Román Ceano © Román Ceano
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La máquina enigma Román Ceano © Román Ceano. Todos los derechos reservados. El libro fue compilado de http://www.kriptopolis.org/enigma La fotografía sacada de http://enigma.wikispaces.com/file/view/enigma.jpg/30598271 Preludio En el verano de 1938, una pequeña localidad del condado de Buckingham vio perturbada su tranquilidad por la llegada de unos estrafalarios visitantes. Se trataba de hombres de aspecto próspero pero descuidado, acompañados por chicas que los lugareños juzgaron sospechosamente guapas y alegres. Estaban dirigidos al parecer por un tal Capitán Ridley, y decían que el motivo de su presencia era la caza. Ninguna de las camareras que les servían la cena en los hotelitos de la zona les oyó comentar anécdota cinegética alguna, lo cual era congruente con el hecho de que faltaban meses para la temporada. Lo que sí les oyeron comentar eran los opíparos almuerzos con que se obsequiaban. Estos debían tener lugar en la propiedad llamada Bletchley Park, puesto que allí se dirigían todos en sus coches cada mañana y de allí volvían cada tarde. Todo el mundo en Bletchley conocía la finca, sin duda la mejor de la comarca. La había creado sesenta años antes un exitoso corredor de bolsa de Londres llamado Herbert Leon, deseoso de disfrutar de la vida rural de las clases altas victorianas. Presidía la finca una mansión cuya fachada lucía una grotesca mezcla de estilos, que imitaba los palacios de las grandes familias rurales que habían sido reformados varias veces durante centurias. En la parte trasera había un gran patio, separado del edificio principal, donde estaban las cuadras, una enorme despensa donde guardar fruta fresca para el invierno y varias edificaciones auxiliares que recreaban de manera muy fidedigna el centro de operaciones de una propiedad rural. El camino que conducía desde la entrada hasta la mansión cruzaba un jardín de estilo romántico inglés. Dentro del extenso parque había un lago, un gran jardín de rosas y un laberinto de setos para entretenimiento de los invitados. En aquel entorno, imbuido en su papel de terrateniente rural, había pasado sus últimos años Herbert Leon, elevado a la categoría de Sir como premio a toda una vida dedicada a ganar dinero. En 1937, los herederos de la viuda habían vendido la finca a un grupo de inversores que pretendían derribar la mansión para urbanizar toda la propiedad con pequeñas casas. Por motivos desconocidos para los habitantes de Bletchley, finalmente los promotores del proyecto decidieron venderla otra vez tal como estaba. Nadie en el pueblo sabía realmente quién era el nuevo propietario. Algunos decían que iba a servir como campo de entrenamiento para defensa aérea civil, pero el periódico local lo desmentía rotundamente sin ofrecer ninguna alternativa. Con la llegada de los "cazadores", se extendió el convencimiento que el Capitán Ridley era el verdadero propietario, y que deseaba utilizarla para su asueto y el de sus disolutos amigos. Pero el Capitán Ridley no era más propietario que cazadores sus acompañantes. El Capitán Ridley era un oficial de Inteligencia Naval, y la mansión había sido adquirida para establecer en ella los cuarteles de guerra del Servicio Secreto inglés. A medida que avanzaba el verano, el número de cazadores iba en aumento. Los ojos atentos de los lugareños aprendieron a distinguir dos tipologías bien determinadas. Una minoría eran claramente funcionarios del gobierno, algunos de ellos con un marcado porte militar y la mayoría con un fuerte acento escocés. Pero los más llamativos eran los otros: un grupo alegre y desenfadado de universitarios, que discutían entre ellos sobre poesía clásica y física de partículas. Los jóvenes, aunque algo desaliñados en el vestir, denotaban en su acento y en sus maneras su procedencia inequívoca de clase alta. Cómo se había formado aquel heterogéneo grupo de militares escoceses e intelectuales adinerados era un secreto que tardaría medio siglo en ser desvelado. Hoy sabemos que los escoceses eran veteranos de la Sala 40 y los universitarios procedían de Oxford. Todos habían sido reclutados porque eran muy inteligentes. No estaba realmente claro qué tipo de gente haría falta, pero el Almirante Sinclair, el superior del Capitán Ridley, sabía que la inteligencia nunca sobraba en estos casos. El más pintoresco de todos era un joven que se mordía siempre las pieles alrededor de las uñas, iba con ropa sin planchar y era más bien bajito. Este joven retraído se llamaba Turing, y había sido reclutado porque unos años antes había creado un computador binario. Probablemente poca gente en los servicios secretos ingleses sabía lo que era un computador -y mucho menos binario- pero a Sinclair no le cabía duda de que sólo alguien realmente inteligente podía inventar algo así, cualquier cosa que eso fuese. Sinclair había reunido aquel selecto grupo de genios para desafiar un monstruo de 159 cuatrillones de cabezas llamado Enigma. Con el tiempo, obtendrían en esa lucha una victoria legendaria. Pero si lo consiguieron fue porque cuando ellos trabaron combate, la máquina venía herida. Unos enemigos que la habían acosado desde su nacimiento, les dieron los secretos de su debilidad. Y aunque la máquina mutó y creció en la lucha, nunca pudo librarse de la vulnerabilidad de haber sido atacada cuando aún era débil. La historia de ese primer combate es parte de una epopeya mucho mayor. Una antigua nación europea, descuartizada y desahuciada por la historia, volvió a la vida en un momento de momentánea debilidad de sus enemigos. Cuando la máquina Enigma amenazó su precaria existencia, lanzó contra su magia a tres jóvenes, elegidos también por su inteligencia. Nunca la derrotaron del todo, pero por las brechas que le abrieron entrarían los alegres cazadores de la partida del Capitán Ridley. Parte I: Los Polacos “De qué bosques viene esa oscuridad, de qué cuevas ha salido...” Ahmed Ibn Yousun Woodrow Wilson fue elegido presidente de los Estados Unidos de América en 1912. Era un demócrata sureño, moralista y culto que había labrado su primera fama convirtiendo un vetusto colegio llamado Princeton en una de las mejores universidades del mundo. Su programa electoral no decía apenas nada sobre política exterior, más allá de unos vagos deseos de paz universal. El principal tema de su campaña fue la promesa de terminar con la supremacía de las grandes corporaciones frente a “la gente normal” y atender a los desheredados que poblaban los guetos de las ciudades industriales. Pero, como les ha sucedido a tantos presidentes norteamericanos, la política exterior se metió en su legislatura a través de las portadas de los periódicos. El ocho de Mayo de 1915 toda la nación fue sacudida por la noticia de que un submarino alemán, que bloqueaba los puertos ingleses, había hundido un buque de pasajeros llamado Lusitania, matando a 128 ciudadanos norteamericanos de todas las edades. Una ola de indignación y conmoción recorrió el país. De pronto todo el mundo hablaba de la guerra europea que había estallado el verano anterior entre Alemania y el Imperio Austro-Húngaro, de una parte, y Francia, Rusia e Inglaterra de la otra. Wilson pensó muy seriamente en declarar la guerra al bando de Alemania, pero la minoría irlandesa, la minoría alemana, los campesinos del medio Oeste, los intelectuales pacifistas y los políticos neutralistas se opusieron ruidosamente. A Wilson tampoco le entusiasmaba la perspectiva de intervenir, porque consideraba la guerra europea como un síntoma de los modos diplomáticos de ese continente. No quería verse envuelto en algo tan sucio e inmoral y declaró: “América es demasiado orgullosa para rebajarse a hacer la guerra”. Los alemanes desde luego no querían que se rebajara a hacer la guerra contra ellos, y ofrecieron todo tipo de excusas y parabienes. Con gran pomposidad hicieron saber, de la forma más enfática posible, que nunca más atacarían barcos civiles y que respetarían escrupulosamente la libertad de navegación por aguas internacionales. Poco a poco el Lusitania dejó de ser un tema “de agenda” y las desventuras europeas volvieron a las páginas interiores. Cuando en 1916 Wilson fue reelegido presidente, la Gran Guerra aún asolaba Europa y sus jóvenes caían por millones, tanto en el vórtex de muerte que se extendía desde Suiza hasta el mar, como en las masivas y confusas batallas que se libraban en las fronteras europeas del Imperio Ruso. Intentando buscar una forma de detener aquella vil y monstruosa matanza, de la que se sentía ahora culpable por omisión, Wilson envió a Europa un delegado, para que hiciera de intermediario. Los contendientes le ignoraron completamente y siguieron con la carnicería. El mismo año de su reelección, Wilson invitó a la Casa Blanca al más celebre pianista de su tiempo, Ignace Paderewski. Era un hombre tímido y desaseado, pero una auténtica estrella, capaz de llenar hasta la bandera durante semanas cualquier palacio de conciertos del mundo. Interpretó para el presidente y su familia su repertorio favorito, que era básicamente Chopin y más Chopin. Al terminar tomaron un refrigerio todos juntos y Paderewski les explicó que Chopin era polaco, como él mismo. Después se lanzó a un emotivo discurso sobre Polonia, una nación que durante cinco siglos había existido en Centroeuropa, pero cuya historia había terminado abruptamente ciento veinte años antes, cuando había sido dividida y borrada del mapa. Ahora, todos aquellos que se consideraban a sí mismos como polacos languidecían separados bajo tres yugos diferentes: la brutal dictadura zarista, la decadente dinastía austro-húngara y los prusianos, con su fanatismo nacionalista no por ilustrado menos odioso. Habló de los niños polacos que eran castigados si se les escapaba una palabra de su lengua en el colegio, de las colas interminables que partían hacia Siberia y de la miseria inmunda de la Galitzia austríaca. Narró con emoción la tragedia de aquel pueblo noble y culto que ya sólo existía en la palabra de sus literatos, en la música de sus compositores y en las nanas cantadas en secreto por las madres a sus hijos.