La Orden Del Finnegans
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La Orden del Finnegans Lo desorden Índice Orden de expulsión ignacio martínez de pisón 9 eduardo lago 19 El pájaro jordi soler 51 Casa de socorro josé antonio garriga vela 69 Subirse a los árboles marcos giralt torrente 97 Mi infancia olía a alcohol malcolm otero barral 123 Conocí emiliano monge 141 La mano del mundo antonio soler 173 ¿Te comerías un capullo de magnolia? enrique vila-matas 205 Biografías de los Caballeros de la Orden del Finnegans 235 Orden de expulsión ignacio martínez de pisón Los seguidores de los blogs de El País debie- ron de quedarse bastante desconcertados cuando, en junio de 2011, apareció un artículo de Malcolm Otero Barral titulado «¿Qué fue de Ray Loriga?». Se habla en él de un peculiar grupo de escritores que se hacen llamar la Orden del Finnegans y cada 16 de junio viajan a Dublín para celebrar el Bloomsday y, con tal excusa, reírse un poco e ingerir abundantes pintas de cerveza Guinness en varios de los nume- rosos pubs de la capital irlandesa. La alusión que en el título se hace al escritor Ray Loriga queda en el texto reducida a una enigmática acusación y una es- trafalaria condena. El cargo que se le imputaba era el de «deserción inexcusable» y la condena que aca- bó aplicándosele fue la quema pública de un dibujo que le representaba mientras una mujer disfrazada de dama eduardiana gritaba alborozada: «Bye bye, Ray!». Pero comencemos por el principio. El Blooms- day empezó a celebrarse el 16 de junio de 1954, exac- tamente cincuenta años después del día en que, según el Ulises, Leopold Bloom realizó el recorrido dublinés que arrancaba del hogar conyugal que compartía con Molly y, tras llevarle por lugares como el cementerio de Glasnevin, la tienda de licores de Davy Byrne, el hotel Ormond, la playa de Sandymount, el hospital de maternidad o el burdel de Bella Cohen en Night- town, le devolvía borracho a su casa, en cuyo patio tra- 10 sero acababa de orinar en compañía del no menos borra- cho Stephen Dedalus. De aquel primer Bloomsday se conservan fo- tos en las que aparecen los escritores que, en compa- ñía de un primo dentista de Joyce, dedicaron el día a reproducir (aunque en sentido inverso) el peregrinaje de Leopold. Aquello no fue una conmemoración ais- lada sino el origen de una tradición que, con la incor- poración de otros devotos del Ulises, iría poco a poco consolidándose hasta llegar a convertirse en una de las citas más destacadas de la agenda cultural de la ciudad. Medio siglo después, al cumplirse el primer centenario de la efemérides joyceana, el Bloomsday era ya un fenómeno turístico que había desarrollado sus propias liturgias: cita matutina en la Torre Mar- tello, recorrido por algunos de los enclaves más signi- ficativos de la novela, lectura colectiva en el parque St. Stephens Green (anteriormente había sido en Meet ing House Square), dramatización de fragmen- tos del libro, voluntarios que ocupan las calles de Du- blín vestidos con ropa eduardiana. Sólo tuvieron que pasar dos años para que, en 2006, empezara a gestarse la Orden del Finne- gans. La ejecutoria joyceana de Eduardo Lago, profe- sor universitario en Nueva York, había quedado esta- blecida algún tiempo antes con la publicación de El íncubo de lo imposible, un análisis de las tres traduc- ciones del Ulises al español. A comienzos de ese año, su novela Llámame Brooklyn se llevó el premio Nadal de la editorial Destino, en la que por entonces traba- jaba Malcolm Otero Barral. De aquel premio surgió la amistad entre el autor y el editor, que se citaron en Dublín para el Bloomsday de ese mismo año y volve- rían hacerlo para el siguiente. El novelista mexicano catalán Jordi Soler, por su parte, había asistido a los 11 Bloomsdays de 2001 y 2002, años en los que vivió en Dublín en calidad de agregado cultural de la embaja- da de México. En 2008, Eduardo Lago propuso a Malcolm Otero crear una sociedad literaria que se reu niera todos los 16 de junio en la capital irlandesa y, además de a Jordi Soler, invitaron a formar par- te de ella al barcelonés Enrique Vila-Matas y al ma- lagueño Antonio Soler, ganador como Lago de un pre- mio Nadal. Así pues, la Orden del Finnegans se fundó oficialmente durante el Bloomsday del año 2008. Es lógico pensar que una sociedad como ésa, creada para conmemorar a Joyce y sus criaturas, debe su nombre a la novela Finnegans Wake, acaso el ma- yor reto que pueda acometer jamás un traductor. Pues no. La Orden del Finnegans se llama así por un pub de una localidad cercana a Dublín, Dalkey, en el que cuatro de esos cinco escritores (Jordi Soler estaba ya en el vuelo de regreso) entraron a descansar tras terminar el día en la Torre Martello y dar un paseo bordeando el mar. Fue en ese pub donde, entre cerve- za y cerveza, formalizaron el nacimiento de la socie- dad. Eso da una idea bastante certera de la naturale- za tan festiva como libresca del grupo: celebrar la obra del autor de Finnegans Wake no tiene por qué ser incompatible con celebrar también la calidad de la Guinness. Yo nunca he sido lo bastante joyceano para que me tentara la idea de formar parte de una orden así, pero todos sus miembros son amigos míos y siem- pre he seguido sus andanzas desde la distancia. A lo que más me recuerda la Orden del Finnegans es a la vieja Orden de Toledo de la que formaron parte Luis Buñuel y Federico García Lorca. Cámbiese todo lo que se tenga que cambiar: el Greco por Joyce, la me- seta castellana por el espacio aéreo de la Unión Euro- 12 pea, los descacharrados trenes de los años veinte por los vuelos low cost de Ryanair o Aer Lingus... Del ori- gen de la Orden de Toledo habla en sus memorias Buñuel, que en marzo de 1923 se nombró a sí mismo nada menos que condestable. El secretario era Pepín Bello, y entre los Caballeros estaban Federico y Fran- cisco García Lorca, José María Hinojosa, Rafael Al- berti y Salvador Dalí, posteriormente degradado a la categoría de escudero. El jefe de invitados de los es- cuderos era José Moreno Villa, y en los escalones in- feriores de la Orden estaban los invitados de los es- cuderos y los invitados de los invitados de los escuderos. Según el propio Moreno Villa, las activi- dades de los miembros de la Orden consistían en «cenar y beber sin continencia» y en deambular in- cansablemente por las calles de la ciudad. Además de la jocosa afición a las jerarquías, llama la atención el estricto espíritu ordenancista de Buñuel y compañía, que al parecer endurecían los re- quisitos para la admisión de nuevos miembros con la misma presteza con que improvisaban los motivos de degradación o de expulsión para los antiguos. Algo de ello hay también en la Orden de mis joyceanos amigos. En el texto de presentación del libro colecti- vo La Orden del Finnegans que la editorial Alfabia publicó en 2010, se esboza el embrión de su incipien- te corpus legal: «Los miembros de la Orden deben profesar una absoluta devoción por el Ulises de Joyce, asistir al Bloomsday cada año y defender la “vía Fin- negans” de la literatura, esto es, la vía de la dificultad (donde se puede encuadrar a autores como Gaddis, Pynchon, Foster Wallace, etcétera). Los motivos de expulsión de la Orden son numerosos, a veces capri- chosos, siempre incontestables y fulminantes. Y si- guen creciendo día a día». 13 La Orden de Toledo se dotó de un régimen sancionador en el que los Caballeros se exponían a dos posibles condenas: la degradación a escudero para las faltas menos graves y la expulsión para las más graves. En la de los Finnegans sólo cabe la expulsión y, leyen- do esas líneas, uno podría llegar a sospechar que el verdadero objetivo de unos y otros consiste precisa- mente en poder expulsarse mutuamente: yo te expul- so a ti si antes no me expulsas tú a mí. Como consta en el acta levantada en el Gravediggers (el pub de los Enterradores, en el cementerio de Glasnevin), Jordi Soler sufrió una expulsión temporal de la Orden tras faltar a dos Bloomsdays, y un epitafio de papel con su nombre fue colocado en la lápida de la familia Fin- negans. Por su parte, José Antonio Garriga Vela (el sexto de los Finnegans) hubo de justificar de forma fehaciente su inasistencia por motivos de salud al Blooms day de 2011. Las incomparecencias de Mar- cos Giralt Torrente (el séptimo) en ese mismo Blooms- day (estaba en un viaje de promoción editorial) y de Vila-Matas en el del año siguiente (tenía que recoger un premio en Italia) levantaron no pocos murmullos de desaprobación... ¿Se entiende ahora el encarniza- miento general con la efigie de Ray Loriga, que había aceptado formar parte del grupo y no llegó a viajar a Dublín? Acabo de mencionar a los dos escritores que habían ingresado en la Orden antes de ese peculiar auto de fe: el malagueño barcelonés Garriga Vela y el madrileño Giralt Torrente. Un año después lo haría Emiliano Monge, mexicano residente en Barcelona. Quien tenga alguno de sus últimos libros (o de cual- quier otro Caballero) podrá comprobar que en la ficha biográfica de la solapa figura su condición de miem- bro de la Orden del Finnegans. Me imagino que en- 14 tre esos motivos de expulsión que «siguen creciendo día a día» está también el no hacer constar esa perte- nencia.