SOBRE CRÍTICA DEL QUIJOTE

Maxime Chevalier

Hace varias décadas que deja pendientes la crítica cervantina unas preguntas esenciales. Me refiero a la relación entre Cervantes y el protagonista del Qui• jote, por una parte, y, por otra parte, al concepto en que tenía Cervantes los libros y la cultura libresca. Sobre ambas preguntas quisiera explicarme hoy. La primera pregunta la planteó la edad romántica al afirmar que Cervan• tes mal había entendido la grandeza de su héroe. Tal concepto iba ya en germen en la conocida frase de la Estética hegeliana que define el asunto del Quijote como «oposición cómica entre un mundo ordenado según la razón [...] y un alma aislada», frase decisiva por señalar la pauta de la crítica deci• monónica, según la cual la novela cervantina es el conflicto entre prosaísmo y poesía, realidad e ideal, don Quijote y la sociedad. Al tomar este camino, se orientaban forzosamente los estudiosos a quienes competía la definición del protagonista hacia un elogio de la locura, un elogio de la locura radicalmente distinto del de Erasmo, que es elogio jocoso de la simpleza (stultitia).1 E iban a desembocar fatalmente en el dilema enunciado por Marthe Robert: de dos cosas la una, o bien abona el lector el buen sentido cervantino, hipótesis en la que don Quijote no pasa de ser un loco grotesco; o bien vemos en don Quijote una especie de santo escarnecido, y hemos de confesar que Cervantes no en• tendió su propia creación.2 Dilema finamente cincelado —y dilema inacepta• ble. Cualquier lector de buena fe en seguida advierte que dicho dilema no da cuenta de la realidad. En efecto, el acero del argumento tiene una falla, no tan difícil de detectar como las que encierran las paradojas de los pensadores eleáticos. Esta falla consiste en excluir de la novela la voz de la cordura, no reteniendo de ella más que la voz de la locura. Esta voz de la cordura, esta voz de la razón, suena constantemente en el libro: voz de Sancho, la voz del buen sentido de los humildes e iletrados, pero también, y sobre todo, voz de

1. La boga de don Quijote como loco, que se reclama de Erasmo, más bien suele tener desde hace algunos años los acentos del movimiento antipsiquiátrico de los años sesenta. 2. Roman des origines et origines du roman, Grasset, 1972, pp. 182-183.

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote» la razón que nutren la cultura y la reflexión, la voz de Alonso Quijano. Mien• tras que don Quijote va disparatando sobre ensueños caballerescos y pastori• les, Alonso Quijano diserta sabiamente sobre literatura y teoría de la literatu• ra, sobre vida de la familia, sobre armas y letras, sobre leyes y usos de la ciudad, sobre guerra y paz. Al portarse de esta forma, Alonso Quijano demuestra ser hijo de su siglo, que es siglo de la razón. «El tema del tiempo de Sócrates —escribe Ortega (recuérdese que, dentro del pensamiento orteguiano, el siglo xvn cae de lleno en el llamado tiempo de Sócrates)— consistía en el intento de desalojar la vida espontánea para suplantarla con la pura razón.»3 El siglo xvn es, en efecto, el siglo que sustituye lo espontáneo por lo racional. Es el siglo en que se hunde el universo de las apariencias celestes sustituido por el universo que rigen las le• yes de la astronomía, el siglo en que se va borrando el mundo de cualidades frente al empuje del mundo que determina la física, el siglo en que proclama Galileo que «la naturaleza está escrita en lenguaje matemático», el siglo que procura medir exactamente el espacio y el tiempo, el siglo que racionaliza el arte de hablar, el arte de escribir y la pedagogía lo mismo que el arte de los jardines o el de las fortificaciones, el siglo que procura imponer a cortesanos y caballeros una autodisciplina creciente, el siglo en que se inicia la regulación de los nacimientos. (No se me diga que España se queda al margen de este movi• miento cultural. Será cierto el hecho más tarde, aún no lo es en la España del Quijote, uno de los estados europeos que más tempranamente ha procurado racionalizar la administración del reino, en especial apelando a la estadística.) En este concierto toca su partitura Alonso Quijano. Con él la razón pe• netra la vida para ordenarla. Alonso Quijano, organizando el espacio privado de la familia (que va cobrando creciente importancia en el siglo XVII), sugiere soluciones razonables a los problemas del matrimonio y de las relaciones en• tre padres e hijos.4 Sin cuestionar el orden de la sociedad ni la forma del gobierno, como tampoco los ha de cuestionar Descartes, propone mejorar las relaciones entre comunidades y entre personas privadas, cuidando de una buena administración de la justicia y apelando a la tolerancia y a la cortesía,5 que son condiciones de la paz cívica y de la convivencia. Admitiendo que el uso impera en los idiomas, defiende tenazmente la norma de la corrección. No se me escapa que los objetivos limitados que se propone el hidalgo (el hidalgo, no el caballero) pueden antojársenos puras emanaciones de un buen sentido ramplón. Tal reacción no sorprende en nuestra época, que, descono• ciendo igualmente la sabiduría antigua y la resignación cristiana, y entusias• mándose fácilmente por unos objetivos irrealistas, ni siquiera consigue enten• der un arte de vivir fundado en la moderación. Verdad que cierta indiscreta cervantolatría ha desprestigiado las sentencias de Alonso Quijano al colmarlas

3. El tema de nuestro tiempo, VI. 4. Sobre matrimonio véase en especial Quijote, II, 22; sobre relaciones entre padres e hijos, Quijote, I, 51 y II, 16. 5. Figura la cortesía entre las virtudes en que consiste la hermosura del alma (Quijote, II, 58).

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote» de extravagantes alabanzas. Pero no me parece plausible despreciar la filoso• fía serena de Alonso Quijano, y me parece injusto el calificativo de conformis• ta que alguna vez se ha aplicado al personaje. «Un loco maravilloso que reco• bra una triste razón», escribe Carlos Fuentes hablando de don Quijote.6 Per• mítaseme disentir del maestro. Probablemente sea poco amena la razón. Pero seguir sus preceptos no lleva a tantos desastres como dejarse llevar de las ilusiones de la locura. Acaso piensen los admiradores de Ortega que mis alabanzas a Alonso Quijano privilegian con exceso la razón frente a la vida. No lo creo. La corres• pondencia entre Alonso Quijano y don Quijote que procuro definir coincide exactamente con el doble imperativo, cultural y vital, definido por Ortega. Recordemos el famoso esquema de El tema de nuestro tiempo. Al nivel del pensamiento, el imperativo cultural es la verdad, el imperativo vital la sinceri• dad; al nivel de la voluntad, el imperativo cultural es la bondad, el imperativo vital la impetuosidad. ¿No es cierto que corresponden exactamente estas dos columnas con el paralelismo y la oposición que estoy trazando entre Alonso Quijano y don Quijote? Alonso Quijano todo es verdad y bondad; don Quijote todo es sinceridad e impetuosidad. Que sepa yo, nunca trazó tal paralelis• mo el propio Ortega, y tampoco lo dibujaron sus discípulos y admiradores. A pesar de lo cual, obvio me parece que el paralelismo/oposición que estoy trazando entre don Quijote y Alonso Quijano encaja perfectamente en las ca• tegorías orteguianas. Conviene poner en tela de juicio la interpretación romántica del Quijote, porque, al excluir de sus perspectivas a Alonso Quijano el cuerdo, al transfor• mar insidiosamente la novela en elogio de una locura supuestamente creadora, oscurece un libro claro. El texto cervantino ratifica con frecuencia las razones del protagonista y celebra con frecuencia su discreción. Pero, ¿de qué protago• nista se trata? Porque, al estudiar el Quijote, una de las preguntas predilectas de la crítica moderna —¿quién habla?— se ha de acompañar de otra pregunta gemela, no menos esencial que la primera: ¿de quién se trata? De no advertir• lo, nos encaminamos forzosamente hacia unos callejones sin salida y unas pe• nosas contorsiones críticas. No aduciré más que un ejemplo en confirmación de lo dicho: tan buen ingenio como Gérard Genette, constatando que en más de una ocasión manifiesta Cervantes su conformidad con los pareceres del protagonista, llega a hablar del «cariño» del escritor por don Quijote,7 lo cual no deja de sorprender bajo la pluma del autor de Figures. La realidad es más sencilla. Cervantes está de acuerdo con Alonso Quijano. La crítica romántica, empezando por la propia Estética hegeliana, ha falseado, mutilado y empobre• cido el libro. Será tiempo, cuando ya vamos pisando los umbrales del siglo xxi, renunciar a admitir como si fuera dogma uno de los caprichos del siglo xrx.

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6. Cervantes o la crítica de la lectura, México, 1976, p. 81. 7. Palimpsestes, Seuil, 1982, p. 169.

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote» Concepto muy distinto de la novela formó el siglo xvti. Leyó el Quijote como obra paródica, por una parte, como crítica de los Amadises, por otra parte. Para entender más adecuadamente estas reacciones, hemos de recordar lo que fuera la novela para un contemporáneo de Cervantes. Es forma litera• ria de contornos mal definidos, pero que suele ensalzar la pasión amorosa y la hazaña bélica. Su acción se sitúa en un pasado incierto (o fuera del tiem• po) y dentro de un espacio nebuloso, tiempo y espacio en los que espontánea• mente caben la pura hazaña y el amor ideal. Es heredera legítima de la nove• la arturiana. La misma pauta van siguiendo los Amadises, las Dianas, La As- trea, e irán siguiendo las novelas heroicas de la edad barroca. La novela que conoce y concibe el lector de 1600 es ucrónica y utópica. En tan constante armonía creó la disonancia el ingenio a quien se le ocurrió la peregrina idea de situar la acción de su libro en la época contem• poránea y en unos lugares concretos. Formó tan extravagante proyecto el anó• nimo autor de Lazarillo de Tormes, consiguiendo unos efectos inmediatos: al encuentro bélico sustituye la lucha por la vida, la hazaña se reduce a sobrevi• vir, el amor no existe. En las páginas del librito se dibuja paulatinamente un universo novelesco nuevo, de signo opuesto al que conocían los lectores. En este sentido, es en efecto Lazarillo un anú-Amadís, y representa auténtica revolución en el arte de escribir novelas. Obsérvese que, desde este punto de vista, se adelanta a un extenso sector de la producción literaria española de 1600 y años siguientes. Porque una de las originalidades más notables de esta literatura consiste en anclar la ficción novelesca (o dramática) en la realidad contemporánea. Dejando aparte el caso particular de la picaresca, la novela cervantina, la novela cortesana (con frecuencia), la comedia urbana se situa• rán hic et nunc, en una ciudad española (europea) determinada y bajo el reinado de Felipe II o Felipe III. Tal opción había de traer señaladas conse• cuencias. La materia novelesca en seguida quedó empañada. La hazaña pura chocó con la realidad atroz de la guerra; la pasión amorosa, bajando de las alturas platónicas o «corteses», chocó con la prosa de la vida cotidiana, en la cual amenazaba con disolverse. Choque tan brutal exigía soluciones urgentes. Surgieron estas soluciones: la comedia galante (Lope), la novela galante (Cer• vantes), la novela trágica (Cervantes otra vez). (No pretendo estudiar aquí proceso tan complejo en su totalidad.) Esta singularidad la observaron repetidas veces mis paisanos del siglo XVII, tan atentos siempre a las letras españolas, frente a las cuales oscilan entre condena, perplejidad y admiración. Aferrados a su aristotelismo, no aprueban la comedia nueva. En cambio, aprecian debidamente la novela cor• ta. Charles Sorel, después de contraponer las «historias amorosas» de Cervan• tes y las «novelitas jocosas» de Boccaccio,8 advierte que los españoles escriben unas novelas breves «según las costumbres de su país y de su siglo».9 Un

8. Charles Sorel, Maison des jeux (1642), texto citado por G. Hainsworth, Bulletin Hispanique, 32 (1930), p. 69. 9. Charles Sorel, Polyandre (1648), texto reproducido en Henri Coulet, Le roman jusqu'à la Révolu• tion, vol. II, Paris, Armand Colin, 1968, p. 62.

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote» personaje del Román comique (1651) de Scarron, evidentemente portavoz del autor, «dijo [...] que los españoles habían dado con el secreto de escribir his• torias breves, que llaman novelas, que corresponden mucho mejor a nuestras costumbres y están más al alcance de la humanidad que aquellos héroes ficti• cios de la Antigüedad que alguna vez llegan a ser enfadosos de puro virtuosos [...] y concluyó que si se escribieran novelas cortas en francés, tan bien escri• tas como algunas de las de , tendrían tanta aceptación como las novelas heroicas».10 Pero los textos más significativos, por contrapo• ner en la forma más elocuente tanteos franceses y creaciones españolas, son los de Francois de Calliéres, diplomático, académico y arbitro del buen gusto en la Francia de fines del siglo. «Aún no hemos tenido escritor francés —de• clara Calliéres— que haya conseguido darnos una colección de cuentos bue• nos en prosa; los que se han empleado en este género, sin exceptuar el libro de una reina, los han dado tan malos que no conozco casi ninguno que me• rezca citarse, ni por la materia ni por el estilo.»11 Unos años antes, en otra obra suya dedicada a la famosa contienda entre Antiguos y Modernos, fingía Calliéres que un decreto de Apolo pusiera a Cervantes «a la cabeza de todos los autores de novelas cómicas, de historias amorosas y de novelas galan• tes».12 Si bien reconocen la superioridad de los españoles en el terreno de la novela corta, los franceses no opinan lo mismo tratándose de la novela. En el mismo texto en que alaba las Novelas ejemplares y el propio Quijote, «que gusta a cantidad de buenos ingenios», sostiene Sorel que únicamente los fran• ceses saben escribir novelas. Afirmación sorprendente, que ha de repetir Huet en su famosa Carta sobre origen de las novelas (1670), y que únicamente se entiende recordando que para los franceses del siglo de Luis XIV la única novela que merece este nombre es la novela heroica, la que escriben Magdale• na de Scudéry, Gomberville y La Calprenéde. Para ellos el Quijote apenas si es novela, es esencialmente parodia. Este apego a la novela heroica se nos antoja imbécil. Y sin embargo... ¿No será verdad que la novela constantemente se esforzó, después del terre• moto que sufrió en la España de los Austrias, por volver a construir un espa• cio poético, un espacio imaginario sentido como imprescindible para el géne• ro y consubstancial a él? Situó sus relatos en un pasado más o menos remoto (y por eso mejor) desde El gran Ciro hasta Los tres mosqueteros. O en algún país lejano: es la solución exótica, de la cual la novela campesina idílica de George Sand, Fernán Caballero, Pereda y Tolstoi, exotismo interior, es pura variante. En aquellos tiempos y bajo aquellos cielos, resucita la hazaña y reverdece el amor. O bien suscitó dentro de un universo fementido unos se• res tan excepcionales que santificaban la pasión: Julie, Saint-Preux, Werther.

10. Le roman comique, I, 21, 1955, p. 130 («Classiques Gantier»). 11. François de Calliéres, Des bons mots et des bons contes, Paris, Claude Barbin, 1692, pp. 154-155. 12. Texto citado por G. Hainsworth, Les «Novelas exemplares» de Cervantes en France au xvif siècle, Paris, Champion, 1933, p. 215.

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote» O construyó una representación épica de la guerra: fue el caso de la llamada epopeya napoleónica (que lo mismo pudo ser epopeya de la resistencia a Na• poleón). Así consiguió salvar la novela el siglo xrx. El siglo xx mal sabe crear (en Europa por lo menos) espacios poéticos en donde alojar la novela. Ésta será la crisis de la novela europea, y no la muerte del hombre y demás pam• plinas por el estilo. Pero me voy alejando del Quijote, aunque no tanto como se podría creer. No sabiendo calibrar exactamente el fenómeno de literatura dentro de la literatura que representaba el Quijote, optaron los franceses —y los ingleses— del siglo xvii por clasificar el libro debajo de un rótulo que les era familiar, el de la parodia, según evidencian una serie de «imitaciones», desde Le berger extravagant (1627) de Charles Sorel hasta el Pharsamon (1754) de Marivaux, desde el Hudibras (1663) de Samuel Butler hasta The Aventures of Sir Launce- lot Greaves (1762) de Smollett. Prefiriendo atenerse a las afirmaciones del Prólogo y de la última frase de la novela —acaso porque el concepto de paro• dia tardara en definirse en la Península—,13 los españoles declararon a porfía a partir de 1621 hasta fines del siglo xvm, de Tirso de Molina al Padre Isla y más adelante, que el Quijote fue la máquina que desacreditó, extinguió y des• terró a los Amadises. Dentro de una historia de la crítica y desde el enfoque que he escogido, poca es la diferencia que media entre las dos series de afir• maciones y conductas: ambas perspectivas son complementarias y coinciden en excluir a Alonso Quijano de su horizonte. Únicamente dos ingenios par• ticularmente perspicaces se interesan por el sabio hidalgo.14 Pierre Perrault califica a don Quijote [quiere hablar de Alonso Quijano] de «très honnête homme»: no cabe mayor elogio en boca de un francés del siglo xvn.15 Mayáns, después de hablar de «un hidalgo de harto buen juicio [...] ilustrado en la letra de los libros», observa que «habla don Quijote [quiere decir, también él, Alonso Quijano] como hombre cuerdo, y son sus discursos muy conformes a razón».16 Estas excepciones aparte, la crítica de los siglos xvn y XVIII se desen• tiende de Alonso Quijano, lo mismo que la crítica romántica. A consecuencia de lo cual tampoco percibe la bipartición fundamental de la obra, la bipartición entre don Quijote y Alonso Quijano —una bipartición que ahora conviene concretar. Don Quijote y Alonso Quijano no se oponen como ensueño y realidad, sino más bien como dos culturas distintas. Porque, si bien es cierto que don Quijote es personaje fabricado a base de libros, no menos claro resulta que Alonso Quijano también él es emanación de los li• bros. Verosímilmente, fue lo que quiso significar Cervantes al no otorgarle niñez ni juventud, al no concederle historia,17 conducta tanto más digna de

13. Sobre este punto, véase François Lopez, «De La Célestine au Quichotte», Bulletin Hispanique, 90 (1988), p. 228. 14. Valga la presente afirmación dentro de las fronteras de España y Francia. Posiblemente surjan opiniones idénticas en otros países europeos. 15. Critique du livre de de la Mancha (1679), ed. de Maurice Bardon, Paris, Cham• pion, 1930, p. 237. 16. Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, Madrid, Espasa, pp. 37 y 39, Clásicos Castellanos, 172. 17. Apenas si tiene familia el héroe. Mienta a su abuela (I, 49) y a su hermana (II, 6), ambas

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote» atención cuanto que se trata de un cincuentón, de un hombre que tiene pasa• do, de un hombre que ha llegado a la edad en que uno es su pasado. Pero así se nos ofrece la novela: Alonso Quijano es una cultura, no una historia. Es, como don Quijote, personaje forjado a base de libros. Sólo que estos libros no son los mismos. Se ha dicho que el Quijote era careo entre la literatura y la vida; pienso que es, más exactamente, careo entre dos literaturas y la vida. Dicho careo lleva a consecuencias muy distintas según la cultura que se con• sidera. Don Quijote se ha embriagado de novelas, por eso dispone de una cultura superñcial. Don Quijote se ha alimentado de aire, por eso flota en el aire. No así Alonso Quijano, gran lector de la Biblia, de obras científicas e históricas, de tratados políticos y de unas ficciones poéticas de gran calidad. Salta a la vista la oposición entre ambos personajes en el terreno de las armas. Nutrido de una literatura insustancial, don Quijote acomete empresas que quisieran ser hazañas puras —y fracasa, cuando no se queda inactivo y callado como ocurre en el combate de las galeras barcelonesas. Quien trata de la guerra, con tanta elocuencia como propiedad, es Alonso Quijano, disertando ante los huéspedes de Juan Palomeque (I, 38) o dirigiéndose al paje que, «para entre• tener el trabajo del camino», va cantando la alegre seguidilla «A la guerra me lleva mi necesidad; / si tuviera dineros, no fuera, en verdad» (II, 24). Lo mismo se da con la pasión amorosa. Don Quijote no puede ver a Dulcinea, únicamente puede soñar con ella. ¿Existirá Dulcinea fuera del mun• do de los ensueños? Así lo quiere creer don Quijote, porque don Quijote es la voluntad. Alonso Quijano, que es el entendimiento, confiesa a la duquesa que la existencia de Dulcinea es problemática. Pero, de existir Dulcinea, ¿qué ha• ría don Quijote? ¿Casarse con ella? Imposible. Nadie ha de casarse con Dulci• nea, nadie ha de casarse con Iseo. «Imaginaos eso —exclamaba Denis de Rou- gemont— ¡la señora de Tristán!» Es cierto, Dulcinea no será nunca la señora de Quijano. Con Dulcinea sólo cabe una conducta: guardarle lealtad. A esta conducta se adhiere don Quijote. Pero, ¿a quién se le escapa que desemboca en actitudes ridiculas el respeto escrupuloso a las leyes del amor cortés (o al platonismo amoroso)? El honestísimo cincuentón se niega tozudamente a que le asistan doncellas (II, 44) con una honestidad melindrosa que le merece las bromas de la duquesa, y rechaza temblando los supuestos asaltos de Altisido- ra y de las damas barcelonesas. El lector, admirado, llegará a verle encarama• do en su cama cual virgencita amedrentada por temor a que le fuerce doña Rodríguez (II, 48). Con rasgos bastante caricaturescos presenta el texto estas escenas para que resulte superfina cualquier insistencia. Si el texto de la novela ridiculiza a don Quijote y a la vana literatura a cuyos preceptos se atiene puntillosamente, no trata mejor a los personajes que obedecen a unas pasiones igualmente literarizadas, y literarizadas a base de otra literatura que resulta igualmente peligrosa cuando invade la vida en for-

menciones brevísimas. Nunca se acuerda de su padre, lo cual representa (en un cincuentón) escandalosa inverosimilitud.

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote» ma incontrolada. Me refiero a los amantes de la inasequible Marcela y de la inadvertida Leandra. A estas lindas muchachas las convierten en ídolos, en figuras saturadas de literatura unos mancebos ebrios de ficciones y encandila• dos por estas ficciones. Grisóstomo se muere18 y Anselmo se desespera. El único episodio pastoril de la novela que escapa a desastrado fin es el de la fingida Arcadia (II, 58), porque este episodio no es aventura vital, sino juego puro. El juego no fracasa nunca, puesto que en sí mismo tiene su finalidad. Los hidalgos de la aldea representan una égloga de Garcilaso y otra de Ca- moens; han entendido, como Berganza, que «todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad algu• na» . Los hidalgos de la aldea son razonables. Llegado a la madurez,19 opina Cervantes que «los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan», que «horas hay de recreación», que «para este efecto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan, con curiosidad, los jardines». Opina que se pueden es• cribir libros «que deleitan y enseñan juntamente». Pero también opina que una literatura hueca puede llevar al ridículo, al fracaso, a la desesperación e, inclusive, a la muerte. Encierra el libro, según atinadamente observa Leo Spit- zer, un «peligro potencial».20 En las primeras décadas del siglo xvt los humanistas celebraban a coro las virtudes de la imprenta, «la décima musa», cuya vocación era reproducir las obras maestras de los grandes ingenios y difundir la palabra de Dios. Un siglo más tarde, observan varios escritores que los libros que va multiplicando la imprenta no todos son obras de calidad, que entre los libros que hacen gemir las prensas va creciendo el porcentaje de las ficciones profanas, y más concre• tamente el de las novelescas. Esta literatura de entretenimiento se va difun• diendo, va penetrando en los hogares, va invadiendo la vida. Con ella peligran los seres más frágiles, los más jóvenes, los más inexpertos, los de viva imagi• nación, y, en especial, las doncellas, que quedan expuestas a confundir novela y vida. Lanza el grito de alarma el maestro Alejo Venegas ya desde 1546 (¿anticipándose al fenómeno?) —«con detrimento de las doncellas recogidas se escriben los libros desaforados de caballerías, que no sirven sino de ser unos sermonarios del diablo, con que en los rincones caza los ánimos de las doncellas»—;21 forja su discípulo Francisco Cervantes de Salazar fórmula más expresiva y adecuada —«deseando [la doncella lectora de caballerías] ser otra Oriana como allí y verse servida de otro Amadís»—;22 briosamente desarrolla

18. Más allá de la muerte sigue apegado Grisóstomo a su literatura, puesto que manda que le entierren como pagano (I, 12). En lo cual, dicho sea de paso, se aparta radicalmente de las reglas del racionalismo cartesiano. 19. Muy verosímil me parece que Cervantes haya participado en su juventud de la ilusión pastoril (véase J.A. Maravall, Utopía y contrautopía en el «Quijote», Santiago de Compostela, Pico Sacro, 1976, p. 226). 20. «Perspectivismo lingüístico en el Quijote», Lingüística e historia literaria, Madrid, Gredos, 1982, p. 153. 21. Texto citado en M. Menéndez Pelayo, Orígenes de la novela, vol. I, Madrid, CSIC, 1943, p. 442, 22. Citado en Orígenes..., I, p. 443, nota.

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote» el mismo tema fray Pedro Malón de Chaide en texto famoso —«¿Qué otra cosa son los libros de amores y las Dianas y Boscanes y Garcilasos, y los monstruosos libros y silvas de fabulosos cuentos y mentiras de los Amadises, Floriseles y Don Belianís [...] puestos en manos de pocos años, sino cuchillo en poder del hombre furioso?».23 Hacia 1600, dos grandes ingenios reflejan la misma inquietud: Mateo Ale• mán y Cervantes. Mateo Alemán evoca la doncellita que sueña con vivir vida novelesca:

Leyó la otra en Diana, vio las encendidas llamas de aquellas pastoras, la casa de aquella sabia, tan abundante de riquezas, las perlas y piedras con que los adornó, los jardines y selvas en que se deleitaban, las músicas que se dieron y, como si fuera verdad o lo pudiera ser y haberles otro tanto de suceder, se des• pulsan por ello. Ellas están como yesca. Sáltales de aquí una chispa y, encendi• das como pólvora, quedan abrasadas. Otras muy curiosas, que dejándose de ves• tir, gastan sus dineros alquilando libros y, porque leyeron en Don Belianís, en Amadís o en Esplandián, si no lo sacó acaso del Caballero del Febo, los peligros y malandanzas en que aquellos desafortunados caballeros andaban por la infanta Magalona, que debía de ser alguna dama bien dispuesta, les parece que ya ellas tienen a la puerta el palafrén, el enano y la dueña con el señor Agrajes, qué les diga el camino de aquellas espesas florestas y selvas, para que no toquen a el castillo encantado, de donde van a parar en otro, y, saliéndoles a el encuentro un león descabezado, las lleva con buen talante donde son servidas y regaladas de muchos y diversos manjares, que ya les parece que los comen y que se hallan en ello, durmiendo en aquellas camas tan regaladas y blandas con tanta quietud y regalo, sin saber quiéñTo trae ni de dónde les viene, porque todo es encantamen• to. Allí están encerradas con toda honestidad y buen tratamiento, hasta que vie• ne don Galaor y mata el gigante [...].24

Cervantes, al describir las cuitas de la Infanta prendada del Caballero, evidencia maliciosamente cómo el mecanismo novelesco va sustituyendo al sentimiento vivido:

Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballe• ro, y él en los de ella, y cada uno parezca al otro cosa más divina que humana [...]. Cenará con el Rey, Reina e Infanta, donde nunca quitará los ojos de ella, a furto de los circunstantes, y ella hará lo mesmo [...]. Sospirará él, desmayaráse ella [...]. No puede dormir del dolor de la partida [...]. Falta poco de no dar indicio manifiesto de su pena [...]. Muérese el padre, hereda la Infanta, queda rey el caballero en dos palabras [I, 21].

Es paradigma que ha de repetir Moliere (¿recordando a Cervantes?) en la escena en que la pobre tonta de Magdelon, la precíense ridicule, explica a su padre embobado cómo se han de amoldar los amores a la galantería que van

23. Citado en Orígenes..., I, p. 443. Sobre estos textos, y algunos más, véanse los admirables comen• tarios de Américo Castro («La palabra escrita y el Quijote», en Hacia Cervantes, Taurus, 1957). Permítase• me un reparo: confieso no ver en qué esta acción del libro pertenece específicamente a la tradición oriental. 24. Guzmán de Alfarache, II, III, 3.

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote» codificando las novelas al uso. Obsérvese que don Quijote y Magdelon, em• briagados ambos con su propia elocuencia, llegan a esperar que algún día un examen más atento de los linajes les depare un origen que halague su vani• dad, estando a dos dedos de renegar de sus padres. La lectura de unas nove• las huecas puede pervertir los sentimientos. Y no sólo los de las tiernas don• cellas. Porque don Quijote es varón, hidalgo y cincuentón. Sin duda le asiste la razón a Spitzer cuando apunta que percibe Cervantes un peligro que el humanismo renacentista no había advertido.25 El libro, como la lengua, puede ser la cosa mejor y la cosa peor. Dentro de esta perspectiva, podía legítima• mente afirmar Cervantes que su novela iba encaminada a «derribar la máqui• na mal fundada de estos caballerescos libros». Pero conviene acrisolar el con• cepto. Escribió Cervantes, más exactamente, una novela en la que dos litera• turas se enfrentan con la vida. La literatura mediocre, parto insustancial de la imaginación, no resiste el embate. La literatura buena, que es ilustración y consuelo, resiste el embate, y nos ayuda a resistirlo. Las buenas letras, dicta• minaba Cicerón, «nutren la juventud, encantan la vejez, embellecen los días prósperos, ofrecen refugio y alivio en la adversidad».26 De ser ensayista, Cer• vantes hubiera defendido idéntica convicción y se hubiera expresado en forma algo semejante; siendo novelista, nos muestra los efectos de esta convicción en la vida de sus personajes, efectos opuestos según la cultura que se conside• ra. Cuando es derribado don Quijote, queda en pie Alonso Quijano; cuando es derrotado el andante, sigue ileso el discreto; cuando se deshacen las quimeras del caballero, siguen vigentes los valores del hidalgo. Proclamaba Unamuno su proyecto de «ir a rescatar el sepulcro de don Quijote del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos». Mi propósito, menos belicoso que el de don Miguel, aunque quizá tan atrevido como el suyo, era el de rescatar a Alonso Quijano de manos de los críticos (de parte de ellos, mejor dicho). Espero haberlo conseguido, espero haber dejado en claro que la historia de don Quijote no condena ni la razón ni el libro. Llegado el momento de concluir, me pesaría dejar en la mente de mis oyentes la impresión de que estoy reduciendo el Quijote a unas intenciones pedagógi• cas, por más loables que sean éstas. Como obra de entretenimiento escribió Cervantes el Quijote, como pieza de una construcción estética concibió el re• parto de papeles entre don Quijote y Alonso Quijano. Tal reparto abría exten• so campo de posibilidades al novelista que había repetido, después de otros, el famoso verso según el cual «e per tal variar natura é bella». Campo tanto más extenso cuanto que corren paralelos en forma casi constante los destinos de ambos personajes: Alonso Quijano asoma ya en el capítulo 12 de la Primera Parte, porque es él, no don Quijote, quien corrige el vocabulario del cabrero27

25. «Perspectivismo lingüístico en el Quijote», ed. cit, p. 154. 26. Pro Archia, 16. 27. Le asistía la razón a Unamuno cuando al comentar este episodio tachaba a don Quijote de pedante. Pero lo que fuera pedantismo en el caballero es legítimo afán de corrección lingüística en un hidalgo culto.

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote» (el día en que escribió este capítulo fue el día en que Cervantes se dio cuenta de que llevaba entre manos el asunto de una gran novela, cuando lo escrito anteriormente podía reducirse a una novela breve que fuera la historia de un loco), y en el penúltimo capítulo de la novela aún sueña don Quijote con hacerse pastor. Sobre alguna de dichas posibilidades novelescas me he expli• cado ya; quisiera hoy apuntar otra. Ha demostrado Edward C. Riley que Cer• vantes, aunque practicando el novel, nunca había renunciado al romance.28 La exactitud de esta observación se verifica no sólo en la obra cervantina consi• derada en su totalidad, sino también dentro del propio Quijote. Lo que le permitió al novelista realizar esta audaz operación fue el reparto de papeles al cual acabo de referirme. Mientras Alonso Quijano, en quien delega Cervantes la meditación, toma pie de sus varios encuentros para recordar sus lecturas, reflexionar y sentenciar, animando el novel, don Quijote, en quien Cervantes delega lo novelesco de las ficciones que dejan rienda suelta a la imaginativa, abre las ventanas a los aires del romance, soñando con Dulcinea, heroína siempre ausente y constantemente presente, y multiplicando dentro de la no• vela las novelitas fabulosas, «vividas» o relatadas: la historia del caballero y de la infanta (I, 21), la aventura del Caballero del Lago (I, 50), la bajada a la cueva de Montesinos (II, 23), el cuento de la Dueña Dolorida y el consiguiente viaje aéreo en ancas de Clavileño (II, 36-41). Mientras Alonso Quijano mantie• ne los fueros de la razón, don Quijote abre la novela a los halagos de lo imaginario.

28. «Cervantes: una cuestión de género», en El «Quijote» de Cervantes, Madrid, Taurus, 1987, pp. 37-51.

ACTAS II - ASOCIACIÓN CERVANTISTAS. Maxime CHEVALIER. Sobre crítica del «Quijote»