Los Buscadores De Oro De Augusto Monterroso Y La Escritura Autobiográfica
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LOS BUSCADORES DE ORO DE AUGUSTO MONTERROSO Y LA ESCRITURA AUTOBIOGRÁFICA César Ferreira UNIVERSITY OF OKLAHOMA La publicación del libro de memorias Los buscadores de oro (1993) del escritor guatemalteco Augusto Monterroso viene a sumarse a una larga lista de autobio- grafías, memorias y diarios íntimos que de un tiempo a esta parte renuevan el interés por la escritura del «yo» en la literatura latinoamericana. Además del li- bro que aquí nos ocupa, señalo algunos títulos a manera de recordatorio: El pez en el agua (1993), las polémicas memorias políticas de Mario Vargas Llosa; Antes que anochezca (1992), el duro libro escrito al borde de la muerte por Rei- naldo Arenas; el escéptico diario íntimo de Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso (1993); o las divertidas antimemorias de Alfredo Bryce Echenique, Permiso para vivir (1993). En verdad, es posible afirmar que todo este reciente caudal memorioso y vi- talista en la literatura latinoamericana tiene como punto de partida la mayoría de edad alcanzada por la novelística del «boom». El protagonismo de los escritores latinoamericanos, su capacidad para entablar polémicas literarias e ideológicas a nivel internacional, los convierte hoy, casi cuarenta años después de la aparición del «boom», en iconos culturales cuyas vidas personales son materia de curiosi- dad para sus lectores, tanto como sus obras de ficción. Qué mejor ejemplo para confirmar este fenómeno que la aparición del primer capítulo de las memorias de Gabriel García Márquez, tituladas Vivir para contarlo, en el diario El País en marzo de 1998.1 Los buscadores de oro de Augusto Monterroso se une a este extenso queha- cer autobiográfico con sus propios matices y características. Es ya un lugar co- mún decir que Monterroso es autor de los textos más breves de la literatura lati- noamericana. Junto con ello, es también el cultivador de una prosa concisa y es- cueta, que se deleita en un juego verbal que busca la exaltación de la frase justa. Esta celebración del lenguaje, iniciada hace más de treinta años en libros como Obras completas y otros cuentos (1959); La oveja negra y demás fábulas (1969); Movimiento perpetuo (1972); o La palabra mágica (1983), ubica su Gabriel García Márquez. «Vivir para contarlo», «Domingo» de El País, Madrid, 22 de marzo de 1998, págs. 1-6. 101 102 CÉSAR FERREIRA proyecto literario ante una disyuntiva para el crítico. Artesano del lenguaje, el verbo de Monterroso cuestiona los límites genéricos de la fábula, el aforismo, el cuento y el ensayo, gracias a un agudo uso de la parodia, la sátira y la autorrefe- rencialidad literaria. Este notable ejercicio de depuración del lenguaje, que Jor- ge Ruffinelli ha denominado la «ética literaria» de Monterroso,2 privilegia tam- bién al discurso autobiográfico. En libros como Lo demás es silencio (1978), donde Monterroso le entrega poderes autoriales a su alter ego, Eduardo Torres, y La letra e (1983), libro con formato de diario íntimo, la escritura se postula siempre como el producto de un «yo» protagónico múltiple y polisémico, eva- diendo todo intento preciso de clasificación genérica. En Los buscadores de oro, Monterroso es fiel a los postulados teóricos sobre los que se alza su obra anterior. Dividido en una veintena de capítulos breves, el libro apenas excede las cien páginas. Su brevedad subraya la intención del pro- yecto narrativo: compartir con el lector el cuestionamiento de esa persona real que se llama Augusto Monterroso; pero, sobre todo, revelar esa persona pública que el lector conoce como Augusto Monterroso, el escritor. Esa identidad en- cuentra su punto de origen en el espacio de la infancia. Así, el libro recorre so- lamente los primeros años de vida del autor, desde su nacimiento en Honduras en 1921, hijo de padre guatemalteco y de madre hondurena, hasta su partida de Tegucigalpa en 1936 al comienzo de su adolescencia. Victoria Ocampo comenta en su autobiografía que «El tiempo adquiere en manos de la memoria certificado de simultaneidad para todas las épocas de una vida y no le importa la cronología» (23). Y, al evocar la reconstrucción de su in- fancia en el ejercicio de la escritura, comenta que «quien recuerda a la niña no es una niña, pero los hechos recordados son independientes de la voluntad del adulto y responden a una elección para la que [el escritor] no ha sido consulta- do» (28). Tales comentarios vienen al caso para el proyecto autobiográfico de Monterroso. El autor utiliza recursos clásicos del género autobiográfico al ocu- parse de su infancia: el rescate de su mundo familiar y doméstico, cierta infor- mación genealógica y la evocación de los primeros espacios del mundo externo que conoce como el colegio y la ciudad. Sin embargo, es en el reordenamiento de estos datos que la objetividad le cede el paso a una licencia poética que de- viene en una escritura que pronto escapa a las reglas gramaticales del pretérito, retratando personas y lugares con sus propios parámetros, casi a su libre antojo. Así, la voz que narra se torna en un «yo» siempre elusivo y escurridizo, sospe- Vid. la introd. de Ruffinelli a Augusto Monterroso, Lo demás es silencio, Madrid: Cátedra, 1982, págs. 9-48. Entre los trabajos críticos más recientes sobre la obra de Monterroso véanse Fran- cisca Noguerol Jiménez, La trampa en la sonrisa: Sátira en la narrativa de Augusto Monterro- so y Lina Roux de Caicedo. Augusto Monterroso: la fábula en Monterroso, lugar de encuentro con ¡a verdad. Véase también la introducción de Wilfrido H. Corral a Complete Works and Other Stories. Sobre Los buscadores de oro, véase el comentario Fabienne Bradu. Consúltese la bibliografía general. LOS BUSCADORES DE ORO DE A UGUSTO MONTERROSO 103 diosamente privado. Y es que la escritura funciona a la vez como máscara y re- fugio de una recatada confesionalidad del autor que, de un lado, retrata el pasa- do en breves fragmentos (casi a la manera de vagos espejismos), producto de la frágil memoria del «yo» infantil, y, de otro, alterna ese ejercicio con un «yo» adulto que nos revela cautelosamente secretos de su vida personal: su vida fa- miliar, su inclinación política, su aprendizaje sentimental, sus primeras lecturas. En buena cuenta, todo aquello que constituye la identidad de ese «yo» que hoy es un escritor. Es precisamente el escritor Augusto Monterroso quien abre las páginas del primer capítulo con una anécdota que explica el nacimiento del texto que el lector tiene entre manos. Tras ser presentado en una universidad italiana antes de una charla, responde, con no poca falsa modestia, a las generosas palabras de su anfitrión diciendo: «Como a pesar de lo dicho por el profesor Melis es muy probable que ustedes no sepan quién les va a hablar, empezaré por reconocer que soy un autor desconocido, o, tal vez con más exactitud, un autor ignorado» (9).3 Esta necesidad de explicar en público su identidad de escritor lleva a Monterroso al entendimiento personal de la necesidad de llevar a cabo el ejerci- cio de escritura en cuestión: «al escuchar mis propias palabras encadenándose unas con otras, a medida que trataba de dar de mí una idea más o menos acepta- ble, la sospecha de que yo mismo tampoco sabía muy bien quién era comenzó a incubarse en mi interior...» (9). Y añade: Mientras leía, una aguda percepción de mi persona me hacía tomar conciencia, en forma casi dolorosa, de que me encontraba en un aula de la antigua e ilustre Universidad de Siena dando cuenta de mí mismo, de mí mismo treinta años antes tal como aparezco en el texto que leía, es decir, llorando de humillación una fría y luminosa mañana a orillas del río Mapocho durante mi exilio en Chile; leyéndolo con igual temor, inseguridad y sentido de «qué hago yo aquí» con que hubiera podido hacerlo otros treinta años antes, cuando era apenas un niño que comenza- ba a ir solo a la escuela (9). Si esta duda existencial es la que alimenta la necesidad de la escritura en primera persona, ese ejercicio introspectivo es también el que busca reordenar los acontecimientos vitales para dar respuesta al cuestionamiento ontológico que asalta repentinamente al escritor. Así, desde la inmediatez del ejercicio de la palabra escrita, Monterroso, el fabulador, asume plenamente los poderes auto- riales que el verbo autobiográfico le concede para que creador y protagonista se vean súbitamente unidos desde la voz del «yo». Y así lo anuncia: Hoy, dieciocho de mayo de 1988, dos años más tarde, en la soledad de mi estu- dio en la casa número 53 de Fray Rafael Checa del barrio de Chimalistac, San Ángel, de la ciudad de México, a las once y quince de la mañana, emprendo la historia que no podía contar in extenso aquella tarde primaveral e inolvidable de ' Todas las citas provienen de la ed. española de Los buscadores de oro, Barcelona: Anagrama, 1993. 104 CÉSAR FERREIRA la Toscana, en Italia, en que me sentí de pronto en lo más alto a que podía haber llegado a aspirar como escritor del Cuarto Mundo centroamericano (9-10). Esta inmediatez del artista ante el acto de la escritura se transfiere fácilmente al mundo infantil evocado en el capítulo II. Pero desde la concisión de su prosa, el mundo del pequeño Augusto hace gala de una memoria fragmentada que transita con facilidad entre un mundo real e imaginario. El tiempo gramatical del presente es utilizado frecuentemente en el texto como espejo onírico de la me- moria, pero la voz que narra continuamente se desdobla para plasmar un prota- gonista autobiográfico que se constituye a partir de un contrapunto entre un «yo» imaginario y un «yo» real que informa al lector de datos sobre su vida, pe- ro que también acerca y distancia al lector con respecto a los hechos narrados.