Isbn 978-84-9717-173-1
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
ISBN 978-84-9717-173-1 9 788497 171731 De Vallejo a Gelman: un siglo de poetas para Hispanoamérica Selena Millares De Vallejo a Gelman: un siglo de poetas para Hispanoamérica Prólogo de Jorge Rodríguez Padrón Cuadernos de América sin nombre Cuadernos de América sin nombre dirigidos por José Carlos Rovira Nº 29 COMITÉ CIENTÍFICO: Remedios Mataix Azuar Carmen Alemany Bay Sonia Mattalia Miguel Ángel Auladell Pérez Ramiro Muñoz Haedo Beatriz Aracil Varón María Águeda Méndez Eduardo Becerra Grande Pedro Mendiola Oñate Helena Establier Pérez Francisco Javier Mora Contreras Teodosio Fernández Rodríguez Nelson Osorio Tejeda José María Ferri Coll Ángel Luis Prieto de Paula Virginia Gil Amate José Rovira Collado Aurelio González Pérez Enrique Rubio Cremades Rosa Mª Grillo Francisco Tovar Blanco Ramón Lloréns García Eva Mª Valero Juan Francisco José López Alfonso Abel Villaverde Pérez El trabajo está integrado en las actividades de la Unidad de Investigación de la Univer- sidad de Alicante «Recuperaciones del mundo precolombino y colonial en el siglo XX hispanoamericano» y en el proyecto «La formación de la tradición literaria hispanoame- ricana: recuperaciones textuales y propuestas de revisión del canon» (FFI2011-25717). Los cuadernos de América sin nombre están asociados al Centro de Estudios Ibero- americanos Mario Benedetti. Ilustración de cubierta: «Ío» (1992, técnica mixta sobre cartón y madera, 225x191 cm.), Antón Lamazares © Selena Millares I.S.B.N.: 978-84-9717-173-1 Depósito Legal: MU 1007-2011 Fotocomposición e impresión: Compobell, S.L. Murcia Índice Lo fundan los poetas . 9 Proyecciones del paisaje interior simbolista en tres poetas de vanguardia: Vallejo, Borges, Neruda . 15 Del árbol y de la atalaya: Gabriela Mistral . 27 La vanguardia como nostalgia: los últimos poemarios de Nicolás Guillén . 35 Dulce María Loynaz, en el tallo de los vientos . 55 Infierno contra paraíso: la ínsula poética de Virgilio Piñera . 71 La antipoesía de Nicanor Parra, en las barricadas de la contracultura . 81 7 Gonzalo Rojas: la fragua primigenia . 97 Geografías del edén: la poesía trovadoresca de Violeta Parra . 109 Pablo Neruda y la tradición poética: sombra y luz de un diálogo entre siglos . 123 Olga Orozco y Alejandra Pizarnik: poesía y videncia 151 Tres miradas a la condición humana: Enrique Lihn, Jorge Teillier, Óscar Hahn . 169 La confabulación de Eros y Thanatos en la poesía de Ana Istarú y Gioconda Belli . 183 Médula y sentido en la obra de Jorge Enrique Adoum 193 José Emilio Pacheco: apuntes para una poética . 205 El poeta y la muerte: «Hastaciel», de Pablo Neruda 221 La poesía de Juan Gelman: conciencia y delirio . 231 8 Lo fundan los poetas La cuestión sigue siendo, todavía hoy, qué se oye aquí cuando se leen cosas como: «Pugnamos por ensartarnos por un ojo de aguja, / enfrentados, a las ganadas»; o como: «¿Y fue por este río de sueñera y de barro / que las proas vinieron a fundarme la patria?»; o, incluso, como: «Pero la muerte va también por el mundo vestida de escoba, / lame el sue- lo buscando difuntos, / la muerte está en la escoba, / es la lengua de la muerte buscando muertos, / es la aguja de la muerte buscando hilo». Qué se oye, aquí, del áspero rostro de Vallejo, tallado en piedra; qué de la voz titubeante, con mirada blanca, de Borges; qué del grandón Neruda, quedán- dose con todo el sitio para jugar a sus anchas. Qué se oye; no qué podemos saber o explicar de cuanto dicen estos poetas, y otros tantos. Lo que nos viene del otro lado del español —inmenso, en espacio y en tiempo— son voces (bien dicho lo dejó Andrés Bello, y hoy casi ni se le nombra), no una escritura peripuesta como hemos creído durante todo este tiempo, como nos hemos empeñado en leer, aquí, críticos y —esto aun peor— poetas. Voces que nos devuelven la nues- tra, pero que nos confunden. Desde la mismísima sor Juana, 9 que nada tuvo que ver con Góngora; pero, mucho más, des- de el asombro de Unamuno ante Darío («quiere decir en cas- tellano, cosas que ni en castellano se han pensado nunca ni pueden, hoy, con él, pensarse»). Pero, desde aquí, seguimos con las mismas; y, ni que lo haya dicho el propio nicaragüen- se, hemos hecho el menor caso: «¿Se trata de una cuestión de formas? No. Se trata, ante todo, de una cuestión de ideas. —El clisé verbal es dañoso porque encierra en sí el clisé men- tal, y, juntos, perpetúan la anquilosis, la inmovilidad». Razón, por tanto, le sobra a Selena Millares para iniciar su lectura con aquellos tres nombres, ese eje vertebrador imprescindible. Y con un matiz que no me parece menor: yendo hasta su paisaje interior. Cuando, líneas más arriba, dije voz —o voces— quise que se leyera respiración orgáni- ca nacida de lo más hondo del ser, plétora de una memoria; pero no menos (y es forzoso volver a sor Juana) la materia corporal, en su asombroso fluir o en su quiebra irreversible. Después de décadas de haber transitado por ese mismo pai- saje que dice la autora de este libro, espacio de donde pro- cede toda la energía que impulsa la palabra que estos tres poetas nos han legado, estoy absolutamente convencido de que la diferencia de la poesía hispanoamericana (irrelevan- te, por bizantina, la discusión acerca de si es una, o tantas como naciones surgidas de la agitación de la Independen- cia); la diferencia —decía— reside en la manera de asumir la memoria que la constituye y le confiere identidad. Memo- ria que no se orienta sólo hacia el vértigo milenario que se precipita por tan portentosa y diversa geografía. No quiero pecar de intruso; que venga Alejo Carpentier y lo diga, en su descubrimiento, al remontar el Orinoco hacia sus fuentes: «a partir de ese momento empecé a verlo todo en función americana […] empiezo a traer Europa hacia acá y a verla de aquí hacia allá». Intercambio, reflejo recíproco de un único 10 discurrir zafado de la estricta sucesión que la conveniencia histórica impone —para uso político, será preciso aclarar—. No olvidemos que el propio Carpentier anduvo por París, con Uslar Pietri y con Asturias, husmeando en cuanto ofrecía aquella «deslumbrante tienda de instrumentos» que había puesto el surrealismo, y en donde lo que acabaron por encontrar fue «todo un arsenal inagotable de la naturaleza y de la geografía americanas». Paisaje interior, también, bajo tanta maravilla. Exactamente como, en lo suyo, llegaron a ver los modernistas. Su experiencia, exactamente misma: no fueron a París, ni entendieron lo francés, como un adita- mento estético (eso se dice, para zanjar la cuestión sin más problemas) que les quitara la pelusilla gris que la pobre poe- sía peninsular del XIX dejó caer sobre ellos —ni del todo románticos, ni del todo españoles: en esa extrañeza—. Lo que vieron: que Baudelaire o Verlaine habían establecido un principio paralelo al suyo; una razón para la escritura fun- dada en algo más que en el mero suceder de la historia, y abrían una brecha —ya irrestañable— en el clasicismo ena- jenador. La poesía española peninsular anduvo ciega, o falta de reflejos, sumisa como había sido —desde el XVIII— a aquel remedo de la tradición italiana, cuando ésta dejó de dar fijeza y esplendor a la lengua y a la escritura literaria que la servía; era el lenguaje, esa voz que digo, no la lengua, el que asumía todo el protagonismo. Cernuda ya lo explicó, con el debido pormenor, hace más de medio siglo. Los modernistas —trataba de decir— nunca renegaron del español, que era su lengua; lo que sucede es que, con su voz, establecen un principio contemporáneo que se ajusta al de identidad his- tórica, proyectado el uno y la otra en la incertidumbre que se abre ante ellos. Y los poetas franceses —en paralela situa- ción— venían a avalar dicha propuesta. Nunca fue la poesía modernista el resultado de una escritura asertiva; quiso ser 11 —y se orientó en ese sentido— una palabra temblorosamen- te reveladora. Aunque lo parezca, no me desvío del asunto. Porque los motivos de estos ensayos, tal Selena Millares anota pun- tualmente en cada uno de los títulos, nos dicen cómo se va construyendo ese soporte vertebrador de la poesía hispano- americana, a partir de aquellos tres fundadores, como quiso denominarlos Saúl Yurkievich. Soporte cuya médula indis- cutible (intenté explicarlo en El barco de la luna, de 2005) es la poesía escrita por mujeres: desde Gabriela Mistral a Ana Istarú, desde Dulce María Loynaz a Alejandra Pizarnik, con Gioconda Belli, Violeta Parra u Olga Orozco, lo que se hace evidente es la verdad que todas entregan —sin concesio- nes— al dar su palabra. No afloran en su poesía ni reservas ni reticencias, a las que tan dados son quienes las acompañan en este trayecto. Advierto: no hago juicios de valor; lo que intento explicar —y creo que las hace imprescindibles— es cómo las mujeres manifiestan la verdadera voz americana, aventurada en el mismo riesgo existencial que todas ellas afrontan. Es su actitud como escritoras lo que me importa porque las singulariza. No es casual, por ejemplo, que amor y muerte, y también capacidad visionaria (lo destaca Selena Millares), sacudan como un verdadero seísmo (una conmo- ción) el cuerpo que, en todas, tiene un protagonismo deci- sivo. Porque la escritura es la vida, para Gioconda y Ana, para Olga y Alejandra; y no podrá sorprendernos el entu- siasmo que hace de la canción poema, en el caso de Violeta; ni la serenidad remansada con que nos llega la voz de Dulce María: también la vida. Gabriela, tutelándolas a todas desde su altura andina; uno su cuerpo con su tierra: vallejiana, aun- que sólo lo fuera lateralmente.