Edgar Neville
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UNA ARROLLADORA SIMPATÍA: EDGAR NEVILLE De Hollywood al Madrid de la posguerra Juan A. Ríos Carratalá ÍNDICE I. Un encuentro de viejos amigos II. Un mal día para volver a España II.1. La última lectura de un poeta y amigo II.2. Los españoles y la canalla II.3. Recuerdos de unos años felices I.4. Un error a expiar III. Madrid, 18 de julio de 1936 IV. A Londres con paradas intermedias V. En París con Don Pedro Hambre y otros amigos VI. Salamanca, 1937: Un forjador imprevisto de la nueva España VII. Haciendo méritos VIII. De la pensión al convento: el caso de Conchita Montes IX. Edgar Neville, propagandista al servicio del bando nacional X. Una película polémica: Frente de Madrid XI. Un hueco entre los vencedores XII. ¿Un batallón de peluqueros? XIII. Bibliografía XIV. Cronología de Edgar Neville «El falangismo desencadenó entre los jóvenes una especie de neorromanticismo, con la preferencia del vivir apasionado y peligroso sobre el vivir habitual y racionalizado, del acto heroico sobre la ley inteligente y de la compañía de soldados o la parada de masas sobre la asamblea de jurisperitos o el comicio electoral. El cultivo retórico de es ta em briaguez de estilo permitiría luego llamar revolución a una operación de policía y, lo que es más grave, vivirla espiritualmente como si lo fuera» (Dionisio Ridruejo, 1962) «Aristóteles dijo, y es cosa verdadera, que el hombre por dos cosas trabaja: la primera, por el sustentamiento, y la segunda era por conseguir unión con hembra placentera. Si lo dijera yo, se podría tachar, mas lo dice un filósofo, no se me ha de culpar. De lo que dice el sabio no debem os dudar, pues con hechos se prueba su sabio razonar» (Arcipreste de Hita, Libro de buen amor) I. Un encuentro de viejos amigos El 16 de noviembre de 1964, en una confortable vivienda situada cerca del madrileño estadio Santiago Bernabeu, dos viejos amigos compartieron mesa y mantel con el anfitrión, Edgar Neville, que «comió como un buitre», según la anotación de César González-Ruano en su diario. Antes les había mostrado con orgullo un cuadro de Solana, «un Bosco como una joya» y otras pruebas del buen gusto de quien estaba acostumbrado a recibir en su casa a lo más selecto de la sociedad madrileña, sin haber desdeñado nunca la compañía de toreros, artistas de aire flamenco y bellas actrices. Los contertulios disfrutaban hablando de las mujeres; en plural, para abarcar una variada tipología. Dos días antes, César González-Ruano en ABC había elogiado un libro de poemas de su amigo y anfitrión, «lleno de una nostalgia que, por varonía imperiosa, no se resigna a ser sólo nostálgica». Comentarían algo acerca del esquivo atractivo de Julia Antuna, aquella joven marquesa de Paúl cuya belleza era capaz de reavivar una vocación poética y despertar una «varonía imperiosa» en quien tan cerca estaba de la muerte. Y de la somnolencia, que a Edgar Neville se le presentaba en las ocasiones más inoportunas por un problema de salud. Sus amigos, no obstante, preferirían evocar las visitas de Ava Gadner. Quedaron grabadas, o imaginadas, en el recuerdo de aquellos años en los que también asistían a las fiestas que daban los millonarios americanos, algunos relacionados con la Embajada y la CIA. Eran las noches de un Madrid aristocrático, esnob y canalla. El de la penumbra y el neón, un archipiélago de señorío y golfancia tolerado por la dictadura con islas que llevaban nombres como Pasapoga, Chicote, la parrilla del Palace, Villa Rosa, el Corral de la Morería, Casablanca, Morocco, Riscal... Un mundo caro y selecto, cuyo relativo libertinaje contrastaba con la pacata moral de la capital en años de hipocresía, melindres y mogigateces. Empezaba a ser sustituido por el de las noches del Oliver y otros locales, adonde también acudía un Edgar Neville que im partía clases prácticas de saber envejecer. Quintaes enciadas , luego aparecían en las terceras de ABC: «El calendario es para recordarnos lo que debíamos haber hecho ayer y no hicimos. Por eso yo sólo tengo el calendario de Playboy, con unas chicas es tupendas y los números del mes tan pequeñitos que apenas se ven». Las viejas lectoras siempre le consideraron un caso imposible. No le importaba; ya se había tomado cumplida venganza en algunas de sus obras. En el fondo, aún era «el niño revoltoso que se muerde las uñas», mientras sus ojos claros «es tán llenos de malicia candoros a». Aquellos magníficos cuadros y otros detalles de la nueva casa de su amigo no sorprendieron a César González-Ruano, que era un experimentado, y audaz durante su estancia en el París ocupado por los nazis, tasador de obras de arte. Una faceta que tenía un tanto olvidada para atender a sus obligaciones como prolífico y celebrado articulista. César González-Ruano también había sido esporádico coguionista, junto con Edgar Neville, cuando ambos trabajaban en la Cinecittá de Benito Mussolini, cuyo retrato todavía seguía colgado en casa del exquisito poeta Eugenio Montes. Los tres autores habían coincidido en el Albergo Russia de la colina del Pincio, en una Roma que, a menudo, echaban de menos. Por dis tintas razones , pues Edgar Neville no compartía el entusiasmo por el apabullante clasicismo de la vieja capital. Las huellas de su etapa vanguardista nunca desaparecieron. Tampoco un sentido práctico y un humor incompatibles con el Imperio, aunque fuera el más clásico. César González-Ruano lucía un daliniano bigote y, es piritado com o un conde del Greco o un hidalgo desheredado, cuidaba otros detalles propios del aspecto de alguien acostumbrado a fumar con boquilla. Cultivaba una elegancia otoñal que daba un aire refinado a su rostro anguloso y pálido. Era el de un individuo capaz de divulgar el rumor de una supuesta hemoptisis, enfermedad propia del destino maldito de enamorados siempre pálidos y refinados. Evitaba así que le envidiaran los colegas cuando ganaba dos premios seguidos con sus artículos periodísticos. Edgar Neville había optado por una apariencia más informal, aunque durante décadas mandara comprar sus trajes en Londres. Tampoco podía cultivar el porte decadente que suele aportar una delgadez bien llevada como la de César González-Ruano, a pesar de la pertinaz tos curada a base de cigarrillos y café. La galopante obesidad de Edgar preocupaba a quienes le trataban, privados de su simpática compañía cada vez que se refugiaba en alguna clínica de adelgazamiento. A veces en una aséptica Suiza que le aburría. Lejos de su querida Marbella, donde todavía no contaba con estos adelantos capaces de hacer tambalear una sólida fortuna. Era, no obstante, un empeño tan inútil como reiterado, apenas un intervalo en su disfrute de la vida y en su culto a la amistad. Edgar Neville siem pre disponía de un tiempo generoso para quienes habían compartido con él experiencias, ilusiones y desengaños. En aquella velada de 1964, tan cercana a la muerte de sus protagonistas, charlaba con dos viejos amigos. A César le fascinaba lo aristocrático hasta el punto de haberse atribuido un imaginario marques ado. Y admiraba a Edgar, un Conde de Berlanga del Duero culto, ególatra y mundano; con un punto entre frívolo y canalla. El imprescindible para mantener un humor, su tarjeta de presentación, que siempre apreciaron quienes le rodeaban: todos consideraban que la suya era una simpatía arrolladora. Las relativas penurias económicas de César González-Ruano, resueltas a base de num erosas colaboraciones periodís ticas , contras taban por entonces con la situación de su anfitrión. Todavía iban de boca en boca los memorables éxitos teatrales de El baile (1952) y La vida en un hilo (1959), que llegaron a las mil repres entaciones a lo largo de varias temporadas y traspasaron las fronteras . Ya quedaban lejos, no obstante, los tiempos en que los más celebrados com ediógrafos empalm aban sus es trenos gozando de la fidelidad del público. También de una fortuna basada en las liquidaciones trimestrales de la SGAE. Edgar Neville permanecía pendiente de las mismas, pero su privilegiada situación, tan envidiada por los colegas, tenía otro origen. Era el único heredero de una familia rica y singular, evocada por él con una sonrisa que compartían quienes le escuchaban sus relatos de abuelos galantes y atrabiliarios. Se sentía identificado con esa tradición. La rememoraría en unas creaciones literarias donde prevalece lo autobiográfico, expuesto con la libertad de quien sólo firmó un pacto consigo mismo que no le comprometía a sacrificar la felicidad en aras de una puntillosa verdad. Se movía en aquellos recordados ambientes con la habilidad que también demostró en la alta comedia. Sus elegantes protagonistas nunca hablan de dinero. Se evidencia y hasta dilapida. Es lo natural entre quienes llevan varias generaciones sin preocuparse por el tema. El Conde de Berlanga del Duero siempre había vivido como un rico. Aparte de heredar una considerable fortuna, era marido de una no menos afortunada mujer, Ángeles Rubio-Argüelles, cuya madre, la beata Carlota Alessandri, había vislumbrado con sagacidad de propietaria el futuro de Torremolinos y otras localidades malagueñas. Aunque llevaba treinta años sin convivir con su esposa, Edgar Neville estaba al tanto del valor de aquellos bienes inmobiliarios. Y los promocionaba con una conciencia de su interés que no era compartida por Angelita, quejosa a menudo por su tacañería. También porque no la invitaba a participar en las fiestas que daba en Malibú, la residencia que a principios de los años cincuenta Edgar Neville había comprado a su arruinado amigo Ricardo Soriano Scholtz-Hermensdorff, marqués de Ivanrey. Este pionero del turismo y la producción cinematográfica también era aventurero, aeronauta y diseñador de una revolucionaria motocicleta entre otros variopintos artefactos. Fue así liquidando una inmensa fortuna con la idea de morir a los cincuenta años.