H. G. Wells, Aspectos De Una Vida Anthony West
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H. G. Wells, aspectos de una vida Anthony West http://www.librodot.com 2 AGRADECIMIENTOS He contraído una profunda deuda con G. P. Wells y con Amber Blanco White por la información que me proporcionaron sobre mi padre, valiosísima y fundamental de cara a la interpretación de su carácter y su conducta que se ofrece en este libro. Frank Wells, E. S. P. Haynes, Odette Keun y Moura Budberg también me proporcionaron, los cuatro antes de morir, importantes ayudas, sólo que algo menos vitales para mi comprensión de su persona. Mi madre, Rebecca West, así como Dorothy Richardson y Edward Pease, antiguo secretario de la Sociedad Fabiana, me ayudaron mucho, pero de manera harto diferente. Mary Ceibert, de la Sala de Libros Raros de la Biblioteca de la Universidad de Illinois, en Champaign-Urbana, fue en todo momento un dechado de cortesía y de eficacia al dar cumplida cuenta de cuantos favores le solicité para dar con el mejor camino que me llevase al Archivo Wells. Fisher's Island, 1983 A.P.W. Capítulo I «... se ocultaba entonces bajo una animada superficie de actividades diversas con las que Mr. Direck se había familiarizado; de la última de ellas había surgido todo un sistema de aflicciones difícil de abarcar, la octava de estas aventuras digresivas...» Mr. Bulling Sees It Through Mientras estaba a punto de venir yo a este mundo, durante los primeros minutos del 5 de agosto de 1914, mi padre no estaba en disposición de proporcionar a mi madre su consuelo y su respaldo. Hallábase en otra parte, su atención concentrada por entero en otro asunto. En esos precisos minutos, un jovencísimo Harold Nicolson atravesaba a paso firme St. James's Park, en Londres. Iba de camino desde el Ministerio de Asuntos Exteriores a la Embajada de Alemania, sita entonces en Garitón House Terrace, y llevaba consigo los pasaportes del embajador y del personal de la embajada. El plazo del ultimátum que había dado el Gobierno británico al Gobierno alemán había expirado a medianoche, momento desde el cual ambos países habían entrado en guerra. Mi padre, H. G. Wells, se dedicaba a dar las últimas pinceladas a 2 3 un artículo en el que comentaba el significado de esta catástrofe, un artículo que habría de ser el primero de una serie de doce que ya había colocado al Daily Chronicle en Inglaterra y que confiaba vender también a un sindicato de prensa norteamericano. A mi padre no le había cogido por sorpresa la ruptura de las hostilidades. Era una de tantas otras personas que habían visto venir la guerra desde varios años antes, y a medida que notó que se extendía el conflicto por los Balcanes, a medida que iban implicándose las grandes potencias, ya desde finales de junio, fue dedicándole cada vez más atención. No pensaba que fuese posible evitar la guerra, y de ninguna manera quería creer que la guerra resultase a la larga un acontecimiento fútil. Confiaba en que sirviera para algo más que para enseñar a los alemanes que ninguna agresión sale a cuenta, y también en que su costo probable y los indudables horrores que traería consigo pusieran fin a la época de la competencia nacionalista. Lo que deseaba ver terminado, destruido de una vez por todas, no era sólo la Alemania de los Junkers y del expansionismo de Bismarck; ansiaba ver arrasado de todo el escenario europeo la. totalidad del antiguo sistema monárquico y militarista. No es que fuese una persona de estrechas miras anti-germanas, sino que detestaba en pleno a la casta de los empenachados, los engualdrapados, los acorazados, los príncipes y grandes duques, los archiduques de casco y corona que representaban en el fondo todas las divisiones de Europa, y confiaba en que la guerra trajera a la postre el fin de todos ellos. Mientras mi padre trabajaba en su artículo, en la tranquilidad de una noche de verano, mentalmente se adelantaba en lo posible a la hora que estaba viviendo. Cuando hubiese terminado la guerra, se presentaría la oportunidad de crear un nuevo orden en Europa. Vencedores y vencidos tendrían que reunirse y fundar una Liga de Naciones. Una de las funciones primordiales de esta institución habría de ser la de constituir un foro en el cual pudiera desarrollarse una diplomacia abierta; sería algo equivalente a un parlamento internacional. Otra de sus funciones habría de ser la organización de una fuerza internacional, encargada de mantener la paz. Si un cuerpo de tales características pudiera disfrutar de una existencia activa y permanente, tal vez las guerras de agresión pasaran a ser reliquia del pasado. Cualquier ataque contra cualquier nación equivaldría a un asalto contra la totalidad de la comunidad internacional; así, la agresión sería a ciencia cierta caballo perdedor. Si los hombres se pusieran a trabajar con todo su empeño cuando hubiese terminado la guerra, tal vez nunca más volviese a darse ninguna guerra entre dos naciones. Mi padre intuyó que se le había ocurrido el título perfecto para el artículo que acababa de concluir. Lo anotó y se dio cuenta de que le complacía: «The War That Will End War» («La guerra que pondrá fin a la guerra.») Apagó las luces de su estudio y subió a la primera planta, dispuesto a acostarse. Estaba alojado en Easton Glebe, la espaciosa y placentera vieja rectoría de una minúscula aldea próxima a Great Dummow, en el condado de Essex, al nordeste de Londres, lugar en el que 3 4 había residido con su esposa Jane y sus dos hijos desde 1912. Mi madre en cambio se encontraba a un centenar de millas de distancia, al otro extremo de East Anglia, en unos atildados aposentos, en Hunstanton, condado de Norfolk. La acompañaban una hermana suya y una amiga. No estaba casada, y empezaba a darse cuenta de su difícil situación. Mi madre tenía diecinueve años, y cuando conoció a mi padre, en 1912, era veintiséis años más joven que él. Había querido ser actriz, y durante aquella época adoptó diversos seudónimos, desde Cicily Fairfield hasta Rebecca West. Este seudónimo fue un acto de homenaje a Henrik Ibsen, cuya obra Rosmersholm le había afectado profundamente. Era una joven provinciana, de origen mixto, escocés y nordirlandés, que se había criado en Edimburgo. Cuando conoció a mi padre, llevaba casi cuatro años viviendo en la zona de Hampstead Garden, en Londres, con su madre y sus dos hermanas. Había cursado estudios en la Royal Academy of Dramatic Arts durante un par de años, y había viajado algo, pero estaba a punto de descartar sus ambiciones teatrales y sacrificarlas en aras de sus ambiciones literarias, por cierto muy considerables. Una fotografía realizada poco después que mi padre irrumpiese en su vida la muestra en actitud desafiante junto a un busto de Dante Alighieri. La fotografía da a entender que ella deseaba que se hiciese la hipotética comparación, al tiempo que proclama ante el mundillo literario de la época que pronto habrá que tener en cuenta a una nueva figura de primerísima fila. Mi madre hizo sus primeros pinitos de escritora redactando recensiones para un semanario feminista radical llamado The Freewoman; la directora del mismo, algo más esnob de lo debido, consideraba el derecho al voto una simple cuestión de segundo orden. En esta publicación de corte marginal publicó una recensión que era en realidad un vapuleo en toda regla de aquella novela de mi padre titulada Marriage1 (Matrimonio), en la cual arremetía contra las ideas del autor respecto a las mujeres. Fue un artículo sin duda vivaz, que despertó la curiosidad de mi padre e hizo gracia a Jane Wells, a resultas de lo cual la invitaron a pasar un fin de semana con ellos, en su casa de Easton Glebe. Lo que ocurrió con exactitud tras aquella visita es algo que no tengo ni mucho menos claro, aunque sí es evidente que mi madre tomó la iniciativa. Los originales de las cartas que escribió a mi padre antes de que propiamente diese comienzo su aventura no han sobrevivido, pero las copias que con notorio pundonor ella hizo y conservó celosamente no dejan lugar a ninguna duda. Aunque el tono de aquellas cartas recuerde el de una novela rusa del siglo pasado que hubiese sido tamizada por la mentalidad de un Woody Allen, no conviene pasarlas por alto a la ligera. Dejan patente su intención de involucrarse sentimentalmente, y a ser posible de manera monumental, con mi padre. Ella le apremió entonces a emprender los dos juntos un grand amour, una de esas historias que constituyen la sustancia de las biografías románticas de los grandes personajes. 1 Recensión, Rebecca West. The Freevoman. 19 de septiembre de 1912 4 5 Las contestaciones de mi padre a aquellas cartas -al principio una simple maniobra de retroceso, y luego, con un candor cuya única intención solamente pudo haber sido disuasoria, una afirmación tajante de hasta qué punto, por cierto que muy limitado, estaba dispuesto a mostrarse accesible no dan pie a concebir la menor duda acerca de su postura2. Si no quedase más remedio que tener una aventura con ella, por fuerza tendría que tratarse de algo que de ninguna manera pudiera tomarse demasiado en serio; al contrario, tenía que prevalecer un tono de ligereza: ella tenía que recordar en todo momento que se trataba única y exclusivamente de que dos personas habían descubierto una mutua atracción física y se habían emparejado única y exclusivamente porque sí. Además, aquella aventura no debía durar. Mi padre fue explícito en este particular. Cuando por fin le escribió para comunicarle, casi con estas mismas palabras, que «muy bien, sea. Si insistes... », lo dijo a las claras: ella debía comprender que el horizonte que él adjudicaba a su historia, la localización de su punto de fuga conceptual, nunca iría más allá de su próximo cambio de humor.