Bailando Sobre Mi Tumba Autobiografía
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Gelsey Kirkland, con la colaboración de Greg Lawrence Traducción de María Dolores Ponce G. Bailando sobre mi tumba Autobiografía Trifásico de Lin Durán Trifásico Lin Durán Gelsey Kirkland, con la colaboración de Greg Lawrence Bailando sobre mi tumba Autobiografía Traducción de María Dolores Ponce G. Jefe de Arte y Diseño Enrique Hernández Nava Formación y supervisión de producción Juan Ariel Rodríguez Peñafiel Corrección Raúl García Lugo/Javier Delgado Solís 1987 Jove Book, Nueva York. Publicado mediante acuerdo con Doubleday, división de Bantam Doubleday Publishing Group, Inc. ISBN: 0-515-09465-X Título original: Dancing on my grave © 1986 Gelsey Kirkland y Greg Lawrence © de la edición en castellano 2013: D. R. © 2013 de la presente edición: Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura Reforma y Campo Marte s/n Col. Chapultepec-Polanco C.P. 11560, México, D.F. ISBN: (en trámite) Traducción de María Dolores Ponce G. / Cenidi-Danza José Limón Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito del Instituto Nacional de Bellas Artes. Impreso en México / Printed in Mexico Índice Capítulo I Vista pero no oída 13 Capítulo II La cuna del gato 27 Capítulo III Dios indispuesto 43 Capítulo IV Se rompe el espejo 63 Capítulo V De la tina caliente a la Guerra Fría 91 Capítulo VI Traiciones y defecciones 119 Capítulo VII La cortina de hierro 143 Capítulo VIII La escena de la locura 183 Capítulo IX Enfermedades inadvertidas 211 Capítulo X Las drogas la envenenan y se enferma de él 241 Capítulo XI Un caso fronterizo 291 Capítulo VII Bailando sobre mi tumba 319 A la memoria de Joseph Duell, 1956-1986. Que el grito de ayuda aún pueda escucharse. Nota: Por las usuales razones literarias o legales, se han cambiado algunos nombres, los cuales aparecen entre comillas la primera vez que son mencionados. Mi esfuerzo por transmitir los acentos extranjeros no tiene intención de ridiculizar a ninguna persona ni grupo nacional, sino de darles autenticidad a las voces tales como las oigo. Algunas de las personas a quienes me refiero en este libro han triunfado en los escenarios o en el cine, de modo que los lectores que así lo quieran podrán escuchar el sonido real de su voz. …la imitación de las palabras por los gestos es lo que ha producido todo el arte de la danza. Platón (Leyes VII)1 Todos los gestos del bailarín son signos de cosas, y la danza es llamada ra- cional porque acertadamente significa y expone algo por encima del placer de los sentidos. San Agustín El arte verdadero no ha puesto la mirada en un simple juego pasajero; lo que busca no es sumir al hombre en el sueño de un instante de libertad; su seriedad consiste en hacerlo libre efectivamente… Friedrich Schiller (“Sobre el uso del coro en la tragedia”)2 1 Obras completas, tomo 10. Edición de Patricio de Azcárate. Madrid, Medina y Navarro Editores, 1872, págs. 53-54. 2 En Escritos sobre estética. Traducción de Manuel García Morente. Madrid, Tecnos, 1991, pág. 240. Agradecimientos Con el riesgo de omitir a algunas, y sin ningún orden en particular, agra- dezco a las siguientes personas, sin quienes este libro no existiría, al menos en su forma presente. Mi esposo y colaborador, Greg Lawrence. Mi madre, Nancy Salisbury, y mi padrastro, Robert Salisbury. Mi hermano, Marshall Kirkland, y mi her- mana, Johnna Kirkland. La madre y la hermana de Greg, Marilyn Lawrence y Paula Stricklin. Richard Malina, por la ayuda que me prestó en Doubleday. Mi editora, Jacqueline Onassis, quien creyó en el proyecto desde el principio y, a pesar de la ocasional resistencia de los autores, lo hizo posible. Por su habilidad para capear el temporal, Shaye Areheart. Alex Gotfryd, Glenn Rounds, Heather Kilpatrick, Ellen Mastromonaco, Marianne Velmans. Por su perspicacia y atención minuciosa, mi asesor creativo, Barry Lai- ne, amigo y valioso crítico. Dina Makarova, cuya contribución constante y amorosa es incalculable. Christopher Kirkland, quien hizo la investigación fotográfica y me ofreció su entusiasmo e ideas. Por su afecto y sabios con- sejos, Lisa Filloramo. Por el apoyo y la sensatez brindados a lo largo del camino, Bonnie Egan. Por los años de estímulo familiar, Don Bevan, Pat Kirkland Bevan, Robin Kirkland MacDonald y Delta Mitchell Hoadley. Por su tiempo, sus consejos y apoyo: Antony Tudor, Natalia Makarova, Peter Schaufuss, Arthur Mitchell, Edward Villella, Anthony Dowell, Joan Moynagh, David Howard, Pilar Garcia, Georgina Parkinson, Barna Os- tertag, Haila Stoddard, Carl Michel, Patrik Moreton, Peter Stelzer, Laura Stevenson, Stephen Greco, Brooke Adams, Lynne Adams, Angela Vullo y Patrick McCormick, Meg Gordon, Deane Rink, Marvin Frankel, Joseph Stricklin, el doctor Robert Cancro, el doctor Steven Ajl, Victor Sendax, Pa- tricia Bromley y Charles Grant, Carlo Levi Minzi, Peter y Judith Wyer, Lisa Drew, Brooke Cadwallader, Christopher White, Jonathan Lash, Marcia Me- rry y todos aquellos que tuvieron el suficiente valor para hablar abiertamente. Capítulo I Vista pero no oída No nací bailarina, no salí del vientre materno en puntas ni me pusieron un tutú en lugar de pañales. Fui una bebé regordeta con cabeza como bulbo de tulipán y la correspondiente barriguita. Llegué al mundo el 29 de diciembre de 1952, en Bethlehem, Pensilvania. Muy pronto, mi cuna se volvió el centro de aten- ción en la finca de mi familia en Bucks County. Jugaba a ser vista pero no oída hasta el cansancio e imponía la ley del hielo a todos. A mis padres les preocu- paba que fuera muda, o bien, que a propósito me estuviera negando a hablar. Tras mi segundo cumpleaños, durante meses no hablé. Un día, cuando una amiga de la familia se estaba preparando para despedirse después de habernos visitado, oyó una vocecita que gritó: “¡Por favor no te vayas!” Sorprendida, la visitante, que sigue gozando de contar esta anécdota, exclamó: “¡Conque sí, pequeña impostora; bien que puedes hablar!” Nadie sospechaba que llegaría un día en que hablara con el silencio; que iba a construirme toda una carrera de ser vista pero no oída. Siendo aún lo suficientemente joven como para atrapar luciérnagas y juntar- las en un frasco, ya poseía mi propio mundo interior lleno de luces y danzantes criaturas fantásticas, un mundo imaginario donde los sueños eran encendidos. Como al personaje de Clara que más tarde representaría en el ballet El casca- nueces, me fascinaban las bellezas de la noche. Vivía mis sueños como si fueran reales, y era incapaz de distinguirlos de aquello que existía más allá de mi mente. A menudo me dejaba llevar. Una vez un caballo alado me salvó del monstruo que habitaba el lago que estaba en nuestras tierras. En sueños, viajaba por el agua y por el aire. Despierta, deambulaba y jugaba de habitación en habitación en nuestra enorme casa. Cuando tenía tres años, un día de verano salí a gatas de debajo de la mesa del comedor y le dije a mi padre que había visto a mamá en el agua. Se rió y me alzó en brazos. 14 VISTA PERO NO OÍDA Vi a mi madre en la orilla del lago. Recuerdo su cabello trenzado y el brillo de sus ojos. La imagen era sólo un reflejo que titilaba en la superficie, pero insistí en que mamá estaba en el agua. Cruzando la frontera entre lo real y lo imaginario, descubrí un lugar secre- to donde podía reinar cierta ternura. Protegía fieramente mi mundo privado. Aunque algo reservada, era tan atrevida como delicada. No tenía problema para mostrar mis emociones. Si ataba algún sentimiento dentro del pecho, era seguro que se desatara con el más ligero toque. Tenía un interminable listón de risas y lágrimas. Mis padres, los dos artistas, nos dispensaban regalos intangibles. Uno era su amor. Otro, su capacidad de maravillarse. Podría decirse que, como niña curiosa y susceptible, estaba predispuesta a desarrollar una sensibilidad artística, pero esa inclinación tenía su lado oscuro, así como lo tenían mis sueños; un trasfondo trágico que casi me impidió darme cuenta del valor de mi herencia. La transición de soñadora a artista llevó años de intenso estudio y apasionada lucha, lecciones difíciles que debía aprender antes de aceptar mi legado. Al recordar ese tiempo ido, los años cincuenta, cuando vivíamos en la granja familiar, sostengo una fotografía que fue enmarcada por las manos inocentes de una niña. Esos años dejaron su marca, como una huella prin- gosa en el corazón. Cada fragmento de la imagen es una clave sobre la misteriosa permanencia del amor. En nuestra familia el linaje de la entrega puede remontarse al romanticismo que unió a mis padres. En la violenta década previa a mi nacimiento, se conocieron en una pro- ducción teatral de Tobacco Road. Mi padre, Jack Kirkland, había adaptado para Broadway la historia de Erskine Caldwell; mi madre, Nancy Hoadley, era la actriz que representaba uno de los papeles principales en la compañía de giras. Mi padre, como tantos escritores de éxito en esa época, había adqui- rido una propiedad en las afueras de Nueva York, en la que vivían los dos. Le gustaba la idea de criar una familia en el campo, lugar que aprovechaba para escribir y refugio donde su intimidad no era invadida. Mi hermana mayor, Johnna, mi hermano menor, Marshall, y yo tene- mos nuestro lugar en el retrato familiar, junto con nuestro medio hermano Christopher y dos medias hermanas, Robin y Patricia, esta última casi de la edad de mi madre y con sus propios hijos. Me disgustaba que me fotogra- fiaran; quería ser invisible.