Dijo Marius—. Pero Ellos Eran Estúpidos Y Yo Sensato

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Dijo Marius—. Pero Ellos Eran Estúpidos Y Yo Sensato las conversaciones entre los que querían reunirse con él ayer noche. —Lo sé —dijo Marius—. Pero ellos eran estúpidos y yo sensato. —Rió suavemente. Sí, lo creía. Y abrazó a Louis con calidez. Sólo un poco de sangre y Louis sería más fuerte, cierto, pero quizás entonces perdiera la ternura humana, la sabiduría humana que nadie podía transmitir; el don de conocer los sufrimientos de los demás, que casi seguro era innato en él. Pero ahora la noche había acabado para éste. Louis apretó la mano de Marius, se volvió y se dirigió hacia el pasillo de paredes recubiertas de zinc, donde Eric lo esperaba para mostrarle el camino. Luego Marius fue hacia el interior de la casa. Aún le quedaba tal vez una hora para que el sol lo obligase a dormir y, aunque estaba cansado, no la desperdiciaría. La encantadora y fresca fragancia del bosque lo sobrecogía. Oía los pájaros y el claro gorgoteo de un riachuelo profundo. Entró en la gran sala de la morada de paredes de adobe, donde el fuego se había ido apagando en el hogar del centro. Se encontró frente a un tapiz gigante que cubría casi media pared. Poco a poco comprendió lo que estaba viendo: la montaña, el valle y las diminutas figuras de las gemelas, juntas, en el claro verde bajo el sol ardiente. El ritmo pausado del habla de Maharet le vino a la memoria, junto con el leve destello de las imágenes que sus palabras habían sugerido. ¡Qué inmediato era el claro inundado de sol, y qué diferente parecía ahora de los sueños! ¡Nunca los sueños lo habían acercado tanto a aquellas mujeres! Y ahora las conocía, conocía esta casa. Qué misterio era, aquella mezcolanza de sentimientos, donde la pena rozaba con algo que era innegablemente positivo y bueno. El alma de Maharet lo atraía; amaba su particular complejidad y deseaba poder decírselo de algún modo. Luego fue como si despertara de pronto; advirtió que se había olvidado de sentir amargura, de sentir dolor, durante un ratito. A lo mejor su alma estaba cicatrizando más deprisa de lo que la suponía capacitada. O quizás era tan sólo que había estado pensando en los demás: en Maharet, y antes de ésta en Louis y en que Louis necesitaba creer. Bien, diablos, Lestat casi seguro que era inmortal. De hecho, se le ocurrió el punzante y ácido pensamiento de que Lestat quizá sobreviviría a todo, incluso si él, Marius, no sobrevivía. Pero aquella era una simple suposición de la cual podía abstenerse. ¿Dónde estaba Armand? ¿Se había enterrado ya Armand? Si solamente pudiera ver a Armand ahora... Descendió hacia la puerta del sótano, pero algo lo distrajo. A través de una puerta abierta vio a dos figuras, muy probablemente las figuras de las gemelas del tapiz. Pero no: eran Maharet y Jesse, cogidas del brazo ante una ventana que daba al este, contemplando, inmóviles, cómo la luz se hacía más brillante en los oscuros bosques. Un violento escalofrío lo sobresaltó. Una serie de imágenes inundaron su mente y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para mantener el equilibrio. No era la jungla, ahora; a lo lejos había una carretera, serpenteando en dirección norte, cruzando una tierra yerma, calcinada. Y la criatura se había detenido, sacudida. Pero ¿qué la había detenido? ¿Una imagen de dos mujeres pelirrojas? Oyó que los pies iniciaban sus implacables pisadas de nuevo; vio los pies llenos de tierra como si fueran sus pies, las manos llenas de tierra como si fueran sus manos. Y luego vio el cielo incendiado y soltó un fuerte gemido. Cuando volvió a levantar la vista, Armand lo estaba abrazando. Y, con los ojos nublados, Maharet le imploraba que le dijera lo que acababa de ver. Lentamente, la estancia tomó vida a su alrededor, el agradable mobiliario y las figuras inmortales junto a él, que pertenecían a ella y sin embargo no pertenecían a nada. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. —Ha alcanzado nuestra longitud —dijo él—, pero está a kilómetros al este. Allí el sol acaba de salir con una fuerza abrasadora. —¡Lo había sentido, el ardor letal! Pero ella había ido a enterrarse; eso también lo había sentido. —Pero está muy al sur de aquí —le dijo Jesse. Qué frágil parecía en la oscuridad traslúcida, con sus largos y delgados dedos cogiéndose los enveses de sus esbeltos brazos. —No tan lejos —dijo Armand—. Y se mueve a gran velocidad. —Pero ¿en qué dirección va? —preguntó Maharet—. ¿Viene hacia nosotros? No esperó una respuesta. Y no pareció que ellos pudieran dársela. Levantó la mano para protegerse los ojos como si el dolor que sentía ahora allí fuese intolerable; acercó a Jesse hacia sí, la besó repentinamente y deseó felices sueños a los demás. Marius cerró los ojos; intentó volver a ver la figura que había vislumbrado antes. Las vestimentas, ¿qué eran? Una pieza tosca, echada por encima del cuerpo como el poncho de un campesino, con una abertura en forma de raja para la cabeza. Atado a la cintura, sí, lo había percibido. Intentó ver más pero no pudo. Lo que había sentido era poder, ilimitable poder e incontenible ímpetu y casi nada más que eso. Al volver a abrir los ojos, la mañana resplandecía en la sala a su alrededor. Armand estaba arrimado a él, abrazándolo aún; sin embargo Armand parecía hallarse solo, parecía que nada lo perturbaba; sus ojos se movieron sólo un poquito para mirar al bosque, que ahora parecía sitiar la casa y acechar en cada ventana, como si se hubiera arrastrado hasta el mismo borde del porche. Marius besó la frente de Armand. Y luego hizo exactamente lo que hacía Armand. Observó cómo se iluminaba poco a poco la habitación; observó cómo la luz llenaba los cristales de las ventanas; observó cómo los bellísimos colores iban tomando brillo en el vasto tejido del tapiz gigante. 5 Lestat: el Príncipe de los Cielos uando desperté todo estaba tranquilo, y el aire era limpio y cálido, con olor a mar. Me sentía totalmente confundido respecto a la hora. Pero sabía, por la ligera pesadez de cabeza, que no había dormido en todo el día. También que no me hallaba en ningún recinto protector. Habíamos estado siguiendo la noche alrededor del mundo, tal vez; o a lo mejor habíamos deambulado al azar durante las horas de oscuridad; y es que quizá Akasha no necesitaba dormir en absoluto. Yo lo necesitaba, era evidente. Pero sentía demasiada curiosidad para no querer estar despierto. Y sentía, con franqueza, una gran miseria. También había estado soñando en sangre humana. Me hallaba en una espaciosa habitación, con terrazas al oeste y al norte. Podía oler el mar y podía oírlo; sin embargo el aire tenía una fragancia dulce y estaba bastante calmo. Poco a poco fui examinando toda la habitación. Muebles valiosos y antiguos, muy probablemente italianos (delicados pero adornados), se mezclaban con lujos modernos en todo rincón de la estancia. La cama donde estaba tumbado tenía un dosel de columnas doradas y los cortinajes que de él colgaban eran de tela de gasa; la cama estaba cubierta de almohadones blandísimos y las sábanas eran de seda pura. Una gruesa alfombra blanca ocultaba el antiguo suelo. Había un tocador repleto de frascos relucientes y objetos plateados, y un curioso y anticuado teléfono blanco. Sillas de terciopelo, un monstruoso aparato de televisión y un equipo estereofónico de música de alta fidelidad; y mesitas lacadas por todas partes, sembradas de periódicos, ceniceros, botellas de vino. Hacía menos de una hora que allí había vivido alguien; pero ahora esa gente estaba muerta. En realidad, mucha gente estaba muerta en aquella isla. Mientras continuaba tendido, embebiéndome en la belleza que me rodeaba, en mi mente vi el pueblo de donde habíamos marchado hacía algunas horas. Vi la suciedad, los techos de hojalata, el fango. Y ahora estaba tumbado en la cama de aquella mansión, o así lo parecía. Y allí también había muerte. Nosotros la habíamos traído. Salté de la cama, salí a la terraza y, por encima de la baranda de piedra, miré hacia la blanca playa. No se veía tierra al horizonte, sólo el mar ondulado. La espuma, como de encaje, que dejaban las olas al retirarse, brillaba en el claro de luna. Me hallaba en algún antiguo palacete batido por los elementos, construido probablemente cuatro siglos atrás, atestado de vasos de cerámica y de querubines, y de paredes repletas de frescos: un lugar bellísimo. Luces eléctricas enviaban sus haces de rayos a través de las persianas de las otras habitaciones. En la terraza que quedaba debajo, había una pequeña piscina. Al frente, allí donde la playa se curvaba hacia la izquierda, vi otra elegante mansión, excavada en los acantilados. La gente también había muerto allí. Nos encontrábamos en una isla griega, estaba seguro; el mar era el mar Mediterráneo. Escuché y oí gritos que provenían de la tierra a mis espaldas, del otro lado de la cresta de las colinas. Matanza de hombres. Me apoyé en el marco de la puerta. Intenté parar el frenesí de los latidos de mi corazón. Una súbita memoria de la carnicería en el templo de Azim me estrujó el corazón: una visión fugaz de mí mismo andando por entre el rebaño humano, usando la invisible espada para horadar la carne sólida. Sed. ¿O era simplemente deseo? De nuevo vi aquellos miembros destrozados; cuerpos consumidos en la sacudida final, rostros manchados de sangre. «Yo no lo hice, no pude haberlo...» Pero lo hice. Y ahora podía oler los fuegos ardiendo, fuegos como los del patio de Azim, donde quemaban los cadáveres.
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