El Pecho Y La Espalda $B : Novela
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Jorge R. Ritter r la espalda Ediciones Nizza -1962 BUENOS AIRES Ml Jorge R. Ritter El Pecho y la Espalda NOVELA EDICIÓN DEL AUTOR 1962 Advertencia: Tanto los personajes como los lugares y los hechos que se narran pertenecen a la categoría de las cosas imaginadas. Cualquier coincidencia con nombres pro pios de personas, de lugares o de hechos es mera casualidad. © Todos los Derechos Reservados por el Autor Peña 2257 - 1? B. — Buenos Aires. LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA a Viola, mi abnegada compañera, a mi padre doctor Rodolfo Ritter, un gringo que amó mucho al Paraguay, y a todos los agricultores paraguayos 10 JORGE R. RITTER —Sí señora. ¿Qué le duele? ¿Dónde? ¿Qué parte del cuerpo? —Jhasy cheve che pytiá jha che lomo. (Me duele el pecho y la espalda). Casi todos consultaban por dolor del pecho y de la espalda. Era un misterioso mal que atacaba a la mayoría, especialmente a las mujeres. Se trataba de un dolor indefinido, ubicado en un también indefinido lugar entre el pecho y la espalda. Al princi pio de su actuación en el hospital, Reyes auscultaba cuidadosa mente el corazón y los pulmones, sin hallar la cansa que motivara ese raro dolor. Los pulmones estaban sanos, lo mismo que el corazón. Había diagnosticado tuberculosis pulmonar muchas ve ces, pero el motivo de la consulta además de ese dolor de pecho y la espalda tenía un cortejo de rica sintomatología, porque se trataba de casos de tuberculosis muy avanzados. Necesitó de mi nuciosos exámenes para descubrir que se trataba de un dolor reflejo que venía de diversos focos que se hallaban fuera de la cavidad torácica. También que era una mezcla de dolor, de can sancio, de agotamiento. ¿Era el peso de un fardo de una exis tencia cargada de trabajos y agravada por una alimentación deficiente ? —¡Con qué dolor del pecho y de la espalda! —le contestó Re yes sonriendo. Un nuevo síndrome que no conocí en la Facultad de Medicina. La enferma le mira desconcertada. —Ahora se va a desvestir y a subirse sobre la mesa. De nuevo había que armarse de paciencia, porque se desves tían con tan pachorrentos gestos que consumían preciosos minu tos en encontrar un botón y desprenderlo, desataban con torpeza un nudo y se mostraban remilgados en deslizar una saya o un pantalón para no verse expuesto a la vergüenza de exhibir inte riores sucios o rotosos. La mayoría de las mujeres no llevaban bombachas. Vacilantes y desmañados subían a la mesa. El viento que jugueteaba por la pieza, se complacía en desparramar el olor a sudor, a grasa rancia, a tabaco, a humo; mezcla confusa de todos esos olores. Pero sobre todo la catinga castigaba las pituitarias con todo el rigor de sus irritantes efluvios haciéndole estornudar a Reyes. —El olor de la pobreza— se decía Reyes que no podía inmu nizarse a la irrisión que siempre le provocaba aquella mezcla de olores. La paciente, además de su "olor de pobre" despedía un vaho inconfundible de entrepiernas. —Olerás todos los malos olores— decía Patricito en el Hos- EL PECHO Y LA ESPALDA 11 pital de Clínicas. —Y olerás y no protestarás por siempre jamás. Torpemente la paciente subió a la mesa. Temía manchar la albura de la sábana de lienzo barato. Restregó sus descalzos pies para sacudir el polvo y el barro de los caminos que llegan al hospital. Con sumo cuidado, como si estuviera imposibilitada se sienta sobre la mesa. Reyes le baja por las mangas su typoi modesto y después de aplicarle una toalla le ausculta los pulmo nes. No halla nada patológico. Tampoco en el corazón. La acuesta, la cubre con una sábana hasta el bajo vientre, y suavemente, venciendo una pasiva resistencia, le deja el vientre al descubierto. Vientre flaccido, rugoso, exhibe una hernia umbilical. Hunde la mano en aquel estropajo, palpa con dulzura, sintiendo el bulto escurridizo de los espasmódicos segmentos colónicos; choca con la dureza de la columna vertebral excepcionalmente accesible, palpa el borde hepático descendido y por un instante atrapó el riñon derecho que luego bruscamente escapó a su celda. Reyes "veía" con la punta de los dedos ;, y mientras exploraba aquel pe queño mundo abdominal su mente como una visión cinematográ fica, reconstruyó su penoso recorrido en este valle de los sufri mientos prolongados y de las breves alegrías. Como muchas veces, soliloquió: —"Mujercita valerosa, que pagaste tributo a la especie con tus hijos vivos, muertos y abortados; cansada y desnutrida que padeces una hipotonía generalizada; con el hígado descendido, con los ríñones caídos y, caídos, desprendidos de sus sitios, todos los órganos abdominales. Por eso, dulce campesinita, la de las dieci seis gestaciones, te duelen el pecho y la espalda. Realmente deben dolerte, porque te estironean desde abajo. Naciste debilucha por herencia, y la vida y las exigencias biológicas agotaron poco a poco tus energías y tus órganos abdominales cansados quieren echarse a reposar; por eso te estironean. ¡Ah! y este dolor en el hipogastrio, esta resistencia! También tienes inflamados los para- metrios; seguro, una parametritis por cervicitis. Sí, no hay duda, lo siento por ese olor de entrepiernas, idéntico al que olíamos en el servicio de Ginecología, no precisamente en pacientes sanas del útero". Es costumbre en Reyes, adquirida en su soledad pro fesional, conversarse, autoconsultarse, criticarse y algunas veces, raras veces, felicitarse. Sus soliloquios son mentales y largos mientras, como ávido cosechero, busca signos y construye síndromes. Reyes termina la inspección. Conoce a su paciente, conoce su enfermedad; ha sido en realidad fácil penetrar en el secreto de sus padecimientos. En pocas palabras anotó el diagnóstico. Aho ra se pone a cavilar sobre la terapéutica. La enferma necesita 12 JORGE R. KITTER reposo, buena comida, tónicos vitaminados ricos en minerales. El hospital no puede dar todo eso. Necesita también un tratamiento especializado de su cervicitis; radiografía de sus órganos ptosados, exámenes do laboratorio para investigar sus parásitos intesti nales y para el recuento de sus glóbulos rojos disminuidos. Pero el modesto Hospital Regional no puede satisfacer esos reclamos técnicos. —Señora, ¿puede comprar algunos medicamentos que nece sita? —le pregunta, hablando siempre en guaraní. —¿Che picó? pregunta a su vez con tono de sorpresa. —Sí señora. —Pero caraí doctor, yo por pobre y por no tener dinero para comprar remedios, he venido al hospital. Y hubiera podido agregar: para obtener ese remedio, muy a pesar mío, hube de someterme a la humillación de desvestirme, exhibiendo mis pobres ropas interiores, de ser manoseada; de ser olida ¡i de ser, en fin hurgada en mis miserables secretos íntimos; y ahora, para completar mi amargura, debo comprar los reme dios. ¡Por cuántas humillaciones debe pasar una pobre para obte ner un poco de alivio! Porque para el campesino, extraño aun a las familiaridades médicas, era un sacrificio someterse a una ins pección médica. Además consideraban al hospital como una fuente inagotable de productos farmacéuticos, que debía en todo mo mento proveer generosamente a su clientela. Esta creencia pro venía de un rumor malicioso, propalado por los enemigos del hospital y de Reyes, quienes hacían correr la voz de que había abundante medicamento en el parque sanitario y, que si no entre gaban al enfermo era por especulación del director. El rumor creaba un estado de tensión entre médico y paciente. Pero la triste realidad imponía una estantería vacía en la farmacia, que solamen te poseía las drogas más imprescindibles y no precisamente las de uso más frecuente. En su fuero íntimo Reyes estaba descontento; deseaba ali viar a aquella silvestre mujercita, valiente madre y fiel compañera de quién sabe qué rudo campesino. Había que calmar su sordo dolor; porque el dolor es el síntoma y la enfermedad en sí capaz de alarmar al desaprensivo agricultor, indiferente a una tubercu losis o a un cáncer que no duele, pero que reacciona hasta la desesperación ante una cefalalgia o un dolor reumático. Reyes es cribió su receta después de pensar brevemente; optó por la tintura de opio y belladona y un tónico ferruginoso. Luego que fue hecha la receta explicó una y repetidas veces, para que no confundiera, la forma de usar los dos medicamentos. Sabía de la confusión que EL PECHO Y LA ESPALDA 13 ocasionaba la dosis y el horario de los remedios. Escribir la pres cripción era inútil, porque la mayoría no sabía leer, y si sabían, interpretaban mal. Por eso insistía en sus explicaciones y hasta saberla, como a los niños que están aprendiendo una lección, hasta retener, la forma de aplicar la muy sobria terapéutica hospita laria. La mujer, más despierta que muchas otras, aprendió su lección y prometió aplicarla ajustadamente. Por último, con unas palmaditas sobre el hombro la despidió. La mujer fue a la puerta para abrirla, pero no atinó con el procedimiento. Forcejeó de to das las maneras, menos con la apropiada, porque desconocía en absoluto el uso de un picaporte. La lucha con la puerta cerrada del consultorio ocurría con todos. Para el campesino, el picaporte y en general todas las cerraduras eran un complicado mecanismo, lleno de enigmas cuya solución les resultaba imposible. Para salir, todos forcejeaban hasta que Reyes les indicaba el procedimiento. En una oportunidad, durante el primer mes de su llegada al pueblo, Reyes llevado por un espíritu juguetón dejó sin indicacio nes a un robusto mocetón que luchó bravamente con la puerta cerrada. Manoseó la cerradura torpemente sin hallar, desde luego, el sentido adecuado para girar la nariz del picaporte; por el con trario, con las vueltas que dio a la llave cerró más herméticamente aun la cerradura. Ante la imposibilidad de abrir la puerta por la cerradura, movió desatinadamente los pasadores, introdujo las uñas en los intersticios y, por último, sacudió la puerta para arrancarla de su quicio.