Animal Nocturno*
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
C U E N T O S Mujeres en vida 225 Animal nocturno* Odette Alonso —Yo soy un animal nocturno— dijo Claudio apenas cerró la puerta del carro. “Ay, no mamen”, había dicho unos segundos antes cuando nos vio en el asiento trasero, “pásese uno para acá, que no soy su chofer”. Fer me dio un em- pujoncito y Claudio lo miró por el espejo retrovisor con esa sonrisa de medio lado bailándole en los labios. Hacía un par de horas, Rodrigo me había dejado en la junta semanal del periódico. Notibreves del Arenal. Director fundador: Don Fabricio Martínez Is- las. Así decía el cabezal. En dos líneas, a ocho columnas. Rodrigo conocía al res- ponsable de la sección de espectáculos, un gordito que aparecía en las fotos de cada número al lado de cabareteras y travestis con arreglos frutales en la cabe- za y bikinis que poco dejaban a la imaginación, y le pidió que me recomendara con don Fabri. El señor aceptó, aclarando de antemano que la labor era volun- taria, que ninguno de ellos cobraba un quinto y que si llegaban a ganar algo, se repartía proporcionalmente según lo que cada quien hubiera aportado. “Así vas practicando tu profesión”, dijo Rodrigo y le pareció fantástico que al me- nos dos veces a la semana pudiera dejarme allí y largarse a su casa, con su mu- jer y sus hijos. Allí, en el periódico, conocí a Claudio y a Fer. Claudio tendría unos treinta años y era vendedor de autos; Fer acababa de terminar la carrera pero no encontraba trabajo. Se habían hecho tan amigos, que solían compartir los reportajes y entrevistas. Aquella noche, don Fabri había suspendido la junta por falta de quórum. Le hablé a Rodrigo y el celular estaba apagado. Insistí sin resultados. Ya me es- taba poniendo nerviosa de imaginarme caminando sola hasta el metro por esas calles oscuras cuando Fer me dijo: —No te preocupes, Carito, te damos un raid. Vamos a tomarnos una copa, ¿no quieres acompañarnos? Fer me simpatizaba. Siempre sonriente, bromista. —Es que tengo mucha tarea... —le dije no muy convencida. Y al rato ya es- taba con ellos, avanzando a la velocidad que nos permitía el congestionamien- to en los semáforos. —¿Tú nunca sales? —preguntó Claudio, mientras mentaba madres con el claxon— En las noches, no sé, a dar una vuelta… —La verdad, muy poco. Con esto de la inseguridad… —¿Cuál inseguridad? —me interrumpió— ¿A poco crees eso?… Por favor, Caro, tú eres una chava lista… ¡Ésta es la ciudad más grande del mundo! Che- ca porcentajes según los niveles poblacionales… * Cuento ganador del primer lugar. revista de la facultad de filosofía y letras 226 Todas las veces que traté de responderle me interrumpió con una nueva andanada de argumentos que se contraponían a los míos. Los ánimos estaban bastante alterados cuando Fer cambió el tema: —Caro, este hombre es especialista en la vida nocturna. Ni te imaginas... Yo he conocido cada lugar... ¡Híjole!... —Los voy a llevar a un antro de cubanos donde se toman los mejores moji- tos de la ciudad… —dijo Claudio y lo miró por el retrovisor, con la sonrisa de medio lado— y donde están las mejores mulatas. La barra era el único lugar iluminado. La mesa era mínima y alrededor ha- bía cuatro banquetitas muy pegadas. —Qué les sirvo —preguntó la mesera con sonrisa coqueta. Era muy joven, de pelo corto, nada fea. —Tres mojitos —ordenó Claudio sin consultarnos—, bien servidos. Y la barrió con una mirada que a ella no pareció disgustarle, porque cuan- do dijo “enseguida”, los ojos le brillaron en medio de aquella oscuridad con un destello que nos bañó a los tres. En cuanto se alejó, Claudio siguió gritando por encima de la música: —Fabricio es un pinche viejo idiota que siempre quiso ser periodista. Cuan- do inventó el pasquincillo, descubrió que podía obtener algunas ventajas, pero no tiene ni la más puta de idea de cuántas… Todos los comentarios que traté de hacer en favor de don Fabri fueron inúti- les. Ni siquiera los escuchaba. Y para colmo, la música tropical a todo volumen. —Pregúntale a este güey si no le he enseñado más en un par de meses que lo que Fabricio le enseñaría en toda su vida. ¿Sí o no, Fer? —La neta, sí —respondió el otro, complaciente, alzando la voz lo más que pudo. Los mojitos estaban sobre la mesa. Y a esos siguieron otros tres y botanas típicas y otros tres mojitos más. Cada vez que pasaba junto a la mesa, Claudio atraía a la mesera y le susurraba al oído. Ella sonreía, hacía ojitos, asentía, le tocaba levemente el hombro. A la mitad del último trago, la muchacha, con su bolsa al hombro, dijo: —Cuando gusten. Fer no pareció asombrarse en lo más mínimo y respondió con una sonrisa y un guiño a mi gesto mientras caminábamos hacia la salida. “Ya me fregué…”, me dije cuando el carro atravesó la oscura entrada de un hotel. Subimos al vestíbulo y, contrario a lo que pensaba, no fuimos hacia los elevadores sino hacia la puerta de vidrios coloreados de un pequeño caba- ret. En el escenario, iluminada por un seguidor, una mujer vestida de lentejue- las cantaba boleros. —¡Qué pena, licenciado! —alcanzamos a oír al capitán— El show está por terminar. Apenas un par de canciones. De todos modos, nos acomodó en una mesa de pista y trajo cuatro cervezas bastante tibias. Chocamos las botellas con un colectivo “salud” y las bebimos al tiempo que la cantante terminaba su presentación. Después de los aplau- sos, las reverencias y los besos al aire, se encendieron las tenues luces y hubo música grabada. La mayor parte de los espectadores liquidaban sus cuentas y salían sin prisa. En el salón fueron quedando unas pocas parejas, algunas bai- lando en la pequeña pista. —La noche es joven, chamacos. Hay otro lugar... —dijo Claudio, como ma- quinando. C U E N T O S Mujeres en vida 227 Alzó la mano y el mesero regresó con otras cuatro cervezas y la cuenta, que pagó en efectivo. El alcohol ya hacía sus estragos cuando salimos. Las luces pa- saban demasiado rápido delante de mis ojos y sentí que me mareaba. Respiré profundo, tratando de que no se dieran cuenta. El coche se detuvo delante de una puerta estrecha y pobremente iluminada por unas lámparas de neón lila. El valet parking saludó como quien conoce. Adentro, el salón era más grande de lo que imaginaba. La mayor parte de la concurrencia eran hombres que bebían y jugaban dominó. Se escuchaba un murmullo general que a veces estallaba en carcajadas o gritos. El mesero puso al centro de la mesa una botella de tequila rodeada de caballitos. Claudio sirvió y brindó. Los vasitos chocaron con ruido de vidrios. Ellos lo tomaron de un solo trago, nosotras sólo un sorbo. De pronto se abrieron las cortinas, la música subió de tono y tres mujeres bailaron sobre el escenario. Claudio volvió a llenar los caballitos y esta vez va- cié el mío de un trago. “Ay, Carolina, tanto feminismo y ve dónde estás”, pen- sé entre brumas. Las tres bailarinas estaban desnudas de la cintura para arriba. Los senos rebotaban a uno y otro lado, cosa que era celebrada con largos chi- flidos y gritos obscenos. Se arrancaron los bikinis de un jalón y abajo estalló la algarabía más ensordecedora. En medio de ella, un hombre se levantó vio- lentamente de la mesa de al lado y empujó a otro, que cayó al suelo cuan lar- go era. El primero sacó una pistola y todos recularon haciendo un círculo. Las desnudas seguían bailando como si nada pasara. El caído se levantó torpemen- te, agarró una botella por el cuello y la rompió contra la mesa más cercana. El líquido se derramó en todas direcciones. Con el borde irregular, como cabello de Bart Simpson, se le fue encima al de la pistola, que no conseguía apuntar con la mano temblorosa. —Vámonos de aquí —dijo Claudio escondiéndose nuestra botella en el bol- sillo interior del saco. —A dónde va tan apurado, caballero… —lo interrumpió un hombre ves- tido de negro. —Espérenme en el coche. Ve encendiéndolo, Fer —y le aventó las llaves y el ticket del valet. Lo vimos alejarse con el brazo echado sobre los hombros del tipo, hablán- dole al oído mientras sacaba del bolsillo del saco la credencial de prensa. No sé cuánto tardó, pero creo que sólo unos minutos porque aún estábamos fue- ra del coche. —Listo —dijo—: cortesía de la casa —la expresión de Fernando era la de quien tiene ante sus ojos a un héroe y no puede creerlo—. Te lo he dicho: la cha- rola es la charola. El cuarto poder, carnal… A ver, hazte para allá. Fernando se sentó a mi lado en el asiento trasero. Los ojos todavía le brilla- ban y miraba la nuca de Claudio con una expresión de estúpida admiración. El coche transitaba por una avenida que no pude identificar. —Oye, Claudio —pregunté con la lengua trabada y la pronunciación más lenta que los pensamientos—, ¿te parece que eso no es inseguridad? —¿Qué cosa? —La pistola, la botella... —¿Inseguridad?... —soltó una carcajada— Desde que el mundo es mundo, los borrachos pendencieros cargan pistola. Si uno no se para delante del ca- ñón, no pasa nada. Cualquiera lo sabe; eso está en el decálogo del buen antrero. Iba a responderle, pero los ojos me daban vueltas. El alumbrado hacía en los cristales formas que se distorsionaban con la velocidad. revista de la facultad de filosofía y letras 228 —Estoy mareada —le dije a Fer, que bajó el vidrio de la ventana y tomán- dome la cabeza con sus manos, la recargó en su hombro.