El Hombre lobo de

Carlos Maza Gómez

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Índice

Ourense, 1852 …………………………… 5 Vida y costumbres de Romasanta 13 ………….. Confesión ………………………………... 25 Los hombres lobo ………………………... 33 El juicio ………………………………….. 39 Un extraño final ………………………….. 49

Ourense, 1852

Nuestra primera historia se sitúa en la provincia gallega de Ourense, a mediados del siglo XIX. En esta época, esta región (como toda España) sufría periódicas crisis de subsistencia: los precios de los productos agrícolas descendían, al tiempo que los costes se mantenían altos, teniendo en cuenta la falta de mecanización de las labores del campo, el escaso empleo de los abonos o los métodos anticuados y poco eficientes de producción. Aunque el siglo irá conociendo la introducción de nuevos métodos y procedimientos más eficaces, no será la abanderada de los mismos sino otras regiones de España. Teniendo en cuenta que la base principal de la economía del país era por entonces la agricultura, que el pescado era un producto secundario en la mesa española y, por tanto, la pesca no alcanzaba en Galicia la importancia que posee hoy en día, se podrá suponer la pobreza económica de esta región. Ante las hambrunas periódicas debido a las inclemencias del tiempo o a los vaivenes de los precios agrícolas, los gallegos vivían en condiciones muy precarias. La Junta de Agricultura de la provincia de Ourense explica a las autoridades centrales en 1850:

“Esta provincia, con motivo de los foros y estar la propiedad sumamente subdividida, pocos jornaleros agrícolas hay que no sean propietarios y posean alguna finca aunque muy diminuta…, pero todo esto llega a muy poco cuando tienen mujer y numerosa familia, como casi siempre suele acaecer a la gente pobre; entonces, mientras no llegan los hijos a poder ganar algún jornal, no pueden aprender algún oficio o entrar a servir de criados domésticos en casa de algún propietario más rico, pasan las mayores necesidades, y si enferman, se entregan a la providencia… El vestido de todos, con especialidad de la mujer e hijos, se compone de miserables harapos que apenas llegan a cubrir sus partes vergonzosas” (Del Moral, J. 1979: “La agricultura española a mediados del siglo XIX”. Ministerio de Agricultura, p. 160).

Paisaje orensano

En un terreno geográficamente quebrado, montañoso, con muy malas comunicaciones que en la mayoría de los casos se reducían a caminos entre montañas y bosques, o bien a las típicas “corredoiras”, cursos rápidos de agua, la agricultura se reducía a pequeñas parcelas que, trabajadas con métodos arcaicos, producían muy poco, revelándose insuficientes para una familia con numerosos hijos, como era lo habitual. De manera que quedaba un camino para sobrevivir a la penuria y al exceso de la población respecto a los medios de alimentarla: la emigración. El informe continúa diciendo:

“Pueden regularse en un 25 % la población que no puede subsistir sin ganar algún jornal, y la prueba de este aserto lo atestiguan los muchos miles de hombres que van a trabajar a las Castillas, Portugal o las Andalucías, que no hallan dónde emplearse en el país” (Ídem., p. 165).

Una salida importante, pues, era la emigración, particularmente hacia Buenos Aires, una tierra donde se hablaba el mismo idioma, una ciudad próspera con la posibilidad de prosperar trabajando duro. Desde finales de la década de los treinta la emigración gallega y asturiana empieza a ser más numerosa que la andaluza, hasta entonces preponderante desde los puertos gaditanos y onubenses. Imagen de la emigración

En 1850 el cónsul español en Montevideo afirmaba que, en un lustro, habían llegado hasta la capital bonaerense unos cinco mil gallegos. Es un hecho difícilmente comprobable puesto que no había registro de estas llegadas. Otros datos permiten suponer que la entrada era más modesta: unos 170 al año desde 1835 a 1846, incrementándose a unos 700 anuales desde entonces hasta la década de los sesenta, cuando la llegada se contó efectivamente por miles de gallegos cada doce meses. Para 1855, el 42 % de los habitantes de Buenos Aires estaba formado por inmigrantes de distintos países, entre los que el 15 % de los mismos eran españoles, unos 1500 gallegos entre ellos. Las navieras de la época hacían su agosto hacinando a estos desesperados emigrantes en barcos pequeños, con unas malas condiciones sanitarias, faltos de comida en muchos casos, sin asistencia de ningún tipo. En los pueblos había agentes de estas navieras, encargados de captar a los campesinos, facilitarles los papeles necesarios para emigrar, llevarles hasta los puertos de embarque cobrándoles cantidades crecidas por sus servicios. En esos puntos de embarque se agolpaban muchos hombres jóvenes y mayores, hambrientos, personas sin futuro que procuraban alcanzar uno en las tierras de América. En este contexto de pobreza y búsqueda de nuevos horizontes, sea marchando a las Américas, o yendo temporalmente a trabajar a otras regiones limítrofes, es donde surge la historia desarrollada en una de las zonas más accidentadas de Ourense. Cerca de la capital se encuentra Regueiro, la localidad donde en 1809 naciera el protagonista de la narración: Manuel Blanco Romasanta. Algo más allá se extiende la sierra de San Mamede, principal referencia del macizo central orensano. Allí, entre las fragosidades de un terreno accidentado, se encuentran varios “concellos” (municipios): los de Vilar de Barrio, Laza, Montederramo y , en el último de los cuales se sitúa Regueiro. Otras localidades cercanas (Rebordechao, A Ermida, Allariz, Xinzo de Limia) serán los escenarios entre los que se moverá Manuel Blanco.

“Este país, cubierto de brezo, no es visitado más que por algunos habitantes de las miserables aldeas de sus contornos, que por escabrosos y serpenteantes senderos conducen en verano sus ganados por aquellas angosturas e imponentes hoquedades; o por ágiles y atrevidos cazadores de jabalíes, ciervos y corzos, que en unión de los lobos reinan en aquellas comarcas, asiento casi perenne de la nieve, la bruma y la tempestad” (La Época, 21.10.1852, p. 4).

Éste es el terreno Romasanta.

Vida y crímenes de Romasanta

Manuel Blanco tuvo una efímera presencia en los periódicos de la época desde su detención en 1852 hasta dos años después en que su condena fuera definitiva, tras una serie de incidencias judiciales. Los diarios apenas disponían de cuatro hojas donde la información aparecía bastante resumida. Es por ello que, al contrastar los diversos datos existentes sobre la vida de Manuel Blanco, surgen muchas imprecisiones, facetas poco exploradas, con todo lo cual se hubiera podido trazar una biografía detallada, algo que sólo podremos hacer con ligereza, aunque tratando los momentos fundamentales de su vida y sus crímenes. Nació, como hemos dicho anteriormente, en la pequeña localidad de Regueiro, “concello” de Esgos. Actualmente es un pueblo casi abandonado. Un detalle destaca de sus primeros meses de vida: su madre le vistió de niña durante un año y, en particular, fue registrado en el bautismo como Manuela Blanco. Como veremos más adelante, él adoptará costumbres y oficios femeninos no pocas veces, incluso se hablará de él como afeminado en algún periódico. Este hecho pudo tener relación con la confianza que siempre le mostraron las mujeres, algo importante en el tipo de asesinatos que cometió.

Romasanta

Pocos detalles más se saben de aquellos primeros años. Nacido en 1809, quince años después tomaría la confirmación con sus hermanos, de manera que poco después empieza a desempeñar una serie de oficios, en ninguno de los cuales se detiene bastante tiempo. Estamos en una época, como dijimos, de pobreza. No hay mucha información sobre sus padres, pero probablemente fueran campesinos propietarios de alguna pequeña parcela que, en ningún caso, era bastante para atender las necesidades familiares. Habiendo varios hijos, la consecuencia es inmediata: cada uno tenía que apañárselas como pudiera para trabajar, ganar algún dinero y no ser una carga familiar. Así pues, Manuel Blanco Romasanta emprende una vida de tendero ambulante (así se le motejará por entonces, Manuel “el tendero”), sastre, buhonero… Empieza a mostrar un deseo de cambio de lugar y destino, de caminar por veredas y senderos para comerciar con unos productos y otros. Esto sucedía en los años treinta, cuando tenía poco más de veinte años. En aquel tiempo (1831) consta que se casó con Francisca Gómez, que no le aportó mucha estabilidad puesto que moría tres años después sin haberle dado ningún hijo. A partir de ese momento (1834) nuestro protagonista incrementará su oficio de buhonero, viajando de un pueblo a otro sin pertenecer propiamente a ninguno. Hacía negocios, algunos legales, otros probablemente ilegales, generaba sospechas de las que huía constantemente. Se decía de él que era el “home do unto”, es decir, que utilizaba una clase de unto muy especial: la grasa humana. El “unto” es un producto elaborado con la grasa animal para acompañar a algunas comidas, con una apariencia semejante al tocino y que hoy en día sigue siendo frecuente en la cocina gallega. Pues bien, he encontrado referencias vagas y mal situadas cronológicamente respecto a ese calificativo. En algún momento se decía de él que comerciaba con unto humano tanto en Galicia como en sus viajes a Portugal. En el juicio que tuvo lugar nada de esto fue comentado. El apelativo parece responder más bien a los oscuros trapicheos de Manuel Blanco en tierras de Ourense, tamizados con las creencias de las poblaciones de entonces. Hubo un suceso importante en su vida, un primer crimen, poco después de quedar viudo. Parece que entre un compañero de fechorías y él mataron en un camino a un proveedor de telas al que debían dinero. Luego, el propio Manuel aplastaría la cabeza de su compañero una noche en que estaba durmiendo. Con todo el género ya en su poder, pudo salvar una serie de deudas que arrastraba, pero se puso en el punto de mira de la justicia de entonces. Se le acusó de ambos crímenes y tuvo que escapar, entonces no era difícil irse no muy lejos y permanecer fuera del alcance de una justicia que, en pueblos y zonas de este tipo, resultaba muy limitada y bastante ineficaz. Escapando, llegó hasta la abandonada población de A Ermida, donde permaneció bastantes meses. Se encontró en soledad absoluta porque en aquel pueblo ya no había habitantes y sólo permanecían algunos animales. Entre ellos anduvo intentando pasar desapercibido durante una temporada, hasta que sus crímenes fueran olvidados en la medida de lo posible. Como escapar era sencillo y se suponía que el fugado viajaría bien lejos, tal vez incluso hacia tierras americanas (hasta 1853 no se exigiría pasaporte para emigrar), la justicia iba enterrando los delitos con sorprendente facilidad y rapidez. Confiando en ello, Manuel Blanco marchó hasta el pequeño pueblo de Rebordechao, en las faldas de la sierra de San Mamede, donde nadie le conocía. Durante varios años se comportó de una manera ejemplar, hasta el punto de que incluso adquirió cierta fama de santidad.

Rebordechao

Trabajó dos años de criado con un señor de la localidad que luego manifestaría no haber tenido un sirviente más fiel y leal que él. Además, ayudaba regularmente en la misa, guiaba los rosarios de las señoras que acudían a la iglesia por la tarde, incluso se le veía orando de rodillas y con los brazos en cruz. Su aspecto no infundía temor alguno, como afirmaría un dictamen facultativo tras su detención:

“Manuel Blanco Romasanta es un hombre de unos cuarenta y cinco años; cinco pies menos pulgada de talla, tez morena, ojos castaños, pelo y barba negros, semi-calva la parte superior de la cabeza, fisonomía nada repugnante y sin rasgos característicos, mirada ya dulce y tímida, ya feroz y altiva, y forzadamente serena” (El Periódico de Todos, 6.1.1876, p. 93).

Cuando se cansó del oficio de criado renovó algunos otros ya conocidos, particularmente el de buhonero o comerciante entre los pueblos de la zona, pero también realizando algunos típicamente femeninos y que llaman mucho la atención, como el de hiladora o tejedora. Ciertamente, había sido sastre anteriormente, pero resulta extraño imaginarle rodeado de señoras, accediendo a sus conversaciones y a sus casas. Así, además de telas, tejía relaciones, establecía una confianza con aquellas señoras que estaría en la base de la mayoría de sus crímenes. Seguía viajando, no se sabía dónde iba ni de dónde venía, pero llegó a conocer toda la región y algunas limítrofes al dedillo. Corría el año 1846, Manuel tenía ya 37 años, un hombre de baja estatura y apariencia algo afeminada, pero fuerte, buen caminante y conocedor de los senderos que llevaban, en una tierra tan mal comunicada, hasta Castilla, Portugal o la cercana Santander. No se sabe de quién fue la idea, si fue fruto de algún comentario suyo o del deseo de una mujer, Manuela García, de escapar de su destino tras separarse de su marido. Ambos hablaron y el buhonero, el mismo que generaba tanta confianza en aquellos pueblos en torno a Rebordechao, le debió comentar las oportunidades que podría disfrutar en la localidad cántabra para servir ganando más dinero de lo que conseguía en Ourense. Él se ofrecía, por un módico precio, a guiarla hasta allí a ella y su pequeña hija Petra, de seis años. Dicho y hecho, Manuela se despidió de sus hermanas prometiendo que les llegarían noticias a través de su guía. Emprendieron el camino por el sendero de Redondela. Semanas después volvió Manuel contándoles que la había dejado sirviendo en casa de un cura, muy contenta y satisfecha de haber elegido ese destino. Incluía alguna carta de su hermana donde confirmaba todos estos extremos e incluso les animaba a marchar también con el buhonero hacia Santander.

Río Allariz

Benita García, hermana de Manuela, se decidió y, cogiendo de la mano a su hijo Francisco, salieron de Villa de Lanza, otra localidad cercana, tras el buhonero. Todo parecía ir bien, Manuel iba adquiriendo fama de llevar a aquellas mujeres hacia trabajos bien remunerados, sirviendo en casas de cierta holgura económica. Antonia Rúa, del mismo Rebordechao, cogió a su hija Peregrina, de dos años, y tomó el camino de Redondela con aquel hombre tan cumplidor y devoto de las prácticas religiosas. Dejó a su hija María Dolores, de 10 años, con un pariente y la promesa de que la mandaría buscar cuando se hubiera asentado en la nueva tierra. Así fue, pasado algún tiempo, aquel pariente vería como Manuel Blanco se llevaba a la niña camino de reunirla con su madre. Una carta anunciaba al primero lo prometedor de la situación de su madre y el deseo de reunir a su lado toda la familia que le quedaba. Otra hermana de la primera que tomó el camino, Josefa Blanco de nombre, tenía un hijo llamado José, de 22 años. Éste quería marchar a Castilla para encontrar un oficio mejor pero dudaba de qué camino seguir. Su madre recordó que había un hombre, Manuel Blanco, que ya había guiado a sus dos hermanas hasta Santander y se conocía al dedillo los caminos que conectaban esas villas perdidas con otras tierras más prometedoras para encontrar en ellas un oficio. De manera que, tras irse el joven, llegaría una carta a través del buhonero, en la que comunicaba a su madre haber tenido mucha suerte y que aquella era la tierra de las oportunidades. Encarecía por ello a Josefa para que confiara en el guía y la condujera también a su lado. Visto este panorama tan alentador, la mujer, tras muchas dudas, emprendió el camino.

Alrededores de Rebordechao

Nunca más se supo de todas estas personas. No llegaron más cartas, aparte de aquellas que Manuel Blanco había portado a su regreso. Empezaron a correr las habladurías, acusaciones veladas, se comentó la posibilidad de un robo, tal vez uno o muchos asesinatos. La leyenda del “home do unto” volvió a renacer en torno a aquel buhonero de maneras femeninas y pasado desconocido. Manuel Blanco Romasanta decidió emprender nuevamente la huida.

Confesión

Falsificó un pasaporte a nombre de Antonio Gómez, cedacero, oficio que él bien conocía destinado a la construcción de cedazos, cribas y tamices. Con él en la mano salió de Ourense en febrero de 1852, instalándose finalmente en Toledo. Allí, como otros gallegos, se dedicó a la siega de la mies cuando llegó el mes de julio. Tuvo la mala suerte de que, en esas lides, fuera observado por tres vecinos de las localidades donde habían tenido lugar las desapariciones. Asombrados de haberle encontrado en libertad y trabajando como si tal cosa, se dirigieron al juez de Nombela, la población toledana en la que estaban trabajando. Éste mandó inmediatamente que aquel segador fuera aprehendido. Manuel Blanco, al verse preso, negó rotundamente ser aquel que decían que era. Él se llamaba, como decía su pasaporte, Antonio Gómez. Hay que tener en cuenta que, en aquella época, no cabía guardar silencio para no autoinculparse, tal prerrogativa de los presos no era contemplada. Si un detenido no decía nada, se entendía como una confesión de culpabilidad. De manera que sólo cabía confesar o negar, última solución por la que optó, tanto en Nombela como ante el juez de Escalona, otra población toledana de mayor importancia que la anterior.

Allariz

Ante la duda y considerando la gravedad de los crímenes de los que aquellos tres orensanos le acusaban (varios asesinatos y venta de sebo humano en Portugal), el juez dictaminó que fuera trasladado a Ourense, en concreto al Juzgado de Verín, lugar cerca de Allariz, donde quedaría preso. Romasanta debió verse entonces atrapado y sin salida. No sabemos qué es lo que pensó cuando era trasladado por los guardias de vuelta al escenario de las desapariciones. Se daba cuenta de que su falsa identidad estaba en entredicho y la negativa que podía mantener en Toledo no era válida en las poblaciones donde había numerosos testigos que le reconocerían. Sólo cabía confesar sus crímenes, pero lo haría de un modo tan peculiar que conseguiría pasar a la historia de la criminalidad española. Las crónicas de la época hablan de él como de una persona apocada, silenciosa, de suaves maneras, escandalizado por oír hablar de una forma inapropiada.

“La edad de tan temible criminal es de 38 a 40 años [en realidad eran 42]; su constitución, robusta, su estatura, regular; su buena y blanca dentadura llamaban la atención; en su cara estaba pintada la hipocresía que no desmentían sus hechos ordinarios, pues se escandalizaba o aparentaba escandalizarse cuando a los demás presos les oía algún juramento o alguna palabra obscena. Apenas hablaba, ni se quejó ni hizo el menor gesto de dolor cuando le pusieron fuertes prisiones, ni al atarle para ser conducido a Verín” (El Heraldo, 18.9.1852, p. 3).

Nada, pues, de la ferocidad de los criminales más habituales. Ese modo delicado de trato, el amaneramiento y el aire hasta infantil y candoroso que menciona alguna crónica, contrastaba con lo que podía esperarse de un individuo al que la fama creciente de su criminalidad fue achacando, con el tiempo, hasta 37 asesinatos, la mayoría de ellos sin posible comprobación. De esta guisa se presentó ante el juez de Verín, optando por confesar los crímenes cometidos. Preguntado sobre las víctimas que antes se han relacionado, afirmó que las había conocido y, efectivamente, las había asesinado en despoblado. Pero entonces surgió una fantástica explicación que dejó perplejos al juez y todos los presentes del interrogatorio. Con aire sumiso, casi indiferente y hasta dolido, manifestó que su actuación, en realidad, era el fruto de una maldición que le había lanzado su madre cuando aún no había nacido. “Maldito sea este hijo”, dijo, “ojalá cuando crezca se transforme en lobo”. Desde entonces, arrastraría una mala “fada” que le imponía una segunda naturaleza salvaje a la que él, realmente, era ajeno. Manifestó que, andando por el valle de Couso en uno de sus desplazamientos, se había encontrado con dos lobos feroces que, sin embargo, nada le habían hecho. En contacto con ellos había seguido un impulso irresistible de desnudarse revolcándose por la tierra hasta verse convertido en lobo como ellos. Durante cinco días vagaron por aquella sierra hasta que volvió a transformarse en hombre, al igual que sus compañeros. Supo entonces que aquellos eran valencianos aunque de pueblos diferentes, que sus nombres eran Genaro y Antonio, sufriendo ambos la misma maldición que él. Ante la estupefacción del juez, siguió narrando los pormenores de sus crímenes.

“Uno de los asesinatos que hemos cometido y del cual guardo aún un doloroso recuerdo, fue el de una moza soltera, y muy linda, llamada Antonia. Yo la saqué con engaño de su casa y la conduje a un monte, en el cual aguardaban emboscados mis compañeros, y allí, sin que le valiesen a la moza sus lágrimas y sus gritos, la hicimos pedazos, comiéndola enseguida. Primero le habíamos quitado todas sus ropas, pero no nos aprovechamos de ellas porque estaban despedazadas por nuestros dientes y garras” (El Periódico para todos, 7.1.1876, p. 108).

Continuaba relacionando crímenes hasta entonces desconocidos, salpicados con otros de los que se sospechaba habían sido cometidos de la misma forma. La estrategia de su defensa era clara, a partir de este punto: se manifestaba irresponsable de los crímenes por cuanto los cometía en ese nuevo estado (el de lobo) al que le había arrojado esa maldición materna, incapaz de resistir el impulso de esa “fada” que le acompañaba desde entonces. En consonancia con ello, mostraba un profundo pesar por las víctimas.

“Una fuerza irresistible me impulsaba a exterminarlas, y en tanto que me duraba aquella especie de fiebre abrasadora, no tenía lugar en mí el raciocinio y la compasión; pero después me compadecía de los infortunados a quienes había reducido al no ser, y lloraba amargamente sobre sus roídos huesos. A mis dos compañeros les sucedía lo mismo, especialmente a don Genaro, cuyo corazón bondadoso y exquisita sensibilidad tuve la ocasión de apreciar más de una vez. Sin embargo, no creíamos ser criminales, porque había en nosotros algo que era superior a nuestra voluntad; algo que nos obligaba a dejar de ser hombres para llegar al estado de fieras” (Ídem, p. 109).

Aquel sujeto no sabía decir cuál era el actual paradero de sus dos compañeros valencianos, puesto que un día los había perdido de vista y no los volvió a ver. Así pues, confesaba todo lo imaginable pero él mismo se absolvía de responsabilidad en estos crímenes. Como dijo al final de su completa confesión: “¿Tengo culpa, por ventura, de haber nacido con destino funesto?”. Hay que decir que este caso de licantropía, como tal, nunca fue admitido en el juicio que siguió como motivo exculpatorio. Sin embargo, la imaginación popular se extiende con facilidad y unos motivos como los aducidos por Manuel Blanco no podían dejar de ser tenidos en cuenta. Se diría entonces que el juez le había conminado a que se transformase en lobo en su presencia. Siguiendo las instrucciones, el reo se desnudó revolcándose por el suelo hasta adoptar una actitud que, según se dijo, erizó el pelo de todos los presentes. Tras emitir algunos aullidos estremecedores, el lobo fue transformándose de nuevo en hombre volviendo a la actitud tímida y delicada que le era habitual. Desde entonces, siguieron diciendo las habladurías, el juez le interrogaba teniendo a mano una pistola. Este falso rumor corrió de boca en boca. Como digo, la supuesta licantropía del acusado, no fue un argumento que se mencionara siquiera durante el juicio, pero entroncaba con una corriente de tradición popular, tanto por la utilización del sebo humano del que el pueblo seguía acusándole, como por la presencia de hombres lobo (o “lobishomes”, como son conocidos en Galicia).

Los hombres lobo

El caso de Manuel Blanco Romasanta encaja bastante bien en toda una tradición muy extendida por Galicia en la época que tratamos. En una tierra eminentemente rural, con presencia agrícola pero también y sobre todo, ganadera, el lobo era un animal dañino. No es posible remontarse a las tradiciones y mitos de la historia mediterránea y de toda Europa en torno a los lobos. Basta recordar el caso de Rómulo y Remo como fundadores de Roma. Pero en el mundo rural el lobo siempre ha sido un animal peligroso y odiado por los pastores y campesinos. En Galicia hay numerosas leyendas sobre ellos, como el hecho de que coman tres meses carne, otros tres tierra para ayunar los tres siguientes; o que coman sólo la parte izquierda de las reses por ellos preferidas (las ovejas) debido a una maldición divina. Los lobos tienen buena vista, atacan en manadas y de una forma inteligente. Son, por tanto, peligrosos. Es difícil protegerse de estos depredadores, por lo que se recurre a rezar un responso a las ovejas o, ya frente a ellos, a subirse a los árboles, armar ruido con cacerolas o cualquier otro objeto, gritar incluso y, sobre todo, encender un fuego. Se sabe que los lobos huyen de las hogueras y prefieren permanecer en la oscuridad durante la noche, señal que se ha interpretado como manifestación de su naturaleza demoníaca. Sin embargo, la relación del hombre con los lobos no siempre es de miedo y huida. A lo largo del siglo XIX se fueron desarrollando en Galicia dos mitos que convergen en la figura de Manuel Blanco: el del poder del “unto” y la presencia de hombres lobo o, como son allí conocidos, “lobishomes”. Siempre se habló del poder que ejercían determinados hombres del mundo rural sobre las manadas de lobos:

“Una noche dos personas, según me lo contaron ellas mismas, vieron pasar en el bosque una cuadrilla de lobos. Se asustaron y se subieron a un árbol, desde donde los vieron pararse en la puerta de la cabaña de un viejo leñador que tenía fama de brujo. La rodearon dando aullidos espantosos; el leñador salió, les habló, se paseó entre ellos y luego se dispersaron sin hacerle daño alguno” (Museo de las Familias, tomo X, 25.1.1852, p. 19).

Estos son los “conductores” de lobos, personas que, según la leyenda, poseen un poder sobre ellos, del mismo modo que un domador se enfrenta en el circo a distintos animales salvajes. Sin embargo, no es ésta la relación que se supone en Manuel Blanco, que sería un “lobishome” transformándose en lobo él mismo, en una suerte de regresión animal. En ese sentido, la leyenda de estos hombres lobo comienza con una posesión diabólica, el maleficio de una bruja o bien la maldición de alguno de los padres. Como hemos visto, este último fue el caso de la madre de Manuel. El hecho de que fuera inscrito como niña, que tuviera costumbres femeninas incluso en sus tareas laborales, indica algún tipo de trastorno relacionado con un rechazo materno, que bien podría haber tomado la forma de una maldición. Cuando esto sucede, el “lobishome” se ve acometido por una “fada”, un impulso misterioso y extraño que, viniendo de fuera (atraído por la maldición), se apodera del individuo llevándole a cometer todo tipo de tropelías. Así, lo lleva al bosque, le hace revolcarse en la tierra hasta que se convierte en lobo, tal como confesó el acusado de estos crímenes.

Licántropo

Sólo la acción externa puede privar al poseído de esta “fada”, sea por un conjuro o un ensalmo dado también por alguien relacionado con la brujería. En ese sentido, la leyenda del “lobishome” se relaciona con los otros apelativos dedicados por entonces a Manuel Blanco: el “home do unto”, el “lobo de Xente”. El unto, como dijimos, es grasa animal. Se sigue utilizando en determinados platos hoy en día pero, en origen, tenía muchas connotaciones relacionadas con las brujas. La sangre y el unto, particularmente de doncellas, niños y culebras, no faltaba en la elaboración de ensalmos, pócimas y todo tipo de productos para preparar filtros amatorios, soldar huesos y conseguir curaciones. De eso se acusaba precisamente a Manuel Blanco, por cuanto se mencionaba en aquellos pueblos repetidamente que comerciaba con la grasa de los cadáveres llevándola a Portugal. En la confesión no mencionaba nada de esto, más bien lo contrario, dado que se adjudicaba el devorar los cadáveres de sus víctimas. En todo caso, el apelativo de “home do unto” estuvo muy asociado a Romasanta como uno de los motivos de sus crímenes. De manera que el mito del hombre lobo estaba presente en aquel mundo rural de Galicia para que Manuel Blanco se lo apropiara, personificándolo. La leyenda del unto venía a superponerse a la anterior, para hacer que la acusación creciera dando un sentido a una serie de asesinatos de los que el criminal obtuvo muy poco beneficio.

El juicio

La causa contra Manuel Blanco, el llamado por la prensa “hombre lobo” gallego, se celebró un año después de su detención, en julio de 1853, en el Juzgado de Allariz. Durante ese tiempo su caso se había hecho célebre a nivel popular, por lo que la sala estuvo abarrotada durante las tres sesiones en que el fiscal y el abogado defensor presentaron sus alegaciones. La prensa (El Heraldo, 22.10.1852) había ya revisado las distintas especulaciones que en torno a Romasanta se habían hecho. Apuntaba en su editorial que el motivo de aquellos asesinatos no podía ser la codicia, puesto que los únicos beneficios que se podían obtener fueron algunas prendas usadas de gente pobre. Por otro lado, descartaba cualquier forma de resentimiento, ya que en el pueblo donde vivía, Rebordechao, estaba muy considerado y era bien tratado por todos. Después se hacía eco de la imagen que, pese a las acusaciones, seguía estando presente en el recuerdo de sus vecinos: Manuel Blanco había mostrado una apariencia modesta, un trato atento, unas reconocidas manifestaciones de devoción. ¿Era simplemente hipocresía, fingimiento? se preguntaba el periódico. Se habla, continuaba diciendo, de la existencia de un instinto de ferocidad que surgía en determinadas circunstancias. Pero ¿por qué tantos años sin que le acometiese y de repente, desde 1846 a 1851, se dejó llevar por él tantas veces como se afirma? El Heraldo, como las demás publicaciones que trataron el tema, como sucedería en el juicio, nunca consideró real la leyenda de la licantropía. Era un argumento, en sus propias palabras, “pueril, infantil”. Sin embargo planteaba la gran incógnita que podía condicionar la sentencia: ¿Manuel Blanco estaba loco? ¿Creía realmente que se transformaba en un lobo? En otras palabras más rigurosas, tal como se preguntaba la “Gaceta Médica” de la época: “Este caso ¿excluye el libre albedrío?”. Sobre esta pregunta angular en el juicio se levantaba un informe realizado por seis facultativos de Allariz, que habían examinado al acusado. Ninguno era psiquiatra, especialidad muy rara para la época y más en España, donde incluso los escasos manicomios existentes no disponían de médicos preparados ante una ciencia naciente. Pese a todo, el informe fue detallado y las conclusiones, contundentes. En primer lugar, se entretiene con numerosas características físicas que denotan el afán de tratar al preso por medio de la frenología, entonces en boga. Luego entra en otras precisiones sobre su carácter. Aprecia que Manuel Blanco es un amante del interés, lindando con la codicia. A ello se une poco amor al trabajo porque, aunque haya ejercido numerosos oficios, eso muestra por el contrario su insatisfacción en cualquiera de ellos. Entrando en los hechos que habrán de juzgarse, recuerda entonces de su pasado la existencia de un acreedor, cómo astutamente lo citó en un sitio oculto de la mirada ajena y la forma en que acabó con su vida, así como la de su compañero, a fin de no dejar rastros de sus asesinatos y quedarse con todo el género del primero. Dado que no se veía con fuerzas para enfrentarse a la sociedad, optó astutamente por entrar en ella fingiendo un buen comportamiento, llegando a destacar su aparente devoción. Pero todo ello era fingido y el camino de la villanía se había transformado en pendiente. Por eso no le tembló la mano para asesinar a sus víctimas y despojarlas de sus escasas posesiones, que vendió posteriormente. Tampoco dudó en deshacerse de los niños que llevaban, al objeto de no dejar testigos. No se inmutaba, asimismo, por el hecho de caminar por aquellos senderos y veredas donde sabía que había asesinado previamente y junto a los cuales se encontraban abandonados los huesos insepultos de las mujeres y niños que asesinó.

“Por lo tanto, Manuel Blanco no es loco, ni imbécil, ni monomaníaco, ni lo fue ni lo logrará ser mientras esté preso, y por el contrario, de los datos referidos resulta que es un perverso, consumado criminal, capaz de todo, frío y sereno, sin bondad y con albedrío, libertad y conocimiento: el objeto moral que se propone, es el interés; su confesión explícita fue objeto de la sorpresa, creyéndolo todo descubierto; su exculpación es un subterfugio gastado e impertinente; los actos de piedad una añagaza sacrílega; su hado impulsivo, una blasfemia; su metamorfosis, un sarcasmo” (El Periódico para todos, 7.1.1876, p. 108). Este dictamen resultaría un muro frente al cual era imposible que el conocido abogado defensor, Manuel Rúa Figueroa, pudiera triunfar. Prácticamente, desbarataba todos los argumentos que pudiera sostener. Pese a ello, durante casi dos días, el abogado expuso una defensa que tuvo que reconocerse como brillante y destinada a rebajar la pena de muerte que parecía inevitable. Hay que recordar que, según el Código Penal vigente desde 1848, la muerte con premeditación estaba castigada con la ejecución ante el garrote vil o bien la condena perpetua en un penal que tenía que estar situado en Canarias, territorio africano o ultramar. Frente a ello, una sentencia de locura acarrearía el internamiento de Manuel Blanco en un manicomio cercano, el de León, hasta su completa recuperación, si ésta llegaba alguna vez. Indudablemente, Romasanta sabía esta posibilidad desde el principio, por lo que hacerse el loco, presentarse como un individuo arrastrado por una fuerza superior, un impulso irresistible como se diría actualmente, era la mejor opción para eludir la más fuerte de las sentencias. Que sus argumentos de licantropía eran falsos resultaba evidente, y los indicios señalaban en la misma dirección marcada por el dictamen médico. No habían quedado rastros de esos supuestos compañeros valencianos, hombres lobo como él, que le habían arrastrado por la senda del asesinato. Por otro lado, era creencia popular que una mala “fada”, una maldición o sortilegio, se podía anular mediante un sortilegio contrario. De ahí que, muy oportunamente, Manuel Blanco manifestara en su confesión que su maleficio había acabado el día de San Pedro, 29 de junio de 1852, justo un mes antes de ser detenido. De manera que el defensor tuvo que apelar a la locura, que no excluye la astucia con la que el preso había actuado desde su detención. Disertó así sobre las monomanías, esas situaciones donde las personas se comportaban de manera inesperada e imposible de predecir en aquella época.

“En las cárceles de Bicetre existía un monomaníaco a quien pusieron en libertad unos malhechores, teniéndole por víctima de una injusticia, no obstante que el guardador les advirtió de su manía; y apenas salido del establecimiento, entra en furor, coge un sable de uno de ellos y mata cuanto encuentra delante derramando sangre a torrentes. Pinel lo cita en el tratado de la enajenación mental” (El Periódico de todos, 10.1.1876, p. 156).

De esta forma llegó a exponer varios casos de desórdenes mentales que hoy en día podemos reconocer de características bien diferentes. Sin embargo, el avance en esta rama de la medicina era escaso y todos ellos se agrupaban bajo el término “monomanía”. De donde se deducía que los comportamientos violentos e inesperados, donde el contraste con la conducta previa es muy acusado, podían englobarse en esta clase de enfermedad mental, un verdadero cajón de sastre de todo tipo de trastornos. Manuel Rúa insistía después en la ausencia de pruebas fehacientes. Es cierto que no se tenían noticias de todas aquellas personas que Romasanta supuestamente había guiado, pero cabía la posibilidad de que hubieran hecho una vida ajena a su pasado o incluso que hubieran emigrado. También se podía apelar a que el propio acusado había guiado a las autoridades a diversos sitios donde se habían encontrado huesos humanos, incluso una calavera que parecía ajustarse a las condiciones generales de las víctimas. Pero por entonces no había pruebas de ADN, naturalmente, y estos huesos (escasos por lo demás) no eran más que indicios. Contra lo que el abogado defensor no podía combatir es con el hecho de que Manuel Blanco hubiera confesado. Hoy en día la confesión debe ir acompañada de pruebas objetivas pero por entonces no. Bastaba la confesión para condenar a un acusado, a falta de otras evidencias que en aquella época eran difíciles de obtener. A pesar de ello se contaba con una: Manuel Blanco había vendido las ropas (abrigos, pañuelos, prendas de vestir) de sus víctimas y algunas pudieron recuperarse. De manera que el defensor, de modo avanzado, arremetió contra el valor probatorio de la confesión para llegar a la conclusión de que era obra de un loco, por lo que su valor debía disminuir ante los ojos de los jueces. Todos los esfuerzos fueron inútiles, salvo el hecho de que su intervención fuera alabada por la prensa, que se hizo eco de su erudición en la primera parte y de su retórica brillante en todo momento. El dictamen de los facultativos, hablando de la mente criminal de Manuel Blanco, de sus argucias y fingimientos, del libre albedrío con el que había cometido sus crímenes con propósitos miserables y codiciosos, conducía a un veredicto de culpabilidad. Los jueces así lo entendieron, emitiendo una condena a muerte en los términos preceptuados en el Código Penal.

Un extraño final

El 6 de abril de 1853 se dictó dicha sentencia, donde se consideraban probados nueve asesinatos por los cuales se condenaba al reo a morir en el garrote, con imposición de costas y gastos del juicio, así como a indemnizar a los herederos de las víctimas, si fuera posible, con mil reales por cada uno. Además, estos debían recibir las ropas recuperadas en la búsqueda de pruebas y debía procederse al enterramiento de los restos humanos encontrados. El caso, sin embargo, no acabaría ahí sino que daría varios giros durante un año más. En primer lugar, la sentencia del Juzgado de Allariz debía ser ratificada por la Audiencia Provincial de A Coruña. El fiscal pareció confiar en que el resultado de ese traslado no modificaría la sentencia pero es lo cierto que, en este trámite, la sentencia era recurrible y así lo hizo el defensor. El Sr. Rúa Figueroa aducía las mismas razones que esgrimió ante el tribunal anterior: no existían pruebas fehacientes de que los restos encontrados fueran de las personas a las que supuestamente había afectado la acción de Romasanta. No había cadáver alguno, en realidad y, en esas circunstancias, la confesión del acusado podía entenderse como el desvarío de una mente enferma. Ante la sorpresa del fiscal y la población, la Audiencia revocó la sentencia de Allariz. Así, el 9 de noviembre de ese año aduce en principio que:

“Considerando a éste [Manuel Blanco] plenamente convicto de haber robado y aprovechándose de las ropas y efectos de Manuela García y su hija Petra…; que en diferentes ocasiones se entregaron a su confianza y dirección, bajo esperanzas que con sus falsas promesas les impuso de conducirlas a otro país en que mejoraran de fortuna, y que para despojarlos hasta de los vestidos y calzado que llevaban puestos esas personas de escasos medios y pobre condición, no pudo menos de obrar con intimidación y violencia; Considerando asimismo que consta plenamente probada la manifiesta sustracción y detención ilegal de las referidas personas cometidas por Blanco, sin que de razón de su paradero, ni haya acreditado en modo alguno haberlas dejado en libertad…” (El Heraldo, 16.11.1953, p. 3)

Y entonces viene la sorpresa:

“Considerando que no puede asegurarse que los huesos humanos hallados en dos parajes de la sierra de San Mamed perteneciesen a alguno de los nueve individuos mencionados o a otros de los despedazados por las fieras, y que los demás indicios que la causa arroja no constituyen plena prueba de la existencia de los homicidios” (Idem).

La nueva condena era a cadena perpetua, la siguiente en gravedad después de la pena de muerte. Por tanto, la clave del cambio consistía en admitir o no como prueba de los asesinatos la existencia de unos huesos (escasos por otra parte) como pertenecientes a las víctimas de Manuel Blanco. Al tiempo, los “demás indicios” tampoco se consideraban probatorios, incluida la confesión, por lo que la condena era en realidad por robo, intimidación y retención ilegal. El recurso del defensor había tenido éxito pero había un factor que podía justificarlo y que no aparecía entre los fundamentos de la sentencia, un factor que provenía del mismísimo palacio real y de la mano de la reina Isabel II. Hasta allí había llegado una comunicación del cónsul español en Argel. Se decía en ella que un profesor francés, un tal señor Phillip, había manifestado ante el remitente ser experto en “electrobiología” (hipnotismo) y estar interesado en examinar a Romasanta mediante su técnica para demostrar si, realmente, era culpable o no de sus crímenes y si su creencia en estar sujeto a la licantropía tenía fundamento. Este profesor francés se encontraba por entonces exiliado en Argel por motivos políticos. Debía de tratarse de Joseph-Pierre Durand de Gros (1826- 1900), que a la postre volvería a Francia haciéndose llamar entonces Mr. Phillip. Pues bien, se ofrecía a trasladarse a la Península para examinar personalmente a Manuel Blanco de la forma indicada. Tan inusual petición tuvo un inesperado apoyo en la reina o sus consejeros, por lo que se emitió una Real Orden el 24 de julio de 1853 dirigida a la Audiencia provincial (que aún no se había pronunciado sobre la apelación del defensor) en la que se ordenaba: “suspenda la ejecución e informe manifestando el resultado que produzcan las investigaciones científicas a que puedan dar lugar los citados documentos”. Hubo una clara resistencia a esta orden por parte de la Audiencia, que se negó a hacer tales pruebas examinando de nuevo al reo. No obstante, la consideración de la apelación y la sentencia que revocaba la pena de muerte podía entenderse como una forma de apaciguar a la Casa Real, que debía estar indignada ante la flagrante desobediencia de la Audiencia de A Coruña. En éstas, el fiscal había leído, probablemente con estupor, la nueva sentencia y preparó, esta vez sí, una apelación en toda regla aduciendo todo tipo de pruebas, el dictamen de los facultativos y recordando la confesión del reo. Sorprendentemente, la Audiencia cambió de opinión y, ya entrado el año de 1854, anula la sentencia anterior y dicta otra que está conforme con la del Juzgado de Allariz, de manera que Manuel Blanco vuelve a ser condenado a garrote. Es de imaginar que en Palacio esto se entendió como un acto de desobediencia inadmisible, del que la negativa previa a efectuar nuevas comprobaciones científicas ya era un precedente. La reina, ni corta ni perezosa, emitió el 13 de mayo de 1854 una nueva Real Orden incluyendo el indulto del acusado a dicha pena de muerte. El lenguaje de la Orden no puede ser más seco y escueto, donde ya no se considera necesario añadir justificación alguna:

“Ilustrísimo Señor: En vista de lo expuesto por la sala primera de esa Audiencia, S.M. la Reina (Q.D.G.) ha tenido a bien indultar a Manuel Blanco Romasanta, conocido por el HOMBRE LOBO, de la pena capital a la que ha sido condenado, en causa sobre varios homicidios y robos, conmutándosela por la inmediata. De Real orden lo digo a V.I. a los efectos consiguientes” (El Periódico de Todos, 11.1.1876, p. 171).

Consta que, después de todo este ir y venir de sentencias, fue trasladado a la cárcel orensana de . ¿Qué fue de él después de eso? Nada se sabe. Según el artículo 94 del Código Penal de la época, debía haber sido trasladado a una cárcel fuera de la Península, quizá como la más cercana. Pero no hay constancia de ello puesto que los registros de la misma cárcel se perdieron, del propio edificio ya no queda ni una piedra sobre otra. Incluso hay interesados que han examinado con detalle los cementerios de la zona, buscando una tumba que contenga el nombre del reo. No la encontraron. Si hubiera muerto ajusticiado, Manuel Blanco habría entrado probablemente en la leyenda dentro de los pueblos gallegos en los que se hizo famoso. Pero, de esta forma, las posibilidades aumentaron. Unos dijeron que había muerto de una extraña enfermedad al ingresar en la cárcel. Otros afirmaron que, llevado al monte por unos guardias para comprobar si se convertía en lobo, uno de ellos lo mató de un tiro, echándose entonces un manto de silencio sobre el suceso. Algunos afirmaron que fue cierta su conversión en lobo pero que ésta tuvo lugar en su celda, consiguiendo de esta manera escapar. Desde entonces, el “lobishome” de Allariz recorre los bosques gallegos buscando otra víctima con la que saciar ese impulso irresistible hacia la violencia, esa mala “fada” que un día se adueñó de él por una maldición.