La Doncella De Orleáns Tragedia Romántica
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
Federico Schiller LA DONCELLA DE ORLEÁNS TRAGEDIA ROMÁNTICA PERSONAS CARLOS VII, rey de Francia. La reina ISABEL, su madre INÉS SOREL, su manceba. FELIPE el Bueno, duque de Borgoña. El conde DUNOIS, bastardo de Orleáns. LA HIRE, Oficiales del Rey. DUCHATEL. EL ARZOBISPO de Reims. CHATILLON, caballero borgoñón. RAOUL, caballero lorenés. TALBOT, general de los ingleses. LIONEL. Jefes ingleses. FALSTOLF. MONTGOMERY. Consejeros de la ciudad de Orleáns. Un Heraldo del campamento inglés. TIBALDO DE ARCO, rico agricultor. MARGARITA. LUISA. Sus hijas. JUANA. ESTEBAN. CLAUDIO MARIA Sus novios. RAIMUNDO. BERTRAN, aldeano. El espectro del caballero negro. Un Carbonero y su mujer. Soldados, pueblo, oficiales de la corona, obispos, frailes, mariscales, magistrados, cor- tesanos y demás personas que no hablan y forman el cortejo en el acto de la coronación. PRÓLOGO SITIO CAMPESTRE A la derecha y en primer término, una imagen de santo en una capilla; a la izquierda una grande encina. Livros Grátis http://www.livrosgratis.com.br Milhares de livros grátis para download. ESCENA PRIMERA TIBALDO DE ARCO. Sus tres HIJAS. Los tres PASTORES sus novios. TIBALDO.––Sí, mis queridos vecinos; hoy somos todavía franceses, hoy somos toda- vía libres habitantes y dueños de esta tierra que labraron nuestros padres... ¡Quién sabe de quién seremos mañana! En todas partes flota la victoriosa bandera del inglés. Sus caba- llos patean las ricas campiñas de Francia. París le ha recibido triunfante, y ha coronado con la antigua diadema de Dagoberto, el vástago de extranjera cepa. El nieto de nuestros reyes vaga errante, desheredado, fugitivo, por su propio reino, y en las filas enemigas que dirige una madre desnaturalizada, combate su más próximo pariente. Villas, ciudades, to- do lo devora el incendio. El humo de la devastación se acerca cada vez más a éstos valles hasta ahora tranquilos. Ved por qué, mis queridos vecinos, trato de acomodar honrada- mente a mis hijas con la ayuda de Dios, hoy que es tiempo todavía. La mujer, en estos tiempos, necesita un protector. A mi entender, un amor fiel ayuda a soportar las más gra- ves penas. (Dirigiéndose al primer pastor.) Acércate, Esteban; tú deseas la mano de mi hija Margarita; nuestras tierras se tocan, vuestros corazones se comprenden; esto basta para una feliz unión. (Al segundo.) Y tú, Claudio... callas, y mi Luisa baja los ojos... No he de separar dos corazones, porque no puedes ofrecerme tesoros. ¿Y quién los posee hoy? La casa como la granja son en el día presa del enemigo y de las llamas, y en los tiempos que corren no creo que exista más seguro refugio que el pecho de un muchacho honrado. LUISA.––¡Padre mío! CLAUDIO.––¡Luisa mía! LUISA.––(Besando a JUANA.) ¡Hermana mía! TIBALDO.––Doy a cada una de vosotras treinta fanegas de tierra, el establo, el corral y el hogar. Dios os bendiga como a mí. MARGARITA.––(Abrazando a JUANA.) Accede a los deseos de padre, toma ejemplo de nosotras... hagamos tres bodas en un día. TIBALDO.––ld y preparaos; las bodas se celebrarán mañana; quiero que acuda a ellas toda la gente del lugar. (Las dos parejas se van dándose el brazo.) ESCENA II TIBALDO. RAIMUNDO. JUANA. TIBALDO.––Y tú, Juanilla... ya ves cómo se casan tus dos hermanas y cuánto regocija su dicha mi vejez, mientras que tú, la más joven, parece que sólo quieres darme pesar y tristeza. RAIMUNDO.––¿Vais a reñirla todavía? TIBALDo––El más honrado y guapo mozo de este país, con quien nadie osara compararse, te ofrece corazón y mano, te corteja tres años ha con discreción y ternura, y tú sólo le correspondes con desvíos y frialdad. Ni atrajo nunca tu sonrisa ninguno de nuestros pastores. ¡Parece imposible!... ¡Joven como eres!... ¡En la primavera de tu vida! ¡Cuando la esperanza sonríe!... ¡Cuando se abre la flor de tu belleza!... ¡En vano me fue dado esperar verla salir de su capullo, y convertirse en fruto de oro!... ¡Ah, no quiero ocultarlo!... Esto me aflige; me parece un fatal error de la naturaleza. No gusto yo de tales corazones... ¡fríos... austeros!... ¡cerrados a la dicha en la feliz edad en que los sentimientos sólo piden expansión! RAIMUNDO.––Dejadla, padre, dejadla obrar como le plazca. El amor de mi noble Jua- na es augusta y casta flor del cielo, y sólo lenta y silenciosamente deben madurar tales te- soros. La juventud necesita del aire libre y puro de las montañas. No se atreve a bajar de las alturas donde habita, a nuestras estrechas casas donde moran los mezquinos cuidados. Muchas veces del fondo de los valles la contemplo con muda adIriración, cuando se me aparece bella y majestuosa en el pico de algún monte, rodeada de sus rebaños y fijja la vista en el suelo. En ocasiones creo ver en ella algo sobrehumano, y me pregunto si será por ventura esta niña, hija de otros siglos. TIBALDO––Esto es precisamente lo que no puedo sufrir. Huye del trato de sus herma- nas, y sólo se complace en andar errante por las cimas desiertas, sin que el canto del gallo la haya sorprendido nunca en sus correrías. En las medrosas horas en que el hombre bus- ca para serenarse la compañía de sus semejantes, ella, como ave nocturna, vuela a sumer- girse en las sombras de la noche, recorre las encrucijadas y habla misteriosamente con los vientos. ¿Por qué escogió este sitio para apacentar sus rebaños? La veo pasarse horas en- teras sentada y pensativa bajo el árbol druídico, bajo esta encina, a la que temen acercarse los dichosos. Porque este asilo es reputado funesto, y de antiguo, desde los tiempos del paganismo, se cree que fue morada del espíritu malo. Los viejos cuentan de este árbol es- pantosas leyendas... ; de sus hojas se escapan a veces extraños sonidos. ¿No vi yo mismo, una tarde, al pasar cerca de aquí, una ¡fantasma de mujer, a la sombra del árbol, un espec- tro envuelto en un sudario, que extendía hacia mí la descarnada mano, como llamándo- me? Tanto fue así, que eché a correr, encomendando el alma a Dios. RAIMUNDO.––(Señalando la imagen de la capilla.) No, creedme; vuestra hija viene aquí, no por obra del demonio, sino al sagrado influjo de esta imagen que esparce en tor- no la paz del cielo. TIBALDO.––No, no en vano se me aparece en sueños, que empiezan a darme inquie- tud. Tres veces la he soñado en Reims, sentada en el trono de nuestros reyes, ceñidas las sienes con una corona en la que brillaban siete estrellas, y en la mano el cetro de donde salían, como del tallo, tres flores de lis, mientras que yo, su propio padre, sus hermanas, y todos los príncipes, condes y obispos, todos, hasta el mismo Rey, hincábamos la rodilla delante de ella. ¿Qué significa semejante esplendor en mi cabaña? ¿Qué puede ser sino presagio de profunda catástrofe? ¿No es semejante sueño el símbolo de las vanas aspira- ciones de su corazón? Se avergüenza de la oscuridad en que vive. La belleza que Dios le concedió, los hechizos que le ha prodigado con sus bendiciones, fomentan en su alma un sentimiento de culpable orgullo... y el orgullo fue la causa de la caída de los ángeles... es el medio con que el infierno se apodera de las almas. RAIMUNDO.––¡Ella orgullosa, cuando no la hay más modesta! ¡Si la pobre se com- place con verdadera alegría en ser la sirvienta de sus hermanas! Siendo la mejor dotada entre todas, se muestra al propio tiempo la más dócil y se sujeta gustosa a las más rudas faenas. Con sus cuidados prosperan vuestros rebaños y vuestro cultivo; cuanto hace pros- pera de un modo indecible, nunca visto. TIBALDO.––En efecto: de un modo nunca visto, y esto es lo que me espanta. No hablemos más de ello; me callo; quiero callarme. No seré yo quien acuse a mi propia hija. No; quiero sólo exhortarla, rogar por ella, y exhortarla sobre todo. Aléjate de este árbol, renuncia a tu amor por la soledad, cesa de escarbar la tierra a media noche, en busca de raíces... déjate de componer brebajes, y de trazar signos misteriosos sobre la mesa. Los malos espíritus viven junto a la superficie de la tierra, siempre alerta, y con el odio pega- do al suelo. En cuanto se escarba un poco, lo oyen en seguida. Consiente en no quedarte sola; .mira que en la soledad tentó Satanás al mismo Dios del cielo. ESCENA III Dichos. BERTRÁN, con un yelmo en la mano. RAIMUNDO.––¡Chit!... ahí está Bertrán que vuelve de la ciudad... A ver qué nuevas trae. BERTRÁN.––Os sorprende verme con esta rara prenda en la mano, ¿verdad? TIBALDO.––En efecto, decidnos cómo habéis adquirido ese yelmo... ¿por qué traéis a nuestros tranquilos valles este signo de discordia? (JUANA, que durante las anteriores escenas había permanecido retirada a un lado, silenciosa y sin tomar parte en la acción, se acerca y empieza a mostrarse atenta.) BERTRÁN.––Apenas sé yo mismo cómo ha ocurrido esto. Me hallaba en Vaucouleurs, donde fui a comprarme un equipo de guerra. Muchedumbre de gente se agolpaba en la plaza del mercado, porque acababan de llegar de Orleáns bandadas de fugitivos trayendo malas noticias de los sucesos. La población entera se agitaba fuera de sí. Como tratase de abrirme paso entre la multitud, de repente se me acerca una gitana con este yelmo, y fi- jando en mí sus penetrantes ojos me dice: “Compañero, buscáis un yelmo, lo sé, nece- sitáis uno, tomad éste, os lo doy barato.” “A los soldados con él, le respondí; yo soy un labrador, y para nada me sirve.” Pero ella continuaba insistiendo.