QUEREMOS Testimonios De Violencia Contra Las Mujeres En El Caribe Sur De Nicaragua Créditos
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Vivas las QUEREMOS Testimonios de violencia contra las mujeres en el Caribe Sur de Nicaragua Créditos Coordinación: Mara Martínez Cruz, Global Communities Investigación: Martha Flores Fotografías: Margarita Montealegre Morales Edición de texto: Tania Montenegro Rayo Tratamiento digital fotográfico: Douglas López Toledo Diseño gráfico: Marlon Pérez Armas • [email protected] Esta publicación es posible gracias al generoso apoyo del pueblo estadounidense a través de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). El contenido de esta obra es responsabilidad exclusiva de Global Communities y no refleja necesariamente las opiniones de USAID o del Gobierno de los Estados Unidos. A las vidas de Ena María, Fátima, Gioconda, Juana Marcelina, Jenery, Jessenia, Julia, Luz Marina, Marileth, Marling, Marlene, Melania, Paula, Petronila, Rosibel, Tatiana, Xiomara, Zayra... y de todas aquellas que también tenían sueños. Presentación La exposición fotográfica “Vivas nos queremos” • Testimonios de violencia contra las mujeres en el Caribe Sur de Nicaragua, presenta los rostros e historias de 18 mujeres víctimas de femicidio o de violencia letal entre el 2014 y el 2016 en la Región Autónoma Costa Caribe Sur, de acuerdo a los registros del monitoreo del sitio Voces contra la Violencia: www.voces.org.ni. El lente de la fotoperiodista Margarita Montealegre y los testimonios recogidos por la activista Martha Flores, captan imágenes extraídas de los álbumes familiares, objetos personales y espacios, además de los rostros de personas cercanas que comparten sus recuerdos para describir cómo eran ellas, la forma en que murieron y si se ha hecho o no justicia. Estos relatos visuales y testimoniales buscan contribuir a sensibilizar a nivel personal y colectivo sobre el impacto que tiene la violencia contra las mujeres en sus vidas y en la sociedad. Pero también a identificar esta violencia como un ejercicio de poder de los hombres como perpetradores directos, y de una sociedad que se basa en el estatus diferenciado que tienen los hombres sobre las mujeres, pero también unas etnias sobre otras, una clase social sobre la otra, las personas sin discapacidad sobre las que tienen discapacidad entre otros. Esta violencia física, extrema y asesina es posible porque en la sociedad se ve como normal la violencia moral, ese conjunto de costumbres que ayudan a garantizar el mantenimiento del orden de género, como dice la antropóloga y feminista argentina Rita Segato1. Para ella, “la violencia moral es el más eficiente de los mecanismos de control social y de reproducción de las desigualdades”. “Violencia moral es todo aquello que envuelve agresión emocional, aunque no sea ni consciente ni deliberada. Entran aquí la ridiculización, la coacción moral, la sospecha, la intimidación, la condenación de la sexualidad, la desvalorización cotidiana de la mujer como persona, de su personalidad y sus trazos psicológicos, de su cuerpo, de sus capacidades intelectuales, de su trabajo, de su valor moral. Y es importante enfatizar que este tipo de violencia puede muchas veces ocurrir sin ninguna agresión verbal, manifestándose exclusivamente con gestos, actitudes, miradas. La conducta opresiva es perpetrada en general por maridos, padres, hermanos, médicos, profesores, jefes o colegas de trabajo” (Rita Segato). El femicidio es el último eslabón de una larga cadena de violencia en su versión más extrema, porque acaba con la vida. Pero también afecta la vida de sus familias, ya que el dolor, el trauma y la ausencia palpitan en la memoria y en el corazón. Provoca orfandad, miedo, limitaciones económicas, soledad, sentimiendo de impunidad, como se desprende de los relatos aquí contados. 1 Segato, Rita (2003). “Las estructuras elementales de la violencia”. Aquí se presenta la versión de la historia desde el lado de esas víctimas. Sus voces, muchas veces temblorosas, son un reclamo a las leyes, al actuar de las instituciones y a la indiferencia social frente a las violencias que arrebataron la vida de sus hijas, madres, hermanas, abuelas o esposas. De estas mujeres, la mayoría murió a manos de sus exmaridos, parejas actuales y familiares cercanos. Otras a mano de desconocidos o vecinos que aspiraban a poseer sus bienes o propiedades. Tenían entre 18 y 80 años, la mayoría de ellas fueron madres a muy temprana edad. Sus historias son un muestrario de agresiones que cada día atraviesan la vida de muchas mujeres. Esta exposición les pone rostro a las cifras, esas que no necesariamente están recogidas en las estadísticas oficiales. Justamente por eso, para dimensionar y conocer a profundidad esta realidad que violenta y arrebata vidas cada año, es que las organizaciones de mujeres monitorean y dan seguimiento a las situaciones de violencia. Este es un homenaje a esas mujeres que ya no están, pero que siempre serán recordadas. También es un llamado a la acción colectiva y comunitaria, porque el femicidio y otras formas letales de violencia requieren para su eliminación de la toma de conciencia de esa violencia moral que reproducimos como sociedad en las familias, en la escuela, en el trabajo, en las calles… para no ser parte de esa violencia hay que actuar frente a ella. Estos testimonios son una fuerte motivación para seguir trabajando junto a las organizaciones socias en la sensibilización sobre la violencia contra las mujeres y por una sociedad más igualitaria y equitativa. Han sido partícipes activos en ese ideal el Centro de Estudios e Información de la Mujer Multiétnica de la Universidad de las Regiones Autónomas de la Costa Caribe Nicaragüense (CEIMM-URACCAN) en alianza con Católicas por el Derecho a Decidir, el Movimiento Auto-convocado Pro Derechos Humanos de las Mujeres, la Asociación Mujeres Jóvenes Luchadoras (AMJOLU), el Observatorio de Derechos Humanos y Autonómicos de la Bluefields Indian & Caribbean University (ODHA-BICU), la Red de Mujeres Afro, la Federación de Organizaciones de Personas con Discapacidad (FECONORI), y Global Communities que tiene parte importante de su trabajo en la Región Autónoma Costa Caribe Sur. Global Communities agradece a David Mendoza, Janeth Oporta y Jesús Salgado, periodistas de Río Blanco, Nueva Guinea y Bluefields, respectivamente, por su valiosa colaboración para identificar personas, sitios y datos claves durante la investigación. Y por supuesto, gracias infinitas a cada hija, hermana, madre, familiar o vecino/a que compartió su relato con la esperanza de que se haga justicia y termine la violencia contra las mujeres. Fátima, su esposo y su hijo, en una de sus últimas fotos. La madre y hermanas de Fátima no se explican por qué el hijastro de Fátima la asesinó. “Ella tenía un gran corazón para él, caminaban juntos, lo quería como si fuera su hijo”, dice María Susana, su hermana. “No nos quiten la vida” un rencor inexplicable Fátima del Rosario Cerda Hernández era una mujer de campo muy activa, a quien le encantaban mucho las fincas, andar montada, ver el ganado. Sus cuatro hermanas la recuerdan como una mujer trabajadora “que se iba superando para tener sus cosas” y que también quería que todo mundo se superara. “Yo trabajo para que mis hijos vivan mejor, todos: mi familia, mis sobrinos, mi entenado”, decía Fátima, según cuenta su hermana María Susana. De su primera relación tuvo una hija (16) que ya no vivía con ella, luego se casó con Levy Hernández y en 14 años de matrimonio tuvieron un niño (10 años) y una niña (16 meses). Llevaban dos años con una “vida feliz”, porque antes su marido tomaba mucho. También convivían con Norlan Junior González (18 años), hijo de Levy de una relación anterior, quien antes vivía con su abuela pero requería más atención, por lo que Fátima no tuvo problemas en terminar de criarlo. A sus 36 años ella tenía su propia finca situada al lado de la que compartía con su marido en Paiwas (RACCS). “Tenía muchos planes, muchas metas”, dice María Susana, y añade que iba a la finca de su mamá cada 15 días y no paraba haciendo cosas. “Hasta al entenado (hijastro) había dicho que quería irle a comprar una finca al lado de Siuna”, comenta. El 30 de junio de 2016, Fátima salió en compañía de Norlan (en ese momento de 17 años) a visitar a su mamá y hermana en la finca de al lado. Él llevaba una escopeta por seguridad. “Ella tenía un gran corazón para él, caminaban juntos, lo quería como si fuera su hijo”, apunta María Susana. También expresa que ese día estuvieron hablando de trabajos en la finca y hasta bromearon. “Fátima me dijo: Quiero ver un día prosperado para nosotros, que fuéramos alguien en la vida. Nos daba aliento para trabajar. Incluso bromeamos y estaba otro muchacho ahí diciendo que Norlan se casara con la hermana de él para que tuvieran todo y compartieran los bienes”. Según cuentan sus familiares, Fátima decidió que regresaran a mediodía porque quería ir a ver a la niña. Aproximadamente dos horas más tarde, cuando pasaban por la finca Julio Oporta en la comarca Palsagua (Paiwas), Norlan iba detrás de ella y le disparó sin más por la espalda cerca del corazón. Luego huyó hacia Río Blanco y ahí lo capturó la Policía en casa de una tía. Él confesó que la mató porque supuestamente lo maltrató cuando era niño. Por ser menor de edad en ese momento, a Norlan lo sentenciaron a seis años por el delito de femicidio. Su madre, Susana Hernández, cuenta que su hija amaba el campo y le gustaba mucho montar a caballo. Sus familiares coinciden en no entender el motivo. “Venía con el entenado porque cuando uno confía en una persona, uno camina con él”, comenta Ángela, otra de sus hermanas. “Ella era buena persona con ese muchacho y nunca tuvo enemigos con nadie para que la matara de esa manera”, puntualiza. Después que falleció, la familia de Fátima y el papá se turnan para tener a la niña y al niño, ambos quedaron muy afectados.