DOS PRÓLOGOS, DOS TRADICIONES POÉTICAS Raúl Zurita Universidad Diego Portales I. LA LETRA EN QUE NACIÓ LA PENA Ignoro Si
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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXI, Nº 61. Lima-Hanover, 1er. Semestre de 2005, pp. 181-200 DOS PRÓLOGOS, DOS TRADICIONES POÉTICAS Raúl Zurita Universidad Diego Portales Nota previa: Los dos trabajos que reproducimos a continuación constituyen versiones ligeramente modificadas por su mismo autor de sendos prólogos a an- tologías de poesía chilena y peruana recientemente aparecidas. Raúl Zurita es conocido internacionalmente por su producción poética, aceptada de forma uná- nime como una de las más importantes de las últimas décadas en el continente. Sin embargo, su producción crítica, aunque menos conocida, se alimenta de la misma comprensión hacia la poesía y el mismo conocimiento de los más diversos y novedosos autores. La antología peruana, en co-autoría con el poeta limeño Maurizio Medo, lleva el título de La letra en que nació la pena: muestra de poe- sía peruana 1970-2004 (Lima: Santo Oficio, 2004; retomando un conocido verso de Vallejo en España, aparta de mí este cáliz). El prólogo de Raúl Zurita ofrece una interpretación original de la tradición poética “culta” en el Perú al dar cuenta de la tragedia histórica que una y otra vez asoma por la pluma de sus poetas. Por su lado, la antología chilena se titula Cantares: nuevas voces de la poesía chilena (Santiago: LOM Ediciones, 2004) y asume el título poundiano a manera de alegoría de una flamante colectividad poética que renueva lo mejor de la tradición en el país sureño. Consideramos que ambos prólogos representan un aporte al conocimiento de la más novedosa poesía en ambos países y merecen circular nuevamente para facilitar su acceso al lector especializado. La biblio- grafía de ambos trabajos ha sido unificada; el sistema de notas, ajustado a las normas de esta revista. Los editores. I. LA LETRA EN QUE NACIÓ LA PENA Ignoro si existe la historia de la literatura inglesa. Ignoro si existe la historia de la literatura. Ignoro si existe la historia. Cito de memoria, pero es el comienzo de una conferencia de Borges en que se referiría a la literatura inglesa. Junto a su ironía, su sentido es múltiple y se me ha venido a la memoria a propósito de esta muestra de la poesía peruana actual. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de poesía peruana (o mexicana o chilena)? ¿Qué se afirma cuando se agrupa a algunos poetas por sus partidas de nacimiento? ¿Hay un modo particular con que un idioma demarca un lugar, una aldea o un continente? En dos palabras, ¿existe algo como la poesía de un país? Y, siguiendo a Borges, ¿existe algo como la poesía? Está claro que para buena parte de la crítica peruana 182 RAÚL ZURITA –la más obsesiva que yo haya conocido en el afán de ordenar, se- cuenciar, temporalizar, en suma, cronometrizar a sus creadores– la respuesta es obvia. Seguramente el hecho de mi relativa lejanía, no soy un lector peruano, me exime de esa claridad, pero me hace inevitable una constatación: si existe lo que hoy llamamos poesía peruana es únicamente porque a ella le tocó reiterar un modo de la tragedia, ser en sí esa tragedia y mostrarnos como ninguna otra en estos territorios, la historia de una imposición y las marcas incan- celadas de su violencia. Es lo que tempranamente describe Garci- laso en los Comentarios reales, pero sobre todo en la Historia gene- ral del Perú. Ese relato significará 300 años más tarde el sacrificio de los poemas de Vallejo y, en aquello que denominamos un pre- sente, las convulsionadas poéticas de Enrique Verástegui, Roger Santiváñez, Domingo de Ramos y otros impresionantes ejemplos. Es en síntesis esto: la lengua que aquí fue impuesta no nos explica por qué tenemos que morir, por qué los hombres mueren, no nos explica por qué siempre habrá textos –desde el Código Manú en adelante– afirmándonos que no hay mayor humillación que la de existir. Es lo que creo ya está referido en Garcilaso. Él cierra su Histo- ria general del Perú (donde en cada capítulo se cuenta la muerte trágica de los participantes de la conquista) con la decapitación del primer Túpac Amaru en el Cuzco. El relato es conocido: camino al patíbulo un funcionario va enunciando a viva voz las culpas por las que se le condena a muerte y este al oírlo le pide al fraile que lo acompaña que le traduzca porque no entiende el castellano, es de- cir, no entiende la lengua en la que están las razones por las que lo van a matar. El hecho es en sí impresionante: esa decapitación reúne todas las muertes ocurridas por y en la lengua que habla- mos, transformando la totalidad de los Comentarios reales: cada descripción del antiguo esplendor incaico, cada detalle de sus tem- plos y de sus creencias, en los ornamentos fúnebres de unas exe- quias. Pero esas exequias serán sobre todo una condición futura y la ejecución relatada por Garcilaso significará todo aquello que desde Poemas humanos hasta el Libro del sol de Josemari Recalde, denominamos poesía peruana. Ella de una u otra forma continúa interrogando a las palabras del idioma impuesto, a sus partículas y modulaciones, a cada uno de sus acentos y silencios, para ver si aún es posible traducir lo que Túpac Amaru no podía entender. Su particularidad reside, frente a la poesía escrita en las otras pro- vincias del castellano, en que en cada uno de sus autores, en cada nuevo poeta, pareciera reiterarse hasta la extenuación, hasta el deslumbre y la nueva caída, las señas de una decapitación y reco- mienzo perpetuo. Es lo que también me parece reafirma esta muestra. Su sínte- sis y su exposición más alta está en el poema España, aparta de mí este cáliz: DOS PRÓLOGOS, DOS TRADICIONES POÉTICAS 183 Si cae –digo, es un decir– si cae España, de la tierra para abajo (...) ¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto hasta la letra en que nació la pena! Vallejo ve literalmente “la letra en que nació la pena”, y lo que nos está diciendo entonces es que en estas tierras el dolor es inex- tirpable porque está incrustado en las partículas mismas del idio- ma que debíamos hablar. A partir de esa constatación me pareció vislumbrar casi como en un sueño (de qué otra forma por lo demás se puede hablar de poesía sino es bajo la forma de los sueños) que la poesía peruana es aquella a la que le correspondió representar y del modo más radical, en nombre de todas las otras escritas en las distintas provincias del castellano, ese derrotero y, junto a él, el desgarro que significa actuar en un idioma que nos da las pala- bras, pero que simultáneamente es el origen de todo el silencio, o lo que es lo mismo; que es el origen de todas las muertes, desmem- bramientos y ejecuciones que representó para un futuro de ante- mano cancelado la pregunta del último descendiente del trono In- ca. En la última línea de esta muestra esa respuesta adquiere nuevamente la forma de un sacrificio; el joven poeta Josemari Re- calde muere quemado poco después de haber escrito en el poema “Sermonen ad Mortuos”: “por eso incendio mi cuerpo”. Es la marca que me parece central. Toda muestra colectiva de poesía (y por supuesto ésta), se le dé el nombre que se le dé y sean cuales sean los criterios que la fundamenten: los cortes que esta- blezca, los autores que incorpore, es siempre un poema único e inédito, no escrito hasta ese momento y el equívoco común de la crítica reside en desconocer ese hecho básico. Los tiempos del poe- ma son distintos al tiempo de una existencia o de generaciones en- teras y la escritura que para Latinoamérica inicia esa decapitación augural, debe ser también leída como un solo texto que permanen- temente reitera la interrogación por la muerte al mismo tiempo que no puede sino confirmarla. Los poemas incluidos en esta muestra, diversos, babélicos, irremediablemente rotos, nos trazan un sentido de lo real que no se puede desprender de la tragedia que conlleva las palabras que lo nombran. Algunas notas de lectura Leer es en sí un abrazo imposible y los poetas a los que me re- feriré más en extenso son aquellos que, junto con admirar profun- damente, conozco de mejor manera. La circulación de los libros de poesía incluso entre países vecinos como Perú y Chile es casi ine- xistente y lamento este hecho. Así, uno de los poetas más vastos y emblemáticos de hoy, Enrique Verástegui, encarna hasta sus ex- tremos una nostalgia que es una sed por algo; por un orden, por una armonía general de las cosas y de las palabras, que si está en 184 RAÚL ZURITA alguna parte, como toda nostalgia no puede sino estar en el futuro. Así, desde su temprano En los extramuros del mundo hasta sus Ángelus y Ética, su poesía va trazando bajo la forma de un hori- zonte utópico, un esfuerzo que quiere recogerlo todo, nombrarlo to- do, reescribirlo todo, y cuya resolución final debe buscarse en la belleza siempre irreparable que implican las derrotas. Lo conmo- vedor de su obra, me atrevo a hablar de la soledad de su obra, de su incomprensión, es que en ella sí están las claves cifradas de una respuesta posible a ese sacrificio inaugural, a ese por qué debo, por qué debemos morir. Como Vallejo, las derrotas del mundo son a menudo un triunfo de la poesía y la escritura de Verástegui, su alucinada amplitud, sus extremos, nos está mostrando la cara de un futuro y de un idioma que le adeuda a todas sus víctimas, a to- dos sus incomprendidos, a todos nuestros territorios, el rostro ra- diante de sus ángeles nuevos.