Lauravit-Giordanobruno, Forastero En El Universo-Abril14-2017.Pdf
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
GIORDANO BRUNO FORASTERO EN EL UNIVERSO LAURA VIT GIORDANO BRUNO FORASTERO EN EL UNIVERSO LAURA VIT Fotografía de la portada: Leonardo Aguiar, https://www.flickr.com/photos/sensechange/1860810198/ Formación de texto: Cortesía de López Mateos Editores http://lopez-mateos.com © LAURA VIT Todos los derechos reservados Versión electrónica de libre difusión por cortesía de LAURA VIT. Descarga gratuita en: http://giordanobrunoforasteroeneluniverso.com/ Contacto: [email protected] A ti y a mí, que ardemos en el mismo fuego. ¡Caer, volver, soñarme y que me sueñen otros ojos futuros, otra vida, otras nubes, morirme de otra muerte! Esta noche me basta, y este instante que no acaba de abrirse y revelarme dónde estuve, quién fui, cómo te llamas, cómo me llamo yo. OCTAVIO PAZ 1548 — 1576 Entre sueños escucho el tintineo de la segundilla que se acerca por el corredor, pasa frente a mi puerta, llamando para iniciar las oraciones y yo, que intento despertar, confundo su sonido con el de las campanas de mi pueblo. Al abrir los ojos en la oscuridad de la madrugada, en ese instante de desconcierto entre sueño y vigilia, me pregunto por qué hace tiempo no veo a Tansillo, mi amigo el poeta. Mis pies tocan el suelo frío y hasta entonces recapacito: estoy en Nápoles, en el convento de la Orden de los Predicadores, desde hace meses visto el hábito de novicio. Después de lavarme ciño la túnica a mi cuerpo, sujeto el rosario del lado del corazón, acomodo el escapulario sobre mi pecho y me calzo. La capa negra eclipsa la sensación alada que me dejó la blancura de la túnica. Esta ceremonia cotidiana en- tre blanco y negro me reitera mi condición de hijo del cielo y de la tierra. Luego de las oraciones voy a la biblioteca. Antes de sentar- me frente al pergamino, recorro los estantes acariciando el lomo de los libros con el dorso de mi mano. ¿Qué conocimiento cautivo me aguarda en ellos? Aquí recobro la libertad a pesar de la regla estricta: la mi- rada no debe levantarse de la página; el silencio sólo se altera por el rumor del paso de las hojas. 6 Elegí una mesa cercana a los vitrales, para ver entrar la luz a lo largo del día. En la mañana, sumisa, se filtra por los vidrios azules. No toca los libros ni los y decolora, negándose a ser cómplice del tiempo. Al final de la tarde, enardecida, traspasa el ventanal por los vidrios escarlata y la biblioteca se encien- de. El rojo del ocaso lo abarca todo. ¿Qué día habrá creado Dios los colores? Una tarde cuando necesitaba otro volumen de la obra que leía, busqué al bibliotecario. Pensando hallarlo dentro, entré a la galería donde se guardan los libros vedados. La luz del exte- rior alcanzaba solamente los primeros estantes; al fondo del recinto parpadeaba una vela. Guiado por su resplandor llegué hasta donde ardía. La tomé para leer los títulos: Secretum se- cretorum, De superstitionibus, De potestate demonum. Eran trata- dos de supersticiones y herejías. Bulas papales, registros de la Inquisición. Procesos contra brujas, milagreros y judaizantes. Mi mano, ajena a enseñanzas y obediencia, tomó uno. Su título era Malleus Maleficarum. Empezaba a hojearlo cuando oí pasos. Con un movimiento rápido lo escondí entre los pliegues de mi túnica y regresé a mi lugar. Abrí el libro sobre la mesa. El hormigueo en las manos me dificultaba pasar las hojas. Me detuve al azar, «… porque acep- tar que el diablo tiene el poder de cambiar el cuerpo humano, o infligirle daño, no parece estar de acuerdo con las enseñan- zas de la Iglesia, ya que si se acepta su poder, el diablo podría destruir el mundo entero y traer una gran confusión …». —Date prisa, Giordano, están llamando a vísperas —Me so- bresaltó la voz de un hermano. Escondí el tratado bajo los manuscritos para luego regresar por él. 7 Por la noche, en mi celda, seguí con aquella lectura que me llenaba de dudas. El autor, cofrade de mi orden, escribía: «Fé- mina viene de fe y minus. La fe de la mujer es menor que la del hombre. La mujer es ligera y crédula; se inclina siempre a creer Debemos cuidarnos de ella por ser la que atiende a los halagos de Satanás. Torturadla hasta que confiese». ¿Es la ingenuidad razón suficiente para castigarlas con el potro, la estrapada o las puntas de hierro? Días después encontré al prior hablando con un grupo de no- vicios. —Mateo dice que cuando José repudió a la Virgen María por estar encinta, un ángel del Señor le advirtió que había conce- bido por obra del Espíritu Santo. ¿Cómo distinguir un mensaje sublime del pérfido susurro de Satanás? ¿Y si las mujeres mencionadas en el Malleus Male- ficarum, hubieran estado en contacto con el Universo Divino y no en un arrebato demoniaco? —Lucas afirma que el arcángel Gabriel anunció a María que sería madre… «… El demonio puede arrastrarlo todo, disfrazarse de pie- dad…» —Padre, ¿pudo la Virgen confundir la voz? —¿A qué te refieres, Giordano? —¿Cómo sabía ella que el enviado era del cielo? —De eso no hay duda. Los heraldos del Señor son inconfun- dibles. —Las voces que escuchan las mujeres quemadas en la ho- guera, ¿podrían ser una señal de las alturas? —¿Cómo te atreves? ¡Comparar a la Madre de Jesucristo con 8 esas endemoniadas! ¡Es inaudito! ¡Recibirás un nuevo castigo por esta blasfemia! ¡Fuera, a tu celda! He perdido la sensación en los brazos, en las piernas. Mi cuer- po prosternado es una cruz insensible. Sólo mi frente se que- ma al contacto con la piedra. Quiero levantarme, caminar er- guido. ¡Quiero gritar! No sé desde cuando estoy aquí. Adivino el comienzo de los días por la luz que, ajena a mi castigo, se filtra por los made- ros de la puerta. No es la primera penitencia, sí la más larga. Antes, durante los escarmientos, rezaba para cumplir la san- ción impuesta. Ahora paso el tiempo recordando la casa de mi niñez, la campiña, mi querida Nola. La imagino desde las alturas. A mi derecha, sobre la llanura, las campanas de Cimi- tile; al centro, la cúpula de la iglesia y a la izquierda, allá lejos, acechando detrás de la bruma, el monte Vesubio. En ocasiones esperaba verlo surgir de entre las nubes para contarle histo- rias. Las escogía dependiendo de su humor: si lo coronaba una columna de humo, le hablaba de cuando Aníbal cruzó por su falda montado en un elefante; si distinguía el fuego de sus en- trañas, le decía que en días más gloriosos Espartaco y otros esclavos se habían refugiado en su cráter. Cada día cambiaba, como si un lejano astro rigiera su ánimo. No siento mi cuerpo. ¡Quiero gritar! Giordano es mi amigo, nos hermana un secreto. Nadie sabe que una noche de carnaval, a pesar de la prohibición del padre Pasqua, lo dejé entrar al convento. Espiaba por una rendija de la puerta, cuando oí a alguien sollozar. Abrí de inmediato y, no bien lo hice, se derrumbó frente a mí. Lo arrastré hasta el 9 rincón donde guardamos las escobas y encendí una vela. No hallé sangre ni huesos rotos. No era un mendigo, tampoco olía a vino. Manoteó al sentir la llama cerca de su cara, balbucean- do algo sobre un fuego que lo perseguía. Sin saber qué hacer para tranquilizarlo, me puse a cantar en voz muy bajita hasta que se durmió. Al amanecer intenté en vano despertarlo. An- duve por ahí, arreglando unos adoquines sueltos; atento para echarlo en cuanto abriera los ojos. Estaba en cuclillas, sepa- rando las lajas rotas y no lo oí acercarse. Me quitó la que tenía en la mano, la observó con atención, luego la acarició como si se tratara del lomo de un gato. Pensé que había dejado entrar a un loco. Le pedí que se fuera, pero pareció no entenderme, sólo me miraba. Después de un rato me preguntó por el prior. —Es Ambrogio Pasqua, debe estar por allá —señalé en di- rección del priorato. Sin decir palabra se alejó por el claustro. Me olvidé de él hasta que un día llamó a la puerta. Allí estaba de nuevo, con un fardel al hombro que lo desni- velaba por el peso. —El padre Pasqua me aceptó. Seré novicio en San Domenico Maggiore. Lo llevé a una de las celdas desocupadas, al salir me preguntó mi nombre. —Me dicen Ventura. —Gracias por haberme ayudado aquella noche. —¿Cómo sabes que fui yo? —Reconocí tu voz. Al principio no hablaba conmigo. Siempre estaba en la bi- blioteca leyendo. La tarde que me ordenaron aflojar la tierra para sembrar la hortaliza, nos hicimos amigos. En lugar de hincar el azadón entre los surcos, me puse a jugar con los ca- racoles. Me divertía ver con qué dificultad se subían y bajaban 10 unos de otros. Ya que iban lejos, seguía su rastro con la yema de mis dedos. —¿Qué haces? —preguntó alguien detrás de mí. —Recorrer caminos de plata —contesté, sin pensar que po- dría ser un novicio. Me levanté resignado al posible castigo. En lugar del golpe, Giordano me explicó que hacía un rato me observaba desde la ventana de su celda; había bajado a ver en qué me entretenía. —¿Vienes a trabajar todos los días? —Aquí vivo. —¿Tomarás los hábitos? —Soy huérfano. —¿Y eso qué importa? —Luego se ve que no estás muy enterado. No tengo familia ni dinero, nunca seré uno de ustedes. Aproveché para preguntarle por qué aquella mañana me había arrebatado el adoquín roto. Fue la primera vez que me sorprendieron sus carcajadas.