguetes y sus monólogos a voces [...], retratada en sus caritas una sana ale- gría de vivir (Suprema ley, 3ª pte., I, p. 402) ... érale forzoso, para alcanzar el zaguán, pasar por frente a la ventana; y el cua- dro que se ofreció a sus ojos lo dejó embebido. Rodeaban sus chicos a una mesa con mantel puesto y lámpara en el cen- tro; los pequeños acababan de beber su café [...]. Julito leía, y Carmen hacía labor mirándolos de tiempo en tiempo, cuando no lo advertían ellos [...] Lo que es los chiquitines, desprendíase a la legua que no recordaban a Ortegal. [...] A pesar de vidrios y cortinas, no se le escapaban a Julio ni los menores movimientos de aquellos seres; de los inocentes, que lo habían olvidado y atro- naban el cuarto con sus gritos y con sus juegos, y de Julito y Carmen, que por causa de él sufrían. Cogido a los barrotes de la ventana, los devoraba Ortegal adorándolos a todos, en una crisis de arrepentimiento sincero, al estudiar su propia obra. Tentábalo la idea de entrar, de entrar a decir [...] que no lo olvi- daran, que él no había muerto... (íd., íd., VI, pp. 459-460)

88 8- LOS PERSONAJES

8.1- Protagonistas (masculinos y femeninos).

Siendo la trama amorosa el principal resorte de la acción novelesca den- tro de la obra de Gamboa, los caracteres protagonistas se dividirán indefecti- blemente, dentro de cada novela, en masculinos y femeninos. Ahora bien, pocas veces hay un equilibrio en la caracterización de ambos, puesto que el hombre desempeñará en el texto un papel notoriamente más extenso e impor- tante que el de su “réplica” femenina. Sólo Santa (y, en parte, Metamorfosis) inclinan la balanza en favor del protagonismo central de la mujer dentro de la novela. Estos son los varones que protagonizan las novelas de Gamboa: Pedro (Apariencias), Julio (Suprema ley), Rafael (Metamorfosis), Salvador (Reconquista), Eulalio (La llaga). Pedro y Rafael son miembros de esa elite social que constituye la alta burguesía; los otros tres ocupan puestos mucho más modestos dentro de ese mismo espectro social capitalino: Julio es funcio- nario, Eulalio –un ex presidiario, aunque también ex oficial del Ejército– es conductor de carromatos. Salvador es el único “intelectual” de la galería, un artista y profesor en la Escuela de Bellas Artes a quien tal condición permite comunicar entre sí los temas centrales de Reconquista: Arte, Patria y Religión. Alexander C. Hooker (1973: 66) observa que estos personajes tienen muchos rasgos autobiográficos. La vida de Gamboa, que conocemos de primera mano gracias a su extenso diario, confirma este aserto, aunque lo de menos aquí es que el escritor Federico Gamboa recibiera una educación positivista, o viviera una juventud libertina, o trabajara en un juzgado o ejerciera la docencia. Lo importante es cómo los protagonistas de las novelas de Gamboa, pobres o ricos, se convierten ocasionalmente en portavoces de las ideas del autor: ocu- rre también a la inversa, como mostraré al tratar la presencia del narrador en la novela de Gamboa. En este sentido, es de notar cómo todos estos varones

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–de semejante educación en sus primeros años, aunque luego el horizonte vital de cada uno sea muy distinto– “hablan” de la misma manera, y difícil- mente podríamos distinguir el discurso de uno del de otro: volveremos sobre esto al final del capítulo. Jóvenes (Pedro, Rafael; aunque éste ya padre y viudo, con una mayor experiencia de la vida) o maduros (Julio, Salvador1), los héroes gamboanos comparten un temperamento altamente reflexivo. El protagonista individualis- ta, que se siente de algún modo aislado –por hastío o por rebeldía– de la sociedad en que vive, y de psicología y sentimentalidad complejas, es típico de la novela hispanoamericana del modernismo2. Ahora bien, a estos perso- najes de Gamboa les falta el componente de rebeldía social, estética o cultu- ral que define también al héroe modernista (si exceptuamos tal vez, en lo cul- tural, a Salvador Arteaga). Todos nuestros protagonistas masculinos se ajusta- rían bien al modelo de personajes que “son sólo cerebro” (reproche que Zola hizo a los personajes de Stendhal), de no ser porque a todos los señorea el impulso de la pasión sexual, que normalmente entra en conflicto con esa misma condición “cerebral”: por un motivo u otro, luchan contra su arrebato amoroso cuando lo sienten nacer y desarrollarse en su interior; una vez que han cedido a la pasión, serán el remordimiento, el hastío, los celos o el temor lo que atormente la turbia psicología de los personajes. El más logrado de los protagonistas masculinos gamboanos es, sin duda, el de Suprema ley. Julio Ortegal nos es presentado a la par que todos sus com- pañeros, si bien el mayor espacio que dedica el narrador al personaje ya anun- cia la especial relevancia que éste va a cobrar sobre los otros. El narrador pare- ce tratarle, desde que cuenta de su infancia, con una cierta sorna, que roza la crueldad con respecto a la caracterización de los personajes de otras novelas: este “empleado por heredismo” es, desde niño, melancólico, introvertido y sentimental; se casa “por ansia de afectividad” antes que por amor, carece de ambiciones o pasiones. Ya adulto y padre de familia, conserva una blandura de carácter que le hace aparecer a ojos del lector como una figura algo ridí- cula: su trato casi paternal a los reos que interroga (que, para el juez, revela en él al “amoroso sin sospecharlo, por el placer de amar”3), las argucias con que trata de engañar a sus hijos que desean presenciar una función de circo, las burdas mentiras con que trata de ocultar a su esposa sus primeras infideli-

1. No sabría dónde incluir a Eulalio Viezca, protagonista de La llaga, hombre sin duda aún joven, pero cuyos diez años de encierro han hecho madurar dolorosamente. 2. Para una síntesis de las características del género novelesco modernista, véase el capítu- lo a cargo de Klaus Meyer-Minnemann “La novela modernista en Hispanoamérica” (Dill, 1994: 159-170). 3. Suprema ley, 1ª pte., II, p. 241.

90 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA dades (2ª pte., IV, pp. 363-364) lo revelan como un personaje que no va a ser más que una víctima de las circunstancias, puesto que carece de fuerza de voluntad para oponerse a la primera gran pasión que encuentra en su vida. Sus arranques de carácter serán producto tan sólo de los impulsos de esta pasión: es Julio Ortegal quien propicia el acercamiento de Clotilde, quien acaba por violarla cuando al fin –en un lugar tan inverosímil4 como el inte- rior de un coche de punto (2ª pte., III)– se encuentra con ella en la intimidad. Aunque es él quien abandona a su familia, no lo hace definitivamente hasta que su mujer le expulsa, y por demorar el momento del reencuentro con los suyos, necesitado del último cariño que ya le es posible, morirá antes de poder llevarlo a cabo. Los personajes femeninos experimentan las mismas pasiones que el hom- bre –es más, es la mujer quien las provoca–, pero tienen aún menos control sobre ellas y el narrador dedica no sólo menor espacio5 sino, especialmente, mucho menor afán de profundidad a estudiar su comportamiento psicológico. De todos modos, es la mujer la que en las novelas de Federico Gamboa es seducida, pero nunca seduce; y la que es abandonada (salvo el caso de Clotilde en Suprema ley), pero nunca abandona a su amante. Esta falta resul- ta especialmente grave en Metamorfosis, novela cuyo mayor interés debiera haber sido el del conflicto de la religiosa entre sus creencias y su pasión, pero que se resuelve poco más que en una crisis nerviosa; aunque finalmente sea sor Noeline la que se entrega al irresoluto Rafael Bello, esto sólo se logra gra- cias a que él previamente la ha raptado del claustro... a lo que ella, lánguida- mente, ha consentido. Añadiré que el súbito enamoramiento –obsesión repen- tina más bien, producida tan sólo por una fugaz entrevista– entre los dos pro- tagonistas de Metamorfosis supone un retroceso con respecto al aceptable tra- tamiento que se daba a la evolución del sentimiento y el conflicto interior de los de Apariencias, o del Julio Ortegal de Suprema ley. La ineficacia de Gamboa cuando trata de conseguir personajes femeninos acabados (que sabe compensar, por otra parte, dotando siempre a estas muje- res de una intensa carga emotiva) está, probablemente, en la poca variedad que puede aportar sobre los clisés de antigua tradición cultural: la mujer repre- sentada como ángel o demonio, objeto de perdición o bien agente de salva- ción para el sujeto masculino. La dicotomía está claramente representada en Suprema ley, donde se oponen los modelos de mujer de Clotilde (sensual,

4. Al menos, así parece considerarlo Mariano Azuela (1960-III: 652), quien probablemente olvida que ya en lugar tan sorprendente se había entregado Emma Bovary a León (Madame Bovary, 3ªpte., I). 5. Con bastante frecuencia, alternan los episodios dedicados a uno y otro amante, en los que se va apreciando la paralela evolución de los acontecimientos y de su personalidad.

91 MANUEL PRENDES GUARDIOLA apasionada, tentadora aun a su pesar) y de Carmen, la esposa de Ortegal, falta ya de ningún atractivo erótico, cariñosa, paciente y sumisa pero consciente de su dignidad de esposa al enfrentarse a su marido infiel y hacerse cargo de su numerosa prole6:

–¿Tú?... ¿tú padre?... ¿marido tú?... Mentira, mentira, tú no eres nada nues- tro, absolutamente nada, ni de ellos ni mío... A ellos los has engendrado por equivocación, y a mí, a mí que me sacaste de mi casa niña y pura, que me juras- te una porción de cosas, me has usado lo mismo que a un mueble, para arro- jarme después a donde va lo inservible, lo que ya no nos gusta, a la desespe- ración y al olvido... ¿Derechos? Ningunos tienes ni nadie en el mundo te los reconocerá; con sólo que yo hable y cuente tu ingratitud y tu abandono, tú serí- as el castigado (Suprema ley, 3ª pte., I, p. 397).

Preciso es aclarar, sin embargo, que incluso Carmen (carácter con dife- rencia mucho mejor dibujado que el de su rival) necesita apoyarse en un hom- bre para sobrevivir: don Eustaquio y su esposa la acogen con sus hijos; más adelante, el mayor aprenderá un oficio. Su papel es exclusivamente el de madre, único que según la visión de Gamboa supone la perfección de la mujer7, y su plena competencia está en el hogar (“eres la única que manda aquí”, le dice su marido en p. 288). Mujer salvadora, y a un mismo tiempo sorprendentemente moderna (ya que no activa dentro de la narración) en la obra de Gamboa es la Carolina de Reconquista. Gracias a ella (y gracias a su hija Magdalena, monja), Salvador Arteaga recuperará la fe, y con ello el sentido de su profesión y su existencia. Aunque en esta novela (como en La llaga), la heroína ocupe un lugar mucho menor que en otras anteriores, es notoria su diferencia con respecto a otros

6. La madre aparece en toda la obra de Gamboa como una figura idealizada, lejos de cuyo amparo comienzan las desgracias de los personajes. En el prólogo a Mi diario, que el escri- tor dirige a su hijo, hace hincapié en atribuir sus faltas de bondad personal a haber perdi- do a su madre siendo muy niño, vacío insustituible para la formación de cualquier hombre. Lo cual aportaría una prueba más del autobiografismo en los protagonistas gamboanos. Por otra parte, que Clotilde y Santa, tras ser seducidas, pierdan el hijo que esperan, me parece que no es casual como elemento determinante de su perdición moral. Es curioso que tanto en Reconquista como en La llaga, las protagonistas (Carolina y Nieves) han debido hacerse cargo del hogar tras ser éste abandonado por la madre, situación que subraya la condición maternal de ambas antes incluso de haberla alcanzado físicamente. 7. Toda la obra está salpicada de referencias a Carmen como “santa”, “mártir”...

92 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA caracteres femeninos gamboanos... en cuanto a su medio de vida, pues se trata de una mujer trabajadora8 que, además, aspira a permanecer en su oficio –al menos, mientras sea soltera– pese a las ideas convencionales de su prometi- do:

–¿Por qué no lo dejas, si yo te lo suplico? ¿No ves que hasta me avergüenza el que se sepa que a mi novia, la que va a ser mi esposa, yo le consiento que siga trabajando, que cualquiera le hable y me la desee [...]? –¡La víspera de que nos casemos! [...] Dame gusto tú; trabajando me cono- ciste y te enamoraste de mí, ¿no es cierto?... Pues déjame como hasta hoy he vivido, trabajando, sin que nadie ¡ni tú mismo! puede echarme nada en cara, no obstante que siempre he tenido que servir al público y habérmelas con esos señoritos galanteadores de que hablas (Reconquista, 1ª pte., V, pp. 1011).

No cabe la menor duda de que Santa es el único personaje femenino que es protagonista absoluto de su novela (la única, por cierto, titulada con el nombre de su protagonista, simbólico y hasta cierto punto irónico). Santa no decide realmente sobre su propio destino: cae en la prostitución porque no se le presenta otra alternativa (o, mejor dicho, porque el autor no ha querido pre- sentársela, en beneficio de la trama de su novela) tras haber sido expulsada del hogar; tanto su primera salida del burdel como su regreso se deben a la iniciativa del “Jarameño”, y tendrá que ser la intervención de Hipólito (que ha propiciado en parte la desdicha de Santa con sus consejos) la que la saque de la mala vida. Sin embargo, pese al determinismo al que no parece poder esca- par la frágil condición femenina, hay momentos en los que Santa expresa arre- pentimiento, e incluso parece consciente de que la vida le presenta otras alter- nativas que descarta (y obsérvese cómo hay en ello una cierta “soberbia” de la protagonista):

–Vengo [...] porque ya no quepo en mi casa; porque me han echado mi madre y mis hermanos; porque no sé trabajar, y sobre todo, porque... porque juré que pararía en esto y no lo creyeron (Santa, 1ª pte., I, p. 724). ... Por otra parte, habíanla ganado tales ansias de cambiar de vida... sí, de cambiar de vida ¿por qué no?... ¿O sólo de eso se podía vivir?... ¿cómo de muy diversos modos vivía tanta mujer, hasta con criaturas de nutrir y abandonadas igualmente de sus seductores? Pues, a imitarlas y a pegarse al trabajo, que fuer-

8. En El primer caso, Gamboa había ridiculizado la incorporación de la mujer al servicio público; en El evangelista, lo presentará como un síntoma del cambio de los tiempos y de las costumbres, aunque poco del agrado del anciano protagonista.

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zas y salud poseía de sobra. ¿De qué trabajaría?... ¿De planchadora? ¿De lavan- dera? ¿De criada?... No, de criada no, por ningún salario. De lo que se presen- tara, en cualquier oficio... (íd., íd., IV, p. 790) Si no me agrada [vivir como las prostitutas pobres], siempre habrá tiempo de desandar lo andado y de volvernos atrás. Soy casi rica, Hipo, no se apure usted, y en realizando este capricho, o regreso a una de las casas de lujo o me pongo a vivir con usted, muy sosegada, para que usted alcance sus sueño y yo me alivie (íd., 2ª pte., IV, p. 889).

Santa, del mismo modo que en la novela pasa de ser una muchacha desamparada a una prostituta de lujo, y posteriormente una bestia enferma y pasiva, es sucesivamente víctima, tirana y de nuevo víctima de la sociedad; de una sociedad encarnada en los hombres como dominadores del cuerpo feme- nino (en cuya morosa descripción se recrea el narrador) y que Santa, en su época de triunfo en sociedad9, se complace en manejar a su antojo:

... ya vendría otro, y si ese otro no venía, ya volverían todos, ansiosos, supli- cantes, a implorar, no que los amase, sino que se dejara amar de ellos, humil- des, pacientes, ridículos; con los mismos ademanes, las mismas ofertas, los mis- mos estremecimientos y las mismas tonterías... ¿Los hombres?... ¡bah! Y se reía del sexo entero, compadecíase de los que se denominaban “los fuertes”; recor- daba esta actitud y aquella cara y, sin poder remediarlo reía, reía, rió más alto... (Santa, 2ª pte., IV, p. 880)

Tanto los protagonistas masculinos como los femeninos incurren en culpa en las novelas de Federico Gamboa, con mayor o menor libertad según su cir- cunstancia y disposiciones. Pero es muy importante señalar cómo, a diferen- cia del canon habitual de la novela naturalista, se suele ofrecer a los persona- jes una posibilidad de redención. Gamboa no se inhibe detrás de la voz del narrador, sino que se pronuncia acerca de sus nociones sobre lo que es el bien y el mal, e intenta transmitirlas (una huella del llamado, en la distinción hecha por Wayne Booth, “autor implícito”, cuya figura abordaremos en el apartado 10.1). Pero al tiempo, a través de la compasión, de la presentación de las cir- cunstancias atenuantes, nos permite ser como lectores más benévolos con la conducta de los personajes. El amor, o el sufrimiento y la muerte nunca faltan como elementos que, en la línea del sentimentalismo romántico, sirven para purgar la transgresión moral de los personajes (sólo en Reconquista el prota- gonista rectifica visiblemente el mal que ha hecho).

9. Durante la que, sin embargo, tiene lugar su encuentro con sus hermanos, que la despre- cian, y su expulsión de la catedral (1ª pte., IV): ni en el mayor apogeo de la hetaira nos deja de recordar el narrador que ésta es irremediablemente desgraciada.

94 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

8.2- Personajes secundarios.

La pormenorizada sucesión de marcos espaciales dentro de la novela naturalista, con el fin de crear la necesaria ambientación que explique el com- portamiento de los protagonistas, quedaría incompleta de no acudir también al medio que constituyen las relaciones del personaje con los otros miembros de la sociedad en que vive. De ahí la importancia que, unida a sus otras tra- dicionales funciones, adquieren dentro de la trama novelesca los personajes secundarios, testimonio de cómo es el hombre de su tiempo según su clase social y su profesión. Dado que, en la mayoría de los casos, la aparición de estos personajes es puramente episódica, no podemos esperar una detallada caracterización por parte del narrador. De hecho, será bastante habitual que sean presentados dentro de la novela de Gamboa como tipos, de cuya apariencia, comporta- miento e historia podemos abstraer las de todos los miembros reales de su grupo social. Recordemos la importancia que tuvo el costumbrismo para el surgimiento de la novela realista, y también su larga vigencia en la literatura hispanoamericana decimonónica. Ejemplo de esto serían la presentación de los diferentes funcionarios del juzgado, compañeros de Julio Ortegal, en el pri- mer capítulo de Suprema ley (que superan con creces el superficial tipo cos- tumbrista) o, en la misma novela, las historias de Apolonio –condenado a muerte– y el cura que le confiesa (1ª pte., V), muy semejante ésta a la del fray Paulino de Metamorfosis. En esta última novela aparecen otras figuras típicas como el charro Marcos Peña o la prostituta Amparo (española, según suelen ser tales mujeres en las obras de Gamboa); en Santa, el torero español “Jarameño” y el variopinto y algo caricaturesco grupo de compatriotas que comparten con él la pensión (2ª pte., I), ambientación a la que recuerda en La llaga (2ª pte., III) el conjunto de huéspedes de “La Queretana”. Los personajes secundarios de mayor relevancia10, más “redondos” y tra- bajados en la obra de Gamboa suelen ser aquellos que desempeñan el papel de amigos y confidentes del protagonista, con las ya clásicas funciones que esta dualidad ha servido para desempeñar a lo largo de la historia de la lite- ratura: este acompañante suele ayudar al protagonista cuando éste lo necesi- ta, actúa a veces como la voz de su conciencia, o bien le da ocasión de desa- rrollar sus pensamientos de una manera dialógica, en vez de recurrir al monó- logo interior o al soliloquio. Sirven, además, como contrapunto psicológico del protagonista, en cuanto que no suelen compartir sus angustias y, virtuosos o

10. Dejando aparte, en Apariencias, el de don Luis Verde: el cónyuge traicionado tiene que ser un personaje de cuidadosa caracterización en todo caso de adulterio que se precie.

95 MANUEL PRENDES GUARDIOLA viciosos, viven más acordes con su forma de pensar y piden poco a su exis- tencia. En todas las novelas de protagonista masculino tenemos presente, durante más o menos espacio, a un personaje secundario con esta función, aunque los más importantes sean tal vez el “parásito” Chinto en Metamorfosis y Covarrubias, el novelista compañero de Salvador, en Reconquista. En Santa, el amigo y consejero de la joven, y su salvador en la hora final, es Hipólito, sin duda el más importante de sus personajes masculinos. La masa anónima, la comunidad en cuanto que personaje colectivo, tiene también una notable importancia en las novelas de Federico Gamboa. Remito al capítulo anterior, sobre la ambientación espacial, a propósito del tratamien- to que da Gamboa a estos grandes grupos humanos radicados en la ciudad, a los que creo haber prestado ya la debida atención.

8.3- Caracterización.

Tanto los protagonistas como los personajes secundarios de cierta rele- vancia en la narración son caracterizados en las novelas de Gamboa de un modo similar. Tras una primera aparición, el narrador introduce una digresión retrospectiva que relata la historia previa del personaje. En ocasiones, el narra- dor introduce estas analepsis –que pueden dilatarse hasta constituir una narra- ción secundaria, ocupando un capítulo entero incluso– recurriendo a algún estímulo externo que suscita en el personaje el recuerdo, y que es narrado por medio del estilo indirecto o del estilo indirecto libre. Dos de los mejores ejem- plos de esto son los respectivos segundos capítulos de Suprema ley y Santa: en la primera novela, Clotilde rememora su pasado durante el interrogatorio judicial a que es sometida, acusada de haber matado a su amante (¿tal vez una reminiscencia de La Rumba, de Ángel de Campo?); en la segunda, Santa recuerda por la noche las desgracias que la han llevado a acabar en el burdel, ante el requerimiento de su primer cliente de contarle “su historia” (sin embar- go, y al contrario que Clotilde, su narración no será en voz alta, sino con el pensamiento, al no ser escuchada por su interlocutor vencido por el sueño). Las descripciones físicas de personajes, en general, no suelen ser causa de demora narrativa en las novelas de Federico Gamboa, que tiende a hacerlas más bien escuetas. En Santa, el narrador se detiene en diversas ocasiones, con morosa sensualidad (en la que no sólo entra el sentido de la vista, sino tam- bién sugerencias táctiles, gustativas...), en el cuerpo de la protagonista, en su “piel trigueña” y “cabello negro”, aunque aquí entra también, seguramente, el propósito de reforzar el contraste con la otra Santa que en los últimos capítu- los encontraremos ajada y enferma (en el primero, la ruina física de la mucha- cha nos era ya anunciada en la repugnante descripción de Pepa, la vieja mere-

96 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA triz). También otro personaje de la novela, Hipólito, está caracterizado por su físico (su ceguera y su deformidad, que aun así encubren una dignidad moral muy superior a la de los demás que rodean a Santa), siendo constante la alu- sión, a lo largo del texto, a sus “horribles ojos blanquizcos”. Un fallo en los personajes gamboanos es la ausencia, salvo en casos muy secundarios, de caracterización por su habla. Sólo en casos de tipismo rural o popular (Marcos Peña en Metamorfosis, el lazarillo Jenaro en Santa) las cria- turas de Gamboa usan una lengua con modismos y pronunciaciones mexica- nas, o bien españolas –andaluzas– en el habla del “Jarameño”; en la gran mayoría de las ocasiones, la retórica e incluso el vocabulario de los persona- jes se parece sospechosamente al del narrador11. Lo cual no debe extrañarnos en la mayoría de los casos (de Pedro Lújar a Salvador Arteaga, todos los per- sonajes gamboanos tienen un nivel de cultura y una formación similar), pero sí en algunos de importancia como los de Santa (una campesina de discurso limpio de dialectalismos) o sor Noeline (cuyas dificultades para hablar el espa- ñol, declaradas por el narrador al comienzo de la novela, jamás se perciben cuando se cede la palabra al personaje).

11. A quien no debemos confundir con el “autor explícito”, por cierto. En el capítulo sexto ya hicimos alusión a las divergencias de estilo entre el Gamboa novelista y el Gamboa memorialista.

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9- LA ACCIÓN NARRATIVA

9.1- Ordenación y ritmo.

La ordenación de los hechos narrados al modo habitual de la gran nove- la decimonónica, de acuerdo con su sucesión lógica y natural en el tiempo, con un comienzo y un final bien delimitados, será la empleada por Federico Gamboa en su obra. El hecho de que la trama en estas novelas se ciña a un período de tiempo más o menos limitado no implica necesariamente que la historia narrada no pueda abarcar un marco temporal aún más amplio. La situación presente de un personaje debe ser justificada por un encadenamien- to de sucesos previos que le han dado lugar; un personaje aparecerá como incompleto si no se ofrece al lector nada acerca de su formación como carác- ter, que el narrador puede remontar hasta el mismo momento de su naci- miento, o incluso antes: del mismo modo que, en la tragedia griega, un desti- no fatal puede extenderse sobre una misma estirpe a lo largo de generaciones, en la novela naturalista las taras biológicas se perpetúan de padres a hijos (vuelvo a remitir al capítulo “The tragic model”, en Baguley, 1990: 97-119). Ya hemos visto cómo la presentación de los personajes da ocasión de rea- lizar amplias digresiones, como las del segundo capítulo de Santa. La analep- sis a la que recurre Gamboa en estos casos suele abarcar hasta la misma infan- cia, cuyo universo peculiar, poético y armónico con el mundo exterior, suele verse destruido con la llegada de la edad adulta, en la que tiene lugar un peca- do o un error del personaje (la hamartía de la tragedia clásica), que trae con- sigo funestas consecuencias. El desarrollo de la acción narrativa según el orden natural, en cambio, abarca una amplitud temporal mucho menor: el autor suele indicar el paso de los meses, de las estaciones, y la novela no suele concluir mucho más de un año después del comienzo de la trama1.

1. Una excepción sería la de la última novela de Gamboa, El evangelista, que pese a su corta extensión abarca la casi totalidad de la vida del protagonista, desde su juventud a su ancianidad.

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Sólo en su primera novela, Apariencias, Gamboa recurre a una absoluta linealidad a la narración, dando comienzo la acción en la época de la Intervención, esto es, durante la niñez de Pedro, quien iniciará la segunda parte de la novela ya siendo adulto (nueve años después). Los antecedentes de otro personaje como Clotilde, en Suprema ley, pueden verse dosificados: a la declaración prestada por Julio Ortegal, se unen la conversación que éste mantiene con su padre, Agustín Granada (1ª pte., VI) y los recuerdos que sus- cita en Clotilde el reencuentro con su tía Carlota (3ª pte., III). Un caso diferente, y también menos habitual, es en el que la retrospec- ción en la acción tiene, en la terminología de Genette, un menor alcance y amplitud, esto es, se halla menos distante del tiempo de la acción narrativa principal y abarca un período de tiempo más breve. De ello es ejemplo, en Santa (2ª pte., III), la narración de su enfermedad: primero centrada en la pro- pia situación vivida por Santa (dolores, alucinaciones...) y, posteriormente (una vez curada la protagonista, y a través de la memoria de Hipólito), cen- trada en lo ocurrido en el burdel, de lo que ella no era consciente y que el ciego se guardará de referirle (la enemistad de las otras prostitutas, la inter- vención en su favor del “Jarameño”). Otro hecho peculiar dentro de la tem- poralidad de Santa ha sido el observado por Javier Ordiz (Gamboa, 2002: 36): mientras que el autor suele señalar, explícitamente y de manera puntual, el paso del tiempo dentro de la acción narrativa, las dispersas marcas tempora- les que vinculan la retrospección de la protagonista con el presente de la his- toria demuestran que entre su expulsión del hogar y su ingreso en el burdel no han transcurrido pocos días, como pudiera parecer al lector menos atento, sino cerca de veinte meses. Período de tiempo en el que no se sabe nada de las andanzas de la muchacha: ¿fue un mero descuido de Gamboa, o un inten- to de sugerir, veladamente, alguna anterior experiencia traumática? En cuanto a la prolepsis o anticipación de sucesos que han de ocurrir en la novela, el narrador se cuida de hablar desde unos “hechos consumados” (salvo quizá en Santa, mediante la inserción de una interesante página a modo de prólogo-dedicatoria2); acompaña la lectura sin anunciar hechos futuros, a no ser que éstos se hallen muy próximos y se preparen como momentos de máxima tensión dramática, aun a costa de destruir un efecto sorpresivo que tal vez hubiera sido de mayor eficacia. Vemos aquí dos ejemplos de esta antici- pación inmediata:

2. O algún otro caso de menor importancia dentro de la novela como, en Metamorfosis (2ª pte., IV, p. 590) en que sor Noeline recuerda su adolescencia y cómo preguntó a su her- mano qué haría si ella “parara en monja”: “De improviso, Noeline experimentó un rápido escalofrío en las espaldas, [...] y volviéndose a Gastón [...] le dijo aproximando la boca a su oído: –No, monja no; dime que no me dejarías ser monja, dímelo...”

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En una de estas ocasiones en que todo podían imaginarse menos ser sor- prendidos, acaeció la catástrofe (Apariencias, 3ª pte., V, p. 215). Ello fue que un domingo en que no era fácil prever que la corrida se inte- rrumpiría a su mitad con alboroto grandísimo [...], un domingo traicionero, Santa traicionó a “El Jarameño” entregándose cínicamente a Ripoll (Santa, 2ª pte., I, p. 838).

Antes bien, la técnica habitual en Gamboa es más sutil, más llena de alu- siones que, fuera del ámbito de la ficción literaria, podrían ser consideradas como meramente casuales y que no anuncian hechos inmediatos: la lectura de Kempis que hace sor Noeline parece anunciar, negativamente, la traición que la religiosa hará de sus votos:

–“De poco sirven el hábito y la tonsura: lo que hace al verdadero religio- so es el cambio de sus costumbres y la completa mortificación de sus pasiones. “Aquel que busca otra cosa fuera de Dios y de la salvación de su alma, sólo encontrará aflicción y dolor (Metamorfosis, 1ª pte., V, p. 520).

También en Metamorfosis, y también de un modo negativo, se permite al lector adivinar el futuro rapto de sor Noeline del colegio (si tenemos en cuen- ta que el fragmento se encuentra cerrando un capítulo, podremos apreciar mejor la importancia que le quiere dar el novelista):

Y el director espiritual salió a la calle contento [...]. Detúvose adrede fren- te al edificio, so pretexto de encender un cigarrillo, y a la dudosa luz del cre- púsculo, contempló el colegio con sus anchos y empinados muros, sus enreja- das ventanas, su alta galería de cristales, cerradas a muerte, su general aspecto, a esas horas, de inviolable recinto consagrado. –¡Bah!, chocheces mías, que ya no voy sirviendo para el caso –pensaba– con estas seguridades materiales ¿quién había de venir de fuera a intentar nada contra sor Noeline, ni contra ninguna otra de las santas mujeres que viven ahí dentro?... (Metamorfosis, 2ª pte., III, p. 564)

Pero es en Santa donde se dan en mayor número este tipo de anticipa- ciones, casi siempre a través de la voz de los personajes, bien sirviéndose del recurso antes mencionado, bien a través de comentarios orientados a conven- cer del fatal desenlace de la vida de la prostituta como algo “natural” e inevi- table, a lo que la protagonista no puede escapar como mero individuo, como caso particular pero extraído de una realidad múltiple y extendida:

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... el cuerpo se nos cansa y se nos enferma... huirán de ti y te pondrás como yo, hecha una lástima, mira... (1ª pte., I, p. 725) –¿Qué quieres que te regale cuando te mueras? –le preguntó de súbito. Alzóse Santa de hombros, sin saber qué responder a pregunta tan inespe- rada y fúnebre; en el fondo, sobrecogida ante la repentina evocación que impresionó a los que la oyeron... (íd., íd., p. 735) ... el burdel es como el aguardiente y como la cárcel y como el hospital; el tra- bajo está en probarlos, que después de probados, ni quien nos borre la afición que les cobramos, la atracción que en sus devotos ejercen... Usted regresará a esta casa, Santita, o a otra peor... (íd., III, p. 764) Y la infinita tristeza, agorera de las enfermedades incurables, la que sin fundamento aparente predice la muerte cuando nadie aún alcanza a divisarla, acometió a Santa sólo un instante... (2ª pte., II, p. 840) ... el hecho es que Santa, a los siete días de haber sido atacada, fue dada de alta, recomendando, sí, los mayores cuidados posibles en la convalecencia que comenzaba sobre buen pie. “Una recaída –pronóstico textual del facultativo liquidado–, sería forzosamente funesta” (íd., III, p. 873) El silencio imponente de la noche, de la casa y de sus amos, lo impresio- nó [a Jenaro] fuera de medida; fue hasta imaginar que Hipólito y Santa habían muerto, que él había muerto también, que todo había muerto (íd., V, p. 911)

Hemos de añadir a estas citas que ya desde la dedicatoria sabemos a Santa víctima de una vida desgraciada, y finalmente muerta. Sin embargo, no por ello deja de haber ocasiones en que el narrador haga al lector formarse falsas expectativas sobre lo que va a ocurrir en la historia, como ocurre en la misma Santa (2ª pte., I) cuando el “Jarameño” se prepara para una corrida y mani- fiesta obsesivamente sus inquietudes y supersticiones ante la posibilidad de la muerte en el ruedo... la cual no tiene lugar en ese momento ni en ningún otro. Lo que, sin duda, no contradice el realismo de la novela, pero crea en la expectativa del lector una cierta decepción y, por añadidura, la sensación de haber estado leyendo unas páginas totalmente innecesarias3. La historia discurre, como ya hemos visto, en una linealidad casi inaltera- da; ahora bien, cuando el protagonismo en la acción es compartido por dos per- sonajes, o, mejor dicho, cuando cada uno protagoniza una acción distinta y tem- poralmente simultánea, ya mencioné en el capítulo anterior la alternancia de escenas que tiene lugar hasta que, finalmente, convergen en una sola acción.

3. Es curioso cómo Gamboa pierde en este capítulo, además, la oportunidad de dar su visión sobre un espectáculo tan popular en su país como es el de una corrida de toros, que tantas posibilidades descriptivas y simbólicas ofrece. Todo el tiempo que ésta dura, transcurre en la alcoba de Santa.

102 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

No se dan en la obra de Gamboa, generalmente, tramas secundarias para- lelas a la acción principal; no, por lo menos, que se puedan seguir claramen- te hasta una conclusión. Las historias secundarias suelen estar insertas en la principal y ocupar un corto espacio dentro de ella, en el que se observa cla- ramente su inicio, su desarrollo y su conclusión; normalmente constituyen una digresión, bien refiriendo la historia de algún personaje secundario que alcan- zará relevancia dentro de la acción novelesca –en cuyo caso la digresión queda justificada, como la del fray Paulino de Metamorfosis–, bien de otro que desaparece después de cumplir su función como protagonista y relator de esta historia secundaria, cuya longitud suele ser desproporcionada en relación con la poca importancia que tiene para el desarrollo de la novela. Entre estas últi- mas historias podríamos incluir prácticamente toda la primera parte de Apariencias, la conversación entre Apolonio y el sacerdote en Suprema ley (patético alegato contra la pena de muerte en 1ª pte., V); la historia de Marcos Peña en Metamorfosis o la de Gregorio en la primera parte de La llaga (aun- que justificada ésta –la de un periodista perseguido por motivos políticos– a causa del afán testimonial de Gamboa en su última novela). Hay que decir, sin embargo, que en sus novelas más logradas –como Suprema ley o Santa, o Apariencias si prescindimos de su desafortunada pri- mera parte– Gamboa consigue un ritmo narrativo bastante homogéneo y en el que las digresiones episódicas o discursivas no consiguen distraer de la trama principal. El narrador sabe, además, suspender la linealidad del discurso en los momentos de mayor tensión, haciéndolas coincidir con el final de los capítu- los o de las partes en que divide la novela y haciéndolos seguir de la elipsis de amplios segmentos temporales, cuya recapitulación no se hará esperar una vez que el narrador haya reemprendido el relato, resumiendo en pocos párra- fos el período de tiempo elidido. También aquí tiene el novelista una singular maestría: en acelerar la acción novelesca refiriendo, a la manera de resumen, lo sucedido en largos períodos de tiempo mediante una narración de ritmo veloz que llevará hasta la siguiente escena que requiera un tratamiento más detenido. O bien, al con- trario, en hacer avanzar la acción con suma lentitud, creando una máxima ten- sión en la expectativa del lector, pasando con frecuencia de un uso en preté- rito a un uso en presente del tiempo oracional. Tres momentos, también de Santa, están especialmente logrados en este último caso, más aún si tenemos en cuenta que la tendencia a la verbosidad de la prosa gamboana (que puede caer en abrumadoras pormenorizaciones o en numerosas pausas descriptivas dentro de la acción) es a veces causa de auténticos anticlímax. Reproduzco, por no ser demasiado prolijo, tan sólo el episodio en que el torero descubre la traición de Santa:

De súbito, “El Jarameño” dentro de la pieza, como un rayo, convertido en estatua frente al delito torpe [...]. En un segundo, las lavas del volcán, la ira que ciega y empuja, la necesidad de destrozar, de pagar daño con daño.

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Tambaleante, “El Jarameño” cierra su puerta, con llave, y arroja el “capo- te de luces” que le estorba; busca algo en la cómoda, en la ropa de calle pen- diente de la percha... al encontrarlo, un alarido siniestro, gutural, del árabe del desierto que resucita en los interiores de su ser... Por el balcón entornado, palideces crepusculares, rumores callejeros, mur- mullos de día de fiesta... Santa ve llegada su última hora –¡todo es rápido, todo es solemne, todo es trágico!–, y se postra de hinojos [...]. Igual a un tigre antes de abalanzarse sobre su presa, “El Jarameño” se encoge, se encoge mucho, y encogido, abre con sus dientes la faca, la cuchilla de Albacete de muelles que rechinan estridentes, que suena a crimen. La hoja curva reluce... violentísimamente la baja, con el brazo rígido la lleva hacia atrás para que el golpe sea tremendo, para que taladre el corazón que engaña y el cuerpo que se da [...] Y la hoja, ¡tal es el impulso!, clá- vase en las maderas de la cómoda que sustenta a la imagen y sus cirios... “El Jarameño” tira, tira con rabia loca, y la hoja tarda en salir... ¿un minu- to?... ¿un siglo?... Por fin, derriba los cirios, derriba a la imagen, y el cristal de su marco quiébrase con estrépito... Suelta la faca “El Jarameño”, porque el gita- no se ha asustado, recoge el cuadro, lo limpia, exclama roncamente, sin mirar a su querida: –¡Te ha salvado la Virgen de los Cielos!... [...] ¡Vete! ¡vete sin que yo te vea! (2ª pte., I, pp. 838-839)

Los otros dos episodios a los que me refería tienen lugar en el segundo capítulo de la segunda parte y en el último de la novela. En el primero de ambos, la escena del homicidio en el burdel de Elvira (pp. 857-858), en la que el narrador se demora en describir con detalle las reacciones de todos los per- sonajes presentes4 (el asesino, la víctima, los espectadores). El segundo, duran- te la operación que acaba con la muerte de Santa, a la que asiste el ciego Hipólito sin percibir más que los ruidos del instrumental, las voces de los médicos y, especialmente, “el sonoro y pausado tic, tac” de un péndulo cuya reiteración a lo largo de la escena dilata aún más su duración, desde el punto

4. Sin embargo, el inicio de la disputa, hasta el momento culminante en que el asesino empuña el revólver, es un buen ejemplo de resumen: “Y fue obra de minutos. Primero, los insultos verbales que enardecen y lastiman más que los golpes que han de seguirlos. Después, la actitud de desafío: los reñidores en pie, estudiándose rápida y recíprocamente en mudo balance de las fuerzas contrarias...” (p. 857). La técnica empleada a continuación será la misma del fragmento que he reproducido, intensificada por hallarse más personajes presentes en la escena. El narrador emite varias veces un “deprisa, deprisa” (como en el texto que he reproducido anteriormente ese “¡todo es rápido, todo es solemne, todo es trá- gico!”) que contrasta de un modo sorprendente con la lentitud con que se desarrolla narra- tivamente la escena.

104 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA de vista subjetivo, produce angustiosas alucinaciones acústicas en Hipólito... y, por último, continúa sonando impasible cuando Santa ya ha dejado de existir. Añadiré sólo unas breves observaciones a propósito de la modalidad tem- poral que Genette denominó frecuencia, esto es, la relación entre la reitera- ción (o no) de hechos en la historia y la de los enunciados narrativos de estos hechos. Las formas típicas de una narración no innovadora estructuralmente serían el relato singulativo (la forma más puramente referencial, en que se cuenta una vez lo que ha pasado una vez) y la silepsis (se cuenta una vez lo acontecido más de una). Esta última no va sólo unida a la condensación de la acción en un resumen, y a la consiguiente aceleración del ritmo narrativo, sino que desempeña un papel muy importante dentro del planteamiento de la acción en una novela realista: la acción cotidiana repetida, con apenas varia- ciones, durante largos períodos de tiempo, resulta decisiva en la caracteriza- ción del personaje y para el planteamiento de la trama de la novela (que suele consistir en algo que altera esa cotidianidad: pasamos a un relato singulativo que hará avanzar la acción, y una “estabilización” dentro de la peripecia coin- cidirá con una utilización de la silepsis). Gamboa no tiene, en mi opinión, epi- sodios más logrados en este aspecto que aquéllos de la primera parte de Suprema ley en que (capítulos I, III, IV) son narradas la vida cotidiana y las costumbres de Julio Ortegal, desarrolladas en dos ámbitos rutinarios (el traba- jo en el juzgado y el hogar familiar) de cuya inalterada actividad se nos da cuenta.

9.2- Estructura narrativa.

A partir de Suprema ley, las novelas de Gamboa están construidas amol- dándose a una rígida estructura externa. La mencionada novela está dividida en tres partes, de seis, cinco y seis capítulos respectivamente. Metamorfosis consta de otras tres, cada una de cinco capítulos. A partir de Santa, opta Gamboa por los esquemas binarios: tanto ésta como Reconquista y La llaga están divididas en dos partes de cinco capítulos cada una (con la excepción de la primera parte de La llaga, que tiene uno más). Queda aparte Apariencias, la primera novela larga del escritor que, como tal opera prima, está estructurada de una manera más laxa... por no decir, en muchos aspec- tos, torpe. De las tres partes de Apariencias (de siete, dieciocho y seis capítu- los), la primera forma un auténtico relato aparte cuya trama no sirve más que para presentar a los personajes de Pedro y don Luis y narrar cómo sus vidas se unieron, información para la que hubieran bastado unas pocas páginas, en vez de siete largos capítulos del todo alejados temporal (época de la

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Intervención) y espacialmente (ciudad provinciana) de la trama principal, y por ello absolutamente prescindibles dentro del conjunto de la obra. El hecho de que Gamboa pretendiera hacer, en un principio, una suerte de “episodio nacional”, no justifica el intento de hilvanarlo con una novela burguesa en general bien conseguida. Prescindiendo de esta desafortunada primera parte, hay que reconocer que las dos siguientes se adecuan al desarrollo de los hechos: el proceso de enamoramiento, de “aprendizaje” de la vida urbana y de la hipocresía social de Pedro, y su lucha entre el deber y el deseo paralela a la que padece Elena, requieren en mi opinión un tratamiento más dilatado –como propósito princi- pal de la novela– que las consecuencias del adulterio (el final de la novela, una vez descubiertos los amantes, es un final abierto, en el que la situación de ninguno de los tres implicados queda resuelta). Este rigor numérico sí se puede aplicar bastante bien a Santa: de un ini- cio desgraciado (1ª pte., capítulos I-II) se pasa a un rápido ascenso, culmi- nando en la “buena fortuna” de ser retirada por el “Jarameño”(1ª pte., V y 2ª pte., I), para luego iniciar un también rápido declive que la concluye con su muerte. Además, Hipólito es no sólo el primer amigo, sino también el último amparo que la desdichada encuentra en el transcurso de su vida en México. Sin embargo, resulta difícil adaptar a un esquema semejante de ascenso-decli- ve (o, en las dos últimas, declive-ascenso) el resto de las novelas de Gamboa, respetando a la vez su propia estructura externa. Para las novelas de división ternaria, el molde tradicional de planteamiento-nudo-desenlace tampoco nos resulta útil (añado además que Metamorfosis es una novela de “planteamien- to” y “desenlace” inverosímilmente súbitos, hilvanados mediante un desarrollo de la acción plúmbeo y digresivo). En La llaga, la morosa presentación del personaje, de su vida y su experiencia carcelaria, no está proporcionalmente compensado con la narración de su posterior vida en libertad. Sin embargo, sí observo en Suprema ley, a partir de los principales hitos de la acción y su dis- tribución en los capítulos de la obra, un afán de simétrica armonía bastante bien logrado. Véase: PRIMERA PARTE Capítulo I: Presentación de los protagonistas (Julio Ortegal –cuya infancia también se nos relata– y la “linda detenida” que llega al juzgado). Capítulo IV: Monótona vida familiar de Ortegal. Su enamoramiento de Clotilde es ya claro. Capítulo VI: Clotilde acogida en casa de Ortegal. SEGUNDA PARTE Capítulo I: Ortegal se declara a Clotilde. Capítulo III: Clotilde cae en brazos de Ortegal.

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Capítulo V: Se descubre el adulterio. La enfermedad de Julito distancia aún más a Ortegal de su esposa. TERCERA PARTE Capítulo I: Ruptura de Ortegal y Carmen. Capítulo IV: Clotilde abandona a Ortegal. Capítulo VI: Ortegal planea volver al hogar. Muere. De este modo, pueden explicarse las digresiones, las historias secundarias (como la de la 1ª pte., V), dispuestas para lograr “un capítulo más” con que redondear la simetría externa de la obra. Sometido a una obsesión matemáti- ca digna de los antiguos mayas (de haber conocido estos arcaicos compatrio- tas de Gamboa el género de la novela), el novelista sacrifica en el texto ele- mentos que hubieran sido de interés para su armonía interna. Ni L’Assommoir ni La Regenta, por poner dos ejemplos, necesitaron de estas aparatosas divi- siones y subdivisiones para ser novelas de una estructuración narrativa ejem- plar.

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10- TÉCNICA Y ESTILO EN LA NARRATIVA DE FEDERICO GAMBOA.

10.1- El narrador.

Llegamos a la categoría principal y definitoria del género narrativo, y con ella a la presencia más importante de entre todas las voces que ocupan la novela de Federico Gamboa. Ya hemos comentado que la novela realista adopta la narración “en tercera persona” como la más habitual, si bien ésta admite variaciones en función, por ejemplo, del distanciamiento con que se sitúa el narrador de los hechos novelescos, o bien del grado de asimilación que se establezca entre las figuras del autor y del narrador, no necesariamen- te coincidentes: normalmente la distancia queda establecida de diversas mane- ras por el mismo autor/narrador, lo que no impide que el lector siga identifi- cando una y otra... del mismo modo que confunde a menudo la voz del per- sonaje con la del autor (no es infrecuente ver citadas frases “de Cervantes” que, con verdadera propiedad, lo son de don Quijote, de Sancho Panza o de don Diego Miranda, caracteres a los que su creador no tiene por qué hacer compartir sus puntos de vista). El mero conocimiento del nombre del autor ya se presta a esta identificación, y no digamos si éste es públicamente conocido y los lectores poseen la experiencia previa de otros libros del autor en el mejor de los casos, o bien de su vida íntima o profesional, o de su apariencia física. Que todo esto puede interferir en la relación autor-texto-lector, a veces incluso enriqueciéndola, es un hecho, tanto más patente cuanto más aumenta la profesionalización del escritor (recuérdese que el último tercio del siglo XIX presencia un relativo florecimiento del mercado editorial en Iberoamérica) y con ella su presencia pública. Un hecho al que no es conveniente sustraerse, sin perder por ello de vista la naturaleza ficcional de la obra literaria, por lo que considero útil ceñirse al esquema en que el modelo de comunicación Autor-Lector que se da en la realidad más “física” y concreta (extraliteraria, en fin) es reproducido en la ficción por el de Narrador-Narratario.

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Ahora bien: la distinción de la categoría de autor implícito (esto es, cómo esa realidad no literaria que es el escritor nos da indicios de sí mismo en la obra) entre las de autor real y narrador nos puede resultar de mucha utilidad a la hora de interpretar luego cómo el narrador desempeña su oficio. Pasemos a ver dos significativos ejemplos en la novela de Gamboa, localizables en los prólogos que escribió a dos de sus obras: Del natural y Santa. Ambos tienen en común una función introductoria que es, sin embargo, distanciadora, haciendo hincapié en la realidad ficcional del texto. El primero, en términos jocosos, compara el libro con un niño recién cria- do y al que se presenta en sociedad (ante el público, ante la prensa, ante la Academia) con timidez e incertidumbre. Insiste Gamboa en lo cuidadosa que ha sido la “crianza”; o sea, en la voluntad de estilo y la esmerada redacción de su obra1. El prólogo de Del natural, en fin, se ajusta notablemente a la fun- ción de captatio benevolentiae que cabe esperar que asuma el autor en un texto de estas características. Más curioso es el prólogo a Santa, puesto que está ocupado en su mayor parte por un discurso puesto en boca de la protagonista de la novela y dirigi- do a un “lector real” y explícito a quien el libro se halla dedicado (el escultor Jesús F. Contreras). Un aire fantasmal impera en el discurso, puesto que Santa resume en pocas líneas su caída y su fin (es decir, su muerte); como ente de ultratumba se dirige al artista, a quien promete “confesar su historia”. Todo ello parece anunciar un relato en primera persona, narrado por la voz de un pro- tagonista en una situación que transciende las convenciones de la novela rea- lista2. Sin embargo, ya en este pasaje comienza Gamboa a romper las expec- tativas del lector: concluido el discurso de la aparición, el que será narrador de la novela hace su entrada con un tajante “Hasta aquí, la heroína”, para con- cluir con su propia voz el prólogo. Queda clara, pues, no sólo la configura- ción de Santa como personaje ficticio, sino el absoluto control que sobre sus palabras y sus actuaciones va a ejercer el narrador dentro de la novela. La persona gramatical adoptada por Gamboa es, de ordinario, la tercera, propia en un principio del narrador heterodiegético del realismo, impasible

1. “Lo concebí con calma, lo he criado con todo el esmero de que me creo capaz, lo doy a luz sin dolores, con temor y con esperanza” (Del natural, p. 1364). 2. Un personaje difunto puede, sin embargo, narrar una historia: es el caso de Pedro Páramo, o del personaje interpretado por William Holden en Sunset Boulevard. Si atribui- mos a estos caracteres una superación de las leyes físicas a las que, como vivos, estaban sujetos (en ello se han basado a través de la historia de la humanidad gran parte de las cre- encias sobrenaturales y de la literatura maravillosa o fantástica), es muy comprensible la riqueza de perspectivas, la omnisciencia que puede alcanzar el narrador pese a ser, tam- bién, personaje (homodiégesis).

110 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA ante los acontecimientos de la acción novelesca. La primera persona, que implica una participación del narrador en los hechos, o la segunda, que por su propia naturaleza implica también un “yo”, se encuentran ausentes de la voz del narrador gamboano3. Sin embargo, hay otros medios al alcance del narrador para hacer notar su presencia a lo largo del texto. La impasibilidad antes aludida, ideal del novelista experimental no siempre llevado a la práctica es asiduamente viola- da por Federico Gamboa. El narrador gamboano no oculta sus juicios sobre los personajes y las acciones de la novela, que censura o elogia según unas pautas morales establecidas que nos van ayudando a formar también en la novela el “retrato robot” del autor implícito, y que hemos de considerar que son compartidas por el lector implícito a quien está destinada esta obra (la ausencia de índices de segunda persona nos veda el conocimiento de un narratario). El marco referencial para la comunicación dentro de la obra, com- partido por autor y lector, no es, pues, sólo temporal y espacial, sino también ideológico: hay incluso apelaciones retóricas al lector, y generalmente una cierta complicidad de tono irónico, a la que añade comentarios o digresiones sobre algo ya sabido que se repite. En estos pasajes, el narrador hace su acto de presencia aún más evidente por la adopción de un registro y una expre- sión conversacional, alejada del tono cuidado, culto, literario que correspon- dería al lenguaje de la novela y en el que se mueve la mayoría de las veces. El uso de exclamaciones o interrogaciones en la lengua del narrador, aun cuando no está reproduciendo el discurso de algún otro personaje, son otro ejemplo de su intromisión entre los hechos narrados y la percepción del lec- tor:

3. En ocasiones, podemos comprobar el empleo de la primera persona del plural para for- mular enunciados, sentencias de alcance universal. Una marca más de la proximidad afecti- va del narrador con los hechos narrados, y a la vez algún indicio más sobre la identidad del autor implícito, que se incluye no sólo en el género humano sino en el conjunto social bur- gués (como indica el primero de los siguientes ejemplos) y en el sexo masculino (en los dos siguientes). Las cursivas son mías: “... y Pedro pensó en lo horripilante de las apariencias [...]; pensó en todas las pasiones bue- nas y malas que encerramos debajo del frac y debajo de las flores que guarnecen los cor- piños femeniles”... (Apariencias, 2ª pte., XVI, p. 168) “¿Cómo impedirlo, si es él [el corazón] quien ordena dentro de nosotros según le place [...]? (Suprema ley, 2ª pte., III, p. 343) “... como la imagen perfecta de la mujer, que no se entrega nunca del todo, aunque nos hechice con sus caricias; que conserva siempre ‘algo’ [...] que nos escapa, ese algo inasible que perseguimos desde la primera mujer y que de balde perseguiremos” (íd., 3ª pte., III, pp. 419-420).

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Se encaminó resuelto a un fonducho [...] con esta bucólica aunque dispa- ratada enseña: “La Reforma de la Primavera” (Suprema ley, 1ª pte., III, VI, p. 294) Y como la pobre [calle] es desaseada de suyo, con la tal llovizna estaba hecha una miseria... (íd., 2ª pte., I, p. 305) ¡Ah! También tiene [la calle], frente por frente del jardín que oculta los prostíbulos, una escuela municipal, para niños... (Santa, 1ª pte., I, p. 720) ... tomaríasela más bien por austera institutriz inglesa que aleccionara a una educanda torpe [...] ¡qué institutriz ni qué diantre! ¡Prostituta envejecida y hedionda de cuerpo y alma podía únicamente nutrir esas teorías y sustentarlas e inducir a su práctica! (íd., íd., íd., p. 728) De consiguiente, no se fijó en [...] una media docena de damas principalí- simas –presidentas, secretarias y tesoreras de no sé qué cofradías–, que la mira- ban... (íd., íd., IV, p. 792) Por la puerta de entrada, por la del gabinete de deliberaciones [...], aso- man apretados racimos de curiosos aguantando magullones, codazos, corrien- tes de aire, incomodidad de postura y calor mal oliente de multitud apiñada. ¡Mire usted que había gente! (íd., 3ª pte., III, pp. 858-859) Pues aquella criatura, a pesar de sus depravaciones, a pesar de ser la nega- ción del Pudor y de todos los pudores, conservaba uno en favor de Hipólito. Raro ¿verdad?... mas así era. [...] ¡Y explíquense ustedes por qué, ello no obs- tante, retardaba el principio de enmienda... (íd., íd., IV, p. 891)

También hallamos la adopción por parte del narrador, renunciando a la omnisciencia, de una actitud propia del “cronista” que relata hechos referidos y cuyo conocimiento es deficiente en algunos casos. Típica de modelos narra- tivos como la historiografía, tópica en ficciones como la novela de caballerías, reactualizada luego por Cervantes y dilatada por quienes han escogido como patrón de su escritura la prosa de nuestro gran clásico, es ésta una licencia ocasional tomada por Federico Gamboa, tal vez para lograr un paródico aire heroico o legendario:

Y es fama, que al día siguiente, en su misa, fray Paulino tenía una corona de luz en su vieja cabeza blanca de sacerdote inmaculado (Metamorfosis, 3ª pte., II, p. 648) Se cuenta que aquella noche no durmió en la casita ninguno de sus habi- tantes (Santa, 1ª pte., II, p. 751). ... no está averiguado si la lágrima que se enjugó con el dorso de una mano, habíala engendrado el agradecimiento de Santa o el humo del de Monzón que trataba de penetrar en sus horribles ojos blanquizcos (íd., íd., III, p. 756).

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... no está averiguado si en soliloquio o en parlamento con Jenaro masculló... (íd., íd., IV, p. 781) ... (la pareja que aquella noche pernoctó tabique de por medio con el asesino y Santa, contó que los oyó llorar y charla que te charla, en voz baja de confi- dencia y de secreto). [...] ... no está investigado dónde Santa aprendería la danza que canturreaba tercamente... (íd., 2ª pte., p. 895)4

Conviene en este punto aclarar que, de unas novelas a otras, el registro coloquial y confidencial irá perdiendo en ligereza. Es notorio cómo el humor se halla casi ausente después de Del natural, cómo va disminuyendo progre- sivamente hasta reducirse a ciertos detalles aislados y no demasiado ingenio- sos, quedando el conjunto de la novela como una obra de tono grave, dog- mático, sombrío a veces5. El “antiheroísmo” de personajes como Julio Ortegal o Hipólito, difícilmente puede mover a la risa ni en sus momentos más ridí- culos. Como ya he dicho, este narrador heterodiegético, que no forma parte de la historia y cuyo “yo” nunca queda explicitado en el texto, mantiene, empe- ro, un control absoluto de la narración a través de una omnisciencia que supe- ra en muchos aspectos la habitual dentro de la novela realista: en la novelas de Gamboa, el narrador no sólo conoce todo el transcurso de la vida de sus personajes (incluso del futuro, del que, por supuesto, sólo da los indicios necesarios), sino que también conoce y reproduce lo que piensan. Y tanto lo que piensan como lo que hablan es transmitido al lector a través de la propia voz del narrador, esto es, el estilo indirecto:

Recostados en el fondo de su carruaje de punto [...], formulaba Carlos que- jas sin cuento, amargas recriminaciones, resentimientos justificados. Por bonito papel lo había hecho pasar; a saberlo, jamás le habría ocurrido invitarla a los toros ni a ninguna parte. ¿qué le hubiera costado comportarse de otra manera? ¿Estar más solícita con él y menos atenta con los demás? Evitar que todo el mundo los mirara, no ser voluntariamente el objeto de la curiosidad general, dando el espectáculo, ¡y qué espectáculo! (Uno de tantos, V, pp. 1465-1466)

4. Que la mayor parte de los ejemplos correspondan a Santa podría avalar la consideración de esta novela como parodia del género hagiográfico, tema al que volveré al final del apar- tado 12.2. 5. Lo cual contrasta enormemente (y confirma el distanciamiento autor real-autor implícito- narrador) con lo que sabemos de la biografía de Federico Gamboa: José Emilio Pacheco cita testimonios de “las otras virtudes que se reconocieron unánimemente en Gamboa: su insó- lita capacidad de conversador, la inteligencia, el brillo, la ironía de su charla...” (Gamboa, 1977: 34).

113 Comenzó el parloteo de Nona, la historia de su enfermedad, contada por ella misma: que primero, la molestaba tragar saliva, que después sintió alfileres en la garganta, y que con escalofrío y dolor de huesos la acostaron; que el médico la reconoció abriéndole la boca, en la que le metió una cuchara gran- de que le oprimía la lengua ¡ah! y que le metió debajo de un brazo, uno como canutero de vidrio con muchos numeritos (Metamorfosis, 1ª pte., V, p. 521)6.

Los conatos de diálogo o monólogo incluidos en las novelas de Gamboa son pronto abortados, pasando a la narración en tercera persona en la que parece sentirse siempre más a gusto, y en la que puede a su arbitrio resumir o seleccionar las partes del discurso de los personajes que más le convienen. Esta actitud se irá incrementando hasta ciertos pasajes de Reconquista en que, incluso apareciendo discursos en estilo directo, éstos son tan farragosamente retóricos y artificiales como aquellos en que toma la palabra el narrador, y real- mente resulta imposible distinguir la voz de uno de la de otro7. Con todo, no olvidemos que aún estamos lejos de la adopción plena en la literatura de recursos narrativos como el “fluir de conciencia”; o que “Clarín” reprochaba a Galdós los claros, lógicos, ordenados monólogos de sus personajes, ya fue- ran interiores o en voz alta (Bobes Naves, 1985: 266-267). Ya aludí, en el capítulo dedicado a los personajes, a la ausencia de una caracterización por el empleo que éstos hacen del lenguaje, aunque no falten dos buenos ejemplos de ello en Santa: Jenaro (de habla salpicada de mexica- nismos) y el “Jarameño” (que se expresa, sobre todo fonéticamente, a la mane- ra de Andalucía). Sin embargo, es notorio cómo Gamboa no se atreve a incluir expresiones soeces o malsonantes en su discurso, eludiéndolas mediante pun- tos suspensivos, eufemismos o deformaciones atenuantes de la expresión: “me caso con la Biblia” (p. 410), “la brutal palabra” (p. 440), “so esto” y “so lo otro” (p. 733), “¡qué cañones!” (p. 735), “¡Maldita sea mi...!” (p. 781), “yo peleo con hombres, no con...” (p. 857), “ninguna esto ni niguna estotro” (p. 882), “¡qué

6. Esta constante usurpación de la voz de los personajes por parte del narrador lleva a Gamboa a cometer alguna incoherencia gramatical. Por ejemplo, en Metamorfosis (3ª pte., IV, p. 681) vemos esta extraña fusión de la voz del narrador y la del personaje cuyo discur- so reproducía en estilo indirecto: “–¿Le perdonaba? [...] ¡Si supiera usted lo que la quiero!” 7. Desde sus comienzos como escritor, Gamboa descuidó este importante aspecto de carac- terización. Resulta en verdad sorprendente oír a un pillo de la capital expresándose en estos términos: “Nos está prohibido por conveniencia propia, encolerizarnos, ofendernos, entris- tecernos y alegrarnos; nos está prohibido sentir, y si por excepción nos conceden senti- mientos, no nos conceden el derecho de expresarlos, porque molestaríamos y nos enviarí- an a nuestro médico ordinario, el gendarme, que ya has visto que con su sola presencia opera prodigios. Recuerda que desde el día que te adopté, te lo he mostrado como a nues- tro enemigo natural”... (¡Vendía cerillos!, V, p. 1500).

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Santa ni qué tales!” (p. 895)8. En este punto, se aparta Gamboa de la común práctica naturalista que había contribuido no poco a la polémica en el momen- to de su aparición9. Otro caso de pudibundia que debemos unir al del vocabulario es el de ciertas escenas escabrosas que prefiere eludir, renunciando a la omnisciencia del narrador y cambiando la focalización del relato a una perspectiva exterior, de espectador teatral a quien se vela el desenlace de la relación amorosa. Sin embargo, esto no será una constante: de Del natural a Santa, irá afrontando cada vez de manera más audaz pasajes que comúnmente se aceptaban como de mal gusto –de hecho, no es siempre fácil saber tratarlos– y, en el caso con- creto de las escenas eróticas, Santa –y más aún Metamorfosis– alcanzan en ciertos pasajes altos niveles de sensualidad, especialmente en la descripción erotizada del cuerpo femenino, con mucho de “delectación morosa”. No hay más que comparar los siguientes ejemplos para percibir la evolución. Todos ellos están situados como remate de un capítulo; y el de Metamorfosis, de toda la novela, lo cual hace que éste último no tenga el cierto carácter de “transi- ción” que tienen los otros, sino de clímax definitivo, que por tanto exige una mayor demora en el tratamiento de la escena :

Carlos cerró la ventana importunado por la claridad; los curiosos estaban de más, el camino de la alcoba sin derrotero. Adivinándose a distancia, se apro- ximaron ambos a un mismo punto, sin vacilaciones ni tropiezos. Y Fly, en tanto, no acostumbrada aún a las excentricidades de su nueva ama, seguía gruñendo a esa escena negra (Uno de tantos, III, p. 1458). Y mientras se ahogaban en un océano de caricias, mientras confundían sus existencias y entrelazaban sus espíritus en un arranque de voluptuosidad nunca sentida, los chinos bordados en el biombo parecían azorados de su involunta-

8. Salvo los dos primeros ejemplos, de Suprema ley, los restantes corresponden a Santa. En esta novela, una palabra –“puta”– cobra un latente protagonismo, sin llegar a ser nunca men- cionada: es el “calificativo”, el “vocablo” (p. 726) denigrante: “... la palabra horrenda, el estigma, la deletreó en la ventanilla de la calandria, hacia fuera, como si escupiese algo que le hiciera daño” (1ª pte., III, p. 774) “La palabra horrible, la afrenta, revoloteaba por los aires” [...] “la maldición, las cuatro letras implacables” (2ª pte., III, p. 878) Señalaré también que en el capítulo III de la segunda parte se pone en boca del “Jarameño” un “¡hostia!”, reniego típicamente español y de indudable exotismo para oídos mexicanos. 9. Francisco Caudet cita las siguientes palabras de Zola acerca de las críticas con que fue recibida L’Assommoir: “La Taberna es con toda seguridad mi libro más casto [...] Mi crimen ha consistido en haber tenido la osadía literaria de recoger y verter en un molde muy ela- borado la lengua del pueblo. ¡La forma, en ella radica el gran crimen!” (Zola, 1986: 44).

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ria vigilancia, el sol se marchaba deprisa, como para no presenciar aquello, un coche a lo lejos doblaba la esquina con desapacible ruido, y el jardinero con- tinuaba con su canto sin dejar de regar el jardincillo de la morada... (Apariencias, 2ª pte., XVIII, 184) Clotilde se defendía, suplicaba, en tanto que Julio la cubría de besos, en arrollador ataque de amor... Y el prosaico coche de punto rodaba al pacífico trote de los caballos, retra- tando en la arena, agrandados y temblorosos, los números indescifrables de sus faroles (Suprema ley, 2ª pte., III, p. 347) Noeline con lento y enérgico ademán rasgó sus ropas, una a una, desde el vestido a la moda recién estrenado, hasta la camisa que defendía sus hechi- zos más ocultos y sus atractivos más secretos; inconscientemente orgullosa de encarnar la Forma, la belleza eterna de la carne. En su desnudez absoluta, se irguió triunfante, con soberano impudor de diosa antigua. La monja, metamorfoseada en Mujer, cumplía su misión: quemaba sus alas de virgen, vibrando de anticipada gratitud al Hombre. Rafael, arrodillado a los pies de esa aparición por tanto tiempo anhelada, se abrazó a las sonrosadas rodillas de Noeline, y hundió sus labios en sus mus- los, duros como el mármol y ardientes como lava. Al experimentar Noeline esa caricia inmensa, múltiple, infinita, no quiso pagarla ni tampoco interrumpirla. –¡Ámame! –dijo suplicante a Rafael, dilatada la nariz, entreabiertos sus ojos celestemente azules, y arqueando su lindísimo cuerpo desnudo– ¡Ámame más!... ¡Ámame mucho!... Y en la calle persistía el movimiento, el murmullo de la gente en irracio- nal alegría de vivir (Metamorfosis, 3ª pte., V, p. 713).

En su afán totalizador, el narrador gamboano tampoco deja gran cosa a la interpretación del lector: prefiere explicar a sugerir, del mismo modo que anula la voz de sus propios personajes. Sin embargo, como Gamboa tiende a los períodos discursivos extensos tanto en la lengua del narrador como en la de los caracteres, no es extraño que deba recurrir, por no detener la narración mientras tiene la palabra uno de éstos, a las acotaciones de tipo teatral que le dan cierta agilidad10. La cursiva es mía en los siguientes fragmentos:

10. Obras dramáticas de Gamboa como La venganza de la gleba muestran que, también en los diálogos teatrales, el autor tendía a una verbosidad excesiva (a la que no escapaba, por otra parte, mucho del teatro de la época).

116 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

–Despídete, y dentro de media hora, vuelve; te dejaré entornada la venta- na de la sala. Oye (gritando a la criada), sal a abrir al señor... (Suprema ley, 2ª pte., IV, p. 359) –Anda, hombre de Dios, aviva el paso que esto no es entierro, aunque lo parezca. Corta por esta esquina. Y ya que al fin resollaste (a Rafael, sin mirar- lo a las claras entre las sombras del carruaje), ¿no piensas en lo que haya suce- dido en el convento? (Metamorfosis, 3ª pte., III, p. 670) ¿Por qué no contestas? (medio humanizado ante la actitud de Santa, que ni la cara alza)... Bueno, pues ése nos sacó de la sala y en el patiecito, hasta que no le prometimos éste y yo, bajo palabra de honor ¿verdá tú? (por Fabián, que aprueba con la cabeza) que no veníamos con ánimo de hacerte nada [...] no nos explicó esto del Tíguli (Santa, 1ª pte., IV, pp. 785-786)11 Y vea usted qué cosa, Hipo, si supiera yo que se le acababa a usted este cariño que me tiene, me entristecería mucho ¡quién sabe por qué!... se me figu- ra que el cariño de usted me defiende de lo malo que pueda sucederme, que me sucederá... se me figura (solemne y sincera, divisando un porvenir sombrío) que usted y yo no hemos de separarnos... (íd., 2ª pte., II, p. 851)

10.2- La lengua literaria y la imagen.

Hasta la fecha, el único estudio publicado que conozco dedicado exclu- sivamente al estilo literario de Federico Gamboa es el artículo de Seymour Menton (1963) “Federico Gamboa: un análisis estilístico”, amplio muestrario del vocabulario y la sintaxis gamboanas mediante ejemplos extraídos de Santa. Aprovechable sin duda en lo referido a los aspectos gramaticales; acer- tado también en la elección de esta novela (no sólo como la más conocida, sino como aquella en la que el estilo del autor se halla plenamente desarro- llado), el trabajo de Menton adolece en muchos casos, sin embargo, de falta de rigor en su análisis (señalando como “cultismos”, “latinismos”, “castellanis- mos”... palabras que difícilmente se pueden considerar como tales), o bien de prolijidades innecesarias (por ejemplo, incluye un apartado de “italianismos” en el que sólo recoge dos voces, que no son otras que “crescendo” y “piano... muy piano”). Señala también oportunamente Menton la riqueza del lenguaje que exis- te tanto en el discurso del narrador como en el habla de los personajes. Ya ha

11. Obsérvense, como comenté al terminar el capítulo octavo, los vulgarismos en el habla de Esteban, propios de un campesino... pero cuya hermana, Santa, no emplea en la nove- la.

117 MANUEL PRENDES GUARDIOLA sido comentado que ésta pocas veces se distingue por rasgos dialectales –y menos aún idiolectales–; los mexicanismos en Gamboa son puramente léxicos, es decir, la mayoría de las veces son palabras sin traducción posible al caste- llano académico, estándar, que emplea el novelista en su escritura. Sin embar- go, entran en ella gran número de cultismos y arcaísmos, sobre todo, delibe- radamente empleados por Gamboa como peculiaridad artística de su prosa. Ésta es también variada en el plano de la imagen: del símil, de la metá- fora, mínima y sencilla unas veces, y otras ampliamente desarrollada, aluci- nante hasta lo onírico. Un sólo elemento real puede evocar una sucesión de imágenes con claras resonancias –a las que contribuye el empleo de ciertos arcaísmos lingüísticos– del Barroco español:

... el cuerpo que fue nicho de caricias, relicario de besos, búcaro de perfumes, urna de tentaciones y vaso bellísimo de deleite (Santa, 2ª pte., III, p. 870) [Burdel] nido de víboras, trono del hampa, albergue de delincuentes, fábri- ca de dolencias y alcázar de la patulea (íd., íd., IV, p. 892)

La bien conocida metáfora (también hoy, popularmente, gracias a la letra de una popular “ranchera”) que introduce Mariano Azuela en Los de abajo, la de la Revolución como una piedra que cae por un barranco12, es ya preludia- da en Santa (1ª pte., V, p. 794) de la siguiente manera

–Si parece que me empujan y me obligan a hacer todo lo que hago, como si yo fuera una piedra y alguien más fuerte que yo me hubiera lanzado con el pie desde lo alto de una barranca ¡ni quien me detenga! aquí reboto, allá me parto, y sólo Dios sabe cómo llegaré al fondo del precipicio, si es que llego...

Desde el punto de vista de los tropos, el lenguaje de Gamboa es excep- cionalmente rico y variado. Y aunque, precisamente por esta exuberancia, caiga en ocasiones en la imagen demasiado fácil y tópica, o bien en lo exce- sivamente complicado o kitsch, eso no quita para que en muchas otras exhi- ba una capacidad de sugerencia que emparenta su prosa con la de los coetá- neos escritores modernistas. Analizar detenidamente los recursos de símil y

12. “–¿Por qué pelean ya, Demetrio? “Demetrio, las cejas muy juntas, toma distraído una piedrecita y la arroja al fondo del cañón. Se mantiene pensativo viendo el desfiladero, y dice: “–Mira esa piedra cómo ya no se para...” (Azuela, 1960-I: 416).

118 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA metáfora gamboanos sería extender excesivamente este capítulo. Sobre algu- nos de estos aspectos volveremos en el siguiente, al tratar las vinculaciones de Gamboa con la estética modernista y, por ende, con el simbolismo. Con todo, creo que es conveniente registrar aquí una serie de imágenes recurrentes des- tacables dentro de la narrativa de Gamboa: el fuego, las llamas (como imagen, la mayoría de las veces, de la pasión amorosa); la identificación entre el sen- tido del gusto y el placer sexual (especialmente con imágenes frutales); el monstruo (que ya vimos identificado a veces con la ciudad; también será habi- tual la imagen del murciélago, el ala del murciélago...); el limo, el fango (efec- to muchas veces, en la ciudad, de la lluvia, elemento éste de gran belleza si, en cambio, tiene lugar en el campo); la personificación del reloj, que prota- goniza el paso inexorable del tiempo en el episodio; las imágenes sinestésicas (materialización de sonidos, colores o realidades abstractas). La operación retórica que en mayor medida determina el estilo de escri- tura de Federico Gamboa es la de la acumulación. Sus frases son de período largo, larguísimo en ocasiones, en las que el narrador apura todas las posibi- lidades enunciativas, entrecortando el discurso mediante coordinaciones (como del tipo enumerativo) o aposiciones: parece raro el núcleo gramatical que no sustenta más de un adyacente. Desde el punto de vista fónico, éstas llegan a constituir muchas veces una suerte de “ritmo interno” de la frase, subrayado por otras figuras retóricas recurrentes como anáforas o paralelis- mos; y hace más dinámicos tanto los textos destinados a narrar acciones como los pasajes descriptivos. Sin mucho esfuerzo, casi al azar, podemos extraer de la obra narrativa de Gamboa el ejemplo apropiado:

Igual a esos días que amanecen sin nubes, con luz poderosa y celeste que hasta el espíritu alegra; con sol que ilumina y hermosea campos, casas y calles, y del más vil guijarro hace un diamante, que en las charcas impuras derrama oro, y en la piedra y el hierro, en lo insensible, parece que infundiera ánimo, que purifica y limpia, tornando, en blanco lo negro, lo viejo en joven, lo enfer- mo en sano, que engalana las campanas llenas de herrumbre de los templos centenarios y las fachadas leprosas de las casas vetustas; que a los miserables, a los que tienen frío, a las flores de los jardines públicos y a los niños desnu- dos de los arrabales pobres, caliéntalos amorosamente y les permite olvidar y reír, igual fueron los albores de la mancebía de Santa y Rubio; un mes escaso; un mes en que gustó de la doble bendición de reír y de olvidar (Santa, 2ª pte., III, pp. 875-876).

Todas estas características convierten la prosa de Federico Gamboa en un modelo de experimentación prosística, en busca de explotar las posibilidades de la frase como ninguno de sus coetáneos lo intentó: la depurada sencillez del realismo de Rafael Delgado, el sutil sensorialismo de un Gutiérrez Nájera, son dos extremos entre los que Gamboa, mediante un aluvión verbal que se

119 MANUEL PRENDES GUARDIOLA iría incrementando hasta la pesantez con los años, buscó un camino propio –tal vez menos afortunado por cuanto tuvo de ambicioso– para hallar la len- gua literaria que sirviera a su concepción del arte. No obstante, la “escritura sencilla” de Del natural o de El evangelista (la última, breve y tardía novela de Gamboa) no fue simplemente una escuela de aprendizaje juvenil, y de refugio tras el declive literario y vital, sino una práctica constante en la que se fuera ejercitando a través de los años en las páginas de Mi diario. Este doble regis- tro, en mi opinión, prueba que la peculiar prosa narrativa de Gamboa era un intento lúcido y consciente de lograr un estilo personal.

120 11-REGISTROS E INFLUENCIAS

Después de haber estudiado cuanto le individualizaba como creador y estilista, procedo ahora a hacer un breve análisis de la obra de Federico Gamboa en función de su contexto literario, sumamente complejo para el con- junto de la literatura hispanoamericana (y no sólo para tal conjunto), y espe- cialmente desventajoso para que una escuela realista-naturalista cobrara importancia histórica. Movimiento tardío en la América hispana, fue casi total- mente eclipsado por la pervivencia del romanticismo y por la eclosión de la poesía y de la prosa modernistas, que pondrían por primera vez la escritura del Nuevo Continente no ya a la misma altura, sino a la de un avanzado magis- terio con respecto al de su antigua metrópoli. Comentamos ya que esta confluencia no resulta necesariamente exclu- yente, que no hay una “división” o un enfrentamiento entre escritores sujetos a los cánones del realismo de Balzac o de Zola y aquellos que apuestan por una renovación formal1. La obra de un mismo autor evoluciona de un estilo a otro en unos casos; en otros, se solapan rasgos realistas y modernistas dentro de una misma obra. El autor es, por supuesto, permeable a las diferentes influencias estéticas existentes en la cultura del momento, ante las que reac- ciona de un modo acorde con su sensibilidad artística.

1. Aunque no faltaran, por supuesto, las polémicas entre distintas escuelas. Por ceñirnos al caso de México, cito la “despiadada campaña”, en palabras de Gamboa, que llevaron a cabo los modernistas contra Ángel de Campo (Monterde, 1965: 330).

121 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

11.1- Federico Gamboa, escritor naturalista.

La adscripción de Gamboa a la escuela naturalista –si aún podía conside- rarse que existiera como tal “escuela” ya en los mismos umbrales del siglo XX– fue un hecho comúnmente aceptado por la crítica, y con el que tardaron en surgir voces discrepantes que opusieran el gran número de elementos que dis- tanciaban la obra del mexicano del paradigma de la novela zoliana. Las obje- ciones no resultan nada nuevo: el talante religioso de Gamboa, su ausencia de imparcialidad al juzgar a sus personajes, su cautela ante las escenas y palabras escabrosas, el sentimentalismo... son rasgos distintivos que se pueden encon- trar dispersos en los mejores escritores realistas de la época y de cualquier país. No sólo desde el punto de vista práctico, sino del teórico (recuérdense los ensayos de Emilia Pardo Bazán o Mercedes Cabello de Carbonera), la mímesis naturalista era aceptada con reservas por los mismos autores. La indi- vidualidad, la libertad creadora priman, en fin, sobre unos postulados aprio- rísticos que por sí solos no pueden dar lugar a una obra de arte. Coincido plenamente con John S. Brushwood (1973: 240), a quien se deben varias lúcidas interpretaciones de las novelas de Federico Gamboa, cuando afirma:

La importancia del realismo y del naturalismo no puede circunscribirse a la sujeción de la novela a una norma determinada. Lo que realmente importa es descubrir cómo las ideas sobre la novela determinaron en los autores una manera de contemplar el mundo que deseaban recrear.

En el prólogo a Del natural, escribía Gamboa (1965: 1364) con ironía y en peculiar estilo conceptista:

Si por desgracia algún curioso de esos que tanto abundan, llega a pre- guntarle [al libro] cuál es su escuela, a él lo parte y a mí me divide; que en esto de escuelas, confieso por lo bajo, nunca pisó ninguna. La que más me seduce es la realista, por aquello de que al fin y al cabo algo se pesca; ya que en cues- tión de reales, tanto el padre como el hijo hemos vivido siempre en fanática ignorancia y riguroso alejamiento.

Bromas aparte, Gamboa era un escritor efectivamente interesado por la escuela realista europea: en Impresiones y recuerdos (Gamboa, 1994: 150-152) se muestra plenamente convencido de la vigencia y validez del naturalismo. Conocía bien la lengua francesa, y gracias a ello accedió a la novela de este país, lo que marcaría una clara diferencia entre él y los restantes novelistas mexicanos (López Portillo, Rabasa) en quienes pesó más la impronta de auto-

122 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA res españoles como Pereda o Galdós. Hallándose en París, el joven Federico Gamboa pone todo su empeño en conseguir entrevistarse con Daudet –lo que no logra–, con Zola y con Edmond de Goncourt. No podemos decir que estas conversaciones imprimieran a las novelas de Gamboa un rumbo distinto al que ya tenían destinado (todo lo más, la frase autógrafa de Goncourt que sirvió como lema para comenzar Suprema ley2), pero sí considerarlas un testimonio de la devota admiración que el incipiente novelista mexicano profesaba hacia estos modelos. Tampoco sería indiferente a la formación de esta inquietud naturalista la estancia de Gamboa en Buenos Aires, donde se radicaba sin duda el más importante núcleo de novelistas “experimentales” de América. En el segundo capítulo de este trabajo establecimos tres características fundamentales, básicas, de la novela naturalista: el determinismo, el objetivis- mo y la visión crítica de la realidad. Si por objetivismo entendemos una anu- lación de la presencia del autor en la narración, es evidente que Gamboa está excluido de esta categoría; ahora bien, creo que en este apartado son muy dig- nos de tenerse en cuenta su intento de apropiación literaria de una realidad externa y objetiva (recorriendo a lo largo de sus páginas los más significativos escenarios de la capital del país), además de su menos logrado intento –pero constante en todo caso– de crear unos personajes psicológicamente coheren- tes y verosímiles. Los aspectos más desagradables de la realidad, o incluso los vedados por las convenciones de la moral burguesa, rara vez quedan fuera de las páginas gamboanas. No siempre es fácil discernir cuánto hay en ellas de reclamo para el público lector, siempre ávido de audacias, de límites acaricia- dos antes que traspasados, y cuánto de propósito de denuncia moral y social. La explicitud de las prédicas en la novela de Gamboa puede hacer pensar que el autor desconfiaba de la efectividad que pudiera tener, por sí sola, su apro- piación literaria de la realidad (actitud no muy distante de la de otros escrito- res de también confuso moralismo, como Andreas Capellanus o el Arcipreste de Hita). Además, el erotismo gamboano, mucho más intenso de lo que era común en el naturalismo literario, y que el autor parecía querer disculpar a tra- vés de discursos moralizadores y actos de justicia poética, hizo sin duda mucho por la divulgación de estas novelas. Pero, más acertado o menos, y a pesar de su conservadurismo, Gamboa no difiere en nada esencial, como moralista, de los principales autores de la segunda mitad del XIX: burgueses reformistas, sensibles a los problemas de sus semejantes, y poco dados a creer en un sustancial cambio en la estructura de la sociedad. La cuestión del determinismo es, de las dichas, la más compleja en las novelas de Gamboa. Determinismo ambiental, en que las influencias recibidas

2. “Un romancier n’est, au fond, qu’un historien des gens qui n’ont pas d’histoire” (Suprema ley, p. 225). La entrevista con Goncourt tuvo lugar el 8 de octubre de 1893.

123 MANUEL PRENDES GUARDIOLA durante el desarrollo de la persona (en la familia, en la sociedad) son inde- fectiblemente asumidas por el individuo en su comportamiento; determinismo biológico, en que las generaciones anteriores a la del individuo le han trans- mitido ya una serie de taras –o habilidades– hereditarias... y no modificables. Y, frente a esto, la creencia en la libertad humana y en la posibilidad de que ésta pueda, en última instancia, imponerse a las inclinaciones de la naturaleza y del entorno; creencia sustentada en el caso de Gamboa por una profunda convicción cristiana, aun en sus momentos de mayor alejamiento de la orto- doxia católica. Gamboa presenta de una manera más convincente en sus novelas el determinismo ambiental: ya en ¡Vendía cerillos!, relato al que se ha achacado un sentimentalismo excesivo al llegar al desenlace –por suicidio– de la histo- ria del protagonista, quedaba patente un hecho: que las circunstancias impo- sibilitan, especialmente a los humildes, el mejorar de condición:

Era ya imposible su ingreso a un taller; no se pasan impunemente algunos años de esa existencia callejera, dejan raíces de malos hábitos que no pueden desecharse; además, careciendo de recomendaciones, ¿quién lo admitiría?, y ¿quién también lo recomendaría? (¡Vendía cerillos!, p. 1486)

En el capítulo séptimo he querido subrayar la importancia que a la con- figuración literaria de los espacios –esto es, al medio en que se desenvuelve la acción llevada a cabo por los personajes– tenía en la novela naturalista. Concretamente, en la recurrente visión de Gamboa del campo como ambien- te de salud –física, moral– y de la ciudad como ambiente corruptor. Centrándonos en aspectos más concretos: Santa queda incapacitada para una vida afectiva normal en cuanto se adapta a la existencia del burdel; Salvador pierde sus creencias de infancia en contacto con el ambiente científico y posi- tivista de sus estudios superiores. O el que tal vez sea el ejemplo más claro (aunque no directamente de corrupción moral): el ambiente gris y mezquino del juzgado que transforma a Julio Ortegal en un ser sin ambiciones ni expec- tativas vitales, abúlico, timorato, fácilmente arrastrado por los acontecimientos. El factor de la familia no suele faltar en estas obras, entrando más en el ámbito de lo ambiental (la educación, los ejemplos recibidos en la infancia) que de lo hereditario. Normalmente se presenta como un marco altamente positivo, el de una sociedad “natural” y salvadora que se opone a la caótica sociedad artificial constituida por la vida moderna. Su influjo beneficioso, aun en los momentos de mayor declive moral del personaje, puede contribuir a su regeneración. Hay, sin embargo, algunos casos negativos, de los cuales el de mayor relieve tal vez sea el de fray Paulino, cuya vida es contada desde la infancia en el capítulo II de la segunda parte de Metamorfosis, y cuyo carác- ter y vocación sacerdotal quedan explicados, en buena parte, por el rechazo

124 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA que le producen sus padres, un brutal matrimonio de pescadores gallegos de quienes huye para ingresar en el convento3. Más interesante, por tratarse de un carácter protagonista, es el caso de Eulalio Viezca, en La llaga. La novela, iniciada en el penal de San Juan de Ulúa, pronto hace una digresión en la que se remonta a la infancia del preso, en la que son dos factores determinantes, dentro del turbulento carácter del protagonista, la influencia de cada uno de sus progenitores: el padre, alcohó- lico; la madre, un ejemplar más de las esposas y madres gamboanas, abnega- da y cariñosa. En sus primeras novelas, Gamboa parece mostrarse escéptico en cuanto a la importancia de la educación en la formación del individuo. Sorprende esto, tratándose de un autor de formación positivista a la que se refiere a veces con cierto encomio; pero sabemos que Gamboa nunca abandonó un catoli- cismo sustancial que le hacía considerar que la escuela laica (o, por extensión, la filosofía positivista que se había constituido en ideología oficial de México) desarmaba moralmente a las personas ante el mal. La formación religiosa será vista, principalmente a partir de Reconquista, como un elemento decisivo desde los momentos más tempranos de la vida, y único capaz de hacer al hombre triunfar sobre sus instintos primarios (de entre los cuales sería el más irrefrenable, como sabemos, la apetencia sexual). El determinismo biológico aparece siempre aludido en las novelas de Gamboa, pero siempre en forma de referencias muy aisladas, que dan la sen- sación no pocas veces de estar “cumpliendo un trámite” necesario para que la novela cumpla todos los requisitos del naturalismo. Y, aun así, muchos de los breves fragmentos en que se exponen ideas relacionadas con el heredismo, ya sean puestos en boca del narrador, ya en uno de los personajes, nunca llegan a ser presentados como afirmaciones categóricas. Otro dato importante sobre la heterodoxia del determinismo biológico en Gamboa es su escasa consis- tencia científica: la poca información real que se nos ofrece sobre la ascen- dencia próxima del personaje es suplida –como en el caso de Santa– por unas vagas consideraciones telúricas o raciales4... que constituyen pequeñas obser- vaciones acerca de la compleja realidad nacional mexicana (digo “pequeñas”

3. El relato de la infancia de fray Paulino se encuentra sin duda inspirado en el regionalis- mo de José María de Pereda, en ambientes marítimos como en el que tiene lugar la novela Sotileza: el matrimonio formado por Mocejón y la Sargüeta en la novela del santanderino recuerda por su desagradable caracterización al de los padres del sacerdote. El “galleguis- mo” de estas escenas se limita a la mención del lugar geográfico: La Coruña. 4. “... por lo pronto que se connaturalizó con su nuevo y degradante estado, es de presu- mir que en la sangre llevara gérmenes de muy vieja lascivia de algún tatarabuelo que en ella resucitaba con vicios y todo. Rápida fue su aclimatación, con lo que a las claras se prueba que la chica no era nacida para lo honrado y derecho”... (Santa, 1ª pte., p. 758)

125 MANUEL PRENDES GUARDIOLA no sólo en cuanto a extensión textual, sino también en cuanto a la falta de perspectiva que posee un burgués criollo como Gamboa). También aislado pero recurrente en Gamboa es el tema de la raza. Sólo personajes secundarios –muy secundarios– suelen pertenecer a etnias distintas de la blanca. Ya vimos, al comenzar el séptimo capítulo, el similar origen social de los protagonistas. También aquí, como vemos, Santa constituye la excep- ción (aunque su condición de campesina, y probablemente mestiza, no se aprovecha en todas las posibilidades que hubiera tenido5). El indio es explíci- tamente menospreciado en estas novelas, que dan de él la imagen de un ser humano primitivo, embrutecido, de reacciones y pensamiento rudimentarios, en consonancia con las ideas crudamente expuestas por Federico Gamboa en su discurso de 1898 en la Escuela Nacional Preparatoria6:

... indios puros, de camisa y calzón blanco, desparramaban agua y alegría [...] y en cuanto llenaban la pipa, retirábanse a horcajadas en ella, gritándose gro- serías y chistes, en envidiable y animal inconsciencia de seres primitivos (Suprema ley, 2ª pte., III, pp. 336-337) Había, además, un grupo de indios [...] que estúpida y mansamente bebí- an [...] mientras se decían sus cuitas en su idioma degenerado, que hablaban muy por lo bajo, como para que no se los comprendieran, no obstante que es incomprensible de suyo (Metamorfosis, 3ª pte., III, p. 668)

En el tratamiento del determinismo herditario del ser humano podemos incluir una serie de motivos que se hallan presentes en la obra de Gamboa, y que podemos condensar en la conocida noción zoliana de la bête humaine. La referencia al hombre en muchas ocasiones no sólo como un simple cuer- po, sino como un cuerpo “animal”, a través de símiles concretos o de refe- rencias a actitudes bestiales del macho y la hembra, con instintos primarios e

5. Es importante la interpretación de Fernández Levin (1997) en el que se da un valor sim- bólico a la protagonista, identificándola con la situación de su país, México. En el siguiente capítulo lo trataremos con mayor detenimiento. 6. En cambio, véase el siguiente fragmento de Apariencias (2ª pte., III, pp. 78-79), de muy diferente actitud: “A Pedro le eran los negros extraordinariamente simpáticos y le ponía fuera de sí el que gente seria los calcule [sic] ejemplares de una raza inferior a la nuestra. Él no admitía eso; nadie es inferior a nadie –pensaba– es asunto de educación y de relatividades [...]. Según su sentir, esto era un abuso de fuerza, un ensañamiento con los que son más débiles que nosotros; contra el negro, contra el indio, contra nuestra mujer [...]. Pedro no admitía las verdades antropológicas reconocidas en las que por determinadas protuberan- cias cranianas [sic] y por si los lóbulos anteriores o posteriores se corrieron un milímetro o se atrasaron dos, decrétase por sus autores la inferioridad humana a medio mundo. Si los agraviados fabricaran a su vez una antropología ¿cómo nos considerarían?”

126 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA irracionales a los que o bien viven sometidos de un modo perenne, o bien albergan en su interior en un estado de latencia que sólo espera un estímulo externo para activarse. Este estímulo no proviene sólo, aunque sí principal- mente, de la atracción sexual: también los ambientes saturados, el exceso de comida o bebida (el alcoholismo será otro tema recurrente7). El memorable episodio del banquete de L’Assommoir (capítulo VII) debió influir a numero- sas novelas de la época, y, concretamente, a diversas escenas “orgiásticas” de las novelas de Gamboa:

Conforme la comida avanzaba, acentuábase en la reunión un aspecto de orgía brutal, sin mujeres; de personas ansiosas de olvidarse de su condición esclava, de creerse dueños y señores de sus actos (Suprema ley , 2ª pte., II, p. 317) La reunión perdía su “carácter”; [...] al otro extremo el alcohol comenzaba a mostrar sus impertinencias. Levantábanse los hombres, por parejas, por gru- pos, en la temblona mano el vaso colmado que se derramaba, con el que se accionaba torpemente; entre los labios las palabras soeces, que salen truncas y a trompicones; en los ojos, llamaradas de antiguas y olvidadas rencillas y riva- lidades, que resucitaban y pedían cuentas, daban sentimientos; en las espaldas del amigo, un brazo cayendo con pesadez, más por recobrar el equilibrio que por prenda de amistad. Un prólogo de borrachera sorda en cerebros rudimen- tarios, a los que el alcohol, antes de espiritualizar, entenebrece y predispone a los actos peores; la borrachera de los primitivos8, que aviva las penas acumu- ladas en muchos años, y sacude en la memoria los rencores y malas volunta- des que en ella reposaban amodorrados (Metamorfosis, 2ª pte., III, p. 573).

Esta animalización del ser humano no pasa de un nivel literario, realista en cuanto a la observación directa y penetrante que hace el autor de la reali- dad humana, pero que no llega al nivel científico, materialista, evolucionista que tal vez hubiera cabido esperar de un naturalismo ortodoxo, influido por el positivismo y el darwinismo. Gamboa se burla en alguna ocasión del evo- lucionismo científico (al menos en lo que es su concepción del origen del hombre), pero es evidente que aceptaba como dolorosa verdad social, del

7. Y que, como otros temas tratados en la novela naturalista, no responde a un moralismo tópico y rutinario, sino a una lacra social acuciante. Como declaraba Justo Sierra (1948: 200) en su discurso de 1895 “Problemas sociológicos de México”: “... como ninguno, atrajeron y apasionaron la atención de todos por su terrible carácter de urgencia y angustia los discur- sos sobre patología social: el alcoholismo, la prostitución y el crimen, tres fases reveladoras de la misma diátesis de las sociedades modernas” (desarrolla la materia en pp. 205-213). 8. Los participantes en el banquete son los peones de Rafael Bello: indios y mestizos, por tanto.

127 MANUEL PRENDES GUARDIOLA mismo modo que lo aceptaba la poderosa burguesía del Porfiriato, que la civi- lización se regía por un inevitable esquema natural de selección y supervi- vencia de los miembros más aptos. Los individuos anormales o tarados, que sirven para presentar la novela como una suerte de “historia clínica”, no tienen protagonismo en las obras de Gamboa; con la excepción en La llaga de Eulalio Viezca, cuya turbia psicolo- gía llevará al asesinato de su esposa (1ª pte., IV). El narrador sugiere como una causa la herencia del padre alcohólico, que vence sobre la benéfica influencia materna; sin embargo, los sucesos previos dan a entender más bien como ori- gen del desquiciamiento la indiferencia y frigidez de Adela hacia su marido. Dejo para el próximo capítulo las consideraciones de Gamboa a propósi- to de la visión de la mujer, muy en la línea de la “sexualidad catastrófica” habi- tual en la novela naturalista y abundante en valoraciones sobre su propensión a la neurosis, que la lleva de caer en estados de ansiedad sexual a atravesar etapas de misticismo religioso. Gamboa recurrió para la elaboración de sus novelas a la observación directa, y también a la documentación. Así como la génesis de las novelas de Zola puede seguirse por medio de la laboriosa redacción de sus ébauches, el proceso creador del Gamboa novelista puede reconstruirse no sólo a través de sus escritos autobiográficos, sino de los siete volúmenes de fichas que dejó sobre sus libros, y que aún siguen inéditos (Moore, 1940: 275). Un último des- tello, y sin embargo de los mejores, de su escritura naturalista fue la primera parte de La llaga, que transcurre en el penal: sabemos que Gamboa visitó per- sonalmente el castillo de San Juan de Ulúa, que tomó no solamente notas, sino fotografías de la vida de los presos. El resultado no puede ser más completo, con puntos culminantes como el parto de una rata contemplado por los pre- sos (capítulo II), o el violento motín (VI) provocado por el efecto de la marihuana sobre algunos de ellos, y en el que se suceden hechos de gran vio- lencia, entre ellos la violación de uno de los presos por dos compañeros9. Seguramente la fama de escritor naturalista que alcanzó Gamboa se debió, antes incluso que al atrevimiento de ciertas escenas, o a la crítica social implí- cita en la apropiación de realidades sórdidas y corruptas (hospitales, prisiones, prostíbulos...), a la propia entidad de los temas de las respectivas novelas. A dos obras iniciales con sendos casos distintos de adulterio (con episodio his- tórico-bélico añadido la primera) sigue una novela sobre el conflicto interior

9. La homosexualidad sólo en este pasaje hace su aparición en la obra de Gamboa fuera de Santa, novela en la que la protagonista es acosada por una de sus compañeras de burdel, “la Gaditana” (1ª pte., V). La pasión de ésta es presentada con componentes de histerismo y masoquismo, y como una desviación sexual típica del prostíbulo: más adelante se men- cionará a otras “dos viciosísimas, que se amaban sáficamente” (p. 870). Sin embargo, Santa rechazará con aversión el lesbianismo de “la Gaditana”.

128 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA de una religiosa entre sus creencias y sus “instintos naturales”. Y a ésta, una novela “de prostituta”... a la que sigue luego otra que, aunque se aparta aún más notoriamente del canon de la novela experimental, no deja por ello de tener claras concomitancias, como se ha señalado (Niess, 1945), con L’Œuvre de Émile Zola, publicada en 1886. Todo ello en una época en que el natura- lismo era ya una escuela que no aportaba novedad alguna, en un momento –el “fin de siglo”– de profunda renovación de las letras hispánicas y universa- les; una escuela que, aunque no había dado en México grandes obras, sí que había sido conocida por el público lector. Se ha opinado que el conjunto de la obra de Gamboa no es sino una tri- vialización del naturalismo. Esto es, se limitaba a tomar de éste una serie de elementos externos, aparentes y superficiales como eran los temáticos, siste- máticamente ordenados como he expuesto anteriormente, pero que no res- pondían a una concepción auténticamente naturalista de la novela ni a la lite- ratura de su momento10. Aunque coincido en la flojedad de las bases natura- listas de Gamboa, quisiera hacer una serie de salvedades a esta crítica. Primera, el bien sabido desfase temporal, ya expuesto en el tercer capítulo de este tra- bajo, entre la novela naturalista europea (modelo original) y la hispanoameri- cana (más tardía). Segunda, la importancia que para toda la promoción de escritores del Porfiriato tuvo el magisterio estético de Ignacio Manuel Altamirano (véase el capítulo quinto), y el consiguiente afán de dotar a México de una literatura nacional con un claro referente en la realidad contemporánea mexicana; Gamboa, menos ambicioso que López Portillo y Rojas, no declaró nunca estar construyendo a su manera la novela naturalista mexicana, pero for- zosamente era consciente de que sus novelas llenaban ese vacío existente en las letras de su país. Y, en tercer lugar, el éxito de ventas que alcanzó Santa, amén de su innegable sentimentalismo que tanto la aparta del modelo de Nana, bien pudo contribuir, como hoy mismo ocurre con tantos otros escrito- res de éxito, a que sus novelas sean despreciadas como simples “artículos de consumo” temporal, antes que valoradas en su dimensión artística. Sin embar- go, el escritor profesional es un innegable producto de la época del realismo; el periodismo y la narración surgieron como artículos de consumo antes de la más aristocrática actitud del modernismo, y los libros de Gamboa, con todas sus irregularidades, suponen una particular adaptación –crítica y estilística– a la realidad mexicana de los presupuestos del roman expérimental.

10. En estos términos se manifestaron, en el transcurso de un coloquio al que tuve ocasión de asistir en la Universidad de Hamburgo el 1 de diciembre de 1999, los doctores Katharina Niemeyer y Dieter Reichardt, a quienes manifiesto aquí mi agradecimiento, como asimismo a la doctora Sabine Schlickers, por haberme dado pie a reflexionar sobre esta cuestión.

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11.2- La herencia del romanticismo.

Es un hecho la perduración del romanticismo en Hispanoamérica hasta (con)fundirse con el Modernismo, llegando a un período mucho más avanza- do que el que alcanzó en Europa aquella combativa sensibilidad. María había revitalizado el género de la novela sentimental, que en México daría frutos como Carmen de Pedro Castera (1882) o, ya tan cercano el siglo XX, Angelina (1893), de Rafael Delgado (cuya primera novela, La Calandria, tampoco esta- ba libre de resabios románticos). La herencia romántica de Gamboa tendría en este aspecto del sentimen- talismo su faceta más importante. En segundo lugar correspondería señalar otro género de larga perduración en el continente y de importancia funda- mental para el surgimiento de la novela realista: el artículo de costumbres. Gamboa se detiene en ciertos ambientes de la cotidianidad urbana –paraliza en ellos, con frecuencia, la acción narrativa– como el Tívoli, la barriada pobre, las celebraciones del “Grito”, etc. Tiene, pese a tantos líricos e idealizados pasajes que describen el entorno rural, afortunados esbozos realistas de la vida campesina (los capítulos I y III de la segunda parte de Metamorfosis). Incluye también en sus novelas, como personajes secundarios, diferentes “tipos” humanos, normalmente de baja extracción social: los “niños del arroyo”, el indio, el charro, el cochero, el inmigrante español (o, en La llaga, el chino)... Es evidente el afán que por transmitir patetismo tienen los personajes gamboanos. Los padecimientos de Julio Ortegal o Santa y, sobre todo, el desastroso fin al que gradualmente se aproximan está bien dispuesto para con- mover al lector. Tampoco es ajeno a ello el interés de Gamboa por hacer apa- recer en su obra, como protagonistas o secundarios, a los individuos social- mente marginados, a los “miserables”. El fatalismo ha sustituido a un determi- nismo de, como vimos, escasa consistencia científica. El tono de los capítulos va pasando de lo lírico a lo sentimental y, finalmente, a lo lacrimoso y melo- dramático:

Ni quien pensara en él [...]. El pobre Julio, a tiempo que la orquesta eje- cutaba la alegre marcha final; [...] en aquel medio de corrupción y vicio, exha- ló su último suspiro, que fue saludado con saltos de cancán, aplausos de rabio- sos y notas de contento. Él, un hombre de familia y de querida, murió aban- donado y solitario, junto a gente extraña aguijoneada por la carne... Derrotado de la vida, se desplomó de la silla, contra el suelo; y en el momento en que caía el telón [...] alguien advirtió el flaco cuerpo de Julio, ten- dido en las tablas del escenario. [...] Y de los entreabiertos labios del cadáver, parecía que iban a salir las divi- nas palabras que formaron la esencia de su vida: –¡Te amo! ¡Te amo! (Suprema ley, 3ª pte., VI, p. 463)

130 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Transfigurado, su rostro horrible vuelto al cielo, vueltos al cielo sus mons- truosos ojos blanquizcos que desmesuradamente se abrían, escapado del vicio, liberado del mal, convencido de que ahí, arriba, radica el supremo remedio y la verdadera salud, como si besase el alma de su muerte idolatrada, besó el nombre entallado en la lápida, y, como una eterna despedida, lo repitió muchas veces: –¡Santa!... ¡Santa!... Y seguro del remedio, en cruz los brazos y de cara al cielo, encomendó el alma de la amada, cuyo nombre puso en sus labios la plegaria sencilla, mag- nífica, excelsa, que nuestras madres nos enseñan cuando niños, y que ni todas las vicisitudes juntas nos hacen olvidar: Santa María, Madre de Dios... Principió muy piano, y el resto de la música subió a perderse en la gloria firmamental de la tarde moribunda: Ruega, Señora, por nosotros, los pecadores... (Santa, 2ª pte., V, pp. 918-919)

Otros elementos argumentales de tipo efectista o folletinesco que pode- mos encontrar: que Santa sólo muerta regrese a su país natal, o la relación que con esta bella mujer mantiene un monstruoso ser con corazón de oro; o que, en Suprema ley, don Eustaquio se haga cargo de Julito y su familia movido, entre otras cosas, por el extraño parecido físico del muchacho con su hijo muerto tiempo atrás (3ª pte., I). Sin embargo, de algún modo el autor se da cuenta de estos excesos en los que cae. Ya hemos visto el efecto distanciador con que un prólogo nos introduce en la historia triste de Santa. En Suprema ley, hay un guiño al lector en cierta escena, escena de referencia literaria que permite al mismo lector notar diferencias y semejanzas con la propia obra que él está leyendo:

La acompañaba Julito, estudiando su lección o leyéndole una novela de folletín, de esas que conmueven a las mujeres y a los niños, por lo enmaraña- do de la trama y lo bien parada que a todos tiros queda la virtud. En ocasio- nes, la romancesca historia asociábase a la suya propia, tan despiadada y pro- saica, y una lágrima que otra [...] resbalaba sobre el blanco lienzo [...]: –Anda, tontita, ¿por qué lloras? ¿No ves que no es cierto? ¿Que el libro todo es una mentira? (2ª pte., V, p. 372)

Más detalles: la lírica idealización de la naturaleza, y con ella de la época de la infancia, identificada ésta con la inocencia y el amparo materno. El gusto, tanto en el campo como en la ciudad, por los ambientes nocturnos, crepus- culares y, en general, las “horas melancólicas”...

131 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

El amor, en su dimensión de “suprema ley”, hay veces que transciende en Gamboa lo que es el mero deseo sexual. Éste es un componente ineludible, pero al que se dota de la posibilidad de proporcionar la más completa felici- dad al hombre... aunque ésta haya de concluir, antes o después, y ser susti- tuida por el desencanto11. El amor “puro”, idealizado, aparece asociado tam- bién a la edad infantil (¡Vendía cerillos!). En un nivel muy secundario, podríamos aludir a ciertas evocaciones his- tóricas, como en el relato de la Intervención con que se abre Apariencias, o con este párrafo rememorando el México virreinal:

Y al recorrer esos lugares –ya muy escasos– la imaginación se impresiona de tal modo, que el México colonial resucita como por mágico conjuro, espé- rase de un instante a otro el aparecimiento de la ronda con su alguacil y sus corchetes, se piensa en los horrores y en las ventajas del virreinato, el pavor y el silencio enseñoréanse de las aceras (Apariencias, 3ª pte., III, p. 203)

En sus dos últimas novelas, Gamboa recurrirá con mayor frecuencia a la historia anterior a la Independencia, pero con una finalidad no simplemente lírica, sino ideológicamente más coherente y reflexiva, a la que corresponde ser tratada en el siguiente epígrafe.

11.3- Gamboa ante el modernismo.

Insisto: los movimientos literarios coexisten a lo largo de los tiempos, desaparecen, reaparecen, se mezclan, se solapan. Mucho en el modernismo hubo de “vuelta al romanticismo”, de recuperación, de realización, de perfec- cionamiento de aquellas propuestas de principios de siglo sobre el idealismo, la fantasía, la libertad creadora, el exotismo, la integración de las artes, la ori- ginalidad, la belleza como noción autosuficiente del arte. Muy poco espacio ha dedicado la crítica a la vinculación de Federico Gamboa con el modernismo. Sin profundizar mínimamente en ella, la señalan autores como Amado Alonso (1984: 86) o Pedro Henríquez Ureña (1969:

11. “... eran más dichosos que todos los potentados de la tierra; no envidiaban ni a los san- tos del cielo; se querían y se abandonaban a su cariño, con el soberano y dulcísimo cariño de los grandes amores” (Suprema ley, 2ª pte., IV, p. 361).

132 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

263)12. Poco espacio dedica asimismo a la materia, en su artículo de 1965, Francisco Monterde. Gamboa, pese a su personal opción por el realismo decimonónico, cono- ce las nuevas corrientes estéticas en las que, con la modernidad, cada vez se halla más inmersa la cultura de su país; es más, sus viajes como diplomático no podrán impedirle percibir la nueva escritura, la nueva sensibilidad como un movimiento panhispánico. Ha conocido en su país a Gutiérrez Nájera, a Nervo, a Justo Sierra13; en Buenos Aires, a Darío. En 1897, su novela Suprema ley es criticada duramente por “Clarín”... y elogiada por el joven Leopoldo Lugones. Gamboa no puede sustraerse a la nueva sensibilidad, en su doble dimensión ideológica y estilística, y que se irá también desarrollando a lo largo de sus distintas novelas.

11.3.1- Las ideas del “fin de siglo”. Desde el punto de vista ideológico, el momento de inflexión lo marcarán las obras que siguieron a la publicación de Santa, determinando esto sin duda no sólo los decisivos cambios en la cultura nacional de las postrimerías del Porfiriato (véase el capítulo cuarto), sino la propia situación personal del autor: me refiero, concretamente, a su reencuentro con la fe católica. El modernismo como manifestación cultural no será necesariamente católico, ni tan siquiera cristiano, pero sí tendrá un fundamental componente idealista y espiritualista que, desde diversas manifestaciones se opondrá a las corrientes de pensa- miento positivistas que habían alcanzado su apogeo durante el siglo XIX. La ciencia experimental ha avanzado espectacularmente, pero el intelectual del “fin de siglo” la considera fracasada, limitadora en su estudio de la realidad humana sin más apoyos que los de lo empíricamente verificable. En los paí- ses hispanoamericanos, en los que el positivismo había sido difundido por las elites culturales en términos casi de doctrina oficial (caso de México), la opo- sición habría de ser aún más notoria. Como todos los miembros de su generación, Gamboa recibió una doble formación: se crió en un hogar católico y recibió una enseñanza reglada posi- tivista14. Sin embargo, su actitud ante este último sistema no fue nunca, en sus

12. Alonso cita a Santa como “novela modernista”, mientras que Henríquez Ureña, enume- rando a los autores realistas mexicanos, dice que en Gamboa “hay alguna influencia del gusto modernista”. 13. Para la en un principio sorprendente relación de Sierra, uno de los “maestros” del posi- tivismo mexicano, con el modernismo, véase el artículo de Viñuales (1996). 14. “... después de los estudios de la facultad, y aun de los del bachillerato, pocos jóvenes conservan y practican sus creencias religiosas, generalmente débiles, que sucumben bajo los golpes asestados por los profesores y los libros de texto positivistas. En el hogar mexicano

133 MANUEL PRENDES GUARDIOLA novelas, demasiado entusiasta. Así como don Luis Verde, liberal y agnóstico, es presentado en Apariencias como un hombre honesto e íntegro, los perso- najes influidos por el positivismo no tendrán un tratamiento tan benévolo en las sucesivas novelas de Gamboa. En el primer capítulo de Suprema ley se nos presenta de la siguiente manera al grupo de empleados del juzgado:

... eran jóvenes todos, todos condiscípulos e hijos de la nueva escuela y de la nueva generación; llenos de sangre sana y de ideas progresistas; más preocu- pados de la ciencia contemporánea que de las rutinas y los procedimientos de antaño. Formaban parte de esa pléyade de refresco, ilustrada y guerrera, que poco a poco va posesionándose de empleos, profesiones y cargos en el país entero, y lo galvanizan y engrandecen como por efecto de una transfusión lenta y fatal; transfusión indispensable, que se presenta en cualquier país, cada vez que una generación nueva se siente con los necesarios alientos para entrar al combate perpetuo por el mejoramiento de la humanidad. Por eso constituían un núcleo; por eso se buscaban y mutuamente se sostenían apretando las filas; marchando a las conquistas científicas con fe de juventud y entusiasmos de fuerza; con modernas teorías y revolucionarias prácticas, las aprendidas en las aulas y las acariciadas en los períodos de altruismo, tan comunes en estudian- tes de ambiciones nobles (Suprema ley, 1ª pte., I, pp. 229-230)

Difícil encontrar, supongo, un párrafo más explícitamente entusiasta de la formación que estaba recibiendo la juventud mexicana a partir de la victoria de la Reforma, así como de la labor de modernización que supuso para la República la dictadura de Porfirio Díaz. Parece incluso verse como próxima, gracias a esta nueva juventud optimista y altruista, la instauración pacífica y natural de una nueva sociedad basada en la igualdad y la fraternidad... Pero más adelante se verá el reverso de este aspecto, aunque no expues- to a la manera directa (y casi “oficialista”) del fragmento que acabo de citar: Julio Ortegal carece de una formación moral sólida que oponer a la tentación del adulterio, y abandona a su familia. Ya muy desprestigiado a los ojos de ésta (y a los del lector) como padre y esposo, vuelve a tener una reminiscen- cia de su educación al acceder de mala gana a que su hijo entre en el taller de alfarería, pues “su ideal consistiera en dar a sus hijos todos una profesión científica” (2ª pte., V, p. 377). Personajes a los que correspondería en esta

finisecular y de la primera década del siglo actual es principalmente la madre de familia quien instruye en religión a los hijos, así como los profesores de enseñanza primaria. Pero ella misma por lo común no es bastante instruida, no teniendo más que un ligero barniz de cultura y esto sólo en los medios sociales más elevados y en la alta clase media. Viene a ser habitual entre muchos intelectuales y entre los que tienen una profesión liberal, que sólo la esposa, las hijas y los hijos muy jóvenes practiquen la religión” (García Barragán, 1993: 34- 35n.).

134 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA novela, por su dedicación científica, ser positivistas, relativizan la importancia de la ciencia y la conceden también al espíritu, como el médico que atiende al muchacho en su enfermedad:

... pelearían Carmen y él [el médico]; Carmen con su inmenso amor, él con su ciencia. -Que no crea usted, agregó con profunda convicción [...], no vale gran cosa; lo que vale es una madre como usted... (Suprema ley, 2ª pte., V, p. 383)

Además, Ortegal no podrá sustraerse a la reminiscencia de sus olvidadas creencias católicas, que en él –como especialmente en Clotilde– acabarán sien- do un elemento disolvente de la relación amorosa: ya antes de que ésta comience, el protagonista experimenta “terrores de católico ignorante; miedos a la pasión que se anuncia y deseos masculinos, de hombre que ignora el amor y anhela a la vez el conocerlo” (1ª pte., VI, p. 283). Es de destacar también que Metamorfosis (novela dedicada a Justo Sierra) presenta, entre sus personajes secundarios de mayor importancia, a Chinto, ingenioso “parásito” que vive al amparo de Rafael Bello... y antiguo discípulo del mismísimo doctor Barreda en la Escuela Preparatoria. Figura de pocos escrúpulos, hay que decir sin embargo que su desdichada vida anterior y el hondo cariño que siente por su hija lo redimen en la opinión del lector antes que al opulento y disoluto Bello, que suele acudir a él en busca de consejo. Pero, en conclusión, queda claro que ni a don Luis Verde, ni a Julio Ortegal, ni a Chinto les ha servido su concepción racionalista o científica de la exis- tencia para evitar el fracaso de sus vidas. Con Reconquista aparecen defendidas apasionadamente, y en ciertos pasajes con un evidente tono de ajuste de cuentas del autor con su pasado, las ideas que ya he presentado como solamente apuntadas en Suprema ley:

... todas las ideas hechas y baratas –¡sobre que la instrucción oficial y laica es gratuita!– de las escuelas superiores a que concurría, ideas demoledoras e ico- noclastas ¡no una sola creadora!..., fueron incrustándosele y modificando su manera de ver y de pensar. [...] ¡Aquellos catedráticos, más que depositarios de la Buena Nueva, simulaban albañiles ignaros [...]! ¡Cómo golpeaban, Señor Dios, con qué furia de irresponsables atacados de la manía de la destrucción, demo- lían, demolían a tontas y a locas, sin levantar nada serio en el lugar de las rui- nas, sin preocuparse de los escombros que sin concierto amontonaban donde- quiera, ni de las ilusiones, esperanzas y candores que hacían añicos, menos porque de veras creyeran en las atrocidades que aventaban a todos los rumbos sin curarse de resultados ni de ofrecer nada en cambio, que por no perder los codiciados y flacos sueldos de las cátedras! Nunca les oyó Salvador decir: “Creed en esto, que es mejor que estotro, por esta o aquella razón...” ¡No!, decí- an sólo: “¡No creáis en nada!...” [...] Uno, dos, veinte cuando mucho serían los

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honrados, los convencidos y los sabios que de buena fe suponían realizar obra buena; el resto, la gran masa de preceptores de niños y jóvenes [...] enlodaban y aniquilaban las almas infantiles y las juveniles conciencias confiadas a su guarda (Reconquista, 1ª pte., I, p. 930).

Reconquista es, precisamente, la novela donde Gamboa se muestra más vigorosamente en sintonía con una regeneración moral, “artística”, de su país. En muchos casos, parece coincidir con las ideas abanderadas en la época por el Ateneo de la Juventud: el utopismo, el culto a la belleza y el arte (pero com- prometiendo éste con la realidad del momento), la preocupación e indagación de la esencia nacional, la valoración del pasado virreinal, el amenazante empuje de la civilización norteamericana... Recordemos el magisterio que ejer- ció el uruguayo José Enrique Rodó, por medio de su ensayo Ariel, sobre la nueva intelectualidad hispanoamericana: pienso que no es una coincidencia que Salvador Arteaga manifieste muchas de sus ideas, en el segundo capítulo de la novela, precisamente en un discurso de cátedra dirigido a los alumnos de la Academia de San Carlos (esto es, en una situación análoga a la de la fic- ción de que se sirve Rodó para introducir Ariel). Aun así, no podemos considerar “modernistas” (con toda la amplitud que puede alcanzar el término) las postreras novelas de Gamboa. Ideológicamente, tanto Reconquista como, principalmente, La llaga (novela en que resurgen con fuerza las técnicas naturalistas) entrarían en el campo más bien del “realismo espiritualista” que adelantó la novela rusa y fuertemente influyó tanto a la fran- cesa como a la española. Las farragosas prédicas alejan de la escritura artísti- ca estas obras gamboanas, y las convierten en un objeto de lectura bastante plúmbeo. Brushwood (1973: 291-293) censura que Federico Gamboa se sien- ta “obligado a resolver los problemas de sus protagonistas”, y los “sermones que incitan a uno a pedirle al autor que se quite de en medio”. Valora sin embargo ciertos “delicados toques novelísticos” y la profundidad de su espiri- tualismo, que dirige su mirada “más allá de la realidad visible, en vez de con- formarse con la moralidad superficial” de otros escritores tradicionalistas como López Portillo y Rojas.

11.3.2-Relaciones con la prosa modernista. La escritura acumulativa, la verbosidad de Gamboa aleja su prosa de la prosa modernista, más tendente a la sugerencia y, por tanto, a la condensa- ción formal. Aun así, rasgos como la sensorialidad (y el sensualismo) de su escritura; la plasticidad de las imágenes escogidas y ciertos elementos orna- mentales (en el capítulo séptimo vimos la recurrencia de ambientaciones típi- camente modernistas como el jardín) dan testimonio de que la cuidada escri- tura de nuestro autor acogió sin duda el influjo de los autores del fin de siglo. Resulta, sin embargo, difícil afirmar que Gamboa llegara a incorporar de una manera consciente y sistemática a su creación literaria las grandes aportacio-

136 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA nes que el modernismo hiciera a la expresión poética en lengua castellana: el impresionismo y el expresionismo o, por extensión, el simbolismo15. Alexander C. Hooker (1973: 116-119) identifica una serie de pasajes de Gamboa con la técnica del impresionismo. Creo que se equivoca: Gamboa demuestra una aptitud para la percepción impresionista de la realidad, espe- cialmente en la sensorialidad y el colorismo16, pero muy pocas veces deja de ser el escritor realista de las descripciones minuciosas y objetivas, capaz sin duda de una visión imaginativa y poética de los objetos, pero que para expre- sarla se vale de metáforas y símiles que, inspirados o no, corresponden a una retórica poco innovadora. La multitud durante el “Grito”, admirablemente des- crita, no añade sin embargo ninguno de los matices subjetivos que son espe- rables, por parte del autor, en la técnica impresionista. En cuanto al párrafo de Apariencias citado por Hooker, en que se compara a las tropas francesas en retirada, vistas en la lejanía, con un “reptil apocalíptico [...] que se retirara torpe y perezosamente a entregarse al trabajo de una prolongada y fatídica diges- tión”, aunque añade sin duda un importante matiz subjetivo –la bestia dañina que es el invasor, que tras “devorar” la ciudad ocupada parte en busca de una nueva presa–, visto dentro del conjunto de la obra de Gamboa resulta harto convencional: en muchas de sus novelas aparece, casi rutinariamente, el tér- mino imaginario del “reptil antediluviano”, del “dragón” como símil del térmi- no real que constituyen bien una columna de tropas, o bien un tren de ferro- carril.

15. El empleo que voy a hacer de las tres nociones antedichas parte de la definición que sintéticamente exponen José Olivio Jiménez (1998: 35-38) y Carlos Javier Morales en la intro- ducción a su antología La prosa modernista hispanoamericana: el símbolo será una “aso- ciación inconsciente entre un objeto o concepto real y otro objeto imaginario, sin que medie entre ellos ninguna semejanza natural que sea perceptible por la razón” (identidad emoti- va). El impresionismo consiste en “el retrato marcadamente subjetivo del paisaje o entorno exterior, de manera que la creatividad del poeta selecciona sólo aquellos elementos que más convienen a su emoción y los describe no como son en realidad, sino según las sensacio- nes que en su conciencia subjetiva producen tales referentes externos”. Por último, el expre- sionismo lo consideraremos como “toda representación de la emoción del poeta o escritor que se materializa en imágenes, pero ya no sugeridas por un marco exterior [...] sino ema- nadas directamente desde su capacidad imaginativa y personal creatividad”. Tanto expre- sionismo como impresionismo son, pues, distintas manifestaciones simbólicas, basadas de manera diferente en la percepción subjetiva del autor. 16. Podemos considerar “impresionistas” imágenes sinestésicas como las siguientes: “escena negra” (Uno de tantos, p. 1458), “el poema negro de la mujer caída” (Apariencias, p. 185), “lascivia multicolor” (Metamorfosis, p. 515), “ideas negras” (íd., p. 708), “Experimentó con- moción tal, que el mismo cuarto en tinieblas lo vio alumbrado con muchedumbre de chis- pas diminutas, bailando delante de sus ojos, cual si de repente se hubiesen puesto a agitar teas encendidas” (La llaga, p. 1354).

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En el capítulo anterior indiqué una serie de imágenes recurrentes a lo largo de la obra de Gamboa. ¿Podemos darles la categoría de símbolos a algu- nas de ellas? Probablemente. Por ejemplo, veamos la primera partida de Santa del burdel de Elvira, en que la visión del reflejo de la luz en los vidrios es asociada con el fuego, el incendio, con todas las subsiguientes connotaciones presentadas como una visión onírica:

... todos sus cristales apagados presentaban resplandores de incendio y se diría que por momentos, las llamas asomarían sus purificadoras lenguas de endria- go y lamerían el edificio entero, tenazmente, glotonamente, hasta no envolver- lo en imperial manto fantástico de fuego y chispas; hasta no alcanzar con sus crines de hidra la altura de sus techos y, retorcidas, dementes, voraces e infini- tas, multiplicarse a fuerza de instantáneos contactos, cabalgando de golpe vein- te machos en una sola hembra [...] pues veinte llamas temblorosas habrían de fundirse en una sola llama, que soportaría la ígnea embestida, brillando más, retorciéndose más, devastando más... Santa veía este incendio justiciero que arrasaba el burdel, a punto de producirse, alucinada e inmóvil sobre la acera. –¿Qué ves tanto, mi Santa? [...] –¡El fuego!, mira, ¡parece que se arde la casa! (Santa, 1ª pte., V, pp. 815- 816)

Dentro del sistema de imágenes poéticas de Gamboa, posiblemente las de los “monstruos” son aquéllas que proporcionan una mayor riqueza simbólica. Dejando aparte los símiles más vulgares, hay que recordar –y Hooker asimis- mo lo señala– la percepción de la ciudad, en su conjunto, como un ser gigan- te, de forma indeterminada en la que se destacan sólo ciertos rasgos a la mane- ra impresionista:

Una hora de honda melancolía, silenciosa, siniestra casi; la dormida ciu- dad envuelta en misterio y en tinieblas, agrandada y deforme [...]. Una hora en que las pisadas y las voces adquieren resonancias extrañas; las linternas de los gendarmes, diabólicos parpadeos; los edificios, extraordinarios contornos, y los jardines, profundidad ignota de abismos (Metamorfosis, 1ª pte., IV, pp. 512-513)

Otro símbolo “monstruoso”, próximo a lo demoníaco, que creo que pode- mos considerar como un bien logrado ejemplo de expresionismo es el siguien- te –recurrente también, como es visible, en la narrativa gamboana–:

... el adulterio que tanto le espantaba de lejos le había pasado cerca, le había rozado la frente con su ala de murciélago (Apariencias, 2ª pte., XVI, p. 167)

138 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Y este único pensamiento [...] iba y venía de una habitación a otra, expul- sado de aquí y expulsado de allá, en siniestra ronda invisible de murciélago, que en las tinieblas vuela a sus anchas (Metamorfosis, 3ª pte., V, p. 708) Tan rudo fue el golpe, que ambos se estremecieron. Eulalio volvió a vivir su crimen, y Nieves sintió como si la rozaran las alas de un murciélago... (La llaga, 2ª pte., V, p. 1355)

Otras características relevantes de la escritura modernista que se pueden observar en la prosa de Federico Gamboa serían, en primer lugar, la traslación del lenguaje religioso (tanto en sus denotaciones sacras como en referencias satánicas) al terreno de lo profano y de lo erótico, o la unión en una misma escena de evocaciones de ambos campos semánticos, en una suerte de neo- paganismo que no rehuye los límites de lo sacrílego:

... un amor que la absorbía, que la quemaba, que la hacía reconocer en Alberto al Mesías de su corazón [...]. No parecía sino que ella hubiera estado esperán- dolo, por lo que, al acercársele él, al decirla “ven”, Clotilde lo siguió sin vaci- lar y sin pudores, como quien sigue su destino (Suprema ley, 1ª pte., II, p. 245) ... hasta alcanzarle la boca y posar en ella una ofrenda más que un beso (íd., 3ª pte., II, p. 415) Era Clotilde, sí, en deshonesto traje de nubes y lascivas posturas, que le brindaba refinamientos y deleites [...]. Era ella, sí, la omnipotente carne, el prohibido fruto, la mujer que nos hizo gustar el pecado y nos marca con estig- ma de esclavitud perpetua, la que nos arrastra a donde le place, la fuerza demo- níaca del amor (íd., íd., VI, pp. 453-454) ... al sentir el contacto de su propia carne, al palpar su desnudez, se estreme- ció lo mismo que si hubiese tocado una víbora o visto la entrada del Averno (Metamorfosis, 2ª pte., V, p. 619) ... eran la eterna pareja que entonaba el sacrosanto y eterno dúo, eran el amor y la belleza. ¡Oficiaban!... Doña Nicasia se apartó respetuosa, cabizbaja, grave, como se aparta uno siempre de los lugares en que se celebran los misterios del nacimiento, del amor y de la muerte, ¡los misterios augustos! (Santa, 2ª pte., I, p. 828)

Es de importancia también en Gamboa la apreciación de la música, en cuyo intento se acerca en cierto modo al modernismo, aunque sin igualar la plasticidad sinestésica de las mejores páginas de este movimiento:

La tal “Bienvenida” era, en efecto, una danza apasionada y bellísima, a pesar de su médula canallesca. En su primera parte, sobre todo, parecía gemir una pena honda que no dejaran adivinar totalmente los acordes y contratiem-

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pos de los bajos; luego, en la segunda –que es la bailable–, la pena vergon- zante desvanecíase, moría en la transición armónica y sólo quedaban las notas de fuego que provocan los acercamientos; el ritmo lúbrico y característico que excita y enardece (Santa, 1ª pte., III, p. 756). La primera parte del vals brotó de las manos del ciego, acompasada y voluptuosa. [...] La segunda parte del vals, mucho más alegre y ligera que la anterior, se escapaba de los amarillentos dedos de Hipólito, que la perseguía por entre las teclas enlutadas y blancas del piano. [...] La tercera parte del vals, lenta, desfallecida, melancólica se esparció por los ámbitos de la sala del prostíbulo. [...] La coda del vals se extendió rítmica y quedamente en el teclado; [...] Y a par que el vals, de retorno a su primera parte, moría y era sepultado en las teclas por las manos de Hipólito, acentuando los compases finales... (íd., íd., íd., pp. 761-763)

Recuérdense también, para el tratamiento literario de la música, los frag- mentos seleccionados en el capítulo séptimo para ejemplificar la ambientación en el interior de un templo. Es destacable en ellos, como en los que reprodu- ciré a continuación para concluir, el tratamiento dado a las realidades acústi- cas como si fueran visuales o táctiles, en un nuevo ejemplo de sinestesia: Elena estaba medio desvanecida, el “sí” que otorgó [...] fue dicho más con el espíritu que con los labios, dobló la cabeza y la palabra salió imperceptible y pudorosa, se enredó en el manto, en el reclinatorio... (Apariencias, 2ª pte., VIII, p. 110) ... el eco de sus carcajadas y de sus besos como que se escondía tras de las pie- dras y de las flores, buscando en éstas alojamiento adecuado (Metamorfosis, 1ª pte., IV, p. 516) ... la palabra horrenda, el estigma, la deletreó en la ventanilla de la calandria, hacia fuera, como si escupiese algo que le hiciera daño (Santa, 1ª pte., III, p. 774).

140 12- TEMAS Y VALORES FUNDAMENTALES EN LA OBRA DE GAMBOA

12.1- Del amor (y la mujer).

El amor erótico, en la visión del mundo asumida por Gamboa, es una auténtica norma imperativa de conducta para los seres humanos y a la que pocas veces puede gobernar la voluntad. Gamboa, coincidiendo en casi toda su obra con la moral católica, presenta las faltas contra el sexto mandamiento como tales faltas, pero incidiendo a la par en la indulgencia necesaria a la hora de juzgarlas, puesto que el hombre está irremisiblemente destinado a tropezar a lo largo de su vida, una y otra vez, con la misma piedra de la pasión sexual1. Aunque en las novelas no faltarán personajes que, en un momento dado, sepan sobreponerse a las tentaciones de la carne, éstos serán presentados como una insólita excepción, un caso de sublimación de su propia condición de hombres: así, por los menos, en el caso de Hipo en Santa o de Eulalio en La llaga, quienes, a través del sufrimiento, alcanzan la redención de sus ante- riores culpas. Caso aparte es el del adolescente protagonista de ¡Vendía ceri- llos!, cuyo amor puramente idealizado hacia Matilde, además de los restos de la educación recibida, lo alejan de las propias incitaciones de su amada, quien acabará fatalmente cayendo en la prostitución, como todas las niñas de las calles. Supongo que, en su primera obra, Gamboa no se atrevió a narrar un caso de inmoralidad como los que sí osaría en las siguientes2, y que, por otra

1. Al concluir la segunda parte de Suprema ley, casi a modo de “coro”, comentan la situa- ción de Ortegal el doctor Gomar y don Eustaquio. Dice éste: “¿podríamos garantizar que en igualdad de circunstancias no habríamos o no habremos ejecutado otro tanto?” (2ª pte., V, p. 390). 2. Y traigo a colación aquí, por ejemplo, el episodio que tiene lugar en el penúltimo capí-

141 MANUEL PRENDES GUARDIOLA parte, hubiera requerido para su tratamiento un espacio mucho mayor que el de esta novelita. Desde el principio de su obra siente Gamboa interés por el tema de la pasión amorosa. Y, en Del natural y Apariencias, canaliza este interés hacia un tema típico de la novela naturalista: el adulterio. David Baguley (1990: 207- 208) ha señalado la actitud de los naturalistas hacia este tipo de relación amo- rosa: presentado como algo catastrófico, o bien banalizado, supone en todo caso una reacción contra la idealización de que había sido objeto durante la etapa romántica. Parte de la fascinación que experimentan los autores natura- listas hacia el adulterio viene, además, de lo que tiene de violación de un códi- go, que muestra la precariedad de la estabilidad social, y del hecho de que esta violación sea procedente del instinto, de lo natural que alberga en su inte- rior la bestia humana. Sin embargo, cuando escribe Suprema ley, Gamboa parece ya menos inte- resado en el hecho de que la relación entre Julio y Clotilde sea una relación adúltera que en el de presentar los efectos de la arrebatadora pasión amorosa sobre un personaje anodino, netamente antiheroico. Ya desde su título –y toda la escritura de la obra lo confirma–, podemos considerar Suprema ley como un auténtico manifiesto de las ideas del autor sobre la relación entre el hom- bre y la mujer. Resulta ambigua la posición de Gamboa en cuanto a la presentación del impulso amoroso bien como algo fatal (a la manera romántica), o bien como algo natural (propio de una visión determinista). Dentro de la realidad inter- na creada por el texto novelesco, creo que en Gamboa predomina una visión naturalista, puesto que, pese al tratamiento tan propenso al sentimentalismo que da a la relación de sus personajes, éste se presenta como la manifestación concreta de unas tendencias presentadas como comunes a todo el género humano, sobre el que ofrecen, ya que no un determinismo absoluto, sí un poderosísimo condicionamiento. Veamos, por ejemplo, este fragmento, de una novela de la época en que Gamboa ha asumido nuevamente la militancia cató- lica:

Si la prueba por excelencia que de su amor se le pide [a la mujer] es la entrega casi irreflexiva de su cuerpo, ¿por qué ha de escatimarlo si quiere de veras y además de querer, también siente y también es esclava de las vibracio- nes de la carne, que los hombres despiadadamente le excitamos con nuestra lascivia y perenne brama?... (Reconquista, 1ª pte., V, p. 1009)

tulo de Santa, en que la prostituta vive sus últimos momentos de dicha cuando mantiene una fugaz relación con un joven de dieciséis años.

142 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA

Aparte del determinismo de origen sexual, hay otras dos nociones ínti- mamente relacionadas que se deben añadir en la visión del amor por parte de Federico Gamboa. La primera de ellas es la venida indefectible de la desilu- sión o del hastío después de la experiencia amorosa. Un caso emblemático es la institución del matrimonio: ni Julio Ortegal, ni Rafael Bello, ni Eulalio Viezca hallan la felicidad con sus esposas (no cuento el matrimonio de Apariencias, de don Luis y Elena, por ser un matrimonio de conveniencia, en el que desde un principio no hay mutua atracción). Los dos intentos de Santa de llevar una vida estable al lado de un hombre acaban en rotundo fracaso, con infidelida- des además por parte de ella. Las relaciones de Pedro con Elena (Apariencias), Julio con Clotilde (Suprema ley), Rafael con Amparo (Metamorfosis) acaban extinguiéndose por la desconfianza, por el arrepentimiento o por el hastío de al menos uno de los dos miembros de la pareja.

Y esa unión de dieciséis años rompióse en realidad sin un postrer beso ni un apretón de manos, como se rompen a la larga las uniones de hombre y mujer, porque el humano corazón no está conformado para amar ni para abo- rrecer eternamente (Suprema ley, 3ª pte., I, p. 398)

De este carácter pasajero, degradable, del amor, llegamos a otra concep- ción fundamental a propósito de las relaciones de los personajes protagonis- tas: la proximidad que, dentro de los impulsos primarios de la pasión sexual, hay entre el amor y el odio:

... es que los sexos se odian, cada día me convenzo más, se odian hasta obte- ner la destrucción por el acercamiento. Las caricias, mientras más apasionadas son, más sedimento de odio levan consigo; un odio latente que descubrimos al sol, en las lágrimas que derramamos y hacemos derramar, en el afán morboso por conocernos nuestros defectos y arrojárnoslos a la cara, y en la existencia de los celos... (Suprema ley, 3ª pte., VI, p. 456) Quizá la faena los enardecía a ellos y a ellas, pues ellos manoseaban de súbito, como por efecto de picadura de ponzoñoso animal, y ellas aguantaban el manoseo, aunque las [sic] hiciera daño, sin chistar ni quejarse, imitando ins- tintivamente lo que presencian a diario; que la hembra es nacida para que el macho, antes de hacerla gozar, la lastime a su antojo (Metamorfosis, 2ª pte., III, p. 565). ... Santa y su parroquiano despertaron [...] Y frente a la tremenda perspectiva de pasar juntos tantas horas, sin una miaja de estimación o de amor que la hiciese caminar de prisa, no escondieron su fastidio, antes mostráronlo a las cla- ras [...]. Hablábanse poco, sólo lo indispensable para zaherirse con pullas o embozadas injurias, como si después de una noche de compradas caricias hubiesen recordado de súbito que, exceptuando la lujuria apaciguada de él, no existía entre ellos más que el eterno odio que, en el fondo, separa a los sexos (Santa, 1ª pte., III, p. 767).

143 MANUEL PRENDES GUARDIOLA

Buscaba a los hombres, al Hombre para dañarlo, para herirlo, para mar- carlo e infamarlo con sus uñas pulidas y tersas de cortesana, saciando en el que más cerca le quedase al alcance de su cuerpo prostituido, el alevoso golpe que le asestara aquel que le quedaba lejos, en sus borrosos recuerdos de virgen vio- lada. Era su furia, cual secreto sedimento de dolor vengativo que arrolla ciega- mente, que desgarra cruelmente, que destruye implacablemente por desquitar añejos rencores medio muertos que de improviso resucitaban y de improviso recaen en su letargia (íd., íd., IV, p. 780).

No resulta, pues, de extrañar la amarga conclusión de Julio Ortegal ante el fracaso del gran amor de su vida: “la única suprema ley es el dolor” (p. 426). Amor y dolor son causa y consecuencia inseparables por la propia fragilidad de la condición humana. El amor, como pasión, es naturalmente efímero y resulta inútil tratar de prolongarlo cuando se ha extinguido, y se defienden otras formas de afectivi- dad tal vez menos necesarias –o acuciantes3– para el ser humano, pero sí con más garantías de pureza, desinterés y durabilidad: concretamente, se reivindi- can las relaciones paterno (y materno)-filiales.

–¡Bah! Sólo fuiste carne de placer y de pecado, no supiste darme un hijo, porque no eres mujer, no eres más que una hembra (Suprema ley, 3ª pte., V, p.453) ¿Amor?... No hay más que uno, uno solo que vale por todos juntos: el de la madre. Lástima que para que éste se produzca, sea indispensable realizar pri- mero los noviazgos y las mancebías y los matrimonios. Ahí sí que somos infe- riores a la mujer, en el amor a los hijos (íd., íd., VI, p. 456).

Obsérvese cómo se incide más, de hecho, en la maternidad. La visión del sexo femenino expuesta en estas novelas es esencial para entender la con- cepción que del amor tiene Federico Gamboa. Y ésta visión se basa, como vimos en el capítulo octavo, en la tradicional bipolarización de la mujer en dos caracterizaciones distintas: “ángel” y “demonio”, redención y perdición. Ya vimos asimismo qué es lo que hace “santa”, y superior al hombre en determinados aspectos, a la mujer: el máximo don y responsabilidad de ser

3. “Decididamente no basta el amor de los hijos, la mujer es indispensable y necesaria, con defectos y todo; el resto halaga, sí, acaricia, endulza, pero jamás como la mujer, cualquiera que ella sea...” (Metamorfosis, 2ª pte., I, p. 535). En la misma parte de la novela (V, pp. 605- 608), Rafael y Chinto desarrollarán en conversación la idea del amor entre madre e hijo como el más puro y legítimo que puede darse.

144 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA madre. Ya comentamos en el su momento la modélica caracterización de Carmen, la esposa de Julio Ortegal, como personaje adornado con todas las virtudes del ama de casa y madre de familia, que no aspira a mayor felicidad que a ésta y que sólo reacciona contra su marido, precisamente, cuando él falta a sus obligaciones naturalmente contraídas como esposo y como padre. En Metamorfosis, el hecho de que la protagonista sea una monja, esto es, una mujer que ha renunciado al amor físico, y con él al don de la maternidad, motivará numerosos fragmentos de la obra destinados al análisis de la evolu- ción interior de sor Noeline:

Sentía hacia ella [Nona, la hija de Rafael Bello] hondas ternuras casi mater- nales; cuestión de su sexo, nacido más para la maternidad fisiológica que reli- giosa, para la maternidad que hiere y premia, la que se compra a costa de gran- des dolores y trae, en cambio, dichas más elevadas que la oración y que el ayuno. Apenas si se daba cuenta de su afecto, apenas si sospechaba su causa originaria; diríase, al verla, que era una mamá ignorante y púdica, ajena a las manifestaciones ruidosas: los grandes besos y los estrechos abrazos que sólo una madre de veras sabe dar (Metamorfosis, 1ª pte., I, p. 470)4 ... una explosión muda de blancuras y de curvas, una materialización de la omnipotente carne femenina, de la suprema creación, de la obra maestra de la naturalea que realiza las dos misiones más sublimes: la de Amante y la de Madre (íd., 2ª pte., V, p. 619). Ella [la mujer], al darse, persigue y cumple su misión esencial de materni- dad, de ser que lleva en sus entrañas los gérmenes de un mundo, sus hijos y los hijos de sus hijos, por siglos, por milenios... ¡Nosotros, sólo perseguimos un instante del placer más vecino de la muerte! (Reconquista, 1ª pte., V, p. 1009)

¿Y cuál es la caracterización “destructora” de la mujer? Precisamente la que le confiere el atractivo sexual que ejerce sobre el hombre, puesto que sub- vierte claramente, en primer lugar, la imagen idealizada de la mujer-madre que, pese a lo positivo de sus atribuciones, está necesariamente ligada a la autoridad de un hombre; y, en segundo lugar, la preconcebida imagen –típica de la novela naturalista– de la mujer como un ser fisiológicamente inferior al hombre. Porque, efectivamente, la mujer pasa gracias al sexo a convertirse en

4. Como hemos visto en el caso de Carmen, la maternidad engloba también las labores del ama de casa. Un significativo pasaje, aunque no precisamente profundo desde el punto de vista psicológico, tiene lugar cuando la religiosa ya se encuentra en la casa de Rafael Bello: “Sus calidades femeninas protestaban por dentro de aquel desbarajuste; aunque poco enten- día de dirigir una casa, sentíase compelida a hacerlo, por razón de sexo y de inclinaciones; sentíase capaz; llamada a esas faenas, como a las adecuadas a su condición de mujer” (Metamorfosis, 3ª pte., V, p. 700).

145 MANUEL PRENDES GUARDIOLA dominadora o, cuando menos, a tratar al hombre en un plano de igualdad (puesto que tanto hombre como mujer, en las novelas de Gamboa, pueden acabar asumiendo el papel de víctima, y el autor-narrador tiende, finalmente, a mostrarse comprensivo con las acciones de sus personajes):

–[...] No se olvide del sabio aviso que la Biblia le da al hombre, ¿lo recuer- da usted? –No es que no lo recuerde, licenciado, es que no lo sé. –Óigalo usted y apréndaselo de memoria, contestóle Berón entre bromas y veras: “La mujer te llevará a donde ella quiera, con sólo un cabello de su cabeza” (Suprema ley, 1ª pte., VI, p. 294) ... no hay talismanes que surtan ni hombre que mande en un corazón de mujer. Lo que pasa es que ella está queriéndome y yo dejándome querer; si mañana cambiamos de papeles [...], verás entonces, ella manda y yo obedezco; ella será la reina y yo el esclavo. Así somos todos (íd., 3ª pte., IV, p. 441). En grandioso arranque, Noeline se desasió de los brazos que la enarde- cían. –¡Ven! –ordenó levantándose, caminando firme y resuelta en dirección de la alcoba, sin volver el rostro para cerciorarse de que Rafael iba tras ella, segu- ra de ser obedecida, por su sexo, su juventud y su belleza. Lo que acontece siempre en las batallas del amor; trocados los papeles, Noeline mandaba y Rafael, subyugado, obedecía (Metamorfosis, 3ª pte., V, p. 713).

La debilidad fisiológica de la mujer no se limita, por supuesto, a cuestio- nes de vigor físico. Las representantes de su sexo aparecen, incluso dentro de una caracterización positiva, como naturalmente inestables, tendentes a la neu- rosis, inseguras. Y, también, volubles, coquetas y con una innata capacidad para el disimulo que, con buen o mal fin, no dudan en emplear y con la que también compensan su papel secundario dentro de la sociedad dominada por el varón: ... una mujer como todas, nerviosa, cobarde, inerme (Metamorfosis, 3ª pte., IV, p. 685) ... con la silenciosa conformidad de su sexo, para aquellas derrotas fisiológica- mente fabricado (Santa, 2ª pte. IV, pp. 890-891) ... como son todas las mujeres, o muy apasionadas abrazaban a su hombre, decíanle secretos [...], o indiferentes y sin cariño ya, apenas escuchaban las que- jas... (Suprema ley, 3ª pte., II, p. 410) ... alborozadas como verdaderas mujeres, vale decir, alborozadas por dentro y disimulando el alborozo (Metamorfosis, 1ª pte., I, p. 467) Quizás a ese miedo debióse la inmotivada infidelidad de Santa, a la volup- tuosa atracción que el peligro ejerce en los temperamentos femeninos, la curio-

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sidad enfermiza de desafiar a la muerte, de temblar a su presencia y con deli- ciosos terrores aspirar su hálito helado (Santa, 2ª pte., I, p. 838)

12.2- Catolicismo y religiosidad.

Federico Gamboa fue, a lo largo de toda su vida, un hombre fundamen- talmente católico, que pese a su formación positivista, la disipación de su juventud y el alejamiento de la práctica religiosa, conservó siempre una cre- encia en los dogmas básicos de la Iglesia romana y un gran respeto por la ins- titución. Ya vimos en el capítulo anterior cómo se mostraba escéptico con res- pecto a la educación laica extendida tras la Reforma en los centros de ense- ñanza de la república; cómo considera que una moralidad sustentada sobre cimientos puramente prácticos y sin dimensión sobrenatural está condenada al fracaso. Los personajes que muestran una ideología positivista, nunca de gran importancia dentro de la trama, aparecerán discretamente caricaturizados. Los protagonistas, aun dentro de una actitud descreída, conservan una fe superfi- cial (tan superficial, realmente, como resulta ser su irreligiosidad) a la que podrán aferrarse en última instancia; es el caso de Clotilde en Suprema ley, a quien su conversión contribuye a dejar finalmente a Julio y volver al hogar. No me refiero solamente a la novela Reconquista (novela que, junto con Metamorfosis, supone un hito dentro del tratamiento de la religión en la obra gamboana: de discrepancia en ésta, de acercamiento en aquélla), en la que este proceso deviene el tema principal: ya en Apariencias5, en Suprema ley, en Metamorfosis, el autor parece interesado, al reconstruir el transcurso previo de la vida del personaje, en mostrarnos a qué se debe su pérdida de la fe reli- giosa. No suele ser por motivos traumáticos sino, antes bien, por rutina, deja- dez, entrega a los placeres y, en fin, por ir el varón incorporándose en la socie- dad, dejando atrás la ingenuidad de la niñez vivida bajo el amparo materno6.

5. Yerra, pues, Francisco Monterde (Gamboa, 1965: XIII) cuando presenta a Gamboa como un “racionalista” que cambia de orientación a partir de Reconquista. En Apariencias, no es el autor implícito quien considera al racionalismo “índice de intelectuales”, sino uno de sus personajes, don Luis Verde, que concluye la novela constatando su fracaso como educador de Pedro y como marido. 6. Reproduzco, como ilustración de lo hasta aquí dicho, la respuesta de Chinto –personaje de educación positivista– a la pregunta de Rafael sobre si cree en el infierno: “–Hombre, te diré, eso depende –replicó Chinto, sin saber qué responder a pregunta tan escabrosa– allá, de chiquillo, claro está que sí; después, de estudiante, casi nada, nada más bien dicho, como casi ninguno de los compañeros ni de los maestros... yo no sé qué diablo de conflicto se establece entre la medicina y el dogma, que en ocasiones lo coloca a uno con los del pro

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Y ni en Reconquista ni en ninguno de los otros casos (recuérdese lo dicho al comienzo de 8.1) deberíamos perder de vista el importante rasgo autobiográ- fico que encierra la construcción de estos personajes. Es en Rafael Bello en quien se hace mayor número de alusiones de este tipo, sin duda porque el tema de la novela se presta a ello: los escrúpulos morales de Bello, el libertino súbitamente enamorado de una monja, necesi- tan la formación de un carácter vacilante entre la sensualidad y la religiosidad, que sea consciente de la noción de sacrilegio para retroceder ante ella o, como finalmente ocurre, desafiarla:

Cuando pasaron frente a la Catedral estalló el majestuoso y sonoro toque del alba. El cochero que los conducía, por vieja costumbre heredada, se des- cubrió, y ellos [Rafael y Amparo], instintivamente, por no sé qué mezcla de ignorancia y de superstición, se soltaron las manos, separaron sus cuerpos y se asomaron a sus ventanillos respectivos, para disimular el alejamiento (Metamorfosis, 1ª pte., IV, p. 513). En su crasa ignorancia de rico, juzgó la enfermedad de la Nona un casti- go del cielo. ¿Cómo no había de enfermar ella, si él estaba perdido? Y en un arranque de su degeneración, propúsose la enmienda, abandonar para siempre la vida que llevaba (íd., íd., íd., p. 520). Y sus sinnúmeros misticismos de rico ignorante apercibíanse dentro de su casi inhabitado cerebro a empeñar batalla (íd., 2ª pte., I, p. 536). ... como soy católico y católico viejo, de figurarme que llego a algo con sor Noeline tiemblo y quisiera olvidarla, marcharme a otro mundo; cualquier cosa que me salvase, hasta en contra de mi anhelo, de perpetrar un sacrilegio... ¡Caray, Chinto, repara en que es muy serio un sacrilegio! ¡Qué enormidad!... y luego, al morir, el infierno... ¿Tú crees en el infierno, Chinto?... (íd., íd., V, p. 609) En sincera crisis de miedo, escapósele de los labios una profesión de fe vulgar y tardía. Él también era católico, tanto como ella, tanto como el que más; no practicaba lo que practicar debía porque los hombres de su clase eran por el estilo, tibios en la práctica, olvidadizos, pero en el fondo, fervientes, muy fer- vientes... (íd., 3ª pte., IV, p. 693)

y en ocasiones con los del contra. Yo hice entonces lo que calculo que hacemos todos: durante el día, perorar al igual que los demás energúmenos, burlarme de curas y de cre- yentes, jamás pisar el templo; pero en la noche, mascullar siquiera las oraciones que me enseñó mi madre, en la soledad de mi cuarto estudiantil, sin muchos muebles, testigos ni censores; rezar, por si acaso sirve, y ser en definitiva, con mi doble cara, tan poco honrado como las cuatro quintas partes de los espíritus superiores...” (Metamorfosis, 2ª pte., V, p. 609). En Apariencias, también don Luis emplea la expresión “espíritus superiores”, proba- blemente sin la ironía de Chinto, refiriéndose a quienes profesan el racionalismo (p. 35).

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No faltan, en la línea del naturalismo zoliano, las referencias a la proxi- midad entre el talante religioso de los personajes y sus propias anomalías fisio- lógicas, según las cuales el misticismo no sería más que la manifestación extre- ma de un caso patológico, una neurosis o una variante de la histeria (no se olvide, además, que practican la religión con más frecuencia las mujeres que los hombres). La cursiva es mía en los siguientes párrafos:

Hacíanle falta el culto, el incienso, las luces [...]. Sobre todo, hacíale falta la confesión; era una mística desde chiquilla, la que se distinguía en los ofreci- mientos de flores, en los días solemnes de comunión del colegio [...]. Ella, una mística que padeció hasta de alucinamientos al arribo de su crisis fisiológica, la cual se presentó acompañada de apariciones y ruidos de alas celestiales, ensue- ños de monasterios y votos de eterna castidad y de pureza eterna. Hacíanle falta sus confesiones posteriores, de señorita ya; la semanal purificación, todos los estremecimientos que el confesonario le procuraba (Suprema ley, 3ª pte., II, pp. 405-406). Pero, la verdad sea dicha, fray Paulino era bueno por temperamento, por- que había nacido así, como otros nacen bizcos (Metamorfosis, 2ª pte., II, p. 550). Azotes y regaños dábalos por bien empleados, entre otras cosas, porque aguijoneaban su enfermizo misticismo; ése su interno afán de ganarse el cielo, que prometía la cruz de hierro, así como los religiosos, que él se imaginaba otros tantos santos en deliquios perennes con sus rezos, y ganándose día a día su triunfal entrada en el paraíso. [...] Hasta que cierta vez acaeció lo que de acaecer tenía, que el monaste- rio le abrió sus puertas, y él se supuso transportado al mundo mejor que colum- braba en sus ensueños de chiquillo neurasténico (íd., íd., íd., p. 553). [Fray Paulino reza:] –Madre y señora, tú que ves mis intenciones ¿he obra- do mal? Y una vocecilla interna, que a modo de neurálgica dolencia lo hacía casi gritar a veces y a veces se le aquietaba hasta casi desaparecer, esa vocecilla fue la que respondió... (íd., 3ª pte., II, p. 642)

Si la búsqueda del amor físico está concebida como la “suprema ley” de la existencia humana, es lógica también la presentación del celibato de los reli- giosos o la vivencia cristiana de la castidad como algo negativo en el peor de los casos, violentador de la naturaleza humana y de perniciosas consecuen- cias; o, en el mejor, como una virtud realmente heroica que sólo unos pocos son capaces de vivir resistiendo la principal tentación a la que está sometido el ser humano. La caracterización de la monja, por ejemplo (ya lo vimos al tra- tar de los espacios de la vida monacal en el capítulo séptimo), es negativa en este especto en Metamorfosis, y positiva en Reconquista, de acuerdo con la

149 MANUEL PRENDES GUARDIOLA evolución de las ideas del autor. En esta última novela, Carolina, mujer católi- ca, decidida a llevar adelante un noviazgo casto y formal con Salvador, tam- poco podrá resistirse sin embargo a la tentación de la carne cuando mutua- mente se encuentran en situación propicia (quien toma la iniciativa es, por supuesto, él). Veamos aquí algunos pasajes en los que Gamboa hace referen- cia a la actitud de los religiosos hacia la sexualidad:

Algo de la tristeza y algo del encono que deben aquejar a los sacerdotes por su alejamiento perpetuo de la mujer; tristeza, para los que han acatado reli- giosamente el voto de castidad, encono, para los violadores (Apariencias, 2ª pte., XVII, p. 171). La [monja más] joven representaba unos veinte [años] mal contados, y lucía una palidez mate, amarilenta; pronunciadas ojeras presentan [sic] a su mirada honda y simpática melancolía. Carecía de formas, no sólo porque el hábito cas- tamente se las disimulaba sino porque ni con un vestido mundano habría sido fácil descubrírselas. Mirábase en ella una juventud marchita; una pubertad con- trariada y enfermiza; quién sabe qué secretas penas obligándola a despreciar al mundo, y cuidar enfermos, y exponer los escasos atractivos rezagados en su cuerpo de doncella, a que perecieran destruidos por algún probable contagio (Suprema ley, 2ª pte., V, p. 386). Sor Noeline amaba a esta niña con toda la fuerza de que puede ser capaz una joven consagrada a la Iglesia, y que tiene acerca del amor equivocada noción (Metamorfosis, 1ª pte., I, pp. 469-470).

Existe, pues, un cierto anticlericalismo en la obra de Federico Gamboa que podemos centrar, en primer lugar, en la mencionada cuestión de la moral sexual de la Iglesia y, en segundo lugar, en el sacramento de la penitencia. Con salvedades también, porque, mientras que en Apariencias (2ª pte., XVII) y Metamorfosis (3ª pte., I), la confesión a la que acuden las respectivas prota- gonistas resulta completamente inútil e incluso perniciosa para su estado de ánimo posterior, las dos veces que en Suprema ley (1ª pte., V y 3ª pte., IV) aparece una confesión ésta resulta, en cambio, beneficiosa. La diferencia entre unos casos y otros radica, por una parte, en la situa- ción del penitente y, por otra, en el temperamento del ministro. En Apariencias y Metamorfosis, atormentadas por la tentación de un pecado que aún no han consumado, tanto Elena como sor Noeline acuden a un sacerdo- te en busca de consejo, lo que el novelista aprovecha para que den con con- fesores fanáticos, intolerantes, ignorantes incluso (caso de Apariencias) y fal- tos del debido amor hacia las almas de sus penitentes. Además, por supuesto, de ser totalmente ajenos a la realidad del amor humano. Así pues, la torpe acción del sacerdote aparece como un factor más entre los que van provo- cando la caída de la mujer.

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En Suprema ley, dos “situaciones terminales” (la primera de ellas, una his- toria secundaria, de muy poca relación con la trama de la novela: la última confesión de Apolonio, condenado a muerte) tienen la fortuna de ser atendi- das por sendos sacerdotes ejemplares, caritativos y que saben encaminar correctamente a sus penitentes. Ahora bien, el momento en que Clotilde acude al sacramento es justo cuando ya está decidida a abandonar a Ortegal (y cuan- do está ya en plena crisis de misticismo, y cuando ha sufrido la conmoción de conocer la enfermedad de su padre), por lo que la confesión no hace más que sancionar la resolución tomada por la mujer. El cura que absuelve a Clotilde resulta, además, ser comprensivo hasta el criterio de coincidir con la tesis prin- cipal de la novela:

... conocedor del mundo, veía por la millonésima vez el desfile complicado de los estragos y desequilibrios que una pasión engendra, y manteníase sereno, cual conviene al augusto ministerio, si lo desempeña un hombre honrado. Al concluir, se apegó a los cánones porque a ellos debía apegarse, aunque en su criterio de filósofo se elevaran tímidas protestas; cumplió con su deber de médi- co de almas, no obstante que no tenía mucha fe en la medicina... (Suprema ley, 3ª pte., IV, pp. 435-436)

Es de resaltar que Gamboa no cae en el anticlericalismo más típico, esto es, el referido a la presencia o influencia del clero en los asuntos temporales. Sus discrepancias –abandonadas a partir de Reconquista– son de orden dog- mático o teológico. Gamboa no suele abordar el tema con el aplomo de José López Portillo y Rojas o Rafael Delgado –o, desde un punto de vista más imparcial, de Emilio Rabasa en La guerra de tres años–, pero muy ocasional- mente deja ver su disconformidad con las leyes anticlericales formuladas por la República mexicana a partir de la Reforma (escasamente aplicadas, por otra parte, durante el gobierno de Díaz). Elogia la labor de las órdenes religiosas que asisten a enfermos7, o critica los ataques de la prensa liberal contra la Iglesia. Sólo hace un duro reproche, por igual aplicable a la Iglesia y a la socie- dad burguesa que mayoritariamente la frecuenta: el que hayan convertido la casa de Dios en un lugar inaccesible para los pobres, para los miserables que más necesidad tienen del consuelo de la religión8: tanto Matilde (en ¡Vendía

7 Así habla el doctor Gomar, por ejemplo: “Lo que urge es que a usted la ayuden; que venga alguien a compartir peligros y asistencia; unas religiosas, por ejemplo. Aquí donde usted me ve, médico-legista y todo, tengo que confesarlo: no hay enfermeros en el mundo que pue- dan compararse a las Hermanas de la Caridad, y si no, que lo digan los enfermos” (Suprema ley, 2ª pte., V, p. 383). 8. La compasión de Gamboa por los desvalidos le hace ser más indulgente con sus faltas. Sin embargo, vemos cómo en la fe en la salvación eterna encuentran un refugio al tormen- to de su existencia cotidiana: es el caso de Apolonio, de Hipólito, de los peones de Rafael Bello que acuden “idolátricamente” a una capilla y, en una hermosa escena costumbrista de la segunda parte (I), rezan el “Alabado”...

151 MANUEL PRENDES GUARDIOLA cerillos!) como Santa serán expulsadas de la catedral de México cuando, sedu- cidas por su espiritual atmósfera, busquen amparo en ella. Elzbieta Sklodowska (1996: 126, 130n) apunta la posibilidad de conside- rar Santa como una parodia del discurso religioso, concretamente del mode- lo de la hagiografía. La interpretación es original, y creo que puede explicar numerosos elementos de la novela: en ella profundiza Javier Ordiz (Gamboa, 2002: 49) cuando observa la articulación de la historia de Santa en torno a las funciones narrativas de vida paradisíaca - transgresión (caída) - castigo - peni- tencia (sufrimiento) - redención. Desde su nombre, la protagonista está caracterizada ya como un perso- naje sustancialmente bueno y susceptible de salvación final, y en ocasiones se le dan imaginarios atributos que recuerdan a los propios de la iconografía cris- tiana9. Deteniéndonos ya en los detalles, de mayor o menor trascendencia, la escena de la expulsión de Santa de su hogar adquiere, en palabras de Ordiz, "las connotaciones propias de un juicio sagrado"; y su posterior expulsión del templo podría recordar la imposibilidad que de entrar en él tuvo, antes de su conversión, santa María Egipcíaca. No olvidemos tampoco su “milagrosa” sal- vación de la venganza del “Jarameño” (2ª pte., I), que he transcrito en el apar- tado 9.1, ni, en fin, su presentación como ente sobrenatural en el prólogo de la novela. También es notoria la aparición de espacios “infernales” (el burdel, que “arde”, cuyos clientes son representados a veces como “chivos”, “cabros”10) frente a los espacios “paradisíacos” como Chimalistac (donde nace Santa; de donde es, como en el Génesis, expulsada por una falta; y donde reposan sus restos bajo una losa encargada por Hipo, que acude diariamente poco menos que a rendirle culto), la casa de Hipo (¿son el ciego, su lazarillo y el pichón amaestrado que con ellos vive una esperpéntica deformación del Dios trinitario?) o el hospital donde fallece la muchacha.

9. En la p. 907, Santa es presentada como un “ídolo” adorado por Hipólito, con “pies ensan- grentados por los abrojos de su extraviado vivir”, con cabellos “rociados y coronados de besos y de alhajas, de rosas y de espumas, de desprecios y de infamias”. 10. Sin embargo, no se cumple la que tradicionalmente se ha considerado como caracterís- tica fundamental del infierno cristiano (recuérdese el dantesco “lasciate ogni speranza, voi ch’entrate”). Antes bien, Santa se verá purificada de sus culpas por el sufrimiento.

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12.3- Apropiación crítica de la realidad mexicana.

La más alta cualidad de Federico Gamboa como novelista es la de haber sabido, como ninguno de sus antecesores, convertir en escenario y protago- nista de su obra a la ciudad de México y a la sociedad urbana de su tiempo. Las descripciones de los diferentes parajes de la gran capital, de las diferentes actividades, en las diferentes horas del día, reconocibles por el lector de su tiempo suponían un cambio en la novela mexicana con respecto a una tradi- ción novelesca no sólo con menos de un siglo de existencia, sino concentra- da sobre todo en los espacios pintorescos del campo, de la aldea, de la ciu- dad de provincias11. La cotidianidad de la existencia urbana se lleva hasta el punto de que la Historia con mayúsculas sólo tímidamente se asoma a las páginas de la obra de Federico Gamboa y, cuando lo hace, suele ser la de las épocas previas a su generación. Abundan, concretamente, las referencias a la época de la Intervención. Gamboa, hijo de un jefe del ejército imperial, conservador él mismo en el fondo, tiene una visión benévola de los personajes simpatizantes del Imperio que, como el don Isaac Cortijo de El primer caso o el Marcos Peña de Metamorfosis, introduce esporádicamente en sus novelas. La primera novela larga de Gamboa se abre, como sabemos, con un episodio bélico en el que, pese a no eludirse ciertas violencias de los invasores franceses, tampoco resul- ta truculento ni niega todo rasgo de nobleza a los extranjeros (quienes, por ejemplo, dispensan un buen trato al niño Pedro cuando éste ha caído en sus manos). La novela corta que cerró la obra narrativa de Gamboa, El evangelis- ta, abarca un largo período desde la Intervención hasta la Revolución, y aquí sí que ocupará un amplio espacio el relato del cruento asedio de Querétaro, en el que participa el protagonista, con apenas catorce años, cautivado por la personalidad del emperador Maximiliano. Hay alusiones más remotas de la historia mexicana –del Virreinato, de la Independencia–, especialmente en las dos últimas novelas, Reconquista y La llaga. La primera ahonda ocasionalmente en las raíces españolas, en reivindi- cación del período virreinal como una de las señas de identidad de la nación mexicana. En cuanto a La llaga, menos justificadas son allí las largas estampas históricas incluidas por el autor: la descripción del castillo de San Juan de Ulúa, prisión en los tiempos en que se escribe la novela, sirve de excusa para narrar algunos de los más importantes hechos de armas que en él tuvieron lugar.

11. Excepciones, mucho menos exitosas que las novelas de Gamboa, serían El fistol del dia- blo, de Manuel Payno; El cuarto poder y Moneda falsa, de Emilio Rabasa; La Rumba, de Ángel de Campo. Aparte de, por supuesto, la primera novela de la literatura mexicana, El Periquillo Sarniento, cuya excepcionalidad como “novela ilustrada” la convierte en una obra sin continuadores ni imitadores de relieve en las décadas siguientes.

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No hay referencia a ningún hecho concreto de la actualidad. Posiblemente porque el Porfiriato fue una época de inusual orden, paz y progreso –lema acuñado desde el gobierno– dentro de la historia mexicana. Y Gamboa sí acusa en su narrativa los cambios que conlleva la modernidad dentro de una sociedad sacudida durante más de medio siglo por las guerras civiles: la cons- trucción de nuevos edificios –y, con sensibilidad romántica, la desaparición de muchos antiguos– y el desmesurado crecimiento de la ciudad, las amplias redes de ferrocarriles, la formación de una amplia clase adinerada, el abando- no de ciertas formas de vida anteriores y el surgimiento de otras nuevas (como la incorporación del campesino como obrero en las fábricas, o la más inci- piente de la mujer al mundo del trabajo)... Otro aspecto del que no olvida Gamboa dar testimonio es de la masiva presencia de inmigrantes –españoles sobre todo– en la nueva realidad mexi- cana. Gamboa oscilará, en el tratamiento de esta nutrida comunidad española en México, entre el desdén, la caricatura o la simpatía. Dependerá ello de la condición de cada individuo, porque resulta difícil extraer de estas novelas una conclusión global sobre la situación de los españoles en México, fuera de su omnipresencia: se trata de personajes, en general, muy secundarios, y pre- sentados como tipos a la manera costumbrista. Prostitutas, comerciantes, sacer- dotes, hosteleros... y hasta un torero probablemente más digno de las páginas de Merimée o del Semanario pintoresco español que de las de Blasco Ibáñez. Que Gamboa consideraba altamente positiva para su país la gestión pre- sidencial llevada a cabo por Porfirio Díaz, es algo que no podemos dudar. Pero tampoco podemos dudar de su percepción de los problemas que aún afligían al país. La crítica social abarca en las novelas de Gamboa la corrup- ción de la justicia y de la administración pública12, la hipocresía de la alta socie- dad con respecto al problema de la prostitución, la falta de amparo que sufren los menores de edad en las clases más pobres, el egoísmo y la falta de patrio- tismo de los ricos13. Conocemos ya su tendencia a la digresión de tono mora- lizante, unas veces subjetivizada a modo de diatriba, otras acercando su tono al del ensayo sociológico (como, por ejemplo, en ¡Vendía cerillos!, p. 1476). Sin embargo, y probablemente por sus simpatías en este campo, la crítica

12. Especialmente destacable es el ataque a la pena de muerte que ya señalamos en los capí- tulos III-V de la primera parte de Suprema ley. 13. P. ej.: “En la mesa, servían el asado y destapaban el Pommery, con los que se animaron hasta hablar de patria, sin estar muy seguro nadie del significado de esta abstracción. Resultaba irrespetuosa la charla dentro de aquel gabinete vulgar de comedero a la moda [...]. No se ponían de acuerdo, traían y llevaban definiciones aprendidas desde el colegio, nocio- nes falsas, escuchadas o leídas en alguna parte olvidada. Hubo sus brindis románticos, a la hora de las cremas: ¡todo por la patria! Los hubo también escépticos, de espíritus fuertes que visten frac, ¿la patria?... ¡Peuh!, ¡nuestro portal de Mercaderes o el ferrocarril aéreo de Nueva York, lo mismo es!” (Santa, 1ª pte., III, p. 770).

154 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA social pocas veces toca cuestiones políticas y, por supuesto, nunca da nom- bres. En el primer capítulo de Santa, aparece un zafio general, gobernador de un estado de la República; en El mechero de gas, un ministro seduce a la mujer de uno de sus ayudantes. Nada más. Rosa Fernández Levin (1972: 85-86) ha realizado una inteligente interpre- tación de Santa como un personaje simbólico, trasunto del país y de su reali- dad bajo la dictadura de Porfirio Díaz y su equipo de “científicos”. Joven cam- pesina, falta de instrucción (como la mayoría de la población de México), es corrompida por la sociedad de la capital –por la burguesía que necesita de la prostitución– y encumbrada a los lugares más lujosos de la metrópoli, del mismo modo que ésta vivió una época de excepcional engrandecimiento pese a la pobreza de la mayor parte de la nación14. Luego, pese a tomar conciencia del propio envilecimiento, será imposible para Santa el retorno a una vida decente. Y obsérvese cómo la muchacha (la única prostituta mexicana en un negocio que parece monopolizado por “gachupinas” o “gringas”) cae por causa de la seducción de un militar, y quienes se convierten posteriormente en sus amos serán un español y un burgués rico: el intervencionismo extranjero y la oligarquía a quienes el general Díaz había entregado las riquezas de México. En su artículo de 1972, Serna-Maytorena quiere ver una velada crítica, un sarcasmo contra el gobierno mexicano y su más alto magistrado, localizada en la narración de las fiestas del “Grito”, donde hace acto de presencia un innomi- nado (por obvio después de más de veinte años de mandato) Presidente. Aquí, en mi opinión, es donde naufraga esa interpretación simbólica de Santa. Por mi parte, me confieso incapaz de reconocer una crítica al Porfiriato en dicho frag- mento, antes bien, creo que los términos en que está redactado no pueden ser más laudatorios. Lo reproduzco aquí, añadiendo a continuación el pasaje en que, al final de La llaga, se recrea otro momento de la misma celebración:

Y pausadamente, el reloj de Palacio y el de la Catedral, rompen juntos ese silencio; primero con cuatro campanadas lentas –los cuatro cuartos de la hora–, después con once, que nacen con idéntica lentitud mecánica. No bien han naci- do, cuando, todo a un tiempo, se enciende el balcón histórico, el de barandal

14. El siguiente fragmento que transcribo es el que más confirma dentro de la novela la iden- tidad México-Santa (ciudad-cuerpo femenino): “... una noche excepcional, en que Santa con- siderábase reina de la entera ciudad corrompida; florescencia magnífica de la metrópoli secular y bella, con lagos para sus arrullos y volcanes para sus iras, pero pecadora, peca- dora, cien veces pecadora; manchada por los pecados de amor de razas idas y civilizacio- nes muertas que nos legaron el recuerdo preciso de sus incógnitos refinamientos de primi- tivos; manchada por los pecados de amor de conquistadores brutales, que indistintamente amaban y mataban; manchada por los pecados de amor de varias invasiones de guerreros rubios y remotos, forzadores de algunas de sus trincheras y elegidos de algunas de sus damas; manchada por los pecados complicados y enfermizos del amor moderno... noche en que Santa sentíase emperatriz de la ciudad históricamente imperial”... (1ª pte., IV, p. 784)

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de bronce, y dentro de un óvalo de rayos eléctricos, surge el Presidente de la República, símbolo en medio a tanta claridad, sin otras divisas que la banda tri- color que le cruza el pecho y lo convierte en el ungido de un pueblo. Con noble gesto, coge la cuerda pendiente de la esquila parroquial que atesora Palacio, la hace sonar una vez, dos veces, tres veces, y ella suena maravillosa- mente, como ha de haber sonado, allá, en Dolores, cuando despertó a los que nos dieron vida en cambio de su muerte (Santa, 1ª pte., III, p. 773). ... dio principio el desfile, encabezado por una descubierta de Gendarmería a Caballo, y luego, en el orden de costumbre, las “victorias” abiertas, de los edi- les y señores del Gobierno del Distrito; un pelotón de la Guardia Presidencial; los Secretarios del Despacho, tripulaban los suntuosos landaux de la Nación, y en el centro del apuesto Estado Mayor, caballeros en soberbias monturas, el Jefe de la República, a la testera de su carruaje, el vicepresidente a su izquier- da, y a su frente, el Ministro de la Guerra, de gran uniforme [...]. La multitud –igual a todas las multitudes–, deslumbrada por las vanidades y pompas, aplau- día infantilmente. [...] Simpatías y admiraciones nada más, provocaba el tradicional espectáculo, pero a Eulalio le cristalizó pesimismos y augurios. El contraste que se impuso a sus miradas le reveló inopinadamente quiénes eran los inmediatos responsa- bles de la llaga nacional: éranlo las autoridades, que hacía siglos pasan y pasan junto al pueblo, y no acaban de abrirle los brazos, ni le reconocen todos sus derechos, y en las guerras lo mutilan, y en la paz lo menosprecian... Los cóm- plices eran los ricos, los detentadores de los bienestares temporales, de los dineros y las industrias... Ahí estaban unos y otros; arriba, en los balcones y en el orgullo de las casas patricias, los fariseos y beneficiados; abajo, astroso y descalzo en los asfal- tos calcinantes –merecidamente tenido a raya por la policía– el pueblo, con sus ignorancias y negruras, con todas sus perversidades, más también, ¡ay! con todos sus dolores y estoicismos... (La llaga, 2ª pte., V, p. 1358) La llaga es una novela en la que la intención crítica, casi de denuncia, es más intensa que en cualquier otra de sus predecesoras: las inhumanas condi- ciones del penal, la persecución de la prensa libre, la directa responsabilidad del Gobierno y de las clases altas con respecto a los males sociales del país... La novela fue escrita cuando ya se tambaleaba el poder de Díaz: ¿fue esto lo que movió a Federico Gamboa a esta osadía nunca antes realizada? Sólo en parte: creo que debió de tener más peso el cambio de actitud de Gamboa como escritor en estos primeros años del siglo XX, esto es, su mayor preocu- pación reformista, incipiente en Santa y declarada en Reconquista. Gamboa jamás renegó de su amistad ni de su admiración por Díaz (lo que no deja de honrarle, teniendo en cuenta las dificultades que tuvo que arrostrar con pos- terioridad al Porfiriato), y la crítica en su última novela, aunque áspera, no deja de estar expuesta, como siempre, en términos generales. El reformismo de Gamboa es antes espiritual que social: sin valores personales que lo respalden, desconfía de cualquier intento de cambio en el orden establecido por los poderosos de la sociedad. Y llama a éstos a la justicia, a la compasión, pero,

156 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA como demostrará en su propia actitud personal durante los años siguientes, no a la destrucción del mencionado orden por parte de los menos favorecidos por él. El fragmento que he transcrito de La llaga muestra un claro menosprecio –y también una clara desconfianza– hacia las masas. Gamboa no podía ya des- vincularse de aquella burguesía ilustrada del porfirismo a la que debía su pre- ponderancia social, y que difícilmente coexistiría con una nueva generación de pensadores más activa e idealista.

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CONCLUSIÓN

CONCLUSIÓN

Dentro del naturalismo mexicano, Federico Gamboa supone una referen- cia ineludible. En el presente estudio nos hemos limitado a analizar sus nove- las; su dimensión pública como intelectual y como escritor en otros géneros (teatro, artículos periodísticos y narrativa breve), que ha tenido que quedar fuera del objeto de mi investigación, le reportó también un gran prestigio entre sus contemporáneosi. José López Portillo y Rojas (1906: 51) considera que Gamboa aparecería en México, por su adscripción al naturalismo, como un “brillante exótico”, de no ser por los jóvenes escritores que le siguieron, y entre quienes destaca como el primero a Ciro B. Ceballos2, a quien, como autor de relatos cortos, también cita Joaquina Navarro (1955: 316)3, que destaca asimismo, como aca- bada muestra de escritura realista-naturalista, los relatos de juventud del luego novelista Carlos González Peña. Navarro reconoce no haber hallado en México ningún seguidor de la escritura de Gamboa en el terreno de la novela; otros naturalistas como Salvador Quevedo continuarían con el marco narrativo de la ciudad, pero cayendo en una estética meramente “feísta” similar a la que, en el período de declive del naturalismo, se dio en las letras europeas que no se incorporaron

1. Valga como ejemplo la declaración de Millard Rosenberg (1934: 487) a propósito del drama más representado de Gamboa, La venganza de la gleba: “... ha tenido el mérito singular de promover entre los escritores de la última generación un movimiento entusiasta encaminado a crear el teatro mejicano, un teatro que de veras copie la vida ciudadana y campesina de Méjico, sin los convencionalismos creados por la fantasía de los extranjeros”. 2. Aun así, creo que la falta de perspectiva –por su fecha– que tiene el ensayo de López Portillo debe servir para que tomemos con precaución sus datos. 3. “Ceballos cultiva un estilo emocional en el gusto de Gamboa, pero extrema lo escabroso de los episodios y la histeria de los tipos”.

161 MANUEL PRENDES GUARDIOLA a las nuevas corrientes espiritualistas o bien estetizantes. En el capítulo quin- to, me referí ya a las concomitancias que con el estilo de Federico Gamboa o sus principales recurrencias narrativas podemos encontrar en autores como Ángel de Campo, de su misma generación, o en el más joven Mariano Azuela al escribir sus novelas previas a Los de abajo. Incluso en el caso de Santa, la huella dejada en la literatura mexicana se daría a un nivel de cultura popular, y poco influjo debió de ejercer sobre la gran narrativa posterior, que debemos recordar que estuvo condicionada por el magno acontecimiento de la Revolución. Sí hallamos un claro seguidor del modelo novelístico gamboano en Guatemala: se trata de Enrique Martínez Sobral (1875-1950), presentado por Seymour Menton (1960: 92) como “único verdadero representante” de la nove- la naturalista en su país y autor de un ciclo novelístico inspirado en Les Rougon-Macquart. Menton señala una serie de analogías entre Martínez Sobral y Gamboa, tanto en el aspecto temático como en el estilístico, aunque insis- tiendo en la inferior calidad del guatemalteco (prestigioso economista cuya afi- ción a las letras le ocupó solamente entre los años 1899 y 1902) con respecto a su colega y amigo mexicano, a quien dedicaría su novela Inútil combate (Moore, 1940: 276), escrita sin duda bajo el influjo de Metamorfosis4. He discutido a lo largo del estudio los vínculos y separaciones de nues- tro escritor con lo que podríamos denominar el “canon” de la novela natura- lista. Está fuera de toda duda que Gamboa es el escritor que alcanzó recono- cimiento como mayor representante de esta escuela en México (sólo como exageración podríamos colocarle también a la cabeza de todo el naturalismo hispanoamericano, aunque sin duda fue su autor más popular). Por más que, aisladamente, podamos reconocer en su época novelas mucho más ajustadas a los principios del roman expérimental postulados por Zola y sus seguidores más inmediatos (Tomochic, La Rumba...), ningún otro escritor dispone de un corpus de obras tan vasto en este mismo sentido, tan acabado y dotado de semejante coherencia interna. La dificultad para estudiar el naturalismo mexi- cano en la novela estaría, más bien, en ver qué queda de éste si prescindimos de la figura señera de Federico Gamboa. Suprema ley y Santa descuellan no sólo como sus mejores producciones, sino como sus mayores logros dentro de la escritura naturalista. Gamboa escri- be desde un principio -desde las breves piezas narrativas de Del natural- con un afán a la vez documental y moral que alcanza su cima en las novelas ante- dichas, por su acierto en el desarrollo de la trama y la ya plena identidad de

4. Se observa también la influencia inversa: el relato de Martínez Sobral “La maldición”, que formó parte de su primer libro de relatos Prosas (1899), “tiene algunos detalles que adaptó Gamboa para describir la juventud de la protagonista de su más famosa novela Santa” (Menton, 1960: 98).

162 LA NOVELA NATURALISTA DE FEDERICO GAMBOA su estilo, además de no detener ya su pluma a la hora de mostrar la realidad social más sórdida del México finisecular que había contenido en sus prime- ros dos libros narrativos. Entre ambas cimas, un “valle”: Metamorfosis, novela con momentos encomiables, pero de un conjunto pesado y deshilvanado, quizá precisamente por haber confiado excesivamente para su éxito en la audacia de la historia relatada. El estilo gamboano tenderá, en sus dos últimas novelas, a ser una caricatura del de Santa: larguísimas frases sucediéndose dentro de larguísimos párrafos en los que el diálogo o el punto y aparte han sido desterrados casi por completo. A la transición de Gamboa hacia una lite- ratura “espiritualista” no acompañó una innovación decisiva en la prosa, lo cual debemos forzosamente considerar como una elección libre del autor, que fue conocedor y contemporáneo de la profunda renovación de las letras his- pánicas a partir de las últimas décadas del siglo XIX. Naturalista incompleto –¿o tal vez heterodoxo?–, no es tan fácil conside- rarlo como representante de un “naturalismo católico”. Punto de inflexión en su actitud hacia el catolicismo es Metamorfosis; el comportamiento de sus per- sonajes en las novelas previas, aunque defiendan ellos o el narrador ciertas ideas religiosas –lo cual emparenta ciertos fragmentos con la novela de “tesis”, en buena medida– está trazado por el autor de un modo materialista, y son los escrúpulos de la práctica religiosa consuetudinaria, más que una verdadera conciencia del estado de gracia y del pecado, los que en alguna ocasión mue- ven la acción de los personajes. Es en Santa donde se vislumbran estas inquie- tudes, y en Reconquista y La llaga donde se convierten en el tema central y motor de la historia. De la apropiación literaria de unas realidades concretas que suponen una lacra para la sociedad a la que el autor pertenece, pasa tam- bién Federico Gamboa a dedicar sus obras últimas a una reflexión más amplia sobre la propia condición del ser humano como criatura en el mundo –cria- tura divina, y creadora–, sobre su identidad y sobre la identidad nacional, esto es, la de un marco histórico y geográfico más amplio que el mero “ambiente” en que se centra la mímesis del naturalismo. Y, articulando todo este desarrollo de su obra, las constantes de la bús- queda de la belleza y la elegancia formal, por un lado; y por otro de la senti- mentalidad, herencia del romanticismo no siempre bien aprovechada literaria- mente, pero inspiradora también de poéticos momentos y, especialmente, de una visión comprensiva, solidaria y, en última instancia, benévola del ser humano, con todas las limitaciones a las que éste se encuentra inevitablemente sujeto.

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AGRADECIMIENTOS

AGRADECIMIENTOS

Dulcis in fundo. He querido aplazar hasta el final la página de más grata redacción, la que reconoce la labor de aquellas personas sin las cuales este libro no hubiera llegado a ser una realidad, o hubiera alcanzado una realidad notoriamente más imperfecta. En primer lugar, la de mis directores Carlos Javier Morales y Miguel Ángel Muro, que supervisaron este cúmulo de folios capítulo a capítulo, con atención, paciencia y flexible rigor, a medida que los iba escupiendo la impresora. Debo a Carlos, particularmente, una visión amplia y no encorsetada de la literatura de "fin de siglo", de las uniones y desuniones entre el realismo decimonónico y el modernismo en el mundo hispánico, el haberme atrevido a encarar nocio- nes de tan delicado manejo como las de impresionismo y expresionismo, ade- más de la exigencia formal en la composición de cada página. A Miguel Ángel, su responsable labor como tutor, sus orientaciones y enseñanzas en todo lo referido a narratología y su inteligente lectura de Santa, amén de la exigencia de orden, claridad y didactismo en cada nuevo capítulo. En sus manos tienen ahora el fruto de nuestro común esfuerzo. Para que llegaran a tener una forma definida la cantidad ingente de lectu- ras realizadas en los últimos años, con sus subsiguientes notas, sobre el natu- ralismo, la literatura hispanoamericana y Federico Gamboa, fue decisiva mi estancia en otoño de 1999 en la Universidad de Hamburgo. A la riqueza de las bibliotecas de la ciudad hanseática se unió la permanente y gentil ayuda de los miembros del Institut für Romanistik Spanisch-portugiesische Abteilung: vaya en este párrafo mi recuerdo para el profesor Klaus Meyer-Minnemann y para los doctores Tilmann Altenberg, Inke Gunia, Katharina Niemeyer y, especial- mente, Sabine Schlickers, a quien debo no sólo un frecuente intercambio de impresiones sobre nuestra materia de trabajo y numerosas referencias biblio- gráficas, sino la misma presencia en mis estanterías de gran cantidad de obras del naturalismo hispanoamericano. Tampoco quiero olvidar a frau Gisela Villanueva, solícito espejo de bibliotecarias. Agradezco también su ánimo, su consejo y su constante amistad a los pro- fesores Cristina Draper Fontanals, Ángeles Huerta González y Carlos Villar Flor.

175 Federico Gamboa es uno de los Biblioteca novelistas hispanoamericanos más de Investigación importantes de la época de transición entre el siglo XIX y el XX, cuya obra se desarrolla entre los conceptos literarios -y más que literarios- del 20 Poder social, aristocracias y hombre roman experimental y el modernismo. santo en la Hispania Visigoda. La Vita Su actividad literaria y profesional Aemiliani de Braulio de Zaragoza estaría profundamente ligada al Santiago Castellanos período histórico del "Porfiriato", clave para la modernización económica e 21 Alfabetización, educación y sociedad intelectual de México y durante el cual en Logroño en tiempos de Espartero (1833-1875) Manuel Prendes Guardiola floreció una amplia promoción de Marie-Hèléne Buisine-Soubeyroux escritores realistas que, aunque rara vez llegaran a enfrentarse con la 22 Un arbitrista del Barroco. Estudio dictadura política, supieron reconstruir histórico y diplomático del memorial en el conjunto de su producción de Rodrigo Fuenmayor la dinámica de la realidad contem- Pedro Luis Lorenzo Cadarso poránea, con sus componentes de desigualdad e injusticia. Este libro 23 El teatro en La Rioja: 1580-1808. Los atiende a dicha contextualización patios de comedia de Logroño y histórica, social, cultural e ideológica Calahorra. Estudio y documentos como paso previo al estudio de las Francisco Domínguez Matito técnicas narrativas desplegadas por 24 El sistema de conducción del viñedo Gamboa a lo largo de toda su Cristina Rodríguez Rodrigo producción novelística, en la que se reveló como un peculiar adaptador de 25 Comunidades locales y Biblioteca los principios de escritura y análisis transformaciones sociales en la alta 31 del naturalismo al adecuarlos al Edad Media de Investigación esteticismo simbolista y a una perenne Ignacio Álvarez Borge sensibilidad romántica que él consideraba como propiamente 26 Salustiano de Olózaga. Élites políticas hispanoamericana. en el liberalismo español (1805-1843) Gracia Gómez Urdáñez La novela naturalista de 27 Comunidades locales y poderes feudales en la Edad Media Ignacio Álvarez Borge (coordinador) Federico Gamboa 28 Illocution and cognition: a Manuel Prendes Guardiola constructional approach Lorena Pérez Hernández

29 La representación mental del espacio

a lo largo de la vida Gamboa La novela naturalista de Federico Vicente Lázaro Ruiz

30 El léxico romance de las colecciones diplomáticas calceatenses en los siglos XII y XIII Fabián González Bachiller