los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

LOS BRAGADOS DE SINALOA Y SUS FAMOSOS CORRIDOS

Óscar Lara Salazar

universidad autónoma de sinaloa méxico, 2017 Primera edición: noviembre de 2017

D. R. © Óscar Lara Salazar

D. R. © Universidad Autónoma de Sinaloa Blvd. Miguel Tamayo Espinoza de los Monteros 2358, Desarrollo Urbano 3 Ríos, 80020, Culiacán de Rosales, Sinaloa www.uas.edu.mx

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ISBN:

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Editado e impreso en México Índice

Presentación...... 9 Juan Carlos Ramírez Pimienta

Los bragados de Sinaloa y sus famosos corridos

El Mayor y Valente...... 17 Rodolfo Fierro «el Carnicero»...... 35 Valerio Quintero...... 47 Valentín Félix ...... 65 Rodolfo Valdés «el Gitano»...... 77 Florentino «Tino» Nevárez...... 109 Atilano Escandón...... 135

Presentación

Cuando me piden definir lo que es el corrido y quiero evitar dar una explicación académica, simplemente digo que es «La dise- minación de una fama» o quizá «La diseminación cantada de una fama». En ese sentido, lo que Óscar Lara Salazar nos ofrece en Los bragados de Sinaloa y sus famosos corridos es la diseminación narrada de una fama cantada en Sinaloa, en México y a veces aún fuera del país. Su libro es una mezcla de historiografía folclórica y de ficción narrativa. Esto último no lo digo porque piense que Lara mienta al contarnos las historias de- trás de los corridos. Ya historiadores de la talla de Hayden White han escrito sobre la íntima relación entre literatura e historia en ensayos fundacionales como «El texto histórico como artefacto literario». La tesis que postula el teórico estadunidense es que las explicaciones históricas forzosamente hacen uso de tropos litera- rios. Y bueno, volviendo a nuestro tema, ¿qué serían los corridos desprovistos de tropos, sino historias secas? En el libro hay diálogos que el autor reproduce, pero son de episodios en los que nadie más que los protagonistas estuvieron presentes y estos murieron a resultas de su enfrentamiento. Es decir, que no hay manera de comprobarlos, así como tampoco podemos comprobar lo que pasaba por la mente de algún perso- naje en un momento dado. Esas son licencias poéticas que Lara se

9 10 Presentación toma, porque no hay que olvidar que los corridos son, en esencia, poéticas populares. Tampoco hay que olvidar que los corridos rara vez cuentan «la pura verdad», como mal decía aquel tema de Los Tigres del Norte. El corrido exagera, miente, apantalla; esa es, de hecho, parte de su función. No en balde uno de los primeros corridos que se conservan, el de «Joaquín Murrieta», nos dice: «Yo soy aquel que domino / hasta leones africanos», y continúa no menos exagerado:

Las pistolas y las dagas son juguetes para mí. Balazos y puñaladas, carcajadas para mí. Ahora con medios cortados ya se asustan por aquí.

En Los bragados de Sinaloa y sus famosos corri- dos Lara nos cuenta siete historias y nos las cuenta muy bien. Es evidente que conoce las tramas de los corridos, como también lo es que son historias trágicas con las que creció... escuchándolas, sopesándolas en toda su gravedad. Porque la mayoría de estos co- rridos se produjeron cuando las palabras corrido y tragedia eran prácticamente sinónimos y la gente pedía a los músicos por igual el corrido o la tragedia de algún personaje. Lara las documen- ta, además, con fotografías y datos cien por ciento verificables. Pero las partes que son literatura también están bien contadas, bien escritas, con un claro sabor a campo que sitúa al lector en el momento y lugar del suceso; como en un pasaje de la historia de Valerio Quintero, donde hay un diálogo-descripción que re- juan carlos ramírez pimienta 11 cuerda el estilo de Antonio Estrada (y por ende, el de Rulfo, su admirador):

[...] pasaba por algunos caseríos y la perrada me seguía hasta salir de los ranchos y poco antes de llegar a la Terupauta, en la mesa del Zopilote que le dicen, vi a mi hijo tirado como un perro a la orilla del camino. Lo subí al caballo, lo tercié como un costal y yo me fui en las enancas, donde lo iba deteniendo. Me vieron pasar por esos mismos ranchos pa atrás, con ganas de que me mataran mí también, maldiciendo a los asesinos y maldiciendo al mundo (57).

Desde la perspectiva de los estudios del corrido, el libro es una muy sólida aportación al campo, simplemente porque nos regre- sa al origen y contexto de las historias, que es la base de todo. Después podrá venir alguien más a teorizar o a hacer algún tra- bajo etnográfico acerca de la recepción de estos corridos o de su acompañamiento musical. Todo eso contribuye al campo, pero lo verdaderamente esencial son las historias: saber qué hay detrás de estas, cómo se tejieron, cómo se vivieron y aún viven en la gente que las sigue escuchando. Algunos de los corridos que historiza Lara son más famosos que otros, que más que nada tienen reper- cusión regional. Al menos un par es conocido en todo el país y allende las fronteras. Este es ciertamente el caso del corrido que abre la colección, el de «Valente Quintero», y el del que la cierra, la historia de Atilano Escandón que se popularizó en el corrido de Teodoro Bello, «El avión de la muerte.» La historia del subteniente Valente Quintero y del mayor Martín Elenes Landell es contada en un corrido que es canónico dentro del cancionero mexicano. Yo casualmente conocía bien la 12 Presentación historia porque Rosa Quintero, una exestudiante mía, es bisnieta de Rosendo Monzón Quintero, el compositor del corrido. Hace algunos años Rosa escribió la historia de su bisabuelo y del corri- do en un ensayo final para un seminario que cursaba conmigo. La historia que a ella le contaron sus familiares concuerda perfecta- mente con la que Óscar Lara Salazar narra en este libro. Las siete secciones o capítulos de Los bragados de Sinaloa y sus famosos corridos llevan por títulos, en ese orden, «El ma- yor y Valente», «Rodolfo Fierro “el Carnicero”», «Valerio Quinte- ro», «Valentín Félix», «Rodolfo Valdés “el Gitano”», «Florentino “Tino” Nevárez» y «Atilano Escandón». Todas son historias de si- naloenses puestos en situaciones extremas. Si acaso, la única que desentona es la de Rodolfo Fierro, la cual toma lugar fuera de la geografía sinaloense. De todos los protagonistas de los corridos, Fierro es sin duda el personaje con mayor peso histórico aunque, eso sí, mayormente percibido de forma negativa, lejos de la heroi- cidad e incluso de la antiheroicidad de los corridos de hoy en día. Cuando se habla del corrido sinaloense, lo que viene a la men- te es el corrido del narcotráfico. El volumen no está exento de ello, ya que dicho elemento se presenta como marco en historias como la de Rodolfo Valdés «el Gitano», pero que toma papel cen- tral en la historia que cierra el libro, la de Atilano Escandón, pro- tagonista de «El avión de la muerte». Esta historia toma lugar en plena Operación Cóndor y tiene como médula un tema que está destinado a ser cada vez más estudiado, el de las violaciones de los derechos humanos llevadas a cabo durante ese operativo. Ma- nuel Atilano no fue el único piloto serrano torturado y tremen- damente violentado en sus derechos humanos. Prácticamente, todas las pequeñas compañías aéreas que prestaban sus servicios en la sierra se quejaban del tratamiento que recibían de parte de juan carlos ramírez pimienta 13 los soldados. Después de ser torturado por varios días, Manuel Atilano Escandón decidió matarse mientras piloteaba el mismo avión donde lo llevaban preso, muriendo también tres soldados:

Dijo adiós a sus amigos, camaradas de aviación, y después allá en el cerro se estrelló con el avión, en y Sinaloa qué recuerdos nos dejó.

En fin, el libro que ha escrito Óscar Lara Salazar y que publica la Universidad Autónoma de Sinaloa no es solamente una muy sólida aportación a la historia y cultura popular regional, sino que también es un texto entretenido y valioso que seguramente no defraudará al lector aficionado a estos temas ni tampoco a quie- nes se interesen en ellos por primera vez.

Juan Carlos Ramírez Pimienta San Diego State University-Imperial Valley

Los bragados de Sinaloa y sus famosos corridos

El Mayor y Valente

Tú lo que tienes Valente, que eres puro ocasionado...

El mayor Martín Elenes Landell, jefe de los revolucionarios de Santiago de los Caballeros.

Cayó la noche. Cerca de la madrugada, en ladera, empezó a re- frescar en forma brusca. Para esas horas, en el firmamento ya no se veían estrellas, pero la música seguía tocando, el mezcal ya causaba estragos y los ánimos se habían encendido. De pronto, frente a frente y mirándose a los ojos, se fueron de espaldas a la orilla de la improvisada pista de baile que débilmente iluminaban unos cachimbones que colgaban de cuatro de los seis horcones de la enramada. Prestos, sacaron sus pistolas. La gente empezó

17 18 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos a correr. La música dejó de tocar. Después de la refriega, el eco contestó al estruendo que se fue perdiendo pausadamente por la cañada de Babunica. Aquello comenzó el 3 de mayo de 1911, cuando Juan Banderas «el Agachado» llegó al frente de más de trescientos hombres a Santiago de los Caballeros. Los convocó a tomar las armas para apoyar a la revolución maderista. Dio lectura al Plan de San Luis, que levantaba como bandera el «Sufragio Efectivo y la no Ree- lección». Todos, al mismo tiempo, vitorearon al caudillo, incor- porándose a las filas aquellos que tuvieran fuerza para levantar la carabina. En aquel encuentro figuraban dos hombres jóvenes muy bragados, llenos de vitalidad campirana, dispuestos a jugar- se la vida en la hazaña revolucionaria. Sus nombres eran Martín Elenes y Valente Quintero. Martín Elenes nació en Santiago de los Caballeros, munici- pio de Badiraguato, en el año de 1893. Los primeros Elenes que llegaron por aquellas tierras eran venidos de Vasconia, España; de oficio minero, llegaron tras los yacimientos, y en el potentado mineral de Santiago de los Caballeros, encontraron ricas betas. Se sabe que arribaron tres hermanos, Ramón, Juan Bautista y Mar- tín. De los tres, solo Ramón se quedó a radicar en Santiago y se casó con Adela Landell, originaria del pueblo de Huixiopa. De este matrimonio nació Martín Elenes Landell. Este era un hom- bre alto, muy blanco, de cachetes sonrosados, de ahí el mote de «el Chapeteado»; su cabello era lacio y parado, y era cortés en su trato. —¿Por qué tiene usted el pelo parado? Le preguntó un niño con espontánea curiosidad. —Para estar listo cuando haya que correr— en broma le res- pondió. óscar lara salazar 19

Elenes no tuvo tiempo de pensar siquiera cómo entrarle a la revolución, cuando menos pensó ya andaba entre los torbellinos de la revuelta. Contaba con escasos 15 años cuando a Santiago llegó una partida de rurales y levantó a algunos jóvenes para en- gancharlos a la leva. Pero a la noche siguiente, la gente del pueblo encabezada por don Eduardo Fernández Lerma, Rafael Carrillo, Eligio Samaniego, Gustavo Medina y el mismo Martín Elenes, —quien era el más joven—, sitiaron a la partida de rurales con barras y azadones, con tres viejas carabinas 30-30 y una pistola calibre 32, hicieron creer a los rurales que estaban bien municio- nados, rescatando así a los «enganchados». Días después, los rurales reaprehendieron a Martín Elenes en uno de esos parajes de los alrededores del pueblo, cuando, empu- jado por la sed, tuvo que bajar al arroyo. El venero estaba rodeado por los rurales. Cuando llegó hasta él lo tomaron preso. Lo traían escoltado por uno de los caminos que bajan a Santiago, cuando al empalmarse a un cerco de piedra, puso una mano sobre la cerca y brincó al otro lado, escabulléndose entre un monte eracio de las balas de los rurales. Después de esto, las relaciones entre los habitantes de Santia- go y el gobierno federal se volvieron aún más tensas. Por lo que una noche, Martín y los del grupo cabecilla que atacaron a los rurales, tuvieron que salir huyendo a lomo de bestia con rumbo a Chihuahua, yendo a parar hasta el mineral de Batopilas. Allá les dio protección don Narciso Laija, pariente de los Elenes, quien los llevó hasta el fundo minero de Buenasebí, que en ese tiempo administraba. Como administrador de ese yacimiento, don Narciso con fre- cuencia tenía que ir a la Casa de la Moneda en Culiacán para ha- cer entrega de metal. En ocasiones Elenes lo acompañaba. En ese 20 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos tiempo, Ramón F. Iturbe trabajaba en una tienda en la cual don Narciso se proveía; así conoció Elenes a Iturbe. Cuando Elenes le comentó lo de su escape, Iturbe le confesó que se estaba gestando un movimiento armado, razón por la que le ofrece secundarlo, proposición que Martín aceptó sin ningún titubeo. De ahí que, cuando Juan Banderas pasó por Santiago en travesía hacia Du- rango, Elenes, junto con Quintero y muchos más, ya estaban en el acuerdo del levantamiento. Valente Quintero nació en el pueblo de Bamopa en el año de 1887. A los 24 años ingresó a la revolución maderista. Era muy alebrestado. Sobresalía siempre por su arrojo y su temeridad. Conformó una partida de revolucionarios de las comunidades indígenas de Alicama, Yecobito, Morirato y Cariatapa, pueblos vecinos de su natal Bamopa. Asentamientos ubicados sobre la margen del río Humaya en el municipio de Badiraguato, que des- pués desaparecerían con la construcción de la presa Adolfo López Mateos. Con el grado de subteniente, Valente estuvo a cargo de un destacamento en Nacozari, Sonora, para enfrentar a las temi- bles tribus yaquis.

El subteniente Valente Quintero, jefe de los revolucionarios de Bamopa. óscar lara salazar 21

El pueblo de Bamopa era un reducido vecindario, apenas un puñado de techos de teja disperso entre las medianas lomas, es- condidas entre verdes arboladas, en una faja de terreno que pare- cía estar vigilando el arroyo que pasa al fondo de la planicie. Las verdes ondanadas se funden allá en el fondo con azules cordilleras escalonadas, cuyas cumbres parecen arañar el cielo. Desde un principio, la posición de los revolucionarios de San- tiago estuvo al lado de Iturbe. La prueba la dio Elenes cuando, a inicios del movimiento, le tendieron una emboscada a Iturbe al pasar por El Alcoyonqui. En medio del fuego cruzado, el caballo del cabecilla se encabritó y un movimiento brusco hizo que Itur- be cayera casi desmayado por un fuerte golpe en los testículos. Entonces Elenes, con la ayuda de Agustín Beltrán, un cabecilla de Tamazula, , lo levantó y lo montó al caballo que él traía. Desde ese momento, Elenes se incorporó a la escolta de Iturbe y no pasaría mucho tiempo cuando este lo convirtió en el jefe de la misma. Los guerrilleros de Santiago se mantenían unidos. Una tarde, don Eduardo Fernández los reunió a todos y les dijo: —He sido comisionado por mi general Iturbe para formar un cuerpo de rurales auxiliar montado que se llamará Los Carabi- neros de Santiago, yo estaré al frente y mi segundo será mi com- padre Martín Elenes. Era de sobra conocida la fama de estos «alzados» por su pun- tería con las carabinas. Siendo de Santiago de los Caballeros —de- cía Iturbe— al que le caiga el lazo revienta la reata. Se convirtieron en una especie de guardia especial al servicio de Iturbe. Esto le molestó a Ángel Flores porque esperaba que «los santiagueños» se sumaran a él, ya que su esposa, Beatriz Pérez Caro de Flores, descendía de los Caro de Santiago. 22 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

En una ocasión, Ángel Flores tomaba cerveza y departía con amigos en un club de la colonia Tierra Blanca en Culiacán, mien- tras en una esquina, al fondo, Elenes también bebía y jugaba ven- cidas con sus amigos, y quien perdiera pagaba la tanda, ya que Elenes tenía fama por la fuerza de sus manos porque de chamaco ordeñaba chivas en Santiago, en eso le gritó Ángel Flores, ya pica- do por el vino y la música: —Juégalas conmigo, Chapeteado —calificativo impuesto a Elenes. —No, mi general —respondió Elenes—, yo a usted lo respeto. Por eso le digo general, si no le dijera Cachimba. —Pues si no te animas a las vencidas, entonces con las pistolas —reviró Flores—. No terminaba de completar el desafío, cuando Elenes lo tenía apuntado con su arma de cargo. —Nombre —respondió Flores—, no es pa’ tanto, solo es una jugarreta, además no traigo pistola pues estoy entre gente amiga. —Lo que no trae son huevos —reviró Elenes—, con la cara de ese rojo encendido que se le ponía cuando se enfurecía. Luego intervinieron los amigos de una y otra mesa para que las cosas no pasaran a mayores. La disputa por el liderazgo de la revolución en Sinaloa vino a ahondar más las diferencias entre Flores e Iturbe. En esta divi- sión, el regimiento de los carabineros también se dividía; Martín Elenes, con el grado de mayor, se reafirmaba al lado de Iturbe, y Valente Quintero, con el grado de subteniente, abrazaba la causa de Ángel Flores. Esta rivalidad se profundizó al máximo, cuando en 1917 los dos caudillos se disputaron la gubernatura del estado, resultando triunfador —después de muchos cuestionamientos— el general Ramón F. Iturbe. Elenes pasó entonces a ser el jefe de la escolta del gobernador. óscar lara salazar 23

El mayor Elenes al lado de su esposa.

Pero el 23 de abril de 1920 la moneda cambió su cara, se firma el Plan de Agua Prieta encabezado por los generales sonorenses. Ángel Flores secunda el plan, acaudilla el noroeste de la república y avanza ganando batallas y tomando plazas con toda la intención de sacar a Iturbe de la gubernatura. Iturbe miró la causa perdida, y al pie de las escaleras de la Casa de Gobierno, le dijo al mayor Elenes: —Esto está perdido, compadre, me voy a Mazatlán. Cuando tengas informes de que Flores viene como en Guamúchil, partes para allá conmigo; allá te voy a esperar. Elenes no siguió las instrucciones como se las ordenaron, es- peró a que Flores se arrimara hasta Caimanero y lo enfrentó en encarnizado tiroteo. Pero las fuerzas de Flores eran descomunal- mente superiores, por lo que emprendió la retirada y se enfiló a reencontrarse con Iturbe en donde habían acordado. Los floristas no se detuvieron en Culiacán, se fueron de paso a Mazatlán ya que tuvieron noticias de que allá se encontraba Iturbe, pero el aún gobernador, con su derrota a cuestas, partió a la ciudad de México. Para entonces, Mateo de la Rocha, de Copalquín, y Eligio Sa- maniego, de Badiraguato, dos importantes brazos del iturbismo y 24 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos compañeros del mayor Elenes, ya se habían aliado a Ángel Flores. De la Rocha y Samaniego propusieron un encuentro de Ángel Flores con Elenes, dizque para que el mayor también se adhiriese. Flores le dijo al mayor de Santiago: —No le busques, Elenes, súmate conmigo, Iturbe los aban- donó. Yo les doy la oportunidad de que se vengan conmigo, hay muchas cosas por hacer. —Mi general —respondió Elenes con total convicción—, yo solo sirvo a una sola causa y ni usted me tiene confianza a mí ni yo le tengo confianza a usted, y heridas que se enconan corazones que no perdonan, por lo que mejor me vuelvo a mi tierra —y se replegó a la sierra. El mayor Elenes seguía pesando mucho en el ánimo de la gen- te allá arriba. Aun en la sierra los floristas no dejaban de recelarle. Esparcían el rumor de que Iturbe intentaba maniobrar clandesti- namente para activar a Los Carabineros de Santiago con el pro- pósito de generar una revuelta en contra de Ángel Flores. El tiempo así transcurría, entre la paz campirana y el acoso de los floristas. El domingo 19 de marzo de aquel 1922, para con- memorar el día de San José, se celebró una fiesta en el pueblo de Babunica —vecindario intermedio entre Santiago y Bamopa—. El baile fue en el patio de la casa de Lucas Payán, una bonita ex- planada asentada al fondo de una cañada a la orilla del arroyo. El arroyo de Babunica es un arroyo grande, porque allá arri- ba, en la comunidad de Tameapa, se le juntan cuatro vertientes: el Arroyo de los Toldos, el de La Tasajera, el del Zorrillo y el de Los Epazotes, por eso cuando pasa por Babunica es un arroyo de caja muy ancha. En temporada de lluvias, sobre todo en vera- nos abundantes, —como se recuerda aquel de 1922—, trae mucha agua; en marzo, todavía trae media caja, aun cuando parece que óscar lara salazar 25

Aquí estaba la casa de don Lucas Payán, donde se celebraba el baile aquel 19 de marzo de 1922.

viene con toda la fuerza, ya que al pasar por Babunica se encaño- na y el zumbido de la misma, al chocar con grandes rocas, se deja escuchar por todo el pueblo. Era en este emblemático poblado, un llamativo caserío, donde el destino les reservaba la cita a estos dos oficiales. Al mediodía de aquel 19 de marzo, Valente bajó del cerro para aliñarse e irse a la fiesta. Doña Martina Ortiz, su esposa, le supli- caba, mientras se estaba bañando: —Valentín —así le llamaba su mujer—, no vayas a Babunica, allí van andar los santiagueños y tú sabes cómo están las cosas. —Si no voy, vieja, va decir Elenes que le tengo miedo. Prefiero encontrármelo en Babunica y no que un día me venadee por algu- na solitaria vereda a la bajada del cerro —y se encaminó a donde tenía el caballo amarrado. Doña Martina se fue detrás de él; sabía que las súplicas para que no fuera eran en vano, en cambio, lo que le quedaba era ro- 26 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos garle para que no se fuera a embriagar. Lo vio subirse al caballo canelo y se quedó parada en el extremo del portal de la casa hasta verlo perderse —junto con otros de los suyos que ya lo aguarda- ban— allá en el último vado del arroyo, mientras alcanzó a decir para sí misma: —Yo no sé pa’ qué entraron estos hombres a la revolución, si lo único que les dejó fue rencías —y se metió a la casa con ese ins- tinto de mujer que le anunciaba que algo malo podía pasarle a su marido. Por eso le suplicó a doña Sabas, su suegra, que fuera a Ba- bunica por si había dificultades para que ella estuviera pendiente. Durante la tarde hubo carreras de caballos; los tragos del mez- cal ya surtían sus efectos y la música de acordeón y guitarra no dejaba de tocar. El mayor con su gente se movía por un lado y el subteniente con los suyos por otro. En tanto, grupitos de parran- deros andaban de un lado a otro merodeando el patio de la fiesta y a menudo descargando sus pistolas, dando así rienda suelta a sus ímpetus efusivos animados por la música y el alcohol. Alguien sentenció negros presentimientos que amargarían la función. La voz siniestra del viento también insistía, parecía escapado de la boca del horizonte, que como signo misterioso delataba el acecho traicionero de la muerte. Tirso de la Rocha «el Tiernito», un simpático borrachín, de oficio gritador de loterías en las fiestas del mineral de Copalquín, andaba por esos pueblos en busca de su mujer que un forastero, supuestamente de Santia- go de los Caballeros, se la había traído sin su consentimiento. Esa noche de diversión en Babunica, el Tiernito daba rienda suelta a sus despechos, y, secundando un trago de lechuguilla, gritó a todo pulmón: «hay mineral de Copalquín/ tierra donde vi la luz/ no me revuelvan el agua/ jijos de la Santa Cruz», cerrando su le- óscar lara salazar 27 tanía con un grito templado que venía a avivar más todo aquel ambiente de desbocada provocación. Ya muy entrada la noche, quizá en la madrugada, Elenes pla- ticaba con don Evaristo Ortiz, oriundo de Bamopa y cuñado de Valente; conversaban animados fuera del baile, mientras dos tro- vadores de acordeón y guitarra tocaba el corrido de Macario Ro- mero, aquel valiente de la Piedad de Cábadas, Michoacán. En eso, muy cerca y en clara alusión al mayor, gritó Valente: —A mí me la pelan los de Santiago —en un tono por demás provocador. Advirtiendo don Evaristo la reacción del mayor, y antes que este respondiera a la agresión verbal, intentó atajar cualquier re- acción de respuesta —Déjalo, déjalo —le suplicó don Evaristo—, Valente está bo- rracho, no le hagas caso, hombre. Pero el mayor no soportó el insulto y se encaminó al encuen- tro con el subteniente. Doña Donata Páez, una mujer que había puesto mesa con venta de menudo, pan y café, vio cuando Elenes se dirigía al encuentro, y al verle la cara con ese rojo encendido

Don Evaristo Ortiz, revolucionario de Bamopa, no pudo evitar la tragedia. 28 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos que se le ponía cuando le invadía la cólera, en un afán de disua- dirlo, le salió al paso, conminándolo: —Mayor, venga, cómase un plato de menudo, me salió muy bueno —pero el mayor ni siquiera volteó a verla y siguió de frente. Al encontrarse cara a cara el mayor y el subteniente, Elenes le preguntó: —¿Qué quieres, pues, Valente? —interpeló el mayor con la sangre hirviendo. —Que nos demos de balazos, mi mayor —respondió Quinte- ro en tono desafiante. —¿De veras? —preguntó Elenes con toda decisión—, ya con el coraje reflejado en el rostro. —De veras, mi mayor, si es que no se le guanguean los pan- talones, digo yo —respondió Quintero en un tono abiertamente provocador. Entonces no hubo más remedio, aquellos dos oficiales, como gallos de pelea, no se quitaron la vista uno sobre el otro mien-

Justo donde está este kiosko, frente a la casa del baile, quedaron tirados los dos oficiales. óscar lara salazar 29 tras caminaban hacia atrás. Con pasos cortos pero firmes; ni un solo nervio se crispaba ni un solo músculo se contraía. Miradas serenas y frentes levantadas reflejaban en sus rostros altivez y va- lentía. La tremolina y la confusión se apoderaron de la escena. Nadie podía alegar ventaja ni ninguno buscó tenerla. El mayor, acreditando su habilidad, disparó primero, disparando en dos ocasiones con su 32 escuadra, hiriendo mortalmente a Valente. Pero este, en los escasos instantes de existencia que aún le queda- ban, cuando iba cayendo alcanzó a activar la 45, escuchándose un disparo hosco por la cercanía del contrincante. El tiro hizo blanco en el costado izquierdo del mayor; la bala le pegó en el brazo a la altura del pecho, hasta quedar alojada en el costado derecho, casi por salir. El mayor alcanzó a trastabillar unos pasos hasta toparse con un cerco de cardón que lo rebotó hacia atrás, cayendo al suelo de espaldas con la mirada perdida hacia el cielo. Valente también había caído de espaldas. Su madre, doña Sabas Quintero, al ver que su hijo caía mal herido, corrió hasta donde estaba tendido. Se abalanzó sobre él entre llantos y gritos de impotencia. Fue entonces cuando alguien, aprovechando las sombras de la noche, llegó hasta el fatídico lugar, y por en medio de los brazos de la desdichada madre que de rodillas abrazaba a su hijo moribundo, le hundió una daga hasta la empuñadura, rematándolo, si es que aún le quedaba algo de vida al subteniente Quintero. Fue Fidel Carrillo— gritó una mujer de allá del otro lado de la enramada. Luego se escuchó la detonación de una 38 de granada que provino de fuera del patio, con dirección a donde estaban los cuerpos tendidos. Alguien vociferó: «fue Martín Or- tiz», —cuñado de Valente—, quien supuestamente se encontraba pertrechado detrás de un cerco de piedra, y desde ahí disparó sobre el cuerpo del mayor Elenes que ya en el suelo yacía. 30 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Esta cruz marca el punto don- de expiró el mayor Elenes cuando lo llevaban herido a Santiago.

Con el tiempo, el pueblo de Santiago de los Caballeros le rindió tributo al mayor, colocando una placa con su nombre en la plaza del lugar. óscar lara salazar 31

Como aún le quedaba vida al mayor, su gente lo acomodó en una parihuela y en andas lo trasladaron a Santiago de los Caba- lleros. Pero no caminaron mucho, ya que pronto falleció el mayor Martín Elenes, a la edad de 29 años. Después, la desolación total. Solo algunos disparos muy dispersos y cada vez más lejanos y aislados se escucharon hacia un lado y hacia otro. Mientras que a Valente, familiares y vecinos de Bamopa lo acomodaron en una cama de lías de cuero de res y se echaron a caminar arroyo arriba. Caminaron un trecho silencioso. Una lechuza cruzó por el aire dejando escapar un graznido, imponién- dole más terror a aquella fatídica jornada. La noche aún no ter- minaba. A la distancia lejana se veía una lucecita que anunciaba el pueblo. El arroyo daba vueltas y la luz desaparecía por instantes para reaparecer después. Muy lejos, allá en los confines alejados, se escuchó una descarga de una pistola 38 y carabinas anunciando la tragedia que cegó la vida del subteniente Valente Quintero, el valiente de Bamopa. El cortejo de campesinos, unos a pie y otros a caballo llegaron a Bamopa justo al clarear el alba. La hazaña de aquellos valientes inspiró un corrido y el corrido consagró una leyenda.

Año de mil novecientos y veintidós al contado, murió Valente Quintero, ¡qué día tan desgraciado!

El 19 de marzo, día de todos mis desdenes, murió Valente Quintero y el mayor Martín Elenes. 32 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Valente andaba tomando, muy contento echando el trago, diciéndole a sus amigos ya me voy para Santiago.

Y su mujer le decía no te vayas a emborrachar, allí están los de Santiago, te van a querer matar.

Valente le contestó: no me forme ningún plan, deme mi bolsa de caza para traerla con pan.

Se fajó su carrillera y también sus cargadores, ya me voy pa’ Babunica, voy a ver a esos señores.

Cuando Valente montó a su caballo canelo a su mamá le decía nos veremos en el cielo.

Al llegar a la enramada les mandó tocar el toro, si el mayor paga con plata yo se los pago con oro. óscar lara salazar 33

Los músicos le contestan no lo podemos tocar, si te tocamos el toro, Valente, vas a pelear.

Si no me tocan el toro, tóquenme Heraclio Bernal y que se salga pa’l raso al que le parezca mal.

Debajo de la enramada estaba el mayor parado, tú lo que tienes, Valente, que eres muy ocasionado.

Yo no soy ocasionado, Valente le contestó, nos daremos de balazos si usted gusta, mi mayor.

Se tomaron de la mano para darse de balazos, yo no me rindo, mayor, ni aunque me haga mil pedazos.

A los primeros balazos el mayor no dio con bola, a la siguiente descarga se le cayó la pistola. 34 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Levantaron a Valente muerto y muy ensangrentado, también Elenes murió, el valiente de Santiago.

Vuela vuela, palomita, párate en esos nogales, el 19 de marzo murieron dos oficiales.

La tumba de Valente Quintero en Bamopa. Rodolfo Fierro «el Carnicero»

El día que tú te moriste, la división se acabó...

General Rodolfo Fierro Fierro.

¡Cuidado, no sigan! ¡Esto parece una tembladera! —¿Qué dice? —preguntó el asistente al capitán. —Que está atrapado en arenas movedizas —le contestó el ca- pitán con mucho miedo. —Rápido, hay que tirarle una reata al general Fierro —se per- cató el capitán. La reata no alcanzó a llegar. Entonces él, con las fuerzas que aún le quedaban, les gritó:

35 36 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

—¡Mátenme! ¡Mátenme!... No sean hijos de la... y de sus la- bios brotó una injuria empujada por la desesperación, mientras su cuerpo seguía hundiéndose en el fango. Hacía días que el general Fierro esperaba nuevas órdenes. La noche del 14 de octubre de 1915 llegó un propio con un telegrama donde el general Villa giraba instrucciones para que se concen- traran en Nuevo Casas Grandes. Fierro ordenó aquella noche que todas sus fuerzas estuvieran listas porque otro día pasaría revista, a fin de salir bien pertrechados a donde habían sido citados por el jefe de la División del Norte. Cuando salieron del campamento, parecía que la tarde se ha- bía quedado quieta. Un sol que apenas se sentía. No corría nada de viento. Unas pequeñas nubes solitarias y los cerros allá en el horizonte, casi perdidos por la bruma de la tarde que ya empeza- ba a descender. Solo se escuchaba el tras-tras-tras de los cascos de los caballos.

Donde está ubicada esta casa, por la calle principal de Charay, la hoy Ángel Flores, nació el general Rodolfo Fierro. óscar lara salazar 37

El camino que tomaron para llegar a Nuevo Casas Grandes los obligó a cruzar el río San Miguel, el cual era muy caudaloso porque corriente arriba se le juntaban otros ríos, de modo que los vados que tenían que cruzar eran profundos. Pero la ruta más di- recta a su destino implicaba cruzar una laguna que ahí se forma- ba como consecuencia de la unión de varias afluentes, la famosa Laguna de Guzmán, también conocida como la Laguna de los Mormones, porque muy cerca de ahí se encontraba un campa- mento de mormones. Esta laguna estaba dividida por un bordo de dieciocho metros de ancho y por seis o siete de altura; durante el tiempo de secas era camino muy seguro, pero las pasadas lluvias que habían sido muy abundantes, en parte arropaban el bordo que servía de cor- tina y de camino. Había otra ruta que vadeaba por la orilla sur de la laguna, pero también estaba cubierta por las aguas. Era un agua rojiza, espesa, como de barro de olla.

La Laguna de los mormones, hoy Laguna Fierro, donde se hundió el general Fierro. 38 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

El general Fierro, el capitán Navarro —quien era jefe de su Estado Mayor— y Pedro Sustaeta, su asistente, se habían adelan- tado a la columna, llegando mucho tiempo antes que la tropa a la Laguna de los Mormones. Sobre la superficie del lago habían cre- cido malezas llamados pinillos, carrizos, sauces que no permitían ver cómo estaba el terreno. Los tres decidieron cruzar el vado por encima del terraplén. Pero pocos pasos dentro del agua, el caballo del asistente, que iba adelante, se hundió. Entonces Sustaeta soltó la yegua retinta llamada Lucifer que llevaba jalando como remu- da para el general Fierro, brincó del caballo y continuó a nado hasta vadear al otro lado. El capitán Navarro se detuvo a tiempo sin soltar la yegua que había soltado Pedro, y que traía agarrada del mortigón. El general Fierro hizo lo mismo, intentó cruzar en el caballo pero este se fue hasta el pecho. Fierro se tiró al agua y salió con las ropas estilando de aquella agua colorada, aunque con esfuerzo por el peso de la víbora llena de onzas de oro que llevaba en la cintura. El caballo salió con la panza chorreando sangre por los piquetes de las es- puelas que Fierro le arrimó para ver si salía con el ahorcajado. La carga del caballo también era pesada, toda vez que en los tientos traía las talegas de onzas de oro para pagarle los haberes a la tro- pa. En medio de este atolladero, Fierro le ordenó con impulsiva decisión a su subalterno Navarro: —Desensilla el caballo y pónsela a la Lucifer. El general, en su estado alcohólico como de costumbre, volvió a montar la yegua para rehacer el intento, mientras Pedro le gri- taba del otro lado: —Deténgase, jefe. Hay que rodear la laguna por el camino de arriba. óscar lara salazar 39

—Dice bien Pedro, mi general, tenemos que rodear la laguna —le sugirió el capitán en tono suave, para que no sintiera que lo estaba contradiciendo. —No, qué rodear ni qué rodear. Si aquel pasó, ¿cómo no voy a pasar yo? Rodolfo Fierro no le va a correr a este charquito —dijo ya ofuscado. El general Fierro picó las espuelas en la briosa yegua y de nue- vo se lanzó al agua, pero al sentir el animal que pisaba en falso, maromeó y brincó hacia delante. En ese batallar, caminó todavía algunos pasos dentro, hasta que se volvió a tirar al agua. Mien- tras la yegua se hundía con el lodo hasta los ijares, Fierro afanaba duramente braceando para lograr llegar a la orilla. Tocó tierra y dio unos pasos por el zacatal y otros ramajes chaparrones que crecían sobre el lodo. Y de pronto sintió que se hundió de nuevo; la tierra se abría como gelatina y él se bajaba a plomo. Entonces, al subalterno y asistente que ya venían en su auxilio, les gritó: —¡Cuidado, no sigan! Esto parece una tembladera. Ya me lle- vó la... y su desespero lo expresó en palabras altisonantes. —¿Qué dice? —preguntó el asistente.

Representación de la película donde el caballo del general Fierro se atascaba en el pan- tano. 40 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

—Que está atrapado en arenas movedizas —respondió el ca- pitán. Los hombres se miraron, y hubo unos segundos que se que- daron como estáticos. —Vamos, rápido, a tirarle una reata —dijo su jefe de Estado Mayor. El general Fierro desesperadamente y con muchos esfuerzos logró sacar una pierna, pero la otra se le hundió más y se fue hasta la cintura. El asistente arrojó la reata y en la punta amarrada una piedra para que llegara, pero esta no alcanzó. El general trató de pescarla con una rama seca que arrebató, pero esta se quebró y con los movimientos que hizo se hundió más. Ya en la desespe- ración total gritó: —¡Ayúdenme a salir! Sus compañeros, atribulados, intentaban y volvían a intentar acciones sin éxito alguno. Mientras él, petrificado, poco a poco se iba hundiendo irremediablemente. Ahí estaba el más sanguinario de Los Dorados conviviendo lentamente sus últimos momentos con la muerte. Él, que a tantos les puso la muerte encima. Pero su final estaba trazado de otra manera, poder ver a la muerte y que esta lo venciera lentamente, muy despacito, para que supiera a qué sabía morirse. El pantano se proponía rendir al general Fie- rro como si fuera el destinado a cobrar tanta sangre derramada por sus ímpetus sanguinarios. En medio de aquella atribulación, quiso desabrocharse la hebilla para tirar la víbora cargada con monedas de oro, pero el movimiento lo jalaba. Perdió la esperanza y se llevó la mano a la cintura para sacar su pistola y darse un balazo para poner fin a ese tormento; aquel encuentro macabro que le tenía reser- vado la vida. Pero no traía la pistola, se le había salido en los óscar lara salazar 41 zangoloteos. Entonces gritó, echando las últimas fuerzas que le quedaban: —¡Mátenme! ¡Mátenme!... No sean jijos de la chin... —pero su voz se perdía en aquel paraje triste que se tragaba el silencio de la tarde, claramente sentía cómo a él se lo iban devorando las entrañas del pantano. Ya en un último movimiento, echó la ca- beza para atrás y con la cara hacia el cielo, se acabó de hundir. El sombrero jarano se deslizó sobre el agua como flor que lleva la corriente. Solo se dejaron ver unos anillos que salían a la superfi- cie y unos gorgoritos de sus últimos hálitos de vida, hasta que ya quedó todo parejo, como si ahí nunca hubiera pasado nada. —¿Por qué no murió en combate? ¡Hubiera sido mejor! —opi- nó Navarro con los ojos llorosos. Pero ese día, 15 de octubre de 1915, no sonó ni un balazo. No hubo un solo disparo. No hubo novedad alguna en el parte de la columna del general Rodolfo Fierro. —Mi general Fierro merecía morir como el héroe de un corri- do —se limitó a opinar su asistente. Mandaron a un propio a avisarle al general Villa lo que había sucedido. Mientras ellos se organizaron en cuadrillas para ras- trear las orillas a ver si lograban encontrar el cuerpo. Más tarde empezaron a caer unas gotas gordas sobre la laguna, luego más y más, que sin llegar a ser aguacero se mantuvo una llovizna gruesa y tupida. La luna de octubre no hizo aparición esa noche, el nu- blado y la lluvia le impidieron su salida. Al otro día por la mañana arribó hasta el lugar de la tragedia el general Villa montado en su caballo el Canciller. Desmontó, y apartándose de los demás, caminó hasta la orilla de la laguna. Permaneció con la mirada extraviada sobre su ancho perímetro. Se escuchó que carraspeó mientras se tallaba los ojos con su pa- 42 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos liacate. Luego se reintegró a los demás. Se le explicó que se habían formado brigadas para buscar el cuerpo pero que era difícil en- contrarlo en menos de tres días, a lo que Villa preguntó: —¿Por qué en tres días? —Porque en ese tiempo el cuerpo va iniciar su descomposi- ción y los gases internos lo van hacer flotar. —le respondió el jefe de la brigada de rescate. —Bueno, bueno —acotó Villa—, ustedes busquen hasta que lo encuentren y ya que lo encuentren me avisan, yo estaré en Nuevo Casas Grandes. —Será como usted lo ordene, general— respondió el capitán Navarro, cuadrándose frente al jefe de los Dorados. —Nosotros vámonos, muchachitos, que las tragedias que te- nían que pasar ya pasaron —les gritó Villa, mientras montaban sus caballos y emprendían la retirada. Buscaron todo ese día sin éxito alguno. Al tercer día, el ma- yor Quintero, Pedro, el asistente de Fierro, y un amplio grupo de gentes de la región, bordearon el río. En eso, uno de los lugareños se detuvo, fijó su vista en un lejano paraje y dijo con ánimo op- timista: —Miren, están volando en círculo aquellos zopilotes, puede ser que ventearon el cuerpo y ya estén bajando a devorarlo. Se pararon un rato a deliberar sobre el particular. Los perros rastreadores se adelantaron y allá a lo lejos empezaron a ladrar. El ladrido de perro rastreador es desolador porque va persiguiendo a un ser humano. Determinaron caminar con ese rumbo, guiados por los ladridos de los canes. Al acercarse, lo hicieron con mucho cuidado, porque los caninos le ladraban a algo que estaba en un recodo de la corriente del río. Se organizaron en fila india y poco a poco fueron apreciando que ahí se encontraba un bulto cubier- óscar lara salazar 43 to por completo de lodo, y las auras, esas aves de rapiña que son las primeras en bajar, ya lo estaban picoteando. Era el cuerpo del general Fierro que las corrientes subterráneas habían arrastrado hasta ese lugar, y ante la presión interna del mismo cuerpo, como dijo el rescatista, lo hicieron salir a la superficie. Para poderlo sacar se construyó un camino de piedras, palos y ramas trenzadas para hacer posible la llegada hasta él. Uno de los presentes lanzó un cohetón en señal de que ya lo habían encon- trado. Mientras otro con una reata intentaba lazar alguna parte de aquel bulto enlodado. Lograron lazarlo y poco a poco lo fueron jalando hasta sacarlo fuera de las aguas. Lo acostaron en tierra firme. Un silencio se apoderó de la escena. El mayor Quintero rompió el silencio para comentar: —¿Ya se fijaron? —dijo con gran asombro. —¿Qué cosa? —respondió inquieto Sustaeta. —La espuela de mi general trae enredadas raíces en la estre- lla —para luego suponer—, no es de dudarse que a mi general lo amarró algún guirote allá abajo y no le dejó forma de salir.

Tumba del general Rodolfo Fierro. 44 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Nadie respondió nada, cualquier respuesta era completamen- te inútil. El silencio volvió a imponerse. Lo acomodaron en una camilla portátil y entre cuatro hombres en turno se lo llevaron en andas, mientras una gran fila seguía el improvisado cortejo. La temeridad del general Fierro era tal, que hasta a la historia le dio miedo reivindicar su figura en los anales mismos de otros revolucionarios. Pero lo que la historia calla el corrido lo grita.

Voy a cantar un corrido, se los voy a relatar, de un hombre controvertido, su afición era matar, en Sinaloa nació, también fue gran general.

Del Fuerte o de Charay, de allá era Rodolfo Fierro, muy valiente, ¡qué caray!, se distinguió por lo fiero, de esos que ya casi no hay, él antes era trenero.

En 1913 le entró a la Revolución y en Tierra Blanca se ofrece demostrar su condición, los federales corrieron les hizo una matazón. óscar lara salazar 45

Sus órdenes son terribles en las batallas de León, yo no quisiera decirles, se acabó su batallón, lanzaba carga cerrada nada más por devoción.

Pancho Villa se dio cuenta y ordenó su ejecución, pero estaba mal herido, se les cayó la cuestión, porque era un hombre valiente para la Revolución.

Pero una tarde de invierno su permiso se acabó y en los Lagos de Guzmán del caballo se cayó, con el oro y con la plata en el cieno se enterró.

Adiós al general Fierro, lo lloró, el día que tú te moriste la división se acabó, pero el gusto que se lleva que nadie lo asesinó.

Valerio Quintero

Valerio desde mediano/ le gustó agarrar lo ajeno...

Despertó en la madrugada al martillar de los cascos de las bes- tias y el grito de los yegüeros que pasaban con las recuas por el camino de abajo. Pero se quedó sosegado, viendo el claro fulgor de la luna. Luego alzó la cabeza y miró hacia el cielo. Por entre las cumbres de los árboles veía más claro por el lado del oriente. El día apresurado se acercaba por el horizonte mientras en el firma- mento muy pálidamente refulgían algunas estrellas. —A Rivera lo mataron —gritó— y todos se pusieron de pie casi en automático. Un desayuno frugal, luego todos a limpiar sus armas, preparar sus monturas y alistar sus arreos. El golpe estaba decidido y la suer- te ya estaba echada. En las primeras horas de la mañana todo se veía cubierto de niebla, pero a como se levantaba el sol se iban des- pejando los confines. Ya más clara la mañana se dispusieron a salir perfectamente armados y pertrechados, a la vez que un vientecillo mañanero, venido de los llanos de allá de arriba de unos cordones, soplaba con moderación. Montó un caballo zaino, cabos negros y regular estatura. Se acomodó en su montura y ordenó: —Vamos, muchachos, al rancho La Terupata. El gobierno de Sinaloa ofrecía 10 000 pesos a quien entregara vivo o muerto a Valerio Quintero, quien se había convertido en el

47 48 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos azote de los caminos en la región centro norte del estado. Todos sus asaltos habían sido notables por la rapidez de sus movimientos y lo temerario de sus acciones, de las que siempre salía con bien. Se contaba por los campesinos de aquella región, que en un oca- sión, la Acordada lo encaró en temible enfrentamiento, donde, de una loma a otra se había entablado tremenda balacera, habiendo sido masacrada la gavilla de Valerio. Cuando los del gobierno por fin pudieron recorrer el campo enemigo no hallaron a Valerio porque, luego se dijo, se pudo salvar adentro de la panza del ca- ballo, que después de caer muerto a tiros le abrió el vientre y se refugió allí dentro. De ahí nace la leyenda que dice que «Valerio tenía pacto con el diablo». El profesor Colin MacLachan, que estudió este fenómeno des- de La Colonia, a través de la institución de la Acordada que en su tiempo y por muy extendido periodo existiera, en sus investiga- ciones concluyó que esta era más un instrumento de tipo político que un medio de combate a la delincuencia y el bandolerismo. Ya que el pillaje en pueblos y caminos reales se convirtió en uno de los más fuertes problemas de aquella etapa histórica de México. De los orígenes de Valerio no se sabe mucho. Unos dicen que dependía del poblado Vinolitos, desaparecido al igual que La Terupata por la construcción de la presa López Mateos, cuyas aguas arroparon todas estas tierras. Se contaba que peleó al lado de Valente Quintero en aquel regimiento que el subteniente for- mó con los nativos de los pueblos de las cercanías de Bamopa. Por el apellido, se cree que guardaba algún parentesco. Nunca fue un soldado de disciplina. Como la revolución era para quitarle a los ricos su riqueza, para él significaba adueñarse de lo que siempre ambicionó tener; quería para sí lo que tenían los ricos. Esperar a que la revolución triunfara para repartirlo, era mucho esperar, óscar lara salazar 49 por lo que decidió darle rienda suelta a sus ambiciosos instintos de búsqueda de dinero rápido. Un día salió con el lucero de la madrugada a desafiar al mun- do de frente. Formó su propia gavilla, y la gente de las rancherías huía despavorida cuando por esos desfiladeros retumbaba el gri- to: «¡Ahí viene Valerio Quintero!» Muy pronto se autodenominó «El mero rey de los hombres». Entonces decidió por completo hacer vida de salteador contra los ricos, retando a todo trance al gobierno y viviendo en definitiva en los escarpados montes de la sierra. —Mientras andemos cagando lomas, la Acordada nos hace los puros puños —vociferaba desafiante. Aquella madrugada había amanecido en el Ojo de Agua, lu- gar ubicado entre La Apoma y El Guamúchil, donde se dividen Badiraguato y Mocorito. Ya tenía planeado ir a dar el golpe al rancho La Terupata, una comunidad asentada a la orilla de aguas corrientes sobre el río Badiraguato, también conocido como río chico, porque allá más abajo, en el pueblo de Alicama, se junta con el río Humaya, conocido como el río grande. En La Terupata vivía un viejo ganadero, don José María López. Don José María y don Teófilo López eran hermanos. José María sabía que en el rancho El Atascadero, sobre el Arroyo Grande, cerca del paraje conocido como El Charco de los Perros, vivía don Francisco Prenda, acaudalado de toda aquella región. En el corral de la casa de Prenda se juntaban más de cien toretes de un solo color, cuando los rancheros de la redonda apenas tenían un burro aparejado. Sabido era que Prenda mantenía enterrada su riqueza en el mismo patio de su casa. Los López sostenían que Prenda se había robado un «entierro» de puras monedas de oro de su familia, de allá de La Terupata, y hoy buscaban la forma de 50 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos recuperar su capital, por eso no cejaban en recobrar lo que a ellos les pertenecía. Hasta contaban cómo había sido. Prenda les com- pró unas vacas a los López, cuando destazaron una de esas reces le encontraron residuos de oro en las vísceras, entonces fueron a buscar donde estos animales comían tierra para saber dónde lamían oro. Así fueron hollando alrededor de las casas de los Ló- pez, y en esa exploración encontraron unas ollas con dinero y a toda costa buscaron la manera de recuperarlas. Siendo don José María un venadero empedernido, común era encontrarlo por los caminos a las horas de la noche con su rifle de caza y su lámpara de tirar la luz. Pero su verdadero empeño era merodear la casa de Prenda para cerciorarse dónde hizo el entie- rro del dinero. No dando resultado esto, urdió pedirle 20 toretes fiados y en un mes volvería para pagárselos. Cuando fue a llevarle el dinero ya no lo perdió de vista. Era una noche en que la luna llena se levantaba por el este, dejando ver cómo se alargaban las sombras de las copas de los árboles y la casa de Prenda recibía la luz sobre el tejado ennegrecido por el tiempo, entonces vio desde la distancia cuando el viejo Prenda enterraba el dinero en una esquina del corral debajo de una piedra bola.

Valerio y su gente, entre los que se contaban Conrado Elenes, De- metrio Senobia «el Cambujo», Melesio Bejarano, Beltrán, Chon Monjardín, Vicente Loya «el Toruno», el Asoleado y Pedro Félix «el Cenizo», en total eran ocho compañeros, quienes afanosa- mente apuraban las bestias porque querían llegar al punto antes de que cayera la noche. Al pasar por el rancho Los Palcos despo- jaron a Daniel Ojeda de un corcel retinto oscuro, de patas finas, óscar lara salazar 51 ancho de encuentro, de mucha alzada y mejor cabalgadura. Más bien, Daniel se los dio sin pretextar nada, mucho menos presen- tar resistencia alguna, ya que afortunado se sentía de que no le pidieran que los acompañara u otras mercedes que seguro no les negaría por la temible fama de Valerio. —Voy a robarme una muchacha y necesito el caballo —dijo, para luego agregar con ironía— es pues para hacer negocio de hombres y algún día te he de volver la hombrada. —¡Claro! Entonces pa’ qué semos los amigos —dijo Ojeda y con un paliacate procedió a limpiarse el sudor del rostro de tez muy blanca y hoyada por la viruelas. Luego retomaron el camino para bajar hasta la rivera del río cuando la tarde empezaba a descender. Después de largo tiempo de caminar, en el Barranco Oscuro, Valerio ordenó airear las ca- balgaduras y sacar de las alforjas de los cojinillos algunas tortillas de harina, queso y unas panochas de un cortijo que en El Valle, Mocorito, habían adquirido una semana antes. Después de un breve descanso y de la improvisada comida, el cabecilla ordenó seguir la marcha para aprovechar la luz de la tarde. Entre Conra- do y el Toruno se suscitó una acalorada discusión respecto a cuál sería el mejor camino a La Terupata; si seguir la margen del río o trozar bordeando por las veredas que cruzaban los relices que franqueaban el cauce. El cabecilla estuvo un momento pensativo, con dudas, después, dirigiéndose a Conrado, le ordenó: —Ponte por delante, nos vamos por la orilla del agua —mien- tras en voz baja algo le comentó al Toruno que nadie más pudo escuchar. Caminaban en silencio. Los rayos del sol hacían el agua trans- parente y la pintaban de un verde decolorado, pálido al reflejo de los álamos que adornaban la corriente del río desde los terraple- 52 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Paisajes de aquellos desfiladeros para llegar a La Terupata. nes hasta la lámina del agua. Al pasar por la desembocadura de El Arroyo de las Chinches encontraron a un viejo de pelo blanco, barba rústica, crecida y canosa, el bigote amarilloso, mascando tabaco. Montado en un burro sobre una cobija para acolchonar las tablas de peonía de las que estaba hecho el burriquete, con un paño colorado amarrado a la cabeza por debajo del sombrero de cuatro pedradas. Acompañaba a un muchacho a quien apenas le despuntaba la barba. Conducía unas mulas cargadas de sandías, cosecha de verano de isleta. Le pidieron agua que llevaba en el bule, y como el joven les preguntara qué rumbo llevaban, Valerio le respondió: —Vamos a pagar una manda a la virgen de Yacobito. La virgen de Yacobito tenía fama de ser muy milagrosa. Era venerada por mucha gente, por lo que, durante todo el año reci- bía visitantes. La leyenda cuenta que, desde los remotos tiempos del siglo XVII, cuando la expansión de la evangelización estaba en su apogeo para las comunidades indígenas, unos misioneros llevaban en mulas un cargamento de santos, cruzaron el río aguas óscar lara salazar 53 arriba en el vado de Tariapa, y una acémila perdió el vado y fue arrastrada por las crecidas corrientes, dispersándose los objetos religiosos. Sin embargo, pronto fueron localizadas aquellas imá- genes, menos una virgen que se encontró Leonardo Ibarra Ávila, un vaquero que campeaba por las márgenes del río ya casi llegan- do a Yacobito el día 8 de diciembre, día de la sagrada Concepción. Ahí los nativos le construyeron un pequeño templo y con el tiem- po alcanzó fama su figura milagrosa. El viejo conocía la fama de Valerio, y al reemprender el cami- no, se limitó a decirle a su nieto Cornelio: —Ese alacrán va a regar su ponzoña en algún lugar. No habían avanzado cincuenta pasos, cuando el Cenizo le dio un pajuelazo al caballo y de tres zancadas se emparejó a Valerio: —¿Conoció al viejo ese, jefe? —como Valerio se quedó en si- lencio, él mismo se respondió: —Es el viejo Natividad Rodríguez, al que por mal nombre le dicen Tivo Coyote —afirmó con dejo de asombro, para lue- go proseguir—. Cuando pegamos en la Hacienda Santa Lucía, cuando apenas empezábamos, acuérdese que sitiamos la casa y cuando vieron quiénes y cuántos éramos, tiraron las armas. Pero este jijo... solo, parapetado detrás de un cerco de piedra, nos hizo frente con un veintidocito, y donde apuntaba baleaba uno. Hasta que el Toruno logró treparse en una nanche y de allá lo tumbó. Cuando el Coyotío, su hijo, se acercó a él, le pidió una botella de mezcal que traía en los tientos de la mula, no alcanzó a dársela porque quedó desmayado. Lo dimos por muerto, pero la libró. Tanto que hasta le compusieron un corrido: «El Coyote le hizo frente/ a ese Valerio Quintero/ con su rifle veintidós/ que parecía carpintero...» —¿Por qué estás tan seguro? —lo cuestionó Valerio. 54 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

—Porque el Toruno, al primer tiro, le voló la oreja, ese palia- cate no es por ninguna dolencia, es para cubrirse la oreja mocha —afirmó. Valerio dio vuelta al caballo y a galope se le puso adelante al viejo. Sacó su pistola y le apuntó cuando aún estaba como a vein- te pasos adelante. Se mantuvo apuntando mientras observaba cómo, al paso del burro, el anciano se samaqueaba sin fuerzas ni para mantener el cuerpo erguido. Al emparejarse pudo ver los ojos amarillosos del viejo buscando en vano a aquel gallardo tira- dor de 45 años, pero solo veía un tipo flaco, huraño, consumido por los años. Esperaba que el hombre le dijera algo. Ni uno ni otro pronunciaron palabra alguna. Lo dejó que se alejara. Entonces, el Cenizo, como un desahogo por aquella afrenta que el anciano les hiciera en sus años mozos, de allá le gritó: «ay, pájaro que un día/ fuiste valiente y presumido/ como no cantas ahora/ que andas fuera de tu nido... Viejo... y de pilón bien jodido...»

Una vez ubicado con certeza el punto donde Prenda había inhu- mado su tesoro, don José María invitó a Teófilo, su hermano, para que juntos vinieran hasta El Atascadero a recuperar el interés. Una noche, apenas oscureciendo, Prenda y su señora fueron a un velorio al rancho El Savilar, entonces los López cayeron a la casa. La misión fue un éxito. Nada falló, y esa madrugada sin luna, la fortuna del rico de El Atascadero volvió a La Terupata. Don José María y don Teófilo vivían una casa frente a otra, solo callejón de por medio. Al momento de repartir el tesoro, don Teófilo alegó partes iguales ya que juntos habían llevado a efecto la aventura. Sin embargo, don Chema argumentó que lo fuerte del trabajo ha- óscar lara salazar 55 bía sido de él, perseverar y armar todo el asunto hasta cazar la oportunidad para sacar las ollas con el dinero. Por lo que le daría solo una tercera parte de lo reconquistado. Y así lo hizo, le dio solo un tercio y don Teófilo no quedó conforme y se distanciaron, retirándose la palabra.

Mientras tanto la comitiva de Valerio seguía su marcha por las márgenes del río. En el silencio se escuchaba sonar las aguas del río que de vado en vado ensopaban las monturas de las bestias. Aún cuando la tarde avanzaba, el paisaje era limpio. El viento y el sol endurecían las hondas huellas de los cascos al pisar la tierra aguada por la humedad de las vegas del río. Atrás quedaban los pueblitos de Caramatén, Saca de Agua y Lo de Ventura, y allá, todavía más lejos, en el seno de la bruma del pardear a donde ya

A caballo recorriendo la sierra por la travesía que cruzó Valerio para ir a asestar el golpe a La Terupata. 56 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos no llegaba la luz del sol, quedaban El Rincón de los Montes, Las Olorosas y Batopito. En ese paso acompasado, al caballo de Demetrio Cenobia le empezó a sonar una herradura. Se detuvo para apretársela. El Ce- nizo decidió ayudarlo mientras la columna avanzaba. Luego de ajustar el herraje volvieron a montar y retomaron el camino, al tiempo que el Cenizo le preguntó a Cenobia: —Tú habrás de dispensar, Demetrio, pero, tú eres hombre de buen tener y ¿qué necesidad tienes de andar con nosotros que andamos a salto de mata? El hombre guardó silencio un rato, sería porque no quería compartir sus razones o porque la pregunta lo dejó sin palabras. Caminaron un tramo más y como el Cenizo ya no insistió ni rea- lizó comentario alguno, el silencio se apoderó de la escena hasta que Cenobia decidió romperlo. Creo que tengo más razones que varios de los que aquí vienen —dijo, para luego proseguir como si hablara para él solo— hace dos años yo vivía en Capirato de los Valdeces, mi hijo Demetrio conoció en un baile en El Palmar de los Ibarra a una muchacha, Trini López, vivía en unas casi- tas muy cerca de La Terupata. Un domingo había una fiesta de quince años, más bien un bailecito. Demetrio salió de la casa muy temprano en la mañana, con sus mejores ropas y muy ilusionado. Lo vi perderse por los callejones a toda prisa. No volvió en todo el otro día. Ya no me gustó, anocheciendo me entró una cisca y una cisca y quise venirme a buscarlo pero mis hermanos no me dejaron. Ya casi anochece —me dijeron— espérate pa’ mañana y nosotros te acompañamos. Me acosté, pero luego que vi todo escueto me levanté, ensillé el caballo y me vine solo. Por momentos se callaba como si se le atravesara un nudo en la garganta, luego tomaba agua y continuaba el relato. —Caminé óscar lara salazar 57

La corriente del río Badiragua- to que recorrió la Gavilla de salteadores.

toda la noche, pasaba por algunos caseríos y la perrada me seguía hasta salir de esos ranchos, y poco antes de llegar a La Terupata, en la mesa del Zopilote que le dicen, vi a mi hijo tirado como un perro a la orilla del camino. Lo subí al caballo, lo tercié como un costal y yo me fui en las enancas, donde lo iba deteniendo. Me vieron pasar por esos mismos ranchos pa’ atrás con ganas de que me mataran a mí también, maldiciendo a los asesinos y maldi- ciendo al mundo. De tiempo en tiempo el sol se ocultaba entre las nubes grises y azules, pero luego volvía a salir con tal lustre, que su reflejo en el agua resultaba intolerante para quienes lo miraban. Habían cru- zado ya una espesa isleta adornada por la pradera verde como si fuera una alfombra vegetal y a la distancia la vista se topaba con el erguido Cerro de la Mina. —Después supe que a la Trini la pretendía un muchacho que le decían el Chileque, que tenía poco tiempo de vivir cerca de la Agua María. En el baile, dos veces ese amigo sacó a bailar a la Tri- ni y las dos veces lo desairó porque ahí estaba Demetrio, ya que 58 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos en una carta que le había mandado una semana antes, le prometió que bailaría todo el baile con él. Apenas pasaban de las nueve de la noche, mi muchacho andaba bailando, cuando el Chileque en- tró a la pista, le puso la pistola en el estómago y entre la boruca de los demás bailadores que se remolinaban, le dijo: —Suelta aquí a la Trini, yo voy a bailar con ella. Se empezó hacer la bola, en eso Chico García y Pancho Veláz- quez, celadores habilitados por el gobierno para vigilar la fiesta, encañonaron al Chileque, le quitaron la pistola y le pidieron que se retirara. —Son cosas de borracho —dijo Velázquez, para luego agre- gar— en lugar de que averigüen, mejor pónganse a bailar. —Pero en la noche que terminó todo se vino solo mi mu- chacho. No había caminado doscientos metros cuando le dis- pararon desde el monte, le pegaron en un brazo pero al instante él se tendió al otro lado, plegando su cabeza sobre la tabla del pescuezo del animal, logrando favorece la mayor parte del cuer- po, luego le dieron un rozón en una pierna, pero no lo tumbaron del caballo. Le hundió las espuelas al animal, y a carrera tendi- da, muy luego columbró las casas de La Terupata y, encarrerado como iba, se brincó la puerta de trancas del corral de una de ellas y golpeó la puerta con el mango de la cuarta pidiendo auxilio. Les gritaba que le abrieran, que venía herido. Nunca le abrieron y hasta ahí llegó aquel felón con un primo hermano y lo sacaron por la fuerza. Lo caminaron un rato, y ahí donde se les hizo bue- no, lo mataron. El Cenizo nunca se imaginó qué sentimientos empujaban al Cambujo a acompañarlos en aquella maquinación. Por eso, cuan- do la semana pasada —Demetrio retomó la narración— Valerio me pidió unas bestias para venir pa’ cá, le dije: te acompaño, quie- óscar lara salazar 59 ro ver personalmente a quienes le negaron el auxilio a mi mucha- cho y ver qué cara ponen cuando quieran el auxilio. Luego le pegó un pajuelazo al caballo para darle alcance a la columna porque ya no faltaba mucho para llegar a La Terupata. Ya para morir el día, el cielo palidecía sobre los relices que flanqueaban la corriente. Avanzaban y antes de llegar al lugar de su objetivo, Valerio escrutó con la mirada a los alrededores y su vista no se topó con presencia de humano alguno, solo animales pastando por las vegas del río. El viento fresco del atardecer que corría sobre la corriente parecía que había concluido su trajinar y el paisaje lucía triste y solitario como una alejada postal. De pronto avistaron La Terupata. Se dirigieron a la casa de don José María, que a la vista se divisaba el humo que salía por arriba del caballete de la cocina, porque ya iniciaban los preparativos de la cena. Avanzaron a media rienda, Valerio tomó la delantera y sin apearse del caballo se empalmó a la tapia hecha de palo parado. —Aquí está Valerio Quintero, y donde brama este toro no bala ningún becerro, jijos diun chingado —gritó con toda arrogancia luciendo su revólver colt 44 de seis cartuchos. Encañonaron a don José María y a Francisco López, su sobri- no, que se encontraba arriba de la enramada deshojando maíz. Los ataron de pies y manos como reses para el degüello y le exi- gieron que les entregaran 10 000 pesos. Entonces soltaron al viejo para que fuera a traerles el dinero. Como se tardaba, dijo Valerio: —Suelten a ese también para que vaya a ayudar al tata a con- tar— y como Pancho por un momento se quedó semiparalizado, el Cambujo, sacando su pistola, le dio un fuerte cachazo en la frente. La sangre brotó pronto de la herida. Se tambaleó próximo a caer al suelo, pero sacó fuerzas para irse a donde estaba el tío que afanosamente buscaba de distintos escondites envoltorios de 60 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos monedas conocidas como ojos de buey. El sobrino, con gran des- espero y chorreándole la sangre sobre la cara para caer y esparcir- se sobre la camisola, le dijo: —Tío Chema, a las armas, desde adentro de la casa estamos parapetados y la ventaja es nuestra —le inquirió con la mirada relampagueante y sus ojos llenos de cólera. —Mejor salgamos corriendo por atrás —propuso el viejo. —No, señor —respondió en secreto—, si huimos queman la casa. —¿Qué pasa? —gritó Valerio— ¿por qué tanta tardanza? —Estamos contando —respondió don José María— ya para entonces, con una mano contaba el dinero y con la otra le metía parque a un rifle ochavado calibre 50 mm, mientras una hija le hacía una cruz con una daga a cada tiro que abastecía porque de- cían que a Valerio no le entraban las balas por el pacto que tenía con el diablo. —Ahorita van a salir —dijo Demetrio Cenobia «el Cambujo», jalando una rama de dais de la enramada. Cuando se disponía a encenderla, desde la casa de enfrente, alguien, parapetado detrás de la corpulenta terupata, le disparó con una carabina 44.40 mm, estallando la cabeza de el Cambujo como una calabaza. Don José María, que estaba al acecho detrás de la claraboya, aprovechó magistralmente el instante de la con- fusión por la caída de el Cambujo, disparando el rifle calibre 50 y Valerio lanzó un grito despavorido implorando algo ya inaudible. Se desplomó del caballo pesadamente, pues el proyectil le atravesó el muslo, y su cuerpo rodó por el polvo moloque del tan anda- do camino. Entonces el Cenizo desmontó de un brinco la mula valla, la Canela; le disparó la carga de su pistola al caído, el cual óscar lara salazar 61 quedó sin vida al instante, y gritó que a él lo traían por la fuerza y de esa manera también intentaría ganarse la recompensa. Los disparos se los hizo tan pegados al cuerpo que las flamas de las detonaciones encendieron las ropas del temible salteador; doña Rafaela, esposa de don José María, salió corriendo con un balde de agua para apagar las llamas del cuerpo, mientras sus seguidores salieron huyendo río abajo sacando chispas de las piedras con los cascos de sus monturas por todo el cascajal del río. La tragedia pasaba al anochecer. Era noviembre, el penúlti- mo mes del año. El cielo lucía desnudo. La noche baja con sus resplandores fríos. Luego una soledad inmensa, aprisionada por un cielo que apenas lucía unas esparcidas estrellas y un silencio profundo acompañado solo por el rumor indolente y remolón de las chorreras de las aguas arrastradas sobre el cauce. La noticia cundió por villas y poblados, porque los arrieros sin dilación pla- ticaban por los caminos que en el rancho La Terupata mataron al temible bandolero Valerio Quintero haciendo alarde de fanfarro- na valentía, mientras las aguas del río Badiraguato arrastraron la tragedia en las notas del corrido.

Valerio desde mediano le gustó agarrar lo ajeno, tengan cuidado y no roben, al vicio pónganle freno.

De Mocorito a La Apoma y de La Apoma a Mocorito, por toda esa rancherada le rezaban el bendito. 62 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Decía Valerio Quintero: necesitamos más plata, arriba, arriba, muchachos, al rancho La Terupata.

El caballo de Daniel Ojeda, de muy buena cabalgadura, para antes que oscureciera estaba en Lo de Ventura.

Decía Daniel Ojeda, recostado en un Peñón: válgame el Santo Niñito, voy a lavar sin jabón.

Llegó hasta La Terupata, a un sobrino puso preso, oiga, don José María, necesito 10 000 pesos.

Necesito 10 000 pesos, y le declaró su nombre: yo soy Valerio Quintero, el mero rey de los hombres.

Él se metió para adentro para luego regresar y de adentro para fuera se los comenzó a contar. óscar lara salazar 63

Ese don José María un treintazo le pegó y a ese Valerio Quintero el muslo le atravesó.

Cuando Valerio se vio que remedio no tenía, alzó los brazos al cielo: líbrame, Virgen María.

Valentín Félix

Santiago se salió herido, Valentín quedó tirado...

Santiago Payán.

Las mujeres forman el núcleo de aquellos casos en que el amor es la verdadera causa de la tragedia, interviniendo, además, el orgu- llo varonil que no tolera humillaciones ni desprecios, como sos- tiene Vicente T. Mendoza, en el libro El corrido mexicano. Cuán- tas desdichas no se registran en los patios de las casas en la sierra, cuando después de una noche de fiesta y de parranda, incitados por el alcohol, brotan las pasiones por una buena o mala mujer, culminando la juerga con desenlaces fatales como le sucedió a Valentín Félix.

65 66 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

La Tuna es la sindicatura de Badiraguato más intrincada en lo espeso de la Sierra Madre. De ahí el viaje en helicóptero. De allá arriba veía aquella tierra llena de lomas que subían y bajaban; montañas que cierran el horizonte y se extienden por el oriente y por el poniente formando cañones que se prolongan por muchos kilómetros, creando a su vez explanadas como ollas en el plan donde se asientan los pueblos de Los Cortijos, San Antonio de los Buenos, Santiago de los Caballeros y Arroyo Seco. Desde la altura se ve cómo se pierde el caserío rústico y se divisan, más a la dis- tancia, otros pueblos arropados por las sombras. Pero la serranía sigue corriendo y sus cumbres se vuelven más empinadas, y así se va formando una cadena de montañas que se pierde allá en la brumazón del lejano panorama. Así se llegó a La Tuna ya muy entrada la tarde. La noche no dilató. Parecía que había bajado de los cerros, apagando las nubes para cederle el lugar a las estrellas. Se reunió la gente del lugar. Todos sentados a ras del suelo, iluminados solo por la claridad de la luna, en tanto las voces parecían perderse entre los montes de los cerros de El Vallecito y de La Tuna. La plática se fue resbalando por conocer de viva voz de los que vivieron la tragedia de aquellos hombres bragados que generó el corrido de Valentín Félix; corrido que constituye toda una pieza musical del folklore en México. No cabe duda que las leyendas son siempre bonitas, parece que se desempaca un antiguo instru- mento y al volverlo a activar, se despejan las nieblas de la memo- ria devolviéndoles la voz de aquellas notas que parecían perdidas en la tarde de los tiempos. Valentín Félix, originario del Potrero de la Vainilla, tendría 18 años cuando conoció a Carmen Vega, originaria de San Luis Gonzaga. Estableció noviazgo con ella un tiempo que nadie re- óscar lara salazar 67 cuerda con precisión, pero no pasó de dos años. Como en todo noviazgo, se rompe la relación y se disuelve el idilio o se torna más fuerte y se unen en intemporal matrimonio. Pero hay quie- nes no se resignan a perder el sentido de su pasión. Valentín había dicho una noche mientras se divertía con unos amigos en un banquete en la comunidad de La Palma, muy cerca de la Tuna: «Si Carmen no es pa’ mí, no será pa’ naiden más...» y pidió a los músicos de cuerda que amenizaban el banquete una canción que no recordó su título, así que tuvo que canturrearles unos versos: «por esa bella mujer/ cinco balazos me han de dar/ y el que la quiera querer/ conmigo se ha de topar...» Finalmente, el destino no quiso que Valentín se casara con Carmen y se disolvió el noviazgo. Todo parecía olvidarse y, aparentemente, cada quien tomaba su propio camino. Pero solo la fatalidad misma sabía que aquella herida que parecía cerrarse, con el tiempo se abriría con plomo del orgullo mexicano. Un año y medio después, Leonardo Payán, originario de Ba- bunica, comarca de Santiago de los Caballeros, al pasar por el Arroyo de Alisitos, vio pasar frente a sus ojos a una joven muy blanca, de mediana estatura, esbelta, de ojos negros claros y se- renos. Leonardo quedó prendido de aquella mirada llena de luz. Después de saludarla le dijo a sus compañeros: —Verán que me voy a casar con esa mujer cuando vuelva de Guadalupe pelón —y continuó a paso de su caballo. Leonardo, en muy corto tiempo, logró entablar noviazgo con Carmen. Ya de novio se fue a trabajar al mineral de Guadalupe y Calvo, Chihuahua, con la ilusión de juntar algún dinero para regresar a casarse. Largos días pasaron en la espera, los ojos de Carmen parecían querer llamar los pasos de su prometido. Des- de el patio de su casa dirigía la vista hacia el camino por donde 68 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos tantas veces esperaba ver llegar a Leonardo. Pero el amor en los enamorados burla las terquedades caprichosas del tiempo. Cuan- do regresó se llevó a cabo la boda. Pero este matrimonio no estaba destinado a perdurar. Habían pasado cuatro días del enlace nupcial cuando los recién casados asistieron a un baile a Huixiopa. Ahí estaba Valentín despechado y con la pasión avivada por el mezcal. Poco tiempos se tomó Va- lentín para sacar del baile a Leonardo y llevarlo rumbo al arroyo; en lo obscuro, se escuchó cuando ofuscadamente le dijo: —Le hice una promesa a Carmen y vengo a cumplírsela esta noche —a la vez que desenfundaba una Smith & Wesson. Apretó con furia el llamador de la pistola. Un grito desesperado retumbó por el cañón de Huixiopa y cinco fogonazos, como cerillos, se encendieron en medio de la noche, y a la luz efímera se columbró la sombra del cuerpo de Leonardo que se desvaneció rodando entre las piedras.

En este patio se llevó a cabo el baile de Huixiopa, donde Valentín Félix mató a Leonardo Payán. óscar lara salazar 69

Alguien comentó en el velorio de Leonardo que esperaban que el odio que provocó la tragedia quedara sepultado en la mis- ma tumba del caído. Carmen lo visitaba todas las tardes en el panteón. De aquel idilio solo quedaba el dolor que perdura en el devenir impreciso del tiempo y un aire de tristeza que todo lo envolvía. La noche se nos había escabullido mientras los viejos nativos me seguían relatando la trama. La luna desde su inmenso mira- dor había terminado su jornada perdiéndose allá por lo alto de las montañas. Solo nos llegaba un aire fresco, bajado de la serranía con olor a rama seca de los desmontes que los lugareños hacen en los cerros para sembrar tan luego aparezcan las lluvias, y un pálido relámpago tempranero que de vez en vez parpadeaba en el horizonte lejano por detrás de las cumbres del cerro de San Luis Gonzaga. Santiago Payán, hermano de Leonardo se había ido de mojado a los Estados Unidos. Cuando el crimen sucedió se hallaba al otro

En este panteón del pueblo Los Placeres está sepultado Leonardo Payán. 70 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos lado del suelo nacional. No se apareció en el velorio ni asistió al ritual de la novena. Dejó pasar años pero estos no pasaban so- bre su ánimo de venganza. Ese sentimiento estaba ahí como en el primer momento de lo sucedido. Apenas iniciaba el año de 1944 cuando su corazón marcó la hora de vengar su sangre. El día 21 de enero del 1944, Santiago Payán llegó a Culiacán vía el Ferrocarril del Pacífico, procedente de la frontera de Mexicali. Al salir de la estación tomó un carro de sitio. Era un taxi muy conocido en Culiacán, porque eran bien pocos los que existían y porque era del tipo de carro como en el que viajaba Pancho Villa cuando lo asesinaron en Parral. Quizá por eso al dueño y chofer del taxi le decían Pancho Villa. Vivía en la esquina de la calle Ni- colás Bravo y el bulevar Leyva Solano, frente al monumento de Agustina Ramírez. Santiago ordenó al taxista que tomara rumbo al barrio de Tie- rra Blanca. Apenas cruzó el río, le pidió que tomara a la izquier- da siguiendo la rivera del Tamazula, hasta llegar al barrio de La Toma de Agua. Dispuso que detuviera la marcha frente a una casa de paredes de adobe crudo, piso de tierra y techo de teja de dos aguas, ubicada en el extremo poniente del taste de carreras de caballos, conocido como Las Grullas. Era la casa de Protasio Salomón, un reconocido talabartero, originario del pueblo de Ta- maeapa. Apenas desmontó del carro de sitio, Payán se introdujo a toda prisa: —Tacho —dijo, con la confianza del paisanaje—, necesito un nidito para acurrucar esta palomita, sacando de entre sus ropas una pistola escuadra; una súper del once que relumbraba al res- plandor de la lámpara de bombilla por el blanco casi fosforescen- te del níquel que la recubría. La súper del once es reconocida por su eficacia a corta distancia. Fue un arma fabricada poco antes de óscar lara salazar 71 la Segunda Guerra Mundial, lo que indicaba que Santiago traía un revolver que apenas salía al mercado. En el carro de la pistola traía grabadas unas patentes 1911-1913, de ahí lo de súper del once. Protasio, lámpara en mano, se introdujo a un cuarto oscuro lleno de enseres artesanales de baqueta y trajo hasta la mesita del portal una carrillera con su funda y cuatro cananas donde Santia- go enfundó su pistola con cuatro cargadores de refacción. De ahí salió para su casa. Su mujer lo esperaba en un domicilio ubicado por lo que hoy son las calles Eustaquio Buelna y Agricultores, muy cerca del viejo cine Cocos del legendario barrio de Tierra Blanca. Otro día, muy temprano, ensilló al Lucero, un caballo prieto con una mancha blanca en la frente que le prestó un ganadero avecindado en este mismo barrio. Ya lo aguardaban dos com- pañeros para secundarlo en su propósito fijado, el Papache y el Chorro de Balas. Salieron los tres a caballo y tomaron el camino real a Badiraguato. Su mujer le dio la bendición. Cuando ya se alejaban, a la distancia todavía, hacía la cruz en el aire mientras se enfilaban rumbo a su tierra de origen. Después de tres días de camino, se aproximaron al lugar de su destino. No llegó ni a Babunica, su pueblo natal, se fue de paso a El Potrero de la Vainilla. Procuró llegar ya oscuro para que la noche lo protegiera de cualquier delación y no tener tropiezos en la única fijación que lo motivaba. Era una noche muy fría. Por eso Valentín estaba en la cocina, cenando sobre el pretil de las hornillas, calentándose con la lumbre de los leños devorados por la llamas. Apenas alcanzaron a ladrar los perros, cuando de repente, a tan solo unos metros, lo sacudió la voz de Santiago, cuando le espetó: —Aquí estoy, Valentín Félix, vengo a quitarte la vida. 72 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Esta es la cocina en la comunidad de El Potrero de la Vainilla donde Santia- go Payán dio muerte a Valentín Félix.

En eso se cruzó un buey que estaba debajo de la enramada, lo que destanteó a Santiago. Al clarearlo de nuevo, a un tiempo des- cargaron las pistolas. El primer tiro, Valentín se lo pegó en la boca del estómago a Santiago. Al ver eso, los compañeros de Santiago salieron en estampida por los callejones, solo que a Valentín se le embaló la pistola y ya no pudo disparar, lo que le dio ventaja a Santiago para dispararle su carga completa.

Esta es la tumba de Valentín Félix en el panteón de El Potrero de la Vainilla. óscar lara salazar 73

Santiago, con el balazo que le penetró el cuerpo por el medio, apenas pudo sostenerse para abastecerle otro cargador a la pisto- la. Trastabillando, se fue saliendo del pueblo; haciendo esfuerzos sobrehumanos para seguir adelante y alejarse de las casas de El Potrero. Detrás de una tapia estaba escondido el Chorro de Balas. Le pidió que fuera a avisarles lo acontecido a sus amigos de La Palma y de La Tuna. De La Tuna fue don Venceslao, y lo acompa- ñaron los Araujo de La Palma. —Qué hombre era Santiago Payán —dijo Leoncio Zepeda—, porque así malherido como estaba, para sorpresa de los presen- tes, reconoció: —Yo no sé por qué Valentín mató a mi hermano, porque la verdad es que Valentín no era chinampo más de madre—. Eso fue lo último que dijo cuando ya se lo llevaban a Babunica con sus familiares. Al segundo día murió rodeado de los suyos. Así culminaba aquella narración cuando las estrellas se per- dían en el firmamento. Luego amaneció y el sol volvió, como siempre, a hacer visible todo, convencidos que en el pueblo todo

La tumba de Santiago Payán en el panteón de Babunica. 74 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos puede saberse. Así fue la legendaria tragedia que motivó el corri- do de Valentín Félix. De los hechos, un maestro rural que daba clases en La Tuna, el profesor Enrique Rendón, compuso el corrido que tanta fama alcanzó en el gusto del pueblo de México.

Voy a cantar un corrido que aquí lo traigo acordado pa’ darles el contenido de todo lo que ha pasado, yo les digo a mis amigos que anden con mucho cuidado.

Esa gente de Huixiopa, todos lo recordarán, que el señor Valentín Félix le disparó por detrás la carga de su pistola a don Leonardo Payán.

Leonardo cayó pa’trás herido del corazón, nadie vino a levantarlo, para él no hubo compasión, apenas le levantaron el acta de defunción.

El hermano de Leonardo no estaba en aquel lugar, óscar lara salazar 75

estaba del otro lado de la tierra nacional diciendo que de su hermano la sangre vendría a vengar.

Se vino de Mexicali disfrazado de texano, traía su pistola súper para vengar a su hermano, con sus cuatro cargadores puro parque americano.

Estaba Valentín Félix cenando en una cocina cuando llegaba Santiago que entró por la puerta misma; ríndete, Valentín Félix, te vengo a quitar la vida.

Valentín le contestó yo no me rindo, Santiago; se tiraron varios tiros, salieron por el tejado, Santiago se salió herido, Valentín quedó tirado.

Se vinieron sus amigos de La Tuna y El Barranco, vinieron a levantarlo 76 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

porque se hallaba en el campo, tres días tenía escondido en casa de José Araujo.

Camino del Vallecito que pasas por el Potrero, ya me voy poco a poquito, pero me devuelvo luego, se mataron dos gallitos, que Dios los tenga en el cielo. Rodolfo Valdés «el Gitano»

Murió Rodolfo «el Gitano»,/ hombre de muncho valor...

Rodolfo Valdés «el Gitano».

¿Cómo fue, hermano, que te echaste al mismísimo gobernador de tu provincia? Lo inquiría el Pampero con un gesto de gran asombro. —Me lo pidieron de arriba. —¿Qué tan arriba? —Quería saber más el extranjero nacido en las pampas argentinas, aun cuando sabía que hay un límite que no se puede traspasar ni siquiera en esa amistad que ellos habían forjado. Sabía perfectamente que en la cárcel hay cosas que ni se

77 78 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos preguntan ni se contestan, pero aun así, por la admiración que le guardaba al Gitano, insistió en la pregunta— ¿Qué tan arriba, pues? —De muy arriba, hasta donde los de abajo no pueden mirar —respondió el Gitano—, y la clave era que le digas al enfermo que la culebra quiere verlo.

La mañana del 29 de marzo de 1954, en la penitenciaría de la Ciu- dad de México, estalló una revuelta que convulsionó el palacio negro de Lecumberri. En medio de aquella agitada perturbación, un torvo individuo le asestó una puñalada por la espalda con un cuchillo de cocina de 15 centímetros a Rodolfo Valdés «el Gita- no». El cuerpo del legendario pistolero sinaloense se fue doblando lentamente hasta caer al suelo. Cuando el agresor buscó de nuevo hundirle el arma punzocortante, Celso Radatich «el Pampero» se abalanzó sobre el atacante, la fuerza superior del argentino le arre- bató el puñal y en desbordado forcejeo se lo hundió justo en el corazón, lo que provocó que el atacante se desplomara al instante, cayendo muerto sin exhalar un lamento. Acto seguido, tomó de un brazo al Gitano y a rastras, dejando un camino de sangre, lo sacó del campo de batalla sin que nadie se lo hubiera ordenado. Aquello era más importante que todas las palabras, por lo que la gratitud del sinaloense al Pampero sería parte de su nostalgia. Al Pampero le simpatizaba el sinaloense por bragado, pero el Gitano siempre lo observaba con desconfianza, no porque tuviera motivo para recelarle, sino que su condición era de un hombre que desconfiaba de todo, hasta de sí mismo. Pero aquella arrojada acción del Pampero no solo le ganó su confianza, sino que le dis- óscar lara salazar 79 pensó cierta amistad. La alianza entre ellos se consolidó para de- fenderse en el peligroso presidio del palacio negro de Lecumberri. Es más, hasta podía decirse que su amistad era sincera, aunque al final de cuentas, la condición humana de los dos no daba cabida a una plena sinceridad. Sin embargo, al menos llegaron a compartir largas horas de conversaciones. Sabrás tú vos —le confiaba el argentino con una sonrisa que la oscuridad escondía, pero que el sinaloense escuchaba muy cerca del oído porque le pasó el brazo sobre los hombros y le dio unas palmadas cuando el Gitano convalecía de la lesión, y el extranjero se mantenía presto a su lado— yo nací en las pampas argentinas, en aquellas tierras largas y sin montañas. Nunca me gustó la es- cuela, porque desde plebe, como decís ustedes, se me despertaron los apetitos sexuales para andar detrás de las criadas sin importar si eran casadas, solteras o rameras. Una vez desfloré una mozue- la y me tuve que batir en duelo a sable, pero salí limpiecito. No aprendí la lección y me dejé arrastrar por una casada, mancorna- dora, pues, como decís tus paisanos, y ahí le entré con cuchillo, mi hermano. Vine a México porque allá no iba a durar mucho sin que me mataran. Me valí de enamorar a una moza que trabajaba en el consulado de Buenos Aires, que ya se le iba el tren y vio en mí la manera de tener hombre y yo la manera de salirme de aque- lla tierra que ya apuntaba a ser una tumba segura para mí. Para presentar un oficio me metí a una compañía de gauchos famosos por sus habilidades ecuestres a fin de presentarnos en unos es- pectáculos para los que fuimos contratados en algunas ciudades mexicanas. Creía aquí encontrar una vida nueva después de tan- tas fatigas. Mi futuro suegro, un platero anticuado, nos encontró una noche a su hija y a mí tendidos en los patios de su casa. Me quiso matar, peleamos como los meros machos y yo le enterré la 80 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos daga desde la punta hasta la empuñadura. Me llevaron a la cárcel. Un abogado de oficio logró que me declararan loco y fui a dar a un manicomio. Me valí de muchas artes y enamoré a la jefa de ce- ladoras, la Güera; una mujer grandota, garruda, muy hombruna, pero eso no importaba, porque lo que quería era tener privilegios. Quise huir disfrazado de mujer. Cuando me estaba vistiendo, una de las celadoras, enemiga de la Güera, Griselda Abarca «la Gace- la» se me echa encima y que le hundo un cuchillo de cocina que traía oculto. Después de eso me trajeron a este «hotel». El Pampero se sentó de cara al nativo de Agua Caliente de Gárate; se desabrochó el camisón de presidiario y con un ansioso gesto por conocer más de aquel famoso pistolero, le preguntó— ¿Pero decirme, tú vos, de dónde te viene eso de Gitano? —Cuando yo iba a nacer, allá por Agua Caliente de Gárate, en el sur de Sinaloa, andaba muy fuerte la epidemia de la viruela, muchos niños que nacían por ese tiempo traían ya la enfermedad. Entonces mi madre, muy asustada, me encomendó a la Virgen de Nuestra Señora de las Angustias y le prometió que si nacía sano me vestiría con hábito largo y no me cortaría el cabello hasta después de los 10 años. No faltó un cabrón en el pueblo —que pa’ poner sobrenombres se pintan solos— que dijo que yo parecía gi- tano. De ahí en adelante todos me dijeron el Gitano. Desde plebe me gustaron las pistolas. Caminando allá por los arroyos, jugá- bamos con palitos que le poníamos unas ligas, las estirábamos y fingíamos disparar balazos. Ya más crecido, mi padre me dio una tierrita para que yo la sembrara. De ahí saqué 130 pesos y lo primero que hice fue comprarme dos pistolas. Esas si disparaban balas y las balas te abren camino. Una vez le oí decir al Culichi Sandoval, que pa’ mandar gente, y que te obedezca en el oficio de nosotros, no hay más que bala, al que no quiera seguir tus órde- óscar lara salazar 81

Donde está hoy esta casa, frente a la iglesia de Agua Caliente de Gárate, nació el Gitano.

nes, bala, al que te quiera rebasar, bala, la cuestión no es soltar el primer balazo sino dar el último.

Durante el proceso instruido por la Secretaría de Guerra, por el asesinato del gobernador Rodolfo Tostado Loaiza, el 22 de febre- ro de 1944, en el bar del Hotel Belmar en el puerto de Mazatlán, el juez cuarto de instrucción militar Cristóbal Guzmán Cárdenas ordenó un careo entre Rodolfo Valdés «el Gitano» y el general Rafael Cerón Medina. En el acto, este se encontró excesivamente nervioso. Hombre de pelo rizado y medio calvo, pestañas riza- das, con condecoraciones. Es el reverso de la medalla del Gitano. Cerón, que en todo momento refleja su nerviosismo, violenta- mente se levantó estrujándose la cabeza con ambas manos y así, entre sollozos se fue a un rincón meneando la cabeza y echando 82 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos maldiciones. Sus suspiros caen tan fuertes y repentinamente, que semejan rugidos como fiera embravecida. El Gitano, sereno, sacó de la bolsa de la camisola una cajetilla nueva de cigarros y la golpeó sobre su mano izquierda; sacó un cigarrillo de filtro y como tardó la llama del cerillo, se vio con sorpresa la firmeza de su pulso al juntar largo rato ambas manos para proteger las llamas del viento. Viste pantalón de dril, cami- sa abierta, sin corbata, por supuesto, y sombrero tejano bastante usado, mismo que a cada rato mueve sobre su cabeza con las dos manos, al estilo ranchero norteño. El hombre está asombrosa- mente sereno. Le da una fuerte fumada al cigarro a la vez que expulsa el humo de manera uniforme por la boca y la nariz, y así inicia su versión de los hechos: —Poco antes del mediodía me dijeron que me presentara al despacho del general Macías. Mi general le pidió al chofer que se saliera, este, agachando la cabeza, sin decir nada, se salió; qui- so que estuviéramos solos. Siéntate, Rodolfo, me dijo, estás en tu casa. Luego se puso muy serio, como pensativo y sin más ni más me la suelta: he recibido orden superior de chingar a Loaiza, de modo que el indicado para chingarlo eres tú. Entonces yo lo interrumpí, diciéndole: —Ese asunto es muy serio mi general —a lo que él me contes- tó al instante: —Es orden de la superioridad, tú eres el indicado para este asunto, porque estos servicios solo se pueden encomendar a gen- te muy probada en cojones y en lealtad y hay muy pocos en quie- nes se puede confiar de manera absoluta. —Le pregunté: ¿mi general, este asunto lo sabe ya el señor ge- neral Medina?—, entonces me respondió con voz muy quedita: de este ni su madrecita de usted ha de saber nada, porque si este óscar lara salazar 83 secreto se espolvorea antes de que se lleve a cabo, usted... y ahí la dejó. Entonces entendí que quiso decir que yo la pagaría. Para finalizar me dijo, alguien te va a buscar llegado el momento, y la clave será: que le digas al enfermo que la culebra quiere verlo. Él me había prometido garantías para mí y mis hombres, pero luego no me cumplió y me empezó a perseguir, me comenzó a matar gente y me pegó donde más me dolía: mató a mi herma- no. Y a mí me quiso enyerbar con estricnina, de puritito milagro me salvé. Sin mirar al juez, el Gitano añadió con una gélida serenidad que traslucía el coraje que lo ahogaba. Los ojos se le llenaron de agua cuando recordó la forma como ultimaron a su hermano. También le brilló el odio justo en la mirada, cuando le hablaron de Macías Valenzuela. Tiene desprecio por lo que él llama los pis- tolerillos cobardes de Macías. Pero no pierde la serenidad, ya que mantiene largo rato el cigarro en la boca sin que se le caiga la pavesa, incluso, se da el lujo de chancear cuando baja el cigarro y ve la pavesa casi derecha, se le queda mirando, y dice: —Así deben morir los hombres, aunque los quemen no deben quebrarse más de una madre.

La superficie donde estaba asentada la prisión de Lecumberri era baja. Sonaban las once de la noche. El eco de los gritos de los ce- ladores trascendían a intervalos en aquella soledad al responder a la exigencia con el retumbante grito: ¡Aleeerta! Ese día, por la tarde, había llovido mucho. Una tormenta había azotado, por lo que, para estas horas, golpeaba el frío con descarnada contunden- cia. Pero el Pampero permanecía ahí al lado del temido pistolero. 84 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

—Y de tus familiares ¿qué me cuentas, Pampero? —Indagó el jefe de Los del Monte cuando el cielo ya se había desencapotado, pero la noche había caído y todo lo volvió oscuro. Pese a la os- curidad, había claridad por el resplandor de uno de los faros del patio lo que permitía poder verse los rostros. —Lo único que no tengo es madre —respondió soltando una carcajada—. Mi padre, también de nombre Celso Radatich, fue pudiente, pero los malos hijos y los peores negocios lo arruinaron; mi madre fue mujer audaz y de mucho carácter, pero murió muy joven. Mi primer hermano, Rosauro, murió también joven por una vida dispendiosa que no paró hasta su fin que fue muy bien pronto, le había dado por la política, quería llegar a tener una curul en el Congreso en Buenos Aires y terminó suicidándose; Celestino fue comisario pero ya ebrio perdía la cabeza, una noche de copas mató al inspector de la policía en una casa de damiselas a las afue- ras de la capital; Alessio creo que aún vive, supe por los periódicos que por cuestiones de herencia mató a su suegro cuando este fue hacerle una reclamación, no sé qué es de él, y el último está aquí frente a vos. El Gitano estaba tendido en el camastro, mirando de frente al Pampero, bajó los pies al suelo e hizo un esfuerzo por querer levantarse, pero se tambaleó y a punto estuvo de caerse, si es que el Pampero no lo sostiene, y lo ayuda a acostarse de nuevo en el camastro. —No intentes levantarte, hombre —le dijo—, ya te pondrás bien, mejor sígueme contando de ti vos, Gitano, que tu vida se parece al personaje de una novela. —Cuando apenas cumplí los 15 años, yo iba por unos bece- rros para la ordeña, caminaba por entre los callejones del pueblo con otros de mi camada. Entonces nos topamos con otro grupo de compas que venían de pa’ bajo. Uno de los más grandes, que óscar lara salazar 85 quería quedar bien haciéndola de chistoso, dijo: mira, aquí viene el que hasta hace poquito parecía mujercita con su pelo largo. Entonces sin pensar saqué la pistola y ahí la estrené con aquel bocón que ya jamás volvió a reírse de nadie. El comisario buscó a mi apá para que me entregara. Yo me entregué, pero al cerro. Con dos años en el monte, entre los 15 y los 17, te imaginarás, Pampero, cómo andaba por tratar muchachas. Una tarde ya anocheciendo, hasta la cumbre del cerro se escuchaba la música de unos guita- rreros que tocaban en un bailecito en las últimas casas del pobla- do. Bajé; un amigo me prestó ropa limpia y medio planchada, y me fui al fandango. Apenas llegué descubrí a una jovencita, muy blanca, de ojos limpios, grandes, estaban fijos en mí. Le sonreí y esperé la respuesta: no la hubo. No porque no le agradara sino por timidez, pensé. Al invitarla a bailar sentí que titubeó. Pensé que sería por lo que yo había hecho y que sus padres le reprocharían que bailara conmigo. Pero siempre se decidió a bailar. En esas estábamos, cuando sentí por la espalda un fuetazo al tiempo que ella gritó: «¡mi novio!» Me había sorrajado un machetazo en la espalda, solo que fue de canto. Voltee pa’ atrás ya con la pistola en la mano y le descargué cuatro tiros, los suficientes para que ya nunca fuera a interrumpir a una pareja bailando. —¡Qué suerte la tuya, vos, Gitano!, ¿entonces cómo le hacías, monte, monte, y las mujeres? A esa edad, hermano, ufff. Yo cuan- do anduve en el ejército en mi país y nos traían por ríos, por bos- ques y por montañas, urgido de mujer, me dio la sífilis porque en nuestra urgencia muchos lo hacíamos con una sola hembra, por eso te pregunto lo que te pregunto a ti vos. —A nadie le falta Dios, mi Pampero. Dionisio «Nicho» Osuna, un buen camarada de un pueblito vecino, también había tenido un percance. Mató a Tiberio Lizárraga, uno que hasta era medio 86 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos parientón de él, porque se lo encontró en un potrero destazándo- le un torete, y al gritarle abigeo jijo... se calentaron los ánimos y terminó matándolo. Se peló pa’l cerro. Nos juntamos. Él tenía una hermana, Conchita Osuna, era viudita, muy joven. Yo, embarga- do de deseos sexuales, veía a Conchita que era una campesina muy hermosa, me acuerdo que cuando la conocí exhibía sus bra- zos desnudos; asomaba también sus pechos, en parte transparen- tes y en parte como dorados, se miraban casi por entero porque los traía aprisionados por un ajustado vestido azul de popelina. A veces bajábamos a media noche a dormir a su casa. Una de esas noches que aparentemente nos habíamos quedado dormi- dos; y digo aparentemente porque yo esperaba que Nicho azotara para ir a donde estaba la Conchita. Finalmente, a ella también la castigaba la desgracia al matarle al marido y no poder satisfacer las exigencias de su cuerpo. Como te digo, a los primeros ronqui- dos de Nicho, puse un pie en la tierra, luego el otro. Me levanté del catre despacito. El cuartito donde estábamos nosotros y el de ella lo separaba una división de palma, palmón entre latas atrave- sadas, como tramadas. Me tiré al piso de tierra, ya sin ropa para que no me fueran a ladrar los perros. Al oír esto, el Pampero soltó una risotada. —¿Qué cosas decís tú? Cómo se les ocurren cosas a los rancheros, con que vichi no te ladran los perros... pero sígueme contando, mi hermano. —Entonces me fui arrastrando como culebra —retoma el re- lato el Gitano— y con las dos manos empecé a abrir el portillo, haciendo los palmones para los lados. Ella estaba acostada con un niñito como de año y medio que le dejó el difuntito. Yo rogaba a Dios no despertar al plebe. Pa’ mi fortuna y la de ella, no des- pertó. Luego pa’ atrás, cerrar el hoyo y dejar como estaba antes. óscar lara salazar 87

Ya después yo solo me venía con cualquier pretexto pa’ ver a la Conchita. —¿Seguías abriendo y tapando el hoyo vos? —Quería saber el Pampero con cierto morbo. —No. Ella había sembrado unos tomates en una explanadita en el extremo del patio de la casa. Yo llegaba, chiflaba y ella aga- rraba un balde, dizque iba a regar los tomates, y allá nos veíamos. Esa viudita me enseñó lo bonito del mundo. Los dos soltaron la risa.

El Gitano en ese tiempo, un hombre en la fortaleza de su edad, de estatura regular, piel blanca, sus músculos bien desarrollados y fumando como siempre, expulsando el humo a la par por la boca y la nariz. Cuando el juez le preguntó si ratifica lo declarado, el Gitano no alcanzó a entender, y se le reformuló la pregunta: Entonces responde con todo aplomo: —¡Ah, pos sí; lo hablao hablao. Y a lo que ordenen. Yo a eso vine, a eso estoy aquí, a decir la verdad, y ustedes determinen lo que ordenen —sostuvo sin titubeo alguno. El general Cerón Medina, con sobrado nerviosismo, argu- mentó ser un militar honorable, que jamás mancharía su uni- forme con la mentira y mucho menos con actos criminales. Jura conducirse con estricto apego a la verdad: —Yo estaba como comandante de un batallón en Concordia y Rodolfo me pidió si lo podía presentar con el general Macías, cosa en la que no tuve inconveniente. Pero de eso, a que yo arreglaba citas entre ellos, falso. Cierto es que en una ocasión el general Ma- 88 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos cías me dijo que necesitaba ver a Rodolfo, y yo se lo comuniqué a mi superior, el general Juan José Ríos, jefe de la xxx zona militar. ¿Ustedes creen que si hubiera sido un complot lo informaría a la superioridad? Lo que sí me consta es que el general Macías le guardaba consideraciones a Rodolfo, porque una vez me dijo que si podía ir a pedir la mano de una joven para Rodolfo... El Gitano interrumpió para preguntarle: —A poco no es cierto que usted sonsacó a mi compadre José Garzón, presidente municipal de Concordia para que me enve- nenara; me querían joder con estricnina, pero no sé quién les dijo que este veneno no se disolvía fácilmente en el líquido y cambiaron de idea. —Rodolfo, Rodolfo —dice Cerón, tratándose de imponer—, si yo te hubiera querido joder como tú dices, a poco no lo hubiera hecho cuando mataste de un balazo a Angelina Díaz, en la zona de tolerancia. Tú dijiste que de un disparo le volabas la flor que traía encajada en la oreja, pero dado tu estado de ebriedad, le pe- gaste en el cráneo. —Cuando a mí me sucedió eso —interpela el Gitano—, eso de la mujer, yo estaba en una parranda, estaba pisteando. Lo interrumpe el juez para cuestionarlo: —Usted dijo que Cerón Medina intervino con Loaiza para que se arreglara el asunto de la muerte en un cabaret, y él dice que no. El Gitano, sin que le gane el desespero y como si no se le hu- biera formulado la pregunta, retoma su relato, y continúa: —Yo, ya que pasó eso, estaba pisteando y traté de salirme de allí para que no me aprehendieran y se hicieran las cosas gran- des, y salí mientras se averiguaba cómo había sucedido aquello. Entonces me vine a Agua Caliente y de allí me fui a Concordia y le hablé al presidente municipal, José, le dije, baja a Mazatlán e óscar lara salazar 89 infórmate. Yo hice una fechoría pero no fue de intención. Ve si está mi general Cerón y que se comunique con mi coronel Loaiza porque no lo hice con intención. Hace un alto en la narración para encender otro cigarrillo. Tan luego lo enciende mete el cerillo quemado en la misma caja de donde lo extrajo. Se vuelve a componer el sombrero, más como hábito que por necesidad, y continúa: —Entonces mi compadre José fue a Mazatlán y no supe si con- sultaría con mi general o con mi coronel, pero la cosa es que todo se arregló de acuerdo como si fuera contingencia. Yo me presenté, se juntaron a las mujeres que son (y aquí la expresión vulgar de las mujeres alegres) y dijeron que fue una contingencia. Hubo proce- so. Ya dije que yo me presenté. No supe quién llegó a apalabrarse con mi coronel Loaiza. Me pidieron una fianza de 2000 pesos. No supe nada de la sentencia ni cómo se llegó a terminar. En eso interrumpe el abogado del general Cerón Medina, para solicitar que se diga si su defenso está acusado por el asunto del coronel Loaiza o no. De nuevo al general Medina lo ataca un nue- vo acceso de nervios, tose, suda y hasta le agarra cierto temblor, pero pasa pronto. —Voy a leer —responde el secretario del juzgado. «En el concepto de que en la ejecución de tales hechos, tam- bién tomaron parte el general Rafael Cerón Medina y el subte- niente Jesús Vázquez Castillo como auxiliares y mediadores en la preparación del delito, llegando el general Cerón Medina a impe- dir que el Gitano fuera aprehendido inmediatamente después del crimen...» —Yo digo la verdad, más que esté en mi contra, soy hombre aquí y donde quiera, más que sea contra mí, y digo la verdad —rea- firma muy bragado el Gitano. 90 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

El secretario interviene para inquirir a Cerón. —¿Con respecto a lo declarado por don Rodolfo que lo ponía a usted en contacto con el general Macías Valenzuela? —Solo es cierto eso, pero únicamente en algunas ocasiones y para concertar alguna cita —responde Cerón. Entonces vuelve a preguntar el secretario: —¿Y por lo que refiere don Rodolfo, de un teléfono de la ciu- dad o de la corporación usted lo hubiera comunicado, qué, eso no es cierto? El Gitano se adelanta y responde para no darle oportunidad a que construya una versión: —Una vez en su casa particular, frente al parque, le pregunté a usted: ¿Mi general, cuándo puedo platicar con el general Macías? y usted me dijo: ahorita. Y usted habló y él le dijo que sí podía recibirme. El general Cerón corrobora: —Sí, es cierto. Entonces el Gitano, con más seguridad, luego de que Cerón confirmara su afirmación, continuó para precisar: —No era diario, serían unas tres o cuatro veces. A lo que el general Cerón acota: —Yo no recuerdo bien. —Eso sí —aclara el Gitano— yo nunca hablé con el general por la hebra.

Había pasado ya mucho tiempo que se habían apagado las luces en todas las crujías, menos en la 8 de la celda 23 donde el Gitano convalecía y le habían concedido que su amigo permaneciera a su óscar lara salazar 91 lado. Rodolfo le relataba sus aventuras y desventuras al Pampero como si dictara trozos de sus memorias. Luego se vendrían las refriegas del reparto agrario —agregaba el forajido más peligroso de Sinaloa— y se hizo necesario el uso de las balas. Los ejidatarios querían tomar las tierras y los terratenientes no querían dejarlos entrar a los potreros. Aquellos tenían sus defensas rurales y es- tos formaron sus propias guardias, y como pagaban mejor estos, con estos dimos la pelea. Así que como nunca se cotizaron en el mercado de las balas las dotaciones de terrenos, las resoluciones presidenciales, la creación de ejidos y sobre todo, la mollera de los cabecillas. —Pues qué producían esas tierras, que decís tu vos que las peleaban tanto como si sagradas fueran? Quería saber el suda- mericano. —Cuando uno empieza las cosas nunca sabe qué rumbo van a tomar. Es como cuando ladran los perros, solo el primero supo por qué ladró, los demás van siguiendo el ¡guau guau! de los otros. Sería octubre de 1935, cuando empezaba la política de los repartos agrarios del general Cárdenas, que había subido a la silla un año antes. A Agua Caliente llegaron los agraristas hablando muy bo- nito, un tal Juan Moscoso se hacía pedazos. En la noche hubo un baile y ahí un agrarista mató a Andrés Gárate, un muchacho del pueblo. Esa misma noche, Pedro Ibarra, un pelado que los tenía más gordos que un toro, mató al comisariado. Yo me fui con él pa’ que no se fuera solo. Al año siguiente volvimos y despedazamos las oficinas del Comité Campesino y ni modo, nos echamos a los dirigentes Víctor Ibarra y Melitón Moscoso Enciso. De ahí pa’ delante la leche se derramó por toda la cocina. Gru- pos de agraristas brotaban por acá y por allá. Entonces, 33 terra- tenientes se juntaron y le metieron lana a su causa. Defenderse de 92 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos los agraristas en contra del reparto agrario. Entonces había dinero y ahí le entramos. Nos decían Los del Monte, porque de ahí salía- mos pa’ ajustar cuentas. Pero ellos formaron las Defensas Rurales con el ejército de su lado. Entonces sí, amigo, se soltaron los bala- zos. Como el asunto era ver quién sometía a quién, yo propuse que les diéramos una pajueliada y el 14 de marzo de 1938 les caímos vestidos de soldados a El Quemado, Mazatlán. No sospechaban porque los guachos los apoyaban a ellos, y pa’ no hacerte más largo el cuento, ahí quedaron mordiendo el polvo 12 agraristas. Pero el 10 de junio de aquel 1938, les dieron en el mero corazón a los jefes de los ricos del sur que nos financiaban; los que ponían la lana en contra del agrarismo. En Culiacán, el mismo jefe de la judicial, que por mal nombre le decían la Onza, en un bar de un hotel mató a don Alfonso Tirado, el dueño de la Hacienda de la Palma Sola y cabeza del grupo. Esa se la aventó solito el goberna- dor, el coronel Delgado, que no quería que don Alfonso llegara a la gubernatura, porque él quería que fuera su compadre, el coro-

Esta foto está donde fue la cantina que tenía el Gitano, aquí aparecen los princi- pales cabecillas de Los del Monte. óscar lara salazar 93 nel Rodolfo Loaiza. Esto enardeció a los hacendados. Con más fuerza le metieron lana y compraron mejores armas, más parque y armaron a más gente. En el velorio de Poncho, ya en la madru- gada, me dijo Germán Tirado, su hermano: —Mira, Rodolfo, escucha bien lo que te digo, si Alfonso no fue gobernador, Loaiza tampoco lo va a ser. Después de la muerte de don Poncho —continuaba el Gitano sus narraciones— La Palma se convirtió en el centro de opera- ciones del grupo. Como era público y sabido, teníamos ya más de doscientos hombres bien armados y pertrechados. Un miér- coles de ceniza, finales de febrero de 1939, nos dieron el pitazo que venían soldados y agraristas a desparpajar al grupo a punta de balazos. Ahí el pesado de nosotros era Manuel «el Culichi» Sandoval. Lo platicamos y dijimos: le entramos o corremos. Pues le entramos, quién dijo miedo. Un general, Alejo González, venía al frente de la operación para fregarnos. Cada bando a su modo y nos dejamos ir. Nosotros ya teníamos también buen contingente. Les formamos la carraca y se soltó la tracatera. En aquella acción de La Palma Sola cayó muerto un coronel, dos tenientes y trece elementos de tropa. Pero también cayeron de los nuestros, Pedro Ibarra, uno de los jefes de acá, y el Güero Barrón. Después de estos ríos de sangre de unos y de otros; los agravios de unos y de otros; los imparables enfrentamientos de unos y de otros, el pre- sidente Cárdenas nos ofreció una amnistía dizque para que nos devolviéramos a la vida de trabajo y de paz. Pero ni los unos ni los otros nos detuvimos. Con amnistía y sin amnistía nos seguimos echando balazos. El presidente ordenaba detener aquella guerra pero el gobernador Loaiza seguía metiendo cartas por abajo a la baraja, empujando el reparto y los que soltaban la lana seguían pagando más para que retacháramos a los agraristas. Así que na- 94 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos die bajó las armas ni nadie dio su brazo a torcer y la tal amnistía sirvió pa’ lo que se le unta al queso. El Pampero, con toda su atención en la narración pero con el oído atento a todas las murmuraciones de la noche, escuchaba involuntariamente el cantar de las palomas que el Gitano criaba en su celda en una jaula de lámina de cartón.

Un verdadero tumulto de periodistas se arremolinaba esperando el desahogo del careo, porque ya habían recibido información que al final tendrían oportunidad de entrevistar al autor de la muer- te del gobernador de Sinaloa. El interés era exponencial no solo por la espectacularidad del caso, que de por sí era histórico, sino, además, porque mucho se había comentado en algunos medios que el proceso estaba mal llevado y las diligencias policiales se advertían mal realizadas, que llenaban de asombro, y eso alimen- taba más las especulaciones y avivaban más las sospechas. Por lo que la espera resultaba larga pero emocionante. En la audiencia de encaramiento, el general Cerón, ya más tranquilo, con mayor dominio de sus nervios, expresó: —La última vez que vi a Rodolfo, sería como un mes antes de la muerte de Loaiza. Yo estaba ya por salir de casa, cuando él venía con un chamaco y un perrito. Pero el Gitano rechazó la versión en cuanto al tiempo, y le aclaró: —No, no fue tanto; no fue un mes, porque yo no duraba mu- cho tiempo sin ver al general y el mes no lo hizo. Fueron 12 o 14 días, poco más o menos, pero no un mes. No pasaba nunca diez días sin verme con el general porque yo siempre quería estar óscar lara salazar 95 dentro del camino por ellos trazado, por estar siempre legalizado con nuestro gobierno y dentro del camino que me indicaran. —¿Usted está de acuerdo en eso, mi general? —le pregunta el juez a Cerón. —Sí, es verdad —contestó. Entonces el Gitano recobró la palabra para afirmar: —Mi general, cuando me presentaba a él, para estar dentro del camino que me indicaran, él me daba consejos, de que trabajara y de que estuviera pendiente para cuando me llamaran, que no me emborrachara y que me alejara de mis amigos. El general Cerón lo increpó para preguntarle en tono como de reproche: —¿Cuando tú te emborrachabas en esos asuntos, me dijiste? —No, señor —responde el Gitano—, usted no tenía contacto absoluto en eso, solamente sabíamos dos personas. —¿Quiénes eran? —Quiso saber el juez. —Mi general Macías Valenzuela y yo —responde el Gitano—. Él me lo ordenaba. Me lo ordenó de una manera que no me que- daba más remedio; porque era el camino que me ordenaba el jefe de la zona que estaba allí. Con esto se da por terminada la audiencia de careo entre el Gitano y el general Rafael Cerón Medina, pero antes, el juez ma- nifiesta que el reo Rodolfo Valdés «el Gitano», ya no está incomu- nicado, y en la misma reja de prácticas, los reporteros le podrán hacer algunas preguntas. Tras las rejas, un periodista le preguntó: ¿sostiene cuanto ha dicho cuando se presente el general Macías Valenzuela? —Cómo no, si ya se me hace tarde para ese ansiado día en que se lo diga en su cara; a eso vengo y ojalá fuera el mismo día de hoy. 96 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Otro le preguntó: ¿Él personalmente le ordenó que matara a Loaiza? —Esa y no solo esa sino otras más. —¿Con quién te mandaba los recados? —Insiste el mismo periodista. —Con su pistolero el Chuy —refiriéndose al subteniente Jesús Vázquez Castillo—, que por cierto, siempre supe que era mecáni- co y tractorista —acotó el Gitano—, hasta ahora por primera vez lo veo de militar. Finalmente, un ingenuo reportero, le preguntó: —¿Ante quiénes te daba las órdenes? ¿Había testigos? —Sí —dice el Gitano, con una sonrisa maliciosa— siempre me hablaba ante un testigo, un gato barcino de la casa que consentía mucho.

El exmilitar argentino se acomodó a un lado de la cama, y pa- sándose la mano por la cabeza, se aprestó a escuchar con mucha atención lo que su compañero de presidio continuó relatándole. El Gitano permaneció un momento en silencio, levantó la cabeza, se acomodó en su lecho lentamente sin mayores quejas ni expre- siones de sufrimiento por la cuchillada recibida que le alcanzó el riñón. Sentía —le había dicho al Pampero— solo una sensación de humedad que se aprisionaba entre el vendaje y su cuerpo como cuando pasaba mucho calor allá en Agua Caliente y la camisa se le pegaba a la piel. Pero este poco interés le prestaba a otro tema que no fuera la historia del pistolero. —Oye, che, ¿pero de dónde tener tanta plata así como para enfrentar al mismísimo gobierno? Si eso cuesta mucho metal, no óscar lara salazar 97 me digas que esos hacendaditos podían solos. Si lo sabré yo, que anduve en el ejército. Participé en más de cincuenta batallas de a de veras, recibí cuatro heridas —y mientras relataba sus lesiones, iba enseñando las cicatrices por diferentes partes del cuerpo—. Pero la sífilis me sacó de la milicia. Después volví a la frontera con Bolivia pero convertido en proveedor de los regimientos, lo que era gran negocio, por eso te digo que eso cuesta pero verda- deramente mucho. —Mira vos, como dices tú, ahí iban muchas cosas juntas con pegadas. Eran tiempos de disputarse las tierras, sí, pero también eran los años de la Segunda Guerra Mundial. Los gringos ocu- paban de la amapola para preparar la heroína de donde sacaban la morfina. Por aquellas tierras se empezó a sembrar por todas partes. A nadie le decían qué sembrara pero tampoco decían qué no sembrara, y como el gobierno se hacía de la vista gor- da, el pleito por controlar aquel negoción era entre los de acá. Entonces quien podía echar más bala podía sentar mejor sus reales. A río revuelto ganancia de pescadores. Se cobraban ven- ganzas y se pagaban ofensas. El pleito gordo era entonces por el billete verde que como meados de cochi soltaban los del gran negocio El que tenía más billete pagaba mejor las balas. Com- prendes, Pampero. Te diré una cosa a vos —le decía el extranjero con la mirada fija de sus ojos verdosos y pupilas contraídas—, yo maté a Li- sandro Reyes, un comisario de Pérgamo porque él favorecía una gavilla que ya había intentado matarme. Él les proveía de la armas para que ellos cometieran toda clase de atropellos. Le reclamé, discutimos, se me echó encima y yo le hundí el facón hasta las cachas, entonces se me vino el mundo encima. Pero lo tuyo fue mucho más gordo, ¿cómo fue, hermano, que te echaste al mismí- 98 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos simo gobernador de tu provincia? Lo inquiría el Pampero con un gesto de complicidad. —Me lo pidieron de arriba. —¿Qué tan arriba? —Quería saber más el forastero, aun cuando sabía que que hay un límite que no se puede traspasar ni siquiera en esa amistad que ellos habían forjado. Sabía perfec- tamente que en la cárcel hay cosas que ni se preguntan ni se con- testan, pero aun así, por la admiración que le guardaba, insistió en la pregunta— ¿Qué tan arriba, pues? —De muy arriba, hasta donde los de abajo no pueden mirar —respondió el Gitano—, y la verdad que el viejo se había portado ley conmigo, pero no me quedó de otra. Serían las dos de la tarde de aquel 20 de febrero de 1944, era en pleno carnaval. Las cantinas eran las más concurridas. Los carnavaleros invaden las cantinas todos esos días y la zona roja hervía de borrachos y de (y aquí de nuevo una palabra sucia, refiriéndose a cierto tipo de mujeres), los comedores atestados, los centros de bailes, las casas de juego, todo es diversión y mitote. Entonces yo y tres compañeros, cua- tro conmigo, alquilamos dos carros de sitio. Les pedimos a los choferes, Juan Heredia y Francisco Salazar, que nos llevaran a El Regis y La Nueva Costeña, dos cantinas de Mazatlán. Ya pasada la media noche, les ordenamos que nos llevaran al Hotel Belmar. Estaciónense aquí sin apagar sus motores, les ordenamos. A tan solo unos metros de la entrada principal del hotel. No se muevan de aquí, les volvimos a decir a los choferes, y le pedí a uno de mis acompañantes que vigilara a los conductores. Yo me metí al hotel junto con varios de los nuestros y todos con cartucho cortado. El Salón Andaluz era de más categoría. Ahí se hacían las presentaciones más famosas. Me encaminé al salón, pues. Fui a la cantina y pedí una coca. Los compañeros me iban óscar lara salazar 99

Hotel Belmar, donde le dieron muer- Rodolfo T. Loaiza, gobernador de Si- te al gobernador, coronel Rodolfo T. naloa, abatido aquella madrugada del Loaiza. 22 de febrero de 1944. cubriendo. De ahí me asomé para dentro y localicé el sitio re- servado en donde estaba el gobernador. Una vez que lo ubiqué, pagué lo que había consumido, y sin perderlo de vista, esperé a que tocara la banda de música. Los músicos se arrancaron con «El Quelite», la preferida del viejo, quien los secundaba tarareándola en voz baja desde su asiento. Abrí con las dos manos el cortinón del sitio reservado —como cuando abría el palmón para ver a la Conchita—; me dirigí hasta donde estaba, saqué la pistola que traía fajada del lado derecho, una súper automática calibre 38, y le hice dos disparos. Caminé tres pasos y vi que el viejo caía al suelo con el cráneo hollado, derramada la masa encefálica, un ojo saltado de la órbita y unos hilos de sangre que también le salían de las narices y de la boca. El cuerpo perdía lentamente su color al aumentar el frío de la muerte. —Te lo pregunto —le dijo el gaucho— porque ayer el Yuca, el vigilante de la torre tercera del turno de la noche, me regaló este 100 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

El patio andaluz se ve al fondo, y por este corredor salieron a balazo limpio, abriéndose paso, el Gitano y sus cómplices, para darse a la fuga. periódico que publica un reportaje al cumplirse un año más de la tragedia en ese Hotel Belmar de Mazatlán, me lo dio cuando le llevé una bolsa que le tejí para su hija, porque sabe que somos muy amigos; deja te lo leo: Después de las declaraciones del Gi- tano —inicia el reportaje—, el tribunal castrense dictó orden de aprehensión en contra del general Pablo Macías Valenzuela, por lo que fue llamado a declarar. Pero el gobernador, en lugar de ir a rendir su declaración, fue a entrevistarse con el presidente de la República. Se trasladaba en tren a la capital, protegido por obreros de Sinaloa bien armados. En el camino fue avisado que en lo aguardaban tropas militares para bajarlo del fe- rrocarril y tomarlo prisionero, en el entendido de cumplimentar la orden de aprehensión dictada por el juez militar. Don Jesús González Gallo, gobernador del estado de Jalisco —continúa la la lectura— lo pone en aviso y le ofrece condicio- nes para que abandone el ferrocarril y continúe su viaje en auto- móvil. Logró llegar a la ciudad de México y entrevistarse con el óscar lara salazar 101 presidente Ávila Camacho. Al final de la entrevista, este le indicó que se fuera directo con el secretario de gobernación, Miguel Ale- mán, quien le garantizó condiciones que cambiaron el curso de los acontecimientos. De tal suerte, que el general Pablo Macías, gobernador de Sinaloa, promovió un juicio de competencia, de- clarando la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que el juicio no era de competencia militar, radicando el proceso a un juzgado de Mazatlán. Mientras el Pampero leía, el Gitano —como cuando era niño allá en Agua Caliente de Gárate— apuntaba con una pistola de madera que había tallado, le ponía una liga, y con cáscaras de naranja o mandarina que utilizaba como balas disparaba para mantener viva la puntería. El tema no le despertaba mayor in- terés ya que para él era asunto muy trillado, cosa contraria a la expresión de su compañero que se encontraba extasiado por los aspectos que la lectura le iba rebelando. El 5 de diciembre de aquel 1945, —proseguía el Pampero— el Gitano es trasladado en un avión militar, desde la cárcel de Lecumberri de la Ciudad de México, al puerto de Mazatlán, donde se le instruyó proceso y se le dictó una sentencia de 26 años de prisión a purgarla en la cár- cel militar del puerto. Editoriales y columnas se han publicado donde especulaban distintas líneas de posibles autorías del cri- men. Hablan de sospechas de Palacio Nacional, porque Loaiza no apoyó a Manuel Ávila Camacho para la presidencia de la Re- pública. Maximino, hermano del presidente, había amenazado a Loaiza, diciéndole que si no apoyaba a Manuel se atuviera a las consecuencias. No solo no lo apoyó, ganó la gubernatura por un partido diferente al del presidente, y por si eso fuera poco, Loai- za no apoyaba al prospecto que Ávila Camacho estaba preparan- do para sucederlo. 102 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

El Gitano escuchaba la voz del Pampero más quedito, porque este se había alejado un poco para recostarse en la pared como procurando verle la cara a quien le estaba dirigiendo la lectura para constatar qué gestos hacía, pero no encontraba reacciones extraordinarias en el rostro del Gitano, por lo que retomaba la lectura. Después, ya como gobernador —continúa la crónica—, Loaiza declaró que había que sacar a los conservadores de la pre- sidencia y convocó a una reunión de gobernadores para confor- mar un bloque de poder y volver el cardenismo al Palacio Na- cional. Tampoco estuvo ausente el tema de los enervantes. Sin embargo, la versión más difundida es la venganza de la familia Tirado. Esto lo ratifica el comandante de la guarnición de Maza- tlán, el general Ignacio B. Flores Palafox, en su informe del caso al secretario de la Defensa Nacional: «hay una versión que toma cuerpo: hace algún tiempo fue asesinado el precandidato a gober- nador, Sr. Alfonso Tirado, aunque fue muerto después el asesino, Alfonso «la Onza» Leyzaola, se hizo circular la versión de que el autor intelectual fue el hoy fallecido C. Coronel Loaiza». Cuando escuchó la lectura de este párrafo, el Gitano pronun- ció algunas palabras entre dientes. El Pampero supone que va a comentar algo sobre la nota periodística, pero el Gitano, al escu- char la asociación del nombre de Alfonso Tirado y Alfonso Ley- zaola, tararea unos versos del corrido de la muerte de Tirado: Poncho Tirado en la gloria/ Leyzaola compurgando/ nos veremos en la gloria/ solo Dios sabe hasta cuándo... para finalizar diciendo: —Ahora todos estamos compurgando, unos acá y otros allá. En medio de toda esta convulsión de especulaciones y sus- picacias —el Pampero reanuda la lectura, embelesado porque se sentía que ya formaba parte de aquella historia— el Gitano se fuga del presidio militar de Mazatlán la noche del 14 de mayo de óscar lara salazar 103

La tumba de Alfonso Tirado, el prin- En este lugar fue colgado Alfonso «la cipal de La Palma y El Guayabo, líder Onza» Leyzaola a la salida del pueblo político asesinado por Alfonso «la de Alisitos en la sierra de Badiraguato Onza» Leyzaola. por un grupo de hombres de Santiago de los Caballeros.

1949. Huyó pistola en mano. De nuevo, amigos y cómplices en el gobierno lo ayudan a mantenerse a salvo. Ya en el siguiente go- bierno, le facilitan su estancia en su pueblo natal, Agua Caliente de Gárate, Concordia. Ahí se dedica a trabajar una cantina con salón de billar. Pero el 7 de diciembre de 1952, cuando el Gitano se encontraba en el interior de la cantina, desde una tapia vecina, le abrieron fuego Pablo Osuna «el Payo», Raymundo Mota «el Mundillo» y Jesús Álvarez —al escuchar los nombres de sus enemigos, le re- lampaguea la mirada al Gitano y sus ojos reflejan la cólera que le invade por aquel recuerdo. Continúa leyendo el Pampero—, los gatilleros lo dieron por muerto, pero fue levantado con vida y con vida llegó al Hospital Civil de Mazatlán donde se le impuso, desde el primer momento, un regimiento de vista. Logró recuperarse. Fue trasladado a un presidio de la capital de la república a bordo 104 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Aquí estaba la cantina en Agua Caliente, donde hirieron de muerte al Gitano, hoy es un restaurant que lleva el apodo del pistolero. de un viejo D. C. 3 y confinado de nuevo a la prisión de Lecumbe- rri el día 8 de junio de 1953, quedando recluido en la celda 23 de la crujía número uno. Finalizaba el Pampero la lectura del rotativo, para agregar todavía emocionado: —¡Qué pelotas las tuyas, mi hermano!

La tumba del gobernador Loaiza en el panteón municipal de Mazatlán. óscar lara salazar 105

En la prisión los días pasan perezosos y reumáticos como elefan- te entelerido, mientras crece el ansia esperanzadora de ver por fin la libertad. Así llegó el 20 de enero de 1963. Serían las nueve de la mañana, cuando entre las brumas de aquel día nublado se percibieron movimientos inusitados por un guardia especial que hacía los preparativos para conducir al prisionero Rodolfo Valdés a otra prisión. El Gitano, al despedirse del Pampero, le dejó una botella de mezcal de La Palma. El argentino le dio tres tragos con ansiedad sin voltear a ningún lado pues le había invadido súbita- mente una inmensa tristeza, como cuando, inevitablemente, se pierde a un ser querido. Luego le dio un abrazo y se le rodaron dos lágrimas, y al ver al Gitano a la cara, le dijo: —Hablá vos a tus hijos del Pampero, y les cuentas que los pa- yadores solo lloran al cantar. Fue esposado, y en medio de la escolta, conducido hasta los automóviles que esperaban afuera. El Gitano iba descolorido pero bastante tranquilo. En su cerebro seguramente cobraban existencia los pasados más sombríos de su estancia en el palacio negro. Con paso firme traspasó la última puerta de la peniten- ciaría, y antes de subir a los carros que lo conducirían al aero- puerto, volvió la cara y contempló por unos instantes el viejo edificio donde dejó 10 años de su azarosa vida. En el primer ve- hículo fue subido el Gitano y cuatro agentes, y en el otro, el res- to de la guardia. No había sol, el día transcurría nublado y frío. Los frondosos eucaliptos tupidos y altos en la ciudad formaban un bosque negruzco que, después de 120 meses de cautiverio, el Gitano parecía devorarlos con la mirada. En el aeropuerto lo su- bieron al avión que lo llevaría de nuevo al puerto de Mazatlán. 106 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Pero esto fue un puro decir, porque el gobernador de Sinaloa de ese tiempo, Leopoldo Sánchez Celis, había conseguido que el Gitano volviera a Sinaloa, y no a una carcel de Mazatlán, como en los medios oficiales de la capital del país se había dicho, sino a vivir en Culiacán libre como el viento. Pero los días del pistolero sinaloense estaban contados. De aquel hombre tenaz y de fortalezas que en sus tiempos parecía inconmovible, ahora el dolor lo cercaba por todos lados y se le veía agotado y envejecido. Recluido en una habitación aterida y vacía, tosía y escupía sangre. Las fuerzas ya no le daban para más y aquel 16 de agosto de 1963 se apagó la luz de aquella mirada que hacía temblar a cualquiera. Tan solo cinco meses después de andar libre, volvió a la cárcel de la que ya nadie sale. Pocos se per- cataron de que en una de las angostas calles de Culiacán, a la dis- tancia, se divisaba un velorio casi clandestino. Apenas una mujer y sus hijos rodeaban el ataúd en aquella calurosa tarde de junio. Unas cuantas señoras acompañaron a la viuda en el deslucido cortejo. En el sepelio del pistolero, efectuado en el emblemático Panteón Civil de Culiacán, solo se escuchaba el llanto de su mujer y los sollozos de los hijos, y la única oración fúnebre pronuncia- da fue la detonación al viento de la carga completa que hizo su compadre, Carlos Sánchez Celis, de la 38 súper Smith & Wesson con cachas de oro y diamantes incrustados que el Gitano le ha- bía quitado al coronel Lima Colota, cayendo los nueve casquillos percutidos, como tributo, dentro de su sepultura. Así, en esa gran soledad sepultaban a Rodolfo Valdés «el Gitano», el más legenda- rio gángster sinaloense. Las notas del corrido testimonian la figura del más bragado de los pistoleros de mitad del siglo xx sinaloense. óscar lara salazar 107

La tumba del Gitano en el Panteón Civil La placa sobre su lápida. de Culiacán.

Voy a cantar un corrido, año del sesenta y tres, en Culiacán murió un hombre que fue Rodolfo Valdés.

La pequeña propiedad era lo que él defendía; como dorado el Gitano rondaba de noche y día.

Al lado de Pedro Ibarra, por el año treinta y siete, comenzó sus correrías el guerrillero valiente. 108 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Eran Manuel «el Culichi», Juan Pérez y Chuy Tirado, el Güerillo y el Gitano también el Marro afamado.

Muy pronto fue capturado y a la cárcel fue a parar, los federales lo llevan a la prisión militar.

Se fugó de ese penal del puerto de Mazatlán y en medio del centinela a San Marcos fue a parar.

Pronto fue recapturado, firmó su prisión formal, fue preso de Lecumberri, negociaba su libertad.

Lo trajeron ya muy grave, padecía alta presión y en Culiacán, Sinaloa, murió del mal del corazón.

Ya me despido, señores, con este grande dolor, murió Rodolfo «el Gitano» hombre de muncho valor. Florentino «Tino» Nevárez

Conmigo te das balazos/ antes de ser prisionero...

Florentino «Tino» Nevárez.

De las cumbres de la sierra, caminando por entre los empinados riscos y contemplando el horizonte cortado por las altas monta- ñas, venía de El Bayus, su pueblo natal, allá del otro lado, en el estado de Durango. Bajó al mineral de Guadalupe de los Reyes, en Cosalá, Sinaloa. Arribó por el camino real; bajó por la calle de los gambusinos, cruzó por en medio de la iglesia y por la que fuera la casa de la administración de la minera; pasó frente a la

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La iglesia de Guadalupe de los Reyes.

cárcel donde alguna vez estuviera recluido Heraclio Bernal; una construcción de piedra y lodo sobre las costillas del cerro, para ir a dar al kiosco de la plazuela. Buscaba trabajo el infortunado proscrito. Se empleó de leñador. Pero solo el destino sabría que diez años después la cabeza de Florentino Nevárez Sánchez, alias «Tino» Nevárez, tendría precio, porque se convirtió en el bando- lero más audaz y popular de Sinaloa. El bandolerismo en México vine de una lejana época, y es que la dicotomía entre bandoleros y guerrilleros es tan cercana que al- guien los llamó bandidos guerrilleros. El profesor William Taylor, estudioso de este fenómeno, dice que el bandolerismo fue una for- ma característica de actividad ilegal en el oeste de México y, agre- ga, la mayor riqueza y el mayor comercio entrañaban movimiento en los caminos reales y mayores oportunidades para los bandidos de lograr un rápido acceso a la riqueza transportable y a los benefi- cios materiales que procuraban una economía de contado. Guadalupe de los Reyes fue el pueblo donde Tino se enfrenta- ba al nuevo mundo después de haber abandonado aquel mísero óscar lara salazar 111

La administración de la minería de Guadalupe de los Reyes.

caserío donde vio la luz por vez primera. Emblemático aquel viejo mineral de Guadalupe de los Reyes, descubierto el 12 de diciembre de 1800, día de nuestra Señora de Guadalupe, por unos mucha- chos que buscaban vetas y colmenas, habiéndola vendido a don Francisco Basilio Iriarte, fueron el día 6 de enero siguiente, día de los Santos Reyes, a mostrársela, por eso le pusieron al mineral el nombre de Guadalupe de los Reyes. Fue uno de los más por- tentosos fundos mineros que encumbraron a la familia Iriarte, convirtiéndola en poderosa y muy influyente en Sinaloa durante las primeras décadas del siglo XIX. En su juventud, Tino, con otros compañeros de la camada, se paseaban por esos poblados serranos divirtiéndose en bailes y parrandas. Como siempre, las mujeres y el dinero —y más si estas dos se juntan por los motivos que sean— no pocas veces son el principio de la perdición de los hombres. Los pobres no pueden poner la mirada donde los ricos la ponen. Tino pretendía a una muchacha que conoció en los bailes de esta rancherada, para ser más preciso, del poblado de Barraganes. Un día 2 de noviembre, 112 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos santos de todos los difuntos, se celebraba un baile en el Río Barra- ganes, Tino bailaba con la Tina Chávez, hermosa mujer de pelo negro hasta la cintura, cuando pistola en mano, se le empareja Salvador Quintana, del rancho La Apoma de los Quintana, di- ciéndole a bocajarro: —Tina se viene a bailar conmigo— y la jala de un brazo. No hay peor humillación para un ranchero que le quiten una mujer en medio de un baile. Los Quintana, caciques de la región, se sentían los amos y señores, y si Chava pretendía los amores de la Tina, no concebían que un campesino se les atravesara en su camino. Tino se enfureció y los dos sacaron pistolas. La inter- vención oportuna de amigos comunes impidió la fatalidad. Pero Salvador ya no dejó de desconfiar de Tino y buscó la forma de acabarlo. Solo que el valor y la audacia de Nevárez eran más gran- des. Se enseñó a vengar temprano. Esto llevó a los Quintana a perseguirlo por esos caminos reales. Le pusieron precio a su cabe- za y le echaron el gobierno encima. Así comenzó la persecución y ahí empezaba también el enfrentamiento, porque Tino también les cobraba a los Quintana el precio de su prepotencia. Entonces se remontó a la sierra. Andaba de cerro en cerro a puritito salto de mata. En un banquete en Santa Apolonia, allá arriba en San Ignacio, Tino conoció a la joven Cristina Gonzales, oriunda de La Cruz, pueblito de los alrededores de la Polonia, con quien tiempo des- pués se casaría. Era sabido en toda esa rancherada que los herma- nos de Tino tampoco eran mansitos ni permitían la humillación de nadie. Sería por el año de 1944 o 1945, por septiembre, el mes de las milpas, cuando apenas los elotes empezaban a granar y se había levantado la lluvia; esto es, una calma que ponía en peligro óscar lara salazar 113 las cosechas. Las milpas se empezaban a marchitar, entonces en el rancho La Cuesta de las Coloradas sacaron la virgen a pasear y organizaron un baile en pleitesía a la guadalupana para que les hiciera el milagro de la lluvia. Durante el bailecito, un chaval muy joven invitó a bailar a una de las muchachas, pero Pedro Nevárez, hermano de Tino, fue a invitar a la misma. Se enfrascaron en una discusión. La joven no quiso ser la causa de la disputa y no aceptó ir con ninguno de los dos. Pero los ánimos estaban caldeados. Entonces Pedro le dijo a Austroberto, su primo: —Vamos cambiando de chamarra, pa’ que la muchacha crea que yo soy tú y vaya a bailar, a ver cómo le queda el ojo a aquel. Y yendo de nuevo a invitar a la bailadora, el muchacho aquel se fue contra él con la sangre hirviendo, y confundiendo a Aus- troberto con Pedro, le clavó la daga hasta dejarlo tirado en un charco de sangre, ya sin vida. Tino en esos días trabajaba de barretero en la mina La Chiripa y le avisaron que en La Cuesta de las Coloradas se había organiza- do un baile y que a puñetes le dieron muerte a Pedro, su hermano. Tiró la barreta y salió corriendo a su casa, le ensillaron su caballo y antes de emprender camino, fue hasta donde estaba su madre: —Su bendición, jefa —dijo con voz precipitada, queriendo poner fin de inmediato a aquel duro trance. Sabía que tenía que ganar tiempo para alcanzar a llegar a La Cuesta de las Coloradas todavía con sol. La madre quería hablar pero la ahogaba el llanto. Tino tenía la vista fija en el suelo y solo de cuando en cuando la levantaba para ver a su progenitora. Fi- nalmente, montó el caballo que hostigado por las espuelas salió a carrera tendida dirigiéndose a donde se encontraba su infortu- nado hermano. Todo esto sucedía por el mes de septiembre, ese 114 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos mes tan luminoso cuando las lluvias suelen arrastrar las brumas para limpiar como un cristal el ambiente y los milperíos, ya en mazorcas, extienden sus melgas verdes. Cuando llegó hasta el lugar, constató que no era Pedro el di- funto, sino Austroberto su primo. Entonces indagó quién lo había matado. Una señora que había puesto mesa en la fiesta dijo que ella había salido para la orilla del baile a hacer de las aguas y vio cuando un muchacho muy joven, casi un adolescente, le dio tres puñaladas a su primo hermano. Procedieron a levantar el cuerpo, lo acomodaron en un tálamo y tomaron el camino. Lo velaron tan solo unas horas para luego llevárselo al camposanto. Tan luego le dieron sepultura salió a buscar al homicida. Una noche, en un velorio en La Ajoya, allá en el extremo del patio de la casa del velatorio, alrededor de las llamas de un tronco de guamúchil y una botella de vino que pasaba de boca en boca, un señor que tenía una adicción consuetudinaria al alcohol, sacó de su sobaquera un puño de tabaco y de la copa del sombrero un almacigo de hojas de maíz; cortó con los dientes la hoja que iba a utilizar y la ablandó con una lamida, después prendió el macucho con un tizón que jala de la fogata, le dio tres chupetes y a su vez arrojó el humo en cada extracción. Le pidió a Tino que lo acom- pañara unos pasos fuera del mentidero para asegurarse de que no lo escucharan, y en un tono apenas audible, pero muy cerca del oído, le dijo: —Por una botella de mezcal, yo te digo quién mató a Austro- berto. —Bueno —dijo Tino, después de obtener la información—, al que a daga mata a daga muere. Y se desplazó a cumplir su jura- mento. No tardó mucho en encontrarlo y cuando lo tuvo frente a él se enfrentaron a duelo con sus cuchillos; en el lugar quedó óscar lara salazar 115 muerto a puñaladas su contrincante, como lo había predicho Ne- várez. Lo aprehendieron unos guardias rurales y fue conducido a prisión. Pocas semanas duraría privado de la libertad porque, junto con otros reos, idearon un plan de fuga que pronto dio re- sultado. Los aires de libertad lo condujeron al famoso Mineral de Tayoltita, en el corazón de la sierra de Durango. Allá fue a emplearse de barretero, lo que sabía hacer. Pero Tayoltita, en su emporio productivo, también era un monumento a las arbitrarie- dades y a las injusticias; a la pobre gente le pagaban lo que querían y le quitaban lo que podían. Tino no soportó esos abusos y, junto con otros trabajadores, asaltaron la raya de la minera. Con dinero y con su espíritu de arrojos y aventuras atravesó medio país. Cru- zó la frontera norte y se internó en la Unión Americana. Cono- ció otros ambientes. Trató otras gentes y vivió otras experiencias. Esto le daba más mundo, lo que fortalecía su audacia aventurera. Cuando regresó de los Estados Unidos, las injusticias para los pobres obreros y trabajadores de las mismas en lugar de aminorar- se parecía que más se ensañaban y se perpetuaban. El mejor ejem- plo de aquella abusiva realidad lo constituía el Mineral de Nuestra Señora. Este emblemático mineral ubicado a tan solo 12 km de la cabecera municipal, fue fundado a principios del siglo XVII por los misioneros jesuitas, quienes en 1892 decidieron abandonar dicho lugar. Después de eso, su primer propietario fue Rosendo de la Madrid, quien en 1916 se lo vendió al inglés Eduardo Jack, mi- nero que fundó la Compañía Americana Refinadora de Metales, American Smelting. Dicho mineral, en 1940 fue adquirido por la empresa norteamericana ASARCO, quien inició en el año de 1949 la construcción de los campamentos, «la colonia» o «culebra» para los funcionarios y «la seca» para los obreros en la parte baja del cerro, así como oficinas y talleres al poniente de un antiguo pan- 116 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Campamento del Mi- neral de Nuestra Se- ñora. (Cortesía de Job Lam- berto Beltrán)

teón. La colonia fue una avanzada y moderna construcción para su tiempo, pues contaba con servicios de electricidad, agua potable, centro deportivo, parque infantil, cancha de basquetbol, cancha de tenis y alberca. Tenía un moderno hospital, hotel y cinematógrafo. Eran los años de esplendor de Nuestra Señora; en ella labora- ban alrededor de tres mil trabajadores en tres turnos. Una noche, al calor de los tragos, y escuchando el corrido «¡Ahí viene Nacho Bernal!», unos trabajadores de la mina le contaron a Tino que los directivos, pretextando que eran sus amigos, optaron por co- rrerlos, negándose a cubrirles los salarios producto de su trabajo. Esto encolerizó a Tino que ya tenía su plan formado, y les dijo: —Les van a pagar lo que les deben y con réditos muy caros —haciendo una cruz con el dedo pulgar y el índice de su mano derecha, y llevándosela a la boca, remató diciendo—, por esta. Organizó una gavilla a finales de junio de 1956, junto con otros compañeros, que a plena luz del día asaltaron la diligencia que trasportaba «la raya». Se vino a esperarlos a medio camino y en óscar lara salazar 117

El Guayabal, ahí muy cerca de Los Braceros, parapetó a su gente donde les tendió la emboscada. Las fuerzas encabezadas por el capitán Pablo Zermeño tuvieron que salir al camino; los solda- dos federales por un momento se sorprendieron al ver que estos saltaban a pecho limpio para llevarse el dinero. Luego se volvió a cerrar el tiroteo en descargas tupidas. Tino, con la 38 súper en mano, seguía disparando con una soltura y serenidad como si disparara al viento. El tiroteo se intensificó. El capitán se entrega- ba por completo a liberar la diligencia de los salteadores, cuando una bala le atinó al puro medio del pecho que lo hizo caer de es- paldas sin soltar el fusil. Con la sangre que le brotaba a borbollo- nes, hacía esfuerzos sobrehumanos para retomar posición de tiro, tratando de atrincherarse de espaldas en un paredón para resistir disparando, pero antes que alcanzara parapetarse sonó un dis- paro; una nueva bala le destrozó la cara, cayendo hacia adelante, completamente inerme sobre su propia sangre y bañado por los rayos del sol que a la distancia iluminaba su cuerpo. Un soldado salió corriendo para internarse en el monte, cuando apenas logró fortinarse, disparó a los asaltantes e hirió en un brazo a Tino Ne- várez. En esta reyerta murió el capitán Pablo Zermeño y otros inte- grantes de la escuadra militar que custodiaba los caudales de la minera. El saldo fue un botín de 60 000 pesos arrebatados a la transnacional, una herida en el brazo del bandolero y un alma- cigo de cruces camineras que testimonian la venganza de Tino Nevárez. En la refriega tomaron prisioneros a Ramón Beltrán, Delfino Villanueva Martínez, Teófilo Rodríguez Valenzuela, Cle- mente Sánchez Reséndez, Reynaldo Sánchez Núñez, Estanislao Martín Medina y Pedro Rochín Troncoso, pero Tino y Anastasio 118 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Molina «don Tacho» lograron burlar la acción persecutoria, yen- do a parar a ya muy altas horas de la noche, hasta El Socavón, en la sierra de Durango. Los asaltantes aprehendidos fueron trasladados a Culiacán donde rindieron su declaración, pero como el delito había sido cometido en Cosalá, los regresaron para ser procesados en la prisión del municipio minero. Pronto, por las estrechas calles de Cosalá, crecía el rumor de que los compañeros de Tino Nevárez serían rescatados por Pablo Landeros Edeza, apodado el Águi- la Negra, por el atuendo de sus ropas y tejana negra que usaba, quien se había hecho al lado de Tino y ahora comandaba una gavilla por la sierra. Una noche de juerga y una música que los seguía por donde caminaban, en corto les dijo a sus compañeros: —Demostraron calzones los pelaos y esos son de los míos — murmuró en tono fanfarrón. Sin embargo, el 13 de julio de ese mismo año cayó abatido Lan- deros Edeza. Un primo de Fructuoso Vega, jefe del cuartel militar, lo mató en una borrachera porque este había herido a Fructuoso. Pero la muerte de el Águila Negra no canceló los planes de libera- ción de los partícipes del asalto en El Guayabal. La noche del 17 de julio causó alarma una fuga colectiva de reos de alta peligrosidad del penal de Cosalá, quienes se escaparon por una horadación en la pared que servía de límite con la planta generadora de electri- cidad. En tanto, aquella noche Tino Nevárez se hallaba en el rancho y no pudo juntarse con los evadidos esa noche porque la lluvia se desató. Los truenos retumbaban por el fondo de la hondonada. Los relámpagos parecía que fotografiaban las siluetas obscuras de los árboles. Los rayos, con sus culebras de fuego, desgajaban la tupida arboleda. Seguía pues Nevárez a salto de mata, y su fama óscar lara salazar 119 crecía por todos los rumbos. Se decía que parte del botín de los asaltos los repartía entre las familias más necesitadas, por lo que contaba con la simpatía y la colaboración de la gente de la serra- nía. De ahí que el gobierno decidió que el invicto general Jesús Arias, aquel que enfrentó a Los del Monte en el sur de Sinaloa, persiguiera a Tino Nevárez. El general Jesús Arias Sánchez nació en 1898 en el estado de Jalisco, en un pueblito llamado Tonaya. Muy joven, casi un adolescente, se incorporó a la revolución. Era poseedor de una audacia temeraria para domar los corceles. Muy pronto formaría poderosos regimientos de caballería para los combates. Su constitución anatómica iba a tono con su carácter. Su físico, discretamente obeso, ágil, recio, la piel un tanto que- mada por el sol, la morfología bien trazada, las manos fuertes, el cuerpo vigoroso, su porte arrogante, sabía mandar, pero sobre todo, sabía imponerse en situaciones de riesgo. Al igual que las hazañas de Tino Nevárez, la historia registra otras proezas de bandoleros famosos, como aquel renombrado coronel Juan Yáñez que apodaban el Relumbrón por su lujosa ves- timenta. Portaba cadenas de oro de grueso espesor enredadas en el chaleco, botonadura de brillantes en la camisa y no pocos ani- llos de piedras preciosas en los dedos. Era asistente del presidente de la República mexicana, Antonio López de Santa Anna, y desde esa posición controlaba salteadores y robaba cuantiosas sumas a los acaudalados. O aquella exaltada bandolera, la Carambada, que vestida de hombre a matacaballo, asaltaba viajeros y diligen- cias por el Bajío, y con la pistola en la mano, antes de retirarse, se descubría un exuberante seno y se los mostraba para que supieran que una mujer los había asaltado. Jesús Arias llegó a Sinaloa enviado directamente por el presi- dente Lázaro Cárdenas cuando asesinaron al gobernador Rodolfo 120 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

T. Loaiza, ya que Sinaloa atravesaba por una grave crisis de seguri- dad. Lo llamaron El trueno de la tempestad, llegó como coronel del 16º regimiento de caballería a El Rosario, con fuertes contingentes militares, y acordando exclusivamente con el presidente de la Re- pública. La misión que traía a cargo estaba al margen de la Zona Militar de la región porque las aventuras de Tino Nevárez habían tomado tintes peligrosos. Llegó pues a Sinaloa en los momentos más convulsionados por el derramamiento de sangre que los san- guinarios gatilleros del sur, encabezados por el Gitano y muchos más, propiciaban sin que nadie los detuviera. Fue entonces que la valentía y el arrojo del general Arias se puso a prueba, logrando, a como diera lugar, pacificar aquella zona devastada por la acción de los pistoleros. Parecía ser el hombre adecuado para someter al bandolero que traía en jaque al gobierno. —Mientras el gallo Jesús Arias cante en estos parajes, Tino Nevárez será un pollito que ni a pillar se animará siquiera —dijo el presidente municipal de Cosalá en una molienda en El Llano de la Carrera—. Nada más para que vean de qué tamaño calza el general Arias —continuó el alcalde—, en una ocasión, un compa- dre, junto a un grupo de dirigentes campesinos, platicaban con el general. Habían aprehendido a un hermano del Gitano, que por lo demás, no se le conocían tropelías con Los del Monte. Por lo que Arias pensaba dejarlo libre. Pero en eso llegó un enviado del Gitano, que le mandaba decir al general que si le tocaba un pelo a su hermano, con él se las vería. En ese momento, delante del propio que llevó el mensaje, el general ordenó que pasaran por las armas al hermano, y le dijo al mensajero: —Anda, dile al hijo de la chingada del Gitano que así respon- do sus amenazas. óscar lara salazar 121

A la media noche del 29 de noviembre de ese mismo año de 1956, en El Arroyo de los Barraganes, sierra arriba del Mineral de Nuestra Señora, se amenizaba un baile de acordeón y guitarra. Era una noche diáfana en la que las estrellas aparecían más bri- llantes; el cielo estaba limpio como si lo hubieran lavado, el aire arrastraba la música por la cuesta abajo, y por el espesor de la ve- getación llena de sombras aparecieron por sorpresa 25 elementos de la judicial del estado, al mando del subjefe de la corporación, Benjamín Zamudio. Rodearon el baile, dizque para aprehender a Tino Nevárez, que según tenían informes, andaba bailando; sin un «ríndanse» o un «manos arriba» se abrió la balacera y —según el reporte oficial de las autoridades— el saldo fue de siete muertos y seis heridos, entre ellos el subjefe Zamudio. Sin embargo, ver- siones de los nativos de allá arriba, recogida por algunos medios, se trató de muchos más muertos y una autobalaceada del coman- dante Zamudio para justificar la masacre. Tino, efectivamente, sí había estado en el fandango, según me contó Antonio Manjares Quintero, oriundo de Cosalá, pero un traspuesto le dio aviso que venía la judicial, por una indiscreción de uno de ellos, ya que de lejos vio cuando alguien encendió un cigarrillo, desobedeciendo la orden de Zamudio que durante la emboscada no se fumara para guardar todo sigilo. Ya para en- tonces, Tino los observaba desde la cumbre del cerro de enfrente. Luego de oír el tupido tiroteo y cómo los balazos se escuchaban huecos, como cuando cae a la tierra un cardón, supuso que ha- bían matado algunos lugareños. Decidió remontarse sierra arriba. Esa noche la luna alumbraba tan claro que Tino veía cada rama, cada árbol, cada recoveco. Por desconfianza evadió el cami- no real por lo que la serranía se volvía más abrupta. Cabalgó casi 122 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos toda una noche desfilando por pronunciadas laderas silenciosas y al paso de mayor velocidad que permitían los desfiladeros tan cerriles, que de trecho en trecho, el caballo se sentaba en los cuar- tos traseros buscando el apoyo cuando descendía por la estrecha cuesta. Con frecuencia había que bajarse del corcel para que este avanzara, porque las ramas de los árboles le impedían el paso del jinete. Caminó aún más, adentrándose en la fronda más espesa, y columbró por entre el follaje una fogata y unas sombras huma- nas sentadas a su alrededor, así como también unos caballos semi iluminados por el reflejos de las llamas. Se detuvo abruptamente y permaneció escuchando. «Cuan cuando regresé/ mi mi palo- ma/ ya se había pela ya se había pela...do del nido/ se se llevó mi amor mi mi amor yo pido/ volver a la car, volver a la car...cel del olvido...» Advirtió que ahí estaba el Tartamudo quien fue de los evadidos de la cárcel de Cosalá y ahora andaba con quienes habían sido gentes del Águila Negra. En Culiacán, la capital del estado, el procurador general de justicia, Miguel Gaxiola, ordenó la salida inmediata de un avión particular, al mando del mayor de caballería Teodoro Irí- zar con 14 elementos más de la judicial, despegando la aeronave a las 5:05 de la tarde para trasladar a los muertos y heridos a la capital del estado. Del lugar de la masacre, el mayor Irízar vol- vió con 12 detenidos, amarrados con sogas y alambres de ten- dedero; con el subjefe Zamudio herido y con la novedad de que hasta mujeres muertas había, algunas huían heridas y horrori- zadas del lugar de los hechos, y una de ellas llevaba en brazos a su pequeño hijo. Este hecho causó indignación, ya que resultaron víctimas mu- jeres y niños. Se acusó públicamente a la judicial de haber lleva- do a cabo una matanza. Los judiciales declararon que al ver al óscar lara salazar 123 comandante herido, ellos contestaron el fuego, logrando abatir a dos miembros de la gente de Nevárez y a otros cinco concurrentes al festejo, porque según ellos, habían hecho causa común con la banda de Tino. El gobernador del estado, Rigoberto Aguilar Pico, quien se encontraba en la ciudad de México el día de los acontecimientos, a su regreso a Sinaloa, ofreció una conferencia de prensa, donde dio a conocer lo siguiente: —Tengo dos versiones de los acontecimientos en Arroyo de Barraganes, por tal razón, he ordenado una profunda investiga- ción, nombrando al licenciado Francisco Frías Loaiza, quien se desempeñaba como oficial mayor de mi gobierno, como fiscal especial para el caso, y he dispuesto cesar a todos los elementos que participaron en los hechos, hasta en tanto se deslindan res- ponsabilidades. Pero al gobernador Aguilar Pico se le terminó el periodo ape- nas unos días después, el 31 de diciembre de 1956, y esta papa caliente quedó en manos del general Gabriel Leyva Velázquez, quien asumió el cargo el 1 de enero de 1957. Esto le dio confianza a la América Smelting de que, siendo un general el nuevo gober- nante de Sinaloa, terminara con el bandolero Tino Nevárez en un dos por tres. Tino seguía prófugo por aquellos montes, pero la hazaña de los asaltos a Nuestra Señora, y el haberse enfrentado a balazos con el gobierno, trascendía por todas las regiones. Los campesi- nos enaltecen con fama de prestigio a los que se van a los caminos reales a jugarse la vida después de un acto vengador para resarcir a los débiles. Para ellos representaban la valentía y el heroísmo. En el fondo de la conciencia de los rancheros veían en Tino Ne- várez un afán reivindicador por quién sabe cuántas barbaridades 124 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Casa típica de la sierra de Cosalá donde Tino Nevárez era protegido por los nativos. (Cortesía de Job Lamberto Beltrán) que fueron cometidas en contra de humildes labriegos y peones de las minas y las haciendas. El 23 de mayo de 1957, cuando aún no completaba ni el medio año el gobernador Leyva, se propina otro espectacular asalto por hombres enmascarados al Mineral de Nuestra Señora. Seis indi- viduos bien pertrechados desarmaron la vigilancia y advirtieron: —Nadie saldrá lastimado. Contra ustedes no tenemos nada, las armas se las devolveremos, venimos por el dinero que les ro- ban a los pobres.—Luego, el cabecilla ordenó que fueran por el cajero a su casa para que viniera a abrirles el depósito: —Hey, tú y tú, vayan por Olegario, tráiganlo y que no se le ol- vide la llave —apuntando con su arma y llamando por su nombre al encargado. Con la pistola en las costillas condujeron a Olegario Onís, pagador de la American Smelting, a las oficinas de la minera, y lo hicieron que abriera la caja, llevándose 58 312 pesos. La judi- cial detuvo a los celadores Mercedes Meraz Medina, José Avelino óscar lara salazar 125

Sánchez, Ascensión Ontiveros Yáñez y Manuel López Trujillo, sin omitir a Onís, declarándolos probables autores del asalto, porque no aceptaban la versión de que los asaltantes les hubieran regre- sado sus armas al final de la operación, solo que desabastecidas. Pero el pueblo, desde el primer momento, advirtió que se trataba de otro golpe de Nevárez. Tino Nevárez había cambiado de táctica. Después de cada golpe, ordenó a su gente que se dispersaran por los más lejanos poblados, tanto de Sinaloa como de los estados limítrofes. —Las águilas andan solas, solo las urracas andan en bolón —dijo a su gente dicharacheramente, después de un apretón de mano. Él se fue a una de sus cuevas, subiendo por una brecha tipo rampa circular que solivianta el tormento de la ascendencia para irse metiendo en plena serranía. Así avanzó hasta arribar a un portezuelo, donde por un lado está el cerro y por el otro un desfi- ladero que termina hasta llegar al arroyo que corre allá al fondo. Bajó por una ladera, casi en cuatro pies con la 38 súper fajada en la cintura, una carrillera forrada de cargadores y dos perros bravos, los únicos en los que confiaba para que le advirtieran de la presencia de elementos desconocidos. El gobierno pudo cons- tatar su participación en el asalto porque rastreadores huelleros, pagados por la procuraduría, descubrieron que se trataba de los canes de Tino Nevárez. Barney Lehener, L. P. Slessinger y Gilberto García, directivos de la American Smelting, volaron de Estados Unidos para sos- tener una reunión con el gobernador. Le exigieron garantías y le reclamaron que en Sinaloa los bandoleros se impusieran por encima de la ley. El superintendente Slessinger remató diciendo: —Cuando brota el hormiguero, hay que matar las hormigas. 126 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Al gobernador no le pareció el comentario y, como si no hu- biera escuchado nada, sentenció tajante: —Esto se termina porque se termina, verdad, Jesús —diri- giéndose al general Jesús Arias, con la energía del rango de un divisionario. —Sí, señor —se limitó a contestar el oficial castrense. Enton- ces todos dieron por hecho que los días de Tino Nevárez estaban contados. Largas noches pasaría Tino adentro de la cueva. Mientras afuera, las familias de aquellos remotos pueblos de la sierra, que sentían la carga del olvido y de atraso por tanto tiempo y tanta ausencia de las cosas más elementales, esperaban otro golpe de Nevárez, porque siempre, después de cometer un asalto, los soco- rría con dinero y ellos se convertían en sus protectores. Mientras, el general Jesús Arias, con dos regimientos de caba- llería, montaba operativos por caminos y veredas, esperando que Tino cayera en uno de esos retenes camineros. Todavía muchos años después, permanecía como inmóvil testigo un palo blanco seco donde el general Jesús Arias colgó a unos campesinos para que le informaran dónde se escondía el salteador de Nuestra Se- ñora. En aquellos retenes solo logró aprehender a Nicolás Núñez Díaz «el Nico», con una 38 súper fajada en la cintura. Porque allá arriba se había agarrado a balazos con Josafat Salcido «el Chato» y Olegario Yáñez, y lo traían presionado por la huida sin tiempo de trazar adecuadamente su tránsito por la sierra. El Nico, quien había participado en el asalto de El Guayabal, donde cayera aba- tido el capitán Zermeño, le confesó al general Arias que en ese asalto habían participado también Efrén Martínez, Santana Díaz, el Tano Núñez y el Güero Reginaldo. óscar lara salazar 127

Las declaraciones de Nico al general Jesús Arias llevaron a Tino a ser aún más desconfiado, y a pensar que algunos de los su- yos en un momento dado podían delatarlo. Un hombre acosado por el gobierno y enemigos convierte a la desconfianza en su ma- yor aliada y mejor consejera. Solo la malicia le permitía brincar todas las trampas. El hombre le recelaba hasta a sus más cercanos seguidores. Por eso, una tarde que regresaba de una de sus explo- raciones para tantear cómo andaban las cosas abajo; qué se decía de Tino Nevárez en las cantinas de Cosalá o en la plazuela de San Ignacio, se enteró de que Abraham Muñoz se había apartado de la gavilla. No dudó en fajar sobre él. Por el camino recordaba las muchas veces que Muñoz asumía una actitud zalamera, sabiendo que entre más zalamería más cerca se está de la traición. En aque- lla tarde caliginosa, los dos bandoleros que en largos años habían sorteado juntos muchas aventuras y desventuras, a punto estaban de reventar el lazo de la complicidad. Le dio alcance en un para- je solitario donde el silencio traía sensaciones de muerte. El aire arrastra las nubes en el horizonte que por momentos tapaban al sol ensombreciendo las cumbres de las sábanas. —Vale más un disidente que un infidente, Abraham. Tú me ibas a traicionar— le gritó Tino a bocajarro. Muñoz intentó des- enfundar su pistola pero Nevárez ya tenía amartillada la suya, le descargó cuatro disparos, y Abraham rodó por la lóbrega cuesta abajo. Mientras, por otro lado, el general Arias Sánchez le tapaba los caminos de la mina a Tino, este se le colaba por las veredas. El 28 de junio de ese mismo año, el presidente municipal de Cosalá, Antonio Ochoa Ibarra, con urgencia y nerviosismo, reportó al secretario general de gobierno, Alejandro Barrantes lo siguiente: 128 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

—Señor, hoy a las 11 de la mañana, la gavilla de Tino Nevárez; él, personalmente, con una pistola escuadra en la mano, dirigió otro asaltó a Nuestra Señora, llevándose ahora 55 000 pesos. Se enfrentó al general Jesús Arias, hubo muertos y heridos de los dos bandos. Desde temprana hora —le relató Ochoa al segundo hombre del mando en Sinaloa—, gente extraña a la región fue llegando y posicionándose en las salidas estratégicas de la minera, esperando que todo el personal se aplicara a sus labores. De estas posiciones se fueron acercando a las oficinas donde irrumpieron pistola en mano, exigiendo que se le entregara todo el efectivo y los valores que resguardara la caja fuerte. Durante el asalto, llegó el general Arias con un regimiento de la montada enfrentándose a balazos, sin embargo, Tino Nevárez logró salir en medio del intenso tiro- teo. Tomó camino a la sierra llevándose íntegro el botín del atraco. Terminaba el mes de junio; un cielo nublado arropaba el fir- mamento y veloces nubes se perseguían unas a otras sobre unas montañas lejanas, mientras Nevárez se perdía por un camino ne- gro por las lluvias de los primeros aguaceros. Los años pasaron y el nombre de Tino Nevárez parecía que se lo había engullido la misteriosa sinfonía de los vientos perdidos de aquella serranía virgen, triste y melancólica. Pero el 18 de octubre de 1963, El Diario de Culiacán publicó a ocho columnas: «Audaz asalto aéreo, más de cincuenta mil pesos se llevaron dos miembros de la gavilla del tristemente cé- lebre T. Nevarez». El 5 de octubre de 1963, Domingo Ayón y Gabriel Martínez bajaron en dos mulas ensilladas de Los Re- medios, Durango, a Culiacán. Después de caminar parte del día, tomaron la empinada, subieron a La Mesa del Venado a esa hora que aún alumbraba el sol pero que no dilataría en po- óscar lara salazar 129 nerse. Apenas avanzaron como a la mitad del parejo cuando se desviaron del camino, y ladereando, bajaron por una cuesta, que allá abajo, al fondo, cruzaron el arroyo con bastante agua por las recientes lluvias producto del cordonazo de San Fran- cisco. Cuando ya anochecía y la luna enseñaba sus primeros resplandores, subieron a un paraje que le decían El Agua de la Cebolla, donde estaba una casucha de palmilla perdida entre el espeso follaje de las sinuosa costanilla. De ella salió Tino Nevárez y recibió a los visitantes. Los dos amigos, ya que se establecieron, sentados sobre unas piedras, des- anudaron las servilletas con los lonches que compartieron con Tino Nevárez y dos primos hermanos que estaban con este. Tino sacó un retazo de papel del empaque y a la luz de la luna les expli- có el plan hasta los últimos detalles. —Que Dios se quede con ustedes y a nosotros que no nos ol- vide, aunque creo que lo vamos a necesitar más nosotros —dijo Ayón a manera de despedida. De ahí, montaron las acémilas iluminados con la idea de ata- car el avión que trasportaría los haberes de la raya de los tra- bajadores de la Mina de Nuestra Señora, en Cosalá. Un golpe más. Una historia que se repetía. Una venganza que se perpe- tuaba. Una vez, ya en Culiacán, Domingo Ayón se hospedó en La Posada Moreno y Gabriel Martínez en La Posada Rosendo, quedando de verse otro día en la esquina de catedral para afinar detalles. Temprano fueron a desayunar a una fonda del mercado Garmendia con doña Celerina, viuda de un primo de Gabriel Martínez, y a quien, por tenerle toda la confianza, le dieron a guardar la 38 súper que traían para ejecutar sus planes y andar por la ciudad desarmados para no tener contratiempo alguno que obstaculizara sus propósitos. 130 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

El 16 de octubre se dirigieron a la terminal de la línea de auto- transportes Aéreos Pity. El objetivo era comprar dos boletos para retornar por aire a Los Remedios. Otro día, el 17 de octubre, como a las 6 de la mañana, abordaron la avioneta Cessna de seis plazas, conducida por el piloto José Juárez, de la ruta Culiacán-Los Re- medios, con escala en el mineral de Nuestra Señora en Cosalá. Tres soldados de las fuerzas armadas custodiaban los dineros de la raya. Domingo, que portaba la 38 súper, se sentó en el asiento del copiloto, y muy discretamente, le pasó la pistola a Gabriel, que se sentó hasta atrás. Ya en pleno vuelo, Ayón y Martínez, en una rápida acción, dieron muerte a los tres militares y encañonando al piloto, le ordenaron: —Dele pa’ Durango, Josesito, nosotros le diremos dónde bajará al agua esta pajarita. En un campo aéreo abandonado, del poblado La Campana, los esperaban los primos de Tino, Santiago Nevárez y Efrén Martínez Nevárez, con armas largas para que les entregaran la parte a los

Avioneta que aterrizó en una pista de Cosalá, quizá semejante a la que fue asal- tada. óscar lara salazar 131

Nevárez. Con una sábana blanca les indicaron que podían bajar sin problemas. Luego del reparto, Domingo y Gabriel se bajaron al arroyo, donde con toda calma y tranquilidad, se repartieron su parte del botín. Gabriel dejó parte del dinero encargado con su hermano Juan Martínez, en Los Remedios, se deshizo de la pis- tola para no despertar sospechas y abordó un Norte de Sonora con rumbo a la frontera de Mexicali. Domingo Ayón se presentó ante el procurador de Justicia del Estado en Sinaloa, Amado Estrada, alegando inocencia en su participación en los hechos del despojo del dinero de la minera, confesando que él era un simple pasajero, que Gabriel Martínez lo había obligado apuntándole con la pistola para que bajara el dinero en La Campana. Las autoridades civiles y militares desplegaron sus mayores es- fuerzos por aprehender a los partícipes del inusitado y escandalo- so robo aéreo y, sobre todo —dijeron—, poner tras las rejas a Tino Nevárez. Pero ese gusto nunca se los dio y ahí se le cayó lo invicto el general Jesús Arias, perdiendo la partida con el bandolero Tino Nevárez.

Nota periodística de la época. 132 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

La acción del gobierno se desdobló con fiereza y atraparon a Gabriel Martínez en la frontera de Mexicali. En Culiacán en- carcelaron a Domingo Ayón, ya habían matado al Águila Negra en la sierra, también había caído el Nico en manos del general Arias. Otros fueron colgados de un palo blanco. Otros más ca- yeron abatidos. Así, uno a uno, fueron cayendo los bandoleros. Solo Tino Nevárez logró burlar siempre la acción persecutoria; es por eso que Tino Nevárez sigue siendo una figura legendaria que se inscribe en la tradición que va del bandolero social al mito de los pueblos. Tino está, sin duda, en el imaginario de nombres y hazañas que perduran porque el pueblo lo ha elevado, reivindi- cándolo a través de esa creación mexicana que se recuerda y que se transmite a través de las notas del corrido.

Voy a cantar un corrido de un hombre que fue minero, lo corrieron del trabajo le robaron su dinero, por no darle los tres meses lo criminaron ratero, ese fue Tino Nevárez, el famoso barretero.

Mineral de Tayoltita del estado de Durango, Tino conquistó la gente y se pagó por su mano, porque él había prometido óscar lara salazar 133

que le pagarían muy caro, que respetaran las leyes, que el trabajo era sagrado.

En un asalto a las minas, Tino Nevárez robaba, cuando llegaron las fuerzas del general Jesús Arias diciendo que se rindiera porque si no, los mataban, que la orden venía del centro para que los fusilaran.

Tino Nevárez contesta: pues yo no soy tu cordero, tú apaciguaste al Culichi, le diste muerte a Gastélum, llevaste preso al Gitano, que era mi fiel compañero; conmigo te das balazos antes de ser prisionero.

Se agarraron a balazos, las metrallas funcionaban, Tino contestaba el fuego, con pura Thompson y escuadra se burlaba de la gente del general Jesús Arias. 134 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Minas de Nuestra Señora, Cosalá y otros lugares donde se vieron los hechos de Florentino Nevárez, donde quedaron tirados rebeldes y federales, Tino escapó pa’ la sierra en compañía de un compadre. Atilano Escandón

Yo también tengo mujer, y se quedará llorando...

Corría la década de los años cuarenta del siglo pasado. La Sierra Madre Occidental posaba tal como es ella, tal como ha sido siem- pre: majestuosa, con sus hondonadas y sus enhiestas montañas; con sus picos en las cumbres, como silenciosos centinelas que en forma altanera besan las nubes; con sus cordilleras descendiendo, figurando vastos mantos que se extienden hasta las plantas de sus pies. En aquella época, los habitantes de estas comarcas vivían en la más aguda pobreza, con enfermedades y abandono, sin educa- ción y en la ignorancia. Los días transcurrían en el escepticismo y las noches sin luz ni esperanza. En aquellas montañas inhóspitas, llenas de sobresaltos y peligros; en aquella sierra, en la que cala hondo el frío sin abrigo, la lluvia sin resguardo y un porvenir a la buena de Dios, resignados a vivir el día a día; mejor dicho, a sobrevivir día a día. Pero una mañana, a lomo de mula, subió a esa sierra, allá por Santiago de los Caballeros, el norteamericano Alfred Cleveland Blumenthal, para constatar que esta serranía reunía condiciones propicias para el cultivo y, de paso, habilitar a sus pobladores con dinero verde —dólares contantes y sonan- tes— para la siembra de los enervantes de donde se extraería la morfina que a Estados Unidos apremiaba para atender a sus sol- dados en la Segunda Guerra Mundial.

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Panorámica de la cabecera municipal de Badiraguato.

El negocio se extendió rápidamente, y ya se imaginarán la co- dicia despertada por aquella promisoria campaña. Pero al térmi- no de la guerra, cuando Estados Unidos ya no quiso el narcótico, dijo: Dejen de sembrar eso y vuelvan a uncir su yunta de bueyes para cultivar aquella sinuosa tierra. Vuelvan a hacer jabón lejía, críen colmenas y curtan vaquetas. Sigan como antes, criando ga- llinas y puercos para alimentar a la familia. Pero la gente que había probado las mieles de sus ganancias y el dulce poder que estas les brindaban, no aceptó desandar ese camino. Ahora, a cuen- ta y riesgo, lo seguirían haciendo con sus propios alcances. Los americanos demandaban su combate y México se sumaba a las exigencias. A ellos, la guerra les dejó un gran mercado de consu- mo y México ya no pudo exterminar su siembra, porque lo uno es consecuencia de lo otro. En enero del año de 1975, a la salida norte de la cabecera mu- nicipal de Badiraguato, sobre la carretera que conduce a Parral, Chihuahua, se estableció lo que sería la Comandancia General de la Fuerza de Tarea de la Operación Cóndor. Desde ahí se desplegó el mega operativo con más de dos mil efectivos militares en una óscar lara salazar 137 cruenta campaña que atacó la siembra de enervantes en el famoso Triángulo Dorado. Como parte de la Cóndor, los militares llegaron a la ranchería y la gente huyó al monte para evadir la acción de la milicia. Las fuer- zas castrenses tomaron algunos pueblos, los sitiaron, reunieron a la gente en algún lugar y a no pocos los torturaron. Hubo ocasiones en las que llegaron por las noches a los hogares de esos poblados, levantaron a las familias, apartaron a mujeres y niños y se llevaron a los hombres, quienes, en algunas ocasiones, presos del miedo, in- tentaron huir, resultando algunos heridos, y otros con peor suerte, quedaron tendidos en los patios o en medio de los caminos. Lo más triste era que la saña recayó casi siempre sobre gente humilde, en su mayoría pobres labriegos que no tenían ni cómo ni a dónde ir. Ahí se quedaban a la buena de Dios; llenos de an- gustia, envueltos en la zozobra y con el Jesús en la boca de que de un momento a otro cayeran los federales. Los que realmente tenían cuentas pendientes con la ley eran los primeros en emigrar a otras ciudades del país. Al final, muchos de los pobres nativos no tuvieron más remedio que salirse de su terruño, dejando atrás casas solas, comunidades desérticas y una gran migración que provocó cinturones de miseria en las ciudades y el inicio de la de- solación de las zonas serranas. Esto generó en aquellos tiempos, en los pueblos de allá arriba, un explicable sentimiento de coraje y de impotencia. En medio de esta pesada atmósfera para quienes tan poca fuerza tenían para enfrentarla, se dio la tragedia que se conoció como «el avión de la muerte». Era una mañana fresca, preludio de primavera. Un hermoso día, domingo 4 de marzo de 1979. El sol tierno se levantaba y parecía dorar los perfiles de las colinas, dándole un aspecto de un enorme alumbramiento. El cielo, de un azul espléndido como 138 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos cubierta ornamental, le daba al tripulante amplios horizontes y toda la claridad para su vuelo. El piloto de aviación Manuel Atila- no Escandón, quien apenas sobrepasaba los treinta años de edad, pero muy diestro en los vuelos de avionetas por la sierra, encen- dió su avioneta Piper Cheroke, allá en un pequeño aeropuerto de Guachochi del estado de Chihuahua, levantó vuelo y tomó ruta rumbo a Sinaloa. El piloto disfrutaba la altura como el cóndor los aires, pero un estertor inusitado despertó su atención para advertir que algo extraño le ocurría al motor de la Piper. Comprendió entonces que en esas condiciones no podía continuar el vuelo. Ahí entró el su- premo sentido de los pilotos: la vista. El horizonte estaba limitado en todas las direcciones por los picachos de la sierra, caminos flanqueados por montañas y más abajo, en el fondo de las cordi- lleras, los arroyos y arroyuelos. Buscar el espacio propicio para salvar la vida era la prioridad. A lo lejos se veía la corriente de un río que a simple vista le ofrecía el espacio, pero esta siempre es en- gañosa; del cascajo salen rocas que a la altura no se distinguen y eso es muerte súbita. Prefirió emprender el aterrizaje en un claro largo, como una meseta, desde la que dominaba el vasto paisaje cortado por ariscas montañas para luego seguir las hondonadas. Se fue deslizando el ave metálica buscando espacio propicio. Lo- gró, por su pericia, aterrizar no sin averiarse la máquina en algu- nas de sus partes y llevarse el susto de su vida. Salió al camino real y un raite lo bajó a la cabecera municipal de Badiraguato. De ahí a Culiacán, para posteriormente trasla- darse de nueva cuenta a Chihuahua. Allá se abocó a lo urgente: conseguir las piezas que se habían averiado. El día 6 de marzo, a las 11 de la mañana, luego de adquirir la hélice, la rueda de nariz y el carburador, Atilano, junto con un compañero de aviación y óscar lara salazar 139

La clásica avioneta Cessna que vuela a los pueblos de la sierra. el técnico que arreglaría el desperfecto, abordaron una avione- ta Cessna con el número 182 y se dispusieron a retornar al lugar donde había quedado su aeronave. Al recorrer los parajes donde había aterrizado de emergencia, no encontraron el avión. Todavía, entre el asombro y la sorpresa por la desaparición del aparato, decidieron retornar a Chihuahua. Se dirigieron al pueblo de Guachochi a cargar combustible mien- tras se informaban cuál había sido el destino de la nave. En la es- tación de combustible les dijeron que sabían de una avioneta con residuos de enervantes, por lo que el ejército la había decomisado en el municipio de Badiraguato. Se fueron a una fonda al centro de la población. En esas esta- ban cuando un pelotón del ejército llegó hasta el establecimiento preguntando quién era Atilano Escandón. —A sus órdenes —contestó con normal urbanidad. —Acompáñeme —dijo el jefe de la partida. Se levantó y solo pidió que le dieran oportunidad de pagar su cuenta aun cuando no le servían sus alimentos. Más tarde, en una 140 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos camioneta doble rodado, llegaron otros militares y repitieron la acción con el otro piloto y el mecánico. Quedaron detenidos en calidad de sospechosos. Ese día el piloto fue golpeado sin consi- deración para arrancarle información. Para finalizar la sesión de preguntas lo amagaron diciéndole: «Vamos a ver si no cantas ma- ñana cuando mi sargento el Veneno te aplique el método cientí- fico...» Pero otro día por la mañana hubo cambio de planes, los juntaron en la pista de Guachochi para salir a Badiraguato y con- centrarlos en la Comandancia General de la Fuerza de Operación Cóndor. El día 7 de marzo los subieron al avión, un 206 de la Pro- curaduría General de la República, tripulado por un piloto de la PGR. Todo era circunspección, reserva, por lo que los queji- dos de Atilano eran escuchados por todos. De ahí que optaron por separarlo del resto de los acompañantes y no evidenciar la tortura. Así llegaron al helipuerto de Badiraguato, trasladándo- los al cuartel, donde permanecerían incomunicados y con los ojos vendados. El avión de la PGR los puso en tierra y regresó a donde había despegad0. Otro día, del mando central recibieron órdenes de trasladarse de nuevo a Guachochi. Allá le ordenaron a Atilano que transpor- tara en la referida avioneta al teniente Luis Francisco Gallegos Pérez del XXXI Batallón de Infantería a Badiraguato junto a tres elementos de tropa de la corporación. El hombre se sentía lleno de rabia y de impotencia. Lo habían golpeado toda una noche y un día. Sin poner resistencia, mucho menos pretextar evasiva alguna, emprendió el vuelo. Ya en las alturas se sintió liberado. Con la conducción de la aeronave en sus manos abrió la frecuencia 122.8, que es la que comúnmente usan las avionetas de la sierra, y les informó: óscar lara salazar 141

Parte de las oficinas de la Comandancia General de la Cóndor aún permanecía en esta finca, hoy Casa de la Cultura, ubicada en el centro.

—Ahora vamos a estrellarnos. El teniente Gallegos, según su hoja de servicios y testimonios de personas que lo conocieron, era un militar honesto que no compartía la idea de la tortura. Pero aquel día le tocó la mala suerte y le ordenaron la comisión a Badiraguato. Cuando Atila- no emitió aquella sentencia fatal, Gallegos esbozó una sonrisa de incredulidad. Pensó que Atilano, como el común de los seres hu- manos, se apegaría a un sentimiento natural de vida, y que en la vida de ellos iba la de él también. Entonces realizó una pirueta temeraria; más bien dicho, mortal. Esto auguró a los militares que la decisión del piloto era ya el principio del fin; que iba a cambiar su vida por las de ellos. La maniobra aérea despertó gritos de alarma entre los inte- grantes de la tripulación. Abrió la frecuencia del radio y esto lla- mó la atención de otros pilotos, y por supuesto que se escuchaba con toda claridad en la base de control. Entonces empezó a relatar las torturas que le habían hecho. Dijo que con los ojos vendados 142 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos le habían suministrado tehuacán por la nariz. Le habían pegado con un garrote de guásima, que tenía una leyenda escrita que de- cía: «contra los que no hablan me dicen el mudo». Lo llevaron al río, y metido en un costal de ixtle, lo zambullían en el agua. Luego, con pinzas, lo golpearon en los testículos. Acto seguido, miró el rostro de los militares y pudo apreciar la faz del soldado que más cerca tenía; le pudo ver un color amarillo limón; le temblaba todo el cuerpo sin poder contener el golpeteo de las quijadas y el de la culata del rifle en el piso de la avioneta. Entonces lo cuestionó: —¿Dónde está ese valor, pues, que allá abajo daban a entender todos ustedes? ¿Pa’ qué quieren entonces las armas? —pregunta- ba y volvía a preguntar, pero no había respuesta. Para entonces ya volaba sobre el cielo de la cabecera municipal de Badiraguato. El general que se hallaba en la comandancia or- denó desalojar toda el área. Parte del cuartel aún estaba ubicado frente a las oficinas de la Presidencia Municipal, en el puro cen- tro del pueblo. Muy cerca estaba la escuela primaria Prof. Daniel Díaz Jiménez. El presidente municipal, Luis Monzón Mendívil, cuando recibió la petición de abandonar las oficinas, argumentó que avisaría primero lo que sucedía a la Secretaría General de Gobierno. Pero el sargento que fue a darle la instrucción, lo atajó en el acto: —Es una orden de mi general que en este momento desaloje el área o lo sacamos por la fuerza —amagó el militar. Para esos momentos, Atilano ya había puesto a la población en psicosis. En un par de ocasiones apagó el avión en el aire al pa- sar sobre el cuartel, y al encenderlo de nueva cuenta, este provo- caba un estruendo que a la distancia se escuchaba contundente. Cerca de la comandancia estaban dos helicópteros estacionados. óscar lara salazar 143

Intentaron levantarlos en un par de ocasiones, pero Atilano les pasaba tan cerca que desistieron de su intento. Luego se escuchó por la radio la voz del teniente: —Esta mañana llegó mi esposa a Badiraguato, la que hace casi un año no veo. Te pido por ella y por mis hijos que no cometas una locura —suplicaba en su inmensa consternación. —Yo también tengo mujer y también se va a quedar llorando —le contestó el piloto con la imperturbabilidad de lo irrevocable. Un silencio se apoderó de todos los interlocutores. El mutis- mo se rompió cuando reiteró: —Ya me chingaron y no me van a torturar más —sentenció con predestinación ineluctable—, pero eso sí: se van a morir igualito que yo. Entonces alineó el avión en dirección al cuartel, pero al instan- te se percató que al estrellar la nave en la Comandancia General repercutiría en la escuela primaria que se encontraba muy cerca del lugar. Entonces volvió a levantar vuelo, y estrelló la avioneta en la colina de enfrente.

La escuela primaria Daniel Díaz Jiménez, ubicada muy cerca del cuartel militar. 144 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

Así se aprecia a distancia el cerro donde se estrelló la avioneta.

Este es el lugar exacto donde se impactó el avión, que se incendió al instante.

Minutos después, el compañero de Atilano escuchó en el cuartel general que un militar le dictaba a otro: «por conocer la región, se ofreció voluntariamente a hacer un viaje de inspección por la sierra. Pero al ser descubierto donde tenía la droga, decidió suicidarse desplomando la avioneta en la que iba junto con un teniente y tres militares...» óscar lara salazar 145

La tumba de Atilano, solo una cruz con su nombre.

Su cuerpo fue sepultado en un panteón de la capital del estado de Chihuahua, sin más que una solitaria cruz con la leyenda «Se- ñor, hoy estrenas tus nuevas alas». Las notas del corrido difundieron la versión de los hechos que provocaron aquel infausto percance.

En Chihuahua lo agarraron sin tener una razón y después lo torturaron sin tenerle compasión, a su amigo lo encerraron y agarraron el avión.

Ya con rumbo a Sinaloa, Atilano les gritaba: ahora yo soy el que manda, si quieren usen sus armas, 146 los bragados de sinaloa y sus famosos corridos

quiero ver ese valor que en el suelo demostraban.

De la nave reportó todo lo que le habían hecho: que con pinzas machacaban partes nobles de su cuerpo y que estrellaría el avión aunque muriera por eso.

En la torre de control todo aquello se grababa, se oían gritos de terror y tres hombres que lloraban, Atilano se reía y más los amenazaba.

El teniente le decía: mi mujer me está esperando; Atilano contestaba: ahora vamos a estrellarnos, yo también tengo mujer y se quedará llorando.

El teniente y los soldados de su acción se arrepentían, torturaron a un buen gallo, pienso que no lo sabían, en el avión de la muerte se subieron aquel día. óscar lara salazar 147

Llegando a Badiraguato helicópteros se alzaban, iba a estrellarse al cuartel, por la escuela no hizo nada, los boludos se bajaron sentían que se los llevaba.

Dijo adiós a sus amigos, camaradas de aviación, y después allá en el cerro se estrelló con el avión, en Chihuahua y Sinaloa gran recuerdo nos dejó. Los bragados de Sinaloa y sus famosos corridos, de Óscar Lara Salazar, se terminó de imprimir en noviembre de 2017, en los talleres de Pandora Impresores, ubicados en Caña 3657, La Nogalera, C. P. 4470, Guadalajara, Jalisco. El tiraje consta de 1000 ejemplares.