FANTASMAS DE NIEBLA Nota De La Autora
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FANTASMAS DE NIEBLA Nota de la autora Apreciado lector: En esta novela, la música juega un papel clave, tanto que podría considerarse un personaje más. Es por ello que he preparado una playlist de Spotify: así podrás escuchar las canciones a medida que lees la historia. Podrás encontrarla en el siguiente enlace: http://bit.ly/playlist_fantasmasdeniebla Si no utilizas esta aplicación, debes saber que, de todos modos, he incluido al final la lista con todas las canciones que se mencionan en la novela. Te invito a buscarlas para poder sumergirte por completo en las vidas de los personajes, y disfrutar con ellos de la magia existente en cada melodía. Y es que, como dijo Nietzsche: Sin música, la vida sería un error. Gracias por leerme, y espero de corazón que disfrutes con la novela. —Yo soy un sueño, un imposible, vano fantasma de niebla y luz. Soy incorpórea, soy intangible, no puedo amarte. —¡Oh ven, ven tú! [GUSTAVO ADOLFO BECQUER, fragmento Rima XI] No fui en la infancia como los otros ni nunca vi como los otros vieron. Mis pasiones yo no podía hacer brotar de fuentes iguales a las de ellos; y era otro el origen de mi tristeza, y era otro el canto que despertaba mi corazón para la alegría. Todo lo que amé, lo amé solo. [EDGAR ALLAN POE, fragmento poema Solo] PRIMERA PARTE: INVIERNO ENERO CAPÍTULO 1 -GAEL- Todo comenzó un jueves de mediados de enero, que más tarde recordaríamos como el más gélido del año. Uno de esos días claros y brillantes en los que, pese a no haber una sola nube en el cielo, hace un frío seco y cortante como una hoja de papel. La alarma sonó a las siete y, como cada mañana, la detuve soltando una sarta de improperios. Tras darme una ducha de agua hirviendo y vestirme con el uniforme de todos los días —jersey, tejanos negros y Doc Martens—, salí escopeteado por la puerta del edificio de apartamentos donde vivía, a cinco minutos de la plaza Universidad de Barcelona. Nada más poner un pie en la calle, me arrepentí de no haber cogido los guantes y el gorro. Soplaba un aire glacial, que me congeló las orejas y me dejó tiritando en mi cazadora negra, no lo bastante abrigada para aquel invierno que se adivinaba interminable. Antes de meterme en el metro, crucé la plaza —todavía no invadida por la colección habitual de jóvenes en monopatín—, me pedí un café para llevar en el Starbucks de la esquina y tomé la línea roja hasta plaza España. En los meses de buen tiempo, solía ir a pie al trabajo y, desde luego, era mucho mejor que soportar a la gente del tren, con sus alientos pestilentes y su mala educación. Pero aquella mañana hacía demasiado frío como para siquiera planteármelo. Apenas veinte minutos más tarde, estaba entrando por la puerta de mi empresa, igual que todos los días. Como si viviera atrapado en el día de la Marmota, por si alguien ha visto esa vieja película de Bill Murray. Aquel no era ni mucho menos el empleo de mi vida, pero sí el primero relacionado con lo que había estudiado y, como suele decirse, por lo menos pagaba las facturas. Amaba el cine con una pasión desbordante; de hecho, en mis días de adolescente romántico, rebelde y, para el horror de mis padres, gótico, soñaba con convertirme en guionista. Al final, sin embargo, el sentido de la realidad se había impuesto y había optado por estudiar algo parecido, pero con más salida, que me había llevado a mi actual puesto: diseñador de producción y postproducción audiovisual. En la entrevista inicial, contagiados de la gilipollez y grandilocuencia modernas, mis jefes habían descrito el espacio de trabajo como una zona común, sin muros ni despachos individuales, cuyo objetivo era promover el compañerismo y el diálogo. La oficina estaba asimismo desprovista de estímulos externos, con el supuesto fin de ayudarnos a mejorar la concentración. Solo al instalarme comprendí que su pútrido eufemismo respecto a los estímulos se traducía en que no había ni una sola ventana, y que la ausencia de despachos significaba apelotonarme con los demás trabajadores en un zulo sin luz natural donde nos explotaban como esclavos. —Buenos días —saludé con fingida alegría al entrar. —¿Qué tal, tío? —respondió Roger, el compañero que se sentaba a mi derecha. Era un tipo simpático con pinta de friki: gafas de pasta, barba poblada y camisetas de películas como El cristal oscuro y otros clásicos de fantasía. A mi izquierda, Marta se limitó a hacerme un gesto con la cabeza. Se pasaba el día con los auriculares puestos y no era muy habladora, pero a mí me parecía perfecto. En ocasiones, la excesiva locuacidad de Roger me estresaba. —Todo bien —repliqué, desplomándome tras la gigantesca pantalla del Mac que me habían asignado el primer día—. Por fin jueves, supongo. Mi cubículo —por llamar de algún modo al espacio contenido entre las mamparas que diferenciaban la zona de cada trabajador— era de lo más soso, con un cactus diminuto como única decoración. Me lo había regalado mi última novia, en un intento inútil de animar el deprimente entorno. Por desgracia, nuestra relación había acabado volviéndose igual de afilada que la planta, y aquel enero llevaba ya casi dos años sin pareja estable. Aunque lo cierto era que ya no tenía ganas ni esperanzas de encontrarla. No es que tenga problemas para ligar, los tiros no van por ahí. Aun así, nunca me he considerado guapo. No creo encajar en los cánones de tío bueno de hoy en día ni soy metrosexual, pero algunas amigas me han dicho que tengo un cierto sex appeal indefinible. Hablando en plata, que les doy morbo. Yo, cuando me miro al espejo, lo único que veo es un tío soso y paliducho, con los labios finos y unos ojos transparentes como los de un vampiro, con la mirada algo esquiva debido a mi extrema timidez. Pero, por algún misterioso motivo, a las tías les gusto. —¿Qué tal se presenta el finde? —prosiguió Roger, con la mirada fija en su pantalla y una sonrisa gamberra comenzando a formarse en su boca—. ¿Alguna juerga a la vista? ¿Fiestas raras de esas que te gustan en el Undead? Solté una carcajada y meneé la cabeza. —No, las Zombie Party son solo una vez al mes o así. El Undead Dark Club era una discoteca donde a veces iba con mis amigos más antiguos. En los últimos tiempos, no obstante, solía juntarme con otra pandilla que se movía por ambientes «más normales», como habría dicho Roger. —Pero había otra que te gustaba… con un nombre chungo también. —Supongo que hablas de la Batcave. Creo que hay una el finde siguiente, pero no sé si iré. —Volví a reír ante las muecas de mi compañero y añadí con sorna—: ¿Tú qué tal? ¿Ya planeando las nupcias? —Mira, ni me lo menciones… Mi suegra está insoportable, y creo que ha transformado a Irene en una especie de loca obsesiva de las bodas. Riendo en las partes oportunas, escuché a medias la perorata de Roger mientras reflexionaba acerca de mi propia vida amorosa; en concreto, respecto a lo absurda e irreal que se me antojaba la idea del matrimonio, aún más tras aquellos dos años de soltería. Mirando atrás, podría decirse que en esa época tenía todo lo necesario dentro de un orden, pero a la vez, sentía que mi vida estaba vacía. Como si anhelara algo que nunca llegaba. Que acaso nunca llegaría. En ocasiones, imaginaba mi existencia como una estación desierta, donde yo contemplaba pasar un sinfín de trenes, sin decidirme a subir a ninguno. Siempre con la impresión de que aún no había llegado el correcto, aquel que pudiera llevarme a donde quería de verdad. Chorradas melancólicas, supongo, por las que me dejaba arrastrar con excesiva frecuencia. Hijo único de un matrimonio bien avenido, mi infancia había sido correcta, pero aburrida. Al margen de las travesuras típicas de la niñez y la mencionada fase gótica en mi adolescencia, no había dado mayores problemas a mis padres, y me había decidido por estudiar Comunicación Audiovisual en la UB[1], donde me había licenciado sin pena ni gloria diez años atrás. Tras cursar un máster y sufrir una serie de trabajos mal pagados que nada tenían que ver con lo mío, al final había aterrizado en Magic Electronics, una empresa de postproducción visual y sonora en la que llevaba ya casi dos años. Después de dedicar la primera hora a ir abriendo programas, leer los correos que aguardaban en la bandeja del Outlook, prepararme otro café y aguantar los rollos de Roger, le comuniqué con educación que debía concentrarme y me encasqueté los auriculares. Al momento, la electrizante música de VNV Nation inundó mis canales auditivos con una explosión de tonos mercurio y azul noche. Sí, llamadme loco, pero suelo visualizar la música en escalas cromáticas. Más tarde, una vez liquidada la interminable jornada de ocho horas, decidí acercarme al Fnac del Triangle. Me apetecía echarle un ojo a la sección literaria, pues me había quedado sin material de lectura tras terminar La senda del perdedor, de Bukowski, la noche anterior. Llevaría unos cinco minutos paseando entre las estanterías, cuando me llamó la atención un título en el departamento de literatura extranjera: Quisiera que alguien me esperara en algún lugar, de Anna Gavalda. También me gustó la portada, en la cual aparecía una joven pelirroja sentada en el suelo con las piernas extendidas. Según la sinopsis, se trataba de un compendio de doce relatos breves. La autora no me sonaba de nada, pero el libro tenía buena pinta.