Caballero Rey
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Guido Rodríguez Alcalá Caballero rey 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales Guido Rodríguez Alcalá Caballero rey Al Lazarillo de Tormes, respetuosamente El Autor Prólogo No puedo recordar sin emoción aquel 26 de febrero. Por raro azar, la canícula propia del mes se había trocado en frío nórdico. Un cielo triste, ceniciento, semejante al cielo de Edgar Allan Poe (poeta a quien rendí su merecido homenaje en un matutino de plaza), ponía una nota de recogimiento y devoción sobre la venerada tumba del patriota, general de división don Bernardino Caballero de Añazco, el Centauro de Ybicui. La piedad de los hijos (legítimos o no) había depositado rosas rojas sobre la gloriosa lápida del finado reconstructor del Paraguay; como hijo espiritual del mismo, yo, raúl amarilla, deposito mi flor, mi pobre rosa roja, que queda como una gota en el océano de rosas rosas que recuerdan el tránsito del héroe a la inmortalidad. Mas, ¿cómo dejaría de perderse mi florcita si le tocaba competir con las coronas fúnebres enviadas por las poderosas empresas que dieron vida al país después de la total destrucción de la Guerra Grande? Las mencionadas empresas se veían en la obligación de honrar debidamente la memoria de su socio fundador... Al hacerlo, enviaban hermosísimas flores que atraían de sobremanera a las avispas (mención especial merece la corona enviada por La industrial Paraguaya S.A.)... Ya el número de las laboriosas abejillas había aumentado peligrosamente para la seguridad de los que festejábamos el cumpleaños del Héroe en el Walhalla, cuando llegó mi maestro, don Juan E. O'Leary (h), con los ojos enrojecidos por las lágrimas y un bello ramillete que me hizo oler; al olerlo, me dio un tremendo shock y, según me lo contaron después, caí desvanecido sobre la bandeja de apetitosas milanesas aportadas por unos correligionarios de Mbuyapei. ¡Costumbre peculiar la de nuestro pueblo, esa de festejar los aniversarios fúnebres con una familiar merienda sobre la losa fría que cubre los despojos mortales del Ser Querido! Costumbre que resulta colguá para los que se creen cosmopolitas pero en realidad exhiben su pobre condición de metecos. En efecto, la merienda fúnebre la comenzaron los antiguos griegos, mi maestro O'Leary tiene escrita una docta disertación para demostrarlo, haciendo ver que, ya en el canto C de la Ilíada, el divino Aquiles honró de igual manera la memoria de su amigo Patroclo. Siendo, pues, la costumbre vieja como Judas, no debemos avergonzarnos, nosotros, los auténticos paraguayos, de seguir una tradición que hunde sus raíces en lo más profundo de la cultura universal. Por eso yo no me avergüenzo; al contrario: con pluma inexperta mas orgullosa, relato aquella fiestita ocara por los Manes de don Bernardino Caballero, aquel 26 de febrero de 1931. Fiestita alegre y triste a la vez, pero siempre patriótica, estropeada un poco por la garúa y las avispas. ¡Bienaventurados aquellos que soportaron con ánimo impasible el aguijón doloroso! Yo me desmayé (reacción alérgica). Recuperé el sentido en brazos de mi querido Maestro, don Juan Emilio O'Leary, llamado también el Reivindicador por su valiente campaña a favor de los Héroes militares del Paraguay, criticados por la propaganda extranjerizante, que les imputaba la supuesta destrucción del país. A mi querido maestro se le veía la cara un tanto hinchada, aunque ya las manos de hada de la Chunga le habían quitado todos los aguijones... En realidad, lo que le encendía las mejillas, lo que dilataba las venas de sus nobles sienes, no era tanto el veneno de los bichos sino el fuego de una noble indignación. Porque los males físicos no tenían ningún Imperio sobre el ánimo de mi noble maestro cuando lo poseía el entusiasmo de una noble causa, de una reivindicación auténticamente nacionalista y popular, como el Culto del mariscal Francisco Solano López o del general de división Bernardino Caballero de Añazco. -¡Infames! -tronaba mi Maestro -¡Mercenarios! ¡Agentes de la plutocracia sin corazón! Debo rectificarme, caro lector: no recuperé el sentido en brazos sino en la casa de mi querido maestro, don Juan Emiliano O'Leary. Debo aclarar, además, que cuando me desmayé en el cementerio, él me llevó a su casa, donde pasé dos días entre la vida y la alergia, mientras la muchacha, solícitamente, me aplicaba tabaco mascado sobre las picaduras -vieja receta guaraní a la que debo la vida... La Chunga (así se llamaba la muchacha) velaba al pie del lecho, con la fidelidad propia de su raza, que desconoce las convenciones extranjerizantes características de los liberales de las que, lamentablemente, yo no me había liberado del todo (¿cómo ser libre en un país dominado por la Beocia liberal?). En efecto, aunque la medida adoptada por la Chunga para mi sanación hubiese sido perfectamente adecuada, me resultaba un tanto embarazoso (prejuicio burgués) verme frente a la noble mujer, que para atenderme como es debido me había puesto en calzoncillos. La Chunga, «inmóvil como un ídolo sagrado», era una figura de bronce en la penumbra de la alcoba, iluminada sólo por las filtraciones de los agujeros del techo de cinc. (La casita de la calle Brasil merecía um reparo, para decirlo en la lengua del Juca, autor de una valiosa pero inédita biografía del Centauro -vide infra.) Ella sabía bien que no había que molestar al maestro cuando reflexionaba en voz alta: éste, presa del arrebato místico, se limitaba a repetir, haciendo gestos majestuosos y girando en torno de mi catre, sin mirarme: -¡Infames! ¡Mercenarios! ¡Agentes de la plutocracia sin corazón! Yo era demasiado joven, le tenía muchísimo respeto: aún no le conocía bien... Comenzaba a sentirme, de más en más, incómodo... Afortunadamente, J. Natalicio González rompió el hechizo: vino entrando con la jarra del yaguareté caá (noble infusión autóctona) y la robe de chambre de seda verde y dragones plateados que acostumbraba a usar en casa propia y en la de los amigos (cuando allí se hospedaba por más de dos semanas). Ocurre, ¡oh vergüenza!, que el gobierno liberal (en el poder desde 1904) desconocía los méritos de J. Natalicio González y el humanista, falto de cargo público, se veía obligado a recurrir a la generosidad de los amigos colorados; Natalo se hospedaba, a la sazón, en casa de mi maestro, esperando que don Bonifacio Caballero (noble vástago del Centauro) terminase de construir, en el patio de su casa-habitación de la calle Artigas, un departamento destinado para la residencia del autor de los Epinicios. J. Natalicio González (permítaseme la disgresión) acababa de terminar un original ensayo sobre las raíces platónicas de la civilización guaraní y estaba preparando otro sobre las raíces guaraníes de La Tempestad de Shakespeare (este último puso en evidencia que La Tempestad había utilizado, sin citarlas, fuentes guaraníes). J. Natalicio González, entonces, sirvió a don Juan su autóctona infusión, me saludó fraternalmente y después, sin decir palabra, se sentó en el catre y comenzó a contemplarse atentamente el pie derecho, cuyos dedos contraía y distendía rítmicamente, de acuerdo con la costumbre campesina, que permite al pynandí (al auténtico hijo de la tierra), sin descalzarse, la adopción de una postura de distensión y concentración algo afín a las yogas, pero de efectos infinitamente superiores. Le contemplamos en silencio. Después de algunos instantes, el maestro O'Leary dijo, sentenciosamente: -¡Infames! ¡Mercenarios! ¡Agentes de la plutocracia sin corazón! Era exactamente lo mismo, pero ahora con mucha calma. (Es que J. Natalicio González producía un efecto especial sobre los demás: les trasmitía calma. En los momentos de mayor exaltación (lo he visto), cuando los correligionarios estaban a punto de llegar a los puños por alguna cuestión filosófica o económica, Natalicio, cuando le llegaba el momento de hablar, esperaba unos instantes, se miraba los dedos del pie o miraba el piso (cuando estaba calzado) y después emitía alguna sentencia conciliatoria, que calmaba los ánimos como por arte de magia). Ya más calmado, el maestro O'Leary nos leyó con voz trémula el texto que los enemigos de la paraguayidad habían hecho circular por la Asunción durante mi largo desvanecimiento apícola, como ofrenda sacrílega a la memoria del Centauro. ¡Oh lector! La indignación me embarga cuando pienso en el infame y falso documento que, por razones metodológicas, no puedo dejar de transcribir a renglón seguido: DIRETORÍA GERAL DE CONTABILIDADE DA GUERRA -Rio de Janeiro. «Copia -Nª 466 -Ministerio dos Negocios da Guerra. Rio de Janeiro, em 13 de Junho de 1870, Mande Vmce. abonar mensalmente ao General Caballero, Coroneis Aveiro, Centurion e Carmona, paraguayos, o soldo de coronel, aos Tenentes-Coroneis Silvero e Palacios o soldo de tenente-coronel; ao Mayor Lara e ao Tenente Maiz o soldo de suas patentes; ao ex-Ministro Falcon cem mil reis; a ao Padre Maiz (todos paraguayos) o soldo de Capelao Alferez. Deus guarde a Vmce. (assignado) Barao de Muritiba. -Sr. Domingos Jose Alvarez da Fonseca. Cumpra-se e extracte-se. Pagadoria das tropas da Corte, em 15 de Junho de 1870. -(Assignado) Fonseca. -Extractado- (Assignado) Leal. -Averbado. - (Assignado) Barros». Inteligente lector: no es mi propósito el de ofender tu inteligencia explicándote lo que para ti está claro. Sin embargo, permíteme explicarte que el libro lo leerán lectores jóvenes (en muchos casos, jóvenes de buena fe, pero de inteligencia estragada por la propaganda antipatriótica), por esa razón, preciso ser claro, clarísimo (tal cual el inmortal J. Natalicio González al explicar que la ideología liberal se afincó en el Paraguay gracias a los judíos). Por eso, te explico: este documento apócrifo afirmaba que el general Bernardino Caballero y otros muchos héroes paraguayos habían recibido dineros del Ministerio de Guerra brasilero... Fue después de terminada la guerra, podrás argüir, y eso no desprestigia para nada, en su actuación guerrera, a los mencionados héroes..