El Boxeador.Indd
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
Julio Romero Parra El boxeador © Julio Romero Parra © Fundación Editorial El perro y la rana, 2018 (digital) Centro Simón Bolívar Torre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela, 1010. Teléfonos: (0212) 7688300 / 7688399. Correos electrónicos [email protected] [email protected] Páginas web www.elperroylarana.gob.ve www.mincultura.gob.ve Redes sociales Twitter: @perroyranalibro Facebook: Fundación Editorial Escuela El perro y la rana Diseño de la colección: Mónica Piscitelli Carlos Zerpa Edición al cuidado de: Ángel Cristóbal Jairo Noriega Juan Carlos Torres Álvaro Trujillo Hecho el Depósito de Ley Depósito legal DC2018001186 ISBN 978-980-14-4223-3 colección Páginas Venezolanas Esta colección celebra a través de sus series y formatos las páginas que concentran tintaviva como savia de nuestra tierra, es feria de luces que define el camino de un pueblo a través de la palabra narrativa en cuentos y novelas. La constituyen tres series: Clásicos abarca obras que por su fuerza y significación se han convertido en referentes esenciales de la narrativa venezolana. Contemporáneos reúne títulos de autoras y autores que desde las últimas décadas han girado la pluma para hacer fluir nuevas perspectivas y maneras de exponer la realidad. Antologías es un espacio destinado al encuentro de voces que unidas abren portales al goce y la crítica. Julio Romero Parra El boxeador Para Aníbal Reyes ¡Pega, Betulio! ¡Vuelve a pegar, Betulio! ¡Sigue pegando, Betulio! ¡De nuevo pega, Betulio! ¡Se cayó Betulio! MIGUEL THODDÉ COMENTARISTA DEPORTIVO Campanazo inicial Mi nombre es Betulio González y fui a Bangkok, Tailandia, a pelear contra un chino asesino. El asiático había empaquetado a más de tres para la funeraria. Fuerzas inevitables me empujaban hacia una segura muerte en el ring. Pero no soy el mismo que en los años setenta, al enfrentar a Venice Borkorsor, dejó olvidados los calzoncillos en el camerino. No soy ese genio del boxeo. Soy algo peor. Soy otro Betulio González. 13 Primer asalto Sobre el origen de mi nombre y sobre el nombre de mis mascotas Las últimas cuartillas de esa novela (si es que tal emborronamien- to de páginas podía llamarse así) las estuve escribiendo en un hospital para parias, con no menos de ocho plomazos metidos entre mis tripas y con un resabio amargo en la boca que me hizo descubrir lo que tanto habían llamado sabor a madres. La había comenzado a redactar en la perrera, hundido hasta el culo en el fondo de la letrina. La terminé tirado en una cama con las morcillas repletas de plomo. Me dolía todo el cuerpo, maldita sea. ¡Tantos golpes recibidos du- rante tanto tiempo! Y para colmo de males esos tiros que me pegaron El rayo Zambrano y José El chubisco. Antes de mi pelea contra Lam, el tailandés asesino, estuve metido en la jaula acusado por homicidio. En ese pasado inmediato, apenas estaba por sonar el campanazo. Es decir, las páginas que trajo Teodul- do (mi hermano) en compañía de Lucrecia (mi cuñada) la última vez que vinieron a visitarme, se encontraban casi en blanco. Los lápices es- taban enteros, largos y puntiagudos. Así que, por petición de ellos, me 15 Julio Romero Parra dio por soltar esas cosas que estaban enredadas en mi memoria. Para lograrlo, me puse a pensar en lo jodido que es la vida. Sobre todo eso. Esa vida del carajo, peluda y cojonuda, que nos jalaba hacia el fondo de la letrina. Bueno. La mismísima comenzó así, treinta y cinco años atrás. Pre- cisamente la madrugada de la pelea allá en Tailandia. El ídolo de Co- codrilo había logrado sacudir duramente a un compatriota y le dio por gritar a viva voz: —¡Ahora tráiganme al chino! ¡Quiero que me traigan al chino!… ¡Imagínense! qué bocazas comenzó a sentirse la belleza de Betulio. Pero los promotores no pudieron traerlo. No pudieron buscar al chino, campeón mundial para ese entonces, porque el cabrón se dio toda la bomba del mundo y no quiso venir a Caracas. Pero sí pudieron llevar a Betulio hasta Tailandia donde el amarillo lo estaba esperando para taparle la boca a puñetazos. Eso fue al principio de los años seten- ta. Treinta y cinco años atrás. En la ocasión cuando yo nací, recuerdo. He allí cuando comenzó mi vida. Mi maldición. Mi infierno de cuatro esquinas. Mi historia a quince asaltos. Mi condena perpetua en un cuadrilátero. Aconteció que en la alborada, cuando el tailandés le echó la pa- rranda de carajazos al gran Betulio, María Seferina González, mi puta madre, me trajo al mundo. La vieja estuvo reventándose las entrañas toda la noche en una fiera lucha contra mí. Al mismo tiempo, La tiro fijo, madre del mejor compinche que llegué a tener (El Mono Betulio Parada que en paz descanse), también lo estaba pariendo. Así que, en el correr de esas tres décadas y un tanto que llevaba sobre esa isla de traiciones que es el mundo, muchas veces me veía obligado a explicar los motivos por los cuales mi nombre era Betulio González. ¡Sí!, Betulio González, igual que el mítico boxeador de mi país. Existía mucha gente curiosa. Gente que preguntaba y pregunta- ba. Cuando me mortificaban con el asunto de mi nombre me obligaban a contestar. ¡Hasta cuándo, carajos! Les decía a los pendejos que me llamaba así en honor al apelativo del santo vernáculo, por quien el gra- cioso de mi padre profesó infinita devoción. Creía que era necesario explicar el origen de mi patronímico antes de darme a la aventura de relatar algunos pormenores importantes de mi vida; sobre todo aque- llos que ayudaron a conducirme, ya después de la edad de Cristo, hasta -16- Primer asalto las manos de Julia y de la mafia. Con Julia hice un pacto de amor que terminó convirtiéndose en odio. Con la mafia hice un pacto de lealtad que terminó, como siempre terminan sus alianzas, con una ingratitud. Anduve con dos peligros latentes a la vez, Julia por un lado y la mafia por el otro, y ese tiempo lo pude dividir entre lo deportivo y lo delictivo, entre jornadas apoteósicas en el ring y entre asesinatos de pendejos en la calle. De tal modo que me parecía necesario comenzar a aclarar mi si- tuación. Estuve durante algún tiempo reincidente en la perrera, con la propia crema, esa vez intentando cortar la cabeza a la metáfora como si fuera un pollo. La expresión no me pertenecía. Era original de mi her- mano, quien siempre fue empleado de librería y quien siempre destacó como lector voraz. Y la dijo en ocasión cuando se apareció de visita con las cuartillas, con su mujer Lucrecia, y con una docena de lápices de puntas muy afiladas. —Oye, ¿y Gerardo? —le pregunté a mi cuñada. —En la casa —contestó ella. Enyesado, como una momia, desde el día de la bendita pelea en la playa. No me interesé más por el patán y a continuación fue que surgió la idea de escribir una novela a quince asaltos. —¡Escribe una novela! —dijo mi cabroncito hermano. Vas a estar mucho tiempo zampado en la perrera. Es probable que jamás vuelvas a salir con vida de la letrina. Así que escribiendo podrás distraerte y hasta los años te pasarán más apurados. —¡No me mames! —le dije—, y hasta me reí de manera torva, pensando en las mierdas de El rayo y El chubisco, los esbirros de El gusano, quienes siempre mataban a puras cuchufletas. Mamadores de gallo y muy sandungueros los cabrones. Inclusive soltaron chistes sobre mi huevito en algún burdel de Bangkok, en el momento cuando jala- ban los gatillos con el afán de mandarme hacia el infierno. —¡Ese huevito está pichoncito! —dijo El rayo cagándose de la risa. Y con los tiros, por supuesto, se me engurruñó más el cuero de las bolas. Teoduldo me dijo que escribir una novela era fácil. Que era como vaciar concreto. Mi hermano siempre con sus ideas locas de libros y otras huevonadas. Vaciar concreto. Vaciar palabras. Así me dijo. -17- Julio Romero Parra Levantar una historia como se levanta un edificio. Tan fácil como cuando el perro capón levanta la pata para mear. —Creo que no podré hacerlo —le dije con sinceridad. —¡Pues, claro que sí! —insistió él. Escribir es lo mismito que boxear. Te pones a darle coñazos a una historia y llega el momento en que ya la tienes derrotada. —¿Cómo un nocaut? —¡Exacto! Pero un nocaut es algo fulminante. Un nocaut es como si escribieras un cuento. —¿No es lo mismo? —¡No! —dijo Teoduldo. Una novela no es lo mismo que un cuento. Un cuento se refiere a un solo asunto. En cambio, una novela es algo más largo que tiene muchas cosas que contar. Es una pelea de largas tripas. —¿Cómo un combate a quince asaltos? —¡Exacto! Podría ser más larga o más corta, pero no tanto. Y debe ser intensa para que no pierda el interés. —¿Cómo la pelea entre Dempsey y Firpo?… —¡Exacto! —dijo mi hermano quien solía repetir con frecuencia esa palabra. Mientras hablaba, su mujer permanecía a la expectativa. Así que tal era la intención de la visita de Teoduldo y de Lucrecia, de las cuarti- llas y de los lápices: la intención de que esos duros y desgraciados años de presidio que seguramente me aguardaban no se hicieran tan tedio- sos si me dedicaba a escribir una novela. Algo así, según me dijo, como hizo Henri Charriere cuando estuvo en su perrera, metido hasta el culo en Alcatraz, y sumergido en Papillon. Pero las cosas se simplificaron. No debí esperar tantos años para poder escribir esa aventura. Tampoco debí esperar mucho para salir de las rejas.