El Huracán Lleva Tu Nombre
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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente. Jaime Bayly El huracán lleva tu nombre ePub r1.0 Titivillus 13.04.15 Título original: El huracán lleva tu nombre Jaime Bayly, 2004 Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 A Camila, mi hija, que me enseñó a amar El amor nunca trae nada bueno. El amor siempre trae algo mejor. ROBERTO BOLAÑO, Amuleto Pensé que la fe era el primer requisito para amar. ROBERTO BOLAÑO, Monsieur Pain La vida no sólo es vulgar sino también inexplicable. ROBERTO BOLAÑO, Llamadas telefónicas El amor y la tos no se pueden ocultar. ROBERTO BOLAÑO, Los detectives salvajes Me voy a ir a la cama contigo. Esto es lo primero que pienso cuando la veo entre la penumbra y el humo de la discoteca. Es una mujer muy bella, más joven que yo, de ojos chispeantes y nariz angulosa. Me gusta como nadie me ha gustado nunca. Me aburro en una esquina de la barra tomando una coca-cola. Me acompaña Sebastián, mi amigo y, secretamente, mi amante. Sebastián es actor de telenovelas y obras de teatro; a mí me conocen por mi programa de televisión. A Sebastián le gusta bailar y por eso ha insistido en traerme esta noche al Nirvana, donde se reúne la gente bonita y confundida de la ciudad, los que quieren irse del país pero no pueden y los que se fueron pero regresaron, las chicas rebeldes y los cocainómanos, los actores de pacotilla y los músicos fracasados, los tontos como yo, que no bailamos porque no tenemos suficiente coraje (ya bastante tengo con hacer el ridículo en la televisión), pero sí disfrutamos exhibiéndonos en ese enjambre de cuerpos hacinados que las luces de neón iluminan al azar. Yo no quiero bailar, sólo mirar a Sebastián, alto y orgulloso, apretado en sus jeans de actor que sueña con ser roquero famoso, lindo con su cara de niño bueno que, sin embargo, es un depredador en la cama y yo lo sé bien, y por eso no puedo dejar de mirarlo, porque es el primer hombre que me ha hecho el amor con una ferocidad que no puedo olvidar y que me hace desearlo tan descaradamente como lo miro esta noche tumultuosa en la barra del Nirvana. Todo está bien entre Sebastián y yo. Nos miramos con sigilo porque no es cosa de andar coqueteando como dos putos ardientes; hay que cuidar las formas y preservar la reputación en esta ciudad de descerebrados, energúmenos y cacasenos. Todo está bien porque, aunque rara vez nos miramos y nos hacemos un guiño coqueto, yo sé que Sebastián quiere acostarse conmigo más tarde y que voy a gozar cuando me haga el amor con esa cara de niño bueno con la que sonríe en las telenovelas y con ese cuerpo soberbio que es mío, aunque también de su novia, la tontuela de Luz María. De pronto, Sebastián, que bebe una cerveza, me presenta a tres amigas suyas. Creo que una se llama Mariana y la otra Lucrecia (pero no podría asegurarlo, porque no oigo bien sus nombres, y las dos son de una belleza promedio, tirando a feas, o será que la poca luz no les hace justicia o que simplemente Lima afea a la gente), y la otra, cuya mirada me hipnotiza en el acto, se llama Sofía y es la chica más linda que he visto nunca en este antro de mal vivir que indebidamente llamamos el Nirvana, en cuyos pasillos pueden verse parejas frotándose sin pudor, drogadictos colapsados, chicas besándose en la boca o algún despistado pidiéndome que le haga una entrevista en la televisión. Sofía me mira y quedo hechizado por ella, sacudido por una corriente que me estremece con una fuerza extraña. Nunca había sentido esto por una mujer, ni siquiera por Ximena, la chica de mi vida, la niña bien que se corrompió por mi culpa, me entregó su virginidad, fumó marihuana, se escapó conmigo al Caribe y lloró cuando se enteró de que me gustaban los hombres, algo en lo que no podía complacerme, y por eso la pobre, muy juiciosa, terminó huyendo de Lima y de mí. Sofía es una mujer muy hermosa y la suya es una mirada perturbadora, cargada de promesas inquietantes. Me reconozco en ella, en sus ojos turbios, y sé de inmediato que esta noche no me iré del Nirvana con Sebastián, sino con Sofía, que yo sé bien qué clase de relación ha tenido con Sebastián, porque él me lo ha contado, sé que han sido amantes y no amantes de paso, sé que ella estuvo enamorada de él y le entregó su virginidad unos años atrás, porque Sofía, esta noche en el Nirvana, tiene ya veintidós años, y yo veintiséis, y ella viene de regreso de Filadelfia, donde ha pasado cuatro años estudiando historia, es decir, aburriéndose entre monjas amargadas y bibliotecarios tan maricas que no se atrevían a serlo, y yo no vengo de ninguna parte ni voy a ninguna parte porque soy un perdedor más entre los muchos que pululamos estas noches decadentes de Lima, soy apenas un chico confundido que ha tenido el buen gusto de mandar al diablo la universidad y que, sin embargo, se permite el mal gusto de salir todas las noches con corbata en la televisión. Sofía y yo nos miramos, sonreímos embobados y tratamos de hablar en esta esquina sobrepoblada y bulliciosa de la discoteca, pero no podemos, porque los parlantes escupen con estruendo una música histérica y yo sólo quiero llevármela lejos para perderme en sus encantos y hacerla mía. Sebastián se da cuenta de que sólo tengo ojos para Sofía y me dirige una mirada severa, como diciéndome no te metas con esta chica, que es mía, y no te hagas el hombrecito, que en un par de horas me vas a dar el poto como una hembrita, pero yo ignoro su mirada rencorosa y la atribuyo al despecho, a los celos, a que no puede tolerar que yo desee a nadie más que a él. Vámonos, que acá no se puede hablar y ni siquiera respirar; esta humareda me está matando, le digo a Sofía, y la tomo del brazo, y ella asiente encantada, sin oponer resistencia, y luego secretea algo con sus amigas, las de la belleza promedio, que hablan entre sí y fuman con el rencor de saberse ignoradas por los chicos más lindos de esta discoteca subterránea a la que se han aventurado en busca de amor o por lo menos de buen sexo. Yo no quiero emborracharme ni tomar siquiera un poco de whisky porque llevo meses sin meterme cocaína y quiero mantenerme lejos de ese polvillo traidor. No quiero tomar tragos, acercarme a los cocainómanos ni seguir aspirando este humo viciado que luego me deja el pelo y la ropa apestando, sólo quiero irme con Sofía y besarla entera, volver a sentirme un hombre con ella, confesarle que sus embrujos me han subyugado y que la deseo con una desmesura que no había sentido por una mujer, y que incluso ha logrado apagar el ardor que Sebastián despierta en mí. Por suerte, Sofía tiene el buen juicio de no decirme que desea bailar esta canción pegajosa de Erasure, A little respect, cuando salimos de la discoteca, salvándome de una escena grotesca, pues el baile en cualquiera de sus formas no ha sido nunca un pasatiempo que yo haya podido dominar, y quizá por eso soy un amante tan chapucero en la cama, aunque no estoy seguro de que exista una relación entre una cosa y la otra. Media hora más tarde, quizá menos, tras conducir mi automóvil por las calles mal iluminadas y llenas de mendigos de Miraflores, llegamos al departamento que he comprado gracias al dinero que gano sonriendo como un idiota en la televisión. Saludo al portero, que bosteza mientras mira un televisor diminuto en el que aparecen imágenes borrosas, y él me devuelve un saludo amable, y Sofía y yo subimos al ascensor, cruzamos miradas en silencio y yo siento que ella me gusta porque no hace preguntas, no dice cosas estúpidas, no se hace la tonta ni la difícil, sabe exactamente por qué hemos salido de prisa del Nirvana y por qué subimos ahora al piso diez de este edificio recién inaugurado, cerca del malecón, con una vista lejana al mar que en realidad es un embuste porque casi nunca puede verse; lo único que atisbo a duras penas es una neblina espesa e impenetrable que le da a la ciudad este aire triste y fantasmal que suele acongojar al forastero y aturdir al nativo. En el ascensor, hechizado por sus ojos almendrados de rara ternura, comprendo que esta mujer es distinta, sobrenatural, una de esas criaturas que el destino te pone enfrente una sola vez en la vida, y que si la dejo pasar es porque soy un marica y un perdedor, cosas que sin duda soy, pero esta noche quiero escapar de la realidad y soñar, aunque sea un momento, que mi vida podría ser mejor con esta mujer, Sofía, que ahora se deja besar y me corresponde con una pasión rotunda, desenfrenada, con la certeza de saber que quiere meterse en mi cama sin hacer una sola pregunta boba ni un comentario estreñido de niña bien.