Cómo Ser Pobres Hans Ruesch
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
CÓMO SER POBRES HANS RUESCH http://www.librodot.com 2 COMO SER POBRES Por Hans Ruesch Hans Ruesch, que se reveló como cuentista publicando sus primeros relatos en algunas de las más importantes revistas de Estados Unidos -país adonde había emigrado poco antes de la Segunda Guerra Mundial-, alcanzó renombre universal con la aparición de su primera novela, "El País de las Sombras Largas", a la cual siguieron "El Círculo Infernal” y "El País de las Sombras Cortas". Posteriormente, Hans Ruesch escribió “La Noche de las Panteras" -la versión inglesa lleva el título de "The Game"-, que la Empresa Editora Zig~Zag, S. A., tuvo el privilegio de hacer conocer a los lectores de habla hispana, obteniendo un éxito tan extraordinario que la primera edición se agotó sólo en unas semanas. Su argumento, profundamente humano, donde resalta el doble juego de la caza y del amor, causó sensación y el libro pasó a ser un auténtico "best-seller". En esta nueva novela –CÓMO SER POBRES- Hans Ruesch se aparta de la índole dramática de sus principales obras y revela su maestría en un género distinto, el del humorismo, pero sin descender en el tono de éste, y, al contrario, manteniéndolo sano y fresco, dentro de una interpretación poética del amor y de la vida. 2 3 CAPITULO PRIMERO LOS BANDOLEROS DE TERMANI MI NOMBRE es Gianni Bellavita, pero a veces, no sé por qué, me llaman Giovanni. Nací, no por culpa mía, en Montrecasse, una aldea montañesa de la península sorrentina, donde los asnos suelen llevar calzones para protegerse de las moscas; las mujeres, flores en el cabello para verse más hermosas, y los hombres, aros de cobre en las orejas porque sí. Mi padre supervisaba los trabajos camineros de la zona y mi madre supervisaba a mi padre. Entre mis primeros recuerdos se destaca un grandioso terremoto que destruyó gran parte de nuestra aldea, en una de esas ocasiones cuando el Vesubio pierde la cabeza. Cuando mi madre me sacó de la bamboleante casa, corriendo a través de una espectacular cortina de humo, llamas y gente que gritaba, me divertí tanto que quise producir un bis apenas encontramos otra casa. Después de atizar el fuego en el establo del piso bajo, como un niño bueno me puse a esperar pacientemente el retorno de mi madre, mientras sentía cómo el pavimento se recalentaba bajo mis sandalias. Pero el bis fue una gran desilusión: el fuego no se propagó a las cosas circundantes y la única persona que gritó fui yo, de dolor, cuando acudió mi madre, y luego, de nuevo, al regreso de mi padre; y yo que esperaba que me acariciaran como la primera vez. Tratamiento tan inicuo sacudió prematuramente mi fe en la justicia terrena y me preparó para las grandes desventuras que me reservaba el porvenir. Durante meses y meses después de aquel incendio me achacaron la culpa de las diversas calamidades que golpearon a mi familia: no sólo por carecer de techo y de más ropa, sino también por el nacimiento de un par de gemelas que las comadres atribuyeron al susto que le di yo a mi madre. Yo amaba tiernamente a las mellicitas porque teman a mi madre ocupada todo el día, impidiendo que se metiera demasiado en mis asuntos, como era su costumbre. Mi padre se limitaba a propinarme una solemne paliza todos los domingos, a la vuelta de misa, fiel a un precepto transmitido por mi abuelo: Los niños deben ser azotados a intervalos regulares; si uno no sabe el motivo, ellos sí lo saben. Yo hacía todo lo posible por darle la razón al abuelo. Mi padre no estaba mucho en casa, A veces, por su trabajo, debía permanecer varios días en el campo, con su caballo y la escopeta. Mi padre era un hombre burdo y voluntarioso, acostumbrado a mandar en todas partes salvo en su casa, donde mi madre había logrado convertirlo en un verdadero gentilhombre que no olvidaba jamás sacarse las espuelas antes de acosarse. Mi madre era una mujer refinada. Aunque los varones de Montrecasse usaban el cabello largo como el invierno, todos los sábados ella me calaba la bacinica en la cabeza y, usándola como guía, me cortaba todo el pelo en derredor, por lo que era el niño más elegante del pueblo. Luego y a manera de entretenimiento me llevaba a mostrarme a los parroquianos sentados en el café tomando helados. Era una de sus 3 4 maneras de divertirme, puesto que no tenía dinero para gastar en golosinas. Los domingos me llevaba a la estación para que asistiera a la partida del tren, que salía por turnos a ciudades con nombres fascinantes y lejanos: "Mesina, Palermo, Roma, Milán", decía mi madre. Otras veces decía: "Londres, Chicago, Shanghai, Polo Norte, Pernambuco". Mi vida era pequeña pero mis sueños eran inmensos, y durante años mi corazón latía más fuerte con sólo pensar en el trencito que partía: ignoraba que llegaba apenas hasta Nápoles, y con gran trabajo. Otras veces, si me había portado bien durante unas dos horas seguidas, mi madre me regalaba barcos de guerra. Auténticos. "Barcos vivos" decía ella. Cuando de pronto descubría uno que cruzaba el golfo, me levantaba sobre el alféizar: "¿Ves ese barco? Te lo regalo. Es tuyo". Y yo me inflaba de importancia. "¿Dónde quieres que vaya?", me preguntaba. Yo respondía: "A Roma", o "Al Polo Norte", o "A Pernambuco". Una vez dije: "A casa de tía Emma". Era mi tía favorita: no la había conocido jamás. Luego, conteniendo la respiración, seguía con la mirada la nave que se dirigía a Pernambuco, al Polo, o donde tía Emma, hasta que desaparecía tras el horizonte. Desde entonces corre por mi sangre una sed de aventuras maravillosas, pero todo lo que me gustaba resultaba irremediablemente o ilegal o demasiado caro, por la que la mayor parte de las veces he tenido que conformarme con seguir, con algo de envidia, las aventuras de los demás. En el cinematógrafo y en los diarios veo tantas cosas grandes y maravillosas que les suceden continuamente a todo el mundo: quién gana una fortuna y quién la pierde, quién es ascendido y quién degradado, quién asesina y quién es asesinado; a mí no me sucede nada. La única vez que estuve encerrado en un ascensor toda la noche con una señora, la señora era ancianísima y olía a moho; luego, cuando miro por el ojo de una cerradura, veo siempre la misma cosa: otro ojo que me mira. Con el correr de los años me he acostumbrado a este estado de cosas, pero recuerdo aún la amarga desilusión que sentí poco antes de llegar a la edad de la razón, esto es a los seis años, cuando los bandidos, en vez de mi raptaron a Alberto, mi compañero de juegos, porque él pertenecía a una familia rica. Y ésa fue la primera vez que me di realmente cuanta de que nosotros éramos pobres. En aquel entonces vivíamos en un pueblecito calabrés en cuyos alrededores mi padre debía trabajar por unos meses. Era mi primer año de escuela, pero yo iba rara vez: prefería instruirme correteando por los cerros o por la orilla del riachuelo, y no perder el tiempo calentando un banco. Aquellos eran los buenos tiempos cuando en Nápoles imperaba la Mano Negra, en Sicilia dominaba la Mafia, y pintorescas bandas de salteadores adornaban las desoladas comarcas meridionales: esto es, antes de que Musso1 pusiera un poco de orden en la región, estropeando 1 En la época del Duce, en Italia el pueblo le había puesto el sobrenombre de Musso, que siendo una abreviación de su apellido se pronunciaba igual que muso, que quiere decir: hocico, morro, o mejor aún, carajete. (Nota de la traductora.) 4 5 el color local. Pero cuando nosotros vivíamos en Termani, los tiempos y eL paisaje eran bellos aún, los ricos no se atrevían a viajar sin escolta armada y no dejaban que sus niños fueran más allá de los muros que limitaban sus propiedades de campo. Alberto era vecino mío: era un niño enclenque, pálido y triste. Como en su casa nunca tenía apetito, me traía su almuerzo envuelto en un pañuelo con escudo de armas; pero al verme comer se le despertaba el apetito y quería que le devolviera lo que me había dado, y yo tenía que usar todos los medios de persuasión a mi alcance, principalmente un garrote, para hacerlo comprender que esa manera de actuar no era digna de un gentilhombre. Era huérfano y vivía con una tía abuela suya, la condesa de Montegiobbe, cuyo escudo de armas estaba adornado con tres aceitunas rellenas. Ella pertenecía a una de las estirpes meridionales más antiguas y decadentes y poseía latifundios esparcidos por toda Calabria. Hacía gran alarde del afecto que sentía por su sobrino y lo reconvenía de continuo de no estarle suficientemente agradecido: y pienso que tenía razón, puesto que Alberto prefería mi compañía a la de su preceptor, si bien es cierto que de mí sólo podía aprender cómo se hacen hondas, como se rompen ventanas y cómo cuidarse de las víboras que se esconden bajo las piedras asoleadas, en vez de historia y geografía y otras ciencias útiles. Pero yo, aunque no sabía nada de historia ni de geografía, sabía cómo hacer escapar a Alberto fuera del gran cerco que rodeaba las huertas, jardines, bodegas, establos y la casona de Montegiobbe, y cómo se tiran piedras a las niñas sin ser descubierto. Una mañana, cuando juntos explorábamos las desnudas alturas que culminaban los olivares blanquecinos bajo el sol del mediodía, dos hombrones barbudos, vestidos de cazadores y armados hasta las orejas, se nos interpusieron en el camino.