FANTASMAS DE NIEBLA Nota de la autora

Apreciado lector: En esta novela, la música juega un papel clave, tanto que podría considerarse un personaje más. Es por ello que he preparado una playlist de Spotify: así podrás escuchar las canciones a medida que lees la historia. Podrás encontrarla en el siguiente enlace: http://bit.ly/playlist_fantasmasdeniebla Si no utilizas esta aplicación, debes saber que, de todos modos, he incluido al final la lista con todas las canciones que se mencionan en la novela. Te invito a buscarlas para poder sumergirte por completo en las vidas de los personajes, y disfrutar con ellos de la magia existente en cada melodía. Y es que, como dijo Nietzsche: Sin música, la vida sería un error. Gracias por leerme, y espero de corazón que disfrutes con la novela.

—Yo soy un sueño, un imposible, vano fantasma de niebla y luz. Soy incorpórea, soy intangible, no puedo amarte. —¡Oh ven, ven tú!

[GUSTAVO ADOLFO BECQUER, fragmento Rima XI]

No fui en la infancia como los otros ni nunca vi como los otros vieron. Mis pasiones yo no podía hacer brotar de fuentes iguales a las de ellos; y era otro el origen de mi tristeza, y era otro el canto que despertaba mi corazón para la alegría. Todo lo que amé, lo amé solo.

[EDGAR ALLAN POE, fragmento poema Solo]

PRIMERA PARTE: INVIERNO

ENERO

CAPÍTULO 1 -GAEL-

Todo comenzó un jueves de mediados de enero, que más tarde recordaríamos como el más gélido del año. Uno de esos días claros y brillantes en los que, pese a no haber una sola nube en el cielo, hace un frío seco y cortante como una hoja de papel. La alarma sonó a las siete y, como cada mañana, la detuve soltando una sarta de improperios. Tras darme una ducha de agua hirviendo y vestirme con el uniforme de todos los días —jersey, tejanos negros y Doc Martens—, salí escopeteado por la puerta del edificio de apartamentos donde vivía, a cinco minutos de la plaza Universidad de Barcelona. Nada más poner un pie en la calle, me arrepentí de no haber cogido los guantes y el gorro. Soplaba un aire glacial, que me congeló las orejas y me dejó tiritando en mi cazadora negra, no lo bastante abrigada para aquel invierno que se adivinaba interminable. Antes de meterme en el metro, crucé la plaza —todavía no invadida por la colección habitual de jóvenes en monopatín—, me pedí un café para llevar en el Starbucks de la esquina y tomé la línea roja hasta plaza España. En los meses de buen tiempo, solía ir a pie al trabajo y, desde luego, era mucho mejor que soportar a la gente del tren, con sus alientos pestilentes y su mala educación. Pero aquella mañana hacía demasiado frío como para siquiera planteármelo. Apenas veinte minutos más tarde, estaba entrando por la puerta de mi empresa, igual que todos los días. Como si viviera atrapado en el día de la Marmota, por si alguien ha visto esa vieja película de Bill Murray. Aquel no era ni mucho menos el empleo de mi vida, pero sí el primero relacionado con lo que había estudiado y, como suele decirse, por lo menos pagaba las facturas. Amaba el cine con una pasión desbordante; de hecho, en mis días de adolescente romántico, rebelde y, para el horror de mis padres, gótico, soñaba con convertirme en guionista. Al final, sin embargo, el sentido de la realidad se había impuesto y había optado por estudiar algo parecido, pero con más salida, que me había llevado a mi actual puesto: diseñador de producción y postproducción audiovisual. En la entrevista inicial, contagiados de la gilipollez y grandilocuencia modernas, mis jefes habían descrito el espacio de trabajo como una zona común, sin muros ni despachos individuales, cuyo objetivo era promover el compañerismo y el diálogo. La oficina estaba asimismo desprovista de estímulos externos, con el supuesto fin de ayudarnos a mejorar la concentración. Solo al instalarme comprendí que su pútrido eufemismo respecto a los estímulos se traducía en que no había ni una sola ventana, y que la ausencia de despachos significaba apelotonarme con los demás trabajadores en un zulo sin luz natural donde nos explotaban como esclavos. —Buenos días —saludé con fingida alegría al entrar. —¿Qué tal, tío? —respondió Roger, el compañero que se sentaba a mi derecha. Era un tipo simpático con pinta de friki: gafas de pasta, barba poblada y camisetas de películas como El cristal oscuro y otros clásicos de fantasía. A mi izquierda, Marta se limitó a hacerme un gesto con la cabeza. Se pasaba el día con los auriculares puestos y no era muy habladora, pero a mí me parecía perfecto. En ocasiones, la excesiva locuacidad de Roger me estresaba. —Todo bien —repliqué, desplomándome tras la gigantesca pantalla del Mac que me habían asignado el primer día—. Por fin jueves, supongo. Mi cubículo —por llamar de algún modo al espacio contenido entre las mamparas que diferenciaban la zona de cada trabajador— era de lo más soso, con un cactus diminuto como única decoración. Me lo había regalado mi última novia, en un intento inútil de animar el deprimente entorno. Por desgracia, nuestra relación había acabado volviéndose igual de afilada que la planta, y aquel enero llevaba ya casi dos años sin pareja estable. Aunque lo cierto era que ya no tenía ganas ni esperanzas de encontrarla. No es que tenga problemas para ligar, los tiros no van por ahí. Aun así, nunca me he considerado guapo. No creo encajar en los cánones de tío bueno de hoy en día ni soy metrosexual, pero algunas amigas me han dicho que tengo un cierto sex appeal indefinible. Hablando en plata, que les doy morbo. Yo, cuando me miro al espejo, lo único que veo es un tío soso y paliducho, con los labios finos y unos ojos transparentes como los de un vampiro, con la mirada algo esquiva debido a mi extrema timidez. Pero, por algún misterioso motivo, a las tías les gusto. —¿Qué tal se presenta el finde? —prosiguió Roger, con la mirada fija en su pantalla y una sonrisa gamberra comenzando a formarse en su boca—. ¿Alguna juerga a la vista? ¿Fiestas raras de esas que te gustan en el Undead? Solté una carcajada y meneé la cabeza. —No, las Zombie Party son solo una vez al mes o así. El Undead Dark Club era una discoteca donde a veces iba con mis amigos más antiguos. En los últimos tiempos, no obstante, solía juntarme con otra pandilla que se movía por ambientes «más normales», como habría dicho Roger. —Pero había otra que te gustaba… con un nombre chungo también. —Supongo que hablas de la Batcave. Creo que hay una el finde siguiente, pero no sé si iré. —Volví a reír ante las muecas de mi compañero y añadí con sorna—: ¿Tú qué tal? ¿Ya planeando las nupcias? —Mira, ni me lo menciones… Mi suegra está insoportable, y creo que ha transformado a Irene en una especie de loca obsesiva de las bodas. Riendo en las partes oportunas, escuché a medias la perorata de Roger mientras reflexionaba acerca de mi propia vida amorosa; en concreto, respecto a lo absurda e irreal que se me antojaba la idea del matrimonio, aún más tras aquellos dos años de soltería. Mirando atrás, podría decirse que en esa época tenía todo lo necesario dentro de un orden, pero a la vez, sentía que mi vida estaba vacía. Como si anhelara algo que nunca llegaba. Que acaso nunca llegaría. En ocasiones, imaginaba mi existencia como una estación desierta, donde yo contemplaba pasar un sinfín de trenes, sin decidirme a subir a ninguno. Siempre con la impresión de que aún no había llegado el correcto, aquel que pudiera llevarme a donde quería de verdad. Chorradas melancólicas, supongo, por las que me dejaba arrastrar con excesiva frecuencia. Hijo único de un matrimonio bien avenido, mi infancia había sido correcta, pero aburrida. Al margen de las travesuras típicas de la niñez y la mencionada fase gótica en mi adolescencia, no había dado mayores problemas a mis padres, y me había decidido por estudiar Comunicación Audiovisual en la UB[1], donde me había licenciado sin pena ni gloria diez años atrás. Tras cursar un máster y sufrir una serie de trabajos mal pagados que nada tenían que ver con lo mío, al final había aterrizado en Magic Electronics, una empresa de postproducción visual y sonora en la que llevaba ya casi dos años. Después de dedicar la primera hora a ir abriendo programas, leer los correos que aguardaban en la bandeja del Outlook, prepararme otro café y aguantar los rollos de Roger, le comuniqué con educación que debía concentrarme y me encasqueté los auriculares. Al momento, la electrizante música de VNV Nation inundó mis canales auditivos con una explosión de tonos mercurio y azul noche. Sí, llamadme loco, pero suelo visualizar la música en escalas cromáticas. Más tarde, una vez liquidada la interminable jornada de ocho horas, decidí acercarme al Fnac del Triangle. Me apetecía echarle un ojo a la sección literaria, pues me había quedado sin material de lectura tras terminar La senda del perdedor, de Bukowski, la noche anterior. Llevaría unos cinco minutos paseando entre las estanterías, cuando me llamó la atención un título en el departamento de literatura extranjera: Quisiera que alguien me esperara en algún lugar, de Anna Gavalda. También me gustó la portada, en la cual aparecía una joven pelirroja sentada en el suelo con las piernas extendidas. Según la sinopsis, se trataba de un compendio de doce relatos breves. La autora no me sonaba de nada, pero el libro tenía buena pinta. Lo tomé del estante y, al comenzar a pasar las páginas para hacerme una idea del estilo, un trozo de papel se desprendió del interior y cayó revoloteando al suelo. Frunciendo el ceño, me agaché a recogerlo y vi que había algo escrito:

«¿Has sentido alguna vez que eras invisible en medio de la multitud? ¿Que nadie podía comprenderte, ni siquiera verte? Si alguna vez has soñado con vanos fantasmas de niebla y luz. Si desde el tiempo de tu infancia no has sido como otros eran, no has visto como otros veían, y todo lo que amaste, lo amaste solo. Si alguna vez has soñado que alguien te esperara en algún lugar… Búscame la noche del sábado en La Brújula Dorada. Te estaré esperando.»

¿Qué cojones era aquello? ¿Una especie de broma? Me giré para mirar a mi alrededor con disimulo, como si me creyera víctima de una cámara oculta. Vaya, menuda estupidez, pues claro que era una broma. Algún idiota que se aburría y se dedicaba a dejar notitas dentro de los libros para que las encontrasen tontos crédulos como yo. Aunque… ¿quién tenía la suficiente sensibilidad como para citar a Bécquer y a Poe en el mismo párrafo? Por otro lado, la nota —que estaba escrita a mano— desprendía un indiscutible aire femenino: el tono romántico, la elección de tinta violeta, la forma redondeada de las letras… ¿Iría en serio el mensaje? ¿Se referiría al día siguiente, que era sábado? Ni siquiera sabía lo que era La Brújula Dorada, al margen del título de una película de fantasía protagonizada por Nicole Kidman. Una búsqueda rápida en Google desde mi Samsung me confirmó que tenía razón, pero también era el nombre de un bar situado en el distrito de Gracia. «Bah, si esto va en serio, probablemente la tía será un orco de Mordor», mascullé para mis adentros. Casi enfadado, volví a deslizar la nota entre las páginas del libro y lo dejé en la estantería. Apenas me había alejado un par de metros cuando regresé sobre mis pasos y lo agarré de nuevo. «A la mierda, me lo llevo.» Una vez en casa, no fui capaz de despegarme de la obra, una recopilación de relatos profundos y melancólicos. Línea tras línea, fui avanzando en la lectura hasta que no quedaron más páginas. Me di cuenta de que había leído hasta pasada la medianoche; al día siguiente estaría hecho polvo, pues los sábados solía levantarme temprano para ir a entrenar. Incluso me había saltado la cena, y el estómago me rugía con violencia. ¿Había perdido la chaveta? ¿A qué venía aquella obsesión? Aun así, no me sentía cansado ni me dolía la cabeza. Estaba demasiado inquieto para irme a dormir, de modo que encendí el portátil. Mientras devoraba los restos de una pizza sin ni siquiera recalentarla, abrí una página de Google, transcribí palabra por palabra el contenido de la nota y le di al Enter. La búsqueda arrojó 0 resultados. Probé copiándola a trozos, desmenuzando las frases en un sinfín de combinaciones, pero nada. Al parecer, no estaba siendo objeto de una broma organizada a gran escala. O tal vez sí, pero nadie se había dado cuenta todavía. —¿Y ahora qué? —pregunté en voz alta a la habitación vacía. Al verme en el espejo que quedaba a mi derecha, mi propia imagen se me antojó extraña, como si no me reconociera. Con un suspiro, bajé la pantalla del portátil y me metí en la cama. CAPÍTULO 2 -GAEL-

El sábado amaneció claro y luminoso. El cielo estaba de un azul imposible, sin una sola nube que osara romper su armonía, y el sol arrojaba unos débiles rayos que, pese a su fulgor, no lograban caldear el ambiente. Era un día de esos en los que casi se huele el frío en el aire y te despiertas con la nariz congelada, incluso aunque duermas bajo un montón de mantas y con un pijama de abuelo como yo. Fuese por la temperatura o por el cansancio, me desperté de mal humor. No me apetecía nada ir al gimnasio, pero había quedado con un compañero de Muay Thai para tomar algo después de la clase, así que no me quedó otra que arrastrarme fuera de la cama entre gruñidos. Ya que iba a sudar como un cerdo y estaba agotado, aquella mañana prescindí de la ducha y del afeitado. Me tomé un bol de avena en tiempo récord, me colgué la mochila al hombro y salí corriendo hacia el gimnasio. Pensaba que el deporte me ayudaría a escapar de la inquietud que me embargaba desde la historia del Fnac, pero en realidad, tan solo fue un cruel recordatorio de lo obsesionado que estaba. Fui incapaz de concentrarme en los ejercicios, de disfrutar de ellos o siquiera sentirme cómodo en la clase. Por lo general, era uno de los mejores; aquel día, cualquier observador externo me habría tomado por un principiante. Incluso Rafael —el compañero con el que había quedado— me lo soltó con aire jocoso cuando salimos de clase y pusimos rumbo a un bar cercano. —¿Qué te pasa hoy, tío? —Nada, he dormido mal. —¡Venga ya! Que yo sepa, eres como un vampiro, apenas duermes en general y, aun así, siempre estás al 100%… Pero lo de hoy es diferente, como si tuvieras la cabeza en otro lado. —No seas cansino, Rafa. —Apreté la mandíbula. No quería contarle lo de la nota, se pensaría que me había vuelto loco y, además, tampoco teníamos tanta confianza. Opté por cambiar de tema—: ¿Cómo van las cosas por el trabajo? Mi colega era comercial en una empresa que se dedicaba a la exportación e importación de materias primas, y viajaba muy a menudo. Llegamos al bar y escogimos una mesa cerca de la ventana, donde tocaba el sol. —La mierda de siempre. ¿Te apetecen unas bravas? Ni siquiera el rato con Rafa logró apartar de mi mente el tema de la nota. Al final, rindiéndose ante sus repetidos intentos de atraer mi atención, mi amigo se despidió con un puñetazo amistoso que me pilló por sorpresa. —Ya me contarás qué te pasa cuando te canses de comerte el tarro tú solito. Voy tirando para casa, que esta tarde he quedado. Le dije adiós con aire distraído; ni siquiera le pregunté con quién era la cita, aunque supuse que sería con una de sus conquistas de Internet. Era un poco deprimente que, a los treinta y tres años, ninguno de los dos tuviéramos pareja. Resolví dejar la mochila e ir a correr un rato, pero al entrar en casa me venció la pereza. Aproveché para ponerme a hacer lavadoras y librarme del caos que llevaba días amontonándose en el cesto de la ropa sucia. Cualquier cosa excepto enfrentarme a la decisión que tenía pendiente: ir o no ir a La Brújula Dorada aquella noche… y buscar a la chica de la nota misteriosa. Todavía no he hablado de mi piso. Lo había heredado tras la muerte de mi abuelo paterno y, aunque era demasiado grande para una sola persona — la típica vivienda antigua, con largos pasillos y habitaciones más bien pequeñas—, a lo largo de los últimos cuatro años lo había ido modernizando y haciéndolo mío. Por ejemplo, había tirado abajo el tabique que separaba el comedor de la diminuta cocina —reformada por completo junto con el baño—, y ahora una barra americana separaba ambas zonas. También había cambiado la mayor parte del mobiliario, conservando solo los enseres que más me gustaban, como el comodísimo sofá del salón y algunas lámparas que le daban un toque retro. Con la ayuda de mi padre, había pintado de gris perla el nuevo salón- cocina y mi dormitorio. Por lo que respecta a la decoración, me había centrado en mis dos obsesiones: el cine y los años 80. Las paredes lucían carteles de mis películas fetiche, un par de posters de Bauhaus y de Joy Division, así como una gran pegatina de vinilo en forma de rollo de película. En las estanterías, los libros se entremezclaban con viejas cintas de casete, entradas de cine y de conciertos plastificadas en álbumes —tengo un lado coleccionista que roza el TOC— y una claqueta que había comprado en mi viaje a Estados Unidos. Algunos considerarían rara la ausencia de una antena de televisión, pero estaba suscrito a diversas plataformas —Netflix, HBO y Amazon—, y disponía de una enorme pantalla plana para ver mi colección de DVD, guardados por orden alfabético en un mueble de Ikea que adquirí para tal efecto. El resultado final me encantaba, pero debo admitir que me había fundido una cantidad importante de mis ahorros, incluso con la generosa ayuda de mis padres. Ambos intentaron ofrecerme más dinero, pues disfrutaban de una época de desahogo económico, gracias a la suculenta jubilación que les había quedado tras toda una vida deslomándose: él, como profesor de química, y ella, como secretaria de dirección de una importante multinacional. Sin embargo, me negué a aceptarlo: ya había abusado bastante de mi condición de hijo único y mimado. Por satisfecho que estuviera con el piso, lo cierto era que echaba mucho de menos a mi abuelo. En los tiempos en que mis progenitores aún trabajaban, este había sido como un segundo padre para mí. Entre aquellas cuatro paredes, le había hecho compañía a lo largo de muchos momentos felices, un oasis en medio de su triste viudez: mi abuela había muerto cuando mi padre y mi tío eran solo unos niños, y cuando ambos se casaron se quedó muy solo. A él le debía mi tremenda afición por el fútbol y, más en concreto, por el Barça, así como mi pasión por los clásicos de cine, algunos de los cuales empapelaban actualmente el piso: Casablanca, Sabrina, Al este del edén… Aún estaba rememorando aquellas mágicas tardes de chocolate caliente y melindros, viendo episodios de Twin Peaks o jugando al parchís, cuando metí por fin la última tanda de ropa en la secadora. Acababan de dar las tres y el estómago me rugía de hambre, así que me dirigí a la cocina para prepararme algo de comer. Mi mente volvía con insistencia a lo mismo: ir o no ir al bar de Gracia aquella noche. Arriesgarme a hacer el ridículo o ser un cobarde. ¿Qué perdía, a fin de cuentas? Podía ir a echar un vistazo. No tenía por qué ponerme a preguntar a todas las tías del bar si habían sido ellas la de la nota. Animado por aquella idea, me preparé una ensalada de atún, lechuga y tomate mientras tarareaba How soon is now, de The Smiths, uno de mis grupos preferidos. Al terminar de comer, me repantigué con un libro en el sofá, pero era incapaz de concentrarme, así que le mandé un WhatsApp a un colega, por si quería ir a tomar algo o dar una vuelta. No me apetecía seguir ahí solo, dándole vueltas a lo mismo una y otra vez. Cuando había pasado una hora sin que me respondiera, me di por vencido y suspiré. La tarde se avecinaba muy larga. Solo esperaba que quienquiera que me estuviera esperando aquella noche en La Brújula Dorada valiera la pena.

CAPÍTULO 3 -ELLA-

19 de enero de 2020

Querido diario: Anoche vi a un chico interesante en el bar. Nunca lo había visto, de eso estoy segura, de lo contrario me habría fijado. Era más bien corpulento, con el pelo castaño rapado y unos rasgos que en ningún caso pasarían desapercibidos: mandíbula cuadrada, labios finos y ojos transparentes, orlados por pestañas tan oscuras que se diría que llevaba rímel. La verdad es que tenía pinta de ser un tío frío y duro, el típico cabrón engreído. Lo cual significa, por supuesto, que me sentí atraída por él de inmediato. No obstante, como suele ocurrirme, al final se largó con otra. Una de esas barbies que parecen recién salidas de Hombres, mujeres y viceversa, o algún programa putrefacto similar. ¿Qué esperaba? Los chicos de ese estilo nunca se fijan en mí. Estoy destinada a seguir siendo invisible. En cualquier caso, ayer fue un día horrible, y el espejo no estaba lo que se dice halagüeño conmigo. No sé qué estoy haciendo con mi vida. Estoy confundida, enfadada y triste la mayor parte del tiempo. Supongo que eso se refleja en mi cara y aleja a los hombres de forma automática. De algún modo, me miran a los ojos y lo saben: «Probable neurótica depresiva, huir como de la peste». Pues que se vayan todos a la mierda. A lo mejor debería volver a escribir. ¡Hace siglos que no lo hago! Pero ¿de qué serviría? Cada vez que saco la libreta, la página en blanco brilla con tanta fuerza que me deja ciega. Siento el silencio propagándose en mi cerebro como un pitido ensordecedor, latiéndome en las sienes hasta resultar insoportable. Tal vez debería marcharme de esta ciudad; de todos modos, con tanto turista se está convirtiendo en un circo, y estoy cansada de hacer malabarismos con dos trabajos. Irme a otro país, a otro continente incluso, bien lejos de aquí. Aunque siendo sincera… ¿qué diferencia habría? De quien quiero huir realmente es de mí misma, y me temo que, vaya donde vaya, mi horrendo cuerpo y mis fantasmas se vendrán conmigo. No, si quiero que mi vida cambie, tengo que empezar por hacerlo yo misma. Pero… ¿cómo? Por ahora, no parece que lo de dejar esa estúpida nota en el libro del Fnac haya servido de mucho. No sé qué esperaba conseguir, de todos modos. Fue solo un impulso estúpido. Uno de tantos, vaya. Y así me va… Debo aceptarlo: los románticos como yo ya no existen. Soy el último ejemplar de una especie en extinción, perdida en una jungla de asfalto donde las partidas están perdidas antes de empezar.

CAPÍTULO 4 -GAEL-

Cuando abrí los ojos el domingo por la mañana, la luz que se colaba por las persianas me acuchilló el cerebro, que me latía como si tuviera una banda de percusión encerrada dentro. Al principio, achaqué a ello mi aturdimiento, pues no tenía ni idea de dónde estaba. Solo tenía clara una cosa: aquel dormitorio no era el mío. Pero lo peor vino cuando sentí el bulto que se movía entre las sábanas a mi derecha. Una cabeza pelirroja y despeinada asomó de repente, con los ojos aún embadurnados de maquillaje corrido. Me atenazó al pánico al darme cuenta de que no sabía quién era esa tía ni qué hacía yo en su cama, hasta que los recuerdos de la noche anterior fueron perfilándose en mi mente como si los viera a través de una espesa cortina de humo. El bar… La noche había empezado de forma tranquila. La Brújula Dorada había resultado ser un pub karaoke, con una pista de baile no muy grande, un escenario y una barra tras la cual atendía una camarera rubia de aspecto explosivo. Al principio, pensé que quizá había sido ella la de la nota, pero al intentar darle conversación, me di cuenta enseguida de que la chica no destacaba precisamente por su inteligencia. Era poco probable que supiera quién era Bécquer o Poe y, aun a riesgo de dejarme llevar por los prejuicios, aquel cuerpo curvilíneo de generoso escote y cara de muñeca hinchable no parecían esconder un alma soñadora y romántica. Después de inspeccionar el entorno mientras me bebía una Guinness, decidí que cualquiera de las chicas que me rodeaban podría ser la que buscaba… o ninguna. El local era pequeño y aún no estaba muy lleno — apenas pasaban de las diez—, pero no era plan de ponerme a hablar con todas. Así que, al final, decidí dejar el supuesto encuentro en manos del destino. Mientras esperaba a que sucediera algo y reunía valor para entrarle a alguna de las tías que me interesaban —por lo menos, basándome en su físico—, me distraje escuchando a la animadora del karaoke. La chica, raquítica y ojerosa, parecía tan deprimida que no entendía quién podía haberla contratado. ¿Se suponía que ese fantasma iba a incitar a alguien a subir al escenario? «Más bien a suicidarse», pensé con sorna. Para colmo, en aquel momento estaba cantando Creep, de Radiohead, una de las canciones más deprimentes de la historia. Una voz femenina a mis espaldas distrajo mi atención del escenario. —Perdona, ¿puedo sentarme aquí? Al girarme, topé con un par de ojos almendrados y oscuros, de largas y sugerentes pestañas. La chica poseía la cabellera más increíble que había visto: densa y pelirroja, caía en una cascada de sensuales ondas sobre su hombro izquierdo. Tenía los labios demasiado carnosos para mi gusto, pero el conjunto no estaba nada mal. También me gustó cómo iba vestida, aunque destilaba un aire muy esnob: jersey granate de cuello redondo, minifalda de pata de gallo y zapatos de tacón. Una cinta de terciopelo negro ceñía su esbelto cuello. —Claro, adelante —repliqué, acercándole el taburete que había a mi lado—. Me llamo Gael, ¿y tú? —Susana, pero todo el mundo me llama Susi —respondió ella con acento pijo, tal y como me esperaba. Al darme dos besos, me llegó una intensa oleada de su fragancia. Amaderada y con toques orientales, se me antojó tan empalagosa como la chica, pero con la época de sequía que llevaba, estaba dispuesto a sacrificarme. Recordaba que habíamos comenzado a beber cosas más fuertes mientras charlábamos de tonterías, sin darnos cuenta de que cada vez estábamos más cerca el uno del otro. Poco a poco, el local había ido llenándose de gente ruidosa y molesta; acodados a nuestro lado en la barra, dificultaban que nos oyéramos. El ambiente se había vuelto denso, casi irrespirable. Entonces, Susi me había invitado a su casa. —Vivo cerca y tengo cervezas en la nevera —me dijo, guiñándome el ojo—. Estaremos mucho mejor que aquí. A partir de ese punto, mis recuerdos de la noche se volvían borrosos. Había aceptado subir a su piso, donde estuvimos bebiendo un rato, ni idea cuánto. Tenía la imagen difusa de Susi quitándose la ropa en algún momento. Se me había quedado grabada la visión de su torso blanco como el mármol, los senos mucho más grandes de lo que me había imaginado. Después de aquello, el alcohol me había nublado los sentidos y solo me llegaban flashes: el cuerpo caliente y sudoroso de Susi contra el mío, mi respiración acelerada contra aquellos labios tan gruesos, el sabor denso y almizclado de su piel empapada en perfume… Suponía que, grogui después del sexo, me había desplomado sobre su cama y había dormido la mona hasta el día siguiente, dejando como resultado el inmenso dolor de cabeza que tenía ahora. Y el arrepentimiento. Y, en cierto modo, el asco. En algún momento de la noche —o puede que lo supiera desde el principio—, había deducido que aquella pelirroja no era la chica que andaba buscando. Pero eso no me había impedido acostarme con ella, y ahora tenía que pagar las consecuencias. O quizá no. La había visto moverse unos minutos atrás, pero enseguida dio la impresión de haberse vuelto a dormir, a juzgar por su respiración lenta y regular. Intentando hacer el mínimo ruido, me arrastré fuera de la cama e inicié una búsqueda frenética de mi ropa. Lo encontré todo menos la camiseta, que debía de haberse quedado en el salón. Me puse los calzoncillos y los tejanos a toda prisa, y había comenzado a calzarme las botas cuando Susi abrió los ojos. —Buenos días… —me saludó con la voz algo ronca. Bostezó de forma ruidosa sin taparse la boca, y el detalle me desagradó en extremo. De hecho, me puso de mal humor: no soportaba a la gente maleducada. Aunque, siendo sincero conmigo mismo, tal vez el motivo de mi irritación fuera otro. Por ejemplo, darme cuenta de que me había acostado con una completa desconocida que ni siquiera me gustaba, y de la cual recordaba solo el nombre. Y que trabajaba en una empresa de… ¿secretaria? ¿O era relaciones públicas? —¿Adónde vas? —me preguntó, bizqueando a causa de la luz que entraba por la ventana. Habíamos olvidado bajar la persiana la noche anterior. Estábamos demasiado ocupados con otras cosas… —Tengo que irme, lo siento —improvisé, haciendo equilibrios sobre una pierna para ponerme la otra bota—. Tengo que trabajar. —Pero si es domingo —señaló ella, alzando una de sus finas cejas. —Eh… ya. Pero tengo que estar en un sitio. «Dios, miento de pena. » —¿Seguro que no te quieres quedar? —Sonrió de forma insinuante y palmeó la cama a su lado—. Se me ocurren formas de distraerte… —Lo siento, de verdad, hoy no puedo. ¿Otro día? En un momento de compasión, sobre todo al ver su expresión desilusionada —a la luz del día, me percaté de que era mucho más joven de lo que me había parecido la noche anterior—, me acerqué y le di un rápido beso en la boca. —Espera, te doy mi móvil —exclamó ella antes de que saliera por la puerta. Se levantó totalmente desnuda, sin pudor alguno —aquella intimidad me resultó violenta, y eso que había recorrido su cuerpo entero con la lengua la noche anterior—, y abrió primer el cajón de su escritorio. Tras hurgar unos instantes en su interior, extrajo una tarjeta y me la tendió con una sonrisita de suficiencia. Sus ojos oscuros contrastaban de forma dramática con la piel pálida y el cabello rojo, dándole aspecto de trasgo. —Aquí tienes. Le eché un vistazo rápido: «Susana Martín Roca, Departamento de Comunicación y Marketing». Por lo menos, no andaba tan equivocado en lo que a su profesión se refería. —Perfecto, te llamaré —mentí, asintiendo con la cabeza como si fuera idiota—. Nos vemos. La dejé de pie en su cuarto, con aquella melena de ondas infinitas cubriendo en parte su desnudez, y me dije que cualquier tío del mundo me hubiera tachado de loco o gilipollas por no quedarme y seguir disfrutando de aquel cuerpo repleto de curvas imposibles. Pero yo no era cualquier tío, y esa no era la chica que estaba buscando.

CAPÍTULO 5

ELLA

21 de enero de 2020

Querido diario: La mayoría de los días me parto en pedazos. Ocurre nada más abrir los ojos y ser consciente de la realidad. La angustia comienza en la base del cuello, un tamborileo apresurado, como un baile demencial. Y pienso que querría estar en otra parte, en cualquier lugar que no fuera este cuerpo. Este momento. Esta habitación. Pese a todo, sé que me levantaré, me maquillaré y me vestiré con cuidado, como siempre hago. Me pondré mi máscara, mi disfraz de mujer joven, algo misteriosa. Siempre esforzándome por ser invencible, por no dejar traslucir la congoja absoluta que me enfría el fondo de los huesos y los convierte en agujas, en astillas de hielo clavándose en mi carne blanda y frágil. Me pongo de pie con un suspiro y voy al baño. Al mirarme en el espejo, me entristece comprobar que la juventud se me está escapando. Que, pese a mis escasos treinta años, comienzo a perder la lozanía. Lo traslucen mis ojeras, mis mejillas hundidas desde que me adelgacé, el brillo apagado de mis pupilas. Ya no poseo esa capacidad adolescente de ofrecer buena cara a pesar del cansancio. O acaso el mío sea de otro tipo: uno que viene del corazón, del alma. Echo tanto de menos a mi padre en días como hoy. Pienso en sus manos, calientes incluso en lo más crudo del invierno, en sus sabios consejos, que soltaba como sin pensar de vez en cuando, sin darse cuenta de lo hondo que calaban en mí y lo mucho que los evocaría años después. Recuerdo cómo me decía que el aro en mi nariz me daba aspecto de salvaje, cómo me tiraba en broma de la coleta, despeinándome y provocando mi enfado. Evoco su olor a calle y a noche cuando llegaba del trabajo, el roce de su mejilla al besarme: áspero y frío si volvía de uno de sus viajes; blando y perfumado después de afeitarse. Su aftershave envolvente y dulce. Sus pijamas de franela. Por desgracia, también echo de menos al cabrón de mi ex. Incluso aunque amarle supuso dejar de quererme a mí misma… o, mejor dicho, a quererme todavía menos. Le di un poder sobre mí que jamás debería haberle dado a ningún ser humano. Puse todo el peso de mi felicidad y de mis sueños entre sus manos; él los dejó caer al vacío, y yo me quebré como un vaso de cristal contra el suelo. ¿Cómo recomponer pedazos tan diminutos? ¿Qué pegamento vuelve a unir los fragmentos del alma? Las cosas tienen que cambiar. Juro que esta noche, si vuelvo a ver al chico de la semana pasada —el de los ojos azules—, le hablaré… aunque sea con una excusa. Ja. Cómo me engaño a mí misma. CAPÍTULO 6

GAEL

La noche del sábado siguiente, decidí regresar a La Brújula Dorada. Necesitaba respuestas, y me daba cuenta de que había actuado de forma estúpida la primera vez. Ahora, en cambio, tenía un plan. Cuando entré, bastante más temprano que la ocasión anterior, había mucha menos gente y la atmósfera todavía no resultaba agobiante. En el escenario, la animadora del karaoke cantaba sin emoción algún éxito cutre del momento que no reconocí. Mi gusto musical era mil veces mejor que aquella bazofia. Con la cabeza agachada para disimular, eché un vistazo rápido y suspiré con alivio. Por suerte, no se veía ni rastro de Susi, la pelirroja con la que había cometido la gilipollez de acostarme el sábado anterior y a quien, por supuesto, no había llamado. De hecho, el papel con su número había ido a parar a la basura. Dirigí mis pasos hacia la barra, que estaba casi desierta, y llamé la atención de la camarera. Sonreí para mis adentros cuando vi que era la misma rubia oxigenada de la otra vez. Comenzaba el juego. —Hola guapo, ¿qué te pongo? —me preguntó con voz empalagosa, sin dar muestras de reconocerme. —Hola, ¿qué tal? —Le sonreí con incomodidad, pues lo mío no eran las relaciones sociales—. Vine la semana pasada, no sé si te acuerdas. La chica alzó las cejas con sorpresa y me miró con atención. —Pues ahora no caigo. Lo siento, cariño, cada noche veo a mucha gente… —No pasa nada. En todo caso, quería preguntarte algo. —Dejándome de rodeos, saqué la nota que había encontrado en el libro y se la tendí—. ¿Podrías decirme si sabes de qué va esto? ¿Es una estrategia de marketing vuestra o algo? Frunciendo el ceño, la camarera aceptó el papel y lo leyó mientras sus agraciados rasgos se iban tiñendo de confusión. Al tenerla tan cerca, me fijé en que sus labios se veían tan operados como sus pechos, cuya turgencia parecía a punto de reventar la camiseta blanca de lycra. — ¿Qué leches es esto? —Esperaba que tú me lo dijeras… —La sondeé con la mirada, tratando de descubrir si me mentía. Ni idea. La semana anterior había dado por hecho que la rubia era demasiado tonta para ser la autora de la nota, pero me daba cuenta de que, si comenzaba con prejuicios, era más que probable que nunca diera con la persona correcta. A pesar de que el acento y maneras chonis de la chica comenzaban a desmoralizarme, aguardé su respuesta con el corazón acelerado. —Oye guapo, no sé muy bien de qué va esto, pero tengo prohibido ligar con los clientes. Además, tengo novio. —No estoy intentando ligar —resoplé, exasperado—. Encontré esta nota dentro de un libro en el Fnac del Triangle hace unos días. Si no es una estrategia publicitaria ni la has dejado tú, ¿sabes quién podría haber sido? —¿Tengo pinta de adivina? —La chica me devolvió el papel con frialdad —. No tengo ni pajolera idea de que me hablas. ¿Vas a pedir o qué? —Una Guinness, por favor —murmuré con la vista baja. El plan se estaba yendo a la mierda. Tenía la esperanza de que la camarera me diera alguna pista, pero no parecía saber nada. Además, ¿por qué iba a mentirme? A menos que fuera ella quien había dejado la nota, teoría que había desechado ya por completo. En menos de un minuto, la rubia me plantó la cerveza delante de las narices y me cobró sin ni mirarme a la cara. Desalentado, me planteé el siguiente paso. ¿Seguir interrogando a los empleados del bar? Tal vez había más camareras, aunque la barra era pequeña. Justo cuando la animadora del karaoke cedía su micro al primer atrevido de la noche, un chico moreno muy emperifollado se deslizó en el taburete que quedaba a mi derecha y me sonrió. —Buenas noches… Le miré sin saber muy bien qué cara poner. ¿Qué querría ese? —Hola —musité al fin, tras dar un sorbo a la birra—. ¿Nos conocemos? —Todavía no. —El chico amplió su sonrisa, si bien en esta ocasión la dotó de cierto aire avergonzado—. En realidad, te hablaba porque no he podido evitar oír vuestra conversación… Todos mis sentidos se pusieron alerta. —¿Lo de la nota del Fnac? ¿Sabes algo de eso? —Ah, no… Me refería a lo de que no tenías ningún interés en ligar con la camarera. Aunque sí que he oído algo de un libro. ¿Te gusta leer? Lo miré de hito en hito, captando por fin de qué iba la cosa. No entendía cómo no me había dado cuenta desde el principio, sobre todo por la forma en que me devoraba con los ojos. Estaba a punto de rechazarle con amabilidad, cuando una teoría espantosa me cruzó la mente como un relámpago. ¿Y si la persona que había escrito la nota era un tío? —Lo siento —exclamé al fin, poniéndome de pie—. Creo que te confundes conmigo. No me van los hombres. Ofendido, el chico observó cómo me iba, dejando el vaso a medio beber sobre la barra. Apenas me había alejado unos pasos cuando oí su voz a mis espaldas y, a juzgar por el matiz juguetón, deduje que había recuperado la sonrisa: —¿Y cómo puedes saberlo… si nunca lo has probado? Soltando un bufido, empujé la puerta del bar y me interné en la fría noche de enero, donde una pálida luna menguante arrojaba un aliento tan gélido y triste como mis esperanzas. « D e j é m o n o s y a d e s a n d e c e s » , m e d i j e , t r a s u n o s s e g u n d o s e n l a c a l l e . « M u e v e e l c u l o y v u e l v e a h í d e n t r o » . Aún no del todo convencido, remoloneé unos minutos más en el exterior, congelándome vivo —por no soltar algo más grosero—, y observando a la gente que accedía al local. Para mi horror, al poco vi salir al chico que había intentado ligar conmigo; por suerte, pasó de largo sin reparar en mi presencia, concentrado en liarse un cigarrillo. Al fin, tomando aire para infundirme valor, tiré de la puerta con decisión y entré de nuevo en La Brújula Dorada. Me acogió un ambiente muy distinto al anterior, pues durante los diez minutos que había pasado fuera, el pub se había llenado. Un grupo de veinteañeros con pinta de pijos reían ruidosos en la barra, mientras unas cuantas parejas bailaban en la pista al son de Careless Whisper, de George Michael, que cantaba en aquel momento la animadora del karaoke con su apatía habitual. Aun así, no se podía negar que la chica tenía buena voz, puede que de contralto, algo bastante raro en una mujer. Al escuchar con más atención, pensé que se parecía a la de Siouxsie Sioux, la vocalista de Siouxsie and the Banshees, y comencé a mirarla con otros ojos. Entonces me asaltó una posibilidad que hasta el momento ni se me había ocurrido. ¿Y si era ella la autora de la nota? Casi me eché a reír ante mi propia estupidez. ¿Aquel ser escuálido que apenas enfocaba la mirada en nadie, como si temiera que fuésemos a morderla? Dudaba que estuviera pensando en ligar con nadie, a menos que creyese que a la gente le interesaban los zombis. Por otro lado, estaba volviendo a dejarme llevar por los prejuicios. Tras debatir conmigo mismo unos minutos, resolví que en cuanto terminara aquella canción, la abordaría para tratar de interrogarla. Mientras esperaba, me dediqué a echarle un vistazo más profundo. Tenía el pelo muy corto y negro, en dramático contraste con su rostro de palidez casi mórbida. Unas profundas ojeras marcaban cercos violetas bajo sus ojos, grandes y asustadizos como los de un búho, aunque su tono verde grisáceo podría calificarse de hermoso, con un toque casi místico. Mientras las últimas notas se diluían en la recargada atmósfera del bar, ella se agachó y dio un largo sorbo a la botella de agua que reposaba a sus pies. Entonces me acerqué y llamé su atención. —¡Hola! —Qué hay —replicó sin entusiasmo cuando terminó de tragar, retirándose un mechón de pelo tras la oreja—. ¿Cuál quieres? —¿Cómo? —La miré sin comprender. —Quieres cantar algo, ¿no? Venga, sube. —Se incorporó y me hizo un gesto, pero yo me reí, negando con la cabeza. —No, ni de coña, cantar no es lo mío, lo siento. En realidad, quería hablar contigo de otro tema. Ella frunció el ceño y trasladó su peso de un pie a otro. Al verla más de cerca, comprobé que realmente no hacía buena cara. Habría sido guapa de pesar como mínimo cinco kilos más y dormir toda una noche seguida. Se mordió los labios, ni finos ni gruesos, y me miró con más atención. —¿Nos conocemos o…? —No, qué va. Escucha, esto te sonará ridículo, pero… por casualidad, ¿tú no habrás dejado una nota en un libro? En el Fnac del Triangle. —Si he dejado una nota en un libro del Fnac —repitió ella, como si necesitara decirlo en voz alta para entenderlo. Me examinó como si fuera un perturbado que acababa de escapar del manicomio—. Perdona, pero no tengo ni idea de qué me estás hablando. ¿Qué quieres decir? ¿Qué clase de nota? Solté un suspiro y bajé los hombros, abatido. —Nada, es igual… Olvídalo. La chica aún me observaba confundida, mordisqueándose los pálidos y agrietados labios. —Oye, ¿te encuentras bien? Casi se me escapó la risa. Tenía guasa que ella, con la pinta que llevaba, me preguntara eso a mí. Me arrepentí de haberme puesto en ridículo de aquella manera, y al cabrearme conmigo mismo, le hablé de forma hosca y desagradable. —Mira, tía, déjalo estar, ¿vale? No estoy loco, solo quería comprobar una cosa, pero es obvio que no sabes de qué te hablo, así que… —Perdona guapa, ¿tenéis algo de Enrique Iglesias? —nos interrumpió un chico con camisa de Ralph Lauren y sonrisa de dientes perfectos. Lo reconocí enseguida: formaba parte del grupo de esnobs repelentes que había visto antes en la barra. Aproveché la oportunidad para escaquearme: sin ni siquiera hacerle un gesto de despedida a la animadora, di media vuelta y me abrí paso a través de la gente que atestaba la pista. —¡Adiós y de nada! —gritó la chica a mis espaldas con sorprendente mala leche—. Menudo capullo… La ignoré, perdido en mis pensamientos. Estaba claro que jamás encontraría a la autora de la nota, puede que ni siquiera trabajara allí. « A l a m i e r d a » , m u r m u r é p a r a m í m i s m o . Me precipité hacia la salida sin mirar atrás y volví a internarme en la oscuridad de la calle, en aquella ocasión para no volver. Por lo menos, no aquella noche… pues en el interior de mi estúpido corazón aún quedaba un resquicio de esperanza. Como el aleteo de una mariposa que, incluso en medio de un huracán, se resiste a morir. CAPÍTULO 7

GAEL

—Jamás daré con ella —sentencié, pesimista. Di un largo sorbo de café antes de continuar—: Estaré solo para siempre, y acabaré convirtiéndome en uno de esos viejos cascarrabias que se pasan el día despotricando contra todo. —Y yo que pensaba que tu fase victimista había quedado atrás… —se burló Sol, escondiendo una sonrisa tras su taza de cappuccino. Era domingo por la tarde, y aún no habían transcurrido ni veinticuatro horas de mi segundo y estrepitoso fracaso en La Brújula Dorada. Mi amiga y yo nos habíamos citado en El Árbol, una cafetería del Eixample que a ella le encantaba. Decorada como un bosque de cuento, el local contaba con una amplia carta que incluía distintas opciones de brunch y jugosas meriendas, como la tarta que Sol se hallaba degustando con cara de haber alcanzado el nirvana. Intenté robarle un pedazo y ella me dio una palmada en la mano. —¡Venga ya! Ten compasión por tu decrépito y amargado amigo. ¿Ni siquiera vas a dejar que me consuele con un poco de azúcar? —Lo que tú necesitas son un par de hostias para ver si espabilas —me espetó ella, directa como siempre, y me alargó la cuchara—. Toma, anda. No quería que pusieras tus sucias zarpas en mi tarta. —Mis manos no están sucias —protesté con la boca llena, y ella soltó una carcajada que terminó contagiándome. Era amigo de Sol desde hacía diez años. La había conocido a través de unos foros de música que ya ni existían, y nos habíamos pasado casi un año chateando antes de decidirnos a quedar. Y eso que, pese a ser madrileña, mi amiga llevaba desde los veinte viviendo en Barcelona. Al final, después de un sinfín de chats a altas horas de la noche — durante los cuales ambos nos dedicábamos a compartir nuestras penas y alegrías—, acordamos vernos una tarde, sin habernos enviado jamás una foto, pues no queríamos que el aspecto exterior condicionara nuestra relación. Y así, un bochornoso día de verano, vi por primera vez a aquella chica que nunca perdía la sonrisa, con el pelo tan corto y rizado como el de un niño díscolo, y la cara de un duende a punto de cometer una travesura. Tenía la piel pálida y fina, casi translúcida, y una constelación de pecas en la nariz. Al verla, recuerdo haber pensado que se movía como una bailarina. Aquella primera tarde, tan lejana ya, dio paso a otra, y a otra… Durante los primeros tiempos de nuestra relación, tuvimos algunos momentos de duda sobre lo que ambos buscábamos en el otro, y nuestra amistad se tambaleó con temeridad a las puertas del amor. Sin embargo, después de una borrachera que acabó con los dos desnudos en su cama, tratando por todos los medios de inventar una pasión que no existía, se hizo evidente que había cero feeling entre nosotros. Éramos mas bien como hermanos. Fue así como nos establecimos en una sólida amistad, resistente incluso a las parejas que ambos habíamos ido teniendo a lo largo de los años, por muy celosas que fueran. Y es que jamás podría renunciar a mis encuentros con Sol, que no solo era psicóloga y daba los mejores consejos del mundo, sino que además me comprendía como nadie. Aunque sea una metáfora facilona y cursi, era la única capaz de arrojar un rayo de luz incluso en mis noches más oscuras. —Venga, dejemos el tema de la chica fantasma y retomemos nuestra rutina, que ya te veo intentando escabullirte —ordenó con su aflautada voz —. Dime lo mejor de tu día. —Verte a ti, por supuesto —respondí, birlándole otro trozo de pastel. Ella puso los ojos en blanco y fingió que le daban náuseas. —Hablo de ayer, retard. Hoy la respuesta es demasiado fácil. —Me dedicó una sonrisita presuntuosa y sacó pecho, aunque apenas tenía. —Serás creída… —Venga, haz un esfuerzo. ¿Qué fue lo mejor de ayer? Suspiré con resignación. Desde que la conocía, Sol se empeñaba en jugar a aquel pasatiempo tonto para arrancarme de mi tendencia al pesimismo. —Está bien, tú ganas. Lo mejor de ayer supongo que fue… —Me estrujé el cerebro en busca de algo hasta casi provocarme una embolia, y al final resoplé—: Tiro la toalla, ayer no pasó nada bueno. —¿Y qué me dices de la camarera? —¿Hablas en serio? ¿Esa garrula creída que por poco me manda a la mierda? —La miré de hito en hito—. No creerás que me gusta o algo así… —Claro que no, he escuchado tu interminable y soporífero relato. Le clavé un dedo en las costillas, protuberantes pese a su adicción a los dulces, y ella se contorsionó para apartarse, muerta de risa. —¿Y la del karaoke? —añadió, pasados unos segundos. —¿Esto se ha convertido en el festival del humor o qué? —Bueno, pues mira el lado positivo de las cosas: por lo menos, ya sabes que ninguna de ellas fue quien dejó la nota. Ni tampoco el chico que quería ligar contigo. —Qué gran avance —me burlé con ironía, dándole una palmadita en la espalda—. Hoy estás que te sales. —Será que tú eres un lince… Parece mentira que no se te haya ocurrido la solución a tus problemas, y mira que es evidente. —¿Y bien? —Está clarísimo. Debes volver al principio —declaró Sol, triunfante, como si acabara de proclamar la cura para el cáncer—. Allí donde comenzó todo. —¿Te refieres al Fnac? —Pues claro. ¿Quién te dice que la tía no es una de las libreras que rondan por ahí? Puede que incluso te viera cogiendo su nota… —Lo dudo bastante, pero a lo mejor alguien de ahí sabe algo… eso es cierto. —Me encogí de hombros—. Está bien, ya que te has puesto tan pesada, iré a darme una vuelta mañana al salir del trabajo. ¿Satisfecha? —Ni te lo imaginas —bromeó ella, y antes de que pudiera robarle el último pedazo de tarta, se lo metió enteró en la boca y me dedicó una sonrisa, mostrándome todos los dientes manchados de chocolate. Yo, a mi pesar, me eché a reír. Teniendo a alguien como Sol en mi vida, no necesitaba ir detrás de ninguna chica fantasma. Lástima que ni yo mismo me lo creyera.

CAPÍTULO 8

ELLA

23 de enero de 2020

Querido diario: Cuando era pequeña, vivía con mis padres y mis dos hermanos en la zona de la Sagrada Familia, apenas a unos metros de la famosa basílica. Uno de los recuerdos más bonitos que conservo de esa época es el sonido del mágico campanilleo del reloj, que tocaba puntual cada hora en punto, y que se oía a la perfección desde el balcón de la cocina. Incluso en lo más crudo del invierno, y aunque mi madre se enfadara porque enfriaba toda la casa, yo me quedaba ahí fuera, arropada por aquellas notas delicadas y tintineantes como cuentas de cristal acariciando mis tímpanos. Una melodía propia de un cuento de hadas, que me empujaba a soñar con reinos lejanos, príncipes a lomos de corceles blancos y princesas encerradas en castillos por algún brujo malvado. ¿Dónde quedaron esos momentos de la infancia, en los que aún creía que en el futuro haría realidad todos mis sueños? ¿Qué me convertiría en la princesa del cuento, rescatada por algún maravilloso príncipe? Qué poco podía imaginar en aquel entonces que los príncipes azules no existen, y que nadie iba a venir a salvarme. Porque nadie salva a nadie en el mundo real. De pequeña, fui siempre una niña rara y solitaria. La más alta de la clase, aunque luego me quedara en una estatura media. Estudiosa, tímida y asustadiza como un ratón. ¿Qué parte de ese miedo estaba ya en mis genes, y qué parte me la inculcaron mis padres sin darse cuenta, al sobreprotegerme, al pretender alejarme de todos los peligros? En cualquier caso, me he ido del tema. Hablaba de dónde vivía antes, así que supongo que podría explicar dónde vivo ahora, en el caso de que, dentro de cuarenta o cincuenta años, cuando sea una vieja chocha y arrugada, me dé por releer estas páginas y recordar mi juventud. Sí, yo siempre tan alegre y optimista. ¡Y luego me pregunto por qué no tengo pareja! En la actualidad, resido en el barrio de Gracia, cerca de la plaza de la Revolución. Es un barrio tranquilo, lleno de gente que va de hippy y progresista, aunque no son más que pijos disfrazados. Pijipis, se les llama por aquí. Mi piso es una mierda. Treinta y pico metros cuadrados de espacio mal aislado, donde me aso de calor en verano y me congelo en invierno, gracias a las corrientes de aire que generan los dos balcones — u n o a c a d a l a d o d e l m i n ú s c u l o a p a r t a m e n t o — , c u y a s p u e r t a s n o a j u s t a n . E n o c a s i o n e s , m e d a l a s e n s a c i ó n d e q u e s o p l a n l a s p a r e d e s . L á s t i m a q u e n o s i r v a d e n a d a e n v e r a n o , c u a n d o l o q u e h a c e n e s m á s b i e n e x h a l a r s u a l i e n t o t ó r r i d o y a s f i x i a n t e s o b r e m í . Sin embargo, vivo a cinco minutos a pie del trabajo, y admito que el barrio me encanta. Adoro sus callejuelas llenas de tiendas de todo tipo, las tropecientas plazas a las que jamás sé llegar sin no miro el Google Maps, pese a llevar cuatro años viviendo aquí. Me encantan sus panaderías repletas de olores deliciosos, la pastelería vegana en la callecita que baja desde la plaza de la Vila, los mercadillos al aire libre que se celebran cada dos por tres. Me entusiasma el ambiente mágico e imprevisible que se respira en el aire, donde es fácil encontrarse a un tío tocando el acordeón al lado del metro de Fontana, convirtiendo la calle Asturias en Montmartre, como si esto fuera Amélie, mi película favorita. Pero si tuviera que quedarme con un solo motivo por el cual me encanta vivir en Gracia, escogería sin duda las fiestas del barrio, que tienen lugar en agosto. Incluso aunque cada año se vayan un poco más a la mierda por culpa de la invasión turística y la gente adicta a las redes sociales, que se empeña en hacerse una foto con el decorado de turno cada cinco segundos. He formado muchos recuerdos, buenos y malos, en estas calles repletas de vida, de voces, de ruido y de felicidad, donde el asfalto rezuma historia, espíritu de barrio y cultura. En estos cuatro años, he compartido risas y lágrimas, besos y caricias, amores y odios en este pequeño pedazo de Barcelona. He deseado la muerte, pero también he ansiado la vida. Solo desearía tener a alguien con quien poder pasear de la mano por este mundo mágico. Y olvidarme por fin de él: ese que un día me juró estar siempre a mi lado para después abandonarme. Ese por quien pasé meses abriendo los ojos cada mañana y creyendo que la realidad era una pesadilla de la cual no podía despertar. Durante aquellos tiempos, le escribí un sinfín de cartas. Letras y más letras destinadas a no ser leídas, pues jamás me hubiera atrevido a enviárselas. A seguirle demostrando lo débil, dependiente y patética que era. Que tal vez aún soy. Ahora, todo eso son solo recuerdos de otra vida. Creo que ya no estoy tan mal como en ese entonces, pero mis esperanzas son como una bandada de pájaros que se ha dividido. Unos vuelan hacia el sol, buscando la luz y el calor de un nuevo amanecer. Representan mi futuro, ese en el que aún creo que aparecerá alguien para salvarme de mí misma, aunque todo el mundo me diga que debería hacerlo yo solita. El resto van directos hacia la luna, buscando la noche y la oscuridad eterna. Los recuerdos, la toxicidad de aquella relación. El pasado. Ansían codearse con murciélagos, abandonarse a la muerte entre sus dentelladas vampiras. Cerrar los ojos y dejar de mover las alas. Ahora, al abrir los ojos cada mañana, solo me pregunto una cosa. Cuál de esas dos bandadas alcanzará primero su destino. CAPÍTULO 9

GAEL

El lunes por la tarde no me pasé por el Fnac como le había prometido a Sol. Ese día tuve muchísimo trabajo en la empresa y acabé con una migraña espantosa, de modo que al salir me fui a casa, me tomé un par de Ibuprofenos y, poco después de las diez, estaba ya en la cama. El martes y el miércoles llovió. En realidad, fue más bien aguanieve. El frío me dolía en la piel, en los huesos, incluso en los pulmones al respirar. Esa fue mi excusa del día para no enfrentarme al asunto y, de nuevo, irme directo para casa. El jueves, mis compañeros de trabajo me invitaron a tomar algo con ellos al salir. Apoltronados en el bar de la esquina, bebimos cerveza tras cerveza hasta acabar todos como cubas, mientras poníamos a parir a los jefes y nos contábamos los planes del fin de semana, que en mi caso eran cero, por lo menos hasta aquel momento. El viernes, un amigo de la facultad con el que iba quedando de vez en cuando, llamado Miquel, me invitó de repente a la fiesta de no sé qué conocido suyo. Así me presentó a su novia y al grupo de colegas con el que siempre salía. Comí un montón de pizza, hice el imbécil como si fuera feliz, fingí que me gustaba la música horrenda que sonaba de fondo y, una vez más, bebí demasiado alcohol. Creo que mejor me ahorraré la historia de cómo desperté el sábado en el sofá de alguien que ni conocía, enroscado en el cuerpo de una rubia con la que, al parecer, había intercambiado fluidos mientras mi cerebro estaba desconectado. Tras quitármela de encima con cuidado y localizar mi chaqueta —por suerte, seguía justo donde la había dejado la noche anterior —, me escabullí lo más rápido posible. Al consultar mi teléfono, vi que el cabrón de Miquel y su novia se habían largado a eso de las cuatro sin ni siquiera despedirse. Según sus propias palabras, no querían « i n t e r r u m p i r n o s » a m í y a u n a t a l S a r a , q u e d e d u j e s e r í a l a r u b i a c o n l a q u e m e h a b í a d e s p e r t a d o e n e l s o f á . Mientras caminaba, noté algo en el bolsillo de los tejanos. Al meter la mano dentro, encontré un post-it arrugado con un número de móvil y un beso estampado en pintalabios rojo. Al lado ponía Sara. Sin pensármelo dos veces, rompí el papel en cuatro trozos y lo tiré a la primera papelera que me salió al paso. Tardé unos segundos en ubicarme, pero mientras mis ojos llenos de legañas bizqueaban bajo el moribundo sol de enero —apenas pasaban de las ocho de la mañana—, recordé que la dirección que me había mandado mi amigo la tarde anterior estaba en Poble Sec. Pero en mi cerebro había demasiada bruma como para tener claro en qué punto del barrio en concreto. Ya estaba sacando el móvil para consultar el Google Maps, cuando la callejuela por la que transitaba desembocó en la avenida del Paralelo, justo al lado del Apolo, y logré por fin orientarme. A pocos metros de mí, la esperanzadora silueta del metro se me antojó casi como un oasis en medio del desierto. Una vez en casa, ni siquiera hice el esfuerzo de comer algo o asearme: me desplomé encima de la cama y dormí seis horas seguidas del tirón. Cuando abrí los ojos, faltaban unos minutos para las tres de la tarde. Me di una larga y reconfortante ducha de agua caliente, me preparé un bocadillo de queso y me serví un gran vaso de agua. Lo llevé todo al comedor y me lo zampé mientras trataba de no pensar en lo que haría aquella noche. Recé porque algún amigo me propusiera algo, cualquier cosa con tal de no caer en el patetismo más absoluto de regresar a La Brújula Dorada a lamerme las heridas o, peor aún, a volver a hacer el ridículo. Eso si entre la camarera garrula, la borde de la cantante o el marica de la barra no me echaban a patadas. Tanteé a algunos amigos para ver si se cocía algo interesante, pero todos tenían citas en las que no había forma de acoplarme, o me proponían planes con los que, en comparación, el suicidio parecía una alternativa excelente. Al final me di por vencido y me enfrenté a las tres posibilidades restantes:

- Quedarme en casa leyendo y compadeciéndome de mí mismo.

- Salir solo a cualquier discoteca de las que me gustaban, por ejemplo, al Undead, y pillar el tercer ciego consecutivo del finde.

- Regresar a La Brújula Dorada y ver qué pasaba.

A las diez, vestido con un par de tejanos negros, una camiseta de The Cure y mis viejas Doc Martens, supe hacia donde se dirigirían mis pasos sin ninguna duda. Me rocié con mi perfume preferido — A r m a n i C o d e , d e G i o r g i o A r m a n i — , m e e n f u n d é l a c h u p a d e c u e r o y c e r r é l a p u e r t a a m i s e s p a l d a s . En la calle, el frío era insoportable. La luna llena flotaba en un charco neblinoso en lo alto del cielo, tan opaco como la oscuridad de mis pesadillas. El haz dorado que arrojaban las farolas no servía para nada, ni siquiera para recrear la fantasía de que existía alguna luz capaz de despejar aquella plúmbea negrura. Mi cuerpo entero se congeló nada más salir, y me cagué en todos mis muertos por empeñarme en ir de duro con aquella maldita chaqueta, en lugar de enfundarme un buen anorak. Una vez más, me había dejado los guantes, así que me encasqueté el gorro hasta las cejas mientras refunfuñaba por lo bajo. Por primera vez en mi vida, me alegré de caminar por los fétidos corredores del metro, gracias al agradable calorcillo que irradiaba la sobrecargada atmósfera. El tren en dirección a Fontana no tardó en llegar, ya bastante lleno de gente que quizá salía de fiesta como yo, si es que ir a un pub karaoke en busca de un imposible puede englobarse en dicha categoría. Cuando empujé la puerta del local, me sorprendió la marabunta que se agolpaba en el interior. Sin embargo, enseguida comprendí el motivo: aquella noche celebraban un karaoke especial de Grease. ¡Lo que me faltaba! Incluso la camarera iba disfrazada de Sandy y, por un momento, pensé que por eso no la reconocía. Hasta que me di cuenta de que no era la misma rubia siliconada con la que había hablado las otras veces. —Hola, ¿me pones una Guinness, por favor? —le pedí, inclinándome por encima de la barra. Ella asintió sin decir nada. Mientras la preparaba, aproveché para pegarle un disimulado repaso. Era mona, con los ojos achinados y una naricilla respingona bastante graciosa. Su cabello natural —deduje que oscuro por las cejas— estaba camuflado bajo una peluca horrenda que imitaba el cardado de Olivia Newton-John en la última escena. Y, por lo que alcanzaba a ver de su cuerpo, también vestía como ella, con unos leggins imitación de cuero y un top con los hombros al aire. —Aquí tienes —Me dejó la cerveza delante con una sonrisa, y se la pagué mientras rumiaba cómo enfocar la cuestión. —Eres nueva, ¿no? —pregunté al fin. —Solo es una suplencia, me ha enchufado una amiga que trabaja aquí. Se ve que Sonia, la camarera, ha tenido un accidente con la moto y está en el hospital. —Joder —se me escapó, y la miré horrorizado—. ¿Está bien? —Se ha fastidiado un poco la rodilla, pero nada grave. —Pues espero que se mejore —exclamé, arrugando la frente. «Bueno, ¿y ahora qué?», musité para mis adentros. Ajena a mis paranoias, ella me dio las gracias y comenzó a alejarse, pero yo la retuve por el brazo sin darme ni cuenta de lo que hacía. Más sorprendida que asustada, ella se giró de golpe y me atravesó con sus ojos rasgados. —Oye, pero ¿qué haces? —Perdona, no quería agarrarte así. —La solté enseguida y me froté la cara, avergonzado—. Escucha, tú no sabrás por casualidad si Sonia o alguna otra persona de por aquí se dedica a dejar mensajes dentro de libros… ¿verdad? Ella me miró perpleja, pero entonces, poco a poco, una sonrisa se expandió por su bello rostro agitanado. —Ah, espera… Tú eres el de la nota del Fnac. —No, en realidad, la de la nota es otra —repliqué, confuso—. Y es justo su identidad lo que intento averiguar. Entonces, ¿sabes de lo que te estoy hablando? —Ya lo sé, me refería a que eres el que pregunta por la nota, no el que la escribió —aclaró ella, impaciente—. Mira, alguien me ha encargado que te dé esto. Se agachó para hurgar debajo de la barra y enseguida se incorporó, sosteniendo un sobre negro, cerrado con lacre color sangre en forma de letra A. La chica amplió su sonrisa al ver mi cara de pasmo y me lo alargó. —Toma: mensaje especial de la chica misteriosa —anunció con una risita. Una vez lo hube aceptado, se marchó taconeando como si tal cosa, pues alguien la reclamaba en el otro extremo de la barra. —¡Espera! ¿Cómo te llamas? —¡Alexa! —gritó por encima del hombro, y siguió adelante sin mirar atrás. Sin dar crédito a lo que estaba pasando, abrí el sobre y comprobé que dentro solo había un diminuto pedazo de papel, enterrado entre un montón de plumas falsas de color negro, como las de un ángel de las tinieblas. Impaciente, lo saqué y me lo acerqué a los ojos para leerlo, pero entonces me percaté de que se trataba tan solo de una dirección de correo electrónico:

[email protected]

Le di la vuelta y vi que en letra más pequeña, trazada con una tinta plateada que apenas permitía leerla, habían escrito:

¿Pastilla roja o pastilla azul?

FEBRERO

CAPÍTULO 10

-GAEL-

Como soy un puto cobarde, tardé una semana en decidirme a hacer algo. Encima de la mesa de mi dormitorio reposaba el sobre que me había dado la camarera suplente de La Brújula Dorada. Lo había dejado ahí siete noches atrás y, aunque había releído el mensaje que contenía medio centenar de veces —como si creyera que, analizando cada palabra, descubriría quién lo había escrito—, no había tenido los arrestos suficientes para enviar un email a la dirección indicada. ¿Pastilla roja o pastilla azul? Había visto Matrix varias veces, pero aquella era la primera ocasión en la que reconocía que, a lo mejor, a la hora de la verdad prefería no saber adónde conducía el conejo blanco. El sábado por la tarde me lo pasé en el cine Renoir, del cual era socio, viendo la última entrega de Stars Wars sin más compañía que una ración de palomitas y una Coca-Cola gigante. Por la noche, sin ningún plan a la vista, me senté detrás de mi escritorio y encendí el portátil. Abrí mi cuenta de Gmail, seleccioné «Redactar» y me quedé contemplando cómo el cursor parpadeaba en el espacio en blanco. ¿Y si, a fin de cuentas, era la propia camarera la que había escrito la nota? Me había dicho que se llamaba Alexa, y el lacre que sellaba el sobre era justo la inicial de su nombre. Aunque… ¿no sería eso demasiado obvio? La única que podría haberme dado la respuesta, no obstante, se había pasado el resto de la noche ignorándome. Después de entregarme el sobre, se las arregló para permanecer ocupada y fue imposible volver a hablar con ella. Cuando no estaba liada sirviendo copas a la colección de frikis de Grease que inundaban el bar aquella noche, directamente se hacía la sorda, o fingía tener que recoger las botellas y los vasos desperdigados por todas partes. Me había dicho que «alguien» le había encargado pasarme aquel mensaje. Pero ¿quién narices era ese alguien? ¿Y qué instrucciones le había dado? «Entrégaselo al tío raro que va por ahí preguntando sobre una nota en un libro del Fnac». ¿Algo así, quizá? Era absurdo. Absurdo y demencial. Lo mejor que podía hacer era deshacerme del sobre y olvidarme de todo. Así esquivaría a una posible perturbada, que solo haría que complicarme la vida. Decidido, lo agarré para tirarlo a la basura, pero en el último momento, me acobardé y no fui capaz. Furioso, solté una mezcla de gruñido y grito de exasperación, lo arrugué en una bola y lo lancé contra la pared. Apenas cinco segundos después, lo recogí del suelo, lo alisé con cuidado y saqué el papel que contenía. Entonces me giré de nuevo hacia el portátil y tecleé:

Para: [email protected] Asunto: ¿?

Hola, me llamo Gael. Encontré tu nota en un libro del Fnac del Triangle y, al sábado siguiente, fui a La Brújula Dorada, tal y como indicabas, pero no hubo forma de encontrarte. Entonces, la semana pasada, regresé al bar y la camarera (una tal Alexa) me dio un sobre con tu dirección de email. Me gustaría saber de qué va todo esto… ¿Es una especie de broma?

Le di a «Enviar» antes de que me diera tiempo a arrepentirme, y después me dediqué a pasear por la habitación como un león enjaulado. Me quedé de piedra cuando, apenas cinco minutos más tarde, un pitido del ordenador me notificó la llegada de un nuevo correo. Casi me caí de morros en mi precipitación por abalanzarme sobre el portátil. Me senté en la silla, moví el cursor con frenesí e hice clic en el email con la boca seca:

Para: [email protected] Asunto: RE: ¿?

Por ahora puedes llamarme Annabel Lee. ¿Conoces a Poe? Respondiendo a tu pregunta, no. No es ninguna broma. P.D: Me alegro de que hayas escogido la pastilla roja ;)

—¿Qué coño… ? —murmuré, aún boquiabierto. Tras unos instantes borrando y reescribiendo con el corazón a mil por hora, redacté la respuesta siguiente:

Para: [email protected] Asunto: Encantado

Hola, Annabel Lee. Por supuesto que conozco a Edgar Allan Poe. Es más, soy un acérrimo seguidor de su obra. Así que esto no es ninguna broma… Entonces, ¿qué esperas de mí? ¿Te gustaría que nos conociéramos en persona?

Dudé mucho antes de añadir la última frase, pero llevaba casi un mes detrás de aquella chica y estaba harto de historias raras. Me fui a la cocina a rellenar la botella de agua en un intento de hacer tiempo, pero cuando volví a mi cuarto todavía no había respondido. Mascullando palabrotas en voz baja, fui al baño y me lavé la cara y los dientes a conciencia. Regresé a mi dormitorio y consulté el ordenador, frenético. Nada. Justo entonces, mi teléfono comenzó a vibrar encima del escritorio y, aparte de gritar como una niña, pegué un salto casi hasta el techo. Había olvidado subirle el volumen tras salir del cine aquella tarde. —Hola, Miquel —respondí, aún con la respiración agitada—. Joder tío, me has pegado un susto de muerte. —¿Y eso? —repuso él, risueño. —Nada, estaba concentrado en una cosa. —Decidí cambiar de tema—. Bueno, ¿qué tal? ¿Me llamas para invitarme a otra fiesta salvaje o qué? Antes de responder, mi amigo explotó en agudas carcajadas. Sonaba como una hiena, por lo cual me alejé el móvil varios centímetros de la oreja con cara de circunstancias. —Qué va, qué va… Aunque tiene gracia que menciones la fiesta, porque tiene que ver con lo que iba a proponerte. Te acuerdas de Sara, ¿no? —¿Sara…? Ahora no caigo. —Joder macho, ¡te liaste con ella hace apenas una semana! Además, nos dijo que te había dado su móvil —replicó Miquel con cierta ironía. —Ah, mierda… Creo que lo perdí —mentí, y carraspeé, incómodo. Pese a que unos minutos atrás me moría por tener algún plan, en aquel momento deseé que mi colega me dejara en paz para seguir esperando la respuesta de la tal Annabel Lee. —Bueno, da igual. El caso es que iba a proponerte que fuéramos los cuatro a cenar juntos por Gracia. ¿Has estado alguna vez en el Gut? —¿Los cuatro? ¿Qué cuatro? —pregunté, confundido. —Tío, ¿te has fumado alguna mierda o qué? ¿Cómo que qué cuatro? — se burló él—. ¡Pues Sara y tú, mi novia y yo! —Uf… ¿en plan parejitas? —Veo que la idea no te entusiasma. —Miquel soltó de nuevo su risita de hiena—. ¡Venga tío, Sara es súper maja! Irene y ella son íntimas. Además, ¿tú has visto lo buena que está? —Ya veo por dónde van los tiros: es tu novia la que te está presionando para endosarme a su amiga —gruñí—. Mira, lo siento por ella, pero… ahora mismo no quiero nada serio con nadie. Justo entonces, el correo del ordenador soltó otro de sus reconfortantes pitidos. ¡Annabel Lee había respondido, por fin! —Pero a ver, ¿quién dice que ha de ser nada serio? Yo solo te digo de ir esta noche a cenar, y luego, quién sabe… —Miquel, perdona, pero te tengo que dejar —le interrumpí, nervioso, y le solté otra trola—: Me acaban de llamar a la puerta de casa. ¡Ya hablaremos! —Vale, tío. ¡Cuídate! —Sí, tú también. ¡Chao! Dejé el móvil encima del escritorio y acerqué la cara a la pantalla del ordenador como si pretendiera sorber su contenido.

Para: [email protected] Asunto: RE: Encantado

Lo siento, estoy trabajando, por eso he tardado en responder. Si no te molesta, preferiría que siguiéramos conociéndonos por email… al menos de momento. ¿Me cuentas un poco sobre ti?

Arrugué el ceño y, tras reflexionar unos instantes, busqué una posición cómoda en la silla y comencé a teclear:

Para: [email protected] Asunto: Comencemos, pues

Está bien, aunque me parece injusto: a fin de cuentas, si le pediste a la camarera que me entregara ese sobre, deduzco que ya sabes quién soy y me has visto en persona… Pero de acuerdo. No me gusta demasiado hablar sobre mí, ni tampoco caer en tópicos pestilentes, así que me presentaré de forma poco común. Así dotaré a mi alter ego internauta de un aura de misterio, para ponerme un poco a tu altura. Te hablaré de mi recuerdo más feliz. Cuando tenía diez años, mi abuelo me llevó por primera vez al cine a ver una película de adultos. Hasta el momento, solo había ido con mi padre y además, a las sesiones infantiles, por lo general de dibujos animados. Ese día, en cambio, vimos Forrest Gump en el ya desaparecido Cine Arcadia. ¿Llegaste a ir alguna vez? Quedaba dentro de las Galerías Arcadia, en la calle Tuset, y aunque no recuerdo cómo era el interior en realidad, en mi mente ha perdurado una imagen fascinante (y lo más seguro, totalmente falsa): pasillos con baldosas en forma de rombos marrones y dorados, lujosas lámparas de araña, atmósfera decadente… Estoy seguro de que las galerías no se parecían en nada a lo que acabo de escribir, pero la grandeza de aquel momento transformó mi memoria para siempre. Por aquel entonces, todavía era demasiado pequeño para comprender muchos aspectos de la película, pero el protagonista se convirtió en mi héroe, y aquel rato con mi abuelo pasó a encabezar la lista de los momentos más felices de mi aún corta existencia. Y ¿sabes lo mejor? Que después de aquella primera experiencia, vinieron más, muchas más. Excursiones maravillosas a una larga colección de cines desperdigados por toda Barcelona, siempre en compañía de mi abuelo, con sus gafas mágicas, como las llamaba yo (pues se oscurecían con el sol), y aquella colonia fresca con la que empapaba su pelo ya blanco, peinado con la raya al lado. Si cierro los ojos, aún puedo olerla, mezclada con el aroma espeso de las palomitas y de las chocolatinas en forma de trapecio que yo le pedía cada vez que íbamos. No he vuelto a verlas nunca en los bares de los cines, pero recuerdo a la perfección su envoltorio ( r o j o p o r f u e r a y d o r a d o p o r d e n t r o ) , l a f o r m a e n q u e m e l a s p o n í a e n e l c e n t r o d e l a l e n g u a y c a s i l l o r a b a d e g u s t o c u a n d o s e d e s h a c í a n p o c o a p o c o , d e s a t a n d o u n f e s t í n d e a z ú c a r e n m i b o c a q u e m e a c e r c a b a a l p a r a í s o . Pero no solo veíamos pelis fuera de casa, claro está: mi abuelo comenzó también a adiestrarme en el buen cine compartiendo conmigo sus films preferidos, grabados de la tele ( c o n c a r a t u l a s c o n s t r u i d a s p o r é l ) o c o m p r a d o s e n a l g u n a t i e n d a . U n a i n m e n s a c o l e c c i ó n d e c i n t a s V H S q u e s e a m o n t o n a b a n e n s u d e s p a c h o h a s t a c a s i c o m b a r l a s e s t a n t e r í a s , y q u e é l m e f u e h a c i e n d o v i s i o n a r c o n p a c i e n c i a y a m o r , s i n c a n s a r s e j a m á s d e m i s i n t e r m i n a b l e s p r e g u n t a s . E n t r e o t r a s m u c h a s , v i m o s Cantando bajo la lluvia, Cinema Paradiso, El halcón maltés, Casablanca, Sabrina… Humphrey Bogart era su ídolo, y con el tiempo se convertiría también en el mío. Lo siento, me temo que me he excedido. Podría pasarme la vida hablándote de mi abuelo, que por desgracia ya no está entre nosotros… pero mejor lo dejaré aquí, antes de matarte de aburrimiento. Ahora me gustaría saber cuál es tu recuerdo más feliz, ya que yo he compartido algunos de los míos contigo. Antes de terminar, y por si prefieres datos concretos, te diré que tengo 33 años y trabajo de técnico audiovisual. Aunque siéndote sincero, preferiría hablar de temas menos prosaicos. Un saludo,

Gael.

Me quedé despierto hasta las tantas, esperando por si Annabel Lee me respondía, pero deduje que mi email era demasiado largo para exigir una respuesta inmediata. Sobre todo, si estaba trabajando y me escribía desde el móvil. Al pensar en su empleo, me pregunté si estaría en aquel mismo momento en La Brújula Dorada, aunque ninguna de las tres chicas que había conocido allí parecía posible como candidata. La tal Alexa no me encajaba, y la chica del karaoke sin nombre conocido, todavía menos. En cuanto a Sonia —la camarera rubia con pinta de muñeca hinchable—, se suponía que estaba en el hospital… si lo que me había contado la suplente era cierto. ¿Habría más chicas trabajando allí? ¿Y si mi misteriosa remitente era en realidad una empleada del Fnac, como Sol había sugerido? Aunque entonces, ¿de qué la conocía Alexa? ¿Sería una clienta amiga suya? Con la cabeza dolorida por tantas incógnitas, apagué el ordenador poco antes de las dos de la madrugada y me deslicé entre las sábanas.

CAPÍTULO 11

-ELLA-

7 de febrero de 2020

Para: [email protected] Asunto: RE: Comencemos, pues

Buenas noches, Gael: Me preguntabas por mi recuerdo más feliz en tu último mensaje, y me lo has puesto muy fácil. Sin embargo, no te lo diré todavía, pues me temo que sospecharías enseguida quién soy, y eso me aterra... Por ello, te hablaré sobre mi segundo recuerdo más feliz, si no te importa. A fin de cuentas, también es fácil de elegir. Se trata de la primera vez que viajé sola, que cogí un avión y me planté en otro país, saliendo de mi zona de confort e ignorando mi larga lista de miedos. Te preguntarás adónde fui…. A París, la ciudad del amor. Había estado ya con el colegio durante el viaje de fin de estudios, y me había enamorado tanto de la ciudad que decidí volver. ¿Cómo podría explicarte la felicidad inmensa que me embargó esos tres días, paseando por las calles de París en primavera? La frondosidad de los árboles, el intenso verdor y exuberancia de sus hojas, regadas por esas constantes lluvias que recubren la metrópoli de una pátina de vapor nacarado. La euforia al pasear por las galerías del Louvre, la garra que estrujaba mi corazón al ver mis obras preferidas, la dulzura de ese sufrimiento adictivo. Y la congoja de no poder compartir esas sensaciones con nadie, ya no solo por la soledad que me acompañaba, sino por la incapacidad de traducir en palabras tanta alegría y tanto dolor concentrados en un solo segundo, ese delicioso vértigo, ese síndrome de Stendhal fulminante. Uf, me temo que ahora he sido yo la que te ha pegado el rollo. En cualquier caso, si en nuestros emails hay que mantener algunos momentos (o párrafos) prosaicos, como tú los llamabas, intentaré ser igual de justa contigo… aunque con algunas restricciones. Tengo 31 años y mi nombre empieza por A, como deducirías por el lacre del sobre. Me encanta la música, la literatura, el cine, los viajes y todo lo que tenga que ver con vampiros. No estoy contenta con mi vida, en absoluto… pero ese es un tema muy largo, que mejor dejaré para futuros correos. Cuídate mucho y hasta pronto,

Annabel Lee.

Le di a Enviar, bajé la pantalla del portátil y me recliné en la silla, frotándome los ojos. Solté un largo suspiro mientras inclinaba la cabeza hacia atrás y dejaba la mirada perdida en el techo. Sin darme cuenta, una sonrisa tonta se dibujó en mis labios al pensar que había conseguido contactar con él… el chico con pinta de duro que tanto me había atraído aquella noche en La Brújula Dorada, tres semanas atrás. ¡Y pensar que, en ese entonces, no tenía ni idea de que precisamente él había encontrado mi nota! Tenía sed, así que me dirigí a la cocina. Iba en calcetines y, al abandonar la cálida alfombra de mi habitación, el tacto frío de las baldosas envió un escalofrío a lo largo de mi columna vertebral. Me serví un vaso de agua y regresé a mi cuarto, donde me lo bebí a pequeños sorbos mientras observaba la ciudad a través de la ventana. Mi apartamento era minúsculo y muy viejo, pero tenía la suerte de vivir en el ático. En silencio, observé los edificios circundantes desde mi atalaya, visualizando todas las frágiles almas que soñaban bajo sus tejados aquella madrugada, calientes y a salvo, ajenas a la realidad. Ajenas a la vida… A ese camino pantanoso y retorcido que nos toca recorrer a todos, y por el que yo no sabía caminar sola sin acabar hundida en el lodo fétido y viscoso. —Supongo que necesito a alguien que me lleve de la mano —le susurré a la noche oscura, pegando la frente al cristal.—. ¿Serás tú ese alguien, Gael? Con un suspiro, solté la cortina y me metí en la cama. Si tenía suerte, pronto yo también sería una de aquellas personas que soñaban con otros mundos en mitad del silencio, en lugar de dar vueltas durante horas presa del insomnio. Algo a lo que, por desgracia, estaba ya acostumbrada. Quizá, por una noche, la pequeña luz de la esperanza que anidaba en mi pecho bastaría para ahuyentar a los demonios. Esos que se acurrucaban en las tinieblas de mi mente, listos para abalanzarse sobre mí… Y hacerme trizas entre sus afilados colmillos.

CAPÍTULO 12

-GAEL-

El miércoles siguiente por la tarde, al salir del trabajo, quedé con Sol en el Triangle. Mi amiga era una impresentable y siempre llegaba tarde, así que me dije que no estaría mal subir al Fnac a investigar mientras la esperaba. Al entrar en la sección donde, casi un mes atrás —aunque me daba la sensación de que habían transcurrido décadas—, había encontrado el libro con la nota, sentí cómo si la atmósfera contuviera el aliento. Las voces de las personas que me rodeaban comenzaron a atenuarse. De pronto, el entorno por lo general familiar y anodino de la librería se me antojó misterioso, casi sobrenatural. «OK, tío, contrólate», murmuré para mis adentros, alejándome con rapidez. «Se te está comenzando a pirar la olla». Andaba despistado, mirando a todas partes como si esperara que la enigmática Annabel Lee fuera a materializarse de la nada y saltar a mis brazos, cuando, de repente, choqué contra alguien con tal violencia que por poco nos caímos los dos al suelo. —¡Dios! Perdona, ¿te he hecho daño? —exclamé muerto de vergüenza, apoyando la mano en el hombro de la desconocida. Ella levantó la cabeza para mirarme y su cara de furia se transformó en sorpresa. En mi caso, el estupor fue tan absoluto que me quedé mudo durante unos instantes, hasta que recuperé el habla y exclamé: —¿Qué haces tú aquí? ¡Era Alexa! La camarera suplente de La Brújula Dorada. Si aquello no era una señal de los cielos, ya no sabía a qué atenerme. Al verla libre del cutre disfraz de Grease, comprobé que su cabello natural era ondulado y muy oscuro. Lo llevaba suelto sobre los hombros, donde se desparramaba en una cortina de sedosas ondas azabache. —¿Que qué hago aquí? Intentar comprar un libro sin que alguien me tire al suelo —ironizó ella con las manos en las caderas. Vestía de forma simple y colorida, con unos pitillos y un jersey a rayas debajo de un abrigo rojo—. Eres el tío del bar, ¿no? ¿Qué pasa, eres un acosador o algo? —¿Disculpa? —ironicé, soltando una risa incrédula—. Fuiste tú la que me dio un sobre con una dirección de email la otra noche… y cada vez estoy más convencido de que has sido tú desde el principio. —¿Qué he sido yo el qué? —Pues la que dejó la nota en el libro. ¡La misma con quien me he estado mandando correos estos días! Qué casualidad que el lacre del sobre que me diste tuviera forma de A… ¿A de Alexa, quizá? —Tú deliras —se burló ella, llevándose un dedo a la sien—. Tengo cosas más importantes que hacer que escribirme con un chalado. Y ahora, si me disculpas… Me apartó para seguir caminando y yo la retuve por el brazo. —Oye, aún no he terminado contigo. —¡Suéltame o me pongo a gritar, imbécil! —Estamos montando un espectáculo —gruñí, pero la obedecí y alcé las manos como para demostrar mi inocencia—. Mira, perdona que sea tan insistente, pero me estoy volviendo loco con esta historia. Si de verdad no eres tú… necesito que me digas quién te dio el sobre. ¡Solo eso! Después te dejaré en paz para siempre, te lo juro. —No puedo decírtelo —susurró ella, incómoda. —¿Por qué, es amiga tuya? ¿O una compañera de trabajo…? Me interrumpí cuando mi móvil comenzó a sonar con estridencia en el bolsillo de los tejanos. ¡Era Sol! Seguro que ya había llegado y estaba sorprendida de no encontrarme. Iba a coger la llamada cuando, al alzar la vista, comprobé que Alexa había aprovechado la ocasión para escabullirse. Cabreado, miré a mi alrededor de forma frenética y distinguí su abrigo rojo a varios metros. —¡Alexa, espera! Pese a las miradas alarmadas de la clientela, eché a correr en su dirección. Ella giró la cabeza y, al ver que la perseguía, abrió mucho los ojos y salió disparada, lo cual me permitió comprobar que la chica estaba en forma. Por desgracia para ella, yo también. Sin pararme a pensar lo que estaba haciendo, la seguí como un loco por las escaleras mecánicas, empujando a la gente sin miramientos para abrirme paso. Con las prisas, estuve a punto de caer rodando, además de ganarme los insultos de varias personas. Cuando por fin llegué abajo, distinguí la espigada figura de la joven abandonando el Triangle por la entrada delantera, la que daba al famoso café Zurich. Reacio a darme por vencido, me pegué un esprint digno de medalla, y ya estaba a punto de alcanzarla cuando alguien me salió al paso y me agarró con violencia del brazo, forzándome a detenerme. —Oye, ¿se puede saber adónde vas? —me espetó una voz perpleja. —¡Sol! —jadeé sin aliento, estirando el cuello para no perder de vista a Alexa. Chasqueé la lengua al ver cómo su silueta era engullida por la multitud—. ¡Me cago en todo! —¿Vas a explicarme qué leches está pasando? —exigió ella, agitándome las manos frente a la cara—. ¿Soy invisible o qué? —Lo siento —suspiré, apoyándome contra la pared para recuperarme de la carrera—. ¿Has visto la chica a la que estaba persiguiendo? Sol alzó una ceja con una mezcla de ironía e incredulidad. —¿Ahora te dedicas a perseguir a tías? Veo que vas mejorando, tronco. —Claro que no. Pero esa tía era Alexa. ¡La camarera de La Brújula Dorada! ¿Te suena de algo? —le repliqué, enfadado. —¿La que te dio el sobre aquel la otra noche? —La misma… —suspiré, y le hice un gesto impaciente para que nos pusiéramos en marcha. De camino hacia la cafetería —un Buenas Migas cercano a la Catedral —, le conté el inesperado encuentro con la camarera, así como su negativa a darme la más mínima información respecto a la autora de la nota. A eso le siguió una perorata sobre mis paranoias, entre ellas, la deprimente posibilidad de no averiguar jamás la identidad de Annabel Lee. Justo cuando alcanzábamos la puerta del local, Sol levantó una mano para interrumpir mi caótico discurso: —Mira, vamos a pedir y luego te doy mi opinión. Una vez instalados en nuestra mesa preferida con vistas a la calle, di un sorbo desganado a mi café mientras Sol removía la espuma de su cappuccino, que había espolvoreado con azúcar y canela. Hundió la cucharilla en aquel mejunje, repugnante para mí, y la lamió con fruición mientras yo aguardaba su veredicto. Una vez satisfechas sus necesidades de cafeína y glucosa, mi amiga se aclaró la garganta y meneó la cabeza con desaprobación. —Lo siento, Gael, pero eres un auténtico cretino. —¿Disculpa? —¿A quién se le ocurre perseguir a la pobre chica? La debes de haber acojonado del todo. —Pero… —intenté defenderme, pero ella me silenció con un ademán impaciente. —Mira, suponiendo que no se le ocurra dejar el trabajo en el bar, dudo mucho que vuelva a dirigirte la palabra. En resumen: que has perdido toda oportunidad de interrogar a la única persona que sabe algo del lío extraño en el que te has metido. —Eres un poco exagerada, ¿no? —rezongué, agarrando una servilleta y comenzando a trocearla: uno de mis tics cuando estaba nervioso—. Vale, igual me he pasado un poco persiguiéndola y todo eso, pero ¡joder! Estoy desesperado. —Chis, cálmate. —Sol puso una de sus manitas diminutas encima de la mía para impedir que siguiera torturando aquel pedazo de papel, y me forzó a fijar la mirada en su cara—. Vamos a retomar nuestro ritual de siempre, a ver si te tranquilizas. Dime lo mejor de tu día. Yo solté un largo suspiro y me froté los ojos. —Al principio he pensado que lo de encontrarme con Alexa en el Fnac era una especie de señal, ¿sabes? Que ella era la persona con la que he estado escribiéndome… Ese momento podría haber sido lo mejor de hoy, hasta darme cuenta de que la chica no me puede ni ver. Aparte de que, pese a la coincidencia del encuentro, la inicial de su nombre, etc., admito que en realidad no me encaja como Annabel Lee. La veo demasiado… mundana. Mi amiga soltó tal risotada que llamó la atención de una pareja que se sentaba cerca de nosotros. —Claro, había olvidado que tu misteriosa desconocida es un ser espiritual, ajeno a la frivolidad de los humanos. —Lo parece —suspiré, pensando en los mensajes que habíamos compartido—. Sé que sueno como un tarado obsesivo… pero me atrae mucho. — Me parece que tanto ver películas te ha fundido el cerebro —me chinchó Sol, risueña—. Y, en cualquier caso, sigues sin responder a mi pregunta. ¿Cuál ha sido el mejor momento de hoy, entonces? —Pues… diría que aún está por llegar. —Sonreí con aire melancólico, y dejé vagar la mirada por el exterior—. Quizá sea el email de esta noche, si tengo la suerte de que me escriba a la hora habitual. —Dios mío, no tienes remedio —se lamentó mi amiga—. Antes de tirar la toalla contigo, déjame que te cuente una cosa. Hace dos semanas, en mi consulta, contrataron a una chica para sustituir a María, la de recepción, que está de baja por maternidad. —¿Y a mí qué me cuentas? —No me has dejado acabar. La cuestión es que a la pobre la dejó el novio no hace mucho, y está desesperada por conocer gente nueva… No tengo fotos suyas, pero te juro que es guapísima y súper simpática. Supongo que no querrás que te la presente, ¿verdad? —¿Estás de coña? ¿Has oído algo de lo que te he contado? —me quejé, frustrado—. Estoy colgado de otra. —De otra que podría ser un tío, alguien gastándote una broma… o yo misma, llegado el caso. —La miré alucinado y ella soltó un bufido—. No te hagas ilusiones, majo, es evidente que yo no soy Annabel Lee. Para empezar, habría escogido un mote con reminiscencias menos macabras. En fin, sea como sea, eres un cursi, Gael… Pero te daré un consejo. —¿Y bien? —gruñí, al ver que miraba al fondo de su taza sin decir nada. Sol se tomó su tiempo. Apuró con parsimonia el café y se secó los labios con la servilleta. Después, me cogió la mano y me miró con expresión solemne. —No pongas tu vida en pausa —me pidió, clavando en mí sus grandes ojos, del mismo color que el caramelo e igual de dulces—. No permitas que esta historia te aleje en exceso de la realidad, ¿vale? Ya sabes lo que le dijo Dumbledore a Harry cuando este último encontró el espejo de Oesed… —Ya estamos con el puto Potter —me lamenté, poniendo los ojos en blanco. Ajena a mi sarcasmo, Sol citó de manera textual: —«No es bueno dejarse arrastrar por los sueños y olvidarse de vivir». Prométeme que lo recordarás. —Lo haré—suspiré al fin, y forcé una sonrisa. Lástima que no me quedara ninguna duda de que, antes o después, acabaría incumpliendo aquella promesa. CAPÍTULO 13

-ELLA-

14 de febrero de 2020

Para: [email protected] Asunto: Feliz San Valentín

Buenas tardes, Gael: Hoy no tengo un buen día. Llevo años tratando de convencerme de que San Valentín es una chorrada, una estrategia comercial de las tiendas para forrarse a nuestra costa. Aun así, debo reconocer que me sigue afectando. Seré sincera contigo. Mi ex me dejó hace cuatro meses sin un motivo concreto, o puede que fueran demasiados… y la cuestión es que aún me duele. No tanto como al principio, por suerte, pero la herida no ha cicatrizado del todo. Quizá nunca lo haga. El problema es que, tras la ruptura, después de atravesar la fase habitual de lloriqueo y depresión, cuando por fin pude levantar cabeza, descubrí que me había quedado entumecida. Como si ya no fuera capaz de sentir. Ahora soy una cáscara vacía. Esa es mi gran verdad inconfesable. Ya que estoy de confidencias, supongo que hoy es un día tan bueno como cualquier otro para decirte que no soy una chica muy normal. Por eso me da tanto miedo conocerte en persona. Soy huraña, irascible, incluso te parecería sosa en un encuentro cara a cara. O borde, o directamente gilipollas. Lo siento. Si después de esto prefieres que dejemos de escribirnos, lo entenderé a la perfección.

Annabel Lee.

Tras enviar el correo, dejé el portátil encima de la mesa y me levanté de la cama, secándome las lágrimas que empapaban mis los ojos. Me sentía diminuta, casi invisible, y una vez más, la angustia me había cerrado el estómago por completo. Dudaba ser capaz de cenar antes de ir a trabajar aquella noche. Lo cual tampoco era una novedad. Me vestí sin apenas mirar lo que me ponía: medias, minifalda y un jersey grueso. Después, fui al baño a peinarme y maquillarme como de costumbre, aunque no me apetecía nada. Mientras recubría mi rostro con una fina capa de Backstage de Dior —ocultando los estragos de otra larga noche en vela —, mi mente fue saltando de un pensamiento a otro. Pensaba en Gael, en cómo me había obsesionado con su persona durante aquella semana escribiéndonos. En lo mucho que necesitaba que esa misma noche se presentara en La Brújula Dorada, aunque no supiera quién era yo. Tan solo para verle, para observarle con disimulo desde lejos, protegida por la oscuridad que me rodeaba, y a través de la cual él sería incapaz de descubrirme. Porque yo era un fantasma, solo eso. Me distrajo el sonido de un campanilleo que conocía demasiado bien. Era el aviso de un nuevo email. Con las manos temblorosas, volví a abrir la pantalla del portátil. El corazón ya me latía a una velocidad dolorosa, pero al ver el nombre de Gael como remitente, estuvo a punto de darme un infarto. Había contestado rapidísimo, más que nunca en realidad. Lo cual no tenía por qué ser positivo. ¿Y si me decía que no quería saber nada más de mí? Incapaz de esperar ni un segundo más, hice clic en el mensaje y, tras tomar una inspiración tan larga que me mareó un poco, comencé a leer:

Para: [email protected] Asunto: RE: Feliz San Valentín

Hola, A: Me pillas saliendo de casa, voy a cenar con unos amigos, y después es probable que me pase por La Brújula Dorada. No sé si estarás ahí, pero mantengo la esperanza de que esta noche te decidas a acercarte para hablar conmigo. ¿Responde eso a tu pregunta…? No quiero perder el contacto. Me gusta escribirme contigo. Me gustan nuestras cartas. No eres la única con sentimientos de vacío. Yo me limito a tachar días en el calendario. A veces ando perdido en mis pensamientos, y no sé qué cara poner ante los demás. Con mis compañeros y amigos río y bromeo, comento aspectos absurdos de la vida y me mofo de ellos. Pero yo soy lo que ahora lees, eso es lo que soy. Gracias por leerme. Gracias por estar.

Solté de golpe todo el aire que retenía en los pulmones, la euforia prendiendo fuego a cada una de mis terminaciones nerviosas. Sabía que no tendría el valor de hablar con Gael aquella noche —ni, probablemente, ninguna otra—, pero tal vez podría mandarle un mensaje de forma diferente. Sonriendo sin ser consciente de ello y con el estómago lleno de mariposas, me calcé las botas y me puse el abrigo. Lista para salir, cogí el bolso, cerré bien con llave y bajé los cuatro pisos a pie, olvidando por completo la cena que me esperaba en la nevera. Me la había preparado horas antes para no ir luego con prisas, aún a sabiendas de que sería incapaz de probar bocado. Al llegar abajo, abrí la puerta del edificio y, por primera vez en meses, salí a la calle con ganas de ir a trabajar. Como siempre, me deslicé los auriculares en los oídos y subí el volumen, recitando por dentro la letra de la canción — Heroes, de David Bowie— , m u y a p r o p i a d a p a r a e l s e n t i m i e n t o q u e m e i n v a d í a :

Though nothing will keep us together We could steal time... Just for one day. We can be heroes, for ever and ever... What d'you say?[2] CAPÍTULO 14

-GAEL-

El día de San Valentín, no se me ocurrió otra cosa que regresar a La Brújula Dorada. Solo que, en aquella ocasión, lo hice acompañado de mi grupo de amigos. En total éramos cinco, todos viejos compañeros de la UB: Miquel — quien apareció de nuevo con Irene—, Marina, Toni y yo. Por suerte, me había librado de que Miquel me endosara a la amiguita de su novia, aunque esta última estuvo de morros conmigo toda la noche. Nada más llegar, me dirigí a la barra con la esperanza de encontrar a Alexa, pero cuál fue mi sorpresa al ver de vuelta a Sonia, la rubia pechugona. La camarera se mostró tan seca conmigo como la primera vez, incluso a pesar de mis intentos por saber cómo se encontraba del accidente. Tras depositar mi cerveza y el cambio sobre la barra, se largó a atender a otros clientes antes de que pudiera darle las gracias. Había dejado a mis amigos en la pista, impacientes por estar lo bastante borrachos como para atreverse a cantar algo en el karaoke, e iba a volver con ellos, cuando me llamó la atención la presencia de una chica menuda con el pelo corto a pocos pasos de mí. —No puede ser —exclamé en voz baja, y le di un toquecito en el hombro. Ella se dio la vuelta, sorprendida. Al reconocerme, sonrió de oreja a oreja, y se lanzó a mis brazos con tal ímpetu que por poco me volcó su vaso encima. —¡Troncoooo! ¡Qué alegría verte! —¿Sol? —La miré de hito en hito—. ¿Qué haces tú aquí? —Te he avisado de que me pasaría con los del trabajo —gritó ella para hacerse oír por encima de la atronadora música—. Como no has contestado, he supuesto que estabas liado. Solo entonces me percaté de que iba acompañada por otra chica. —¿Los del trabajo? —farfullé sin entender nada—. ¿Ahora los loqueros sois fans del karaoke? —Pues parece que menos de lo que me pensaba… Se han rajado todos —se quejó mi amiga, y señaló a su compañera con el pulgar—. Solo ella, que es una santa, se ha dignado acompañarme. O igual es porque es nueva y no se atreve a decir que no, jajajaja… Se veía a leguas que Sol iba bastante entonada, aunque su acompañante parecía en mejor forma. —Soy Gael —me presenté con timidez, rascándome el pelo. Nada más decirlo, sentí cómo toda la sangre se me concentraba en las mejillas. La tía estaba buena de narices, con un aire a lo Zooey Deschanel: melena oscura con flequillo, tan espesa y brillante que parecía sacada de un anuncio de champú, y grandes ojos azules. —Yo Ana —respondió ella, acercándose para darme dos besos. Al momento me invadió una oleada de perfume afrutado—. Encantada. —¿Eres la nueva recepcionista? —pregunté, cayendo en la cuenta. —Exacto —asintió, y le dio un codazo a Sol—. Y no hagas caso de la Abeja Reina, que va un poco pedo. —¿Abeja Reina…? —La mire sin comprender. —Ana insiste en llamarme así desde que descubrió mi apellido —gruñó mi amiga, y al ver mi cara de incomprensión, resopló—. Joder, ¿no te acuerdas que me apellido Abella? Para una madrileña como yo no significa nada, pero aquí a todo el mundo le hace gracia… —Ah, ahora no caía… «¿Joder, la letra A me persigue o qué?», pensé con cara de lelo, alternando la mirada entre ambas. «Solo me falta perder la cabeza por completo y comenzar a sospechar de Sol… o de su nueva compañera.» —¿Estás en otro planeta? —exclamó Sol muerta de risa, dándome una palmadita en la cara—. Ya sé que Ana es muy guapa, ¡pero contrólate un poco, tío! —Perdón, estaba pensando en otra cosa. —Enrojecí cuando vi cómo la aludida se reía con picardía—. ¿Y qué, os animáis a cantar algo? —En realidad, yo ya me iba —anunció mi amiga—. Estoy un poco mareada, no tenía que haber bebido tanto vino en la cena. —Entonces se giró hacia mí y sugirió con expresión inocente—: Gael, ¿por qué no te quedas un rato con Ana y de paso, se la presentas a tus colegas? —Oh, no quiero molestar… —musitó esta. Tras apoyar su cálida mano en mi hombro, me echó una caída de ojos tan insinuante que me pregunté si sería cierto lo que Sol me había contado sobre ella. ¿Aquella era la pobre chica a la que su novio acababa de dejar…? —¡No molestas! —le aseguré enseguida. Me incliné para despedirme de Sol y aproveché para susurrarle—: Tú y tus encerronas, so perra. —Y lo encantado que estás —resopló ella muerta de risa en mi oído, aferrándose a mi cuello como si hubiera perdido el equilibrio. Lo cual, a juzgar por el tufo etilíco de su aliento, era el caso—. De nada, querido. Le di un empujón en broma, pero la sostuve al ver cómo se tambaleaba. Estaba planteándome si acompañarla a pedir un taxi, cuando ella agitó la mano y se largó antes de que pudiera siquiera sugerirlo. —Pues nada, nos hemos quedado solos —musitó Ana con su voz grave y susurrante. Me guiñó el ojo y volvió a apoyarme la mano en el brazo—. Aunque tú has venido con amigos, ¿no? Tampoco te quiero acaparar… —Qué va, ellos están a su bola, haciendo el ridículo por ahí. Míralos… Me dan vergüenza ajena. —Me giré para señalárselos y los dos nos echamos a reír. Estaban todos en la pista, bailando —si a eso se le podía llamar bailar— al son de los berridos de alguien que se había subido al escenario. En teoría, creo que cantaba un tema de Rihanna, pero no habría puesto la mano en el fuego. Una vez la animadora del karaoke hubo recuperado el micro con semblante aliviado, se quitó los tapones que llevaba —me reí por dentro ante la treta— y se agachó para poner una canción nueva. Me quedé atónito al reconocer los primeros acordes de Cascade, de Siouxsie and the Banshees. —No me jodas —solté, sin darme cuenta de que lo había dicho en voz alta, y volví a sentir la cercanía de Ana, quien esta vez me rozó la mano. —¿Qué pasa? ¿Te gusta esta canción? —Me encanta. —Mandando a paseo todos mis miedos y dudas, cerré mis dedos en torno a los suyos y tiré de ella hacia la pista—. Venga, ¡esta la tenemos que bailar! Nos situamos a unos metros de la primera fila, donde mis colegas seguían haciendo el payaso, y nos colocamos el uno frente al otro. Mientras nos balanceábamos al son de la música —yo, bastante cohibido, y ella con aquella seductora confianza—, coreé por dentro las palabras que pronunciaba la chica del karaoke: —…My chest was full of eels, pushing through my usual skin. I opened up new wounds, pouting, shouting… Oh love, like liquid falling, falling in cascades.[3] Tenía gracia, pues recordaba haber pensado que su voz se parecía a la de Siouxsie Sioux, y al oírla cantar aquel tema en concreto, me convencí aun más de la similitud entre ambas. Cuando la canción terminó, estaba dedicándole un aplauso atronador a la animadora, cuando Ana se inclinó hacia mí para hablarme al oído. —Oye, ¿por qué no vamos a dar una vuelta? —¿No quieres que te presente a mis amigos? —Mejor otro día… Hoy no estoy muy sociable. —Puso cara de pena, y de golpe la vi muy frágil. Tal vez todo aquel de rollo de femme fatale fuera pura fachada—. Pero lo entenderé si tú prefieres quedarte con ellos. —No, mujer, ¡qué dices! Mira, espérame aquí, voy a despedirme, ¿ok? —Casi que te espero fuera. ¡Hasta ahora! CAPÍTULO 15

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Tras decir adiós a mis amigos —protestaron un poco por mi repentina partida, pero me dejaron marchar con la promesa de volver a vernos pronto —, me reuní con Ana en la calle. Para mi sorpresa, estaba fumando, pero aplastó la colilla con el tacón de sus botas en cuanto me vio. —Un vicio de mierda —comentó, y añadió con un suspiro—: Lo había dejado, pero recaí después de romper con mi novio. —¿Quieres hablar de ello? —le pregunté con voz suave, mientras echábamos a andar por la helada acera. Ella arrugó la nariz y negó con la cabeza. —Mejor no. Tampoco hay gran cosa que decir. Quizá sea mejor así. — Se encogió de hombros y me sonrió para quitarle hierro al asunto. —¿Adónde vamos? —¿Podemos tan solo… caminar? Adoro dar largos paseos, y el frío me hace sentir viva. No me molesta como a otras personas. —Me parece genial. Yo voy a pie a todas partes, al menos, siempre que puedo. Así que encantado —repliqué con aire caballeroso. Ana volvió a sonreírme y se aferró a mi brazo, tomándose de nuevo unas confianzas que me chocaron un poco. Aunque era tan guapa que solo un idiota se apartaría, supongo. Vistos de cerca, incluso bajo la mortecina luz de las farolas, sus ojos semejaban canicas gigantes de zafiro. No tardamos en desembocar en la Diagonal, y decidimos bajar por Paseo de Gracia en dirección al centro. Mientras caminábamos, Ana fue contándome cosas sobre ella. Al parecer, tras terminar la carrera de Derecho, había pasado cinco años trabajando como secretaria del socio principal de un prestigioso bufete, siempre esperando que aquel viejo gruñón le permitiera llevar algunos casos. Cosa que, por desgracia, no sucedió. —Me acabé cansando, así que renuncié al puesto y me metí a estudiar un máster en Derecho y Ética Médica en Londres. Allí fue donde conocí a Harry… mi ex —aclaró, melancólica—. Habría intentado buscarme la vida en Inglaterra si las cosas con él hubieran seguido adelante, pero cuando cortó conmigo regresé a Barcelona. Apenas dos semanas después de volver, vi el anuncio de la suplencia en la consulta de tu amiga y no me lo pensé dos veces. A ver, está claro que no me he tirado tantos años estudiando para acabar de recepcionista… pero es un trabajo tranquilo, con buen ambiente, y supongo que ahora mismo no podría con el estrés de un bufete. —Creo que haces bien —asentí, pensativo. Aproveché para hablarle sobre mis propias dudas sobre lo que quería hacer con mi vida, la falta de motivación en mi trabajo actual y mis sueños juveniles de convertirme en director de cine. —Tal vez deberías marcharte a Hollywood y probar suerte —bromeó ella. Entonces se detuvo y me miró mientras se humedecía los labios de forma sensual—. Aunque, siendo egoísta, preferiría que te quedaras aquí y me permitieras conocerte un poco mejor… Comenzó a inclinarse hacia mí como si fuera a besarme, y el latido de mi pecho inició un galope desbocado, al tiempo que me invadía un extraño sentimiento de culpabilidad. Justo entonces, el teléfono me vibró en el bolsillo de los tejanos, haciéndome pegar un respingo que rompió la magia del momento. —Lo siento —exclamé azorado, y me acerqué la pantalla al rostro. Era un email de Annabel Lee. Si el corazón ya me iba demasiado rápido, en aquel momento fue como si se tirara por un precipicio. Ajeno al gesto ofendido de mi acompañante, abrí el mensaje y lo leí con avidez:

Para: [email protected] Asunto: Tan lejos y tan cerca

Estabas muy guapo esta noche… Al mirarte desde lejos, incluso me he permitido fantasear que, en alguna otra dimensión, tu y yo podríamos estar juntos. Por cierto, también era muy guapa la chica con la que te has ido. Dile que te cuide, ¿vale?

Annabel Lee.

—Mierda. ¡Mierda! —estallé, asustando a Ana, que retrocedió un paso. Era como si me hubiera olvidado por completo de que estaba a mi lado—. Perdona, lo siento de verdad. Tenía que leerlo, era un… un email importante. Balbuceaba como un imbécil y, por su cara, juraría que estaba a punto de darme un tortazo. No sabía ni qué decir, mi cerebro estaba en shock. ¿Annabel Lee y yo habíamos estado al mismo tiempo en La Brújula Dorada? ¿Quién diablos era? Solo había hablado con mis amigas —Marina, Irene y Sol—, con la borde de la camarera…. y con Ana, claro. Aunque, de hecho, Annabel Lee no daba a entender en su email que hubiéramos hablado. Solo que me había visto. Un momento. ¿Seguiría todavía en el club? No tenía ni idea de a qué hora cerraban, siempre me había largado bastante pronto. Pero siendo un bar de copas, lo lógico sería que no cerrase mucho más tarde de las dos. Consulté mi reloj. Marcaba la 1:46. En nuestro paseo, Ana y yo habíamos llegado hasta la Nike Store, un poco más debajo de la Casa Batlló, lo cual significaba que estaba a unos veinte minutos del local, quince a mi paso, tal vez diez si corría. Solo tal vez. —Ana, sé que me vas a matar —comencé, mortificado—. Pero… me tengo que ir. Me ha surgido una emergencia. —¿Le ha pasado algo a tu familia? —De pronto, su expresión pasó de la ofensa a la alarma—. ¿Puedo ayudarte en algo? —No… no tiene nada que ver con mi familia. Si te soy sincero, es por una persona que conozco… Una chica. —Preferí decirle la verdad; a fin de cuentas, estaba claro que no querría volver a verme después de aquello—. No tengo tiempo para explicártelo. Lo siento de verdad. Pero me tengo que ir ya. —De acuerdo, no te preocupes… —Me miró con una mezcla de rabia y aturdimiento—. Encantada de conocerte. —Le pediré tu móvil a Sol, ¿vale? —exclamé, sin saber ni por qué lo decía, dándole dos besos a toda prisa—. Te lo prometo. —Sí, no hay problema. —Ella me dedicó una sonrisa muy distinta a las anteriores, como si estuviera conteniéndose para no insultarme. Agitando por última vez la mano en el aire, salí corriendo calle arriba. Iba como una bala, sin resuello, y en mis oídos resonaba el taconeo de mis Dr. Martens contra el asfalto, al mismo ritmo que mi pulso. Pum-pum, pum-pum. Para cuando llegué a la Diagonal, el pecho estaba a punto de explotarme. —Joder, ¡venga! —chillé al semáforo en rojo. Cuando por fin cambió a verde, crucé la avenida a la carrera. Pasé de largo los Jardines de Salvador Espriu y torcí a la derecha por la calle Bonavista. Aunque apenas podía enfocar la mirada a la velocidad a la que iba, consulté la hora. La 1:59. « T e n g o q u e l l e g a r » , r e p e t í a u n a y o t r a v e z p o r d e n t r o , c o m o s i f u e r a u n m a n t r a . « T e n g o q u e l l e g a r , p o r f a v o r … T e n g o q u e l l e g a r . » Tras lo que se me antojaron siglos, giré al fin por la calle Martínez de la Rosa. Apenas me separaban veinte metros del local; ya veía el rótulo a lo lejos, la brújula en relieve que formaba la letra «O» de Dorada. « P o r f a v o r , p o r f a v o r , p o r f a v o r … » Llevaba tal ímpetu que por poco me lo pasé de largo. Estaba a punto de desmayarme, y regueros de sudor me corrían por la espalda. Falto de aliento, tragué saliva en un intento de combatir la sed que me resecaba la garganta… y entonces distinguí la persiana metálica que cubría la fachada. Miré mi reloj: las 2:05. A través de los barrotes, alcancé a leer el cartel de la puerta, el cual indicaba que el horario del local era de 22:00 a 2:00. —¡Dejadme entrar, por favor! —chillé, golpeando la reja con los puños —. ¡Solo han pasado cinco putos minutos! Tras un buen rato dando golpes sin que nadie me abriera, acabé sentándome en el escalón de la puerta, jadeando como una locomotora. No podía ser que tuviera tan mala suerte. Al final, desesperado, hurgué en el bolsillo de mis tejanos y saqué el móvil. Entré en la aplicación del correo y, con dedos torpes, me apresuré a redactar una respuesta para mi intrigante destinataria:

Para: [email protected] Asunto: RE: Tan lejos y tan cerca

Estoy en la puerta de La Brújula Dorada. La chica a la que has visto no significa nada, es solo una amiga. Por favor, sal y habla conmigo. Necesito verte… Necesito saber que eres real.

Le di a Enviar y esperé un buen rato por si Annabel Lee respondía. Pero solo conseguí congelarme el culo y deprimirme. ¿La habría perdido para siempre? A lo mejor no estaba convencida de aquella historia: a fin de cuentas, había mencionado a su ex en el último mensaje. Me distrajo un fuerte chirrido a mis espaldas, seguido de un movimiento que me hizo levantarme a toda prisa del escalón donde me hallaba. Boquiabierto, observé cómo la reja metálica se levantaba lo justo para dejar salir a una persona. De inmediato, esta la volvió a bajar y la cerró con llave. Pese a la falta de luz de la calle, identifiqué enseguida la larga melena oxigenada. —¡Sonia! —exclamé, aliviado. Ella pegó un respingo y se giró hacia mí con los ojos muy abiertos. Al reconocerme, una mezcla de rabia y sorpresa deformó sus rasgos. —¿Qué coño estás haciendo aún aquí, desgraciao? ¡Ya te estás largando si no quieres que mi novio te dé una paliza! —Lo siento, en realidad, me había ido hace rato, pero he vuelto hace veinte minutos y ya habíais cerrado… —Cerramos a las dos, lo pone ahí bien claro —me espetó ella, señalando la puerta—. ¿Eres ciego o qué? —Lo siento —repetí como un idiota—. No quería molestarte, solo… —Mira, de hecho, me viene bien que hayas aparecido —me interrumpió ella, alzando una mano—. Antes se me ha olvidado darte una cosa. No tengo ningún interés en participar en esta gilipollez, pero en fin… —¿De qué estás hablando? —pregunté, ansioso. Mi corazón, que llevaba un buen rato acurrucado y aterido en un rincón de mi pecho, levantó las orejas y comenzó a latir con dolorosa rapidez. —Antes de dártelo, quiero dejar bien clara una cosa: no tengo ni idea de qué va esta historia, ¿ok? Así que a mí no me marees. —Sonia hurgó en su ajustada bomber de peluche y se le cayeron al suelo un paquete de cigarrillos y un sobrecito arrugado—. Mierda… con lo que me duele la rodilla. —Ya te lo cojo yo. Me agaché y le devolví ambas cosas, que ella me arrebató arañándome con sus garras postizas color rosa neón. —Toma. —Con un ademán brusco, me tendió la carta. Sin dar crédito a aquella historia, que parecía sacada de una novela de espías, abrí el pequeño sobre, cerrado con el mismo lacre que el primero. Al desplegar con ansiedad el papelito que contenía, observé decepcionado que en él solo había dos palabras escritas a mano:

No desesperes. —¿Qué mierda es esto? —gruñí en dirección a Sonia, y entonces comprobé que ya se alejaba—. ¡Eh, espera un momento! Justo entonces, una moto surgió de la nada y se detuvo a su lado. De ella descendió un tío bronceado y musculoso, con un aspecto tan choni como el de su novia. Tras besarla como si hiciera siglos que no la veía, le tendió un casco y volvió a enfundarse el suyo. —¡Sonia, por favor! —exclamé, acercándome a ambos. —Ya te he dicho que yo no sé nada —me informó ella con aspereza, y se subió a la moto detrás del cachas—. Lárgate de una vez. —¿Estás molestando a mi chica? —inquirió él, amenazante. Le ignoré y me dirigí a Sonia. —Dime tan solo quién te ha dado el sobre y cuándo, y te juro que no te volveré a molestar en la vida. —La miré con ojos implorantes, sabiendo lo patético que debía parecerle, pero me daba igual. Sonia resopló y se ajustó el casco mientras el gorila de su novio le daba gas a la moto, no sé si para intimidarme o solo porque era imbécil. —Me lo ha dado Anacleto al llegar al trabajo… El tío de seguridad — añadió, al ver mi cara de confusión—. Como ya te he dicho, no he caído en dártelo antes, cuando te he visto en la barra. Estuve a punto de soltar una risotada ante la ridiculez de aquel nombre de pila, pero recuperé las formas cuando comprendí que aquella era mi última oportunidad de averiguar algo más. —Pero… ¿te ha dicho que me lo dieras a mí en concreto? ¿Y él cómo sabe quién soy? —Has dicho solo dos preguntas —replicó ella, y le dio una palmadita al neandertal que tenía delante—. Vámonos, Rubén. Satisfecho, su novio volvió a dar gas a la moto y ambos salieron disparados calle abajo, dejándome solo y confundido en medio de la oscuridad.

MARZO

CAPÍTULO 16

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La segunda mitad de febrero pasó en un abrir y cerrar de ojos. Enseguida llegó marzo, con sus días ventosos y un clima aún frío. Sin embargo, cada mañana amanecía un poco más temprano, lo cual era de agradecer. Al sonarme el despertador, salía al diminuto balcón de mi dormitorio y me llenaba los pulmones con el aire helado, contemplando el cielo mientras absorbía agradecido los primeros rayos de sol. Las jornadas se me hacían eternas en el trabajo, siempre ansioso por volver a casa y recibir la respuesta de Annabel Lee, con quien me escribía a diario. Sus correos llegaban casi siempre con el ocaso, si bien en alguna ocasión me había escrito a altas horas de la madrugada. Cuando recibía sus emails al anochecer, le contestaba enseguida y después dormía de un tirón hasta el día siguiente, con el corazón lleno de ilusión y esperanza. En cambio, lo pasaba fatal las noches en que no me respondía hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Incapaz de relajarme, daba vueltas y más vueltas en la cama, retorciéndome como si entre las sábanas hubiera agujas de pino. Al final caía en un duermevela agitado, plagado de inquietantes y vívidas pesadillas, de las que despertaba poco después con el pulso a mil por hora. Entonces, lo primero que hacía era lanzarme sobre el teléfono, por si mi misterioso amor platónico hubiera contestado mientras tanto. —No puedes seguir así —me había dicho Sol en nuestra última charla. Por supuesto, aquello solo fue una vez se le hubo pasado el enfado por el numerito que le monté a su compañera—. Pareces un vampiro, tronco. ¿Te has visto las ojeras? Ya no eres el mismo, apenas sales… solo vives pendiente de esta jodida obsesión. ¡Por Dios, pero si ni siquiera sabes qué aspecto tiene esa persona! Te lo dije una vez y te lo repetiré las que haga falta: sea quien sea, está jugando contigo. Podría ser cualquiera, ¿no te das cuenta? Yo le decía que sí a todo y le daba la razón… pero cada noche volvía a caer. Soportaba sin rechistar las repetidas negativas de Annabel Lee a conocernos cara a cara, tragándome sus excusas y sus hábiles maneras de cambiar de tema. Durante el resto del mes, no volví a poner un pie en La Brújula Dorada. Todavía me quedaba pendiente una conversación con Anacleto —el tipo de seguridad que, según Sonia, le había encargado darme el segundo sobre—, pero prefería esperar a que se calmaran las aguas, no era cuestión de recibir una denuncia por acoso. Y, siendo sincero, todavía me duraba la vergüenza de lo patético que me había mostrado delante de la camarera. Las cosas no cambiaron hasta que llegó el último día del mes, un sábado 29 de febrero, cuando comprendí que ya no podía posponer más el encuentro con el tal Anacleto. Me estaba volviendo loco y necesitaba más datos sobre Annabel Lee: por más que sus emails fueran la gasolina que sustentaba mis días, seguían sin ser suficiente para aplacar mi sed. No aguantaba más aquella escasez de detalles, las dosis que me llegaban a cucharadas minúsculas… cuando lo que yo deseaba en realidad era el cáliz entero, para poder llevármelo a los labios y apurarlo hasta la hez. Sí, bebérmela a ella entera como si de un néctar se tratase, absorber su esencia, sus sueños, sus deseos más profundos. Abarcar de algún modo en mi boca la cegadora claridad que me regalaban sus palabras; tragármela y así hacerla por fin mía. Si no la conocía pronto, acabaría volviéndome loco. Por separado, ambos éramos agujeros negros; unidos a través de las ondas, nos convertíamos en fulgurantes meteoros rasgando la negrura impenetrable del cielo, de aquel universo extraño que nos daba cobijo y que nos vio nacer. Y algo me decía que juntos, cuando ella aceptara por fin verme, seríamos capaces de generar el ardor de un nuevo astro, mil veces más brillante que el sol.

***

Cuando entré en La Brújula Dorada horas más tarde, lo primero que vi fue al vigilante de seguridad, un hombre de unos cuarenta y cinco años en el que jamás me había fijado hasta aquel momento. Deduje que sería el supuesto Anacleto. Al observarle con disimulo, me dije que tenía más pinta de sicario que de guarda, sobre todo por su asombroso parecido con Benicio del Toro y la pose macarra que hacía sobresalir sus abultados músculos. Su camiseta, negra y ceñida, mostraba un tatuaje de bastante mal gusto en el bíceps derecho. Apoyado al lado de la puerta, escudriñaba el entorno con sus impasibles ojos verdes, cuyo toque oblicuo le confería un aire de mafioso ruso francamente acojonante. Su mirada de hielo se clavó en mí en cuanto vio que me acercaba. —Disculpa… —Me aclaré la garganta, nervioso—. ¿Anacleto? —¿Cómo dices? —replicó con fuerte acento eslavo. Mierda, ¿me habría equivocado de tío? —¿Anacleto? —repetí como un estúpido—. Eres el vigilante del local, ¿no? —Claro que soy vigilante —me espetó él, cruzándose de brazos—. Pero ¿por qué llamas Anacleto? —¿No es… no es ese tu nombre? —tartamudeé, comenzando a retroceder ante su mueca de furia. —¿Crees divertido? —Su acento se volvía más marcado por momentos —. ¿Yo cara de llamar Anaqueto? —Anacleto —le corregí. Como si tuviera un instinto suicida, ante lo absurdo de la situación se me escapó una risita que sofoqué enseguida—. Perdona… es que Sonia, la camarera, me dijo que te llamabas así. —Me aclaré la garganta y añadí—: En cualquier caso, estoy aquí por lo del sobre. —¿Qué sobre? —El sobre que le pediste que me diera. El vigilante, cualquiera que fuera su nombre, comenzó a resollar como un toro y apretó los puños. —Mira, si esto es broma, te advierto que… —¡No es ninguna broma! —exclamé, comenzando a cabrearme yo también, pese al miedo que me inspiraba su cara de psicópata—. Llama a Sonia y pregúntaselo si no me crees. Me dio un sobre la otra noche y me dijo que era de tu parte. Bueno, al menos dijo que Anacleto se lo había dado… y entonces añadió que era el vigilante de seguridad. —Mira, chico, primero: yo llamo Yuri. Segundo: Sonia no trabaja hoy noche, así que no podemos preguntar ella. Y tercero…. —A medida que enumeraba, fue extendiendo unos gruesos dedos manchados de nicotina frente a mi cara—: ¿Qué sobre quieres decir? ¿Un sobre con carta dentro? —Endureció el gesto y se me acercó aún más, con lo cual me llegó su aliento a tabaco y chicle de menta—: ¿Tú llamar gay a mí? —Claro que no —me apresuré a replicar, al borde del ataque de nervios. Hice una pausa mientras me replanteaba cómo continuar. Si de verdad no sabía de qué le estaba hablando, era casi imposible explicárselo sin que pensara que me estaba burlando de él, o que estaba tarado. Lo cual, visto lo visto, puede que no andara tan lejos de la realidad. —En teoría —proseguí al fin, inseguro—, se lo diste a ella de parte de una tercera persona que no quiere decirme quién es. Por un momento, pensé que Yuri iba a partirme la cara. Entonces, de golpe, su expresión de rabia se vino abajo y se dobló por la mitad, muerto de risa. Entre el acento y las carcajadas, apenas logré captar sus siguientes frases, incluso soltó algo en ruso. Aun así, me pareció entender algo sobre mi salud mental. Una vez se hubo calmado, el guardia se secó las lágrimas de los ojos mientras resumía mi historia: —Entonces: hay chica misteriosa que escribe cartas de amor, pero ella las da a mí, y luego yo doy a Sonia; por tanto, tú no sabes quién es. Y ahora tú quieres interrogar a mí porque piensas yo soy… cómo llamáis vosotros… ¿sestelino? —Celestino —le corregí en voz baja—. Y no era una carta de amor, era solo una frase. En realidad, nos escribimos emails. —OK. ¿Yo olvido algo? ¿Buen resumen? —No, creo que eso es todo. —Suspiré y le miré con aire cansado—. Bueno, entonces no sabes nada de esta historia, ¿no? ¿De verdad no fuiste tú quién le dio el sobre a Sonia…? Por toda respuesta, Yuri comenzó a desternillarse de nuevo, así que decidí dejarle con su hilaridad y volver a casa con el rabo entre las piernas. De todos modos, con su español macarrónico era difícil entenderse con él. Por un momento, me planteé olvidar el ridículo que acababa de hacer con el ruso y entrar de todos modos. Entonces recordé que, según él, Sonia no estaba, y aquello solo podía significar una cosa… Alargué el cuello hacia el interior y confirmé mis sospechas: era Alexa quien atendía detrás de la barra. Decidido: me largaba a casa. Aquella noche no me quedaban fuerzas para soportar más burlas o cosas peores. —Do svidaniya![4]—gritó Yuri al ver que me iba, aún riendo, y me dio una fuerte palmada en la espalda que por poco me tiró al suelo—. ¡Tú vuelves pronto, amigo, yo divierto mucho contigo! —Que te den —musité yo, en voz demasiado baja para que me oyera. Sacudí la cabeza y me alejé a paso rápido. Solo esperaba que, en ruso, do svidaniya no fuese un insulto.

CAPÍTULO 17

-GAEL-

El último día de invierno cayó en un aburrido viernes de marzo. No tenía ningún plan, de modo que me pasé la noche esperando como un imbécil la respuesta de Annabel Lee… pero esta no llegó. A las cuatro de la madrugada, tiré la toalla y caí rendido en la cama. Dormí apenas cinco horas, acosado por las pesadillas, y al abrir los ojos el sábado por la mañana, me lancé expectante sobre mi móvil. Al ver la barra de notificaciones vacía, la desazón fue afilada y brutal, como el filo de una daga hundiéndose poco a poco en mi estómago. Ese día comenzaba la primavera. Por fin se habían despejado las nubes tras una semana de tormentas, los pájaros cantaban felices en las ramas de los árboles, e incluso el aire relucía con un matiz especial. Debería haberme alegrado, pero en lugar de eso, tenía ganas de suicidarme. Fui a entrenar sin ganas, tal vez en un intento de parar de pensar. Cuando salí de casa, faltaban unos minutos para las diez de la mañana y un sol desvaído se alzaba ya en el horizonte. Sin embargo, el aliento del cielo era gélido como la muerte. Mientras me dirigía a paso raudo hacia mi destino, sentí cómo si incluso mis órganos se cristalizaran. «¿Y a esto lo llamaban primavera? » pensé de mala leche. Una vez en el gimnasio, me subí a la cinta de correr para llenar los sesenta minutos que faltaban hasta mi clase de Muay Thai. Puse la velocidad a once kilómetros por hora, un poco por encima de lo habitual, y galopé como si me fuera la vida en ello durante cincuenta minutos. Cuando me bajé de la cinta, tenía la camiseta empapada en sudor. La ansiedad había menguado en parte, pero no así el intenso frío en mi interior. Me bebí medio litro de agua en tiempo récord y me dirigí hacia la sala, donde me puse a hacer estiramientos hasta que llegó el profesor. La clase se me pasó en un suspiro, quizá porque no me apetecía nada regresar a mi piso y enfrentarme al vacío… y a la falta de noticias en mi bandeja de entrada. Ya en casa, me pegué una ducha bien caliente, puse la estufa en el comedor y me atrincheré con un bol de avena y trozos de plátano, pues aquella mañana no había desayunado. Leí un buen rato, fui al supermercado a por víveres, almorcé algo ligero y caí en un letargo depresivo mientras hacía zapping, pasmado ante la bazofia que emitían. Sobre las nueve, salí a cenar con los colegas del trabajo —solo porque me había comprometido un mes atrás, y porque me amenazaron con diversas putadas el lunes próximo si no me presentaba— y después volví a casa. Nada más llegar, sin ni siquiera quitarme las Martens, me abalancé sobre el ordenador, por si mi móvil se había vuelto loco y la aplicación del Outlook no se había sincronizado bien. ¿Y si un email de Annabel Lee llevaba horas esperándome pero, por alguna mala jugada del destino, no lo había recibido? Pero nada. Seguía sin haber noticias suyas. Su email no llegó hasta las 3:30 de aquella madrugada. En el momento clave, yo andaba tirado en el sofá, pimplándome una cerveza tras otra mientras veía Casablanca por quincuagésima vez. Aún no había perdido la esperanza de que Annabel Lee reapareciera con alguna excusa. Algún asunto de vida o muerte que le hubiera impedido darme la dosis de droga que necesitaba para seguir adelante. Cada una de aquellas letras que, como un desfibrilador, enviaban estímulos eléctricos a mi corazón. — « Here’s looking at you, kid » [5] —farfullé al mismo tiempo que Humphrey Bogart, y alcé la botella en dirección a la pantalla. Llevaba ya una curda impresionante; por ello, cuando justo al terminar de recitar la frase, mi móvil vibró con el aviso de un nuevo correo entrante, al principio creí que estaba alucinando. Entonces distinguí el icono del sobrecito en la pantalla y, al desplegar el panel de notificaciones, el nombre de Annabel Lee resplandeció ante mis ojos como si lo envolviera un aura incandescente. Agitando la cabeza en un intento de despejarme, cliqué en el mensaje y me lancé sobre el texto con la anticipación de un niño la noche de Reyes:

Para: [email protected] Asunto: Ausencia

Querido Gael: Siento no haberte escrito ayer. ¿Te confieso una cosa? Estaba decepcionada. Anoche estuve en La Brújula Dorada y, dado que la semana pasada no apareciste, pensaba que este viernes vendrías. Llámame ilusa, pero la esperanza aleteaba en mi pecho desde el lunes, como la chispa de una llama… de una hoguera que me ha mantenido caliente y a salvo estos últimos días, atravesando la capa de tinieblas y telarañas que recubre mi corazón, ahuyentando a los monstruos que me acechan. Pero al no verte, esa luz se apagó. Y me invadió un dolor y desencanto profundos, como si tuviésemos telepatía y tú estuvieras obligado a saber que yo te estaba esperando. También sentí rabia, una rabia pulsante como una herida infectada, mientras una voz sibilina susurraba en mi cerebro que seguramente andabas divirtiéndote por ahí con gente normal… no como yo. Que, tal vez, me habrías olvidado. Sé que soy injusta, que no tengo derecho a patalear cuando soy yo la que no quiere decirte quién soy, la que no acepta que nos veamos en persona… Sé que, además, soy estúpida, porque me habías enviado un email precioso el jueves, y debería haberme tragado todos los sentimientos que te he descrito —y que no tienen otra culpable que yo misma— y haberte escrito anoche. Pero no fui capaz. Así que perdóname. En todo caso, aunque no vinieras, estuve pensando en ti. Y esta noche, también sin ti, lo mismo. No sé si lo sabes, pero mañana domingo el local estará abierto de forma excepcional, por no sé qué historia de fiesta de la primavera. ¿Y sabes qué? Yo estaré ahí. Con todo el egoísmo del mundo, te pido que vengas. Que me encuentres, de algún modo. Que me saques de mi oscuridad autoimpuesta. Que me arrastres al mundo de los vivos. Quiero dejar de ser un fantasma. Quiero abandonar la Oscuridad y entrar en la Luz, a tu lado. He bebido un poco —un poco demasiado— y no sé muy bien lo que digo. Pero mañana, sea como sea… te estaré esperando. Dulces sueños,

Annabel Lee.

Bloqueé el móvil al acabar de leer y me dirigí hacia el portátil para teclear una respuesta, sin darme cuenta de la sonrisa tonta que dibujaban mis labios. Poco me importaba en qué estado me encontraría el lunes por la mañana si el domingo salía hasta tarde. Lo tenía muy claro: al día siguiente, al caer la noche, iría en busca de Annabel Lee. Y esta vez, costase lo que costase… la encontraría.

CAPÍTULO 18

-ELLA-

El domingo por la noche puse mucha atención a mi atuendo. No todos los días conoce una a su amor platónico… al chico con el que se ha estado escribiendo durante un mes, refugiada tras una identidad secreta. Me enfundé unas medias de lana, una camiseta de manga corta negra que mostraba a Winona Ryder en Bitelchús y una minifalda plisada de tartán verde. Después, me dirigí al baño para maquillarme. Al observarme en el espejo, decidí que hacía mejor cara de lo habitual. Incluso habría dicho que mis ojos relucían mientras les aplicaba una generosa capa de rímel y eyeliner. Me peiné con esmero, me rocié con mi perfume favorito y regresé a mi habitación. Al mirar la hora, comprobé sobresaltada que tenía que salir ya si no quería llegar tarde. Tras calzarme las botas, me envolví en mi pesado abrigo y me anudé la bufanda. Aunque sabía que me congelaría la cabeza, decidí prescindir del gorro para no chafarme el pelo. Aquella noche tenía que estar perfecta. Tan solo rezaba por no echarme atrás en el último momento. Antes de salir a la calle, me miré por última vez en el espejo del ascensor. En mis ojos, el brillo expectante de la ilusión se mezclaba con el pánico en estado puro, dándome el aspecto de un cervatillo deslumbrado por los faros de un coche. Tragué saliva y, con dedos temblorosos, aferré el pomo de la puerta y me dejé engullir por la aterciopelada oscuridad. Comprobé con alivio que no hacía tanto frío cómo esperaba, y me lo tomé como un buen presagio. Estaba hasta las narices del mal tiempo, y con la escasa grasa que recubría mi cuerpo, fruto de mis depresiones y mi falta de apetito, me pasaba el invierno de resfriado en resfriado. Como vivía cerca de La Brújula Dorada, no tardé ni diez minutos en llegar. Debería haberme enfurecido que me obligaran a trabajar un domingo —por lo general, mi horario era de jueves a sábado—, pero aquella noche era diferente. —Buenas noches, detka[6] —me saludó Yuri—. Tú muy guapa hoy. —Spasiba[7] —le contesté con timidez. —¿Es por chico? —insistió el muy cotilla, sonriendo como una hiena—. ¿Tienes nuevo novio? —Nos vemos luego. Le saqué la lengua y me dirigí hacia el vestidor, haciendo caso omiso de los comentarios tontos que soltaba a mis espaldas. Tras dejar mi abrigo en el perchero, estaba abriendo mi taquilla cuando noté una vibración dentro del bolso, que aún llevaba colgado del hombro. Muy nerviosa, saqué el móvil: era un email de Gael. Conteniendo la respiración, hice clic en el mensaje y comencé a leer:

Para: [email protected] Asunto: Esta noche

Buenas noches, A.: No sé si te he hablado alguna vez de mi creencia en el destino y todas esas cosas. El destino es caprichoso y el destino decide lo que pasa. Me gusta dejarme llevar por él y utilizarlo como excusa. Ojalá en el nuestro esté escrito que debemos conocernos. Hasta pronto… ¿quizá?

Gael.

Sentí cómo mi pecho se henchía de gozo, y una sonrisa bobalicona se expandió por mi rostro. Estaba dudando sobre si responder o no, cuando mi compañera Alexa entró en el vestidor con la misma cara de gato de Cheshire que tenía Yuri. —Así que hoy es la noche, ¿eh? —exclamó mientras abría su taquilla. —Hola a ti también —resoplé, poniéndome roja—. ¿Dónde está Sonia? Creí que le tocaba a ella esta noche. —Ya sabes que está considerando dejar el curro. Desde que me contrataron para hacer la suplencia y luego me hicieron fija… —Gracias a mí —la interrumpí, sonriente. —Gracias a ti —asintió ella, guiñándome el ojo—, la tía está encantada cuando le pido si puedo cambiarle el turno. Ha comenzado a trabajar de peluquera por las mañanas, y se ve que igual la pasan a tiempo completo. —Me sorprende que haya renunciado a la pasta extra que supone trabajar un domingo. ¿Es por eso que querías cambiarle el turno? —Qué va. Era para estar aquí y darte apoyo moral… —Me dirigió una sonrisa maliciosa y añadió—: O para llevarte a urgencias si te da un jamacuco. Ya sabes, después de confesarle al buenorro que tú eres Annabel Lee. —Ja ja —ironicé, aún más roja que antes—. Miras que eres cabrona… Me arrepiento de haberte enchufado. —Será mejor que dejes de hablar, no vayas a dañarte las cuerdas vocales y te quedes sin deslumbrar a tu amorcito esta noche. Solté un resoplido y abandoné el vestidor mientras Alexa se desternillaba. Pese a que me moría de vergüenza y la odiaba un poco en aquel momento, en el fondo me reconfortaba su presencia en el bar aquella noche. Por espacio de unos minutos, hice unos ejercicios de calentamiento para la voz y, una vez lista, me encaramé al escenario. Tras preparar el karaoke —repleto de las mierdas comerciales que solían pedirme los clientes—, me aseguré de que tenía los ficheros de audio que utilizaría yo para mi labor de animadora. Había sido muy difícil encontrar la versión instrumental de algunas de mis canciones preferidas, pero removí cielo y tierra hasta dar con ellas. Sobre todo después de enterarme de que, pese a que ya no llevase un look gótico, a Gael le gustaba la misma música que a mí. En mi mente romántica y absurda, aquello solo podía significar una cosa: que estábamos hechos el uno para el otro. Yuri acababa de desbloquear la puerta de entrada, y Alexa estaba ya en su puesto detrás de la barra, de manera que me dispuse a abrir la sesión. Había escogido algo bastante normalito para comenzar, al menos, desde mi punto de vista: I am terrified, de IAMX. Muy oportuno para aquella noche. Los primeros clientes hicieron acto de presencia, y se acercaron a la barra justo cuando llegaba al estribillo: —I am terrified, I think too much. I get emotional when I drink too much…[8] Desde lejos, vi el gesto de complicidad de Alexa: me mostraba el dedo pulgar, aprobando mi elección. Sin dejar de cantar, le dirigí una sonrisa nerviosa. Aún estaban sonando los últimos acordes, cuando un cliente se subió de pronto al escenario. Tomándose excesivas confianzas, se inclinó hacia mí y pegó su boca a mi oreja, cosa del todo innecesaria, pues la poca gente que había entrado todavía no hacía demasiado ruido: —Por favor, ¿podrías poner Move your body, de Sia? Conteniendo un mohín de rabia, me aparté de su pútrido aliento e hice un esfuerzo por sonar amable. —Claro, ¿necesitas que te enseñe cómo va el micrófono o…? —No, no. —El chico se rió como un estúpido—. Me gustaría que la cantaras tú… ¡Yo no tengo ni puta idea! Estuve a punto de espetarle que yo no era un disc-jockey atendiendo peticiones, pero una vez más, me tragué la mala leche. Nada podía alterarme aquella noche. Estaba demasiado ilusionada. —Está bien. —Compuse una sonrisa angelical, que más bien debió parecer una mueca demoníaca, y le señalé la pista—: Pero la próxima vez, por favor, con llamarme la atención desde ahí es suficiente, solo suben al escenario los… —Me mordí la lengua para no añadir «los que tienen huevos» y añadí—… cantantes. —Claro tía, ningún problema —asintió el cretino, alzando las manos como si pretendiera declarar su inocencia. Con un suspiro, me agaché para seleccionar la pista de audio. Al incorporarme y alzar la mirada, mi corazón se detuvo en mitad de un latido y sentí cómo se me secaba la boca. Gael acababa de entrar. CAPÍTULO 19

-GAEL-

Nada más divisar el rótulo de la Brújula Dorada, la sangre empezó a burbujearme en las venas como si hubiera entrado en ebullición. Por un momento, imaginé que la gente a mi alrededor veía nubes de vapor surgiendo de mi piel, y por poco se me escapó una carcajada histérica. Apenas franqueé la entrada, advertí la musculosa presencia de Yuri a pocos pasos. Gracias a Dios, el ruso estaba distraído hablando por teléfono, y no pareció reconocerme cuando pasé por su lado con la mirada gacha. No tuve tanta suerte con Alexa, quien una vez más se hallaba atendiendo detrás de la barra, pues sus oscuras pupilas enseguida se clavaron en las mías. «Lo que me faltaba. ¿Qué mierda hace esa ahí?», me pregunté, vigilándola por el rabillo del ojo. «¿Habrán echado a Sonia? No puede ser que todavía esté de baja…» Sin embargo, a diferencia de lo que me esperaba, en lugar de poner cara de furia o acercarse a mí para cantarme las cuarenta, la camarera se limitó a esbozar una sonrisita misteriosa. Preferí no abusar de mi suerte, y opté por prescindir de la cerveza. De todos modos, aquella tarde ya me había metido unas cuantas entre pecho y espalda, en un intento de calmar mi extremo nerviosismo… aunque lo único que había conseguido era acabar con un mareo horrible. Me aproximé a la pista para analizar el entorno. Sobre el escenario, la animadora del karaoke me observaba desde lejos con su fría mirada verde. Caí en la cuenta de que ni siquiera sabía su nombre y, aunque ya me daba igual —si todo salía bien, pronto conocería a Annabel Lee y el resto de la Humanidad podría irse a la mierda—, me dije que intentaría averiguarlo, aunque solo fuera por curiosidad. La chica estaba cantando una canción de Sia muy movida y los pocos lerdos que bailaban a mi alrededor comenzaban a agobiarme, así que me alejé un poco del escenario y me apoyé contra la pared. De repente, el mismo grupito de pijos retrasados que ya había visto en otra ocasión irrumpieron en la pista y se pusieron a brincar a mi lado como si estuvieran poseídos, pegándome un susto de muerte. —Your body's poetry, speak to me, won't you let me be your rhythm tonight? —vociferó la animadora con una pasión que no le había visto antes—. Move your body, move your body... I wanna be your muse, use my music… And let me be your rhythm tonight. Move your body, move your body![9] «La chica tiene buena voz, hay que reconocerlo», pensé una vez más, atento al contoneo de sus caderas. Era la primera vez que la veía bailar. Antes de aquello, siempre me había parecido una sosa de mil pares de narices, incapaz de mover siquiera un músculo de su escuálido cuerpo. Ahora, sin embargo, derrochaba tal cantidad de energía que su voz habría despertado a los muertos. Como si hubiera sentido mis ojos recorriendo su piel, ella se giró de repente hacia mí y me dedicó una tímida sonrisa. Meneé la cabeza, atónito: mucha cerveza tenía que haber bebido para pensar que aquella borde con pinta de odiar a la humanidad acababa de sonreírme. Claro que lo más probable era que no se acordara de la primera y única vez que habíamos hablado. Me dije que, mientras hacía tiempo esperando a que Annabel Lee hiciera acto de presencia, podía correr el riesgo de acercarme a Alexa y pedirle una birra. Después de esquivar al plasta de Yuri y recibir una sonrisa de la cantante, parecía que los astros comenzaban a alinearse al fin para mí. Con una sonrisa esperanzada, di la espalda al escenario y abandoné la pista mientras revisaba mi móvil. Annabel Lee no había respondido a mi último email; debía de estar ocupada preparándose para venir a mi encuentro… ¡Quizá incluso ya estuviera cerca! Animado por esa idea, me dirigí hacia la barra aún sonriente y le hice señas a Alexa. —¡Eh, Gael! Cuánto tiempo —exclamó ella, inclinándose para darme dos besos que me dejaron de piedra. —Hola… ¿qué tal? —balbuceé como un idiota—. ¿Me pones una Epidor? —Claro, ahora mismo. Fue a buscarla y me la sirvió con una sonrisa. Después se quedó ahí plantada, como esperando a que le diera conversación. —¿Una noche movida? —pregunté por decir algo. —Bah, como siempre —resopló ella, encogiéndose de hombros. —¿Dónde anda Sonia? Me ha sorprendido verte aquí de nuevo… — comenté con cautela, tras darle un trago a mi bebida. —Le cambié el turno —anunció sin dar más detalles, y se apoyó sobre la barra, inclinándose hacia mí con aire travieso—. ¿Y tú cómo estás? ¿Has encontrado ya a tu amor secreto? Tragué saliva y me la quedé mirando, sintiendo cómo el sudor me resbalaba por la espalda. ¿Estaría a punto de confesarme que ella era Annabel Lee? —Pues… todavía no. —Incapaz de sostenerle la mirada, desvié la atención hacia mis manos—. ¿A ti cómo te va en ese tema? —¿A mí? —Ella se echó a reír—. Uf, me temo que no soy mucho de amores secretos… ni del tipo que sean, si te soy sincera. Soy un espíritu libre, prefiero divertirme y huir del compromiso. Me guiñó el ojo y, por fin, se marchó hacia el otro lado de la barra para atender a una chica que la reclamaba. Sin saber muy bien qué significaba todo aquello, me bebí casi toda la cerveza, controlando al mismo tiempo la puerta de entrada, la pista y a Alexa, que seguía ocupada en el otro extremo. Al oír cómo una voz horripilante comenzaba a destrozar Enjoy de Silence, me giré hacia el escenario y vi que la cantante del karaoke se había esfumado. Me costó un poco, pero por fin la localicé en un lateral de la pista. Estaba de espaldas a mí y no le veía la cara, pero se dio la vuelta cuando un rubiales con pinta de guiri apareció de repente y le tiró del brazo. Incluso a aquella distancia, noté que se había quedado patidifusa al verle. Fruncí el ceño, intrigado. ¿Quién sería aquel tío? —¿Todo bien por aquí? —exclamó Alexa, apareciendo de nuevo. Me giré hacia ella con un leve sobresalto. ¿A qué vendría aquella desaforada atención hacia mi persona? —No sé qué decirte… Está a punto de darme algo por el destrozo acústico —comenté con ironía, apuntado con la barbilla hacia el escenario. Al mirar hacia donde le indicaba, su sonrisa burlona se deshizo como por ensalmo. De hecho, su expresión de horror fue tan exagerada que solté una risita. —La chica canta de pena, pero tampoco pongas esa cara, mujer… —No, no es por eso —exclamó ella, mordiéndose el labio. Me giré para comprender qué la tenía tan absorta, y me percaté de que no les quitaba ojo a la cantante y al rubio, ambos inmersos en una acalorada charla. —¿Cómo se llama, por cierto? —¿Cómo? —replicó la camarera, que parecía en otro planeta. Por fin se giró hacia mí y se aclaró la garganta—. Perdona, ¿qué has dicho? —Ella. —Se la señalé con la botella—. La animadora del karaoke. —¿Qué le pasa? —¿Cómo se llama? —insistí, comenzando a dudar de la salud mental de aquella tía—. Esta noche parece distinta… —Se llama Isis —musitó Alexa, devolviendo su atención a la pista. —¿Isis? Vaya nombre más raro, ¿no? —Oye, perdona, pero tengo que dejarte un momento. Dejándome con la palabra en la boca, se apresuró a pasar por debajo de la barra y corrió hacia la puerta del bar. Perplejo, observé cómo le soltaba una nerviosa parrafada a Yuri, quien asintió con la cabeza y le respondió algo, dándole una palmadita en el brazo. Al momento, la camarera se dirigió hacia alguna otra parte —yo no quise despegar la mirada del ruso—, mientras este se encaminaba hacia la barra y se ponía detrás como si tal cosa. Horrorizado, comprendí que Alexa debía de haberle pedido que la cubriera durante un rato, a saber por qué. Sin perder un segundo, apuré el vaso y me largué cagando leches de allí, antes de que aquel plasta me viera y comenzara a pegarme el rollo o a interrogarme. Al levantarme con precipitación del taburete, estuve a punto de llevarme por delante al rubio de antes, que acababa de aparecer a mis espaldas. Viéndole de cerca, me dije que debía de ser nórdico, a juzgar por sus exóticos rasgos y aquel pelo tan claro. —¡Perdón! —exclamé, azorado. Le hice un gesto de disculpa, pero él ni me miró mientras se dirigía a paso raudo hacia la salida. La cerveza estaba haciendo de las suyas con mi vejiga, de modo que aproveché para ir al baño y después regresé a la pista. No había ni rastro de Alexa ni de la animadora. Sobre el escenario, un par de inútiles se esmeraban en destrozar un clásico de los ochenta. Con un resoplido, me apoyé contra la pared y consulté el reloj: faltaban quince minutos para las once. «No te estreses, tío, acababan de abrir», me dije para tranquilizarme. Solo era cuestión de paciencia que mi enigmática amiga hiciera acto de presencia. Yo, por mi parte, la esperaría lo que hiciera falta. Perdido en mis tonterías románticas, me sobresaltó la vibración del móvil en el bolsillo. Ansioso, lo desbloqueé a toda prisa y comprobé que era un email de Annabel Lee. ¿Me avisaría de que estaba a punto de llegar…? Con una enorme sonrisa, hice clic y comencé a leer. CAPÍTULO 20

-ELLA-

Media hora antes

Decepcionada, observé la espalda de Gael abandonando la pista. Unos minutos atrás, tras cruzar nuestras miradas, sus ojos azules se habían deslizado por mi cuerpo con descaro, como una mecha prendiendo fuego a cada centímetro de mi piel, hasta provocar que toda yo estallara en llamas. En un momento de locura, había estado a punto de dejar la canción a medias, salir corriendo hacia él y gritarle que yo era Annabel Lee. Pero justo entonces, él dio media vuelta y se largó. Una clienta me acababa de pedir Enjoy the silence, de Depeche Mode — por fin, alguien con buen gusto— y era una suerte, dado que no me sentía con fuerzas para cantar nada más. Era como si toda la energía hubiera huido de mi cuerpo y me estuviese desinflando a ojos vista, igual que lo haría un globo. « É l n o s a b e q u i é n s o y » , m e f o r c é a r e c o r d a r , i n t e n t a n d o r e c u p e r a r e l o p t i m i s m o c o n e l q u e h a b í a c o m e n z a d o l a n o c h e . « ¿ Q u é s e n t i d o t i e n e d e p r i m i r m e p o r q u e n o m e h a g a c a s o ? » « Y a , p e r o n o d i c e m u c h o a t u f a v o r q u e s e l a r g u e n a d a m á s m i r a r t e » , s u s u r r ó o t r a v o z m a l i g n a e n m i m e n t e . « ¿ N o t e p a r e c e … ? » Sacudí la cabeza para alejar aquellas ideas y me centré en la clienta, que comenzaba a impacientarse. Puse el vídeo con el tema que me había pedido y le cedí el micrófono, tras lo cual me retiré a un discreto segundo plano al pie del escenario. Una vez alejada del foco de atención, volví a sumirme en mis paranoias. Estaba dudando entre ir a por todas de una vez, abordar a Gael y soltarle sin más que yo era Annabel Lee, o encerrarme en el baño y sopesar la opción del suicidio, cuando noté que alguien me agarraba del hombro. Me giré con brusquedad, lista para espetarle al imbécil de turno que me soltara, pero entonces reconocí el sonriente rostro que tenía a escasos centímetros del mío y me quedé, literalmente, sin voz. —Hola, Isis. Cuánto tiempo sin verte. Le miré de hito en hito, paralizada. Incapaz de creer que tuviera a mi exnovio —quien me había dejado el octubre del año anterior, sin motivo comprensible para mí— frente a mis estupefactos ojos. El mismo que me había bautizado con aquel apodo, por el cual ahora me llamaba todo el mundo. —Sven… —musité al fin. Permití que me diera dos besos, aún temblorosa. Su fresco perfume, que tanto había añorado, me inundó las fosas nasales. Olía a lavanda, a limpio, a bosque después de la lluvia. Le observé durante unos segundos sin dar crédito. El brillo chispeante y pícaro de sus ojos claros —de un azul grisáceo que siempre me había recordado a un cielo cuajado de nubes— seguía idéntico a cómo la recordaba, aunque llevaba el pelo, rubio y lacio, más largo que antes. De fondo, la chica que me había pedido subir al escenario berreaba Words are meaningless… and forgettable.[10] Como todos los « t e q u i e r o » q u e h a b í a m o s c o m p a r t i d o c u a n d o a ú n e s t á b a m o s j u n t o s : p a l a b r a s s i n s i g n i f i c a d o a l g u n o . Al menos para él. —¿Qué estás haciendo aquí? —añadí, volviendo en mí y luchando por borrar de mis ojos aquella mezcla de idiotez, miedo y sorpresa—. Creía que habías vuelto a Alemania. —Te echaba de menos —me confesó como si tal cosa, mirándome con su cara de niño, la misma que me había enamorado dos años atrás. Su semblante pálido y pecoso se coloreó un poco en las mejillas—. Cometí un error, Isis… Jamás debería haberme ido. —Pero hace… medio año de eso —balbuceé, incapaz de comprender. —Cinco meses —me corrigió él—. Lo intenté en Berlín, de verdad. Me dije que era lo que quería, que en España no tendría la carrera con la que había soñado, que era necesario renunciar a lo nuestro. —Me agarró de la mano y me estremecí ante el roce de sus dedos cálidos. Aquellos dedos que me habían tocado por todas partes en noches incontables. Me miró a los ojos sin apenas pestañear—: Pero lo cierto es que no puedo… No puedo estar sin ti. —¿Y el nuevo trabajo? ¿Y el piso? —Los dejé. El curro era una mierda y lo otro, una simple habitación en un piso compartido. Tenía que dar un preaviso de dos semanas a ambas partes, y te juro que han sido las más largas de mi vida. Hizo una pausa, aún mirándome con sus iris color tormenta. No pude evitar extender la mano y recorrer su rostro con mis dedos, aquellos rasgos que tanto había conocido y amado —el hoyuelo en la barbilla, la casi invisible cicatriz en el labio superior, las diminutas pecas bajo sus ojos— y creí que iba a partirme en pedazos, o a licuarme y caer a sus pies, expandiéndome en forma de charco humeante y tembloroso. —Volví anoche, pero no me atreví a llamarte —continuó él por fin, cerrando los párpados ante mis caricias—. No tenía ni idea de si te habrías cambiado de número, o si… —¿Cómo sabías que estaría aquí? —le interrumpí con la voz rara; me sentía en mitad de un sueño. No podía dejar de tocarle, como si necesitara comprobar que era real—. Los domingos por lo general cerramos. —Llamé al local anoche —admitió él, apoyando sus manos sobre las mías, que ahora reposaban en sus mejillas—. Quería asegurarme de que aún trabajabas en el karaoke, y la chica que atendió la llamada me comentó que hoy abríais. Creo que era Sonia. —Arrugó la nariz al sonreír—. Aún recuerdo su voz de choni. —La muy cabrona no me dijo nada —musité con la voz ahogada, y pestañeé varias veces seguidas para contener las lágrimas—. Sven, no puedes presentarte aquí como si nada… Es mi lugar de trabajo. —Lo entiendo —se apresuró a decir él, asintiendo con la cabeza—. Solo he venido para pedirte que me des una oportunidad. Una cita, mañana por la noche. Cenemos juntos, como en los viejos tiempos. Por favor… Me quedé mirándole a aquellos ojos claros y un poco hundidos. Recorrí de nuevo con los dedos el perfil de su mandíbula, de sus marcados pómulos y de su cuello, que me dejó su olor impregnado en las yemas. Quería reír y llorar. Desaparecer y, al mismo tiempo, vivir. Abrir los ojos un día más y repetirme que aquello no era una fantasía. Que él había vuelto de verdad. Iba a responderle cuando, con un sobresalto que me estrujó el corazón, me acordé de Gael, que estaría esperándome en la barra. O, mejor dicho, esperando a Annabel Lee. Pero yo ya no quería ser ella. No quería ser un fantasma. Necesitaba ser Anaís… ser Isis, el mote que me había dado Sven y por el cual todo el mundo me conocía en la actualidad. Siempre terminaba decepcionando a la gente, ¿qué más daba alguien más? A fin de cuentas, Gael ni siquiera me conocía. Ni yo a él. Y si tenía que ponerle en una balanza con Sven… estaba claro quién salía ganando. Además, era obvio que yo jamás podría gustarle a ese chico. Solo se había obsesionado con una idea de mí… igual que me había pasado a mí con él. Una imagen que ni siquiera era real, y que no tardaría en desvanecerse como el humo. Tuve que repetirme aquel discurso una y otra vez para creérmelo. Cuando creí haberlo logrado, levanté los ojos y los clavé en la cara expectante de Sven. —De acuerdo —murmuré—. Pero nada de cenas. De momento, un café. Mañana a las seis en la puerta de mi casa. Vi en sus ojos que quería besarme, pero no le di opción, sobre todo al darme cuenta de que, en el escenario, la clienta había terminado de cantar Enjoy the silence y me buscaba con la mirada. Tras darle un rápido beso en la mejilla, me escabullí lo más rápido posible y regresé a mi puesto sin volver la vista atrás. Tuve la suerte de recibir una nueva petición nada más recuperar el micro: un par de chicos se habían contagiado del espíritu ochentero y deseaban cantar otro tema de Depeche Mode. Aproveché la ocasión para escaparme un momento al vestuario y sacar el móvil de mi taquilla. Con el pulso acelerado y unas ganas tremendas de llorar, seleccioné el último mensaje de Gael y le di a responder:

Para: [email protected] Asunto: Re: Esta noche

Gael: Lo lamento muchísimo, pero me ha surgido algo inesperado, así que lo de hoy no va a poder ser. Ahora mismo no puedo alargarme, pero mañana te escribo y te doy una explicación, ¿vale? Te lo prometo. Perdóname, por favor… Hasta pronto,

Annabel Lee.

SEGUNDA PARTE: PRIMAVERA

ABRIL + MAYO CAPÍTULO 21

-ANAÍS-

Sven y yo nos habíamos conocido en una fiesta, un par de semanas antes de Navidad. De aquello hacía ya dos años y tres meses. Se trataba del cumpleaños de Alexa. A mi amiga le caían treinta y, lejos de deprimirse por abandonar para siempre la veintena, estaba entusiasmada. Poco le importaba que fuera Nochebuena al día siguiente: quería celebrarlo por todo lo alto. Por regla general me habría negado a acudir —las fiestas no eran lo mío y, para colmo, siempre acababan liándome para que cantara algo—, pero no podía hacerle un feo semejante a mi amiga. Así que acudí. Fue peor de lo que imaginaba, y me habría largado enseguida de no ser por Sven. Era amigo del primo de Alexa, con quien estudiaba el mismo máster de Robótica en La Salle. Aunque jamás me habían atraído los pijos, me colgué al momento de sus rasgos nórdicos y su cara de niño. Me encantaba su pelo rubio, su rostro un poco alargado, con la barbilla partida y aquella sonrisa traviesa que marcaba arrugas en las comisuras de sus ojos claros. En cuanto le confesé a Alexa que me gustaba, ella insistió en presentarnos, muerta de risa y ya algo achispada. Él me sonrió y me dio la mano en lugar de dos besos, mientras sus mejillas se teñían de rojo. Fue un flechazo en toda regla. Pasamos el resto de la noche juntos, gritándonos al oído para hacernos entender y buscando sin éxito algún rincón tranquilo. Al final, agobiados por la gente y el volumen de la música, nos despedimos de nuestros amigos y nos fuimos a pasear. Iluminados por las farolas y la difusa luz de la luna, recorrimos varios kilómetros mientras nos contábamos la historia de nuestras vidas. Así, él se enteró de que yo había estudiado en el Conservatorio y sabía tocar el piano a nivel profesional, que había aprendido canto y solfeo desde niña, y que mi sueño imposible era ser cantante, aunque por el momento me conformaba con dar música a alumnos de la ESO de lunes a viernes. Por aquel entonces, todavía no había encontrado el trabajo en el karaoke. Yo, por mi parte, me enteré de que él era de Colonia, una ciudad de la parte más occidental de Alemania. Tenía tres años menos que yo y había estudiado Informática en la universidad. Tras un Erasmus en Barcelona, se enamoró hasta tal extremo de la ciudad que, durante el último curso, compaginó la carrera con clases de español tres veces por semana. Al obtener el título, mientras reflexionaba qué quería hacer con su vida, siguió estudiando el idioma durante un intensivo de verano que le permitió alcanzar un nivel bastante alto. Justo entonces murió su abuelo, un hombre acomodado quien a lo largo de su vida había cosechado una gran fortuna, parte de la cual dejó en herencia a su único nieto. Aleccionado por aquellos inesperados ingresos, Sven decidió cumplir su sueño: mudarse a la ciudad condal y cursar allí un Máster en Automatización y Robótica, un tema que le apasionaba. Si bien hablaba con un leve acento, su dominio del castellano era alucinante. Me contó que, tanto durante su Erasmus como una vez ya establecido en Barcelona, había hecho lo posible por rodearse de nativos, a diferencia de sus colegas compatriotas, que solo se juntaban con otros alemanes. Y así, poco a poco, fue aprendiendo a pronunciar y a expresarse como un español más. La nuestra fue una historia de amor llena de altibajos. Comenzó demasiado pronto, demasiado rápido, atrapándonos en un huracán de fuego y furia. Nos amábamos con tanta intensidad como, en otros momentos, nos odiábamos. Ambos éramos muy celosos, y él tenía una tendencia algo violenta que su aspecto de niño bueno ocultaba. Nunca llegó a hacerme daño —por lo menos, no demasiado—, pero tras nuestras agresivas sesiones de sexo acababa llena de moretones y arañazos, con la marca de sus dedos en torno a mi cuello y la huella de sus mordiscos sobre la frágil piel de mis pechos. Y lo peor de todo… era que me gustaba. La situación solía empezar con una pelea, durante la cual nos arrojábamos palabras como dardos, del tipo que jamás deberían decirse a una pareja. En el trancurso de nuestra disputa, a menudo él me estampaba contra la pared o me agarraba del pelo, me mordía los labios hasta hacerme sangre, me gritaba que yo era suya hasta hacer temblar las paredes. Después, me empujaba contra la cama, me subía encima de una mesa o me tiraba al suelo, y ambos follábamos como animales hasta quemar toda nuestra rabia. Hasta acabar jadeantes, empapados en sudor, con el alma en carne viva, de nuevo enamorados el uno del otro como el primer día. El nuestro fue un amor peligroso, un juego de niños que terminó transformándose en una obsesión tóxica y destructiva. Pero los momentos de felicidad a su lado eran tan intensos que me hacían olvidar las noches llorando, la ansiedad cuando me hacía el vacío durante días, o los comentarios mezquinos que a veces dejaba caer sobre mi forma de ser o de vestirme. No me di cuenta de que se había convertido en una droga. De que cualquier palabra que salía de sus labios era tan sagrada para mí como la penitencia dictada por el dios de alguna religión irreverente. Le idolatraba, le veneraba; a veces, le despreciaba. Nuestra relación se volvió retorcida y sectaria. Me alienó de los demás, me hizo olvidar mi amor por la música. Por la vida al margen de él. Cuando encontré el trabajo en el karaoke de jueves a sábado, pensé que sería bueno para los dos. Sven podría dedicar esas noches a salir con sus amigos — siempre me echaba en cara no poder hacerlo desde que estaba conmigo—, y a mí me permitiría tener algo propio. Sería como ampliar mi mundo, no depender solo de él, algo de lo que también solía acusarme durante nuestras horribles discusiones. El karaoke me permitiría ser un poco más independiente, configurar un pedazo de vida que me perteneciera solo a mí. Sin embargo, una vez más, Sven se portó de forma contradictoria, y se plantó allí cada noche, de la apertura hasta el cierre. Camuflado entre el público, vigilaba que ningún cliente se propasara conmigo, y antes de poner rumbo al local, supervisaba la ropa que me ponía, controlando que no fuera demasiado sexy. Entre el tiempo que pasaba pegado a mí y las horas en las cuales se montaba películas en su cabeza —supuestos engaños por mi parte, basados tan solo en sus celos—, descuidó por completo sus estudios, y el Máster que debería haber durado un año terminó convirtiéndose en dos. Entonces, un buen día, me soltó con una frialdad y calma sorprendentes que debía alejarse de mí. Que yo era mala para él, que estaba paralizando su avance en la vida. Que ya no era feliz conmigo, y que se volvía a Alemania. Que estaba cansado de Barcelona, de nuestra relación. En suma, que estaba cansado de mí y, aunque me quería, lo nuestro ya no era lo mismo. Y yo me rompí en pedazos. Le supliqué llorando que no se fuera. Que no me dejara. Me humillé hasta niveles intolerables. Perdí todo orgullo, todo valor como persona. Le amenace con suicidarme, y solo recibí una mirada de desprecio y la respuesta: «No digas tonterías». Le tenté mandándole fotos medio desnuda, presentándome en su casa con la ropa que más le excitaba, fingiendo que solo quería sexo, y él no tardó en caer en mi trampa… para después aclarar, con la piel aún húmeda de nuestro sudor y de mis lágrimas, que aquello no cambiaba las cosas. El día de su partida lo pasé entero en la cama, aletargada por el alcohol y los somníferos, e incluso llegué a barajar la idea de aparecer en el aeropuerto a la hora de su vuelo… pero al final no lo hice. Sobreviví gracias a mis amigos y a mi familia, que me salvaron del infierno en el que yo misma me había metido. Seguí adelante por aquellos que me querían, por respeto a su cariño, a sus intentos de arreglar algo que estaba tan roto que, en realidad, ni con el mejor pegamento del mundo habría vuelto a ser como antes. Y también, sobreviví gracias a las pastillas para dormir y al hambre que me obligaba a pasar a todas horas, para así recrearme en el dolor de mi estómago… y no pensar en el que me estaba desgarrando por dentro. Un buen día abrí los ojos y descubrí que dolía un poco menos. Que la cicatriz, si bien aún tierna y mal cerrada, ya no sangraba como antes. Y traté de remendar los fragmentos de mi corazón maltrecho, poniendo parches ahí donde la carne no había sido capaz de recomponerse. Cuando ya era capaz de volver a reír, de pensar en otra cosa que no fuera él, me dejé arrastrar por la locura de mi amiga Alexa y escondí aquella disparada nota en un libro del Fnac durante un momento de debilidad. Así conocí a Gael y llegué a pensar que, a lo mejor, mi vida amorosa no había terminado para siempre. Sin darme ni cuenta, comencé a enamorarme de él, como se enamoran los niños de los famosos que solo ven a distancia, a través de las pantallas de sus televisores, de sus móviles. Y, pese a mis dudas, al final pensé que valía la pena salir de la oscuridad en la que yo misma me había recluido y acercarme a su luz. Dejarme convencer de que yo podía —y merecía— ser amada. Pero entonces reapareció él. Sven. Mi ángel bello y destructor. El origen y la cura de mi sufrimiento. El único que podía devolverme la vida… o volvérmela a arrebatar. ¿Y qué hice yo entonces? Lo mismo que hacía siempre. Me tiré de cabeza. CAPÍTULO 22

-ANAÍS-

El primer día de abril cayó en viernes, y ni siquiera el amenazante color mercurio del cielo fue capaz de quebrar mi deslumbrante estado de ánimo. Y es que, aquella noche, apenas diez días después del reencuentro con Sven, por fin había aceptado ir a cenar con él. Durante la última semana de marzo, nos limitamos a hablar. A tomar café en el Starbucks de siempre, a dar largos paseos por el centro o por la zona del puerto hasta el atardecer. Sobre nuestras cabezas, el sol estallaba en una orgía de sangre y oro; contemplándolo, yo me preguntaba cómo la vida podía ser tan simple y complicada al mismo tiempo. Tan hermosa y terrorífica. Él no se atrevió a besarme; yo apenas osé rozarle. Después de mi breve pérdida de control aquella primera noche en la Brújula Dorada, cuando dibujé con mis dedos los contornos de su rostro, evité tocarle más allá de lo necesario. Le daba dos besos al decir hola y adiós, pero después me mantenía apartada, esquivando sus repetidos intentos de cogerme la mano, incómoda cuando me retiraba un mechón de pelo de la cara o me hablaba demasiado cerca. Él quizá pensó que ya no le quería, que ni siquiera le deseaba. La realidad era que su sola presencia me inflamaba tanto la piel del cuerpo y del alma que temía explotar si le tocaba, si inspiraba demasiado a fondo su perfume o me perdía en el brillo acerado de sus ojos. No me conformaba con su amistad, con aquel contacto frío y distante tan poco natural. Yo lo quería todo, lo quería con él, y lo quería ya. Pero al no saber lo que él pretendía darme… prefería no tenerle en absoluto. Con él, sería todo o nada. Me pasé el día entero en una suerte de euforia histérica, esforzándome por mantenerme ocupada del modo que fuera, hasta que mi reloj de pulsera anunció las ocho de la tarde con un doble pitido. Como por obra de un hechizo, justo entonces sonó el interfono. Sven estaba abajo. No sé cómo fui capaz de atarme los cordones de las botas y encadenar un paso con otro. Mientras bajaba en el ascensor, mantuve los ojos fijos en el reflejo de mi rostro, verificando que el maquillaje siguiera intacto, que no se me hubiese corrido el lápiz de ojos o salido un grano de última hora. Me había vestido como a él le gustaba: botas de tacón alto y medias de encaje hasta la mitad del muslo, su sensual borde oculto por el bajo de mi vestido. Encima, una cazadora negra de polipiel y un pañuelo adornado con tachuelas para protegerme la garganta. —Buenas noches —me saludó, tras los dos besos de rigor—. Estás preciosa. —Gracias, tú tampoco estás mal —bromeé con nerviosismo. En realidad, estaba increíble. Llevaba un jersey gris ajustado, tejanos oscuros y unas deportivas blancas que nunca le había visto. Su cabello rubio relucía como el oro bajo las farolas, y un suave rubor teñía sus mejillas pecosas. —Menos mal que te aprobaron las vacaciones en el pub, ¿no? — comentó mientras echábamos a andar—. Si no, lo habríamos tenido difícil para quedar hoy. —Sí, fue una suerte —respondí, distraída—. ¿Adónde vamos? No me quisiste decir dónde habías reservado. —Espera y verás… —Me tendió la mano, clavando en mí una mirada de esperanza—. ¿Confías en mí? Había muchas cuestiones contenidas en aquella pregunta en apariencia simple, pero por una vez, decidí dejar de lado el miedo y me agarré a su mano, asintiendo. Sonriendo, él me condujo a través de aquellas calles por las que tanto habíamos paseado en su día. A medida que nos adentrábamos en el corazón de Gracia, ambos charlábamos como si nada, fingiendo una normalidad que yo, por lo menos, estaba muy lejos de sentir. Cuando nos detuvimos frente al restaurante Amélie de la plaza de la Vila, sonreí de oreja a oreja al tiempo que una sensación cálida y dulce como el chocolate derretido se expandía por mis venas. —Te has acordado… —¿Cómo no iba a acordarme? —Me apretó la mano y se giró para mirarme a los ojos—. Fue aquí donde cenamos juntos por primera vez… y donde comencé a enamorarme de ti. No fui capaz de responder. Tras anunciarle nuestra reserva, un camarero nos condujo hacia una mesa para dos al fondo del local. La misma que ambos habíamos ocupado aquella primera noche, años atrás, como si fuese cosa de brujas. No sé si fue el vino, la íntima luz de las velas o los deliciosos platos que engullimos —babaganoush, pasta con verduras y crumble de manzana para compartir—, pero sentí cómo, poco a poco, olvidaba aquel pánico opresivo que me había impedido ser yo misma durante las últimas semanas. De pronto, volvía a ser capaz de respirar. Y con cada frase, cada mirada de Sven, me quedaba más claro que su intención era recuperarme… al precio que fuera. Después de la cena, nos metimos en un bar de copas al que nunca habíamos ido, llamado The Hideout. Ambos íbamos ya un poco entonados por la bebida, y yo nunca había aguantado demasiado bien el alcohol, por lo cual me pedí un refresco. Aun así, era como si estuviera ebria: me reía por cualquier cosa, sentía cómo se me iba la cabeza, y un cosquilleo expectante me recorría las piernas y la barriga. —Has tenido una potra increíble con el piso —comenté cuando acababan de servirnos. Sven me había explicado que, tras unos días ocupando el comedor de su antiguo compañero de piso —un cuchitril que a mí siempre me pareció demasiado pequeño, incluso para una persona—, por fin había firmado el contrato de alquiler de un apartamento cerca de la Plaça de Sants. —Pues sí… aunque ahora no me apetece mucho hablar de un tema tan aburrido —replicó él, y ocultó una sonrisa enigmática tras su botellín de cerveza. Sentí cómo la sangre me borboteaba excitada en las venas, al borde de la efervescencia. Mi pulso parecía listo para lanzarse en parapente. —¿Ah, no? —murmuré con las mejillas rojas—. ¿Y de qué te gustaría hablar, entonces? —De lo buena que estás con ese vestido —me susurró al oído, acariciándome el lóbulo con su aliento cálido. El roce de sus labios me produjo un escalofrío—. O de las ganas que tengo de arrancarte la ropa interior. Le miré con los ojos muy abiertos y comprendí que estaba borracho. —Pues tengo dos noticias para ti —repliqué cuando por fin recuperé la voz, tratando de hacerme la interesante. —Dime. —Primero, que me muero por dejar que lo hagas… aunque sería terrible para mí. —¿Y eso por qué? —respondió él, con una dulzura que dibujó unas dolorosas grietas en mi corazón. —Porque tengo miedo de que me hagas daño —susurré sin mirarle. Él me abrazó y aproveché para ocultar la cara en su cuello. Temía ponerme a llorar… mostrarle esa debilidad en mí que él aborrecía. —Yo jamás volveré a hacerte daño, Isis… —me prometió, acariciándome el pelo, y me levantó la barbilla con delicadeza. Me perdí en el azul grisáceo de sus ojos, perceptible incluso en la penumbra del bar. Incapaz de controlarme ni un segundo más, apoyé las manos en sus mejillas y atraje su rostro hacia mí. Nuestros labios se unieron y encajaron como un puzle perfecto, como siempre había sido entre nosotros. El aire vibró, electrizándose, y casi me pareció oír el zumbido de la corriente en el aire. —Por cierto, ¿cuál era la segunda noticia que tenías que darme? — recordó él cuando por fin nos separamos—. Antes has mencionado dos. —Ah… —Se me escapó una risita y le miré con expresión malvada—. La otra noticia es que no puedes arrancarme la ropa interior… porque no llevo. Él me miró boquiabierto, como si dudara de haber oído bien. Y entonces, una sonrisa tan diabólica como la mía se expandió por su cara. Volvió a besarme con avidez y, amparado por la oscuridad del bar, deslizó poco a poco una mano entre mis muslos, como preguntando en silencio si me parecía bien. Jadeante, yo separé las piernas por toda respuesta, y hundí los dedos en su pelo al tiempo que nuestras lenguas iniciaban una lucha frenética. —Joder, Isis —me gimió al oído unos segundos después, mientras yo me estremecía entre sus hábiles dedos—. Estás empapada. —Vámonos de aquí, por favor —le supliqué en voz baja, consciente de que ya no había marcha atrás—. Vámonos a mi casa. No necesitó que se lo dijera dos veces. Ya habíamos pagado la consumición, de modo que salimos del local a toda prisa. Él me agarró de la mano y me condujo con firmeza por las estrechas calles, como si fuera una niña. Apenas recordaría nada de aquel recorrido horas después, de aquella desesperada carrera hacia la liberación, ambos presos de una necesidad acuciante, de una pasión como una ola de fuego que nos abrasaba la sangre hasta hacerse insoportable. Ya en mi casa, apenas había cerrado la puerta con llave cuando él comenzó a arrancarme la ropa. Sin miramientos, me zarandeó hasta despojarme de la chaqueta y del vestido; después, de un empujón me hizo entrar en el dormitorio. Caí desnuda sobre la cama, y aún no había tenido tiempo de reaccionar cuando él se arrodilló entre mis muslos y hundió la cara en mi sexo. —Dios, había echado tanto de menos tu sabor… —musitó mientras yo me deshacía entre jadeos y escalofríos—. Dulce y caliente como el Glühwein[11]… En ese momento, estuvo a punto de sufrir un ataque de ansiedad. De estallar en los sollozos violentos que me reptaban por la garganta, pugnando por salir de mi boca en forma de viscosos tentáculos para estrangularme sin piedad. Creí que iba a asfixiarme o a sufrir un paro cardíaco. Mi cuerpo entero temblaba, no solo por los latigazos de placer que la boca de Sven provocaba en mi zona íntima, sino por la locura de dejarme arrastrar por él, de poner en riesgo mi íntegridad física y mental por aquel niño jugando a ser hombre que ya me había destrozado la vida una vez… y que podría volver a hacerlo, hasta que de mí no quedaran ni las cenizas. De algún modo, el instante de histeria pasó y logré contener el llanto. Cuando no pude soportar más la urgencia por tenerle dentro, le arranqué de entre mis piernas, le empujé a mi lado en la cama y me subí encima de él. Tras lanzarle un preservativo que él abrió y se colocó en tiempo récord, le guié hacia mi interior y dejé que me penetrara con fuerza, provocando que me vibrara la sangre y los órganos, incluso los huesos. Supongo que, en realidad, el acto en sí no duró demasiado… pero, de algún modo, a mí se me antojó eterno, como un paréntesis en el tiempo. Me sentía atrapada en el núcleo de un huracán, o subida a lomos de un purasangre desbocado, siempre a punto de precipitarme contra el suelo. De perder el control y desaparecer. Cuando alcancé por fin el orgasmo, no pude contener el alarido animal que brotaba de mi interior como un géiser. Era un grito que venía desde muy lejos, de placer y de dolor desgarradores, unidos en un estallido de luz que nos cegó a ambos. Casi a la vez, Sven alcanzó su propio clímax, y los dos nos besamos entre convulsiones a medida que, poco a poco, los coletazos del intenso gozo compartido se disolvían en una lluvia de chispas a nuestro alrededor. Mientras Sven se desprendía del preservativo, abrí el Spotify en mi móvil para reproducir mi álbum preferido de David Bowie —The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars— y me desplomé sobre su pecho, aún jadeante. Él, sin embargo, me tomó por la barbilla con suavidad y se zambulló en mis ojos. Lo que sentí al mirarle reactivó la intensidad de aquella emoción primaria y prohibida, la misma que llevaba conteniendo desde que habíamos caído desnudos sobre la cama. Como una ola arrollando a un surfista temerario, la violencia de mis sentimientos me aplastó por completo, bloqueándome el pecho hasta que sentí que explotaría si no lo soltaba. Mortificada por la certeza de estar a punto de mandarlo todo al garete, oculté la cara en su pecho y estallé en sollozos. —Te quiero —balbuceé, hecha un mar de lágrimas. Ahora que ya lo había soltado, me quedé a gusto repitiéndolo—: Dios, te quiero… Él sonrió y me estrechó entre sus brazos. —Yo también te quiero, meine Liebe… —¿Eso significa que estamos juntos de nuevo? —murmuré, sin dar crédito a lo que estaba pasando. Sin atreverme a mirarle, a alzar siquiera la voz. —Sí —exclamó él, y se aferró a mi rostro, pegando su frente a la mía para verme lo más de cerca posible—. Claro que sí. —Esta vez no dejaré que te escapes —le amenacé, aún llorosa. —Ni yo pienso hacerlo —me aseguró, cobijándome de nuevo en su pecho—. No volvería a perderte ni loco, Isis… Arrullada por la melodía de su pulso, noté cómo iba calmándome. Su respiración se acompasó con la mía y ambos permanecimos callados en la negrura del dormitorio, hasta que me sumergí en una mezcla de sueño y fantasía: yo, sentada en un columpio que pendía de su corazón, balanceándome al son de sus latidos como si se tratase de una gigantesca campana. «Te quiero», musité en mi mente, medio grogui. «Te lo digo por dentro, porque no me atrevo a repetírtelo más en voz alta, arriesgándome a asustarte, a romper este cuento de hadas. Te quiero.» Seguí gritándoselo en silencio, cada vez más adormilada. Se lo confesé asimismo con mi pulso, como respondiendo al que retumbaba en mi oído, con mis pulsaciones metálicas y retumbantes como las campanadas de una iglesia. «Te quiero», entonaban a cada vibración, y me pregunté si no lo oiría el mundo entero, si no retumbaría en los confines de aquel universo extraño e infinito en el cual, de algún modo, nos las habíamos arreglado para encontrarnos. Levanté la cabeza para mirarle, para volver a escuchar de sus labios que estábamos juntos, pero vi que se había quedado dormido. Sonreí con ternura y le besé en la mejilla, tratando de no despertarle. Entonces, a sabiendas de que no podía oírme, me volví a tumbar sobre su pecho y susurré: —Mi mundo entero se concentra en el latido de tu corazón. CAPÍTULO 23

-GAEL-

Para: [email protected] Asunto: Nosotros

Querido Gael: Te prometí una explicación y aquí la tienes, aunque no va a ser fácil. En alguno de mis emails anteriores te hablé de mi ex, pero nunca te conté gran cosa realmente. Tampoco lo haré ahora, pues no es mi intención aburrirte con el tema, pero debes saber que él ha vuelto a entrar en mi vida… y yo no sé muy bien lo que quiero. Dudo entre darle una oportunidad o mandarle a la mierda, pero debo sincera contigo: hoy por hoy, sigo enamorada de él. Tal vez pienses que soy una falsa, que debería habértelo dicho antes. Supongo que ni yo misma quería aceptarlo. El hecho de que le siga queriendo no significa que vaya a volver con él, pero sí demuestra que no estoy preparada para conocer a otras personas. Ignoro lo que yo significo para ti, si te haría daño que nos viésemos y, poco después, resultara que no puedo seguir adelante con lo que un día comenzamos a través de estos emails, de estas «cartas», como tú las llamas… Sin embargo, una cosa sí la tengo clara, y es que no quiero ni que esa posibilidad exista. Ni en sueños querría causarte daño alguno, Gael. Este email no es un adiós definitivo: me gustaría pensar que podremos seguir hablando, que acaso, algún día, incluso nos conozcamos. Pero ahora mismo estoy demasiado perdida, llena de miedo y de interrogantes. Y no quiero que tú tengas que sufrir mis dudas y mi incertidumbre. Me niego a marearte, a caer en la tentación de mentirte. Siendo egoísta, admito que me gustaría seguir en contacto contigo… pero ignoro lo que deseas tú. Y aunque me digas que sí, que sigamos escribiéndonos como si nada, sé que sería injusto para ti. Y me repugnaría ser esa clase de persona. Así que espero que puedas perdonarme. Hoy no te digo adiós, no soy capaz de ello… En lugar de eso, te digo hasta pronto. Ojalá el destino —ese en el que crees y te gusta utilizar como excusa— vuelva a cruzar nuestros caminos algún día. Hasta entonces, espero que sigas esperándome en algún lugar. Tuya,

Annabel Lee.

Había releído aquel jodido email por lo menos cien veces durante los últimos diez días, pero seguía sin tener sentido. ¿Cómo era posible que, justo cuando por fin iba a conocer a la mujer que había puesto patas arribas mi vida, esta se esfumara ante mis ojos, como el maldito rayo de luna en la leyenda de Bécquer? Por supuesto, le había contestado al momento, suplicándole que cambiase de idea. En ocasiones me avergonzaba de ello, de haberme rebajado de aquel modo, de ser tan patético. En otros momentos, sin embargo, hallaba cierto placer morboso en haberme postrado ante ella, como si fuera una diosa y yo su mero esclavo. Era una sensación reconfortante con la que tiraba adelante en los peores días, aquellos en los que lo veía todo negro. En cualquier caso, contactar con Annabel Lee no había servido de nada. Le había mandado dos emails después de que todo se fuera a la mierda, sin obtener respuesta alguna. Ya me lo esperaba, pero no por ello se hacía menos duro. No volví a la Brújula Dorada durante un tiempo: el recuerdo de lo que pudo ser y no fue dolía demasiado. No quería tener que enfrentarme al desaliento, rememorando la ilusión de los primeros días; no quería ver la cara de imbécil de Yuri, ni soportar la bordería de Sonia. Me negaba a recibir más sonrisas de Alexa, a seguir presionándola para que me dijera quién coño era su amiguita. La misma que me había jodido la vida sin ni siquiera tener cara. Mis colegas del trabajo, los de la uni, Sol, mis padres… todos los que me conocían trataron de animarme, tanto los que estaban al corriente de la chica fantasma como los que no. Se esforzaron por devolverme la ilusión, por hacerme ver que había más peces en el mar. Pero yo seguía emperrado en que Annabel Lee era la mujer de mis sueños, y que sin ella nada valía la pena. Por supuesto, pasaron los días, y terminé por aceptar algunas propuestas de amigos, a forzarme a salir, a ver a otras personas. El pesado de Roger me estuvo dando por saco en el trabajo hasta que, el primer viernes de abril, por fin acepté ir a tomar algo con él y otros dos compañeros. Birra tras birra, acabaron dándonos las tantas. Cuando los otros dos decidieron que ya habían tenido suficiente y nos dejaron solos a Roger y a mí, terminé confesándole lo que me pasaba entre balbuceos alcohólicos y risitas tontas, con las que traté de esconder mi vergüenza por ser tan cursi. Pensé que se burlaría de mí, pero en cambio, puso todo su empeño en remontarme la moral y, de algún modo, me convenció de que me apuntara al Tinder. Sí, esa pestilente aplicación de ligoteo. Más tarde, le echaría la culpa a su insistencia, a la luna y al alcohol… pero sé que acepté la idea porque estaba desesperado, ansioso por remplazar a mi fría y lejana diosa. Por llenar su ausencia, aunque fuera con una insignificante mortal. Apenas dos semanas después, tenía ya a cuatro candidatas interesadas en conocerme. A una la descarté por ser demasiado joven; a otra, cuando una charla telefónica me permitió comprobar que tenía voz de camionera y era más garrula que Sonia; a la tercera, porque su nombre empezaba por A, y le había pillado manía a cualquiera que compartiera inicial con mi particular obsesión. Así, al final me quedé tan solo con Olivia: una inglesa de veintinueve años que me recordaba a Blake Lively, casi tan alta como yo, con una larga melena dorada y piernas de infarto. Le propuse quedar un sábado por la noche para tomar algo por el centro y aceptó sin dudarlo. Ni siquiera se esforzó por ocultar que su único interés en mí era el polvo rápido que echamos en el callejón trasero del bar, y que me dejó un regusto a desaliento y a vergüenza. Por suerte, yo tampoco tuvo que fingir que me interesaba mantener el contacto cuando se despidió de mí y, entre besos ebrios, me contó que se volvía a Londres al día siguiente. Después de Olivia, vinieron María, Raquel, Laura… Sus nombres se entremezclaban a lo largo de tórridas noches de alcohol y desenfreno, que siempre terminaban en amaneceres de hielo y decepción. Despertaba en sus camas al día siguiente, herido por la fría y despiadada luz de la mañana, la cual me descubría todos los defectos que la borrachera, un modelito favorecedor y el maquillaje habían camuflado en sus caras y en sus cuerpos. Y es que es imposible medirse con la perfección de una diosa sin rostro, pues la realidad no puede competir con una fantasía surgida de nuestra mente. Antes de que me diera cuenta, llegó mayo. Los días comenzaron a estirarse como una goma elástica y la atmósfera, a volverse pesada y asfixiante. Intoxicado de tanta superficialidad, asqueado por aquella abundancia de sexo sucio y barato que había dejado de satisfacerme —si es que alguna vez lo hizo—, terminé eliminando mi perfil de la aplicación. Bloqueé a todos los contactos recientes de mi móvil y, en lugar de salir a desfasar, dediqué mis noches a algo útil: investigar sobre el diploma en Dirección Cinematográfica con el que llevaba soñando toda mi vida. Tras hacer una serie de cálculos, comprobé que, entre mis ahorros y una generosa ayuda de mis padres, podía financiarme sin problema toda la carrera. Además, no tendría problema en obtener una reducción de jornada en el trabajo para asistir a clase por las tardes. Una vez decidido a retomar las riendas de mi destino, y mientras esperaba a que se abrieran las solicitudes para la ECIB[12], me apunté a un curso de escritura creativa en el Pati Llimona, un centro cívico a quince minutos de mi casa. En la primera clase conocí a Nerea. Oriunda de Bilbao, se había mudado a Barcelona tres años atrás para empezar de cero tras la muerte de su pareja en un accidente. Tenía cinco años más que yo, y unas arrugas en torno a los labios que delataban sufrimiento, pero también muchas sonrisas. Desde el punto de vista físico, era una chica normal, tirando a mona. Sus ojos eran enormes, cálidos y oscuros como pedazos de carbón en su cara de muñeca, con la nariz diminuta y una boca en forma de corazón. Apenas llegaba al metro sesenta, pero tenía una energía desbordante y un humor dicharachero que contagiaba a todo aquel que se le acercara. Era sorprendente que alguien que había sufrido tanto tuviera tanto amor por la vida. Tal vez por eso, por la luz que irradiaba en la árida noche de mis días, enseguida me convertí en su amigo. La insensibilidad que me caracterizaba durante esa época no me impidió darme cuenta de que Nerea buscaba en mí algo más que amistad. La forma en que me tocaba con cualquier excusa, sus carcajadas ante los disparates que le soltaba al oído durante los interminables rollos del profesor — incluso aunque no tuvieran gracia—, sus remoloneos al terminar la clase, las incesantes propuestas para hacer algo juntos los fines de semana… En mi egoísmo, pensé que tal vez haciéndome el loco ante sus coqueteos me libraría de tener que rechazarla. Que terminaría comprendiendo que lo nuestro era imposible. Sin embargo, tres semanas después de comenzar el curso, sucedió algo que me forzó a sincerarme con ella. Era viernes noche. Habíamos ido a tomar unas cañas después de clase los dos solos, pues el resto de compañeros habían quedado o preferían irse a casa. Debería haber mostrado más sentido común, no quedarme a solas con ella o, en su defecto, esquivar el riesgo que suponía dejarse llevar por el influjo etílico y las consecuentes desinhibiciones. No obstante, no lo hice, y llegó el temido momento: Nerea intentó besarme… y yo le hice la cobra. Incluso a pesar de que, por espacio de una vergonzosa milésima de segundo, consideré dejarme llevar y aprovecharme de su candor, de su incomprensible fascinación conmigo —más aún teniendo en cuenta que aquellos días andaba con la autoestima por los suelos— y, como se suele decir, dejarme querer. Pero recuperé el sentido común y me aparté en el último segundo. Ella se lo tomó fatal; por un momento, incluso pensé que iba a pegarme, pero después me pidió perdón y, con paciencia de santa, escuchó mis burdos intentos de explicar por qué lo nuestro no podía ser. Incluso cuando acabé confesándole mi amor por una mujer sin rostro conocido, de cuya existencia ni siquiera estaba seguro. Por desgracia, esa fue la última que vi a Nerea. No volvió a aparecer por el centro cívico, y yo no me vi con ánimos de contactar con ella y forzarla a una amistad que solo le haría daño. La pobre ya había sufrido bastante. Así fue cómo mandé al traste lo que podría haber sido una relación bonita, duradera y, sobre todo, real. Por perseguir un imposible que, lo más seguro, ya ni se acordaría de mí. La tarde siguiente —un sábado desabrido en el cual incluso la luz del sol, a ratos oculto entre las nubes, se me antojaba moribunda— estaba tomando un café en el Starbucks de plaza Universidad cuando, sin saber por qué, aparté los ojos del libro que estaba leyendo y me fijé en la delgada figura de una chica que esperaba su turno en la cola. Iba vestida de negro, con el pelo corto teñido del mismo color. Vista de perfil, se daba un aire a la actriz Carrie-Ann Moss. Fuera del contexto donde la había visto hasta entonces, tardé unos segundos en reconocerla. Entonces caí en quién era y me quedé pasmado. Sin saber muy bien lo que esperaba conseguir ni si aquello era buena idea, me levanté de la mesa y me acerqué a ella, con el vaso de papel vacío en una mano y mi libro en la otra. Esperé a que hiciera su pedido —un café con leche de almendras para llevar— y, cuando se dirigía hacia el final de la barra para que se lo entregaran, le di un toquecito cauteloso en el hombro. —¿Hola? Ella se giró de golpe hacia mí, asustada. Entonces, sus ojos color verde grisáceo se agrandaron por la sorpresa, dejándome claro que también me había reconocido. Al verla tan de cerca, comprobé que hacía mejor cara que un mes atrás: tenía los rasgos menos afilados y sus ojeras habían desaparecido. Tan solo llevaba una discreta raya negra bajo los ojos y, sin el maquillaje exagerado con el que la había visto hasta entonces, me pareció más joven… y más atractiva también. Era la animadora del karaoke de la Brújula Dorada. CAPÍTULO 24

-GAEL-

—Nos conocemos de algo, ¿verdad? —dudó la chica con el ceño fruncido y, de pronto, una mueca irónica asomó a sus labios sin pintar—. Espera… Con esa barba no te había reconocido, pero ahora caigo. Eres el borde que me hizo preguntas raras una noche en el bar donde trabajo. —Culpable —repliqué, con una sonrisa de disculpa—. Lo de la barba es reciente, mucho me temo que he caído presa de la corriente hipster. —Al ver que no se reía, añadí—: Y siento lo de aquella noche… No pretendía ser maleducado. Ella encogió sus estrechos hombros, y musitó un gracias al camarero cuando este le entregó su café. Entonces se giró de nuevo hacia mí, titubeante. Era evidente que se sentía incómoda. —¿Qué tal todo? —preguntó al fin. Posó en mí sus grandes ojos y dio un sorbo al latte, ocultando la mitad de su rostro tras el enorme vaso. —Bien, supongo… —respondí, también cohibido—. Te llamas Isis, ¿no? Un nombre curioso. Ella asintió sin hacer ningún comentario y dio otro trago a su café. —Yo soy Gael —me presenté, sin saber si darle dos besos. Al final decidí no hacerlo, sobre todo al ver que ella no se acercaba—. Vivo aquí al lado. —Yo no, pero me apetecía mirar tiendas —repuso ella, y comenzó a andar hacia la salida—. ¿Vienes? No quiero quedarme aquí en medio, y el ruido me está estresando. Asentí con cara de lelo y la seguí hacia el exterior de la cafetería. Allí se giró hacia mí y sonrió, resquebrajando en parte la fachada de frialdad que la caracterizaba. —En fin, un placer saludarte y resolver nuestras diferencias, supongo — se despidió con un mohín burlón—. Ya no vienes por el bar, ¿no? —No… Hace mucho que no —respondí, sin entrar en detalles—. ¿Y qué tiendas querías mirar? Ella soltó una carcajada inesperada. Se reía con un toque macarra, pero resultaba agradable al oído. —Qué cotilla eres, ¿no? —me espetó, incrédula—. ¿Y a ti qué más te da? —Era solo por… hablar de algo —balbuceé. ¿Por qué me ponía tan nervioso aquella rancia? Era ridículo. Intenté salvar mi dignidad como pude —: Pero oye, está claro que no te caigo bien, así que te dejo con tus cosas. ¡Hasta otra! Comencé a alejarme, pero me detuve al oír cómo se reía y me di la vuelta, sorprendido al ver que me había seguido y la tenía a dos palmos. —Era una broma —exclamó ella, aún sonriente, y tras otro largo trago, arrugó el vaso y lo arrojó a una papelera cercana—. Quería mirar unas botas que vi en la calle Tallers. Es mi calle preferida. —A mí también me gusta —asentí, y esbocé una sonrisa triste—. Lástima que el ambiente de hace unos años haya desaparecido. —Sí, ¿verdad? —Me miró sorprendida, como si no se esperara que yo dijera algo así—. ¿Te va también el rollo oscuro o qué? —Me iba —aclaré, encogiéndome de hombros—. Bueno, la música aún me gusta… pero me acabé cansando del ambiente. —¿Y eso? —Con los años te das cuenta de lo aburrido que es ese mundillo, plagado de gente superficial, dependiente en exceso de sus prendas de vestir y con una soberbia desmesurada —le solté de sopetón, sin pensar en cómo podían afectarle mis palabras, aunque me daba igual. Yo también podía ser desagradable. —Vaya… No podría estar más de acuerdo —admitió Isis y, para mi sorpresa, arqueó las cejas con admirado respeto—.¿Qué grupos te gustan, entonces? —Me decanto por los que me transmitan algo, sin necesidad de tanta parafernalia… como VNV Nation, por ejemplo, o estilos synth con reminiscencias de los ochenta, alejados de indumentarias y pose. —Me caes bien, tío —declaró de repente. Me embargó una curiosa satisfacción y puede que enrojeciera un poco, pues noté cómo me ardían las mejillas. —Supongo que, con los años, descubrí que la fuerza de las letras y de la música no tienen nada que ver con la gente que se mueve por determinados ambientes…. Aunque sigo yendo a conciertos de vez en cuando. El mes pasado, por ejemplo, fui al de The Sisters of Mercy en la sala Apolo, pero más que nada por quedarme con la conciencia tranquila. —¡No jodas! —exclamó ella—. ¡Yo también estuve! Qué raro que no nos cruzáramos… —Bueno, por poco llego tarde y no es que hubiera mucha luz —bromeé —. Estaba más bien por el fondo, con un grupo de colegas. —Ah, yo estaba en las primeras filas, con mi novio… Y la verdad es que no suelo mirar mucho a mi alrededor por regla general. Sin saber por qué, experimenté unos celos absurdos al oír que tenía novio, y al instante me cabreé conmigo mismo. ¿Acaso ahora me molaba la misma tía que, unos meses atrás, había definido como un saco de huesos esperpéntico? ¿La misma que, justamente, me parecía una integrante más del club de esnobs —La Élite Gótica, como los llamaba en su día— que acababa de dejar por los suelos? Pero a lo mejor lo había malinterpretado todo. Quizá la chica solo era un poco borde, o carecía de habilidades sociales. Y con eso no podía meterme, pues yo mismo adolecía del mismo mal. —Oye —dije de pronto—. ¿Te apetece dar una vuelta? Es guay encontrar a alguien del rollo que no es gilipollas integral. Isis se echó a reír. —Vaya, muchas gracias por el cumplido. Pues no sé qué decirte, he quedado con mi novio en una hora, y quería mirar esas botas… —Te acompaño, si quieres —me ofrecí, y al momento sacudí la cabeza, mortificado—. Joder, sueno como un acosador. Perdona, mejor dejo que mires las botas tranquila y… —No me molestas para nada —me interrumpió ella con una afabilidad inesperada—: ¿Vamos? Al sonreír, se le marcaron unos hoyuelos muy graciosos en sus pálidas mejillas. Sin saber muy bien qué decir, correspondí a su gesto y ambos cruzamos la plaza Universidad, tratando de evitar que los skaters nos atropellaran con sus monopatines. —¿Qué edad tienes? —le pregunté cuando ya nos internábamos en la calle Tallers. —Treinta y dos —contestó ella— ¿Y tú? Le dije mi edad y le expliqué a qué me dedicaba. Incluso le confesé mi amor por el cine y la alocada idea de meterme a estudiar de nuevo, desesperado por alterar el curso de mi tediosa existencia. —No sé si la carrera me servirá de algo, pero es el sueño de mi vida, y creo que ya va siendo hora de cumplirlo —concluí, y la señalé con la barbilla—. ¿Tú trabajas en algo más, aparte del karaoke? Isis cogió una bota del estante de la tienda en la que acabábamos de entrar, y la examinó unos segundos antes de devolverla a su sitio. —Sí, soy profe de música en un instituto… aunque no me llena demasiado. —Qué dices, no me lo creo. ¿Con ese look? —Al ver su cara, se me escapó la risa—. Perdona, es que no te imagino rodeada de críos… —Son adolescentes —puntualizó ella, fulminándome con la mirada—. Y gracias por la insinuación sobre mis pintas. ¡Cualquiera diría que venimos del mismo ambiente! —No tengo nada en contra de tu aspecto —le aseguré, poniéndome serio —. Al contrario, me encanta la ropa negra, los piercings… Es solo que se me hace raro imaginarte de profe. —Como podrás suponer, no me visto así para ir a trabajar —aclaró Isis con una mueca socarrona, indicándome que saliéramos de la tienda—. Por suerte, no pusieron pegas a los tatuajes, siempre y cuando no se vean demasiado, pero tengo que quitarme los piercings. Por ahora solo soy interina, aún no me he visto con ánimos de presentarme a oposiciones, aunque en algún momento debería hacerlo. Los funcionarios son unos cabrones, ellos pueden ir cómo les dé la gana y aun así tienen el puesto asegurado. Interrumpimos la charla mientras se probaba unas botas en otra zapatería, pero al salir decidí retomar el tema. La calle estaba cada vez más llena de gente y hacía un calor insoportable. Me puse las gafas de sol y me giré hacia ella: —¿Era ese el sueño de tu vida, entonces? ¿Ser profesora de música? —Qué va. —Isis sacudió la cabeza con aire resignado—. Quería ser cantante, hace muchos años incluso tenía un grupo. Todo tíos, menos yo, que era la vocalista. Me flipaba pensando que iba a convertirme en la nueva Siouxsie Sioux… Qué estupidez. —¿Por qué dices eso? Quizá no me creas, pero la primera vez que te oí cantar una canción suya, pensé que sonabais clavadas. Tienes una voz muy similar. —Ya me gustaría —resopló ella, pero entonces me dedicó una de sus inesperadas sonrisas y me dio un toquecito en el brazo—. Pero gracias, en serio. —¿Qué paso con el grupo, entonces? —quise saber mientras nos metíamos en el Camden Shoes. —Lo de siempre, supongo. Los cambios, la vida… Yo comencé el máster de profesorado y, al no coincidir en horarios con los otros, fuimos espaciando cada vez más los ensayos. Para colmo, unos meses después, el guitarrista se mudó a otra ciudad. Aquello fue el final del grupo. Creo que ninguno de nosotros se veía con ánimos de remplazarle y seguir adelante. —Se encogió de hombros—. Era mi mejor amigo por aquella época, y encima estaba enamorada de él como una idiota... Nunca me atreví a decírselo. —Veo que te van los amores imposibles —comenté para pincharla. —Si tú supieras… —murmuró con expresión enigmática, y cambió de tema de forma abrupta—. Volviendo a lo de los sueños, el mío actual, un poco más realista, sería ir al Wave Gotik Treffen de este año, pero voy fatal de pasta. —Y eso que eres pluriempleada —bromeé, de nuevo para meterme un poco con ella— Yo no he estado nunca, ni ganas. Ni siquiera ver a los VNV Nation en directo me compensaría tener que aguantar los delirios de grandeza de la gente. —Respecto a lo de pluriempleada, no te creas, gano una mierda en el karaoke, lo hago más por afición que otra cosa —admitió con un resoplido —. En cuanto a lo de VNV Nation, supongo que sabes que este año actúan en el WGT… —Lo sé, lo sé… Pero paso —repliqué, y me encogí de hombros—. Me conformo con ver a The Editors a finales de junio. Sus ojos se agradaron por la sorpresa. —¿Vas a ir? Yo me lo planteé, pero no tenía con quién. Mi novio les odia, dice que le deprimen. Ya fue mucho que me acompañara al de The Sisters of Mercy. —Yo estoy igual que tú, a mis colegas no les va el rollo, pero a mí me la suda. He ido solo a muchos conciertos. —Al ver su cara de duda y envidia mezcladas, añadí sin pensarlo—: Seguro que aún quedan entradas, ¿quieres venir conmigo? —A mi novio no le haría mucha gracia… —Isis vaciló, mordiéndose el labio inferior, pero al final declaró, decidida—: Pero me da igual, las últimas semanas anda tan ocupado con su trabajo que tal vez ni se entere. Esta misma noche miro si aún quedan entradas. —Perfecto. Te dejo mi número de móvil, apunta. —Le dicté mi teléfono y, después de grabarlo, ella me mandó un emoticono por WhatsApp para que me quedara con el suyo—. Pues nada, imagino que has de irte. —Sí. —Isis consultó su reloj y se le escapó una palabrota—. Es más tarde de lo que creía, así que me voy corriendo. Nos decimos algo, ¿vale? —Claro. —Ambos nos quedamos mirándonos como dos tontos, hasta que yo reuní el valor de acercarme y le di dos tímidos besos—. Pásalo bien. —Gracias, tú también —contestó ella, y se despidió con la mano—. ¡Hasta pronto! Echó a correr como una gacela, y pronto desapareció entre la masa de transeúntes que pululaban por las Ramblas. Yo la observé mientras se marchaba, sumido en mis pensamientos. Después, poco a poco, remonté la calle rumbo a mi casa. El rastro de su perfume me acompañó mientras caminaba. Olía a vainilla y a violetas con un toque a incienso. Me trajo recuerdos de mis días góticos, de largas noches de insomnio etílico, amores fugaces como estrellas… Y sueños imposibles. CAPÍTULO 25

-ANAÍS-

Me lancé por las escaleras del metro como una loca: había quedado con Sven en apenas diez minutos. En un principio, mi plan era subir hasta Gracia a pie, pero se me había echado el tiempo encima. Me topé con un tren parado en la estación de Plaza Cataluña, las puertas pitando ya el último aviso, y logré colarme entre ellas justo antes de que se cerraran. Acalorada, me dejé caer en un asiento libre y me abaniqué con la mano, reflexionando en lo que acababa de pasar. ¿De verdad me había encontrado con Gael… y él me había reconocido? Si no estaba delirando, ¿íbamos a ir juntos a un concierto? Sonaba tan irreal que, de no ser por el contacto de WhatsApp que ahora figuraba en mi teléfono, pensaría que estaba sufriendo alucinaciones. Otro detalle confirmaba que no lo había soñado todo: el vestigio de su perfume en torno a mí. No fui capaz de discernir si era imaginario o si, de algún modo, se me había quedado impregnado en los dedos, que apenas habían rozado su cuerpo al apoyarme para darle dos besos. Aquel aroma a madera y a humo, a cuero y mandarina dulce… A lo mejor tan solo formaba parte de un recuerdo, pues lo había olido la primera vez que hablamos en La Brújula Dorada, varios meses atrás. Parecía que hubieran pasado décadas, siglos incluso… Sobre todo tras el vaivén emocional que había supuesto mi reencuentro con Sven, y la montaña rusa en la que se había convertido mi vida desde entonces. Ya no lo veía todo tan rosa como aquella noche de marzo en la cual habíamos vuelto juntos. La relación había ido cambiando, transformándose. O, tal vez, dejando ver su verdadera cara, como se suele decir. Lo que en un principio había semejado un amor nuevo, una evolución del que habíamos compartido en el pasado, mostraba ahora los estragos del tiempo. Como un rostro rejuvenecido falsamente que, poco a poco, va perdiendo su maquillaje. Al principio, todo fue perfecto. La última semana de marzo y las primeras de abril fueron como un sueño: días dorados de sol, paseos por la ciudad y cenas deliciosas que él me preparaba en su nuevo piso. Recuperé algo de peso, volví a dormir bien, mi salud mejoró a ojos vistas. La vida era maravillosa, él aún no había encontrado trabajo, y todo su tiempo lo dedicaba a mí. Entonces llegó el día de Sant Jordi y las cosas se torcieron. Habíamos quedado en mi casa después de comer. Le entregué el libro que le había comprado y él a mí, una rosa aterciopelada y fragante, que puse en un jarrón con agua antes de volver a salir para dar un paseo. Acabábamos de llegar a Las Ramblas cuando, como si tal cosa, Sven me soltó que por fin le había contratado una empresa. Ahí comenzó a irse todo a la mierda. Hasta ese momento, yo había fantaseado con cómo sería nuestra cita: mirar puestos de libros, recrearme en la atmósfera mágica del día y, como colofón, una cena romántica en pareja. Sin embargo, el paseo acabó resultando un infierno de sudor y frases inconexas bajo un sol abrasador, mientras ambos pugnábamos por abrirnos paso entre la marabunta de turistas y locales, cuyas conversaciones en varios idiomas, como un enjambre de avispas enloquecidas, ahogaban nuestras palabras. Al final tiré la toalla y, de paso, mi ilusión por aquella fiesta —que cada año tenía menos de tradición y más de falsedad comercial—, y le sugerí que fuéramos a algún sitio tranquilo para tomar algo y poder hablar sin necesidad de gritar. Él aceptó encantado: solo había accedido a sumergirse en aquella locura en deferencia a mí. Encontramos de milagro una mesa libre en nuestro Starbucks preferido, y él me propuso ocuparla mientras se hacía cargo de las bebidas. Tras lo que se me antojó media hora, regresó por fin con dos grandes vasos de café helado y su sonrisa de siempre. Se sentó frente a mí, y yo le invité a que me contara sobre su nuevo empleo de una vez por todas, pues me tenía en ascuas. Al parecer, este implicaba horarios 24/7, es decir: podía tocarle trabajar cualquier día y en cualquier turno, noches y fines de semana incluidos. Y él, que conocía aquel requisito incluso antes de inscribirse en la oferta, no juzgó oportuno consultarme al respecto. Por supuesto, no pensaba que yo tuviera ni voz ni voto en el asunto. Aún menos cuando vio el salario que le ofrecían y las funciones del puesto, que le permitirían utilizar por fin sus habilidades informáticas y, tal vez, ascender en la empresa más adelante. Mientras escuchaba su parloteo ilusionado y contemplaba cómo sus ojos claros relucían, sentí como si una garra de acero me estrujara el corazón y lo convirtiera en cubitos de hielo, idénticos a los que se deshacían en aquel café que, de repente, había dejado de apetecerme. Tuvimos una pelea espantosa. Yo le acusé de ser un egoísta, le eché en cara que no había cambiado un ápice durante aquellos meses, que seguía pensando única y exclusivamente en sí mismo. Él, que era de furia fácil, propenso a una cólera que siempre me había asustado, me tachó de dependiente, me dijo que le asfixiaba, que nunca había comprendido su voluntad de ganar dinero y convertirse en alguien, tal vez porque yo misma no tenía ninguna ambición. Cuando, al borde del llanto, le señalé mis sueños en el mundo de la música, Sven soltó un bufido, seguido de una carcajada cínica, y me preguntó con sorna si para mí, dar clases a niñatos de la ESO y trabajar en un karaoke patético durante mi tiempo libre equivalía a tener ambiciones. En cuanto oí sus palabras, me levanté de la mesa con tanto ímpetu que por poco volqué mi café, aún intacto. Sin pronunciar palabra, agarré mis cosas y me largué, creyendo que me llamaría al momento, que intentaría arreglar aquel día que debería haber sido maravilloso: nuestro primer Sant Jordi juntos de nuevo. Pero no lo hizo. Las horas fueron pasando con una lentitud agónica mientras, encerrada en mi viejo apartamento, miraba el vacío tumbada en la cama, llorando sin parar. A las siete de la tarde, incapaz de soportarlo más, me tomé cuatro somníferos con el estómago vacío y me deslicé entre las sábanas. Me despertaron los golpes en la puerta. Abrí los ojos, separando con dificultad los párpados, pegados como si me los hubieran untado con cemento. Tenía la boca seca y pastosa, el pulso dándome puñetazos contra la base del cuello. Enfoqué mis ojos aturdidos en el móvil y comprobé que faltaban diez minutos para las nueve. No había dormido ni dos horas, y el principio activo de las pastillas todavía seguía en mi cuerpo. No me apetece describir la escena que tuvo lugar a continuación. Solo diré que terminó conmigo de rodillas en el baño, tratando de vomitar las pastillas por órdenes de Sven, que parecía acongojado… como siempre que me hacía daño. Arrepentido de aquella forma suya tan convincente que me hacía perdonarle cualquier cosa. Al final, consiguió que me vistiera, y él mismo me ayudó a atarme las botas. Teníamos reserva en un restaurante que nos apetecía probar, y yo no me había acordado de anularla tras lo sucedido, de forma que me convenció para ir. Del trayecto hasta allá conservo recuerdos vagos, como los que quedan después de un sueño: el viaje en metro, la pesadez de la oscuridad al salir, como un manto de terciopelo mojado sobre mis hombros. Los dos apresurándonos por las borrosas calles hasta el restaurante, que parecía en el fin del mundo. Las aceras húmedas por la lluvia que había caído mientras yo andaba en los mundos de Morfeo; el cielo sin estrellas por la contaminación lumínica; la agónica y vaporosa luz de las farolas… La cena, de nuevo flashes intermitentes. La expresión suspicaz del camarero, que me miraba como si sospechara que me había drogado; la comida india, que ni siquiera saboreé; las caras distorsionadas de los otros comensales a mi alrededor, cual globos luminosos flotando en la oscuridad. Los dientes de Sven, que en mi delirio hipnótico parecían demasiado grandes; sus ojos angustiados, el chirrido ensordecedor de los cubiertos. De algún modo, me encontré rememorando aquel horrible día mientras viajaba en metro hasta la parada donde habíamos quedado. Las imágenes eran tan vívidas, pese al recuerdo dudoso y difuso, que tuve que sacudir la cabeza para alejarlas de mí… y regresar al presente. CAPÍTULO 26

-ANAÍS-

Había pasado un mes de ese horrible Sant Jordi y no habíamos vuelto a discutir, pero el nuevo empleo de Sven estaba causando los estragos que me había temido desde el primer momento: algunas semanas apenas podíamos vernos. Motivo por el cual, quizá la ausencia de peleas no fuese un mérito tan grande. Me esforcé una vez más por dejar de pensar en cosas negativas y subí corriendo las escaleras del metro, que en la estación de Fontana parecían eternas. En cuanto puse un pie en la calle, distinguí a mi novio sentado en uno de los bancos que había frente a la salida. Estaba guapísimo, como siempre. Incluso pese a conocerle desde hacía años, mi corazón aún se aceleraba cada vez que lo veía. —Hola preciosa —me saludó, poniéndose en pie de un salto. Al abrazarme me envolvió en el aroma que le caracterizaba, a ropa limpia y chicle de menta. Un olor conocido y reconfortante, que siempre me hacía sentir a salvo. Le di un beso rápido y le acaricié el pelo. —¿Cómo ha ido el día? ¿Mucho trabajo? —Bah, como siempre. Casi no he dormido, prefería levantarme pronto para hacer algunas cosas antes de verte —comentó al tiempo que echábamos a andar por la calle Asturias, y se encogió de hombros al añadir —: Pero no estoy nada cansado. ¿Y tú qué tal? ¿Has encontrado las botas que querías? Le hablé de mi fracaso en las tiendas mientras paseábamos por mi barrio, pero me guardé bien de mencionarle que Gael me había acompañado. De hecho, omití todo el encuentro con él. Sven no tenía ni idea de quién era… y prefería que siguiera sin saberlo. Como es lógico, no le había contado que durante su ausencia me había dedicado a ir dejando notas en libros. Aunque para ser justos, solo había sido una… y además, coaccionada por la loca de Alexa. —¿Te apetece ir a cenar algo después? —me propuso cuando ya nos aposentábamos en una terraza. Solíamos frecuentarla en los meses de buen tiempo, pues las bebidas no eran caras y el café, excelente. Estaba situada en la plaza del Sol y no era fácil encontrar sitio, pero aquella tarde tuvimos suerte. Como de costumbre, los escalones que delimitaban los límites de la plaza estaban a rebosar de turistas, pijipis y fauna similar, en su mayoría joven. Modernillos de barba espesa, independentistas con pinta de perroflautas, gente de resaca, grupitos de adolescentes demasiado maquilladas cotorreando… Un barbudo con los ojos azules situado a pocos metros de nosotros me hizo pensar en Gael, y notando que me ruborizaba, me apresuré a desviar la vista. —¿Hola? —Sven agitó las manos ante mi—. Te he hecho una pregunta. Parece que estés en otro planeta. —Perdona. —Violenta, me giré hacia él y me froté los ojos, forzando una sonrisa—. Claro, podemos ir a cenar… Pero recuerda que luego tengo que salir pitando para el karaoke. —OK, no hay problema. A mí también me toca trabajar esta noche. De hecho, tendré que dejarte sobre las nueve y media. Asentí con el ánimo encogido y luché por concentrarme en nuestra charla. Le conté algunas anécdotas de mis clases en el instituto —no nos veíamos desde el lunes anterior, y habíamos hablado poco y mal por WhatsApp aquellos días—, del concierto para la función de fin de curso que andaba preparando, de cómo había ido el karaoke la noche anterior… No tardaron en darnos las ocho, y decidimos dar una última vuelta antes de acercarnos al Quinoa, un bar vegetariano donde solíamos comprar comida para llevar. Los bocadillos eran deliciosos y los precios, ridículos, pero el local era muy pequeño y dentro reinaba un calor sofocante, así que nos aposentamos en una plaza cercana para cenar más tranquilos. Si bien estar con Sven era lo más cercano al paraíso que podía imaginar, aquella noche no conseguía sentirme a gusto. Habíamos estado demasiado despegados las últimas semanas, de repente la cena ya no me apetecía y, para colmo, no podía parar de pensar en el encuentro con Gael y mi posible traición futura: ir con él al concierto… sin contárselo a mi novio. —En fin, creo que será mejor que vaya tirando, Liebe. —La voz de Sven me arrancó una vez más de mis pensamientos. Me acarició la mejilla y me escudriñó como si supiera que le ocultaba algo—. ¿Estás bien? Te he visto muy dispersa esta tarde. ¿Te preocupa algo? —No, qué va. ¿Lo quieres? —Le tendí el último trozo de mi bocadillo, que era incapaz de tragar, y él lo aceptó—. Solo estoy cansada, está haciendo mucho calor estos días… y estoy triste por verte menos, supongo. —Isis… Ya lo hemos hablado, sabes que es temporal, que espero ascender a un puesto con un horario mejor y… —Lo sé, lo sé. —Levanté las manos para acallarle, y esbocé una mueca peculiar que pretendía ser una sonrisa—. Venga, te acompaño al metro. Luego iré tirando para el curro yo también. Nuestra despedida fue rápida y sosa. Se notaba que él tenía prisa, no solo por llegar a tiempo al trabajo, sino por librarse de mí lo antes posible. Era obvio que le agobiaba verme en aquel estado, de nuevo apagada, como había estado poco antes de que cortara conmigo. Me dio un beso poco entusiasta y bajó trotando las escaleras. Antes de desaparecer, miró hacia arriba para dedicarme una última sonrisa. Luminosa, aniñada, tan engañosa como todas, pues siempre parecía despreocupado y feliz. Pero… ¿lo era realmente? ¿Lo era yo? ¿O solo estaba repitiendo un patrón, recorriendo una vez más el sendero que me llevaría al abismo? Justo entonces, comenzó a llover. No llevaba paraguas, así que con un suspiro, aceleré el paso por las calles ya oscuras, esquivando al gentío que se disponía a iniciar su sábado noche, o quizá a trabajar como Sven y yo. Y mientras caminaba, cada vez más rápido, solo tenía una idea en mente. Una idea estúpida, peligrosa y, desde luego, irreflexiva. Pero así era yo. Llegué a La Brújula Dorada con demasiada antelación. Todavía no habían aparecido ni Sonia ni Yuri, pero como tenía llaves, abrí la verja y la bajé detrás de mí, dejando fuera el tumulto de las calles y el mortecino resplandor de la luna. Subí las palancas del cuadro de luces y el interior se iluminó de manera progresiva, despejando las tinieblas que me amedrentaban. Me dirigí hacia la sala de personal y abrí mi taquilla para guardar dentro el cárdigan negro que me había quitado a medio camino, tratando de protegerme el pelo de la lluvia. Dejé asimismo el bolso, pero antes saqué mi móvil y, sacudida por una súbita necesidad, entre en el WhatsApp y abrí un nuevo chat con Gael. Ya había espiado su contacto unas horas antes, en el metro: mostraba una foto de su cara, con su nuevo look barbudo y aquellos ojos tan azules… Su frase de estado era incomprensible para mí, una secuencia de números, como una fecha. Su última hora de conexión era de media hora antes. Aquello me gustó: que no fuera de esas personas que ocultan cuándo están conectadas. Siempre me había parecido que no eran de fiar. Estuve a punto de escribirle algo, pero me di cuenta de que sería una locura. ¿Qué iba a decirle? « H o l a , ¿ q u é t a l ? A n t e s s e m e h a p a s a d o d e c i r t e q u e s o y y o l a q u e t e e s t u v o e s c r i b i e n d o e m a i l s d u r a n t e m e s e s … Y a s a b e s , A n n a b e l L e e , l a l o c a c u y a n o t a e n c o n t r a s t e p o r c a s u a l i d a d d e n t r o d e u n l i b r o d e l F n a c . P o r c i e r t o , ¡ g r a c i a s p o r a c o m p a ñ a r m e a m i r a r b o t a s ! » Era delirante. Ridículo. Pero entonces, un plan atravesó mi mente con la fuerza y fugacidad de un relámpago… pero su fulgor no se extinguió con la rapidez que hubiera debido. Y, por más que intenté sofocarlo, ya había plantado una semilla obsesiva en mi cerebro. Con el corazón latiendo a una ritmo doloroso, me encerré en el baño por si Sonia o el cotilla de Yuri aparecían de repente. No me apetecía que me preguntaran cómo había ido la tarde… o a quién estaba escribiendo. Una vez en la intimidad del cubículo, bajé la tapa del retrete y me senté con un largo suspiro. Tras unos instantes de duda, luchando contra mi conciencia por última vez, desbloqueé la pantalla y entré en la aplicación del Outlook. Cliqué para abrir un nuevo mensaje y comencé a teclear:

Para: [email protected] Asunto: Retomar contacto

Buenas noches, Gael: Hoy me encuentro pensando en ti, como he hecho tantas veces a lo largo de estos meses, aunque permaneciera muda y lejana. Echando de menos tus palabras, tus cartas, como tú las llamabas, esas pequeñas escapadas de la vida real, de nuestras prosaicas existencias. Probablemente, te chocará que te escriba. Es más, puede que incluso te dé rabia, que no quieras saber nada más de mí ni de mis intrigas, que hayas seguido adelante con tu vida y me hayas olvidado. Lo entendería, y sé que me lo merezco. No voy a mentirte: mi situación no ha cambiado. Sigo con esa persona que regresó a mi vida hace unos meses, aunque las cosas no sean tan fáciles ni perfectas como quería creer cuando te dije adiós. Pero de eso no voy a hablarte. Me gustaría saber si sigues acordándote de mí… si te gustaría retomar contacto. Si alguna noche piensas en los mensajes que compartíamos, en nuestros delicados sueños nocturnos, intangibles y etéreos como rayos de luna. Si, de vez en cuando, aún piensas en tu fantasma de niebla y luz.

Tuya desde el infierno,

Annabel Lee.

CAPÍTULO 27

-GAEL-

Sábado noche. Yo espachurrado en el sofá, sintiendo pena por mí mismo mientras afuera, el bochorno del día terminaba en una tromba de agua que bajaría varios grados la temperatura. Acababa de cenar una porquería precocinada, y me estaba preparando para una nueva noche de soledad, cine y cervezas… cuando llegó el email. La tarde no había sido muy productiva. Tras mi encuentro con Isis en el Starbucks y el plan improvisado de mirar tiendas con ella, había regresado a casa en un estado de ánimo convulso. Un vaivén de melancolía y euforia latían al unísono en mi pecho, mezclados con el temblor de una ilusión irracional… como si sintiera algo por ella. Qué gilipollez más grande. Para empezar, ni siquiera me atraía físicamente. Bueno, vale, un poco sí. Y no era tan borde como había creído en un primer momento. Pero me gustase o no, la cuestión es que tenía pareja. Y habría puesto la mano en el fuego a que su novio era el tío con el que la vi charlando la última noche que pisé la Brújula Dorada, aquel rubiales con pinta de guiri que no parecía ni en edad de afeitarse. Debía de haber perdido la chaveta. Era obvio que no veía las cosas con claridad, y la culpa se la echaba a mi celibato reciente, aquella especie de penitencia autoimpuesta tras acostarme con una tía diferente cada fin de semana durante los últimos meses. Tenía que ser eso. Me fui al gimnasio a correr un rato y ver si así se me pasaba la tontería, pero no funcionó: cuando volví a casa, seguía pensando en Isis, y en el concierto al que en teoría iríamos juntos. Mientras cenaba aquel mejunje oriental de microondas —que sabía a cartón y a algo más que preferí no averiguar—, me forcé a concentrarme en cualquier otra cosa. Por ejemplo, la película que vería aquella noche. Para cuando llevé los restos al fregadero, planeando como siempre lavarlos más tarde, ya había decidido que me tragaría Terciopelo azul por quincuagésima vez. Fue justo entonces cuando vibró mi teléfono, avisándome de un nuevo correo entrante. Mi corazón se paralizó al leer el nombre en la pantalla, y fui incapaz de moverme por espacio de unos segundos. Era ella de verdad. Annabel Lee. Tanto tiempo echándola de menos, suplicándole a un dios en el que no creía que me la devolviera, que me trajera alguna noticia suya. Algo que había dejado de esperar con el paso de los días, sin añorarla por ello un poco menos. Y, sin embargo, ahí estaba. La chica invisible había regresado a mi vida. Fui de inmediato a buscar mi portátil, me lo puse sobre las rodillas y abrí el buzón de Gmail. Hice clic en el mensaje de Annabel Lee, lo releí una vez más y, sin perder más tiempo, le di a «Responder». Aunque tenía muy claro que no se lo enviaría hasta el día siguiente —ya debía de verme como un ser lamentable, no era cuestión de reforzar esa idea —, necesitaba de forma desesperada hablar con ella de algún modo, incluso aunque fuera a través del tiempo y la distancia.

Para: [email protected] Asunto: Re: Retomar Contacto

Hola, A. Por supuesto que me acuerdo de ti. A lo largo de los meses que estuvimos hablando, me hice a la idea de que nuestra relación estaba destinada a ser puramente epistolar, y confieso que acabé seducido por el ritual de nuestros correos, por ese fascinante toque decimonónico, que me apenó mucho perder. Es por ello, sin duda, que encontrarte de nuevo enardece mi corazón. Aunque no negaré que, después de tanto tiempo, pensaba que ya no volverías. Me alegra haberme equivocado. Siento como si nuestras cartas fueran una guía, una luz en la oscuridad de nuestros mundos. Son un faro de esperanza por encontrar a alguien similar, capaz de comprender nuestros sentimientos mientras nuestras almas se descomponen. Respecto a tu relación, siento leer que no va tan bien como esperabas. Con el tiempo me he convencido de que el amor eterno no existe, es un sueño romántico basado en la utopía de un idealista. Yo creí en él en mi juventud. Ahora ya no creo en nada. Sin embargo, sigo soñando con seres intangibles… Con fantasmas de niebla y luz.

Dejé preparado el borrador; después, apagué el portátil y me forcé a concentrarme en la película, pero era incapaz. Los diálogos —muchos de los cuales me sabía de memoria— me llegaban distorsionados, dándome la sensación de que la pantalla y yo nos hallábamos en dimensiones distintas. Me sentía incómodo y acalorado, incapaz de encontrar la postura adecuada, como si en vez de en mi viejo y confortable sofá, estuviera sentado en el jodido Trono de Hierro, pinchos incluidos. Al final tiré la toalla, apagué el ordenador y devolví el DVD a su caja, tras lo cual lo guardé en su sitio en la estantería. Podía estar deprimido y paranoico, pero por nada en el mundo pensaba desatender mi amada colección de películas, muchas de ellas en edición limitada. Consulté el reloj: pasaban unos minutos de medianoche. ¿Qué se suponía que iba a hacer a aquella hora? Era sábado, todo el mundo tendría ya sus planes. Me pregunté si Sol estaría libre. Era una posibilidad remota, pero siempre podía intentarlo. A lo mejor estaba aburrida en casa, o tenía una de sus fases de insomnio y le apetecía ir a dar una vuelta. Mi amiga era impredecible. Abrí el WhatsApp pero, justo cuando iba a escribirle, se me ocurrió espiar el contacto de Isis. Desde que había grabado su teléfono —y pese a mi extraña y repentina atracción por ella—, no se me había ocurrido echarle un vistazo. Lo abrí con ciertos reparos, como si estuviera pisando terreno minado o, de algún modo místico, ella pudiera saber que la espiaba. Su foto de perfil era el primer plano de uno de sus ojos, de aquel intrigante color entre musgo y mercurio, maquillado al más puro estilo Siouxsie. A continuación cotilleé su frase de Estado, que rezaba: «Debo decirme por milésima vez que solo me enamora lo imposible y lo lejano». Una rápida búsqueda en Google me reveló que la cita pertenecía a Alejandra Pizarnik, una poeta argentina que se había suicidado a los treinta y seis años. «Muy en su línea», pensé con una mueca sarcástica. Estuve tentado de hablarle, incluso abrí un nuevo chat y comencé a teclear, pero enseguida cambié de idea. Lo más probable era que estuviera con su novio, y no tenía ganas de meterla en líos, sobre todo si el tío era tan celoso como ella me había comentado. Además, tampoco sabía muy bien qué decirle… No quería que me tomara por un acosador y cambiara de idea sobre nuestra cita. Dentro de mi patética existencia, ir al concierto de The Editors con Isis era todo un evento, la promesa de una ilusión en el horizonte. De modo que regresé a mi plan original y abrí el chat con Sol para ver si le apetecía ir a dar una vuelta. Temía su reacción cuando se enterara de que Annabel Lee había regresado a mi vida, sobre todo después de mi conducta depresiva durante su desaparición… pero aun así, me moría por contárselo. Tuve una suerte inmensa: dio la casualidad de que mi amiga estaba en línea. No me lo pensé más veces y me lancé al ataque:

¿Cómo está mi chica preferida?

Uy, qué miedo me da este peloteo. ¿Quieres pedirme algo? xD

¡No seas rancia!

Simplemente pensaba en ti. Claro, claro…

Además, tengo algo que contarte. Igual ya tienes planes, pero…

¿Te iría bien quedar?

Ahora, me refiero.

Justo entonces, vi que mi amiga se había desconectado, pero un minuto más tarde volvió a aparecer en línea y vi que estaba escribiendo. Por un momento, pensé que iba a mandarme a la mierda, pero entonces me llegó su respuesta:

Tronco, te ha tocado la lotería: estoy en una de mis fases de alergia.

¿Alergia…?

A la gente, me refiero xD

No tengo plan, así que te recojo en 15 min.

¡Más te vale estar abajo esperándome!

Genial, ¡gracias!

Ahora nos vemos :)

Sonreí de oreja a oreja: siempre podía contar con Sol. Me lavé la cara con agua fría para espabilarme un poco y me fui a mi cuarto a prepararme. Por fortuna, soy una de esas personas excéntricas — como me definen algunas de mis amigas— que no se cambian de ropa hasta la hora de irse a dormir, así que solo me faltaba ponerme las Adidas. Me sobraban casi diez minutos, pero no me apetecía seguir ahí encerrado, con lo cual cogí la cartera y las llaves y bajé a la calle. Fue revitalizante abandonar la atmósfera cargada de mi piso y sentir en la piel el frescor de la noche. Me llené los pulmones con el aire putrefacto de la ciudad, mezcla de cloacas y mierda. Me sentía feliz de vivir en ella, sin embargo. Eau de Barcelone: así había bautizado aquella particular pestilencia un compañero francés con el que coincidí en la carrera. Fiel a su palabra, quince minutos después de nuestra charla vi la moto de mi amiga doblando la esquina. Con un chirrido de neumáticos, frenó a pocos metros de mí y me tendió un casco. —Sube, monada —me ordenó en tono de broma, sin quitarse el suyo ni para darme dos besos. —Hola también a ti, petarda —repliqué mientras me lo ponía, meneando la cabeza con una sonrisa. Ella se limitó a dar gas y avanzar un poco, como si fuera a largarse y dejarme ahí. A través de la visera, vi cómo sus traviesos ojos sonreían. Me apresuré a montar detrás de ella y, antes de que me diera tiempo de agarrarme, mi amiga salió disparada por la carretera. —¿Vamos donde siempre? —me preguntó, gritando por encima del viento—. He pillado provisiones. —¡Perfecto! No hablamos más durante el trayecto, pero no me molestó aquel silencio. Me encantaba ir en moto con ella: la sensación de libertad, el aire frío golpeando mi cara, la deliciosa ingravidez… como si voláramos. Tras subir un buen rato por la calle Aribau, Sol tomó Vía Augusta hasta la Bonanova. A la máxima velocidad permitida —puede que incluso un poco por encima—, nos abrimos paso entre las señoriales casas, colegios privados y exuberante vegetación, hasta dejar atrás aquel mundo idílico, tan alejado de nuestra propia realidad. Después de cruzar la Ronda de Dalt, mi amiga tomó la Avenida de Vallvidrera y fue subiendo hasta que comenzaron las curvas. A una velocidad más prudente, zigzagueamos a través de la montaña, acompañados tan solo del rugido del motor y la densa oscuridad, envolvente como una túnica de raso. Por algún motivo, el símil trajo a mi mente la Capa de Invisibilidad de Harry Potter. Joder, la amistad con Sol comenzaba a afectarme: solo faltaba que me pegara su «Pottermanía». Aparcamos en nuestro rincón de siempre: un pequeño mirador aislado, cercano al parque del Tibidabo, que contaba con unos bancos para sentarse. Un vistazo rápido me confirmó que, por suerte, aquella noche no había coches aparcados de manera sospechosa, ni drogatas —tenía entendido que preferían Montjuïc—, ni voyeurs en busca de víctimas. Una vez hubo guardado el casco dentro del asiento, Sol escarbó en su mochila y extrajo dos latas de Heineken, de las cuales me tendió una. Nos acomodamos en uno de los bancos y abrimos las latas de cerveza sin pronunciar palabra, disfrutando de la tranquilidad de la noche y de las estrellas que, lejos de la contaminación lumínica de la ciudad, se habían hecho visibles en el cielo negro e infinito. Entonces Sol se giró y clavó sus ojos oscuros en los míos, muy seria. —Es Annabel Lee, ¿verdad? Ha vuelto. —¿Cómo narices lo sabes? —Me la quedé mirando, atónito. Ella torció el gesto y dio un largo trago a su cerveza. —Porque te conozco como si te hubiera parido, Gael. —Me señaló con la cabeza y suspiró—. Ya estás tardando en contármelo todo.

JUNIO CAPÍTULO 28

-ANAÍS-

Cuando era pequeña, adoraba el mes de junio. Simbolizaba el inicio del verano, de aquellas vacaciones que, en mi mente infantil, parecían eternas. Junio suponía la inauguración de las cenas en la terraza de mi antigua casa, la piscina de plástico azul que montábamos al lado de la mesa exterior, rodeados por las abundantes plantas y las cuerdas de tender. Significaba también la llegada de San Juan y las consecuentes peleas con mi madre, pues con los petardos, mi padre y mis hermanos le dejábamos perdido el suelo, aunque él nos defendía porque era igual de infantil que cualquier niño, con una ilusión contagiosa y reluciente como el sol del estío. Junio siempre fue motivo de alegría, de expectación ante la promesa de los días felices y ajetreados que se avecinaban en julio: paseos por el parque con mi madre y su mejor amiga, que tenía una hija algo menor que yo, las dos jugando con los perros sueltos por el pipicán o al escondite; Ruffles y Coca-Cola en el chiringuito, salidas nocturnas para tomar un helado y cenas con Coca-Cola y tortilla de patatas. Junio era el principio de las visitas al videoclub y al cine con mis hermanos; las tardes viendo la televisión y soñando con agosto, cuando llegarían esas mañanas enteras vagueando en la playa, jugando con el cubo y la pala, construyendo castillos con mi padre y enterrándole en la arena, o navegando con mi hermana sobre la colección de colchonetas hinchables que poseíamos. Recuerdo el roce áspero de los manguitos cuando aún no sabía nadar, el olor de la mortadela en los bocadillos que preparaba mi madre, los brillantes colores de aquellos bikinis infantiles que tanto me gustaban. Me tiraba los días previos a julio trabajando como una loca en el único cuaderno Santillana que me ponían de deberes —siempre fui una empollona —, para así poder tirarme el resto del verano sin dar ni golpe. En resumen, junio siempre había simbolizado un mes de esperanza, de anhelo, de espera ante una felicidad que casi se rozaba con los dedos. Ya de adulta, por mi trabajo de profesora, junio significaba asimismo el inicio de las vacaciones de verano, aunque me tirara hasta julio trabajando, entre la puesta acelerada de notas y decisiones de última hora, asambleas de profesores y bulliciosas cenas de fin de curso. Pero, al finiquitar un curso más, a pesar de esa tranquilidad que siente uno ante el trabajo bien hecho, sabiendo que, de un modo u otro, has influenciado a tus alumnos —esas almas aún inocentes de arcilla moldeable —, ninguno de los últimos junios había estado tan lleno de ilusión y expectativas como el actual. Y es que, en tan solo una semana, era el concierto de The Editors… al que asistiría acompañada por Gael. Y gracias al destino —ese canalla del que tanto hablaba él en sus cartas—, había logrado hacerme con una de las últimas entradas disponibles. Desde nuestro encuentro en el Starbucks un mes atrás, no habíamos vuelto a vernos, si bien habíamos charlado en alguna ocasión por WhatsApp: mensajes tontos para ver cómo estábamos, si el día había ido bien, si teníamos planes para el fin de semana… Esa clase de cosas. Y resultaba curioso, pues toda la parte mundana que solía evitar en mis misivas nocturnas con él, camuflada tras mi personalidad de Annabel Lee, la tenía en directo, a través de WhatsApp, utilizando mi yo real. Solo que Gael, como es lógico, no tenía ni idea de que ambas éramos la misma persona. A veces tenía miedo: temía que ciertas frases, coletillas o formas de hablar me descubrieran. O que el tipo de aficiones e intereses de los cuales le hablaba con mi auténtica personalidad le hicieran sospechar de mi alter ego, al hallar en ellos demasiadas similitudes… y eso que todavía no sabía mi verdadero nombre, el cual, por supuesto, comenzaba por A. En suma, me temía que Gael fuera atando cabos, acumulando pistas como un detective, y que un día me llegara el temido mensaje o email con la frase: «Sé quién eres». Pero, por fortuna, eso todavía no había ocurrido. Por otro lado, con Sven las cosas continuaban igual. Su soñado ascenso en la empresa aún no había tenido lugar, y nuestra relación languidecía, víctima del distanciamiento que supone verse apenas un par de veces por semana, o ni eso. Él siempre había sido muy egoísta con su tiempo: jamás aceptaba quedar antes de las seis o siete de la tarde para poder pasarse el día leyendo distintos periódicos —era adicto a la política—, seguir formándose en lo suyo, ver vídeos de YouTube sobre temas de actualidad… O, como yo pensaba en ocasiones, para contemplar sin estrés las musarañas, felicitándose a sí mismo por seguir teniéndome a su entera disposición, como un perro fiel: sediento del limitado afecto de su amo, muriendo por unas migajas de su cariño. Como es obvio, ni se me había pasado por la cabeza decirle lo del concierto. Con mi voluntad aún doblegada por nuestra relación tóxica, contárselo significaría más bien pedirle permiso. Y sabía que, llegado el caso, no solo no me lo concedería, sino que además sufriría un ataque de cólera contra mí, al cual le seguirían una pelea épica y un nuevo festín de lágrimas, gritos y palabras hirientes. Ni siquiera la tentación que suponía para mí la subsiguiente reconciliación —una de aquellas maratones de sexo agresivo y hambriento, que tal vez insuflaría un soplo de aire fresco a nuestro exangüe idilio— me convencía para sincerarme con él. Y es que dicha reconciliación tendría lugar tan solo si yo le obedecía, tiraba a la basura la entrada al concierto y rompía todo contacto con Gael… Las condiciones que, sin duda alguna, Sven me exigiría. Me encontraba pensando en todo esto la noche de ese sábado 20 de junio, mientras acababa de prepararme para ir al karaoke. El concierto tendría lugar justo una semana después, el día 27, una vez pasada la verbena de San Juan. Esa noche, Sven no podría venir a verme al pub ni recogerme al salir: de nuevo, le tocaba el inoportuno turno de noche. Ante aquel deprimente panorama, por lo menos me quedaba el consuelo de regresar a casa directa después del trabajo y responder al último email de Gael. La anticipación de hablar con él, aunque fuera a través de la fría pantalla del ordenador, sería una especie de recompensa. La única dicha de aquel sábado noche, que debería haber sido para pasarla en pareja o con amigos… y que yo celebraría sola, como siempre, encerrada en mi cuarto. Y qué narices, tenía derecho a aquella pequeña ilusión. Quizá por ese motivo, la culpabilidad por mentir a Sven no acababa de llegar. Esa que habría sentido en cualquier otro momento de mi vida, y que ahora trataba de borrar con distintas excusas: que mi novio pasaba de mí; que había conocido a Gael durante los meses de su abandono; que, a fin de cuentas, solo éramos amigos, dos personas con intereses similares que querían ir juntas a un concierto. Al mismo tiempo, de forma hipócrita, eludía que muchas de mis noches las pasaba escribiéndole cartas desesperadas, en las cuales dejaba una porción de mí misma. Necesitaba alguien a quien confesar todo lo que llevaba dentro, aquella desesperación paralizante ante la vida que no podía compartir con Sven. Por un lado, porque no me entendería. Por el otro, porque me habría tachado de victimista, de trágica, como había hecho siempre. Terminé de maquillarme y me percaté de que, aburrida en aquel sábado eterno, me había adelantado en exceso: faltaba más de media hora para el inicio de mi turno en el karaoke. Decidí invertir aquel tiempo extra para comenzar a escribir a Gael, como un avance de la recompensa post-laboral:

Para: [email protected] Asunto: Agujero negro

Buenas noches, Gael: Me identifiqué mucho con el vacío que manifestabas sentir en tu último email. En él me dijiste algo que me marcó mucho. Si me lo permites, citaré tus palabras:

«No sé cómo escapar de este pozo de desesperación. A veces salgo de él y hago el payaso, provocando las carcajadas de aquellos que me rodean… pero la oscuridad siempre vuelve.»

Al leerlo, como te decía, me sentí muy identificada, y me gustaría compartir contigo cómo me siento ahora mismo. Digamos que mis pensamientos van en una suerte de doble corriente. Por un lado, me siento entumecida. Como si mi cerebro se hubiera vuelto paralítico. No puedo reaccionar, no puedo sentir que de verdad esté viva. Es como si fuera un holograma, no un cuerpo físico, tangible. Por el otro, el fluir de ideas que cruzan mi cerebro es enloquecedor. No me deja descansar ni un segundo, ni dormida ni despierta. Mientras trabajo, una parte de mi mente está concentrada en lo que hace, pero la otra vaga frenética, recorriendo sin cesar toda clase de pensamientos: cosas que quiero hacer, planes, lo que sea, pero que jamás termino realizando. Es como si me produjera placer el mero hecho de imaginar. Son como fantasías que desbordan mi mente, demasiado pequeña, dándome la impresión de que va a reventar. Mis ideas infinitas chocan con los muros físicos de mi cabeza; quiero expandirme, quiero abarcar algo más… y no llego.

Tras vomitar aquellos pensamientos en el teclado, solté un hondo suspiro y me desperecé. Me había abstraído tanto, reflexionando sobre el email de Gael y después redactando el inicio de mi respuesta, que no tenía ni idea de cuánto rato había pasado. Al consultar el reloj, comprobé que era hora de poner rumbo a la Brújula Dorada. Guardé el borrador del mensaje antes de apagar el ordenador. Después, me calcé los creepers, recogí mi bolso y salí de casa. Afuera, el calor se había reducido de forma considerable al caer la noche. Agradecí la brisa fresca que pasaba, refrescando mis mejillas, acaloradas tras el encierro en mi claustrofóbico piso y la emoción de escribir a mi amigo. Mientras me abría paso por las ruidosas aceras, repletas de jóvenes que salían a cenar o a beber algo, me sentía como si flotara en una nube. Y lo peor era saber que aquella especie de ebriedad, producida por la ilusión de un nuevo comienzo, no tenía nada que ver con Sven, ni con el soso mensaje de buenas noches que me había mandado un rato antes. Aun así, me negaba a aceptar que tuviera que ver con Gael… con el recuerdo de aquellos ojos azules, tan dramáticos en contraste con la sombra de su barba. Entré en La Brújula Dorada sin detenerme a hablar con Yuri, pues llegaba con el tiempo justo. Fui directa a dejar mis cosas, y me bebí de un tirón medio litro de agua para tener la garganta hidratada. Después, me dirigí al escenario y puse en marcha la pantalla, así como el reproductor del karaoke, preparándome para una noche rutinaria más, idéntica a tantas otras. Cincuenta minutos después, ya no pensaba lo mismo. Un grupo de cuatro amigos acababa de devolverme los micrófonos. A juzgar por cómo hacían el idiota y pegaban berridos, debían de llevar encima varios litros de alcohol. Me quité los tapones que me había insertado lo más hondo posible para no oír cómo destruían Rayando el sol, de Mana —tampoco es que me gustase la canción, como me sucedía con casi todo lo que cantaban los clientes—, y les di las gracias, tragándome el sarcasmo. Tras beber un poco más de agua y comprobar que, por el momento, no había más peticiones, me arrodillé para buscar algo de Siouxie and the Banshees; enseguida me decidí por Into a swan. Lucirme con esa clase de obras maestras era lo único que me daba fuerzas para seguir en aquel trabajo, porque con los delitos contra la música que me tocaba escuchar noche tras noche, con frecuencia me preguntaba qué leches estaba haciendo ahí. Apenas llevaba un minuto de canción cuando, al distinguir a alguien conocido que acababa de aparecer por el fondo de la pista, me dio tal vuelco el estómago que por poco dejé de cantar. Recuperé la voz justo a tiempo para el estribillo: —I feel a force I've never felt before… I don't want to fight it anymore. Feelings so strong can't be ignored, I burst out, I'm transformed[13] — entoné, esforzándome al máximo por imitar el estilo de Siouxsie, mientras devoraba al recién llegado con la mirada sin poder evitarlo. Él sonrió al ver que le había reconocido, y se acercó hasta situarse en primera fila. Sus increíbles ojos, azules y brillantes como aguamarinas, se clavaron en los míos mientras yo luchaba por seguir cantando, a pesar del temblor que me sacudía entera. Era Gael.

CAPÍTULO 29

-GAEL-

No sabía muy bien lo que estaba haciendo allí, pero me sentía eufórico. Sobre todo, al ver la maestría con la que Isis cantaba aquella canción — cuyo estilo nos apasionaba a ambos—, y lo contenta de verme que parecía, si bien en ningún momento la había prevenido de mi visita. La idea había brotado de pronto en mi mente. Era sábado noche, y el plan que tenía montado con mis amigos desde hacía varias semanas se había ido a la mierda esa misma mañana. En teoría, íbamos a juntarnos para celebrar el cumpleaños de la novia de uno del grupo, pero la chica había cambiado de idea en el último momento y nos había dado por saco a todos. Al parecer, a la tipa se le había encendido la bombilla —y eso que no tenía muchas luces, si me permitís el juego de palabras— y había decidido unir su fiesta al plan de San Juan que teníamos para el martes siguiente. Según ella, porque estaba a dieta y no quería comer guarradas dos veces tan seguidas. «¿Y eso no se te había podido ocurrir antes?», le solté por el chat del grupo, sin ni siquiera sonrojarme. Algunos de mis colegas pusieron emoticonos de risa, otros intentaron quitarle hierro al asunto, pero ni la chica ni el novio en cuestión se pronunciaron. Deduje que se habían ofendido, pero me la sudaba. El caso es que, de golpe y porrazo, me había visto condenado a la soledad de mi piso una vez más. Decidí aprovechar la oportunidad que el destino me estaba brindando para cometer alguna locura. Como, por ejemplo, presentarme en La Brújula Dorada y charlar con Isis, a quien me moría de ganas de ver desde que me la había encontrado un mes atrás en el Starbucks. Llevaba semanas luchando contra aquel impulso que, lo más probable, no me reportaría nada bueno, pero aquella noche me había fallado el autocontrol. Sabía que lo mejor sería limitarme a ir con ella al concierto y después, olvidarla y pasar página; a fin de cuentas, tenía novio —muy celoso, además—, y ella misma me había confesado que estaba loca por él, pese a lo mucho que ese capullo la hacía sufrir. Sin embargo, el sentimiento que había brotado en mi pecho al encontrármela por sorpresa aquella tarde, resbaladizo y centelleante como un río bajo el sol, no dejaba de crecer y crecer. Y nuestros esporádicos mensajes de WhatsApp no hacían sino empeorarlo. Al mismo tiempo, seguía obsesionado con Annabel Lee, con las misivas maravillosas que compartíamos… pero, por algún incoherente motivo, a veces en mi mente era como si ella e Isis fueran la misma persona. Me imaginaba a mi adorada desconocida con su cara y con su voz, con sus gestos y su risa, por muy disparatada que sonase la idea. Era evidente que Isis y Annabel Lee no tenían nada que ver, pero mi cerebro se empeñaba en unirlas, quizá para no aceptar que me había enamorado a la vez de dos mujeres a las que apenas conocía. O, mejor dicho: de una conocía el interior en profundidad, pero ignoraba sus formas y su rostro; de la otra, conocía tan solo su aspecto exterior, pero su personalidad seguía siendo un misterio. Y los misterios siempre habían sido mi adicción. Pensaba en todo aquello mientras observaba el cuerpo de Isis contoneándose —más lleno y sensual que cuando la había conocido, si bien aún demasiado delgado para mi gusto—, y dejaba que su voz llenase no solo mis oídos, sino todos los rincones de mi cuerpo. Aquel regalo acústico, oscuro y sedoso como terciopelo negro, se me metió en la sangre y circuló por mis venas hasta aposentarse en el hueco que habitaba en mi pecho. Allí donde debería haber estado el corazón. La canción terminó sin que me diera ni cuenta y observé cómo mi amiga, aliviada de poder escabullirse, cedía un par de micrófonos a dos chicas que se le habían acercado. Tras asegurarse de que todo funcionaba bien, se bajó del escenario y se acercó a mí con timidez. —Hola, qué sorpresa —me saludó, aún sin aliento. Me incliné para darle dos besos y, de manera inconsciente, apoyé mi mano en la piel de su cintura, visible gracias a la escasa longitud de su top negro. El roce produjo en mí algo similar a una descarga eléctrica, pero lo enmascaré con una sonrisa y asentí con la cabeza. —Sí, ya ves… Tenía una cena, pero se ha anulado en el último momento y he pensado que podía pasar a saludarte. «Además, me apetecía verte y sabía que el cabrón de tu novio no estaría», añadí para mis adentros. —Claro, yo encantada —replicó ella, rascándose los brazos como si no supiera qué hacer con las manos—. No ando muy motivada hoy, así que me acabas de alegrar la noche. —¿Con ganas de ver a The Editors? —le pregunté, intentando disimular el placer que me había causado su respuesta. —Uf… —Ella sonrió e hizo rodar los ojos de una forma que se me antojó enigmática y sexy al mismo tiempo—, ni te lo imaginas. —¿Te apetece beber algo? —La vi echar un vistazo ansioso al escenario y enseguida añadí—: Perdona, estás trabajando, supongo que… —Sí, tengo que estar pendiente de toda esta panda de plastas. —Trazó un círculo con el dedo alrededor de la pista y compuso un rictus de ironía —. Ya sabes: gente empeñada en destrozar canciones. —Bueno, si es basura como la que están cantando esas dos ahora mismo, entiendo tu abatimiento —bromeé, apuntando hacia el escenario con la barbilla—. Suenan como el balido de una cabra moribunda… Al soltar una breve carcajada, Isis me mostró un atisbo de sus dientes, blancos y un poco desiguales. —Vuelvo al lío —se disculpó, dándome un toquecito en el brazo—, pero luego hablamos un poco más, si quieres. —¡Claro! La contemplé caminar apresurada de vuelta al escenario. Después de recuperar el micrófono y ver que nadie más se animaba a participar, Isis se agachó y se puso a trastear con el equipo del karaoke. Deduje que estaba buscando su siguiente canción. Mientras se preparaba, aproveché para acercarme a la barra en busca de una cerveza. Agradecí para mis adentros que, al margen de una mirada torva, Sonia optara por ignorarme. Acababa de servirme la IPA cuando escuché los primeros acordes de Control, de Garbage, un tema y un grupo que me encantaban. Pagué la consumición a toda prisa y esperé impaciente a que me devolviera el cambio. Después, regresé veloz a la pista justo cuando Isis llegaba al estribillo: —If you think you are the reason, give me something to believe in. It's always darkest right before the dawn... —Fijó su mirada glauca en mí, muy seria, como si me viera por primera vez—. I confess I've lost control, I let my guard down, I let the truth out…[14] Al terminar, todos aplaudimos como locos. Ruborizada, ella espoleó al público, retándoles a cantar algo —como hacía después de cada canción— y, por fin, tres chicos muy repeinados se encaramaron al escenario entre risas. Mientras Isis bajaba y volvía a acercarse a mí, reconocí horrorizado la melodía de Lo dejaría todo, de Chayanne. Sí, para mi sufrimiento —y el de mis oídos—, mi madre era una gran admiradora del cantante puertorriqueño. —¿Cómo sobrevives a esto? —le pregunté con sorna en cuanto llegó a mi lado, señalando el trío de «valientes». Ella arrugó la nariz, divertida. —¿Te refieres a la mierda mainstream que me piden los clientes? —Al ver que afirmaba, se echó a reír—: Bueno, me consuelo cantando lo que me gusta el resto del tiempo. No es que el karaoke sea una afición demasiado común en los círculos en los que me muevo, la verdad… Lo veo más propio de la gente normal. —¿Y tú no eres normal? —pregunté para chincharla un poco. Ella resopló y yo solté una carcajada—. Estaba de coña. Entiendo muy bien lo que quieres decir. Supongo que no debe de ser fácil cultivar tu hobby… —No mucho. Me encantaría encontrar un curro de cantante «de verdad» en algún club… —Dibujó unas comillas en el aire—. Pero quizá me pedirían que cantase acorde a algún estilo casposo, no de lo que a mí me gusta. Aquí, por lo menos, cuando la gente no se anima puedo cantar lo que me dé la gana. —¿Y con tus alumnos cómo va? Bueno, supongo que ya estarás de vacaciones o casi. Isis se encogió de hombros y lanzó una mirada torva al escenario, donde los tres chicos seguían desgañitándose y haciendo el payaso. —No va mal, la verdad, son buenos chavales. Es un colegio concertado por Horta; me queda en la quinta hostia, pero disfruto dando clase. Aunque, cómo no, tengo que ceñirme al programa… que suele incluir instrumentos tan apasionantes como la flauta. Ahí sí que me descojoné. Me imaginaba a Isis, vestida en plan recatado, luchando por no asesinar a un grupo de niñatos que producían sonidos disonantes. Estaba a punto de soltar alguna ocurrencia cuando ella se excusó: —Tengo que volver… Si me piden otra, seguimos hablando en un momento. Tuvimos suerte: en cuanto los tres maromos acabaron de destrozar el tema de Chayanne, un grupo de cuatro —dos chicos y dos chicas— solicitaron cantar Dancing Queen, de Abba. Dios misericordioso. —Hoy no es mi noche —resoplé cuando Isis regresó a mi lado—. ¡Menuda colección de mierdas! —Créeme, podría ser peor: aún no me han pedido Y cómo es él, de José Luis Perales… Ya sabes: Es un ladróóóón, que me ha robado todo… — entonó haciendo el tonto, y soltó una carcajada ante mi cara de horror—. Sí, la gente siente una fascinación mórbida por las canciones carcas. —Cambiando de tema… —dije cuando dejamos de partirnos de risa. Le di un sorbo a mi cerveza e inquirí, nervioso—: ¿Todo bien de cara al sábado que viene? ¿No tendrás problemas con tu pareja ni…? —No te preocupes, está resuelto —me interrumpió Isis, rotunda—. Esa noche él trabaja y yo, en teoría, también. No tiene ni idea de que me he pedido el día libre para ir al concierto, y no hará falta ni decírselo. Cuando está en el curro, es como si yo no… —Se encogió de hombros sin terminar la frase y, de repente, señaló mi cerveza—: ¿Puedo dar un sorbo? —Toda tuya —contesté sorprendido, pasándole la botella. Sin ningún reparo, apoyó los labios contra el borde —justo donde, un minuto atrás, habían estado los míos— y dio un largo trago. Se secó la boca con delicadeza y me la devolvió, sonriendo de nuevo de aquella manera tan suya, entre hosca y juguetona. —Qué buena… gracias. En todo caso, lo dicho: tú ni te preocupes por eso. Podemos quedar directamente en el Razzmatazz, si te parece, un poco antes de que abran las puertas. —Lanzó una mirada al karaoke, donde el club de fans de Abba ya terminaba—. El deber me llama… De nuevo, observé cómo su delgado cuerpo culebreaba entre la muchedumbre y regresaba al escenario. Nadie más parecía dispuesto a atreverse, así que le tocó seguir cantando durante los siguientes veinte minutos. Pasado ese tiempo, por fin, una pareja le pidió Vivir lo nuestro, de Marc Anthony. El resto de la noche —la hora y media que quedaba— se me pasó en un abrir y cerrar de ojos, bebiendo cerveza y charlando con Isis en los breves paréntesis que nos permitían los participantes del karaoke. A diez minutos del cierre, se dirigió a los cuatro gatos que aún remoloneaban por la pista, dándoles las gracias por su participación e invitándoles a regresar el jueves siguiente para una nueva noche de música y diversión. Dicho esto, se bajó de un salto del escenario y se me acercó con una sonrisa cansada. Justo entonces, las luces del local se encendieron de golpe: una poco sutil manera de insinuar que era hora de largarse. —Por fin… ¡Qué ganas de terminar tenía ya! —Imagino que estarás agotada. Lo sorprendente es que no estés afónica. —Menuda cantante de mierda sería si lo estuviera, ¿no? —replicó ella, entre ofendida y burlona, y me dio un puñetazo amistoso en el brazo. —Oye, estaba pensando… —comencé, dudoso. —Pues nada, voy a… —dijo ella a la vez, y se interrumpió al ver que yo también hablaba—. Perdona, dime. —No, no, tú primero —zanjé enseguida. —Iba a decirte que lo siento mucho, pero tengo que dejarte. —Me dedicó una sonrisa de disculpa—. He de recoger el equipo y otras cosas antes de salir. Vamos hablando y nos vemos el sábado próximo, ¿vale? Se acercó a darme dos besos, tan fugaces que apenas los sentí. Su cuerpo estaba algo sudado por los focos y exhalaba un olor cálido y limpio, mezclado con el aroma a violetas y vainilla de su perfume. Ya tenía un pie en la tarima cuando volvió a girarse hacia mí, dándose una palmada en la frente. —Qué maleducada, no te he preguntado qué es lo que ibas a decirme tú… —No era nada importante —mentí, agitando las manos en el aire—. Para serte sincero, ya ni me acuerdo. Ella dudó, aún inmóvil, un pie en el escenario y el otro en el suelo. —¿Seguro? —Seguro —asentí, y forcé una sonrisa burlona—. El alcohol hace estragos. Ella se echó a reír con su voz grave y melodiosa, y me hizo un gesto de despedida antes de darme la espalda. Me camuflé entre el grupo de gente que abandonaba el local y crucé la puerta con la cabeza gacha: no me apetecía nada llamar la atención de Yuri. Solo una vez fuera, sin más confidentes que la pálida media luna y las invisibles estrellas, me atreví a formular en un susurro la pregunta que me había tragado unos instantes atrás: —¿Te apetecería ir a tomar algo…? Cabreado conmigo mismo, pateé una lata de refresco vacía y, ya para mis adentros, añadí con amargura: « M á s v a l e q u e t e o l v i d e s d e e l l a , g i l i p o l l a s » . Con un suspiro, dejé atrás La Brújula Dorada y me decidí a recorrer a pie los escasos dos kilómetros hasta mi casa. Tal vez, el ejercicio físico y el aire fresco despejarían el caos en que se habían convertido mi mente… y mi corazón. CAPÍTULO 30

-ANAÍS-

Sábado 27 de junio. La noche del concierto por fin había llegado. Me parecía irreal estar preparándome para ir a ver a The Editors, pero aún más, saber con quién me disponía a vivir aquella irrepetible experiencia. Por suerte, al final ni siquiera haría falta mentirle a Sven con respecto a mis planes. Y es que, tras otra pelea muy seria la noche anterior, por el momento no nos hablábamos. Pero no quería pensar en eso. No pensaba permitir que nada arruinara aquella noche mágica, ni centrarme en otra cosa que no fuera la ilusión creciente en mi pecho, esa emoción candente que se expandía por mi cuerpo y me hacía cosquillas en la barriga. Puse especial atención a mi ropa, repitiéndome que lo hacía por mí misma y nadie más. Me negaba a aceptar que Gael pudiera tener algo que ver en el asunto, y luché por alejar su mirada azul de mis pensamientos mientras me ponía una minifalda ajustada, un top con transparencias y mis nuevas Dr. Martens Jadon de color cereza acharolado. Ya vestida, dediqué un buen rato al maquillaje: sombra con efecto ahumado, base discreta para unificar el tono pálido de mi tez y labial a juego con las botas. Después, me alboroté la melena corta y escalada con el secador, aplicando la cantidad justa de laca para darle ese toque despeinado y algo salvaje. De nuevo en mi cuarto, me puse unos pendientes grandes en forma de ankh y mi colección de anillos de plata vieja. Por último, me rocié con una generosa dosis de perfume y cogí un cárdigan negro por si tenía frío. Estaba lista… y era hora de salir para encontrarme con Gael. El trayecto en metro se me hizo muy corto, como suele ocurrir cuando nos espera algo que nos da miedo. En mi caso, no obstante, esa emoción negativa venía mezclada con otras, espesas y ardientes como cera derretida: expectación, nervios y anhelo. Ganas de huir, y de ir al encuentro de Gael al mismo tiempo. Rabia por lo sucedido con Sven, y rencor contra él por abandonarme cuando más le necesitaba, dejándome a solas con el peligro de unos sentimientos que involucraban a una tercera persona… y que comenzaban a escapárseme de las manos. Cambié de la línea verde a la roja en Plaza Cataluña —cómo odiaba aquel transbordo y sus corredores de aire pútrido—, y me monté en un tren atestado justo antes de que abandonara la estación. El fatigado convoy se puso en marcha y yo me abrí paso entre la apretada masa de jóvenes que, casi seguro, se dirigían hacia la zona de Marina para inaugurar una nueva noche de alcohol y desenfreno. Hallé una zona más despejada en el fondo del vagón y me apoyé en una esquina, tratando de respirar con normalidad, aunque el corazón me brincaba en el pecho como a un animal asustado. Mientras recorría las tres paradas que me separaban de mi destino, me encontré pensando en mi relación paralela con Gael, es decir, la que mantenía bajo mi identidad falsa como Annabel Lee. Rememoré las palabras que me había enviado en uno de sus últimos mensajes, el cambio de actitud que había detectado en él desde que nos habíamos encontrado en la vida real. Como si estuviera perdiendo interés por mi alter ego y enamorándose de… No. Me negaba a considerar aquella posibilidad. Mi vida ya era lo bastante complicada sin necesidad de añadir ideas demenciales como esa. Y no debía olvidar que estaba con Sven, a quien quería más que a nada en el mundo, por mucho que me hiciera sufrir. Perdida en mis enmarañados pensamientos, estuve a punto de pasarme de parada. El estómago se me contrajo en una sensación de vértigo cuando mis ojos enfocaron el cartel de Marina, y me percaté de que hacía rato que nos habíamos detenido. Ahogando un juramento, me bajé del metro a la carrera justo cuando las puertas comenzaban a pitar. Atrapada entre la escandalosa muchedumbre que subía por las escaleras mecánicas, consulté mi móvil por si Gael me había dicho algo. Con un nuevo sobresalto, vi que tenía un WhatsApp suyo, avisándome de que se había adelantado un poco y ya había llegado, pero que no hacía falta que corriera. Ignorando su consejo, me abrí paso como pude entre los gritones que me rodeaban y terminé de subir las escaleras a toda prisa. Le grabé un audio corto, indicándole que ya llegaba y que podía ponerse a la cola. Él contestó con una carita sonriente y un dedo pulgar hacia arriba. Ya fuera de la estación, me dejé guiar por el Google Maps rumbo a Razzmatazz, pues mi sentido de la orientación era proporcionalmente inverso a mi capacidad para perderme, incluyendo mi propio barrio. Una vez hube descifrado qué dirección debía tomar, eché a correr por las calles oscuras y desangeladas, sorteando grupos de jóvenes —algunos ya borrachos pese a lo temprano de la hora—, mientras a mis oídos llegaban risotadas y retazos de conversaciones. Tras dejar atrás la deprimente silueta del Tanatorio de Sancho de Ávila, crucé el último paso de peatones y distinguí por fin a Gael haciendo cola, tal y como le había pedido. Habíamos quedado con un buen margen de tiempo y todavía no había mucha gente, lo cual, con un poco de suerte, nos garantizaría una buena posición en la pista. —Buenas noches —me saludó él cuando me detuve a su lado, aún jadeante. Sin ningún disimulo, me lanzó una mirada de arriba a abajo que enrojeció aún más mis mejillas—. No hacía falta que corrieras. Mientras trataba de recuperar el aliento, aproveché yo también para examinarle —aunque con menos descaro— y me rendí ante la evidencia: cada vez que me acercaba a aquel hombre, perdía por completo el control de mis hormonas. Iba todo de negro, con unos vaqueros que se ceñían a sus fornidos muslos de manera casi obscena, una camisa de manga corta y unas Doc Martens. —Buenas noches —respondí al fin, dándole dos besos. Me embargó un leve mareo cuando su fragancia inundó mis fosas nasales—. No pasa nada, no quería hacerte esperar… Además, prefiero que estemos lo más adelante posible. —No creo que haya problema —declaró él con el aire impasible que le caracterizaba—. ¿Nerviosa? Tragué saliva al sentir el magnetismo de sus ojos clavándose en los míos, y me pregunté si se refería al concierto o a nuestra cita. —Mucho —repliqué sin entrar en detalles. —Espero que no hayas tenido ningún problema con… Sven se llamaba, ¿no? —Pronunció su nombre como si fuera el de un insecto repugnante. Yo negué con la cabeza, apretando las mandíbulas. —Qué va. De hecho, nos hemos peleado. —Vaya, espero que no sea por… —No tiene nada que ver —le interrumpí al ver su expresión de culpabilidad—. El muy cerdo va a dejarme plantada la mitad del mes de julio para irse de vacaciones con sus colegas, pero no consideró oportuno decírmelo hasta ayer por la noche. —No jodas —contestó Gael, atónito—. ¿Adónde van? —Pues no te lo pierdas, porque la cosa mejora: a Ibiza. —Solté una risa que pretendía ser cínica, pero mi amargura la hizo sonar como un lamento —. En fin, la verdad es que prefiero no saber lo que van a hacer. Ya sabes: ojos que no ven, corazón que no siente, blablablá. —Eso no te lo crees ni tú. No me digas que eres de esas personas que prefieren vivir una mentira… Ya sabes, el rollo de Matrix: pastilla roja o pastilla azul. —Gael me lanzó una mirada impenetrable antes de añadir—: Si estuvieras en la situación de Neo, ¿no elegirías saber la verdad? Me lo quedé mirando de hito en hito, aturdida, y un pánico pegajoso como la brea se expandió por todas las cavidades de mi cuerpo, incluyendo mis pulmones. Por un momento, creí que era incapaz de respirar. ¿De verdad acababa de usar el mismo ejemplo que yo le había dado en uno de mis primeros mensajes como Annabel Lee? «Lo sabe», susurró una voz insidiosa en mi cerebro. «Es solo una coincidencia», rechazó otra, quizá la que deseaba mantenerme con vida. Más que nada porque, entre la falta de oxígeno y las náuseas, si no controlaba pronto aquella sensación de pánico, era probable que acabara ahogándome en mi propio vómito. —Prefiero dejar el tema, si no te importa —respondí cuando por fin recuperé el habla. Forzando una sonrisa, añadí—: Esta noche quiero que todo sea perfecto, como si estuviéramos en otra dimensión, una en la que no existen los problemas. De todos modos, seguirán estando ahí mañana, así que… —Una sabia decisión—asintió él, correspondiendo a mi sonrisa, y adoptó un tono sugerente que me erizó la piel al añadir—: Y no tengo ninguna duda de que la noche va a ser perfecta. Durante los veinte minutos siguientes, charlamos de cosas sin importancia, en esencia del grupo, las letras de sus canciones y, más tarde, de los planes de Gael para el verano. Estaba comentándome que se había inscrito en una academia de inglés intensivo cuando, por fin, abrieron las puertas y la cola comenzó a avanzar hacia delante. Tuvimos suerte y logramos colocarnos en segunda fila. Gael me dejó sola un momento para ir en busca de una cerveza, y yo aproveché para sacar el móvil y ver si tenía algún WhatsApp de Sven. Esperaba una disculpa, alguna frase de cariño, diciéndome que lamentaba ser un cabrón egoísta y que me echaba de menos… O mejor aún: que había cambiado de idea y decidido anular su viaje. Sin embargo, cuando desbloqueé el teléfono, la pantalla mostraba una ausencia total de notificaciones. —¿Y esa cara triste? —me interrogó Gael, apareciendo de pronto a mi derecha—. Venga tía, remonta el ánimo, ¡que vamos a ver a The Editors! —Sí, tienes razón —asentí, dedicándole una sonrisa que esta vez fue sincera—. Estoy contenta, es solo que… Antes de que pudiera acabar la frase, apagaron las luces y toda la gente que había en la pista comenzó a gritar y a aplaudir, nosotros dos incluidos. Después de casi un minuto de silencio expectante, sonaron los primeros acordes de una de mis canciones preferidas: Ocean of night. Mientras la multitud rugía, enloquecida, se abrió una puerta al fondo y los cinco integrantes del grupo aparecieron en el escenario justo cuando los focos volvían a encenderse. —Wasting on nothing, effortlessly, you appear —comenzó a cantar con su magnífica voz de barítono, que tanto me recordaba a la de mi ídolo Ian Curtis—. Sound of the thunder reverberate in your ears.[15] Escuchando sus palabras, fue como si me hablara a mí en concreto, describiendo lo que sentía con Gael a mi lado: una especie de trueno que me reverberaba en la sangre. Aquella curiosa impresión ganó aún más fuerza cuando, después del estribillo, prosiguió: —Gaze at the skyline, under the ocean of stars. —Me giré para mirar a mi amigo, como si él fuera ese océano de estrellas del que hablaba el cantante—. This is your slow dance, and this is your chance to transform. Lost to a moment, the moment you confront the storm…[16] Consciente de que le miraba, Gael me espió por el rabillo del ojo antes de encararme del todo. Una inmensa sonrisa se expandió por sus bellas facciones al verme mover los labios, siguiendo el ritmo de la canción. Pasados unos segundos, se giró de nuevo hacia el escenario y dejó caer la mano. Entonces, en un instante tan leve que después no sabría si me lo había imaginado… sus cálidos dedos se cerraron en torno a los míos. CAPÍTULO 31

-GAEL-

Solté a Isis al momento, con el corazón a mil por hora. ¿Es que me había vuelto loco? ¿Qué pretendía agarrándola así de la mano, como si aquello fuese una cita romántica? Por suerte, al observarla no advertí ninguna reacción en su cara. Debía de estar tan absorbida por la emoción del concierto que ni se había dado cuenta. Menos mal, porque solo me faltaba que pensara que era el típico cerdo que intentaba seducir a todas sus amigas… O peor aún: que descubriera los sentimientos que comenzaba a albergar por ella y no quisiera verme más. Pero… ¿de verdad sentía algo por ella? Unos meses atrás, me habría echado a reír ante tal idea, ya no solo por mi obsesión con Annabel Lee, sino porque mis primeras impresiones de Isis no habían sido lo que se dice positivas. De hecho, había comparado su cuerpo con el de un esqueleto, por no mencionar lo desagradable que me había parecido su carácter al hablar con ella. Sin embargo, las cosas habían cambiado. De pronto, me encontraba perdiendo interés en los emails de Annabel Lee, que ya no lograban satisfacerme como antes, al tiempo que mi ilusión y mis ganas de vivir crecían. Estaba ansioso por abandonar aquella negatividad que ensombrecía mis días y mis noches, y centrarme por fin en el presente. Y sabía que la culpable no era otra que mi nueva amiga. Perdido en aquellos pensamientos, apenas acerté a aplaudir cuando terminó la canción y el grandísimo Tom Smith comenzó a cantar The phone book, uno de mis temas preferidos. A este le siguieron Papillon, Frankenstein y , canción tras la cual el cantante hizo una pequeña pausa para saludar al público y presentar a los integrantes de la banda. Aproveché el momento para inclinarme hacia Isis y preguntarle al oído: —¿Qué tal? ¿Te está gustando? Ella se giró hacia mí, sonriente. Pocas veces la había visto tan eufórica. Sus mejillas habían cobrado un rubor infantil, y sus labios entreabiertos, pintados de un rojo seductor, me produjeron deseos prohibidos que luché por contener. —¡Es genial! Estoy disfrutando como una enana, ¿y tú? « Y o m e m u e r o p o r b e s a r t e » , p e n s é , p e r o e n l u g a r d e e s o , d i j e : —¡Es una puta maravilla! ¡El tío canta aún mejor de lo que pensaba! Ella asintió, riendo ante mi expresividad, y ambos devolvimos la atención al escenario, pues justo entonces comenzaban a sonar los acordes de una nueva canción. Al reconocerla, ella se aferró a mi brazo, exultante. —¡Sugar! Joder, ¡es mi preferida! Le dirigí una sonrisa torpe, conteniendo mis ganas de volver a tocarla, pero fue ella misma quien, de golpe, me apretó la mano con fuerza, como para transmitirme la emoción que sentía. Al soltármela unos momentos después, fue como si alguien me desenchufara de la corriente. Cuando el vocalista entonó los primeros versos, oí a Isis a mi lado secundándolo en susurros; no obstante, elevó la voz al llegar al estribillo, provocándome un escalofrío delicioso en la espina dorsal: —There's sugar on your soul, you're like no one I know. You're the life of another world.[17] Me quedé sin aliento al oírla cantar aquellas palabras, imaginando como un tonto que me las decía a mí. La miraba tan fijamente, ya casi girado del todo hacia ella, que por fuerza tenía que estarse dando cuenta. Sin embargo, se la veía perdida en la canción, disfrutando de un modo tan intenso y desinhibido que supe que no era consciente de nada. Se había transformado en la pura esencia de la música, vibrante y magnífica, irradiando a su alrededor un aura luminosa. Bajo la cambiante luz de los focos, que dibujaban haces de distinto color sobre el público, en ese instante se me antojó como la diosa de una religión desconocida, de algún culto ancestral y tenebroso. La cualidad etérea de sus brazos y sus piernas; la palidez de aquel cutis de mármol; la sedosa franja de piel que dejaba ver su corto top de encaje… Eran los ingredientes perfectos para encender una hoguera sin control en mi cuerpo, la chispa de un deseo sin precedentes que implantó imágenes no aptas para menores en mi achicharrado cerebro. Inmerso en aquellos pensamientos, me armé de valor y, aunque yo no cantaba ni la mitad de bien que ella, alcé mi voz grave para unirla a la suya en los siguientes versos: —You swallow me whole, with just a mumbled hello…[18] Lo canté con toda la emoción que pude, mirándola de reojo. No podía identificarme más con aquella frase, y quería ver su reacción. Ella se giró hacia mí sin dar crédito, y al momento esbozó una amplia sonrisa, que se difuminó poco a poco cuando ambos pronunciamos: —And it breaks my heart to love you, it breaks my heart to love you…[19] Ella se mordió el labio y me miró con tal anhelo que, en un arrebato de locura, pensé que iba a besarme. Justo entonces, los focos se desplazaron hacia nosotros y nos bañaron en una luz ambarina que me hizo guiñar los ojos. En ese momento, fue como si alguien apagara el interruptor de mi mundo. Los movimientos se ralentizaron y dejé de oír todo lo que me rodeaba: nuestras voces unidas, la música, el clamor del público… Tan solo me quedé con el sonido de mi propia respiración y el latido de la sangre golpeándome los tímpanos, tan fuerte como la batería sobre el escenario. Entonces, los focos volvieron a moverse, alejándose de nosotros, y el sonido regresó a mis oídos, reactivando asimismo el ritmo normal de la realidad. Cuando, tras acostumbrarme de nuevo a la penumbra, fui capaz de enfocar la vista, comprobé que Isis se había vuelto hacia el escenario y batía las palmas como si tal cosa, en apariencia absorta en el espectáculo. ¿Me lo había imaginado todo? ¿Habría existido siquiera en ella ese momento de flaqueza… ese resquicio de duda en sus sentimientos? Después de aquello, el concierto se me hizo corto en exceso. Las canciones fueron sucediéndose una detrás de otra, sin que yo apenas fuese consciente, tal era la velocidad a la que los mágicos minutos que estábamos viviendo se me escurrían entre los dedos como el agua. Formaldehyde, , Blood, Walk the field road… El tiempo pasó, inexorable, mientras mi amiga y yo cantábamos y reíamos, saltando como idiotas, hasta que el líder anunció que la siguiente canción sería la última: Munich, otra de mis favoritas. Sin embargo, tras la interminable ovación del público, el grupo regresó para una más; en esta ocasión, una balada: . Como si temiera volver a tocarme, Isis se envolvió a sí misma con los brazos, alejando su tentadora mano de mi lado. Permaneció así el resto de la canción, balanceándose con lentitud mientras susurraba la letra, sus grandes ojos de jade fijos en el cantante, sin osar mirarme una sola vez. Casi podía ver cómo la emoción crecía en torno a nosotros, un sentimiento en carne viva. Quizá porque ambos éramos conscientes de que nos quedaba muy poco tiempo refugiados en aquella dimensión, en aquella noche mágica en la cual, como Isis había dicho horas antes, no existían los problemas, ni la realidad exterior. Aquella en la que ella no era mía. A medida que la música desgranaba sus últimas notas, el cuerpo de mi amiga parecía ir perdiendo fuerza, como un hada moribunda cuya luz se estuviese apagando sin remedio. Incluso atisbé un brillo húmedo en su mirada mientras musitaba los últimos versos: —Help me to carry the fire… We will keep it alight together. —Juraría que me miró de soslayo en aquel momento, pero al girarme seguía estática, sus pupilas reacias a apartarse de Smith—: Help me carry the fire, it will light our way forever.[20] La gente enloqueció cuando la canción llegó a su fin. Sus vítores y aplausos continuaron mientras los músicos abandonaban el escenario, y aún un buen rato después, hasta que fue evidente que no habría un segundo bis. A mi lado, Isis bajó la cara y se restregó los ojos con disimulo, tal vez para secar las lágrimas que me había parecido ver unos segundos atrás. Por fin, se giró hacia mí y me dirigió una sonrisa que no supo ocultar su tristeza. Opté por fingir que no me había dado cuenta de nada. Luchando por hacerme oír en medio de la algarabía, le grité al oído: —¿Salimos? ¡Me estoy asfixiando aquí dentro! —¡Yo también estoy agobiada! —asintió ella, y me siguió rumbo a la salida, donde un vigilante nos puso un sello en la mano a cada uno, por si acaso queríamos regresar al local. —¿Te ha gustado? —pregunté cuando ya estábamos fuera, respirando con fruición el aire de la noche. —Ha sido de los mejores conciertos de mi vida. —¡Guau! —solté, risueño—. Para una experta musical como tú, eso es mucho decir, ¿no? —No te burles de mí, perraco —exclamó ella, fingiendo que me aporreaba. Me alegró verla de guasa tras el ánimo melancólico que, pocos minutos atrás, se había apoderado de ella. O de ambos, si era sincero conmigo mismo. —¡No me estaba burlando! —protesté enseguida—. Para mí eres una crack encima del escenario. ¡No tienes nada que envidiarle a esos cinco! —¿El dinero, el éxito y un contrato discográfico, quizá? —ironizó, poniendo los ojos en blanco. —Bueno, al margen de esas cosas… —Me eché a reír y añadí con timidez—. Pero en serio. Cantas genial, tía. Que no se te olvide. —Gracias… Nos quedamos mirándonos un momento. Al final, Isis desvió la vista, a claras luces incómoda, y se frotó los brazos. —¿Tienes frío? —le pregunté, solícito—. ¿Volvemos a entrar? —De hecho, creo que iré tirando para casa —replicó, y al fin se arriesgó a dedicarme una mirada furtiva—. Estoy cansada, y no me apetece volver sola en el metro más tarde. —Yo podría acompañarte, si quieres… —Al ver cómo se mordía el labio, violenta, añadí con rapidez—: Aunque entiendo que estés cansada. Lo has dado todo ahí dentro. En un intento de eliminar la tensión del ambiente, acompañé mis últimas palabras con una sonrisa maliciosa. —Mira quién habla, te lo tenías bien callado, ¿eh? —contraatacó ella, riendo por fin—. Ya sabes, hablo de tu talento vocal oculto. —No se lo cuentes jamás a nadie, por favor —le pedí con falsa solemnidad—. Tengo una reputación que mantener. Isis resopló y me hizo señas para que fuéramos tirando hacia el metro. —Ahora en serio… Tienes una voz muy bonita —me alabó, dándome un codazo leve, y esbozó una mueca malévola—. Deberías plantearte cantar algo conmigo en el karaoke. Solté una sonora carcajada y sacudí la cabeza. —¡Ni lo sueñes! Prefiero no dejar secuelas psicológicas en el público, ni arriesgarme a que el ruso ese que tenéis en la puerta me saque a patadas. —Venga ya… pero si Yuri es un encanto —replicó ella, risueña—. En todo caso, si algún día cambias de idea, solo tienes que pedírmelo. —Lo tendré en cuenta —le aseguré con ironía. Dedicamos el resto del camino a intercambiar opiniones sobre el concierto. Aquello nos evitó tocar temas incómodos, y ya en el metro pasamos a rememorar otras experiencias similares. Aunque a mí me iba mejor bajarme en Universidad, me apeé con ella en Plaza Cataluña para poder despedirme sin prisas. Cuando llegamos al punto donde debíamos separarnos —ella iba a hacer transbordo a la línea verde—, me acerqué para darle dos besos. —Lo he pasado genial. —Yo también —añadió ella, muy tímida—. Gracias por ofrecerte a ir conmigo. De no ser por ti, me lo habría perdido. —Ha sido un placer —le aseguré. Estuve a punto de proponerle que nos viésemos otro día, pero me acobardé en el último momento—. Pues nada… ya hablaremos. ¿Seguro que no quieres que te acompañe? No me molesta, luego puedo volver a pie… —No, tranquilo, no hace falta. Vivo a cinco minutos de Fontana. —Está bien. Ves con cuidado, ¿vale? —Lo haré. —Sonrió y me dio una palmadita en el brazo—. ¡Nos vemos! Antes de que me decidiera de una vez a echarle huevos y preguntarle si quería volver a quedar, salió correteando por el pestilente túnel del metro. Me quedé mirando cómo bajaba las escaleras que llevaban al otro lado de las vías. Al final, temiendo que se diera la vuelta y me viese acechándola como un tarado, giré sobre mis talones y me alejé. Crucé a paso rápido el andén de la línea verde, sorteando la chusma que esperaba el metro, y entonces se me ocurrió mirar al lado opuesto. Apenas unos segundos después, vi aparecer a Isis caminando con aire distraído, hasta que se detuvo para sentarse en un banco. De repente, como si sintiera la electricidad de mi mirada, levantó la vista. Al distinguirme en el andén contrario, alzó la mano para saludarme, sonriendo. Yo le devolví el gesto y, algo más animado, seguí caminando hacia la salida. Apenas había puesto un pie en la calle cuando por fin me decidí. Estaba harto de luchar contra mi extrema timidez, mis manías y mis fobias. Temiendo el fracaso, por lo general me callaba por vergüenza, pero ya había tenido suficiente. Solo confiaba en que por WhatsApp las cosas fueran más fáciles. Apoyado en la barandilla de la estación, me saqué el móvil del bolsillo de los tejanos y entré en la aplicación. No me chocó ver a Isis conectada, solo deseé que no estuviera hablando con el cretino de su novio. Para mi alivio, su velocidad de respuesta me convenció de que no era así.

Oye… Se me ha pasado comentarte algo.

Claro, dime :)

Yo todavía esperando el metro, arg…

Vaya, qué mierda, ¡espero que no tarde!

Me quedé unos segundos pensando cómo continuar y, por fin, tecleé:

Pues nada, solo te quería decir que,

ya que vas a estar sola una parte de julio,

si te aburres podríamos quedar.

Vi que comenzaba a escribir, pero su respuesta no llegaba nunca, como si estuviera tecleando y borrando sin parar, hasta que su contacto volvió a aparecer simplemente En línea. ¿Habría sido una torpeza por mi parte mencionar el abandono de su novio? Agobiado, añadí con rapidez:

Ya sabes… ir a dar un paseo o a tomar algo. Solo si te apetece :)

Isis volvió a aparecer Escribiendo, y esta vez su respuesta llegó enseguida:

Me parece genial ^^

¿Lo hablamos la semana que viene?

Casi me reventó el pecho del alivio y la felicidad. Con una sonrisa, tecleé:

¡Perfecto!

Buenas noches, que descanses.

Igualmente…

Hasta pronto :***

No soy muy dado a exteriorizar mis sentimientos, pero estuve a punto de soltar una carcajada de alegría en voz alta. Aun así, mientras me abría paso entre la plaga de noctámbulos que infestaba plaza Cataluña, no pude contener una sonrisa ridícula… más propia de un adolescente enamorado que del hombre amargado y cínico en el que me había convertido con el paso de los años.

TERCERA PARTE: VERANO

JULIO CAPÍTULO 32

-ANAÍS-

El primer día de julio amaneció nublado y tormentoso. Tras el horrible bochorno que había estado haciendo los últimos días, era de esperar que se avecinara una buena tormenta. El aire era tan denso que, al salir a la calle, me parecía topar contra una atmósfera sólida, como si una mermelada invisible me engullera entre sus pegajosas fauces. Así me había sentido la noche anterior, cuando Sven me acompañó a casa para despedirse. Al día siguiente, a primera hora, había quedado con sus amigos en el aeropuerto… aquel grupito de anormales que tan importantes eran para él. O, por lo menos, lo suficiente para dejarme tirada durante la mitad del mes. Al abrir los ojos ese miércoles, estaba tan agotada como cuando me había acostado. Durante las largas horas de insomnio, el recuerdo de nuestra despedida no había dado descanso a mi mente, la vívida imagen de la belleza nórdica de mi novio aún quemándome las retinas. Sus fogosos besos, sus promesas huecas de llamarme a diario, la disculpa que jamás pronunció… Estando con él había sentido cómo, agazapada en mi interior, la rabia iba creciendo hasta transformarse en un monstruo. Uno que, en cualquier instante, podría liberarse de su prisión, desgarrándome las entrañas, y devorarnos a ambos. El problema fue que, una vez más, en lugar de ser yo la que diera rienda suelta a aquel enfado justificado por completo, fue Sven quien terminó molestándose conmigo por no ser más flexible con nuestra relación. Por pretender estar pegada a él a todas horas, y no comprender que había más cosas en su vida aparte de mí. En resumen, por atosigarle. No hace falta decir que el posterior trayecto hasta mi casa fue bastante silencioso y que, al darle el último beso de despedida antes de que se fuera, me pregunté por primera vez si aquella relación valía la pena. Si los buenos momentos me compensaban por tanto dolor, por tanta frustración y humillación constantes, como si hubiera un agujero dentro de mí por el cual se me escapaba a chorros la autoestima. Me estiré para consultar la hora en el móvil y vi que eran por fin las ocho de la mañana. Harta de estar en la cama, pateé las sábanas para apartarlas de mis sudados tobillos y me puse en pie. Como una idiota, lo primero que hice fue revisar el móvil por si había señales de Sven, pero nada. Me dije que era normal: a fin de cuentas, el vuelo no salía hasta las diez y media. Estaría liado pasando el control de seguridad; ya me diría algo más tarde. Me di una larga ducha con el agua casi fría, me puse unos pantalones cortos de deporte y un top sin mangas, y fui a la cocina. Preparé un café, mordisqueé sin ganas unas tostadas con margarina; leí un rato, bajé a hacer la compra. Regresé, puse una lavadora, la tendí, y seguía sin tener noticias de mi novio. Eran ya las once menos veinte, lo cual significaba que, si no había despegado ya, como mínimo tenía que haber embarcado, a menos que el vuelo fuera con retraso. Entré en WhatsApp para acecharle y vi que estaba en línea. Esperé un rato, apretando los dientes y hundiéndome las uñas en las palmas de las manos hasta hacerme daño, luchando contra la tentación de rebajarme una vez más… hasta que vi cómo Sven se desconectaba. Sin decirme ni una sola palabra. Una hora y pico después, recibí por fin un seco mensaje por su parte: «Aterrizado. Ya hablaremos, besos». Decidí contestarle con un mero emoticono mostrando el dedo pulgar hacia arriba y, furiosa, me tiré en encima de la cama, preguntándome qué demonios iba a hacer durante las siguientes dos semanas. El curso escolar había terminado hacía ya días, incluyendo la entrega de notas y la cena de graduación de mis alumnos de cuarto de ESO. No me apetecía ver a ninguna de mis escasas amistades y, al ser miércoles, ni siquiera tenía la distracción de mi segundo trabajo, pues el karaoke solo abría de jueves a sábado. Por otro lado, llevaba días postergando responder al último email que Gael había enviado a mi alter ego, preguntándome si debía continuar con aquella farsa. Lo cierto es que me moría por hablar con él, pero en los últimos tiempos, cada vez era más acuciante el deseo de hacerlo desde mi yo real… y dudaba mucho que aquello fuera buena idea. No habíamos tenido ningún contacto desde el concierto. Él me había propuesto hacer algo juntos durante el tiempo que iba a pasar sin Sven, pero yo había incumplido mi promesa de decirle algo, y él tampoco había dado señales de vida. Lo más seguro es que no quisiera agobiarme, pero también podría ser que se hubiera olvidado de mí. Por motivos que me negaba a aceptar, aquella posibilidad me hacía sentir una congoja punzante y gélida, como una aguja de hielo hundiéndose en la carne tierna de mi corazón. Entonces, mientras languidecía empapada de sudor sobre mi cama, con el portátil sobre los muslos dándome calor y el pelo pegado a la frente, visualicé a Sven. Le imaginé bajo el cielo azul de Ibiza, tumbado en la sedosa arena de una playa de ensueño, rodeado de los chulitos de sus amigos y de un grupo de tías en bikini con aspecto de modelos, todos riendo y bebiendo cócteles en vasos multicolores con sombrillitas en el borde. Para cuando enfoqué la mirada en mi propia realidad — e l d e p r i m e n t e p a t i o d e l u c e s q u e a t i s b a b a a t r a v é s d e m i b a l c ó n y l a s o l e d a d d e m i v i e j o a p a r t a m e n t o — , y a h a b í a t o m a d o u n a d e c i s i ó n . «A la mierda», mascullé para mis adentros. Cargué la página del WhatsApp web, busqué el chat con Gael y, sin darme tiempo a pensármelo dos veces, comencé a hablarle:

¡Hola! ¿Cómo estás?

En cuestión de un segundo, su información de conexión cambió de Últ. vez hoy a las 11:58 a En línea.

¡Hola Isis! Todo bien, ¿y tú?

Muerta de calor y aburrimiento Creo que me va a dar algo…

A ver si cae ya el puto Diluvio Universal xD

No estaría mal… ¿Ya se ha pirado el teutón?

Me ruboricé al momento, mortificada. Estaba claro que pensaba que solo le había hablado por eso… ¿Qué clase de idea se habría hecho de mí? Claro que su teoría era acertada, por mucho que me pesara.

Pues sí, justo hoy. Perdona, tendría que haberte hablado antes…

No quiero parecer una interesada :(

¡Qué va, mujer!

Te lo preguntaba por saber de ti,

no para insinuar nada.

OK…

Entonces qué,

¿te animas a hacer algo?

Sí, y perdona si tengo mucha cara,

pero… ¿te iría bien hoy mismo? Esta tarde, por ejemplo.

Mmm, no sé, no sé…

Déjame consultar mi apretada agenda :p

Le puse el emoticono con la gota al lado de la frente. Estaba convencida de que sabía muy bien si podía o no, solo me estaba vacilando, quizá para vengarse por haberle ignorado hasta aquel momento. Aunque eso significaría que tenía algún interés en mí… Mientras esperaba a que se decidiera, me levanté de la cama con el móvil en la mano y fui a la cocina a servirme un vaso de agua helada. Lo dejé vacío en cuestión de unos segundos, y al momento sentí el típico dolor en la cabeza por el cambio drástico de temperatura, lo que en inglés llaman brain freeze. Justo entonces me vibró el teléfono en la mano. Conteniendo la respiración, bajé la vista para leer la respuesta de Gael:

Vale, ¡confirmado!

Esta tarde estoy libre :)

¿A las 18 te iría bien?

Volví a mi dormitorio para teclear con más comodidad desde el portátil y, tras consultar unos datos en Google, contesté:

Mejor a las 17, si puedes.

Quiero llevarte a un sitio, y se ve que cierran a las 19.

Wow, ¡cuánta intriga! ¿Qué sitio es ese?

Pues… :P ¿Has estado alguna vez en

el Museo de Historia de la Ciudad?

¿El de la plaza del Rei? Juraría que no.

¡Genial! :D

¿Quedamos en el FNAC, donde el Zúrich?

OK, a las 17 ahí.

¡Hasta luego!

Sonriendo como una tonta, cerré la pestaña del WhatsApp y abrí el Spotify. Puse a reproducir una de mis playlists fetiche y, aunque todavía faltaban horas para la cita, me dirigí hacia el armario para escoger la ropa que me pondría. Comenzó a sonar mi tema preferido de Joy Division, y yo acompañé al cantante en voz baja mientras escarbaba entre Dios sabe cuántas faldas, vestidos y camisetas, la mayoría+ de color negro:

Confusion in her eyes that says it all. She's lost control. And she's clinging to the nearest passer by, She's lost control…[21]

CAPÍTULO 33

-GAEL-

Divisé a Isis antes de que ella me viera a mí, y fue una suerte, porque me quedé con cara de lelo. Puede que incluso se me desencajara la mandíbula. Literalmente. Estaba preciosa, más sexy que nunca. La ausencia de su novio psicópata debía de estarle sentando bien, pues brillaba con luz propia. Y no solo porque la claridad grisácea del cielo cayera sobre ella de pleno, era algo distinto: un resplandor que emanaba de su propia piel. Iba maquillada de forma leve y llevaba el pelo recogido en una coleta minúscula, deduje que para sobrevivir al horrible bochorno. Aquel peinado, combinado con unos shorts negros —tan cortos que luché contra el irrefrenable impulso de bajar la vista— y un par de viejas Converse le daban un aire aniñado y encantador. Al llegar a mi lado, observé que la camiseta holgada de manga corta que llevaba remetida por dentro de los tejanos decía Fuck it. Debajo, aparecía la imagen de un tipo enmascarado enseñando el dedo corazón. Típico de ella. Al distinguirme por fin entre la gente, sus ojos se iluminaron y me dedicó una sonrisa. Recorrió a paso rápido los últimos metros que nos separaban, y se plantó ante mí en cuestión de segundos. —¿Cómo estás? —me saludó, acercándose para darme dos besos. La vi algo cohibida, pero contenta de verme. O eso quise pensar. —Asándome de calor —mascullé con una sonrisa irónica—, pero bien. Con ganas de descubrir ese museo y después, meterme en cualquier bar con aire acondicionado y beberme un litro de cerveza helada. Ella se echó a reír y me señaló hacia la izquierda. —Pues vamos. Espero que no haya mucha gente… —En Barcelona siempre la hay —señalé con cara de circunstancias—, más aún en verano… Pero tranquila, sobreviviremos. Me encogí de hombros y noté la fricción de la camisa de cuadros Ben Sherman en mis sudadas axilas. Quién me mandaría ponerme eso con el calor que metía… Solo esperaba que el desodorante no me abandonara y provocase que Isis saliera huyendo despavorida, tomándome por un cerdo alérgico a la ducha. Aquel día ya me había dado dos: una tras la sesión de entreno, y otra justo antes de vestirme para acudir a nuestra cita. —¿Qué tal el trabajo? —me preguntó mientras nos abríamos paso entre la masa de indeseables que pululaban por el centro—. No recuerdo si tenías vacaciones o no… —Bah, el coñazo de siempre. En cuanto a las vacaciones, creo que no llegamos a hablar del tema. Las tengo en agosto, pero no por elección propia: la empresa cierra el mes entero. —¿Y harás algo especial? —indagó como quien no quiere la cosa, y sonrió levantando las cejas—. ¿Planes con alguna chica? —Qué va —repliqué, sintiendo un cosquilleo en el estómago. ¿Estaba intentando averiguar si tenía novia? —. Me voy con mis padres a Polonia; cada año hacemos un viaje juntos, si podemos. Como ves, no soy el tío duro que aparento, pero guárdatelo para ti. Ella se echó a reír. —Pues yo veo genial que te lleves bien con tus padres y que hagáis viajes juntos. En mi familia nunca ha habido pasta y, de todos modos, nos llevamos todos fatal, así que… —¿Y eso? Por cierto, ¿tienes hermanos? Mientras seguíamos caminando rumbo al museo, me contó que tenía dos, ambos mayores: un hermano y una hermana. Él vivía cerca, pero estaba siempre liado entre su empleo como contable, su mujer y sus dos hijos pequeños, así que apenas se veían. En cuanto a su hermana, vivía con su novio en un pueblo a una hora de Barcelona y, aunque no tenía críos, siempre encontraba alguna excusa para no visitar a su familia, sobre todo a su madre. De su padre no quiso hablar; comprendí que era un asunto sensible para ella y preferí no insistir. —Pues mis padres siguen juntos y, cosa rara, se llevan bastante bien —le conté cuando ya llegábamos al museo—. No tengo hermanos, así que supongo que soy el típico niño mimado … Charlamos de algunos recuerdos de la infancia mientras aguardábamos nuestro turno en la cola, aunque noté que Isis enseguida intentaba cambiar de tema, como si la incomodara compartir esa clase de confidencias conmigo. Entonces, me interrogó sobre los estudios de Dirección Cinematográfica que yo iba a empezar en septiembre —se lo había comentado el día de nuestro encuentro fortuito en el Starbucks—, y estuvimos hablando de ello hasta que accedimos al interior del museo. Cuando ya solo nos quedaban un par de personas delante, a Isis se le cayó al suelo el tarjetero que acababa de sacar del bolso y, del impacto, salió disparada su tarjeta de crédito. En un gesto amable, me agaché para recogérsela; entonces distinguí el nombre grabado en el plástico y me quedé de piedra. —¿Anaís? —leí, atónito, y me giré hacia mi amiga con los ojos muy abiertos—. ¿Te llamas Anaís? —¿Acaso creías que Isis era mi verdadero nombre? —se burló ella, aunque parecía abochornada. De hecho, se había puesto roja. —¿Estás bien? —Es solo el calor —me espetó algo seca, y me arrebató la tarjeta como si pensara que iba a robársela—. Gracias. Nos quedamos unos minutos sumidos en un silencio de lo más violento. A mí me daba vueltas la cabeza. ¿De modo que en realidad se llamaba Anaís? En los últimos tiempos, tenía la impresión de que el nombre de todas las chicas a quienes conocía comenzaba por A. ¿Sería una trampa del destino para volverme loco? La miré de reojo, estudiándola con disimulo. Estaba muy colorada, y apretaba las mandíbulas mientras se abanicaba con la mano. ¿Podría ser ella Annabel Lee…? No me cuadraba. Para empezar, nunca había mostrado interés en mí. Desde el primer momento, había sido una antipática y me había mantenido a distancia. Además, al encontrarnos aquella tarde en el Starbucks, fui yo quien insistió en volver a verla, al proponerle que fuéramos juntos al concierto. Por otro lado, Annabel Lee había desaparecido de mi vida justo cuando el ex de Isis —«Anaís», me corregí por dentro— había reaparecido. Y mi misteriosa amiga por correspondencia me había dado justo la misma razón para interrumpir el contacto conmigo. Joder, ¿sería posible que fuera ella? —Bueno, y dime… —me sobresaltó la voz de Isis, interrumpiendo mis agitadas cavilaciones—, ¿qué era aquella historia de la nota en el libro? —¿Cómo? —La miré con el corazón desbocado; tenía que haber oído mal. Ella esbozó una sonrisa torcida. —Sí, hombre. La primera vez que hablamos, aquella noche que te acercaste a mí en el karaoke, ¿no te acuerdas? Me hiciste una pregunta rarísima, algo de si yo había dejado alguna vez una nota en un libro del FNAC o una chorrada por el estilo. No me digas que era una estrategia de ligue, por favor… Se echó a reír y me dio una palmada. Toda la incomodidad y mala leche que había mostrado unos minutos atrás habían desaparecido como por ensalmo. ¿O es que jamás habían existido y me estaba imaginando cosas? La miré unos segundos en silencio, analizándola. Si Isis fuera Annabel Lee, ¿qué interés tendría en preguntarme justo sobre eso? Sería violento para ella, ¿no? Comenzaba a marearme con tanta paranoia, y el calor infernal no ayudaba. —Mejor te lo cuento luego, cuando vayamos a tomar algo —dije al fin, señalando la pareja que teníamos delante, que ya estaban acabando de pagar. Nosotros dos éramos los siguientes. —Vale, como quieras —asintió ella sin darle importancia. Compramos las entradas y nos dirigimos al inicio de la visita. Acompañados de otras personas, en su mayor parte turistas, nos metimos en un ascensor que, en lugar de señalar los pisos, marcaba el paso del tiempo. De este modo, la pantalla digital indicó que habíamos bajado desde el año actual hasta el 0, como si hubiéramos retrocedido a la época del Imperio Romano. Al emerger del cubículo, me maravillé ante el panorama que se abría ante nosotros: una colección de ruinas, iluminadas débilmente por unos focos de luz amarillenta, sobre las cuales unas serpenteantes pasarelas permitían a los visitantes asomarse a ellas y contemplarlas. Me sorprendió no haber estado nunca en aquel lugar, sobre todo cuando Isis —era incapaz de llamarla Anaís— me comentó que ella lo había visitado por primera vez con el colegio, en concreto, durante una de sus clases de latín. —Es raro, yo también hice el bachillerato humanístico, pero nunca nos llevaron —comenté, acercándome a uno de los carteles con datos históricos —. Qué lástima habérmelo perdido. —Bueno, nunca es tarde… Ella me sonrió con timidez y se alejó para continuar con la visita, ofreciéndome una panorámica de su trasero que me hizo lamentar la escasa iluminación. Con un suspiro, acabé de leer el panel informativo y fui tras ella, forzándome a dejar de darle vueltas a lo mismo una y otra vez. Alrededor de una hora más tarde, nos hallábamos dentro de un bar cualquiera, el primero que encontramos con aire acondicionado y no demasiados clientes. Isis se pidió un café con hielo y yo, agradecido por huir de la inclemente canícula, una de mis amadas Guinness. —Bueno, ya no te puedes escaquear más —comenzó mi amiga, vertiendo con gran habilidad el humeante café dentro del vaso con hielo. Me miró a los ojos y añadió, inexpresiva—: Desembucha. Pese a los nervios, se me escapó la risa ante su forma de hablar y la solemnidad con la que me contemplaba. —No hay gran cosa que contar —mentí, jugueteando con el botellín de cerveza—. Un día estaba mirando libros y me encontré una nota dentro de uno, citando a la persona que la encontrara el sábado siguiente por la noche… en la Brújula Dorada. —¿Estás de coña? —exclamó Isis con cara de sorpresa—. ¿Por eso comenzaste a venir? —Exacto —asentí, y di un largo trago a la Guinness. —Bueno, ¿y al final quién era? —¿Quién era quién? —No me jodas —masculló ella, resoplando—. ¡Pues la autora de la nota! —¿Por qué supones que era una tía? —Le dediqué una sonrisita burlona. —No seas tocapelotas, anda… El autor o la autora de la nota. ¿Quién era? —No lo sé. —Me encogí de hombros como si nada y di otro sorbo—. ¿Cambiamos de tema? —No me lo puedo creer… —resopló mi amiga, que aún no había probado su café—. ¿Pretendes decirme que no volviste a saber nada más de esa persona? —Correcto —volví a mentir, fingiendo pasotismo—. A ver, indagué un poco durante un tiempo, de ahí que siguiera yendo al bar y que te preguntara a ti aquella noche. Pero ya está… ¿De verdad tú no sabes nada del asunto? Ahora era mi turno de interrogarla. —¿Yo? ¿Qué voy a saber yo? —Me miró con inocencia, sin parpadear, como si quisiera asegurarse de que la creía. ¿Estaba diciendo la verdad… o era muy buena actriz? Justo entonces comenzó a sonar The killing moon, de Echo & The Bunnymen, una de mis canciones preferidas. La voz de Ian McCulloch acarició mis oídos con su melancolía habitual:

Under a blue moon I saw you, so soon you'll take me up in your arms, too late to beg you or cancel it….[22]

Me quedé unos instantes ensimismado escuchando la letra. Evité mirar a Isis, quien parecía esperar la respuesta a esa pregunta retórica. —La que sabe algo es tu amiga… la camarera suplente —dije al fin—. Alexa. —¿Cuándo he dicho yo que seamos amigas? —Nunca —admití, meneando la cabeza—. Tu compañera, si lo prefieres. —Bueno, ¿y qué es lo que sabe? —preguntó, acercándose el vaso a los labios, pero sin llegar a beber. Me dio la impresión de que intentaba esconder la cara tras él. —Nada, da igual. Dejemos el tema, en serio. Es una gilipollez… Está claro que esa chica, la que dejó la nota, es una cobarde. Solté la frase a propósito, para vez cómo le afectaba, y la observé con atención nada más decirla. Ella se puso rígida unos instantes, dio por fin un trago al café y se encogió de hombros. —No sé… puede que tan solo fuera una broma. —Una broma bastante rara, ¿no crees? De pésimo gusto, diría yo. Citar a alguien así en un bar… Además, ¿por qué ese en concreto? Tiene que ser por cojones alguien que trabaje allí. —No tiene por qué —rechazó ella, agitando una mano en el aire—. A lo mejor esa persona, sea quien sea, es cliente habitual. —Lo dudo bastante. En cualquier caso, ¿Alexa es amiga tuya sí o no? ¿Cómo de bien la conoces? Ella se puso tiesa, como si le molestase la pregunta. —Pues no sé —contestó, evasiva—. La conozco y ya está. ¿Por qué? ¿Piensas que es ella? —Tal vez —insinué, aunque solo estaba jugando con ella. La miré a los ojos con insistencia—. ¿Podrías intentar averiguar algo? ¿Hablar con ella y ver si te confiesa lo que sabe en realidad? —Si quieres… —se resignó, apática, y esbozó una sonrisa extraña, aunque más bien parecía que se le hubiera indigestado algo—. ¿Acaso te mola o qué? La chica es mona, no te lo negaré. Si te gustan las de ese tipo, claro… Estuve a punto de soltar una carcajada de triunfo. ¿Estaba celosa? —No está mal —repliqué, preguntándome adónde quería ir a parar con aquel juego—. Pero no es eso. Es solo que un día, hablando con ella, le comenté el tema… y me dio la impresión de que ocultaba algo. —Bueno, si dices que nunca más volviste a saber nada de esa persona, la de la nota —comentó, traspasándome con su mirada mágica, entre verde y gris—, ¿qué más te da? Además, hace ya tiempo de toda esta historia, ¿no? —Varios meses, sí. Me distraje unos momentos mientras la contemplaba aplicarse bálsamo labial, de un modo que me perturbó en exceso y me hizo perder el hilo: sin dejar de mirarme a los ojos con una indolencia pasivo-agresiva, deslizó su dedo índice con excesiva lentitud sobre sus labios entreabiertos. Con un carraspeo, luché por recuperar el dominio de mis desatadas hormonas e insistí: —En cualquier caso, me harías un gran favor. Pero si prefieres evitar líos con una compañera… —No, no. Este jueves hablo con ella en el trabajo y te digo algo. — Volvió a tensarse y me dirigió una mirada torva, incongruente con la sonrisa que esbozaban sus labios—. Te lo prometo. Me la quedé mirando en silencio, preguntándome si su sospechosa actitud significaría que me estaba mintiendo… o que tenía celos porque ella también comenzaba a albergar sentimientos por mí. Al quedarnos callados, los últimos versos de la canción nos envolvieron en oleadas de languidez melancólica. Como dardos contra el alma, el cantante nos arrojaba con saña su dolor, repitiendo una y otra vez:

Fate, up against your will Through the thick and thin He will wait until... You give yourself to him.[23] CAPÍTULO 34

-ANAÍS-

—Espero que no te aburra que te haya citado en un museo por segunda vez esta semana… —murmuré con una mueca. Era el domingo siguiente y había vuelto a quedar con Gael. A fin de cuentas, los dos estábamos aburridos, mi novio andaba de farra en farra a muchos kilómetros de mí, y yo no tenía demasiados amigos a quienes les interesaran aquellos temas. Mejor dicho, no tenía muchos amigos y punto. Esos eran los tres motivos con las que trataba de convencerme a mí misma de que mis encuentros con mi nuevo amigo eran lícitos. —Qué va, me encanta el arte —exclamó él, sacudiendo la cabeza—. Para mí es un placer acompañarte. Me dedicó una sonrisa y sus ojos de vampiro destellaron bajo las luces del Frederic Marès, un museo que exponía la curiosa colección de aquel escultor catalán y que, al margen de estatuas, englobaba asimismo pinturas, tejidos, orfebrería y mobiliario. Estaba situado en el Barrio Gótico, justo al lado de la Catedral, y el edificio había formado parte del Palacio Real Mayor de Barcelona en la época medieval. Como de costumbre, Gael estaba imponente, vestido con unos ceñidos tejanos negros con los que debía estar muriéndose de calor —aunque el sufrimiento valía la pena, visto lo bien que le quedaban— y una camisa Ben Sherman de manga corta, cuyos tonos azules hacían juego con sus ojos. —Es que miré por Internet qué museos eran gratis los domingos… y este me pareció el más interesante —añadí como si, a pesar de su respuesta, aún necesitara justificarme. Me giré de nuevo hacia las vitrinas con ofrendas íberas para disimular los nervios ante su cercanía—. Además, el otro día hablé con Alexa respecto al tema que me pediste, y pensé que era mejor comentártelo en persona. —Sí, por WhatsApp fuiste un poco críptica… Como es lógico, no le había preguntado nada a mi amiga, dado que ella sabía muy bien quién era la autora de la nota. Aun así, me fue imposible no mencionarle mis citas con Gael cuando el viernes coincidimos ambas en el pub. Pensé que se alegraría de ver una brecha en mi relación con Sven — como es lógico, le caía fatal—, pero en cambio, me pegó un buen rapapolvo al enterarse de que todavía seguía con aquella historia, ahora ya no solo en forma de emails más o menos inofensivos… sino también en persona. Mientras Gael y yo bajábamos por las escaleras que conducían al sótano del museo —donde había impresionantes muestras de puertas y ventanas medievales, todas ellas de piedra—, rememoré la conversación que había mantenido con mi amiga unos días antes:

—Se te ha ido la olla por completo —me había dicho, estupefacta, mientras yo me hacía la loca rebuscando en mi taquilla—. ¿Te das cuenta de que te estás metiendo en un juego muy peligroso? —Yo no le veo el peligro. —Anaís… —Solo utilizaba mi nombre real cuando quería ponerse seria —. Perdona que te lo diga, pero tienes un novio medio psicópata, cuyos celos patológicos ya os han causado problemas en el pasado. Y luego está Gael, que no tiene culpa de nada, y a quien ya has mareado bastante con tus intrigas novelescas. ¿Por qué no le dices la verdad y ya está? —¡Y luego la loca soy yo! —exclamé, negando con la cabeza—. ¿Cómo quieres que le diga la verdad a estas alturas? —Entonces… ¿cuál es tu plan, si puede saberse? ¿Seguir jugando con él hasta la eternidad? Al margen de que te recuerdo, por segunda vez, que tienes novio. —¿Y qué? ¿Acaso no puedo tener amigos? —Cerré de un portazo la puerta de mi taquilla, entre sulfurada e incrédula—. Joder, ¡ya suenas como Sven! —De acuerdo, dejemos el tema moral de lado, pero reflexiona por un momento. Piensa en Gael, si tanto te importa vuestra supuesta «amistad». —Dibujó unas comillas en el aire, pronunciando la palabra con retintín—. ¿No has tenido suficiente volviéndolo loco con tus cartitas secretas, que ahora también quieres joderle la vida en vivo y en directo?

Y admito que, ante su última pregunta, no había sabido cómo responder… de modo que me había limitado a alejarme, cabreada. Tenía parte de razón, pero me parecía muy hipócrita que me lanzara aquellas acusaciones cuando estaba metida en aquel lío por su culpa. A fin de cuentas, era ella quien me había arrastrado a dejar la maldita nota. —¿Hola? —Gael movió ambas manos frente a mi cara, desconcertado, y soltó una breve carcajada—. ¡Te has quedado como en trance! ¿Qué te dijo Alexa, entonces? Aparté la mirada de una gigantesca puerta medieval en la cual me había quedado ensimismada, y me giré hacia él con las mejillas arreboladas. —Ay, sí, perdona… —Tragué saliva y le hice un gesto para que volviéramos a subir las escaleras—. Espera, salgamos de aquí y te cuento. De nuevo en la planta baja, dejamos atrás las vitrinas con antigüedades que ya habíamos visto y salimos al patio del edificio: un hermoso espacio al aire libre, con una fuente circular en el centro y algunos árboles a su alrededor. De ahí arrancaba una escalinata que conducía al primer piso, donde continuaba la sección religiosa del museo. Me sorprendió descubrir que estaba lloviznando, si bien el día ya había amanecido nublado. El aire olía a fresco y a la piedra húmeda que nos rodeaba, y por suerte, la temperatura había descendido un par de grados. Aproveché la distracción de la lluvia para seguir rumiando mi respuesta. Mientras ambos corríamos a refugiarnos bajo el techo de la escalinata, dejé que Gael encabezara la marcha hacia el piso superior. Al pasar delante de mí, levantó una suave corriente que me trajo su aroma mezclado con el de la lluvia. Inspiré a fondo, entrecerrando los ojos, y me dejé arrullar por el sonido de las gotas que nos envolvían como un manto de diamantes, dándome la sensación de que habíamos entrado en otra dimensión. Una donde todo era reluciente, tembloroso y fragante. El perfume de Gael olía a bergamota y a limón con un toque amaderado. Pero también a prohibición y a deseo… a ternura y a peligro. Provocó que el estómago se me contrajera en un doloroso nudo; que mi corazón desbocara su latido y que mi cuerpo, abandonado por quien más debería haber cuidado de él, reclamara la atención negada con la furia de un niño hambriento. El problema era que no estaba pensando en mi novio para satisfacer aquel apetito. Cuando llegamos al piso superior —si bien la escalera era corta, el ascenso envuelta por el aroma de Gael se me antojó interminable—, nos adentramos aún callados en la primera sala, donde al parecer proseguía la temática religiosa. Fingí que me interesaba una horripilante escultura de Cristo crucificado a tamaño casi real. Al acercarme, detecté que la madera tenía unos agujeros diminutos, como si hubiera sido atacada por termitas. —Bueno, pues te cuento lo de Alexa… —musité al fin, aún absorta en la estatua—. La cuestión es que no me dijo nada. —¿Cómo que nada? —Gael arrugó la frente y siguió la dirección de mi mirada, extrañado—. ¿Te gusta? No me digas que eres creyente… —¿Cómo? Ah, no… ¡qué va! No sé por qué lo miraba así. —Solté una risita nerviosa y avancé hasta una colección de vírgenes de dudoso gusto—. Oye, ¿subimos mejor al segundo piso? Esta sección religiosa me está poniendo los pelos de punta… A ver si en las otras zonas encontramos cosas menos tétricas. ¡Leí que tenían desde armas hasta conchas marinas! Tras dejar atrás un sinfín de obras del Renacimiento y el Barroco que no suscitaron en absoluto nuestro interés, aprovechamos que el ascensor acababa de llegar y nos colamos en el pequeño cubículo. Al incrementarse la proximidad entre ambos, el olor de mi amigo se intensificó, adueñándose por completo de la atmósfera. Parecía como si hubiera hundido la nariz en su cuello, o en aquel pelo castaño rapado, cuyo tacto se veía tan suave como el terciopelo… Apreté los dientes, luchando por apartar aquellos pensamientos, y me reprendí por haber tenido la gran idea de coger el ascensor. En cuanto las puertas se abrieron, salí disparada como si estuviera poseída, de tal forma que dejé atrás la primera sala sin ni siquiera mirarla. —Oye, pero ¿adónde vas? ¡Nos estamos perdiendo cosas! —exclamó Gael, sorprendido, mientras apretaba el paso para ponerse a mi altura. Al darme cuenta de que estaba actuando como una loca, frené en seco y esperé a que me alcanzara. Acababa de adentrarme en una estancia denominada Sala Masculina por el tipo de objetos que albergaba: botones, gemelos, hebillas de cinturones… incluso una preciosa colección de cajitas de rapé. Decidido a no soltar la presa tan rápido, mi amigo se detuvo a mi lado, más cerca de lo recomendable para mi corazón. Después de soltarle la primera excusa que se me ocurrió para justificar mi arrebato —me inventé que sufría claustrofobia en los ascensores—, retomó el tema que le interesaba: —Volviendo a lo de Alexa… ¿Qué es eso de que no te dijo nada? Yo, mientras tanto, en un intento inútil de evitar su escrutinio, me había aproximado a otra vitrina, en esta ocasión de bastones de mano muy originales. —Pues que no tiene ni idea —me inventé, esbozando una sonrisa falsa. Contemplé admirada los puños de marfil en forma de cabeza de animales y se los señalé—: Qué pasada, ¿no? ¿Te ves usando uno de estos? Ignorando mi pregunta y sin dignarse siquiera mirar los bastones, Gael clavó en mí sus ojos como dagas de cristal. —Algo te diría… ¿Cómo se lo preguntaste, en concreto? Me di cuenta de que me había metido en un buen lío. Pese a mi identidad secreta como Annabel Lee, se me daba fatal mentir; por lo menos, cara a cara. —Le conté lo que me habías dicho, tal cual —improvisé, apartándome del expositor con un suspiro—, y le pregunté si ella sabía algo del tema, si creía que podía ser alguien que trabajara en el pub… aunque vamos, de chicas solo estamos ella, Sonia y yo, así que la pregunta era un poco absurda. Me encogí de hombros y, tras echar un rápido vistazo a una preciosa muestra de relojes de bolsillo, me metí en la siguiente sala. De nuevo, la cosa iba de tema litúrgico, aunque menos siniestro que en el piso inferior. Me aproximé a un aparador que exponía relicarios de orfebrería, y me extasié ante las delicadas filigranas de los materiales, entre ellos, el oro y la plata. Al notar que Gael se acercaba, retomé la conversación: —A decir verdad, Alexa no parecía muy cómoda hablando del asunto, así que me supo mal y lo dejé estar enseguida. —Entonces, ¿piensas lo mismo que yo? —indagó mi amigo, tras unos instantes de reflexivo silencio. Al ver mi expresión inquisitiva, agregó—: Ya sabes, que oculta algo. ¡O incluso que fue ella quien dejó la nota! —No tengo ni idea —repliqué, más seca de lo que pretendía. Estaba harta de su interés por Alexa, por lo cual añadí con cierta aspereza—: Pero ya te lo dije el otro día, si la chica te gusta… —No me gusta —me contradijo él, categórico. Clavó en mí sus iris azul hielo con perturbadora intensidad y se quedó callado de nuevo, hasta que por fin dijo—: ¿Y cómo terminó la charla? ¿Te dijo que no sabía nada y se largó? Estuve a punto de agarrarle del cuello de la camisa y suplicarle que lo dejara de una vez. Incluso de subirme encima de una de aquellas vitrinas y comenzar a gritar a todo pulmón: «¡Annabel Lee soy yo! ¿OK?» Por supuesto, no hice ninguna de esas cosas. —Sí, se largó —respondí, tajante. Estaba harta de tantas mentiras. —En fin, entonces supongo que estoy como al principio —se resignó él, apático, y se alejó de mí a paso lento. Nos mantuvimos en un silencio tenso mientras revisábamos las siguientes cuatro salas, todas ellas centradas en la cerámica y el vidrio. Algo aburridos, las dejamos atrás enseguida y penetramos en las dos siguientes, una dedicada a los relojes y la siguiente, a la fotografía, donde intercambiamos algunos comentarios intrascendentes sobre los objetos que íbamos viendo. Habíamos terminado con aquel lado, de forma que regresamos al punto de partida y entramos en la primera gran sala, la misma que yo había dejado atrás al salir corriendo como una posesa del ascensor. Se trataba de la Sala del Fumador y, pese a que yo odiaba el tabaco, la encontré de lo más interesante. Fascinada, me acerqué a mirar una colección de pipas expuesta en una enorme vitrina horizontal, y centré la mirada en una que me dejó de piedra: representaba a una mujer con gafas y sombrilla. Me distrajo la voz de Gael, quien me hacía gestos para que me acercara. Me detuve a su lado —intentando contener la respiración para no volver a derretirme ante su olor, como una vulgar perra en celo—, y observé que ante nosotros se desplegaba una inmensa variedad de cigarreras y cajitas de cerillas. Mi amigo esbozó una sonrisa triste y las señaló con el mentón. —Esta sala me hace pensar en mi abuelo. Era un fumador empedernido, hasta tenía una caja de esas para meter los pitillos. Aliviada de que se hubiera despejado la tirantez entre nosotros, posé mi mano en su brazo con timidez. —¿Le echas mucho de menos? —Ni te lo imaginas… —Suspiró hondo y me hizo un gesto con la cabeza—. ¿Continuamos? Acabábamos de entrar en la siguiente sala —de tamaño reducido y dedicada a floreros hechos a base de conchas— cuando nos sobresaltó una voz que salía por los altavoces situados cerca del techo. En tono robótico, informó a los visitantes de que el museo cerraría en quince minutos. —¡Joder! —exclamé, azorada, consultando la hora en mi móvil—. Se me ha pasado el tiempo volando. —A mí igual —asintió Gael, disgustado—. También es cierto que hemos quedado un poco tarde. —Sí, no pensaba que el museo fuera tan grande… Recorrimos en un suspiro un par de pequeñas salas dedicadas a la forja y nos adentramos en otra mucho mayor, cuyo tema enseguida quedó claro: estaba por completo dedicada a la mujer del siglo XIX. Ante nuestros admirados ojos fue desfilando un magnífico despliegue de objetos: peines, joyas, abanicos, perfumes en frascos de asombrosas formas, polveras… Había incluso varios expositores con láminas de revistas de moda, y muestras de ropa y de sombreros. Por desgracia, tuvimos que dejar atrás la mayoría de las vitrinas sin apenas echarles un vistazo, pues el tiempo se nos echaba encima. Llevaríamos cerca de un minuto en la sala del fondo, dedicada a las armas, cuando un vigilante nos llamó la atención, pidiéndonos con amabilidad que abandonáramos el museo. Desalentados, salimos del fabuloso mundo en el que nos habíamos sumergido durante noventa largos minutos y caminamos juntos hacia el metro, donde yo tomaría la línea amarilla hasta Gracia. Mi amigo, como es lógico, volvería a pie a su casa, dado que vivía apenas a diez minutos de allí. Iba a darle dos besos y, a mi pesar, decirle adiós, cuando Gael me miró muy serio a los ojos. —Quería proponerte algo…

CAPÍTULO 35

-GAEL-

—¿Y bien? —preguntó al fin Isis, desplazando su peso de un pie a otro. Me había armado de valor unos segundos antes, pero al ver sus ojos de humo verde fijos en los míos, noté cómo se me secaba la boca y se me aceleraba el pulso. De golpe, ya no tenía tan claro si era buena idea seguir hablando. —Bueno, solo iba a decir que… —Carraspeé y clavé la vista en un punto lejano por encima de su hombro, una estrategia de la que solía servirme cuando me sentía incómodo con la gente—. ¿Te gustaría cenar conmigo algún día de la semana que viene? —Claro —aceptó ella enseguida, para mi sorpresa—, aunque igual no puedes los días que a mí me vienen bien. Quiero decir, ya sabes que de jueves a sábado trabajo en el karaoke, y aunque podríamos cenar pronto, no me gustaría tener que salir corriendo después… —No hay problema, soy un ave nocturna —bromeé, intentando esconder la euforia que me hacía burbujear la sangre como si fuera champán—. Estoy acostumbrado a dormir poco. Te iría bien… no sé, ¿el miércoles? —Perfecto —asintió, tan seria que me pregunté si, en realidad, solo aceptaba por compromiso. Pero entonces sonrió y se inclinó hacia mí—. Hasta el miércoles que viene, entonces. Ya hablaremos de los detalles. Me dio dos besos con rapidez, como si tuviera prisa por irse. Aunque quizá fuese lo más sensato: de haberse prolongado el momento, puede que hubiera perdido el control por completo y me hubiese arriesgado a besarla. ¿Qué tonterías estaba diciendo? ¿Había olvidado que existía un cerdo llamado Sven que se creía su dueño? «Un cerdo del que ella está enamorada», me recordé con amargura. —Sí, ya te diré algo por WhatsApp —dije al fin, pues me había quedado callado demasiado rato e Isis me miraba con cierta impaciencia—. Nos vemos. Antes de apartarme de ella, respiré hondo el olor a violetas que exhalaba su piel, con aquel leve toque especiado que me embriagaba como un whiskey añejo. Le sonreí con cierta timidez, y cuando ella ya bajaba por las escaleras del metro, di media vuelta y me alejé calle arriba a paso ligero. Mientras caminaba, agradeciendo la refrescante atmósfera que había dejado la lluvia, reflexioné sobre el rato que acababa de pasar con Anaís… o Isis, como prefería seguir llamándola. La cita había sido, en cierto modo, extraña: breve, pero intensa, con una constante sensación de electricidad en el aire. Mi amiga había estado distraída y nerviosa, como si algo la angustiara. ¿Tal vez pensaba en su novio, preguntándose qué estaría haciendo? ¿O se sentía culpable por quedar conmigo a sus espaldas? Todavía seguía dándole vueltas cuando entré en casa y me desplomé empapado en sudor en el sofá. Aunque la temperatura había bajado, la camisa me daba un calor insoportable; mi vanidad me había empujado a ponérmela, pese a la horrible experiencia de la última vez. En cuando a los tejanos, iba a tener que quitármelos con espátula. Me arranqué la ropa al momento, hice una bola con ella y la metí en la lavadora. Después, crucé el apartamento desnudo, abrí Spotify y puse a reproducir Temple of love, el famoso tema de The Sisters of Mercy. Mientras me daba una ducha con el agua bien fría, iba tarareando la canción, aún con más sentimiento al llegar a mi verso preferido: Life is short and love is always over in the morning.[24] Una vez limpio y fresco, con tanto solo un par de boxers ajustados de color negro, regresé al salón y me acomodé en el sofá, acompañado de un bol de frutos secos y una cerveza helada. Agarré el portátil, que estaba justo a mi lado, y me lo coloqué encima de las rodillas. Mientras esperaba a que se cargara el sistema, bebí un largo trago de la botella y me pregunté por Annabel Lee, quien me debía un email desde hacía más de una semana. Sin pensármelo dos veces, abrí mi cuenta de Gmail, seleccioné «Redactar» y comencé a escribir:

Para: [email protected] Asunto: ¿?

Hola A., Espero que esta nueva desaparición no sea definitiva. Saludos,

Gael.

Lo envié sin añadir más o siquiera releerlo, seguro de que mi misteriosa destinataria no respondería; al menos, no enseguida. Por eso me quedé de piedra al recibir el aviso de un nuevo correo, apenas diez minutos después:

Para: [email protected] Asunto: RE: ¿?

Hola Gael: Siento haber desaparecido otra vez. Llevo días postergando la respuesta a tu correo, por motivos de los que prefiero no hablar. ¿Me permitirías pedirme un comodín, como si estuviéramos en un concurso de la tele? Solo que, en vez de consultar con el público o llamar a un amigo, te pido que hablemos de ti. Solo eso. Me gustaría saber cómo estás, qué me cuentas de nuevo. De mí ya te hablaré… más adelante. No sé cuándo. Pero ahora mismo no soy capaz. Hay demasiado caos en mi interior. Por eso también te pido que seas paciente si tardo un poco más en contestar a los próximos correos. Espero que no estés enfadado… Buenas noches,

Annabel Lee.

Decidí responderle al momento, incluso pese a su advertencia de que tal vez tardaría en dar señales de vida:

Para: [email protected] Asunto: RE: ¿?

¡Que va! Enfadado para nada. La vida sigue, pese a su tristeza habitual. Respecto a cómo estoy, podría decirse que tengo una irremediable sensación del paso del tiempo. Cada segundo es un avance hacia un punto sin retorno, cada vez más alejado de aquello que fui antaño. Los recuerdos se diluyen y aceleran mi caída al abismo. Quiero estar y no estar. Gracias por volver.

Envié el correo tal cual, sin despedida, y me dirigí a la cocina. Con los frutos secos me había entrado hambre, así que hurgué en los armarios en busca de algo para cenar. Por suerte, di con el último envase de un arroz basmati de microondas y una lata de atún. Calenté el primero el tiempo necesario, vertí el pescado frío por encima y regresé con mi improvisada cena al sofá. Tras revisar mi móvil, silencié varios chats de grupo que estaban agobiándome e ignoré un par de mensajes de amigos que me interrogaban sobre el fin de semana. Ya les respondería al día siguiente, cuando estuviera muerto de asco en la oficina. Mientras cenaba, abrí Instagram para ver qué se cocía por ahí —llevaba meses investigando, sin éxito, si había alguna Annabel Lee de Barcelona que diera el pego con mi intrigante compañera internauta—, y de pronto me salió una sugerencia de contacto: @diosa_egipcia_88. Hice clic y, al cargarse el perfil, por poco escupí el arroz que tenia en la boca. ¡Era Isis! ¿Cómo no se me había pasado por la cabeza buscarla antes? Había dado por sentado que no tendría Instagram, creyéndola inmune a esa clase de adicciones frívolas de nuestros días. Pero era obvio que me había equivocado. De lo primero que me di cuenta, nada más echar un vistazo rápido, fue que había fotos… cientos de ellas. El perfil se remontaba como mínimo a varios años atrás. Sin embargo, antes de dejarme llevar por el ansia que me empujaba a abrir todas las imágenes, consulté el texto en inglés que aparecía bajo su pseudónimo:

⸸ F a n d e l p o s t - p u n k , g o t h i c r o c k , b a t c a v e y c o l d w a v e ⸸ ⸸ Profesora y cantante ⸸ ⸸ No respondo privados ⸸

Sonreí al leer la última frase, imaginándome a la perfección la cara rabiosa de mi amiga al escribirla. «Seguro que, aun así, recibe mensajes de un montón de babosos», mascullé para mis adentros. «De esos que solo saben pensar con la…» Silencié mis pensamientos al notar que estaba apretando los puños, como si me preparara para un combate. ¿Qué sentido tenía ponerme celoso de unos cuantos cerdos de Internet, si el más grande de todos —un gilipollas llamado Sven— era el único con derecho a tocarla? Respiré hondo un par de veces para calmarme y apuré la cerveza mientras bajaba por la interminable galería, absorbiendo las imágenes a través de mis retinas como un heroinómano chutándose una dosis. Las últimas mostraban a una Anaís muy distinta a la que yo había conocido en su momento: libre de ojeras y más bella que nunca gracias a los kilos que había recuperado. Aparecía con amigas, con Alexa —con quien, a juzgar por las fotos, compartía una amistad más profunda de lo que me había dado a entender—, en muchas sonriendo o incluso riendo a carcajadas. Al bajar un poco más, topé con una foto muy significativa que me hizo volver a apretar los puños: dos manos entrelazadas, una con las uñas pintadas de negro, blanca y diminuta, la otra más grande, también pálida y lampiña. Deduje que eran las manos de Isis y la de Sven, nada más retomar su relación. Yendo más atrás, un montón de posts, bastante espaciados en el tiempo, en los que Isis había optado por fotografías conceptuales, la mayoría en blanco y negro: flores marchitas, cielos cuajados de nubes, juguetes abandonados en vertederos… Había incluso imágenes cotidianas —mesas con restos de comida, camas deshechas, ropa y zapatos tirados—, pero aun así cargadas de una amargura escalofriante. Deduje que eran de su mala época, de aquellos largos meses de soledad con el corazón roto, esperando que alguien viniera a rescatarla. Justo cuando yo la había conocido. Usé el pulgar para descender aún más en la galería y encontré un sinfín de fotos de Isis en el escenario de la Brújula Dorada, con un look muy distinto al actual. Llevaba el pelo larguísimo, rozándole la cintura, y un flequillo corto que le daba un aire a lo Cleopatra. En muchas aparecía haciendo el tonto con Sonia y, para mi horror, también con Yuri, el ruso flipado que controlaba la puerta. Sobra decir que en decenas, cientos de fotografías aparecía con Sven, que en todas exhibía una cara de cabrón soberbio y engreído que no podía con ella. Al ver las fechas, comprendí que eran anteriores a su ruptura. Si bien mirar todo aquello estaba haciéndome daño, seguí bajando por la galería con desesperada avidez, colapsando mi cerebro de instantáneas del semblante enamorado y sumiso de Isis al lado de ese hijo de puta. De la belleza que iba ganando según retrocedía en las publicaciones, pues en las del final de su relación se la veía cada vez más ojerosa y consumida, como si el tipejo ese le hubiera ido sorbiendo la vida poco a poco. Yo mismo sentía como si la estuviera perdiendo, a medida que me drogaba más y más con las pruebas de su intensa y venenosa relación de amor. De golpe, di con una fotografía muy atrevida y sensual. En ella, Isis aparecía en primer plano, desnuda de cintura para arriba y con el rostro vuelto hacia Sven. Este, justo detrás de ella, le tapaba los pechos con las manos, que apretaban la frágil e inmaculada piel de su novia como si fueran garras. La siguiente imagen era una variante de la anterior: ambos besándose como si el mundo fuera a estallar al segundo siguiente —habían hecho un montaje con Photoshop simulando una explosión, cuyas llamas lamían sus cuerpos—, el largo cabello de mi amiga cubriendo su torso desnudo, las manos de Sven rodeando su cara con una posesividad agresiva. Isis tenía los ojos cerrados, perdida en el beso; los de él estaban abiertos y fijos en ella. La arrogante crueldad de su expresión me produjo una mezcla de escalofríos y náuseas. Ya había tenido suficiente. Salí de la aplicación y bloqueé el teléfono, tras lo cual lo arrojé con mala leche contra el sofá. Noté que llevaba rato conteniendo la respiración, y la solté con un largo jadeo que pareció quemarme los pulmones. ¿Por qué Isis había vuelto con ese mierda? Solo había que mirar un par de fotos para darse cuenta de que el tío era un psicópata… Sacudido por una idea —bastante mala, por cierto— recuperé mi teléfono y volví a entrar en Instagram. Respirando con dificultad, fui buscando entre los comentarios, hasta que me llamaron la atención los de un tal Hoffmann91, quien en ocasiones dejaba caer palabras en alemán. Cliqué en su nombre y al momento confirmé mis sospechas: era el perfil de Sven. Fotos de fiestas, de borracheras, playas de arena fina y mares de un azul imposible… El niñato estaba aprovechando bien su estancia en Ibiza. Después, otras tantas en compañía de Isis, también bastante recientes. Descendí un poco más, recorriendo diversas imágenes de él con amigos de distintos sexos y edades, en las que aparecían bebiendo grandes jarras de cerveza o lanzándose bolas de nieve. Deduje que eran de los meses que había pasado en Alemania después de la ruptura. Seguí bajando y topé de nuevo con fotos de Barcelona… y de Isis. Una y otra vez hasta el infinito. Besos, cenas, paseos, momentos compartidos en la Brújula Dorada… Y en el rostro de Sven, siempre aquella mirada fría, engreída, dominante. La de un macho alfa que se sabe dueño de su hembra. De su esclava. Asqueado, cerré el perfil y volví a dejar el teléfono, pero entonces cambié de idea una vez más. Abrí el WhatsApp, busqué el chat con Isis y le mandé un mensaje:

Lady A., gracias por esta tarde. Lo he pasado genial.

Su respuesta no se hizo esperar y fue como un bálsamo para mis sentimientos heridos:

¡Lo mismo digo!

Nos vemos el miércoles, te dejo elegir sitio.

Que duermas bien :)

Con una sonrisa, fui a por otra cerveza, deseando poder saltarme los días que faltaban hasta nuestro próximo encuentro. CAPÍTULO 36

-ANAÍS-

El miércoles por la noche, estaba preparándome para acudir a mi cita nocturna con Gael cuando me sobresaltó la persistente vibración de mi móvil. Al acercarme y leer el nombre en la pantalla, se me formó un nudo en el pecho. Aun así, me apresuré a responder antes de que saltara el buzón de voz: —¡Hola, qué sorpresa! —Meine Liebe —La voz de Sven sonó casi ronroneante—. ¿Cómo estás? —Pues… bien. A punto de salir para cenar con Alexa —improvisé, nerviosa. Me senté en la cama, todavía con el corazón a toda pastilla—. ¿Cómo es que me llamas? Pensaba que ya no te acordabas de mí. —No seas tonta —exclamó él, soltando una risita que me irritó—. Hemos ido hablando a diario y lo sabes. Es solo que no siempre me resulta fácil llamarte. —Me pregunto por qué —repliqué con sarcasmo, aunque no me apetecía discutir. Observé mi imagen en el espejo: me había maquillado a conciencia, resaltando el contorno de mis ojos para crear un efecto cat-eye. Sin embargo, llamaba más la atención el rictus de amargura que curvaba mis labios hacia abajo. Lo había visto en mi boca tantas veces por culpa de Sven… —Mis colegas son unos plastas —se justificó él, como si no hubiera pillado la ironía en mi voz—. ¿Así que cenas con Alexa? ¿Adónde vais? —No lo sé. Le dije que me sorprendiera —contesté, mezclando algo de verdad con la mentira—. ¿Y tú? ¿Qué planes tienes? —Nosotros también vamos a cenar algo. Luego hay no sé qué fiesta en una de las discotecas más famosas de aquí. —De fondo se oía bastante barullo. Justo entonces, una voz masculina gritó algo que no entendí y me llegó la risa ahogada de mi novio—. Perdona, no hay forma de que me dejen tranquilo. —No te entretengo, pues —repliqué con frialdad, levantándome de la cama—. Ya hablaremos cuando sea. —OK, pequeñaja. Ya sabes que vuelvo a finales de la semana que viene, pronto estaremos juntos. Mañana te llamo y hablamos más rato, ¿vale? —Sí, mañana —suspiré, y con cierta rabia, añadí—: Que te diviertas. —Tú también, amor. Ich liebe dich. —Y yo a ti… —susurré, pero él ya había colgado. Volví a sentarme en la cama, presa de un inesperado temblor. ¿Era cierto lo que acababa de decir? ¿Seguía queriendo a Sven… a pesar de todo? A pesar de su egoísmo, de sus promesas vacías, de la distancia que se había empeñado en poner entre nosotros, de aquella absoluta falta de consideración hacia la relación que compartíamos. A pesar de Gael… Pensar en él curvó mis labios en una sonrisa, tan distinta a la mueca de tristeza que mostraban unos instantes antes. Por el momento, prefería no dar respuesta a esa pregunta. Tal vez no hacía falta, de tan obvia que era, ¿no? Sven era mi novio; había sufrido lo indecible al perderle, y había albergado una felicidad tan inmensa al recuperarle… ¿Cómo podía plantearme siquiera la idea de haber dejado de amarlo, cuando su existencia era el centro de mi universo? «Quizá porque él está empeñado en destrozar la relación que nos une», pensé con dolor. «Esa que tanto esfuerzo nos ha costado reconstruir». No me apetecía seguir dándole vueltas al asunto, así que reanudé la reproducción de la playlist de Spotify y hurgué en mi armario para sacar la ropa que me iba a poner. Sentí un estremecimiento al percatarme de que estaba sonando Love like Blood, de Killing Joke: un amor como la sangre. Una canción muy apropiada para describir la relación que compartía con Sven. En especial los versos que Jaz Coleman pronunciaba en aquel momento:

Everyday through all frustration and despair Love and hate fight with burning hearts.[25]

De nuevo, me obligué a dejar de pensar en Sven y centrarme en el presente. Como por ejemplo, adónde me llevaría Gael a cenar aquella noche. Seguí pensando en él mientras me enfundaba mi vestido nuevo. Era muy llamativo: tirantes adornados con tachuelas y escote en forma de ojo de cerradura. Una fina blonda negra recubría los hombros y la parte superior de los brazos; la falda, corta y acampanada, resaltaba mis delgadas piernas. Completé el atuendo con unas sandalias negras con tacón y plataforma, que se abrochaban en torno a los tobillos con sensuales tiras de hebillas. Echando un último vistazo a mi aspecto, me rocié con un par de nubes de perfume y me colgué el bolso del hombro. Estaba lista para salir de casa… aunque no sabía si también lo estaba para aquella noche. Una mezcla de miedo e ilusión aleteaban en mi estómago mientras cerraba la puerta y me metía en el ascensor. Alrededor de veinte minutos después, estaba subiendo las escaleras del metro de Paseo de Gracia, donde había quedado con mi amigo. Este todavía no había llegado, de modo que me apoyé contra la barandilla y observé a la gente que se apelotonaba delante de los cines Comedia. Estaba pensando en la vez que había ido con mi familia a ver El Señor de los Anillos, tantísimos años atrás, cuando Gael apareció de pronto, sonriente. Iba todo de negro, con sus Adidas Gazelle, un par de vaqueros tan ajustados como de costumbre y una camiseta de VNV Nation. —¿Todo bien? Parecías en trance. Me eché a reír mientras le daba dos besos, tratando de no ponerme roja. Estaba tan guapo que apenas me atrevía a mirarle, eso por no mencionar la perturbadora y ya conocida fragancia que le envolvía. —Estaba rememorando algunas de mis visitas a este cine. —Lo señalé con el pulgar, nostálgica—. ¿Qué tal todo? Para mi sorpresa, él me hizo un gesto para que nos dirigiéramos calle arriba. Pensaba que me llevaría a algún restaurante del Barrio Gótico, pero al parecer, tenía otros planes. —Normal —respondió con indolencia, encogiéndose de hombros—. ¿Y tú? ¿Has hecho algo interesante? —Qué va… Aburrirme, más bien. Y hablar con el capullo de mi novio. Me mordí la lengua demasiado tarde. ¿Por qué había sacado el tema de Sven? Por la forma en que Gael apretó la mandíbula, deduje que el comentario no le había hecho gracia. —Vaya, el señor trotamundos —ironizó, con una mueca irónica en sus finos labios—. ¿Y qué se cuenta? ¿Mucha juerga por Ibiza? —La conversación ha sido más bien corta, la verdad… Sus colegas no paraban de incordiarle. Mañana hablaremos más, imagino. Mi amigo asintió varias veces seguidas con la cabeza, como si no supiera qué decir. Y yo, al ponerme nerviosa, seguí parloteando sin ton ni son. —De todos modos, vuelve a finales de la semana que viene… Así que supongo que da igual, ya hablaremos cuando esté aquí. —Qué bien —se limitó a decir él, taciturno. Opté por callarme de una vez y nos sumimos en un silencio incómodo. Casi un minuto más tarde, traté de revivir la atmósfera que yo solita me había cargado y le pregunté con entusiasmo: —Bueno, ¿y adónde me llevas? Estás muy silencioso. —Es una sorpresa. —Me miró de soslayo, esbozando por fin una pequeña sonrisa—. Enseguida lo verás, faltan un par de calles. Acabábamos de llegar al nivel de la calle Valencia y, en lugar de esperar a que el semáforo se pusiera en verde, Gael torció a la izquierda hacia Rambla Cataluña, que dejamos atrás sin cambiar de dirección. Viendo que seguía muy callado, casi melancólico, me lancé a contarle una anécdota de una de mis visitas a los cines Comedia años atrás —la misma que había estado recordando mientras le esperaba—, cuando un trozo de película se achicharró en el proyector y nos perdimos la mitad de una escena. —Joder, espero que no fuera en un punto importante —exclamó él, levantando las cejas—. Me pasa eso a mí y me da un infarto… —Nada muy grave, creo que era cuando Aragorn les echa la bronca por encender una hoguera en mitad de la montaña o algo así —repliqué, riéndome—. Por suerte, era la segunda vez que la veía. Él me miró entre sorprendido y admirado. —No me digas que eres tan friki como yo y vas más de una vez a ver la misma película. —Qué va, solo de adolescente, cuando me obsesionaba con algún actor, como por ejemplo Orlando Bloom —confesé con un carraspeo, y volví a carcajearme mientras él ponía los ojos en blanco—. Todos tenemos un pasado. —Y que lo digas… —replicó, divertido. Me alegró ver que se había disipado la incomodidad que flotaba entre ambos unos momentos atrás. Justo entonces, nos detuvimos frente a la entrada de un pequeño restaurante griego, y Gael se giró hacia mí con una sonrisa. —Hemos llegado. CAPÍTULO 37

-ANAÍS-

Me abrí paso detrás de mi amigo en el estrecho local, que estaba aún bastante vacío. El aire olía de maravilla, a pan tostado y a especias. Un camarero de expresión amable nos salió al encuentro. Gael le explicó que tenía una reserva para dos y el empleado nos condujo hacia el fondo, donde unas pocas mesas se distribuían en el diminuto espacio, de aspecto acogedor y pintoresco. Tras indicarnos la nuestra, el hombre nos trajo las cartas y nos dejó a nuestro aire para que pudiéramos decidir. —Es un restaurante vegetariano —me aclaró Gael, con sus ojos de vampiro fijos en el menú—. Espero que no seas muy carnívora… —Para nada —le aseguré mientras echaba un vistazo a los platos, que tenían muy buena pinta—. De hecho, alguna vez me he planteado hacerme vegetariana. ¿Qué me recomiendas? —La burger de garbanzos está buenísima, es lo que me pido siempre yo. Viene con patatas al horno y ensalada. —Pues marchando dos burgers, entonces —decidí, cerrando mi carta—. ¿Sueles pedir entrantes o algo? Yo es que no soy de comer mucho… —No, con que haya cerveza a litros me doy por satisfecho —bromeó, cerrando asimismo el menú y dejándolo a un lado—. Bueno, cuéntame. ¿Qué otras pelis has ido a ver más de dos veces al cine? Nos enfrascamos en una animada charla al respecto, que retomamos después de que el camarero pasara a tomarnos nota. Una vez llegaron los platos, saltamos al tema de música y conciertos en los que habíamos estado, lo cual me trajo peligrosos recuerdos del último. Se me pasó el tiempo volando mientras devorábamos nuestras suculentas hamburguesas y bebíamos cerveza helada, intercambiando pullas y confidencias como dos viejos amigos. Aún se me hacía raro pensar en el escaso tiempo que hacía que Gael y yo nos conocíamos, en comparación con el que yo había pasado observándole desde lejos en el karaoke —cuando él apenas era consciente de mi existencia—, o escribiéndole emails bajo una identidad secreta. La voz grave y aterciopelada de mi amigo me arrancó de mis pensamientos cuando ya habíamos terminado de cenar. —¿Te apetece ir a tomar algo? Una terraza estaría bien, me apetece un poco de aire fresco. —Suena genial —asentí, poniéndome en pie para acompañarle hasta la caja—. Aquí dentro hace un poco de calor, la verdad… Pese a mis protestas, Gael insistió en pagar la cena. Sin pensármelo dos veces, le di un beso rápido en la mejilla para agradecérselo y noté cómo se ponía rígido. ¿Me habría tomado demasiadas confianzas…? Ninguno de los dos pronunció palabra hasta salir al exterior, donde la refrescante brisa calmó mis ardientes mejillas y disipó el momento embarazoso. —¿Tienes algún sitio en mente? —Vayamos por plaza Castilla, si te parece. Por allá hay un bar con terraza que no está mal, no recuerdo cómo se llama… Nos sumergimos en la marea de gente que poblaba las calles mientras regresábamos hacia plaza Cataluña, zigzagueando por las atestadas aceras, tan cerca el uno del otro que nuestros hombros se rozaban a ratos. No hablamos demasiado durante el camino, pero no me sentí incómoda en absoluto, por extraño que me pareciera. De todas partes me llegaban retazos de conversaciones en idiomas extranjeros, y sobre nuestras cabezas se cernía la cúpula oscura del cielo, carente de estrellas por la contaminación lumínica. Me vi de pronto invadida por una especie de euforia, una felicidad simple y limpia como hacía años que no sentía. Entonces, en contra de mi voluntad, pensé en Sven… y en cómo con él todo era siempre tan complicado y doloroso. En cómo las emociones se retorcían y se infectaban, las palabras eran malinterpretadas y los silencios nunca eran agradables como aquel, sino las secuelas de alguna pelea. Quince minutos más tarde, Gael y yo estábamos apoltronados en una terraza de la calle Tallers con sendas pintas ante nosotros. Yo no era mucho de beber y, tras las dos cervezas del restaurante, me notaba bastante achispada. Sin lugar a dudas, acabaría como una cuba solo con ingerir la mitad de aquella enorme jarra que, sujeta por mi mano diminuta, me hacía sentir ridícula, como una niña jugando a ser adulta. La música del interior estaba lo bastante alta para alcanzar nuestros oídos, y me sorprendió reconocer una canción de Blutengel, como si fuera una señal del destino. No era muy habitual que en los ambientes «normales» pusieran canciones del estilo que nos gustaba a ambos. «Love is violent, love is pure, love is the answer. Love is the cure, but love can kill you…[26]», canturreé en mi interior, abstrayéndome de tal modo que solo me faltó cerrar los ojos y agarrar un micro imaginario. —Joder, cómo me gusta esta canción —comentó Gael como si tuviéramos telepatía. Antes de darle un sorbo a su cerveza, me dirigió una sonrisa burlona—. Y, a juzgar por tu cara, diría que estabas pensando lo mismo. —Has dado en el clavo —asentí, poniéndome roja—. ¡Estaba cantándola por dentro y todo! —Salió a relucir la estrella de la música. —No te cachondees —protesté, dándole un puñetazo flojo, mientras él abría mucho sus ojos azules con una chispa traviesa, pero sincera. —¡No me cachondeaba! De verdad, Isis, ya te lo he dicho varias veces. Cantas de puta madre, te lo juro por esta birra. —Alzó la jarra y le dio un largo trago, como para reforzar sus palabras. Me eché a reír y seguimos charlando de temas triviales que, poco a poco, fueron dando lugar a otros más profundos, como el amor y las relaciones. Sabía que estaba pisando terreno pantanoso, pero era incapaz de frenarme. Los efluvios etílicos que circulaban por mi sangre se mezclaron con el frenesí que me dominaba, con esa atracción peligrosa y asfixiante que sentía por quien no debía, nublándome toda capacidad de juicio. —Venga, desembucha —me persuadió Gael cuando ya íbamos por la segunda pinta, aunque en mi caso, me había pedido media—. ¿Cómo va tu relación con Sven en realidad? A mí ya se me iba la cabeza y me reía por cualquier chorrada, pero a la vez, me embargaba un pánico opresivo. ¿Y si, sin darme cuenta, le contaba algo que no debía…? Noté cómo me empapaba un sudor frío mientras los ojos claros de mi amigo analizaban mi rostro, tan fríos y tan ardientes al mismo tiempo. ¿Qué narices me estaba pasando? ¿Por qué me hacía sentir de aquel modo, incluso ahora que yo había vuelto con Sven? Pensar en él me produjo una violenta arcada y otra serie de escalofríos. Pese a que mi jarra de cerveza todavía estaba llena, me puse en pie casi sin darme cuenta y murmuré: —Creo que debería irme a casa. —¿Cómo? —replicó Gael, perplejo. Al fijarse en mi cara, arrugó el ceño con preocupación—. Estás muy pálida, ¿te encuentras bien? —He bebido demasiado... Me noto un poco mareada. Él se levantó de un salto y se acercó a mi lado, sujetándome por el brazo con cierta torpeza, como si creyera que iba a desmayarme de un momento a otro. —Es culpa mía, no debería haberte arrastrado a una segunda ronda… —No te preocupes, he tomado la decisión yo sola. —Solté una breve carcajada para relajar el ambiente y añadí con sorna—: Ya soy mayorcita. —Ya, pero aun así… —Con aire culpable, señaló hacia el interior del bar —. Voy a pagar y te acompaño a casa, ¿vale? —Ni de coña, a esto invito yo, que tú ya has pagado la cena. —Como mucho acepto que vayamos a medias, y no protestes. La opinión de una beoda no cuenta… Le di un empujón en broma y le seguí en dirección a la caja, donde él aprovechó mi embriaguez para hacerse cargo del importe total de la cuenta. —¡Serás traidor! —A la próxima invitas tú, prometido. —Me guiñó el ojo con expresión canalla y me dio un apretón cariñoso en el brazo. Mientras esperábamos a que la camarera le devolviera el cambio, me percaté de que estaba sonando otra canción que conocía, aunque de un estilo muy distinto a la de Blutengel. Se trataba de Depraved, de Mammals, un grupo de indie electrónico que había descubierto unos meses atrás. Gael se estaba guardando las monedas en la cartera cuando yo, presa de una súbita efervescencia, le tironeé del brazo. —Esta tenemos que bailarla. Venga, antes de irnos. Al parecer, se me había olvidado por completo que unos minutos atrás me moría por largarme. —¿Va en serio? —Él me miró con cara de pasmo y yo, borracha perdida, encontré su expresión tan graciosa que solté una carcajada. —Yo siempre hablo en serio. Esbocé una sonrisa insinuante —que jamás le habría dedicado de estar en mis plenas facultades mentales— y le arrastré hacia la pista, donde algunas personas hacían el tonto o aprovechaban para darse el lote, si bien la mayoría se limitaban a hablar a gritos al tiempo que bebían. Con una expresión indescifrable en su atractivo rostro, Gael se colocó frente a mí y se quedó quieto, sin osar tocarme, de modo que tomé la decisión por él y apoyé las manos en sus hombros. Comencé a contonearme y él me imitó con timidez, moviendo sus ojos de vampiro por distintos puntos de la sala, haciendo todo lo posible para no fijarlos en los míos. Sin apenas ser consciente, fui acortando la distancia que nos separaba y pegándome más a él, hasta que sentí cada una de mis curvas clavada contra su fornida complexión. Al llevar tacones tan altos, mi rostro y el suyo quedaban a la misma altura, de forma que era fácil fantasear con ideas que jamás deberían haber cruzado mi mente. Ideas como… Perdí el hilo cuando, coincidiendo con una parte instrumental de la música, Gael reunió por fin el valor de mirarme a los ojos. Como si tuviéramos pegamento en las pupilas, nos observamos casi sin pestañear, sin respirar. Sin detener nuestro indolente contoneo, sacudidos por la electricidad que vibraba entre nuestros cuerpos. —Me gusta esta canción —susurró él, con la boca a escasos centímetros de la mía, respirando con dificultad. —Chist… —respondí, sin saber ni por qué, y le puse un dedo sobre los labios para silenciarle. Estaba temblando, absorta en sus iris transparentes y en las pestañas oscuras que los orlaban. Podía sentir su cálido aliento sobre mi rostro, y retuve las ganas de sacar la lengua para paladearlo, como una yonqui desesperada por un nuevo chute. Solo que, en mi caso, mi droga habría sido su saliva. Seguro que sabría a cerveza, como la mía. A riesgo y a peligro. A nirvana, a euforia líquida. A paraíso… La súbita vibración de mi móvil, sepultado en el bolso de tela que colgaba de mi hombro, me devolvió a la realidad de un mazazo. Aturdida, me detuve en seco y lo saqué del interior, con el corazón martilleándome en el pecho por lo que había estado a punto de hacer. Aún más cuando, al desbloquearlo, comprobé que se trataba de un WhatsApp de Sven. La súbita luminosidad de la pantalla me dejó casi ciega, por lo cual tardé unos segundos en enfocar la imagen que acababa de recibir. Se trataba de la cara de mi novio en primer plano, formando un corazón con los dedos y sonriendo con los ojos cerrados para no deslumbrarse con el flash, que hacía brillar su pelo como si fuera oro. «Ich vermisse dich», ponía debajo. Que me echaba de menos… Sintiéndome rastrera, salí de la aplicación sin responder y devolví el teléfono al bolso. Solo entonces me percaté de que la canción ya había terminado, y que Gael me estaba mirando con pinta de estar cabreado y herido a partes iguales. —Lo siento —balbuceé como una idiota, frotándome los ojos—. Era un WhatsApp de… Es igual. Perdona, de verdad. —No pasa nada —replicó él, frío como un témpano—. ¿Nos vamos? Asentí en silencio y le seguí con la cabeza gacha, felicitándome con ironía por cargarme una noche perfecta. Primero me comportaba como una colega, después le desconcertaba con mis avances pseudo-eróticos y, por último, le dejaba plantado en mitad de la pista para leer un mensaje de mi novio. Mientras caminábamos por las calles repletas de gente —cuyas voces no eran lo bastante fuertes para quebrar el silencio que nos envolvía como un sudario pegajoso—, me pregunté si Gael habría visto de quién era el WhatsApp. Basándome en su expresión distante y en la callada ira que exudaba su cuerpo, habría apostado a que sí. —Siento de verdad lo de antes —musité una vez más, tratando de recuperar lo que se había perdido entre ambos. —No pasa nada —repitió él—. Quizá haya sido lo mejor. La insinuación evidente en sus últimas palabras se clavó en mi pecho como una flecha en llamas, y resolví no abrir más la boca hasta llegar al metro de Plaza Cataluña. Una vez allí, al ver que pretendía bajar las escaleras conmigo, le detuve con un gesto. —No hace falta que me acompañes. Ya me encuentro mejor, no quiero que gastes un viaje de metro por mi culpa. —No me importa. —De verdad —insistí, y respiré hondo antes de sentenciar—: Prefiero despedirme aquí. —Como quieras —aceptó al fin, encogiéndose de hombros. Aún se resistía a mirarme, y su frialdad me dolía más de lo que estaba dispuesta a admitir. Pese a todo, mis pupilas permanecieron clavadas en su semblante, duro e inexpresivo como el de una estatua griega. Y, para mi desgracia, igual de perfecto. —Lo he pasado muy bien esta noche —le aseguré, inclinándome para darle dos besos, que él me devolvió sin apenas moverse. —Lo mismo digo. —¿Volvemos a quedar la semana que viene? —propuse, preguntándome al mismo tiempo si era una buena idea. —Ya veremos —replicó él, indolente. Entonces, giró la cara y posó por fin su mirada azul en mí—. ¿No volvía ya tu novio? El retintín con el que formuló la pregunta y la expresión glacial de sus ojos me hicieron sentir tan mal que las náuseas y el mareo regresaron; por un instante, pensé que iba a vomitar. Tragándome el regusto ácido que me subía por la garganta, dejé pasar unos segundos y contesté: —Supongo. O sea, sí. Pero eso da igual. No pretendía… No estaba… — Volví a tragar saliva, incapaz de formular una frase coherente; al fin, me dije que ya iba siendo hora de recuperar el amor propio. Con una indiferencia idéntica a la suya, repetí su misma frase—: Pero sí, ya veremos. Gracias por invitarme a la cena y a las cervezas. —No hay de qué —respondió de manera mecánica, antes de despedirse con un gesto militar—. Nos vemos, Isis. —Bye —susurré, pero Gael me daba ya la espalda y subía a paso raudo por la calle Pelayo. Estuve a punto de dejarme caer al suelo y echarme a llorar. O de arrojar el móvil a la calzada, salir corriendo detrás de él y decirle que en realidad, yo… ¿Que yo, qué? Con un suspiro, aparté la mirada de su silueta cada vez más lejana y bajé por las escaleras del metro, sumergiéndome en una atmósfera tan sofocante y enrarecida como la que acababa de dejar atrás. CAPÍTULO 38

-ANAÍS-

El regreso de Sven coincidió con el día en que Barcelona alcanzó las temperaturas más altas de aquel insoportable verano, como más tarde se supo. Era jueves 16 de julio, una semana y un día después de la desastrosa cita con Gael. No había vuelto a hablar con él, y tampoco había tenido noticias suyas. «Es mejor así», me repetía por dentro una y otra vez, tratando de convencerme y de mantener la mente apartada de su recuerdo. Si bien puede decirse que mi fracaso fue estrepitoso en ambos sentidos. Justo al día siguiente a nuestro encuentro, me tocaba trabajar en el karaoke, y me dije que así me distraería, pero no podía estar más equivocada. La Brújula Dorada, el lugar en el que había visto a Gael por primera vez, solo hizo que llenar mi mente con más imágenes suyas. Sus ojos transparentes en la penumbra, su piel pálida y suave, la aterciopelada forma de su cabeza rapada. Su robusta figura, de estatura algo inferior a la de mi novio, pero mucho más recia y masculina. Su enloquecedor perfume… ese olor a cítricos, a cuero y a madera. ¿Cómo había logrado adueñarse de aquel modo de mi mente? Se me encogía el alma rememorando mi vergonzosa conducta durante nuestro último encuentro: la curda que había pillado, la manera en la que había bailado con él —restregándome contra su cuerpo de manera indecente —, el desaire al mirar el mensaje de Sven en su cara… Al mismo tiempo, sentía un desaliento culpable y afilado al percatarme de la escandalosa ausencia de pensamientos respecto a mi novio. ¿Por qué no estaba más emocionada pensando en su regreso la siguiente semana, en lugar de andar babeando por un chico al que apenas conocía…? Durante las largas horas que pasé sobre el escenario —cantando como una autómata, sin poner apenas sentimiento en las canciones, o cediendo el micrófono a los clientes—, sufrí una especie de revelación. Por fin, comprendí lo que me había negado a admitir desde el principio; ya no solo desde la última cita con mi amigo, sino desde mucho antes, cuando había retomado la relación con Sven. Estaba enamorada de Gael. ¿Qué quedaba, entonces, de mis torturados sentimientos por aquel joven alemán que me había robado el alma tiempo atrás… para después destrozármela? El mismo cuyo regreso debería anhelar y, en cambio, temía más que a nada. Y si lo temía era porque, una vez él aquí, me vería obligada a detener aquella farsa y afrontar la realidad: que lo nuestro había terminado hacía mucho. Como decían aquellos hermosos y desgarradores versos de Neruda en su Poema XX: «Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise». La magnitud de aquellos sentimientos, de aquel amor que, tras encenderse con una fulgurante chispa, me había dejado en la oscuridad más completa durante los meses de su ausencia, dejaba secuelas. Cicatrices. Como una llama que había ardido un día, pero que se había apagado tiempo atrás. Restos de un fuego tan inmenso que sus brasas humeaban aún, falaces y seductoras, deslumbrándome con la promesa de algo ya muerto. Solo ahora lo entendía. Al abandonarme meses atrás, Sven me había despojado de todo, incluso de mi propia identidad. Para superarlo, había tenido que reconstruirme desde los cimientos. Como un ser que se ha desintegrado y debe volver a recomponer todos sus huesos, sus órganos y sus músculos, por muy doloroso que le resulte. Cuando él regresó a mi vida, al principio me sentía demasiado feliz para percatarme de que algo no iba bien; a fin de cuentas, nuestra conexión física seguía ahí, aquella atracción enfermiza que había marcado nuestra relación desde los primeros días. Sin embargo, pasada la emoción del reencuentro, comencé a sentir algo raro. Como si fuéramos dos piezas de un puzle que ya no encajaban entre sí. Estaba segura de que él también lo había notado, y quizá por eso había optado por escapar durante aquellas dos semanas: para no afrontar que había cometido un error. Que, una vez más, nuestro amor estaba destinado al fracaso. Si bien yo había cambiado, Sven seguía siendo el mismo, el que había sido siempre, aunque en su momento yo no hubiera querido verlo: bromista, infantil, risueño, cariñoso… pero también cruel, egoísta, dominante y manipulador. La persona que yo había sido con él ya no existía, pero aún quedaba algo de esa parte de mí, reactivada por su presencia: la sumisión, la tendencia a humillarme, a querer ser alguien que no era para impresionarle. Juntos habíamos creado algo magnífico y nocivo al mismo tiempo. Un amor retorcido como las raíces de un árbol destinado a morir, que pugna por absorber nutrientes del suelo que las alberga, e inocula en su lugar una sustancia venenosa… pero peligrosamente adictiva. Aquella adicción malsana, no obstante, se había acabado. Y se habría acabado igual, al margen de la existencia de Gael, más pronto o más tarde. Gracias a él, no obstante, al modo en que mis descontrolados sentimientos por su persona me habían abierto los ojos, iba a librarme de semanas, puede que meses de sufrimiento, luchando por continuar con las cenizas de una relación que jamás debería haber retomado. Había logrado abrir los ojos por fin, pero ahora faltaba lo más difícil: decírselo a Sven. Durante la siguiente semana, practiqué hasta la extenuación el modo de hacerlo. Le escribí cartas que después hice pedazos; pedí consejo a Alexa y a alguna otra amiga, incluso a mi madre; reproduje la escena en mi cabeza mil veces, tal y como imaginaba que podría tener lugar. Incapaz de alimentarme como era debido, volví a perder algo de peso. Sufrí insomnio, agotamiento, mareos y pesadillas. Viví un absoluto calvario, pero supe que sería por última vez. Por suerte, Sven apenas me llamó por teléfono aquellos días, y nos limitamos a intercambiar mensajes de WhatsApp que a mí me sonaron vacíos, como si ambos repitiéramos los diálogos de un papel que ya no sabíamos interpretar. Pugnando por mantener a flote los restos de un amor cansado y roto. Y así llegó ese jueves 16 de julio, el más bochornoso e insufrible de aquel extraño verano. Sven había llegado la noche anterior de madrugada, por lo cual me propuso que nos viéramos ya al día siguiente. Con tal de sobrevivir al calor, sugirió que quedáramos a última hora de la tarde, para dar un paseo o tomar algo antes de ir a cenar en nuestro restaurante preferido. Yo, sabiendo que la cena jamás llegaría a producirse, acepté. Hubiera preferido quedar más pronto para librarme de horas de angustia, pero no dije nada. Prefería comportarme con normalidad hasta que llegara el momento de la verdad. Como la noche anterior apenas había dormido, tras mi frugal almuerzo me estiré en la cama con el ventilador encendido y las persianas bajadas. Pese a los nervios, el agotamiento me hizo caer en un duermevela agitado, del cual desperté dos horas después, grogui perdida, gracias al sonido de la alarma. Había tenido una pesadilla espantosa: en ella, Sven y Gael eran en realidad la misma persona, y sus rostros se alternaban en cada encuentro, como si fueran cambiando de identidad para torturarme… Sacudí la cabeza para alejar el horrible recuerdo y me di una larga ducha. Eran ya las seis de la tarde y había quedado con Sven media hora después, de modo que me apresuré a vestirme con lo primero que encontré —unos shorts tejanos gris oscuro y un top negro con reborde de encaje— y me maquillé de forma discreta, pues sabía que acabaría llorando. De hecho, mientras daba unos leves toques con la brocha a mi pálido y descompuesto rostro, me temblaba la mano y las comisuras de los labios. Una vez consideré que no parecía del todo una muerta viviente, guardé los pinceles y me centré en mi pelo, que estaba hecho un desastre. Por pereza, había ido postergando una visita a la peluquería y me había crecido en exceso, así que lo domé con un poco de gel fijador y me lo recogí en una pequeña coleta. Me puse unos pendientes de aro, me calcé mis viejas Converse negras y comprobé el reloj. Faltaban dos minutos para las seis y media. Justo entonces sonó el interfono. Apenas fui consciente de haber bajado hasta el portal. De golpe, tenía a Sven frente a mí, sonriéndome con su rostro aniñado y pecoso. Su pelo se veía más rubio que nunca y también le había crecido, con lo cual los lisos mechones le rozaban ahora el cuello. Antes de poder articular ni siquiera un saludo, se abalanzó sobre mí y me besó en la boca con desesperación, como si hubiera sido yo la que había optado por largarse y dejarle tirado dos semanas para irme de parranda por ahí. Sus labios eran tan blandos, su sabor tan dulce y familiar… Me temblaron las rodillas y por un momento, la voluntad, pero enseguida me rehíce y le aparté sin acritud, pero con firmeza. —¿Cómo estás? —inquirí con voz trémula. —Bien, pero ¿qué es este recibimiento tan soso? —replicó él con sorna, haciéndose el ofendido—. Me esperaba un poco más de entusiasmo. —Tenemos que hablar —solté a bocajarro, evitando sus ojos. —¿Qué pasa? —La sonrisita se le borró de la cara e intentó establecer contacto visual conmigo, sin éxito—. ¿De qué tenemos que hablar? Le hice un gesto para que me siguiera y comencé a caminar. —Aquí en medio, no. Vamos a tomar algo a un sitio tranquilo. Sven me agarró por el brazo con fiereza, pillándome desprevenida. —Vas a dejarme, ¿es eso? Si es así, dímelo ya y déjate de teatros. —No estoy haciendo teatro, pero no me parece buena idea hablar aquí, ¿de acuerdo? Por favor —le imploré, mirándole por fin. Él asintió con expresión pétrea y me siguió hasta una pequeña cafetería que quedaba cerca de mi casa. Se tardaban solo un par de minutos en llegar, pero se me antojaron los más largos de mi vida, pues los pasamos en completo silencio. Una vez pedidas las consumiciones, me aclaré la garganta con nerviosismo y posé los ojos en él. —Sven… No sé cómo comenzar. —Ya te lo he dicho —me interrumpió con dureza—, si vas a dejarme, prefiero que me lo digas y punto. Sé clara de una vez. —Si así es como quieres que sea, de acuerdo. —Tomé una larga bocanada de aire para armarme de valor y solté—: Creo que deberíamos cortar. —Te has liado con otro, ¿no? —me acusó, sus ojos claros reducidos a rendijas heladas—. Has aprovechado que yo no estaba para… Enmudeció ante el regreso de la camarera, que depositó las bebidas frente a nosotros —un agua para mí, pues tenía el estómago cerrado, y un café con hielo para él—, y se retiró enseguida al percibir la tensión en el ambiente. —No me he liado con nadie —repliqué con voz cansada en cuanto la chica se hubo alejado—. Tú siempre con tus celos y tus paranoias… A lo mejor soy yo la que debería desconfiar, después de que te hayas tirado dos semanas haciendo vete a saber qué en Ibiza. —¿Así que va de eso la cosa? ¿Me dejas como castigo por haberme ido de vacaciones sin consultártelo? —No, Sven. —Le miré mientras él removía el azúcar con tal violencia que estuvo a punto de volcar la taza—. Sabes tan bien como yo que llevamos semanas mal… De hecho, casi desde que volvimos juntos. —¿Estás de broma? —Él dejó en paz el café y clavó su fría mirada en mí —. ¿Llevas sintiéndote así desde marzo y me lo dices ahora? Es decir, básicamente has estado jugando conmigo todos estos meses. —Claro que no, no es eso. Han sido estos últimos días separados… La distancia me ha ayudado a abrir los ojos y darme cuenta de la realidad. —¿Y cuál es esa realidad, según tú? —replicó con retintín, vertiendo por fin el café en el vaso con hielo. Le dio un sorbo y me miró con sarcasmo. —Nos estamos esforzando por recuperar algo que… —Hice una pausa para respirar hondo, pues los ojos se me estaban empañando y me temblaba la barbilla—. Algo que lleva muerto mucho tiempo. —¿Estás diciendo que ya no me quieres? Negué con la cabeza. Ni yo sabía cuál era la respuesta a esa pregunta. —No sé si te quiero, si lo que ambos sentimos fue alguna vez amor real. Para mí, siempre has sido como una droga, algo que necesitaba con una intensidad tan violenta que apenas me dejaba respirar. Algo que llevaba dentro de mí cada segundo, cada minuto… como una enfermedad. Me detuve de nuevo mientras las lágrimas se deslizaban por mi rostro. Tragué saliva, tratando de calmar mi respiración para poder continuar. Sven, mientras tanto, sorbía su café con parsimonia, mirando a través de mí como si me hubiera vuelto invisible. —Sigues siendo importante para mí —declaré por fin, posando mis ojos en los suyos, que se veían vacíos, como muertos—. Lo que he sentido por ti… fuera lo que fuera, nadie podrá negarlo jamás. Pero tengo claro que es malo para mí, y creo que también para ti. Somos tóxicos el uno para el otro, Sven. Nunca deberíamos haber retomado la relación. —¿Te arrepientes, entonces? —preguntó él con frialdad. —Sí —reconocí, llorando ya abiertamente—. El daño que me hiciste el año pasado, cuando me dejaste… El modo en que me destruiste, en que dejé que me destruyeras, mejor dicho. —Me sequé las lágrimas y luché por frenar mis sollozos para que entendiera mis palabras—. No es algo de lo que una se recupere con facilidad. Pero lo logré, y me convertí en otra persona. Por tanto, ya no soy la misma de antes, y ahora sé que nunca seré feliz contigo. Lo nuestro está condenado al fracaso, juntos solo nos hacemos daño, y lo único que funciona en nuestra relación es el sexo. ¿No te das cuenta? —De lo único que me doy cuenta es de que llevas meses mintiéndome —me recriminó, inclinándose hacia mí. Entonces, optó por cambiar de estrategia y me amenazó—: Te das cuenta de que esta era nuestra última oportunidad, ¿verdad? Y acabas de tirarla a la basura. Se puso en pie con brusquedad y arrojó unas monedas sobre la mesa. —Sven, por favor… Siéntate, hablemos de las cosas con calma. —No hay nada de qué hablar —me espetó, mirándome como si le diera asco—. Te diré una última cosa: después de esto, no aceptaré que vuelvas a mi vida, ni que sea arrastrándote. Lo nuestro se ha acabado, esta vez para siempre. —Lo sé —asentí, llorosa, y extendí una mano hacia él—. Pero eso no significa que tengamos que acabar así, podemos… —¿El qué? —me interrumpió él, sus ojos brillantes y burlones, la boca torcida en un rictus sádico—. Podemos ser amigos, ¿es eso lo que ibas a decir? No me hagas reír, por favor. Pasó veloz por mi lado y se dirigió hacia la salida. Yo me quedé en la mesa, inmóvil, incapaz de alzar la vista y ver cómo se iba, pero él, porfiador y agresivo como era, regresó a mi lado y acercó su rostro al mío. Me invadió su olor a lavanda y a la menta del chicle que siempre andaba masticando y, por primera vez en la vida, aquel conocido aroma se me antojó sofocante, casi desagradable. —No volverás a verme —me aseguró con crueldad, sus ojos claros fijos en los míos—. No volverás a saber de mí nunca más, Isis. —No seas así, por favor, Sven… Intenté retenerle, llorando como una imbécil, pero al rozarle la mano, él la apartó con rudeza y salió del café en tromba, sin mirar atrás ni una sola vez. Enterré la cara entre los brazos y me permití llorar unos segundos —por suerte, era la única clienta—, hasta que la camarera se acercó para preguntarme si me encontraba bien. Le agradecí el interés y le dije que no se preocupara, y en cuanto consideré que Sven estaría ya lo bastante lejos, recogí las monedas que había tirado, pagué las consumiciones y me marché. Seguí llorando hasta que entré en casa, pero solo al desplomarme sobre el sofá, anegada en sudor y en llanto, me di cuenta de que no eran lágrimas de pena… sino de alivio. Había vivido una adicción enfermiza, una obsesión que por poco había llegado a destruirme, pero la había vencido. Ahora, el diagnóstico estaba claro: había expulsado a Sven Hoffmann de mi torrente sanguíneo. Era libre. CAPÍTULO 39

-GAEL-

Dos semanas antes

Después de mi catastrófica cita con Isis, me tiré dos semanas enteras sin saber nada de ella. Tampoco es que yo pusiera nada de mi parte por retomar el contacto. Deduje que estaría liada con el regreso de Sven —una furia nauseabunda me invadía cada vez que pensaba en él— y prefería no molestarla. Por otro lado, aún me escocía el modo en que había jugado conmigo, fuera sin querer o a propósito. ¿Qué habían significado para ella nuestros encuentros? ¿Mera amistad… o algo más? Me preguntaba si era consciente de las señales que me había estado enviando sin parar, del modo en que miraba mis labios aquella noche y apretaba su cuerpo contra el mío mientras bailábamos. ¿Acaso pensaba que yo era de piedra? Debía admitir que yo también tenía parte de culpa: a fin de cuentas, sabía desde el principio que tenía pareja, al margen de ser una chica extraña y problemática. Sin embargo, después de todas aquellas citas, del maravilloso concierto de The Editors, de las agradables horas que habíamos pasado juntos, visitando museos y compartiendo cervezas y cafés, era como si mi cerebro hubiera optado por omitir aquellas verdades. Me había limitado a disfrutar del momento, sin pensar en las consecuencias que podrían venir después. Y ahora me encontraba pagando por mi imprudencia y mi estupidez. Me forcé a pensar en otras cosas. Se avecinaba el mes de agosto y, con él, mis esperadas vacaciones y el viaje a Polonia con mis padres. Después, llegaría septiembre y el inicio de mis estudios en la Escola de Cinema, en la cual ya me había matriculado el mes anterior. Ahora solo necesitaba llenar como fuera el tedio de las próximas dos semanas, para disipar la angustia y dejar de pensar de manera obsesiva en Isis. Por supuesto, no me había olvidado de Annabel Lee. Tras su críptico mensaje de unos días atrás y mi breve respuesta, no había vuelto a tener noticias suyas, con lo cual me permití mandarle un escueto mensaje para comprobar que todo fuera bien. Eso sí, no pensaba quedarme paralizado esperando a que respondiera, como habría hecho antes. En lugar de eso, me obligué a permanecer activo. Retomé el contacto con amigos que, absorbido por mis delirios románticos, llevaba semanas ignorando, y dediqué algunas tardes a salir con ellos después del trabajo, para ir a tomar unas birras o a escuchar música en bares nocturnos. Diez días después de la cena con Isis, quedé con unos colegas para ir al Apolo, como solíamos hacer muchas noches de sábado. Era 18 de julio, y haría ya días que Sven había vuelto a Barcelona, donde deduje que su novia le había recibido con los brazos bien abiertos. «No solo los brazos», pensé con ironía, sintiendo cómo la sangre comenzaba a borbotearme en las venas, al tiempo que mi ritmo cardíaco se aceleraba. Pese a aquella rabia que, en otras ocasiones, me había abocado a actitudes autodestructivas, esta vez me cuidé mucho de perder el control, y bebí solo lo justo para no terminar despertando al día siguiente en la cama de una desconocida. Ni en broma pensaba retomar mis viejos hábitos, y prefería mantenerme lejos de las mujeres tras mis recientes fracasos sentimentales… si es que una chica fantasma —Annabel Lee— y otra con un novio medio psicópata —Isis— podían considerarse siquiera intentos de relación. Eso por no mencionar mi fugaz amistad con Nerea, la chica a la cual había conocido durante el curso del centro cívico, y de quien, como era de esperar, no había vuelto a tener noticias. La penúltima semana de julio pasó sin pena ni gloria. En la oficina se respiraba un aire estresante y festivo a la vez: pese a la ingente cantidad de trabajo que debíamos terminar antes de que acabara el mes, todos atisbábamos ya las ansiadas vacaciones de agosto en el horizonte. Ni la aparición esporádica de alguno de los jefes lograba disipar el jolgorio general. Muchas de las tardes las dedicaba a entrenar: salía a correr o practicaba ejercicios de Muay Thai en el gimnasio. Al anochecer, si no había hecho planes con nadie, me quedaba en casa tragándome por enésima vez alguna película de mi enorme colección. También intenté retomar el contacto con Sol, a quién no veía desde hacia semanas: desde que se había echado novio, andaba desaparecida. Pero mi vieja amiga me fue dando largas, y al final resolvimos dejarlo para después de las vacaciones. Pese a nuestro distanciamiento, me alegré por ella, pues se lo merecía más que nadie. La última semana del mes, la singular calma que había regido mi vida durante aquel tiempo sin Isis ni Annabel Lee se vio truncada de forma inesperada cuando esta última reapareció… y de qué manera. Pero no adelantaré acontecimientos. Era lunes, y en la oficina reinaba un calor insoportable porque se había estropeado el aire acondicionado. Agobiados por el trabajo que debíamos acabar sí o sí antes del viernes, andábamos todos en tensión, cabreándonos ante la menor contrariedad y soltando tacos con más frecuencia de la habitual. Me sentí aliviado en extremo cuando el reloj marcó las cinco y, por tanto, el final de mi jornada laboral. Tras apagar el ordenador, agarré mi móvil y salí en estampida casi sin despedirme de mis compañeros. Había sudado tanto a lo largo del día que tenía la ropa pegada al cuerpo como una segunda piel, así que renuncié sin culpabilidad alguna a la idea de salir a correr. Ese julio estábamos alcanzando temperaturas extremas, y después de pasarme el día en una especie de horno, no me sentía con fuerzas para seguir soportando aquel bochorno infernal. La sorpresa me asaltó al llegar a casa. Nada más quitarme la camiseta, sentí vibrar el móvil en el bolsillo trasero del pantalón. Al sacarlo, comprobé que se trataba de Annabel Lee, que por fin me había escrito. Creyendo que sería un email largo de los nuestros, decidí postergar su lectura para más tarde. Después de una bien merecida ducha, recordé que tenía que ir a comprar unas cosas al supermercado, pero primero decidí pasar por el Fnac y explorar los últimos lanzamientos de DVD. No me di ninguna prisa: no tenía planes, y la idea del email pendiente me producía una especie de morboso placer, como un niño reservándose una golosina para más tarde. Al volver a casa, seguía empeñado en alargar un poco más la emoción de la espera. Por ello, me puse a preparar la cena y la disfruté con calma mientras veía un par de episodios de Friends, una de mis series fetiches, cuyos DVD se contaban entre mis posesiones más preciadas. Solo después de la cena, una vez me hube aposentado en el sofá con un café helado y un trozo de chocolate negro, me concedí por fin la recompensa que llevaba horas retrasando. Coloqué el portátil sobre mis rodillas, cargué el Outlook y abrí el correo de Annabel Lee, el más surrealista de todos cuantos había recibido:

Para: [email protected] Asunto: ¿Principio o final?

Querido Gael: Llevo semanas rara, mandándote emails breves y escasos, reacia a compartir contigo algunos aspectos de mi vida. Te pido disculpas por ello, pero en esos momentos no era apenas capaz de leer ni de escribir, tal era la cacofonía de mis propios pensamientos. La buena noticia es que, por fin, he logrado poner orden en el caos de mi mente, y tengo dos cosas que contarte. La primera es que he puesto fin a la relación con el chico del que te hablé, ese que regresó a mi vida hace unos meses. No tengo ningún contacto con él ahora mismo, ni espero tenerlo en el futuro. La segunda es más difícil de expresar, así que la soltaré a bocajarro, antes de verme invadida de nuevo por alguno de mis infinitos miedos. ¿Todavía estarías dispuesto a quedar? Si la respuesta es sí, te espero el viernes próximo, 31 de julio, en La Brújula Dorada. Esta vez de verdad. Prometo que no habrá más anulaciones de última hora, mensajes secretos ni mentiras. Solo yo, real como los dedos que golpean estas teclas. Eso sí, te pongo una única e imprescindible condición: encuéntrame. Acércate a mí solo si, a estas alturas, ya has descubierto quién soy. De lo contrario, no seré capaz de admitir mi identidad frente a ti. Tú y yo nos conocemos, Gael. Has dudado mucho durante estos meses, preguntándote quién se ocultaba tras la máscara de Annabel Lee… pero en realidad, me has tenido delante desde el primer momento. Aunque tal vez para ti solo fuera una visión, un fantasma de niebla, como el del verso de Bécquer. Como el que da nombre a esta cuenta de email. Demuéstrame que no es así. Que soy una chica real, de carne y hueso, digna de ser vista y tenida en cuenta. ¿Sabes? Durante mucho tiempo, alguien me hizo sentir que no existía. Yo no era importante: mis ambiciones, mis sueños… nunca eran la prioridad. Y yo misma perpetué esa conducta autodestructiva al presentarme ante ti con un disfraz, oculta por el velo de mis propias inseguridades. Pero yo existo. Existo y soy real. Y sé que soy egoísta, que soy injusta, pero necesito que alguien me demuestre que es capaz de verme, incluso pese a todas las barreras que he puesto para impedirlo. ¿Quieres verme? ¿Quieres ponerme cara de verdad? Entonces encuéntrame, Gael, porque conocerme… ya me conoces. Si está escrito en ese destino en el que tanto crees, nos vemos dentro de cuatro noches. Como tú mismo dijiste en una ocasión: hasta pronto… ¿quizá? Tuya,

Annabel Lee. CAPÍTULO 40

-ANAÍS-

Atravesé muchos estados durante los días previos al 31 de julio. Miedo, esperanza, angustia, ilusión, pánico. Ganas de desaparecer, de dejar el trabajo en la Brújula Dorada y evitar a toda costa el inminente encuentro con Gael. Pasé asimismo por un estado de locura, de absurdez: consideré renunciar también a mi plaza de profesora en el colegio y mudarme a otra ciudad, tal vez incluso a otro país. Darme la oportunidad de sanar mis heridas — aunque, si era sincera conmigo misma, se habían curado hacía mucho, motivo por el cual me había enamorado de otro—, y empezar de cero en otro lugar. Sin embargo, pronto comprendí que la solución no era huir. Primero, porque los problemas viajarían conmigo. Por muy lejos que uno vaya, es imposible escapar de sí mismo… y era yo la persona de quien quería evadirme, no Gael. Segundo, porque ya era hora de plantar cara a mis miedos. Fue entonces cuando al fin comprendí por qué me resultaba tan terrorífico quedarme y confesar la verdad: significaría quitarme la máscara que llevaba ante todo el mundo, y mostrar mi cara más frágil a alguien que me importaba en exceso. Alguien que, una vez más, tenía el poder de destruirme. Cuando Sven me dejó meses atrás, juré que no volvería a enamorarme, a mostrarme vulnerable ante nadie. Pero, sin darme cuenta, eso era justo lo que había hecho al crear a Annabel Lee y conocer a Gael. Le había confesado mis más íntimos miedos y secretos; le había hablado de mi tendencia melancólica, de mi escaso amor propio. Parapetada tras el anonimato y la distancia del correo electrónico, me había permitido ser yo misma, segura de que jamás le vería frente a frente. Sin embargo, me había salido el tiro por la culta, pues me había enamorado de él… hasta la médula. Y mi mayor deseo, por contradictorio que sonara, era tenerle cerca. Mirarle a los ojos y decirle que le quería. Que le necesitaba. Pero no como Annabel Lee o como Isis, pues ambas habían cometido errores: una por contar demasiado, la otra por hacerlo demasiado poco. No. Había llegado el momento de mostrarme ante él como Anaís. El alfa y el omega, el ying y el yang. Yo misma, con mis virtudes y mis defectos, con mi luz… y mi oscuridad. Esa que él ya conocía, pues también poseía una mitad en sombras. Igual que a mí, le dolían partes del cuerpo que ni siquiera sabía que existían, ocultas dentro del alma. Como a mí, en ocasiones le faltaban palabras para expresar sus sentimientos. Para definir esa soledad, esa locura de aguardar algo que nunca llegaba. Ahora, yo quería proponerle que compartiéramos esa demencia. Que nos encontráramos el uno al otro porque, tal vez, éramos lo que habíamos estado buscando desde siempre, desamparados… Esperando solos en algún lugar.

***

La noche del viernes, comencé a prepararme horas antes de empezar mi turno en el pub. Rebusqué en el armario hasta acumular cinco atuendos encima de la cama, me los probé, deseché la mayoría, me angustié creyendo que aquello no tenía ningún sentido, que Gael jamás podría quererme ni aceptarme tal cual era. Al final, silencié los gritos en mi cabeza gracias a mi terapia más efectiva: la música. Puse a reproducir Illusion, de VNV Nation, tal vez guiada por mi inconsciente, pues sabía que era uno de los grupos preferidos de Gael. Mientras me vestía con el conjunto definitivo —una minifalda negra adornada con cadenas, mi camiseta preferida de David Bowie y un par de creepers con plataforma—, iba cantando en voz baja los primeros versos:

I know it's hard to tell how mixed up you feel Hoping what you need is behind every door Each time you get hurt, I don't want you to change Because everyone has hopes, you're human after all.[27]

Unas horas más tarde, salí de casa rumbo al karaoke. Me sentía extraña, casi ingrávida, como si mis pies no lograran asirse del todo al suelo. Una suerte de nebulosa se había infiltrado en mi cerebro, provocándome un curioso mareo. Como inmensas bolas de algodón de azúcar que me impedían pensar con claridad. Al llegar al trabajo, la sensación no había cambiado. Me conducía de forma mecánica, como un robot, sin saber apenas lo que hacía, actuando por inercia. Las escenas se sucedían una detrás de la otra sin que yo tuviera conciencia del paso del tiempo, como si mi espíritu no estuviese anclado a mi cuerpo. De pronto, me vi en las taquillas, dejando mis cosas; un parpadeo y me hallaba sobre el escenario, conectando el equipo y comprobando que todo funcionara bien. Otro pestañeo, y los primeros clientes inundaban la pista, sus caras bailando ante mis ojos, borrosas y demasiado brillantes. Alexa, que había llegado algo tarde, me hacía ahora gestos desde la barra, risueña. Levanté la mano para saludarla y, al momento siguiente, la tenía ya a mi lado, todavía con aquella mueca maliciosa. No obstante, esta se diluyó en cuanto vio mi expresión y el modo en que me temblaban las manos. —Anaís, ¿estás bien? —Solo me llamaba por mi nombre real cuando estaba preocupada. Se encaramó al escenario, aprovechando que todavía no había demasiada gente, y me agarró del hombro con cariño—. Tienes mala cara. —Estoy bien —repliqué, sin mirarla. —Venía para darte ánimos… Hoy es la gran noche, ¿no? —Supongo —susurré con un hilo de voz, y forcé una sonrisa para disimular los nervios, encogiéndome de hombros. —Todo saldrá bien, ya lo verás. —Alexa me dio un último apretón afectuoso y desapareció de mi lado. En un suspiro, volvía a estar en la barra, mirándome con complicidad. ¿Había tenido lugar aquella breve charla entre nosotras o me la había imaginado? El mundo a mi alrededor había cobrado un matiz de irrealidad. Los focos del techo me daban calor y me mareaban, cosa que jamás me había ocurrido antes. El aire era denso, casi irrespirable, como si alguien se hubiese fumado un puro tras otro y el humo anidara ahora en mi pecho, en forma de culebras negras que se retorcían y se anudaban sin cesar. Me agaché simulando que comprobaba unas conexiones y pugné por calmarme. Respiré hondo y conté hasta diez, tratando de dejar la mente en blanco y no permitir que el recuerdo de ciertos ojos azules me desestabilizara. Cuando creí haberme recuperado, me puse en pie e inauguré la sesión de karaoke. Como hacía cada noche, me dirigí al público, preguntando si alguien quería ser el primer valiente. Al ver que nadie se animaba, rebusqué en la lista de canciones en busca de una con la que amenizar la espera. Al final me decidí por Marilyn my bitterness, de The Crüxshadows. Había sido de mis preferidas meses atrás, cuando el cabrón de Sven me había dejado. Pensar en él y preguntarme dónde andaría empeoró mi ya de por sí frágil equilibrio mental. Mitigué el malestar entregándome en cuerpo y alma a la música, hasta sentir que me fundía con ella: un remedio que pocas veces fallaba. —For you I would have shaken down the heavens from the sky, but it seems my love was stronger than this love of yours that died. —Mi voz fue ganando fuerza, y al llegar al estribillo sentí como si la sala entera vibrara, empapándose de la furia herida que expulsaban mis palabras—: Did you think it wouldn't hurt? Did you think I wouldn't feel, when the world came falling down? Or maybe you didn't think at all, and that's why I feel what I feel now…[28] Al terminar la canción estaba agotada. Había volcado todo lo que poseía en la actuación: mi sangre, mi aliento, mi espíritu. Al mismo tiempo, sin embargo, un hormigueo delicioso me recorría el cuerpo entero, dotándome de la suficiente energía para seguir adelante… siempre y cuando no me permitiera pensar en nada más que en la música. Después de cantar un par más, me llegaron al fin varias peticiones seguidas del público, con lo cual pude descansar un rato. Acababa de cederle el micrófono a la cuarta clienta de la noche cuando, al bajar del escenario, casi me di de bruces con Gael, que acababa de aparecer de la nada. —Anda, tú por aquí —le saludé haciéndome la loca, tan nerviosa que apenas podía mirarle. Debía tener presente que, por lo menos en nuestras interacciones «reales», no atravesábamos buen momento—. ¿Qué tal? —Pues ya de vacaciones —me contestó él, dándome dos besos. Su perfume estuvo a punto de provocarme un desmayo, eso por no mencionar lo guapo que estaba con su camisa negra entallada y el pelo recién cortado. La espesa barba que le oscurecía el rostro, de la cual no había estado muy convencida al principio, le dotaba de un aire sensual que ahora encontraba irresistible. Sus ojos, más azules que nunca, relampaguearon al posarse en mi rostro con más intensidad de la habitual. —Qué bien, me alegro —comenté, mordiéndome el labio inferior—. ¿Y qué haces por aquí? ¿Has venido a verme o…? —No te lo vas a creer —me interrumpió con una sonrisa nerviosa—. Esta noche voy a conocer por fin a Annabel Lee. —¿Ah sí? —repliqué con voz débil. Todo mi cuerpo se había convertido en gelatina. Me costaba tragar, incluso respirar, y el corazón me daba puñetazos contra la garganta—. ¿Ya sabes quién es? —Tengo una ligera idea —asintió él, ampliando su sonrisa—. Estoy esperando a que termine de trabajar y luego me encontraré con ella. —De repente alzó la mirada, distraído por algo detrás de mí—. Perdona, creo que esa chica te está buscando. —¿Cómo? —balbuceé como una tonta. Entonces fui consciente del silencio a nuestro alrededor. Estresada, me di la vuelta y comprobé que la clienta había terminado la canción y parecía no saber qué hacer—. Perdona, hablamos luego. Sin aguardar su respuesta, regresé al escenario con tanta precipitación que di un traspiés y por poco me caí de morros. Gracias a mis reflejos, recuperé el equilibrio y me salvé por poco de hacer el ridículo más espantoso. Tras lo que se me antojó una eternidad, logré llegar de una pieza al lado de la chica, quien me devolvió el micrófono y regresó a la pista, al tiempo que yo seguía dándole vueltas a las últimas palabras de mi amigo. ¿Se referiría a mí? ¿O estaba hablando de otra persona? Como por el momento no había más voluntarios, decidí que había llegado el momento de cantar la canción que me había pasado los últimos días practicando. Quería dedicársela, pero sin decirlo de forma expresa, esperando de algún modo que lo captara… que comprendiera todo lo que sentía por él. Amor, necesidad, deseo. Estaba enamorada de Gael, pero también le tenía miedo. Le necesitaba con una furia salvaje que podría destruirle. Podría destruirnos a ambos. Le di al play y me coloqué en el centro del escenario, justo debajo de los focos. Agarrando el micro con tanta fuerza que se me pusieron los nudillos blancos, cerré los ojos y comencé a cantar. Al llegar por fin a los versos más significativos, levanté la cara y le busqué entre el público. Me sobresaltó comprobar que, poco a poco, había ido abriéndose paso entre la gente y se hallaba a escasos metros de mí, su mirada aún fija en la mía como si tuviera pegamento. Tomé aire, clavé mis ojos en los suyos y, al pronunciar cada una de las siguientes palabras, me aseguré de verter en ellas todos mis sentimientos, como una ristra de notas líquidas derramándose sobre él: —I never promised you an open heart or charity, I never wanted to abuse your imagination. —Entonces, bajo la forma de una bella metáfora en aquella canción de IAMX, confesé lo que, en el fondo, siempre había querido decirle—: I come with knives… I come with knives… and agony… to love you.[29] Seguimos mirándonos durante los siguientes versos, diciéndonos sin palabras —en su caso, pues yo estaba cantándoselas— todo lo que no nos habíamos dicho hasta entonces. Por lo menos, esa fue mi impresión, pues me era imposible saber lo que él estaría pensando, descifrar lo que se escondía tras aquellos iris tan claros, hechos con pedazos de estrellas y esquirlas de hielo azul. Al terminar el segundo estribillo, bajé la mirada unos segundos, pues sentía que iba a perder el control. Me faltaba el aliento y las rodillas apenas me sostenían, convertidas en mantequilla derretida. Pugné por disimular el temblor en mi voz y en mis manos; entonces, al alzar la vista para volver a centrarla en Gael, comprobé que había desaparecido. Aturdida, seguí cantando como pude mientras mis ojos le buscaban frenéticos por la pista, pero no parecía hallarse entre el público. Ninguno de aquellos rostros borrosos me era conocido. Al mirar un poco más lejos, lo localicé por fin en la barra hablando con Alexa, quien le escuchaba con una sonrisa tan satisfecha que solo le faltaba relamerse. De repente, Gael se inclinó hacia ella y, aunque era difícil hacerme una idea a aquella distancia, me pareció que le susurraba algo al oído. ¿Qué coño estaba pasando? Sentí como si una gota helada se deslizara poco a poco por mi espina dorsal cuando por fin lo entendí. ¡Gael se creía que era Annabel Lee era ella! Mis horribles sospechas se confirmaron cuando vi cómo mi amigo le tendía un papel con disimulo. Alexa lo aceptó encantada y, aún con aquella repugnante sonrisa de triunfo, se la guardó en el bolsillo de sus apretados tejanos. CAPÍTULO 41

-ANAÍS-

La rabia y el desespero me insuflaron las energías suficientes para seguir cantando. Al terminar la canción, sin embargo, noté cómo me desinflaba, mi espíritu deshaciéndose en un charco helado de decepción y de vergüenza. Me sentía asqueada pero, sobre todo, traicionada. Alexa, que sabía todo lo que sentía por Gael, que era como una hermana para mí… ¿Cómo había podido? Permanecí quieta bajo los focos, jadeante. Trataba de contener las lágrimas, que me ardían tras los párpados como cascadas de agua volcánica. Era incapaz de seguir un minuto más encima del escenario. Como respondiendo a mis plegarias, justo entonces un par de idiotas me llamaron la atención y me pidieron cantar dos temas seguidos de Estopa. Cerré los ojos, resignada. Incluso la música más odiosa era bienvenida en aquel momento, si me concedía unos cuantos minutos de descanso. Les tendí el micrófono y bajé de la tarima, justo a tiempo de ver cómo Gael, dejando a medias la cerveza que había pedido mientras ligaba con Alexa, giraba sobre sus talones y desaparecía en dirección a la salida. ¿Ni siquiera pensaba despedirse? Vaya, por supuesto que no. Para él, yo solo era aquella tía rara con la que había quedado unas cuantas veces. Un ser deprimente que jamás debería haber salido de las tinieblas en las que moraba. Había sido una cobarde, y ahora el destino me lo hacía pagar. Ese destino al que él veneraba y que, gracias a una confusión provocada por mi estupidez, iba a unirle a la que hasta entonces creía mi mejor amiga. Me apoyé contra la pared cercana al escenario y me dejé resbalar hasta el suelo. Un retortijón ardiente se había instalado en mi estómago, como si me hubieran clavado una espada en llamas. Por un momento, pensé que iba a vomitar, e incluso sentí el violento espasmo de una náusea, que me dobló en dos y me hizo llevarme la mano a la boca. Falsa alarma. Me sequé el sudor frío de la frente mientras me estremecía, aturdida por el barullo de las voces a mi alrededor. Por los cuerpos que bailaban y se sacudían a mi lado, ajenos a todo, mientras yo iba haciéndome cada vez más pequeña. Invisible de repente, como un fantasma. ¿O tal vez lo había sido siempre? Por eso Gael había sido incapaz de verme. Por eso no merecía el amor de nadie. Salí de mi escondite improvisado justo cuando, sobre el escenario, los dos clientes comenzaban con la segunda canción de Estopa. Tenía el tiempo justo para ir a lavarme la cara y contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Me dirigía a paso rápido hacia el baño cuando estuve a punto de chocar contra alguien por segunda vez aquella noche. Solo que, en aquella ocasión, resultó ser con la persona que menos me apetecía ver en el universo. Alexa. —¡Isis! —jadeó ella, llevándose la mano al pecho—. Joder, llevo un buen rato buscándote. ¿Dónde te habías metido? —¿Dónde iba a estar? —repliqué con acritud. Hice un gesto vago hacia atrás—. Pues ahí, al lado del escenario. —Normalmente te pones en el otro extremo, ¿no? En fin, es igual, no tengo mucho tiempo, he tenido que pedirle a Yuri que se ocupara de la barra para venir a buscarte. En teoría, tendría que haber esperado al final de tu turno, pero… —Suéltalo ya —la interrumpí, harta de sus tonterías y de su cara perfecta. No podía ni mirarla—. ¿Qué quieres? —Te noto un poco rara, ¿estás bien? —inquirió, preocupada. Intentó apoyarme la mano en el hombro, pero yo se la aparté de un manotazo. —¡Como si te importara! —¿Y esto a qué viene? —Alexa me miró, estupefacta. —Mira, ahora no tengo fuerzas para aguantar tu cinismo. —La empujé sin miramientos para abrirme paso y le espeté por encima del hombro—: Y ya que Yuri te está cubriendo, ocúpate tú del karaoke. A fin de cuentas, tienes las manos muy largas… seguro que te sirven para robarme unas cuantas cosas más. —Isis, pero ¿de qué narices estás hablando? Venía a darte… El final de su frase se perdió a mis espaldas, engullido por el ruido de la música y la algarabía de los clientes. Aproveché la marabunta para camuflarme y desaparecer a toda prisa. En cuanto alcancé el final de la pista, segura de haber despistado a Alexa, me precipité en dirección a la salida. Con Yuri atendiendo la barra, podría escabullirme sin ser vista: necesitaba llorar un rato a solas. Ya no podía reprimir más las lágrimas, y tenía los ojos tan empapados que, de hecho, corría a ciegas. Fue ese el motivo de que me estampara contra alguien por tercera vez, nada más poner un pie fuera del local. Era Gael. Por un momento, consideré la posibilidad de estar sufriendo alucinaciones —¿acaso no le había visto marcharse varios minutos atrás? —, pero entonces lo comprendí todo. Estaba esperando a su querida Alexa, como me había dicho un rato antes. Pensaba que ella era Annabel Lee y la muy cerda, clavándome un puñal por la espalda, no le había sacado de su error. —Vaya —exclamó, abriendo mucho los ojos—. No te esperaba tan pronto, ¿ya has acabado con el karaoke? —No, quería tomar un poco el aire —mascullé, bajando la cara para que no me viera llorar, pero él se dio cuenta y su sorpresa aumentó. —¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —No, pero ¿qué más da? —Solté una mezcla de risa y resoplido mientras me secaba las lágrimas con torpeza—. ¿Qué quieres decir con eso de que no me esperabas tan pronto? Pensaba que buscabas a Alexa. —¿Alexa? —En la voz de Gael me pareció detectar cierta alarma—. Espera un momento... ¿ella no ha hablado contigo? —Hace un segundo. No sé qué quería, pero me la he quitado de encima. No tengo ganas de hablar, solo quiero descansar un rato. —Me encogí de hombros y suspiré—. No está siendo una buena noche, la verdad. Mi amigo puso una cara extraña y, de repente, soltó una carcajada nerviosa. —No te ha dado la nota, ¿verdad? —¿Qué nota? —Esta vez, fui yo la que le miró sin entender nada. En lugar de responder, él se puso a hurgar en los bolsillos de su pantalón, hasta que al fin extrajo un folio doblado en cuatro. —Menos mal que he traído una copia… por si acaso. —Gael, no tengo ni idea de lo que estás hablando. Él esbozó una sonrisa tímida y enseguida desvió la mirada. Jamás le había visto tan raro, lo cual ya era mucho decir. Entonces me alargó el papel. —Lee esto, anda. Enseguida lo entenderás. Con el pulso a mil por hora, acepté la hoja y la desplegué. Solo de ver los primeros versos, estuve a punto de desmayarme allí mismo o salir corriendo. Sin embargo, por alguna clase de impulso masoquista —o, quizá, porque me había quedado paralizada—, seguí leyendo hasta el final:

Muchos, muchos años atrás, en un reino junto al mar turquí

vivía una doncella a quien quizá conozcáis,

llamada Annabel Lee,

que tenía en la vida un único afán: amarme y ser amada por mí.

Aunque no éramos más que niños,

en el reino junto al mar turquí, nos amábamos con un amor tan pleno,

yo y mi Annabel Lee,

que los alados serafines del cielo lo codiciaban para sí.

Fue por esta razón que, tiempo atrás,

en el reino junto al mar turquí

de una nube sopló un viento que heló a mi hermosa Annabel Lee.

Entonces llegó su patricio tutor y la separó de mí para encerrarla en un sepulcro

en el reino junto al mar turquí.

Los ángeles, infelices en el cielo ulterior, nos envidiaban a ella y a mí,

y fue por eso (como saben todos

en el reino junto al mar turquí)

que de esa nube nocturna un viento sopló hasta helar a mi Annabel Lee.

Pero era tanto más fuerte nuestro joven amor

que el de toda la gente de allí, que el de gente mayor y más sabia, ¡oh, sí!

que ni los ángeles del cielo ulterior

ni los demonios bajo el mar turquí podrán separar mi alma del alma

de la hermosa Annabel Lee.

Pues la luna, al brillar, me invita a soñar

en la hermosa Annabel Lee; y al salir los luceros veo los ojos certeros

de la hermosa Annabel Lee;

y así paso, tendido a su lado, las noches, velando a mi amada, mi amor, mi consorte,

en su sepulcro junto al mar turquí,

el mar que ruge por ella y por mí.[30]

—¿Qué significa esto? —pregunté al fin, con voz trémula. Volví a doblar el papel y comencé a juguetear con él, incapaz de mirarle. No obstante, Gael me tomó con delicadeza de la barbilla y me obligó a hacerlo. Durante unos instantes eternos, no pronunció palabra. Se limitó a observarme con aquellos ojos tan azules, por un lado fríos y misteriosos; por el otro, llenos de calidez y de ternura. —Significa… —susurró al fin, una sonrisa formándose poco a poco en sus labios— que por fin te he encontrado, Annabel Lee. Todo mi cuerpo se puso en tensión. Me invadió un calor intenso que reptó por mi cuello hasta enrojecerme las mejillas. Por un momento, consideré negarlo todo y salir huyendo, pero entonces, noté que Gael me agarraba por los hombros, como si me hubiera leído el pensamiento. —Significa que te veo —prosiguió, fijando en mí aquellos iris de vampiro en los que ahora ardía un fuego sin precedentes. Él también se había ruborizado, y la voz le temblaba un poco—. Veo más allá de tus muros, de tu armadura, de tu máscara. Te veo y no quiero dejar de verte nunca más. Porque ahora sé quien eres, y te quiero entera, con tus luces y tus sombras. Sentí algo cálido y húmedo resbalando por mis mejillas, seguido de un regusto salado en los labios; solo entonces comprendí que estaba llorando. —¿Has dicho que me quieres? —tartamudeé, incapaz de despegar la mirada de aquellos ojos como imanes. —Sí, Anaís. Estoy enamorado de ti. —Pronunció las palabras con rabia, como si fuera una amenaza, y de algún modo, aquella intensidad agresiva provocó que llorara aún más. —Pero te vi darle un papel a Alexa y pensé… —¿… que me había equivocado y creía que ella era Annabel Lee? — Gael soltó una risita y me acarició la cara—. Claro que no. En realidad, le estaba dando una hoja idéntica a la que acabas de leer para que te la pasara a ti. No me atrevía a dártela yo directamente. Pero se suponía que debía esperar al final de tu turno, para no ponerte nerviosa mientras estabas trabajando. —¿Ibas a esperarme aquí fuera durante horas? —balbuceé. —Te esperaría lo que hiciera falta, Anaís. Siempre —me aseguró, acortando distancias entre nosotros, hasta que nuestras frentes casi se rozaron. —Ya no me llamas Isis…—susurré, mis labios a escasos milímetros de los suyos. Su olor me rodeaba por todas partes, enloqueciéndome. —No. Prefiero llamarte por tu nombre real. Nada de Annabel Lee, nada de A., o de Isis. Porque ahora conozco todo tu ser, ¿y sabes qué? No me he enamorado tan solo de la parte luminosa. Tu oscuridad me atrae con tanta fuerza como tu luz. —Hizo una pausa y frunció el ceño antes de añadir—: Solo tengo una duda: ¿por qué pusiste lo de « f a n t a s m a d e n i e b l a » e n l a c u e n t a d e e m a i l ? —Porque así es como me siento. Como un mero espectro al que la gente normal no es capaz de ver… ni de amar. —Los fantasmas son los demás —me contradijo él, sacudiendo la cabeza —. Tú eres la persona más llena de vida que jamás he conocido. —Yo también tengo una duda —musité, muy seria. Gael me miró, inquisitivo, y entonces añadí—: ¿Vas a tardar mucho más… en besarme? Él sonrió con aire travieso y, al fin, atrapó mis labios entre los suyos. Me aferré a su rostro con ambas manos y él me rodeó por la cintura, ayudándome a no perder el equilibrio: el corazón me latía tan rápido que apenas podía sostenerme. Tuve la sensación de que el mundo a nuestro alrededor desaparecía de un plumazo. Solo existíamos él y yo, flotando en el espacio, iluminados por la luz de infinitos astros que estallaban en torno a nuestros cuerpos entrelazados. Al besarle, sentí que ya había vivido aquel momento antes. Nuestras bocas encajaban con una facilidad asombrosa, ejecutando una danza armoniosa de labios pegados, lucha de lenguas, saliva compartida con sabor a paraíso. Tal vez nos hubiéramos besado ya, en alguna otra vida. Solo un beso mil veces ensayado podía ser tan sublime, tan espléndido. —Qué extraño se me hace esto —confesó Gael, en uno de los momentos que nos separamos para respirar—. Hacía siglos que no besaba a nadie que me gustase tanto como tú. Envuelta en su abrazo, experimenté cómo mi espíritu —que llevaba siglos perdido, aleteando incansable por los confines más tenebrosos del universo—, regresaba a mí. El cántaro vacío en que se había convertido mi cuerpo tras la tóxica relación con Sven se colmó con la materia gelatinosa y resplandeciente de mi alma, y rebosó en cegadores e iridiscentes matices. Por fin, había dejado de ser ese fantasma tejido de niebla y fragmentos de huesos rotos. De telarañas de sueños olvidados mucho tiempo atrás. Volvía a ser yo. Había regresado al mundo de los vivos. EPÍLOGO

Un poco más tarde, esa misma noche

Una habitación sumida en la oscuridad. Dos jóvenes desnudos, acurrucados el uno contra el otro en el centro de un lecho. En silencio, se miran a los ojos, acunados por la delicada música que sale del ordenador situado sobre la mesa. The Ubiquitous Mr. Lovegrove, de Dead Can Dance. Él es corpulento, con un corte de pelo militar y ojos de un azul insólito, transparentes como los de un vampiro. Tiene la piel pálida, y una espesa barba oscura cubre su anguloso rostro. Con la yema del dedo, resigue con languidez los contornos del cuerpo de la chica, que se estremece ante el roce, aún no saciada de él y de sus caricias. Ella es delgada, quizá demasiado, con el pelo corto y negro. Lleva un montón de tatuajes y piercings, que destacan de forma dramática contra su piel blanca, aún más que la del chico. Los cuerpos de ambos semejan estatuas de mármol blanco, refulgentes en las tinieblas del dormitorio. —¿Cómo supiste que era yo? —pregunta ella en voz baja. Él, sin dejar de acariciarla, esboza una sonrisa enamorada. —Creo que lo sabía desde hace tiempo. No era consciente del todo, pero iba sumando pequeños indicios. Tu modo de hablar, que en ocasiones me recordaba al tono de tus correos. El día en que se te cayó la tarjeta en el museo y vi tu auténtico nombre… —Se encoge de hombros, su dedo ahora trazando la silueta de sus caderas—. O quizá tan solo deseaba que fueras tú. Me resistía a admitirlo, pero ya estaba enamorado de ti. De tu versión real, quiero decir. —¿Qué hubieras hecho de no ser yo? —insiste la chica, apoyándose en el codo para mirarle—. ¿Habrías seguido buscando a Annabel Lee? —Claro que no, aunque me cuesta imaginar una realidad distinta. Al final, era tan evidente que se trataba de ti… Admítelo —la pincha, haciéndole cosquillas en la barriga —, te delataste en exceso. Ella se retuerce y lo aporrea con los puños, muerta de risa. —En todo caso, no sé si fiarme… —prosigue, cuando recupera el aliento —. ¿Tú, el eterno romántico, perseguidor de sueños imposibles, dejando escapar a la esquiva mujer misteriosa? Te recuerdo el email en el que dijiste que adorabas El rayo de luna.[31] ¿Qué hay más perfecto que el amor platónico? —El amor real —replica él, sin dudar un solo instante. Sus dedos se deslizan juguetones por su vientre, rodean el ombligo y suben hacia sus costillas—. Ese en el cual ya no creía, y que me hace pensar que, tal vez, la vida se viva sorbiéndola de tus labios, entrando una y otra vez en tu cuerpo. —El chico alcanza la aureola de uno de sus pechos y la recorre mientras ella, jadeante, arquea la espalda—. Ese que me hace pedirte que nunca dejes de colarte en mis sueños, de apretarme el corazón hasta vaciarlo de sangre. —Ella le besa con violencia y, pasados unos segundos, él se separa lo justo para seguir hablando contra sus labios—: Como estás haciendo ahora. Como quiero que hagas siempre. Sin darle tiempo a reaccionar, él la agarra entre sus poderosos brazos y la sube encima de él, donde ella aterriza a horcajadas. Preparada para volver a prender fuego al mundo, cabalgándolo a lomos de su feroz deseo. Del techo empiezan a llover lágrimas ígneas, recubriendo sus cuerpos de un ardor incandescente que inflama la penumbra de terciopelo. Y, en ese momento, ambos saben que ya no necesitan seguir esperando a nadie en ningún lugar. Ni soñar con vanos fantasmas de niebla y luz. Porque ya no aman solos. Porque se han encontrado. PLAYLIST

The Smiths - How soon is now

Radiohead - Creep

George Michael - Careless whisper David Bowie - Heroes Siouxsie and The Banshees - Cascade IAMX - I am terrified Sia - Move your body Depeche Mode - Enjoy the silence Siouxie and the Banshees - Into a swan Garbage - Control The Editors - Ocean of night The Editors - Sugar The Editors - No sound but the wind Joy Division - She lost control Echo and the Bunnymen - The killing moon The Sisters of Mercy - Temple of love Killing Joke - Love like blood Blutengel - Sing Mammals - Depraved VNV Nation – Illusion The Crüxshadows – Marilyn my bitterness IAMX - I come with knives Dead Can Dance - The Ubiquitous Mr. Lovegrove SOBRE LA AUTORA

Myriam Oliveras nació el 21 de marzo de 1986 en Barcelona. Con ocho años ya inventaba sus propios cuentos de intriga, inspirados por la literatura juvenil de R.L. Stine, Enid Blyton y Christopher Pike, sus primeros referentes. Desde ese instante, no dejó de escribir relatos de todo tipo e incluso poemas, pero no fue hasta los dieciocho años cuando se atrevió con su primera novela. Se trataba de Los amantes del espejo, un thriller histórico con tintes de fantasía que gira en torno a una misteriosa reliquia. Más tarde vendrían Una luz en la oscuridad, Al final del pasillo y la saga juvenil Foscor, que por ahora cuenta con ocho entregas. En Las Sombras de Bécquer, la autora rinde homenaje al poeta romántico español Gustavo Adolfo Bécquer, a quien admira desde la adolescencia. La segunda parte, titulada El Clan de los Malditos y ambientada en París, se centra en la figura del poeta francés Charles Baudelaire. Myriam tiene una licenciatura en Traducción e Interpretación, así como un Máster en Formación de profesorado. La autora sigue viviendo en Barcelona, y todas sus obras pueden adquirirse gratuitamente en Amazon a través de Kindle Unlimited. [1] Universidad de Barcelona. [2] Aunque nada nos mantenga unidos, podríamos robar tiempo... solo por un día. Podríamos ser héroes, por siempre jamás… ¿Qué te parece? [3] Mi pecho estaba lleno de anguilas, que empujaban forzando mi piel. Me abrí nuevas heridas, haciendo pucheros, chillando… Oh, amor, como líquido cayendo… cayendo en cascadas. [4] ¡Hasta la vista! [5] Diálogo de la película Casablanca, traducido al español como «Esta va por ti, muñeca». [6] En ruso: cariño. [7] En ruso: gracias. [8] Estoy aterrorizada, pienso demasiado. Me pongo sensible cuando bebo en exceso… [9] Tu cuerpo es poesía, habla conmigo, ¿me dejarías ser tu ritmo esta noche? Mueve tu cuerpo, mueve tu cuerpo… Quiero ser tu musa, usa mi música… Y déjame ser tu ritmo esta noche, ¡mueve tu cuerpo! [10] Las palabras carecen de sentido y son fáciles de olvidar. [11] Vino caliente con especias.

[12] Escola de Cinema de Barcelona. [13] Siento una fuerza que nunca había sentido antes… Ya no quiero luchar más contra ella. Los sentimientos tan fuertes no se pueden ignorar, como una explosión, me transformo. [14] Si crees que eres la razón, dame algo en lo que creer. Siempre está más oscuro justo antes de amanecer… Confieso que he perdido el control, bajé la guardia y desvelé la verdad…. [15] Sin despilfarro, sin esfuerzo, apareces. El sonido del trueno reverbera en tus oídos. [16] Mira el horizonte, bajo el océano de estrellas. Es tu baile lento, y es tu oportunidad de transformarte. Perdido en un momento, el momento en que confrontas la tormenta… [17] Hay azúcar en tu alma, no conozco a nadie como tú. Eres la vida de otro mundo. [18] Te me tragas entero con solo murmurar un «hola». [19] Y me rompe el corazón amarte… Me rompe el corazón amarte. [20] Ayúdame a llevar el fuego… Lo mantendremos encendido juntos. Ayúdame a llevar el fuego, alumbrará nuestro camino para siempre. [21] La confusión en sus ojos lo dice todo, ha perdido el control. Y se está aferrando al primero que pasa, ha perdido el control… [22] Te vi bajo una luna azul, así que pronto me atraparás entre tus brazos, es demasiado tarde para suplicarte o cancelarlo… [23] El destino, en contra de tu voluntad, pase lo que pase, esperará hasta que… te entregues a él. [24] La vida es corta y el amor siempre se ha acabado por la mañana. [25] Cada día, a través de la frustración y el desespero, el amor y el odio luchan con ardientes corazones. [26] El amor es violento, el amor es puro, el amor es la respuesta. El amor es la cura, pero el amor puede matarte… [27] Sé que es duro expresar lo confundida que te sientes. Esperando que lo que necesitas esté detrás de cada puerta. No quiero que cambies cada vez que te hieren, porque todo el mundo tiene esperanzas, a fin de cuentas, eres humana. [28] Por ti habría chantajeado al cielo para bajarte el paraíso, pero parece que mi amor era más fuerte que ese amor tuyo que murió. ¿Creíste que no me dolería? ¿Pensaste que no sentiría nada cuando el mundo se desplomase? O quizá no pensaste y punto, y por eso me siento así ahora… [29] Nunca te prometí abrirte mi corazón ni ser caritativa, nunca quise abusar de tu imaginación. Vengo con cuchillos… vengo con cuchillos… y agonía… para amarte. [30] Traducción de Fernando Maristany del poema Annabel Lee, de Edgar Allan Poe (1809 – 1849). [31] Título de una de las leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870).